Derecho


Lucha por el derecho; Rudolf Von Ihering


Universidad Autónoma de Querétaro

Escuela de Bachilleres

“Dr. Salvador Allende”

Plantel: Norte Grupo: 10.

Tercer semestre Aula: 24.

Asignatura:

derecho

Tema:

CONTROL DE LECTURAS DEL LIBRO: “LA LUCHA POR EL DERECHO” DE VON IHERING.

Lugar y Fecha:

Querétaro, Querétaro a 3 de Noviembre de 2003

INTRODUCCION

El Derecho no debe confundirse con su conocimiento subjetivo, siendo preciso para estudiarlo examinar también su carácter interno y su núcleo latente, pero hasta Ihering era lo más frecuente que el método generalmente utilizado nos entregara de él una visión sólo interesada en ofrecer lo más característico de su propia dogmática. Ihering exigía que los estudios sobre la historia del Derecho romano no se limitasen exclusivamente a formular la teoría romana. Una amplia parte, pues, va dedicada a la explicación de los orígenes del Derecho romano. En primer lugar, Ihering somete a crítica el mismo origen del Derecho romano. La formación del Derecho y del Estado romanos no es nunca primaria, sino secundaria, y se establece sobre la base de formaciones preexistentes. Determinado ello, corresponde fijar, seguidamente, el aspecto del Derecho en esos tiempos primitivos. Se trata, en definitiva, de analizar el lugar de partida y los elementos originarios del Derecho romano. Las categorías o principios que suministra la historia para el Derecho romano son: el principio de voluntad subjetiva (el individuo lleva en sí, en su sentimiento jurídico y en su energía, la razón de su derecho); el principio creador del Estado (y como derivaciones del mismo la comunidad basada sobre la unión de las familias y el predominio de la constitución militar sobre la comunidad); y, por último, el principio religioso (su influencia sobre el Derecho y el Estado).

El balance indicará que no es posible dar una respuesta única para todos los principios, pues mientras algunas ideas el pueblo romano las abandonarlas, otras, en cambio, las conservó de modo sustancial, o cuando menos exteriormente.

Se explican los fenómenos, las ideas y las leyes cuya diversa y también cambiante reproducción es posible constatar a través de diferentes grados de realización. En época avanzada el derecho, en la vida común y ordinaria, es poco visible exteriormente, pudiendo decirse que su manifestación se coordina con una acción dinámica, mientras que en su juventud lo hace a una acción mecánica en el sentido de moverse mediante resortes y procedimientos visibles. Ihering indaga acerca de cuál fuera el objeto final de todo el Derecho romano hacia el sentimiento jurídico, y cuáles las condiciones superiores que debían ser cumplidamente realizadas por el derecho. Esos fines o tendencias fundamentales del derecho son: Espontaneidad, Espíritu de igualdad, y Ansía o Amor hacia el Poder y la Libertad. Su fundamentalidad deriva del ajustamiento a las ideas más elevadas y generales que se entendía debían ser persiguidas con y a través del derecho. Constituyen de esa forma el objeto y el ideal de la concepción jurídica de los romanos. Además, muestran la singularidad del espíritu romano en el terreno jurídico. Así, la técnica jurídica aplicada a la realización práctica de esas fines u orientaciones de tendencia, nos pone de manifiesto el poder intelectual del espíritu romano. Ihering determina, en esta parte, el punto culminante de la concepción y el comienzo racional de la materia, la riqueza de las ideas y de los medios de que esta técnica dispone, su método de disolución y de descomposición, el análisis jurídico y el arte jurídico.

INDICE

Pág.

Hoja de presentación ……………………………………….. 1

Introducción ………………………………………………….. 2

Índice …………………………………………………………. 3

Capitulo I

Introducción ………………………………………………….. 4

Capitulo II

El interés en la lucha por el derecho ……………………… 9

Capitulo III

La lucha por el derecho en la esfera individual ………….. 12

Capitulo IV

La lucha por el derecho en la esfera social ……………… 16

Capitulo V

El derecho Alemán y la lucha por el derecho …………… 20

Conclusiones ……………………………………………….. 25

Bibliografía …………………………………………………. 30

CAPITULO I

Introducción

La finalidad del derecho es la paz, el medio para ello es la lucha. En tanto que el derecho tenga que estar preparado contra el ataque por parte de la injusticia -y esto durará mientras exista el mundo- no le será ahorrada la lucha. La vida del derecho es lucha, una lucha de los pueblos, del poder del Estado, de los estamentos o clases, de los individuos.

Todo derecho en el mundo ha sido logrado por la lucha, todo precepto jurídico importante ha tenido primero que ser arrancado a aquéllos que le resisten, y todo derecho, tanto el derecho de un pueblo como el de un individuo, presupone la disposición constante para su afirmación. El derecho no es mero pensamiento, sino fuerza viviente. Por eso lleva la justicia en una mano la balanza con la que pesa el derecho, en la otra la espada, con la que lo mantiene. La espada sin balanza es la violencia bruta, la balanza sin la espada es la impotencia del derecho. Ambas van juntas, y un estado jurídico perfecto impera sólo allí donde la fuerza con que la justicia mantiene la espada, equivale a la pericia con que maneja la balanza.

Derecho es trabajo incesante, no sólo del poder de Estado, sino de todo el pueblo. La vida entera del derecho, abarcada con una mirada, nos representa el mismo espectáculo de lucha y trabajo incesantes en toda una nación, que asegura su actividad en el dominio de la producción económica e intelectual. Todo individuo que llega a la situación de tener que sostener su derecho, asume su parte en ese trabajo nacional, lleva su partícula a la realización de la idea del derecho sobre la Tierra.

Sin pugnas y sin tropiezos transcurre la vida de millares de individuos en las vías reguladas del derecho, y si les dijésemos: El derecho es lucha -no nos comprenderían, pues ellos sólo lo conocen como condición de paz y de orden. Y desde el punto de vista de su propia experiencia tienen perfecta razón, lo mismo que el rico heredero a quien le ha tocado sin esfuerzo, el fruto del trabajo ajeno, cuando pone en tela de juicio la frase: La propiedad es el trabajo. El engaño de ambos tiene su razón en el hecho que las dos partes que encierran en sí tanto la propiedad como el derecho, pueden descomponerse subjetivamente de modo que a una le toca en suerte el goce y la paz, a la otra el trabajo y la lucha.

En relación con el derecho se aplica esto no sólo a los individuos, sino también a épocas enteras. La vida del uno es guerra, la vida de la otra paz, y los pueblos están expuestos por esa diversidad de la distribución subjetiva de ambas al mismo engaño que los individuos. Un largo período de paz, y la fe en la paz eterna está en la floración más frondosa hasta que el prímer disparo de cañón desvanece el hermoso sueño, y en lugar de una generación que ha disfrutado sin esfuerzo la paz, aparece otra que tiene que merecerla nuevamente por el duro trabajo de la guerra. Así se distribuye en la propiedad como en el derecho, el derecho y el disfrute, pero para uno que disfruta y vegeta en paz, tiene otro que trabajar y luchar. La paz sin lucha, el disfrute sin trabajo pertenecen al tiempo del paraíso, la historia los conoce sólo como resultados de esfuerzo incesante, laborioso.

Este pensamiento, que la lucha es el trabajo del derecho y que en lo relativo a su necesidad práctica tanto como a su dignificación ética debe ponerse en la misma línea que el trabajo en la propiedad, pienso desarrollarlo en lo que sigue. Creo no hacer con ello una obra superflua, sino al contrario reparar un pecado de omisión que se carga en la cuenta de nuestra teoría (no me refiero sólo a la filosofía del derecho, sino a la jurisprudencia positiva). Se advierte en nuestra teoría demasiado claramente que no tiene que ocuparse de la balanza más que de la espada de la justicia; la unilateralidad del punto de vista puramente científico, desde el cual considera el derecho, y que se puede resumir brevemente diciendo que lleva ante los ojos el derecho menos desde su aspecto realista como concepto de poder que desde su aspecto lógico como sistema de prescripciones jurídicas abstractas, ha influido, según mi opinión, en toda su interpretación del derecho de un modo que coincide muy poco con la cruda realidad jurídica -un reproche para el cual no faltarán justificaciones en el curso de mi exposición.

La expresión derecho es empleada, como se sabe, en doble sentido, en el objetivo y en el subjetivo. Derecho en el sentido objetivo es la suma de los principios jurídicos manipulados por el Estado, el orden legal de la vida; el derecho en el sentido subjetivo es la expresión concreta de las reglas abstractas en una justificación concreta de la persona. En ambas direcciones encuentra el derecho resistencia, en ambas direcciones tiene que dominarla, es decir, lidiar por su existencia en el camino de la lucha o sostenerla.

en relación con la realización del derecho por parte del Estado; el mantenimiento del orden jurídico por su parte no es más que una lucha incesante contra la ilegalidad que lo ataca. Pero se comporta diversamente en relación con el nacimiento del derecho, no sólo el primigenio al comienzo de la historia, sino el rejuvenecimiento del mismo que se repite diariamente bajo nuestros ojos, la supresión de instituciones existentes, la abolición de preceptos jurídicos existentes por otros nuevos, en una palabra en relación con el progreso en el derecho. Pues en mi opinión también el devenir del derecho está supeditado a la misma ley a que está supeditada toda su existencia, distinta de otra que, al menos en nuestra ciencia romanista, goza todavía del reconocimiento general y que quiero designar brevemente según el nombre de sus dos representantes principales como la teoría de Savigny-Puchta del desarrollo del derecho. Según ella la formación del derecho procede tan inadvertidamente y sin dolor como la del lenguaje, no requiere ninguna pugna, lucha, ni siquiera la búsqueda, sino que es la fuerza de la verdad que obra silenciosamente, que se abre camino sin esfuerzo violento, lenta, pero seguramente; el poder de la persuación, a la que se abren poco a poco los ánimos y que expresan por su acción -un principio jurídico entra tan sin esfuerzo en la existencia como una regla cualquiera del lenguaje. La fórmula del viejo derecho romano, según la cual, el acreedor podía vender al deudor insolvente como esclavo en servidumbre extraña, o el propietario podía disputar su cosa a todo aquél en cuyo poder la encontrase, en base a esta opinión apenas se habría formado en la vieja Roma de otro modo que la regla gramatical que cum rige el ablativo.

Esta es la visión del origen del derecho con que yo mismo he dejado en su tiempo la universidad, y bajo cuya influencia he estado todavía muchos años. ¿Tiene visos de verdad? Hay que confesar que también el derecho, lo mismo que el lenguaje, conoce un desarrollo orgánico, para decirlo con, la expresión usual, desde dentro hacia fuera, no intencional e inconsciente. A ella pertenecen aquellos principios jurídicos que se sedimentan poco a poco en la relación desde la concertación autonómica regular de los negocios jurídicos, así como todas aquellas abstracciones, corolarios, reglas, que la ciencia descubre por vías analíticas desde los derechos existentes y lleva a la conciencia. Pero el poder de esos dos factores, la relación y la ciencia, es limitado, puede regular el movimiento dentro de los carriles existentes, estimularlo, pero no puede hacer los diques que se oponen a que la corriente tome una nueva dirección.

Esto sólo puede hacerlo la ley, es decir, la acción intencional, dirigida a ese objetivo del poder del Estado y no es por eso un azar, sino una necesidad hondamente cimentada en la esencia del derecho, que todas las reformas profundas del procedimiento y del derecho positivo surgen de leyes. Ahora bien, una alteración que la ley impone al derecho existente, puede limitar su influencia posiblemente a lo último, a la esfera de lo abstracto, sin extender sus efectos al dominio de las relaciones concretas que se han formado en base al derecho hasta aquí -una mera alteración del mecanismo del derecho, en el que un tornillo inservible o un rodillo es suplantado por otro más perfecto. Pero muy a menudo están las cosas de tal modo que la alteración se puede alcanzar sólo al precio de una intervención extremadamente viva en los derechos e intereses privados existentes. Se han ligado en el curso del tiempo con el derecho existente los intereses de millares de individuos y de estamentos enteros de tal modo que no se puede suprimir sin lesionar a los últimos de la manera más sensible; poner en discusión la prescripción jurídica o la institución, equivale a declarar la guerra a todos esos intereses, a arrancar un pólipo que se ha aferrado con mil brazos. Todo intento de esa clase suscita por tanto, en la actuación natural del instinto de conservación, la más violenta resistencia de los intereses amenazados y con ello una lucha en la que, como en toda lucha, no da la pauta el peso de las razones, sino la proporción de poder de las fuerzas en pugna y así no raramente provoca el mismo resultado que en el paralelogramo de las fuerzas, una desviación de la línea original en la diagonal. Sólo así es explicable que instituciones sobre las cuales ha sido pronunciado el juicio público hace tiempo, pueden a menudo continuar largo tiempo su vida; no es la fuerza de inercia de la capacidad histórica de afirmación la que les sostiene, sino la fuerza de resistencia de los intereses que sostienen su posesión.

Ahora bien, en todos esos casos en que el derecho existente encuentra ese respaldo en intereses, hay una lucha que debe lidiar lo nuevo para lograr el acceso, una lucha que a menudo se prolonga siglos enteros. El grado supremo de la intensidad lo alcanza cuando los intereses han adquirido la forma de derechos adquiridos. Aquí se hallan frente a frente dos partidos, de los cuales cada uno inscribe en su estandarte la santidad del derecho como consigna, el uno el derecho histórico, el derecho del pasado, el otro el derecho eternamente en devenir y que se rejuvenece, el derecho primigenio de la humanidad a un cambio constante -un caso de conflicto de la idea del derecho consigo mismo, que en relación con los sujetos que han puesto toda su fuerza y todo su ser en favor de su convicción y finalmente sucumben al juicio del dios de la historia, asume el carácter de lo trágico. Todas las grandes conquistas que la historia del derecho tiene que señalar: la supresión de la esclavitud, de la servidumbre, la libertad de la propiedad de la tierra, de la industria, de la creencia, etc., han tenido que ser logradas tan sólo por ese camino de la lucha más violenta, continuada a menudo durante siglos, y no raramente con torrentes de sangre, pero en todas partes derechos pisoteados marcan el camino que ha tenido que seguir el derecho en ella. Pues el derecho es el Saturno que devora a sus propios hijos; el derecho sólo puede rejuvenecerse en tanto que rompe con su propio pasado. Un derecho concreto que, por el hecho de haber surgido, pretende persistencia ilimitada, es decir, eterna, es como el niño que levanta su brazo contra la propia madre; escarnece la idea del derecho al apelar a ella, pues la idea del derecho es un eterno devenir.

Así nos presenta el derecho en su movimiento histórico la imagen de la búsqueda, de la pugna, de la lucha, en una palabra del esfuerzo laborioso. No opone ninguna resistencia violenta al espíritu humano, que realiza inconscientemente en el lenguaje su trabajo plástico, y el arte no tiene ningún otro adversario que superar sino el de su propio pasado: el gusto dominante. Pero el derecho como concepto finalista, colocado en medio del ajetreo caótico de las finalidades humanas, aspiraciones, intereses, debe tantear y buscar incesantemente para encontrar el camino exacto, y, cuando lo ha descubierto, derribar la resistencia que lo cierra. Así ocurre indudablemente que también esta evolución es, lo mismo que la del arte y el lenguaje, una evolución regular, unitaria, por mucho que se aparte también en la naturaleza y en la forma, como procede, de los últimos, y debemos rechazar decididamente por tanto, en este sentido, los paralelos hechos por Savigny y que llegaron tan rápidamente a la admisión general entre el derecho, por un lado, y el lenguaje y el arte, por otro.

La costumbre para Puchta no es nada más que un medio de conocimiento de la opinión jurídica; que esa opinión se forma así misma tan sólo en tanto que actúa, que tan sólo conserva su fuerza y con ella su destino de dominar la vida por esa acción -en una palabra que también para el derecho consuetudinario vale el precepto: el derecho es un concepto de poder- para eso los ojos de ese espíritu distinguido estaban completamente cerrados. Pagaba así su tributo a la época. Pues la época era el período romántico en nuestra poesía, y el que no se asuste ante la transmisión del concepto de lo romántico a la ciencia del derecho y quiere tomarse el trabajo de comparar las correspondientes tendencias en ambos dominios, no me acusará cuando sostengo que la escuela histórica podría ser denominada también romántica. Es una idealización verdaderamente romántica, es decir, una representación que se apoya en una idealización falsa de circunstancias pasadas, según la cual el derecho se forma sin dolor, sin esfuerzo, sin hechos lo mismo que las plantas en el campo; la cruda realidad nos enseña lo contrario. Y no sólo el pequeño fragmento de la misma que tenemos ante los ojos, y que nos ofrece casi en todas partes el cuadro de la pugna violenta de los pueblos actuales, -la impresión es la misma donde quiera que dirijamos nuestras miradas hacia el pasado.

Actualmente saben todos que el piadoso tiempo primitivo entrañaba justamente los rasgos contrapuestos de la brutalidad, la crueldad, la inhumanidad, el disimulo y la perfidia, y la hipótesis que ha llegado de manera más fácil a su derecho que todas las épocas posteriores, difícilmente podría contar todavía con creyentes. Por mi parte estoy convencido de que el trabajo que ha tenido que emplear en ello, ha sido mucho más duro todavía, y que incluso la máxima jurídica más simple, como por ejemplo, la antes citada del más antiguo derecho romano sobre la capacidad del propietario de disputar su cosa a todo poseedor, y del acreedor para vender al deudor insolvente a la servidumbre extranjera, han tenido que ser logradas en dura lucha, antes de alcanzar el reconocimiento general indiscutido. Pero sea como sea, hacemos abstracción del tiempo primitivo; la información que nos proporciona la historia documental sobre el origen del derecho puede bastarnos. Pero esta información dice: el nacimiento del derecho ha sido acompañado regularmente como el de los hombres de violentos dolores de parto.

Luchar y sangrar, justamente esa circunstancia anuda entre ellos y su derecho el mismo lazo íntimo que la exposición de la propia vida, en el alumbramiento, entre la madre y el hijo. Un derecho ganado sin esfuerzo está en una línea con los hijos que trae la cigüeña; lo que ha traído la cigüeña lo puede volver a llevar el zorro o el buitre. Pero la madre que ha dado a luz el hijo, no se lo deja robar, y tampoco se deja arrebatar un pueblo los derechos e instituciones que ha tenido que lograr en sangriento trabajo. Se puede justamente afirmar: la energía del amor con que un pueblo se adhiere a su derecho y lo sostiene, se determina según el esfuerzo y el sacrificio que le ha costado. No la mera costumbre, sino el sacrificio es el que forja los lazos más firmes entre el pueblo y su derecho, y al pueblo que Dios quiera bien, no le obsequia lo que necesita, ni le alivia el trabajo para ganarlo, sino que se lo dificulta. En este sentido no vacilo en decir: la lucha que exige el derecho para nacer, no es una maldición, sino una bendición.

CAPITULO II

El interés en la Lucha por el Derecho.

Vuelvo a la lucha por el derecho subjetivo o concreto. Es provocada por su lesión o privación. Como ningún derecho, sea el de los individuos, o el de los pueblos, está protegido contra ese peligro -pues frente al interés de los que tienen derecho a su sostenimiento está siempre el de otros en su violación- resulta que esa lucha se repite en todas las esferas del derecho: en las concreciones del derecho privado tanto como en las alturas del derecho político y del derecho de gentes. La afirmación del derecho de gentes del derecho lesionado en forma de guerra -la resistencia de un pueblo en forma de rebelión, de levantamiento, de revolución contra actos arbitrarios, anticonstitucionales por parte del poder del Estado-, la realización turbulenta del derecho privado en la forma de la llamada ley de Lynch, el derecho del puño y de desafío de la Edad Media y su última supervivencia en los tiempos actuales: el duelo -la autodefensa en la forma de la defensa en caso de necesidad urgente-, y finalmente la naturaleza regulada de su validación en forma de litigio civil- todas son, a pesar de la diversidad del objeto de la disputa y de la intervención personal, de las formas y dimensiones de la lucha, formas y escenas de una y misma lucha por el derecho.

Cuando de todas esas formas extraigo la más moderada: la lucha legal por el derecho privado en la forma de litigio, no ocurre porque es la que más me afecta como jurista, sino porque es expuesta allí la verdadera situación, más que en otra parte, al peligro del desconocimiento, lo mismo por parte de los juristas que de los profanos. En todos los demás casos se manifiesta lo mismo abiertamente y con plena claridad. Que en ellos se trata de bienes que compensan la suprema dedicación, lo comprende también la razón más obtusa, y nadie promoverá aquí la pregunta: ¿por qué luchar, por qué no ceder? Pero en aquella lucha de derecho privado la cosa es completamente distinta. La insignificancia relativa de los intereses en torno a los cuales gira regularmente el problema de lo mío y lo tuyo, la prosa indestructible que se aferra a ese problema, lo señala, según parece, exclusivamente en la región del cálculo sobrio y la consideración de la vida, y las formas en que se mueve, lo mecánico de las mismas, la exclusión de toda manifestación libre, vigorosa de la persona es poco adecuada para debilitar la impresión desfavorable. Ciertamente hubo también para él una época en que la persona misma era llamada a la lid, y en que incluso llegaba así claramente a manifestarse la verdadera significación de la lucha. Cuando todavía decidía la espada la disputa en torno a lo mío y lo tuyo, cuando el caballero medieval enviaba al adversario la carta de desafío, también el no participante podía ser llevado al presentimiento que en esa lucha no sólo se trataba del valor de la cosa, de la defensa de una pérdida pecuniaria, sino que en la cosa se exponía y sostenía la persona misma, su derecho y su honor.

Con la lesión del derecho se presenta a todo individuo el interrogante: si debe sostenerlo, resistir al adversario, es decir, luchar o si, para escapar a la lucha, debe dejar las cosas que sigan su curso; esta decisión no se la quita nadie. Cualquiera que sea, en ambos casos está ligada a un sacrificio, en uno es sacrificado el derecho a la paz, en el otro la paz al derecho. La cuestión parece, según eso, reducirse a resolver qué sacrificio es más soportable según las condiciones individuales del caso y de la persona. El rico renunciará por amor a la paz al monto para él insignificante de la disputa, el pobre, para quien esa suma es proporcionalmente más importante, sacrificará por ella la paz. Así se reduciría también el problema de la lucha por el derecho a un puro problema de cálculo, en que las ventajas y desventajas deberán ser pesadas para tomar, según ello, la decisión.

Ninguno a quien se la ha caído el talero al agua, pondrá dos para recuperarlo -para él el problema, por muchas vueltas que dé, es una mera operación de cálculo. ¿Por qué no aplica el mismo cálculo también en un litigio? No se dice: calcula la ganancia del mismo y espera que las costas recaigan sobre el adversario. El jurista sabe que incluso la perspectiva segura de tener que pagar caramente la victoria, no hace desistir a las partes del proceso; muy a menudo el abogado que presenta a la parte la insignificancia de su caso y desaconseja el litigio, recibe la respuesta: está firmemente decidida a continuar el proceso, cueste lo que cueste.

Dejemos de lado ahora la disputa entre dos personas privadas, y pongamos en su lugar dos pueblos. El uno arrebató ilegalmente al otro una milla cuadrada de tierra yerma, inútil; ¿debe iniciar el último la guerra? Consideremos el problema desde el mismo punto de vista desde el cual la teoría de la manía procesal condena al campesino que ha arado un pie de tierra del vecino o ha arrojado piedras a su campo. ¡Qué significa una milla cuadrada de tierra inculta frente a una guerra, que cuesta millares de vidas, arroja sufrimientos y miseria en chozas y palacios, consume millones y millardas del tesoro del Estado y amenaza posiblemente la existencia del Estado mismo! ¡Qué locura hacer tales sacrificios por tal precio de la lucha!

Tal tendría que ser el juicio si el campesino y el pueblo fuesen medidos con la misma vara. Pero nadie dará al pueblo el mismo consejo que al campesino. Todos sienten que un pueblo que silencia tal lesión del derecho, sellaría su propia sentencia de muerte. A un pueblo que se deja arrancar una milla cuadrada impunemente, por su vecino, se le arrancará también el resto, hasta que no pueda nombrar nada suyo y haya dejado de existir como Estado, y tal pueblo no habrá merecido un destino mejor.

Ahora muestra la experiencia que algunos otros en la misma situación toman precisamente la decisión opuesta -la paz es para ellos preferible al derecho esforzadamente sostenido. ¿Cuál debe ser entonces nuestro juicio? ¿Debemos decir simplemente: esto es cosa del gusto y el temperamento individual, el uno es litigante, el otro pacífico; desde el punto de vista del derecho ambos se justifican de igual manera, pues el derecho deja al interesado la elección si quiere hacer valer su derecho o desistir? Considero esta opinión, que se encuentra en la vida no raramente, en extremo repudiable, contradictoria con la esencia más íntima del derecho; si fuese imaginable que se generalizase en alguna parte, se habría terminado con el derecho mismo, pues mientras el derecho tiene necesidad para su existencia de la resistencia viril contra la injusticia, ella predica la fuga cobarde ante ella. Le opongo la máxima: la resistencia contra una injusticia ofensiva, que pone vallas a la persona misma, es decir, contra una lesión del derecho que entraña en la naturaleza de su apelativo el carácter de un menosprecio del mismo, una ofensa personal, es un deber. Es el deber del afectado para consigo mismo, pues es un mandato de la autoconservación moral; es un deber para con la comunidad -pues es necesario para que se realice el derecho.

CAPITULO III

La Lucha por el Derecho en la Esfera Individual

La lucha por el derecho es un deber del afectado en su derecho para consigo mismo. La afirmación de la propia existencia es la ley suprema de toda la creación animada; se manifiesta en toda creatura en el instinto de la autoconservación. Pero para el hombre no se trata sólo de la vida física, sino también de una existencIa moral, y una de las condiciones de la misma es la afirmación del derecho. En el derecho posee y defiende el ser humano su condición moral de existencia, sin el derecho desciende al nivel del animal (1); los romanos consideraban consecuentemente a los esclavos, desde el punto de vista del derecho abstracto, en un nivel con los animales. La afirmación del derecho es por tanto, un deber de la autoconservación moral; su abandono total, hoy imposible, pero en otro tiempo posible, es un suicidio moral. Pero el derecho es sólo la suma de sus elementos particulares, cada uno de los cuales contiene una condición moral o física característica de existencia: la propiedad tanto como el matrimonio, el contrato tanto como el honor, una renuncia a uno de ellos es, por tanto, tan imposible jurídicamente como una renuncia al derecho entero. Pero es posible el ataque de alguien a una de esas esperas, y el sujeto tiene el deber de rechazar ese ataque. Pues no basta la mera garantía abstracta de esas condiciones de vida por parte del derecho, sino que tienen que ser sostenidas concretamente por el sujeto; pero la ocasión para ello lo da la arbitrariedad cuando se atreve a atacarlas.

Pero no toda injusticia es arbitrariedad, es decir, un levantamiento contra la idea del derecho. El poseedor de mi cosa, que se tiene por el propietario, no niega en mi persona la idea de la propiedad, sino que la invoca más bien para sí mismo; la disputa entre nosotros gira sólo en torno a quién es el propietario. Pero el ladrón, el bandolero se colocan fuera de la propiedad, niegan en mi propiedad al mismo tiempo la idea de la misma y con ello una condición esencial de vida de mi persona. Imagínese generalizada su manera de obrar, y la propiedad será en principio prácticamente negada. Por eso su acción contiene no sólo un ataque contra mi cosa, sino también contra mi persona, y si es mi deber afirmar la última, se extiende también a la afirmación de las condiciones sin las cuales no puede existir la persona -en su propiedad se defiende el atacado a sí mismo, a su personalidad. Sólo el conflicto del deber de la afirmación de la propiedad con el superior de la conservación de la vida, como en el caso en que el bandolero pone al amenazado ante la elección de la vida o el dinero, puede justificarse el abandono de la propiedad. Pero aparte de este caso es deber de cada cual para consigo mismo, combatir con todos los medios a su disposición una violación del derecho en su persona; su tolerancia equivaldría a admitir en un momento particular la ausencia de derecho en la vida. Y a eso nadie debe ofrecerse por sí mismo.

La transacción es el punto de coincidencia de tal cálculo de probabilidades hecho por ambas partes, y bajo las condiciones previas que admito aquí, no sólo es un medio de solución de la disputa admisible, sino el más justo. Pero sí suele ser difícil de obtener, incluso si ambas partes en el debate con sus abogados ante el tribunal rechazaban de antemano todas las negociaciones transaccionales, esto no sólo tiene un motivo en el hecho que en relación con el desenlace del litigio cada una de las partes contendientes cree en su victoria, sino también que una supone en la otra injusticia consciente, mala intención. Con ello el problema, aunque se mueva procesalmente también en las formas de la injusticia objetiva (reivindicatio), adopta psicológicamente para la parte de la misma figura que en el caso anterior: el de una lesión consciente del derecho, y desde el punto de vista del sujeto la obstinación con que rechaza aquí el ataque a su derecho, está tan motivada y justificada moralmente como frente al ladrón. En tal caso quiere intimidar a la parte por la alusión a las costas y demás consecuencias del proceso y la inseguridad del desenlace del mismo, es un error psicológico, pues el problema no es para ella un problema de intereses, sino del sentimiento del derecho herido. El único punto en el que se puede aplicar con éxito la palanca, es la presunción de la mala intención del adversario, por la cual se deja llevar la parte, si se logra refutar esa presunción de la mala intención del adversario, por la cual se deja llevar la parte, si se logra refutar esa presunción, queda seccionado el verdadero nervio de la resistencia, y se ha hecho accesible la consideración de la cosa desde el punto de vista del interés y con ello la transacción ... Todo jurista práctico sabe bien qué resistencia tenaz suele oponer la prevención de la parte a todos esos ensayos, y no creo en esto hallar ninguna resistencia cuando afirmo que esa insuficiencia psicológica, esa tenacidad de la desconfianza no es algo puramente individual, condicionado por el carácter eventual de la persona, sino que son decisivas en alto grado las contradicciones generales de la educación y de la profesión. La más invencible es la desconfianza del campesino. La llamada manía litigante que se le atribuye no es más que el producto de dos factores característicos ventajosos para él: un fuerte sentido de la propiedad, por no decir de la avaricia, y la desconfianza. Ningún otro comprende tan bien su interés y mantiene lo que hace tan firmemente como el campesino, y sin embargo, nadie sacrifica según se sabe, tan a menudo sus bienes en un litigio como él. Aparentemente una contradicción, en realidad muy explicable. Pues justamente un sentido fuertemente desarrollado de la propiedad hace más sensible para él una lesión de la misma y por ello más violenta la reacción. La manía litigante del campesino no es otra cosa que el extravío del sentido de la propiedad originado por la desconfianza, un extravío que, como el fenómeno análogo en el amor, los celos, vuelve finalmente su aguijón contra sí mismo, al destruir lo que intenta salvar.

Una interesante confirmación de lo que acabo de decir, la ofrece el antiguo derecho Romano. Allí aquella desconfianza del campesino, que sospecha en todo conflicto jurídico mala intención del adversario, ha adquirido precisamente la forma de prescripciones jurídicas. En todas partes, también en tales casos en que se trata de un conflicto de derecho donde cada una de las partes litigantes cree ser de buena fe, la parte que pierde debe expiar por una pena la resistencia que ha opuesto al derecho del adversario. El sentimiento exaltado del derecho no contiene ninguna reparación por el simple restablecimiento del derecho, exige una satisfacción especial por el hecho que el adversario, culpable o inocente, ha disputado el derecho. Si los campesinos actuales tuviesen el derecho a hacer las leyes, serían probablemente las mismas que las de sus compañeros de la antigua Roma. Pero ya en Roma la desconfianza en el derecho ha desaparecido teóricamente mediante la distinción exacta de dos especies de injusticia: la culpable y la inocente o la subjetiva y la objetiva (en el lenguaje hegeliano, la injusticia ingenua).

Esta contradicción de la injusticia subjetiva y la objetiva es extraordinariamente importante en la relación legislativa como en la científica. Expresa la manera como contempla la cosa el derecho desde el punto de vista de la justicia, y en consecuencia mide diversamente las consecuencias de la injusticia según su diversidad. Pero para la interpretación del sujeto, para el modo cómo su sentimiento jurídico, que no palpita según los conceptos abstractos del sistema, es excitado por una injusticia perpretada en él, no es decisivo en modo alguno. Las circunstancias del caso especial pueden ser de naturaleza como para que el afectado tenga todos los motivos, en un litigio; que según la ley cae bajo el punto de vista de la mera lesión objetiva del derecho, a partir de la suposición de mala intención, injusticia consciente de parte de su adversario, y en su comportamiento frente a él, ese juicio suyo dará el tono con pleno derecho.

El heredero del deudor, en cambio, equivale al poseedor de buena fe de mi cosa, no niega el precepto que un deudor debe pagar, sino mi afirmación de que él mismo es deudor, y todo lo que he dicho antes del poseedor de buena fe, se aplica a él. Con él puedo llegar a una transacción o a desistir del proceso, cuando no creo estar seguro del éxito, dejando de lado que frente al deudor que trata de apoderarse de mi buen derecho, que especula con mi repugnancia ante un litigio, con mi comodidad, indolencia, debilidad, debo y tengo que perseguir mi derecho, cueste lo que cueste; si no lo hago, no sólo abandono ese derecho, sino el derecho.

La punzada en el pulmón, el dolor en los riñones, o el hígado lo sienten todos y comprenden la advertencia que eso representa. El dolor físico es la señal de una perturbación del organismo, la presencia de una influencia nefasta para él mismo; nos abre los ojos sobre un peligro amenazante y nos previene por el sufrimiento que nos depara para que tomemos las medidas de defensa. Lo mismo ocurre con el dolor moral que causa la injusticia intencional, la arbitrariedad. De intensidad distinta, lo mismo que el dolor físico, según la diversidad de la sensibilidad subjetiva, la forma y el objeto de la lesión jurídica, sobre lo cual hablaremos más tarde en detalle, se manifiesta, sin embargo, en todo ser humano que no esté completamente embotado ya, es decir, que no se haya habituado a la ilegalidad efectiva, como dolor moral, y le hace la misma advertencia que el dolor físico, me refiero menos a la huella inmediata para poner fin al sentimiento del dolor, que a la trascendente, para conservar la salud, socavada por la tolerancia pasiva del mismo -en un caso la admonición al deber de la autoconservación física, en el otro al deber de la autoconservación moral.

Trabajo y conquista de propiedad son el honor del campesino. Un campesino haragán, que no mantiene su tierra en condiciones o que malgasta ligeramente lo suyo, es tan menospreciado en su clase como un oficial que no mantiene su honor entre los suyos; mientras que ningún campesino reprochará a otro que no haya comenzado una riña o un proceso por causa de una ofensa, ningún oficial reprochará a otro que no sea buen administrador de sus bienes. Para el campesino el trozo de tierra que cultiva, y el ganado que cría, son el fundamento de su existencia, y contra el vecino que aró unos pies de tierra suyos, o contra el comerciante que le retiene el dinero de sus bueyes, comienza a su manera, es decir, en la forma de un litigio llevado con la más encendida pasión la misma lucha por el derecho que el oficial contra aquél que ha mancillado su honor, con la espada al puño. Ambos se sacrifican con plena despreocupación por las consecuencias -éstas no son consideradas para nada. Y tienen que hacerlo, pues obedecen así la ley particular de su autoconservación moral. Siéntese a esas mismas gentes en el banco de los jurados y déjese una vez que los oficiales juzguen sobre los delitos contra la propiedad, y a los campesinos sobre lesiones contra el honor, otra vez a éstos sobre aquéllos, a aquéllos sobre éstos -¡qué distintas serían las sentencias en ambos casos! Se sabe que no hay jueces más severos sobre los delitos contra propiedad que los campesinos.

Como tercero en el haz, agrego al comerciante. Lo que para un oficial es el honor, para el campesino la propiedad, es para el comerciante el crédito. El mantenimiento del mismo es para él una cuestión vital y si se le acusase de lasitud en el cumplimiento de sus obligaciones, le heriría más sensiblemente que si se le ofendiese personalmente o se le robase. Corresponde a esta actitud particular del comerciante el que los nuevos códigos hayan restringido el castigo de la bancarrota fraudulenta e irresponsable cada vez más sobre él y las personas de su condición.

CAPITULO IV

LA LUCHA POR EL DERECHO EN LA ESFERA SOCIAL

El objeto de mi última manifestación no consistía sólo en comprobar el hecho simple que el sentimiento del derecho se manifiesta en una sensibilidad distinta según la diversidad del estamento o de la profesión, midiendo el carácter sensible de una lesión del derecho según el cartabón de los intereses de la clase; sino que ese hecho mismo debía servirme para poner en su luz verdadera una verdad de significación incomparablemente mayor, es decir, el precepto que todo afectado en su derecho defiende sus condiciones éticas de vida. Pues la circunstancia que la mayor excitabilidad del sentimiento del derecho en los tres mencionados estamentos se manifiesta justamente en los puntos en que hemos reconocido las condiciones particulares de vida de los mismos, nos muestra que la reacción del sentimiento jurídico no es determinado como una emoción habitual simplemente por los factores individuales del temperamento y del carácter, sino que en ello coopera simultáneamente un factor social: el sentimiento de la ineludibilidad de ese elemento jurídico determinado para el objetivo particular de vida de ese estamento.

El grado de energía con que entra en actividad el sentimiento jurídico contra una lesión del derecho, es a mis ojos un cartabón más seguro del grado de vigor con que un individuo, clase o pueblo siente la significación del derecho, tanto del derecho en general como de un elemento singular, para sí y sus objetivos especiales de vida. Este principio tiene para mí una verdad muy general, aplicable tanto al derecho público como al privado. La misma irritabilidad que manifiestan los diversos estamentos en relación con una lesión de todos aquellos componentes jurídicos que forman de modo sobresaliente el fundamento de su existencia, se repite también en los diversos Estados en relación con aquellas instituciones en las que parece realizado su principio característico de existencia. El termómetro de su irritabilidad y con ello del valor que atribuyen a esas instituciones, es el derecho penal. La sorprendente diversidad que prevalece en las legislaciones penales en relación con la benignidad o severidad, tiene su razón en gran parte en el anterior punto de vista de las condiciones de existencia. Todo Estado castiga más severamente los delitos que amenazan su principio particular de vida, mientras que en los demás muestra no raramente una benignidad que contrasta de modo llamativo. La teocracia hace de la blasfemia y de la idolatría un delito castigable con la muerte, mientras que en el traslado de límites no verá más que una simple contravención (derecho mosaico). El Estado que practica la agricultura, en cambio, castigará lo último con todo el furor, mientras que el blasfemo tendrá el castigo más benigno (derecho de la antigua Roma). El Estado comercial pondrá en primer lugar la falsificación de moneda y en general la falsificación, el Estado militar la insubordinación, la deserción, etc., el Estado absoluto el crimen de lesa majestad, la República la aspiración al reestablecimiento de la realeza, y todos emplearán en ese lugar una severidad que constituye una cruda oposición con el modo como persiguen otros delitos. En una palabra, la reacción del sentimiento del derecho de los Estados y los individuos es más violenta allí donde se sienten directamente amenazados en sus condiciones características de vida.

Así como las condiciones características del estamento y la profesión pueden prestar a ciertas instituciones del derecho una significación mayor y elevar así consecuentemente la sensibilidad del sentimiento jurídico contra una lesión del mismo, así pueden también producir, al contrario, para ambos, un debilitamiento. La clase del personal de servicio no puede mantener el sentimiento del honor del mismo modo que las otras capas de la sociedad; su posición entraña ciertas humillaciones contra las cuales el individuo, en tanto que el estamento mismo las tolera, se rebela en vano; un individuo con vivo sentimiento del honor en tal posición no tiene más remedio que reducir sus pretensiones a la medida usual entre sus iguales o abandonar el oficio. Sólo entonces, cuando semejante modo de sentir se generaliza, se abre para el individuo la perspectiva de utilizar fecundamente su energía, en lugar de agotarla en lucha inútil, en la asociación con los que piensan del mismo modo, para elevar el nivel del honor del estamento, no me refiero sólo al sentimiento subjetivo del honor, sino a su reconocimiento objetivo por parte de las otras clases de la sociedad y por la legislación. De este modo ha mejorado considerablemente en los últimos cincuenta años la posición de la clase de los criados.

Lo que he dicho del honor, se aplica a la propiedad. También la irritabilidad en relación con la propiedad, el sentido verdadero de la propiedad -no comprendo por tal el instinto de ganancia, la caza al dinero y los bienes, sino aquel sentido viril del propietario, como cuyos representantes ejemplares he presentado hace un momento a los campesInos, del propietario que defiende su propiedad, no porque es objeto de valor, sino porque es suya-, también este sentido puede debilitarse bajo la influencia de condiciones y situaciones insanas. ¿Qué tiene que ver con mi persona la cosa que es mía? -se oye decir a veces a algunos. Me sirve como medio de sostén de la vida, de ganancia, de disfrute; pero como no es un deber moral ir tras el dinero, tampoco vale la pena emprender un litigio por una bagatela, juicio que cuesta dinero y tiempo y perturba nuestro confort. El único motivo que me guía en la afirmación legal de la propiedad, es el mismo que me determina en la adquisición y empleo de la misma: mi interés -un proceso por lo mío y lo tuyo es un mero problema de interés.

Pero cuanto más se aleja la corriente de esa fuente y llega a las regiones de la ganancia fácil y hasta sin esfuerzo, tanto más turbia se vuelve, hasta que al fin pierde en el pantano del juego de Bolsa y del agio engañoso de las acciones todo rastro de lo que era originariamente. En este lugar, donde todo resto de la idea moral de la propiedad se ha desvanecido, no se puede hablar ya de un sentimiento del deber moral de defensa; para el sentido de la propiedad, según vive en todo el que tiene que ganar el pan con el sudor de su frente, falta aquí toda comprensión. Lo peor de ello es, por desgracia, que el estado de ánimo creado por tales motivos y hábitos de vida se comunica poco a poco a círculos en los que no se habrían engendrado por sí mismos sin contacto con otros. La influencia de los millones ganados en el juego de Bolsa se percibe hasta en las cabañas, y el mismo hombre que, trasladado a otro ambiente, habría hecho su propia experiencia de la prosperidad que se basa en el trabajo, siente éste, bajo la presión enervante de tal atmósfera, como una maldición -el comunismo prospera sólo en aquel pantano en donde la idea de la propiedad se ha corrompido plenamente; en su fuente no se le conoce. La experiencia que la concepción de la propiedad de los círculos dirigentes no se limita a los últimos, sino que se comunica también a las demás clases de la sociedad, se conserva en dirección justamente opuesta en el campo. El que vive constantemente allí y no está por decirlo así fuera de todo vínculo con los campesinos, aun cuando sus relaciones y su personalidad no lo favorezcan en lo demás, admitirá involuntariamente algo del sentido de propiedad y de economía de los campesinos. El mismo hombre del término medio, en condiciones por lo demás completamente iguales, se vuelve ahorrativo en el campo con los campesinos, en una ciudad como Viena derrochador si vive con millonarios.

La filosofía práctica de la vida que predica, no es otra cosa que la política de la cobardía. También el cobarde que huye de la batalla, salva lo que otros sacrifican: su vida, pero la salva al precio de su honor. Sólo la circunstancia que los otros resisten, le protege a él y a la comunidad contra las consecuencias que su modo de obrar entrañaría de lo contrario inevitablemente; si todos pensasen como él, estarían perdidos todos. Esto se aplica también a aquél que abandona cobardemente el derecho.

Lo penal desembarazan al sujeto de antemano del trabajo más pesado. Pero también en relación con aquellas lesiones del derecho, cuya persecución es dejada exclusivamente al individuo, se ha cuidado de que la lucha no se desate nunca, pues no todos practican la política del cobarde, e incluso este último se coloca entre los combatientes cuando el valor del objeto de la contienda supera su comodidad. Pero supongamos un estado de cosas en que falla el respaldo que tiene el sujeto en la policía y la justicia penal, trasladémonos a los tiempos en que, como en la vieja Roma, la persecución del ladrón y del bandido era cosa del agraviado -¿quién no comprende a dónde tendría que conducir este abandono del derecho? ¿A dónde si no al estímulo de los ladrones y bandidos? Lo mismo puede decirse de la vida de los pueblos. Pues aquí todo pueblo está a merced de sí mismo, ningún poder superior se encarga de la afirmación de su derecho, y sólo necesito recordar mi ejemplo anterior de la milla cuadrada para mostrar lo que significa para la vida de los pueblos aquella interpretación que quiere medir la resistencia contra la injusticia según el valor material del objeto de la disputa. Pero una máxima que, dondequiera que la ponemos a prueba, se demuestra enteramente inimaginable como disolución y aniquilación del derecho, no puede ser calificada de justa donde excepcionalmente sus consecuencias funestas son compensadas por el favor de otras condiciones. Tendré ocasión de exponer más adelante la influencia perjuicial que ejerce incluso en una situación proporcionalmente favorable.

Por tanto rechazamos esa moral de la comodidad, que ningún pueblo, ningún individuo de sano sentimiento del derecho ha hecho jamás suya. Es el síntoma y el producto de un sentimiento enfermo, paralizado del derecho, el materialismo grosero y desnudo en el dominio del derecho. También el último tiene en este dominio plena justificación, pero dentro de determinados límites.

Esta conexión del derecho con la persona confiere a todos los derechos, de cualquier especie que sean, aquel valor inconmensurable que califico de valor ideal en oposición al valor puramente substancial que tienen desde el punto de vista del interés. De ahí procede aquella abnegación y energía en la afirmación del derecho que he descrito más arriba.

Prosa en la región de lo puramente objetivo, el derecho se convierte en poesía en la esfera de lo personal, en la lucha por el derecho para el propósito de la afirmación de la personalidad -la lucha por el derecho es la poesía del carácter.

¿Y qué es lo que opera este milagro? No es el conocimiento, no es la instrucción, sino el simple sentimiento del dolor. El dolor es el grito de angustia y el grito de auxilio de la naturaleza amenazada. Esto se aplica, lo mismo que al organismo físico, también al organismo moral, y lo que para los médicos es la patología del organismo humano, es la patología del sentimiento del derecho para el jurista y el filósofo del derecho, o mejor dicho, eso debería ser, pues sería erróneo afirmar que se ha vuelto así ya.

El que no ha experimentado en sí mismo o en otros ese dolor, no sabe lo que es derecho, aún cuando tenga en la cabeza todo el Corpus Juris. No es la razón, sino el sentimiento el que puede respondernos a la pregunta, por eso el lenguaje ha calificado con razón la fuente primitiva psicológica de todo derecho como sentimiento del derecho. La conciencia del derecho, la convicción jurídica son abstracciones de la ciencia que no conoce el pueblo; la fuerza del derecho descansa en el sentimiento, lo mismo que el amor; la razón y el entendimiento no pueden suplantar el sentimiento ausente. Pero como el amor no se conoce a menudo, y basta un momento único para llevarlo a la plena conciencia de sí mismo, así el sentimiento del derecho regularmente no sabe en ciscunstancias corrientes lo que es y lo que entraña, pero la lesión del derecho es la cuestión penosa que le obliga a hablar y pone en primer plano la verdad y la fuerza. En qué consiste esa verdad, lo he dicho antes -el derecho es la condición moral de la vida de la persona, la afirmación del mismo es la propia conservación moral de ésta.

La violencia con que el sentimiento del derecho reacciona efectivamente contra una lesión sufrida, es la piedra de toque de su salud. El grado del dolor que experimenta, le anuncia qué valor atribuye al bien amenazado.

La esencia de este último es el hecho, la acción -donde hay que privarlo de la acción, se anquilosa y embota poco a poco completamente, hasta que al fin apenas experimenta el dolor. Irritabilidad, es decir, capacidad para sentir el dolor de la lesión del derecho, y la fuerza de acción.

CAPITULO V

El derecho Alemán y la Lucha por el Derecho

Tengo que renunciar a desarrollar aquí este tema tan interesante como fecundo de la patología del sentimiento del derecho, pero me serán permitidas algunas reflexiones.

La excitabilidad del sentimiento del derecho no es la misma en todos los individuos, sino que se debilita y se acrecienta, según la medida en que ese individuo, ese estamento, ese pueblo experimentan la significación del derecho como una condición de su existencia moral, y no sólo del derecho en general, sino también de los diversos componentes jurídicos. En relación con la propiedad y el honor, se ha indicado esto más arriba, como tercera relación incluyo todavía el matrimonio -¡cuántas reflexiones se vinculan a la manera como individuos, pueblos, legislaciones diversas se comportan frente al adulterio!

El segundo elemento en el sentimiento del derecho: la fuerza de acción, es mero asunto del carácter; el comportamiento de un individuo o de un pueblo frente a un agravio al derecho es la piedra de toque más segura de su carácter. Si entendemos por carácter la personalidad plena, que descansa en sí misma, que se afirma a sí misma, no hay ninguna base mejor para probar esa cualidad que cuando la arbitrariedad lesiona a la vez el derecho y la persona. Las formas en que reacciona el sentimiento del derecho y de la personalidad lesionados, bajo la influencia de la emoción, en acción salvaje, apasionada, o en resistencia moderada, pero persistente, no son en modo alguno decisivas de la intensidad de la fuerza del sentimiento del derecho, y no habría mayor error que el de atribuir al pueblo salvaje o al ignorante, en el cual la primera forma es la normal, un sentimiento del derecho más vivo que el del instruído que opta por el segundo camino.

Tampoco es decisiva en eso la antítesis de riqueza y pobreza. Por muy diferente que sea la medida del valor según la cual miden las cosas los ricos y los pobres, como ya se ha dicho, en la violación del derecho no tiene validez, pues aquí no se trata del valor material de la cosa, sino del valor ideal del derecho, de la energía del sentimiento de derecho en dirección especial a la propiedad, y el tono lo marca, no la propiedad, sino el sentimiento jurídico. La mejor prueba de ello la ofrece el pueblo inglés; su riqueza no ha alterado en modo alguno su sentimiento del derecho, y la energía con que se mantiene incluso en simples problemas de propiedad, hemos tenido a menudo oportunidad de comprobarla en el continente con la figura típica del viajero inglés, que se resiste con vigor al ensayo de rapiña por parte de hospederos y cocheros, como si se tratase de defender el derecho de la vieja Inglaterra; en caso de necesidad posterga su partida, queda días enteros en el lugar y gasta diez veces más de lo que se rehusa a pagar. El pueblo se rie de ello y no lo entiende -sería mejor que lo comprendiese. Pues en los pocos gulden que defiende aquí el hombre, está en acción la vieja Inglaterra; en su patria lo comprende cualquiera y no se atreve nadie tan fácilmente a explotarle. Pongo a un austriaco de la misma posición y de las mismas condiciones de fortuna en la misma situación; ¿cómo obrará? Si puedo confiar en mis propias experiencias en ese aspecto, de cien no habrá diez que imiten la conducta del inglés. Los otros temen el disgusto de la disputa, la posibilidad de la mala interpretación a que podrían exponerse, una mala interpretación que un inglés en Inglaterra no se atreve a temer, y que entre nosotros admite tranquilamente, en una palabra, pagan. Pero en las gulden que el inglés rehusa y que el austriaco paga, hay más de lo que se cree un trozo de Inglaterra y de Austria, hay siglos de la evolución política de ambos países y de su vida social.

En lo dicho hasta aquí he tratado de explicar el primero de los dos principios expuestos: la lucha por el derecho es un deber del afectado para consigo mismo. Ahora pasaré al segundo: la afirmación del derecho es un deber para con la comunidad.

Para fundamentar este principio, tengo necesidad de mostrar más detenidamente la relación del derecho en el sentido objetivo y el subjetivo. ¿En qué consiste? Creo reproducir fielmente la representación viable, cuando digo: en el hecho que el primero constituye la condición previa del segundo, un derecho concreto existe sólo allí donde hay condiciones en las que el principio jurídico ha anudado la existencia del mismo. Con ello se agota por completo, según la teoría dominante, la relación mutua de ambos. Pero esta representación es enteramente unilateral, acentúa exclusivamente la dependencia del derecho concreto del derecho abstracto, pero pasa por alto que tal relación de dependencia no prevalece menos en la dirección opuesta. El derecho concreto no sólo recibe la vida y la fuerza del abstracto, sino que se las devuelve. La esencia del derecho es la realización práctica. Una norma jurídica que no ha estado nunca en vigor o que ha perdido su fuerza, no tiene ninguna razón para ese nombre, se ha convertido más bien en un resorte inerte en el mecanismo del derecho, que no coopera, y que hay que eliminar sin que se altere nada.

Mientras ahora la realización legal del derecho público y del derecho penal es impuesta en la forma de un deber por las autoridades estatales, el derecho privado en la forma de un derecho de las personas particulares, es dejado exclusivamente a su iniciativa y autonomía. En todo caso depende la realización jurídica de la ley de que las autoridades y funcionarios del Estado cumplan su deber, y en este caso de que las personas privadas hagan valer su derecho. Pero si las últimas descuidan esto en alguna situación de modo permanente y general, sea por desconocimiento de su derecho, sea por comodidad o cobardía, el principio de derecho es efectivamente paralizado. Podríamos pues decir: la realidad, la fuerza práctica de los principios del derecho privado se documenta haciendo valer los derechos concretos, y así como los últimos, por una parte, reciben su vida de las leyes, así se la devuelven por otra; la relación del derecho objetivo o abstracto y los derechos subjetivos concretos es la circulación de la sangre que parte del corazón y vuelve al corazón.

El problema de la realización de los principios del derecho público está confiado a la fidelidad al deber de los funcionarios, el de los principios del derecho privado a la eficacia de aquellos motivos que mueven a los afectados a la afirmación de su derecho: sus intereses y su sentimiento del derecho; si éstos fallan en su servicio, el sentimiento del derecho se vuelve flojo y obtuso y el interés no es bastante poderoso para superar la comodidad y la aversión a la disputa y la lucha y el temor a un litigio, de modo que la simple consecuencia es que el principio de derecho no llega a la aplicación.

También en el dominio del derecho privado hay una lucha del derecho contra la injusticia, una lucha común de la nación entera, en la que deben estar firmemente cohesionados todos, también aquí el que huye perpetra una traición a la causa común, pues fortalece el poder del adversario al aumentar su osadía y su audacia. Cuando la arbitrariedad y la ilegalidad se atreven a levantar la cabeza con insolencia e impudicia, es siempre un signo seguro de que los llamados a defender la ley no han cumplido con su deber. Pero en el derecho privado todos están llamados a defender la ley, a ser guardianes y ejecutores de la ley dentro de su esfera. El derecho concreto que les compete, se puede interpretar como una autorización otorgada por el Estado, dentro de su círculo de intereses, para hacer entrar en acción la ley y defenderse contra la injusticia, una exhortación condicionada y especial en contraste con la absoluta y general que corresponde a los funcionarios. El que sostiene su derecho, defiende el derecho dentro del estrecho espacio del mismo. El interés y las consecuencias de ese modo de obrar suyo van por tanto mucho más allá de su persona.

El interés general que resulta de ello, no es sólo el ideal, que afirma la autoridad y majestad de la ley, sino que es muy real, altamente práctico, sensible para cada uno y que comprende todo el que no posee la menor comprensión para lo primero, es decir que es asegurado y mantenido el orden firme de la vida de relación en la que cada cual está por su parte interesado. Cuando el amo no se atreve ya a reprender a los criados, el acreedor no hace embargar los bienes del deudor, el público comprador no se interesa por el peso exacto y el mantenimiento de los precios, no sólo es puesto en peligro de ese modo la autoridad ideal de la ley, sino que abandonará el orden real de la vida civil, y es difícil decir hasta dónde se pueden extender las consecuencias perjudiciales de ello, si por ejemplo no será afectado del modo más sensible todo el sistema del crédito, pues donde tengo que imaginar querella y disputa para imponer mi buen derecho, si puedo encontrar de algún modo el medio para eludir ese camino, mi capital emigra de la patria al extranjero, mis artículos de necesidad los importo de fuera en lugar de consumir los nativos.

En tales condiciones la suerte de los pocos que tienen el valor de hacer aplicar la ley, se convierte en un verdadero martirio; su enérgico sentimiento del derecho, que no permite dejar el campo libre a la arbitrariedad, será para ellos como una maldición. Abandonados por todos aquéllos que debieran ser sus aliados naturales, están enteramente solos frente a la ilegalidad engendrada por la indolencia y la cobardía general y cosechan, cuando han obtenido con graves sacrificios al menos la satisfacción de haber quedado fieles a sí mismos, en lugar de reconocimiento, regularmente sólo burla y escarnio. La responsabilidad de tal estado de cosas no recae en aquella parte de la población que viola la ley, sino sobre la que no tiene el valor de mantenerla. No es a la injusticia a la que hay que acusar, cuando desplaza al derecho de su asiento, sino al derecho que se ha dejado avasallar, y si tuviese que apreciar en su significación práctica para la relación los dos principios: no cometas ninguna injusticia y no toleres ninguna injusticia, la primera regla es: no toleres ninguna injusticia, la segunda: no cometas ninguna. Pues así como es el ser humano, la certidumbre de encontrar una resistencia decidida de parte del afectado, le hará contenerse de la perpetración de la injusticia más que un mandato que, si nos imaginamos ausente todo impedimento, en el fondo no tiene más que la fuerza de un simple mandamiento moral.

¿Después de todo eso se ha dicho demasiado cuando afirmo: la defensa del derecho concreto atacado, no sólo es un deber del afectado, para consigo mismo, sino también para con la sociedad? Si es verdad lo que he expuesto, que en su derecho defiende al mismo tiempo la ley y en la ley al mismo tiempo el orden ineludible de la comunidad, ¿quién negará que esa defensa le compete como deber para con la comunidad? Si ésta puede finalmente convocarlo para la lucha contra el enemigo exterior, en la que tiene que exponer el cuerpo y la vida, si cada cual, pues, tiene el deber de hacerse presente hacia fuera en pro de los intereses comunes, ¿no se ha de aplicar también en el interior, no deben reunirse también aquí todos los bien intencionados y valerosos y mantenerse firmemente unidos, como allí contra el enemigo exterior, también aquí contra el enemigo interno? Y si en aquella lucha la fuga cobarde es traición contra la causa común, ¿podemos ahorrar aquí ese reproche? Derecho y justicia florecen sólo en un país no solamente por el hecho que el juez se halla en disposición permanente en su sillón, y la policía dispone de sus agentes, sino porque cada cual contribuye con su parte. Todos tienen la misión y el deber de pisotear la hidra de la arbitrariedad y de la ilegalidad donde quiera que se hace presente, todo el que disfruta de las bendiciones del derecho debe contribuir con su parte para mantener el respeto a la ley, en una palabra -cada cual es un combatiente innato por el derecho en interés de la sociedad.

¡No necesito llamar la atención sobre cómo por esa interpretación mía es ennoblecida la función del individuo en relación con la revalidación de su derecho. Póne en lugar de la conducta meramente receptiva frente a la ley, puramente unilateral, enseñada por nuestra teoría hasta aquí, una relación de reciprocidad, en la cual el afectado devuelve a la ley el servicio que de la ley recibe. Es la colaboración en una gran tarea nacional, para la cual le reconoce su función. Si él mismo lo interpreta así, es del todo indiferente. Pues ésta es lo grande y lo sublime en el orden moral mundial, que no sólo puede contar con los servicios de aquéllos que la comprenden, sino que posee bastantes medios eficaces para atraer a la colaboración también a aquéllos a quienes escapa la comprensión de sus mandatos, sin ellos saberlo y quererlo. Para llevar a los seres humanos al matrimonio, pone en movimiento en unos el más noble de todos los instintos humanos, el amor, en el otro el crudo placer sensual, en el tercero la comodidad, en el cuarto la codicia -pero todos estos motivos conducen al matrimonio. Así también en la lucha por el derecho, al uno puede llevarlo al lugar del combate el interés desnudo, al otro el dolor por la lesión jurídica perpetrada, al tercero el sentimiento del deber o la idea del derecho como tal -todos se extienden la mano para la obra común, para la lucha contra la arbitrariedad.

CONCLUSION DEL CAPITULO I

INTRODUCCION

En este capitulo el autor define al derecho como una idea práctica, es decir que indica un fin y pues como toda tendencia en esencial por que encierra el en si el fin y el medio.

Y señala dos cuestiones a las que al derecho siempre debe preocupar según el autor, hasta un ponto en que pueda decidirse que el derecho no es en conjunto de y en cada una de sus partes mas que una constante respuesta a al doble pregunta.

No hay un solo titulo en que la definición no sea necesariamente doble y nos diga el fin que se propone y los medios para que podamos llegar a el.

El autor doce que la idea del derecho encierra una antitesis que nace de esta idea de la que es inseparable, la idea es la siguiente: la lucha y la paz; la paz es el termino del derecho, la lucha es el medio para alcanzarla.

El derecho es el trabajo sin descanso y no solamente el trabajo de los poderes públicos si no que el de todo el pueblo también.

El derecho es la lucha, no nos comprendieran por que siempre fue para ellos el reinado de la paz y del orden.

El derecho no se aplica solo a los individuos, si no también a generaciones enteras. La vida de unas es la paz, de las otras es la guerra, y los pueblos como los individuos, son, consecuencia de ese modo de ser subjetivo.

Se reparten, el derecho como en la propiedad, el trabajo y el goce, si que por esto, su correlación sufra el menos distremento.

CONCLUSION DEL CAPITULO II

EL INTERÉS EN LA LUCHA POR EL DERECHO.

En este capitulo el autor habla del derecho concreto que es causa de una lesión o una sustracciones, este derecho.

De que ningún derecho, tanto el que de los individuos como el de los pueblos, este fuera del cambio y variación, resulta que esa lucha puede verificarse en todas las esferas del derecho privado, hasta las alturas del derecho público y el derecho de gentes.

Dice que cuando algún individuo es lesionado en su derecho, se hace irremisiblemente esta consideración, nacida de la cuestión que en su conciencia se plantea, y que el puede resolver según le parezca; si debe resistir a el adversario o si debe ceder.

CONCLUSION DEL CAPITULO III

LA Lucha por el derecho en la Esfera Individual

Aquí el autor dice que el que se ve atacado en su derecho, debe resistir; este es un deber que tiene para consigo mismo.

Dice que la conservación de la existencia es la suprema ley de la creación animada, así se manifiesta instintivamente en todas las criaturas; pero la vida material no lo es todo en la viada de todo el hombre tiene que defender su existencia moral, que tiene por condición necesaria el derecho: es, pues, la condición de tal existencia que posea y defienda el derecho.

Del derecho romano antiguo dice que ofrece un interesante prueba de lo que acabamos de decir; expresa precisamente bajo la forma de principios legales, esa confianza que supone en todo conflicto que si adversario abra de mala fe; aplicaba a toda justicia objetiva, la consecuencia ligada a una justicia subjetiva, es decir una pena al que perdiese el litigio.

CONCLUSION DEL CAPITULO IV

LA LUCHA POR EL DERECHO EN LA ESFERA SOCIAL

El autor en este capitulo plantea que la defensa del derecho es un deber que tenemos para con la sociedad.

Para hacerlo, debemos ante todo mostrar la relación que existe entre el derecho objetivo y el subjetivo.

A nuestro modo de ver, es el reverso de lo que nos dice la teoría hoy mas admitida al afirmar que lo objetivo supone a lo subjetivo.

Un derecho concreta, no puede nacer más que de la realidad de las condiciones que el principio del derecho abstracto aporta a su existencia.

Al derecho concreto da al derecho abstracto la vida y la fuerza que recibe; y como está en la naturaleza del derecho que se realiza prácticamente un principio legal que no ha estado nunca en vigor.

El hombre lucha, pues, por el derecho de todo, defendiendo su derecho personal en el pequeño espacio en que lo ejerce.

CONCLUSION DEL CAPITULO V

EL DERECHO ALEMÁN Y LA LUCHA POR EL DERECHO.

El saber en que medida nuestro derecho actual, nuestro derecho romano de hoy, tal col se ha introducido en Alemania, y del que solamente ocupa y responde a las condiciones que se han desenvuelto hasta aquí.

Ha pasado al nuevo derecho algo de esas instituciones y de esos principios del antiguo, pero todo lo que es propio del derecho intermedio, respira distinto espíritu, puede ser caracterizado diciendo, que es la aplicación y el empleo de una moderación grande, en todos los casos en que se trata de lesiones hacia el derecho privado.

BIBLIOGRAFIA

Enciclopedia jurídica

“LA LUCHA POR EL DERECHO”

Von Ihering




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Enviado por:Angeles Roque Hernández
Idioma: castellano
País: México

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