Filosofía y Ciencia
El Nacimiento de la Tragedia; Friedrich Nietzsche
En el siguiente trabajo monográfico se tratará, no de explicar el origen de la tragedia griega como propuso Friedrich Nietzsche hace ya casi dos siglos cuando escribe “El Nacimiento de la Tragedia”, sino sólo de interpretar los “engranajes” presentados por éste en la misma obra (lo apolíneo y lo dionisiaco), que movieron el arte y la vida de los griegos de la Grecia Antigua, así como también mueven el arte y la vida de todos los hombres en la actualidad.
Sin embargo, antes de continuar con lo planteado, parece pertinente comentar sobre algunos de los rasgos de estos ejes temáticos que encuentran sus raíces en dos deidades griegas bastante contrarias entre sí pero complementarias a la vez, como se observará al final de esta monografía.
Por un lado, lo apolíneo se ve representado por el dios Apolo, dios del sol, la luz, la curación, la música, la profecía, el arco y la poesía. Los que lo adoraban(y también otros que no), acudían al Oráculo de Delfos para recibir consejos de éste. Su nombre, íntimamente relacionado con el verbo arcaico Apo-ell-(“el que despeja a codazos”), deja claro su dominio sobre la razón, pues era éste quien se ocupaba de disipar las dudas que atormentaban a los que acudían a él.
Por otro lado, encontramos lo dionisiaco, cimentado sobre la figura del dios Dionisos, dios del vino y los ritos religiosos mistéricos. Con la leyenda de su nacimiento se puede ver cómo Dionisos representa el renacimiento, la vuelta a la vida, y el amor hacia ella, fundamento de las religiones mistéricas.
Planteadas estas primeras diferencias, podemos avanzar a aquellas planteadas por Nietzsche cuando afirma “Con sus dos divinidades artísticas, Apolo y Dioniso, enlaza nuestro conocimiento de que en el mundo griego existía una enorme antítesis, en cuanto a origen y metas, entre el arte del escultor, el apolíneo, y el arte no figurativo de la música, el de Dioniso”. Se ve aquí, entonces, una diferenciación vital para entender la antítesis que presentan las dos líneas artísticas: la apariencia y la esencia; la razón y la pasión; la mesura y la desmesura; el sueño y la embriaguez.
Puede ocurrir que estos términos por el momento parezcan confusos, pero pronto se entenderá que no se escapan del entendimiento de nadie.
Para comenzar, Nietzsche habla sobre el sueño y la embriaguez avalando que “La bella apariencia de los mundos oníricos, en cuya generación todos los hombres son auténticos artistas, es la premisa de todo arte figurativo, e incluso,(...) de una parte esencial de la poesía. En la vida suprema de esta realidad soñada todavía tenemos el sentimiento que no es más que apariencia”. Como ya se sabe, en los sueños se manifiestan nuestras fantasías, nuestros placeres y nuestras alegrías, por ello Nietzsche señala que es una alegre necesidad; sin embargo, advierte que sólo es una apariencia, una máscara que oculta otro mundo, un mundo más profundo, el mundo de lo dionisiaco. Allí es, entonces, donde la embriaguez comienza a manifestarse.
Como bien dice Nietzsche, en ese estado orgiástico lo subjetivo se desintegra en el olvido de uno mismo. Cada ser forma ahora parte de la naturaleza, vuelve a sus orígenes y, con ella, disfruta de todos los dones que la razón había arrebatado. Durante este especie de trance, los cuerpos, que funcionan ahora sólo como herramientas de los deseos más primitivos, manifiestan su estado de frenesí con cantos y bailes con violencia dionisíaca.
Bajo esos hechizos, en donde deja de suponer la existencia de un ser superior, el hombre pasa a ser uno mismo aquel dios que veía sólo en sueños, camina por la tierra, la cual le pertenece a él como él le pertenece a ésta, con suma excitación y desenfreno.
Ahora bien, el pavor que produce en los hombres apolíneos ver aquellas imágenes de desmesura no puede estar mejor descrito en el siguiente pasaje:
“Hay personas que, por falta de experiencia o por emborramiento de sus sentidos, se apartan de tales fenómenos como si fueran <<enfermedades del pueblo>>, mofándose o lamentándose.”
Se entiende que la intención de Nietzsche cuando acusa a aquellas personas de falta de experiencia o emborramiento de sus sentidos, no es más que alertarlos de su ignorancia: no saben que en verdad la realidad onírica en la que viven y creen encontrar sustento, no es más que, como todo lo apolíneo, una fachada, un engaño que los mismos hombres se realizan para poder “sobrevivir la penosa vida”.
Aquí se comienza a entender la complementariedad de lo apolíneo y lo dionisiaco: el segundo es base y sostén del primero.
En cuanto a la mesura y desmesura, antes mencionadas, Nietzsche habla a propósito de la primera alegando “Y así, junto a la necesidad estética de la belleza, corre pareja la exigencia del <<conócete a ti mismo>> y del <<no demasiado>>” y continúa diciendo “la presunción y la desmesura son consideradas como los auténticos demonios hostiles de la esfera no apolínea, y, por lo tanto, como propiedades del mundo preapolíneo, es decir, del mundo bárbaro.” Se comprende, así, nuevamente el horror que sufrían los hombres apolíneos al ver la ilimitación de la que gozaban aquellos hombres bárbaros, hombres guiados por las enseñanzas dionisíacas, cuyos placeres escapaban de la racionalidad para hundirse en las profundidades oscuras e inexploradas(para los que vivían bajo la tutela de Apolo) de la pasión y del conocimiento, de la verdad y del goce del dolor.
Para demostrar cómo el hombre apolíneo castigaba esa desmesura, Nietzsche seleccionó algunas leyendas que son claro ejemplo de la condena que sufrían aquellos que osaban escapar de los límites apolíneos: el atrevido amor que Prometeo sentía por los hombres, el cual lo expresó entregándoles el fuego a éstos, sólo le sirvió para ser encadenado y torturado toda la eternidad por un águila que se encargaba de alimentarse de su hígado ; Edipo, por su hibris, hubo de precipitarse a una desconcertante vorágine de atroces delitos.
Para reafirmar la teoría de complementariedad entre lo apolíneo y lo dionisíaco, parece oportuno citar otro fragmento de Nietzsche al respecto de la mesuridad y desmesuridad de la visión griega ante la vida:
“<<Bárbaro>> le parecía también al griego apolíneo el efecto que producía lo dionisiaco, sin que pudiera disimular que, a la vez, él mismo estaba íntimamente emparentado con esos titanes y héroes vencidos.(...) su existencia entera, con toda su belleza y mesura, descansaba sobre un mal disimulado, sustrato de padecimiento y de conocimiento que lo dionisiaco descubría de nuevo”.
Así como el tranquilo pescador descansa en su barco sobre aguas tranquilas, inconsciente del peligro que bajo su barca acecha, el hombre apolíneo se desconocía de sí mismo, al menos de su parte dionisíaca, alienándola, y prefería verse en el distorsionado espejo de la “realidad”, de una realidad figurativa, que le otorgaba lo que él creía seguro para sí: la limitación de la apariencia.
Ahora que los términos anteriores fueron explicados, resulta interesante preguntarse lo mismo que Nietzsche alguna vez se preguntó ¿Dónde se esconden los orígenes de lo apolíneo y de dónde lo dionisiaco?.
Aunque puede ser difícil de creer, la respuesta se encuentra en una vieja leyenda, la leyenda del rey Midas y el sabio sátiro Sileno, fiel acompañante de Dionisos. En ésta, el monarca frigio comenzó la búsqueda de esta criatura mística del bosque y, una vez capturado, le preguntó qué era lo mejor y más preferible para el hombre. El sátiro se mantuvo en silencio, pero luego de ser forzado por el rey, prorrumpió entre risas una amenazadora respuesta: “Lo mejor de todo es para ti absolutamente inalcanzable: no haber nacido, no ser, ser nada. Lo segundo mejor para ti es morir pronto”.
Se vislumbra ahora el horror que los griegos sentían de la existencia, existencia que no hubieran podido soportar si no fuera por la creación de un mundo onírico que les diera cobijo de los espantos de la vida: el mundo olímpico.
Allí, en el Olimpo, se erguían todos los dioses, seres inmortales que no le temían a nada, seres de dichosa alegría pero que también padecían de sentimientos humanos como tristeza y soledad. Lo único que habían logrado los griegos era crear una especie de filtro, un filtro sumamente figurativo, y por ende, apolíneo, para poder continuar con su vida.
En las obras homéricas se puede apreciar esa inversión de la sabiduría silénica, donde “el auténtico dolor del hombre homérico, se refiere a la separación de ella(la vida bajo la luminosidad olímpica), sobre todo a la separación inmediata”.
Para constatar lo anteriormente dicho, Nietzsche explícita la “nueva” enseñanza de Sileno: “lo más grave para ellos (los griegos) sería morir pronto, y lo segundo más grave morir algún día”.
Sin embargo, hay que saber discernir el amor a la vida que profesaban los hombres apolíneos, del de los dionisíacos. Los primeros se enamoraban de ésta de manera ilusoria: ocultaban los horrores que albergaba tras una apócrifa alegría (representada en la vida de las deidades olímpicas). En pocas palabras, convertían el propio lamento en una loa de la misma, una paradoja magnífica. Los que seguían los preceptos de Dionisos, al contrario, festejaban la vida tal cual era, gozaban de su desorden, se nutrían de su dolor, abrazaban su inmenso conocimiento y, por último, se convertían uno con ella, logrando así un despojo hasta de su cuerpo como hombre, símbolo de la apariencia apolínea.
Ahora se entiende el nacimiento de lo apolíneo en la cultura griega antigua, pero lo que los griegos olvidaron(o quizás sólo trataron de ignorar), fue que las raíces de ese monte majestuoso del Olimpo, residencia de todos los dioses, se hundían en el mismo Tártaro, aquel lugar del Inframundo donde el tormento y el sufrimiento eterno rigen.
Por tercera vez se observa el paralelismo que tienen tanto lo dionisiaco y lo apolíneo, en donde ahora queda muy en claro cuál es el precursor del otro.
Ahora uno se ve capacitado para percibir la influencia que estas dos fuerzas tuvieron en la esfera de la Grecia Antigua, que luchando y estimulándose entre sí dieron fruto a una de las creaciones más majestuosas del hombre en el plano artístico: la tragedia. Y, retomando lo dicho en el párrafo introductorio, también se es capaz de intuir el por qué de su vigencia hasta ahora en el mundo actual, cuando todavía persisten religiones que buscan el sustento de su existencia, inmersa en un mundo que ven lleno de dolor y sufrimiento, en la proyección de un mundo “onírico” que simboliza la perfección, una perfección que reside sólo en la apariencia, capaz de actuar como redentor de las penas terrenales, y en la aberración del caos imperante que no es más ni menos, el creador de todas las cosas.
Bastará, entonces, como propuso Nietzsche, una revisión de los valores actuales, para poder comprender el verdadero poder curativo que este mundo esconde en su naturaleza. En otras palabras, volver a nuestras raíces, re-conocerlas, aprender de ellas y expresarlas como los griegos hace centurias lo hicieron: “invertir esas ideas de repugnancia sobre lo terrorífico y absurdo de la existencia y transformarlas en representaciones con las que se pueda vivir: representaciones que son lo sublime, como el dominio artístico de lo horroroso, y lo cómico como la descarga artística de la repugnancia de lo absurdo”.
Se califica como religión mistérica a aquella que presenta misterios que no se plantea explicar. Las razones para esta negativa a explicar los detalles de la religión pueden ser variados. Desde razones de defensa de la propia comunidad ante represalias de colectivos mayoritarios, protección de intereses personales, la vivencia de pertenecer a una sociedad exclusiva, o simplemente la imposibilidad de explicar racionalmente esos datos relacionados con la religión.
En las dos versiones que existen sobre el nacimiento de Dionisos, éste primero muere pero luego vuelve a renacer y por ello es común que se lo llame “el dos veces nacido”.
Friedrich, Nietzsche, El nacimiento de la Tragedia, España, 15° edición, 2002, p. 59
Ibidem, p. 61
Ibidem, p. 64
Ibidem, p. 78
Idem
La hibris o hybris es un concepto griego que puede traducirse como `desmesura' y que en la actualidad alude a un orgullo o confianza en uno mismo exagerados, resultando a menudo en merecido castigo.
Ibidem, p. 79
Ibidem, p. 74
Idem
Ibidem, p. 101
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Enviado por: | Rotter |
Idioma: | castellano |
País: | Argentina |