Historia


Historia Mundial Contemporánea


HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL

TEMA 1. LOS ORÍGENES DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL.

CRISIS ECONÓMICA Y POLARIZACIÓN SOCIAL A MEDIADOS DE LOS AÑOS 30.

La crisis de 1929

Durante los “felices años 20” la economía mundial vive en un ambiente de optimismo, apoyado, no obstante, sobre dos procesos que no podían mantenerse de manera indefinida: la superproducción y la especulación.

La superproducción se considera unánimemente como la causante de la depresión que se inicia en el año 29. Durante la guerra mundial los países de ultramar habían desarrollado ciertos sectores industriales con el fin de suplir las importaciones europeas. Terminada la contienda, la producción industrial europea y la extraeuropea se suman, sin que paralelamente aumente el consumo; este estado de sobreproducción general provoca un aumento continuo de los stocks. En 1925 algunos productos básicos no son obtenidos en cantidad muy superior a la de preguerra, p. e, el hierro y el carbón; en cambio otros, el petróleo, los instrumentos eléctricos, la seda artificial, señalan unos índices mucho más elevados. De las estadísticas se deduce que el aumento de la producción europea hasta 1925 mantiene un ritmo regular, pero no aumento en relación con sus niveles de preguerra, son otros los continentes que se señalan por la incorporación creciente de sus materias primas o de sus productos; desde 1925 Europa, ya recuperada, incrementa su producción en una situación mundial de crecimiento continuo.

Al lado de la superproducción industrial debe tenerse en cuenta la agrícola, que viene provocada por una serie de años de cosechas excepcionales, a partir de 1925. Según Nogaro, los precios pudieron sostenerse por medio de acuerdos internacionales, pero al producirse la crisis financiera se rompieron estos convenios y afluyeron súbitamente a los mercados los remanentes acumulados, con lo que se produjo un hundimiento ruinoso de los precios. Jacques Neré no comparte esta tesis; documenta que algunos stocks siguieron aumentando, como es el caso del algodón, y que la crisis es más bien de subconsumo relativo que de superproducción, la origina la mala distribución de la renta; sus orígenes serían sociales más que económicos. En cualquier caso, sea que la producción agrícola mundial es excesiva, como sostiene Nogaro, sea que la capacidad adquisitiva es débil y el consumo bajo, como explica Neré, los remanentes agrícolas vienen a sumarse a los excedentes de productos industriales.

A pesar de este desfase entre producción y ventas las cotizaciones de los valores en bolsa no dejan de subir. ¿Cómo puede explicarse esta anomalía? ¿Cómo ascienden las cotizaciones de empresas que acumulan, sin vender una parte de su producción? Sólo existe una explicación: la inflación del crédito. Se reparten altos beneficios porque los costos de la producción se afrontan a base de préstamos bancarios; pero era una situación artificial que no podía mantenerse largo tiempo. La ola de especulación se inició con terrenos que permitían plusvalías en zonas de disfrute de vacaciones y sol; en Florida, el incremento de compra-venta de solares y edificios es notable en los años 1925-1926. Los inversores, obsesionados por ganancias a corto plazo, colocan su dinero en sectores antes deprimidos -ferrocarriles, servicios públicos-, de los que esperan en un periodo de expansión beneficios elevados. Buena parte de las compras se efectúa a plazos, es decir, con el equivalente de dinero prestado. Capitales flotantes, en busca de mayor lucro, pasan de Londres a Nueva York. El interés, según Robbins, subió de 3,32 a 8,62 en el periodo 1925-1929. Esto hizo difícil otros préstamos productivos; es un drenaje de capitales, no hacia inversiones sino hacia préstamos especulativos. El dinero de los Bancos respalda preferentemente a los brokers, los corredores de Bolsa. No es extraño que se culpe de la depresión a un sistema bancario que orientaba sus fondos para respaldar a los especuladores en vez de invertir en sectores realmente productivos.

Desde 1928 la industria de la construcción, en la que confluyeron diversas industrias auxiliares, experimenta una cierta contracción, no alarmante, pero que supone ya el primer signo de recesión. No obstante, la euforia alcista en la Bolsa continúa de manera general. En setiembre de 1929 la tendencia general de la Bolsa de Nueva York, orientada hasta entonces al alza, se estabiliza e incluso parece amagar a la baja. No era otra cosa que el reflejo del descenso de algunos precios, como los del acero y cobre, y la reducción de los beneficios en algunas empresas. Se procura vender pero los especuladores todavía compran. En la última semana de octubre, inesperadamente, estalla una verdadera explosión. Desde el día 21 la acumulación de órdenes de venta había hecho bajar los valores, pero esta tendencia había sido detenida por las órdenes de compra de la Banca Morgan; nada hacía sospechar que la Bolsa se iba a hundir. El 24 de octubre, “jueves negro”, 13 millones de títulos son arrojados al mercado a bajo precio y no encuentran comprador; el 29 son 16 millones de valores los que afluyen al mercado; el pánico ha provocado una fiebre de ventas; en pocos días, según el índice de valores industriales del New York Times, las cotizaciones pierden 43 puntos, anulando las ganancias de los dos meses precedentes. Pero no se trataba sólo de una semana crítica, las cotizaciones continuaron bajando en los años siguientes. En principio no se pensó en una crisis duradera, incluso en el invierno se percibe una pequeña mejora de la situación de la Bolsa, pero en la primavera de 1930 la Banca Morgan decide vender las acciones que ha acumulado y se produce, ante el exceso de oferta, un nuevo pánico. El hundimiento de la Bolsa provoca la ruina de millares de accionistas modestos. Las grandes empresas contemplan impotentes como desciende de manera continua la cotización de sus valores, hasta 1932 la United States Steel vio como sus índices descendían de 250 a 22, la Chrysler de 135 a 5.

Para comprender lo sucedido es necesario analizar el sistema crediticio. Durante varios años las empresas se habían expansionado, o simplemente sostenido, a base de fáciles créditos bancarios. Al iniciarse el pánico, o el deseo de venta porque las acciones no producen beneficios, los Bancos tienen que aumentar su liquidez, para lo cual han de vender sus títulos. La gente retira su dinero, los Bancos precisan convertir sus acciones en líquido, y contribuyen con la venta de sus títulos a acelerar el descenso; es una especie de círculo infernal cerrado. No sólo los Bancos son culpables del terremoto, lo es también la misma dinámica de la Bolsa. Cuando los valores subían los dividendos no seguían el ascenso; al alcanzar un cierto nivel de disparidad de la cotización con los beneficios que producía la acción comprada tenía que producirse un proceso contrario, el de desprenderse de las acciones poco rentables.

Se trata de una crisis de tipo nuevo. La de 1873 se había producido por la insuficiente rentabilidad de los ferrocarriles y la siderurgia. En el S. XX los motores de la expansión económica son el automóvil y el petróleo, pero no es una fiebre de inversión en estos sectores la que provoca el caos. El “crack” del 29 parece ser un reflejo, y una demostración de que la economía no puede apoyarse preferentemente en el dinero con olvido de los mecanismos de producción y consumo.

La crisis bursátil repercute enseguida en toda la economía norteamericana. Se arruinan las empresas en situación frágil, por la restricción de créditos; el paro se convierte en angustia nacional. La actitud del gobierno norteamericano fue contradictoria y, en el mejor de los casos, debe calificarse como poco perspicaz. El presidente Hoover, en las semanas que siguieron al hundimiento de la Bolsa neoyorkina, no dejó de hacer declaraciones optimistas, según él la prosperidad estaba “a la vuelta de la esquina”. Más tarde, ante la prolongación de la depresión, se reunió con los jefes de empresa, a los que pidió que mantuvieran los salarios y el empleo, pero era más fácil desearlo que conseguirlo; las empresas en apuros no estaban en condiciones de mantener un nivel de actividad normal. Hasta 1932 no se destinaron fondos federales de cierta cuantía para socorrer a ferrocarriles y bancos; del problema no pareció hacerse una cuestión esencial en la Casa Blanca. La política agrícola fue igualmente contradictoria. Primero el gobierno adquirió los remanentes, pero esto produjo una situación extraña; el agrario era el único sector rentable, de venta segura a precio sostenido; de esta manera la producción aumentó y a mediados de 1931 el gobierno, incapaz de sostener este gasto inmenso, lanzó a la venta sus stocks, con lo que se hundieron los precios y todo el sector del campo.

Los Bancos fueron los más directamente afectados por la depresión; en 1929 se produjeron 642 quiebras; en 1930, 1945; en 1931, 2298. Como el 90 % de la circulación monetaria se efectuaba en forma de cheques bancarios, la quiebra de un Banco provocaba la parálisis de la actividad de sus clientes. Para afrontar la crisis los Bancos americanos repartieron capitales. De esta forma se hundieron las instituciones de crédito austríacas y posteriormente muchas de las alemanas. Se estaba produciendo la exportación de la crisis a los países europeos.

El retroceso de una economía que, como la norteamericana, tenía intereses mundiales, no se reduce al ámbito bancario. La contracción del comercio norteamericano es evidente e intensa: las exportaciones, entre 1929 y 1932, descienden de 5241 millones de dólares a 1611 millones; las importaciones de 4300 a 1300. En 1930 el Congreso aprueba la tarifa Haeley-Smmot, que refuerza la protección aduanera.

La crisis del comercio internacional contribuye a aumentar el caos, “la crisis alimenta la crisis”. El volumen de los cambios baja de forma ostensible a partir de 1930 y alcanza su mínimo en 1932; en estos tres años se reducen en un tercio las mercancías intercambiadas y en dos tercios su valor. Los remedios tradicionales, proteccionismo, devaluación, no parecen eficaces de manera inmediata. Surge la desconfianza en las relaciones económicas internacionales. Se recurre a acuerdos limitados entre dos países para equilibrar la balanza comercial y evitar el movimiento de divisas. En algunos casos se recurre al dumping, a la conquista de mercados con precios de pérdida. En 1939 todavía no habían encontrado los intercambios internacionales su ritmo de 1928.

La producción industrial se desfonda; en 1932 era un 38 % inferior a la de 1929. Ante las dificultades de venta se produce el descenso drástico de los precios; las manufacturas bajan en un 30 %, las materias primas en un 50 %. El descenso de la producción es más fuerte en los países de más amplia expansión de crédito, como Estados Unidos y Canadá, y en los que dependían de capitales extranjeros, como Polonia y Alemania; y más débil en países de desarrollo lento, menos enraizado en la Banca, como Francia e Inglaterra.

Las crisis comienza afectando a los países industrializados, pero pronto sacude también a los países agrícolas. En primer lugar, no debemos olvidar que entre las raíces de la depresión ha de contabilizarse la superproducción agraria. Pero además, por su misma estructura, el descenso de los precios agrícolas es más rápido que el de los productos industriales. Las fábricas podían recurrir a reducir la producción y a prescindir de mano de obra; en el campo, en cambio, al menos de manera inmediata, no es posible la reducción de la producción y la eliminación de mano de obra. Al descender más deprisa los precios agrícolas, el campo ve reducido su poder adquisitivo y los países agrarios de América Latina y Europa sufren un deterioro de la relación de intercambio, reciben menos dinero por sus productos del que han de pagar por los industriales. Así se produce una grave crisis en la India, y en el Brasil, por el descenso de la cotización del café, y en Australia, por la baja de la lana. La crisis es mundial, aunque afecta de manera más grave a los países de mayor desarrollo industrial y a los agrícolas que basan su economía en un solo producto.

Alemania es, con Estados Unidos, el país más gravemente afectado por la depresión. El índice de producción industrial desciende casi a la mitad desde 1929 a 1932. Todos los sectores son afectados; la producción de acero se reduce un tercio, la de las industrias mecánicas en un 40 % en dos años, los parados se cuentan por millones, hasta alcanzar la terrible cota de los seis millones en 1932. ¿Cuál es la causa de este cataclismo? Se pensó que eran las reparaciones las que mantenían en precario la estabilidad de la economía alemana, y en julio de 1932 la conferencia de Lausana acordó suspender los pagos y anular el 90 % de la deuda, más entonces se comprobó que el mal no residía en las anualidades de las reparaciones ni, por tanto, en su suspensión la solución. El problema estribaba en la dependencia de los capitales norteamericanos. Los Bancos alemanes se habían habituado, ante la imposibilidad de encontrarlos en el mercado interior, a solicitar capitales a los Bancos de Nueva York; se estima que en 1931 los créditos ascendían a la cifra de 20,6 billones de marcos, otorgados a plazo corto y, por lo tanto, expuestos a los avatares de cualquier oscilación de la coyuntura o del pánico de los inversores. Con la crisis de los Bancos norteamericanos, apremiados por sus accionistas y depositarios, se apresuraron a retirar fondos de Europa; esta acción resulta demoledora para los Bancos alemanes. Cien millones de marcos abandonan Alemania a mediados de julio de 1931, es una situación de desmantelamiento. Los Bancos privados no disponían de cobertura en divisas, por lo cual cada retirada de fondos americana obligaba al Reichsbank a alimentarlos a costa de sus reservas, lo que debilitaba el marco y hacía más costosa la devolución de los créditos. Es otro de los infernales círculos cerrados que se produjeron durante la depresión. Al rechazar el Reichstag las medidas económicas que el gobierno propuso, es disuelto y se convoca consulta electoral, en la que se produce el ascenso del partido nacional-socialista de Hitler.

En mayo de 1931 el Kredit Anstalt de Viena, cuyo balance representaba el 70 % de los fondos bancarios austríacos, suspende pagos. Por estos meses se habla de la unión aduanera de Austria y Alemania, pero los aliados veían en ella el primer paso para la unificación política prohibida por el Tratado de Versalles. La retirada de fondos norteamericanos había sumido en una grave situación las finanzas austriacas y alemanas.

De los grandes países europeos Francia es el menos sacudido por la depresión; no es tan intensa la reducción de sus índices industriales ni alcanza las cotas de parados, que a su vez reflejan las de quiebras de empresas, de otras potencias. Quizá su menor nivel de industrialización y su agricultura diversificada le permitieron luchar con mayor eficacia. Sin embargo no deja de experimentar dificultades especialmente tras la devaluación de la libra, que convierte a los productos franceses en caros y escasamente competitivos. Aunque resiste los primeros meses luego se producen quiebras bancarias y estallan escándalos que muestran la colusión entre políticos y hombres de negocios, como la muerte misteriosa de Stawisky, director del Crédito Municipal de Bayona.

El Reino Unido es el menos afectado por la depresión, constatación que convierte en particularmente interesante el análisis de su situación. Sus ventajas son de diversa índole. En primer lugar, no se encuentra sobreequipada, como Estados Unidos y Alemania; la larga crisis de posguerra, de la que no había salido del todo, se vuelve en 1929 factor suavizador; en segundo lugar, dispone de reservas de oro en sus dominios, con lo que evita el drenaje que tanto afectó a Alemania; posee un imperio mundial que le permite un circuito comercial interior independiente de la situación internacional. Pero su situación de privilegio depende, sobre todo, de la dinámica de precios que se desata durante la crisis. La Gran Bretaña, exportadora de bienes de equipo e importadora de alimentos, se encuentra con el descenso casi generalizado de los precios de sus importaciones, lo que permite a los industriales británicos abaratar sus propios productos y mantener su competitividad, y a los consumidores de la isla orientar su capacidad adquisitiva hacia la compra de productos industriales ingleses en la medida que ahorran en gastos consuntivos. Las exportaciones caen, pero esta caída no es paralela a la de la producción, porque se ha incrementado la capacidad de colocación en el mercado interior. Si el descenso del consumo es un signo fatídico del año 29, en el caso inglés la peculiaridad se refleja precisamente en mantenimiento de la capacidad de consumo popular; cuatro de cada cinco ingleses conservan su nivel de rentas anterior al año fatídico, los audaces programas sociales de apoyo a la construcción y subsidio al paro permitieron que incluso el quinto restante gozara de una mínima capacidad de demanda. Un gobierno de concentración, cuya formación significa que Gran Bretaña considera que vive en una situación excepcional pareja a la de una guerra, afrontó con energía el envite de la grave coyuntura.

Los sectores industriales británicos antiguos son renovados aprovechando el desafío. La Comisión de reorganización de minas de carbón, creada en 1930, centró en el trabajo minero una de las formas de lucha contra el paro; la producción se mantuvo, aunque la exportación bajó lentamente. En la siderurgia, tras una caída brusca de la producción de acero, de 9,2 millones de toneladas en 1929 a 5,2 millones en 1931, se relanzó vigorosamente y consiguió alcanzar los 13 millones de toneladas en 1937. Ante el hundimiento de la construcción naval el gobierno propició la concentración en un pequeño número de empresas y astilleros. El sector automovilístico no fue prácticamente afectado, ni el eléctrico, ni el de la construcción. Pero para salir relativamente del gran desafío el gobierno hubo de renunciar a algunas de sus tradiciones. Tras muchos titubeos hubo de abandonar el patrón oro y devaluar la libra. Y olvidando que durante un siglo había sido Inglaterra la campeona del librecambismo tuvo que establecer una tarifa proteccionista, que gravaba con un 50 % las importaciones de lujo, los instrumentos eléctricos y los productos textiles. Derechos diferenciales dificultaron el acceso a la isla de productos extranjeros y se hizo más ostentosa la situación de régimen cerrado en que Gran Bretaña vivió durante tres o cuatro años.

En 1933 se reúnen las grandes potencias en la conferencia de Londres para buscar soluciones a la reducción del comercio internacional y a la crisis de los medios de pago, una vez que Gran Bretaña ha abandonado el patrón oro; los países que se apoyaban en sus reservas de libras se encontraban con divisas despreciadas. Los problemas eran internacionales, las soluciones también tenían que serlo, puesto que una decisión de una potencia, como la de Gran Bretaña, y la que se entreveía de devaluación del dólar, repercutía en todo el mundo. Washington accedió a acudir a una conferencia internacional, advirtiendo que no consentiría que en ella se tratara la revisión de las deudas de guerra. La conferencia se inauguró el 12 de junio; se aceptó una tregua aduanera y pasó a discutirse una tregua monetaria; en este punto los norteamericanos, dispuestos a devaluar su moneda y estimando que los ingleses defendían una postura egoísta, porque la libra ya devaluada les había situado en un nivel fuertemente competitivo, adoptaron una negativa total. La dura nota de Roosevelt hizo abandonar cualquier esperanza de acuerdo. A partir de entonces cada nación iba a ocuparse exclusivamente de sí misma. Los políticos que postulaban la autarquía económica, como los dirigentes nazis en Alemania, disponía ya de un argumento irrebatible.

En 1933 los demócratas sustituyen a la administración republicana de Hoover, tras el triunfo electoral del presidente Franklin Delano Roosevelt. Su política económica, denominada del New Deal, se centró en actuar de forma enérgica sobre lo que se consideraban causas de la depresión.

Sus primeras medidas fueron de orden financiero; era preciso salvar el sistema crediticio. La Reconstruction Finance Corporation, creada por Hoover para conceder préstamos a los Bancos, sólo había aumentado su endeudamiento; Roosevelt utiliza el mismo organismo para ayudar a los Bancos mediante una participación en su capital. Luego procedió a la devaluación del dólar con el objetivo de provocar un aumento de los precios interiores, ya que el descenso de los precios era una de las vertientes de la catástrofe. Una ley autoriza al presidente a acuñar monedas de plata en cantidades ilimitadas. Se produce con estas dos medidas una inflación, pero se acepta como medio de estimular la economía.

En el orden agrícola, ante la acumulación de excedentes, Roosevelt se decide a actuar sobre la producción; a los agricultores se les invita a que consientan en reducir voluntariamente sus cosechas a cambio de una indemnización, que se pagaría con la recaudación de un impuesto especial a los industriales que efectuaban las primeras transformaciones del producto agrícola. El efecto inmediato de la reducción de las cosechas era la subida de los precios, con lo que se contrarrestaba otro de los elementos depresivos. La reguladora legal de esta tarea fue la AAA (Agricultural Adjustment Act). Los inconvenientes con que se encontró en su gestión no fueron leves. Los agricultores que aceptaban cooperar recibían un doble beneficio: la indemnización y la subida de los precios. Pero los que no aceptaban podían beneficiarse en mayor cuantía de la subida incrementando su cosecha, con lo que se neutralizaría la política de freno de la superproducción. La Ley Baukhead hizo obligatorias para los productores de algodón las restricciones establecidas por la AAA, pero esto suponía un atentado contra la libertad empresarial. Por otra parte la carestía de los alimentos agravaba los problemas sociales de las ciudades. La sequía y las malas cosechas de 1934 a 1936 ayudaron a la administración a mantener en dimensiones moderadas la producción agraria.

En el terreno industrial Roosevelt estableció medidas revolucionarias. Se buscaba, asegurando un beneficio razonable a la industria, aumentar los salarios, reducir las horas de trabajo y conseguir precios más altos, para corregir los descensos provocados por la depresión. Se establecieron unos códigos para cada industria.

Este intervensionismo estatal chocaba con la tradición americana de libre empresa, y en 1936 algunas de sus disposiciones, como la AAA, fueron invalidadas por el Tribunal Supremo; es el final de lo que se ha llamad o el “primer New Deal”. Desde el punto de vista social la ayuda a los parados, aparte de su humanitarismo, reforzó las medidas de subidas de salarios. Se creaba una masa con un cierto nivel de compra, única salida de una etapa en la que por superproducción o por subconsumo se había generalizado la ruina. La política rooseveltiana rompe con una tradición norteamericana de inhibición estatal en cuestiones económicas y representa, por otra parte, uno de los procedimientos -subidas de precios y salarios- con los que se luchó contra la depresión.

En un doble sentido repercute la gran depresión económica en el ámbito político: en el orden internacional interrumpe la atmósfera de concordia abierta por Locarno, en las políticas nacionales reafirma el intervensionismo estatal y los gobiernos de autoridad.

En la vida política internacional se recrudecen los nacionalismos. La vuelta al proteccionismo, el resentimiento que provoca en algunos Estados la comprobación de que otros salen con mayor facilidad del marasmo -es el caso de Inglaterra- sin que les preocupe ayudar a los que se encuentran en peor situación, el fracaso de los intentos de colaboración, como la conferencia de Londres de 1933, crean una atmósfera de hostilidad entre las grandes potencias, que es aguijoneada por los movimientos nacionalistas, como el fascismo italiano y el nazismo alemán. La depresión es el adiós a Locarno; comprobada la imposibilidad de instaurar una era de entendimiento, cada potencia se desentenderá de los problemas colectivos. El camino hacia la guerra comienza por una actitud de recelo e insolidaridad, esa actitud se adopta durante los tres años de la gran depresión.

En el orden de la política interior se produce el descrédito de la democracia parlamentaria. El liberalismo, que postulaba la inhibición del Estado en el campo económico, no puede defenderse, arguyen sus críticos con la experiencia de los años de ruina. Al demostrarse la necesidad de la intervención estatal se refuerzan los gobiernos autoritarios. En 1933, fuera de la América del Norte y la Europa Occidental y del Norte, no existen regímenes liberales en el mundo. En contraposición se produce el ascenso de los sistemas totalitarios; el caso del nazismo alemán puede considerarse paradigmático. Hitler asciende al poder en enero de 1933 aupado por los seis millones de parados; existe un paralelismo asombroso entre el incremento del paro y el de los votos nazis en las elecciones, entre 1925 y 1932. Incluso en los países liberales se percibe un aumento de la influencia de los partidos fascistas; nunca llega a ser fuerte el fascismo inglés, dirigido por Oswald Mosley, pero sí adquiere importancia el belga, encabezado por León Degrelle. Grupos parafascistas obtienen éxitos electorales relativos, que les permiten comparecer en el Parlamento, en Suiza, Dinamarca y Noruega.

La crisis repercute en diversas esferas de la vida social. En primer lugar en la demografía. El rápido desarrollo de la población, perfil de la civilización industrial, se detiene, y en algunos casos se produce una regresión. En realidad en Europa la crisis demográfica se inicia con la Primera Guerra Mundial, pero dentro de un periodo más amplio los tres años de depresión económica y los años que la siguen destacan por una agudización de las tendencias contractivas. En Inglaterra, donde en el último decenio del S. XIX el incremento demográfico había sido de un 13 %, en los años 30 al 40 del S. XX es solamente de 4,5%; en Estados Unidos la población había aumentado en 17 millones de habitantes en los años 20 y lo hace en 9 millones en los años 30. El número de matrimonios no disminuye pero sí la natalidad; esta diferencia entre natalidad y nupcialidad puede imputarse a la crisis, estiman Reinhard y Armengaud. En bastante países la natalidad desciende por debajo de las curvas de mortalidad, con lo que se produce un déficit en la renovación de la población.

En Inglaterra, Keynes y otros economistas consideran que el impulso demográfico se ha producido en la época de la expansión industrial y que, por tanto, habiéndose producido una parálisis de esta expansión debe paralelamente frenarse el crecimiento de la población. En este ambiente de pesimismo las autoridades religiosas se resignan al control de los nacimientos, como demuestra la conferencia anglicana de Lambeth (1930). Por el contrario, los países totalitarios, temerosos de la repercusión que un descenso de la natalidad puede tener en su potencial militar, estimulan los nacimientos. En Alemania se considera la restricción de la fecundidad un suicidio nacional; en Italia, Mussolini inicia en 1927 la “batalla de los nacimientos”.

Los movimientos de población también son afectados. Se detiene la concentración urbana; una industria en crisis no puede absorber más mano de obra. Se paraliza la emigración intercontinental; los Estados se oponen a recibir bocas suplementarias de extranjeros. En este ambiente comienza en 1933 la expulsión de judíos de Alemania.

No todos los grupos sociales son heridos con la misma intensidad por la crisis. Incluso hay algunos sectores que se benefician; el descenso de precios aumenta la capacidad adquisitiva de los grupos que mantienen su nivel de ingresos o sus salarios, como ocurre con los propietarios de inmuebles, rentistas y funcionarios. Para la mayoría las posibilidades adquisitivas disminuyen de manera inevitable. Las profesiones liberales se encuentran con una clientela empobrecida. Los accionistas se arruinan. Los obreros viven la angustia del paro o, en el mejor de los casos, el descenso drástico de los salarios. En algunos países, como Estados Unidos o Gran Bretaña, instituciones asistenciales ponen remedios momentáneos a los problemas de los parados; en otros no existen o son insuficientes las organizaciones de socorro, y la supervivencia es un milagro. Crouzet calcula que en Budapest en 1932 sólo reciben asistencia un 18 % de los que la necesitan, y en Varsovia el 8% de los parados, y añade: A menudo la familia ha subsistido gracias a la solidaridad de sus miembros, alimentada por quienquiera que hubiese encontrado trabajo o bien por los demás parientes que seguían en el campo. Sólo la vida en común, reuniendo las ganancias a veces irrisorias de todos, les ha impedido morir de hambre.

Entre las masas proletarias la hostilidad al capitalismo es universal, con lo que el incremento de los movimientos obreros es significativo. El socialismo se aleja y entra en el juego de la democracia parlamentaria, para presionar desde dentro. En casi todos los países se fortalecen los sindicatos y los partidos políticos de base proletaria.

En el orden internacional se produce una crisis de conciencia o de valores. Romaind Rolland escribe a Gnadhi que es necesario un cambio profundo en la manera de vivir. La crítica de la ciencia que aparece en la filosofía de Marcel es de este momento. Influencia directa de la depresión se percibe en la literatura americana. La “generación perdida”, realista, negativa, descarnada, tiene una influencia enorme sobre la sociedad americana y europea, a la vez que es reflejo de esa sociedad y sus contradicciones. En esa atmósfera escribe Steinbeck sus novelas de protesta, que luego abandonará, Erksine Caldwell sus cuentos negros sobre los poderes blancos, Hemingway sus relatos sobre la derrota del esfuerzo humano, Faulkner sus violentos temas del Sur, Dos Passos sus amargas críticas sociales.

La revisión del pensamiento económico se convierte en una necesidad. Keynes es el teórico clásico de la crisis y sus remedios. En 1936 publica su Teoría general del empleo, interés y dinero. Las teorías neoclásicas consideraban economía sana la de pleno empleo y equilibrio oferta-demanda, pero la crisis es un impacto, la economía capitalista se encuentra con la ruina y el paro como resultado de la prosperidad. Algunos economistas pensaron que con una reducción de los salarios podrían las empresas aumentar el nivel de empleo. La importancia mayor de Keynes en este momento fue demostrar la falacia de esta argumentación. Keynes alega que el nivel de empleo no depende del nivel de los salarios, sino de otras variables, como la capacidad de consumo y la inversión. Un descenso de los salarios tiende a deprimir el empleo y la actividad. El economista inglés entiende que la depresión se ha producido por una disminución de la demanda, provocada por múltiples causas -saturación del mercado, aumento mínimo del consumo de las clases ricas, una vez cubiertas sus necesidades, etc. Ha de actuarse sobre la demanda. Ha de provocarse un aumento del empleo provocando una demanda efectiva. ¿Cómo? Keynes sugiere una serie de remedios o estímulos: en primer lugar, lanzamiento a la circulación de dinero abundante, renunciando al patrón oro si es preciso; se le objetó la inflación inmediata, pero Keynes replicó que no se produciría mientras existiera paro. En segundo, aumento de la inversión pública, por medio de grandes obras, que implican puestos de trabajo y aumento del poder de compra de los obreros. Posteriormente se han criticado las doctrinas de Keynes, pero en aquel momento su aplicación se reveló eficaz en algunos países.

La rapidez con que se ha propagado este cataclismo económico ha planteado numerosas interrogantes, referidas en primer lugar al hundimiento de la economía americana y en segundo a su difusión a escala mundial. Varios autores, y entre ellos relevantes especialistas de historia económica, han dado versiones que en bastantes casos no pasan de ser hipótesis: Galbraith, Schumpeter, Neré, Kindleberger, Schlesinger en su obra sobre Roosevelt, han aportado un admirable esfuerzo intelectual para iluminar este extraño proceso de una economía de crecimiento repentinamente hundida, pero la razón principal de la crisis, si es que existe una sola, no es conocida todavía, y en los diversos trabajos se señala la superproducción o la especulación como desencadenantes para rebajar en otros estudios su importancia. Aun sin coincidir totalmente en su valoración, todos los especialistas señalan como una de las raíces de la crisis la afluencia de capitales a los Estados Unidos y el desafortunado papel que desempeñó el Banco de Reserva Federal al no adoptar medidas que frenaran este drenaje de capitales que infló la cartera de valores estadounidenses y acumuló en Nueva York parte de las reservas bancarias londinenses; en 1929 asciende a 2.000 millones de dólares el total de capitales extranjeros que se cobijan en Estados Unidos. Lord Robbins asegura que esta fue la causa única de la inflación de las cotizaciones; con abundancia de dinero la especulación era inexorable. La razón principal de la afluencia fue la alta tasa de interés ofrecida por Estados Unidos; hubiera sido suficiente su reducción para que los capitales especulativos hubieran regresado a sus países de origen. En 1927 tres dirigentes europeos, Montagu Norman, gobernador del Banco de Inglaterra; Charles Rist, delegado del Banco de Francia, y el doctor Schacht, gobernador del Reichsbank, viajaron a Estados Unidos para obtener una reducción de las tasas de descuento, pero el medio punto que se les concedió no fue suficiente incentivo para la salida de capitales y se convirtió en otro factor de inflación al inyectar nuevas masas líquidas en los mecanismos especulativos. No obstante, no explica la duración de la crisis la dirección única de los movimientos de dinero. Schumpeter cree que coinciden con la crisis bursátil oscilaciones más amplias de la coyuntura, un ciclo Kondratieff de 15 años, un ciclo Juglar de 9 y un tercero más corto Kitchin, pero la regularidad de los ciclos, a partir de la Primera Guerra Mundial, ha sido puesta en entredicho. Kindleberger, en una obra de 1973, distingue entre crisis y depresión; esta segunda, de mayor duración y extensión geográfica, no puede explicarse por los mecanismos de superproducción y bajada de precios; en su versión, la depresión internacional se debe a las posiciones nacionalistas de los grandes Estados, que actúan como empresas rivales en un régimen de oligopolio; las devaluaciones de las monedas claves son reacciones proteccionistas frente a las agresiones externas. Para Kindleberger, por tanto, la magnitud de la depresión dependió fundamentalmente de la estructura del comercio internacional en el que predominan abrumadoramente las grandes potencias, y de la política económica, manifestación, en definitiva, de la política general.

Niveau señala tres factores coyunturales, refiriéndose a la crisis en Estados Unidos, y factores estructurales, que explicarían la internacionalización de la depresión. Los factores coyunturales se resumen en una reacción en cadena: 1º., quiebras bancarias que comprometen la capacidad de crédito y la confianza de los depositantes; 2º., se favorece el atesoramiento de oro y billetes, y se paraliza la inversión; 3º., la bajada de precios reduce el poder de compra de los productores; 4º., reacciones psicológicas de consumidores e inversores agravan la reducción de la actividad. La inquietud y el pesimismo sustituyen a la euforia. Los factores estructurales se resumen en las dimensiones mundiales de la economía americana y en sus exportaciones de capitales. Alemania y algunos países de América Central y del Sur se vieron privados, con la repatriación de los capitales norteamericanos, de sus medios de financiación y tuvieron que dejar de comprar las mercancías americanas. Es el primer paso para una perturbación universal de los intercambios comerciales. Niveau concluye que el periodo de entreguerras es de transición entre el final del capitalismo del S. XIX y el capitalismo moderno nacido de la Segunda Guerra Mundial, adaptación que exige tiempo. 1929 señalaría un desajuste en esa transformación del capitalismo.

En esta posición coincide con Neré, que concluye su libro con la tesis de que un gran acontecimiento histórico, la Primera Guerra Mundial, y sus repercusiones sobre los mecanismos de producción y las corrientes comerciales difuminan los elementos constitutivos de las crisis ordinarias, como los movimientos de larga duración de los precios o los ciclos Kondratieff (comprobamos que también Neré minimiza los factores coyunturales que había señalado Schumpeter).

Probablemente el cataclismo sólo puede entenderse si se atiende a procesos muy diversos, de ahí que nos parezca interesante recoger lo que Galbraith llama “cinco causas íntimas o cinco puntos débiles” del sistema económico vigente, en 1929, en Estados Unidos:

1º. Pésima distribución de la renta. El 5 % de los norteamericanos percibe la tercera parte de la renta nacional, así se explica el elevado porcentaje de inversión en bienes suntuarios y la escasa capacidad de consumo popular.

2º. Deficiente estructura de las sociedades anónimas. En las empresas se había abierto las puertas a un número excepcionalmente alto de promotores, arribistas, sinvergüenzas, impostores. Galbraith habla de latrocinios corporativos; cada trusts de inversión paga los dividendos de las compañías recién creadas y, por tanto, ha de restringir su capacidad de inversión futura. Llega un momento en que al reducirse los beneficios se viene abajo toda la pirámide de empresas creadas irresponsablemente.

3º. Ineficacia en la estructura bancaria, con préstamos imprudentes, actitudes especulativas, alegre multiplicación de entidades y unos mecanismos peligrosos; cuando un Banco quebraba, los activos de los demás quedaban inmovilizados mientras los depositantes, de cualquier parte que fuesen, sentían un irresistible deseo de retirar su dinero. Ya antes de la depresión las quiebras bancarias constituían un espectáculo normal; en los seis primeros meses de 1929 quebraron 346 Bancos de distintas localidades.

4º. Inconveniente situación en la balanza de pagos. Durante la Primera Guerra Mundial Estados Unidos se convierte en acreedor internacional; al mismo tiempo las exportaciones norteamericanas crecen a rápido ritmo y muchas naciones han de remitir oro y divisas para saldar deudas y pagar las mercancías. Era una situación insostenible, porque las otras naciones no podían afrontar durante mucho tiempo los pagos en oro, y por lo tanto o aumentaban sus exportaciones a Estados Unidos o reducían sus importaciones de artículos norteamericanos. Este desequilibrio y esta prepotencia de Estados Unidos constituye un elemento clave en los orígenes de la depresión.

5º. Incapacidad conceptual de la teoría económica en aquella situación nueva, lo que explica los remedios tardíos e incluso erróneos que se aplicaron. Para los economistas clásicos era objetivo primordial el presupuesto equilibrado y el impedimento de cualquier manifestación inflacionista. Tras la crisis Keynes propuso precisamente como salida una posición beligerante de los gobiernos recurriendo a presupuestos deficitarios para estimular el relanzamiento.

No nos confunda la pluralidad de procesos, la diversidad de teorías. La Gran Guerra había constituido un acontecimiento sin precedentes, y sus secuelas en el campo de la economía se presentaron a los ojos de los hombres de los años veinte como algo desconocido; el capitalismo de dimensiones ecuménicas y la prosperidad tenían fallos. La angustia de la crisis constituyó una severa advertencia. Neré concluye que la lección se aprovechó tras la segunda contienda universal. La nueva posguerra sería la que demostrase la capacidad de adaptación del mundo y de las personas. Diez años después de la paz de 1919, la crisis se hacía presente. Diez años después de la guerra de 1945, reinaba la prosperidad. Las lecciones de la experiencia no habían sido infructuosas.

Ascenso de los totalitarismos: estalinismo, fascismo, nazismo

Durante el periodo de entreguerras la democracia se convirtió en un valor en baja en el continente europeo. Si por falta de tradición se aclimató muy mal en Europa oriental, fue acusada en Europa occidental de haber sido incapaz de detener la guerra, en el mejor de los casos, o de haberla engendrado en otros. Fueron años de crisis económica, pero sobre todo de un profundo abatimiento moral, en el que el mundo se arrojó en brazos de los “superhombres”, decididos a erradicar la libertad.

Engrandecieron al Estado en detrimento de la persona. Aquel Estado que desde su origen se empeñó en doblegar a la sociedad, se disponía a dar el asalto definitivo con soluciones sempiternas, aplicables naturalmente por la fuerza y en definitiva por la muerte. Así pues, a una guerra sucedió otra más cruel. O sí se prefiere, como algunos historiadores han querido ver, se produjo sólo una pausa para proceder a dar remate a lo que algunos han dado en llamar la “nueva guerra de los Treinta Años”.

El estallido del segundo conflicto universal no se puede explicar por una única causa. Se trata más bien de todo un conjunto de fenómenos, localizados en el periodo de entreguerras, que confluyen a desencadenarlo el 1 de septiembre de 1939 con la invasión de Polonia. En consecuencia, es de todo punto necesario estudiar con detenimiento el proceso histórico que se desarrolla en la segunda y tercera décadas del S. XX, años en los que la democracia sufre una quiebra profunda.

No es del todo desacertado clasificar con el único nombre de totalitarismos estos tres ensayos políticos del periodo de entreguerras, puesto que en los tres se descubren toda una serie de rasgos ideológicos comunes, tendentes a liquidar a la persona. Para dichas ideologías sólo es objeto de consideración lo colectivo: la clase, la nación, la raza, el partido y en definitiva el Estado. Asimismo, estos tres planteamientos, en cuanto que se proponen imponerse como soluciones globales se desvelan con pretensiones filosóficas, que ofrecen una visión del hombre y del mundo más allá de lo político. En este sentido, como todo sistema filosófico, ofrecen su peculiar método de conocimiento, según el cual la verdad deja de ser la meta a la que se tiende mediante el esfuerzo intelectual, para convertirse en una fórmula dictada oficialmente desde el poder, ante la que no cabe otra actitud que el acatamiento. Se podría señalar, además, como otro de los rasgos comunes a los tres sistemas, su entronque con los planteamientos evolucionistas decimonónicos, en los que sustentan su concepción orgánica de la sociedad. Los totalitarismos, además, al asumir la tradición ideológica del positivismo del S. XIX, construyen su edificio sobre los elementos de la secularización y el cienticifismo.

Igualmente, los tres totalitarismos coinciden en determinadas prácticas políticas. Son oportunistas y participan en el juego democrático hasta que se hacen con el poder; momento a partir del cual erradican la libertad y el pluralismo, objetivo a su vez por el que justifican la violencia y el terror del Estado, capaz no sólo de eliminar físicamente a personas o a grupos concretos, sino de llegar incluso a la práctica del genocidio. Pura congruencia con su ideología, en suma, al convertir al Estado en el fundamento y, en definitiva, en el único concesionario y dispensador absoluto de los derechos que cada persona posee de un modo inalienable, conforme a su naturaleza. Desde esta perspectiva hay que juzgar sus constituciones, sus declaraciones de derechos y sus parlamentos. Poseen los elementos externos de la democracia, e incluso pueden incluir tal concepto en su denominación oficial, pero prostituyen sus funciones, por lo que presentan una patología de democracias gangrenadas.

Como derivación de todo lo dicho hasta ahora, los tres regímenes imponen el partido único, al que despojan de cualquier vestigio de democracia interna, por el método expeditivo de la eliminación de los disidentes o desviacionistas. Así las cosas, el partido no tiene otra razón de ser que la conquista y el mantenimiento en el poder de quienes lo controlan, objetivo que se consigue mediante el recurso al golpe y la exaltación de la violencia, acciones que se encubren por la propaganda totalitaria con el eufemismo de la revolución.

Ahora bien, si queremos conocer con precisión las tres manifestaciones del totalitarismo debemos traspasar el análisis de sus rasgos comunes, pues tan importantes como las semejanzas son las diferencias que esgrimen para enfrentarse entre ellos. Al carácter internacional del comunismo se opone el racismo y el nacionalismo de los fascistas y los nazis, aunque también es verdad que éstos últimos proponen una política exterior imperialista. Por otro lado, si bien es cierto que los fascistas niegan la existencia de la lucha de clases, los comunistas por su parte prometen su extinción en el futuro. Y, en fin, frente a la absolutización del Estado fascista se podría oponer la provisional dictadura del proletariado como etapa previa y necesaria a la desaparición del Estado, aunque al día de hoy ya sabemos que tal provisionalidad sólo concluye cuando desaparece el régimen comunista.

En el verano de 1917 se presentía el final de la Primera Guerra Mundial. Al desmoronamiento de los frentes de guerra, a la desmoralización del ejército ruso y a la intentona fracasada del general Kornilov, vino a añadirse la incapacidad del gobierno de Kerenski, que no contaba ya con el respaldo del ejército. La falta de disciplina, primero, y las numerosas deserciones, después, hicieron mella en el ejército ruso, que favoreció el ascenso de los bolcheviques en los soviets, por cuanto éstos prometían la retirada de Rusia de la guerra mundial y el reparto de la tierra de los campesinos entre los soldados. Únicamente los cosacos, el batallón femenino y los cadetes mantuvieron su lealtad a Kerenski y posteriormente al gobierno provisional, tras su dimisión.

Con el fondo de este decadente escenario se iban a desarrollar los primeros momentos del protagonismo histórico de Lenin, cuyo verdadero nombre era Vladimir Ilitch Ulianov. A poco que se repasen los libros se podrá observar en no pocos de ellos el maquillaje que oculta su verdadera personalidad, pues Lenin es el fundamento del totalitarismo comunista. Su pensamiento se nutre en la exaltación de la violencia y en la tiranía: La revolución -llegó a escribir- no puede hacerse sin pelotones de ejecución, la revolución camina con lentitud porque se fusila muy poco. Paul Johnson ha escrito que la diferencia entre Lenin y Stalin, radica en que éste último impulsó el terror hasta el seno del partido, la vanguardia del proletariado, lo que no debe ocultar, como indica el autor de Tiempos modernos, que el exterminio de los disidentes es pura y esencialmente marxismo-leninismo. En la biogR.A.F.ía escrita por Héléne Carrére d´Encausse, esta autora concluye que fue Lenin el fundador de un Estado totalitario, sustentado sobre el trípode del partido comunista, la policía política y el ejército; según esta autora, Trotski actuó de ejecutor militar y Stalin prolongó dicho Estado totalitario, diseñado por Lenin con una voluntad y ferocidad implacables, sin que sus cimientos pudieran ser modificados por nadie hasta la caída del comunismo.

Lenin había nacido en Simbirsk, una perdida aldea a orillas del Volga, en 1870. Más tarde dicha aldea pasó a llamarse Ulianovsk en su honor. Su padre era inspector de enseñanza y su madre estaba entroncada con la pequeña nobleza alemana. Del matrimonio nacieron cinco hijos, de los que el mayor fue condenado a muerte acusado de atentar contra el zar Alejandro II. Lenin, que vivió la tragedia familiar con 17 años, nunca olvidaría este acontecimiento.

En principio comenzó a estudiar Derecho en la Universidad de Kazan, de la que fue expulsado, por lo que acabaría la carrera de abogado en la Universidad de San Petersburgo. Desde entonces era reconocido como la cabeza de un grupo de intelectuales marxistas, que en 1895 se constituyó formalmente con el nombre de Unión de Combate de San Petersburgo para la libertad de la clase obrera. Ese mismo año fue condenado a prisión y posteriormente fue desterrado a Siberia. Tras cumplir su condena en 1900 realizó diversos viajes por Europa con el fin de aglutinar bajo la ortodoxia marxista a los socialdemócratas rusos del exilio. Para este objetivo contó con la colaboración de Plejanov, Zasulich, Axelrod, Protesov y Martov en la fundación del periódico Iskra (“La Chispa”). En la primera nochebuena del S. XX salió a la luz Iskra, inaugurando toda una producción periodística al servicio del partido, que los comunistas supieron utilizar como arma de propaganda. No en vano se le atribuyen a Lenin 1.234 artículos en diferentes periódicos, así como su participación directa en Vpariod, Proletari, Novaia, Zhizn, Sotsial-Demokrat y naturalmente Pravda. Además de estos trabajos, se deben destacar como sus obras más conocidas las siguientes: ¿Qué hacer? (1902), Materialismo y empirocriticismo (1909), El imperialismo, última fase del capitalismo (1916) y El Estado y la Revolución (1917).

En 1903 puede situarse su primer despunte político al obtener sus partidarios la mayoría en el Segundo Congreso del Partido Obrero Socialdemócrata Ruso; desde entonces fueron conocidos como bolcheviques. Los minoritarios o mencheviques, defensores de las tesis revisionistas de Bernstein, soportaron una incómoda relación con los vencedores, hasta que por fin fueron expulsados del partido en 1912 en la reunión celebrada aquel año en Praga. Su segunda aparición histórica importante se produjo en los momentos de desmoralización del ejército ruso al término de la guerra mundial. Por entonces, cuando Rusia soportaba tan calamitosas condiciones económicas, Lenin se trasladó desde Austria hasta su patria, con la colaboración de las autoridades alemanas que le facilitaron su tránsito en el famoso vagón precintado. En la primavera de 1917 Lenin se encontraba en la Rusia de los zares, dispuesto a transformarla en una república socialista soviética. En el mes de julio fracasó un intento revolucionario, a consecuencia del cual Trotski, junto con otros dirigentes, fue arrestado. Lenin consiguió refugiarse en Finlandia, donde escribió El Estado y la Revolución, durante los meses de agosto y septiembre. En esta obra, Lenin interpretó la teoría del Estado marxista en torno a la dictadura del proletariado, que en su pensamiento se convertía en la maquinaria de la represión de la mayoría de los explotados frente a la dictadura burguesa de los explotadores. En dicha obra se puede leer lo siguiente: La dictadura de una sola clase es necesaria no sólo para las sociedades clasistas en general, no sólo para el proletariado después de haber abatido a la burguesía, sino para todo el periodo histórico que separa el capitalismo de la sociedad sin clases: el comunismo. Sólo con la instauración del comunismo se extingue el Estado y se llega a la libertad.

En estos términos, Lenin reelaboraba las doctrinas de Marx, de modo que la ideología marxista-leninista se mostraba en su plenitud totalitaria, erigida sobre dos pilares. De una parte, Lenin elevó a categoría dogmática el marxismo, en cuanto quedaba erradicada la discusión intelectual sobre la doctrina; sus postulados se enuncian para su aceptación y como justificación de la praxis. Y, en segundo lugar, Lenin descubrió un nuevo agente encargado de transformar la teoría en realidad histórica. Al margen de exposiciones teóricas, tal responsabilidad no se iba a encomendar ni al proletariado, ni al partido, sino a los revolucionarios profesionales a los que el Comité Central, y en definitiva su secretario, encomendaran esa misión.

Así las cosas, el 9 de octubre de 1917 Lenin creó un Buró Político con el fin de dirigir la revolución, a la vez que había constituido un Comité Militar Revolucionario, controlado por el presidente del Soviet de Petrogrado, Trotski, a quien se encomendó la ejecución del golpe que les abriría las puertas del poder. Entre el 24 y el 25 del mismo mes los revolucionarios ocuparon los núcleos estratégicos de la ciudad y pusieron sitio al Palacio de Invierno, donde se encontraba el gobierno provisional, que se rindió en la madrugada del día 26. Sólo la propaganda oficial y el “arte” elaborado desde el poder han conseguido encontrar gestos sublimes y acciones heroicas, donde la historia se topa con un golpe de Estado a la vieja usanza. Y es el propio Stalin el que reconoce que la toma del poder la realizó el Comité Militar Revolucionario, pues el Congreso de los Soviets se limitó a recibir el poder de manos del Soviet de Petrogrado.

Al hilo de los acontecimientos cabe afirmar que la actuación de Lenin fue un mentís de las pretensiones científicas del marxismo acerca de las leyes “históricas” y “necesarias”. Los sucesos de octubre marcan el principio de una dictadura, y no precisamente la del proletariado, que ha sometido durante décadas a buena parte de la humanidad y a eliminado físicamente a unos 100 millones de personas sacrificadas al comunismo. Lenin, erigido en el primer dictador comunista de Rusia, planteó una estrategia encaminada a conseguir cuatro objetivos, que a la postre darían origen a la U.R.S.S.. En principio la eliminación de la oposición, surgida fuera del partido; en segundo lugar la concentración de todo el poder en el partido; a continuación, la erradicación de opositores internos; y, por último, la concentración del poder del partido en su persona. Estos han sido los fundamentos del totalitarismo comunista establecidos por Lenin y continuados por sus sucesores hasta que se iniciaron las reformas durante el mandato de Gorbachov.

Así pues, en paralelo con las acciones golpistas de octubre, el II Congreso de los Soviets aprobó tres decretos, por los que Rusia anunciaba su retirada de los frentes de guerra, el Estado se incautaba de la propiedad de la tierra y se creaba el primer gobierno de Comisarios del Pueblo (Sovnarkom), como institución política y suprema de la revolución, presidida por Lenin e integrada por quince personas, entre las que cabe citar a Stalin y Trotski. El Comité Ejecutivo Central, surgido de ese mismo congreso, fue copado por los bolcheviques, que consiguieron introducir a 62 de ellos entre el total de 100 individuos que lo componían.

Inmediatamente después se publicaron toda una serie de decretos para afianzar el nuevo régimen. El 29 de octubre, una disposición anunciaba la supresión de cualquier periódico que se opusiera al Sovnarkom; el resultado fue espectacular, pues en pocos días desaparecieron todas las redacciones, a excepción de las de Pravda e Isveztia. Sometida la prensa, durante los meses de noviembre fueron abolidas las distinciones militares, se nacionalizaron los bancos, el Estado incautó las escuelas de la Iglesia, se legalizó el allanamiento del domicilio, se prohibió el derecho a la huelga, que pasó a ser calificada como un crimen contra el pueblo, se estatalizaron las fábricas y se redactó un código para uso y guía de los establecidos tribunales revolucionarios.

Si todas estas medidas se pueden considerar como elementos de la maquinaria totalitaria, la pieza clave del engranaje se colocó el 7 de diciembre. Fue entonces cuando se disolvió el Comité Militar Revolucionario para ser sustituido por la policía política, la Cheka (GPU desde 1922, NKGB desde 1943). A Lenin se debe el diseño, y él fue quien encargó a Dzerhinski su dirección. Tan sólo tres años después de su fundación contaba con 250.000 agentes, con capacidad para ejecutar a un promedio de 1.000 personas al mes, inculpadas sólo de delitos políticos, entre los años 1918 y 1919. De acuerdo con uno de los decretos redactados por Lenin, su cometido era la eliminación de la tierra rusa de todos los tipos de insectos dañinos. El código de Lenin suprimía el delito personal, para dejar sitio a la eliminación corporativa. Los ejecutados, al decir de Solzhenitsyn, eran considerados como ex personas por pertenecer a un determinado grupo o clase, idéntico fundamento jurídico que animó las leyes nazis para eliminar a millones de personas, en este caso por pertenecer a un determinado grupo racial. Lenin, por tanto, puede ser considerado como el primer promotor del genocidio del S. XX, sin que ello exima de responsabilidad a sus inmediatos imitadores en el tiempo.

En el mes de noviembre se celebraron las elecciones para la Asamblea Constituyente, cuya apertura se había anunciado para los primeros días de 1918. De los 36 millones de votos, los bolcheviques sólo obtuvieron 9, resultado que les otorgaba 168 escaños de un total de 703. La interpretación de los comicios la realizó Lenin en artículo, publicado en Pravda el 13 de diciembre, titulado “Tesis acerca de la Asamblea Constituyente”. Según Lenin, el soviet era una forma superior del principio democrático, respecto a los parlamentos de las repúblicas burguesas, por lo que deducía que la Asamblea Constituyente debía pronunciarse por una declaración incondicional de aceptación del poder soviético, si no quería traicionar al proletariado y embarrancar en una crisis, de la que sólo se podría salir por medio de la revolución. Al menos, Lenin había avisado que no estaba dispuesto a someterse a ningún control parlamentario. El día 5 de enero, pocas horas después de comenzar la reunión de la Asamblea Constituyente, fue disuelta por los guardias rojos, de acuerdo con las órdenes recibidas del Comité Ejecutivo Central. Tres días después y en el mismo edificio se reunían los soviets, presididos por Sverlod, para ratificar las decisiones del Comité Ejecutivo Central. Con este acto el golpe de octubre de Lenin daba remate a la liquidación de la democracia en Rusia.

Los meses que transcurren entre los sucesos descritos y el verano de 1918 es la etapa conocida como capitalismo de Estado. Desde 1918 a 1921 se desarrolló el periodo denominado comunismo de guerra. Dos eufemismos con los que se encubre, en realidad, un régimen de terror que hizo posible la construcción del Estado bolchevique. Lo cierto es que desde la disolución de la Asamblea Constituyente, el poder de Lenin era muy sólido en Rusia, y sólo la política exterior podía amenazar al dictador. La paz de Brest-Litovsk (3 de marzo de 1918) alejaba la amenaza de las potencias europeas y a cambio hubo de ceder un tercio de la Rusia imperial, poblada por 56 millones de personas y con importantes recursos económicos. Y de acuerdo con el pensamiento de Lenin, según el cual frente a la democracia “burguesa” se levantaba la democracia “proletaria” de los territorios cedidos (Polonia, Ucrania, los Estados Bálticos, la Rusia Blanca, Georgia, Armenia y Azerbaiyán) pasaron a denominarse oficialmente repúblicas burguesas, por la sencilla razón de que el principio de autodeterminación correspondía en exclusiva a las repúblicas proletarias.

En el verano de 1918 se publicó la Declaración de Derechos del Pueblo Trabajador y Explotado y la Constitución de la República Federal Socialista Rusa de los Soviets (RFSRS.) que con el tiempo acabaría por transformarse en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. En verdad, la denominada federación era una palabra hueca, donde anida una Constitución gangrenada. La única realidad política con entidad es el soviet, desde donde se potencia al partido comunista, hasta convertirse en una gigantesca maquinaria burocrática, con capacidad no sólo de controlar la sociedad, sino incluso de anularla y sustituirla. Todo ello explica que los 100.000 bolcheviques de 1917, según los cálculos más generosos, se multiplicaran por seis en tan sólo tres años.

Apuntalado el partido, aparece el ejército como firme cimiento sobre el que se asienta el régimen comunista. Desde los comienzos de las acciones revolucionarias se encomendó a Trotski la reorganización del ejército, para lo que se sirvió de oficiales zaristas, estrechamente controlados por comisarios políticos. Y al igual que el partido, el ejército experimentó en muy poco tiempo un crecimiento espectacular. Se calcula en medio millón de individuos los efectivos militares para el año 1918. En 1920 formaban en filas tres millones de soldados, por lo que en tan sólo dos años se habían multiplicado por seis los integrantes de las fuerzas armadas.

Tal situación permitió encarar a los bolcheviques la mal denominada guerra civil, ya que en realidad durante estos años tienen lugar tres guerras distintas: una guerra civil propiamente dicha (1918-1919), un segundo conflicto entablado con los países occidentales, y toda una nebulosa de acciones militares tendentes a sofocar los alzamientos nacionales. La ausencia de un frente común contra los bolcheviques, por más que la propaganda comunista les unificara a todos bajo la única denominación de “blancos” hizo posible el triunfo de los ejércitos de Trotski, y la “transformación” de algunas repúblicas burguesas en repúblicas proletarias. De este modo, y por la fuerza de las armas, a principios de 1921 Lenin además de la RFSRS. controlaba los -en teoría- Estados independientes de Ucrania, Bielorrusia, Azerbaiyán, Georgia, Armenia, la República del Lejano Oriente, Jorezm y Bojara.

En cuanto a la organización económica propuesta por el comunismo de guerra, ésta se reduce a un proceso de estabilización generalizada. Su resultado fue un estrepitoso fracaso, hasta el punto de que el trueque se convirtió en el elemento definidor de la realidad económica. Así las cosas, se optó por aplicar a la práctica las predicciones marxistas sobre la desaparición del dinero, cuando en realidad la pobreza extrema y la práctica desaparición del intercambio de bienes habían dejado al rublo sin razones que justificaran su existencia.

El comunismo comenzaba a dar pruebas palpables de que se asentaba en la cultura de la muerte. Habían desaparecido la persona, la sociedad y el dinero, e igualmente se iban a eliminar los más mínimos intentos de oposición. En marzo de 1921 fueron anulados los denominados amotinados de Kronstadt, considerados como enemigos a abatir por pedir que las votaciones a los soviets fueran secretas y no se realizaran a mano alzada, además de reclamar las libertades de expresión y sindicación. Desde entonces dichas aspiraciones fueron calificadas de “desviacionismo pequeñoburgués y anarquista”, por lo que los “extraviados” fueron reprimidos sangrientamente, acusados del delito de “fraccionalismo”, en expresión genuina de Lenin. El ejemplo de Kronstadt sirvió de escarmiento entre la población campesina. A su vez, los bolcheviques limpiaron los máculas “fraccionalistas” en el X Congreso del Partido Comunista, celebrado por esas mismas fechas, en el mes de marzo de 1921.

Sin embargo, y a la vista de los resultados económicos, Lenin tuvo que reconocer en este mismo congreso la necesidad de llegar a acuerdos con los campesinos. Sucedía que la producción de 1921 tan sólo representaba un 12 % de lo producido en 1913; las minas y la siderurgia arrojaban cotas aún más bajas: respecto a esas mismas fechas tan sólo representaba un 2,5 %; la agricultura se derrumbó, el comercio tanto interior como exterior prácticamente dejó de existir; y hasta la población disminuyó espectacularmente, hasta el punto de que en 1921 las ciudades tenían menos habitantes que en 1900, y el sector de los obreros había descendido a cotas inferiores a las del año 1883. De 1920 a 1922 se desató en el territorio ruso un largo periodo de hambruna, que afectó a 30 millones de personas, por lo que fue necesario recurrir a la ayuda internacional; la hambruna de estos años provocó 5 millones de muertos.

Así pues, las guerras, el hambre, las epidemias, el frío y sobre todo las estrategias revolucionarias de Lenin, ayudan a comprender este retroceso demográfico. El golpe de Estado de Lenin instaló como práctica del nuevo régimen el genocidio, que diezmó la población. Entre los años 1918 a 1920 se calcula que fueron asesinados unos 3 millones de personas. Y en cuanto al partido comunista, de los 600.000 integrantes de 1921, debido a las purgas de Lenin fueron eliminados 100.000.

La NEP (Nueva Política Económica) sigue al comunismo de guerra como parte del proceso histórico de la dictadura leninista. Más que como concesión de Lenin al pueblo, debe entenderse como imposición a los bolcheviques, debido a toda una serie de circunstancias que ponían en evidencia el fracaso del nuevo régimen totalitario, tales como la quiebra económica, la resistencia generalizada y el ascenso que comenzaron a experimentar los mencheviques. Todas estas manifestaciones obligaron a Lenin a cambiar el rumbo político con el fin de mantener el poder. En efecto, se concedió una cierta libertad económica a los campesinos y se toleró la propiedad privada en las pequeñas industrias y en los comercios. Se consintió una cierta economía de mercado como solución transitoria, al mismo tiempo que se reconocía la exclusividad política del partido comunista, en el que por supuesto no se admitían corrientes internas. En suma, se probaba la tesis de Lenin según la cual se puede cambiar de táctica en veinticuatro horas, y en esta ocasión se trataba de conjugar el socialismo y el capitalismo, sin que en semejante intento decayera la estrecha vigilancia de Lenin sobre la nueva fórmula.

Los resultados, en principio, fueron positivos, pues la economía dejó de retroceder y hacia 1927 la producción comenzaba a igualar la del año 1914. Se frenó el hambre y hasta comenzó a despuntar un incipiente mercado en el que se intercambiaban productos de uso y consumo. La industria recuperó el pulso y se abrieron las puertas al capital extranjero, se acuñó un nuevo rublo y comenzaron a funcionar algunos bancos. Según Sorlin, la NEP facilitó la reaparición de una “semiburguesía” y de un campesinado acomodado (kulak), sin que todo ello hiciera perder la atención de los comunistas sobre el proceso colectivista: en 1927 funcionaban 1.400 granjas estatales (sovjos) y se calculan en unas 33.000 las cooperativas agrarias (koljos) para el año 1928.

Los cambios económicos, por otra parte, no paralizaron las transformaciones políticas. En el mes de diciembre de 1922 se crea la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (U.R.S.S.), al modificar la estructura federal precedente. El 6 de junio del año siguiente se aprobaba la Constitución, cuya redacción se había encomendado a Stalin. Según este texto las funciones legislativas se encomendaban al Soviet Supremo y las del poder ejecutivo al Presidium, pero en la práctica el poder confluía en el partido y se concentraba en una sola persona. Por otra parte, la III Internacional creada por Lenin prolongaba la actuación del partido comunista ruso en los países occidentales, dado el control que Moscú ejerció en los partidos comunistas de los diferentes países europeos.

Ahora bien, ni la apertura económica ni la Constitución iban a significar un retroceso en la consolidación de la tiranía. La NEP -había afirmado Lenin- es retroceder lejos si es preciso, pero de modo que se pueda retener la retirada cuando se desee y reemprender la ofensiva. Y para disipar cualquier tipo de dudas al respecto, en 1923 se modificó la estructura de la policía política. La Checa cambió su nombre por el de OGPU, siglas que venían a significar algo así como “administración política del Estado”. La policía conservó este nombre hasta 1934 y tras una nueva variación nominal en 1943 adquirió el más conocido de NKGB. Sus funciones “administrativas”, por lo demás, son de sobra conocidas, lo que hace innecesaria su descripción.

La vida del protagonista o del inspirador de todas estas reformas declinaba en la primavera de 1922; fue entonces cuando Lenin sufrió el primer ataque de la enfermedad que le llevaría a la muerte. De este primer ataque quedó semiparalítico. Cumplidos los 53 años, murió el 21 de enero de 1924. Desde el mes de abril de 1922 Stalin era secretario general del Comité Central del partido, nombramiento que Lenin promocionó directamente. Desde este cargo pudo controlar todos los resortes del poder para asegurarse la sucesión, no sin antes vencer la resistencia de Trotski, que fue expulsado del partido (1927), exiliado (1929) y asesinado (1940) en México por orden de Stalin.

Al morir Lenin ya se habían sentado las bases fundamentales del Estado totalitario, que su sucesor Stalin desarrolló y consolidó. Stalin se mantuvo en el poder hasta su muerte, que se produjo en 1953. Por lo tanto su mandato se extiende en tres periodos históricos bien distintos, como son la época de entreguerras, la Segunda Guerra Mundial y la posguerra. Ahora nos referiremos sólo al primero de ellos, etapa en la que cabe analizar los planes quinquenales, la Constitución de 1936 y la represión tiránica ejercida durante estos años, de cuya magnitud Nikita Jruschov dio una versión oficial en el XX Congreso del partido comunista, el primero celebrado tres años después de la muerte de Stalin.

En cuanto a los planes quinquenales, cabe afirmar que a medida que se abren archivos y se obtienen datos, hasta hace poco desconocidos, se van modificando los juicios sobre sus resultados. Por todo ello habrá que aceptar con todas las reservas ciertas versiones, y limitarse a los datos contrastados.

Durante el periodo que transcurre desde 1928 a 1941 se proyectaron tres planes quinquenales. El primero (1928-1932) se anunció como el plan quinquenal de cuatro años y tenía como objetivo la transformación de la economía rusa, fundamentalmente agraria, en otra más industrializada. El segundo (1933-1937) trató de modificar la tecnología a un ritmo acelerado; estos son los años en los que se impuso el estajanovismo a los trabajadores rusos, que ha quedado convertido en uno de los paradigmas de la explotación de los obreros por parte del Estado. El tercer plan, que dio comienzo en 1938, fue interrumpido por el estallido de la guerra.

De este modo se trataba de planificar la economía soviética, pero no para conseguir un crecimiento equilibrado de los sectores, lo que era juzgado por Stalin como una desviación burguesa, sino para conseguir en el mínimo tiempo posible la reconversión de la industria, que debía ser sometida a los objetivos de la defensa militar del régimen comunista. El hecho de que la disminución de los plazos previstos fuera considerada como un éxito y no como un elemento de desestabilización económica, es la mejor prueba de que los planes quinquenales no tenían más objetivos que los militares y propagandísticos, y a esta finalidad se subordinó el esfuerzo y el bienestar de todo un pueblo.

En el aspecto político, la nueva Constitución de 1936 mantuvo el acentuado desequilibrio de la estructura federal de la U.R.S.S., ya que de las once repúblicas que la integraban, una de ellas, la Rusa, tenía 105 millones de habitantes, y la de Kirghiz tan sólo un millón y medio. En el texto constitucional, por otra parte, los derechos individuales no existen como tales; se reconocen, eso sí, una serie de derechos a los soviéticos en cuanto que pertenecen y se integran en organismos colectivos. Por lo demás, todos estos derechos permanecen supeditados al poder, pues según el texto constitucional se conceden conforme a los intereses de los trabajadores y a fin de fortalecer el sistema socialista. Bajo estas coordenadas debe entenderse la Constitución soviética de 1936 cuando se refiere a la libertad de expresión, de prensa, manifestación, de asociación, a la inviolabilidad personal, a la libertad de conciencia, al derecho de asilo y a la libertad de propaganda antirreligiosa, concesión esta última que ha debido ser la única “libertad” que de verdad han ejercitado los comunistas en estos años, en los que promovieron sangrientas persecuciones religiosas dentro y fuera de la U.R.S.S..

En cuanto a la represión de Stalin, los procesos más violentos se deben situar en el verano de 1936. Desde esta fecha hasta 1938 se pueden considerar cuatro procesos, cuyos resultados se resumen en las siguientes cifras: cinco de los siete presidentes del Comité Ejecutivo central fueron eliminados; lo mismo se puede decir de nueve de los once ministros centrales de la U.R.S.S., y otro tanto de 43 secretarios de las organizaciones centrales del partido de un total de 53, además de la desaparición de la mitad de los generales del ejército y de casi todos los altos cargos de la GPU. Y todo lo anterior referido a personalidades de relieve. Lo que nunca se podrá saber con exactitud es el elevado precio en sangre cobrado por el comunismo en personas desconocidas, que como ya se dijo antes se estima en unos cien millones.

El periodo de entreguerras se caracteriza por el abatimiento moral y el abandono de la sociedad europea en manos de los totalitarismos. Muy pocas voces se alzaron contra la tiranía; sin duda, de entre esas pocas condenas, la más enérgica y relevante fue la del romano pontífice. Pío XI, en su encíclica Divini Redemptoris (19 de marzo de 1937), condenó el ateísmo comunista, ideología a la que se calificaba como “intrínsecamente perversa” por socavar los fundamentos mismos de la civilización cristiana y proponer una falsa redención basada en un seudoideal de la justicia, la igualdad y la fraternidad. En esta misma encíclica el Papa hacía referencia también a la persecución comunista que padecía la Iglesia en México y España.

El papa, además, salía en dicha encíclica al paso de los errores antropológicos propuestos por el materialismo histórico, cuya doctrina se había convertido en el molde con el que los comunistas pretendían construir una nueva humanidad. En línea con las condenas lanzadas sobre el comunismo, ya incluso desde el pontificado de Pío IX (1846-1878), cuando todavía no se había publicado el Manifiesto comunista (1848), la encíclica advertía sobre las consecuencias deshumanizadoras que podrían sobrevenir a la humanidad con el triunfo de la ideología comunista. Lo cierto es que tampoco en esta ocasión se le prestó mucha atención a las advertencias del sucesor de San Pedro. Es más, en algunos ambientes intelectuales de Occidente, deslumbrados por el marxismo, las condenas del comunismo y muy particularmente la Divini Redemptoris fueron descalificadas sistemáticamente y tachadas de retrógradas hasta hace bien poco tiempo. Y en honor a la verdad se debe dejar constancia de que no han faltado católicos y hasta clérigos que, afectados por un complejo de inferioridad, también se mostraron partidarios del comunismo. Sin embargo, tras la caída de los regímenes comunistas en Europa, la historia ha venido a dar la razón al magisterio de los romanos pontífices sobre el comunismo. Por otra parte, el tiempo ha demostrado que esas denuncias además de evangélicas y pastorales -es decir, no políticas- eran plenamente proféticas.

La segunda de las manifestaciones totalitarias que aparecen en el tiempo es el fascismo. El 30 de octubre de 1922, Víctor Manuel III encargaba la formación de un nuevo gobierno a Benito Mussolini. Tal decisión no respondía a la práctica habitual, como consecuencia de unas elecciones, sino que fue la marcha sobre Roma lo que acabó de empujar al monarca, presionado por militares y nacionalistas.

Por entonces, Mussolini ya era un personaje conocido en Italia. Hijo de un herrero, se hizo maestro, profesión que abandonó para dedicarse al periodismo político. En 1912 era director de Avanti, órgano oficial del Partido Socialista Italiano. La Gran Guerra y las consecuencias que para Italia tuvo la paz, le ofreció las posibilidades de la fuerza irracional de un nacionalismo herido. De manera que en 1919, apoyado por los “futuristas” de Marinetti, excombatientes, sindicalistas y estudiantes frustrados fundó los “fascios de combate” y las “escuadras de acción” para imponer la violencia como medio de arreglo a la situación de inestabilidad por la que atravesaba Italia. Sin duda, el más cruel de sus condottieri fue Italo Balbo, que muy pronto se convertiría en el jefe de las milicias fascistas.

En sentido propio no es posible encontrar en el fascismo un cuerpo doctrinal, a no ser que éste se quiera descubrir en las negaciones que propone, como tal movimiento reaccionario que es. En consecuencia, habría que afirmar que el fascismo proclama de un modo radical una serie de “antis”, tales como un antiliberalismo, un antiparlamentarismo, un anticlericalismo y un antimarxismo. Y justamente de sus negaciones surge su programa afirmativo, como la exaltación de un nacionalismo y un pragmatismo político que los fascistas consideraban incompatible con la democracia, argumento sobre el que los fascistas justifican el establecimiento de la dictadura. Mi doctrina -resumía Mussolini- es la acción. El fascismo nace de una necesidad de acción,. y muere con la acción. Y a la simpleza de la definición anterior, Mussolini ni agregó la extrema brutalidad totalitaria, al proponer la fórmula de su régimen: Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nada contra él. Así pues, como en Rusia, la historia de Italia desde 1922 no iba a ser otra cosa más que un proceso de personalización del poder.

El triunfo del fascismo resulta incomprensible si no se tiene en cuenta la débil resistencia que encontró en la Europa de entreguerras. Bien es cierto que Mussolini no presentó con claridad todas sus bazas políticas en un primer momento. Por esta razón, en el otoño de 1922 las propuestas fascistas se presentaron como soluciones transitorias, más que definitivas. Y a reforzar esa aparente transitoriedad contribuyó la formación del primer gobierno, en que de las dieciséis carteras sólo se adjudicaron cuatro a los fascistas, diez recayeron en personajes independientes y las otras dos tuvieron como titulares a dos militantes del Partito Popolare de don Sturzo. Mussolini llegó incluso a prometer respeto a la Constitución y a las libertades políticas, para conseguir a cambio que el Parlamento le concediera plenos poderes, con el fin de restaurar el orden público. Todas estas actuaciones parecían ajustarse a los patrones de las dictaduras clásicas, que proliferaron con profusión en la Europa de entreguerras.

No hizo falta que pasase mucho tiempo para comprobar la falsedad sobre la que se asentaba la trama fascista. No habían transcurrido ni doce meses desde la concesión de plenos poderes, cuando Mussolini logró que el Parlamento aprobara una ley según la cual al partido más votado se le asignarían dos tercios de los escaños. No fue necesario aplicarla. En las primeras elecciones, celebradas en la primavera de 1924, los métodos de los squadristi consiguieron 4,5 millones de votos para los fascistas, lo que equivalía a 406 escaños, frente a los 129 que correspondieron a toda la oposición, como resultado de los 2 millones de votos obtenidos. El mes de mayo, don Sturzo abandonó la política, y pocos días después era asesinado el diputado socialista Giacomo Matteoti, que había sobresalido por denunciar en la cámara el fraude electoral. Ante estas circunstancias, los diputados adoptaron entonces una postura tan comprensible como inoportuna y se retiraron del Parlamento. Este abandono allanaba de dificultades el tránsito que Mussolini iba a realizar de la dictadura al régimen totalitario. Sus “fieles” aprobaron una disposición, la Ley del Jefe del Gobierno, según la cual Mussolini fue desligado de responsabilidad ante la cámara, a la vez que se le concedían facultades para modificar la Constitución.

Una vez que fue eliminado el régimen parlamentario, el fascismo dirigió sus esfuerzos hacia el control pleno de la sociedad. En 1927 se publicó la Carta del Trabajo, por la qque quedaban prohibidos todos los sindicatos, a excepción de los fascistas. Y como colofón, en diciembre de 1928 se creaba el Gran Consejo Fascista, a quien se encomendaba, fundamentalmente, la triple misión de nombrar al sucesor de Mussolini, asesorar al Duce y designar los candidatos para las elecciones que, según la nueva ley electoral de 1929, se presentarían en lista única. Todas estas disposiciones completaban la construcción de un Estado orgánico, corporativo, en el que sólo se reconocía la legalidad del partido fascista, dirigido y controlado por un “superhombre”, cuya misión no era otra que conducir a Italia a los grandes destinos nacionales e internacionales, abandonados desde la Antigüedad. Desgraciadamente, Mussolini no estaba solo en su empeño; muchos italianos le creyeron, y no pocos europeos o le admiraron o trataron de seguir su ejemplo. Y es que por entonces las teorías de Friedrich Nietzsche estaban en pleno apogeo. En 1933 Elisabeth Förster-Nietzsche, hermana del filósofo alemán, como regalo de su cincuenta cumpleaños, envió a Mussolini un telegrama en el que se podía leer lo siguiente: Al más admirable discípulo de Zaratustra que Nietzsche pudo soñar. Y no es una casualidad que un año después el propio Hitler obsequiara al Duce con las obras completas del mismo autor.

Las posiciones de Mussolini en política exterior, durante los primeros años, estuvieron orientadas por el pragmatismo y la prudencia, que le aconsejaban no dar pasos en falso en Europa en tanto que no se consolidara el régimen fascista en Italia. La primera orientación de cómo debía proceder la percibió en la protesta emitida por la Sociedad de Naciones, tras la ocupación de la isla de Corfú en 1923. Al año siguiente, firmó un acuerdo amistoso con Yugoslavia, por el que Italia renunciaba a sus reclamaciones sobre la costa dálmata, a cambio de la anexión de Fiume. Y en los años siguientes se ocupó Somalia, y Albania se convirtió en protectorado italiano, hasta que fue invadida por tropas italianas en 1939.

Esta actitud política inicial es la que explica que en 1925, Mussolini fuese uno de los participantes de la Conferencia de Locarno, tras la cual Europa pudo disfrutar durante un lustro de unas relaciones distendidas. Y aunque la distensión resulta más aparente que real, porque quedan ocultas posturas interesadas por parte de todos, y además porque de hecho los propósitos de Locarno son incumplidos o fracasan como fórmulas de paz, al menos durante este periodo se deben apuntar los siguientes precedentes de integración europea: comisión preparatoria de la Conferencia de Desarme (1926), Conferencia Económica Internacional (1927), pacto internacional de renuncia a la guerra (1928), proyecto de Briand de una federación europea (1929).

Y al igual que sucedía en Europa, la distensión también afectó a la política italiana respecto al ya largo contencioso con el Vaticano. En 1929, se firmó un tratado que regulaba la situación jurídica de la Santa Sede con el Estado italiano. Dichos acuerdos son conocidos comúnmente como los Pactos Lateranenses. Con la firma de los Pactos Lateranenses (11 de febrero de 1929) se zanjaba un problema que duraba ya casi seis décadas, pues la ocupación de Roma (20 de noviembre de 1870) había liquidado en beneficio del nuevo Estado italiano los Estados Pontificios. Ya en el pontificado anterior se habían emprendido movimientos de aproximación entre las dos partes, sin que se consiguiera llegar a ningún acuerdo. Pero desde 1926 dieron comienzo unas largas u delicadas negociaciones secretas, hoy conocidas tras la publicación del diario de unos de los principales protagonistas por parte del Vaticano, como fue el abogado Francesco Pacelli, hermano del futuro Pío XII, nuncio en Berlín por aquellas fechas.

Los Pactos Lateranenses, que permitieron la creación del minúsculo Estado del Vaticano, estaban formados por un tratado entre la Santa Sede y el Estado italiano, un Concordato entre la Iglesia e Italia y un convenio económico. El artículo 26 del tratado reconocía la existencia del Estado de la Ciudad del Vaticano bajo la soberanía del romano pontífice; el territorio era pequeñísimo, pero resultaba suficiente para facilitar la independencia de las actuaciones del sucesor de San Pedro. En el Concordato, Pío XI conseguía frente al fascismo salvaguardar dos aspectos fundamentales, como eran el derecho a la enseñanza religiosa en la instrucción pública y el reconocimiento de los efectos civiles del sacramento del matrimonio, regulado por el Derecho canónico. En cuanto al convenio económico, la indemnización solicitada en principio de 2.000 millones de liras fue sustancialmente rebajada.

Por su parte Mussolini, personaje agnóstico y pragmático, consciente de que en la Italia católica tarde o temprano había que dar una solución a la “cuestión romana”, buscó un acuerdo por el prestigio nacional e internacional que podía proporcionarle una solución, que los gobiernos anteriores no habían sabido encontrar a lo largo de casi sesenta años. Pío XI, aunque se mantuvo siempre firme y combativo frente a la ideología anticristiana del fascismo, a la que llegó a condenar formalmente, manifestó su reconocimiento hacia la persona que hizo posible el acuerdo. Dicho Concordato estuvo vigente en la República romana hasta el 18 de febrero de 1984.

Sin duda, la firma de los Pactos Lateranenses causó un gran impacto en la opinión pública de entonces, no sólo en la de la nación italiana, sino en la de todo el mundo. Por lo que significaban los acuerdos de Letrán, aquel acontecimiento histórico era desde luego bastante más importante para la Iglesia que para el Estado italiano. Con la renuncia a los Estados Pontificios, la Iglesia ponía fin a la milenaria época constantiniana. De este modo, al abandonar sus reivindicaciones temporales, la Iglesia se concentraba en su fin primordial y específico: el pueblo de Dios, apoyándose exclusivamente en la fuerza del Espíritu Santo. Por lo demás, no deja de ser paradójico que el pontificado recobre en esta nueva etapa un prestigio tal, sólo comparable al de los momentos más brillantes de toda su historia. En efecto, desde 1929 hasta la actualidad, cada uno de los sucesivos sumos pontífices ha visto aumentar su autoridad espiritual y moral dentro de la Iglesia y también fuera de ella.

La realidad es que, de inmediato, los fascistas violaron los acuerdos de los concordatos que habían firmado y desataron una implacable persecución contra la Iglesia. Demasiado temprano tuvo que denunciar Pío XI los ataques del fascismo contra la Acción Católica de Italia, mediante la encíclica Dobbiamo intrattenerla (25 de abril de 1931). En el mes de mayo de 1931, Mussolini disolvió las asociaciones juveniles católicas. Al mes siguiente, la condena del fascismo era tajante en la encíclica Non abbiamo bisogno (29 de junio de 1931), documento en el que se podían leer párR.A.F.os como los siguientes: la batalla que hoy se libra no es política, sino moral y religiosa, exclusivamente moral y religiosa [...]. Una concepción del Estado que obliga a que le pertenezcan las generaciones juveniles, es inconciliable para un católico con la doctrina católica; y no es menos inconciliable con el derecho natural de la familia.

La advertencia del Papa tampoco sirvió para detener a los dirigentes fascistas en su galope hacia la barbarie, que a imitación de los nazis llegaron a promulgar leyes racistas. Ante estos hechos, Pío XI preparó un nuevo texto durísimo que se proponía leer en el décimo aniversario (11 de febrero de 1939) de la firma de los Pactos Lateranenses, en presencia de todo el episcopado italiano que había sido convocado en Roma. No se pudo celebrar ese acto, ya que Pío XI murió la víspera de dicho aniversario; sin embargo, conocemos su contenido pues fue publicado posteriormente por Juan XXIII. El texto, conocido como la alocución Nella luce, iba dirigido a los obispos italianos y Pío XI ponía de manifiesto, una vez más, la incompatibilidad entre la ideología fascista y la doctrina de Jesucristo que, como su vicario en la tierra, debía conservar y transmitir.

Las relaciones entre Italia e Inglaterra se pueden calificar como amistosas hasta que el acercamiento entre Hitler y Mussolini se estrechó y las hizo cambiar de tono, en beneficio de los intereses nazis. Y en cuanto a Francia, si no resulta adecuado hablar de relaciones amistosas, al menos habrá que calificar la convivencia de estos dos países como de no beligerantes, en estos primeros años. En esta ocasión, más que las afinidades de los distintos regímenes políticos, habrá que analizar las peculiares posiciones internacionales de cada uno de ellos para entender el desarrollo de estos acontecimientos. En efecto, no se puede entender la actitud condenatoria del régimen fascista, dada la similitud de planteamientos que tiene con la política nazi, si no se tiene que cuenta que dicha condena se refiere al expansionismo nazi, en cuanto que se proyecta en zonas donde los intereses italianos habían fijado su atención, como es el caso de Austria y los Balcanes.

Pero en el otoño de 1935, tras pacificar los territorios de Libia, el fascismo decidió ampliar su Imperio colonial en África Oriental a costa de Abisinia, que fue invadida sin previa declaración de guerra. Sobre el papel se juzgaba como una “fácil” acción militar, en su puesta en práctica no lo fue tanto, y la catástrofe de Adua de 1896 estuvo a punto de repetirse. Sin embargo, en mayo de 1936 las tropas italianas consiguieron entrar en Addis Abeba y derrotar a Haile Salassie, emperador de Etiopía, cuyo título fue adjudicado a Víctor Manuel III. Gran Bretaña y Francia protestaron por la invasión ante la Sociedad de Naciones, que puso de manifiesto su ineficacia represiva con los países invasores. Tras largos debates se propuso un boicot internacional, por el que no se venderían a Italia armas ni carburantes, además de negarle los créditos que solicitara. La medida fue generalmente secundada, por lo que Hitler se apresuró a atemperar la soledad del Duce con su apoyo internacional. Italia había caído definitivamente en la órbita alemana. El 1 de noviembre de 1936, Mussolini proclamó que el eje de Europa pasa por Roma y Berlín. Las pocas dudas que pudiera encerrar esa frase quedaron totalmente despejadas el 22 de mayo de 1939, fecha en la que se firma un tratado de amistad y alianza entre Italia y Alemania, conocido bajo el nombre de “Pacto de Acero”.

Hitler fue el dictador del tercer modelo totalitario del periodo de entreguerras. En Versalles, Alemania fue declarada culpable de la guerra y tuvo que aceptar las condiciones de unos tratados que pronto fueron denominados como el Diktat. Se vio obligada a ceder Alsacia y Lorena a Francia; los distritos de Eupen, Melmédy y Moresnet a Bélgica; el norte de Schlewig a Dinamarca; Posnania, la Alta Silesia y un corredor con salida al Báltico a Polonia. Dantzig y Memel fueron declaradas ciudades libres. Asimismo se estableció que en su momento se celebrarían plebiscitos, que aclarasen si el Sarre quería ser francés o alemán, y si las zonas de Silesia y el sur de Prusia oriental se incorporarían a Polonia o a Alemania. Además, Alemania fue despojada de su Imperio colonial. En estas condiciones los alemanes entraron en el periodo de entreguerras, en vísperas de que el nazismo se hiciera con el poder. Sin embargo, la historia del nazismo no puede reducirse a la reacción alemana a las condiciones impuestas en Versalles, por más que contribuya a la comprensión del establecimiento de esta peculiar tiranía en Alemania. Así pues, es preciso recalcar la biogR.A.F.ía del tirano.

Hitler nació en 1889 en Brunau-der-Inn, en la Alta Austria, y como fruto de sus lecturas de Nietzsche creyó verse retratado en los libros del filósofo. Hitler se reconoció como el superhombre y el conductor de los pueblos, destinado a imponer su voluntad a su nación. Que semejantes delirios megalómanos se puedan reducir a la enajenación mental del dictador no parece concorde con la verdad. La perversidad de Hitler fue compatible con su cordura mental, y así lo prueban los estudios psiquiátricos sobre el personaje, en los que se afirma que tanta maldad no puede ser obra de un demente. Sólo una mente cuerda y perversa a la vez pudo planear tal estado de cosas, que se pusieron en práctica gracias a la multitud de admiradores y colaboradores que el tirano encontró en Alemania y fuera de Alemania.

El comienzo de su actividad política puede situarse en el año 1919, cuando Hitler conecta con el Partido Alemán de los Trabajadores, al que se le cambió el nombre por el de Partido Nacional Socialista Alemán de los Trabajadores (NSDAP), vulgarmente conocido como partido nazi. Cuando en 1921 fue elegido presidente del mismo, redactó su primer programa: una sola patria para todos los alemanes, recuperación de las colonias perdidas, guerra al parlamentarismo, transformación de la enseñanza, “germanización” de Alemania y control de la religión, por cuanto podía acabar con la unidad de la patria por él concebida.

En la célula del partido de Munich conectó con los ex oficiales Röhm y Göring, con el escritor racista Gottfried Feder y con los estudiantes Alfred Rosenberg y Rudolf Hess. En 1923, a la vista de lo logrado por el líder fascista, quiso probar suerte, y fue entonces cuando proyectó el putsch de la cervecería, para lo que contó con la colaboración del general Ludendorff. Tras su fracaso, fue condenado a la prisión de Landsberg, en la que sólo permanecería unos meses ya que muy pronto fue amnistiado de la condena de cinco años. Durante ese periodo redactó Mein Kampf, libro que fue completado tres años después, y fue entonces cuando concibió la articulación del partido en torno a su persona y fundamentado en las organizaciones paramilitares: las fuerzas de combate (SA), su guardia personal (SS), el servicio de seguridad (SD) y las juventudes hitlerianas (HJ).

El presidente Hindenburg encomendó la cancillería a Hitler el 30 de enero de 1933. Por entonces el líder nazi había conseguido que un grupo de industriales y banqueros financiaran el partido y los gastos electorales, a cambio de renunciar a las propuestas socialistas en su programa. En su sustitución, Hitler propuso un relanzamiento industrial y una política de rearme. Así las cosas, la maquinaria nazi se preparaba desde entonces para desplegar con energía toda la brutalidad del Estado racista totalitario.

No había transcurrido ni un mes desde su nombramiento, cuando los nazis incendiaron el Parlamento de Berlín, de lo que fueron inculpados los anarquistas y los comunistas. Esto sirvió de excusa para suspender las garantías constitucionales y fortalecer su dictadura. En este ambiente es en que hay que juzgar el triunfo electoral de los nazis del mes de marzo. En aquellos comicios consiguieron ocupar 288 escaños frente a los 289 de la oposición (120 socialistas, 88 del Zentrum y 81 comunistas). Y el “triunfo” fue posible porque los 52 diputados nacionalistas de Hugenberg se uncieron al yugo nazi. Y fue ese Parlamento el que aprobó la ley de plenos poderes, disposición con la que se iniciaba formalmente la dictadura de Hitler. En paralelo y por esas mismas fechas se inauguraron los campos de concentración de Dachau y Oranienbur, que muy poco después se convertirían en campos de exterminio.

En J. Goebbels encontró Hitler un eficaz colaborador, y fue a este personaje al que encomendó el Ministerio de Propaganda, que en muy pocos meses dispuso de 14.000 funcionarios. La concepción del Estado nazi no podía ser otra que la de la concentración de poder y de la centralización, por lo que bien pronto suprimió la autonomía de los länder. En la primavera de 1933 los judíos sufrieron un primer boicot, como preludio de mayores calamidades. Días después, se disolvieron las organizaciones obreras y fueron encarcelados sus dirigentes; más tarde los trabajadores fueron encuadrados en el Frente Alemán del Trabajo, el sindicato único y obligatorio, y al igual que en la U.R.S.S. la huelga fue prohibida. En el verano se declaró la ilegalidad del partido socialista, como primer paso de un proceso que culminaría en la proclamación del partido único. Y como remate y coronación de todas estas “reformas”, Hitler proclamó el III Reich en Nüremberg el 30 de agosto, el Imperio que se anunciaba con una vida de doce mil años.

Doce meses después de los fastos de Nüremberg el totalitarismo nazi se fortaleció aún más, al compás de los siguientes acontecimientos. El 30 de junio se produjo la purga más importante en el partido, que ha pasado a la historia como “la noche de los cuchillos largos”. Tal denominación no significa otra cosa que el asesinato de numerosos militares, entre los que cabe mencionar a Von Bedrov y Scheider. La misma suerte corrieron los nazis de las SA (“camisas pardas”) sospechosos de desviacionismo político, entre otros su propio jefe, Röhm, que había jugado un papel decisivo hasta entonces en la conquista del poder de los nazis.

Seguro de su fortaleza, el 1 de julio Hitler anunció su negativa a satisfacer las reparaciones impuestas a Alemania con motivo de la Gran Guerra. Y un hecho más vino a reforzar su posición, pues todo ello coincidió casi en el tiempo con la muerte del presidente Paul Von Hindenburg, lo que aprovechó Hitler para apropiarse también de ese cargo. Su decisión fue ratificada en una farsa plebiscitaria a la que fueron convocados los alemanes. Esto permitía que el ejército (Reichwehr) prestara juramento al Führer y a la vez canciller del Reich, Adolf Hitler.

En pura congruencia con todos estos planteamientos la economía la economía fue sometida también a un proceso de planificación, y a imitación de lo que sucedía en la Rusia de Stalin se proyectaron unos planes, que en la versión nazi fueron cuatrienales. El primero comenzó en 1933 y estuvo dirigido a absorber los 5,5 millones de parados. Las obras públicas y las industrias de armamentos se convirtieron en las principales esponjas. El alistamiento en filas de cuantos no encontraron ocupación acabó con el paro en la Alemania nazi. El segundo de los planes tendía a conseguir la autarquía plena, por lo que se proyectaba sobre los principios de la concentración industrial y el intervensionismo del Estado. Este segundo proyecto vio cortado su desarrollo por el estallido de la guerra. El comercio exterior estuvo férreamente controlado, de manera que se prohibió la importación y se adquirieron las materias primas imprescindibles con marcos bloqueados, esto es, con moneda que a su vez sólo se podía utilizar en la compra de productos alemanes.

Con estos materiales se iba dando remate al Estado proyectado en Mein Kampf, que como es sabido estaba llamado a mostrar al pueblo alemán su destino histórico. Para conseguirlo tenía que liberarse de todas las trabas; dicho destino no era otro que el de la dominación del mundo, una vez conseguida la pureza racial. La raza aria, que según los nazis mantenía su integridad en Alemania, era lógicamente la encargada de semejante misión. Una vez que Hitler se afianzó en el poder y antes del holocausto, esto es, a partir del verano de 1933, las leyes racistas aprobaron la esterilización y el asesinato de los deficientes mentales, se prohibió el matrimonio entre arios y no arios y se creó el Rasse-Heirat Institut (Instituto de Matrimonio Racial), donde no pocas alemanas “puras” se prestaron a ser fecundadas artificialmente. Y el Estado, por fin, se apoderó de la institución natural, la familia, que fue instrumentalizada por el régimen al tratar de someterla a las pautas racistas trazadas por la barbarie nazi.

Para una mejor comprensión de la situación de los católicos en Alemania durante el periodo nazi, conviene remontarse unos años atrás. La Constitución de la República de Weimar había establecido una clara separación entre la Iglesia y el Estado. Desligadas las autoridades alemanas de los grupos luteranos, la diplomacia de la Santa Sede pudo llegar a conseguir determinados acuerdos paralelos en algunas regiones de Alemania. Así, en 1924 se firmó un Concordato con Baviera, según el cual en esta zona se toleraba la práctica de la religión católica y, en contrapartida, los nombramientos de los nuevos obispos debían ser presentados al gobierno por si en alguno de los candidatos propuestos recaía algún impedimento político a juicio de las autoridades alemanas. Mayores dificultades encontró el nuncio Pacelli hasta lograr la firma del Concordato con Prusia en 1929. La Liga Evangélica promovió una intensa campaña para impedirlo y llegó a recoger hasta 3 millones de firmas contra el Concordato, que a pesar de todo pudo ser ratificado el 13 de agosto de 1929.

El ascenso de los nazis al poder provocó la inmediata protesta de los obispos alemanes contra el programa del nacionalsocialismo. Ante la crispación surgida entre los católicos alemanes, los nuevos gobernantes trataron de pacificar los ánimos, con el fin de ganar un tiempo que les era necesario hasta que se consolidasen en el poder. Poco después del nombramiento de Adolf Hitler como canciller, el vicecanciller Franz von Papen iniciaba los contactos con el secretario de Estado, Eugenio Pacelli. Se llegó con rapidez a la conclusión de las conversaciones, lo que permitió firmar un Concordato (20 de julio de 1933). Había que remontarse hasta el año 1448 para encontrar un convenio de validez unitaria para toda Alemania. Según el acuerdo, el Estado alemán permitía el ejercicio público de la religión católica, se reconocía a la Iglesia independencia para dirigir y administrar los asuntos de su competencia, se garantizaba a la Santa Sede la comunicación con sus obispos y se le reconocía libertad en el nombramiento de cargos eclesiásticos, se daba entrada a la enseñanza de la religión en la escuela primaria y se autorizaba a la Iglesia para establecer facultades de Teología en todas las universidades alemanas. Por su parte, el Estado podría ejercer el veto sobre el nombramiento de obispos por motivos políticos y los obispos ya electos debían prestar juramento de fidelidad al Führer; además, ningún clérigo podría pertenecer a partidos políticos. Al término de la Segunda Guerra Mundial, la República Federal aceptó el Concordato de 1933 sin apenas variarlo.

No ha faltado quien en la interpretación de estos acuerdos ha querido ver una aprobación encubierta del nacionalsocialismo por parte de la Santa Sede, conclusión a la que sólo es posible llegar desfigurando los hechos. Conviene recordar que fue el gobierno alemán quién tomó la iniciativa; por lo tanto, y como manifestara públicamente el propio Pío XI, de haberse negado a conversar hubiese recaído sobre la Santa Sede la responsabilidad de abandonar a los católicos alemanes, pues al menos con las bases del Concordato, si bien era conocida la ideología nazi, todavía no se había desarrollado su programa y por lo tanto no se podían conocer ni por aproximación las verdaderas dimensiones de la barbarie que se avecinaba. Por el contrario, quienes sí las conocían, años más tarde, fueron los dirigentes de Francia y Gran Bretaña, y a pesar de ello pactaron en Munich con los nazis en 1938. Ya por entonces hacía tiempo que el Papa había condenado el nazismo, por su ideología pagana y anticristiana, mediante la encíclica Mit brennender Sorge (14 de marzo de 1937).

Al igual que en el caso de Mussolini, la causa por la que Hitler tomó la iniciativa para redactar un Concordato con la Santa Sede fue su deseo de incrementar su prestigio internacional; más todavía si se considera que anteriormente la República de Weimar no había conseguido firmar un Concordato unitario, por lo que fue preciso llegar a acuerdos regionales. Y es que los esfuerzos del pontífice anterior, Benedicto XV, reclamando una paz justa durante la Primera Guerra Mundial, habían añadido al pontificado un enorme prestigio en los ámbitos internacionales, que todos estaban dispuestos a lucrar en beneficio propio. Precisamente, esta situación de prestigio contribuyó, sin duda, a que se pudiera firmar una larga serie de acuerdos bilaterales durante este pontificado hasta un total de 23. Hitler fue el penúltimo en conseguirlo, pues antes que Alemania Pío XI había firmado ya 21 convenios, tratados o concordatos con otros Estados diferentes.

La reacción de la Santa Sede frente a los nazis fue inmediata y continua, pues entre 1933 y 1939 por medio del nuncio Pacelli, y apoyándose en el Concordato, envió a Berlín 55 notas oficiales de protesta. De nada sirvieron, sino para que arreciara la persecución contra los obispos y los católicos alemanes. Pío XI, mediante la encíclica Mit brennender Sorge condenó por anticristianos los planteamientos ideológicos del régimen, por divinizar con culto idolátrico, la raza, el pueblo, el Estado y los representantes del poder estatal. En ese documento, también se especificaban los acuerdos pactados en el Concordato y se denunciaba a los dirigentes del III Reich por sus reiteradas violaciones, calificadas en el encíclica de maquinaciones que ya desde el principio no se propusieron otro fin que una lucha hasta el aniquilamiento. En la encíclica se condenaba igualmente el panteísmo, la falta de libertad religiosa, las desviaciones morales intrínsecas a la ideología nacionalsocialista y la brutalidad con que eran arrollados los derechos en la educación de los niños y los jóvenes.

La Mit brennender Sorge era, a la vez, respuesta y aliento para los obispos alemanes, que en la reunión episcopal de Fulda (18 de agosto de 1936) habían solicitado de Pío XI la publicación de una encíclica que encarase los acontecimientos que se venían sucediendo en Alemania. Entre los obispos más combativos hay que destacar al arzobispo de Münster, el cardenal Clement August von Galen; al arzobispo de Berlín, monseñor Konrad von Preysing, y al cardenal arzobispo de Munich, Michael von Faulhaber. El secretario de Estado pidió al cardenal Faulhaber un primer borrador, que completó el propio Pacelli, endureciendo el tono de las condenas contra el nacionalsocialismo. Con este material trabajó Pío XI durante los primeros días de marzo; era la primera vez que se publicaba una encíclica en Alemán. Fue fechada el día 14 de marzo y distribuida clandestinamente en Alemania. De este modo, el Domingo de Ramos (21 de marzo de 1937) se pudo leer en todas las iglesias católicas de Alemania.

La reacción por parte de los nazis no se hizo esperar; en las semanas siguientes fueron encarcelados más de mil católicos, entre ellos numerosos sacerdotes y monjas y, en 1938, fueron deportados a Dachau 304 sacerdotes. También fueron disueltas las organizaciones juveniles católicas y, en 1939, se prohibió la enseñanza religiosa. Ante todos estos atropellos, Pío XI adoptó una postura firmísima, de modo que durante la visita de Hitler a Roma (3 al 9 de mayo de 1938) el Papa se recluyó en Castelgandolfo, se cerraron los museos del Vaticano, L´ Osservatore Romano ignoró la presencia del Führer y el nuncio no acudió a ninguna de sus recepciones. Por si todo eso no era lo suficientemente claro, en directa referencia a las grandes cruces gamadas que engalanaban las calles de Roma, Pío XI en una audiencia con recién casados, pronunció las siguientes palabras el 4 de mayo: Ocurren cosas muy tristes, y entre éstas la de que no se estime inoportuno izar en Roma el día de la Santa Cruz, una cruz que no es la de Cristo.

Al no ser la sutileza la característica más destacada del estilo literario de Hitler, no resulta demasiado complicado descifrar los mensajes de Mein kampf. Hitler se proponía congregar a todos los alemanes, para lo que creyó necesario encontrar el “espacio vital” en el que asentarse. Tal objetivo sólo era la primera parte de un proyecto, que se remataba con la conquista del mundo. Y tan evidente como el empeño que Hitler ponía en la consecución de sus propósitos, era que dichos objetivos no podrían llevarse a cabo sin perturbar el orden internacional. La colaboración de Stalin y la debilidad de las democracias occidentales facilitaron los planes del Führer, en la creación de la Grosse Deutchsland, la Gran Alemania, en 1939, tras la anexión de Austria, Checoslovaquia y Polonia. La expansión se llevó a cabo en sucesivas etapas o golpes de fuerza, a partir de 1935. El empuje nazi sólo pudo ser frenado por el estallido de un nuevo conflicto mundial.

Asentado en Alemania el régimen totalitario, las apariencias parecían indicar, en el verano de 1933, que Hitler se aproximaba a los planteamientos internacionales aceptados por Gran Bretaña, Francia e Italia. Al amparo de la carta de la Sociedad de Naciones, los cuatro ratificaron el pacto de Locarno y los acuerdos Briand-Kellog. Pero el buen entendimiento además de su escasa credibilidad fue muy efímero, pues en el mes de octubre de ese mismo año Alemania se retiró de la Conferencia de Desarme y de la Sociedad de Naciones. Bien pudo considerarse este gesto como todo un síntoma agresivo de la expansión nazi por el resto de Europa.

Por otra parte, la firma del pacto de no agresión germano-polaco, en enero de 1934, provocó el reforzamiento de relaciones de Francia con Yugoslavia y Checoslovaquia, además de aproximarse a la U.R.S.S., nación que ingresaría en la Sociedad de Naciones gracias al apoyo francés. Y en marzo de ese mismo año, Mussolini formaba un bloque danubiano, al firmar los Protocolos Romanos, junto con Austria y Hungría, con el fin de defender sus intereses en el centro de Europa, tanto frente a la pequeña entente (Rumanía, Checoslovaquia y Yugoslavia), apoyada por Francia, como frente a Hitler. Estos movimientos desataron la carrera armamentística en todos los países, lo que a Hitler le sirvió para justificar su política económica de rearme.

La primera intentona, y fallida a la vez, se produjo en julio de 1934, al ordenar Hitler el asesinato del canciller austriaco Engelbert Dolffus, para provocar el Anschluss. La actitud de Mussolini, al montar guardia en el Brennero, impidió el despliegue del ejército nazi. Por lo tanto, el primer triunfo anexionista no lo obtuvo Hitler hasta los primeros días de 1935. El Sarre, administrada hasta entonces por la Sociedad de Naciones, celebró un plebiscito para decidir su incorporación a Francia o a Alemania. El 90 % de los votantes quiso unir su suerte a la de Hitler. Animado por la reincorporación del Sarre, Hitler anunció la creación de una poderosa Luftwaffe. Francia respondió de inmediato y amplió a dos años el periodo del servicio militar. La decisión del gobierno francés fue utilizada por Hitler como excusa para repudiar formalmente los acuerdos de Versalles.

Tras la tensión provocada por los acontecimientos del Sarre, se produjo un momento de calma, en el que hasta se puede vislumbrar un cierto clima de distensión en las relaciones internacionales. En el mes de abril de 1935 Italia, Gran Bretaña y Francia se comprometieron en la Conferencia de Stressa a garantizar la independencia de Austria. Este acuerdo se vio reforzado, un mes después, por el pacto franco-ruso, y supuso un freno a la expansión nazi, si bien muy débil, y produjo efectos de distensión en el ámbito internacional. Tanto fue así, que en el mes de julio Gran Bretaña y Alemania firmaron un acuerdo por el que Alemania se comprometía a que su flota no superaría el tercio del tonelaje de la Royal Navy. Sin duda que la imprudencia política de los ingleses, al no consultar siquiera con sus aliados naturales las conversaciones mantenidas con Alemania, no favorecieron en absoluto al clima de concordia tan necesaria entre ellos para frenar el empuje nazi.

Bien pronto sobrevino una demostración de fuerza. El 7 de marzo de 1936 Hitler dispuso la remilitarización de Renania. Por la vía de los hechos, en esta ocasión, Hitler se enfrentaba resueltamente a los acuerdos tomados en Versalles, sobre la limitación del armamento alemán. A la vez, su política expansiva ofrecía una prueba más de la consideración que le merecían a Hitler los acuerdos internacionales. Y contra lo que hubiera sido más previsible, es decir, una respuesta enérgica de las potencias democráticas frente a los planes nazis, Francia e Inglaterra permanecieron pasivas, por temor “a provocar una guerra”. Tal estrategia de cesión de los pasivos fue interpretada como un reconocimiento del fuerte, situación que facilitó un acercamiento diplomático hacia Alemania de Bélgica, Polonia y sobre todo de Italia.

Las sombras de apariencia de buena voluntad se disipan totalmente en 1938, año en que la diplomacia europea se rinde ante las pretensiones de Hitler. Concretamente el 12 de febrero el Führer se entrevistó en Berchtesgaden con el canciller austriaco Kurt Von Schuschinigg. En dicha reunión el gobernante austriaco cedió ante las pretensiones de Hitler, para que nombrase al jefe del partido nazi austriaco, Seyss-Inquart, ministro del Interior de su país. De regreso a Viena trató de incumplir lo que había prometido forzado por las exigencias del dictador, por lo que buscó respaldos internacionales en apoyo de su decisión. Los resultados de esta tentativa fueron desalentadores, pues tanto Italia -como era lógico -como Inglaterra y Francia- lo que ya no era tan comprensible- le abandonaron en su intento de plantar cara al tirano nazi. Ante esta situación, el canciller austriaco convocó a principios de marzo un referéndum, para que sus connacionales decidieran su destino. Los nazis se adueñaron de la calle y forzaron al presidente de Austria, Miklas, para que nombrase canciller a Seyss-Inquart. El nombramiento se realizó el 11 de marzo, y al día siguiente el nuevo canciller proclamó el Anschluss y solicitó a Hitler el envío de tropas alemanas. Pocos días después, Hitler entraba en Viena, y Schuschinigg era enviado a Dachau. Después de estos acontecimientos, se celebró el referéndum: el 99 % aprobó la anexión. Los invasores se dieron al pillaje y los profesores universitarios fueron obligados a limpiar las calles con las manos desnudas, una forma de “reeducación”, que más tarde imitaría Mao Tse-tung en la China de los años sesenta. Italia, Francia y Gran Bretaña reconocieron la anexión muy pocos días después.

Justo por estas fechas, una región situada al oeste de Bohemia, los Sudetes, comenzó a vivir un periodo de crispación social y política jalonada de serios conflictos. Vivían en los Sudetes 3,5 millones de habitantes, que hablaban alemán. Esta población, perteneciente a Checoslovaquia, había sido discriminada por el nacionalismo checo. Y esta fue la ocasión que Hitler aprovechó para presentarse como redentor de un nacionalismo oprimido. A mediados de septiembre, el Führer volvió a ofrecer la “hospitalidad” de su villa montañesa de Berchtesgaden al premier británico Chamberlain, quien convencido de la “moderación” de Hitler, pues sólo pretendía aplicar el principio de las nacionalidades sobre los Sudetes, se ofreció incluso para convencer a Deladier. Sus buenos servicios eran innecesarios con Mussolini, que ya estaba convencido. Las presiones de Francia y Gran Bretaña sobre las autoridades checas, para que cedieran a los deseos de Hitler, provocaron la dimisión del gobierno de Hodza. Hitler y Chamberlain volvieron a reunirse, esta vez en Godesberg. Y aunque el político inglés comprendió con claridad que Hitler quería algo más que los territorios de mayoría alemana, fue incapaz de frenar sus pretensiones anexionistas.

Así las cosas, el día 29 se reunieron los jefes de gobierno de Alemania, Italia, Francia, Gran Bretaña en Munich. Allí reconocieron y aprobaron la incorporación de los Sudetes al territorio nazi. A dicha reunión no fue convocada la parte más interesada, Checoslovaquia, que fue en definitiva la más perjudicada, pues la anexión le privaba de un tercio de su población y de su superficie. El 14 de marzo de 1939 las tropas nazis invadieron el territorio que aún le quedaba a Checoslovaquia, que pasó a denominarse protectorado de Bohemia-Moravia. El golpe sacudió a las potencias que decidieron abandonar su pacifismo, al comprender que su supervivencia dependía de su capacidad para frenar el expansionismo nazi. Y vieron con nitidez que esa capacidad por entonces era imposible demostrarla en una mesa de negociaciones.

Así pues, Checoslovaquia proclamó que una nueva provocación de los nazis desencadenaría la guerra, por lo que tanto ingleses como franceses incrementaron sus arsenales de armas. Dantzig, ciudad libre desde 1919, tenía una población de 300.000 habitantes, y junto con el corredor que Polonia tenía libre para acceder al Báltico dividía el territorio alemán. Las peticiones de Hitler fueron en aumento: primero, la unión de los territorios alemanes, después la unión y un “corredor” dentro del corredor, más tarde el corredor... Las autoridades polacas, apoyadas por Francia y Gran Bretaña, y según también creían también por la U.R.S.S., se negaron a atender los deseos del Führer.

Muchos años después se ha sabido que en la noche del 23 al 24 de agosto, nazis y comunistas celebraron una peculiar fiesta en el Kremlin, que la historia académica ha denominado “pacto de no agresión”. Hoy ya sabemos más. Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores del Reich, viajó a Moscú, desde donde informó: Me sentía como si hubiera estado entre los viejos camaradas del partido. Stalin, al brindar, afirmó que sabía cuanto amaba a su Führer el pueblo alemán. Se dijo que el pacto Antikomintern estaba dirigido sencillamente a impresionar a los tenderos británicos. Stalin se mostró encantado, al descubrir las disposiciones de los nazis,. El 28 de septiembre otro nuevo pacto, denominado Tratado germano-soviético de Fronteras y Amistad, fijaba el reparto no sólo de Polonia, sino también de Europa Oriental. Los dos cómplices habían llegado a un acuerdo: eran dos mundos con los mismos métodos, y lo que es más importante, con la misma moral. El 1 de septiembre los nazis invadieron Polonia, y el día 17 hicieron otro tanto los comunistas. Había comenzado la Segunda Guerra Mundial.

LA TENSIÓN INTERNACIONAL Y EL DESMORONAMIENTO DEL SISTEMA DE VERSALLES

En el campo de las relaciones internacionales el nacimiento de la Sociedad de Naciones constituye un ensayo imaginativo de orden mundial, ya que la Primera Guerra Mundial había demostrado que los sistemas reguladores anteriores, el de Congresos propuesto en Viena en 1815, luego el de bloques inspirado por Bismarck, no habían puesto fin al enfrentamiento armado entre las naciones. Con la perfección técnica de las armas acuciaba encontrar un sistema arbitral. Algún diplomático pensó en el regreso al sistema de la Santa Alianza, el orden internacional regulado por las grandes potencias, pero su ideología reaccionaria resultaba inaplicable en un siglo de democracia. La necesidad de una institución multinacional que salvaguardase la paz es anterior al estallido de la contienda; el discurso de Theodore Roosevelt al Comité Nobel en 1910 prueba que se había difundido la conciencia de que la felicidad del género humano se encontraba en peligro si no se hallaba un método adecuado para alejar la guerra; el trabajo de Norman Angell La gran ilusión causó impacto, especialmente en medios militares. Pero la guerra del 14, con sus inevitables apelaciones a la defensa de la patria, sofocó inicialmente cualquier sentimiento pacifista o ecumenista, aunque durante el primer invierno de la contienda puede vislumbrarse en la prensa un cierto cansancio por lo que se preveía un conflicto de larga duración. La crisis de 1917 intensificó los deseos de paz; en el verano de este año Benedicto XV dirige un mensaje a todas las potencias beligerantes invitándolas a que procuren el armisticio y posteriormente procedan a la reducción simultánea de sus fuerzas armadas. Más influjo ejercen las varias propuestas de Wilson sobre el establecimiento de una Sociedad de Naciones, formuladas a partir de su entrada en la guerra en el mes de abril de 1917, con lo que la paz no se reducía ya a sueño de neutrales sino que era fórmula invocada por el más poderoso de los contendientes. Al firmarse el armisticio la aspiración vaga de que fuera el de la última guerra cobró fuerza; en esa atmósfera, el general Smuts escribe que el sacrificio de los pueblos no tenía otro sentido que la vaga esperanza de un mundo mejor y más justo. Los escritos de ese tono demostraban que habían calado en la opinión las propuestas realizadas a lo largo del año 1918 por el presidente norteamericano. Wilson presenta al Congreso el 8 de enero sus 14 puntos; en los cuatro primeros alude a la conveniencia de una Sociedad de Naciones, en el último la propuesta se formula de manera explícita: Una asociación general de naciones debe formarse bajo tratados especiales con objeto de suministrar garantías mutuas de independencia política e integridad territorial a los Estados grandes y pequeños de la misma manera. La respuesta popular norteamericana fue de solidaridad con su dirigente, como consigna al día siguiente el New York Tribune: Hoy, como nunca anteriormente, la nación marcha con el presidente. Faltaba, empero, concretar una propuesta tan general en algunos puntos; es lo que afrontó el famoso escrito del general Smuts, La Liga de Naciones: una sugerencia práctica, que supo unir el idealismo de la nueva era, la expectación con que se contemplaba por civiles y militares y el sentido práctico que exigían los diplomáticos. Smuts concibe la Sociedad no sólo como un medio posible de prevenir guerras futuras, sino aún más como un gran órgano de la vida pacífica de la civilización, como el cimiento de un nuevo sistema internacional que será erigido sobre las ruinas de esta guerra. Este planteamiento superaba el diseño de la futura Sociedad elaborado por los Comités Phillimore y Bourgeois, formados por diplomáticos, juristas e historiadores, que tan sólo se habían preocupado de la prevención de la guerra. Tomando como base de trabajo los 14 puntos de Wilson, que nominalmente encabeza el presidente norteamericano, comienza a redactar el articulado del pacto en febrero de 1919, mientras se discutían las restantes cuestiones de los tratados de paz. En el Comité figuraba el francés Bourgeois, protagonista de las conferencias de La Haya y luchador infatigable en pro de un nuevo espíritu internacional, el italiano Orlando, el japonés Makino, el serbio Vesnic; tras la protesta de éste por el escaso papel de las pequeñas naciones, se integraron el griego Venizelos y otros.

El Pacto de la Sociedad de Naciones se propone el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales. Los siete primeros artículos atienden la estructura constitucional del nuevo sistema. Según el artículo 1º. son miembros los 32 Estados aliados que firmaron el Tratado de Versalles y otros 13 neutrales; los nuevos requerirían mayoría de dos tercios; cualquier miembro podría retirarse notificándolo con dos años de antelación. Los artículos 8º y 9º tratan del desarme, el nivel de armamentos se situaría en el nivel más bajo posible y se limitaría su fabricación por entidades privadas. Aunque no se prohíbe estrictamente el recurso a la guerra, todos los Estados miembros se comprometen a agotar primero todos los procedimientos pacíficos de solución de los conflictos (artículos 21 y siguientes). El artículo 22 instituye el sistema de mandatos, que transfirió la responsabilidad de la administración de Irak, Transjordania, Siria y Palestina, liberados del Imperio Turco, a potencias europeas (Inglaterra y Francia), las cuales asumirían una tarea civilizadora, si bien en la letra de los pactos no se explicitaba el papel de la potencia mandataria. Dos artículos ofrecen una especial dificultad interpretativa: el 10, que intenta definir la agresión, y el 16, que establece sanciones económicas y militares contra el Estado agresor. Según el artículo 10, los miembros de la Sociedad se comprometen a mantener la integridad territorial y la independencia política contra cualquier agresión exterior. Para el presidente Wilson era la pieza clave del pacto; en cambio, el británico Cecil consideraba tangible la integridad territorial cuando así se hubiera acordado en un tratado, y sólo con reticencias aceptó la formulación que proponía Estados Unidos y apoyaba Francia. El artículo 16 constituye la esencia del pacto, pero prueba de la casuística que provocó son los intentos de revisión a partir de 1925:

1. Si un miembro de la Sociedad recurre a la guerra... se considerará ipso facto como si hubiese cometido un acto de guerra contra todos los demás miembros de la Sociedad. Éstos se comprometen a romper inmediatamente toda relación comercial o financiera con él, a prohibir toda relación de sus respectivos nacionales con los del Estado que haya quebrantado el Pacto y a hacer que cesen todas las comunicaciones financieras, comerciales o personales entre los nacionales de dicho Estado y los de cualquier otro Estado, sea o no Miembro de la Sociedad.

2. En este caso el Consejo tendrá el deber de recomendar a los diversos Gobiernos interesados de los efectivos militares, navales o aéreos con que los Miembros de la Sociedad han de contribuir, respectivamente, a las fuerzas armadas destinadas a hacer respetar los compromisos de la Sociedad.

Como vemos, la palabra sanciones no se utiliza, aunque luego los diplomáticos evitaran las frases eufemísticas y se hable de sanciones económicas, militares, etc. En los planes de formación de la Sociedad se juzgaba imprescindible la previsión de medidas coercitivas, pero posteriormente se consideró un error la imposición a los miembros de la utilización de su poder económico o militar para poner fin a una guerra ilegal. Por otra parte, ante la retirada de los Estados Unidos de la Sociedad quedó la flota británica como el único instrumento de actuación contra los agresores, y Londres pronto demostró que no le agradaba el papel.

A pesar de que era propósito de los fundadores atender todas las funciones de una comunidad de Estados, hubo propuestas no aprobadas, entre ellas la formación de una fuerza internacional o alguna forma de organización militar de la Sociedad, cuyo principal valedor era Francia, temerosa siempre de un nuevo ataque alemán por el Rhin. Aunque Clemenceau y Bourgeois presionaron por la constitución de un Estado Mayor conjunto, la propuesta no salió adelante. El rechazo de quien por su prestigio tendría que ser el generalísimo de la Sociedad, el mariscal francés Foch, hostil a la idea de la Sociedad, fue determinante para frustrar el proyecto. Más sorprendente resulta que se rechazara la propuesta japonesa de igualdad de todos los Estados, pero tras ella se agazapaba la intención de suprimir las trabas que Estados Unidos, Australia y Nueva Zelanda habían implantado para frenar la integración nipona, de ahí la negativa.

Inicialmente, las reuniones se celebraron en Londres, finalmente Ginebra se convierte en sede. La estructura orgánica se monta a través de los siguientes organismos: Asamblea General de todos los Estados miembros, que se reúnen anualmente; Consejo de nueve miembros, más tarde de trece, de las cuales cinco son permanentes, a la manera de un directorio similar al establecido en el Congreso de Viena de 1815; Secretaría, que actúa de coordinador; Tribunal Internacional de Justicia, con sede en La Haya; y Oficina Internacional del Trabajo (OIT.), con personalidad jurídica independiente, encargada de defender los intereses de los trabajadores por medio de convenios internacionales.

El funcionamiento dependía de la Secretaría, a cuyo frente se colocó el británico sir Eric Drumond, que formó un equipo internacional, con diversas secciones: la de Finanzas, dirigida por el inglés Salter; la Jurídica por el holandés Van Hamel; la Política, por el notable historiador francés Paul Mantoux. En definitiva, la Sociedad convocó en un esfuerzo común a personalidades procedentes de diferentes naciones, muchos de ellos especialistas eminentes en diversos campos.

Aunque se proponía ser una organización universal, su primera limitación fue su falta de universalidad, y aunque el inspirador había sido el presidente norteamericano, su primera ausencia trascendente fue la de Estados Unidos. Los aliados se opusieron al ingreso de Alemania hasta 1926, y la U.R.S.S. no fue admitida hasta 1934. La cadena de agresiones-sanciones en los años 30 produjo la retirada de sucesivas potencias: Alemania y Japón en 1933, Italia en 1937. La U.R.S.S. fue expulsada por su ataque a Finlandia en 1939. efectivamente, nunca fue universal, ni consiguió evitar las anexiones y tendencias expansivas de los Estados totalitarios. Ni, sobre todo, pudo impedir la nueva conflagración mundial de 1939. Pero su balance no es negativo. No se limitó a ser la “Santa Alianza de vencedores”, como la motejaron sus críticos. Solucionó algunos problemas internacionales con la aplicación de los mecanismos arbitrales de su articulado, constituyó una experiencia en la búsqueda de un nuevo orden mundial y algunas de sus instituciones han subsistido en la ONU de la segunda posguerra.

Versalles no soluciona taumatúrgicamente los complejos problemas que la guerra ha dejado como herencia en el campo de las relaciones entre los Estados, antes bien, el nuevo mapa europeo dibujado en el Tratado provoca tensiones nuevas y la necesidad de reajustes que requieren tiempo. En conjunto las relaciones internacionales del periodo de entreguerras pasan por cuatro fases: 1ª. Tensiones derivadas de la aplicación de las cláusulas del Tratado (1919-1925). 2ª. Años de concordia, con la incorporación de Alemania a la vida internacional; a partir del tratado de Locarno Briand y Stresemann intentan conducir las naciones con programas de renuncia a la guerra (1925- 1929). 3ª. La crisis económica deteriora la solidaridad y resurgen los recelos (1929-1933). 4ª. Tensiones de los años 30 provocadas por la palingénesis de los nacionalismos y la política exterior agresiva de los Estados fascistas (1933-1939); los bruscos cambios de alianzas han sido denominados por el historiador español Jesús Pabón “virajes hacia la guerra” (ver el siguiente epígR.A.F.e). Examinaremos ahora la primera fase.

Dos problemas ocuparon preferentemente la atención de los estadistas: el económico, con la contabilidad de las indemnizaciones y las deudas, y el demográfico, al quedar incluidas minorías étnicas en el seno de los Estados del mapa de Versalles; p. e., alrededor del 30 % de los ciudadanos en Polonia y Checoslovaquia. Catorce Estados nuevos tuvieron que comprometerse, ante instancias de la Sociedad de Naciones, a respetar la lengua, religión, escuelas y tradiciones de los pueblos minoritarios que habían quedado integrados en sus solares nacionales, pero a pesar de las promesas menudearon los incidentes, existían temas tabúes -para Gran Bretaña el de Irlanda-, en los que no se admitía ninguna injerencia internacional, e incluso se procedió a intercambios de población, como entre Grecia y Turquía en 1923. Veremos que el argumento étnico se convierte en la base del expansionismo de los años 30.

A pesar de la filosofía ecuménica que inspira el nacimiento de la Sociedad ginebrina, las tendencias nacionales continuaron impulsando los vectores de comunicación entre los Estados. En la Alemania de Weimar predomina la política de resistencia ante Francia, aunque la necesidad de capitales para la reconstrucción hizo virar las relaciones bilaterales hacia posiciones de entendimiento. En Francia subsiste el temor al peligro alemán y la convicción de que la resurrección de su poderío constituiría una amenaza terrible, mas a partir de 1921 surgió al lado de la posición revanchista encarnada por Poincaré la conciliatoria de Arístides Briand, a la que en 1928 se sumó sorprendentemente aquél. Gran Bretaña comprende que su seguridad depende del equilibrio continental y mira con suspicacia las ambiciones “napoleónicas” de Francia, su política de hundimiento germano, su liderazgo sobre las jóvenes naciones centroeuropeas; a partir de 1925 Chamberlain cree encontrar el sentido de la política inglesa en el ofrecimiento de garantías a un tiempo a Francia y Alemania. Italia, pilotada en los años veinte por Mussolini, sueña con convertir el Mediterráneo en un mar italiano, como en tiempos de la antigua Roma. Fuera de Europa los Estados Unidos se enclaustran en su aislacionismo, mientras en Japón se desatan las tendencias expansionistas a costa de China e incluso de las colonias de las potencias occidentales (según consigna el libro de Kita Ikki Las bases de la reconstrucción del Japón, 1919), aunque los grandes trust, Mitsui y Mitsubishi preferirían una política más cauta, que promoviera las relaciones comerciales pacíficas. A pesar del texto solemne de la Sociedad de Naciones, no es fácil encontrar puntos comunes en la política de los grandes: deseo de equilibrio en Londres, revanchismo en París, angustia en Berlín, apetitos imperialistas en Roma y Tokio, desentendimiento de Washington.

Otros dos problemas fundamentales han de solventarse en Europa al iniciarse la década de los veinte: el alemán y el ruso. Aparte de la cuestión de las reparaciones, el problema alemán ofrece un capítulo territorial; Berlín no reconoce de iure las fronteras impuestas en Versalles, especialmente la pérdida del pasillo de Dantzig que aísla por tierra las regiones de la Prusia oriental, ni el control franco de algunas comarcas occidentales del Rhin. La zona desmilitarizada entre Francia y Alemania no dejó de suscitar tensiones. En marzo de 1920 un ultra nacionalista, Kapp, promovió una huelga general en el Ruhr; para reprimirla el gobierno alemán necesitaba la autorización de los aliados, pero París se opuso a cualquier movimiento de fuerzas armadas hacia el oeste, a pesar de lo cual Berlín envió tropas. Los franceses, de acuerdo con los belgas, ocuparon las ciudades de Francfort-sur-le-Main, Darmstad y Duisburgo, y sólo una conferencia internacional en San Remo y la presión de Londres les obligó a evacuarlas. Con la convicción de que tal ocupación había aislado internacionalmente a Francia, Briand efectuó algunos gestos de moderación, pero, sin el apoyo del presidente Millerand, dimite y en 1922 Poincaré regresa a la política de ejecución estricta de las cláusulas de Versalles, lo que ataba al gobierno de Berlín ante cualquier problema en sus regiones del Oeste. Tras el fracaso de una conferencia en Ginebra en la primavera de 1922, se produce la primera aproximación de los regímenes alemán y ruso, signada con la entrevista entre Rathenau y Thitchérine. Se anticipa la situación de 1939. Este entendimiento provoca la alarma de París y Poincaré decide la ocupación de los centros económicos de su peligroso vecino para obligarle a pagar las deudas de guerra.

La ocupación del Ruhr en enero de 1923 señala uno de los momentos críticos de la Europa de entreguerras. Se trataba de una decisión grave; se suponía la oposición de Inglaterra y quizá la resistencia armada de Alemania; el mariscal Foch la consideraba una aventura insensata; no obstante, Poincaré cedió a las presiones del círculo presidencial. De los grupos políticos franceses sólo el ultraderechista Action Française solicitaba una medida tan enérgica; la derecha aprobó la intervención armada después de realizada, y la izquierda -socialistas y un sector de los radicales- se oponía a ella; los grupos de negocios, y en concreto la metalurgia francesa, que tenía un competidor en los complejos siderúrgicos del Ruhr, no adoptaron una postura unánime. De ahí que concluya Renovin: La ocupación del Ruhr no fue determinada, en consecuencia, por la presión de los hombres de negocios, ni por el estado de ánimo de la opinión; fue fruto de la deliberación política, que no tuvo en cuenta el consejo de los economistas. Los alemanes decidieron la resistencia pasiva, paralizando minas y ferrocarriles. Las finanzas de Berlín se convirtieron en caja de resistencia al subvencionar a los obreros en huelga. Para Alemania constituyó una sangría insostenible. Empero, desde el punto de vista internacional, también lo era la posición del gobierno francés; tras muchos titubeos, en agosto, es decir, con ocho meses de retraso, el gobierno inglés declaró que la intervención era contraria a las disposiciones del tratado de Versalles. El despliegue de poder del ejército galo ofrecía ribetes pírricos; la Alemania hundida no se encontraba en condiciones de saldar sus deudas de guerra y la disminuida producción del Ruhr no significaba suficiente compensación. A finales de 1923 Poincaré cambia de política y acepta la postura inglesa de respeto a la integridad de Alemania; en este giro influye la nueva política germana de Stresemann -que postula la aproximación entre los dos vecinos-, la presión de Londres, el hundimiento del franco y las condiciones políticas que impone la banca norteamericana Morgan para conceder créditos a Francia.

A lo largo del año 1924 crece el convencimiento de que es necesario implantar un nuevo orden internacional, en el que Alemania encuentre su lugar; el gobierno Herriot en Francia y el triunfo laborista en Gran Bretaña posibilitan la búsqueda de instrumentos no revanchistas o coactivos.

Por otra parte comienza a atenuarse la cuarentena hacia la U.R.S.S., juzgada régimen aberrante -Foch consideraba que Polonia y Rumanía constituían un cordón sanitario-. Primero Gran Bretaña, y en 1924 Italia y Francia, reconocen diplomáticamente la República de los soviets; esta integración paulatina no culmina hasta 1934, cuando la U.R.S.S. ingresa como miembro en la Sociedad de Naciones.

En febrero de 1925 Stresemann comunica que Alemania está dispuesta a firmar un tratado en el que se garantice el respeto a las fronteras dibujadas en Versalles; se trata de un giro radical, puesto que hasta ese momento la repulsa del tratado había constituido un clamor nacional. Entre otras cosas suponía la aceptación de la zona desmilitarizada y de la integración de Alsacia-Lorena en el territorio nacional de Francia; pero ésta reclamaba la aceptación íntegra del tratado, con sus cláusulas económicas y morales, y la inclusión del reconocimiento de las fronteras orientales con Polonia y Checoslovaquia. Los alemanes consiguieron finalmente la promesa de que las fronteras del este no se garantizarían con respaldo francés sino simplemente mediante acuerdos bilaterales, y el 5 de octubre se reúnen en Locarno los representantes de Francia, Alemania, Gran Bretaña, Italia y Bélgica. El tratado de Locarno, que lleva fecha de 16 de octubre, confirma el statu quo de Renania; se respetan por Alemania, Francia y Bélgica, con garantía de Inglaterra e Italia, las fronteras fijadas en Versalles y la zona desmilitarizada, y al mismo tiempo se promete la revisión de las deudas y la plena incorporación de Alemania a los organismos internacionales. Para Alemania suponía que no se requería una nueva ocupación del Ruhr; para Francia el respaldo británico en caso de una resurrección del militarismo germano. Al no ser incluidas las fronteras del este, Francia firmó tratados de garantía con Checoslovaquia y Polonia, pero quedaban al margen del nuevo orden; “no hubo un Locarno oriental”, se ha dicho más de una vez; en los años 30 la política expansiva de Hitler probaría la gravedad de esta imprevisión.

Desde finales del S. XIX Francia había frenado la presión alemana con la alianza rusa, pero la situación creada por la revolución bolchevique le inclinó a sustituirla por un entramado de alianzas en la Europa central. Por iniciativa yugoslava se había constituido en 1920 la Pequeña Entente (Yugoslavia, Rumanía, Checoslovaquia), formada por los países satisfechos de los tratados y que en consecuencia se opondrían a cualquier posición revisionista de Berlín. Después de Locarno, Francia intentó suscitar la alianza de sus dos protegidos, Polonia y Checoslovaquia, pero fracasó ante el problema de Teschen, reivindicado por las dos naciones. Un objetivo galo es, por tanto, el bloque de alianzas en Europa central bajo patronazgo francés; otro el fortalecimiento de la Sociedad de Naciones, de la que Briand intenta hacer un poder arbitral inapelable. En este segundo quinquenio de los años veinte se sueña con un mundo en el que no vuelva a encenderse la tea de la guerra; el francés Briand y el alemán Stresemann son los protagonistas de la búsqueda de este nuevo rumbo que se intenta imprimir a la humanidad. En la denominada “era Briand- Stresemann” el acontecimiento más destacable es la incorporación de los Estados Unidos, hasta entonces encerrados en sí mismos, a la cruzada por la paz, a la que contribuyen sectores muy dispares de la sociedad norteamericana:

a) algunos grandes del mundo de los negocios. Carneige se había incorporado a los esfuerzos pacifistas ya antes de la conflagración del 14 y había fundado la Dotación para la Paz Internacional y costeado el Palacio de la Paz en La Haya; Henry Ford y otros le siguieron.

b) organizaciones pacifistas que predican el aislamiento y desconfían de la Sociedad de Naciones, prefiriendo el desarme y las resoluciones del Tribunal Internacional de Justicia; así la Liga Internacional de las Mujeres para la Paz y la Libertad, fundada por la infatigable Jane Addams, o el Comité organizado por Levinson, que intentaba poner fuera de la ley la guerra de la misma manera que había sido abolida la esclavitud.

c) la receptividad de parte del pueblo americano a los requerimientos de Briand. En el décimo aniversario de la entrada de Estados Unidos en la Primera Guerra Mundial (6 de abril de 1927) se dirigió al pueblo norteamericano solicitando que las dos naciones renunciaran definitivamente a la guerra. Un mes después el piloto Lindberg aterriza en Le Bourget tras realizar la primera travesía del Atlántico y se intensifica el entusiasmo deportivo por la nueva era de la concordia y la paz.

Así se gestó el apoyo al pacifismo del secretario de Estado Kellog, hasta entonces hombre áspero y poco inclinado a formulaciones idealistas. El premio Nobel de la Paz, primero a Briand y posteriormente a Kellog, terminó de reforzar la política de repulsa a la guerra. Finalmente el 27 de agosto de 1928 quince naciones firman el denominado pacto Briand-Kellog, en el que condenan la guerra como medio de resolución de los conflictos internacionales y asumen el compromiso de renunciar a ella en sus relaciones mutuas; en enero de 1929 el Senado norteamericano lo confirma por 85 votos contra 1. Pero antes, en septiembre de 1928, Briand pronuncia su famoso discurso ante la Asamblea de la Sociedad de Naciones, en el que formula su proyecto de Unión Europea.

Estos años de ilusiones se vieron ensombrecidos inmediatamente por la crisis económica y por la comprobación de que la revisión de Versalles por los alemanes no se detenía en las fronteras y las deudas, sino que se ampliaba a la reivindicación del Sarre, al rechazo de la zona desmilitarizada y a la necesidad del rearme, el cual, por otra parte, el Estado Mayor germano estaba ensayando clandestinamente con nuevos artificios en territorio ruso. El nuevo jefe de gobierno André Tardieu, uno de los testigos de la gestación de Versalles, declara que en lo sucesivo Francia no confiará en tratados retóricos y se apoyará en la fuerza de las armas. Amanece la década de los 30 con un clima más enrarecido que el que hombres como Briand, Stresemann o el Kellog de la última etapa habían soñado implantar en el mundo.

Con la crisis económica se ha roto la solidaridad entre los Estados, aunque todavía los políticos confiaban en que el articulado de la Sociedad de Naciones constituyera un freno a las hostilidades, un foro en el que se solventaran con medios racionales las divergencias. A partir del otoño de 1931 incidentes aislados demuestran la inoperancia del organismo internacional. Sus fracasos más resonantes se comprueban en la crisis de Manchuria y en la conferencia sobre desarme del año 1933.

La ocupación japonesa de Manchuria ha sido considerada como el primer eslabón de la política expansiva que desembocará en la guerra de 1939. Analicemos sus líneas principales. Para Japón la necesidad de espacios se había convertido en imperiosa ante el crecimiento constante de su población; hasta la crisis económica la fluidez del comercio internacional le había permitido atender sus necesidades, pero la depresión la coloca en una situación límite, el ministerio del pacifista barón Shidehara es desplazado y un gabinete belicista, controlado por militares, orienta su política exterior a la adquisición de territorios. Un viejo tratado les va a servir de coartada. Desde la guerra ruso-japonesa de 1904-1905 los nipones habían obtenido el derecho de controlar el ferrocarril surmanchuriano y sus tropas se encontraban establecidas en puntos neurálgicos de la línea. En septiembre de 1931 un sabotaje de algún grupo chino provocó la interrupción del tráfico durante algunas horas; un acontecimiento tan banal fue suficiente para que el gobierno de Tokio ordenara la ocupación total de Manchuria, lo que suponía el quebrantamiento de las disposiciones de la Sociedad de Naciones, del tratado de garantía del territorio chino (1922) y del pacto Briand-Kellog. China recurre a la Sociedad ginebrina y se niega a tratar con Tokio mientras no retire sus tropas, pero el gobierno japonés hace caso omiso de todas las recomendaciones y aumenta sus exigencias, hasta que en marzo de 1932 convoca un plebiscito, proclama el Estado del Manchukúo, a cuya cabeza coloca al último emperador destronado de China, Pu-Yi, y lo convierte en protectorado japonés. Se trata del primer capítulo en la expansión nipona en el continente, pero sobre todo constituye un desafío al organismo ginebrino, es la primera de las violaciones del derecho internacional. La resolución de la Sociedad de Naciones no pasó de ser una declaración platónica; tras el informe de la comisión Lytton ordenó la retirada nipona excepto la guarnición de la vía férrea; y tras su incumplimiento se limitó a aconsejar la no aceptación de la moneda del nuevo Estado de Manchukúo en los pagos internacionales ni la validez de sus sellos postales, pero no formuló ningún boicot económico contra Japón. La potencia que hubiera podido ejercer alguna presión real, Inglaterra, recelaba de la suerte de sus líneas comerciales con Hong Kong, y ante el escaso apoyo norteamericano, limitado a una declaración verbal del secretario de Estado sobre la no aceptación del hecho consumado, se abstuvo de cualquier movimiento; el Almirantazgo hizo saber que no se encontraba en disposición de trasladar las suficientes fuerzas navales a las aguas del Pacífico. Todo se redujo a una condena verbal de Ginebra que provocó la salida de Japón de la organización en marzo de 1933.¿Qué valor tendrían en lo sucesivo las resoluciones de la Sociedad de Naciones? ¿Dependería de ellas la política internacional o de las ambiciones e intereses de las grandes potencias? El primer conflicto parecía inclinar la contestación hacia la segunda alternativa.

El fracaso de la conferencia de desarme señala otra fisura en el ordenamiento que se proponía Ginebra, quizá más onda porque tras él se regresa inexorablemente a la política de fuerza como reguladora de la vida internacional. A lo largo de los años 1932 y 1933 se celebra la conferencia sobre desarme. Únicamente Alemania tenía sus fuerzas limitadas; por razones económicas y morales se imponía una limitación universal, pero reclamaba previamente el funcionamiento eficaz del sistema de seguridad colectivo, la garantía para el agredido de que el agresor sería sancionado por la sociedad de Estados. En la conferencia intervienen incluso las potencias no integradas en el organismo ginebrino, como los Estados Unidos. Las propuestas fueron de una admirable diversidad:

a) rusa: renuncia total a todo tipo de armamento, pero sin propuesta de ningún sistema de control comprobatorio; b) americana: reducción en un tercio del nivel existente, con posibilidad de reducciones posteriores; c) británica: fijación de un mismo nivel para las grandes potencias, 200.000 hombres. Más difícil resultaba cuantificar las máquinas, porque su potencia depende de su perfección tecnológica. Y por otra parte Francia se negaba a contabilizar en los efectivos su cuerpo colonial. Y Alemania, tras el acceso de Hitler al poder, a la SA y SS; Alemania solicitaba el mismo poder que las otras potencias, lo que suponía su rearme mientras los otros iniciaban el desarme; el plan francés, debido a Herriot, fue el más minuciosamente preparado; el armamento pesado (tanques, cañones) se colocaría bajo el control de la Sociedad de Naciones y utilizado conjuntamente por una fuerza internacional; cada Estado dispondría de una milicia dotada exclusivamente de armamento ligero individual.

Entre propuestas diversas y utópicas, egoísmos sagrados y discusiones bizantinas, las sesiones de la conferencia desembocaron en un sentimiento de desengaño general, y de la misma manera que tras la crisis del 29 cada país tuvo que encontrar su solución nacional en el campo de la economía, en el de las fuerzas militares tras el fracaso de la conferencia de desarme y la comprobación de la ineficacia de la Sociedad de Naciones cada potencia se consideró con derecho a volcarse en el rearme. La insolidaridad poseía ya otro argumento.

LOS VIRAJES HACIA LA GUERRA

La Historia europea desde 1933 tiene un eje y un nombre: Hitler. Al contemplar en conjunto el panorama de la política exterior hitleriana sobresalen dos comprobaciones: 1ª., la propaganda y la preparación de la nación se orientan hacia la guerra, y en la guerra efectivamente desemboca el régimen. 2ª., la doctrina del espacio vital señalaba el Este como área de expansión del pueblo alemán pero sólo en parte se mantiene este objetivo en 1939, cuando se invade Polonia pero se firma un tratado con Rusia, hasta aquel momento considerada la gran reserva de tierras para la implantación de los arios. En cuanto a la constante bélica, no parece que existan muchas dudas; de manera tajante afirma el historiador Ramos Oliveira: Importa mucho saber esto: la guerra era para el nacionalsocialismo un fin, un fin en sí misma. Ganarla o perderla tenía para Hitler menos interés que empezarla. Quizás exista un punto de exageración en juicio tan enérgico, ya que bastantes estudios muestran un error de cálculo de Hitler en septiembre de 1939, pero es indiscutible que su agresividad en las relaciones internacionales implicaba, en el mejor de los casos, un riesgo bélico. En cuanto a la segunda, la misión histórica de domeñar a la Rusia bolchevique, aparece varias veces en las páginas de Mein Kampf: Nosotros no podemos olvidar que los bolcheviques tienen las manos manchadas de sangre... No debemos olvidar que muchos de ellos pertenecen a una raza en la cual se combina una mezcla de bestial crueldad y una insuperable habilidad para el embuste. Pero Alemania es sólo una pieza del mosaico europeo, la pieza clave, quizá, más también otras potencias contribuyen a incrementar la tensión continental, por lo que resulta imprescindible un enfoque de conjunto.

Desde 1925 las cuatro grandes potencias europeas, Alemania, Francia, Gran Bretaña e Italia, han firmado en la ciudad suiza de Locarno unos acuerdos que suponen el cierre de la etapa revanchista de Versalles y la inauguración de un periodo de armonía y colaboración entre las naciones. En 1940 esas cuatro potencias están en guerra. En esos años la política internacional ha sido sacudida por acontecimientos cataclísmicos. El espíritu de concordia de Locarno ha sido herido en primer lugar por la depresión económica. Luego es el rechazo hitleriano de todos los acuerdos de Versalles el que provoca un clima de tensión. Pero no es sólo la política exterior alemana la que conduce hacia la guerra: el cuadro es más complejo, con giros inesperados de la política tradicional (virajes) de las potencias. Jesús Pabón ha hablado de cuatro virajes: francés, británico, italiano, alemán. Su original enfoque permite entender con relativa claridad el curso, de apariencia caótica, de los acontecimientos europeos entre 1934 y 1934. Sigamos ordenadamente las cuatro fases.

El viraje francés o aproximación de Francia a Rusia

Desde el estallido de la revolución rusa la política francesa se ha caracterizado por su enemistad hacia el régimen soviético; la retirada unilateral de la contienda mundial con la Paz de Brest-Litovsk influyó tanto como las diferencias ideológicas entre los regímenes políticos. Pero desde la subida de Hitler al poder y el rearme del Reich los franceses vuelven a obsesionarse con el problema alemán. El ministro de Asuntos Exteriores, Barthou, comienza a pensar en la aproximación a Rusia y en el apoyo a las pequeñas naciones, Checoslovaquia, Yugoslavia, constituidas en los acuerdos de paz. Al morir Barthou, Laval continúa la aproximación al régimen soviético. El 2 de mayo de 1935 se firma el pacto franco-soviético, que es lo inverso de Locarno, ya que en estos acuerdos la vida europea se había organizado con la exclusión de la U.R.S.S.. Alemania advierte esta incompatibilidad y se considera desligada de los convenios del año 25. Por otra parte vuelve a sentirse en la población alemana la sensación de cerco, no aliviada con la reincorporación del Sarre a Alemania, tras un plebiscito celebrado en los primeros días del año 1935.

Frente al expansionismo nazi Francia se esfuerza en forjar un frente común, y en efecto en abril de 1935 se reúnen en la localidad italiana de Stresa los jefes de gobierno y ministros de Asuntos Exteriores de Italia, Francia y Gran Bretaña. En el cónclave no está presente Alemania, es la potencia ausente si cotejamos esta reunión de alto nivel de la diplomacia europea con la reunión de Locarno. El encuentro de Stresa viene preparado por las conversaciones Laval-Mussolini del mes de enero. Dos puntos se tratan en ellas: la seguridad de Austria y los intereses marítimos de Etiopía. ¿Otorgó Francia libertad de acción en África a Mussolini? Se trata de una cuestión debatida, imposible de probar o refutar, al no consignarse por escrito los compromisos; probablemente Laval ofreció respeto a las ventajas económicas que Roma pudiera conseguir en Etiopía, dejando en términos ambiguos la eventualidad del dominio político. Pero la colaboración Francia-Italia no tendría valor sin el respaldo inglés, y esto es Stresa, el entendimiento entre las tres naciones para salvaguardar la paz de Europa amenazada por los gestos audaces de Berlín. Pero el acuerdo deja una fisura: el equívoco africano. Mientras Inglaterra advierte que no tolerará que Italia obtenga algo más que ventajas económicas en Etiopía, los discursos de Mussolini y los editoriales del Popolo d´Italia advierten que el asunto etíope es la piedra de toque para distinguir entre amigos y enemigos.

En 1936 tres crisis superpuestas vuelven a alterar el cuadro de alianzas: en marzo la remilitarización de Renania, de octubre de 1935 a mayo de 1936 la guerra de Etiopía, a partir de julio la guerra civil de España. El telón de fondo es el continuo incremento de la capacidad militar de Alemania, y precisamente la remilitarización de Renania la primera señal de su trascendencia.

Según las cláusulas de Versalles, una zona desmilitarizada, que incluía la orilla izquierda del Rhin y una franja de 50 Km en la orilla derecha, permanecería sin tropas. Hitler decidió por motivos de seguridad nacional ocuparla militarmente; su argumentación se resumía en la réplica al pacto franco-soviético. El gobierno francés de Sarraut era de transición, simple supervisor de las elecciones legislativas de abril. El ejército de Hitler franqueó el Rhin el 7 de marzo; los franceses no se atrevieron a dar el grave paso de la movilización general, pedida por el ministro de la Guerra, general Maurin, y Serraut se limitó a advertencias difundidas por radio. Londres aceptó el hecho consumado. Las democracias occidentales contemplaban casi impasibles la conculcación de los acuerdos de Versalles, mientras que las tropas italianas se desplegaban por territorio etíope. No sólo Versalles, incluso Stresa, se había convertido en un acuerdo muerto.

El viraje británico o ruptura entre Inglaterra e Italia (la guerra de Abisinia)

Diversos móviles impulsan a la Italia fascista a su aventura africana: su misma doctrina imperialista, espoleada por la remembranza del fracaso de Crispi cuando había intentado ocupar Etiopía a finales del S. XIX; los problemas demográficos, incrementados por la decisión de Mussolini de cerrar el tradicional éxodo hacia América; las similitudes naturales de las extensas mesetas africanas con algunas regiones de la península apenínica, que las convertían a los ojos de los italianos en tierra de promisión; la dificultad de las comunicaciones de la metrópoli con sus colonias de Eritrea y Somalia, al no poseer un pasillo hacia el Mediterráneo. Un incidente con una patrulla etíope fue considerado como casus belli y la máquina italiana se movilizó. Las operaciones militares, dirigidas por Badoglio, duraron más de siete meses, y a pesar de la supremacía tecnológica del ejército fascista, cuya aviación podía actuar con impunidad, no se remataron sin algunos reveses. Roma nada temía de París; solamente le preocupaba la reacción de Londres, pero el gobierno británico se contentó con montar una espectacular concentración naval en el Mediterráneo oriental, so pretexto de la protección de Egipto y Sudán, y al final del conflicto con dar cobijo al emperador de Etiopía, Halle Selassie. La reacción de la Sociedad de Naciones una vez más puede calificarse de tibia, de sanciones débilmente disuasorias, centradas en la prohibición del comercio de productos estratégicos con el agresor. Pero el conflicto rompe el frágil frente de Stresa y las repercusiones en la política internacional son intensas.

La diplomacia tradicional inglesa era la del equilibrio. P. e., ante el rearme alemán y su abandono de la Sociedad de Naciones busca un contrapeso y procura fortalecer el entendimiento con Italia y Francia, es el frente de Stresa, un pacto de seguridad occidental. La segunda diplomacia es la de seguridad colectiva, el apoyo a la Sociedad ginebrina. Al estallar la guerra de Abisinia, Baldwin titubea ¿debe continuar la diplomacia del equilibrio, y mantener la alianza italiana, o preferir la diplomacia de la seguridad colectiva, representada por la Sociedad de Naciones, y apoyar las sanciones? Un intento de mediación, Laval-Hoare, fracasa; los italianos continúan la guerra y el Comité de los 18 decide decretar las sanciones. El viraje británico lo encarna Eden, es la victoria de la política antiitaliana y sancionista. Pabón cree que el abandono de la política de equilibrio lleva a la guerra mundial.

El viraje consiste por tanto en el abandono de la política de la balanza para sustituirla por la de la seguridad colectiva. Tras el fracaso de las sanciones, Inglaterra intenta soldar la rotura, restablecer la amistad con Italia. Más tarde, en febrero de 1938, Lord Halifax entra en el Foreing Office y estimula este restablecimiento. Incluso llega a firmarse un acuerdo anglo italiano y Chamberlain acude a Roma. Pero la rotura no puede ser reparada.

El viraje italiano o alianza entre Italia y Alemania. Munich

El eje Roma-Berlín supone la ruptura de la amistad con Francia. Mussolini había enunciado entre los principios de su política exterior el rechazo de la hegemonía de una nación en Europa: la política internacional debía ser regulada por las cuatro grandes potencias en inteligencia y equilibrio. La vieja enemiga de Italia, Austria, ha sido triturada en Versalles, ya no es un peligro. Pero el equilibrio se rompería nuevamente si Alemania incorporara a Austria; en 1934 Italia, Inglaterra y Francia publican una declaración sobre la necesidad de la independencia austriaca, amenazada desde la subida de Hitler a la Cancillería. La simpatía de Mussolini por Austria se apoya además en la amistad que el Duce siente por el canciller Dollfus y sus procedimientos políticos expeditivos,. pero Dollfus es asesinado en julio de 1934 y a partir del magnicidio la situación interna no vuelve a ser estable.

Otra crisis, la guerra civil española, propicia la aproximación definitiva entre Roma y Berlín. En julio de 1936 no es sólo España la que se divide en dos bandos; la contienda fraterna se convierte en un acontecimiento mundial y son razones de índole internacional las que impulsan la intervención de las potencias fascistas en apoyo de los militares alzados contra el gobierno republicano: para Hitler es conveniente iniciar el cerco a Francia con otro régimen hostil al otro lado de los Pirineos (Viñas); para Mussolini, que sueña con convertir al Mediterráneo en un mar italiano -así traduce la expresión Mare Nostrum-, es la ocasión de asentarse en las Baleares y cortar las comunicaciones navales Norte-Sur de los franceses (Coverdale). Mientras Francia titubea, por las disensiones entre socialistas y radicales, y Londres se convierte en campeón de la no intervención. Hitler y Mussolini encuentran un interés común en la guerra española. La orientación germanófila del Estado fascista había sido iniciada en junio de 1936 por el nuevo ministro de Asuntos Exteriores Ciano, yerno del Duce, quien consigue el reconocimiento alemán de la conquista de Etiopía. En octubre, Ciano se entrevista con el Führer en Berchtesgaden, en un momento en que se considera que los “nacionales”, ya cerca de Madrid, se van a enfrentar a momentos decisivos y es conveniente intensificar la ayuda. En esta visita Ciano enseña 32 documentos ultra secretos preparados por Anthony Eden para el gabinete británico, en los cuales se tilda de pandilla de aventureros a los gobernantes germanos y se recomienda la aceleración del rearme del Reino Unido. En una de sus impetuosas reacciones coléricas, Hitler propone pasar al contraataque contra las democracias, y así se desemboca en el Eje, el entendimiento de Italia y Alemania, un acuerdo verbal, sin compromiso escrito. Posteriormente Roma se suma al acuerdo Antikomintern que habían firmado Alemania y Japón, con lo que puede hablarse de un eje Berlín-Tokyo-Roma. Este entendimiento es un paso hacia la formación de los bloques de la Segunda Guerra Mundial. Pero el Eje tiene otra repercusión más inmediata en la política europea, deja las manos libres a Hitler para intervenir en Austria.

Los cambios políticos que se producen en Berlín en febrero de 1938 van a acelerar el proceso. Tres meses antes el Führer anuncia a sus colaboradores que el rearme alemán se ha completa y Alemania se encuentra en condiciones de obtener más espacio en Europa. El 4 de febrero Hitler desplaza a los mariscales que consideraban peligrosa y provocadora para Rusia la intervención en España y asume directamente el puesto de comandante general de las fuerzas armadas, con un Estado Mayor de simpatizantes del nazismo. Al mismo tiempo Schacht es sustituido en el ministerio de Finanzas y Von Neurath. criticado por Göering y Goebbels por su pasividad, abandona el ministerio de Asuntos Exteriores, del que se hace cargo el embajador en Londres Von Ribbentrop. Con la nazificación total del gobierno de Berlín el primer objetivo es la conquista de Austria.

El paso tan grave que Hitler va a dar encuentra algunos apoyos internos en la propia Austria, y no únicamente el del partido nazi. Tras la desmembración del Imperio austro-húngaro, para muchos sectores la única solución estribaba en la unión con Alemania, que luego fue impedida por los tratados y las potencias de la Entente. Entre los campesinos se había mantenido viva la nostalgia del Imperio, y el nuevo Reich germánico podía ser el sustituto o aparecer con un rostro sacral de tradición histórica más fuerte que la República vienesa. Los grupos militares denominados Heimwerr eran hostiles a los socialdemócratas y a sus gobiernos y bastante sensibles a apelaciones nacionalistas o imperialistas, y tras el éxito de los nazis en Alemania abogaban por los procedimientos totalitarios. La Constitución dictatorial de Dollfus, con excepcionales poderes presidenciales, fue mantenida por Von Schuschnigg, que intentó resistir la presión del pangermanismo y en julio de 1936 consiguió de Hitler la promesa de respeto a la soberanía austriaca, a cambio de declarar que Austria era un Estado alemán. Ante el crecimiento del partido nazi y sus proyectos conspiratorios, Von Schuschnigg intenta en febrero obtener de Hitler la confirmación del respeto a la independencia austriaca, pero el Führer apoya el que llama derecho de conspiración de los nazis y exige una amnistía y el nombramiento como ministro del Interior del jefe del nazismo austriaco, Seyss-Inquart. El final de la Austria libre es inminente. El 9 de marzo Schuschnigg anuncia la convocatoria de un plebiscito para el día 13 sobre la independencia austriaca; Seyss-Inquart le transmite la conminación de Hitler para que lo suspenda. Después de la suspensión, Hitler exige que se coloque a Seyss-Inquart en la cancillería. El presidente Miklas y el canciller han de inclinarse a la fuerza. Nombrado canciller, Seyss-Inquart llama a las tropas alemanas, que en veinticuatro horas ocupan el país. El día 13 se proclama el Anschluss la unión de Austria a Alemania. El 10 de abril el plebiscito que Hitler no había tolerado en marzo arroja un 99 % de votos favorables a la unión; los socialdemócratas rehúsan acudir a las urnas, a los judíos se les deniega el derecho de voto, los procedimientos del Estado totalitario empiezan a adquirir los mismos perfiles que antes en Alemania. El silencio italiano supone un viraje rotundo. Se quiebra la amistad de Italia y Francia. El francés Briand dice que el Anschluss es la guerra.

A continuación estalla la crisis checa. En los sudetes vivían tres millones y medio de alemanes, que se quejaban de las vejaciones a que eran sometidos. Después del Anschluss aumentan las demandas sudetes y en Alemania se desata una campaña de prensa para incorporar una región que se consideraba alemana. En septiembre acude Chamberlain, primer ministro inglés, a Berchtesgaden, donde Hitler le manifiesta que la incorporación de la zona sudete al Reich es la única salida honorable para Alemania. Para evitar una campaña militar, el gobierno británico aceptó la fórmula de la anexión, sobre la base de que se incorporarían al Reich las zonas donde la mitad de la población fuese alemana. El gobierno checo hubo de inclinarse. Pero en una nueva conferencia en Godesberg, Hitler dice, con estupor del primer ministro inglés, que Alemania no podía conformarse con los sudetes, sino que pretendía además otras zonas. Para encontrar una solución, el 29 de septiembre se reúnen en Munich, Hitler, Mussolini, Chamberlain y Daladier. Prevalecen, algo atenuadas, las exigencias de Hitler, que son aceptadas por los gobiernos inglés y francés, lo que suscitó protestas y emoción en la opinión pública de los países democráticos. Munich fue el punto de partida para nuevas exigencias e incorporaciones; en marzo de 1939 los alemanes ocupan Praga y establecen el protectorado de Bohemia y Moravia; anteriormente los polacos habían ocupado otras zonas checas. El golpe de fuerza alemán rompía los acuerdos de Munich; Hitler hacía caso omiso de sus compromisos internacionales.

El viraje alemán o pacto germano-soviético

De Locarno sólo subsistía la relación anglo-alemana; el pacto germano-soviético de agosto de 1939 la rompe. La política exterior alemana se encuentra desde el primer momento ante el viejo dilema de Bsimarck: ¿se efectuaría la expansión de Alemania hacia el este o hacia el sur? Hitler se inclina por la primera disyuntiva; en las páginas de Mein Kampf se anticipa este propósito: Debemos poner fin a la perpetua marcha germánica hacia el sur y hacia el oeste de Europa y volver nuestros ojos a las tierras del este.. Pero cuando hablamos hoy de nuevos territorios en Europa, debemos pensar principalmente en Rusia y en los Estados fronterizos sometidos a Rusia. El destino mismo parece que desea señalarnos el camino ahí. Un paso en este expansionismo es la ocupación de Polonia, empresa en la que influye el recuerdo de Versalles, el pasillo de Dantzig, que ha aislado a la Prusia oriental, y la pérdida de varios territorios alemanes. Militarmente es el paso más fácil, pero diplomáticamente ha de contarse con la neutralidad rusa. Aquí reside el viraje. Hitler se aproxima al país que ha considerado en todo momento como enemigo. El 23 de agosto se firma el pacto de no agresión germano-soviético, que quiebra definitivamente la relación anglo-alemana y ofrece a Rusia como botín, además de las regiones orientales de Polonia, la apertura hacia el espacio báltico, desde Lituania a Finlandia. La revisión del mapa político del Báltico suponía la descalificación total de Versalles y reforzaba la postura nazi del rechazo del tratado.

La presión germana sobre Polonia se había iniciado en enero, cuando el ministro de Asuntos Exteriores del gobierno de Varsovia, Beck, se entrevista, con Hitler en Berchtesgaden, y no había dejado de incrementarse, hasta el punto que Ciano anota en su diario una frase de Von Ribbentrop en abril: queremos la guerra. Pero sólo la firma del tratado con Rusia hizo desaparecer el temor a la intervención inglesa, garante de la integridad de Polonia. El general Halder, ayudante de Hitler, anota en su Diario el día 26 de agosto: 1. El ataque comienza el 1 de septiembre. Ese mismo día 26 Dahlerus, enviado del Führer a Londres, le advierte que Inglaterra no permanecerá pasiva, y Hitler replica violentamente con amenazas contra los ingleses. Efectivamente, el día 1 de septiembre el ejército alemán invade Polonia. Es la guerra. De la documentación se deduce que Hitler confiaba en la pasividad inglesa.

HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL

TEMA 2. LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL.

CAUSAS: el problema de los orígenes

Se puede plantear la cuestión sobre si la Segunda Guerra Mundial fue una continuación de la Gran Guerra. Hoy parece abrirse paso la separación e independencia entre ambos conflictos. La revisión de las causas de esta y otras guerras siempre se debe someter al paso del tiempo, ya que, tras su finalización, los vencedores suelen cargar el mayor peso de las responsabilidades sobre los vencidos, sin detenerse a reflexionar sobre el alcance general de muchas de ellas.

a) La responsabilidad nazi. La mayoría de los historiadores estima que la guerra se desencadenó por voluntad de Adolf Hitler, debido a sus deseos de expansión territorial, dentro de una clara mentalidad imperialista, tal y como se puede apreciar en su obra Mein Kamf, donde expuso su concepción política. Por otra parte, las doctrinas nazi y fascista elevaron a virtudes los valores de dominación, dividieron el mundo en razas superiores e inferiores, sobrevalorando el militarismo y la agresividad, y alentaron la idea de la guerra como un instrumento más del engrandecimiento del Estado totalitario.

b) Los factores económicos. El “milagro económico alemán” de los años treinta dependió del rearme del Estado, de la apertura de grandes complejos industriales armamentísticos, de la restauración del ejército, causantes del considerable aumento de la deuda pública. Al reducirse el mercado interior y obturarse el exterior, sólo la conquista de nuevos territorios pudo ofrecer una salida al régimen nazi, que observó como el paro que había anulado podía volver a la escena social y económica de Alemania. Ello hubiera supuesto el fin de la imagen redentorista de Hitler.

c) La teoría del espacio vital. Algunos sociólogos han preferido explicar el conflicto como una consecuencia, en principio, de la agresividad demográfica de Alemania, Italia y Japón, presentando a Hitler como un líder de “hombres sobrantes”. Lo cierto es que la política pronatalista de las tres naciones no tuvo ningún fin humanista, pues no defendía el derecho a la vida, sino la multiplicación de hombres y mujeres para el bien del Estado totalitario. La propaganda oficial insistió en la necesidad de conquistar un “espacio vital” para dar salida a una población superabundante. Así, Mussolini trató de colonizar con italianos sus colonias africanas de Libia, Eritrea, Somalia y Etiopía, reclamando Albania; el gobierno militarista nipón intentó hacer lo mismo en el escenario territorial del Extremo Oriente y el Estado nazi reivindicó la “Gran Alemania”.

d) La falta de respuesta de las democracias occidentales. Durante los años treinta, la ausencia de una enérgica respuesta diplomática y económica de las potencias democráticas ante las agresiones nazis, japonesas y fascistas envalentonó a sus respectivos gobiernos. La violación del Tratado de Versalles por Hitler no fue contestada por Francia y Gran Bretaña, que también se abstuvieron de protestar ante las continuas injerencias de Alemania en los asuntos internos de Austria. La Sociedad de Naciones impuso sanciones a Italia por la conquista de Etiopía (1934), pero, en realidad, las penalizaciones impuestas fracasaron, al no establecer el embargo del petróleo por temor a extender más el conflicto, siendo retiradas en junio de 1936. En marzo de 1938, se produjo la anexión de Austria al Reich (el Anschluss) y al mes siguiente se produjo la conquista de los Sudetes checos. Ante el temor a una guerra, todos los gobiernos, incluido el norteamericano, propiciaron una conferencia internacional en Munich (29 de septiembre), sin que estuvieran presentes los checos. El acuerdo de Munich fue claramente favorable a Hitler, comenzando la desmembración de Checoslovaquia. Entre los meses de septiembre de 1938 y marzo de 1939, los alemanes invadieron Bohemia.

e) La responsabilidad de las potencias extraeuropeas. La circunstancia de que Estados Unidos y Japón fueran dos de las principales participantes de la guerra, llevó a historiadores, sobre todo norteamericanos, a profundizar en la responsabilidad de estos países.

El Imperio japonés, envalentonado por las victoriosas campañas frente al Imperio ruso (1904) y su participación en la Primera Guerra Mundial, comenzó a mantener una actitud marcadamente agresiva a partir de 1931, conquistando una de las más antiguas regiones chinas, Manchuria. Allí impuso un gobierno títere, al frente del cual situó al último emperador chino, Pu-Yi, bajo protectorado japonés. La extensión de una mentalidad militarista con tintes de superioridad racial en la sociedad y en las élites de poder, hizo que Japón practicara una política exterior francamente agresiva contra China, a quién veía como una potencia enferma y decadente. En 1937, el ejército imperial invadió la nación vecina sin que las potencias democráticas hicieran nada por impedirlo. El gobierno militarista nipón, al frente del cual se encontraba Tojo, desbordó los poderes del emperador Hiro-hito.

Estados Unidos, cuyos intereses económicos en el Extremo Oriente chocaban cada vez más con Japón, su principal rival en esa zona, decidió no intervenir en la guerra hasta 1941. En este sentido, el gobierno y la burguesía norteamericana hicieron excelentes negocios en la guerra europea, calibrando su entrada en el conflicto hasta que sus créditos estuvieron amenazados de impago por la victoria de las fuerzas del Eje.

f) La culpabilidad de la U.R.S.S.. Al principio de la década de los años treinta, el Estado soviético, gobernado totalmente por el partido comunista y su líder, Stalin, se declaró enemigo abierto de la expansión fascista en Europa, defendiendo la idea de los frentes populares, coaliciones políticas electorales para evitar el triunfo popular de sus enemigos políticos. Sin embargo, las diplomacias soviética y germana llegaron a un pacto de no agresión, refrendado por sus responsables de Asuntos Exteriores, Molotov y Von Ribbentrop, en agosto de 1939. Este tratado -casi una Entente Cordiale- supuso el reparto del Estado polaco. Desde este momento, Stalin

se hizo cómplice de la agresividad nazi y de la desaparición de Polonia. Además, la diplomacia y el gobierno soviético observaron con agrado los apuros bélicos de las potencias democráticas occidentales. Por otra parte, la policía y el ejército rojo fueron culpables de la durísima represión que desataron contra los militares y la población civil polaca, llegando hasta el exterminio masivo, como quedó demostrado al descubrirse las fosas de Katyn.

g) Ausencia de apoyos de las llamadas a la paz. Consciente de la crítica situación internacional que atravesaba Europa, el Papa Pío XII, al día siguiente de su elección, pronunció un mensaje en el que exhortó a buscar la paz a todos los gobiernos del mundo. De marzo a septiembre de 1939, el sumo pontífice no regateó ningún esfuerzo para evitar la guerra, sin que recibiera grandes apoyos diplomáticos. Escribió personalmente a Hitler e intentó un acercamiento entre los gobiernos de Francia e Italia, con el fin de separar a esta última de la esfera de influencia nazi. Ninguna de estas maniobras dio resultado, por lo que Pío XII encargó al padre Tachi Venturi, como enviado oficioso, que promoviese contactos para celebrar una conferencia a cinco, con representantes de Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia y Polonia, para resolver los problemas en una mesa de negociaciones. Sus constantes llamadas a la paz resultaron infructuosas.

LAS CAMPAÑAS RELÁMPAGO

Polonia

En el verano de 1939, el gobierno alemán envió un ultimátum a Polonia, reclamando el corredor de Dantzing, que no fue aceptado. En el último momento intervino Mussolini, para proponer a la desesperada una conferencia internacional al más alto nivel. Pero el alto mando alemán informó a Hitler que no podía garantizar el éxito de una rápida invasión de Polonia si ésta comenzaba después del 1 de septiembre. Así el Führer decidió dar el último paso, confiando aún en que las potencias occidentales no intervendrían ante el hecho consumado, y ordenó la entrada de sus tropas en territorio polaco ese mismo día. El mundo democrático se conmovió ante este hecho, y los contactos franco-británicos se hicieron angustiosos. Por momentos, Francia, que era la que más tenía que perder, pareció echarse atrás. El 3 de septiembre Gran Bretaña declaró la guerra a Alemania. Francia demoró su entrada todavía una horas, esperando lo imposible. Al fin decidió hacer frente a sus compromisos, cerró los ojos, y declaró la guerra.

Así, el conflicto se inició con la campaña de Polonia. En Polonia se pusieron a prueba dos maneras de ver la guerra en el seno de la cúpula militar germana. El propio Hitler, inquieto al igual que sus generales, se desplazó al frente del Este. Unos 600.000 polacos, agrupados en 40 divisiones (10 de reserva), con 200 tanques, unos pocos centenares de cañones antitanque, 235 aviones algo anticuados y una marina incipiente, estaban imbuidos de un valor y patriotismo cercano a la heroicidad pero, en este ocasión, no estuvieron bien mandados. Los planes políticos y militares atribuían al ejército polaco la posibilidad de resistir algunas semanas el ataque germano, tiempo suficiente para que sus aliados occidentales abrieran un segundo frente por el Oeste, pero no fue así.

El plan del mariscal Rudz-Smyzli se concibió mal, ya que dispersaba sus tropas para cubrir toda la frontera con Alemania, con una logística insuficiente y una desconexión entre los diferentes cuerpos y armas. Pero además, este plan para proteger importantes centros económicos de Polonia, traía consigo el desproteger grandes zonas de la retaguardia. El ataque germano llegó en 5 líneas con 54 divisiones, 6 de ellas blindadas y más de un millón y medio de hombres, que enseguida tuvieron éxito al embolsar grandes contingentes adversarios y al poner en práctica la compenetración entre las panzerdivisionen y los stukas, que destruyeron en tierra a la aviación enemiga. La población y el ejército polacos se vieron debilitados en su moral, pero además, los alemanes emitieron falsas consignas radiofónicas, de manera que acabaron con la infraestructura castrense y social polaca.

Dos grandes movimientos envolventes y una posterior operación de limpieza conforman la primera campaña de la guerra relámpago (blitzkrieg).

El peso de la invasión recayó en el “Grupo de Ejércitos Sur”, al mando del coronel-general Von Rundstedt, cuyo grupo más poderoso era el X Ejército de Von Reichenau, cuya avanzada cruzó el Pilika, 80 Km frontera adentro, el 4 de septiembre, y el 6 se entregaba Cracovia. Con un promedio de avance de 50 Km/día, las fuerzas motorizas de Von List llegaban al San. Al norte, el grupo de ejércitos de Von Bock con las panzerdivisionen de Guderian, punta de lanza del III Ejército, remontaban el Narev y, tras crear una línea fortificada, progresaban entre el Bug y Varsovia. Los contraataques polacos, mal sincronizados, no pudieron frenar la avanzada de las fuerzas alemanas, que se estaban exhibiendo en la llanura polaca, seca tras el verano.

Mientras Lvov era conquistada el día 12, se cerraba la tenaza al oeste del Vístula, las unidades alemanas penetraban y cruzaban el Bug por el norte y el San por el sur (desde Prusia Oriental) y Guderian se lanzaba hacia el mediodía describiendo un arco hasta Brest-Litovsk. En Kutno capituló el ejército “Pomeralia” con 170.000 hombres, al mando del general Bortnowski, que había incordiado al VIII y al X Ejércitos alemanes con combates en Lowicz y Sockatchew. El 17 de septiembre, los soviéticos, que habían enviado un telegrama de felicitación al Führer, penetraron por la retaguardia polaca y sus ejércitos se encontraron con los de Hitler, de manera que la rendición de Polonia se produjo el 28 de septiembre.

Moscú intervino porque estaba nerviosa ante el paseo triunfal de la Wehrmacht aunque en el pacto germano-soviético del 23 de agosto no se establecía, pero tomó una serie de medidas para no ser considerada como agresor, lo que acercó aún más una posible alianza de los rusos con los británicos.

Los aliados franco-británicos habían permanecido impasibles durante un mes viendo como el pueblo polaco era aniquilado y sus tropas se lanzaban a la lucha sin posibilidad de vencer. Los aliados estaban obligados por los acuerdos suscritos a lanzar un ataque con 35 ó 40 divisiones a las dos semanas de iniciada la contienda, pero no fue así. Los polacos lucharon hasta el último momento y, al final, unos 80.000 hombres lograron pasar a Rumanía y de allí a Inglaterra, donde se integraron en el ejército británico.

Los miembros del gobierno polaco se refugiaron primero en Rumanía y de allí pasaron a Inglaterra, estableciendo su sede en Londres, e iniciando una práctica que sería habitual en otros gobiernos expulsados. Polonia volvía a ser divida, Dantzig y la zona occidental fue anexionada al III Reich, junto con la parte central a modo de protectorado. Las regiones orientales eran incorporadas por los soviéticos, zonas donde ucranianos y bielorrusos eran mayoría, y los pocos alemanes, 86.000, fueron repatriados a Alemania por orden del Führer. Hitler no quería tener problemas con Stalin en este sentido, de manera que se avino a las exigencias de Stalin sobre los pozos petrolíferos de Drohobycz y Boryslaw y permitía a la U.R.S.S. tener bases en Talinn, Riga y Kaunas.

El siguiente paso de los nazis en Polonia fue la limpieza étnica, a niveles infrahumanos en el caso de los polacos del “Gobierno General”, y al exterminio en el caso de los judíos, muy numerosos en esta nación desgarrada de nuevo.

El total abandono de los aliados a Polonia era un signo de su moral y del espíritu reinante en sus fuerzas armadas. Durante días las tropas alemanas, 4 divisiones de reserva, permanecieron en la Línea Sigfrido esperando una ofensiva. Pero ésta no se produjo por la lentitud de las tropas francesas y por el apego de los mandos a la doctrina defensiva, de manera que se produjeron débiles ataque que se saldaron con grandes bajas, pero también con grandes logros que sorprendieron a los propios atacantes, que enseguida recibieron la orden de retroceder.

La campaña de Polonia fue muy provechosa para el Alto Estado Mayor alemán, en ella se comprobó la eficacia de sus unidades, pero también los errores de las máquinas, las tácticas etc., errores de funcionamiento que fueron subsanados para el enfrentamiento con el ejército francés.

Dinamarca, Noruega y Países Bajos

El optimismo del Führer era fulgurante después de la victoria en Polonia, de manera que se decidió para el 12 de noviembre de 1939 la ofensiva contra Francia, que finalmente, que finalmente se retrasó al 17 de enero de 1940, debido a la adversa climatología y al trabajo que costaba el traslado de la unidades de élite desde Prusia y Polonia hasta el Rin. El proyecto de invasión se basaba en el Plan Amarillo o Schlieffen, de la Primera Guerra Mundial, que consistía en conquistar Bélgica como paso previo a la entrada en Francia y la ofensiva aérea en toda regla contra Inglaterra. Los consejos de Von Manstein a Hitler de lanzar el peso de la ofensiva por el abrupto terreno de las Ardenas, creído infranqueable por los franceses, hizo que se modificase la estrategia, retrasándose para adaptarla a las nuevas directivas.

En un principio, los franceses sólo pudieron formar dos divisiones que enviaron al continente para ponerlas a las órdenes de Gamelin, jefe del ejército de coalición franco-británico. La drole guerre fue extraña y sorprendente. Los jefes aliados cedieron la iniciativa a los alemanes en su estrategia defensiva a ultranza. Gamelin pensaba que los alemanes pondrían en práctica el Plan Schlieffen, por lo que entraría en Bélgica al producirse la invasión para detenerla allí. El monarca belga Leopoldo I solicitó alguna garantía de ello pero se mantuvo al margen a la espera de acontecimientos.

En este momento de la guerra ambos bandos se vieron en la necesidad de controlar Noruega, cuya importancia se acrecentaba por el control del puerto de Narvik, lugar de embarque del hierro sueco de Lulea y Lallivare, indispensables para la industria bélica germana. Cuando comenzaron a moverse los aliados, instigados por Churchill, y la Royal Navy procedía a anclar minas a lo largo de las aguas territoriales noruegas, rompiendo su neutralidad. Hitler, encolerizado, hizo que sus tropas tomaran la delantera. La detención por un destructor británico en un fiordo noruego del buque-hospital Altmark, en el que los alemanes transportaban 300 ingleses prisioneros, impulsó a Hitler a decretar la invasión de Noruega el 9 de abril de 1940. Pero, previamente, las tropas alemanas se apoderaron de Dinamarca, con 13 bajas danesas, cuyo régimen político-social permaneció intacto.

La operación entrañó muchas dificultades por la escasez de tropas enviadas desde Alemania y por la aventura de un desembarco a lo largo de 1.000 Km de costa sin tener el dominio del mar. El Almirantazgo no se empleó a fondo a la hora de impedir el desembarco. Así, 7 cruceros y 14 destructores llevaron a Noruega el grueso de las tropas alemanas para su conquista, con el general Von Falkenhorst a la cabeza. El mal planteamiento británico y el temor a la aviación enemiga, de unos 800 aparatos y 250 de transporte, permitieron la toma de los puertos de Trondheim, Bergen y Kristiansen sin tropezar con obstáculos. Pero en el norte y en el sur no sucedió lo mismo. En el norte, aunque la Royal Navy no impidió el desembarco, las tropas que defendían Narvik fueron destruidas por los ingleses. En el sur, aunque los paracaidistas alemanes tomaron los aeropuertos de Oslo y Stavanger para tomar la capital, no pudieron impedir que el rey Haakon VII y el gobierno huyesen al norte, a unirse con las tropas anglo-francesas que intentaban reconquistar Trondheim desde sus posiciones al norte y al sur. Estos planes se desbarataron ante la presión de las unidades germanas que, desde Oslo, por el valle del Gudbrand, venían barriendo los obstáculos que salían a su encuentro. A principios de mayo, el sur y centro del país estaba en manos germanas.

Pero la contienda no estaba decidida en Narvik. A mediados de mayo, las cinco veces superiores tropas de los aliados se impusieron a los paracaidistas austro-alemanes del general Dietl. Pero los acontecimientos en Francia hicieron que se tuviera que abandonar el puerto el 7 de junio, marchando con los aliados el rey y su gabinete.

Autoproclamado Vidkun Quisling como jefe de un gobierno provisional, el día 24 fue sustituido por el comisario del Reich J. Terboven. Quisling sería más adelante primer ministro de un gobierno satélite de Berlín, viviendo siempre con miedo a un desembarco aliado en Noruega. Hitler mantuvo en ella un nutrido contingente de tropas de la Wehrmacht, y a partir de 1942 asentó allí a las principales tropas de tierra de la marina. Aunque este asentamiento no tenía sentido, sin embargo, le procuró el abastecimiento de hierro proveniente de Suecia.

Dentro de esta fase inicial de la guerra, figura un duelo entre Finlandia y la U.R.S.S. desde fines de 1939 a comienzos de 1940. Tanto, por el deseo de reforzar sus posiciones estratégicas ante un hipotético ataque alemán a Leningrado como por el irredentismo que ahora podía satisfacerse, la U.R.S.S. presionó a Finlandia, al igual que a los otros países bálticos (Estonia, Lituania y Letonia), para que firmasen con ella un tratado de ayuda mutua que equivaldrá a un protectorado sobre “el país de los mil lagos”. Rechazado éste, la guerra estalló el 16 de noviembre de 1939 a consecuencia de un incidente fronterizo considerado como agresión por la U.R.S.S.. No sospechaban los rusos el calvario que sus tropas tendrían que pasar antes de vencer al pequeño pero bien equipado ejército finlandés. La paz ruso-finesa (12 de marzo de 1940) fue el único acuerdo entre dos partes beligerantes durante la Segunda Guerra Mundial.

Francia

La campaña de Francia señaló el momento de mejor funcionamiento de la Wehrmacht. Es ésta una campaña estudiada actualmente por todos los Estados mayores del mundo. Holanda y Bélgica se batieron con denuedo, al igual que el cuerpo expedicionario inglés, formado por 158.000 hombres que más tarde serían 400.000, hasta su reembarco en Dunkerque.

En cuanto al ejército francés, presentaba al exterior una imponente figura. A pesar de la obsolescencia de su artillería, la precariedad de su aviación y el escaso desarrollo de sus unidades acorazadas, las fuerzas armadas francesas contaban con una marina de primer orden, que merced a los esfuerzos del almirante Darlan se codeaba casi con la Royal Navy, pero además disponían de unos recursos más considerables en materias primas que los germanos.

Pronto, el ejército francés se resquebrajó ante el ariete de las panzerdivisionen y de los stukas. Propios y extraños cedieron ante la nítida evidencia de la superioridad germana, que se demostró desde el primer instante. Los cinco lugares de despegue de la Wehrmacht apuntaron a la rápida ocupación de Holanda, cuya neutralidad fue violada como la de Bélgica. La reina Guillermina y el gobierno huyeron a Londres.

En Bélgica, las fuerzas aerotransportadas alemanas lograron el espectacular triunfo del fuerte de Eben-Emael, que protegía el canal Alberto, punto de una posible contención del ataque germano. La Wehrmacht no quedó aquí detenida. Tras reparar los puentes volados en Maastricht, la III y IV divisiones panzers del VI Ejército de Von Reichenau se desplegaron en la llanura en la tarde del 11 de mayo de 1940 y obligaron a retroceder a los belgas a su segunda línea, Amberes y Lovaina, en ese momento se iban a fusionar con el ejército aliado venido en su ayuda, los mejores cuerpos franceses, el XVI y el XVII y el cuerpo expedicionario británico. Franceses y alemanes se enfrentaron en Genbloux. Los franceses lograron reparar la brecha abierta allí, frenando el avance germano los días 15 y 16. Pero, desde Namours hasta Sedán, la penetración de las panzerdivisionen era irrefrenable. El 18 de mayo Amberes y Bruselas caían en poder de la Wehrmacht. La nueva línea aliada se fijó en Lys, donde se batieron los tres ejércitos aliados. Pero la línea se rompió en la comarca de Thielt el día 26 y los aliados se retiraron hacia el mar. Los belgas se quedaron solos en un territorio lleno de refugiados, de manera que su rey Leopoldo I creyó que lo mejor era firmar una capitulación con los alemanes (28 de mayo).

Más difícil era penetrar en Francia por la abrupta geogR.A.F.ía de las Ardenas, principal línea del ataque alemán, encargado a Von Rundstedt, a lo largo de 150 Km El avance de Von Kleist por el norte de las Ardenas hasta el Mosa se realizó con el apoyo de los 1.000 stukas del general Von Richthofen. En vanguardia iban las divisiones de Guderian (XIX Cuerpo Blindado), cuyo ataque sería desde el Mosa al Oeste de Sedán. El día 13 lograron cruzar el Mosa en Glaire las divisiones más rápidas de infantería y carros, y una de ellas (7ª), al mando de Rommel, se lanzó en un ataque hacia el mar, para romper en dos el frente enemigo, lo que provocaría un embolsamiento de las mejores tropas aliadas tanto en el norte como en el sur. El día 20 de mayo, Guderian alcanzaba en Abbeville la costa atlántica, el 22 los alemanes estaban en Boulogne y Calais, al mismo tiempo que el general Von Reinhardt se instalaba en el canal a 30 Km de Dunkerque, único puerto a disposición de los aliados para embarcar sus ejércitos. La trampa se iba a cerrar por la propuesta de un ataque masivo de Von Kleist en la región de Vinoy-Saint-Omer-Pravelinas, pero fue rechaza por Hitler, permitiendo el reembarque de las fuerzas franco-británicas en Dunkerque.

La ruptura del frente francés, de la Línea Maginot y de la frontera belga son una muestra de que los errores se acumularon en el ejército francés. La zona del Sedán se encomendó al noveno ejército, el peor equipado, sin tener en cuenta las quejas de su jefe, el general Corap. La imprevisión reinó en el ejército francés (fortificaciones de sacos de tierra, falta de minas anticarros, mal abastecimiento de las divisiones, falta de cañones antitanque y tecnología antiaérea etc.), que no supo aprovechar, además, las detenciones del avance alemán.

En Francia, Reynaud sustituyó a Daladier como primer ministro. El 16 de mayo de 1940 éste decidió sustituir a Gamelin por el general Weygand, encargando la cartera de guerra al mariscal Petain, el héroe de Verdun. Ambos vieron que la guerra estaba perdida pero retomaron los planes de Gamelin para conectar con los ejércitos cercados e intentar frenar la cuña de las panzerdivisionen de Guderian. Sería la primera fase de la Batalla de Francia. El plan de Weygand recibió el apoyo de Reynaud el día 22.

Sin embargo, con la capitulación del ejército belga el 28 de mayo se disipó esta idea. Antes fracasó el intento británico de romper el cerco con el ataque al flanco derecho de Von Rundstedt, ya que no se coordinó con el ataque francés al flanco izquierdo. Los ingleses pusieron sus miras en regresar a su patria, lo que supuso la caída de las tropas galas del frente del Norte. Churchill fue nombrado premier británico tras derrotar a Chamberlain en las elecciones, e intentó galvanizar la resistencia francesa, pero se opuso al envío de las reservas aéreas británicas, algo que sus aliados creían que era el último recurso ante el desorden reinante en el ejército francés.

En Dunkerque embarcaron 338.000 soldados británicos, lo que ahondó la distancia entre Francia y Gran Bretaña. Petain y Weygand consideraban que esta era una iniciativa hecha a espaldas del mando francés y una traición encubierta a la causa aliada. Sólo una figura, el coronel De Gaulle, nombrado general de forma provisional, se esforzaba por comprender a los británicos. El “milagro” de Dunkerque marcó un punto de inflexión en la campaña de Francia. La detención de Guderian evidenció una disfunción en el plan germano, y el empleo de la Luftwaffe para acabar con la bolsa de Dunkerque se mostró como un error, al sobrestimarse la capacidad de la aviación germana. El reembarque de tropas aliadas en Dunkerque favoreció, también, que las islas británicas contaran con la cantidad de hombres necesaria para organizar la resistencia ante una posible invasión, pero también se mostraron unidades y hombres muy capacitados, caso de Montgomery.

Pronto se produjo una nueva reconversión de la línea de ataque alemana, que provocó de nuevo gran asombro. En respuesta, Weygand colocó la línea defensiva aliada en el Somme, el Aisne y algunos canales fluviales, línea más larga que la anterior pero con menos tropas. En la Operación Rat los alemanes emplearon 143 divisiones. Después de encontrar resistencia los dos primeros días, 5 y 6 de junio, las panzerdivisionen cortaron el camino a Rouen, tomándola el día 9, y cruzaban el Sena. El movimiento que tenía que realizar Von Kleist encontró resistencia en Compiégne, lo que le obligó a dirigirse al este para ahondar en la brecha que los alemanes habían logrado en Champagne. La ofensiva del día 9 fue un éxito pues, a través de la brecha abierta por Von List al IV Ejército francés, Guderian arrasó con sus tanques, llegando a Châlons-sur-Marne el 12 de junio, a Lampes el 15 y a Pontarlier el 17. Desde allí marchó a ocupar la línea Maginot.

La guerra estaba perdida, el ejército francés roto y los alemanes avanzaban sin cesar. Rommel avanzó 240 Km en un día, dejando aisladas a 17 divisiones francesas. El 14 de junio el XVIII Ejército alemán entraba en París, declarada ciudad abierta. El 16 los alemanes llegaban al Ródano, cruzaba el Loira y avanzaban hacia Burdeos.

El gobierno francés, después de barajar la posibilidad de crear un “reducto bretón”, abandonaría París camino de Burdeos. A lo largo del peregrinaje, sus componentes se enzarzaron en violentas discusiones sobre que medidas tomar para paliar los efectos de la guerra. Reynaud incluso pensaba en trasladar las instituciones al norte de África, mientras que los ministros militares veían mejor firmar un armisticio. La derrota agudizó los problemas existentes dentro de la III República, que se rompió por las divisiones internas y la amenaza externa.

Petain asumió la presidencia tras la dimisión de Reynaud el 18 de julio. También De Gaulle abandonaba Burdeos de noche, mientras su madre agonizaba, para crear y presidir en Londres el Comité de la Francia Libre. Petain entró en negociaciones con el enemigo, que se mostró bastante benigno. Francia quedó dividida en dos zonas: atlántica, de ocupación alemana, y Mediterránea, la Francia de Vichy (Francia central y oriental), que disponía de un ejército de 100.000 hombres y 125.000 en las colonias. El armisticio de Rotondes (22 de junio de 1940) es calificado por muchos como un error. Francia cedía a Alemania los territorios de Alsacia y Lorena, con lo que Hitler se apuntaba un éxito simbólico. Por otro lado, gobierno italiano entró en la lucha (10 de junio de 1940), al lado de Alemania logrando entonces la anexión de Saboya.

Los triunfos del ejército alemán aplacaron la sed territorial de Hitler, que no esperaba el desplome francés, y buscaba consolidarse en el continente. Hitler no olvidó el enfrentamiento con Rusia y tampoco pensó nunca en aplicar el exterminio a Gran Bretaña, cuya tenacidad admiraba. En este sentido, se dejaba influir por Rudolf Hess, que creía firmemente en la alianza natural y espontánea con Gran Bretaña, las dos grandes potencias continentales. Sin una paz con Inglaterra, los alemanes no podían hacer frente al comunismo, de manera que buscaban esa paz, que hubiera dejado al Benelux y a Francia ocupados. Hitler llegó a hacer proposiciones de paz al Reino Unido en su discurso ante el Reichstag el 19 de julio. Pero la voluntad de acero del premier británico Churchill, en su discurso Sangre, sudor y lágrimas, hizo que Hitler se embarcara en la invasión de las islas, empresa que resultaría desastrosa.

LAS CAMPAÑAS EXCÉNTRICAS: LA BATALLA DE INGLATERRA Y EL DUELO NAVAL EN EL ATLÁNTICO

Los planes para la invasión de Inglaterra

La invasión de Gran Bretaña (Operación León Marino) fue decretada por Hitler sin mucho convencimiento, por inercia y por orgullo. Los preparativos de la invasión estuvieron marcados por los problemas entre los estados mayores germanos de la Kriegsmarine, de la Luftwaffe y de la Wehrmacht. La marina alemana no podía asegurar el control del Canal de la Mancha debido a sus pocos submarinos, y sin ese control era imposible el desembarco de la Wehrmacht en las islas, de manera que la Luftwaffe tenía la última palabra.

La Luftwaffe había nacido en 1935 al amparo de la reconstitución de la fuerza aérea alemana, que se había hecho con apoyo de la Lufthansa, que había proporcionado aparatos, hombres y experiencia. El aprendizaje de la Legión Cóndor en la Guerra Civil española dio el espaldarazo definitivo a la Luftwaffe antes de la Segunda Guerra Mundial.

Estas armas iban a protagonizar la batalla de Inglaterra por parte germana. Desde el 13 de agosto de 1940, 1.485 salidas de la Luftwaffe, 700 de la R.A.F., con 40 y 13 bajas respectivamente, tres flotas alemanas (la II de Kesselring, la III de Sperrle y la V de Strimpff) centraron sus esfuerzos en la destrucción de los 36 escuadrones de la Fighter Comand de la Royal Air Force británica, al mando de Sir Hugh Downing. Éste organizó la defensa dividiendo su división en 4 grupos de cazas, el X al sudoeste de Inglaterra y sur de Gales, el X al sudeste de Inglaterra y Londres, el XII en el centro del país y el XIII en el norte de Inglaterra, Escocia e Irlanda. El XI y el XIII fueron los mejor dotados (en ellos estaba el 92º escuadrón, con el mayor número de victorias al final de la guerra, 327 enemigos derribados). Los recursos humanos fueron bajos en todos lados, cada escuadrón contaba con 150 hombres de personal técnico y de tierra para reparar los aviones. A pesar de la ayuda de pilotos polacos, canadienses y franceses, la aviación británica llegó al límite de sus fuerzas, con cinco o seis y hasta diez salidas diarias.

Desarrollo y desenlace de la batalla de Inglaterra

Pese a su superioridad material (2.669 aviones frente a 1.350), la Luftwaffe perdió la batalla de Inglaterra. Los modelos que participaron en la contienda en muchos casos no eran adecuados y eran excesivamente vulnerables, con poca potencia defensiva (una o dos toneladas de bombas) y tampoco alcanzaban objetivos lejanos. Así el stuka debió ser retirado en plena contienda el 18 de agosto. Sus adversarios poseían un armamento inferior, eran más lentos y ascendían a menos velocidad, pero se movían y maniobraban con superior desenvoltura y facilidad.

La operación León Marino se saldó con un fracaso debido a la mejor táctica británica, la mayor pericia de sus pilotos y la eficacia de su defensa antiaérea (1.700 cañones), pero también por la aplicación del radar, que había sido puesto a punto por Gran Bretaña en 1935, por Robert Watson-Watt. Las estaciones de radar de la costa detectaban a 100 Km la llegada de formaciones enemigas, número de aparatos y su rumbo, de manera que la R.A.F. despegaba con los efectivos suficientes en busca del punto donde interceptarlos.

Sin embargo, la victoria pudo cambiar de manos en varias ocasiones, sobre todo debido al número de aparatos de la Luftwaffe, pero los errores de Göering y las intervenciones de Hitler en el plan primitivo de atacar las estaciones de radar, campos de aterrizaje, refinerías de petróleo, fábricas de aviones, aeródromos del Mando de Cazas XI y XII para atacar Londres y el interior industrial, preservarían los centros del dispositivo aeronáutico británico facilitando su capacidad de respuesta. En la noche del 24 al 25 de agosto un bombardeo por error y contra sus órdenes descargó sus bombas sobre Londres, que tuvo su replica en Berlin a las pocas horas por parte británica. La destrucción de Londres fue un símbolo y, a primeros de septiembre, miles de bombas explosivas destructoras e incendiarias atacaron Londres, sobre todo la noche del 7 de septiembre cuando el fuego de las bombas sirvió de referencia para las diferentes oleadas.

El intento de doblegar a los británicos con el terror y la muerte no dio resultado frente a un pueblo consciente de que resistir en retaguardia es tan importante como hacerlo en el frente. A mediados de septiembre, Hitler ordenaba el término, aunque hubo más bombardeos, de forma intermitente, sobre Bristol, Liverpool, Birmingham, Plymouth etc., hasta junio de 1941, sin reanudarse más con regularidad. Aunque los bombardeos alemanes no alcanzaron las proporciones de los sufridos por las ciudades alemanas al final de la guerra, algunos fueron especialmente duros como el de Coventry el 14 de noviembre, y pusieron al descubierto el poder destructivo que alcanzaba este conflicto, que sólo estaba entonces en su inicio, y donde la población civil era un enemigo a batir por su integración en la maquinaria bélica y por sus labores de aprovisionamiento, rearme etc.

El fracaso de la Operación León Marino no fue un gran problema para el Führer, más preocupado por el tema de la U.R.S.S., de manera que desde la primavera de 1941 preparó la Operación Barbarroja: La conquista de Rusia extendería el III Reich desde el Ártico a los Urales, creando la “Gran Alemania” y oponiendo una muralla infranqueable a los hordas asiáticas. En este momento, numerosos destacamentos que estaban en Francia marcharon hacia el Este para preparar la ofensiva contra Rusia, que fue decretada para mayo, con el fin del deshielo.

La flota alemana en el Atlántico

La flota alemana antes de la Segunda Guerra Mundial había sido marginada por la República de Weimar, pero también el Tratado de Versalles le había prohibido el uso de submarinos. Dentro de la marina germana existía, también, una polémica entre innovadores y tradicionalistas. Raeder y Döenitz pedían construir grandes unidades de superficie olvidando los portaaviones, pero también había círculos que pensaban que el futuro estaba en la guerra submarina.

El Tratado de Londres (1935) era la piedra de toque en la evolución de la Marina germana, que alcanza un 35 % de la flota en superficie y un 45 % de la submarina. Hitler ordenó el rearme alemán con el Plan Z, cumplido a medias, pero que inauguró toda una carrera en los astilleros de Hamburgo, Bremen y Kiel, de manera que a comienzos de 1939 la flota alemana estaba cerca de las 100.000 t. con 70.000 más en construcción. Entre los astilleros Deutsche Werke, Germania y Deschinh se distribuirán las 32 quillas de los nuevos submarinos.

Al estallar la guerra, Alemania poseía 57 submarinos (los U-Boote), pero sólo 23 podían operar en el océano abierto, Italia tenía 105, la U.R.S.S. 150, Estados Unidos 100, Francia 77 y el Reino Unido 58. Los submarinos alemanes oscilaban entre 500 y 800 t., se sumergían a 200 m. con autonomía para tres semanas, pero dos años más tarde su número había aumentado a 1.500, con un radio de acción de 37.500 Km y una profundidad de inmersión de 250 m.

En 1939, Hitler aceptó la propuesta de Raeder tras romperse los acuerdos de 1935, que consistía en la botadura diez años más tarde de 9 acorazados, 18 cruceros de batalla y 250 submarinos. El Führer acortaría los plazos de entrega, pero seguía notándose la falta de portaaviones. El único fue el GR.A.F. Zeppelin, activo desde 1940, que no llegó nunca a acabarse y fue barrenado al final de la guerra para que no lo tomaran los rusos. A mediados de la guerra se pensó en convertir algunos cruceros y transatlánticos en portaaviones pero no se hizo,

La Kriegsmarine estuvo en un puesto secundario. Göering destinaba poco presupuesto para la Marina, de manera que todo iba para la aviación. Pero tampoco la Kriegsmarine contó con una aviación propia, lo que fue su Talón de Aquiles y sólo a través de los submarinos estuvo a punto de provocar el colapso del enemigo.

La invasión de Noruega fue el bautismo para la Kriegsmarine. Raeder veía en la conquista de ese país la única forma de encontrar una salida al Atlántico, frente a la superior flota británica. En Noruega, sólo los U-Boote y la Luftwaffe causaron pérdidas al enemigo. Pero también supuso una carnicería la Operación Juno (8 de junio), donde diez destructores y tres cruceros fueron hundidos y cinco cruceros inutilizados. Pero los alemanes también aprendieron que sin el control del aire no controlarían las operaciones anfibias. Más adelante, en Países Bajos y Francia la Marina no hizo nada importante, pero tampoco pudo impedir la unión de las flotas belga y holandesa a la británica.

Las primeras acciones de la Kriegsmarine no empezaron mal. El acorazado Admiral GR.A.F. von Spee persiguió presas por el Índico y el Atlántico Sur hasta que fue atacado el 13 de diciembre de 1939 por las fuerzas de la R.A.F. cerca del Río de la Plata. Otra intrépida acción la protagonizó el U-47 del teniente Günher Prien al penetrar en la bahía escocesa de Scapa Flow hundiendo el acorazado Royal Oak. Otras hazañas marítimas fueron las del Oriol, el Penguin, el Thor, el Atlante, el Kormoran, el Wideer etc. Debido a estas acciones, la Royal Navy tuvo que escoltar a los convoyes aliados que cruzaban el Atlántico desde el inicio de la guerra.

La neutralidad de la Irlanda de Eamon De Valera y de España favoreció un radio de acción desde el Atlántico en el golfo de Vizcaya hasta el Ártico. Esto era una plataforma para cortar el tráfico comercial a Gran Bretaña. También ayudaron a este menester las posesiones alemanas en la costa francesa, donde Döenitz estableció su cuartel general. Para reforzar estas operaciones contra Gran Bretaña, un grupo de submarinos italianos llegaron a Burdeos, el destacamento Beta. Alemania llegó a demostrar en el primer año de la guerra una gran efectividad en este terreno.

En este tipo de guerra se mostró un invento más que demostró el ritmo de los progresos científicos alemanes, la mina magnética. Sin embargo, la Luftwaffe se negó a que los hidroaviones Heinkel-105 cumplieran esa misión de minado magnético. También los británicos descubrieron los efectos de tal arma, contrarrestándolos con un anillo desmagnetizador.

El siguiente paso en la guerra fue la, denominada por Churchill, Batalla del Atlántico. Esta fase del conflicto duró más de tres años, con dos únicos combatientes, las fuerzas aeronavales británicas y los submarinos de Döenitz. Los submarinos alemanes no contaban con el apoyo aéreo de la Luftwaffe, al igual que las unidades de superficie (un ejemplo de ello había sido el hundimiento del Bismarck). De forma esporádica los aparatos germanos respondieron en su ayuda. Los ejemplos de ello son éxitos rotundos, como cuando a fines de 1940 la coordinación entre la Luftwaffe y los U-Boote hizo que el tráfico de combustible hullero a Londres quedara cortado.

Debido a problemas en los torpedos hasta finales de 1940, los U-Boote no alcanzaron de nuevo su ritmo. La Marina inglesa era incapaz de proteger sus barcos, de manera que hacía que las embarcaciones se dispersaran para alcanzar individualmente la costa americana, siendo presa fácil para los U-Boote.

La ruta entre el Reino Unido y sus colonias africanas también hubo de ser protegida, lo mismo que en el Norte, con un especial cuidado sobre la zona de Escocia, lugar muy frecuentado por los U-Boote. Pero los ingleses también tuvieron sus fallos y, así, los aviones del Coastal Command se dedicaban a perseguir cualquier rastro de los U-Boote y a escoltar los convoyes. La corrección de estos problemas hizo que se superaran las pruebas de los submarinos germanos. Al cabo de año y medio todos los comandantes de los U-Boote habían muerto o eran prisioneros.

En los primeros años de la Batalla del Atlántico, los submarinos germanos actuaban en superficie y operaban de noche o con tiempo encapotado para aprovechar su mayor velocidad (17 nudos / hora) y no ser localizados por los ASDIC (Allied Submarine Detection Investigation Conmitee), ya que los U-Boote sumergidos rechazaban las ondas ultrasonoras y se sabía donde estaban. Pero el éxito de los submarinos se debió al sistema de avituallamiento en alta mar, donde había buques-cisternas (en plena batalla llegaron a ser 13 avitualladores). Pero también estos submarinos de aprovisionamiento, las vacas lecheras, fueron hundidos por portaaviones ingleses como el Eagle o el Victorious.

Realmente fue la declaración de guerra entre Washington y Berlín la que frustró la victoria alemana en la guerra. Los meses iniciales de 1942 fueron favorables a los U-Boote, llegando a las costas orientales de los Estados Unidos, donde cobraron grandes triunfos. Así la Operación Música de Timbales llegó a hundir 327.000 t. de barcos entre enero y febrero de 1942, y 2 millones en las aguas comprendidas entre Groenlandia y el estuario de la Plata en el semestre siguiente. Döenitz trasladó allí cinco submarinos tipo IX para iniciar la guerra en América, actuando en las Antillas buscando cortar el tráfico de petroleros de Venezuela a Estados Unidos.

Esta acción fue el principio del fin, ya que el Coastal Command tenía ayuda de aviones norteamericanos desde Islandia, Groenlandia, Terranova, las Antillas Británicas, las Azores etc. también la cooperación de la aviación y la flota americanas empezó a rastrillar el Atlántico Norte donde actuaban los U-Boote, que se batieron en retirada. Döenitz intentó un último esfuerzo en 1942 y alcanza un récord de 2,5 millones de t. hundidas, pero la tendencia se invirtió en 1943, con 236 submarinos germanos hundidos, frente a los 22, 33 y 84 de 1940 a 1942. Las pérdidas alemanas seguían en continuo ascenso, y los astilleros aliados eran superiores; la Royal Navy contaba en 1943 con cerca de 3.000 buques de escolta.

La ayuda norteamericana para los aliados fue incalculable, echando una mano a Gran Bretaña en los peores momentos de la Batalla del Atlántico, con la fórmula del Cash and Carry. Los ingleses tuvieron acceso a todo el material de guerra que necesitaron. También desde septiembre de 1940, tras la cesión de 50 destructores a cambio de bases, la actitud de la US Atlantic Fleet fue más beligerante. A la vez, los acuerdos con el gobierno danés de los aliados para ocupar Groenlandia e Islandia, cerraron el Atlántico Norte a la Kriegsmarine. Pero también los británicos pusieron en funcionamiento el ingenio, haciendo frente a los grandes rotos de la Marina alemana y, así, el perfeccionamiento del radar, el de la banda S y el gonio HF/DF, fueron una sorpresa contra la invulnerabilidad de los U-Boote. Lo mismo sucedió con otros ingenios, los erizos, las grandes MINOX, los CAS (cargas de profundidad antisubmarinas), el proyectil cohete (rocket) etc., aunque el sonar (sound navigaton and ranging) se debió a los americanos. El Eje estaba entrando en la decadencia.

Los anglosajones también pusieron en práctica los “grupos de apoyo” (Hunter Killer Grouops), integrados cada uno por doce navíos especializados en la guerra antisubmarina, que contaban con todos los ingenios anteriores, de manera que los U-Boote se marcharon hacia el Sur, donde su verdugo fueron los norteamericanos. La guerra en el mar fue la guerra de la ciencia y la economía, en ella se pusieron en práctica todo tipo de ingenios por parte de uno y otro bando, destinados a destruir o anular los efectos de los artefactos del contrario.

Sin embargo, la victoria en la carrera armamentística en el mar fue para los aliados, salvo algunos inventos germanos como el torpedo Murder o el tubo de ventilación Schnorkel, en el otoño de 1944, ingenios que llegaron muy tarde para cambiar el rumbo de la guerra, y que serían aprovechados por las marinas vencedoras.

En cuanto a la Marina de superficie, la superioridad británica era abrumadora y, salvo excepciones como las victorias de los cruceros de combate Scharnhorst y Gneisenau en la Operación Berlín, que tenía como objetivo dificultar el tráfico inglés en el Atlántico Norte entre Islandia y Groenlandia en el primer trimestre de 1941, se puede calificar de discreto. Las unidades de superficie fueron muy criticadas por Hitler, de manera que Raeder puso en marcha la Operación Rheinüburg (20 de mayo) a cargo del Bismarck y el crucero Prinz Eugen. El Bismarck desilusionó ampliamente pues, tras vencer al mayor buque de la Marina inglesa (el Hood), en el Estrecho de Dinamarca, fue hundido en el golfo de Vizcaya por la Marina británica el 27 de mayo de 1941.

El resto de las grandes unidades de superficie germanas, situadas en Francia, comenzaron su traslado a Noruega pese a la vigilancia inglesa del Canal, en febrero de 1942 y a pleno día, aprovechando el desconcierto creado por los bombardeos en Brest. Este fue uno de los éxitos de la Kriegsmarine, ayudada por la III Luftflotte del mariscal Sperrle. Luego estuvo casi en el dique seco casi todo el año y, tras la Operación Arco Iris, que provocó el hundimiento del destructor Friedrich Eckoldt, Hitler perdió los nervios y acusó a Raeder de incompetente, de manera que la última acción de éste antes de dimitir fue convencer al Führer de que no desguazara la flota y aprovechara su artillería para el ejército de tierra.

El sustituto de Raeder fue Döenitz, que paralizó el programa constructivo de su antecesor, ya que comprendió que la Marina no podía llevar a cabo ninguna operación de entidad. En este momento se construyó el último monstruo de la escuadra alemana, el acorazado Tirpiz, que estuvo poco tiempo en el mar, saliendo sólo dos veces, en enero y julio de 1942. Hitler lo quiso desarmar, destinando su artillería a la costa noruega, pero Raeder lo disuadió, aunque ya no participó en ninguna operación. El Tirpiz estuvo en los fiordos noruegos hasta su destrucción por la R.A.F. EL 12 de noviembre de 1944, pero su presencia allí entorpeció el avituallamiento a Rusia. Junto con la ruta del Atlántico Norte, otra ruta importante para los aliados era la que iba al puerto de Murmanks o Arcángel. El ejército alemán la tenía a su alcance por la proximidad de sus bases, de manera que durante dos años fue un terreno de caza para los U-Boote, pero, desde el verano de 1943, cambió el signo de los acontecimientos, con el portaaviones de escolta en los convoyes a Murmanks. La Marina alemana puso fin así a su momento de gloria. En la Batalla del Cabo Norte (26 de diciembre de 1943), el gran crucero Scharnhorst sería hundido después de una persecución y ataque de los navíos y aviones de la Royal Navy. La batalla duró un poco más que la del Atlántico, pero demostró lo encarnizada que era la lucha y la dureza de las condiciones en que se combatía.

A mediados de 1943, Alemania tenía perdida la guerra tanto en el mar como en tierra, el bloqueo al Reino Unido había fracasado. Döenitz y la ciencia alemana hicieron algo por retrasar lo obvio, se produjeron U-Boote en calidad y número asombrosos, pero la Kriegsmarine nada pudo hacer sino reavivar con acciones aisladas las glorias pasadas. Así sucedió el 6 de junio de 1944, cuando lanzó un ataque desde Cherburgo y El Havre a la flota anfibia aliada, pero la respuesta no se hizo esperar. En un ataque aéreo a El Havre el 15 de junio, 30 buques y la base naval fueron destruidos. El ataque de los submarinos llegados desde el Atlántico causó insignificantes pérdidas y los aviones preparados para la lucha antisubmarina acabaron con más de la mitad de la flota submarina germana.

A finales de 1944, los restos de la flota de superficie, que servían de buques-escuela, sirvieron para evacuar a los heridos de la Wehrmacht y a la población civil, lo mismo que cubrían su retirada. Así, los cruceros Prinz Eugen, Lützow y Admiral Scheer formaron el Segundo Grupo de Combate, que actuó en la retirada alemana en el Este, aunque en abril éstos se hundieron por los ataques de las aviaciones inglesa y soviética. Los pequeños barcos sustituyeron a estos en la retirada, enfrentándose a los buques soviéticos en su marcha a Occidente y en la retirada de sus tropas y de la población civil hacia Alemania.

Finalmente, en los Juicios de Nuremberg, se demostró que la Kriegsmarine actuó durante la guerra de acuerdo a las normas del Derecho Internacional, salvo en casos extremos, y sólo un capitán “corsario” fue condenado a prisión por no salvar a la marinería de dos buques y disparar, tras haberse rendido, sobre un mercante.

El balance de la actuación de la Marina en la guerra resulta positivo para los británicos y los norteamericanos, que jugaron mejor sus cartas en este tema, mientras Alemania apostó por la aviación y no le salió bien la jugada. Tras el fracaso de la invasión a Inglaterra, Alemania no supo ver que el grueso de la contienda se desarrollaría en el mar.

Las acciones en el Mediterráneo

Antes que en el Atlántico, en el Mediterráneo se desarrolló otro importante capítulo de la guerra. Tanto en Alejandría como en Orán, la Armada inglesa se deshizo del peligro que supondría que los navíos franceses cayeran en manos de los alemanes. El 3 de julio de 1940, Churchill ordenó que los barcos franceses se adentraran en territorio inglés o que fueran hundidos. En Mazalquivir, salvo el Strasbourg, que huyó, los demás fueron torpedeados por el almirante Somerville y, en Alejandría, el almirante Cunningham, al mando del Mediterranean Squadron, logró desarmar a los navíos franceses. El impacto se produjo tanto en la Francia de Vichy como en la Francia Libre.

El resto de la escuadra francesa permaneció anclado en Toulon hasta su auto inmolación en noviembre de 1942, pero también con la Kriegsmarine paralizada de momento por los fallos de su artillería torpedera, Italia e Inglaterra quedarían frente a frente en el Mediterráneo. Italia era la quinta potencia naval del planeta, y desde Abisinia había modernizado mucho su flota. Ésta contaba con 2 acorazados (Littorio y Vitorio Veneto), 4 acorazados de 23.600 t. (Conti di Cavour, Duilio, Giulio Cesare y Andrea Doria), 7 cruceros pesados, 59 destructores, 68 torpederos, 105 submarinos, 200 buques auxiliares, 70 lanchas torpederas, minadores, dragaminas, etc. Pero también hay que destacar la posición central en el Mediterráneo de Italia. Pero la Regia Marina no contaba con portaaviones y fuerzas aeronavales por rechazo del Duce, de manera que la Marina más flamante era la más anticuada.

Enfrente tenía a la Marina que mejor había adaptado los ingenios tecnológicos y las nuevas formas de guerra. Italia no tenía otro camino que el mar y, al olvidarlo, le llegaron grandes desastres. El principal fue el ataque a Tarento en la noche del 11 al 12 de noviembre de 1940. Los aviones torpederos británicos hundieron dos cruceros y alcanzaron al Cavour, al Duilio y al Littorio, en un ataque que inspiraría a Yamamoto el suyo a Pearl Harbour.

La neutralización de Malta durante febrero-marzo de1941 por los bombardeos de la II Luftflotte hizo pensar a los alemanes que podrían expulsar a la Royal Navy del Mediterráneo en una gran batalla aeronaval. La Marina italiana, consciente de sus posibilidades, pensó en obstaculizar la ruta entre Grecia y Alejandría. Aprovechando la mayor velocidad del Vitorio Veneto podría atacar a los convoyes mediterráneos. Pero la falta de aviación fue fatal para la Regia Marina, y, así, en una incursión de la flota fue avistada por una patrulla británica. Cuningham envió el grueso de la flota inglesa y el combate tuvo lugar al sudeste del cabo Matapán el 27 y 28 de marzo de1941. El saldo fue terrible para Italia, que redujo su flota desde entonces a misiones de escolta y protección, sin ningún espíritu ofensivo. Mussolini se dio cuenta del error e intentó convertir en portaaviones a los transatlánticos Roma y Augustus, pero con ello no pudo ni proteger el tráfico italiano con Libia.

Desde el otoño de 1941, los italianos recibieron el apoyo de los alemanes y, así, los U-Boote intentaron dejar expedito el camino de Italia con África. Esta colaboración trajo algunos éxitos, como el hundimiento del acorazado Barham (25 de noviembre de 1941), el del portaaviones Eagle (12 de agosto de 1942) y la detención de la Operación Pedestal con un convoy aliado para socorrer a Malta y Egipto y donde hundieron al Eagle. Sin embargo, en 1943 su actividad cesó, 50 de los 60 U-Boote estaban hundidos,

La Marina italiana estaba desarticulada y la falta de abastecimiento al norte de África hizo que aquellos territorios fueran perdidos para las potencias del Eje. Los portaaviones ingleses y los bombardeos desde Malta, que nunca pudo ser expugnada, destrozaron las comunicaciones de Italia y su empeño de controlar, por lo menos, el Mediterráneo Occidental.

LA GUERRA EN EL DESIERTO

El teatro de operaciones en el Norte de África en 1940

Si en el mar Italia dio muestras de su impotencia, lo mismo sucedió en el desierto. Hitler rechazó la expansión italiana tras el armisticio entre Alemania y la Francia de Vichy (10 de julio de 1940) a costa de los territorios fieles a Francia. Mussolini intentó una muestra de eficacia y atacó las posesiones inglesas con el utópico objetivo de tomar Suez. El rey Víctor Manuel III se dio cuenta, tras la invasión de Abisinia de 1935, de que Italia no tenía un ejército poderoso y moderno. Así lo manifestó para disuadir a Mussolini de la alianza con el III Reich.

En vísperas de la guerra, Italia contaba con 67 divisiones, además del cuerpo de ocupación en Etiopía, pero estaba muy lejos del potencial del III Reich. El mariscal Badoglio criticó la aventura de Mussolini. La aventura de Abisinia y la guerra de España habían puesto al descubierto las deficiencias del ejército italiano (material anticuado, falta de pilotos, de vehículos etc.).

Este ejército desempeñaría un desastroso papel en la invasión de Grecia y en la cooperación con la Wehrmacht en Rusia. Entre julio y agosto de 1940, 400.000 hombres avanzaron por Sudán, Somalia, Egipto y el Norte de Kenia. El león del desierto, mariscal Grazziani, por Occidente (13 de septiembre) y el duque de Aosta, virrey de Etiopía, encargado de llegar al Mediterráneo con 54.000 italianos y 270.000 indígenas, llevarían el ataque.

El mariscal Wavell, general en jefe de las fuerzas británicas en Oriente Medio, se concentró en contrarrestar a Grazziani, llegando a Sidi Barrani (16 de septiembre), pero la otra punta de la ofensiva se quebró por las divergencias estratégicas. Los 300.000 hombres del general O´Connors, VII División Acorazada y IV División India que formaban la Western Desert Force, con carros Matilde, derrotaron el 11 de diciembre de 1941 en Sidi Barrani al mariscal Grazziani, que contaba con 80.000 hombres. O´Connors se adentró por la Cirenaica italiana tomando Sollum, Bardia (5 de enero de 1941), Tobruk (22 de enero) y Bengasi (7 de febrero). En estos movimientos los ingleses pusieron en práctica la táctica envolvente impidiendo la retirada del enemigo. Cuando las tropas de O´Connors iban a dar el empujón final a Garibaldi, sustituto de Grazziani, recibieron la orden de marchar a Grecia para ayudar a la resistencia de ese país contra Hitler y Mussolini.

Esta primera campaña inglesa en el desierto es admirable, ya que en dos meses se produjo una cabalgada de 900 Km, y dos divisiones destruyeron un ejército, haciendo grandes capturas. Las tropas italianas serán dispersadas con su derrota. Cuando los británicos acumulen fuerzas, desde Kenia, el general Alan Cunningham penetrará en la Somalia italiana, para tomar más adelante Etiopía, conquistando su capital el 6 de abril de 1941. En Eritrea el éxito sonrió a los británicos pues, tras la batalla de Keren, tomaron la capital, Asmara (1 de abril de 1941), y en una semana la base de Masawa. Al sur de Etiopía, el duque de Aosta se rendiría el 19 de mayo al frente del núcleo italiano más importante aún combatiente.

La llegada del “Afrikakorps” y las primeras campañas

Italia se convirtió entonces en satélite de Alemania. El debilitamiento de las fuerzas de Wavell, adscritas al ejército griego, favoreció que venciera Erwin Rommel, convirtiéndose en uno de los generales más famosos de Hitler. Desembarcó en Trípoli el 12 de febrero de 1941, ayudando a los italianos con dos divisiones blindadas, origen del Afrikakorps. Rommel, el zorro del desierto, hará un uso muy importante de los instrumentos de batalla. Rommel utilizará sobre todo el Flak, cañón terrestre por excelencia, contra tanques y artillería. Este era el principal elemento de combate de Rommel, que raramente utilizaba los tanques, y sólo los más maniobrables y veloces.

Sin ningún tipo de adaptación, Rommel pasó enseguida a la acción. Atacó a un ejército británico acostumbrado y complacido por las victorias que había logrado sobre el enemigo. La reconquista de la Cirenaica parecía imposible, pero el momentáneo dominio del Mediterráneo por Italia permitió la llegada de la XV División Panzer a Trípoli y de cerca de 450.000 t. de material bélico. Los ataques sorpresa de Rommel causaron sorpresa en los británicos. El general Sir Richard O´Connors fue hecho prisionero y los alemanes tomaron Bengasi, Mecheli, Derna y Bardia. Tras esto la IX División australiana recibió la orden de defender Tobruk a cualquier precio. A finales de abril las tropas germano-italianas redoblaron los intentos de tomar el puerto de Tobruk. Los británicos crearon un perímetro defensivo, la Línea Roja y la Línea Azul, colocando en ellas piezas de artillería antiaérea y de tierra. Los alemanes atacaron pero los australianos resistieron en el saliente de Ras-el-Madauer.

Rommel avanzó hacia el Este, camino de la frontera egipcia. La Operación Brevity (5 al 6 de mayo) reconquistó el paso de Halfalla, frontera con Egipto. Rommel empezó a utilizar la táctica de atacar al enemigo por la espalda, para provocar pánico y que el enemigo se dispersara. Wavell preparó la Operación Battleaxe (15-17 de junio), pero Rommel actuó con mayor rapidez, con lo que el paso de Halfalla se hizo famoso por los ataques del Afrikakorps. Estableció un sistema de fortificaciones y de campos minados que atraparon a la vanguardia británica, destruyendo sus tanques Matilde y Crusaders a placer. Los británicos llevaron a cabo una ofensiva intentando reconquistar sus posiciones, En ese momento la victoria parecía escapársele a Rommel, pero 30 de sus 200 tanques atravesaron la cortina de fuego de los artilleros enemigos. Reorganizó el VIII Regimiento y la V División ligera y lanzó un ataque frontal, aprovechando que los británicos habían retirado a Egipto parte de sus tanques para repostar. Los panzer de la V División se enfrentaron a los británicos, sin contar con el apoyo de los cañones de 88 mm, y tras seis horas, el Afrikakorps logró su primera victoria en la tarde del día 17.

Churchill se dio cuenta de la importancia del control de África para los intereses británicos en la primavera de 1941, frente al poder ofensivo de los alemanes, de manera que empezó a concentrar materiales y hombres de las colonias asiáticas para ponerlos a las órdenes de Auchinleck, sustituto de Wavell, y permitirle preparar una contraofensiva. En el bando germano, desde el otoño de 1941, Rommel dejó de recibir una ayuda que le era indispensable, pues sus enemigos de la OKW disuadían a Hitler de enviar a éste un material qué necesitaba más la Wehrmacht, inmersa en Rusia. Por otro lado, en el Mediterráneo, el reforzamiento de Malta había hecho que los convoyes italianos para Libia no alcanzasen las costas africanas, perdiéndose cerca de 200 barcos mercantes.

El 18 de noviembre Auchinleck lanzó una ofensiva con el VIII Ejército, al mando de Cunningham, la Operación Crusader, en la que los tanques ingleses, peores que los del Eje, les superaron. En un principio, ésta parecía que iba a romper el cerco de Tobruk, pero era más ambiciosa, iba directamente a expulsar al Afrikakorps de la Cirenaica. El XIII Cuerpo de ejército atacó por el sur con el objetivo de envolver o fijar las guarniciones ítalo alemanas. El XXX Cuerpo al mando del general Norrie llevaba el ataque principal, pero fue frenado ante Sidi Resegh por los germanos. Rommel decidió un ataque suicida sobre la frontera egipcia. Un malentendido con Von Ravenstein evitó un desastre mayor, ya que muchos tanques estaban sin combustible y destruidos. El día 27 los británicos ocupaban Sidi Resegh, pero sobre ella volvió Rommel con los restos de sus divisiones panzer, logrando aislar Tobruk el 1 de diciembre. Sin embargo, tras ser derrotadas sus columnas blindadas por la V Brigada neozelandesa y la V hindú, lanzaría una ofensiva contra Tobruk (4 y 5 de diciembre). Sabiendo que Auchinleck preparaba una ofensiva, retrocedió, pero no sin lanzar ofensivas como la de Heli Alyafer (27 de diciembre). A finales de 1941, la partida del desierto estaba aún en el aire tras la reconquista por Auchinleck de Bardia, Sollum y Halfaya, la toma de Bengasi (21 de enero de 1942) y rotura del cerco alemán de Tobruk.

Hitler, en plena batalla de Rusia, centró su mirada en el Mediterráneo. Para ello un grupo de submarinos abandonaron el Atlántico y se adentraron en el Mediterráneo, donde se cobraron piezas como el portaaviones Ark Royal, el acorazado Barham y el crucero Galatea. Además, Kesselring era nombrado comandante superior de las tropas alemanas en el Mediterráneo, aunque sin autoridad sobre los hombres de Rommel.

Una posible penetración de la flota japonesa en África Oriental, hizo que las acciones británicas disminuyeran la capacidad de iniciativa y maniobra de la escuadra inglesa cara al segundo enfrentamiento entre el VIII Ejército y el Panzer África.

Hitler y los estrategas alemanes comprendieron la importancia del envío de tropas para la ofensiva de Rommel y su Afrikakorps. La Batalla del Desierto había sido hasta entonces una guerra de desgaste en la que era imposible crear una línea consistente (sólo la vía Balbia de 1600 Km era recorrida una y otra vez por los ejércitos). A principios de 1942, los planes del OKW se modificaron para África: la conquista de Egipto supondría lograr petróleo para Italia, pero también el Medio Oriente quedaría bajo las tenazas de las tropas de Rommel y de Von Kleist, de manera que la presión sobre Turquía haría que ésta entrara en la guerra, favoreciendo el control del Mediterráneo y el desplome de la U.R.S.S..

Los éxitos de la marina y la aviación germanas y el mazazo japonés sobre las posesiones inglesas de Asia e Indochina hizo que los soldados británicos del Mediterráneo no recibieran ningún refuerzo, y además sufrirían la retirada de algunos efectivos destinados al Lejano y Próximo Oriente. La flota de Cunningham demostró una vez más su pericia en ofensivas ocasionales contra los italianos (20-21 de marzo), pero la R.A.F. no logró sus objetivos, y consecuencia de ello fue que, en el mes de enero de 1942, todos los abastecimientos italianos llegaron a su destino.

Rommel llevaría a cabo a principios de enero su segunda ofensiva y, así, el día 21 el Afrikakorps se lanzaba al ataque. El 7 de febrero en Atelat se producía el aplastamiento de la I División Acorazada; más tarde, la IV División india abandonaba Bengasi y Dema, abriendo el camino de Tobruk. Rommel fue nombrado coronel-general y se lanzó por tercera vez al ataque de Tobruk. La línea defensiva Gazalah-Bir-Hacheim se alargaba a través de 100 Km (en ella estaba la I Brigada de la Francia Libre). Cada punto de apoyo estaba rodeado de alambradas, minas y artillería, impidiendo que el enemigo abriera una brecha, de manera que esta barrera defensiva servía también como lugar desde donde lanzar un ataque y, al mismo tiempo, era una zona de retirada si era necesario.

El ataque de Rommel dio lugar a una violenta y confusa batalla de tanques y, aunque los tanques americanos General Grant habían sustituido al modelo Crusader, los del Afrikakorps siguieron con superioridad de maniobra, lo que dio la victoria a Rommel. El Afrikakorps envolvió Bir-Hacheim y avanzó hacia el centro del dispositivo de Ritchie, pero su intento de cortar la retaguardia británica no resultó, y Rommel quedó cercado por los Grant y los campos de minas, siendo bombardeado por la R.A.F.. Pero el Afrikakorps logró establecer un punto de apoyo donde estaba la 150 Brigada inglesa. Ritchie cometió el error de lanzar sus carros de modo gradual sin concentrar sus embestidas. La victoria tardó en decantarse por Rommel, que estuvo cercano a la derrota.

El agotamiento del contrario y la habilidad de Rommel al copar cuatro regimientos de artillería y abrirse paso a través de los campos de minas para recibir suministros y tanques (una vez caído Got-el-ualeb y vencida la defensa de Bir-Hacheim el 10 de junio) le permitieron lanzar una nueva contraofensiva hacia el mar por el Este, atrapando con sus divisiones panzer a las tropas acorazadas contrarias.

El descalabro británico fue tremendo. Rommel logró abrirse un pasillo por el campo de minas y llegar a Tobruk, que tras dos días de combate fue rendida por el general Klopper (21 de junio). El día siguiente Rommel fue ascendido a mariscal, poniendo así orden en las relaciones con sus teóricos superiores italianos. La persecución de Auchinleck siguió desde el 24 de junio. El VIII Ejército escapó a la maniobra de Marsa-Matruh y tomó posiciones en la línea de El Alamein, donde se entabló una dura y fluctuante batalla donde los soldados de Rommel no pudieron derrotar a un enemigo superior en hombres, armamento y moral. Las tropas del Eje perdieron la inercia de sus triunfos. El 4 de julio una contraofensiva de los ingleses provocó el pánico en las mejores tropas italo-alemanas. Una semana más tarde Auchinleck atacaba las posiciones germanas, pero tras diez días sería contenido, y el contraataque alemán haría que los ingleses se replegaran a su punto de partida. Se imponía en los dos bandos una tregua, perjudicial para Rommel, alejado de sus posiciones.

La derrota de los japoneses en Midway y el impacto de la pérdida de Tobruk hicieron que los Estados Mayores volvieran sus miradas hacia el Norte de África, considerando que, de momento, era imposible atacar a Alemania en su “muralla del Atlántico”. A Egipto empezaron a llegar tropas de refuerzo, entre ellas estadounidenses, y los tanques tipo Sherman que invirtieron el rumbo de la guerra de forma irreversible. A mediados de agosto, el Eje interceptó un convoy con destino a Malta, su última victoria, ya que unos días después eran echados a pique casi todos los mercantes italianos que abastecían al Afrikakorps.

El Alamein

Rommel ordenará su última gran ofensiva para dominar las alturas de Alam-el-Halfa, llave del desfiladero de El Alamein, que estaba minado y fortificado por Auchinleck y luego por Montgomery, que colocó en ella a la 44 División recién llegada de Inglaterra y bien entrenada. Rommel disponía de poca superioridad de hombres, no extensible a cañones, tanques y aviación. Durante una semana (30 de agosto-4 de septiembre) se libraría una cruenta batalla, en la que la táctica de Rommel de envolver al enemigo no funcionó debido a los ataques de la R.A.F. y de los tanques y al encontrarse frente a Montgomery y al VIII Ejército que había previsto la maniobra de Rommel. El 2 de septiembre el Afrikakorps se batía en retirada. La depresión de Al-Qatara se convirtió en el segundo refugio de Rommel y allí tuvo que establecer una línea defensiva en contra de su gusto, dividiendo sus panzers en grupos de combate. Rommel incurrió en un error ante la dificultad de su posición y tampoco podía sorprender a un enemigo creciente conocedor de sus estrategias. Cuando Rommel se retiró a Alemania, agotado, la victoria abandonó al Afrikakorps.

El triunfo estaba ya decidido cuando Estados Unidos preparó una flota de 500 navíos y 250 de transporte para desembarcar en el Norte de África. Este segundo frente fue lo que salvó a Japón, al diversificar los esfuerzos de sus adversarios, pero además, en la guerra planetaria se había decidido que Alemania fuera lo primero. El 23 octubre de 1943, momento de la ofensiva británica, Montgomery era superior en fuerzas al Eje, 1.440 tanques de los modelos Grant y Sherman frente a 550 y 1.500 aviones frente a 350.

Rommel comprendió la superioridad material del enemigo y planteó una estrategia defensiva, colocando los panzers en la retaguardia y también ordenó, antes de partir a Alemania, la siembra de un número increíble de minas y trampas explosivas, los llamados jardines del diablo, pero no pudo paliar la escasez de combustible y municiones de sus tropas. En este momento, el Mediterráneo estaba en manos de la Royal Navy, la R.A.F. y los bombarderos estadounidenses, que se cobraban numerosas piezas que impedían mantener las fuerzas del Eje en estado de combate.

La superioridad de medios y hombres (230.000 frente a 80.000), la ausencia de Rommel al principio del ataque, el pésimo servicio de información alemán al que la R.A.F. no permitía realizar vuelos de reconocimiento y el genio de Montgomery, que había estudiado profundamente las tácticas de Rommel hicieron que, tras diez días de combate, la victoria se decantase de parte del bando aliado. Perforada la línea del Eje, cuando Rommel se hizo cargo de las tropas el día 26 concentró sus fuerzas y lanzó un ataque con los restos de sus divisiones panzer para romper el saliente inglés. Sus tanques fueron machacados por el fuego de artillería y los bombardeos fracasando sus dos contraofensivas. El 2 de noviembre los británicos atacaron el punto de sutura entre germanos e italianos (Operación Supercharge). Los ataques germanos fracasaron y los aliados abrieron un corredor de 25 Km rompiendo en dos el frente del Eje. El 6 de noviembre el general Alexander, comandante en jefe de Oriente Medio, envió un telegrama a Churchill anunciándole que echara las campanas al vuelo, pues sólo había 13,650 bajas.

25.000 fueron las bajas de Rommel, en una retirada hecha de forma organizada, pero en la que fueron hechos prisioneros 75.000 hombres por falta de vehículos, una retirada que se vio favorecida por la lluvia torrencial que impidió el avance de los aliados, en la que se salvaba lo que podía ser útil, pero en la que los aliados se cobraron 100.000 piezas de artillería y la práctica totalidad de los tanques, dejados a lo largo de 1.300 Km Durante la persecución Montgomery empleó la misma táctica de su adversario en 1942. A la permanente amenaza de envolvimiento por su flanco izquierdo, Rommel respondió con trampas, retrocesos y huidas ingeniosas, logrando su objetivo, poner a salvo las tropas del Afrikakorps (100.000 alemanes y 25.000 italianos), cuyos veteranos podían dar juego en Europa. El 23 de enero de 1943 Trípoli cayó en manos de los ingleses.

La “Operación Torch”

El 8 de noviembre de 1942 comenzó la operación Torch: se produjo el desembarco del I Ejército americano en Casablanca y en otros puntos de la costa mediterránea bajo la soberanía de la Francia de Vichy, con el fin de coger por la espalda a los germano-italianos. Cuando Rommel se enteró, comprendió que su ejército estaba encerrado en una trampa y solicitó a Hitler el reembarque del Afrikakorps y de todos los soldados del Eje. Pero tanto Hitler como Mussolini tomaron una decisión opuesta, ante el éxito de Rommel al establecer las defensas en Mareth. Aprovechando una construcción francesa de los años treinta concibieron la posibilidad de vencer, de manera que enviaron más tropas y reforzaron los efectivos aéreos y terrestres. En el mismo noviembre enviaron dos regimientos aerotransportados y un batallón de ingenieros, constituyendo una división. En diciembre entró en combate la I División panzer, un mes después la 344 de infantería, y luego, junto al batallón de tanques pesados 501, la división acorazada Hermann Göering. El mando alemán lo recibió el general Nehring, luego Von Arnim y al final Rommel.

Junto con la línea de Mareth, las montañas que rodean la llanura de Túnez serían el principal objetivo germano. En los pasos de esas montañas se establecería la 334 División, siendo un lugar bélico por excelencia hasta el fin del Eje en África, ya que aprovechando las defensas naturales se excavaron pozos de ametralladoras y morteros. Esta zona es un lugar donde americanos, británicos y alemanes combatieron con gran ardor.

El desembarco en los puertos de Marruecos y Argelia, dirigido por Eisenhower, cogió por sorpresa al Eje, cuya marina y aviación no detectaron el convoy que transportaba desde las costas estadounidenses, inglesas e irlandesas a las tropas angloamericanas. La operación tuvo éxito, evidenciando el potencial de los americanos, pero el despliegue inicial cosechó varios fracasos que estuvieron a punto de dar al traste con la operación.

En noviembre de 1942, la Francia norteafricana era un hervidero de tensiones, la causa gaullista no contaba con simpatías ni de civiles ni de militares, y no se cuestionaba la legitimidad del gobierno del mariscal Petain. Los primeros contactos políticos se efectuaron a través de los consulados norteamericanos en el Magreb entre emisarios aliados y las esferas antigermanas de la administración y el ejército, contactos llenos de malentendidos y en los que intervino una densa red de espionaje, así como personajes poco definidos en sus posturas.

La primera postura de las autoridades galas fue la de resistir, sobre todo en Orán y Argel, donde los soldados yanquis sufrieron reveses en sus desembarcos. La intervención del almirante Darlan, que casualmente residía en Argel, decantó la causa a favor de los aliados. Darlan gestionó con el representante norteamericano Murphy y el general Juin el paso de la administración y el ejército a las nuevas banderas. Lo mismo sucedió con el general Nogués en Marruecos, el almirante Esteva en Túnez y el gobernador de Senegal, Boisson.

La situación era especialmente confusa, pero comenzó a aclararse tras el asesinato del almirante Darlan (24 de diciembre de 1942), a manos de Bonin de la Chapelle, un joven que lo consideraba sospechoso de doble juego. La presencia de Churchill y Roosevelt en Casablanca, entre el 14 y el 23 de enero de 1943 para trazar la política a seguir contra el Eje, logró enfriar las pasiones. Finalmente, el ejército y la administración franceses acabarían por aceptar el gobierno del Comité Francés de Liberación Nacional, presidido como un primus inter pares por De Gaulle que, aunque no era bien visto por los norteamericanos, acabó por imponerse. En agosto, el Comité fue reconocido por los Estados Unidos, Reino Unido, Canadá, Rusia, China y los estados de Iberoamérica.

Esta situación disminuyó la actividad de la operación Torch, dando lugar a que las tropas del Eje se hicieran fuertes en las murallas que rodeaban Túnez, aprovechando las construcciones francesas. Desde allí se lanzaron ataques contra el VIII Ejército de Montgomery, el XIX francés o el I americano. Rommel lanzó ofensivas sobre el II Cuerpo de ejército americano, que guarnecía los pasos de la cadena Dorsal, entre ellos Kaserina. Las divisiones panzer apenas contaban con 300 tanques, pero fueron arrollados los pasos de Faid, Maknassy, El Guettar y Sidi Bou Zid. Ello fue posible gracias a los esfuerzos del Afrikakorps y a la brillante operación diversiva sobre Kairuán y Fonduk por parte de Von Arnim.

El 14 de febrero de 1943 presenció la última genialidad de Rommel. Los Sherman americanos persiguieron a la avanzada blindada de Rommel en su simulado repliegue hacia el punto donde estaban los Flak, lo que provocó que 80 tanques fueran destruidos en Kaserina. Pero Rommel, con sus fuerzas intactas, recibió la orden de no lanzarse en campo abierto como pretendía atacando la retaguardia aliada en territorio argelino obligándoles a replegarse o envolviéndolos. Los aliados se rehicieron y se atrincheraron en los pasos del Gran Dorsal o Djebel Tebessa.

Rommel no había abandonado sus planes, pero supo que Montgomery se había apostado en la línea de Mareth el 20 de febrero. Su contraataque del 6 de marzo respondió una vez más a su patrón. Montgomery lo intuyó y su ala izquierda situada entre Metamen y Medanina se cebó con los tanques del Afrikakorps que no llegaron a ocupar sus posiciones. La marcha de Rommel el 9 de marzo iniciaba el final de los italo-germanos en Túnez. Sin posibilidad de reembarque, debido al control aliado del Mediterráneo, las tropas lucharon para capitular con dignidad. Los restos del Afrikakorps y varias divisiones italianas combatieron con honor. Un ataque del VIII Ejército británico el 20 de abril se estrelló contra el ala izquierda de Von Arnim, en un intento por abrirse paso. Los británicos tomaron el Jebel Ang, pero no el Jebel Ahmera.

Quince días después, el general Alexander situaba las mejores divisiones británicas en el centro del dispositivo enemigo. El asalto frontal de los británicos de la VII División acorazada y la IV División hindú fue de extrema dureza. Los combates en torno a Jebel Ahmera revistieron especial dureza. Los restos de la 334 división alemana se batieron con fuerza, con una adecuada réplica del 11º de húsares de la VII División blindada. Roto el frente, el camino de Túnez quedaba abierto y en él se adentraron 200 tanques y 2.000 aviones. El último acto fue el contraataque alemán del 7 de mayo sobre los americanos en Jebel Anckel. Este mismo día, Túnez dejaba de pertenecer al Eje, al igual que Bizerta, que pasaban a la 9ª División americana. Era el fin.

Cercados en tierra, tras el último combate en Enfidaville, el 12 de mayo, los generales Von Arnim y Messe rindieron sus ejércitos. Entre los alemanes, un gran número de soldados, superior a los de Stalingrado, depondría sus armas, privando a Hitler de muchos efectivos para la Wehrmacht.

LAS CAMPAÑAS DECISIVAS: RUSIA

La expansión del Eje en los Balcanes

Al igual que Hitler ocultó a Mussolini muchos de sus golpes, éste ocultaría a su socio la invasión de Grecia (28 de octubre de 1940), con el fin de consolidar su posición y suprimir las bases y los aliados de Inglaterra en la zona. Aunque las fuerzas italianas eran muy superiores, 27 divisiones frente a 16, el ejército heleno resistió muy bien, debido a que estaba acostumbrado a combatir en lo escarpado del terreno y a la brillante dirección del general Metaxas, muerto el 28 de enero de 1941, y del general Papagos, comandante en jefe. La moral italiana se resquebrajó muy pronto y Hitler se vio obligado a intervenir para impedir el control de los británicos de Grecia, que habían desembarcado el 7 de marzo tres divisiones al mando del general Wilson. Hitler se introdujo en el agujero de los Balcanes, un lugar que no era de su agrado.

El temor al bombardeo de los yacimientos rumanos de petróleo y el que los británicos controlaran una zona decisiva en el ataque de la Wehrmacht a Rusia, hicieron que se retrasara la ofensiva sobre Rusia, llevando a los ejércitos a los Balcanes, donde sufrirían los efectos de los ataques de las guerrillas yugoslava y griega.

En los Balcanes, Alemania se había atraído a Bulgaria a su órbita gracias a la decisión de su rey Boris I y de su ejército de adherirse al Pacto Tripartito. Lo mismo esperaba hacer en Rumanía, donde estaba el mariscal Antonescu, pero no pudo impedir que Rusia se anexionara la Besarabia, debido a la ofensiva en Francia. Hitler pretendía atraer a Yugoslavia, logrando que firmara el Pacto Tripartito (25 de marzo), pero los sectores eslavófilos del ejército y anglófilos de la administración y la diplomacia llevaron a cabo una conspiración que derrocó al regente Pablo y llevó al trono a su sobrino Pedro II, quién nombraría primer ministro al general Simovich, jefe de los sublevados.

Hitler se sintió engañado y llevó a cabo intensos bombardeos sobre la capital (6-9 de abril) que allanaron el camino de la invasión. Los germanos cruzaron a través de los territorios de sus aliados húngaros y rumanos y, desde Austria, Bulgaria y Albania, Von Kleist cortó en dos el sistema de sus enemigos y el 17 de abril el pueblo yugoslavo se vería cercado. A pesar del pacto entre Pedro II y Stalin del 5 de abril, víspera de la Operación Castigo, la reacción del Kremlin fue de pasividad y servilismo frente a Berlín.

Grecia fue invadida al mismo tiempo que Yugoslavia. Los alemanes irrumpieron en las costas de Macedonia y Tracia, entrando en contacto con las tropas italianas de Albania, cortando la retirada de los griegos y rodeando a Wilson. En el Norte la Línea Metaxas no pudo hacer nada ante el rodillo alemán. La encarnizada resistencia de las tropas griegas ante la avanzada de la Wehrmacht más las panzerdivionen ya que las maniobras envolventes de ésta le dieron el triunfo. La primera derrota de Yugoslavia, la falta de entendimiento entre ingleses y helenos y las diferencias de sus altos oficiales provocarían la capitulación del ejército griego en Salónica, antes de que Mussolini pudiera exigir que la rendición fuera ante una delegación conjunta.

Tras capitular el 24 de abril, un segundo Dunkerque pudo suceder sobre los británicos. Gracias a las consecuencias de la batalla de Matapán, 50.000 hombres pudieron reembarcarse pese a la persecución de los paracaidistas alemanes y el hostigamiento de los stukas. Sobre estos paracaidistas recaería la toma de Creta, la primera vez en la historia que se producía una conquista desde el aire (26-27 de mayo), después de vencer la resistencia cretense a costa de 5.000 bajas. Suez estaba al alcance de los bombardeos alemanes si se daba el segundo paso, la ocupación de Chipre. Pero Hitler, aunque tenía un tratado de amistad con Turquía (18 de junio) se negó a repetir en Chipre lo que había sucedido en Creta. Impresionado por el número de bajas, Hitler aseguró que la época de los paracaidistas había terminado para siempre.

Hitler redistribuyó el mapa de la zona de los Balcanes, creó el reino de Croacia con soberanía sobre Bosnia y Herzegovina, se lo dio al italiano duque de Spoleto, que nunca lo aceptó, de manera que el cargo lo ocupó el siniestro doctor pronazi Aute Pavelic, jefe de la Ustache, que cometió atrocidades con Serbios, ortodoxos, musulmanes, guerrilleros comunistas y monárquicos. El resto de Yugoslavia quedó despedazada entre Bulgaria, Hungría, Alemania e Italia. Grecia también fue desmembrada entre Bulgaria, Albania e Italia.

Hitler pensaba que con la desmembración de los Balcanes los condenaría a eterna ingobernabilidad, pero este pensamiento se volvería en su contra. Las disputas entre Pavelic y Mussolini harían que el primero ayuda a la guerrilla monárquica. En Grecia surgieron asperezas entre Berlín y Roma, lo que junto al desgaste de la guerrilla provocó la definitiva conversión de Italia en satélite de Alemania.

La “Operación Barbarroja”

Los hombres del OKW se dieron cuenta de que sólo una campaña fulminante podría descoyuntar la osamenta del Ejército Rojo dando el triunfo a las tropas germanas. Pero la conciencia de su superioridad hizo que los diseñadores de las campañas infravalorasen los efectivos rusos y su capacidad moral. Algunos de los cerebros del Estado Mayor alemán como el general Halder, relevado en septiembre de 1942, se dieron cuenta del error de cálculo, cuando el rumbo de la guerra estaba ya decidido.

Desde que Hitler llegó al poder quedó patente su lucha contra el bolchevismo, pero su prioridad fue la revisión del Tratado de Versalles. Sin embargo, Hitler sería el hombre que en extensas capas de la sociedad europea daría una respuesta a la amenaza comunista. Una prueba de ello era el sorprendente aterrizaje de Rudolf Hess en Escocia (10 de mayo de 1941), aunque desautorizado por el Führer, mostraba la idea alemana de buscar una unión frente al comunismo. El pacto firmado entre ambas naciones era sólo un compás de espera. Hitler pensaba demoler el Kremlin, símbolo de los males que azotaban a Europa. Él se presentaba, pese a su agnosticismo y su desprecio al cristianismo, se presentaba como el líder de una nueva Cruzada, emulando las acciones de los caballeros teutónicos, símbolos para la juventud del régimen nacionalsocialista.

Las unidades de las SS estaban completamente fanatizadas, se dejaban llevar por el despliegue ideológico de Hitler. No tanto se puede decir del ejército regular, las tropas de la Wehrmacht veían la campaña rusa como una forma de engrandecer sus laureles y poner fin a los apetitos expansionistas del Führer.

Hitler alegó para declarar la guerra que Rusia se preparaba para combatir al III Reich. No estaban faltos de razón ya que, desde el otoño de 1940, la expansión del Reich había hecho pensar a los dirigentes soviéticos la posibilidad de una pronta ofensiva. Stalin era consciente del enfrentamiento, pero sus temores a la mala elección del momento, que hubiera causado su caída y una crisis en el propio régimen, le hicieron vacilar. Esa duda se tradujo en la forma de preparar los efectivos por parte del Kremlin, sin cobertura logística, escalonando tropas y pertrechos. Algunos generales alemanes como Rundstedt o Manstein mantenían que los rusos no habían proyectado la ofensiva, mientras que otros pensaban que no era así. Las mejores y más nutridas tropas rusas se colocaron en determinados puntos de la frontera occidental, como Bialistok y Lemberg, dejando desguarnecidas a extensas regiones, pero además no prepararon una línea de cobertura en caso de repliegue, con obstáculos anticarro. Sin embargo, la concentración de tropas favoreció los discursos de Hitler ante sus generales.

Pero también los pasos en política internacional de la URRS, como la anexión de Finlandia, se veían como un reforzamiento ruso ante un enfrentamiento con el III Reich. Los recelos alemanes se fundamentaron cuando, a finales de junio de 1940, la U.R.S.S. dio un ultimátum a Bucarest para evacuar en cuatro días la Besarabia y Bucovina. La Rumanía de Carol II, llena de escándalos cortesanos, hubo de someterse al diktat de Rusia. Una vez que Berlín recuperó su capacidad diplomática, forzó la abdicación de Carol II en septiembre. Antonescu y el nuevo rey Miguel I no opusieron resistencia a que Alemania enviara tropas motorizadas a Rumanía, que se encargarían de entrenar al ejército rumano. En ese momento, tanto rumanos como alemanes negaron estar ejerciendo un protectorado.

Los rusos tomaron ese envío de tropas como una agresión al acuerdo que les unía a Alemania, de manera que, en las conversaciones de noviembre de 1940, entre el ministro de exteriores ruso Molotov y los jerarcas nazis sobre su alianza, Hitler intentó que Moscú se desviara hacia el Medio Oriente donde le dejaría manos libres. Eso reavivaría la enemistad entre Londres y Moscú pero Molotov no hizo caso a Hitler y pretendió garantías formales de la renuncia del III Reich a un protectorado danubiano y su aceptación de las propuestas rusas de consolidar su posición en el Báltico y en el Bósforo como en los Balcanes.

Ante el empecinamiento de Molotov, Hitler comprendió que sus aliados querían enfrentarse con las armas, de manera que retomó su anticomunismo y se convenció de que la agresión a Rusia era una justa guerra preventiva.

La invasión de Rusia se realizó a través de un frente de 1.500 Km, con un ejército que muy pronto sería multilingüe y multirracial, con rumanos, italianos holandeses, eslovacos, españoles, belgas y franceses. Los preparativos habían sido menos meticulosos que en anteriores campañas, a lo que se añadía la escasez de conocimientos sobre las infraestructuras de la U.R.S.S.. Durante la República de Weimar, algunos jefes militares alemanes habían visitado la U.R.S.S. y conocían la disposición del terreno para el empleo de la táctica de tierra quemada.

Los preparativos y comienzos de la invasión estuvieron en manos de generales y altos jefes, Hitler también trazaría las líneas de su plan, tomando medidas como el fusilamiento de los comisarios de guerra apresados en el momento, lo que desagrado a la Wehrmacht pero no a la SS, encargada de la seguridad en la retaguardia. Las campañas de Rusia adolecieron de falta de claridad, no fueron tan claras como las primeras campañas de 1940-41. Las injerencias y vacilaciones de Hitler por un lado y las disputas entre los generales fueron principales factores de ello. Al final las relaciones serían más tensas, ya que Hitler, Keitel y Jodl declinaron la responsabilidad del fracaso en Brauchitsch y Halder. También las panzerdivisionen eran objeto de discusiones entre los cuadros castrenses.

Había dos formas de atacar: entrar hasta los centros neurálgicos y destruir la capacidad de respuesta del enemigo, o conquistar el terreno, embolsando al contrario, táctica en la que los alemanes eran consumados maestros. Hitler se decantó por ésta. Pero la desigualdad demográfica era muy grande, de manera que a Stalin nunca le faltaron combatientes pese a las pérdidas. La táctica rusa era espacio y hombres a cambio de tiempo. Fue empleada hasta que la batalla de Moscú le mostró la imposibilidad de mantenerla, ante el riesgo de desplome del Estado soviético. Hitler y sus generales plantearon una estrategia que iba a destruir los puntos neurálgicos del ejército enemigo, provocando su desplome en un tiempo muy corto, antes de la llegada del general invierno.

Tres fueron las metas marcadas por la Wehrmacht al invadir la U.R.S.S. el 22 de junio de 1941 a las 5 h. 40´. El Grupo de Cuerpos del Ejército Norte, al mando de Von Leeb, tendría que apoderarse de Leningrado, el Grupo de Cuerpos del Ejército Centro, dirigido por Von Bock, tendría que penetrar hacia Moscú y, por último, el Grupo de Cuerpos del Ejército Sur, al mando de Von Rundstedt, tendría que dominar el Bajo Dnieper y Ucrania. Se concentraron el 70 % de los contingentes germanos (cerca de 4.000 aparatos) pero esta cantidad resultó escasa. Si en Francia, diez aviones cubrían 1,5 Km/h, en Rusia sólo podían hacerlo dos. Los alemanes también tuvieron escasez de vehículos, por lo que el 40 % de sus divisiones usaron vehículos capturados en Francia.

En un principio serían doce ejércitos rusos los que resistirían la embestida inicial de la Wehrmacht, pronto reforzadas con más efectivos, con una potencia de fuego tal que harían de los combates en Rusia los de mayor volumen e intensidad de la historia. Pese a los éxitos conseguidos al principio, el verano transcurrió sin incidentes importantes. Con la aviación enemiga destruida, los cálculos de Hitler no se cumplieron, elevándose el número de bajas al 10 %. Los ejércitos rusos se batían al límite de sus fuerzas y pronto la geogR.A.F.ía del país jugó un papel determinante. El otoño llegó pronto, con su mar de lodo, provocando que los vehículos ligeros alemanes, desprovistos de orugas, quedasen atascados, perdiendo el factor sorpresa. Aunque la Wehrmacht fue recibida bien en algunas poblaciones de la Rusia Blanca, no fueron vistos como libertadores y la guerrilla pronto empezó a inquietarles.

Las torpezas de sus directrices colaborarían a su ralentización. Hitler intervendría situando los nuevos objetivos. Así, colocará en Kiev el objetivo principal, pero también ordenará a las puntas de flecha de la Wehrmacht que cambiaran el lugar de ataque, de Leningrado a Kiev o de Crimea en ayuda de Von Bock hacia Moscú. Von Rundstedt franquearía los pantanos del Pripet, ampliando el cerco de cierre, lo que permitió a las tropas rusas escapar (30 de junio). Después de vencer en Besarabia y Bucovina, los soldados de Rundstedt rompieron la Línea Stalin obligando a capitular al mariscal Budienng en Uma (10-12 de agosto). Llegando al Mar Negro el 18 de agosto una maniobra envolvente le permitió apoderarse de Kiev el 19 de septiembre.

El Grupo de Cuerpos del Ejército Centro de Von Bock, donde estaban Guderian y Hoth triunfaba en los choques de Bialistok y Minsk (29 de junio). Los rusos se retiraron hacia la Línea Stalin, que fue rota por los alemanes entre Vitelsk y Orcha, entrando en Smolensko el 16 de julio. Allí permanecería Von Bock retenido durante dos meses por orden de Hitler, que enviaría a los panzer de Guderian al Sur con Von Rundstedt.

En cuanto al Grupo de Cuerpos del Ejército Norte, los contraataques rusos no pudieron impedir su establecimiento en Riga, llegando a Leningrado, que cercarían, y a las minas de Petsamo. Pero las tropas del general Dietel no pudieron tomar el puerto y la base de Murmanks. Los últimos avances alemanes fueron posibles al contar con los blindados del Ejército Centro. Sin embargo, eran victorias que no ocultaban que, al cabo de cien días, los principales objetivos no se habían alcanzado.

La llegada del invierno

A la llegada de las lluvias otoñales, el cerco de Leningrado esta lejos de provocar su caída. Moscú era un objetivo lejano, pero los alemanes avanzaron en su afán de conquistarla en la Operación Tifón (2 de octubre). Las tropas alemanas englobaban a un millón de hombres, 1.700 tanques y 1.900 piezas de artillería y morteros, junto con la Segunda Escuadra Aérea de Kesselring, frente al 40 % de los contingentes terrestres soviéticos y el 30 % de sus carros y aviones y el 50 % de su artillería.

Tres cuerpos de ejército y los panzer en las alas envolvieron a las tropas de los mariscales Timoschenko y Vorochilov, encargadas de cerrarles el paso, haciendo 600.000 prisioneros. Los alemanes tomaron las ciudades de Brianks, Viazma, Oirol, Kalinin y Kaluga. Las formaciones germano-rumanas cruzaban el Bajo Dnieper y cercaban a los rusos en Bordiansk. Con esto, tomaban los grandes centros fabriles de Bielgorod, Jarkov, Stalinin y la orilla occidental del Mar Azov. Von Manstein avanzaba hacia Odessa, llegando a poner sitio a Sebastopol. En el Norte, Leningrado quedaba aislado por los ataques de germanos y finlandeses. Sólo un estrecho pasillo por el helado Ladoga comunicaba la ciudad con el resto del país.

1,5 millones de km2 estaban en poder del III Reich, al terminar el mes de octubre. Sólo 500 aviones alemanes podían volar, los tanques quedaban varados sin repuestos, los vehículos motorizados se usaban en beneficio de los carro, pero la progresión no era normal. Otro factor del debilitamiento germano fue el clima, especialmente duro a finales de 1941 (-20º el 30 de noviembre, -40º el 4 de diciembre y - 45º el día 6). Frío soportado por las tropas de la Wehrmacht que no contaban con un equipo adecuado para el invierno por culpa de Hitler, que les encomendó una misión imposible de cumplir con sus medios.

La resistencia rusa es otro factor que explica la lentitud de la penúltima fase de la Batalla de Moscú. Stalin y el general Zukov formaron un binomio perfectamente acoplado, que aplicó su poder de decisión y energía a unas tropas a punto de quebrarse en octubre. Zukov pensaba que una victoria rusa provocaría el fin de la Blitzkrieg e invertiría el duelo germano-soviético. Sus dotes como estratega, el sacrificio del XVI Cuerpo de Ejército de Rokossovski y la resistencia en la línea defensiva de Moscú, favoreció la llegada de tropas de refresco desde el interior del país. El movimiento de cerco de Moscú, con las tomas de Klin e Istra, fracasó en el intento de cerrar la tenaza, aunque la 258 División germana se adentró en los suburbios de Moscú (5 de diciembre). Un ataque de Zukov disipó los flancos alemanes y acabó con las amenazas sobre la capital de la U.R.S.S..

La Batalla de Moscú acabó con unas cifras aterradoras: 200.000 muertos y prisioneros, 1.000 tanques y 1.500 piezas de artillería cayeron en poder ruso. El descalabro alemán se debió también a las victorias rusas en el Sur a finales de noviembre, que provocaron que los alemanes rebajaran la presión sobre la capital. Von Rundstedt decidió una retirada hacia el río Minus frente al avance ruso, pero Hitler no estaba de acuerdo y lo relevó.

A comienzos de 1942, Stalin decidió lanzar una ofensiva en todos los frentes, a la que se opuso Zukov que prefería centrar los ataques en el Grupo de Cuerpos del Ejército Centro, mandado por Von Klugue, sustituto de Von Bock. A pesar de los éxitos del ataque no hubo ningún logro resonante. Gracias a la debilidad germana, Hitler destituyó a los generales a los que consideraba culpables de la detención de la Wehrmacht, de manera que lo que era un repliegue se convirtió en una retirada.

La táctica erizo impuesta por Hitler lograría el hundimiento de todo el frente, mientras que el Ejército Rojo había avanzado más de 250 Km en algunas zonas. La historia se había olvidado y Rusia se convertía en una tumba para sus nuevos atacantes. Las pérdidas de la Wehrmacht en 1941 eran de 830.403 hombres.

La resistencia rusa fue una hazaña magistral. Al principio, Stalin se negaba a aceptar las violaciones del tratado de 1939, pero una vez que entró en el conflicto convirtió la guerra en la “gran guerra patriótica”. Stalin retomó todos los símbolos de la vieja Rusia, incluso de la época de los Romanov y restableció la iglesia ortodoxa. En la propaganda, Stalin aparece como un guía paternal y no como un dictador. En estos momentos era Rusia y no sólo el comunismo la amenazada de muerte. La población rusa trabajó al límite de sus fuerzas para dotar a su ejército de medios con los que poder hacer frente al enemigo. Aunque las industrias rusas cayeron en poder de la Wehrmacht, algunas otras se salvaron en el último momento, trasladándose más allá de los Urales, donde se creó todo un arsenal. Por otro lado, hubo jefes con gran pericia que salvaron el vacío generacional de los generales sacrificados por Stalin.

Un elemento que sorprendió a los alemanes fueron los enormes recursos de los rusos, incluso en el terreno del armamento, con armas muchas veces superiores a las propias, como era el caso de la artillería, pero sobre todo los tanques y también la aviación. La U.R.S.S. había visto descender su producción de forma alarmante, pero la recuperación rusa fue increíble. Un elemento a destacar es la ayuda prestada a los rusos desde el exterior. La ayuda de las marinas inglesa y norteamericana fue crucial abasteciendo a la U.R.S.S. de todo de pertrechos y alimentos a través de las rutas del Ártico. En las ofensivas rusas eran surtidos de vehículos por parte de los americanos, muy favorables al tío Joe (Stalin), al que pretendían arrastrar a la democracia cuando acabara el conflicto.

El Pacto Antikomintern no preveía un enfrentamiento entre la U.R.S.S. y Japón en caso de guerra entre Moscú y Berlín, de manera que Stalin se dio cuenta del momento crucial para trasladar sus tropas de Manchuria al frente de Moscú, a comienzos de diciembre de 1941. La situación en Asia se estableció tras el acuerdo entre el Kremlin y el Mikado en abril de 1941. Pero la situación rusa seguía siendo igual de dura. En la campaña del invierno de 1941-1942, las bajas por congelación en la Wehrmacht fueron superiores a las causadas por el enemigo. Aún así, los soldados germanos se batieron con fuerza, pero la réplica rusa fue mejor, ya que los soldados rusos tenían una capacidad de abnegación nunca vista hasta entonces. Las deserciones rusas fueron escasas y, aunque se suprimieron temporalmente los comisarios políticos en 1940, no eran sus amenazas las que hacían avanzar y resistir a los soldados rusos. Era el pueblo herido en su orgullo nacional el que resistía en la guerra.

En el verano de1942, la Wehrmacht llevaría a cabo sus últimas operaciones. El 12 de mayo de 1941 se iniciaba la ofensiva rusa, pero el mariscal Timoschenko se encontró con un contraataque alemán y lo resistió hasta el final. Stalin estaba convencido de que el objetivo de Hitler era Moscú y no estaba equivocado. Hitler pretendía romper Stalingrado para posteriormente, con el abastecimiento roto, atacar a los ejércitos que defendían Moscú.

Después del éxito de mayo-junio, los germanos eligieron penetrar por la zona de Kurks-Jarkov, más desprotegida por el traslado de tropas germanas al sector de Orel. Los alemanes lograron al final establecer una cabeza de puente sobre el Don. Otra penetración se produjo por la zona de Riej, estableciéndose allí un gran contingente ruso ante el temor de que la Wehrmacht retomara el camino de Moscú. Sin embargo, los germanos intentaron una maniobra de cerco, desde la orilla derecha del Don, y avanzaron hacia el Sur para cercar a las tropas rusas al Oeste de Stalingrado. En el último momento la maniobra no funcionó ya que el mariscal Timoschenko se replegó con sus tropas. Aunque la Wehrmacht eliminó la cabeza de puente sobre el Don, la operación había fracasado, ya que las tropas rusas habían conseguido escapar antes de cerrarse la pinza.

Las tropas alemanas se dieron cuenta de la imposibilidad de acabar con las tropas rusas, que eran mayores y mejor equipadas, de manera que Hitler decidió colapsarlas por la ruina económica. Así ocupó las cuencas del Don y el Donetz, el trigo de Konbany y el petróleo caucasiano. En estos momentos, Hitler ya no pensaba en hincar de rodillas a Stalin, y una paz era bien vista por japoneses e italianos. También los ejércitos alemanes del Norte y del Centro no respondían, así que no se produjo el ataque contra Leningrado que Hitler quería antes de otoño.

El VI Ejército mecanizado de Von Paulus, con unos 300.000 hombres, debería consolidar las conquistas del I y IV Ejércitos panzer con la toma de Stalingrado, ciudad industrial en la orilla derecha del Volga, desde donde los rusos podían entorpecer el avance alemán por el Don Inferior y el Cáucaso. El mes de agosto volvió a ser clave, pero las conquistas de amplios territorios y los éxitos resonantes alemanes no produjeron el colapso ruso. Los éxitos, e incluso la Operación Azul, no habían logrado conseguir los objetivos, de manera que el temor y el pesimismo se adueñaron de la máquina militar germana. Los embolsamientos se habían reducido en 1942. Por otro lado, el general Von Kleist, sustituto de Von List, necesitado de carburante, se apoderaba de los campos petrolíferos de Bakú. El frente meridional se extendía a más de 1.000 Km en una región más desprovista de comunicaciones. Al igual que la ocupación de Stalingrado por el VI Ejército a mediados de septiembre era casi imposible. En ella se combatía en las calles, los sótanos e incluso en las alcantarillas y un edificio llegó a disputarse durante 58 días.

Stalingrado y sus consecuencias

La batalla de Stalingrado (23 de octubre-4 de noviembre de 1942) fue utilizada por la propaganda de uno y otro bando, pero no tardó en convertirse en un holocausto para los contendientes. Hartos de que Von Paulus la dominase, los rusos lanzaban el 29 de octubre un ataque envolvente al sur y al norte de la ciudad contra los dos flancos del VI Ejército. La Stavka había optado por reforzar los flancos más que por enviar refuerzos a la capital, ya que eran bombardeados por los aviones alemanes. La Stavka acumuló más de un millón de hombres para su contraofensiva, temida por el OKH desde agosto, y es que Stalingrado estaba más cerca del frente del Ejército Rojo. Tras romper la línea protegida por el IV y V Ejércitos rumanos y ensanchar la brecha en un área defendida por los italianos, una vez cortada la línea férrea al sur de Tikhoretsh y del Mar Negro, la ofensiva cercó a las tropas de Von Paulus en dos bolsas. Todas las rutas de acceso estaban cortadas, Von Paulus pidió ayuda a Von Manstein, y desde Kotelnikovo, a 125 Km de Stalingrado, partieron la VI División panzer y la XVI y XVII Divisiones motorizadas, hacia el “caldero” entre el Don y el Volga para abrir un pasillo a los sitiados alemanes.

Esta operación, llamada Tormenta de Invierno, fracasó a finales de diciembre y no pudo romper el cerco. Por otro lado, el puente aéreo prometido por Göering no funcionó y el VI Ejército quedó desabastecido, resistiendo heroicamente un mes, hasta su rendición el 31 de enero de 1943. El 2 de febrero se entregaron 100.000 soldados, 24 generales y 21.500 oficiales al general Vasili Chuikov, De ellos, sólo 5.000 regresarían. Stalingrado fue la batalla más sangrienta de toda la Segunda Guerra Mundial, así como la más costosa en vidas humanas, cerca de 2 millones.

Las repercusiones de esta batalla fueron tan numerosas como importantes. Militarmente, las medidas de Von Manstein como jefe del Cuerpo de Ejércitos del Sur y la retirada de Von Kleist antes de cerrarse el cerco conseguían paliar las consecuencias de la batalla. Los rusos podían derrumbar el frente meridional alemán embolsando a las mejores tropas, el kessel-super Stalingrado, pero, con una sabia combinación de repliegues estratégicos, Manstein logró contener el avance ruso y conservar la península de Crimea, protegiendo las reservas rumanas de Ploesti, único centro abastecedor del III Reich.

Pero la moral de la Wehrmacht se resintió y sus diferencias con la Luftwaffe se agravaron. Por otro lado, la importancia de las Waffen-SS, abastecidas de forma preferencial y mimadas por los jerarcas nazis, hizo que se dividieran las tropas del III Reich. También, las unidades actuaban ahora de forma casi independiente, lo que causaba muchos perjuicios en la maquinaria castrense. En ésta, la cadena de mandos ya no actuará como antes, aumentándose las desconfianzas entre Hitler y los generales. Finalmente, la sangría producida al VI Ejército hará que la Wehrmacht acuse la llegada de nuevas tropas. En este momento, Hitler movilizó a todos los varones alemanes entre 15 y 65 años y a las mujeres a partir de 25.

Por otro lado, los alemanes empezaron a reclutar trabajadores en las zonas ocupadas, como era el caso de Francia, con un proletariado muy cualificado, lo que provocó tensas relaciones entre Vichy y Berlín, todo ello para dar impulso a la industria bélica. Se llegará incluso al chantaje, a la liberación de prisioneros a cambio de mano de obra para saciar la demanda de las fábricas alemanas. Esto provocó una situación dramática, sobre todo por la suerte de los cerca de millón y medio de prisioneros galos en Alemania.

La mano de obra alemana se incrementó tras Stalingrado, demandada por el Ministerio de Armamento y Producción de la Guerra, así como por los grandes patrones de la industria. La búsqueda de obreros extranjeros por medios casi siempre violentos, dirigida por Sauckel, llevó a éste a confesar en Nuremberg que de 5 millones de obreros sólo 200.000 se enrolaron de forma voluntaria, y muchos eran prisioneros en los campos de concentración adscritos a las industrias estatales. La SS se convirtió con esa mano de obra en una potencia económica, de manera que el sistema productivo alemán pasó a depender de Himmler. Se puede decir que todo el Estado dependía de la producción de la SS.

Los movimientos clandestinos y de resistencia a la ocupación alemana vieron incrementarse sus afiliados con desertores y huidos de las levas que se producían, incluso en los países más respetados por los alemanes como Francia, Noruega y Bélgica.

Stalingrado puso de manifiesto las contradicciones de una Administración prisionera de su propio mecanismo, que acabó siendo pánico del desorden y la ineficacia, y es que hasta entonces se trabajaba como en tiempos de paz, en las fábricas hacía poco que se había implantado el sistema de ocho horas. Stalingrado supuso también el despertar de una sociedad adormecida por sus demagogos dirigentes y también puso a funcionar a una sociedad como la germana, que intentaba dotar de mayor fuerza bélica a sus tropas en un conflicto que había cambiado de signo.

Stalingrado también tuvo unos efectos a escala internacional. Turquía se olvidó de cualquier veleidad bélica, mientras que en Francia y Yugoslavia provocó un importante sentimiento al observar que Alemania era vulnerable. Este hecho, junto con los desembarcos en el norte de África (11 de noviembre de 1942), en posesión de Vichy, hicieron que Francia se convirtiera en un Estado satélite y que su opinión pública abandonase el attentisme de Petain. En Rumanía se fortaleció la Corona de Miguel I, mientras que en Bulgaria era Boris I el que reafirmaba su actitud hacia la U.R.S.S.. En Hungría Horthy barajaba la derrota nazi y tomaba medidas en consecuencia, concluyendo un acuerdo secreto con Gran Bretaña. Rumanía y Hungría entraron también en negociaciones ante el temor de la marea eslava.

La diplomacia italiana también jugaba un papel importante, buscaba la presión de las cancillerías danubianas sobre Berlín para que ésta firmara una paz con la U.R.S.S.. Pero Hitler hizo ver a Mussolini lo imposible de esta paz, ya que la U.R.S.S. no descansaría hasta aniquilar al Eje. Entonces, Mussolini inició una reforma del Estado fascista para poder salvarlo, ya que estaba minado en su moral y en lo material. Así, cesó a 11 ministros el 8 de febrero de 1943. Fue éste uno de los coletazos más fuertes de Stalingrado. En Japón surgió una corriente favorable a un nuevo pacto germano-soviético, aunque Von Ribbentrop lo negara.

La derrota también tuvo efectos en los países neutrales. El caso más claro fue España, donde Franco le dirigió un mensaje al premier británico, pintando con tintes muy negros el futuro del mundo. Franco pedía una paz negociada con las democracias, ya que temía que el avance ruso fuera un peligro para Europa. Desde Inglaterra se le contestó que ella salvaguardaría a Europa. También países como Bolivia, Colombia, México o Brasil declararon la guerra al III Reich, conscientes del pronto triunfo de los aliados. Franco modificó su postura, pasó de la no-beligerancia a la neutralidad y además disolvió la División Azul el 17 de noviembre de 1943.

La victoria de Stalingrado provocó en la U.R.S.S. la instauración de la orden militar de dicha ciudad, también volvieron los galones dorados a los uniformes y algunas costumbres del ejército zarista. Stalin hizo uso del nacionalismo a ultranza, asombrando incluso a los observadores extranjeros, fomentó el racionalismo ruso frente a la barbarie germana. También reforzó sus relaciones con los aliados y así declaró disuelta la III Internacional fundada por Lenin en 1919. En las resistencias francesas e italianas, los comunistas tomaron la batuta dentro de una euforia, conectada con la unión entre los católicos y liberales antifascistas.

El triunfo de Stalingrado reforzó a Stalin, que se había proclamado mariscal y jefe de unos ejércitos que había llevado a la victoria. La lucha entre dos países, U.R.S.S.y Alemania, y dos dictadores, dio como vencedor al comunismo, pero también el Partido Comunista y sus miembros gozaron del triunfo. También en Occidente se produjo todo un impacto: el mundo occidental se había visto superado por los rusos, con lo cual se cernía sobre Europa el peligro asiático. Sin embargo, no puede pasarse por alto la ayuda prestada por británicos y americanos a la U.R.S.S.

Todos los estudiosos coinciden en afirmar que se observan dos momentos en el declive del Eje: El Alamein y Stalingrado. En 1939 el ejército alemán era el más fuerte de Europa, pero tres años después, la Blitzkrieg, el panzer y el stuka habían perdido su superioridad, no sólo frente a la maquinaria americana, sino también frente a la rusa. Aunque los alemanes pusieron a funcionar su maquinaria bélica, sus ingenios no superaban a los soviéticos. Incluso en la última ofensiva de la Wehrmacht (Kursk), se vieron sorprendidos por los tanques soviéticos, como el Iosiv Stalin, o aviones como el caza Yak. Otro elemento que llamó la atención fue la facilidad rusa para reconstruir los daños en infraestructuras a para atravesar los accidentes geográficos.

La contraofensiva rusa: Kursk

Hitler y su Estado Mayor prepararon la campaña de verano en Rusia intentando detener la iniciativa estratégica soviética. Pero el Führer y sobre todo sus generales sabían que sólo un golpe de suerte podía obligar a la U.R.S.S. a firmar la paz. El saliente de Kursk, en poder soviético, era una pieza tentadora y, así, los alemanes plantearon la Operación Ciudadela. Los soviéticos eran conscientes de ello, de manera que reforzaron la zona con trincheras, campos de minas, 6.000 cañones antitanques y unidades de todo tipo. Zukov, recién nombrado mariscal tras la victoria de Stalingrado, dirigió la batalla por parte rusa. La llamada “Batalla de los carros”, porque en ella participaron 2.800 carros rusos y 1.800 alemanes, se dispuso con brutal violencia entre los días 4 y 13 de julio de 1943, aplazada varios días por el deseo de Hitler de hacer intervenir a los Phanter, que darían muy poco juego y se mostrarían muy inferiores a sus adversarios.

Se planteó la operación como una ofensiva convergente contra dos de las posiciones más débiles de los rusos. En las primeras horas la ofensiva estuvo a punto de decantarse a favor de los alemanes, debido a las penetraciones en las líneas rusas, pero la resistencia de los rusos lo impediría. La táctica de Zukov de dejar desgastarse a los alemanes para luego atacarlos con sus reservas dio resultado. Este éxito funcionó, ya que Zukov se colocó a ambos lados de la línea de ruptura de los alemanes, para luego envolverlos. La contraofensiva soviética se basaba en ataques simultáneos y conectados a lo largo de toda la línea, impidiendo que se formaran salientes expuestos a contraataques. Lograba con ello el agotamiento de las reservas, iniciando una carrera que sólo se frenaría en el corazón de Alemania. Berlín sería conquistada dos años más tarde por las mismas tropas que se lanzaban en julio de 1943 a los territorios ocupados de su patria.

Tras dura batalla, los rusos recuperaron Orel y Belgorod (5 de agosto), Jarkov, Tangarov, Briansk, Poltava, Smolensko y el territorio de Kulan. A comienzos de noviembre el Ejército Rojo había llegado al Dnieper, tomando Kiev. En el Norte, pese a perder Smolensko, los alemanes rechazaron en inferioridad cinco ofensivas del enemigo entre octubre y diciembre. Un retroceso de 500 Km y un millón de muertos, heridos y prisioneros fueron las pérdidas del ejército alemán en cuatro meses de embate.

En su retirada, los ejércitos alemanes retrocedieron ordenadamente, sin temores. Pero las órdenes de Hitler de resistir no permitieron en muchos casos que se desarrollaran los planes de la Wehrmacht, que sacrificaba territorios para apuntalar sus líneas. Las bajas alemanas fueron terribles y la U.R.S.S. se convirtió en un cementerio de la juventud germana. Casi toda la producción y equipo bélicos alemanes se consumieron frente a los rusos con el único resultado de ralentizar su irrefrenable avance.

La resistencia a ultranza de la Wehrmacht favoreció que Stalin insistiese a los aliados para que abrieran un segundo frente en Europa, debilitando las defensas alemanas en la U.R.S.S.. Desde el fracasado desembarco en Dieppe (agosto de 1942) los aliados sacrificaron a 10.000 hombres, aplazando tal operación. Los británicos conocían la fuerza de la “muralla del Atlántico”, construida por los alemanes desde el golfo de Vizcaya hasta el Mar del Norte, y desaconsejaban atacar al III Reich hasta que estuviera realmente debilitado.

LA GUERRA EN EL PACÍFICO

El expansionismo japonés y la globalización del conflicto

A finales de noviembre de 1941 una escuadra japonesa partió de los puertos de su país rumbo al Norte. El día 2 de diciembre el almirante Yamamoto pronunció la clave del ataque a los americanos: Escalar el monte Mitaka. Al amanecer del domingo 7 de diciembre, el día de la infamia, los 353 aviones torpederos y bombarderos con protección de cazas tardarían una hora en llegar a su destino. En menos de dos horas, ocho acorazados, tres cruceros y más de un centenar de aviones de la Pacific Fleet, junto con buques de distinta índole, habían sido destruidos en la base naval de Pearl Harbour. Al día siguiente, con un voto en contra, quedó aprobada en el Congreso la declaración de guerra a Japón. Horas después, Italia y Alemania declaraban la guerra a Estados Unidos. La guerra era ya planetaria.

El ataque japonés se llevó a cabo a la manera nazi, sin previa declaración de guerra y sin aviso, pero tiene sus orígenes en ciertas medidas que pueden explicarlo. Desde que en 1937, Japón reanudase su conquista de China, Estados Unidos había iniciado una política diplomático-económica encaminada a barrenar los afanes imperialistas de Japón, potencia que se estaba convirtiendo en una amenaza para Estados Unidos en Asia y el Pacífico. Estados Unidos tenía allí un buen mercado de materias primas, y fue debido a la incapacidad del ejército del Kuomintang del mariscal Chang-Kai-Shek, por lo que Roosevelt decretó el boicot a las mercancías japonesas. En octubre de 1940 se prohibió exportar maquinaria y productos metalúrgicos a Japón y, desde finales de junio de 1941, se prohibió la exportación de petróleo.

Tras la capitulación de Francia, Japón logró, no sin amenazas, la ocupación temporal de los territorios franceses del Norte de Indochina y las regiones septentrionales en julio de 1940. Después los japoneses la ampliaron a todo el país en julio de 1941, sin suprimir la soberanía de Vichy, aprovechando la invasión alemana de la U.R.S.S., que eliminaba el peligro de un segundo frente.

El ejército de tierra era su arma más influyente, tanto en el aparato del Estado como en los estratos más populares de la opinión pública del Japón agrario y campesino. El general Hideki Tojo, ministro de la guerra en el gabinete del príncipe Konoye (julio de 1940-16 de octubre de 1941), era el campeón de las tesis belicistas. Esto suponía una amenaza para los territorios anglosajones de Filipinas, Malasia, India etc., sirviendo para allanar las dificultades para un entendimiento entre Reino Unido y Estados Unidos. Inglaterra y Holanda actuaron como Estados Unidos, embargando el petróleo y congelando los bienes japoneses a comienzos de agosto de 1941. En diciembre, Roosevelt ampliaba a China los privilegios de la Ley de Préstamo y Arriendo.

Más importante que el frente económico fue el vínculo creado entre las democracias anglosajonas tras la Conferencia de Terranova. Las conversaciones entre Churchill y Roosevelt junto con sus estados mayores políticos y militares, dio lugar a un importante documento, la Carta del Atlántico. En él se estipulaba como se regularía la seguridad mundial tras derrotar a la tiranía nazi. También se trataban asuntos como el principio de la seguridad colectiva permanente, el derecho de autodeterminación de los pueblos, la renuncia a expansiones territoriales, la colaboración económica entre países y el libre acceso a las materias primas etc. La semilla de la ONU estaba sembrada. Las declaraciones de Roosevelt contra el régimen hitleriano dejaban ver su actitud frente a las potencias del Pacto Anti-Komintern.

Se pusieron en marcha los preparativos de una guerra naval contra el III Reich. Después de algunos incidentes entre las marinas alemana y norteamericana, también el Congreso permitió a sus barcos mercantes armarse y penetrar en puertos beligerantes. De otro lado, había reuniones secretas entre británicos y norteamericanos para delimitar la estrategia a seguir por los Estados Unidos en el conflicto. La posición cobeligerante de Roosevelt le afianzaba en su ofensiva táctica contra el Japón. Sin combustible, la industria militar y civil del Tenno se agotaba. Aunque Japón había acumulado petróleo, la ruina estaba a un paso, mientras que las negociaciones diplomáticas eran mínimas. La guerra se aproximaba.

Roosevelt lo entendió así y, en la primavera de 1941, la escuadra norteamericana de California fue enviada a las islas Hawai. La historiogR.A.F.ía apunta que Roosevelt estaba provocando al Japón para que rompiera las hostilidades y, ante la política de hechos consumados, que la opinión pública no tuviera que responder más que con la guerra. Pero no podemos olvidar la fiebre belicista que invadía Japón. En el otoño de 1941, Koneye intentó negociar un acuerdo con Washington que dilatara la ruptura de las hostilidades, pero fracaso, ya que lo único que encontró fue un semi-ultimátum con respecto a la presencia nipona en China e Indochina, los llamados Diez puntos del secretario de Estado norteamericano Cordell Hull. Esto desacreditó a los pacifistas nipones y alentó las tesis más belicistas. Pero incluso los más favorables al expansionismo de su país, lo veían desde un punto de vista defensivo. Sólo conquistando extensos y vitales territorios cabría la posibilidad de obligar a Estados Unidos a una paz inducida por su opinión pública, reacia a enfrascarse en aventuras bélicas de entidad. En esta coyuntura, la superioridad norteamericana acabaría por imponerse.

Las conquistas niponas (1941-42)

Los hombres del Gran Cuartel Imperial acabaron por diseñar el mapa del Japón que aspiraban a construir. La línea externa de la defensa nipona se extendería desde las Aleutianas hasta el sudeste de Australia, dejando las islas Hawai como la máxima avanzada de Estados Unidos. Desde Birmania a Mongolia se extendería el otro eje del perímetro. Otra línea defensiva iría desde los archipiélagos alemanes en poder de Tokio hasta la China continental. La conquista de las Indias Orientales holandesas proporcionaría al nuevo Estado los productos y materias primas necesarios.

En el plano militar, la marina de guerra japonesa era la más moderna y equilibrada y su aviación tenía unas características similares de innovación y fuerza. En cuanto a sus fuerzas de tierra, no eran muy numerosas pero estaban bien equipadas y entrenadas. Únicamente su deficiente intendencia y su inexistente sanidad empobrecían un panorama muy brillante. Lo desigual del duelo hacía que Japón se tuviera que lanzar a un Blitzkrieg asiática. En menos de un semestre, 400 millones de seres y un dilatado territorio continental e insular caían en sus manos, con un saldo de 15.000 bajas. La conjunción de las tres fuerzas se realizó sin fisuras y con eficacia. Sobre la aviación y la flota recayó el peso principal de las operaciones iniciales. En Filipinas, primer punto, tras incorporarse Hong Kong (10-25 de diciembre), la ofensiva aérea tuvo lugar pocas horas después de Pearl Harbour, con un éxito similar, pues los aviones enemigos fueron destruidos en tierra tras los bombardeos de Filipinas y Cavite. También, los torpedos aéreos japoneses destruirían al núcleo de la Marina inglesa, el acorazado Prince of Wales y el crucero Repulse, junto con cuatro destructores. La Far Eastern Fleet había dejado de existir en unas horas.

El gobierno tailandés aceptó la petición de paso del ejército japonés para ocupar Birmania y un protectorado nipón. En Birmania la lucha sería dura pero desigual y, tras la caída de Rangún, puerto de entrada para el avituallamiento de la China nacionalista, los británicos tuvieron que retirarse a las montañas que establecían la frontera con la India. Las tropas del Mikado no se atrevieron a lanzarse al asalto de la India, aunque figuraba en los proyectos más ilusionados de los círculos ultra nacionalistas y panasiáticos. Las fuerzas de Yamashita encargadas de apoderarse de la península malaya y la plaza fuerte de Singapur demostraron en su avance su perfecta adaptación a la lucha en la jungla y a la lucha nocturna, preferida en todo momento por el Mikado. La plaza fuerte de Singapur cayó tras una penetración por tierra (15 de febrero de 1942). En palabras de Churchill, era la mayor derrota militar inglesa de todos los tiempos, pues cayeron prisioneros 160.000 soldados.

Al mismo tiempo se consolidaba el dominio nipón sobre las posesiones holandesas de Borneo y Célebes, tras caer en su poder Nueva Irlanda, Nueva Inglaterra y la base de Raboul en Nueva Bretaña. Ante el inminente ataque a las Indias Orientales holandesas, el almirante holandés Doorman, al mando de la flota aliada de los Mares del Sur, entablaría la batalla del Mar de Java. La superioridad nipona fue abrumadora destruyendo toda la flota aliada. El siguiente paso fue destruir todos los barcos que se acercaban a Austria en los estrechos de Sonda y Bali. Los japoneses desembarcaron en Java por tres sitios diferentes, y el 8 de marzo de 1942, ésta había caído. A últimos de mes, en Sumatra y las islas de su costa meridional sucedió lo mismo. En las horas siguientes caerían las islas de Buka, Bougainville, en el archipiélago de las Salamón, Marcus en el archipiélago del Almirantazgo y cerrando su anillo la base de Raboul.

En Filipinas también se impusieron. Desembarcados en tres puntos, al día siguiente de Pearl Harbour, los japoneses superaron a las divisiones americanas y filipinas al mando del general Mac Arthur, quién ordenaría la Operación Naranja 3, retirándose a la península de Bataán, protegida por la isla fortaleza de Corregidor. El 3 de enero de 1942, Jolo cayó en poder de las tropas japonesas y dos meses más tarde Cebú y Panay. A comienzo de mayo, el general Wainwright, sustituto de Mac Arthur, se rindió después de agotar sus provisiones y pertrechos ante el desembarco de las tropas japonesas en la isla de Corregidor. La rendición de la península de Bataán, seguida de la ocupación de la isla de Palawan, supuso el final de las grandes acciones de la guerra relámpago japonesa. Desde entonces, salvo tentativas de atacar la India, el ejército japonés se batiría a la defensiva.

La protección del aprovisionamiento a las fuerzas japonesas que luchaban contra los chinos en el norte de Birmania determinaría el último enfrentamiento entre los británicos y los nipones. En los primeros días de abril, la Far Eastern Fleet del almirante Somerville, enviada al Índico para asegurar las comunicaciones en el golfo de Bengala, se enfrentaría con la escuadra de Malaca del almirante Ozawa, reforzada por la escuadra del almirante Nagumo. Tras el bombardeo de Colombo y el hundimiento de dos cruceros ingleses, Somerville se retiró a Bombay. Divergencias y tensiones en el Gran Cuartel Imperial y la pretendida ocupación por mar de Port Moresby impidieron la progresión de Ozawa y Nagumo por el Índico con destino al canal de Suez, donde se unirían con las tropas del Afrikakorps, según las imaginaciones más calenturientas del OKW y del Gran Cuartel Imperial.

200.000 toneladas de barcos mercantes, 300.000 prisioneros, 5 millones de km2, 200 millones de habitantes, el 90 % de la producción mundial de caucho, el 100 % de la de quinina, el 50 % del estaño y tungsteno, algodón, cáñamo, fibras y otras materias primas de valor militar (té, arroz, maderas etc.) y el petróleo suficiente para Japón eran el resultado de la guerra relámpago japonesa. El porvenir se contemplaba con tranquilidad.

En mayo de 1942, el expansionismo nipón estaba colmado, tras el abandono de la conquista del Índico una vez arrebatada Madagascar a Vichy por británicos y franceses gaullistas y olvidado el deseo de conquistar Australia, el principal objetivo era cortar las comunicaciones entre Asia y Estados Unidos, punto clave para evitar la respuesta de éstos. La flota y la aviación naval nipona debían de cumplir con sus últimos objetivos. Era la Operación MO, consistente en la conquista de Nueva Guinea, el archipiélago de las Salomón, Nueva Caledonia, Nuevas Hébridas, Fidji y las Samoa por la V Flota, al mando del almirante Inouye, cuyo dominio quebraría la ruta entre Hawai y la costa sur del Pacífico norteamericano con Australia. Se restringían así las posibilidades de convertir Australia en rampa de lanzamiento del ataque norteamericano al reconstruir su flota. La invasión nipona de Nueva Guinea no alcanzó Port Moresby, defendido por australianos llegados del desierto de Libia y norteamericanos al mando de Mac Arthur, nombrado por Roosevelt, que tenía en él una confianza ilimitada, Comandante en jefe del Pacífico sudoccidental. El avance japonés, que se preparaba para el desembarco, se vio frenado por la Carrier Task Force de Fletcher, produciéndose la batalla de mar del Coral (8-9 de mayo de 1942).

Los almirantes jefes de ambos bandos, Tagaki y Fletcher, habían intuido que serían los cazas y aviones torpederos de una y otra flota los actores del duelo naval, en el que ninguno de los barcos enfrentados pudo disparar sus cañones. Aunque no existió ningún vencedor absoluto (se hundieron dos portaaviones, el Shoo y el Lexington, 80 y 66 aviones respectivamente) la victoria, en esencia, correspondió a los americanos, que vieron así cumplido su objetivo de evitar el desembarco de los japoneses en Port Moresby.

El cambio de signo: Midway y sus consecuencias

Yamamoto olvidó en el Mar del Coral el principio de la concentración de fuerzas que le había dado tan buen resultado. En la batalla de Midway (3-5 de junio de 1942) sucedió lo mismo. Midway era el eje junto con Hawai de la ruta central del Pacífico, objetivo de la Operación MI de Yamamoto. Este era un punto que por su valor estratégico los americanos no podían abandonar. La operación tenía como objetivo ampliar la línea defensiva exterior del Mikado, tomando las Aleutianas, Midway y el archipiélago de las Fidji. Abandonada la última fase del plan, era Midway el objetivo de los japoneses. Desde allí podría atacarse o neutralizarse a las islas Hawai, corazón yanqui en el Pacífico.

Sin embargo, Yamamoto, a juicio de los historiadores de las campañas en el Pacífico, cometió varios errores. Un error inicial al desviar parte de sus fuerzas a la maniobra de distracción en las Aleutianas. Así, dos portaaviones, tres cruceros y dos destructores ocupaban los días 7 y 8 las islas de Kiska y Attu. El segundo y principal error fue pretender arrasar las defensas de Midway antes de que sus aviones destrozaran a los del enemigo. Así, el feroz combate entre los días 4 y 6 de junio ratificó la superioridad estratégica y táctica de la Marina norteamericana, que adivinó las intenciones japonesas, y cuya flota aérea de los contralmirantes Fletcher y Spruance, con auxilio de submarinos y bombarderos, consiguió destruir 275 aparatos adversarios, 4 portaaviones (tres de ellos en cinco minutos) y 2 cruceros, mientras que ellos sólo perdían 2 portaaviones, 147 aparatos y 307 hombres frente a los 5.000 del enemigo.

La batalla ratificó algo puesto de relieve en Europa y el Mar del Coral, que el portaaviones era el barco más importante. Con su superior alcance y velocidad podía ponerse fuera del campo de tiro del enemigo. Otra consecuencia de Midway fue la de demostrar, también, la superioridad en los duelos aeronavales de los bombarderos embarcados sobre las fuerzas volantes. Los bombarderos en picado Helldiver en sus 338 salidas obtuvieron 32 impactos y hundieron 4 portaaviones japoneses. Fruto de la experiencia de este decisivo duelo, la Carrier Task Force del almirante Mistcher se ocupará de proteger a los portaaviones frente a las incursiones de las alas enemigas.

Todo cambió para Japón. Sus seis meses de guerra no habían debilitado al enemigo más importante, que pasó a la contraofensiva. Muchas veces se ha comparado la situación del ejército japonés con la de la Wehrmacht en la U.R.S.S.. Sólo un duro golpe sobre la osamenta de su enemigo podía darle la victoria frente a unos países con un potencial bélico muy superior, en el caso de Estados Unidos. Nada más ocurrida la agresión a Pearl Harbour, se organizó la Joint Chiefs of Staff (JCS), siguiendo la pauta inglesa del Comité de los Jefes de los Estados Mayores de las tres armas (COS). También se estableció un combinado de los Jefes de Estados Mayores de las dos grandes democracias anglosajonas, el Combined Chiefs of Staff Commitee, a fin de lograr una estrecha cooperación en el planteamiento global de las concepciones estratégicas en los dos grandes teatros de la guerra.

El JCS se puso manos a la obra para detener el ataque japonés. 7 portaaviones, 15 acorazados, 13 cruceros pesados, 49 ligeros, 97 destructores y 31 submarinos con capacidad operativa real eran los medios con que se contaba en diciembre de 1941. En el cuatrienio siguiente se construirían 4,5 millones de t. en buques de guerra, 10 acorazados, 24 portaaviones de combate, 9 ligeros, 115 de escolta, 2 grandes cruceros, 8 cruceros pesados, 30 ligeros, 10 antiaéreos, 198 destructores de escolta y 207 submarinos. En el bienio 1943-44 empezaron a construirse los portaaviones Coral Sea, Midway y F. D. Roosevelt.

El inteligente uso de los medios coronó desde un primer momento el hercúleo esfuerzo de toda la nación norteamericana. Así lo prueba que en los primeros días de la contienda se pusieran en pie los Carrier Task Force, que eran agrupaciones al mando de un contralmirante con un portaaviones y un número variable de cruceros y destructores, que vinieron a ser la respuesta más adecuada a la superioridad inicial de los japoneses. En mayo de 1942 existían cuatro de estos operativos, con innegable éxito: una al mando del contralmirante Halsey, con el portaaviones Enterprise, otra al mando del contralmirante V. Brown con el Lexington, la tercera con Fletcher en el Yorktown y la cuarta con Mistcher. Su capacidad de maniobra y su ligereza se revalidarían desde el primer momento con ataques a las bases japonesas de los archipiélagos Gilbert y Marshall, aprovechando el efecto sorpresa y minando la moral del enemigo en un momento en el que la causa de las democracias estaba casi hundida.

EL CAMBIO DE SIGNO

El año del cambio de signo en la Segunda Guerra Mundial es 1942, la bisectriz de la guerra según Henri Michel o la inversión de la marea para André Latreille, por la entrada en la guerra de Estados Unidos en el bando aliado. La industria americana produjo en serie tanques Sherman, aviones de mayor capacidad y gran radio de acción (fortalezas volantes), portaaviones, submarinos etc., pero también situó el material en el lugar preciso. El Pacífico fue el área donde primero se desplegó ese potencial, en la Batalla de Midway la aviación de los portaaviones norteamericanos sorprendió a la flota japonesa y destruyó cuatro de sus portaaviones, lo que supuso la pérdida de la ventaja que Japón había conseguido en Pearl Harbour. En agosto, los americanos efectuaron un desembarco en Guadalcanal, que no se conquistó hasta seis meses después tras sangrientos combates. Los submarinos estadounidenses se convirtieron en la consternación nipona, en diciembre de 1942 habían hundido un millón de toneladas de navíos enemigos.

En el norte de África, Rommel concentró grandes efectivos e hizo del puerto de Tobruk su base de operaciones. Sin embargo, dependía del material que le llegaba por el Mediterráneo, cortado por los ingleses. Rommel lanzó una ofensiva en la primavera del 42 llegando a 60 Km de Alejandría y la flota inglesa tuvo que retirarse del puerto. En la primera batalla de El Alamein los alemanes son detenidos por la falta de combustible. En octubre de 1943 se inició la segunda batalla del Alamein, una de las más famosas de la Segunda Guerra Mundial. La situación de Rommel era mala, pues en julio se combinó el ataque británico desde El Cairo con el desembarco norteamericano en el África del Norte francesa. La pinza se cierra y Rommel se ve cercado y se queja de la inferioridad de sus tanques y de la falta de combustible. El VIII Ejército de Montgomery le aventaja en tanques y Rommel se prepara para una guerra de posiciones, llena de trampas los campos, pero los ataques aéreos convierten las trincheras en cepos. Montgomery rompe las trampas y, así, el 3 de noviembre las líneas de Rommel están rotas. La retirada es su única preocupación.

En la U.R.S.S., se estaba produciendo otra tragedia. Los rusos avanzan por el valle del Don efectuando una maniobra de envolvimiento del ejército de Von Paulus, que intenta tomar Stalingrado. Los rusos efectuaron tres maniobras, el reforzamiento de las tropas del interior de la ciudad, la penetración del ejército del Don y la irrupción de un tercer ejército al oeste del Don. En el sur de Rusia los alemanes contaban con un millón de hombres pero sus líneas estaban demasiado extendidas. En noviembre era posible un repliegue, pero Hitler pensaba que el abastecimiento por aire era posible, de manera que lo prohibió quedando atrapado un ejército de 200.000 hombres. En enero de 1943 Von Paulus se rindió. Es un desastre para Alemania, se pierde el Ejército del Este, es la resurrección del potencial soviético. En Stalingrado, la Wehrmacht perdió 100.000 soldados supervivientes. El sueño de Hitler de conseguir el petróleo de Baku se disipó definitivamente. La guerra había cambiado de signo.

LOS GRANDES DESEMBARCOS

Intentos de apertura de un “segundo frente” en Europa

Con la derrota de Stalingrado y el hundimiento del ejército alemán en África se inicia un retroceso de la Wehrmacht. Nota predominante de este periodo son los planes estratégicos elaborados por los Estados Mayores de las potencias aliadas. Los soviéticos inician la estrategia del rodillo compresor y aprovechando su superioridad lanzan ataques frontales contra los alemanes, obligándolos a retroceder. Los americanos deciden dar prioridad a la guerra en Europa y desean un ataque concentrado decisivo, hundiendo al enemigo en una zona determinada. Fruto de ello será el desembarco de Normandía. Los ingleses prefieren ataques limitados y dispersos en la periferia de Alemania, en Noruega, Italia, Los Balcanes etc.

Los tres planteamientos se van a llevar a cabo según las zonas. La colaboración entre británicos y norteamericanos es total. En enero de 1943, Roosevelt y Churchill acuerdan la invasión de Italia y en julio se inicia la operación de desembarco en Sicilia. Al contrario que en Rusia, la campaña de 1943 en el frente occidental no supuso el punto de inflexión definitivo entre el Eje y los anglosajones.

La irrupción en el continente por una de las penínsulas mediterráneas respondía a la idea de éstos de debilitar en todo lo posible la fuerza de Alemania antes de lanzarse a la guerra contra la Wehrmacht en Francia y los Países Bajos. Frente a sus aliados, que pretendían enfrentarse a la Wehrmacht y amenazar los puntos clave del dispositivo germano en Europa, los británicos abogaban por llevar la guerra a Italia. Con ello el Mediterráneo caería en manos del bando aliado, dando que pensar a los regímenes de Turquía y España. Los ingleses con ello barrían para casa, ya que era una zona donde sus efectivos eran más numerosos y donde al final de la guerra podrían lograr algún beneficio. Gran Bretaña mantendría su poder en el Mediterráneo asegurando el petróleo y la ruta de la India con el fin de preservar la preponderancia de su país, la cual querían debilitar o suprimir el Kremlin o la Casa Blanca.

La invasión de Sicilia e Italia

Después de tensas conversaciones en Washington entre los Estados Mayores conjuntos de Gran Bretaña y Estados Unidos, se adoptó definitivamente la Operación Husky, o sea, la invasión de Italia.

El asalto a Europa pareció confirmar en un primer momento la clarividencia del premier británico. Después de desembarcar en Sicilia (10 de julio) sin encontrar obstáculos, más que el opuesto por las tropas que defendían la isla, 3 divisiones germanas y 10 italianas. Los ejércitos italianos no opusieron resistencia ni a la preparación ni a la realización del desembarco. Los italianos declinaron en sus aliados el desastre al no haberles proporcionado cobertura aérea. Los italianos cayeron prisioneros y los alemanes trasladaron al Continente la mayor parte de sus efectivos, preparándose para el envite de los aliados.

Pero antes de esto, el Gran Consejo Fascista había depuesto a Mussolini (25 de julio). El rey Víctor Manuel III vio en ello la oportunidad para que su país abandonara la guerra, recuperó el mando del ejército al obligar a Mussolini a dimitir y nombró al mariscal Badoglio como primer ministro de un nuevo gobierno que, ante el temor a los alemanes, declaró que continuaría en la guerra. Mussolini permaneció secuestrado mientras que se negociaba por separado un armisticio con los aliados. Éstos exigían una rendición incondicional, aunque prestarían ayuda para que Roma no cayese en poder de los alemanes. Sicilia pasaba a poder de los aliados con la ocupación de Catania y Messina (15 y 17 de agosto). Mientras que se preparaba el armisticio con Italia, los italianos reafirmaban su fidelidad a los alemanes. El 8 de septiembre de 1943 se firmaba en Bari el armisticio secreto entre Italia y los aliados, pero a las pocas horas Kesselring, nombrado Comandante en jefe de todas las fuerzas alemanas en Italia, ocupaba Roma y desarmaba sin resistencia a los italianos. El rey y Badoglio marchaban a unirse con los aliados, que desembarcaron en Salerno el 9 de septiembre y en Bari y Brindisi el 12 de septiembre.

Los alemanes no albergaban grandes esperanzas sobre dominio de la Península italiana. Sin embargo, Kesselring preparó una defensa a base de líneas monolíticas al avance aliado, a través de una línea que iba desde el río Sangro en el Adriático al Garellano en el golfo de Gaeta. Las fuerzas angloamericanas, con aportaciones francesas, norteafricanas, polacas y judías estuvieron a punto de ser lanzadas al mar por la contraofensiva de la Wehrmacht.

El 9 de septiembre comenzó la Operación Avalancha, que tenía como objetivo tomar Nápoles, desembarcando en Salerno las fuerzas del general Clark. Al mismo tiempo se produjo un desembarco en Reggio y al día siguiente el VIII Ejército inglés hacía lo propio en el golfo de Tarento. Debido a la falta de coordinación entre ingleses y americanos, Kesselring pudo centrar su contraataque en la bahía de Salerno. Pero los oportunos refuerzos ingleses desembarcados el día 14 en el cabo Licosa y el dominio del aire por los cazas de la Fuerza V y la artillería de los acorazados Warspite y Malaya, asegurarían la cabeza de puente americana, desde la que empezaría una marcha sobre Roma. Los norteamericanos avanzaban por Occidente y los británicos por la costa oriental.

Hay autores que piensan que un desembarco más al norte hubiera gozado de más éxito, como el producido el 22 de enero de 1944 en Anzio (Operación Shingle) por los norteamericanos del general Clark y terminada con 2.500 bajas y 2.000 prisioneros. Pero también está la postura contraria que afirma que desembarcar cerca de las posiciones de la Wehrmacht hubiera sido un fracaso.

Tras la liberación del Duce por los comandos del teniente coronel Skorzeny (12 de septiembre), se reconstituyó un gobierno fascista en la zona norte, el Estado Republicano Fascista, luego República Social Italiana. Los alemanes hacen casi imperceptibles los avances de los aliados, después de la conquista de Nápoles y de las islas de Capri, Ischia y Prócida. El invierno y la primavera fueron muy lluviosos, de manera que la aviación aliada no pudo desarrollar su actividad. Los americanos y los británicos no llegaron a los 12 Km de avance.

La Línea Gustavo fue el principal dispositivo de defensa de la Wehrmacht en los Apeninos, con su eje en Montecassino. Los paracaidistas de Von Arnim ocuparon la abadía tras su bombardeo por los aliados. La defensa de tal abadía fue un símbolo mundial, al igual que los ataques de neozelandeses y polacos, que acabaron tomándola. Los franceses del general Juin tomaron las cotas más inaccesibles, pero que cercaban la abadía. Así, el ataque del general Alexander el 11 de mayo romperá sin dificultad la Línea Hitler, a 20 Km de Roma. El 4 de junio de 1944 los aliados ocupaban Roma, encontrándola intacta salvo por los daños del bombardeo del 5 de noviembre. El 16 de agosto los americanos ocupaban Pisa y el 19 Florencia. Kesselring agrupaba de nuevo a sus tropas, y se preparaba para defenderse en la Línea Gótica, que resistiría prácticamente hasta el final guerra.

Los aliados reconocieron a la monarquía en Italia, pero el rey Víctor Manuel III tuvo que abdicar en su hijo Humberto. El 13 de octubre de 1944 también Italia le declaraba la guerra al III Reich. En el Norte, la fascista República de Saló tenía muchos problemas. Mussolini estaba muy mermado en su capacidad, dependiendo de los alemanes, pero la situación de la zona en la primavera de 1944 privó el proyecto de cualquier medida real y fecunda.

Todas las fuerzas de oposición al fascismo formaron un frente contra Mussolini y los alemanes. Comarcas enteras acabarán en poder de los partisanos, sobre todo tras el nombramiento del general Cardona, que puso en pie de guerra un auténtico ejército de partisanos. Mussolini dejó actuar a sus más fanáticos colaboradores, lo que hizo que muchos fueran sentenciados a muerte posteriormente. Las fuerzas de la República de Saló llevaron a cabo actividades policiales, sin participar en la retención del ataque aliado, lo que era tarea de Kesselring.

El desembarco de Normandía

Los largos lamentos de los violines del otoño hieren mi corazón con languidez monótona. Estos versos de Paul Valéry, transmitidos por la BBC, indicaban a la resistencia francesa que la invasión de Francia era inminente. En un principio se fijó para el día 1 de mayo de 1944, para lo que Eisenhower se trasladó a Inglaterra y el COSSAC (Chief of Staff the Supreme Allied Commander), constituido en Londres en abril de 1943, fue sustituido por el SHAEF (Supreme Headquarters Allied Expedicionary Force).

El lugar del desembarco se fijará en su agenda como un tema principal. El paso de Calais era el más apto, pero también el mejor defendido por los alemanes, de manera que se sustituyó por la gran ensenada entre el Estuario del Sena y la Península de Cotentin. Para llevar a cabo la operación se fijó el ataque entre Cabourg y las Rocas de Grancamp, buscando establecer una cabeza de puente entre Rouen, Caen y Saint Lô. Otro ataque sería a la Península de Cotentin para cortar ésta, aislar el puerto de Cherburgo y apoderarse de sus instalaciones antes de que los alemanes las hundieran. Se preveían también acciones en la bahía del Sena, entre Villerville y Cabourg.

El momento del desembarco también era algo prioritario, la aurora pondría el efecto sorpresa y la bajamar descubriría la mayor parte de los obstáculos, por lo que la labor de los hombres rana se vería facilitada. También el mar calmoso, la visibilidad y el viento del 1º y 4º cuadrante impulsaría los humos del combate hacia el continente.

Punto esencial de la ación contra el III Reich era el descoyuntar su capacidad de respuesta. La aviación tenía aquí la última palabra, empleando la técnica del tapiz, consistente en cubrir un área clave con bombarderos y arrasar todo el perímetro que quedaba bajo toneladas de bombas. Desde sus bases inglesas, la R.A.F. de noche y la U.S.A.F. de día martilleaban los centros de comunicación, industrias e incluso barrios urbanos de toda la geografía alemana. Los bombarderos B-17 Y B-19, denominados fortalezas volantes, formarían una cadena ininterrumpida de fuego. Los ciudadanos alemanes respondieron con valor y disciplina a la prueba. Pero las heridas infligidas a la población y al sistema productivo minaron su moral y medios. Desde la primavera de 1944 los ataques aliados se centraron en el sur y el oeste de Alemania, los territorios holandeses, belgas y franceses aledaños al mar. Al llegar el Día D, las infraestructuras de Francia estaban pulverizadas, haciendo más difícil el tráfico de la Wehrmacht e impidiendo una contraofensiva. La Luftwaffe fue barrida, así el OKW indicaría que todo avión en la zona era enemigo.

El desembarco puso en alerta a Hitler, pero su red de espionaje, que nunca fue buena, mostró sus contradicciones sobre la fecha y el lugar del desembarco. La muralla del Atlántico estaba llena de fisuras, de manera que hasta que Rommel no recibiera el mando directo sobre la zona (noviembre de1943), no comenzaría la preparación intensiva del dispositivo. Los fracasados desembarcos en Saint-Nazaire (28-29 de marzo de 1942), Boulogne (21-22 de abril de 1942) y Dieppe (19 de agosto de 1942), reforzaron la visión de la muralla del Atlántico. Sin embargo, aquellos desembarcos fueron mal planteados por los aliados. Los alemanes sólo habían fortalecido los puertos, puntos lógicos del desembarco, pero el resto de las fortificaciones dejaba mucho que desear, de manera que Rommel inició un milagro en muchos sentidos, pero que no pudo impedir el desembarco.

El equipamiento humano y material distaba de tener la potencia necesaria para hacer retroceder al enemigo. La opinión sobre el lugar del desembarco variaba según los generales alemanes. Algunos como Rommel o Von Rundstedt pensaban que la zona sería la más cercana a Inglaterra, como el caso de las Penínsulas de Cotentin o de Bretaña. Lo mismo sucedía con la estrategia a seguir en caso que se produjese el desembarco. Rommel se mostraba favorable al rechazo en la misma playa, y Von Rundstedt se inclinaba a frenarlo más al interior concentrando las fuerzas germanas, que no contaban con apoyo aéreo. Estas divergencias favorecieron el éxito del desembarco, y así Rommel esperaba que éste se produjera en Calais.

El terreno elegido para el desembarco fue dividido en varios sectores, Omaha, Utah, Gold, June y Swordomaha. Tres divisiones aerotransportadas recibieron la orden de apoderarse de los focos de resistencia, siendo la VI División del general R. Gale la que recibiera el encargo más difícil. En la madrugada del 6 de junio de 1944, aunque algunos exigían el aplazamiento de la Operación Overlord, se dio la orden para que los 5.000 buques, que transportaban a 5 divisiones, partiesen hacia las costas de Normandía. La tarea más difícil quedaba para la Marina, que debía contrarrestar el fuego de la artillería costera alemana.

Se construyeron tres muelles artificiales para barcos pequeños, Goldberry, y dos mayores, Mulberry, para garantizar el desembarco y el aprovisionamiento. Aunque la tormenta desbarató algunos planes, en el norte de Francia se colocaron más de un millón de combatientes. Tras la sorpresa inicial, la reacción germana fue rápida y contundente. Siete divisiones de infantería y una de panzer entraron en acción, pero los aliados se atrincheraron en sus posiciones y no fueron arrojados al mar en ningún punto. Pronto, los 90 Km iniciales se convirtieron en 120 Km de línea y 35 de profundidad. La unión de las cuatro cabezas de puente pudo lograrse en poco tiempo, tras la toma de Bayeux (día 8) y de Ysinny (día 9), para establecer un frente continuo desde Montebourg hasta el norte de Caen.

La conquista de Francia

Una semana después del desembarco de Normandía, los aliados habían colocado en Francia a 16 divisiones, unos 326.000 hombres, 54.000 vehículos, y 104.000 toneladas de carga. Responsabilizados del frente oriental, británicos y canadienses, al mando de Montgomery, sostuvieron el esfuerzo en la zona de Caen a lo largo de dos duras batallas (11-16 de junio y 28 de junio-8 de julio). El día 9 Caen pudo ser conquistada, Montgomery centró allí sus esfuerzos para que se pudiera desplegar el otro ala de la invasión, doce Grupos de Ejércitos americanos al mando de Omar N. Bradley e integrado por el I y III Ejércitos de Hodges y Patton, un millón de hombres. Tras la ocupación de Lessay, el desembarco se consolidó en la línea Saint Lô-Caumont-Rouen. Cherburgo había caído, aunque con sus instalaciones dañadas. Tras pasar Normandía, las fuerzas mecanizadas americanas que avanzaban hacia el Sur y el Oeste decidirían la suerte de la batalla de Normandía.

La lenta progresión aliada durante casi dos meses, fruto de la Ofensiva Cabra, provocaron la ruptura de Avranches (31 de julio). Así, Patton penetró por el pasillo dejado por los alemanes. Pero cuando se dirigía hacia Brest y Rennes, Patton cambió el rumbo de su ataque hacia el Este -Angers, Laval, Le Mans, Chartres- aprovechando la debilidad del enemigo. Sin embargo, una maniobra más ambiciosa se abrió en su mente: cercar a los ejércitos alemanes en Normandía, para lo que lanzará sus tropas en abanico. Hitler pensaba en cerrar la brecha de Avranches, no consolidada por Bradley, de manera que Von Klugue ordenó avanzar hacia Mortain y dividir en dos a los americanos. Esto podía provocar el pánico y la caída del frente, pero fracasó al no existir apoyo aéreo. Los aliados tomaron la iniciativa para impedir una segunda ofensiva en Avranches y lograr el contacto con Patton cercando al ejército alemán.

Falaise será el punto elegido por el II Ejército canadiense, cuyos iniciales progresos se agotarán a escasos kilómetros de la meta. Pero el cerco se va cerrando, con un bombardeo sobre las posiciones del VII y V Ejércitos blindados alemanes. Von Klugue ordenó la evacuación de Falaise (16-17 de agosto), por lo que será destituido. Las mejores divisiones alemanas del frente occidental son derrotadas, concluyendo la batalla de Normandía. Todo el sudoeste y centro de Francia se liberaron acto seguido y más de 30 departamentos ven marcharse a sus ocupantes, ante la presión de la aviación aliada y de la resistencia francesa. El 25 de agosto la 2ª División blindada del general Le Clerc entró en París, donde De Gaulle al día siguiente formó un gobierno provisional.

Pocos días antes de la liberación de París, la Wehrmacht resistía en un cuarto frente. El 15 y 16 de agosto, los norteamericanos impusieron sus criterios y en unión de los franceses iniciaron la Operación Aunville y después la Operación Dragón. Su objetivo era apoderarse de Toulon y Marsella y avanzar hacia el norte por la frontera suiza. El general inglés H. Maitland Wilson, al mando de 450.000 hombres, con apoyo naval y aéreo, formaría la fuerza de apoyo. El XIX Ejército alemán no contaba con buques y sólo tenía 200 aparatos frente a 5.000. En Provenza, el VII Ejército estadounidense ocuparía una cabeza de playa de 23 Km al sudoeste de Cannes. Comenzó así la liberación y el ascenso por el valle del Ródano, cruzando el 31 por Arlés y Aviñón con intervención de las Forces Françaises de l´Interieur (FFI), con más de 50.000 maquis. El general De Latre de Tassigny dirigió el avance por el Sur, no bien visto por De Gaulle pero sí por los americanos. Así ocupa Toulon (26 de agosto), Marsella (28 de agosto), Mintpellier y Narbona (29 de agosto), Lyon (3 de septiembre), Besançon (8 de septiembre) y Dijon (11 de septiembre).

La retirada alemana estuvo manchada por las acciones de las SS, la matanza de Oradour-sur-Glane y de Luére, pero también Francia queda en un clima de casi guerra civil, algo que logró frenar De Gaulle, aunque la represión contra petainistas y colaboracionistas arrojó un saldo de 100.00 víctimas.

Unidos los protagonistas de las invasiones en Châtille-sur-Seine (12 de septiembre), y tras la caída en manos de los británicos de Bruselas, Amberes y Lieja en los días 3, 4 y 7 de septiembre, la estrategia aliada no tenía más que un objetivo: la frontera alemana, donde les esperaba la Línea Sigfrido. Pero hasta entonces, salvo Cherburgo y El Havre, los demás puertos estaban en manos de guarniciones alemanas y lo seguirían estando hasta el final de la guerra, constituyendo tal hecho el talón de Aquiles de la ofensiva aliada, ya que sólo llegaba petróleo a los alemanes a través del famoso Red Ball Express y de algunos oleoductos. Eso frenaba el avance aliado, pues Patton necesitaba 1,5 millones de litros diarios, de los que sólo lograba 120.000.

En el bando contrario la situación era crítica. La Wehrmacht conoció escenas de indisciplina y derrotismo nunca visto, la moral estaba muy baja. En el bando aliado la euforia reinaba por doquier. El día 4 de septiembre el I Ejército norteamericano ocupaba Namoins. Enfrente de los británicos, detenidos en Amberes durante tres días, se abría una brecha de casi 170 Km que le conducía al Ruhr. Pero pronto llegaría la desilusión, ya que la vanguardia aliada no podía aprovisionarse del combustible necesario. Mientras, los alemanes reforzaron sus defensas cuando Model fue sustituido por Von Rundstedt, y después de seis semanas de retroceso se reforzaron. La Wehrmacht volvió a plantar cara, aunque sus altos jefes intuían la derrota. El ejercito alemán no cedió ni se derrumbó en el camino de vuelta a su patria, estabilizando el frente en la línea Belfort-Luneville-Metz-Thionville-Luxemburgo.

Los errores y flaquezas quedaron compensados en aquel otoño decisivo en el que muchos generales aliados albergaban grandes esperanzas sobre el fin de la guerra. El antagonismo entre americanos e ingleses, sobre todo entre Montgomery y Eisenhower, afloró a la más cruda realidad, sobre todo después de que el 1 de septiembre, por orden del secretario de estado norteamericano Marshall, Eisenhower tomara el mando de todas las fuerzas terrestres aliadas, desposeyendo al inglés de la jefatura que tenía desde el principio de la invasión. En privado y en público, Montgomery y su superior Sir Allan Brooke, jefe del Estado Mayor británico, criticaban la teoría del frente amplio, de llegar hasta las fronteras del Reich y subir por el Rin. Salvo victorias como Aquisgrán (21 de octubre), Metz y Estrasburgo (20-23 de noviembre), este hecho implicó la dispersión de los hombres y la organización de la defensa alemana.

El resultado de los errores de unos y de otros fue muy abundante en frutos para el futuro de la Europa Occidental. El sueño de Churchill de alcanzar Viena y Praga antes que los rusos no se hizo realidad, y toda Europa sufriría la herencia del desacierto estratégico de los jefes militares aliados al prolongarse durante varios meses más el curso de una guerra auténticamente “total” entre los pueblos y los hombres que en ella contendían.

LA CAÍDA DE ALEMANIA

La “Operación Vístula”

Hitler pronosticaba un cambio en el centro de gravedad del ataque ruso hacia el Danubio. Pensaba que el Ejército Rojo quería conquistar Viena antes que Berlín. De ahí que, tras fracasada la ofensiva de las Ardenas, centrase sus miras en defender el oeste de Hungría, sobre todo su capital. Pero se equivocó de nuevo, pues Stalin adelantó en una semana la Operación Vístula, que tenía proyectada para acabar la guerra en mes y medio. La Stukva ordenó dar golpes al enemigo en Poznan y Breslau, dividiendo a las tropas germanas y destruirlas por separado. El frente avanzaría del Vístula al Oder y luego a Berlín.

La concentración de tropas para esta operación fue la mayor de toda la contienda, pues los dos grupos de ejércitos que en ella participaron sumaban 2.200.000 hombres. El I Ejército de Bielorrusia, al mando de Zukov, era netamente superior. Lo mismo sucedía con el I de Ucrania estacionado al Sur, que aventajaba en carros a los alemanes. La ventaja frente al adversario del Grupo de Ejércitos A, al mando del general Harpe, era de 7 a 1 en carros y de 20 a 1 en cañones y aviones. En el Norte también estaba el II Ejército de Bielorrusia, al que se le asignó el papel de fijar a las tropas alemanas en el Norte y cubrir el flanco derecho del I Grupo de Ejércitos de Bielorrusia.

Stalin planeó minuciosamente esta operación, de manera que, caída Varsovia, la ocupación de la región industrial de Silesia, la más importante tras la del Ruhr, y la penetración hacia Berlín fueron los dos objetivos de la operación. Desde sus cuatro cabezas de puente en el Vístula, Warka, Pulawy y Baranow, los soviéticos se lanzaron al ataque que, tras una preparación artillera, aniquiló las reservas alemanas, situadas cerca de la primera línea por orden de Hitler. Mientras Koniev lo hacía desde Baranow y destrozaba al IV Ejército Panzer, Zukov penetraba desde Pulawy y desde el este de Cracovia hasta el oeste de Modlin. Después caerían Varsovia, Czestochotwa, Radomsko. Sólo Poznan se resistió algunos días a las fuerzas de Zukov. La infantería de Koniev con apoyo aéreo se dirigió hacia Silesia, región que según las conversaciones entre los tres grandes quedaría para Polonia, de manera que, una vez evacuados los alemanes, la región fue ocupada, y enseguida sus industrias fueron desmanteladas y llevadas a la U.R.S.S..

La ofensiva del Ejército Rojo se llevó a cabo a un ritmo desconocido hasta entonces, cerca de 50 Km diarios. A fines de enero, los alemanes se reagruparon y presentaron una resistencia algo más firme. El desgaste de su fuerza de ataque, junto con la ocupación de grandes territorios, hicieron que el Ejército Rojo se detuviera a comienzos de febrero en el Neisse y en el Oder. En las orillas del río Loetzen, en una cuña a 65 Km de Berlín, se detuvo la cabalgada de las tropas de Zukov. En un semestre, el Ejército Rojo había avanzado 1.000 Km, la mitad de ellos en menos de tres semanas. El balance de la ofensiva fue de 31 divisiones alemanas destruidas y 25 con pérdidas sensibles y en el bando soviético unas pérdidas entre el 35 y el 45 % de sus efectivos.

La pretensión de Hitler de convertir toda fortaleza y toda ciudad del norte de Alemania en una plaza fuerte sin que pudiera rendirse hizo más penosos el conflicto para unas tropas y unos ciudadanos que se aferraban a que un golpe final convirtiera la derrota en victoria. Tras la Batalla de las Ardenas y la muy limitada ofensiva en Alsacia, el frente oeste fue desguarnecido de sus tropas, enviadas al este para amortiguar el avance ruso. Hitler, en constante estado de demencia, sólo quería que la Wehrmacht resistiera a toda costa, algo que no era posible. Pero la fortuna sacó a Hitler del apuro en que se encontraba, ya que Stalin, preocupado por la situación del frente norte, ordenó a Zukov detenerse y que esperase a las tropas de Rokossovski, retrasadas por la rapidez del avance del primer frente de Bielorrusia. Mientras que se ampliaban las cabezas de puente sobre el Oder, Guderian planeó la Operación Sonnenwende (“Solsticio”), un ataque que coparía las vanguardias enemigas.

Sin embargo, este ataque fracasó debido a la rapidez de los preparativos y a la acción de un Himmler que jugaba a ser comandante en jefe del Grupo de Ejércitos del Vístula. Tuvieron éxito en los primeros momentos del ataque (15 de febrero), aunque muy pronto el temporal de lluvia y nieve puso punto y final a la contraofensiva. Sin embargo Stalin y la Stukva se alarmaron ante la capacidad de respuesta alemana, y opinaron que había que abrir un paréntesis para reagrupar a sus fuerzas de cara al objetivo final de la guerra: Berlín.

Avance soviético sobre el Este de Europa

Aunque el potencial ruso era muy superior y no necesitaba ninguna solución de continuidad entre sus diversas campañas, es normal que al llegar el verano se produjera un avance más fuerte en las ofensivas. Tres eran las estrategias: cerrar los restos del frente del Báltico, continuar su penetración por el frente del centro para llevar la guerra a los territorios alemanes de Prusia Oriental y, finalmente, progresar en la conquista de los Balcanes, zona básica para la seguridad de la Unión Soviética. En ella participaron 2,5 millones de hombres, 6.000 tanques y 7.000 aviones.

Hitler pensó que el ataque ruso se produciría por el sur, con el fin de apoderarse de la cuenca danubiana y privar al Reich de materias primas indispensables. El mariscal Brush, comandante en jefe del grupo de Ejércitos del Centro cuyas tropas habían mantenido casi intactas sus posiciones desde dos años atrás, le disuadió de reforzar su dispositivo y de quejarse por el envío de algunas de sus unidades al sur. Todos querían pensar que el enemigo era inferior, cuando era superior y quería atacar directamente el corazón del III Reich. El Grupo de Ejércitos Mitte, a 100 Km de Smolensko, contaba apenas con 40 cazas frente a miles de los soviéticos cuando comenzó el ataque el 22 de junio de 1944, El combate fue muy desigual y muy sangriento, de manera que Vitebsk volvió pronto a manos de los rusos el 26 de junio. Igual sucedió antes de acabar junio con la cuenca del Dnieper, tras la caída de Bobruisk.

Después de la toma de Moguilev (29 de junio), los alemanes retrocedieron en todo el frente. Los tres Grupos de Ejército de Bielorrusia recibieron la orden de converger sobre Minsk y expulsar de la capital de Bielorrusia al IV Ejército alemán, que cayó en una bolsa y no pudo evitar su destrucción. A mediados de julio, el Primer Grupo de Ejército de Ucrania al mando de Koniev lanzó un ataque, y antes de agosto el Ejército Rojo había conquistado la mayor ciudad de Ucrania Occidental, Lvov, continuando hasta más allá de la frontera polaca mientras que los enemigos se retiraban a los Cárpatos.

El fulminante avance soviético, 500 Km en un mes, despertó las esperanzas de Polonia, una vez reconquistada la zona tomada como botín por los alemanes en 1939. Los rusos se plantaron cerca de Varsovia deteniendo su galopada hasta enero siguiente. Más al norte, el Ejército Rojo descoyuntaba a los germanos, avanzando hacia Prusia Oriental una división que entró entre los dispositivos de los Ejércitos Norte y Centro. Esta maniobra envolvió a los germanos, que sólo podían aprovisionarse por mar, pero, como sucedió en Varsovia, se frenó el avance soviético. El Ejército Rojo no explotó el éxito y Berlín quedó a sólo 500 Km Al detenerse la ofensiva, y ante la llegada rusa, Varsovia se alzó en armas el 2 de agosto. La lucha fue implacable, pero más lo fue la represión. En octubre volvía el orden, tras haberse destruido la mayoría de los barrios de Varsovia, incluso hasta los cimientos.

La pasividad ante los hechos de las tropas del mariscal Kososlimov fue censurada en la prensa del mundo libre. Los generales soviéticos argumentaron que su ejército estaba cansado. La postura de Stalin envenenó las relaciones entre el Kremlin y el gabinete provisional polaco residente en Londres. En marzo de 1943, los alemanes excavaron unas fosas en Katyn donde se encontraron a 7.000 oficiales polacos. Después de un estudio de la Cruz Roja Internacional que identificó al 70 % de los cadáveres, se concluyó que fueron asesinados de un tiro en la nuca entre marzo y abril de 1940. El hecho ahondó la ira entre polacos y rusos, rompiendo Moscú las relaciones con el gobierno provisional del general Bilovki. Sin embargo, los gobiernos británico y americano difundieron la tesis de que era culpa de los alemanes, intentando llegar a un entendimiento con los rusos para tratar el tema de Polonia como nación libre. Stalin estaba de acuerdo, pero según él los límites de Polonia debían ser los de 1919. Tras los sucesos del verano de 1944, media Polonia en manos de los soviéticos y la otra media a punto de caer, la visión rusa empezó a cambiar, viendo a los polacos expatriados como traidores, pero Churchill pensaba en mantener a Polonia como nación libre, aunque no encontró en la Casa Blanca los apoyos que esperaba.

La fuerza rusa en 1944 era tal que se permitió lanzar una tercera ofensiva para expulsar a los alemanes de los territorios soviéticos del sur. La reanexión de Besarabia era objetivo primordial. La defensa de esta región estaba encomendada al general rumano Dimitrescu y la de Moldavia al alemán Wöhler. Avanzado agosto, Malinovski, al mando del Segundo Frente de Ucrania, se dirigía contra Moldavia, en dirección sur, mientras que Tolbujin, comandante del Tercer Frente de Ucrania, se dirigirá a Besarabia en marcha al Oeste con el fin de converger con Malinovski en Galatz. La maniobra triunfó en 48 horas derrotando a 16 divisiones germanas.

En Bucarest, una revolución depuso a Antonescu y repuso en todas sus atribuciones al joven rey Miguel I. Esta tentativa para amortiguar las represalias rusas hacia Rumanía por haberse vinculado al Eje logró parcialmente su objetivo. Los rumanos declararon la guerra a Alemania pero los rusos tardaron en aceptar esto, firmándose un armisticio que fue una rendición pues las tropas rumanas cooperarían con las rusas en contra de la Wehrmacht. La dependencia de Rumanía con respecto a la U.R.S.S. era total, pues los delegados del Kremlin controlaban la administración y el ejército rumanos.

Bulgaria, aunque estaba aliada con el III Reich, no había declarado la guerra a la U.R.S.S., pero ésta rompió las hostilidades con ella el 5 de septiembre de 1944. Como Rumanía se vio forzada a estar bajo la tutela soviética, Stalin se avino a firmar un armisticio después de que Bulgaria declarase la guerra a Rumanía el 9 de septiembre.

La llegada del otoño supuso el desbordamiento de la línea defensiva alemana de los Cárpatos, entrando el Ejército Rojo en la llanura húngara. Budapest parecía que iba a caer pronto pero los alemanes la convirtieron en un bastión, con luchas callejeras durante tres meses (diciembre de 1944-marzo de 1945). Durante el verano, el almirante Horthy intentó crear una conjunción antialemana, pero la Gestapo lo descubrió y fue internado en un campo de concentración. La Wehrmacht mantuvo el territorio para que las tropas de Grecia pudieran alcanzar Alemania en una penosa retirada.

En Grecia, Stalin respetaría los acuerdos de Teherán, ratificados en Moscú. Los británicos, tras la retirada de los alemanes, se empeñaron en restaurar la monarquía en la persona de Jorge II, en una guerra sin cuartel contra la guerrilla comunista antifascista. La neutralidad del Ejército Rojo, situado en las fronteras del país, fue casi total, pues no modificó la relación de fuerzas a favor de los partidarios de un régimen comunista. La prensa occidental censuró la actitud promonárquica de Churchill y su gabinete, que acabó imponiéndose en un país como Grecia muy vinculado por los intereses e influencias del Reino Unido.

En Yugoslavia la situación era diferente, sobre todo en las últimas horas del dominio alemán. De todos los países ocupados, éste fue el que presentó un espíritu independiente más indomable, tanto por parte de los monárquicos como de las guerrillas comunistas, al mando de un ex obrero metalúrgico croata exiliado durante veinte años en la U.R.S.S. y antiguo brigadista en España, Joseph Broz, conocido como Tito. Los restos del ejército regular se pusieron al mando del general Mijailovich, partidario de la restauración de Pedro II. Sin embargo, el conglomerado de etnias y religiones que había en Yugoslavia hacían de ella un territorio especialmente conflictivo, donde las mismas fuerzas que luchaban contra los alemanes se peleaban entre ellas cuando podían. Los servicios de inteligencia británicos apoyaron al mando monárquico, pero después, por la connivencia con los italianos, Churchill apoyaría a Tito, ante quién sería representado por su propio hijo.

El 20 de octubre de 1944, Tito y sus seguidores se apoderaban de Belgrado. Un elemento más de complejidad y confusión fue que los rusos entraron en contacto con el general Mijailovich ante la independencia de Tito. Pero pronto, este general, refugiado en Bosnia, fue capturado y ejecutado. Antes de acabar la guerra, todo el poder militar y civil estaba en manos de Tito. Aunque había un gobierno provisional en Belgrado desde noviembre de 1944, los órganos de gobierno estaban en manos de los guerrilleros, investidos de todas las funciones y cargos en el ejército. El comunismo nacional de Tito y su régimen encontraría un poderoso elemento aglutinador al desentenderse la U.R.S.S. de sus reivindicaciones sobre la zona, por temor a enemistarse con el poderoso partido comunista italiano, llamado a gobernar en la Italia de posguerra.

La victoria de Tito hizo que sus guerrilleros avanzaran hasta entrar en Austria tomando Klaguenfurt y Villach, reclamados al final de la Gran Guerra y devueltos ante el ultimátum de los americanos. La eliminación de cualquier opción para restablecer la monarquía produjo la eliminación de los acuerdos entre Stalin y Churchill sobre Yugoslavia, que preveían un control del país al 50 % entre ingleses y rusos. La política personal de Tito sustrajo a su país de toda influencia y abrió las puertas a su particular forma de hacer política.

La batalla de las Ardenas

Llegado el otoño, el Rin no había sido alcanzado en ningún punto del frente entre Alsacia y Lorena. Montgomery intentó demostrar que podía adentrarse en el corazón de Alemania a través de Holanda. Se inició así la Operación Market Garden, desplegada en la zona de Arnhem, pero culminó en fracaso. En la fase aérea (Market) participaron casi 5.000 cazas, bombarderos y transportes y más de 2.500 planeadores. Con el apelativo de Garden se denominaba a las unidades de carros del II Ejército británico situado en la frontera entre Bélgica y Holanda. Entre el 17 y el 25 de septiembre los paracaidistas lucharon contra dos divisiones blindadas SS por capturar y mantener la ruta hacia el puente de Arnhem, a 96 Km de la retaguardia alemana. Casi diez días se prolongó la lucha terminando en un fracaso aliado. Las unidades aerotransportadas no tuvieron apoyo terrestre, de manera que tuvieron que batirse teniendo muchas bajas. Lo cierto es que tras el ataque, Montgomery quedó desacreditado, teniendo que retirarse al Rin Inferior, para desde allí con el I Ejército canadiense expulsar a los alemanes de las bocas del Escalda.

La ofensiva aliada se desinfló a las puertas de Alemania a la espera del buen tiempo. El malestar y la confusión calaron entre los jefes y la tropa aliada a fines de 1944. Los ejércitos al mando de Eisenhower tenían gran cantidad de bajas por lo descoordinado de sus acciones. En ese momento, Hitler decidió lanzar una ofensiva en el frente oeste. Rechazando las presiones para canalizar sus últimas energías al frente oriental, el dictador nazi encomendó la labor al triunfador de la campaña de Las Ardenas de 1940, el mariscal Von Rundstedt, para que formara tres ejércitos de tropas veteranas con las que lanzarse por los mismos escenarios de 1940 a una ofensiva relámpago para romper el cerco que poco a poco estrangulaba a Alemania. Su meta era dividir en dos a las tropas aliadas establecidas en Las Ardenas, cruzar el Mosa y seguir hacia el norte para arrojar al agua a los aliados.

Fuerzas aguerridas y experimentadas del ejército regular y de las Waffen-SS en número de 250.000 hombres, con el apoyo de 2.000 tanques y 300 aviones, se lanzaron a un ataque en la madrugada del 16 de diciembre a lo largo de un frente de 75 Km El Mosa fue cruzado y algunas divisiones americanas se rindieron, en especial en torno a Bastogne, importante nudo viario en el centro de la batalla. El mal tiempo había favorecido el avance germano ya que la aviación aliada no pudo realizar su labor. Sin embargo, una tregua en la adversa meteorología, la falta de carburantes alemana y la enérgica acción del general Patton al Frente del III Ejército por el sur y de Montgomery por el norte, cerraron la brecha y pulverizaron el canto del cisne guerrero del III Reich. Cerca de 100.000 hombres fueron sacrificados frente a 77.000 del enemigo, en el ultimo destello de esperanza de la Alemania hitleriana.

El sitio de Berlín y el final de la guerra en Europa

La capacidad de recuperación de la Wehrmacht provocó recelos. Eso hizo que hasta febrero de 1945, los aliados no lanzaran un contraataque contra la Línea Sigfrido alcanzando la región de Düsseldorf, las márgenes del Rin, cruzado con el episodio del puente de Remagen, y así, el 7 de marzo se establecía una cabeza de puente. Montgomery ocupó Colonia y más tarde Bonn, Patton avanzaba sobre el Mosela y conquistaba Coblenza, y el general Patch se apoderaba de la Baja Alsacia. Alemania perdía su única vía de comunicación.

Las unidades de la Luftwaffe desaparecieron, concentradas en el frente oriental, de manera que los bombardeos aliados pudieron actuar a sus anchas atacando las industrias armamentísticas del enemigo sin llegar a eliminar su producción. La población civil también fue mermada en un intento de minar su moral. El ataque a Dresde es un ejemplo de ello, saldado con entre 100.000 y 200.000 víctimas. La respuesta fue más propagandística que militar. Aunque desde algunas instancias del gobierno y del ejército se pedían unos preliminares de paz, Hitler se aferró a la táctica de tierra calcinada y de disciplina inflexible en el ejército y en la población como único recurso.

Los ingenios alemanes, como las bombas volantes V-1, V-2 y V-3, habían sido los últimos inventos alemanes en industria armamentística, sin que sus efectos sobre Londres y otras ciudades inglesas a fines de 1943 y en 1944 hicieran cambiar de actitud a los aliados frente a los nazis. Se ha discutido si el bombardeo de la estación experimental de Peenemünde en la costa báltica retrasó los experimentos con la energía nuclear, y no se sabe si en los últimos meses del conflicto en algún fiordo noruego se experimentó con ella.

Pese a la respuesta dada por los ingenieros y científicos alemanes, la batalla de la producción la ganó la industria norteamericana, que muchas veces tuvo que reducirla para evitar la superproducción. Prueba de ello es que en el bienio 1943-44, la aviación británica lanzó un tonelaje de bombas diez veces superior al de las arrojadas sobre Inglaterra en 1940. En julio de 1943, cayeron sobre Hamburgo más de 9.000 toneladas de bombas. Del 1 de febrero al 21 de abril de 1945, Berlín sufrió 85 bombardeos intensivos. Salvo la víspera de Pascua, ninguna noche quedó sin ser visitada por la aviación inglesa.

Una vez evacuadas las márgenes del Rin, los alemanes retrocedieron sobre el Ruhr intentando resistir desesperadamente. Allí el mariscal Model, que gozaba de la confianza de Hitler, se suicidó al ver cercados sus efectivos, 300.000 hombres que capitularon el 13 de abril. Al mismo tiempo, el mariscal ruso Malinovski ocupaba Viena. También los aliados habían entrado en territorios encomendados en Yalta a los rusos, y tanto Berlín como Praga estaban cerca de sus avanzadas.

El 11 de abril la vanguardia del IX Ejército americano entró en Magdeburgo y cruzó el Elba, pero Eisenhower ordenó que se detuvieran allí ya que no merecía la pena, según él, ocupar un país que luego habría de ser devuelto al ocupar la zona de los Alpes austriacos y de Baviera, donde se creía que Hitler iba a refugiarse para resistir hasta el final con sus tropas más fanatizadas. El día 25 los franceses cruzaron el Danubio por Mühlheim y arrollaron las defensas germanas al norte del lago Costanza.

El avance de los aliados va a ser sorprendente sobre todo durante ese mes de marzo, entrando en demarcaciones acotadas para los rusos. La historiografía soviética apunta que, tras la fracasada ofensiva en Las Ardenas, Hitler jugó su última baza en intentar frenar a los soviéticos, pero también en su delirio en llegar a una paz de compromiso con los aliados o a la ruptura de éstos con Moscú.

Aprovechando la detención de las tropas de Zukov y Koniev en el Oder, Hitler intentó la última ofensiva de su ejército desplegada sobre el lago Balatón durante los días 6 al 16 de marzo. Los errores soviéticos y el ardor de las últimas tropas alemanas, sobre todo de las Waffen-SS, hicieron creer a Hitler que podría seguir dominando el petróleo húngaro indispensable para su industria. Al fin se impuso la superioridad rusa, y el VI Ejército alemán escapó del cerco en que pretendía envolverle el enemigo y siguió avanzando hacia el corazón de Europa.

Espoleado por el avance aliado y deseoso de que sus tropas conquistasen Berlín, que en ese momento carecía de interés para los americanos que habían visto morir a su presidente Roosevelt el 12 de abril, Stalin ordenó a Zukov y Koniev que lanzaran la ofensiva definitiva. Stalin se dio cuenta de la propaganda que podía darle al Ejército Rojo si éste tomaba Berlín y lo mismo sucedería con su propia persona.

Esta ofensiva fue superior a la del Vístula, pero tuvo una estrategia peor diseñada y se encontró con un enemigo más resistente. Stalin tuvo la culpa en ciertos aspectos, ya que no delimitó los campos de acción de Zukov y Koniev, indicando que el que llegase primero a las orillas del Spree se llevaría la gloria del ataque. Las tropas de Zukov se enzarzaron en la fortaleza de Küstrin, abandonada el 30 de marzo por el gruppenführer de las SS Reinefasth. Ante la imposibilidad de un ataque por el flanco derecho de las tropas germanas, mantenidas a raya por el mariscal Rokossovski, sólo una circunstancia le cupo en suerte a Zukov: consagrar gran parte de sus energías en conquistar la única gran capital de la zona, Breslau, que no llegaría a caer en su poder hasta horas antes de la capitulación de toda la Wehrmacht.

Las tropas del general Heinrici se retiraron a kilómetro y medio hacia Berlín. La defensa de ésta quedó establecida en tres anillos, el primero a 30 Km de la ciudad, el segundo a 15 y el tercero discurría por el trazado del metro berlinés, el Sector Z. Esto era una imagen de propaganda, ya que el verdadero frente eran las tropas de Heinrici en el Oder. Vencidas éstas, el resto fue una operación de limpieza para los rusos. Tras un pequeño adelanto de Koniev, que rompió el anillo defensivo de la capital, serían los cañones de Zukov los que abrieron fuego sobre los suburbios de Berlín el 20 de abril. Las fuerzas de Koniev conocieron una nueva detención. La orden de Stalin del 23 de abril atribuía a Zukov la victoria en el frente de Berlín. Este era quizás el premio para el salvador de Moscú y el inteligente estratega de Stalingrado y Leningrado.

Desde enero, Hitler había trasladado su cuartel general al búnker de la Cancillería alemana como símbolo de resistencia. Allí pensó en juntar los restos del XII Ejército al mando del general Wenck, que luchaba en el Elba contra los norteamericanos, con los restos del IX Ejército para venir en ayuda de la capital. Hitler deliraba más pensando que podía envolver a la vanguardia de Koniev. El asalto a la ciudad dio lugar a un desigual combate entre las fuerzas de la U.R.S.S. y la Hitlerjugend (unos 5.000 chiquillos), junto a los sexagenarios de la Volkssturm. Ningún refuerzo había aparecido y Berlín era una ciudad desguarnecida. Cayó barrio a barrio y calle a calle en poder del Ejército Rojo. Adolescentes de 15 y 16 años derribaban con sus panzerfaust decenas de tanques soviéticos, mientras que fanáticos miembros de las SS y la Gestapo ahorcaban en los árboles de la ciudad a centenares de sospechosos de traición o debilidad. Hitler, enloquecido, ordenaba inundar las estaciones de metro donde se refugiaban ancianos, mujeres y niños.

La resistencia se centro en el Reichstag, donde tres tenientes lograron colocar en la cúpula la bandera soviética, tras un combate con sus valerosos defensores. Antes de suicidarse el 1 de mayo, el 30 de abril Hitler traspasó sus poderes a Döenitz, una vez destituidos por traidores Göering y Himmler, éste último por haber intentado negociaciones de paz a través del consulado sueco en Lübeck.

Berlín era destruido pero en el resto de Alemania se asistía a las mismas escenas de sufrimiento y caos. Los generales aliados, como era el caso de Eisenhower, pensaban que el final del nazismo era un tema militar sin atender a connotaciones político-sociales.

En Italia, las posiciones de la Línea Gótica se mantendrían hasta el final de la guerra, a pesar de los ataques del XIV Grupo de Ejército dirigido por el general Alexander en agosto de 1944. No sería hasta abril de 1945, cuando Kesselring fue sustituido por el general Von Veitinghoff-Scheel, cuando el Grupo de Ejército C se desmoronara lentamente ante la nueva y última ofensiva aliada, en la que participaron incluso divisiones brasileñas. Cuando Alemania había casi caído, cortadas las líneas de comunicación y abastecimiento, las tropas alemanas tuvieron que capitular en Caserta, sin previo aviso a Mussolini, el 29 de abril de 1945.

Mussolini intentó alcanzar la frontera suiza, pero fue reconocido y capturado en Dongo el día 27. Al día siguiente fue fusilado por partisanos izquierdistas junto a su amante Clara Petacci, y sus cuerpos fueron colgados en la milanesa plaza de la Señora de Loreto. Después de ser pisoteados y troceados, sus restos fueron enterados el 1 de mayo en la zona de los pobres del cementerio municipal.

Alemania había quedado en manos de Döenitz, quién resistió hasta el fin para mantener el honor nacional. Sin embargo, el miedo a los soviéticos se apoderó de toda Alemania, de manera que Döenitz intentó llegar a acuerdos con Montgomery trasladando población de las zonas ocupadas por los rusos a zonas donde el control de los aliados era efectivo. Con esto, Montgomery lograba la rendición de tropas alemanas desde Holanda hasta Dinamarca. También logró Döenitz un territorio cerca de Flensburgo para establecer el Gobierno del Reich, desde donde pidió a los aliados la firma de capitulaciones en el Oeste. Eisenhower se mostró contrariado al enterarse de esto, de manera que exigió a Döenitz la rendición de Alemania y de su ejército. El intento de firmar una paz separada se estrelló contra la voluntad de este general.

En el cuartel general de Eisenhower en Reims, el día 8 de mayo, el mariscal Keitel firmó capitulación sin condiciones. A petición rusa, ésta fue ratificada a la 1,00 horas del día siguiente. Todos los efectivos alemanes, situados en fortalezas cercadas, depusieron sus armas y se entregaron a las fuerzas interaliadas. Horas después, Koniev entraba en Praga y la guerra terminaba en Europa después de seis años.

LAS OPERACIONES CONTRA EL JAPÓN

De Guadalcanal a Tarawa

Los Estados Unidos pasaron a la contraofensiva en Nueva Guinea, ocupada por los japoneses, quienes dirigían su ataque hacia Fidji, Samoa y Nueva Caledonia, con la idea de aislar a Australia de Estados Unidos. Port Moresby volvía a ser así el punto de atracción para el Mikado, pues su dominio suponía controlar la entrada al mar del Coral, clave para poseer el noroeste de Australia y la isla de Nueva Guinea. Pero también su control se cifraba en ésta y en la próxima isla de Guadalcanal, pues su posesión les permitía amenazar la bahía de Raboul en la cercana Nueva Bretaña, convertida en base del dispositivo aeronaval japonés en la zona. Se creó la VIII flota para ir al Pacífico sudoriental y el almirante japonés Mikava recibió la orden de reanudar la ofensiva, tomando la isla de Santa Cruz, las Hébridas y Nueva Caledonia, estrechando el cerco a Australia.

Tanto la ofensiva americana como la japonesa se planearon al mismo tiempo. Una era el inicio del camino triunfal y la otra el canto del cisne. La iniciativa correspondió a los americanos, preocupados por las acciones aéreas desde Guadalcanal, que podían llevar a los japoneses a atacar las bases navales de Efata y Espíritu Santo en las Nuevas Hébridas. Cuando los japoneses ultimaban los detalles de la instalación aérea de Guadalcanal, se produjo la Operación Watchtower, un desembarco de 20.000 marines norteamericanos en la porción septentrional de la isla y en los islotes de Florida en las bahías de Tulagi (base de hidroaviones) y Gavute (8 de agosto de 1942).

La flota aliada sufría importantes pérdidas (4 cruceros) en la batalla nocturna de la isla de Sava. Dentro de la isla también se produjeron combates entre los norteamericanos, que lucharon sin refuerzos durante un tiempo, y los japoneses indefinidamente, tras la derrota de sus convoyes en Cabo Esperanza, Santa Cruz y Tassaforonga. A fines de noviembre, tras unas batallas marinas, la batalla terrestre se inclinó a favor de los norteamericanos, aunque la victoria no llegó hasta febrero de 1943. Tras este “Stalingrado del Pacífico”, los Estados Unidos llevarían la iniciativa bélica.

El peligro sobre Port Moresby quedó controlado tras la derrota de Horly, a mediados de diciembre. Una vez más la falta de aprovisionamiento y la alta moral del enemigo hicieron que se derrumbara el frente nipón, aunque los japoneses no serían barridos de Nueva Guinea.

Semanas más tarde de la victoria de Guadalcanal se inició el avance aliado hacia el norte, en el que las islas-fortaleza de los japoneses fueron cayendo poco a poco bajo los ataques aéreos y anfibios llevados a cabo por Nimitz. La V Flota al mando del almirante Spruence será protagonista de la ofensiva en la que algunas plazas fuertes se rindieron, como los atolones de Tarawa y Makón, los más septentrionales de las islas Gilbert.

Después las islas Salomón centrales, Nueva Guinea oriental y las citadas Gilbert quedaron en poder de los estadounidenses en el verano y el otoño de 1943. La superioridad americana era tan aplastante que cada una de las divisiones comprometidas en los desembarcos dispondrá de un total de 120 cazas, y un avión por cada 200 soldados. Ante el peligro de los submarinos japoneses, funcionará en cada zona un Hunter Killer Group, integrado por un portaaviones y 25 destructores.

De Birmania a Malaya

Las islas Marshall y las Marianas serán el próximo objetivo aliado para la campaña de 1944. Las primeras caerían en febrero, las segundas entre mayo y junio. Ésta fue de las batallas más sangrientas de toda la campaña del Pacífico. Tras los ataques a Truk, donde se destruirán 213 aviones y 23 buques, se abandonará tras un ataque en mayo, y desde entonces los aliados planearán el asalto a las Marianas, defendidas por 50.000 soldados atrincherados en fortificaciones.

La conquista de la isla de Saipang, donde había 27.000 japoneses que no se rindieron, llevó a que los bombarderos B-29 pudieran alcanzar directamente Tokio. Tras esto se produjo la Batalla del mar de las Filipinas o Combate de las Marianas. Allí se aniquiló la fuerza aérea enemiga con base de portaaviones reconstruida tras la derrota de Midway. Tres buques aliados también serán hundidos por submarinos junto a 757 aviones. El 10 de agosto Guam pasaba a manos estadounidenses y dos días después Timian. En Guam cayeron 12.000 prisioneros, algo nunca visto. Esto provocaba la dimisión del gabinete presidido por Tojo.

Caída la línea de defensa exterior, el Gran Cuartel Imperial estableció otra más al interior, cuya caída implicará la derrota. La línea Ryukyu-Formosa-Filipinas estaba abierta a un doble ataque, por el norte de Nimitz y por el mediodía Mac Arthur. El Plan Victoria elaborado por Shogo se dividía en Sho-Icni-Go, o defensa de las Filipinas, y Sho-Ni-Go, o defensa de Formosa y Ryukyu. Con el fin de dotarlo de efectividad, se reorganizó la aviación naval japonesa, cuyos pilotos apenas tenían experiencia debido a las numerosas bajas sufridas en los elementos de la llamada Fuerza Tifón. La superioridad americana era abrumadora. Las escuelas niponas no podían preparar pilotos de forma solvente, justo lo contrario de lo que sucedía en América, donde en 1943 eran 26,650 pilotos los puestos a disposición de las flotas de Asia y Europa.

Pronto se producirá el ataque. En Formosa, entre los días 12 y 15 de octubre de 1944, se librará un combarte aeronaval de gran amplitud entre los japoneses y la Task Force 58, agregada a la III Flota al mando de Mac Arthur en fase de aproximación a Filipinas. A pesar de intervenir la Fuerza Tifón y de producirse combates por la noche, preferidos por los japoneses, cayeron 329 de sus aviones frente a 60 de los enemigos. La caída de las Marianas dejó libre el camino hacia Filipinas. Tras ocupar la isla Blak (27 de mayo de 1944) y la península de Vogerkops, en el extremo occidental de Nueva Guinea, australianos y americanos desembarcaron en las Carolinas occidentales, suprimiendo cualquier obstáculo para la empresa. Mac Arthur se preparaba en Morotai en las Molucas y en Peleliu a cumplir con su promesa: Volveré, había dicho.

Mac Arthur era el mayor partidario de conquistar las Filipinas, algo puesto en entredicho por sus allegados y por los historiadores de la guerra en el Pacífico, pero éste la defendería cara a factores políticos con los habitantes de Filipinas y el sudeste asiático. La entrevista entre Nimitz y Roosevelt en Honolulu no aportó soluciones. Nimitz era partidario de tomar Formosa, lo que aislaría a Japón de Birmania, Malasia y Filipinas y del sudoeste asiático, mientras que el almirante Halsey propugnaba el abandono de las estrategia de Nimitz y Mac Arthur para tomar la isla de Leyte, entre Mindanao y Samar, llave real de Filipinas.

A finales de octubre, Mac Arthur, al frente del VI Ejército, desembarcaba en Leyte a 150.000 hombres. Sería en este momento cuando los japoneses lanzarían un ataque. Entre el 23 y el 27 de octubre se libraba una batalla naval que se puede considerar un combate marítimo de las Ardenas, con alternancias, y en la que entraron en acción aviones suicidas japoneses (los kamikazes), pero que al final se decantó a favor de los Estados Unidos. Los japoneses esperaban, como los alemanes, una victoria que obligara a Estados Unidos a llegar a acuerdos de paz. La iniciativa correspondió a los japoneses, quienes no aprovecharon el factor sorpresa frente a un enemigo que pasó momentos de agobio. La maniobra descansaba sobre el lazo tendido por la escuadra de portaaviones de Ozawa a los portaaviones de Halsey para que éstos desguarnecieran el golfo de Leyte y el almirante Kurite atravesase el estrecho de San Bernardino convergiendo con la fuerza de choque de Nishimura. La maniobra estuvo a punto de funcionar pero la timidez de los almirantes, la descoordinación entre ellos, su carencia de reflejos, la capacidad de respuesta del adversario y la superioridad aérea de éste, terminaron con las últimas esperanzas del Imperio del Sol Naciente. Las Filipinas estaban perdidas y con ellas Japón que, privado de sus líneas de comunicación y abastecimiento, quedaba herido de muerte.

Japón vendería muy cara su derrota. Así, Yamashita, traído de Manchuria, mantendría en su poder hasta el fin de la guerra el norte de Luzón, invadida desde el 9 de enero de 1945. Por decisión del almirante Okini, Manila resistiría en el mes siguiente un asedio de tres semanas, para ser incendiada y su población víctima de las tropelías de los japoneses.

En este momento (finales de 1944-comienzos de 1945), la ofensiva de los aliados en Birmania, iniciada a finales de 1943, cobraba toda su fuerza. Tras la derrota de los japoneses en Assam (primavera de 1944), el XIV Ejército aliado recibió la orden de apoderarse de Meiktila, centro estratégico del enemigo, que fue asegurado a finales de marzo por los aliados, después de rechazar dos contraataques. Posteriormente, se recuperó Rangún el 3 de mayo.

Una prueba de la resistencia de los japoneses se iba a ver en Iwo-Jima, donde éstos no dieron ni pidieron cuartel, dispuestos a inmolarse. Esta isla a 1.200 Km del Japón constituía una de las claves de la defensa del territorio metropolitano. A la aviación allí establecida le correspondía interceptar y derribar a los bombarderos americanos que venían de Las Marianas. La ocupación de la isla fue dura, pues de 24.000 defensores sólo 1.038 cayeron prisioneros. Con el fin de dividir a los estrategas japoneses sobre la continuidad de la guerra, se produjo un bombardeo sobre Tokio el día 10 de mayo. De las bombas lanzadas por 323 B-29, las de 279 dieron en el blanco (unas 2.000 toneladas de bombas incendiarias).

En la defensa de Okinawa morirían 100.000 japoneses frente a 12.000 enemigos. El 1 de abril de 1945, 500.000 hombres se lanzaban a la conquista de este territorio, ya en suelo japonés. Muy fortificado, el territorio cayó en manos de los americanos tras una cruenta lucha, donde los pilotos kamikazes sólo pudieron poner fuera de combate a 34 navíos de la flota invasora, que cubrió el desembarco de los marines con una pantalla de fuego. Yamato fue enviado allí sólo con combustible para la ida, para entorpecer la maniobra, pero la aviación de la Task Force 58 puso fuera de combate a los últimos navíos de la flota japonesa.

La pérdida de Okinawa repercutió en las opiniones públicas nipona y estadounidense. La rendición incondicional exigida al Mikado por los anglosajones fue instrumentalizada por los defensores de la guerra a ultranza. Además, la exigencia de Roosevelt brindó las bazas a los sectores intransigentes japoneses, opuestos a las pretensiones de algunos círculos diplomáticos y navales que, con el apoyo del emperador Hiro-hito, querían llegar a una paz honorable con Estados Unidos, y en Estados Unidos cundió el pánico ante el coste humano que comportaría el ataque a Japón.

Los americanos hicieron muchas concesiones a Stalin para que éste declarara la guerra al Japón. La respuesta afirmativa de Stalin embargó de alegría a los políticos y diplomáticos norteamericanos. La capitulación de las tropas japonesas se veía muy difícil, tanto en el continente como en las islas. Sólo un gigantesco esfuerzo de tropas norteamericanas, británicas y del generalísimo Chiang-Kai-Shek haría que, tras dos años de lucha, la célebre ruta de Birmania quedara abierta en 1945. Pero, pese al cambio de situación que ello comportaba para las tropas de la China nacionalista, el ejército nipón seguía disponiendo de un contingente de cuatro millones de hombres en los archipiélagos del Pacífico y en el continente, muchos de ellos abandonados a su suerte. En China y sobre todo en Manchuria las fuerzas niponas estaban intactas e integradas por unidades de primer orden y jefes muy capaces y dispuestos a la inmolación.

Filipinas, Iwo-Jima y Okinawa

Las altas esferas estadounidenses temían el acto final de la guerra en el Pacífico. Sus temores no eran imaginarios, prueba de ello era el final de la batalla de Okinawa iniciada tres meses atrás. Poco antes de terminar mayo, Tokio estaba casi destruida por los bombardeos. Lo mismo sucedía en otras importantes ciudades industriales niponas, como Osaka, Nagoya o Kobe. El cielo se enrojecía y se alcanzaban temperaturas de 2000º, pero ni aún así la población civil daba muestras de derrotismo o crítica a sus dirigentes. Aislados por la destrucción de la marina de guerra y mercante japonesa, aún se resistía, conservando el espíritu de combate, en territorios como las islas Palau, Yap, Bonin, Indochina, Borneo, Sumatra, norte de Luzón, China o Manchuria.

Mac Arthur fue nombrado jefe de las tropas aliadas que operaban en el Pacífico, presentando el plan para apoderarse de la isla de Kiu-Siu, llave de la fortaleza nipona. En el otoño, el VI Ejército debía tomarla en la Operación Olympic para que, en abril del año siguiente, la principal isla del Japón, Hondo, centrara los esfuerzos de los ejércitos I, VIII y X hasta ocupar el territorio enemigo en la Operación Coronet.

El concurso de la U.R.S.S. era imprescindible, para ahorrar bajas a Estados Unidos y al Reino Unido que, de no ser así, deberían llevar el peso de la ofensiva en Japón. Esta actitud condicionó la política americana en los últimos meses del conflicto. La bomba atómica en la que se habían empleado más de 2.000 millones de dólares, recibía sus últimos toques, pero todavía durante las primeras semanas del mandato del presidente Truman, sucesor de Roosevelt, no se sabía cuando estaría lista. Sin embargo, los americanos sabían que había fisuras dentro del Japón desde finales de 1944, y éstas se convirtieron en realidad cuando los aliados atacaron a la 32 División que defendía Okinawa.

El primer ministro japonés Koizo se vio obligado a dimitir (5 de abril) por la presión del Yushin (especie de Senado imperial compuesto por ex primeros ministros), instado por el más íntimo confidente del emperador, el marqués Koishi Kido. El nuevo jefe del gobierno, el anciano almirante y héroe de Thusima (1904) Kantaro Suzuki, y su ministro de Asuntos Exteriores instaron a su embajador en Moscú para que el Kremlin buscara una solución de compromiso con sus aliados occidentales. Sin embargo, la exigencia de rendición incondicional de Roosevelt atentaba contra el pueblo y el ejército japoneses, suponiendo un desafío a la continuidad de la institución imperial.

Con Truman en la Casa Blanca, éste pareció avenirse a posiciones distintas a las de Roosevelt. Truman no hizo ascos a una propuesta de paz que continuase con la permanencia de la Casa Imperial. Aunque en la declaración del 26 de julio en la que se exigía la rendición incondicional se suprimía el punto sobre el mantenimiento de Hiro-hito en el poder, Tokio la rechazó.

La bomba atómica y el final de la guerra en el Pacífico

El día 17 se anunció a Truman el éxito de la explosión de la bomba atómica en el desierto de Álamo Gordo, en el Estado de Nuevo Méjico. El presidente ordenaría que el Pequeño muchacho fuera arrojado desde el B-29 El gran artista, el 6 de agosto de 1945 sobre Hiroshima y sus 255.000 habitantes. Al estallar la bomba a las 8 horas, 15 minutos y 16 segundos de aquel amanecer provocó la muerte a 64.000 personas.

Mientras que el gabinete japonés seguía debatiendo sobre la aceptación o no de la declaración de Potsdam, en la tarde del 8 de agosto, la U.R.S.S. declaró la guerra a Japón, de acuerdo con la promesa hecha por Stalin a Roosevelt en Yalta. El ejército japonés de Manchuria no presentó ninguna resistencia a la U.R.S.S., de manera que el Ejército Rojo se apoderó del territorio de Manchu-Kuo y de Corea hasta el paralelo 38. En China, se volvía a recuperar Formosa entregándose los japoneses a las tropas de Chang-Kai-Shek.

El 9 de agosto de 1945 tendría lugar el lanzamiento desde el B-29 Hombre grueso de la segunda bomba atómica sobre Nagasaki, con consecuencias tan devastadoras como en la de Hiroshima. Tras esto, aunque la Marina y el Ejército no querían rendirse, las disensiones en el gobierno de Suzuki favorecieron que el emperador Hiro-hito interviniera, manifestando el 14 de agosto su aceptación de la declaración de Potsdam y resignarse a lo inevitable.

En Tokio se produjeron enfrentamientos entre altos oficiales del Ejército japonés y otros muchos se suicidaban, como el ministro de la guerra, el general Anami. Los japoneses eran recibidos en Manila por Mac Arthur para acordar la rendición y ultimar sus detalles. A finales de agosto, el 4º Regimiento de marines norteamericano llegaba como avanzada a Tokio. La firma de la rendición de Japón tuvo lugar el 2 septiembre a bordo del acorazado Missouri, uno de los hundidos en Pearl Harbour, a las 9 horas, en un documento signado por la delegación del Gobierno Imperial y por los representantes militares de todas las naciones aliadas. La Segunda Guerra Mundial había concluido. Es curioso subrayar que, en su momento, ningún órgano de prensa progresista protestó en el mundo por el lanzamiento de la bomba atómica, a excepción del Vaticano. L´Osservatore Romano, periódico oficioso de la Santa Sede, escribió el 7 de agosto: Esta guerra lleva a una conclusión catastrófica. Increíblemente esta arma destructora se convierte en una tentación para la posteridad que, como sabemos por amarga experiencia, aprende muy poco de la historia.

LAS CONSECUENCIAS DE LA GUERRA

Consecuencias políticas: el nuevo orden mundial

La corriente socializadora que se abrió paso una vez concluido el conflicto va mucho más allá de una tendencia “anti” o meramente reactiva. La participación de todos los sectores de la población en las tareas bélicas fomentó entre los menos favorecidos un fuerte sentimiento de justicia social, compartido por pensadores y gobernantes. Quizá fuera Gran Bretaña la nación donde fuese más patente este fenómeno, como lo demuestra el éxito del Informe de Sir William Beveridge (diciembre de 1942), del que se venderán 256.000 ejemplares en un año, 369.000 de su resumen y 40.000 de su versión norteamericana. El público hará colas para adquirirlo.

Tal avidez demuestra que la guerra había desencadenado fenómenos imprevistos en el ordenamiento social. El “Estado del Bienestar” (Welfare State) adquiría en el mencionado Informe su Carta Magna. La lucha contra la pobreza en todas sus manifestaciones adquiría forma de justicia y no de caridad social. En su texto se afirma el reconocimiento del derecho a la seguridad por encima de las condiciones económicas del individuo. En adelante, el Estado garantizaría un mínimo vital a todas las clases sociales. Pero la aplicación de esto llevaría al Reino Unido a un callejón sin salida. Sólo salvando su balanza de pagos conservar Gran Bretaña su antiguo esplendor. El aumento de la fiscalidad impuesto por el Welfare State reduciría el ahorro y la inversión, fundamental para acrecentar las exportaciones, y aumentaría la inflación. Con grandes esfuerzos, el gobierno de Attle maniobraría con fortuna según la receta de Keynes.

También Gran Bretaña abriría la marcha de la revolución educativa. En julio de 1943, el gobierno publicó el libro blanco titulado Educational Reconstruction. Su premisa era la Education Act. La igualdad de oportunidades por la democratización de la enseñanza comenzaría a ser una realidad terminado el conflicto.

También Francia dictó una serie de medidas económicas y sociales orientadas a una más justa redistribución de la riqueza y de las rentas. La nacionalización de las principales industrias energéticas, hulleras, y de transportes, como Renault, de los grandes bancos y compañías de seguros y de la casi totalidad de los servicios públicos, además de una cogestión, satisfizo los deseos y reivindicaciones de la Resistencia francesa, pero sin lograr un acuerdo entre comunistas, socialistas y demócratas cristianos. Por otro lado, la actuación de la Seguridad Social en el trienio 1944-1946 será larga y provechosa para los más desfavorecidos. La política social compensó a los franceses de la prolongada espera de los ansiados puntos de la nueva política económica.

Sin abandonar el modelo capitalista, los pueblos del occidente europeo dieron entrada en sus decisiones políticas y en sus corpus legislativos a las ideas divulgadas tiempo atrás por las corrientes socialdemócratas y algunas de las corrientes más avanzadas del catolicismo social. Con las normales dificultades, los diferentes actores sociales y políticos lograron un consenso en tales ideas, en el que se fundamentaría el Estado imperante hasta final de siglo. En los países del Este, el proceso de socialización se empantanó en un burocratismo esterilizante, con una acción estatal insuficiente y un olvido de los derechos humanos.

Pérdidas humanas: los campos de concentración

Siempre dentro de datos aproximados, la guerra supuso la pérdida de 50 millones de vidas, en contraposición con la Primera Guerra Mundial, que doblará con creces el número de muertos de la población civil, un 50 % frente a un 20 %. Cerca de 70 millones de heridos y más de 40 millones de desplazados o sin hogar, entre los que se encuentran todos los afectados por los campos de exterminio hitleriano. Participaron en ella 60 países de los cinco continentes, de los que 24 fueron invadidos; 800 millones de seres humanos sufrieron sus consecuencias directas, de los cuales murieron 73 millones: por primera vez, más de la mitad fueron civiles. Ciento cincuenta millones fueron hechos o quedaron mutilados. Entre 40 y 50 millones de hombres, mujeres y niños quedaron desplazados de sus hogares. Veinte millones de toneladas de buques fueron a parar al fondo de los mares. Tres millones de edificios fueron destruidos. Los daños morales fueron también numerosos, pero no caben en cifras.

En Polonia fueron más de 5,5 millones de muertos, judíos en su inmensa mayoría, un 15 % de su población total. Las bajas británicas fueron de 300.000 soldados y aviadores, 30.000 marinos, 60.000 civiles más 120.000 procedentes del resto del Imperio. Uno de cada 100 británicos había dejado su vida en el conflicto, frente a 1 de cada 25 alemanes. En Alemania, hubo más de 3,5 millones de muertos en cifras globales, donde se hicieron sentir los efectos del bombardeo de los aliados sobre sus ciudades. Todas las familias germanas perdieron un miembro o dos, las víctimas militares fueron dos veces superiores a las de la Gran Guerra. De todos los participantes de la contienda, fue la U.R.S.S. el país más perjudicado, en una proporción equivalente al 10 % del total de sus habitantes (1 de cada 22). De 17 a 20 millones de sus habitantes murieron en los campos de batalla, a los que hay que sumar las consecuencias de la represión nazi, japonesa y soviética. Se calcula en 8 millones el déficit de nacimientos.

La reducción demográfica afectó desigualmente, al menos en Europa, a las dos zonas, pudiendo establecerse una relación de 1/10 entre Europa occidental y oriental; motivo que justificó, en parte, la reacción antialemana latente en los países del Este. Yugoslavia tuvo 1,5 millones de muertos (300.000 soldados y 1.200.000 civiles), más del 10 % del total de sus habitantes. En Checoslovaquia serán 415.000 las víctimas, 430.000 en Hungría y 460.000 en Rumanía. En Grecia murió el 7 % de la población. En Italia hubo 410.000 muertos entre soldados y civiles. Los Países Bajos y Bélgica experimentaron una elevada sangría demográfica, el 2,3 y el 1,5 del total de su población, destacando el caso de Holanda, donde las pérdidas civiles fueron las más altas de toda Europa Occidental salvo Alemania

En el caso de China, las cifras oscilan entre 3 y 15b millones de muertos, mientras que según algunos estudios se apunta a 7 millones de soldados y 2.5 millones de civiles. En Japón serán 2 millones de muertos. La represión japonesa sobre el sudeste asiático y China fue de tales proporciones que las relaciones entre estos dos países, tras la guerra, estuvieron marcadas por el recuerdo de las masacres que había realizado el ejército nipón. La respuesta norteamericana durante el conflicto fue la creación de campos de concentración en California donde reunieron a la población japonesa emigrante.

Mientras, Estados Unidos sólo perdió 300.000 hombres. En el caso de Francia, la mortalidad representa 1/3 de la de la Primera Guerra Mundial, pero 74 departamentos se vieron afectados frente a 13. Será aquí donde las cifras de bajas sean más fiables, hubo 170.000 fallecidos en batalla (92.000 en la campaña de 1939-40, 58.000 entre 1940-45 y 20.000 de las Fuerzas Francesas del Interior. Entre los 150.000 civiles, 60.000 perecieron en los bombardeos, un número semejante en operaciones bélicas terrestres y 30.000 fueron fusilados. Cerca de 300.000 fueron hechos prisioneros, deportados políticos y raciales obligados a trabajar y a luchar con el III Reich, como 40.000 alsacianos y loreneses.

En todo estudio sobre la Segunda Guerra Mundial es necesario aludir al genocidio de los campos de concentración. Hay visiones que afirman que la población alemana no conocía la existencia de los campos de concentración. En el juicio de Nüremberg se afirmaba que no se juzgaba al pueblo alemán, sino a sus gobernantes. Desde entonces ha habido visiones contrapuestas sobre el conocimiento o desconocimiento de la existencia de los campos de exterminio. Pero lo cierto es que había unas normativas, leyes antijudías de Nüremberg de 1935, completadas con los decretos de 1937 y 1938. Tampoco se puede afirmar desde el punto de vista del antisemitismo, ya que era algo propio de otras poblaciones como rumanos, ucranianos, polacos etc. El pueblo alemán también puede quedar exculpado por la escasa capilaridad informativa de los regímenes totalitarios y la compartimentación social que provocan.

Desde 1936 y 1937, las SS instalaron, próximos a las grandes ciudades alemanas, los primeros campos de concentración: Dachau, Buchenwald y Sachsenhausen. Poco después se instalan los campos de Gros, Rosenh, Neuengamme, Hamburgo, Ravensbrück, Oranieuburg, Natzweiler, Mecklenburgo y Mauthausen. Ya en la guerra aparecen Stunhof, Bergen-Belsen, Neu Bremm, y así hasta 900. Entre ellos destaca el campo de Auschwitz-Birkenau, creado el 14 de julio de 1940. Estos campos tenían cámaras de gas y hornos crematorios que podían albergar a 2.000 seres humanos, aunque luego se hicieron otras para 6.000 personas. Se ha calculado que desde 1933 a 1939 sólo pasaron por ellos unas 100.000 personas, pero durante la guerra fueron de 11 a 12 millones, aunque algunos campos tuvieron una vida muy breve, como el de Treblinka.

Quizá su enmascaramiento como simples instituciones penitenciarias sustrajo su existencia a la mirada de los habitantes alemanes. En ellos, los nazis encerraron, aplicando teorías racistas, a judíos, cíngaros, gitanos, eslavos, homosexuales, opositores políticos etc. Sin embargo, cuando se decretó la persecución de judíos en toda regla resulta casi imposible creer que había un telón de silencio en torno a esos campos que estaban en pleno territorio alemán. En las tres semanas que duró la invasión de Polonia fueron asesinados 250.000 judíos polacos. Más adelante, en el ghetto de Varsovia, se calcula que fueron masacrados unos 400.000. Desechada la idea de concentrar la población judía en Madagascar, Göring envió a Heydrich, el 31 de julio de 1941, la famosa orden de la solución final. Ésta se aplicó desde junio de 1942. 90.000 judíos holandeses fueron deportados de los cuales sólo sobrevivieron 500. 110.000 judíos franceses fueron deportados, de los que sólo regresó el 2,5 %. En Ucrania y Besarabia se calcula que fueron asesinados más de dos millones de judíos. En las cámaras de gas aproximadamente unos dos millones y medio. Las cifras totales del genocidio de la Segunda Guerra Mundial son desconocidas, aunque se calculan entre cinco y seis millones tan sólo la población judía.

Y también encerraron a numerosos católicos y representantes de otras ramas del cristianismo, no por motivos racistas, sino por considerarlos incompatibles con su concepción totalitaria y laica de la vida. La aberrante política racial llevada a cabo hizo que dos millones de gitanos, polacos, rusos y otros pueblos perdieran la vida.

La realidad de estos lugares no salió a la luz hasta el final de la guerra. El hecho de que se empleara a niños, mujeres y ancianos como cobayas de laboratorio desposeía a las víctimas de sus más elementales derechos, degradándolos a un nivel de bestialidad. Algunos mariscales y generales destacados por ir contra el nacionalsocialismo alegaron posteriormente no conocer lo que sucedía en la retaguardia. El desconocimiento de los campos de concentración por el pueblo germano hace que se entienda mal la adopción de una actitud rebelde hacia unos dirigentes que guiaban a los alemanes al fracaso, sobre todo desde 1942.

Pero todo esto no eliminó la conciencia de expiación, de manera que el primer acuerdo internacional que firmara la República Federal Alemana como Estado soberano fue rubricado en septiembre de 1952 con el Estado de Israel y las organizaciones particulares herederas de las víctimas del nazismo, comprometiéndose a la puesta en práctica de una legislación reparadora. El primer regreso del pueblo alemán a la Comunidad de Naciones se convertiría en un ejemplarizador acto de justicia, guiado por el canciller Adenauer, que había conocido los horrores del infierno hitleriano.

Durante el conflicto y en los años posteriores al mismo fue unánime el reconocimiento sobre la actuación del Papa Pío XII a favor de los judíos. Por medio de su iniciativa personal, universidades, ateneos y cuantos edificios pontificios gozaban de derecho de extraterritorialidad otorgaron asilo y protección a los miembros de la comunidad judía, en un número que se calcula en 5.000 personas. Asimismo, fueron numerosas las actuaciones diplomáticas de la Santa Sede que evitaron deportaciones de judíos; principalmente decisivas resultaron las que se ejercieron sobre Mussolini para que no enviase ningún judío a los campos de exterminio. Por su voluntad a favor de la paz, por su defensa de los débiles y su valiente denuncia de las persecuciones nazis, Pío XII fue reconocido como uno de los personajes de la época que más luchó a favor de los derechos humanos. Con el fin de evitar represalias mayores se vio obligado a guardar un silencio oficial en determinadas ocasiones, pero ni siquiera en estas criticas circunstancias dejó de hacer cuanto estuvo en su mano. Las enseñanzas de Pío XII durante este tiempo no se limitaron a denunciar las calamidades de la guerra, sino que además ofrecieron soluciones para un futuro, ya que en buena medida se adelantaron a la doctrina de la Carta de las Naciones Unidas, al señalar los fundamentos de una justa convivencia. Y así el tema central de su encíclica inaugural -la Summi pontificatus (20 de octubre de 1939)- se refirió a la construcción de un orden social justo como fundamento de la democracia.

Como contraste, tras la guerra, los principales dirigentes nazis se enfrentaron, como criminales de guerra y genocidas, al tribunal internacional de Nüremberg. Doce fueron condenados a muerte -aunque el mariscal Göering se suicidó-, cuatro a prisión perpetua, tres a penas más cortas y tres fueron absueltos. En Japón se realizó un proceso semejante con la élite del gobierno y del ejército imperial.

Consecuencias económicas, materiales y culturales

Pese a la victoria sobre los nazis y los fascistas, buena parte de la población europea y asiática sufrió una dura crisis espiritual, material y cultural. La hemorragia afectó principalmente a la población activa, cuya sangría hipotecó la recuperación económica y social del periodo de posguerra. Gran parte de los heridos quedaron dañados en su psicología profunda por el impacto de las calamidades y los sufrimientos de la guerra, cuando no mutilados o privados de algún órgano corporal. También naciones de existencia ideológica muy encalmada como Noruega, Dinamarca o los Países Bajos conocerán represalias, depuraciones y castigos contra los colaboracionistas con el III Reich. Lo mismo sucedió en la U.R.S.S., Francia, Italia y otros países del llamado Telón de acero.

El sistema viario, el parque automovilístico y ferroviario de todos ellos, con la excepción del norteamericano cuyo territorio no sufrió las consecuencias de la guerra, se vieron mermados en cifras alarmantes. En Düsseldorf el 95 % de las casas eran inhabitables al final de la guerra y en Berlín el 75 %. En Rusia 1.700 ciudades y 17.000 aldeas habían desaparecido. En Francia un millón de familias estaban sin techo. El 70 % de las instalaciones industriales rusas en territorio ocupado y el 60 % de sus medios de transporte estaban fuera de uso. Minas, vías de navegación, escuelas y demás bienes sociales y de equipo de los pueblos contendientes se incendiaron y paralizaron por obra del enemigo, a veces, por los propios gobiernos temerosos de que pasaran al enemigo.

Salvo oasis como Suecia y Suiza, la producción industrial y agrícola descendieron a más de la mitad al final de la guerra. Las rentas “invisibles” de los capitales británicos en el extranjero disminuyeron, mientras que su flota mercante representaba sólo un tercio de la poseída en la Primera Guerra Mundial. El consumo de bienes y servicios había disminuido en un 16 %, el porcentaje en el que aumentó el de Estados Unidos. En 1946 el déficit en su balanza de pagos se aproximaba a los 400 millones de libras. Un año más tarde estaba prácticamente agotado el préstamo norteamericano concedido en 1945, que debía cubrir las necesidades británicas durante un lustro. Mientras que no existiese carbón la reactivación industrial era imposible por las restricciones del consumo eléctrico.

En Francia la situación durante la posguerra era más dramática. Su índice de producción había bajado a 44 en relación con el índice 100 de 1938, mientras que los precios se multiplicaron al 3,5 %. La inflación se convirtió en un problema para los gobiernos. Los sueldos se congelaron, con lo que se produjeron problemas, también en Alemania donde se inició el año cero. La inflación se alimenta con un mercado negro en expansión, sin que la entrega de víveres a la población por parte de los aliados calme la situación. En la U.R.S.S. la situación era desesperada, pues las destrucciones padecidas equivalían a cinco o seis veces su renta nacional. La guerra hizo disminuir en un 42 % la producción nacional soviética, interrumpiendo el Tercer Plan Quinquenal (1938-1942). El Cuarto se puso en marcha en la posguerra (1946-1950). La recuperación se basó en una reforma monetaria y en la reactivación de los sectores energéticos y ferroviarios. Desprovista de capitales e inversiones extranjeras, la recuperación soviética será espectacular, aunque muy limitada.

En los países del mundo capitalista, el dirigismo estatal se impuso con el control de precios y materias primas, así como con medidas para dificultar la huida de los capitales. Hasta 1950 se mantendrán las cartillas de racionamiento en Francia. En otros países, no sometidos a la U.R.S.S., los desastres comenzaron a paliarse con ayuda de Estados Unidos. En contra de sus aliados occidentales, arruinados por el esfuerzo bélico, Estados Unidos se vio favorecida, aumentando su potencial económico debido al rearme. Mejoró toda s industria y lo mismo sucedió con su producción agrícola, que aumentó en un 25 %. Al final del conflicto, la mayor de las democracias del mundo producía la mitad del carbón de éste y su electricidad, así como 2/3 partes del petróleo mundial.

La economía del Viejo Mundo estuvo abocada a una crisis en los meses siguientes al verano de 1945. El célebre Plan Marshall evitó el desastre con subvenciones y donaciones a largo plazo con un interés muy bajo o incluso sin él y pagaderos en dólares, o sea, en compras a Estados Unidos. Estados Unidos gastó 15.000 millones de dólares en recuperar a las democracias liberales: Gran Bretaña recibió 6.000, Francia 5.000 y Alemania e Italia 3.500. Para reactivar el comercio, el Export-Import Bank concedió numerosos préstamos.

Con estas medidas se acentuó la política de bloques, pero también el declive del Imperio Británico será un hecho en los primeros años de la guerra con la independencia de la India, Palestina, Egipto etc. El vasto proceso descolonizador fue a la vez la expresión y el detonante de la pérdida de los territorios asiáticos y africanos de Gran Bretaña, Francia, Bélgica, Italia u Holanda, anulando la influencia de estos países en la política mundial.

En el terreno cultural, pese a la “americanización” de las modas y costumbres y a la audiencia universal lograda por el American Way Life, consecuencia de su poderío económico y político, la corriente filosófica dominante en el Viejo Continente, el existencialismo, traduce el estado en el que se encontraba Europa, impactada por el horror de la guerra, tiroteada por el nihilismo y el irracionalismo, deprimida por un mundo absurdo y desenganchada de las corrientes históricas tan fuertes en su cultura de las etapas precedentes. Se produjo un aumento de la prostitución, del alcoholismo, se desarraigaron familias, se elevó el número de enfermos mentales desatendidos y de niños sin hogar, la droga aumentó su circulación entre la población civil y la militar (aquejada de fuertes dolores corporales), la mortalidad infantil y las enfermedades venéreas llegaron a alcanzar cifras impensables antes de la guerra, el hambre se hizo dueña de extensas regiones del mundo.

El final del conflicto haría descender en picado los nacimientos y aceptar la recepción por el cuerpo social del mal llamado neomaltusianismo, que no amenguaría la capacidad inventiva, el genio creador que había legitimado la hegemonía de la civilización occidental. Los progresos de la ciencia experimental y de la técnica debidos al conflicto fueron de gran calado en el ámbito de la economía y la medicina, como lo serían igualmente en el área química industrial y alimentaria, en la cibernética o la agronomía. Ramas como la traumatología, la electrónica o la radiotelegrafía experimentaron un crecimiento espectacular, con los consiguientes beneficios para la calidad de vida y el progreso de la especie humana.

En cuanto al espíritu, aunque la guerra abrió recelos y nacionalismos entre los pueblos, también se echaron semillas de concordia. Una sociedad abierta, pluralista y solidaria eran los objetivos de la sociedad y de sus mentores, pero el primer obstáculo para conseguirla se alzaba en la superación de los prejuicios nacionalistas, muy vivos y pujantes en 1945 y posteriormente, con las reticencias galas ante la nueva Alemania o la rivalidad entre Italia y Yugoslavia por Trieste. Firmadas las paces de los vencedores con los antiguos aliados de Alemania, y comprobada por Estados Unidos la buena voluntad del Japón para conseguir un futuro dialogante y antimilitarista, comenzaron a curar las heridas pasadas. En Japón, la Constitución de 1946 implicaría el nacimiento de un Estado Nuevo, en el que los vestigios del imperialismo se combatían con el antimilitarismo. El propio emperador Hiro-hito ratificó en un escrito el error de atribuir a la monarquía orígenes divinos.

Espíritus clarividentes como Jean Monnet, De Gasperi, Madariaga o Churchill se empeñaron en desarmar fronteras y almas y empezó a recorrerse el camino hacia la unidad europea y la superación efectiva de las secuelas de la Segunda Guerra Mundial. El clima de la guerra fría estimularía su labor, pero también la dificultaría. También se producirá un mayor contacto entre las diferentes concepciones religiosas, que desembocará en un incremento del diálogo entre religiones e ideologías.

La búsqueda de nuevos lenguajes literarios y estéticos se inscribió igualmente en los afanes que alimentaron el quehacer cultural de los hombres que protagonizaron la guerra. Artistas y escritores de todo el mundo, desesperanzados u optimistas, propondrían en la pintura, en la novela o en la música un discurso renovador para las inquietudes y proyectos del hombre de su tiempo, tras un drama nunca conocido en la Historia.

HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL.

TEMA 5. LA GUERRA FRÍA.

LAS CONFERENCIAS DE YALTA Y POTSDAM

La guerra era desfavorable para las potencias del Eje y el Imperio Nipón. Por ello sus dirigentes habían mentalizado a sus pueblos para perecer en un holocausto sin ofrecer mucha resistencia, antes de que sus ejércitos se rindieran. Desde 1941, los responsables de las fuerzas aliadas estudiaron la táctica las operaciones y planificaron el futuro con la esperanza de conseguir la victoria. El primer ensayo, en forma de conferencia bipartita, reunió a Roosevelt y Churchill.

Antes de ingresar Estados Unidos en la contienda, el premier británico y el presidente norteamericano cambiaron impresiones en la bahía de Argentia, en la Conferencia del Atlántico (agosto de 1941). Ambos estadistas ratificaron un conjunto de principios organizadores del mundo de posguerra, en caso de vencer. Las dos potencias renunciaron a nuevas expansiones, defendieron el derecho de los pueblos a elegir su forma de gobierno y propusieron la colaboración de todas las naciones en el terreno económico. Asimismo, garantizaron la libertad de los mares, exigiendo el futuro desarme de los países agresores.

Los tres grandes, Roosevelt, Stalin y Churchill, tratarían en Yalta la futura suerte de Alemania con arreglo al esquema trazado en la Conferencia de Teherán (noviembre 1943). Fue la primera vez en que Stalin fue invitado a una reunión estratégica, cuyo fin era preparar el asalto sobre Alemania. Stalin prefirió la apertura de un frente occidental, Churchill prefirió uno mediterráneo, para alejar la contienda de Gran Bretaña y evitar un fuerte expansionismo ruso por los Balcanes, como así sucedió. Ni siquiera los acuerdos de Viena han tenido tanta vigencia como los acordados en esa localidad al sur de Crimea. Esta antigua residencia de reposo zarista, mostraba los daños de la guerra, de manera que presentaba un aire fantasmagórico, pero era el comienzo de un nuevo camino.

Roosevelt volvería a ser en ella un elemento arbitral. Reelegido presidente por cuarta vez el 7 de noviembre del año anterior, hecho sin precedentes en Estados Unidos, abrigaba una indisimulada prevención hacia los planes de Churchill, de mantener intacto el Imperio Británico y de cerrar el paso en la Europa oriental a una U.R.S.S. que había soportado el peso del zarpazo alemán y convertida en la potencia militar del viejo continente.

Los mismos mandatarios se volvieron a reunir en Casablanca (Marruecos) los días 14 al 23 de enero de 1943. Los motivos del encuentro fueron diferentes. Estados Unidos, ya beligerante, acordó alargar la guerra hasta lograr la rendición incondicional de Japón y Alemania. Por otra parte, decidieron abrir un frente en Sicilia, como maniobra de distracción. Asimismo, intentaron reconciliar a los dos líderes de la resistencia francesa De Gaulle y Giraud.

Posteriormente, se reunirían de nuevo en Quebec (agosto 1943) las cuestiones tratadas fueron, de modo exclusivo, el reparto entre las dos democracias anglosajonas de las zonas de ocupación de Alemania, sin que se hablase de una postura conjunta o de una acción conjunta ante la Unión Soviética. El Plan Morgenthau contemplaba la desindustrialización alemana y se pensaba que el Kremlin la aceptaría de buen grado ya que supondría la proletarización de extensos sectores urbanos proclives al comunismo.

A gran parte de los asistentes en segundo plano a la llamada conferencia “Octógona” les sorprendió que en sus deliberaciones no se tratase el tema del libre acceso a Berlín de las dos potencias occidentales, ya que Francia había sido omitida. Desde que se creara en Londres el Consejo Consultivo Europeo (enero de 1944), este era el asunto más importante. Después de inacabables discusiones entre ingleses y norteamericanos sobre la rendición alemana se llegó a un acuerdo a instancias de los soviéticos. Así, Alemania se dividiría en dos zonas occidentales y una zona oriental. Berlín sería ocupado por las tres potencias y parcelado en sectores, con una administración conjunta. En noviembre, un acuerdo sobre maquinaria de control comprometía a los tres grandes a crear una administración municipal para Berlín y un Consejo de Control. Pero este asunto significaba un problema, pues no se regulaba la forma de acceder a Berlín de los anglosajones, de manera que esto provocaría una de las crisis de la posguerra. Tanto en Yalta como en Potsdam fue algo evitado por los diplomáticos de uno y otro lado.

Ante la rusofilia de Roosevelt, Churchill intentó llegar a un acuerdo directo con Stalin en temas que le preocupaban muy especialmente. Ambos no tardaron en llegar a un acuerdo en la Conferencia de Moscú (9-19 de octubre de 1944), en torno al reparto de influencias en dicha zona del viejo continente. Mientras Roosevelt estaba enfrascado en asuntos electorales, siendo representado por su embajador ante la U.R.S.S., A. Harriman, a título de observador, Churchill lograba que Stalin le confirmase la influencia británica sobre Grecia, en tanto que aceptaba la de la U.R.S.S. en Rumanía y Bulgaria y el reparto entre las dos naciones de Yugoslavia y Hungría. El premier británico estaba comprometido con las monarquías helena y Yugoslavia para ser restablecidas al final del conflicto. Lo mismo sucedía con Polonia, de manera que fue a visitarle el presidente del gabinete polaco en el exilio, S. Mikolajczik, para obligarle a aceptar la Línea Curzon como frontera polaca con la U.R.S.S.. En el terreno militar, se trató lo que quería Washington, la intervención soviética en Manchuria.

Como Roosevelt no pudo intervenir en esta conferencia, no pudo participar en los compromisos a los que llegaron Churchill y Stalin en relación con la influencia de las democracias anglosajonas y la U.R.S.S. en la Europa central y oriental, algo opuesto al espíritu de la Conferencia de Teherán. Roosevelt se enfadó, de manera que mostró reservas a entrevistarse con Churchill previamente. Poco después, a pesar de las embestidas dialécticas de Churchill a Roosevelt, cuando se encontró con él en Malta camino de Yalta se olvidaría de los convenios del octubre anterior, y no ocultó la necesidad de contentar a Stalin para ganarlo a la causa de la democracia y la lucha final contra Japón. Roosevelt quería conciliar su actuación de gran estadista para lo que atraería al comunismo soviético, convirtiendo a la U.R.S.S. en gran potencia que delimitara su hegemonía con Estados Unidos. En noviembre de 1943, se sumó Chang-kai-Shek, líder de la resistencia nacionalista china frente al expansionismo nipón, a los dos líderes anteriores en El Cairo. Estudiaron los problemas relativos a la guerra y al porvenir de China.

Los tres dirigentes volvieron a reunirse en Yalta (febrero de 1945), comenzando un vergonzoso reparto del mundo por influencias. Se fijaron las fronteras de Europa entre los tres piases y se jugaron el bienestar de millones de personas en beneficio de sus menudos intereses. Stalin logró engañar a sus aliados políticos tras la guerra, prometiendo respetar la independencia política de varios países balcánicos.

En Potsdam (julio-agosto de 1945) las escenas se repitieron, aunque el dirigente ruso tuvo frente a sí a Truman y Attlee, pues el presidente norteamericano había fallecido y Churchill había dimitido, al perder las elecciones en Gran Bretaña. La conferencia se limitó a concretar las vaguedades de Yalta. Alemania quedó dividida en cuatro zonas de ocupación. Berlín, situado en zona rusa, dependió de un comité de ocupación conjunta, que respondió a una bizona: rusa y anglo-franconorteamericana, germen de las dos futuras Alemanias, la República Democrática Alemana y la República Federal de Alemania. Desde Yalta la diplomacia norteamericana se dio cuenta de las intenciones de Stalin de hacerse con el control de media Europa y el norte de Asia, pero no existía a los ojos de Truman otro camino que el de llevar a término el programa trazado en esta conferencia.

El giro de los asuntos polacos en marzo y abril no era del agrado de Truman, pero envió al Kremlin a Henry Hopkins para negociar. Este llevaba la misión de limar fricciones y asentar sobre el terreno de la mutua confianza la nueva conferencia de paz. Hopkins volvió con la convicción de que Stalin era todo menos imperialista, y con la promesa de éste de que el comunismo no era algo exportable, menos a Polonia. Churchill era pesimista, no le gustaba la política de los últimos meses de Roosevelt, pero aún así veía la necesidad de negociar con la U.R.S.S.. Aunque muy pronto tuvo que hacer frente a unas elecciones generales en Gran Bretaña, la política internacional minaba las fuerzas de Churchill, pues debía sostener la permanencia de los ejércitos aliados en las zonas alcanzadas por éstos en sus rápidos avances de abril de 1945 y pertenecientes al territorio de ocupación soviético como medida de presión ante el tema de Polonia. Sin embargo, en Estados Unidos la actitud era distinta pues, aunque los progresos en la bomba atómica eran rápidos, se buscaba la participación de la U.R.S.S. en la guerra contra Japón, de manera que tal presupuesto condicionaría la actitud norteamericana en la conferencia de paz que había de celebrarse por última vez entre los tres grandes.

Según estaba previsto en la Conferencia de Casablanca, la capitulación de Alemania y Japón fue incondicional. Ambas capitulaciones se produjeron el 9 de mayo y el 2 de septiembre de 1945 respectivamente. De ahí que fueran estos países los más afectados por la reducción de sus territorios. A pesar del gran impacto que causó en el mundo la Segunda Guerra Mundial, la firma de los tratados de paz fue menos solemne de lo que parecían pensar los contemporáneos, aunque su elaboración fue mucho más complicada. Esta complicación se pudo apreciar no sólo por la división de los tratados a firmar en dos grupos (“tratados menores” y “tratados mayores”), sino también porque las discusiones se vieron afectadas por la creciente tensión entre aliados occidentales y soviéticos, que culminará en el estallido de la Guerra Fría. El proceso se fue complicando de tal manera que aún hoy todavía no se ha cerrado el ciclo de discusiones en torno a los tratados de paz que debían dar por finalizada la guerra mundial.

El punto de partida en las negociaciones sobre los tratados de paz se encuentra en la serie de conferencias que se fueron desarrollando entre los aliados desde 1941, y más concretamente desde 1944. Los denominados “tratados menores”, son aquellos que se firmaron en París el 10 de febrero de 1947 con Bulgaria, Finlandia, Hungría, Italia y Rumanía. En esos tratados se recogieron los cambios fronterizos que se consideraron básicos en cada uno de los Estados y la cuestión de las reparaciones, como aspectos más significativos.

Italia se benefició del hecho de haber capitulado antes del fin de la guerra y haber participado junto a los aliados en su última etapa. Perdido su Imperio colonial, debió entregar a Grecia las islas del Dodecaneso, la Venecia Julia a Yugoslavia y Trieste a un sistema de control internacional. Finlandia, Bulgaria, Hungría y Rumanía, aliados del III Reich, firmaron tratados de paz y confirmaron las bases ya aprobadas en los respectivos armisticios.

Polonia recibió nuevas fronteras, llevadas a la línea Oder-Neisse. No extraña, por lo mismo, que fueran muchas las personalidades que recriminaran al presidente Roosevelt el sacrificio de Polonia y el abandono de Europa oriental en manos de la Rusia de Stalin.

Los mayores cambios correspondieron a la anexión de territorios a la U.R.S.S.; istmo de Carelia y otras pequeñas zonas cedidas por Finlandia; Besarabia y Bucovina, cedidas por Rumanía. Los Estados bálticos, Ucrania y Bielorrusia, volvieron a ser dominados por la U.R.S.S..

Si bien no hubo grandes problemas en las negociaciones de paz con estos cinco Estados, la firma de los tratados con Japón, Austria y Alemania, los “tratados mayores”, fue mucho más complicada de lo que se esperaba. Se impusieron las condiciones propuestas por la U.R.S.S., cuyos ejércitos dominaban la zona.

Con Japón, y tras el armisticio y la ocupación del archipiélago por las fuerzas norteamericanas, el tema del tratado quedó aplazado hasta que hubo una coyuntura más favorable. No obstante, la proclamación de la República Popular China (1949) y el inicio de la guerra de Corea (1950), impulsaron a los dirigentes norteamericanos a firmar el tratado. Este se firmó el 8 de septiembre de 1951 en San Francisco; sin embargo, no fue aceptado por la República Popular China, la India y la U.R.S.S.. Por ese tratado, Japón se perdía todos los territorios conquistados desde 1854, además de renunciar a sus derechos sobre el Sajalín meridional y las islas Kuriles, que habían sido cedidas a la U.R.S.S. en Yalta (febrero 1945). Desde ese momento, el “contencioso de las Kuriles” se convirtió en un elemento condicionante en las relaciones soviético-japonesas, que no se resolvió con el acuerdo de 1956 por el que se reanudaban las relaciones entre los dos Estados. A partir de esa fecha, el debate entre japoneses y soviéticos / rusos ha estado centrado en una simple pero difícil cuestión: restauración de la soberanía japonesa sobre las Kuriles a cambio de paz y ayuda económica a Rusia. Mientras esa cuestión no se resuelva, el problema de los tratados de paz no quedará cerrado y, por consiguiente, la Segunda Guerra Mundial no se podrá dar por finalizada.

El territorio austriaco fue ocupado por las cuatro potencias aliadas, creándose a continuación una comisión aliada para Austria, con sede en Viena. Tras un periodo de dificultades en el proceso negociador, el 15 de junio de 1955 se firmaba el Tratado de Estado sobre la reconstrucción de Austria soberana y democrática. Entre sus disposiciones destacaban las referidas a la prohibición de Austria a entrar o formar coaliciones o alianzas políticas y económicas con Alemania, al tiempo que se imponía al Estado austriaco un estatus de neutralidad “rigurosa y perpetua”. ¿Qué trascendencia a tenido en este tratado la incorporación de Austria a la Unión Europea?. Aunque a priori no parece haber sido mucha, lo que es indudable es que Austria ha perdido su estatus de neutralidad al aceptar todo el acervo comunitario desde su integración en la Unión Europea, en el que se incluyen, entre otros, los planteamientos de la llamada Política Exterior y de Seguridad Común, y se ha unido a Alemania, lo que se prohibía claramente en el Tratado de Estado.

La cuestión alemana adquirió desde 1945 un nuevo protagonismo, aunque pareció quedar cerrada con la firma el 12 de septiembre de 1990 del Tratado sobre un arreglo definitivo de la cuestión alemana, entre los dos Estados alemanes y las cuatro potencias que habían ocupado el territorio alemán al final de la guerra. Desde mayo de 1945, Alemania fue dividida en cuatro sectores, al igual que Berlín, fijándose la frontera oriental en la línea Oder-Neisse. Esta demarcación fronteriza fue considerada como definitiva por los polacos y con un carácter provisional por los alemanes hasta la firma de un tratado de paz. El Tratado de Paz de 1970 confirmó el carácter definitivo de esta frontera, pero aún en 1990 el canciller Khol siguió manteniendo una ambigüedad sobre el tema, vista con enorme temor en Polonia. La firma del Tratado de Paz de 1990 disipó estas dudas y confirmó los límites fronterizos de Alemania.

Por otro lado, desde 1946 las dificultades para poner de acuerdo a las cuatro potencias ocupantes sobre la firma del tratado, se fueron incrementando desde el inicio de la guerra fría y culminaron en la división alemana en dos Estados: la República Federal de Alemania (23 de mayo de 1949) y la República Democrática Alemana (7 de octubre de 1949). El desarrollo político, económico y social tan diferente de los dos Estados alemanes, y la actuación de la U.R.S.S. en el este y de Estados Unidos, Francia y Gran Bretaña en el oeste, impidieron cualquier posibilidad de cerrar la cuestión alemana. Solamente por los cambios habidos en la Europa central y oriental desde 1989 y la actitud del dirigente soviético Gorbachov, posibilitaron en 1990 la firma del definitivo Tratado de Paz con Alemania, posibilitando también con ello la reunificación alemana, que se produjo el 3 de octubre de 1990.

Si en 1918 pudo hablarse del hundimiento de los grandes Imperios (Alemania, Austria-Hungría, Turquía y Rusia), en 1945 asistimos a la reducción de las monarquías europeas. Como consecuencia de la implantación del totalitarismo comunista, fueron depuestos violentamente Simeón II de Bulgaria, tras el asesinato del regente, y Miguel I de Rumanía, declarándose finalizado el régimen regencialista en Hungría. El dictador comunista Tito logró imponerse sobre los monárquicos en Yugoslavia, iniciando una terrible represión, de manera que Pedro II jamás pudo volver al trono de Belgrado. En Albania, el líder bolchevique Hoxa proclamó la república popular, impidiendo el retorno del rey Zog I y su familia. En Italia, un referéndum cambió el régimen político, por lo que Umberto II tuvo que abandonar el trono de los Saboya. Mejor suerte tuvieron Jorge II de Grecia y Leopoldo III de Bélgica en las respectivas consultas electorales, aunque el segundo pronto tuvo que abdicar en su hijo Balduino I. Japón conservó el régimen imperial, de enorme popularidad, en adelante limitado por una nueva Constitución democrática.

Por otra parte, como consecuencia del antifascismo imperante en el bando de los aliados, los partidos socialistas y socialdemócratas resurgieron con fuerza en casi toda Europa. Incluso en Gran Bretaña, Churchill y el partido conservador perdieron las elecciones, por lo que el partido laborista volvió a formar gobierno. En la mayor parte de países europeos, los socialistas ocuparon varias carteras ministeriales tras la guerra. Los votos de derecha y centro se agruparon en los partidos democristianos, auspiciados por la jerarquía de la Iglesia católica, logrando alzarse como la fuerza hegemónica en la República Federal de Alemania, Italia y Bélgica, mientras el MRP francés, sin referencias confesionales, trataba de representar los intereses de este sector del electorado. Los partidos comunistas, con fidelidad absoluta a la Unión Soviética, se desarrollaron en Italia y Francia, participando en el gobierno hasta que el comienzo de la “guerra fría” hizo que pasaran a la oposición parlamentaria.

No obstante, la distinta ocupación de Europa por los ejércitos aliados dividió el continente en dos zonas. En la zona occidental, liberada por las fuerzas angloamericanas, se impuso y se restauró la democracia parlamentaria y el sistema económico capitalista, donde -paradójicamente- los partidos comunistas fueron muy fuertes. Frente a ésta, se alzó la zona oriental, al este europeo, ocupado por el ejército rojo, que implantó dictaduras comunistas a la fuerza en Polonia, República Democrática Alemana, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía y Bulgaria, países donde, en cambio, los bolcheviques apenas habían contado con apoyo popular anteriormente. Albania y Yugoslavia también tuvieron regímenes comunistas, aunque independientes de la esfera de influencia de la U.R.S.S..

SAN FRANCISCO: LA CREACIÓN DE LAS NACIONES UNIDAS

La Carta de San Francisco y sus antecedentes

Ante la ineficacia manifiesta de la Sociedad de Naciones, y dado que los Estados Unidos no pertenecen y que la U.R.S.S. ha sido expulsada, como salida al dilema de reformarla o sustituirla por otra, en diferentes reuniones habidas en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, se va afianzando progresivamente el proyecto de crear una organización nueva, aunque en los inicios no se alude expresamente a ella. En la Declaración Interaliada (12 de junio de 1941), catorce países -nueve de ellos ocupados- al tiempo que manifiestan su compromiso de continuar la lucha y no firmar la paz por separado, expresan la idea de que la base de una paz duradera es la voluntaria cooperación de todos los pueblos libres. Por su parte, en la Carta del Atlántico (14 de agosto de 1941), suscrita bilateralmente en Terranova por Roosevelt y Churchill, y que desempeña un papel similar a los Catorce Puntos del Presidente Wilson, se habla de los principios fundamentales de organización internacional en el futuro (respeto a la integridad territorial, cooperación económica internacional, libertad de mares, desarme, seguridad colectiva.

La Declaración de las Naciones Unidas (1 de enero de 1942), suscrita por veintiséis países y que, posteriormente, se adhirieron otros tantos, supone un hito clave en esta marcha, agrupando, al igual que en 1919, a las potencias que luchaban contra Alemania; de hecho, la Carta de Naciones Unidas considera como miembros fundadores a aquellos países, que, aún sin participar en la Conferencia de San Francisco, anteriormente habían ratificado esta declaración; y, concretamente, esta es la primera vez que se emplea el término Naciones Unidas. Pero es en la Declaración de Moscú sobre Seguridad General (30 de octubre de 1943) -firmada por Estados Unidos, Gran Bretaña, la U.R.S.S. y China- , y en la Conferencia de Teherán (1 de diciembre de 1943) cuando se establece el compromiso de crear una organización internacional y cuando se fijaron más concretamente sus principios y objetivos.

En Dumbarton Oaks (agosto-octubre 1944) las cuatro grandes potencias (Estados Unidos, Gran Bretaña, la U.R.S.S. y China) redactaron un anteproyecto con doce capítulos, donde aparece su concepción sobre la nueva organización, el cual, con algunas adiciones fijadas el 11 de febrero de 1945 en la conferencia de Yalta -v. gr., el otorgar a los futuros miembros permanentes del Consejo de Seguridad el derecho de veto-, constituye el texto base que se debate en San Francisco en la primavera siguiente. En líneas generales, pues, y si se exceptúan algunos enfrentamientos producidos entre las grandes y las pequeñas potencias, deseosas estas últimas de democratizar la organización, limitando las funciones y poderes del Consejo de Seguridad, así como su estructura aristocrática, las disposiciones esenciales de Dumbarton Oaks se mantienen, siendo aprobadas por delegaciones de 51 países tanto la Carta de las Naciones Unidas como el Estatuto de la Corte Internacional de Justicia, en San Francisco (California), el 26 de junio de 1945.

Propósitos y principios de la organización

Los propósitos para los que se establece la ONU vienen reflejados tanto en el preámbulo inicial como en el artículo primero:

1. Mantener la paz y la seguridad internacionales y, con tal fin, tomar medidas colectivas eficaces para prevenir y eliminar las amenazas de la paz, al igual que lograr por medios pacíficos el ajuste o arreglo de cualquier situación susceptible de conducir a quebrantamientos de la paz.

2. Fomentar entre las naciones relaciones de amistad, basadas en el libre respeto al principio de la igualdad de derechos y al de la libre determinación de los pueblos.

3. Promover la cooperación internacional en el terreno económico, social, cultural y humanitario.

4. Desarrollar y estimular los derechos humanos y las libertades fundamentales del hombre, sin hacer distinción por motivos de raza, sexo, idioma o religión.

5. Servir de centro que armonice los esfuerzos de las naciones para alcanzar estos propósitos.

A su vez, algunos de estos fines o propósitos vienen explicitados en artículos subsiguientes; incluso, en ocasiones, el devenir de la Organización ha ido más allá de los horizontes inicialmente previstos. Concretamente, mediante la Declaración Universal de los Derechos del Hombre (10 de diciembre de 1948), donde se explicitan exhaustivamente los derechos y libertades, o con la resolución 1514/XV de la Asamblea General (14 de diciembre de 1960). En ella declaraba la ONU el derecho inalienable de todos los países todavía colonizados a “ejercer pacífica y libremente su derecho a la independencia, por lo que debían traspasarse todos los poderes a los pueblos de esos territorios, sin condiciones ni reservas, en conformidad con su voluntad y sus deseos libremente expresados, y sin distinción de raza, credo ni color, para permitirles gozar de una libertad y de una independencia absolutas.”

El capítulo 1º se completa con un segundo artículo donde se expresan los principios con arreglo a los cuales procederán la Organización y sus miembros para alcanzar los antedichos propósitos. Estos principios son siete, siendo algunos de ellos análogos, e incluso idénticos a los propósitos:

1. Igualdad soberana de todos los miembros.

2. Obligación de cumplir de buena fe las obligaciones, contraídas de acuerdo con la Carta.

3. Obligación de solucionar pacíficamente los conflictos internacionales.

4. Compromiso de abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza tanto contra la integridad territorial, como respecto a la independencia política de cualquier Estado.

5. Apoyo a la Organización en cualquier acción que ejerza de acuerdo con la Carta.

6. Extensión de las obligaciones de la Carta, en lo relativo a la paz y seguridad internacionales a los no miembros.

7. La Carta no autoriza a la Organización a intervenir en los asuntos internos de cada Estado.

El principio de igualdad soberana se hace, sin embargo, compatible con una situación de privilegio para ciertos Estados, los cuales son miembros permanentes del Consejo de Seguridad, y disfrutan del derecho de veto. La prohibición del empleo de la fuerza admite, como excepción, el caso de la legítima defensa ante ataque armado externo (art. 51). Y la extensión de las obligaciones a los no miembros, en lo relativo al mantenimiento de la paz y seguridad internacionales, se apoya en el carácter universal de la organización, que permite considerar las disposiciones de la Carta como parte del derecho internacional universal; de hecho, a diferencia de lo que ocurre en la Sociedad de Naciones, donde numerosos países se retiran, aquí esta posibilidad se aleja, pues las obligaciones serían similares fuera, no pudiéndose entonces participar en el debate de los asuntos que a un país directamente le conciernen.

Composición y estructura

Los miembros fundadores son cincuenta y uno, aunque cabe señalar que algunos de ellos no son Estados (v. gr., Ucrania o Bielorusia, aceptadas por Roosevelt tras ser convencido por Stalin, justificándose la inclusión por las penalidades que estos pueblos habían sufrido por la invasión alemana). Los restantes han sido admitidos en virtud del art. 4º, por decisión de la Asamblea (mayoría de dos tercios) y previa recomendación del Consejo de Seguridad (donde puede ejercerse el derecho a veto); todo ello, por supuesto, tras el compromiso de acatamiento de la Carta.

De hecho la trayectoria de admisión ha experimentado diferentes vicisitudes. En los primeros años no hay problema especial, siendo aceptados Afganistán, Islandia, Tailandia y Suecia (1946), Pakistán y Yemen (1947), Birmania (1948), Israel (1949) e Indonesia (1950). Posteriormente, las tensiones de la guerra fría se reflejan en la admisión, ya que cada bloque intenta disponer de mayoría en la Asamblea, por lo que el procedimiento se bloquea. En 1955 se produce el desbloqueo entrando al tiempo dieciséis países, entre ellos España (de ellos 6 europeoccidentales, 4 democracias populares y 6 afroasiáticos). La descolonización supone una afluencia masiva (diecisiete países en 1960), alcanzándose la cifra de 126 en 1969. En las dos últimas décadas el mecanismo ha funcionado con normalidad, aceptándose a cualquier país en el momento de solicitud o de alcanzar la independencia. El último admitido, a principios de 1990, fue Namibia, que hace el número 160, con lo que sen satisface la pretensión de universalidad.

No obstante, nos encontramos con situaciones especiales. Suiza no forma parte, por entender que la pertenencia en algún modo puede afectar a su profesada neutralidad (aunque no parecen tener problemas en idéntica línea, Austria, Finlandia y Suecia). Por otro lado, hay diferentes Estados minúsculos que no participan (Andorra, Mónaco, Liechtenstein, San Marino, el Vaticano -siendo reseñable en este último caso su carácter de Estado atípico-), aunque otros varios, que no parecen estar sobrados de extensión o de población, son miembros activos (Dominica, Granada, Seychelles, Maldivas, Antigua y Barbuda, Vanatu). Las dos Alemanias acaban entrando en 1973, y en 1977 lo hace el Vietnam unificado. Ambas Coreas permanecen, sin embargo, fuera de la ONU constituyendo el único caso entre los países divididos. Israel, por su parte, es uno de los miembros no originarios que ingresa más tempranamente, en el momento de obtener la independencia (1949), y también pertenece la República Sudafricana (que, incluso, es miembro fundador).

El caso de China es un tanto atípico. Por un lado, es miembro fundador, aunque, por otro, desde el momento en que se crea la República Popular China, la representación en la ONU corresponde al gobierno de Chang Kai Shek, instalado en Formosa. A partir de 1950 la cuestión se plantea reiteradamente ante la Asamblea General, siendo rechazada en todo momento. Por fin, en 1971 por 76 votos a favor, 35 en contra y 17 abstenciones, se reconoce la representatividad del gobierno de Pekín, ocupando éste un lugar permanente en el Consejo de Seguridad. Formosa es excluida de la ONU, entendiéndose que como parte indisoluble de China no cabe doble representación. Las ternas se invierten como parece lógico, ya que resultaba una anomalía histórica mantener excluido al país más poblado de la Tierra, con gran peso específico en el Tercer Mundo, y que, además, era fundador.

En la estructura administrativa de las Naciones Unidas se encuentran, como organismos más relevantes, la Asamblea General, el Consejo de Seguridad, la Secretaria General, el Consejo de Administración Fiduciaria, el Consejo Económico y Social y el Tribunal Internacional de Justicia.

La Asamblea General (capítulo IV de la Carta) es decir, el foro que acoge a los pueblos amantes de la paz que aceptan la Carta de San Francisco y están dispuestos a cumplir las obligaciones que comporta. Es el órgano plenario donde se toman deliberaciones, pero sin que éstas sean vinculantes para los Estados miembros, ya que sólo se limita a formular recomendaciones (arts. 10, 11, 13 y 14). Cada miembro dispone de un voto, siendo suficiente la mayoría simple para decidir sobre los asuntos ordinarios, pero necesitándose la mayoría de dos tercios para los “asuntos importantes”, entre los que cabe destacar: las recomendaciones relativas al mantenimiento de la paz y de la seguridad internacionales, la admisión de algún miembro -sin ninguna expulsión hasta la fecha-, los asuntos presupuestarios, así como cualquier otro que la Asamblea determine como importante en un momento concreto. Si bien éste ha sido el foro elegido por los miembros más débiles para formular sus exigencias a la sociedad internacional, en la práctica los asuntos más conflictivos acaba monopolizándolos el Consejo de Seguridad.

El Consejo de Seguridad (capítulo V) inicialmente estaba formado por once miembros, seis de ellos no permanentes. Al aumentar, con la descolonización, el número de países que signan la Carta, el Consejo aumentó su número de miembros hasta quince (art. 23), de los que cinco son permanentes (Estados Unidos, U.R.S.S./ Rusia, Francia, Gran Bretaña y la República Popular China) y diez no permanentes, que se reparten del siguiente modo: cinco en representación de Asia y África, dos por América Latina, dos por Europa Occidental y los países asimilados (Australia, Nueva Zelanda, Canadá etc.) y uno por los países de Europa Oriental, elegidos por periodo bianual, aunque, para dar una cierta continuidad, cada año se renueva sólo la mitad.

La función más importante del Consejo es mantener la paz y la seguridad internacional (art.24), para lo cual debe proceder al arreglo pacífico de las disputas entre pueblos o bien, si fracasan los anteriores intentos, puede optar por medidas de acción. Lo que es poco efectivo por la utilización del sistema de veto por alguna gran potencia, cuando entendía lesionados sus intereses o los de algún país aliado, tanto en lo relativo a sanciones económicas como al envío de fuerzas de seguridad, ya que, mientras que para las cuestiones de procedimiento basta con el voto afirmativo de nueve miembros cualesquiera, para el resto de las cuestiones se necesitan nueve votos afirmativos, pero que incluyan los de los cinco miembros permanentes (art. 27). Este hecho confirma una característica polémica de la estructura de la ONU que la ha definido, como es la del déficit democrático.

La Secretaría (capítulo XV) se compone de un secretario general y del personal que requiere la Organización. El Secretario General es el funcionario más importante así como el representante de la Organización en el exterior, y tiene definidas algunas funciones administrativas y ejecutivas, aunque en la práctica es su capacidad política y sus dotes negociadores los que marcan el éxito de su acción, dado que sus facultades están muy limitadas. Es nombrado por la Asamblea General previa recomendación por el Consejo (art. 97), y en la práctica sólo han sido elegidos para el cargo diplomáticos o políticos de países neutrales: el noruego Trigve Halvdan Lie, 1946-1953; el sueco Dag Hammarskjöld, 1953-1961; el birmano U. Thant, 1961-1971; el austríaco Kurt Waldheim, 1972-1981; el peruano Javier Pérez de Cuellar, 1982-1991; el egipcio Butros-Ghali, 1992-1996; y el ghanés Koffi A. Annam, 1997-. Y si la actividad del Secretario General debe estar presidida por la imparcialidad y tener como mira el interés internacional, la selección del funcionariado debe hacerse en función de su eficiencia, competencia e integridad, pero de modo que exista la más amplia representación geográfica posible (art. 101).

El Consejo de Administración Fiduciaria (capítulos XI-XIII) es el heredero de la Comisión de Mandatos de la Sociedad de Naciones. Su función estriba en supervisar la administración de los territorios en fideicomiso tutelados por algún Estado miembro de la Organización, con el fin de que estos territorios se desarrollen económica y socialmente hasta adquirir su independencia. Hoy día es un organismo a extinguir, pues, de los once territorios en fideicomiso iniciales, sólo queda uno (el territorio de las islas del Pacífico, administrado por Estados Unidos).

El Consejo Económico y Social (CES, capítulo X) es el principal órgano coordinador de la labor económica y social; sin facultades decisorias, prácticamente se limita a formular recomendaciones (adoptadas por mayoría simple) y, de hecho, puede considerarse como un organismo residual, ya que sus atribuciones han pasado a los organismos especializados. Aunque sus 54 miembros son elegidos por la Asamblea General (art. 61), los cinco grandes han sido elegidos en todo momento (salvo China, sólo con relativa regularidad).

El Tribunal Internacional de Justicia (capítulo XIV), sucesor del Tribunal Permanente de Justicia Internacional de la Sociedad de Naciones (ocupa su misma sede en La Haya), es el principal órgano judicial de la ONU, del que todos sus miembros forman parte ipso facto (art. 93). Los Estados miembros pueden someter cuestiones a su consideración, resultando entonces obligatoria la sentencia para las partes: a su vez, la Asamblea y el Consejo pueden formular consultas sobre cualquier cuestión jurídica, y los dictámenes, aunque no vinculantes, suelen tener gran influencia sobre la decisión posterior que se adopte. Integrado por 15 magistrados, elegidos por la Asamblea, y, en principio, en función de sus méritos profesionales -aunque procurando que representen los principales sistemas jurídicos del mundo-,en la práctica, en ocasiones, los criterios de honorabilidad y profesionalidad han cedido a los políticos.

Actuación de la ONU

El mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales ha exigido en distintos momentos la intervención de la Organización, bien para resolver pacíficamente los conflictos, bien, en último extremo, para adoptar medidas coercitivas. En lo relativo al arreglo pacífico de controversias, la Organización ha intentado en diferentes ocasiones mediar entre los Estados, favoreciendo la negociación, la investigación, la mediación, la conciliación y el arbitraje (art. 33), aunque en conjunto, su intervención puede juzgarse de decepcionante, ya que la solución sólo ha venido cuando las partes han llegado a acuerdos entre sí.

Y en lo que respecta a medidas coercitivas, el balance no resulta más halagüeño. En el capítulo VII se prevé la acción del Consejo en los casos de amenaza a la paz o actos de agresión, en los que cabe adoptar dos tipos de medidas, según excluyan o impliquen el uso de fuerza armada. Las primeras, que suponen la interrupción total o parcial de las relaciones económicas (art. 41) (v. gr., contra Rhodesia, -actual Zimbabwe-, o Sudáfrica), o la ruptura de las relaciones diplomáticas (cual ocurre frente a España en 1946), no han sido muy decisivas, ya que los países objeto de sanción han encontrado los oportunos subterfugios, ya porque las medidas lo han sido sólo por tiempo limitado.

Las que implican el recurso a la fuerza (art. 42), en diferentes ocasiones han tenido que ser adoptadas por la Asamblea o el Secretario General, en vez de por el Consejo de Seguridad, como sería lo lógico, y ello en virtud de la resolución 377 Unión pro paz, que faculta a la Asamblea para adoptar medidas cuando el Consejo se ha bloqueado en algún momento clave, por la utilización del veto por parte de algún miembro permanente. De hecho, en el contexto de la guerra fría -y ello es aplicable hasta estos momentos- resulta difícil imaginar que luchasen conjuntamente soldados de ambos bloques; por eso Colliard llega a afirmar que el capítulo VII es una pieza de museo de las instituciones internacionales. Así, en el caso de Corea, las tropas pudieron ser enviadas por la ausencia del representante ruso, y en los conflictos de Suez y el Congo (1956 y 1960-63) hubo que apelar a la resolución 377. No obstante lo antedicho, y sobre todo en conflictos menores, la ONU ha resuelto algunos, o quitado virulencia a otros, al tiempo que siempre ha constituido un foro permanente de diálogo e intercambio de posturas.

En lo relativo al desarme, a pesar de que se ha llegado a algún interesante acuerdo (Antártida y América Latina como zonas desnuclearizadas (1959 y 1967, Tratado de Tlatelolco), prohibición de ensayos nucleares en la atmósfera, espacio extraterrestre y debajo del agua (1963), Tratado sobre la no Proliferación de Armas Nucleares (1968), Convención sobre la prohibición de usar técnicas de modificación ambiental con fines militares u otros fines hostiles (1976), Conferencia de Desarme), los resultados globales no pueden considerarse esperanzadores ya que los gastos armamentísticos crecen progresivamente día a día, y no sólo en los países más desarrollados.

Su balance es más positivo en otros apartados. Ha jugado un papel clave en la descolonización ya que, por un lado, de los territorios fideicomitidos, diez de ellos han accedido a la independencia; en estos momentos, tras la emancipación de Nueva Guinea en 1975, sólo uno permanece bajo administración (norteamericana), el de las islas del Pacífico (Marianas -excepto Guam- Carolinas y Marshall) que es un fideicomiso estratégico; por otro lado, la ONU ha tenido una postura beligerante frente a las antiguas potencias colonizadoras, en pro de la independencia de los países afroasiáticos, a lo que no resulta ajena la acción interna de los países descolonizados, que prontamente son acogidos en su seno.

Y su actuación no es menos encomiable en lo relativo a formulación, promoción y defensa de los derechos humanos, adoptando tempranamente la Declaración Universal de Derechos del Hombre (10 de diciembre de 1948), o luchando contra el apartheid (Comité Especial contra el apartheid (1974), Fondo Fiduciario de las Naciones Unidas para Sudáfrica (1965), Año Internacional contra el apartheid (1978) y, sobre todo, a través de sus organismos especializados, en la búsqueda de cooperación social, económica, técnica, así como en el plano de las comunicaciones, entre los pueblos.

Organismos especializados de la ONU

Los organismos especializados de la ONU tienen diversos orígenes: algunos son más antiguos que la misma organización, a la que posteriormente se han incorporado, cambiando en ocasiones de nombre. Así, la Unión Postal Universal, la Organización Meteorológica Internacional, el Instituto Internacional de Agricultura, la Oficina Internacional de la Salud, la Organización Internacional del Trabajo, o la misma Comisión Internacional de Navegación Aérea - cuyos organismos sucesores pueden obviamente inferirse; otros surgen en las conferencias internacionales que tienen lugar al final de la posguerra (Fondo Monetario Internacional, Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo, Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio, Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura; otros, finalmente, aparecen en las últimas décadas como respuestas a necesidades nuevas: v. gr., el Organismo Internacional de Energía Atómica y la Corporación Financiera Internacional (ambos de 1956), la Asociación Internacional de Fomento (1960), la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (1966), o el Fondo Internacional de Desarrollo Agrícola (1976). En conjunto, dieciséis de estos organismos son considerados como especializados -dieciocho si se incluye la OIEA y el GATT-, atendiendo a los ámbitos de cooperación económica, técnica, social, cultural, sanitaria y de comunicaciones.

OIT. La Organización Internacional del Trabajo, que en la Conferencia Internacional de Montreal (1946) pasa a convertirse en el primer organismo especializado de la ONU, es creada en 1919, estando entonces vinculada a la Sociedad de Naciones, y teniendo desde sus orígenes la sede en Ginebra. Su primer director general fue el conocido sindicalista francés Albert Thomas (1919-1932), el cual, gracias a su incansable actividad, consigue un prestigio para la OIT muy por encima de cualquier otro organismo internacional de por entonces. Sus objetivos son: conseguir el pleno empleo y mejorar la calidad de vida del trabajador, facilitar la formación profesional, fomentar políticas que favorezcan un reparto justo de la renta, luchar por la libertad sindical y la seguridad social, atender a la elevación del nivel cultural del trabajador y vigilar las legislaciones laborales nacionales. Aunque se trata de una organización gubernamental, lo cual ha dificultado la ratificación de algún convenio (p. e., el de libertad sindical), la representación es un tanto atípica (dos miembros por el gobierno respectivo, uno por los empresarios y otro por los trabajadores). Desde su fundación ha aprobado más de 300 convenciones (de obligado cumplimiento) y recomendaciones, atendiendo también al estudio e investigación de los problemas laborales, mediante el Instituto Internacional de Estudios Laborales (con sede en Ginebra) y el Centro Internacional de Formación Técnica y Vocacional Avanzada (con sede en Turín).

OMS. La Organización Mundial de la Salud, con sede en Ginebra, inicia su actividad en 1948, teniendo como finalidad no sólo conseguir la erradicación de toda enfermedad sino también lograr un estado completo de bienestar físico, mental y social. Para ello, ayuda a los países, -en especial a los subdesarrollados- a fortalecer sus sistemas sanitarios mediante la creación de infraestructuras, coordinaciones internacionales contra el paludismo, malaria, lepra, ceguera en África occidental, el SIDA; fomenta las investigaciones necesarias en diferentes sectores (nutrición, atención materno-infantil, seguridad medioambiental, rehabilitación), y establece y colabora en programas y acciones específicos (Decenio Internacional del Agua Potable y del Saneamiento Medioambiental, 1981-1990). Desde 1977, fijó el objetivo salud para todos en el año 2000, elaborando estrategias en combinación con pueblos y gobiernos para lograr dicho objetivo.

FAO. La Organización para la Agricultura y la Alimentación, heredera del Instituto Internacional de Agricultura, se estableció en la Conferencia de Québec (16 de octubre de 1945) y tiene su sede en Roma. Sus objetivos consisten en mejorar la alimentación y aumentar los rendimientos de la tierra, la ganadería, la pesca así como de las explotaciones forestales. Para conseguir una mayor eficacia en la producción se vale de la investigación e información técnica, modernizando los métodos de cultivo, de la lucha contra las plagas y el empobrecimiento del suelo, de las transferencias de tecnología hacia los países en vías de desarrollo, mejorando al tiempo la distribución de los alimentos, en especial los excedentarios. Entre sus actividades destacan el Programa Mundial de Alimentos y la Campaña contra el Hambre, ayudando mediante programas especiales a que los países más desfavorecidos se preparen para situaciones de emergencia y proporcionarles socorro, si por desgracia las crisis agrarias o plagas los dejan sumidos en la miseria.

UNESCO. La Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, queda constituida el 4 de noviembre de 1946 (tras la reunión de Londres del año anterior), fijando su sede en París. Su finalidad se encamina a contribuir a la paz y seguridad internacionales promoviendo la colaboración entre las naciones en los ámbitos de la educación, ciencia, cultura y comunicaciones de masas. Entre sus objetivos y actividades destacan: la elaboración de programas para conseguir una educación primaria universal que elimine el analfabetismo, el estímulo de las culturas nacionales y la conservación del patrimonio de la humanidad, la promoción de la utilización de la ciencia en beneficio de todos los seres humanos, el trabajo para un mejor entendimiento y cooperación entre los pueblos, la utilización de los medios de comunicación de masas en pro de las causas de la verdad, la justicia y la paz a escala universal,... Asimismo ha realizado programas concretos de gran eco mundial: campaña para salvar los monumentos egipcios de la Nubia, amenazados por la presa de Assuam, campañas de alfabetización y educación integral en América Latina, y declaraciones varias sobre el patrimonio histórico-artístico de la humanidad. Durante el mandato del español Federico Mayor Zaragoza volvieron a su seno los Estados Unidos, el Reino Unido y Singapur, que habían abandonado la organización por entender que se seguía una línea filocultural de sesgo antioccidental, desmesuradamente favorecedora de los Países del Tercer Mundo.

El Banco Mundial comprende tres instituciones: el Banco Internacional para la Reconstrucción y el Desarrollo (BIRD), creado el 27 de diciembre de 1945, la Corporación Financiera Internacional (CFI), nacida en 1956, y la Asociación Internacional de Fomento (AIF), establecida en 1960, todos ellos con sede en Washington. Su finalidad consiste en aportar recursos a los países en vías de desarrollo, provenientes de los países industrializados. Ahora bien, mientras los créditos del BIRD se prestan en condiciones normales, para fines productivos, y teniendo en cuenta las posibilidades de amortización (siendo garante el gobierno del país respectivo), los préstamos de la AIF sólo se conceden a los países más pobres y en condiciones más accesibles, aunque siempre se exige tener suficiente estabilidad económica, financiera y política para los préstamos a largo plazo. La CFI completa su acción fomentando el establecimiento y la expansión de las empresas privadas de cualquier país miembro, en especial en los que están en vías de desarrollo.

FMI. El Fondo Monetario Internacional, diseñado junto con el BIRD en la Conferencia de Bretton Woods (1944), inicia su andadura el 27 de diciembre de 1945, siendo reforzado posteriormente en 1969 y 1978; tiene también su sede en Washington. Su finalidad estriba en asegurar la estabilidad de los cambios, fomentando la cooperación económica internacional y facilitando la expansión del comercio mundial, de modo que se consiga una mejora en las condiciones económicas de los países miembros. Para ello, concede ayudas a los países con dificultades en su balanza de pagos, los apoya técnicamente para mejorar la gestión y realizar programas de reforma económica que contribuyan a sanear sus balanzas de pagos. Se trata de un organismo que ha funcionado aceptablemente bien, aunque tal vez sería mejor aumentar sus recursos y democratizarlo (ya que el voto guarda relación con la contribución de cada país) y, en última instancia, convertirlo en un banco central mundial.

GATT. El Acuerdo General de Aranceles y Comercio (1 de enero de 1948), con sede en Ginebra. es un conjunto de normas para eliminar los obstáculos que puedan entorpecer el comercio internacional. Los Estados firmantes del acuerdo se conceden recíprocamente la cláusula de nación más favorecida y se comprometen a proteger su producción apelando sólo al arancel, excluyendo todo tipo de contigentación de mercancías (salvo casos excepcionales, o cuando sufren graves desequilibrios en su comercio exterior). El balance es positivo, a pesar de la aparición de agrupaciones económicas y comerciales diversas, tales como las zonas de libre cambio, las uniones aduaneras y los mercados comunes muy activos, que en algún modo y grado, invalidan el significado reflejado en lo de “nación más favorecida”. Los países subdesarrollados, por su parte, por considerar que el Acuerdo no atiende oportunamente a sus intereses, fundaron en 1963 el Grupo de los 77, logrando que la ONU pusiera en marcha la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el Desarrollo (CNUCED-UNCTAD) (1962), para atender a la problemática específica del comercio internacional de los países subdesarrollados.

LA DISPUTA DE LAS ZONAS DE INFLUENCIA Y LA DIVISIÓN BIPOLAR

El destino de Europa oriental

Terminada la Segunda Guerra Mundial la coalición triunfante debía hacer frente a la necesidad de creación de un nuevo orden en Europa. Un hecho resultaba obvio y era que, con excepción de la U.R.S.S., todas las demás potencias, grandes o pequeñas, vencedoras o vencidas, eran capitalistas. Su interés, por tanto, una vez desaparecida la amenaza nacionalsocialista, era reconstruir algún tipo de equilibrio político europeo que garantizara la paz al estilo del Tratado de Versalles y en el que, por supuesto, no hubiera ninguna alteración esencial del orden socioeconómico previo. La Unión Soviética era, desde luego, la menos interesada en que esto sucediera.

Desde 1917 la política exterior soviética venía sosteniéndose sobre la difícil combinación de dos elementos básicos, ideología y seguridad, con una prioridad suprema, ante todo preservar la existencia de la Patria de la Revolución. La muerte de Lenin había abierto un agrio debate entre sus sucesores liquidado con el triunfo de las tesis de Stalin en el sentido de aplazar la revolución mundial que propugnaba Trotsky. En cualquier caso, bajo el punto de vista ideológico, el triunfo bolchevique implicó desde el principio una evidente amenaza para Occidente. Los dirigentes de la Unión Soviética vivían en la creencia de que se hallaban cercados por un mundo capitalista hostil contra en el que tarde o temprano tendrían que luchar. Asimismo pensaban que, de forma inevitable, las contradicciones del sistema llevarían a los capitalistas a enfrentarse entre sí, lo que abriría entonces posibilidades al progreso universal del socialismo. La agresión occidental en el contexto de la guerra civil rusa no había hecho más que confirmar los peores temores de los dirigentes de la Revolución. En el verano de 1939 Stalin no vaciló en estrechar la mano de Adolf Hitler si con ello se garantizaba participar en el reparto del botín de la Europa Oriental, además de incentivar el enfrentamiento del nazismo con las democracias.

Tras la agresión alemana de 1941, las apelaciones de Stalin al patriotismo tradicional ruso, la desaparición del Komintern y el abandono de la Internacional como himno oficial soviético produjeron en Occidente, ahora aliado, la sensación de que la U.R.S.S. abandonaba definitivamente sus designios de revolución mundial. Nada más lejos de la realidad. Terminada la contienda mundial se presentaba a la U.R.S.S. una oportunidad histórica de extender el comunismo y a la vez asegurar para siempre la seguridad de sus fronteras. Fue extraño que su actitud provocara sorpresa. Después de todo, el Stalin de 1945 no era muy diferente de aquel de 1939 que había pactado con Hitler para repartirse Polonia, que se había anexionado los Estados bálticos o que había hecho la guerra a Finlandia. Ahora que sus tropas habían liberado todo el Este europeo de la dominación nazi, era natural que pretendiera obtener ventaja de ello para extender la Revolución y el dominio del Imperio Soviético en una forma tan espectacular que nadie habría imaginado desde 1917. Contaba para ello con tres instrumentos privilegiados: la fuerza del Ejército Rojo, la diplomacia soviética apoyada en un potente servicio secreto, y los partidos comunistas de toda Europa, fieles a la disciplina internacionalista. En carta al mariscal Tito, Stalin manifestaba sin ambages que esta guerra no es como las del pasado; aquél que ocupe un territorio, impone en él su propio sistema social. Todo el mundo impone su sistema tan lejos como su ejército puede avanzar. No podría ser de otro modo...

La clave para la seguridad futura de la U.R.S.S. estaba en Alemania. Tras dos invasiones en veinticinco años, Stalin quería dar por zanjada la cuestión para lo sucesivo con su definitiva neutralización. De momento, y en virtud de los acuerdos de Yalta, los soviéticos se habían garantizado de forma provisional la ocupación de la zona oriental alemana. Estrechamente ligado al problema alemán estaba Polonia, obligado territorio de paso en el camino hacia Rusia. El cambio de las fronteras polacas con su movimiento hacia el Oeste decidido en la Conferencia de Potsdam tenía una doble virtualidad. Por un lado alejar a la nueva Alemania de las fronteras rusas y, por otro, hacer de Polonia la principal interesada en mantener el nuevo estado de cosas. Checoslovaquia, Hungría y Rumanía, países todos con los que la nueva U.R.S.S. de posguerra se había garantizado frontera común, debían ser otros eslabones de esa misma política. Bulgaria unía a su rusofilia tradicional una larga frontera con Grecia, baluarte del capitalismo en el Mediterráneo Oriental. Yugoslavia y Albania que, aunque no habían sido liberadas por el Ejército Rojo, estaban bajo el control de los comunistas locales, parecían de momento sumisas a los dictados de Moscú. Un conjunto de un millón de Km2 y cien millones de habitantes estaban destinados a convertirse en glacis defensivo de la Unión Soviética.

Así, entre 1945 y 1948, a la espera de encontrar una solución satisfactoria y permanente para el problema alemán, la U.R.S.S. culminó el proceso de satelización de la Europa Oriental. En estos países los gobiernos de coalición antifascista de primera hora fueron progresivamente dominados por los partidos comunistas, que se habían reservado en ellos los puestos clave. Primero se mantuvo la ficción del pluralismo político, luego se fue eliminando no sólo a los representantes de los partidos no comunistas sino incluso a los propios comunistas que se mostraban más nacionalistas que pro soviéticos. De forma paralela los servicios secretos soviéticos extendían sus tentáculos por toda la zona. La progresiva instalación de regímenes títeres soviéticos en toda esta parte de Europa terminó en febrero de 1948 con el llamado golpe de Praga. Ese mismo año estalló la ruptura con Yugoslavia que prefería buscar su vía nacional hacia el comunismo. Por toda la Europa soviética se extendió la represión estalinista, el titismo era buena excusa para las purgas. En enero de 1949 se creaba el COMECON, organismo de integración económica de todos los países del bloque. Por lo visto, Stalin nunca había tomado demasiado en cuenta aquellas palabras contenidas en la Declaración de la Europa liberada, aprobada en Yalta acerca de “el derecho de todos los pueblos a elegir la forma de gobierno bajo la cual quisieran vivir.“

El 22 de septiembre de 1947 se reunían en Polonia los representantes de los ocho partidos comunistas europeos para crear la Kominform, Oficina de Información Comunista en sustitución de la desaparecida Komintern. En esa reunión el teórico soviético Andrei Jdánov, auténtico ideólogo del régimen, presentó un informe en el que ofrecía una visión decididamente antagónica del escenario mundial: “En el mundo se han formado dos campos: por un lado el campo imperialista y antidemocrático que tiene como objetivo la dominación mundial por parte del imperialismo norteamericano, así como el aplastamiento de la democracia; por el otro lado, el campo antiimperialista y democrático, cuyo fin esencial consiste en minar el imperialismo, fortalecer la democracia y liquidar los restos de fascismo.”

Estados Unidos, potencia europea

La política soviética en Europa Oriental despertó creciente preocupación en Occidente. Para los británicos el destino de Polonia encerraba una dolorosa paradoja, ya que, después de todo, el Reino Unido había ido a la guerra en septiembre de 1939 precisamente en defensa de la libertad polaca amenaza por Hitler y Stalin. Entre 1945 y 1947 a muchos europeos les parecía algo más que una simple posibilidad la amenaza del comunismo sobre Europa Occidental. Países como Francia, Bélgica o Italia se encontraban en pleno caos económico y político. En ellos, además, los partidos comunistas -siempre fieles a los dictados de Moscú- tenían responsabilidades de gobierno, fruto de su actividad y prestigio en la Resistencia. En estas circunstancias, el golpe de Praga adquiría aires casi premonitorios. A corto plazo toda Europa podía ser comunista, incluso sin que mediase una agresión militar soviética.

La precaria situación británica resultó decisiva para terminar de definir la nueva política norteamericana. Fue precisamente la voz de Winston Churchill la que primero denunció el expansionismo soviético y propugnó un cambio en Washington respecto a Europa. En su famoso discurso del 5 de marzo de 1946 en Fulton (Missouri) las palabras de Churchill fueron contundentes y su resonancia enorme: Desde Sttetin en el Báltico a Trieste en el Adriático, ha caído sobre el continente un telón de acero (...) es preciso que los pueblos de lengua inglesa se unan con urgencia para impedir a los rusos toda tentativa de codicia o aventura. A su dramática llamada de atención se unía ese mismo año la de George F. Kennan, el embajador estadounidense en Moscú, a través de un informe al presidente sobre Los orígenes del comportamiento soviético. La preocupación de ambos era similar, conseguir que Estados Unidos no desmantelase tan rápidamente la gigantesca maquinaria militar que se encontraba aún en Europa y Asia ya que el estallido de un nuevo conflicto en Europa podía estar cerca. Y, ciertamente, la negativa soviética a participar en el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, su actitud en Europa Oriental, su comportamiento provocativo en Irán o sus presiones sobre Turquía para conseguir el control de los Estrechos, no eran muy tranquilizadores. A comienzos de 1947 el gobierno británico, acosado por las dificultades económicas, anunciaba al presidente Truman su incapacidad para seguir manteniendo la ayuda a Turquía y Grecia, ésta última en plena contienda civil contra la guerrilla comunista del ELAS. Ante la decadencia del Imperio Británico, tradicional potencia periférica equilibradora del concierto continental, Estados Unidos debía tomar una decisión que iba a determinar su lugar en el mundo para los siguientes cincuenta años. Como afirma Truman en sus Memorias, fue entonces cuando decidió “alinear decididamente a los EEUU de América en el campo y a la cabeza del mundo libre”. Y lo hizo a través de dos iniciativas, las dos con nombre propio.

El 12 de marzo de 1947 Truman se dirigía al Congreso para anunciar un giro fundamental en la política exterior de su país. El presidente manifestaba su voluntad de sostener económica, política y militarmente a Grecia y Turquía y, por añadidura, a todos aquellos pueblos libres que estaban resistiendo a la presión soviética. Su visión de la situación mundial coincidía con la que meses después expondría Jdánov ante el Kominform, si bien obviamente con diferente reparto de papeles: En la fase actual de la historia del mundo, cada país debe elegir entre dos modos fundamentalmente opuestos de encauzar su vida oficial y privada. Una de estas formas se basa en la voluntad de la mayoría, y se distingue por sus instituciones y garantías personales de libertad de expresión y religiosa. La otra se basa en el poder de una minoría que domina por la fuerza a la mayoría. Para ello se apoya en el terror y en la opresión (...) Estoy convencido de que los pueblos libres debemos acudir en ayuda de los sojuzgados, a fin de que ellos puedan ejercer su derecho soberano de elegir su propia forma de gobierno. Entre marzo y mayo de 1947 los gobiernos belga, francés e italiano excluyeron a los partidos comunistas. Quedaba definida la Doctrina Truman.

De forma complementaria a lo anunciado por el presidente, el 5 de junio de 1947 el secretario de estado, George Marshall, hizo público en la Universidad de Harvard el programa de ayuda a Europa para evitar el colapso económico que se creía precursor de la acción comunista. Aunque el Plan, según su autor, iba dirigido únicamente contra el hambre y la miseria su trascendencia era evidente: El objetivo de nuestra política es el restablecimiento de una economía mundial sana, de manera que aparezcan las condiciones políticas y sociales en las cuales las instituciones libres puedan existir. Al recoger simbólicamente el relevo británico, Estados Unidos definía para el futuro su política de contención frente al comunismo. Stalin declaró que el Plan Marshall no tenía otra finalidad que aislar a la U.R.S.S. y, casi de inmediato, anunciaba su autoexclusión de las ayudas americanas y obligaba a hacer lo mismo a sus futuros satélites. A partir del verano de 1947 el clima de las relaciones internacionales se enfriaba irreversiblemente.

La cuestión más espinosa era el futuro de Alemania. En febrero de 1947 se firmaban en París los Tratados de Paz con Italia, Rumanía, Hungría, Bulgaria y Finlandia. Sin embargo, el problema alemán quedaba sin resolver. Ninguna de las dos conferencias de ministros de Asuntos Exteriores celebradas en 1947, en Moscú y Londres, proporcionaron soluciones. Apenas dos años después de la derrota de Hitler, y ante el cariz que iban tomando los acontecimientos en Europa Oriental, la política occidental iba consistiendo progresivamente en insistir menos en la desnazificación todavía pendiente y más en la reconstrucción de la potencia germana. Pronto, los tres aliados occidentales decidieron utilizar el territorio bajo su control. Primero económicamente, luego políticamente, en un proceso creciente de crear una Alemania pro occidental, baluarte y escaparate a la vez de cara al Este. Esto era inaceptable para los soviéticos que deseaban una Alemania unida y comunista o, en su defecto, una Alemania unida pero neutralizada. El bastión alemán era clave para la seguridad futura de la U.R.S.S. que había venido desarrollando en su zona de ocupación una política similar a la que practicaba sobre toda Europa Oriental, absorción por parte comunista del poderoso Partido Socialista, nacionalizaciones, colectivización de la agricultura y represión. Todo parecía indicar que nunca habría Tratado de Paz, y que los límites provisionales trazados por los ocupantes tendrían el carácter de frontera entre dos mundos.

Sin embargo, antes de aceptar como definitivo este hecho, los soviéticos decidieron poner a prueba la determinación de los occidentales por mantener una Alemania no comunista. El escenario más adecuado para tal intento era Berlín, dividida en cuatro sectores. El bloqueo de los accesos terrestres a la ciudad el 24 de junio de 1948 obligó a los occidentales a abastecer Berlín Oeste exclusivamente por aire durante casi un año, en una operación sin precedentes y en medio de una tensión mundial que preludiaba una nueva guerra. El pulso por la vieja capital del Reich marcó el techo de las aspiraciones soviéticas en el continente. Del mismo modo que era ya imposible soñar con la unidad de Europa, fracturada por el Telón de Acero, habría que acostumbrarse en lo sucesivo a una nueva idea, habría dos Alemanias. El bloqueo de Berlín aceleró el proceso. En 1949, con una diferencia de pocos meses, nacían la República Federal (RFA) y la República Democrática Alemana (RDA). La división del suelo germano iba a ser durante cuarenta años el símbolo más vivo y sangrante del nuevo orden internacional surgido de la Segunda Guerra Mundial.

Estados Unidos había decidido no permanecer indiferente al futuro de Europa Occidental. Faltaba poco para definir el status de esa presencia. El Plan Marshall era, por definición, un programa de acción transitorio. Dada la inmensa superioridad soviética en armamento convencional y que por entonces los americanos eran los únicos dotados con el arma atómica, era necesario que la defensa europea se anclase en un pilar norteamericano, la única manera de hacerla convincente. En 1947 Francia y el Reino Unido habían firmado el Pacto de Dunkerque, ampliado al año siguiente al Benelux por el de Bruselas. En marzo de 1949, y a propuesta europea en vista de los sucesos berlineses, se firmaba en Washington el Pacto del Atlántico, carta de nacimiento de la OTAN, una organización militar permanente en tiempos de paz que asociaba, como dijo el analista norteamericano Walter Lippman, a los pueblos europeos de ambos lados del Atlántico. Doce países la integraban: Bélgica, Canadá, Dinamarca, Estados Unidos, Francia, Islandia, Italia, Luxemburgo, Países Bajos, Noruega, Portugal y el Reino Unido. Estados Unidos abandonaba así el aislacionismo que había caracterizado su política exterior desde que en 1796 George Washington terminara su mandato con una pregunta que era también una admonición ¿por qué entretejer nuestro destino con el de cualquier parte de Europa y comprometer nuestra paz y nuestra prosperidad en los afanes de la ambición, la rivalidad, el interés, el humor o el capricho de los europeos?.

Planteado en términos geoestratégicos, el hecho clave de la posguerra era que la U.R.S.S. había desplazado a la presencia dominante alemana sobre Centroeuropa y que ni Francia ni Gran Bretaña estaban en condiciones de reponer el equilibrio alterado. Sólo una decidida presencia económica y militar de los Estados Unidos que compensase los avances soviéticos podía evitarlo. Estados Unidos debería ahora convertirse en “potencia europea” con carácter permanente para hacer frente a las veleidades expansionistas soviéticas.

Antes de finalizar el año 1949 un bombardero estadounidense que patrullaba el Pacífico Norte aportó pruebas concretas de que los rusos habían experimentado con éxito el arma atómica. El monopolio americano había concluido. Si bien la tensión entre los dos nacientes bloques era extrema, la posibilidad de una hecatombe nuclear obligaba a plantear el enfrentamiento en términos históricamente nuevos. La debilidad europea, junto con la posesión de nuevas armas de destrucción masiva, conducían inexorablemente a lo que Lippman popularizó bajo el término de Guerra Fría, es decir al estado de tensión permanente, excluyendo el enfrentamiento armado directo, entre soviéticos y norteamericanos. Raymond Aaron lo sintetizó perfectamente: guerra improbable, paz imposible. El político belga Henry Spaak lo resumió en una sola palabra miedo. Era la herencia que Hitler dejaba a Europa.

Concepto y características de la Guerra Fría

La definición clásica viene a decir que la Guerra Fría fue un Estado de tensión permanente, primero entre las dos superpotencias y luego entre los dos bloques liderados por ellas, que no provocó un conflicto directo ante el peligro de destrucción mutua y asegurada por la utilización de las armas nucleares. No obstante, hoy hay que ampliar esta definición a la luz de los acontecimientos que la caracterizaron y las nuevas fuentes primarias a disposición de los historiadores.

A la luz de estos hechos la Guerra Fría puede caracterizarse por estas notas:

a) La Guerra Fría fue un enfrentamiento directo y no bélico, primero entre EE.UU y la U.R.S.S., después entre los dos bloques liderados por estas potencias.

b) Un enfrentamiento que se inició en 1947 entre los dos Estados con mayor poder e influencia en el mundo, que adquirieron un nuevo status en la política internacional: el de “superpotencias”.

c) Esta nueva relación de poder dio lugar a un sistema internacional bipolar y flexible, en el que junto a las dos superpotencias y los bloques que estaban bajo su influencia, se encontraban actores no alineados y un actor universal, la ONU, que trató de jugar un papel atenuador de la tensión internacional.

d) En este sistema bipolar ambas superpotencias trataron de distinguir entre aliados y enemigos, delimitaron sus zonas de influencia o glacis de seguridad y trataron de ampliarlas a costa del bloque contrario, impidiendo cualquier desviacionismo político o ideológico en sus respectivas zonas. No hubo posibilidad de que un Estado se declarase neutral sin el consentimiento de las dos superpotencias.

e) Ocupada, controlada y delimitada una zona de influencia, su respeto por la otra superpotencia fue una regla básica. Cuando esta regla se incumplió y muy especialmente cuando este incumplimiento afectó a territorios incluidos en el perímetro de seguridad establecido por las dos superpotencias, el peligro de enfrentamiento directo surgió y la tensión se agravó.

f) En este sistema ambas superpotencias y los bloques que lideraron, a pesar de las incompatibilidades de objetivos y fines, reconocieron ciertos valores o principios comunes que tendieron a trasladar al actor universal. A pesar de lo cual, ambos bloque utilizaron las Naciones Unidas para sus intereses y ello impidió que la Organización alcanzase los objetivos para los que se creó en 1945.

g) El enfrentamiento entre los dos bloques se fue mundializando paulatinamente a partir de los primeros choques en Europa. De forma progresiva el antagonismo ideológico y dialéctico se amplió y en él se integraron factores políticos, psicológicos, sociales, militares y económicos, convirtiéndose de este modo en un enfrentamiento global.

h) La tensión impulsó la elaboración de una política de riesgos calculados, con la disuasión nuclear como eje básico, que adoptó una estrategia diplomática-militar cuyas bases fueron: la contención del enemigo y su expansión; la disuasión de cualquier acto hostil ante la amenaza de recurrir al enfrentamiento bélico y provocar cuantiosos daños; la persuasión en tanto en cuanto los factores ideológicos y psicológicos tuvieron un papel clave; la subversión como medio de eliminar a las autoridades políticas o militares que no aceptaron los valores o las reglas del bloque en el que estaban integrados; el espionaje ante la necesidad de conocer rápida y verazmente las actividades y decisiones del enemigo.

i) El desarrollo de la Guerra Fría estuvo condicionado, principalmente, por tres factores: los cambios en la cúpula del poder de las dos superpotencias; el control que sobre la misma tuvieron siempre los políticos frente a los militares; y las percepciones que desde Washington y Moscú se tuvieron de la política enemiga y de su expansión regional o mundial.

La polémica sobre los límites cronológicos

Caracterizada la Guerra Fría, es necesario abordar otra de las cuestiones polémicas sobre este trascendental hecho: los límites cronológicos. Éste fue uno de los debates historiográficos más intensos durante los años en los que se mantuvo ese estado de tensión. Hoy, finalizada la Guerra Fría, ya se puede afirmar que existe un consenso generalizado en cuanto a la duración de este peculiar conflicto.

En relación con el origen, tres han sido las fechas más repetidas: la primera, 1917, fue defendida por Fleming, Fontaine o Parsons y venía a decir que, tras el triunfo de la Revolución bolchevique, comenzó el enfrentamiento entre dos sistemas antagónicos, que alcanzó su punto culminante después de 1945. La segunda, 1939-1945, fue utilizada por Rostow, Schlesinger o Gaddis en sus respectivos trabajos, poniendo de manifiesto que Stalingrado, Yalta y Potsdam pusieron las bases de la expansión ideológica y territorial de la U.R.S.S., que hubo de ser respondida por los norteamericanos provocando el enfrentamiento directo. Por último, 1947, es la fecha que hoy tiene mayor consenso entre los especialistas.

Si polémico fue el tema de los orígenes, más aún lo ha sido el de la terminación del conflicto. Una fecha que se mantuvo durante un largo periodo de tiempo fue la de 1962, a raíz de la tensión que vivió el mundo durante la crisis de los misiles en Cuba; se decía, por sus partidarios, que tras este momento comenzó una larga etapa de coexistencia pacífica entre los dos bloques. Posteriormente, se indicó por parte de algunos autores que el periodo comprendido entre 1973-1975 supuso el final de una larga era de conflictos y enfrentamientos entre las dos superpotencias: la firma del Tratado de Paz en Vietnam, el Acuerdo soviético-norteamericano sobre Prevención de la Guerra y, sobre todo, la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa, que culminó en Helsinki, constituyeron los hechos claves que permitieron afirmar que la Guerra Fría había terminado. La invasión soviética de Afganistán en diciembre de 1979, y la elección del republicano Ronald Reagan como presidente de los EE.UU. en 1980, dieron paso a un nuevo periodo de tensión internacional. Para algunos autores (F. Halliday, N. Chomsky o J. Gittings) se iniciaba una Segunda Guerra Fría, para otros era una nueva crisis en el desarrollo de la misma. Hoy, ante la evolución de los acontecimientos, cabe afirmar con rotundidad que la Guerra Fría terminó entre 1989 y 1990.

No solamente los hechos que se produjeron después de esa fecha así lo confirman, sino que aceptado así lo confirman sino que así fue aceptado por los principales protagonistas de la histórica tensión. En primer lugar, los dirigentes de las dos superpotencias, Bush y Gorbachov, así lo acordaron en la cumbre de Malta celebrada en diciembre de 1989. Un año después la cumbre de la CSCE en París terminaba con la firma de la Carta para una nueva Europa, en la que establecía oficialmente por los 34 Estados miembros el fin de la Guerra Fría y de la división Este-Oeste en Europa. Entre una y otra fecha habían desaparecido los signos más representativos de este conflicto: el muro de Berlín, el Telón de acero, la división de Alemania y se iniciaba también el final del comunismo que culminaría en 1991 con la desaparición de la U.R.S.S.. Uno de los más destacados artífices de la política exterior y de seguridad norteamericana, Kennan, anunció en el Senado en abril de 1989: La Guerra Fría ha terminado, la U.R.S.S. ha dejado de ser una amenaza.

En definitiva, la Guerra Fría se extendió entre 1947 y 1989-1990, pero ¿cómo evolucionaron los acontecimientos a lo largo de estos cuarenta y tres años? Es indudable que no de una forma lineal. Se podría hablar de una evolución cíclica de la Guerra Fría, dividida en cuatro fases, en cada una de las cuales se sucederían una serie de características comunes.

Cada fase cíclica se iniciaría con un primer periodo de distensión, moderación en el enfrentamiento, disminución de los conflictos y utilización de un lenguaje sereno y constructivo. En un segundo momento irán apareciendo signos de tensión que se apreciarán, en primer lugar, en el lenguaje que utilizan los líderes y representantes políticos y militares de ambos bloques, a continuación se incrementarán los conflictos y los presupuestos militares e incluso se romperán negociaciones o acuerdos. La tensión culminará con el estallido de un “conflicto-tipo”, de un momento de máximo enfrentamiento bélico o de la quiebra absoluta del sistema bipolar.

En función de estos caracteres podemos hablar de cuatro fases: a) 1947-1948 / 1950-1953, cuyo conflicto-tipo será la Guerra de Corea; b) 1953-1962, cuyo conflicto-tipo será la crisis de los misiles en Cuba; c) 1962 /1973-1975, cuyo conflicto-tipo será la Guerra de Vietnam; d) 1973 / 1988-1989, cuyo conflicto-tipo será la Guerra de Afganistán.

La Guerra Fría así definida y caracterizada dio lugar a un nuevo sistema de relaciones internacionales que estuvo vigente hasta 1991. ¿Cuáles son las características de este nuevo sistema?

a) El sistema creado vino a poner fin al fracasado sistema de seguridad colectiva vigente durante el periodo de entreguerras y supuso también la alteración, que no la quiebra, del orden internacional establecido por la U.R.S.S. y EE.UU a lo largo de las conferencias aliadas que se desarrollaron durante la Segunda Guerra Mundial.

b) Este nuevo sistema vino en denominarse Sistema Bipolar y puede definirse como aquel sistema en el que se mantuvo un equilibrio entre las dos superpotencias, que gozaban de capacidades de poder y destrucción equivalentes y superiores a las de cualquier otro Estado y que establecieron un mecanismo para consolidar ese equilibrado reparto bipolar, la disuasión nuclear mutua. El sistema así creado dio lugar a una tensión Este-Oeste.

c) Este sistema bipolar se inserta en un contexto internacional heterogéneo, en el que ambas superpotencias trataron de representar, defender e imponer un conjunto de valores antagónicos y permanentes. EE.UU se presentó como un Estado que defendía el “mundo libre” y sus valores más representativos: la democracia, los derechos de los ciudadanos, el libre mercado y la libertad; valores amenazados por la U.R.S.S. y el comunismo, por lo que el anticomunismo (presente en el interior de EE.UU a través del maccartismo) será el principio clave en el conjunto del bloque. La Unión Soviética se presentó como el primer Estado socialista del mundo, amenazado y cercado permanentemente por el imperialismo agresivo que el capitalismo y la burguesía internacional trataban de derribar, y por lo tanto, al que había que defender a través de instrumentos que paulatinamente se fueron estableciendo y utilizando.

d) El sistema bipolar así establecido creó dos subsistemas. El subsistema atlántico-occidental, liderado por EE.UU, que contaba con un conjunto de instrumentos para defender sus valores y extender su influencia: la OTAN, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial, las alianzas militares periféricas ANZUS, 1951; SEATO, 1954; CENTO, 1959), los acuerdos bilaterales y la ayuda económica. El subsistema socialista mundial, al que se incorporaron 16 Estados en todo el mundo y estuvo liderado por la U.R.S.S., que disponía también de sus instrumentos: la Kominform, el CAME, el Pacto de Varsovia, los tratados bilaterales de Amistad y Cooperación y los partidos comunistas. Uno y otro utilizarían la carrera armamentística, tanto de armamentos convencionales como nucleares, y la carrera espacial como instrumentos de amenaza, competencia, confrontación y desarrollo económico-ideológico.

El reparto del mundo (1949-1962)

La Guerra Fría llega a Asia

La debilidad europea tras la Segunda Guerra Mundial estaba destinada a provocar nuevos efectos en todo el planeta. En 1945 las potencias europeas dominaban aún unos imperios coloniales de enormes dimensiones. Sólo el Imperio Británico tenía bajo su control más de un cuarto de la superficie y de la población del planeta. Sin embargo, la guerra había provocado en el mundo colonial una revolución de las ideas que ya se venía prefigurando desde los Catorce Puntos de Wilson, tras la Gran Guerra. Las derrotas de los occidentales a manos de los japoneses en Asia habían demostrado que la superioridad europea era un mito. Estaba además la contradicción flagrante de defender en Europa y contra Hitler principios de libertad y democracia que luego no eran aplicados en las colonias. Además, la ONU establecía claramente en su Carta fundacional el derecho de autodeterminación de los pueblos: Los franceses en Indochina, los holandeses en las Indias Orientales y los británicos en Malasia tuvieron pronto que emplear la fuerza para imponer de nuevo su presencia tras la derrota del Mikado. Las guerrillas antijaponesas alentadas por los aliados en tiempo de guerra, y ahora con fuerte componente comunista, se resistían a abandonar las armas condescendiendo al regreso de la potencia colonial. Consciente de su debilidad, el Reino Unido concedía en 1947 la independencia a la India, auténtica perla de su Imperio y, ese mismo año, se deshacía de su engorroso problema palestino, dando vía libre a la creación del Estado de Israel. Era una premonición de lo que se avecinaba.

Así, en 1945 existía un enorme grado de turbulencia en la situación mundial que, como apunta Paul Kennedy, si bien resultaba peligrosa para las viejas potencias que querían restablecer el orden colonial antiguo, resultaba toda una oportunidad de expansión para las superpotencias. Los principios que defendían soviéticos y estadounidenses eran de aplicación universal: liberalismo económico frente a planificación socialista, parlamentarismo frente a partido único, etc. Y ambos eran anticolonialistas; los estadounidenses por historia y por el obstáculo que los imperios representaban al libre comercio mundial; los soviéticos por su visión revolucionaria del mundo. Cada nuevo país independiente era su socio en potencia. Para la Unión Soviética no había duda, el apoyo a los movimientos de liberación nacional contra las potencias coloniales era un factor más de debilitamiento del capitalismo, en la línea que ya apuntara en su día Lenin. Los Estados Unidos, sin embargo, se hallaban envueltos en la contradicción. De entrada les repugnaba comprometerse en defensa de los imperios coloniales de viejo cuño. Sin embargo, no hacerlo significaría franquear definitivamente las puertas al comunismo.

La guerra había elevado a los Estados Unidos también a categoría de potencia asiática. Ya desde 1898, con la ocupación de Filipinas y su política de puertas abiertas respecto de China, la presencia norteamericana se había hecho sentir en aquella parte del mundo. Sin embargo, fue el desafío japonés el que finalmente obligó a Estados Unidos a asumir nuevas responsabilidades. Tras la derrota del Imperio del Sol Naciente, el general Mac Arthur ejercía un auténtico proconsulado sobre las islas con la histórica misión de conducir al país al seno de las naciones democráticas. La negativa de Washington a las pretensiones soviéticas de reproducir en Japón el modelo de ocupación compartida de Alemania había generado ya ciertas tensiones diplomáticas entre las superpotencias. Stalin, satisfecho por sus adquisiciones territoriales en Extremo Oriente, fruto de una declaración de guerra de última hora, y realmente mucho más preocupado por asegurar su dominio en la Europa Oriental, no había insistido demasiado. Cabía pensar que en Asia el enfrentamiento entre los grandes no llegaría a producirse.

Sin embargo, en octubre de 1949, mientras el enfrentamiento entre soviéticos y estadounidenses en Europa tendía a la estabilización, ya que cualquier intento de alterar el precario equilibrio provocaría un conflicto general de consecuencias funestas, un acontecimiento desviaba la atención mundial hacia Asia. Tras años de guerra civil los comunistas de Mao Zedong convertían a la milenaria China en República Popular mientras los nacionalistas seguidores de Chiang Kai-Shek buscaban refugio en la isla de Formosa. A comienzos de 1950, el Secretario de Estado norteamericano, Dean Acheson, definía el perímetro defensivo de Estados Unidos en el pacífico desde las Aleutianas al Japón, y desde allí a las Filipinas. En esos límites no se incluía Corea, dividida en dos zonas de ocupación desde 1946, tras la expulsión de los japoneses, y en dos Estados, uno comunista y otro no, desde 1948. El 25 de junio de 1950 las tropas de la República Democrática Popular de Corea del Norte, con armamento soviético, cruzaban la frontera con su vecina del Sur por el paralelo 38. De inmediato Washington consiguió un mandato de las Naciones Unidas para hacer frente a la agresión. Por esas fechas la U.R.S.S. no asistía a las deliberaciones del Consejo de Seguridad en protesta por la no aceptación en la ONU de la China comunista, por lo que no pudo usar su derecho de veto. La fuerza multinacional integrada por catorce países bajo las órdenes del general Mac Arthur -que se desplazó con las primeras tropas norteamericanas desde Japón- rechazó pronto a los invasores hasta la frontera norte de Corea, lindando con China. Quizá Mao pensara entonces que Estados Unidos pretendía aprovechar la ocasión para derribarle. En noviembre de 1950 medio millón de “voluntarios” chinos cruzaban el río Yalu haciendo retroceder a los aliados. Mac Arthur solicitó el empleo del arma atómica y fue destituido por Truman. Los soviéticos por su parte presionaron a China. Nadie quería un conflicto total. Finalmente la guerra se estabilizó en torno a la antigua frontera y allí permanecería transformada en guerra de posiciones hasta la firma del armisticio de Punmunjon, cinco millones de muertos más tarde, en 1953.

La lección que de la Guerra de Corea extrajo la administración norteamericana fue clara, era necesario redefinir una nueva política de contención también en Asia. Sus anteriores reparos fueron olvidados. Estados Unidos se comprometía en el sostenimiento del régimen de Corea del Sur y del de los exiliados chinos de Taiwán con sendos pactos firmados en 1954. También había que proporcionar ayuda a los viejos imperios, a Francia en Indochina -a la que posteriormente incluso sustituiría con sus propias tropas- y a los británicos en Malasia. En 1951 se firmaba un pacto de alianza con Filipinas. De forma paralela a lo ocurrido en Europa con Alemania, el planteamiento de la guerra fría en Asia hizo a los Estados Unidos reconsiderar su política con el vencido Japón. Era necesario confirmar la inclusión de Japón en el sistema capitalista, haciéndola capaz de competir con el incipiente comunismo asiático y, a la vez, iniciar el proceso de remilitarización de la industria japonesa. El 8 de septiembre de 1951 se firmaba en San Francisco el Tratado de Paz con el Japón, que incluía un pacto de alianza con los Estados Unidos.

El mundo había estado muy cerca de la catástrofe, pero lo más positivo fue comprobar como ni soviéticos ni norteamericanos estaban interesados en llevar su hostilidad hasta las últimas consecuencias. Corea marcaba una pauta. Como señala Lozano Bartolozzi, tras la guerra coreana los objetivos de las superpotencias fueron localizar los conflictos, aislarlos, no perder posiciones ni prestigio y mantener las relaciones. Corea significó también que el desafío entre la Unión Soviética y los Estados Unidos desbordaba el escenario europeo. El tablero del enfrentamiento sería, desde entonces, el mundo.

Viejos y nuevos imperios

A partir de la década de los cincuenta, pero sobre todo a comienzos de la siguiente, los imperios coloniales europeos se fueron viniendo abajo sucesivamente. Entre 1945 y 1960 cuarenta nuevos países y una cuarta parte de los habitantes del planeta alcanzaron la independencia. Era una revolución sin precedentes en la historia de las relaciones internacionales. Los últimos intentos de las potencias tradicionales para mantener su prestigio internacional estaban condenados al fracaso. Así sucedió en 1956, cuando la intervención franco-británica en Suez contra la nacionalización del canal por Nasser, terminó por convertirse en el auténtico canto de cisne del colonialismo. El enorme vacío de poder que dejaban los viejos provocó la movilización de las superpotencias. Se podría decir que en cierto sentido, la guerra fría fue principalmente un complejo enfrentamiento a la vez ideológico, estratégico, económico y político por lo que Sauvy pronto denominará Tercer Mundo. No es que la tensión hubiera abandonado la vieja Europa, donde las superpotencias admitían tácitamente ya como definitivas las fronteras del Telón de Acero, sino que era fuera de Europa donde los contendientes podrían conseguir victorias de envergadura tal que llegaran a desestabilizar y aislar de forma definitiva al contrario, propiciando, tal vez, su derrota.

La iniciativa estaba indudablemente en manos de los soviéticos que esgrimían el argumento propagandístico de la lucha contra el imperialismo para ganar adeptos entre los países recién independizados que deseaban escapar del neocolonialismo e instituir una economía planificada. Tras la muerte de Stalin en 1953, Kruschov se volvió hacia el Tercer Mundo para apoyar por todos los medios a los pueblos que se sacudían el yugo extranjero en todas sus formas. Kruschov supuso también un cambio respecto a la concepción de la política exterior soviética al desempolvar el viejo concepto leninista de la coexistencia pacífica. La posibilidad del holocausto nuclear aconsejaba aparcar la tesis estalinista sobre la inevitabilidad del enfrentamiento con el capitalismo, sustituyéndola por la idea de la competencia pacífica entre ambos mundos, que iba a desembocar en el triunfo final del comunismo. Se hizo necesario un “deshielo”. En 1955 tuvo lugar en Ginebra la primera cumbre entre los grandes posterior a la Segunda Guerra Mundial. Ese mismo año se firmaba el Tratado de Estado con Austria, por medio del cual se restablecía su soberanía a cambio de su neutralidad política. Hubo otro encuentro en Viena en 1961. En 1959 el mismo Kruschov visitó Estados Unidos.

Convencido de la superioridad de la U.R.S.S., Kruschov proporcionó un gran empuje a la política exterior soviética. Los años cincuenta registraron grandes éxitos para su país. En 1953 estalló la primera bomba de hidrógeno de fabricación soviética, apenas nueve meses después de la norteamericana. Los avances en misiles, gracias sobre todo a la ayuda proporcionada por los técnicos alemanes, provocaron la alarma en Washington. En 1957 la U.R.S.S. sorprendía al mundo con el primer satélite artificial de la historia, el Sputnik. Aún por detrás de los Estados Unidos en la carrera de armamento, indudablemente los soviéticos estaban realizando progresos. En el plano estratégico, aunque podía considerarse a la U.R.S.S. como una superpotencia encerrada en tierra, los progresos de su flota, sobre todo submarina, pero también de superficie, le permitían comenzar a proyectar su poder por todo el mundo. En 1953 se concedió ayuda a la India; en 1955-56 la U.R.S.S. sustituyó a Occidente en la financiación de la prensa de Assuán en Egipto, con lo cual inició su penetración en esa área sensible, contribuyendo a transformar la hostilidad árabe-israelí en un episodio más de la guerra fría. En esos años se concertaron ayudas para Irak, Afganistán, Yemen del Sur, Argelia, Siria, Vietnam, Mongolia, Ghana, Mali o Guinea, En 1960 se firmó un acuerdo comercial con Cuba. El apoyo a los movimientos de independencia afroasiáticos aseguró el continuo crecimiento del número de aliados o satélites. En un discurso del 6 de enero de 1961 Kruschov expresaba su convencimiento de que la victoria comunista no llegaría mediante la guerra nuclear, que destruiría a la humanidad, sino gracias a las guerras de liberación nacional que minarían al imperialismo. Su destitución en 1964 no alteró estos planteamientos.

Junto a su creciente presencia extraeuropea, la Unión Soviética tuvo también que hacer frente a nuevos problemas en el Este de Europa, como se demostró en 1953 con su intervención en Berlín Oriental. En mayo de 1955, como respuesta a la entrada de Alemania Federal en la OTAN, se creó el Pacto de Varsovia, integrado por la U.R.S.S., RDA, Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Bulgaria, Rumanía y Albania. Parecía claro que su función para más la de justificar la continuada presencia de las tropas soviéticas en el Este europeo que la de hacer frente a la Alianza Atlántica. El sentido real del Pacto se puso de manifiesto en 1956 con la entrada de sus tropas en Hungría, segando la posibilidad de una vía nacional húngara hacia el socialismo. La edificación en 1961 de un muro en la vieja capital alemana para poner freno a la sangría de deserciones hacia Occidente (tres millones en diez años) recordaba la verdadera naturaleza de la presencia soviética en Centroeuropa.

La guerra fría era un tipo de conflicto que resultaba incomprensible y extraño a los Estados Unidos, acostumbrados a guerras habitualmente cortas y victoriosas. Eisenhower la definió como la paz incómoda. América tenía que hacer frente a sus responsabilidades como líder de una parte del mundo. Sin embargo, no había un plan preconcebido. Como apunta Jonson, el Imperio Americano se fue formando al estilo del Imperio Británico, sin una lógica o coherencia global, puede hablarse más bien de una serie de expedientes prácticos, con enormes fallas y huecos y muchas contradicciones, respondiendo de forma desordenada en función de los retos que el rival fuera presentando. En cierto sentido, al igual que Estados Unidos había sustituido al Reino Unido en Europa como contrapeso al poder continental soviético, también a escala internacional los norteamericanos desplazaban al de la Gran Bretaña. La ONU condenó la invasión de Hungría y se exige la retirada soviética. Se vuelve al Imperio Británico en su papel de policía mundial, como factor de equilibrio.

Estados Unidos se decantaba finalmente por la estabilidad y el interés estratégico en detrimento de los principios. La libertad de los pueblos colonizados se convirtió pronto en algo secundario. Los norteamericanos daban su apoyo sin prejuicios a las viejas potencias coloniales en su lucha contra las guerrillas comunistas, y en los casos en que la independencia era irreversible, concedía su ayuda a los nuevos gobiernos, con tal de que garantizaran su anticomunismo. El Secretario de Estado de Eisenhower, el inflexible Foster Dulles, sintetizó en la llamada teoría del dominó la principal preocupación de su país frente al emergente Tercer Mundo. Según esta doctrina la caída de un país en manos del comunismo arrastraría inexorablemente a sus vecinos y desestabilizaría todo un área del globo. Para evitarlo, su Departamento desarrolló una extensa política de alianzas regionales, lo que en su tiempo fue conocido por la pactomanía. En 1951 se firmaba el ANZUS con Australia y Nueva Zelanda. En 1954 nacía la SEATO que vinculaba a Estados Unidos con Australia, Gran Bretaña, Francia, Nueva Zelanda, Pakistán, Filipinas y Tailandia. En 1959 se creaba el CENTO, formado con Irak, Turquía, Pakistán y Gran Bretaña. En 1957 se definía la Doctrina Eisenhower por la que se garantizaba a los Estados de Oriente Medio ayuda militar contra los ataques comunistas. Dulles complementaba la política exterior americana con la aplicación de su doctrina de represalias masivas -llamada gráficamente al borde del abismo- según la cual todo desafío soviético debería ser respondido con la amenaza de la guerra nuclear total.

Sin embargo, la política de los Estados Unidos no se hizo realmente mundial hasta principios de los años sesenta, ante la sensación generalizada de que el mundo libre estaba en franco retroceso frente al comunismo en todos los ámbitos, ya fuera en la carrera de armamentos, ya en la competencia desatada en el Tercer Mundo. Bastaba un somero vistazo al mapa del mundo y compararlo con el previo a la Segunda Guerra Mundial. Se hablaba incluso de un vacío de misiles. En su famoso discurso de toma de posesión en enero de 1961 John F. Kennedy se comprometía como ningún presidente antes había hecho, con aquellos pueblos que en chozas y aldeas en la mitad del Globo, luchan por romper con la miseria. A ellos ofrecía nuestros mejores esfuerzos para ayudarles a que se ayuden a sí mismos durante todo el tiempo que sea necesario (...) no porque los comunistas lo estén haciendo, no porque busquemos sus votos, sino porque es justo. Estaba naciendo la Presidencia Imperial. En 1970 Estados Unidos tenía un millón de soldados en treinta países, tratados de defensa mutua con cuarenta y dos naciones y proporcionaba ayuda militar o económica a casi cien Estados. El planeta se ha vuelto muy pequeño argumentaba el Secretario de Estado Dean Rusk en 1965. Efectivamente, como señala Paul Kennedy, era una red de compromisos que habría puesto un poco nerviosos a Luis XIV o Palmerston.

El proceso de mundialización de la guerra fría colocó de nuevo al planeta al borde de la catástrofe en 1962. En 1959 Fidel Castro había tomado el poder en La Habana, liquidando a la corrupta dictadura de Batista. Castro había topado con la hostilidad norteamericana, lo que le inclinó a firmar un pacto de colaboración con la U.R.S.S. en 1960. La guerra fría llegaba al continente americano, considerado como coto privado por los Estados Unidos desde la Doctrina Monroe. En 1947 se había creado el TIAR (Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca) y en 1948 la OEA (organización de Estados Americanos), organismos ambos controlados por Washington, destinados a imposibilitar la entrada del comunismo en el hemisferio occidental. La violación de esta frontera psicológica era inaceptable para los norteamericanos que ya en 1961 intentaron la ocupación de Cuba mediante un fallido intento de desembarco en Bahía de Cochinos. La decisión de Kruschov en 1962 de instalar misiles de largo medio en la isla antillana, como forma de garantizar su seguridad, era inaceptable para el presidente Kennedy. Durante una semana, en octubre de 1962, el mundo vivió al borde de la Tercera Guerra Mundial. Sólo la retirada soviética, con el acuerdo tácito de Kennedy de no invadir la isla como contrapartida, evitaron la catástrofe.

Si en 1945 componían la ONU 51 países, en 1975 eran ya 144. La descolonización se presenta como uno de los acontecimientos más importantes del S. XX. Quizá el cambio en el equilibrio estratégico a nivel mundial más importante desde la Edad Moderna, cuando la Historia se hizo auténticamente universal con el descubrimiento de América. El retroceso de la presencia europea en el mundo fue acompañada por la proyección general de la guerra fría. La misma expresión Tercer Mundo hace referencia a la existencia de otros dos, diferentes y antagónicos. Hubo, sin embargo, un intento por parte de los pueblos descolonizados de permanecer al margen del conflicto abierto entre capitalismo y comunismo. En 1955 se reunieron en Bandung (Indonesia) representantes de veintinueve países de Asia y África que aspiraban a crear una tercera vía, lo que tras la conferencia de Belgrado de 1961 sería conocido como Movimiento de los No Alineados. Tito, Nasser o Nehru lo personificaron. En realidad, su opinión era en general fuertemente antioccidental, y la mayor parte de estas naciones se acabaron comprometiendo de una manera u otra con alguno de los bloques. Su valor consistió, sobre todo, en hacer llegar a la escena política internacional la voz de los más desfavorecidos y hacer ver que, junto a la maniquea dialéctica Este-Oeste, existía otra Norte-Sur no menos importante.

En general las relaciones de soviéticos y norteamericanos con los países del Tercer Mundo fueron cambiantes y complejas. Se producían frecuentes revoluciones, cambios de regímenes, guerras civiles que a menudo sorprendían a las superpotencias. El mensaje universalista de capitalistas y comunistas no siempre era automáticamente aceptado -y, menos, comprendido- por otras sociedades y culturas. El mundo no era tan sencillo como se pretendía desde Washington y Moscú.

Límites y contradicciones de las superpotencias (1962-1979)

En 1962 Cuba colocó al mundo en el umbral de la guerra nuclear. Soviéticos y norteamericanos comprendieron que, quizá, habían llegado demasiado lejos. Se imponía la distensión, y tal vez, la coexistencia pacífica. La instalación del llamado teléfono rojo, en realidad un telex, para facilitar un contacto fluido entre el Kremlin y la Casa Blanca en caso de crisis, era un buen paso en este sentido. En 1972 Richard Nixon visitaba la U.R.S.S. y al año siguiente Leonidas Breznev le devolvía la visita. En este ambiente fue posible adoptar los primeros acuerdos concretos en materia de limitación de armamentos, especialmente nucleares. En 1968 se firmó el Tratado de No Proliferación de Armas Nucleares, en 1972 se alcanzó el mayor logro en ese terreno con los acuerdos SALT 1 para limitar las armas estratégicas y en 1973 se adoptaba el Acuerdo sobre la Prevención de la Guerra Nuclear.

Muchos autores creyeron ver el final de la guerra fría en la distensión posterior a 1962 pero, como explica Juan Carlos Pereira, se trataba simplemente de la apertura de un nuevo ciclo en un conflicto que adoptaba grados de tensión variables. Lo cierto era que los presupuestos militares seguían creciendo en el mundo, pasando de 100.000 millones de dólares en 1950 a 210.000 en 1970. Los acuerdos para limitar un tipo de arma sencillamente llevaban a transferir los recursos a otra. Las guerras localizadas continuaban, preferentemente en el Tercer Mundo, totalizando hasta 1976 la cifra de ciento veinte conflictos armados en los territorios de setenta y un países, con una pérdida de veinticinco millones de vidas. Y la carrera espacial llevaba la rivalidad de los bloques a la estratosfera, desviando fondos que tal vez hubieran podido emplearse de mejor manera. La ONU no se había mostrado precisamente como esa suerte de idílico gobierno mundial que algunos habían esperado sino que, más bien, se había convertido en un foro donde las superpotencias escenificaban sus disputas con fines puramente propagandísticos. Después de veinte años del final de la Segunda .Guerra Mundial el mundo se preguntaba si esto no era lo más parecido a la paz que las generaciones futuras podrían llegar a conocer. La prolongación sine die del enfrentamiento provocaba también las primeras dudas y fisuras en el interior de los bloques, a la vez que sus contradicciones internas quedaban cada vez más al descubierto.

Grietas en el Imperio del proletariado

Tras la abrupta caída en desgracia de Kruschov en 1964, Breznev heredaba el poder en un país cuyo poderío alcanzaba cotas impresionantes. Nunca desde 1917 había sido la U.R.S.S. tan importante en el mundo. Como afirmó el casi eterno ministro de exteriores Andrei Gromiko: Hoy ningún problema de importancia puede ser solventado sin contar con la U.R.S.S. o en oposición a ella. A comienzos de los años 70 la Unión Soviética alcanzaba la paridad atómica con los Estados Unidos. La expansión de la flota rusa no era sólo un hecho numérico, sino también geográfico. Cada vez con más frecuencia escuadras rusas dejaban sentir su presencia en los puertos de todo el mundo, y sus salidas al Mediterráneo Oriental empezaban a ser preocupantes para la VI Flota de los Estados Unidos. Su dotación de submarinos era superior a la occidental y comenzaban los trabajos para proveer a la Armada soviética de los primeros portaviones. Finalmente, la crisis económica occidental de 1973 llevó a muchos entusiastas a percibir que el capitalismo agonizaba.

El reforzamiento militar acelerado en todos los campos en la época de Breznev hizo posible una política soviética más agresiva en el Tercer Mundo. En los años setenta y tras guerras civiles muy prolongadas, acabaron por imponerse diversos movimientos revolucionarios que mostraron distintos grados de proximidad con la U.R.S.S.. Fueron los casos de Angola, Mozambique, Somalia o Etiopía. Se consolidaron también regímenes aliados en Vietnam, Camboya y Laos. Libia, Irak o Argelia podían considerarse como Estados amigos. Se demostraba así la mayor facilidad para engrosar el bloque socialista por parte de aquellos países con independencias traumáticas; mientras que, en general, en los casos de descolonización pacífica y rápida, Occidente había sido capaz de mantener los lazos con sus antiguos súbditos imperiales. Sin embargo, a pesar de estos éxitos en apariencia espectaculares, eran numerosos los claroscuros que podían detectarse en la política exterior soviética.

El acontecimiento esencial, por lo negativo, de la década de los sesenta para la U.R.S.S. fue la ruptura del monolitismo en el bloque socialista mundial derivada del enfrentamiento con China. Entre 1959 y 1963 se había producido un paulatino alejamiento de posturas en relación con la interpretación general del socialismo, pero también por la definición de esferas de influencia, algo sorprendente en el contexto de la solidaridad del proletariado universal. La suspensión por los soviéticos de la ayuda al programa nuclear chino y su anuncio de apoyo económico a la India, fueron seguidas de la denuncia de Mao del entreguismo de Kruschov en la cuestión cubana. En 1963 se produjo el primer choque fronterizo entre tropas rusas y chinas. La tensión fue en aumento hasta los graves incidentes de la isla de Damansky (o Chenpao) en 1969. Desde 1964 China estaba en posesión de la bomba atómica con lo que la tensión entre ambos países alcanzó una temperatura elevadísima.

Estratégicamente, esta división del mundo socialista era el acontecimiento más importante desde 1945. Esto no quería decir que China hubiera accedido súbitamente al rango de superpotencia, ya que a su enorme debilidad económica sumaba su atraso tecnológico y militar. Pero sí significaba que las relaciones internacionales se estaban diversificando y que el eje de enfrentamiento Washington-Moscú dejaba de ser el único. La existencia de un franco enemigo en retaguardia obligó a la U.R.S.S. a replantearse su política de defensa, lo cual se tradujo en que, a finales de los sesenta, se daba la circunstancia de que mantenía más tropas en la frontera china que en Europa Oriental. La idea de tener que luchar con otro Estado marxista además de contra los Estados Unidos, acentuada tras el viaje de Nixon a Pekín en 1972, era realmente una hipótesis preocupante para el Kremlin. La secesión china obligaba a Moscú a potenciar las conversaciones de desarme y a mejorar sus relaciones con Occidente. A partir de estos momentos comenzó en el Tercer Mundo una extraña rivalidad entre las dos potencias socialistas por ganarse el favor de los pueblos. Así, Pekín apoyó a Pakistán en sus choques con la India, condenó la invasión de Afganistán y se enfrentó con el Vietnam aliado de Rusia.

Era cierto que las heterodoxias respecto a Moscú habían sido relativamente frecuentes desde el cisma yugoslavo de 1948, pero jamás habían alcanzado este nivel. Otros intentos similares habían sido abortados en Polonia y en Hungría o, simplemente, ignorados, como en Albania. En previsión de nuevos problemas Breznev definió como doctrina de la soberanía limitada, es decir, que los pueblos socialistas, sobre todo los que configuraban su baluarte defensivo en Europa Oriental, tenían su independencia condicionada a sus buenas relaciones con la U.R.S.S.. Su aplicación práctica se plasmó pronto en el aplastamiento de la primavera de Praga de 1968 y su intento por crear un socialismo de rostro humano. Este nuevo uso de la violencia para imponer el dogmatismo moscovita dañó seriamente la posición de privilegio de la Unión Soviética en el movimiento comunista internacional. El monopolio del camino hacia el socialismo quedaba en entredicho; los líderes comunistas nacionales empezaron a buscar otras vías para la política proletaria. Así surgió el eurocomunismo, teoría que preconizaba la aceptación del parlamentarismo para alcanzar el poder en Occidente.

Paralelamente a estas disensiones “familiares” la política imperial en el Tercer Mundo pasaba su factura. El grado de control que la U.R.S.S. conseguía sobre sus aliados era muy alto, mientras que el costo económico de sus relaciones con esos países resultaba desproporcionado. El gasto militar soviético, entre tanto, alcanzaba niveles claramente desmesurados para una economía en pleno estancamiento a la vez que su relativa inferioridad tecnológica se hacía notar cada vez más. Las relaciones con sus aliados tercermundistas no eran precisamente fáciles y en 1972, p. e., Moscú tuvo que soportar la expulsión por Sadat de sus 20.000 consejeros en Egipto. A pesar de que en aquellos momentos podía resultar difícil de detectar, lo cierto era que, en materia de relaciones exteriores, la U.R.S.S. se había embarcado en una política de exportar las dificultades. Una huída hacia delante que podía ofrecer a veces resultados espectaculares, como lo fueron la cadena de éxitos en el Tercer Mundo en la década de los 70. Pero estos beneficios propagandísticos a corto plazo ocultaban una dramática realidad interna que no tardaría en emerger en los 80.

Bajo el síndrome de Vietnam

El crecimiento económico, unido a la relajación de la tensión mundial que se vivió tras 1962, propició que en los años sesenta comenzaran a surgir en el mundo occidental algunas matizaciones al liderazgo, hasta entonces raramente discutido, de los Estados Unidos. Europa, tras veinte años de penitencia por su pecado de soberbia de 1939, estaba otra vez en condiciones de hacer sentir su presencia en el concierto mundial. Una voz muy tímida todavía, pero diferenciada. La confianza europea en sus propias posibilidades había ido creciendo al compás de su recuperación de posguerra. La creación de la Comunidad Económica Europea en 1957 significó un paso en la construcción de un proyecto de futuro, en principio sólo económico, aunque con pretensiones de llegar más lejos. Los dos países más importantes de Europa volvían a ser Francia y la nueva República Federal de Alemania. Gran Bretaña parecía ausente, inmersa en sí misma, entregada a su proceso de desmantelamiento imperial, basculando entre la dependencia de Washington y el acercamiento a la CEE. Sobre el entendimiento franco-alemán descansaba la construcción europea. Tras enterrar antiguas rencillas, ambos países parecían vivir un apasionado idilio. Su voz volvió a sonar con personalidad propia en estos años.

En Francia, el general De Gaulle, tras su vuelta al poder, criticaba severamente lo que él consideraba como el sometimiento de Europa Occidental a los intereses norteamericanos. Como los ingleses una década antes, vio en las armas nucleares la posibilidad de conservar la condición de gran potencia. En 1960 Francia realizaba su primer experimento atómico con éxito. Desde entonces los desvelos de Charles De Gaulle se centraron en la constitución de una fuerza de disuasión nuclear gala. Además, en un gesto teatral, decidió la salida de Francia de la estructura militar de la OTAN y de ésta de su territorio en 1966. Cerró las bases norteamericanas en suelo francés y se decidió a mejorar las relaciones con la U.R.S.S. y a proclamar la necesidad de que Europa se valiera por sí misma. Eso sí, sin los británicos -cuyo ingreso en la CEE vetó sin contemplaciones por dos veces- y con la guía inestimable de Francia. En realidad, aunque contribuyó a acentuar la sensación de que el mundo bipolar se estaba rompiendo, la actitud de De Gaulle tuvo más de forma que de fondo. Sus tropas abandonaron la estructura de la OTAN, pero nadie en Francia dudó nunca de la utilización que de ellas se haría en caso de un ataque soviético. En 1962, en plena crisis de los misiles, De Gaulle comunicó a Kennedy su plena disposición. Francia podía ser un aliado incómodo pero nunca desagradecido.

Menos espectacular que la escenificación francesa, pero probablemente más importante para el futuro de la paz y la seguridad en las relaciones internacionales, fue la política llevada a cabo por su socio alemán a partir de 1969. Alemania -que estaba en el centro y origen de la guerra fría- continuaba siendo un peligroso foco de tensión mundial. Entre 1969 y 1973 el canciller socialdemócrata, Willy Brandt, puso en marcha una nueva e imaginativa política, la Ostpolitik (o política hacia el Este) que suponía el inicio del proceso de normalización de relaciones entre la República Federal y los países del bloque comunista. El 12 de agosto de 1970 se firmaba un tratado germano-soviético que declaraba la inviolabilidad de las fronteras europeas y confirmaba el derecho de ocupación de Berlín por las cuatro potencias. Una vez conseguida la aquiescencia de la U.R.S.S., sin la cual obviamente nada podría moverse en Europa Oriental, Brandt dio el paso decisivo de firmar el 21 de diciembre de 1972 un Tratado entre las dos Alemanias. La idea del canciller germano occidental era que, en vez de continuar en la ignorancia mutua, sería mucho más positivo para una futura y siempre hipotética unidad alemana, ir estableciendo la más vasta gama posible de relaciones humanas, políticas y económicas entre los dos Estados hermanos. Algunos meses más tarde la RDA era reconocida por numerosos países occidentales y el 18 de septiembre de 1973 ambos Estados germanos fueron admitidos en la ONU.

Consecuencia directa de la Ostpolitik fue la convocatoria de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa que tuvo lugar en Helsinki entre 1972 y 1975. En ella, entre otras cosas, se reconocían como definitivas las fronteras surgidas de la Segunda Guerra Mundial en toda Europa. Era el mayor logro en las relaciones internacionales después de 1945. La aceptación por los soviéticos de la Ostpolitik había coincidido sospechosamente con el acercamiento chino-norteamericano pero, después de todo, era una buena noticia. Tras treinta años de guerra fría los bloques, al fin, se aceptaban mutuamente en Europa.

Las iniciativas francesas y alemanas indicaban que algo estaba cambiando en Occidente. Pero no tanto como para poner en cuestión el liderazgo estadounidense. Los auténticos problemas de Washington no habían de venir precisamente de Europa. Ya desde los comienzos de la guerra fría se habían detectado algunas contradicciones en la política de los Estados Unidos. La histeria anticomunista en los años de guerra coreana provocó una caza de brujas que en cierta medida relativizaba esos ideales de libertad y democracia que los americanos aseguraban defender por todo el mundo. La Casa Blanca tuvo que aprender a convivir con la idea de que numerosos sectores intelectuales, en su país y en todo el mundo occidental, simpatizaban con las ideas izquierdistas o claramente comunistas, y de que los universitarios de los años sesenta parecían seducidos por ideologías, a primera vista tan excéntricas, como el maoísmo. Kissinger llegaría a afirmar que ningún país importante se ha sentido tan incómodo en el ejercicio del poder como los Estados Unidos. A pesar de todo, su papel en el mundo nunca fue seriamente cuestionado por el pueblo estadounidense, convencido de que su país tenía realmente una misión poco menos que providencial. Esto cambio de raíz en los años sesenta, y la razón de ese cambio tuvo un nombre: Vietnam.

Ante la virtual amenaza comunista, Estados Unidos se había visto obligado a sostener económica, política y militarmente a una cadena de países llamados amigos -en realidad marionetas- más caracterizados por su feroz anticomunismo que por su respeto a los derechos humanos o su amor a la democracia. El gravísimo error de cálculo en Vietnam fue llevar esa política hasta sus últimas consecuencias comprometiendo tropas sobre el terreno en una guerra que nunca se podría ganar. Indochina era una preocupación para Washington desde los tiempos finales de la dominación francesa, pero hasta Kennedy nunca se habían mandado unidades de combate. Con Eisenhower había en Vietnam unos 700 asesores, con Kennedy eran ya 15.000 incluido personal combatiente. En 1968, bajo la presidencia de Lindón B. Johnson, medio millón de soldados norteamericanos sostenían al corrupto régimen de Vietnam del Sur. Las indefiniciones en la dirección de la guerra, su costo creciente en vidas humanas y la repercusión que tuvo el conflicto en los medios de comunicación convirtieron Vietnam en un auténtico calvario nacional. En 1973 el último soldado americano salía de Saigón y dos años más tarde Vietnam del Norte ocupaba militarmente a su vecino del Sur. La guerra se saldaba con un doloroso fracaso que obligaba a Estados Unidos a replantearse profundamente sus prioridades políticas y estratégicas. Vietnam mostraba también cuales eran los límites del poder americano. De nada valía todo su arsenal nuclear si no podía ser utilizado porque, después de todo, aquél pequeño país del sudeste asiático nunca podría haber sido considerado como una amenaza realmente vital para sus intereses. La guerra demostraba por añadidura que, a pesar de la imagen de infinita opulencia americana, los gastos militares excesivos podían conducir a un recorte de los presupuestos sociales, algo que el presidente Johnson, al presentar su programa Great Society, había predicho que nunca ocurriría.

Otros hechos contribuyeron a crear la sensación de que se asistía a una auténtica crisis terminal del siglo americano inaugurado en 1945. La recesión económica de los primeros setenta puso en crisis el sistema monetario internacional creado en Bretón Woods, que colocaba al dólar como punto de referencia de la economía mundial. La crisis del petróleo recordó de pronto que la llave del bienestar podía encontrarse en manos de un grupo de Estados árabes simplemente interesados en hostilizar al Estado de Israel. En 1974 el caso Watergate obligaba a dimitir al presidente Richard Nixon, abriendo una crisis constitucional inédita. Nunca fue tan alta la impopularidad de los Estados Unidos en el mundo, ni nunca su representante en la ONU pareció tan aislado y asediado. Las alianzas se debilitaron ante la duda de que Estados Unidos fuera capaz de cumplir con sus compromisos. La patria de Washington atravesaba una crisis de identidad sin precedentes. Todo un conjunto de desgraciadas circunstancias calificado expresivamente por Paul Johnson como el intento de suicidio de los Estados Unidos.

A comienzos de los años setenta pareció que algo estaba cambiando en el mundo heredado de 1945. Henry Kissinger, Secretario de Estado con Nixon y su sucesor Gerald Ford, fue quien mejor sintonizó con los nuevos tiempos. Kissinger se dio cuenta de que el mundo ya no era bipolar en términos económicos aunque siguiera siéndolo en términos estrictamente militares. Su visión de las relaciones internacionales era historicista y relativista. No se podía aspirar a la seguridad absoluta porque eso equivaldría a la inseguridad de los demás. Identificaba en el mundo cinco grandes potencias: Estados Unidos, Unión Soviética, China, Japón y Europa Occidental. El mundo sería más seguro y mejor si era dirigido por el concierto de estas naciones, equilibrándose entre sí. Fue esta visión la que le aconsejó el acercamiento a China en 1972, provocando una auténtica revolución diplomática y anunciando el fin de la guerra fría en Asia.

Sin embargo, nuevas tensiones mundiales en la segunda mitad de los setenta eclipsaron temporalmente las acertadas predicciones de Kissinger. La debilidad de la presidencia de James Carter, imbuido de principios wilsonianos que ofrecían recetas sencillas para un mundo demasiado complejo, fue acompañada de un recrudecimiento de la hostilidad soviética. El año 1979 marcaba el comienzo de una nueva etapa que algunos autores como Chomsky calificaron como de segunda guerra fría, cuando, en realidad, seguía obedeciendo a las mismas reglas que imperaban en el mundo desde 1945. La intervención en Afganistán, la primera acción militar directa de los soviéticos fuera de su reconocida esfera de influencia desde la Segunda Guerra Mundial, puso al mundo en grave tensión. Las conversaciones de desarme SALT II finalizadas ese año quedaban en suspenso. Carter se veía obligado a endurecer su política, embargaba las ventas de cereal a la U.R.S.S. y anunciaba un aumento en los presupuestos de defensa, que en 1978 habían sido los más bajos de los últimos treinta años.

Volvía a planear sobre América el fantasma de Castro con el triunfo de la revolución sandinista en Nicaragua y el prestigio estadounidense quedaba, una vez más, bajo mínimos a consecuencia del derrocamiento del Sha de Persia y la subsiguiente crisis de los rehenes. Los sucesos iraníes repercutieron en el seno de la OPEP provocando el aumento de los precios petrolíferos lo que daba lugar a una segunda crisis económica mundial en seis años. La OTAN decidía la instalación de los euromisiles en Europa Occidental para hacer frente a los SS-20 soviéticos. Vietnam invadía Camboya y China, a su vez, atacaba a Vietnam. La noria de la guerra fría iniciaba pesadamente un nuevo giro. Sin embargo, nadie sospechaba que sería el último.

Hacia un nuevo equilibrio (1979-1995)

Del “declive” americano al final de la guerra fría (1979-1989)

A comienzos de los años ochenta los Estados Unidos atravesaban su peor momento desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Su declive parecía visible en todos los órdenes y, lo que era peor aún, psicológicamente el pueblo americano parecía aceptarlo con una mezcla de fatalismo y resignación. El capitalismo estadounidense atravesaba una crisis sin precedentes, la sociedad seguía traumatizada por las nefastas consecuencias de Vietnam y en el exterior Estados Unidos estaba en fase de franco retroceso ante la política agresiva de la U.R.S.S.. A finales del año 1980, el republicano Ronald Reagan resultaba elegido presidente de los Estados Unidos. Su presencia en la Casa Blanca se hizo notar en seguida. Su política económica neoliberal, que prometía un nuevo milagro económico americano, pronto fue tomada como modelo por la mayor parte del mundo desarrollado. En el plano exterior su pensamiento se resumía en una mezcla de nacionalismo sublimado y anticomunismo beligerante, enérgico en la condena de la pasividad estratégica de la política exterior de los Estados Unidos frente a los males que acechan al mundo. Su acción exterior se basaría en tres pilares básicos.

En primer lugar, su aportación más novedosa quedaba plasmada en la llamada Doctrina Reagan, que defendía la necesidad de plantear guerras de baja intensidad en aquellos escenarios en los que un triunfo soviético amenazara con provocar un desequilibrio regional. Su aplicación tendría lugar principalmente en Centroamérica. Estados Unidos consideraba que en esa área tenía que hacer frente a un enemigo ya instalado al que había que desalojar o cuando menos bloquear su expansión. El centro de experimentación fue Nicaragua, mediante el apoyo a la guerrilla antisandinista, la contra. Si en Nicaragua se trataba de desalojar a un gobierno revolucionario apoyado por Cuba, en Honduras, Guatemala o El Salvador, Estados Unidos se comprometía en el sostenimiento de gobiernos acosados por guerrillas de izquierda. Sólo El Salvador recibiría entre 1982 y 1983, la cifra de 700 millones de dólares, es decir, casi un millón diario. La complicidad gubernamental con las extendidas prácticas de guerra sucia ponía en tela de juicio ante la opinión pública la moralidad de la actuación norteamericana.

Pero, cuando la acción mediante intermediarios no era posible, la Administración Reagan era partidaria de las demostraciones de fuerza, mediante una política de intervención directa. Así, el 25 de octubre de 1983, los marines invadían Granada ante el temor de radicalización del régimen socialista de la isla caribeña. Era la lección que Reagan había extraído de Vietnam: si se decidía la intervención, había que emplear con decisión todos los medios para obtener la victoria de la manera más rápida posible. Esa misma política fue empleada en varias ocasiones en el Mediterráneo contra el régimen libio del coronel Ghadafi, ese nido comunista en gran parte responsable del terrorismo internacional. En 1981 cazas de la VI Flota derribaban dos aviones libios sobre el golfo de Sidra. En 1986 Trípoli y Bengasi eran bombardeadas por la aviación norteamericana. De todo el mundo llovieron las condenas sobre Reagan.

Junto a la Doctrina Reagan y la política de fuerza, el tercer elemento configurador de la acción exterior norteamericana en esos años fue el espectacular incremento de los presupuestos de defensa. Entre 1980 y 1985 los gastos mundiales en armamento se triplicaron, pero no era sólo cuestión de cantidad. Con Ronald Reagan en la Casa Blanca se produjo un salto cualitativo sin precedentes en el proceso armamentístico con la llamada guerra de las galaxias (Iniciativa de Defensa Estratégica). La creación de un escudo espacial que hiciera invulnerables a los Estados Unidos suponía romper con el principio de la Destrucción Mutua Asegurada (MAD) aceptado por las superpotencias desde los años sesenta. Sin embargo, el desafío de fondo que Reagan planteaba a los soviéticos, no residía simplemente en la construcción de un nuevo tipo de arma que, por revolucionario que fuese, no dejaba de ser un jalón más en la carrera emprendida desde 1945. La importancia del envite norteamericano estribaba en que la guerra de las galaxias exigía un volumen de inversiones y unos niveles de innovación tecnológica que podían suponer un reto inalcanzable para los soviéticos.

Todo parecía indicar que los ochenta iban a ser los años de Reagan, pero la década contenía aún grandes sorpresas. Paralelamente a su primer mandato presidencial, la situación de la Unión Soviética se agravó en todos los terrenos. En el orden interno, el país vivía en pleno estancamiento industrial. Un aparato productivo centrado en la industria pesada -militar y espacial, principalmente- se traducía en un bajo nivel de bienestar de la población, mientras que una agricultura ineficaz necesitaba sistemáticamente de las importaciones desde Occidente. En lo social, cada vez era más escandalosa la profundización de las desigualdades: la diferencia entre el trabajador de base y el gran dirigente soviético era al menos igual, si no superior, a la existente en el sistema capitalista. En el plano político, la U.R.S.S. padecía desde 1982 un vacío de poder con dos presidencias fugaces: Andropov y Chernenko. En el orden externo se acumulaban también las dificultades. Los años de Breznev pasaban factura con un rosario de aliados que sostener por todo el mundo. Desde 1979, además, el país se hallaba comprometido en una complicada guerra en Afganistán. Por si fuera poco, el bloque de satélites en Europa Oriental hacía crisis desde la rebelión polaca de 1980-81. Sólo la Ley Marcial había evitado entonces la intervención rusa. Junto a todo esto, el rearme impulsado por el comunismo, y con él el sistema que se creó en torno a esta ideología, colocaba a la U.R.S.S. en una situación imposible. Los soviéticos venían manteniendo su política exterior con un PIB equivalente a un tercio del de Estados Unidos.

El 11 de marzo de 1985 Mijail Gorbachov resultó elegido Secretario General del PCUS, el primero que no había vivido la revolución de 1917. Consciente de las hondas dificultades de su país anunció un programa de perestroika (reestructuración) definida según sus propias palabras como una vuelta a Lenin, un recuperar todo el aliento democrático del partido, y todo el dinamismo económico de la revolución. Mediante una parcial liberalización del sistema socialista se pretendía aumentar la producción para mejorar el nivel de vida la población, la competitividad y la productividad. También pretendía reformar la administración para disminuir la burocracia. Pero este plan de reformas no era posible sin un cambio radical en la política exterior imperial que hipotecaba la economía de la U.R.S.S.. Se imponía terminar con las intervenciones exteriores y reducir drásticamente el presupuesto de defensa. Así, Gorbachov formuló su denominado nuevo pensamiento en política internacional, consistente en una apuesta por la sana rivalidad entre los bloques que sustituyera al anterior antagonismo aniquilador. Se trataba en apariencia de una nueva definición de la coexistencia pacífica. Con una sutil diferencia; y es que, mientras Kruschov proponía la competencia con Occidente convencido de la superioridad del modelo comunista, Gorbachov lo hacía desde el reconocimiento implícito de su inferioridad. Era la crítica situación interna, agravada por la agresiva política de Reagan, la que obligaba a establecer negociaciones de desarme con Estados Unidos.

Gorbachov se aplicó a ello con dedicación, todo el plan de reformas dependía de su éxito. Ya en 1985, tuvieron lugar dos reuniones en la cumbre con el presidente americano, en Ginebra y Reykiavik. Tras conversaciones insólitamente sencillas, el 8 de diciembre de 1987 se llegaba al histórico Tratado de Washington que, por primera vez, establecía una reducción, no sólo detención, en el terreno de los misiles de corto y medio alcance. Un nuevo clima de paz se adueñó rápidamente de las relaciones internacionales, un auténtico “deshielo”. En 1989 Gorbachov se entrevistaba con el nuevo presidente George Bush en la isla de Malta. En 1991 se llegaba al acuerdo START sobre reducción de armas estratégicas. Esta nueva temperatura posibilitó que algunos conflictos en las más remotas partes del globo, enquistados durante años y sin aparente relación entre sí, iniciaran entonces sus vías de solución. Entre 1988 y 1990 los cubanos salieron de Angola, los vietnamitas de Camboya, hubo elecciones libres en Nicaragua con derrota sandinista, terminó la guerra entre Irán e Irak y los soviéticos evacuaron Afganistán. Era la herencia de Reagan.

Pero los aires de libertad en la U.R.S.S. y el nuevo clima Este-Oeste tuvieron unas consecuencias inesperadas y no deseadas por Gorbachov. La más leve esperanza de apertura en Moscú bastaba para ocasionar una tormenta en los países satélites. En mayo de 1989 Hungría comenzó la apertura del telón de acero franqueando su frontera con Austria. En junio el sindicato libre Solidaridad obtuvo un éxito resonante en las primeras elecciones parcialmente libres celebradas en Polonia. Al finalizar el año el desmantelamiento del bloque era un hecho. La U.R.S.S. no intervino como hiciera en 1956 ó 1968. Simplemente, no podía volver a la guerra fría. En 1990 se produjeron elecciones libres que dieron paso a gobiernos no comunistas en Europa Oriental por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial. En octubre de 1990 reunidos en París, los antiguos adversarios sellaban oficialmente el final del conflicto abierto en 1945. En 1991 se disolvían el Pacto de Varsovia y el COMECON.

Las consecuencias de estos revolucionarios hechos no se hicieron esperar en Alemania. En octubre de 1989, Gorbachov visitaba la RDA para celebrar el 40º aniversario del nacimiento del Primer Estado Alemán de Obreros y Campesinos. El 9 de noviembre las autoridades germanas ordenaban abrir el muro de Berlín. En marzo de 1990 se celebraban elecciones generales. El programa de los ganadores era culminar la unión entre las dos Alemanias lo antes posible. La Guerra Fría se había gestado en Alemania, ante la incapacidad de los vencedores en la Segunda Guerra Mundial de llegar a un acuerdo sobre su futuro. Alemania fue el eje de la confrontación entre los bloques, su división en dos Estados y la partición en dos de su capital por 40 Km de muro de cemento y alambradas representaban mejor que otra cosa el símbolo de la división del mundo. Pues bien, allí mismo, en Berlín, en Alemania, quedó definitivamente enterrada la guerra fría. Con los acuerdos entre los dos Estados germanos y las cuatro potencias vencedoras de la guerra en septiembre de 1990 cesaba la ocupación de Alemania que recuperaba su plena soberanía e independencia. Desaparecida la voluntad política rusa de mantener a su satélite, el 3 de octubre de 1990, tras un rápido proceso, nacía la nueva Alemania unificada. La U.R.S.S. aceptaba lo impensable, una Alemania unida dentro de la OTAN y de la CEE. Al fin, se cerraba el capítulo de la posguerra en Europa. La Unión Soviética, después de largos años y duros sacrificios para forjar un inmenso imperio y una formidable máquina de guerra, estaba derrotada, irónicamente sin disparar un solo tiro.

Un mundo más libre, pero menos estable (1989-1995)

Entre 1989 y 1991 el mundo asistió a una extraña reedición de aquella Gran Alianza que derrotara al nazismo. Después de la solución de la cuestión alemana, Estados Unidos y la Unión Soviética habían recuperado el consenso perdido desde 1945. La nueva situación se tradujo en una aparente revitalización de la ONU, desbloqueada por fin después de tantas décadas de vetos indiscriminados. En realidad, era el imparable declive soviético lo que determinaba el nuevo panorama internacional.

Estados Unidos, bajo la recién estrenada presidencia de George Bush, experimentaba lo que podríamos denominar “complejo de hiperliderazgo, es decir, la natural necesidad de subrayar su condición de virtual “vencedor” en la competencia de la guerra fría. Así, cuando en agosto de 1990 Irak invadía Kuwait, amenazando con hacerse con el control de las principales reservas petrolíferas del planeta, Estados Unidos reaccionó de inmediato. A comienzos de 1991 una coalición internacional de veintitrés países liderada por Washington y amparada por la ONU -con la obligada aquiescencia de una moribunda Unión Soviética- machacaba literalmente a Irak y reestablecía el orden internacional alterado. La consecuencia más positiva de la guerra, ya que no se conseguía la caída del dictador iraquí, fue permitir el desbloqueo de las negociaciones entre árabes e israelíes, como pudo verse en la Conferencia de Madrid abierta el 30 de octubre de 1991.

La breve era de entendimiento entre los bloques inspirada por Gorbachov terminó súbitamente a finales de 1991. Las contradicciones eran demasiadas para que fructificase. Si Mijail Gorbachov se convertía en Secretario General en marzo de 1985, la Unión Soviética, la patria del socialismo, desaparecía antes de que concluyera 1991. La pésima situación interna de la U.R.S.S. que había sido decisivo motor de la perestroika, fue, de nuevo, factor determinante. A pesar de su enorme popularidad en Occidente, el líder soviético se enfrentaba en su país con una creciente oposición y descontento ante el evidente estancamiento de sus reformas políticas y económicas. El intento involucionista de agosto de 1991 selló definitivamente la suerte de la perestroika. A partir de ese momento las diferentes repúblicas integrantes de la U.R.S.S. dieron la espalda al presidente Gorbachov y al poder central constituyendo una nueva realidad geopolítica, la CEI (Comunidad de Estados Independientes). El 24 de diciembre de 1991, Gorbachov presentaba su dimisión. El día de Navidad la bandera roja se arriaba definitivamente en el Kremlin.

La desaparición de la Unión Soviética revolucionaba la sociedad internacional. Su sucesora, la CEI, carecía de personalidad jurídica y estaba concebida como paso intermedio hacia la definitiva desintegración del conjunto exsoviético. Nacían nuevos Estados independientes con armamento nuclear, las repúblicas de Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán. La Federación Rusa, bajo el mando de Boris Yeltsin, heredaba el sillón permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, si bien, el alud de problemas internos que la acosaban aconsejaban su retraimiento, siquiera momentáneo, del panorama internacional. Con la eficacia de la ONU puesta nuevamente en cuestión por el conflicto yugoslavo, se hacía urgente la reconstrucción de algún tipo de nuevo equilibrio planetario. Mientras el tantas veces anunciado nuevo orden se concretaba, el mundo se preguntaba por la actitud que adoptarían los Estados Unidos.

En el discurso de 1991 sobre el Estado de la Unión el presidente Bush apuntaba: somos la única nación con la fuerza moral y material para acaudillar al mundo, lo cual ciertamente recordaba bastante las palabras de Truman en 1947. Sin embargo, la ecuación no era tan sencilla ahora como podía haberlo sido hace treinta o cuarenta años. Como anunciara Kissinger, desde los años setenta en el mundo se había venido registrando la crisis o, cuando menos, matización del modelo bipolar. Nuevos centros de decisión habían emergido con fuerza: Japón, la Comunidad Europea. La Guerra del Golfo pareció diseñar el nuevo modelo de relaciones internacionales, unos Estados Unidos superpotencia militar, pero necesitados del aporte económico germano y japonés. La debilidad de la economía americana se manifestaba en la herencia de Reagan que dejaba al país convertido en el mayor deudor del mundo. Por otra parte, los productos europeos y japoneses hacían la competencia cada vez de forma más eficaz a los americanos en su propio mercado. No eran éstos sólidos cimientos desde los cuales ejercer la hegemonía.

De forma sorprendente, en las elecciones presidenciales de 1992, el victorioso presidente Bush que había exorcizado el fantasma de Vietnam con su avasalladora victoria sobre Saddam Hussein y asistido a la desaparición de la Unión Soviética, era derrotado en las urnas. Después de tres mandatos republicanos consecutivos, que tan decisivos habían resultado para el mundo, llegaba a la Casa Blanca el demócrata William J. Clinton, que había basado su campaña electoral precisamente en la necesidad de que América volviera a pensar en sí misma. La delicada situación interna unida al final de la guerra fría hacían que el tradicional aislacionismo americano cobrara fuerza.

Durante la primera mitad de su mandato la “ausencia” norteamericana se dejó sentir en el panorama internacional. La tan esperada, por algunos, democratización de las relaciones internacionales basada en un mayor papel de la ONU, que alcanzaba en 1994 la cifra record de 185 miembros, no terminaba de cuajar después de las ilusiones iniciales. Tras la euforia de los primeros tiempos de posguerra fría, la realidad de un mundo en proceso de transformación se dejaba sentir, a veces con perfiles siniestros. Desde 1991 una sucesión de guerras civiles sacudía la antigua Yugoslavia. Los Estados sucesores de la U.R.S.S. se hallaban envueltos en un complejo e históricamente inédito proceso de tránsito hacia el capitalismo, sazonado por conflictos étnicos y amenazas de involución. En Argelia, desde la frustrada victoria islámica en las elecciones de 1991, la guerra civil larvada amenazaba la estabilidad de todo el Norte de África. Hambrunas en un contexto de guerra tribal conducían a países como Somalia al caos con un sonoro fracaso de la intervención de la ONU en 1992. Odios atávicos llevaban el genocidio a Ruanda en 1994. China avanzaba en la apertura de su economía, pero su fruto político continuaba planteando serias incógnitas. El régimen de Corea del Norte, convertido tras la muerte de Kim Il-Sung en 1994, en el primer caso conocido de “comunismo hereditario”, alarmaba al mundo con su agresiva política nuclear. La Unión Europea, nacida del Tratado de Maastricht el 1 de noviembre de 1993, proclamaba la necesidad de contar con una política internacional única y más activa, pero fracasaba estrepitosamente a la hora de imponer la cordura en Bosnia. El mundo, como reconocía el mismo Clinton en su toma de posesión como 42º presidente de La Unión Americana era sin duda más libre, pero menos estable.

Los sonoros fracasos de su política interior unidos a la necesidad objetiva de recomponer el escenario internacional condujeron al presidente Clinton a un progresivo giro en su política exterior, visible desde 1994 y acentuado en 1995. Si bien, según sus propias palabras, Estados Unidos no puede ni debe ser el gendarme del planeta, (...) existen momentos y lugares en los que nuestro liderazgo puede representar la diferencia entre la paz y la guerra, (...) defender los valores fundamentales de nuestro pueblo y servir a los intereses estratégicos de Estados Unidos. Clinton apostaba así por un liderazgo selectivo que ya se hizo sentir desde 1993 en el impulso de la solución al conflicto de Oriente Medio apadrinando la paz entre Israel y sus vecinos. En enero de 1994, a instancias del Secretario de Estado, Warren Christopher, nacía en Europa la Asociación para la Paz, una plataforma de cooperación entre la OTAN y veintiséis Estados europeos, antiguos adversarios y neutrales. Era una respuesta a la inestable situación rusa que mantenía en estado de permanente inquietud a la mayor parte de sus exsatélites, temerosos del renacimiento de la agresividad paneslava de Moscú. Washington también conseguía de Ucrania y Kazajstán el desmantelamiento de sus arsenales nucleares. Pero, cuando el liderazgo americano se hizo sentir de nuevo con fuerza fue a finales de 1995. Tras años de exasperante impotencia europea, Clinton, por medio de una insólita diplomacia de fuerza, arrancaba a los líderes de Serbia, Croacia y Bosnia, recluidos en la base norteamericana de Dayton (Ohio), un acuerdo sobre la pacificación de Bosnia que era ratificado en París el 14 de diciembre. Con la misma energía se impulsaban también las negociaciones pendientes entre Siria e Israel para lograr la pacificación completa del Oriente Medio. A la espera de un hipotético y futuro gobierno mundial, la presencia norteamericana, con todas sus fallas y contradicciones, volvía a ser un factor estabilizador en un panorama internacional de una complejidad probablemente sin precedentes en la Historia.

HACIA UN NUEVO ORDEN MUNDIAL

El término Nuevo Orden, Nouvel Ordre o New Order tiene su origen en los movimientos totalitarios del periodo de entreguerras. Será en Japón, en diciembre de 1938, donde se hable por primera vez de un Nuevo Orden al elaborar el programa de conquista en Asia Oriental. Posteriormente, en junio de 1940, Hitler lo utilizará también al elaborar los planes de conquista en Europa: el Nuevo Orden Europeo tendrá unos fundamentos teóricos y pragmáticos más elaborados que el propugnado por los japoneses. El Pacto Tripartito, firmado en Berlín en 27 de septiembre de 1940, entre Alemania, Italia y Japón, confirmará documentalmente los objetivos de las tres potencias totalitarias en relación con ese Nuevo Orden Mundial.

A lo largo de la evolución de la sociedad internacional moderna y contemporánea, y tras algún evento significativo y condicionante -por lo general una gran guerra, por el número de beligerantes y su extensión geográfica-, las grandes potencias que salieron victoriosas, y a través de sus principales representantes, se dedicaron a formular el Nuevo Orden que habría de estar vigente en el sistema internacional que desde ese momento se estaba iniciando. Westfalia, Viena, París, Yalta y Potsdam son lugares o puntos de encuentro básicos en la discusión y formulación del conjunto de normas y reglas a través de las cuales se trata de buscar y alcanzar una estabilidad internacional, un equilibrio entre las potencias, en el sistema internacional; definición clásica de lo que se entiende como Orden Internacional. No obstante, éste es un concepto rico y complejo que los politólogos y juristas han estudiado con algún detenimiento, y que se compone, al menos, de tres elementos: el diplomático, el estratégico y el simbólico.

Desde 1989 comienzan a producirse en el centro de Europa un conjunto de acontecimientos que van a culminar con la desaparición de los símbolos más destacados del sistema internacional bipolar: la cortina de hierro o telón de acero, el muro de Berlín, el comunismo. El 2 de agosto de 1990, el líder de Irak, Saddam Hussein decidió invadir el pequeño territorio, pero rico en recursos, de Kuwait; se iniciaba desde ese momento una guerra en una zona geoestratégica vital para los intereses de Occidente, que provocaría la mayor movilización bélica desde la Segunda Guerra Mundial., liderada por EE.UU y con una directa participación de la ONU. La Guerra del Golfo, que terminó el 28 de febrero de 1991, fue considerada ya desde su inicio como el primer conflicto de la postguerra fría. El 3 de octubre de 1990 se producía de nuevo en Europa otro acontecimiento clave: la reunificación alemana, algo contra lo que habían luchado las potencias vencedoras de la Segunda Guerra Mundial, que habían decidido la existencia de dos Alemanias, convertidas en Estados independientes pero no soberanos y que ahora se presentaba como una gran potencia económica y un Estado poblado por más de 80 millones de habitantes. Por fin, el día de Navidad de 1991, el presidente soviético Mijail Gorbachov anunciaba a través de la televisión la desaparición de la U.R.S.S., segunda superpotencia mundial durante cincuenta años y pilar de una bipolaridad, fundamento básico del sistema internacional que desaparecía con esa decisión pública.

Todo este conjunto de acontecimientos, que se enmarcan entre dos términos ya históricos como son la revolución y la guerra, van a marcar, efectivamente, el final del sistema surgido en Yalta y Potsdam. Con todo ello terminaba una era -no la Historia-, pero también comenzaba una nueva fase en la evolución de la Humanidad. Quizá más incierta, más segura pero más inestable, con nuevos retos, pero también más apasionante de vivir y estudiar por parte de los historiadores, uno de los colectivos con más responsabilidades en esta coyuntura.

En este contexto es cuando ha surgido de nuevo la necesidad de formular un Nuevo Orden Mundial, que vamos a delinear a través de tres niveles de análisis: la estructura en la que se inserta esa nueva configuración del poder; los actores principales que pueden tener un papel relevante en el nuevo sistema internacional y los procesos de cooperación y enfrentamiento que en él se pueden desarrollar.

La transición del Viejo al Nuevo Orden Mundial

En 1989 el mundo se disponía a celebrar el bicentenario de una revolución tan importante como decisiva para el mundo como la francesa de 1789. Sin embargo, los periódicos y otros medios de comunicación informaban de una aceleración histórica desconocida desde hacía muchos años, de una nueva revolución que se estaba desarrollando en Polonia, Hungría, Checoslovaquia, etc.; es decir, en el seno de uno de los dos bloques creados entre 1945 y 1949, el soviético-socialista. La U.R.S.S., la potencia hegemónica en el mismo, sumida en un proceso de cambio a través de la Perestroika no estaba actuando sobre esta revolución como lo había hecho en 1948, 1956, 1968 ó 1980/81, y parecía permitir que de forma paulatina se fueran desmontando las estructuras políticas, ideológicas y económicas de las llamadas irónicamente democracias populares. ¿Qué estaba ocurriendo realmente? ¿Era el presagio de un nuevo conflicto en Europa tras una calma tensa? ¿Estábamos asistiendo realmente al final del comunismo?

Desde la perspectiva que nos proporciona hoy la lejanía de los acontecimientos, se puede afirmar que los temores eran infundados, y que las esperanzas renacieron entre muchos hombres y mujeres. No estábamos como dijo F. Fukuyama, un oscuro funcionario del Departamento de Estado norteamericano, ante el fin de la historia; sí era, sin duda, el fin de una era, pero también el punto de partida de una etapa de transición que finalizó en diciembre de 1991, con la desaparición del primer Estado socialista del mundo, la U.R.S.S., tras 74 años de existencia. Por lo tanto, entre 1989 y 1991, se produce la transición entre el viejo orden internacional y el nuevo orden mundial. Es el momento de las valoraciones desde la perspectiva histórica.

En efecto, podemos preguntarnos: ¿Qué significado tienen todos los acontecimientos que se produjeron en este periodo? ¿Qué importancia han tenido para la Historia del Mundo Actual?

En primer lugar, estos eventos han producido una ruptura en la Historia y muy especialmente en la Historia Contemporánea. Una ruptura que supone el fin de una época, pero ¿de qué época? Aquí el debate sigue abierto: ¿del moderno sistema mundial, 1450-1989?, ¿de la contemporaneidad, 1789-1989?, ¿de la era comunista, 1917-1989?, ¿de la Historia del Mundo Actual, 1945-1989? Se apoye una u otra alternativa lo que ha ocurrido, sin duda, es que el siglo XX ha terminado y que en 1991 ha comenzado el siglo XXI.

En este periodo el comunismo y con él el sistema que se creó en torno a esta ideología y se extendió por 16 Estados en todo el mundo, ha fracasado. Un fracaso que cabe entenderlo de tres formas: caída o ruina de algo con estrépito; suceso lastimoso, inopinado y funesto, o como resultado adverso de una empresa. Desde marzo de 1985 Gorbachov intentó reconstruir el sistema, primero económicamente, luego políticamente y, después, globalmente, pero no lo consiguió. La descomposición territorial de la U.R.S.S. en 15 repúblicas soberanas e independientes, 12 de las cuales se han integrado en la Comunidad de Estados Independientes (CEI), así como su transformación paulatina, con mayor o menor fortuna, en Estados con un sistema económico de mercado, unas estructuras políticas democráticas y un desigual respeto de los derechos y libertades de los ciudadanos, hacen que, por vez primera en la historia, principios tales como los de la libertad, Estado de derecho, mercado, derechos humanos, etc., se extiendan tanto por Europa como por el resto de los continentes, tras más de 200 años desde su formulación y aplicación en un territorio concreto.

Parece importante destacar también que, con el fracaso del comunismo, ha desaparecido uno de los dos grandes ejes de tensión y confrontación desde 1947; para algunos, desde 1917, para otros, la tensión Este-Oeste, de características político-ideológicas. En efecto, durante más de setenta años, los gobiernos occidentales y las clases dirigentes estuvieron obsesionados y perseguidos por el espectro de la revolución social y el comunismo. Durante esos años, y especialmente tras el inicio de la Guerra Fría, la política internacional de Occidente estuvo concebida como una cruzada contra el comunismo y, en sólo tres años, el comunismo, sus principales instrumentos e incluso la U.R.S.S., habían desaparecido. De esta forma se ponía fin a uno de los grandes condicionantes de la evolución histórica del mundo, desde aquel octubre de 1917, y con ello se dejaba patente la necesidad de buscar nuevas alternativas y formas de actuación frente al nuevo reto que tiene la sociedad internacional: la tensión Norte-Sur, de características económicas, sociales y medioambientales.

En cuarto lugar, la desaparición del orden internacional vigente desde la Segunda Guerra Mundial ha provocado un retorno a la historia. Los sucesos que se produjeron entre 1989 y 1991 no sólo han puesto en cuestión Yalta y Potsdam, sino también los Tratados de paz firmados en la Conferencia de Paz de París de 1919. Versalles, Trianón, Sevres, Neuilly y Saint Germain, dieron paso, entre otras consecuencias, a una importante redistribución del espacio territorial europeo, a un amplio desplazamiento de población siguiendo el tradicional eje Este-Oeste o el establecimiento de un cordón sanitario que aislara a Europa Occidental y al mundo del contagio revolucionario soviético. Gran parte de lo allí acordado se ha puesto en cuestión desde 1991, renaciendo con fuerza en Europa conflictos fronterizos o enfrentamientos nacionales; reclamaciones históricas, en definitiva, que se han extendido a otros continentes: en América los litigios fronterizos, en África los conflictos étnicos y religiosos, en Asia los problemas territoriales y la soberanía. Muchos de estos enfrentamientos no hubieran sido posibles bajo el orden bipolar; desparecido éste, vuelven a resurgir y la historia, para bien o para mal, vuelve a ser recordada y utilizada, como se ha visto en el conflicto en el que mejor se refleja la historia y el nuevo orden (¿desorden?) mundial: la guerra en la ex Yugoslavia.

Por último, si la interdependencia y la globalidad fueron dos de las notas más determinantes del sistema internacional bipolar, con la desaparición de uno de los bloques esos caracteres acrecientan su importancia. Hablar ya de una aldea global en el campo de las comunicaciones; de una economía de mercado globalizada; de una revolución científico-técnica mundial; de un campo estratégico unificado; de una multilateralización definitiva de las relaciones internacionales; de un sistema planetario, es, en definitiva, definir al nuevo sistema internacional que se está formando desde 1991. El informe del Club de Roma presentado a finales de ese año llevaba por expresivo el título siguiente: La primera revolución global, y en él se decía, entre otras cosas, que esta nueva revolución carece de base ideológica: la conforman factores sociales, económicos, tecnológicos y éticos. Más recientemente, el director del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdessus, al referirse al impacto internacional que tuvo la crisis monetaria mexicana a finales de 1994, la caracterizó como la primera crisis de un mundo nuevo con mercados financieros globalizados.

De una u otra manera estamos en presencia de una nueva etapa, cuyas características a cualquier nivel se están aún formando, al igual que las respuestas a los retos planteados. Ahora bien, si la Guerra Fría había terminado, ¿cuál habría de ser el nuevo orden que configurase las normas y reglas de conducta para los diferentes actores en el nuevo sistema?

El primero de los estadistas que formuló las primeras alternativas al sistema bipolar fue Mijail Gorbachov, en el discurso pronunciado en la ONU el 7 de diciembre de 1988. En él hacía un análisis de las características que definían la situación internacional en ese momento, y planteaba sus propuestas para sanear la situación internacional, el modo de construir un mundo nuevo. Los fundamentos básicos eran: el desarme, la no politización y la democratización de las relaciones internacionales, la internacionalización del diálogo, la revitalización del papel de la ONU, la actuación inmediata sobre el deterioro del medio ambiente y la defensa del principio de la libre elección.

Los acontecimientos en Europa a las pocas semanas de este discurso, más los problemas a los que tuvo que hacer frente Gorbachov, hicieron olvidar por algún tiempo sus propuestas. Sin embargo, otro acontecimiento destacado de esta fase de transición, la Guerra del Golfo, fue el marco adecuado para que otro líder político, en este caso el presidente norteamericano George Bush, pronunciara un discurso en el Congreso el 11 de septiembre de 1990, en el que anunció la redefinición del sistema internacional, describiéndolo como un Nuevo Orden Mundial, en el cual la acción de la comunidad internacional, representada por la ONU, debería basarse en el derecho internacional y en criterios objetivos y precisos. La operación Tormenta del Desierto contra Irak fue el primer ejemplo de una efectiva aplicación del sistema de seguridad colectiva de Naciones Unidas.

Desde ese momento, estrategas, diplomáticos, líderes políticos e intelectuales, comenzaron a intervenir en el debate sobre ese orden que a todos concernía e interesaba formular. También algunas instituciones plantearon sus propuestas. La ONU, a través de su secretario general, Butros Butros-Gali, presentó su Programa de Paz, o el Pentágono, en su Directiva para la planificación de la Defensa, hizo públicas las directrices que debían establecerse en el mundo en materia de seguridad y defensa, y en función del mantenimiento del liderazgo de EE.UU. y la cooperación sostenida entre las mayores potencias democráticas.

La estructura del nuevo sistema internacional en formación

1. En el Nuevo Orden Mundial (NOM), ninguna potencia puede garantizar por sí sola la estabilidad y el equilibrio internacional. Los Estados Unidos bajo Clinton siguen buscando su papel en el mundo y parece que no pueden ejercer un papel planetario de guardián del orden internacional, por cuanto que no disponen de los recursos suficientes, se ha producido un replegamiento hacia el interior, tal y como demandaba la opinión pública tras el gran peso que adquirió la política exterior en detrimento de la interior durante el mandato de Bush, y el dilema tradicional de la acción exterior norteamericana -el idealismo o el pragmatismo- parece que continúa sin resolverse. Esta vuelta a un aislacionismo moderado, por otra parte, ha ido acompañada de un interés por los asuntos regionales tras la firma del NAFTA (North American Free Trade Association) en 1992, y el apoyo al proyecto de creación de un Área de Libre Comercio en América (ALCA) que debe conseguirse en el 2005; unido a una mayor valoración de las relaciones con Asia, como se ha demostrado con el reforzamiento del Foro de Cooperación Económico Asia-Pacífico (APEC), impulsado desde 1993 por los dirigentes norteamericanos. Todo ello, sin duda, en detrimento del interés que tradicionalmente han tenido las diversas Administraciones norteamericanas por Europa. El desinterés por la guerra en la antigua Yugoslavia ha sido interrumpido el 14 de diciembre de 1995 tras la firma en París del Acuerdo-marco que ha impulsado el proceso de paz en Bosnia -iniciado en Dayton (Ohio)- tras más de 250.000 muertos y casi 3 millones de refugiados o desplazados, pesando, sin duda, en este cambio de actitud, las elecciones presidenciales de 1996.

La Rusia de Yeltsin permanece en una situación de crisis interna permanente, debilidad exterior, fuertes debates internos entre los eslavófilos y los occidentalistas, y falta de concreción en sus complejos y amplios objetivos externos. Sin duda, los dirigentes de la Federación rusa insisten una y otra vez en una vieja idea de la política exterior soviética: nada puede hacerse en el mundo sin el conocimiento y el consentimiento de la U.R.S.S./Rusia. A partir de este planteamiento los dirigentes rusos tratan de ser considerados por los norteamericanos en pie de igualdad, ha vuelto a renacer un discurso imperial sobre lo que Taibo denomina el extranjero cercano (ex repúblicas soviéticas) y recurren a la amenaza cuando se sienten cercados ante la posibilidad de que las fronteras de la OTAN lleguen hasta el territorio de Rusia. Un renacimiento imperial y un lenguaje amenazador que no ocultan la dependencia económica de Rusia del G-7 o de la Unión Europea, las imposibilidad de triunfar sobre los rebeldes chechenos desde 1991 y la falta de alternativas para conservar la integridad de la Federación Rusa, una amalgama de pueblos que han sobrevivido a la caída de dos imperios pero que, de no hallarse los mecanismos que sustenten ese mal construido federalismo, puede verse muy afectado por una nueva implosión autodestructora.

En Europa Occidental no existe ninguna potencia con la influencia y los recursos necesarios para ejercer ese papel de liderazgo; la Política Exterior y de Seguridad Común de la Unión Europea sigue teniendo un sentido provisional y genérico. En Asia, ni la República Popular China, que desea actuar de forma más independiente y con un sentido más regional que mundial, ni Japón, que sigue siendo un gigante económico y un enano político, pueden ocupar ese vacío de liderazgo.

2. Ante la situación creada han de ser las principales organizaciones internacionales las que en su seno han de adoptar las decisiones permanentes para hacer frente a los cambios y retos de la sociedad internacional. Aparecerá, de este modo, un predominante sistema de relaciones internacionales en vertical tanto a nivel mundial como regional, consolidándose con fuerza la diplomacia multilateral que surgió desde 1945. ¿Qué organizaciones internacionales pueden tener un papel relevante en el proceso de toma de decisiones?

A) A nivel mundial, la Organización de las Naciones Unidas. Durante más de cuarenta años, la ONU ha estado bloqueada, utilizada y condicionada por las decisiones y los vetos de las cinco grandes potencias permanentes del Consejo de Seguridad, y más específicamente por la confrontación política e ideológica entre EE.UU. y la U.R.S.S.. Por otro lado, la confrontación Norte-Sur, a raíz del incremento del número de Estados miembros pertenecientes al Tercer Mundo, fue utilizada también por los dos bloques, y los países no alineados, produciéndose un nuevo enfrentamiento que afectó a la credibilidad de la Organización. Los cambios que se han producido en el mundo desde 1989 y el final de la Guerra Fría han provocado que esta crisis de la ONU se haya transformado en una revitalización permanente, aunque aún en proceso de discusión, provocando que hayan aumentado enormemente las exigencias que se hacen a las Naciones Unidas, según el Secretario General.

El proceso puede darse por iniciado desde el momento en el que el entonces Secretario General, Javier Pérez de Cuellar, alentó una diplomacia discreta pero eficaz entre los miembros permanentes del Consejo de Seguridad. Los resultados fueron inmediatos: la intervención de Naciones Unidas fue clara y efectiva en los conflictos entre Irán-Irak, Namibia, Nicaragua, Camboya, El Salvador y Afganistán. El 31 de enero de 1992, el Consejo de Seguridad se reunió por primera vez en la historia, contando con la presencia de todos los Jefes de Estado y de Gobierno. En esa cumbre, se invitó al nuevo Secretario General, Butros-Gali, a que presentara un conjunto de recomendaciones que fortalecieran la Organización. El resultado fue la presentación de un amplio informe titulado Un programa de paz.

Los objetivos eran claros: a) tratar de poner fin a las causas más profundas de los conflictos y actuar diplomáticamente para evitarlos; b) en los casos en los que estallen conflictos, tomar medidas para el establecimiento de la paz; c) mediante actividades de mantenimiento de paz tratar de preservar la paz por frágil que sea, poniendo en práctica los acuerdos a los que lleguen las partes enfrentadas; d) estar dispuestos a ayudar para consolidar la paz en sus distintos contextos, restableciendo las instituciones y la infraestructura de las naciones devastadas; e) tratar de poner fin a las causas más profundas de los conflictos: desesperación económica, injusticia social y opresión política. Todo ello debía contar con el apoyo de los Estados, las organizaciones regionales y no gubernamentales.

En un Suplemento a “un programa de paz“ de principios de enero de 1995, Butros-Gali, aún reconociendo los importantes logros que se habían conseguido hasta el momento -Conferencia de Río sobre el medio ambiente y desarrollo (1992); Conferencia de Viena sobre los derechos humanos (1993); Conferencia sobre el desarrollo y el cambio demográfico (1994); fuerte incremento de las operaciones de mantenimiento de paz (de 13, entre 1947 y 1987 a 21 desde 1988) y, por último, la incorporación a la Organización de 185 Estados-, ponía de manifiesto las dificultades para ejercer el papel que correspondía a Naciones Unidas. La imposibilidad de llevar a cabo acciones coercitivas, la crisis económica (sólo EE.UU. debía 1.400 millones de dólares, Rusia, unos 500 y Ucrania unos 238 millones) y la necesidad de reforzar las estructuras organizativas, podían destacarse como las más importantes.

Durante la Sesión Especial Conmemorativa del cincuenta aniversario de la ONU, que tuvo lugar en Nueva York del 22 al 24 de octubre de 1995, los más de los 150 máximos representantes de los Estados miembros pusieron de manifiesto la necesidad de reforzar al máximo la Organización, como institución clave del NOM. Las bases de este reforzamiento se recogieron en la Declaración Final: a) Revitalización de la Asamblea General; b) Ampliación del Consejo de Seguridad y revisión de sus métodos de trabajo; c) Fortalecimiento del papel del Consejo Económico y Social; d) Robustecimiento de la base financiera de la Organización; e) Incremento de la eficiencia y eficacia de la Secretaría en la administración y gestión de los recursos que se le confían. Esos, pues, serán los retos para el inmediato futuro de una Organización, que si no hubiera existido habría que haberla creado, pero que seguirá siendo clave en el Nuevo Orden Mundial.

B) A nivel regional destacarán las instituciones político-defensivas y económicas. En relación con el proceso de regionalización de los espacios al que se asiste en el NOM, ciertas organizaciones regionales irán incrementando el número de sus miembros, sus competencias y los medios de actuación en el ámbito propio de actuación territorial. Con ello se irán creando una cohesión y una solidaridad que permitirá a la institución que representa a la región poder competir en la sociedad global en la que se insertan y solucionan los conflictos latentes.

En Europa, el pilar de seguridad y defensa de la Nueva Arquitectura Europea estará representado por la OTAN; reformada con la nueva estrategia adoptada en 1991 y abierta a la cooperación con los Estados no integrados a través de dos iniciativas: el Consejo de Cooperación del Atlántico Norte (al que pertenecen 38 Estados más Finlandia como observador) y la Asociación para la Paz (hasta mayo de 1995 han sido 26 los Estados que forman parte de la misma). Desde un punto de vista político y cultural, la institución clave será el Consejo de Europa, en especial para la definición de una identidad europea; a esta institución se ha incorporado recientemente Rusia, con lo que el número de miembros se ha incrementado a 38. El pilar económico y monetario lo constituye la Unión Europea, hoy integrada por 25 Estados; tras alcanzar los retos planteados para el 2002, convirtiéndose progresivamente en el núcleo central del proceso de regionalización europeo. Estos tres pilares sostienen un amplio frontón paneuropeo que viene representado por la Organización para la Seguridad y Cooperación Europea, en la que están integrados 53 Estados, es decir, todos los Estados Europeos que se extienden geográficamente del Atlántico a Vladivostok.

En América, la Organización de Estados Americanos, integrada por 35 Estados (Cuba fue suspendida en 1962), sigue dedicada a reforzar la colaboración, proteger la independencia de los miembros, favorecer la integración económica y social y, de una forma especial en el NOM, consolidar la democratización del continente.

En África-Oriente Próximo son importantes la Organización para la Unidad Africana, en la que se integran 51 Estados y la Liga de Estados Árabes, con 22 miembros. En Asia la organización que va incrementando su papel regional es la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático, integrada por 7 Estados, que ha fortalecido sus lazos económicos y políticos con EE.UU. en el seno de la APEP (1994) y con la Unión Europea (1996).

3. La falta de un liderazgo internacional y el impulso que se está produciendo en el proceso de cooperación regional, impulsarán una importante reorganización del espacio, incrementándose la tendencia hacia la regionalización del mundo que impulsa a la integración pero también a la confrontación. En efecto, en el NOM parece alejarse el peligro de una destrucción mutua y global del planeta a través de la utilización de las armas nucleares; la confrontación mundial entre las grandes potencias parece que ha desaparecido. Este es un primer factor que aliente el reforzamiento de la cohesión regional. Junto a él, está el hecho contrastado de que los conflictos han sido y serán en este nuevo periodo localizados y de un carácter regional, lo que de nuevo impulsa a la búsqueda de fórmulas de cooperación y de seguridad comunes en un ámbito territorial más limitado. La competencia económica internacional ya no puede resolverse con fórmulas elaboradas a nivel estatal o bilateral; la exigencia de una diplomacia macroeconómica internacional es una realidad indiscutible, así como la creación de mercados regionales que bajo las reglas de una unión aduanera, un área de libre comercio o de un mercado común, vayan conduciendo a un proceso cada vez más fortalecido en esta nueva era: la integración económica. Por último, las amenazas o desafíos que han surgido en el NOM exigen la unión y la cooperación.

Ante esta nueva situación, la regionalización de los espacios está siendo un proceso muy significativo. En esa regionalización destacarán tres hechos: por un lado, se tratará de establecer una jerarquización estatal, una relación de poder, bien definida y no siempre respetada por todos, lo que alentará, a su vez, la lucha por el poder entre las grandes potencias de cada área; por otro lado, se producirá una competencia pacífica entre las diversas áreas regionales, especialmente de contenido económico o geoeconómico, que sólo puede verse alterada si irrumpe un fenómeno que siempre ha resultado peligroso como es el de la amenaza a la seguridad mundial. Por último, se irá consolidando un nuevo concepto, como es el del orden regional, propugnado por las organizaciones regionales de seguridad y defensa o las grandes potencias regionales.

¿Cuáles serán las principales áreas regionales que fortalecerán su unión? Sin duda alguna, las más importantes serán Europa Occidental a través de la Unión Europea, la OTAN/ UEO y el Consejo de Europa, aunque en éste área la occidentalización se irá llenando de contenido y se irá ampliando el número de Estados que la integrarán; América del Sur, a través del MERCOSUR o Mercado Común del Sur (1991), integrado por Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay, más Chile, que se ha asociado en 1996; su consolidación como Unión Aduanera desde el 1 de enero de 1995, más el acuerdo con la Unión Europea de 1992 confirman a esta organización como la más sólida frente a otras agrupaciones regionales; en América del Norte, el Tratado de Libre Comercio o NAFTA, entre Canadá, Estados Unidos y México, puede ser el embrión de una integración continental dado el peso de las tres economías y la influencia de EE.UU., que se ha convertido en un impulsor decidido de la integración económica regional, tras superar los recelos que sobre estos proyectos tenía anteriormente; en Asia los siete Estados integrantes de la Asociación de Naciones del Sudeste Asiático o ASEAN se van configurando como los impulsores de un área de libre comercio y de cooperación regional, complementada con una política de acercamiento a otros bloques como se ha podido apreciar tras la reunión de Foro de Cooperación Económica Asia-Pacífico (APEC) creado en 1990 y la Cumbre Asia-Europa (ASEM), celebrada en marzo de 1996.

Si la cooperación regional se verá consolidada en esta nueva estructura internacional, es cierto también que surgirán o resurgirán con fuerza áreas regionales conflictivas, que exigirán una intervención directa de la ONU o de las organizaciones regionales. ¿Cuáles serán esas regiones?

a) La región de Oriente Próximo seguirá siendo el centro de crisis permanentes, endémicas, en las que confluyen factores económicos, religiosos, nacionalistas y estratégicos. El enfrentamiento entre Irak y el mundo árabe seguirá condicionando la evolución de la zona a pesar de los esfuerzos de pacificación que se desarrollan desde 1991.

b) la región Mediterránea, dividida en cuatro “Mediterráneos”: el Noroeste, el más rico y desarrollado; el Sudoeste, el espacio magrebí, fuertemente ligado económicamente al anterior y sometido a una presión demográfica elevada; el Sudeste, integrado por un conjunto de Estados heterogéneos sometidos a la influencia del conflicto árabe-israelí; el Nordeste, o entramado político complejo que bascula entre el occidentalismo y el fundamentalismo religioso. Los 15 Estados que integran esta área han tratado de resolver sus diferencias y buscar fórmulas adecuadas de cooperación desde la Conferencia Euromediterránea de Barcelona de 1995, pero la aplicación de las decisiones adoptadas o la asignación de recursos financieros por parte de la Unión Europea siguen estando obstaculizados por las rivalidades entre algunos de los integrantes de esta área.

c) La región Balcánica seguirá, por desgracia, identificada como lo ha sido a lo largo de la historia por una serie de palabras como polvorín, embrollo o conflicto. La cadena montañosa de menos de 500 Km con que se identifica la zona separa ríos, religiones, pueblos y lenguas. La unidad de hombres y culturas se consiguió siempre por la fuerza de un Imperio, de una dictadura o de un ejército. Desaparecidos estos factores integradores, el conflicto surgió pronto. Primero en la antigua Yugoslavia, con el alto coste humano que ha supuesto, pero puede volver a estallar entre los Estados que la integran por los diferentes enfrentamientos latentes: minorías nacionales, conflictos fronterizos o choques religiosos.

d) La región del Cáucaso ha sido una zona estratégica fundamental para Rusia, que comenzó su colonización en el S. XVIII. Tras más de dos siglos no han podido ser resueltos los conflictos interétnicos, territoriales y económicos en el área. Desde la desaparición de la U.R.S.S. en 1991, la conflictividad ha ido creciendo: en la Federación Rusa el conflicto osetio-ingush de 1992 constituyó la primera explosión sangrienta de este polvorín que ha tenido su continuidad entre otros, en Chechenia en Azerbaiján, el conflicto del alto Karabaj, iniciado en 1988, abrió una era de inestabilidad en la zona; en Georgia, las guerras con Osetia del Sur y Abjazia han provocado su independencia de facto. La presencia de Turquía, Irán o Arabia Saudí en la zona está incrementando la tensión.

e) La región del Caribe, en la que la cuestión cubana sigue constituyendo un contencioso abierto entre EE.UU. y el régimen de Fidel Castro, cuyas repercusiones se trasladan al continente americano, vía OEA, o a Europa, a través de las relaciones entre los miembros de la Unión Europa y La Habana. Cuba constituye hoy una isla no sólo geográficamente hablando sino también política y económicamente, en un océano continental que ha visto consolidados sus regímenes democráticos y sus estructuras económicas capitalistas. La falta de una solución a corto plazo impulsará al gobierno de Washington a seguir utilizando la estaca o la zanahoria en su política hacia el régimen castrista.

f) La región de los mares chino-japonés han sido tradicionalmente una zona de gran interés geoestratégico, acrecentada desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Tanto la U.R.S.S., con sus posesiones territoriales, sus alianzas y la Flota del Pacífico, como EE.UU., con sus bases militares, su VII Flota y sus aliados, mantenían una presencia activa en la zona, alentadas por los conflictos que surgieron en la misma durante la Guerra Fría. Desde 1991, el valor de esta zona ha aumentado especialmente por el desarrollo económico de los llamados Nuevos Países Industrializados. No obstante, la consideración de esta región como área conflictiva no puede dejarse de lado por las siguientes razones: la irresolución del conflicto entre las dos Coreas; el contencioso por las islas Kuriles entre Japón y Rusia; las fricciones entre seis Estados por el archipiélago de las Spratly en el mar de China; el enfrentamiento entre Corea del Sur y Japón por las islas de Takashima / Tokdi, de gran valor económico; las disputas entre la República Popular China y Taiwán.

g) La región del África Central es un amplio espacio geográfico que abarca desde el Senegal y Gambia hasta Somalia. Desde el final de la Guerra Fría, el continente africano dejó de ser un punto de fricción entre los dos bloques, provocando un cierto vacío que pronto fue ocupado por EE.UU. y Francia, principalmente. En 1992, los representantes de los 42 Estados africanos que se reunieron en Dakar y se comprometieron a desarrollar la democracia y el multipartidismo. Las instituciones financieras internacionales prometieron ayudas a aquellos países que demostraran una verdadera voluntad democratizadora. Las intenciones allí manifestadas no se han cumplido, y tan sólo en unos pocos Estados africanos se puede hablar de democracia. Esta situación general, a la que se han añadido los conflictos interétnicos, el hambre, las epidemias y los desastres naturales, han convertido al África Central en un verdadero polvorín: Somalia, Sudán, Liberia, Sierra Leona, Ruanda, etc., han sido protagonistas de intensas guerras civiles, importantes movimientos de población y, entre otras cosas, la matanza humana desde la Segunda Guerra Mundial -más de un millón de muertos- centrada en Ruanda. Y todo ello ante la pasividad del mundo o la retirada vergonzosa de EE.UU., tras la intervención televisada en Somalia, todo lo cual alentará la conflictividad en esta región.

4. Esta nueva configuración del poder mundial va a provocar que los principales actores internacionales deban actuar permanentemente para mantener el orden internacional frente a las nuevas amenazas y desafíos para la paz y la seguridad internacional. Amenazas y desafíos que pueden ser sintetizados de esta manera: el terrorismo internacional; el integrismo religioso, los fanatismos ideológicos y políticos; la violación de los derechos fundamentales del hombre y los

En el NOM, podemos definir una nueva jerarquización del poder y la participación, junto con los actores internacionales clásicos, de un conjunto de nuevas unidades del sistema internacional, utilizando la terminología de Barbé, que van a competir en influencia y capacidad de actuación con ellos.

La jerarquización del sistema internacional puede establecerse de este modo:

a) Una potencia hegemónica mundial representada por EE.UU. Sigue teniendo una influencia económica internacional destacada, dispone de un amplio arsenal de armas convencionales y nucleares más unas fuerzas armadas desplegadas por la mayor parte del mundo, así como de una influencia político-ideológica nada desdeñable. Aún y así, EE.UU. ha estado sumido en una profunda crisis económica que hace, según Robert Slow, que el país se encuentre con la primera generación en la historia norteamericana cuyos hijos son más pobres que los padres. A su vez, y a pesar de sus recursos, dice Inmanuel Wallerstein, EE.UU. conserva aún un cierto poder sobre sus aliados europeos y japonés, pero ser líder significa algo más y es que los otros le sigan de forma automática, y a EE.UU. ya nadie le sigue de una forma tan fiel como durante la Guerra Fría. Dominique Mise llegará a decir que, para que una potencia garantice el equilibrio mundial, es necesario que sea amoral y, sin embargo, EE.UU. quiere ser más moral que los demás, y eso le impedirá desempeñar ese papel de liderazgo.

b) Una potencia hegemónica intercontinental representada por Rusia. Una potencia cuyos problemas internos condicionan permanentemente su política exterior. Las dificultades económicas, la difícil articulación de la estructura federal, los problemas políticos e institucionales permanentes y la insatisfacción de la sociedad, marcan el rumbo de la acción exterior. Una acción que bascula entre Europa y Asia, entre Occidente y el Mundo Eslavo, entre la Confederación de Estados Independientes, la resurrección de la U.R.S.S. y el deseo de integración en el grupo de las 7 potencias más ricas del mundo. Rusia, por lo tanto, desea ejercer una política de supervivencia y como tal quiere que se la reconozca, pero su dependencia de otros Estados y su debilidad interna es una realidad incuestionable que no parece ser compensada, a pesar de las amenazas, con el temor que causa por el número de armas convencionales y nucleares de que Rusia aún dispone y que se duda que controle.

c) Cinco grandes potencias, representadas por la República Popular China, Francia, Gran Bretaña, Japón y Alemania. Las tres primeras basan su posición destacada en su papel en el Consejo de Seguridad como miembros permanentes, integran el Club Nuclear, disponen de recursos económicos y tienen una cierta capacidad de influencia en el mundo. Las dos últimas disponen de recursos financieros y comerciales suficientes para que sus intereses y opiniones sean tenidas en cuenta en la configuración del NOM.

d) Un conjunto de potencias medias que disponen de recursos materiales, influencia, voluntad y capacidad de asumir responsabilidades que les permiten participar también en la configuración del NOM, desde su posición de potencias regionales. En este grupo integraríamos principalmente a España, Italia, México, Brasil, Argentina, Israel, Turquía, Irán, Arabia Saudí, Egipto, India e Indonesia.

e) El resto de los Estados y territorios del mundo, 210 en 1996, se integrarían en dos grupos. Estados con influencia regional, es decir, con alguna capacidad para movilizar recursos y ejercer una influencia localizada y Estados sin influencia internacional.

La estatalización de la vida internacional en ese proceso jerárquico no excluye la presencia de otros actores internacionales que compiten, e incluso ocultan y suplen la labor de los Estados en el NOM.

Esos otros actores pueden ser clasificados de la siguiente manera:

a) Las Organizaciones Internacionales Gubernamentales, entre las que destaca la ONU, y el propio sistema de Naciones Unidas, junto a las Organizaciones regionales tales como la de OCDE, OTAN, UEO, Liga de Estados Árabes, etc. También se integrarían las agrupaciones de Estados con fines específicos como la Unión Europea, la Confederación de Estados Independientes, Unión Euroasiática, Grupo de Río, etc.

b) Las Organizaciones Internacionales No Gubernamentales. El fenómeno de las ONG´s se remonta a la Edad Media, según el Yearbook of International Organizations, aunque cuando adquiere un verdadero auge es desde los años sesenta del S. XX y, más concretamente, desde el final de la Guerra Fría. En la actualidad hay casi 5.000 ONG´s cuyas sedes se reparten principalmente entre Bruselas, París, Londres y Ginebra. De las más conocidas, como Amnistía Internacional (1960) Greenpeace (1971), Médicos sin Fronteras (1971) o, al Comité Internacional de la Cruz Roja, la Unión Interparlamentaria o el Club de Roma, todas han protagonizado el interés creciente de los medios de comunicación, y algunas de ellas, especialmente las dedicadas a actividades humanitarias y a la protección del medio ambiente, han aumentado fuertemente en los últimos años el número de sus socios, sus recursos financieros y el apoyo de la opinión pública internacional. El fenómeno de las ONG´s es uno de los hechos más relevantes del NOM.

c) Las empresas multinacionales o transnacionales han adquirido también un protagonismo destacado en esta nueva era. Definidas por M. Merle como los movimientos y corrientes de solidaridad de origen privado que tratan de establecerse a través de las fronteras y que tienden a hacer valer o imponer sus puntos de vista en el sistema internacional, integran un número muy heterogéneo de miembros. En primer lugar, por el aumento de las mismas: de 7.000 en 1970, a más de 37.000 en 1992. En segundo lugar, por su importancia económica: controlan los 2/3 del comercio mundial, por su posición en el PNB. mundial, por el control de los sectores claves de la economía internacional, etc. En tercer lugar, por su influencia política, como grupo de presión, tanto sobre el Estado en el que se asienta la empresa matriz como en todos aquellos en los que invierten y construyen sus instalaciones. De este modo, algunos autores han hablado de la cosmocorp para enfatizar su poder, y otros prevén que, en el S. XXI, la economía mundial estará controlada por unas pocas decenas de empresas multinacionales.

d) Por último, los Grupos religiosos, en especial los de tipo fundamentalista, que se aferran a los valores primordiales propios, que adquieren un papel preponderante desde la revolución iraní de 1979. El ayatolá Jomeini dirá: Nuestra consigna: “Ni Este ni Oeste” es el lema fundamental de la Revolución Islámica en el mundo de los hambrientos y de los oprimidos. Sitúa a la verdadera política de no alineamiento de los países islámicos y de los países que acepten el Islam como la única escuela para salvar a la humanidad, con la ayuda de Dios, en un futuro próximo. El mensaje fundamentalista islámico se ha extendido por el Norte de África, Oriente Próximo, y los Balcanes, constituyendo un foco de inestabilidad, una nueva amenaza, pero también convirtiéndose en un protagonista internacional, de acuerdo con la definición que hemos utilizado. Un fundamentalismo islámico que está comenzando a influir en otros fundamentalismos religiosos.

Los procesos de cooperación y enfrentamiento

Definida la estructura internacional y los actores del NOM, estamos en condiciones de estudiar las formas en que se relacionan los actores, atendiendo a los factores condicionantes del entono en el que se desenvuelven y al orden internacional vigente.

La reflexión sobre estos procesos ha sido quizá la tarea a la que se están dedicando con más entusiasmo intelectuales, economistas, politólogos o periodistas, pero también instituciones dedicadas a los estudios estratégicos o al análisis de la sociedad internacional, desde que terminó la Guerra Fría. Por ello, sería conveniente comenzar por presentar algunas de estas propuestas.

El profesor Lester Thurow, en su trabajo La guerra del siglo XXI, señala que la característica principal del NOM será una guerra económica entre los tres bloques estratégicos: el europeo, liderado por Alemania, el oriental, dirigido por Japón, y el norteamericano. Para este autor el sistema económico mundial, desde 1945, se caracterizaba por una complementariedad entre un centro de gran magnitud y elevada tecnología, que actuaba como autoridad monetaria y mercado de demanda universal, y una serie de satélites clientes (Europa Occidental y Japón más el Tercer Mundo exportador), que se beneficiaban del papel de la locomotora norteamericana. Pero el éxito del modelo provocó el avance de las economía satélites desarrolladas, que incluso han superado al centro, dando lugar a un equilibrio multipolar de poderes. Por ello, de unas relaciones de cooperativa complementariedad asimétrica, se ha pasado a unas relaciones de competencia simétrica no cooperativa y el proteccionismo acelerado de los bloques comerciales se ha acelerado. Esta modificación de las reglas de juego de la competencia internacional obliga a una nueva competencia basada en la eficacia (productividad) y no de la eficiencia (rentabilidad). Con el mercado mundial dividido en bloques comerciales y en ausencia de una superpotencia económica que actúe de locomotora central, las nuevas condiciones de la competencia internacional sólo pueden basarse en unas nuevas reglas de juego, compartidas por todos, que exige la coordinación internacional de las políticas fiscales y monetarias, si se quiere evitar esa guerra económica que no será beneficiosa para nadie.

Otra de las propuestas que más polémica ha causado ha sido la del profesor de la Universidad de Harvard, Samuel P. Huttington, recogida en la revista Foreing Affairs. En este artículo, plantea que el conflicto más característico del NOM no será el ideológico o el económico, sino el conflicto entre civilizaciones. Este choque entre naciones y grupos de civilizaciones diferentes representará la última fase de la evolución de los conflictos en el mundo, desarrollados principalmente dentro de la civilización occidental. Tras el final de la Guerra Fría el conflicto será global y se desarrollará entre las ocho grandes civilizaciones: occidental, confuciana, japonesa, islámica, hindú, eslavo-ortodoxa, iberoamericana y africana. Las razones de este conflicto son las siguientes: a) las fuertes diferencias entre las civilizaciones; b) el empequeñecimiento del mundo hace que las interacciones entre las diferentes culturas vayan aumentando, lo que intensifica la conciencia civilizatoria y la percepción de las diferencias, que se van haciendo más intensas; c) el desigual proceso de modernización económica y social está disociando a los pueblos de sus antiguas identidades regionales y la religión va ocupando un hueco entre ellos; d) la conciencia de civilización se va creando también frente a la hegemonía del occidentalismo; e) frente a la adaptación de los pueblos a los cambios políticos y económicos es difícil alterar o transformar las características y diferencias culturales y adaptarlas a la nueva situación internacional; f) la conciencia civilizatoria ha aumentado fuertemente en relación con el regionalismo económico.

En una interesante obra colectiva, titulada El Orden Mundial tras la crisis de la Guerra del Golfo, los profesores Brucan, Gunder Frank, Galtung y Wallerstein exponen sus respectivas propuestas. De ellas vamos a destacar, en primer lugar, la del profesor rumano Silviu Brucan para el que el NOM se basará más en la importancia que adquieren los factores económico-tecnológicos frente al poderío militar o armamentístico, por ello el principal campo de batalla es ahora el mercado mundial y los enfrentamientos entre los bloques o áreas económicas que irán sustituyendo a las alianzas militares; el nuevo juego del poder se organizará en torno a EE.UU., la Unión Europea y Japón, que desarrollarán un conjunto de acuerdos comerciales de carácter regional, antes que de orden mundial, lo que conducirá a un crecimiento de las desigualdades económicas que en el año 2000 hace que el PIB mundial se reparta entre el 74 % que les corresponderá a los países más desarrollados y un 26 % a los países del Sur. Para J. Galtung el NOM puede ser considerado como un intento de institucionalizar el statu quo en forma de una estructura sin posible cambio; una estructura que él define como multipolar en un sistema hegemónico unipolar en el que se producirá un reparto del mundo de este modo: EE.UU. tratará de dominar el hemisferio occidental y Oriente Medio; la Unión Europea tratará de dominar los países del Centro y el Este de Europa y los 68 países del conjunto ACP; Japón tratará de dominar el Este y el Sudeste de Asia; y Rusia tratará de dominar el espacio de la ex U.R.S.S.; en un ámbito periférico estará China que intentará mandar sobre sí misma, la India sobre el Sur de Asia y aparecerá un superpoder árabe-islámico; las implicaciones políticas y militares de esta estructura serán enormes y ello alentará el conflicto, y hará el mundo aún más peligroso.

El Informe del Club de Roma titulado La primera revolución mundial, publicado en 1991, caracterizaba el NOM por las siguientes notas: a) un fuerte crecimiento urbano; b) una explosión demográfica en los países del Sur; c) un despertar de las minorías y el nacionalismo, como reacción a un proceso uniformizador; d) una interdependencia más intensa de las naciones; e) una extensión de la economía de mercado a través de tres grandes bloques económicos liderados por EE.UU., Unión Europea y Japón; f) un desigual crecimiento económico; g) una mundialización de las finanzas con tendencia a lo especulativo; h) profundos cambios en el medio ambiente; i) grandes avances en las altas tecnologías; j) pérdida de valores éticos, que conducen a la indisciplina y la violencia, k) extensión de nuevas plagas tales como la mafia, el narcotráfico o el SIDA.

A este conjunto de reflexiones se han unido también los historiadores. Por nuestra formación, conocimiento del pasado y vivencia del presente, estamos en condiciones para poder juzgar el presente en función del pasado. Un presente que ha conducido a la subespecialidad dentro de la contemporaneidad que venimos en denominar en España Historia del Mundo Actual. Nada mejor, pues, que terminar presentando tres propuestas que desde la Historia presentamos para el debate final.

En primer lugar, la realizada por el historiador británico Eric J. Hobsbawm en su libro Historia del siglo XX y en algunos artículos publicados recientemente. Su propuesta parte del principio de que por primera vez en dos siglos el mundo carece de cualquier sistema o estructura internacional. También están bien definidos la naturaleza de los peligros a que se enfrenta el mundo, aunque ya se considera improbable una tercera guerra mundial. No obstante, la conflictividad del mundo parece aumentar cuantitativa y cualitativamente, por cuanto las perspectivas de conflicto y violencia se extienden a cualquier parte del mundo. Las tendencias del NOM apuntan, según Hobsbawm, en este sentido: a) la brecha entre ricos y pobres se ampliará; b) el crecimiento demográfico se acelerará en el mundo y sólo los países que consigan estabilizar su población serán los que afronten en mejores condiciones los retos del futuro; c) la crisis ecológica del globo nos afectará a todos y exigirá medidas radicales y realistas; d) hay un debilitamiento del Estado-Nación, que ha visto erosionar su poder por la pérdida de competencias en favor de instituciones supranacionales y por la disminución de su fuerza y privilegios históricos dentro del marco de sus fronteras. En definitiva, nos dirá, si la humanidad ha de tener un futuro, no será prolongando el pasado o el presente. Si intentamos construir el tercer milenio sobre estas bases, fracasaremos. Y el precio del fracaso, esto es, la alternativa a una sociedad transformada, es la oscuridad.

El catedrático de la Universidad de Yale, Paul Kennedy, ha realizado también su aportación en su libro Hacia el Siglo XXI, sobre las tendencias que marcan este nuevo periodo intersecular. Para él, los retos serán los siguientes: a) el problema demográfico y medioambiental, con especial referencia a las migraciones y el efecto invernadero; b) el avance tecnológico, especialmente en el ámbito de la robotización, que provocará una selección entre los países que estarán en cabeza en el desarrollo tecnológico; c) los avances en biotecnología provocarán una menor demanda de productos agrícolas tradicionales del Tercer Mundo; d) el papel de las multinacionales será clave en la creación de un mercado global de bienes y servicios y en la generación de un capitalismo monopolista que trascenderá las fronteras para optimizar sus beneficios, gracias al control informático que le permitirá operar las 24 horas al día en los mercados internacionales de finanzas; e) la relativización, que no la desaparición, del papel del Estado como órgano de gestión administrativa de supuestas entidades soberanas.

Como conclusión, para el profesor de la Universidad Autónoma de Madrid, Juan Carlos Pereira Castañares, el NOM podría caracterizarse por las siguientes notas:

a) Desaparecida la tensión Este-Oeste, se incrementará hasta cotas desconocidas la tensión Norte-Sur, que se manifestará principalmente a través del aumento de los desplazamiento humanos del Sur al Norte, tal y como se indica en un reciente informe de la Trilateral, confirmado por ACNUR; el incremento de las desigualdades sociales y económicas entre los dos mundos; el deterioro del medio ambiente en el Sur, que afectará a las condiciones climáticas globales; la desesperación y frustración en el Sur conducirán a la inestabilidad política, el narcotráfico, el terrorismo y la violencia; la competencia por el espacio vital será permanente y el desigual poder mundial basado en el control por el Norte de la información, la electrónica y la informática, será también fuente de conflictos y desigualdades.

b) El mundo será más seguro, en el sentido de que la posibilidad de una guerra mundial desaparecerá, pero más inestable. Una inestabilidad que se manifestará a través de un aumento de los conflictos localizados, calificados por la OTAN como riesgos de naturaleza polifacética y multidireccional, de difícil predicción y valoración. Estos conflictos serán peculiares por cuanto se desarrollarán, por lo general, en el interior de los Estados, sin una clara distinción entre guerra civil o conflicto regional; las armas utilizadas se limitarán tecnológicamente a las armas convencionales o de corto alcance; el número de bajas será mayor entre la población civil que entre los integrantes de las fuerzas armadas; la paz se logrará con un mayor esfuerzo o con más dificultades y será más inestable.

c) La catástrofe de Chernobil, en abril de 1986, dio paso a una tercera característica del NOM: la preocupación por el medio ambiente y los cambios climáticos. Durante la Guerra Fría estas cuestiones pasaron a un segundo plano, e incluso se cometieron verdaderas atrocidades como en la actualidad se está poniendo de manifiesto. No obstante, la explosión de Chernobil, que según la OMS desprendió radiactividad equivalente a 200 veces las emisiones conjuntas de las bombas nucleares arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki, alentó un debate más serio y amplio sobre las cuestiones medioambientales, al constituir la peor catástrofe nuclear civil de la historia de la Humanidad. La posible repetición de una catástrofe en los 432 reactores que hoy siguen activos repartidos en 31 naciones y su reducida participación en la producción energética mundial, tan sólo el 6 %, ha abierto la era del declive de esta fuente de energía. No obstante, el accidente de la central ucraniana puso de manifiesto el deterioro del medio ambiente en el mundo, que muy bien reflejaba el Informe del Worldwatch Institute: desde 1970, el mundo ha perdido 200 millones de hectáreas de árboles, los desiertos han aumentado 120 millones de hectáreas y se han perdido 480.000 Tm. de capa vegetal, entre otros datos. Todo ello ha hecho que se hable de la necesidad de crear un Nuevo Orden Ecológico, cuyas bases se pusieron en la Conferencia de Río, celebrada en junio de 1992, en donde se firmó el Convenio sobre la Diversidad Biológica. A partir de entonces, se ha impulsado a los Estados a que cumplan tres reglas si desean sentirse seguros y mantenerse en una posición privilegiada en el NOM: sustituir el crecimiento por la protección del medio ambiente en las políticas económicas nacional y de desarrollo internacional; el liderazgo internacional se basará en fundamentos económicos y ecológicos, más que en los militares; los Estados deben ir reduciendo drásticamente el consumo de combustibles sólidos (petróleo y carbón), principales causantes del efecto invernadero, además de no derrochar la energía si quieren seguir teniendo un crecimiento económico y un desarrollo sostenible.

d) El Estado-Nación deberá adaptarse a las nuevas circunstancias internacionales. En el orden interno deberá hacer frente al nacionalismo de carácter territorial, en demanda del derecho de la libre autodeterminación de los pueblos (sólo en Europa hay 123 etnias diferentes), pero también el nacionalismo de carácter racial y xenófobo que es más peligroso, porque es excluyente y es la base de los movimientos neofascistas; junto a este proceso se desarrollará otro paralelo como será el que conduzca a una pérdida de las competencias nacionales y soberanas, para cerrar el proceso hay que destacar la ofensiva lanzada por los gobiernos, empresarios y ciertos partidos políticos contra el Estado del Bienestar, lo que creará problemas sociales y económicos, aún difícil de valorar. En el ámbito internacional la reaparición de las divisiones históricas y territoriales, que el sistema bipolar había controlado u oscurecido, ha incrementado la tensión regional; por otro lado, los Estados, ante la falta de liderazgo internacional y la regionalización del espacio, buscarán un nuevo acomodo en el NOM, confirmando su posición internacional pero también extendiendo su influencia sobre áreas de influencia anteriormente ocupadas por las superpotencias.

e) Por último, la inseguridad, la falta de valores o la preocupación por el deterioro del medio ambiente y el aumento de la pobreza, que todos conocemos a través de la aldea global de las comunicaciones en la que estamos insertos, ha conducido a un aumento de los movimientos sociales que pueden definirse según Arturo García en la revista Documentación Social, como: un intento colectivo de promover un interés común, o de asegurar un objetivo compartido, mediante la acción colectiva en el exterior de la esfera de las instituciones establecidas. Se tratará, en definitiva, de impulsar a la sociedad civil en los Estados y a nivel internacional para que intervenga ante el vacío que ha dejado el orden de la Guerra Fría, para que presione a las autoridades y organismos gubernamentales y que actúe allí donde sea necesario en pro de la supervivencia de la humanidad. Estos movimientos han impulsado, principalmente, el ecologismo, el derecho humanitario, el pacifismo y la ayuda humanitaria, en la que están fuertemente comprometidos los jóvenes, sin cuya ayuda el mundo del S. XXI no podrá superar los errores del pasado.

HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL

TEMA 6. LA DESCOLONIZACIÓN Y EL DESARROLLO DE LAS NACIONES EXTRAEUROPEAS.

EL MOVIMIENTO DESCOLONIZADOR

Concepto de descolonización y sus orígenes.

El mundo de hoy no puede comprenderse sin la atención a la descolonización, proceso que ha modificado las relaciones entre los continentes, cuya importancia ha sido resaltada por René Remond: Si se quiere reducir la historia política del mundo de los dos últimos siglos a algunos elementos constitutivos, habría que retener la revolución de 1789, la Revolución rusa de 1917 y la emancipación de los continentes sometidos desde hace siglos a la dominación de Europa y del hombre blanco. El término descolonización es utilizado por vez primera por el periodista francés Henri Fronfrede en un manifiesto “De la descolonización de Argelia”, incluido en el Memorial Bordelés (1837). Durante el S. XIX el término se olvidó para ser recuperado por el comunista indio Roy en una obra de 1927. Después de la Segunda Guerra Mundial se multiplican los libros y ensayos que analizan el proceso de disolución de los imperios coloniales. Siguiendo a E. J. Osruñczyk, pude definirse la descolonización como el proceso de liquidación del sistema colonial en el mundo y la creación de Estados independientes en los antiguos territorios dependientes. La descolonización es, pues, la lucha de los pueblos asiáticos y africanos contra el predominio europeo que hace desaparecer así, en treinta años, (1945-1975), los poderosos imperios coloniales creados a fines del S. XIX.

En un sentido amplio, no sólo a partir de la Segunda Guerra Mundial los territorios dependientes de las naciones europeas logran su independencia, pues ya durante los S. XVIII y XIX las colonias americanas habían conseguido separarse de las metrópolis: los EE.UU. (1776), de Inglaterra, las repúblicas hispanoamericanas (1820-21 y 1898) de España, y el Brasil de Portugal (1822). No obstante, en todos estos casos no existe descolonización sino secesión, protagonizada por los descendientes de los colonos de estos países.

La Segunda Guerra Mundial y sus consecuencias sobre los imperios coloniales europeos.

Los orígenes inmediatos de la descolonización se encuentran realmente entre las dos guerras mundiales, y es a partir de 1945 cuando aparecen los elementos favorables que aceleran este proceso. Los más importantes son los siguientes:

a) Las consecuencias de las dos guerras mundiales.

Los dos grandes conflictos bélicos que tienen su centro en Europa principalmente, y el segundo también en Asia, durante la primera mitad del S. XX -la “era de la violencia” entre 1914 y 1945- tienen unas inmediatas consecuencias en las relaciones entonces existentes entre las metrópolis y sus respectivas colonias, creando una nueva situación en sus vínculos de intercambio y dependencia. Las repercusiones de ambas guerras en la alteración y transformación de tales relaciones se producen no sólo por el progresivo debilitamiento del poder europeo, sino también, y principalmente, por la propia evolución y situación de los Imperios coloniales durante los conflictos y por algunas de las medidas y actitudes internacionales adoptadas por los países vencedores en las respectivas posguerras.

Las consecuencias en la situación y evolución de los Imperios coloniales fueron principalmente de cuatro tipos, siendo más acusadas con ocasión de la Segunda Guerra Mundial que en la Primera: 1º. Territoriales, al realizarse una redistribución colonial tras la Primera Gran Guerra, y transformarse amplias regiones geográficas, tanto de Asia como de África, en escenarios de combates y frentes de batallas durante la Segunda Guerra Mundial; 2º. Económicas, ya que las colonias contribuyen de manera decisiva al esfuerzo bélico con la aportación de sus materias primas y la creación de industrias complementarias al servicio de la metrópoli; 3º. Sociales, por la utilización de contingentes humanos coloniales que, integrados en los ejércitos europeos victoriosos, experimentan un profundo cambio, tanto individual como colectivo, en sus actitudes mentales y sociales ante los europeos; y 4º. Políticas, principalmente en el caso de Asia durante la Segunda Guerra Mundial por la actitud de Japón que, al expandirse y ocupar los países orientales, representa un auténtico poder asiático que va logrando la victoria sobre el colonialismo occidental, fomentando los nacionalismos asiáticos latentes en las colonias frente al poder europeo.

Las actitudes internacionales adoptadas por los países vencedores en las respectivas posguerras van a tener inmediatas repercusiones sobre el mundo colonial, favoreciendo su transformación, lo que se aprecia, en primer lugar, en las orientaciones políticas seguidas al término de la Primera Guerra Mundial en el marco de la Sociedad de Naciones, y sobre todo durante el transcurso de la Segunda Guerra Mundial, cuando, desde algunos sectores entre los aliados, va surgiendo la idea de la internacionalización y la autodeterminación y soberanía de los territorios dependientes, que tiene una primera formulación en la Carta del Atlántico firmada por el presidente norteamericano Roosevelt y el primer ministro británico Churchill en agosto de 1941, y que dio lugar a diversas interpretaciones; al terminar el conflicto bélico, las nuevas circunstancias mundiales hacen que esta inicial y moderada política sea proseguida e intensificada por la ONU.

b) La evolución de los pueblos afroasiáticos colonizados.

Un factor de importancia fundamental para la eclosión del proceso descolonizador fue la propia evolución en el sentido de progreso y desarrollo de los pueblos afroasiáticos colonizados, que ha llevado a algunos autores a hablar del “ascenso de los pueblos de color”; estos pueblos han ido adquiriendo, con el transcurso de los años, conciencia de su situación y han organizado su resistencia contra la dependencia colonia, manifestada desde la hostilidad de las poblaciones hacia el predominio europeo hasta la organización de movimientos nacionalistas de lucha antioccidentales; esta evolución puede apreciarse en una serie de aspectos y actividades.

En primer lugar, las sociedades afroasiáticas han experimentado un continuo proceso de transformaciones y crecimiento interno en sus diversos planos económico-sociales, tanto en relación con lo que los autores llaman “el impacto de Occidente”, por la acción del colonialismo, como por la dinámica propia de estas sociedades, actuando así y siendo muestra de tal evolución los siguientes factores: 1º. Las transformaciones económicas operadas por la vinculación al desarrollo económico colonial y que se manifiestan en el crecimiento demográfico, los nuevos puestos de trabajo, la expansión de las comunicaciones, la producción de los sectores económicos, y el aumento del nivel de vida y el bienestar; 2º. Los cambios sociales motivados por la alteración, al sufrir el contacto con el colonialismo, de las estructuras sociales indígenas, que si mantienen la base social de las oligarquías tradicionales, que se someten y se adaptan al hecho colonial, provocan la aparición y formación de las nuevas clases sociales de las burguesías nacionales y los grupos medios, así como la configuración como masas sometidas de obreros y campesinos; y 3º. Los movimientos culturales e ideológicos a partir de la extensión de la enseñanza y formación intelectual: por un lado, por la asimilación de los sistemas ideológicos occidentales, como el cristianismo, la democracia, el liberalismo y el socialismo, y, por otro, por la reacción antioccidental y la búsqueda y la renovación de las propias ideas y valores tradicionales, con la afirmación de las identidades históricas propias frente al colonialismo occidental.

Unido a los indicados factores de crecimiento y transformación económico-social y cultural se ha producido, también como factor de evolución de tales pueblos, el despertar de estas sociedades colonizadas basando en unos sistemas de valores propios la afirmación de su personalidad histórica que será el soporte ideológico de los movimientos nacionalistas, de la lucha contra el imperialismo y el fundamento de sus independencias; estos movimientos de renovación ideológica y de afirmación antioccidental son, principalmente: 1º. El Asiatismo, tal como lo define H. Grimal; 2º. El Arabismo, entre los pueblos árabes, y el Islamismo, entre los árabes y los musulmanes no árabes, a través de las distintas tendencias de renovación y modernización, en cada caso, como las representadas por la Universidad de El-Azarh en El Cairo, de carácter reformador puritano, y la de los reformadores modernistas, asimilando aspectos occidentales, como la experimentada en Turquía, quedando para más adelante los intentos de ensamblar islamismo y socialismo; y 3º. La Negritud como exaltación de los valores tradicionales negroafricanos, que fue un concepto elaborado por L. S. Senghor, A. Césaire y L. Damas cuando, en 1934, fundan la revista El estudiante negro en París, siendo después extendido y ampliado por Senghor y vinculado al concepto de africanidad, mientras que más adelante se intentará también elaborar unas afinidades entre africanismo y socialismo por otros dirigentes africanos que dan como resultado las llamadas “vías del socialismo africano”.

Un tercer conjunto de factores que actúan a favor de la descolonización de los pueblos afroasiáticos y que son muestra en este caso de su evolución y madurez política está representado por el desarrollo del nacionalismo, y se concreta en la formación de los movimientos y partidos nacionalistas que surgen entre estos pueblos y que si, por un lado, tienen como base unas realidades previas de carácter económico, social e ideológico, por otro, se proyectan en un nacionalismo político que se manifiesta rápidamente a través de los partidos que actúan a favor de la independencia. Para G. Barraclough, que ha tratado sobre los diversos tipos de nacionalismos afroasiáticos, se pueden distinguir tres tendencias: los nacionalismos conservadores y oligárquicos de base y expresión cultural e ideológica; los nacionalismos liberales con proyección política moderada, y los nacionalismos populares de carácter revolucionario. Al mismo tiempo, hay que señalar que los nacionalismos afroasiáticos se expresan y desarrollan a partir de un doble marco: por un lado, sobre la base de la tradición y la historia del propio pueblo como herencia de una identidad y comunidad nacionales, y, por otro, a través de las coordenadas creadas por el colonialismo como configuradoras de la nueva nación.

Los movimientos y partidos nacionalistas más activos políticamente a favor de la independencia de sus respectivos países han sido: 1º. En Asia, el Partido del Congreso fundado en 1885 en la India Británica, la Liga Musulmana creada en 1906 para los musulmanes de la India y que dará nacimiento a Pakistán, el Kuomintang en la China republicana de 1911, el Viet-Minh en 1941 en la Indochina francesa, y en Indonesia encuentra su cauce en los cinco principios del Pantjasila del Partido Nacional Indonesio; 2º. En los países árabes se desarrollan los nacionalismos entre los pueblos del Próximo Oriente y los norteafricanos, como son, en este último caso, en Marruecos el movimiento de Abd-el-Krim en 1923-1925 con la República del Rift, y después el partido nacionalista conservador del Istiqlal fundado en 1937, en Argelia se expresa en la organización de varios grupos y a través del “Manifiesto del Pueblo Argelino” en 1943, en Túnez esta representado por los partidos Destur en 1920 y Neo-Destur en 1934, y en Egipto en la organización de los Hermanos Musulmanes, fundada en 1928, y después en torno a los Jóvenes Egipcios; y 3º. En África subsahariana, los movimientos nacionalistas tienen unos caracteres peculiares: son más tardíos en su formación y menos radicales en su origen, se encuentran más apegados a los marcos administrativos coloniales, oscilan en sus comienzos entre unas bases regionales amplias y tribales más que estrictamente nacionales, y si bien se orientan pronto hacia la acción política, en algunos casos se afirman y radicalizan como movimientos guerrilleros de lucha anticolonialista. En el África británica, las primeras organizaciones políticas de tipo nacionalista se encuentran en Costa de Oro, donde hacia 1920 se creó el National Congress of British West África, y en 1949 el Convention People´s Party por K. Nkrumah, mientras en Nigeria se manifiesta en la “Carta del Atlántico y el África Occidental Británica”, de N. Azikiwe en 1943; en el África francesa se registran, más limitados e imprecisos, en Senegal, en torno a las actividades de L. S. Senghor, quien en 1948 fundó el Bloque Democrático Senegalés, y en Costa de Marfil, donde F. Houphouet-Boigny creó en 1946 la Unión Democrática Africana, que se propagó por África Occidental y Ecuatorial francesas.

Por último, en el conjunto de la evolución de los pueblos colonizados, son también factores de singular relieve los movimientos de solidaridad entre los pueblos afroasiáticos, que fomentan sobre la base de una identidad racial, cultural o continental, las relaciones y la unidad entre ellos, así como la acción común, tanto sociopolíticas como ideológicoculturales, en su enfrentamiento global contra el colonialismo europeo, y que se concreta en una serie de tendencias y corrientes que celebran reuniones y organizan asociaciones a nivel internacional de creciente talante antioccidental. Los principales movimientos de solidaridad afroasiáticos, según expone Butros Gali, son: 1º. El Panasiatismo entre los pueblos de Asia, que celebran reuniones desde 1926 y que desemboca, tras distintas fases, en la Conferencia de Bandung en 1955, cuna del afroasiatismo no alineado; 2º. El Panislamismo como movimiento de unión entre los pueblos islámicos de Asia y de África, que celebra diversas conferencias desde 1902 con predominio de los aspectos religiosos y socioculturales sobre los políticos; 3º. El Panarabismo que es la corriente favorable a la unión de los pueblos árabes, iniciado en Egipto, y que desembocará en la constitución en la Liga de Estados Árabes en 1945; y 4 º. El Panafricanismo o movimiento de unión y solidaridad entre los pueblos africanos, cuyo desarrollo se inicia en 1919 por el negro norteamericano W. E. B. Du Bois y, tras la celebración de cinco Congresos internacionales entre 1919 y 1945, desembocará, tras la independencia de Ghana en 1957 y la actividad de su presidente K. Nkrumah en la constitución de la OUA en 1963.

c) La acción de las fuerzas internacionales.

La evolución de las ideas y de la conciencia internacional, tanto en lo que respeta a la posición de la Iglesia como de las fuerzas ideológicas y políticas mundiales, que se fueron mostrando opuestos a los abusos del colonialismo expresando una crítica anticolonialista y defendiendo las ventajas de la descolonización, contribuyó también de manera decisiva en la iniciación de este proceso. Existe en el pensamiento occidental una tradición anticolonialista, con base histórica de siglos, desde Las Casas a Marx -como han estudiado M. Merlé y R. Mesa- y que se han continuado hasta nuestro tiempo a través de diversas tendencias y corrientes, manteniendo una común actitud crítica hacia el colonialismo en amplios sectores públicos, tanto nacionales como internacionales.

Entre los sectores intelectuales y religiosos es muestra de tal actitud, entre los primeros, la fundación en Bruselas, en 1927, de la Liga contra el Imperialismo, integrada por intelectuales y políticos que proclaman la necesidad de la independencia de las colonias, coordinando su acción en este sentido con otras fuerzas y corrientes anticolonialistas. Y entre los sectores religiosos toman igualmente posturas las Iglesias cristiana y católica a favor de la descolonización, en especial desde 1942, con ocasión de la Conferencia de las Iglesias reformistas americanas, y con la declaración de 1946 de las Iglesias protestantes.

La orientación política de Estados Unidos ha sido también claramente favorable a la descolonización, manifestada en declaraciones y actitudes políticas que aunque en ocasiones van a incurrir en contradicciones prácticas, desean mantener la posición tradicional norteamericana, iniciada en su propia historia, de ayuda a los pueblos sometidos para la obtención de su independencia. Antecedente claro, en este sentido, es la Doctrina Monroe en 1823, y en esta tendencia contra el colonialismo se expresa modernamente el presidente W. Wilson en su mensaje de 1913 sobre Filipinas y en su programa de Catorce Puntos en 1918; más adelante mantuvo esta misma línea el presidente F. D. Roosevelt, manifestada en la Carta del Atlántico de 1941 y en sus declaraciones de 1942, así como en la Declaración de las Naciones Unidas sobre la independencia nacional del Departamento de Estado en 1943. Desde 1945, con la nueva situación internacional creada al final de la guerra, se aprecian matizaciones correctoras en esta política, si bien mantiene vigente la teoría, suponen modificaciones en su aplicación práctica -de ahí las contradicciones en ocasiones- y que, ya expresadas en la Conferencia de Yalta en febrero de 1945, se continúan durante los tiempos de la Guerra Fría.

El socialismo marxista ha sido siempre, desde sus comienzos, claramente anticolonialista habiendo realizado en todo momento una fuerte crítica del colonialismo y manifestándose a favor de la libertad y contra la explotación de los pueblos oprimidos. La acción de la ideología marxista contra el colonialismo se puede seguir en sus distintos momentos y manifestaciones: 1º. La postura del socialismo como ideología y actitud política fue claramente anticolonialista: la II Internacional se planteó, en sus Congresos celebrados con anterioridad a la Primera Guerra Mundial, la cuestión colonial expresando una condena de la explotación colonialista, como en el de Stuttgart en 1907; 2º. La política de la Unión Soviética, como socialismo marxista estatal tras el triunfo de la revolución bolchevique en Rusia, fue favorable a la independencia de las colonias: expresiones de esta política fueron la declaración del Segundo Congreso de los Soviets, y el plan de emancipación de los pueblos de la Unión Soviética en 1921, para las propias colonias rusas, y, en el plano internacional, las declaraciones contra el imperialismo de los Congresos de la Internacional Comunista, como las tesis sobre las cuestiones coloniales y nacionales, expuestas en 1920, en el II Congreso por iniciativa de Lenin, que ya se había manifestado sobre este asunto en 1916; la actitud de Lenin fue continuada como política oficial de la U.R.S.S., que apoyó en todo momento las independencias de las colonias frente a su explotación por los países capitalistas occidentales; 3º. El marxismo actuó también al ser la ideología aceptada y seguida por diversos movimientos y partidos nacionalistas y revolucionarios de las propias colonias, que realizan su lucha por la independencia siguiendo los principios de la revolución marxista, y que llegan a constituir los nuevos países independientes, donde triunfan, sobre la base del socialismo, con varios matices y tendencias; y 4º. El marxismo actúa, igualmente, a favor de la descolonización en el plano de los partidos socialistas y comunistas de los países europeos colonialistas, al hacer una crítica de la situación y la política nacionales de los partidos capitalistas burgueses y mostrase en general a favor de la concesión de la independencia, y otros beneficios a las colonias, aunque prestándose en ocasiones a interpretaciones y matices.

d) La actitud de las potencias colonialistas.

La actitud política seguida por las potencias europeas poseedoras de Imperios coloniales respecto a sus colonias, en sus intentos de adaptarse a las realidades del mundo al término de la Segunda Guerra Mundial, va a tener el doble carácter, por un lado, de ser consecuente con la tendencia general a favor de la descolonización, y, por otro, de actuar como causa y favorecedora de las independencias coloniales. Al final de la Primera Guerra Mundial la posición política europea era todavía sólidamente partidaria del mantenimiento del sistema colonial en todo su vigor, convencidos aún los gobiernos metropolitanos de la conveniencia y beneficios del colonialismo.

Durante los años de entreguerras, y en especial desde la Segunda Guerra Mundial, las potencias europeas van tomando conciencia del cambio que se ha ido operando, tanto en las colonias afroasiáticas a nivel nacional de cada colectividad, como en relación con el nuevo talante internacional. Con la finalidad de adaptarse a las nuevas realidades de posguerra, se adoptaron y establecieron por los gobiernos europeos una serie de normas y medidas sobre la administración colonial, que aunque inicialmente estuvieron motivadas por el deseo de continuar manteniendo el control sobre las colonias, modificando de alguna manera y formalmente el régimen colonial, fueron estableciendo unas nuevas relaciones entre las metrópolis y las colonias y preparando la marcha de éstas hacia la independencia política.

Entre las potencias colonialistas fueron especialmente Gran Bretaña y Francia las que llevaron la iniciativa en este sentido, consiguiendo la primera crear un modelo nuevo de estructura imperial, con originales y perdurables relaciones entre la metrópoli y los territorios coloniales cuando éstos acceden a la independencia. En segundo lugar, Holanda y Bélgica intentaron tardíamente establecer esas nuevas relaciones, pero no acertaron en la consecución de ese nuevo y necesario modelo. Por último, Portugal y España ni siquiera se lo propusieron mostrándose opuestos a la descolonización, y desplegaron una errónea política de “provincialización” de sus colonias que desembocó en la ruptura y el conflicto coloniales. Los modelos, por tanto, de una acertada y programada política descolonizadora son los realizados, sobre todo, por Gran Bretaña, y en segundo lugar por Francia.

Gran Bretaña inició una política de transformación en sus colonias de poblamiento de origen británico que marcó la evolución del Imperio a la Comunidad Británica, y que como modelo de descolonización sirvió para ser aplicado a todas sus colonias. En esta evolución del Imperio a la Comunidad se distinguen varias fases, señaladas por H. Grimal: 1ª. Desde el S. XVII hasta 1919 se registra la formación, expansión y desarrollo del gran Imperio colonial británico que llega a alcanzar la plenitud de su poder político y economía imperialista, al tiempo que en su último periodo comienzan a concederse Constituciones de federación y autonomía a las colonias de poblamiento británico transformándose en Dominios: Canadá en 1867, Australia en 1901, Nueva Zelanda en 1907 y la Unión Sudafricana en 1909; 2ª. Entre 1919 y 1945 se da el paso definitivo y jurídico del Imperio a la Commonwealth, al promulgarse en 1931 Estatuto de Westminster que es la carta constitucional del nacimiento de la Comunidad Británica, integrada por los Dominios independientes; 3º. De 1945 a 1965 se registra la transformación de la Comunidad al irse integrando en ella las antiguas colonias de Asia y África que van accediendo a la independencia; y 4ª. Desde 1966, tras unos años de crisis y conflictos internos, la Comunidad se renueva y se adapta con su nuevo carácter a los nuevos tiempos, con la integración de las últimas colonias de Oceanía y el caribe, recuperando en nuestro tiempo su papel internacional y sustituyendo al viejo Imperio, del que sólo quedan residuos aislados. De esta manera, la Comunidad Británica es muestra de lo acertado de la política descolonizadora seguida por Gran Bretaña.

La política francesa de descolonización fue más tardía que la británica, no siguió unas líneas tan coherentes de actuación, estuvo más vinculada al proceso político nacional francés, y no llegó a consolidar un marco constitucional como la Commonwealth; pero a pesar de todo ello hubo, en determinados momentos, conciencia de la nueva realidad colonial, de la necesidad de los cambios y adaptaciones, y de la realización de rectificaciones y ajustes a tiempo, y los sucesivos gobiernos franceses fueron estableciendo las disposiciones administrativas y jurídicas convenientes para realizar una determinada política descolonizadora. En el proceso descolonizador francés se observan varias fases, señaladas por X. Yacono: 1ª. Entre 1919 y 1939, en la época de plenitud del poder imperialista francés bajo la III República, se aprecian ya los primeros síntomas de cambio con la evolución hacia la autonomía de los Mandatos del Próximo Oriente; 2ª. Durante la Segunda Guerra Mundial, con la metrópoli ocupada y dividida, el Imperio queda también fraccionado, apreciándose los rasgos de la crisis colonial en Indochina y en el Magreb, y siendo exponente de la necesidad de nuevas medidas la Conferencia de Brazzaville, con asistencia de De Gaulle, en 1944; 3º. Desde 1946 hasta 1958 son los años de la Unión Francesa como institución que enmarca las relaciones metrópoli-colonias, contenida en la Constitución de la IV República, hasta que los conflictos y las rupturas coloniales en Vietnam y en el Magreb determinaron la promulgación de la Ley-marco en 1956; y 4ª. Por último, entre 1958 y 1960, con la Constitución de la V República se da nacimiento a la Comunidad Francesa como nuevo organismo que sustituye las viejas estructuras coloniales en las relaciones entre la metrópoli y los territorios dependientes del África subsahariana que evolucionan ya decididamente hacia la independencia, rompiendo cualquier superado condicionamiento colonial, y provocando seguidamente la disolución de tal Comunidad al crearse nuevas vinculaciones entre la metrópoli y las nuevas Repúblicas africanas independientes.

e) La política de los organismos mundiales.

Otro factor que ha actuado en el plano internacional a favor de la descolonización ha sido la política seguida en relación con los territorios coloniales por las dos más importantes organizaciones mundiales creadas en ambas posguerras: la Sociedad de Naciones y las Naciones Unidas.

La Sociedad de Naciones al término de la Primera Guerra Mundial, se ocupó de regular la situación en que habían de quedar los territorios dependientes de los países derrotados en el conflicto: Alemania y Turquía, y se creó el sistema de Mandatos internacionales, establecido por el artículo 22 del Tratado de Versalles de 1919 que afectó a los países árabes del Próximo Oriente -Mandatos A-, las colonias africanas, excepto África del SO. -Mandatos B-, y las islas y archipiélagos alemanes del Pacífico -Mandatos C-.

Tras la Segunda Guerra Mundial, fue la ONU la que asumiendo la herencia de la Sociedad de Naciones y recogiendo los principios contenidos en la Carta del Atlántico y en otros documentos análogos, sostuvo la política de internacionalización de las colonias y planteó la cuestión colonial en términos favorables a la progresiva autodeterminación de todos los territorios dependientes y el acceso a la independencia de la totalidad de las colonias. La ONU se comprometió así desde sus comienzos en una política descolonizadora que evolucionó desde unas primeras formulaciones de compromiso a favor del proceso autonómico, ante las rivalidades en su seno entre los partidarios del viejo colonialismo y los defensores de la descolonización, hasta la expresión de un radical anticolonialismo con la condena del colonialismo y el apoyo decidido a la independencia y la descolonización de todas las colonias.

La ONU realiza, así, en el marco de sus diversas instituciones y organismos, una activa política de descolonización, en cuya evolución hay que señalar varios momentos: 1º. La Carta de las Naciones Unidas, firmada en la Conferencia de San Francisco en junio de 1945, contiene una declaración relativa a territorios no autónomos -capítulo XI- y otros sendos capítulos -XII y XIII- sobre Régimen internacional de Administración fiduciaria y el Consejo de Administración fiduciaria; 2º. La Declaración sobre la independencia de los países y pueblos coloniales, aprobada por la Asamblea General en diciembre de 1960, creándose seguidamente, en 1961, el Comité de Descolonización; y 3º. En noviembre de 1972 la Asamblea General aprobó una resolución en la que se hacía constar que el mantenimiento del colonialismo constituía una amenaza para la paz y la seguridad internacionales. Pero para estas fechas, la descolonización, o al menos la independencia política , se había conseguido ya prácticamente en todo el mundo.

-->Los movimientos de emancipación de posguerra: tipologías y consecuencias[Author:.].

Barrraclough distingue tres vías distintas que va a seguir el movimiento descolonizador: la vía pacífica es aquella en que la independencia se adquiere sin derramamiento de sangre, bien por la concesión de plenos derechos a los ciudadanos de las colonias (asimilación), o bien mediante pasos graduales hasta la definitiva independencia (vía pactada). Ésta fue propugnada fundamentalmente por Inglaterra (el ex gobernador Robert Delavignette), y en menor medida por Francia, supuso la preparación de la emancipación de los pueblos afroasiáticos mediante la asunción progresiva de mayores cotas de autogobierno y la implantación de instituciones políticas a imagen y semejanza de las europeas, hasta que, de común acuerdo metrópoli y colonia, se proclaman la independencia y soberanía de esta última.

Aunque este procedimiento descolonizador no está exento, a veces, de tensiones, e incluso disturbios, la violencia incontrolada por ambas partes es característica de la vía revolucionaria (Franz Fanon sostiene que la descolonización es siempre un fenómeno violento). . En ella, la resistencia de la metrópoli a conceder la independencia genera un malestar entre la población colonial, que se organiza en movimientos clandestinos, frecuentemente guerrilleros, capaces de provocar una guerra colonial de desgaste que obliga, por fin, a la opinión pública de la potencia colonial a conceder la independencia y transferir el gobierno a grupos políticos radicalizados

En determinados casos, fases de negociación y etapas caracterizadas por el uso de la fuerza se entrelazan por los más variados motivos en el desarrollo del proceso descolonizador, en lo que se llama vía mixta.

Fases y características comunes.

El proceso descolonizador casi completo a niveles formales en nuestros días ha traído una secuela de inadaptaciones, zozobras e incertidumbres sobre los nuevos países y los pueblos que accedieron a la independencia. Los fenómenos internos observables en las sociedades afroasiáticas pueden sintetizarse en los siguientes puntos:

a) Neocolonialismo. Supone el acceso a la independencia política, mientras que el control económico y la explotación de las riquezas continúa en manos de la antigua nación colonizadora o de las nuevas potencias económicas capitalistas (EE.UU., Alemania, Japón). Así se perpetúa la dependencia colonial, se impide el desarrollo de una industria y una agricultura que responda a las necesidades nacionales, y se mantiene la injerencia foránea en los problemas internos de los nuevos países.

b) Subdesarrollo económico. Caracterizado por la influencia de una serie de elementos: baja renta per cápita, hambre generalizada, enfermedades infecciosas crónicas, alto crecimiento demográfico, atraso de la agricultura, insuficiente infraestructura de comunicaciones, industrialización escasa, mayoritario analfabetismo y ausencia de suficientes cuadros técnicos preparados. Como causas desencadenantes de esta situación se han apuntado tanto el bajo nivel de desarrollo de estas sociedades antes de la colonización, como los efectos de la explotación colonial que se perpetúan a través del neocolonialismo.

c) Ausencia de una estructura social estable. Perviven arcaicas estructuras tribales o de castas junto a oligarquías dominantes y nuevas clases sociales surgidas en los últimos años: burguesías comerciales conservadoras o avanzadas y grupos populares con tendencia revolucionaria formados por obreros y campesinos.

d) Multiplicidad de sistemas políticos. A pesar de la influencia de las potencias coloniales, los nuevos países raramente han logrado establecer y mantener unos sistemas de democracia liberal representativa según los modelos europeos. La carencia en su estructura social de clases medias o burguesías e incluso la inarticulación de cada país, que se adapta en su configuración territorial a las fronteras coloniales y no a las culturales o naturales son los elementos que han impedido este logro, Por el contrario, se han buscado otras fórmulas que intentan modelos originales basados en la tradición de estos pueblos o bien soluciones autoritarias o revolucionarias más o menos radicales. En la práctica, los modelos más seguidos son: las dictaduras militares bajo protección de los países occidentales (Zaire); las dictaduras de partido único de contenido vagamente socialista y nacionalista (Irak); las monarquías tradicionales y feudales aliadas de EE.UU. (Arabia Saudí); los regímenes comunistas llegados al poder tras una revolución o guerra civil (Vietnam, Cuba) y regímenes populistas autoritarios (Perú). Sólo en pocos países perviven, al menos formalmente, sistema de democracia parlamentaria (India).

Este proceso tiene sus antecedentes históricos en las independencias americanas, entre finales del S. XVIII y comienzos del XIX, y en su desarrollo durante la época actual ofrece diversas fases y caracteres, a partir de sus orígenes en el periodo de entreguerras, que son:

1ª. Entre 1945-1955, en la inmediata posguerra, que constituye la primera fase de la descolonización, se extienden los movimientos nacionalistas principalmente por Asia, y se registran revoluciones e independencias de la casi totalidad de los países de Asia Oriental, Meridional y del Sudeste, así como del Próximo Oriente, culminando este proceso en la Conferencia de Bandung (1955), que reúne por primera vez a los países afroasiáticos independientes y los configura como una nueva fuerza internacional.

2ª. De 1955-1975 es la fase central de la descolonización en la que toma carácter toma carácter formal el llamado Tercer Mundo, y a través de varios movimientos, que tienen como antecedente inmediato la revolución egipcia de 1952, se propagan los movimientos nacionales y de liberación africanos, y se producen igualmente las revoluciones e independencias de los países de África que se constituyen como Estados independientes. También durante esta fase se completan y culminan las independencias y revoluciones de los países árabes y asiáticos.

3ª. Entre 1975-1995 se extiende la última fase de la descolonización en la que se registran las independencias de los países de África Austral, foco de resistencia blanca, que completan el proceso junto con las últimas revoluciones africanas. Igualmente a lo largo de esta fase culminan las independencias de los países y territorios de Oceanía y el Caribe, y finalmente la obtienen los países de Asia Central. Se cierra así el proceso de descolonización, y al final del mismo no existen ya prácticamente territorios dependientes en el mundo, excepto algún residuo colonial diferenciado y singular en su problemática precisa, de los viejos y superados imperialismos, como resto aislado de la época colonial.

EL LEJANO ORIENTE ASIÁTICO

La “rebelión de Asia”, concepto utilizado por R. Levy y otros autores, contra el colonialismo occidental que dominaba el continente, puede precisarse en torno a unos rasgos y caracteres concretos, que también recoge Lenin cuando escribió sobre “el despertar de Asia”. En primer lugar, es expresión de un sentimiento colectivo antioccidental que se manifestó a través de un largo proceso de sucesivos levantamientos asiáticos contra los europeos durante la misma época colonial, que van configurando el despertar de la conciencia asiática, y consolidando su afirmación de libertad frente al poder occidental. Los momentos claves de la rebelión de Asia están señalados por una serie de acontecimientos: la revolución Meijí en Japón en 1868, la victoria japonesa sobre Rusia en 1905, las repercusiones de la revolución soviética de 1917 en Mongolia y en las colonias rusas de Asia Central, que se transforman en Estados autónomos de la U.R.S.S., el largo proceso de la revolución china iniciado en 1911, el resurgimiento de los nacionalismos árabes, la resistencia y la perseverante lucha en la India, y los comienzos de la revolución Indochina, todo lo cual cristaliza en las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial sobre el mundo asiático, y lleva a escribir sobre “la reacción asiática contra Europa”.

En segundo lugar, la rebelión de Asia contra Occidente va a tener una doble formulación: por un lado, va a tomar la forma de lucha por parte de los nacionalismos a favor de la independencia contra el régimen colonial europeo, y, por otro, va a consistir en una revolución nacional, de carácter socialista y popular en ocasiones, contra las estructuras hasta entonces dominantes, favorecedoras del poder y la dependencia colonial europeas; resultado de ambos hechos, la independencia y la revolución será la descolonización de Asia.

Y en tercer lugar, como indica R. Levy, son un amplio conjunto de pueblos y naciones los que se rebelan contra Occidente: pueblos y naciones cuyo nacionalismo, por un lado, se afirma en una tradición y una historia que han sido alteradas por el dominio occidental y que desean recuperar, y que, por otro, se basan en unas nuevas realidades con nuevas ideas y nuevos medios que han de renovar esa historia recuperada. Expresión de tales pueblos y sus nacionalismos son sus dirigentes respectivos, que han llegado a ser los símbolos de la lucha contra Occidente y de las nuevas naciones independientes: son los casos de M. Gandhi y J. Nehru en India, de Sun Yat-Sen y Mao Tse-Tung en China, de Ho Chi Minh en Indochina, y de Sukarno en Indonesia, entre otros.

Esta descolonización de Asia cubre principalmente tres fases: 1ª. El periodo de entreguerras se caracteriza por el comienzo de la revolución china y el desarrollo de los nacionalismos asiáticos; 2ª. Entre 1945 y 1955 se registran la mayoría de las independencias asiáticas, que llevan a la Conferencia de Bandung; y 3ª. Desde 1955 hasta nuestros días se completan las últimas independencias asiáticas y se configura la definitiva Asia de las naciones. Además, en el mundo asiático hay que distinguir entre sus distintas regiones geohistóricas: Asia Oriental, Meridional del Sureste, Suroccidental (árabe-islámica), y Central, a las que puede añadirse Australasia-Oceanía.

Los factores y componentes que animan la rebelión de Asia contra Europa son diversos y complejos y se encuentran íntimamente unidos entre sí, actuando a lo largo del S. XX, principalmente durante el periodo de entreguerras.

La formación y el desarrollo de los nacionalismos asiáticos que surgieron entre estos pueblos son un factor clave que actuó de manera decisiva en esa rebelión de Asia, y que es a la vez expresión y medio de lucha por parte de los pueblos asiáticos; por un lado, tienen como base unas realidades previas de carácter económico, social e ideológico, y, por otro, son la manifestación de la formación de una nueva conciencia nacional, al principio difusa, que por último se proyecta en unos movimientos nacionalistas de carácter político que se pronuncia en fecha temprana a favor de la revolución y la independencia.

Los nacionalismos asiáticos se expresan y desarrollan a partir de un doble marco: por un lado, sobre la base de la tradición y la historia del propio pueblo como herencia de una identidad y comunidad nacional que hunde sus raíces en el pasado histórico precolonial, y, por otro, a través de las coordenadas creadas por el colonialismo, como configuradoras de la nueva nación, por medio de cuyas nuevas realidades actúan y se expresan. Los principales y más activos movimientos nacionalistas asiáticos a favor de la independencia de sus respectivos países fueron, entre otros, en la India, el Partido del Congreso fundado en 1885 y la Liga Musulmana creada en 1906 que dará nacimiento a Pakistán; el Kuomintang, en la China republicana en 1911; el Partido Nacional Indonesio en 1927 en Indonesia, y en 1930 se funda en la Indochina francesa el Partido Comunista que dará origen a la Liga Viet-Minh.

En cuanto a la dinámica interna de tales movimientos nacionalistas, G. Barraclough señala que su desarrollo se verificó en tres etapas: la primera puede identificarse con el “protonacionalismo”, que se esforzaba por salvar lo que se pudiera de la vieja herencia, y una de sus principales características era su propósito de revisar y rehacer la cultura autóctona a la luz de las innovaciones occidentales; la segunda fase consistió en la aparición de un nuevo grupo dirigente de tendencias liberales, generalmente con la participación de la clase media y las burguesías nacionales, y con un cambio de mandos y de objetivos; y la tercera etapa está representada por la ampliación de la base de resistencia contra las potencias coloniales mediante la organización de una masa de afiliados entre los campesinos y los obreros, y el establecimiento de vínculos entre los dirigentes y el pueblo. Este proceso se desarrolla a distinto ritmo en los diferentes países. Y resulta evidente que se han de buscar en el interior de Asia los resortes de su dinamismo y evolución encontrándose entre sus rasgos básicos una evolución política complicada por el juego recíproco de los problemas de modernización, liberación nacional y lucha social, y que se encarna a través de tales nacionalismos asiáticos.

El Asiatismo o Panasiatismo como movimiento de solidaridad y cooperación que sobrepasa el marco nacional influye en las resistencias nacionales antioccidentales de los pueblos asiáticos. Se trata de un movimiento de naturaleza histórica que tiende a lograr la aproximación y la colaboración entre los pueblos de Asia en su actitud común contra Europa. El Panasiatismo, en el marco de un continente tan complejo, tiene en sus comienzos y contenido difuso, y un desarrollo irregular, como un viejo sueño de fraternidad continental entre los pueblos asiáticos frente al generalizado dominio europeo, y es expresión de una vaga conciencia continental común. Pero consigue su desarrollo desde sus orígenes en los comienzos del S. XX, concretándose en la celebración de Congresos continentales desde 1936 bajo la influencia de Japón, y desde 1947 de la India, y alcanza su importancia histórica en la formulación de esa conciencia y en la expresión de la lucha antioccidental que desemboca y se materializa en la Conferencia afroasiática de Bandung en 1955. Este renovado Panasiatismo se presenta así como un fundamental movimiento de emancipación de los pueblos asiáticos.

El marxismo, en su expresión como marxismo-leninismo o comunismo, ocupa un lugar destacado entre las fuerzas de Asia Oriental, Central y del Sudeste desde el término de la Segunda Guerra Mundial y es otro factor fundamental en la rebelión de Asia. Ante todo, con la elaboración del plan de emancipación de los pueblos de la Unión Soviética en 1921, para las propias colonias rusas de Asia Central, que se transforman en Estados autónomos dentro de la U.R.S.S., y con su influencia inmediata en Mongolia. Sobre la existencia del comunismo asiático, escribe J. Chesneaux que durante el periodo de entreguerras, y en especial inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, se implantó sólidamente tal comunismo en Asia y se convirtió rápidamente en una fuerza político-social, haciendo así el continente asiático que el marxismo fuera mucho más que una corriente política occidental. Para explicar este hecho se han de tener en cuenta tres factores básicos: las condiciones sociales, el momento histórico y el aspecto cultural.

El comunismo asiático nació de la conjunción entre la acción de un proceso interno -la evolución del ala radical de los movimientos nacionales-, y otro proceso externo -la extensión a Asia del campo de actividad del Komintern-, existiendo una íntima interdependencia entre ambos procesos. La historia de los Partidos Comunistas de Asia se subdivide en dos amplias fases: la primera, durante el periodo de entreguerras, en la que fueron sólo secciones locales de un aparato internacional de acción revolucionaria, como era el Komintern; y la segunda, desde la Segunda Guerra Mundial, tras la disolución de aquel organismo en 1943, se constituyeron en organizaciones políticas nacionales autónomas. Una de las cuestiones fundamentales de la historia de estos Partidos Comunistas asiáticos es la de las relaciones entre tales Partidos y los movimientos nacionales de sus respectivos países; y otra cuestión también es la de las alianzas tácticas entre el movimiento comunista y las burguesías en las luchas de liberación nacional.

Las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial en Asia fueron igualmente decisivas. Japón se afirmó como un temible adversario de los países occidentales, y con sus victorias a lo largo de la primera fase del conflicto barrió todo el sistema colonial europeo en Asia Oriental, Meridional y del Sureste, precipitando la guerra, por todas partes, la caída del poderío occidental en Asia. La guerra cambió completamente el equilibrio de fuerzas en el orden diplomático y militar de esas regiones, y al mismo tiempo provocó hondas transformaciones económicas y sociales al constituir Japón la “esfera de coprosperidad extremo-oriental”, teniendo también amplias repercusiones políticas.

El poderío japonés, intacto hasta 1944, se hundió en 1945, y cuando con la capitulación japonesa se derrumbaron los gobiernos que había establecido en los países invadidos, los movimientos nacionales representaron, en cada uno de tales países, la principal, si no la única, fuerza política organizada que se dispuso a controlar el poder antes del regreso de los occidentales y del restablecimiento de sus regímenes coloniales. Así, destruido y derrotado el Imperio Japonés, y extinguidos y desarbolados los Imperios occidentales, quedó en estos países asiáticos un vacío de poder que sólo las organizaciones nacionalistas podían cubrir, consiguiéndose en los inmediatos años de posguerra las sucesivas e incontenibles independencias nacionales de los países asiáticos.

Malasia, independiente desde 1957, se unió seis años después a los territorios de Sarawak, Singapur y el norte de Borneo para formar la Federación de la Gran Malasia. En 1965 se volvió a separar Singapur (transformándose en República un año después), aunque se mantendría una estrecha relación por la dependencia económica que tienen entre sí ambos Estados. En aquellos años prácticamente el 40 % del comercio malasio pasaba por Singapur a la vez que la infraestructura industrial de este último necesitaba de las materias primas malayas para su subsistencia.

La evolución de ambos Estados ha estado marcada por un gran desarrollo económico que les ha hecho convertirse en dos de los dragones asiáticos con unas tasas de crecimiento industrial y volumen de inversión muy notables: en 1989 el PNB malayo rebasaba los 2.000 dólares por año y habitante mientras Singapur, p. e., mantenía una reserva de divisas más alta que la de Suiza en ese mismo año. El Partido de Acción del Pueblo en Malasia y el Frente Nacional, amplia coalición electoral, en Singapur, ostentan desde hace muchos años el poder y han sido capaces de mantener la estabilidad institucional, tan necesaria para el despegue económico.

Indonesia, la antigua Insulindia, colonia de explotación holandesa desde el S. XVIII, es un numeroso conjunto de islas densamente pobladas y con una gran diversidad cultural y étnica. Las aspiraciones independentistas que surgieron tras la Primera Guerra Mundial fueron pronto capitalizadas por el Partido Nacional Indonesio y su líder Sukarno desde 1927, quién no dudará en colaborar con los ocupantes japoneses durante la Segunda Guerra Mundial para lograr un alto grado de autogobierno interno. Al finalizar el conflicto, se proclamó en agosto de 1945 la independencia del país, aunque sin la aceptación holandesa, lo que originó un agitado periodo de enfrentamiento bélico, represión e intento de crear una Unión Holando-Indonesia (1946-1949) hasta llegar a la independencia total (1950).

Desde entonces el país emprende el camino de su propia construcción como nación sobre la base de la peculiar ideología, mezcla de elementos religiosos, nacionalistas y socialistas de su líder Sukarno: la Pantjasila: soberanía popular, justicia social, creencia en Dios y no alineación internacional, que convirtió a Sukarno en uno de los principales líderes del movimiento de países no alineados (convocatoria de la conferencia de Bandung). Desde 1966, se produjo un importante giro en esta política con la caída de Sukarno y el establecimiento de la dictadura militar del general Suharto. Los problemas derivados de la estricta dependencia económica - ingresos basados en la explotación de petróleo y caucho- y el aumento continuo y desmesurado de la población no han podido ser solventados ni siquiera con la estrecha alianza de Suharto con Estados Unidos. No obstante, la contundente posición anticomunista de Suharto le sirvió para legitimar su poder y obtener recursos económicos del gobierno estadounidense útiles para la mejora de la red viaria y un primer despegue industrial. Lo que no han sido capaces de solucionar los mandatarios indonesios han sido los enfrentamientos entre confesiones religiosas y los sentimientos nacionalistas en algunas regiones donde incluso se produjeron golpes de mano a mediados de la década de los cincuenta, caso de Sumatra o Kalimanten.

En definitiva, el proceso seguido desde 1967 ha supuesto, por un lado, un continuado esfuerzo de mejorar las estructuras económicas potenciando la liberalización a todos los niveles. En el sistema bancario esta práctica aperturista fomentó, ya en los años ochenta, las inversiones de capital extranjero que trataron de conjugarse con una lucha contra la especulación muy extendida en el país. Por otra parte, la gravedad de los problemas secesionistas sigue presente, en especial en Timor Oriental y la antigua Nueva Guinea Occidental portuguesa. Suharto, el Padre del desarrollo, y la cúpula militar en el poder no aceptaron el derecho de autodeterminación de Timor como lo había reconocido en 1983 la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, con lo que se endurecieron las luchas entre el Ejército regular y la guerrilla del FRETLIN. La situación era cada vez más grave para el presidente, al que discutían tanto sectores de la oficialidad, como algunos sectores de su propio partido, el Golkar, único autorizado, hasta que Suharto fue sustituido en 1998 por su vicepresidente Yusuf Habibie.

Filipinas ha intentado desarrollar un sistema político institucional semejante al de Estados Unidos, país con quién tiene firmes lazos de amistad. El periodo que nos ocupa ha estado profundamente influido por la dictadura de Ferdinand Marcos quién, desde 1972 hasta comienzos de 1986, se mantuvo en el poder gracias a la extensión del sistema oligárquico y la amplitud de la corrupción a todos los niveles. Las prebendas otorgadas a los grandes latifundistas tabaqueros y arroceros -especialmente de Luzón- llegaron incluso a obstaculizar el proceso industrializador porque podía ir en detrimento de sus intereses. El irresoluble problema étnico empezó cuando los musulmanes de Mindanao, integrados en el Ejército Moro de Liberación, hicieron frente al Ejército regular, impidiendo una normalización de la vida política tras iniciar Corazón Aquino el proceso de democratización posterior a la caída de Marcos. La deuda exterior continúa aumentando y el desequilibrado presupuesto estatal amenaza al gobierno Aquino, aún cuando el reconocimiento internacional de su posición ha sido unánime.

El vacío de poder producido en Indochina en un primer momento por la defección francesa y después por la derrota del ejército de ocupación japonés, fue aprovechado por los movimientos revolucionarios y nacionalistas de la zona para intentar hacer valer sus derechos irrenunciables a la soberanía y a la independencia, tal como proclamaron entre agosto y septiembre de 1945 N. Sihanuk en Camboya, Ho Chi Minh en Vietnam y Pathet Lao en Laos. Sin embargo, en octubre de 1945, las autoridades de la metrópoli gala volvieron a hacerse con el control del poder en el territorio durante casi una década. Tras la derrota francesa de Dien Bien Phu en 1954 y el consiguiente reconocimiento de la independencia de Vietnam, Laos y Camboya, la evolución de la antigua Indochina colonial ha mostrado hasta hace bien poco los efectos más dramáticos de la guerra fría.

El escenario de los trágicos acontecimientos de la historia reciente de Indochina ha sido Vietnam, territorio partido en dos según las áreas de influencia de las superpotencias. En el Norte, la edificación del Estado socialista trató de conjugarse, a partir de la nueva Constitución de 1960, con un teórico respeto a los derechos y libertades formales. No obstante, la nacionalización de los medios de producción y la colectivización forzosa siguió su rumbo, mientras el plan quinquenal de 1961-65 intentaba hacer despertar la lánguida industria del país, tanto en el subsector textil o maderero como en la producción de bienes de equipo. Pero la vida cotidiana estaba marcada por la guerra. Las fuerzas comunistas, apoyadas por el Norte, no aceptaron en ningún momento la división del país y se agruparon en un autodenominado Frente de Liberación Nacional para hostigar con insistencia al régimen anticomunista de Saigón. Para resistir los embates, las autoridades sur vietnamitas entraron en un proceso de dependencia cada vez mayor respecto a Estados Unidos, quién ya en 1962 había creado un Mando de Asistencia Militar con apoyo material y humano. Desde 1965 la actuación bélica del Ejército norteamericano contra posiciones del Vietnam del Norte se hicieron constantes sin que la guerrilla comunista del Viet Cong fuera eliminada o el gobierno surcoreano de Nguyen Van Thien ganara popularidad entre las masas campesinas de su país. El enfrentamiento abierto y continuado mermaba el prestigio y las arcas del gobierno estadounidense, el cual aceptó en 1968 el inicio de conversaciones con todas las partes implicadas si bien la guerra continuó e incluso alcanzó sus cotas más destructivas entre 1969 y 1972.

En Vietnam del Sur, los años posteriores a la independencia había visto consolidarse al régimen de Ngô Dinh Diem, sostenido gracias a la ayuda estadounidense, y que había derivado en una dictadura anticomunista y profundamente corrompida conocida como de las tres D, ya que todos los cargos importantes de la administración y el ejército provenían del Dao (vietnamitas de religión católica a la cual pertenecía el presidente), Dang (miembros del partido del dictador) y Dia-phuong (normalmente eran personas nacidas en las áreas norteñas del país de donde procedía Diem). La oposición creciente de los sectores religiosos budistas, el auge de los comunistas y la pérdida de confianza de Estados Unidos, determinaron el fin del sistema en noviembre de 1963. Un golpe de Estado bajo la supervisión norteamericana trató de cambiar las formas sin conseguirlo, pues la única legitimidad residía en el anticomunismo de los dirigentes survietnamitas.

Después de la gran ofensiva del Norte de enero de 1968, los Estados Unidos se avinieron a negociar y un acuerdo de paz ponía fin a la guerra el 27 de enero de 1973 y creaba un Consejo Nacional de Reconciliación y Concordia. No obstante, Vietnam del Norte, apoyado por la Unión Soviética y China, continuó el enfrentamiento bélico hasta el 30 de abril de 1975, fecha en que las tropas comunistas entraron en Saigón, rebautizada como Ciudad de Ho Chi Minh. Desprovista del apoyo norteamericano, las autoridades del Sur no pudieron en ningún momento hacer frente al embate de las fuerzas del Viet Cong y del ejército regular del Norte.

La unificación del país a través de la vía socialista era ya un hecho en 1976, cuando se proclamó la República Popular Democrática de Vietnam, con predominio de los comunistas, la cual se convirtió en una potencia importante en el área, tras la caída de Laos y Camboya en manos de los partidos comunistas respectivos. Vietnam, sin embargo, mantuvo su contencioso particular en China e hipotecó en buena medida su economía por los gastos militares derivados de su presencia ampliamente extendida en todo el área, como se pudo comprobar en 1979 al invadir Camboya para terminar con el régimen revolucionario del khmer rojo prochino. Los cambios generados por la aplicación de la perestroika en la U.R.S.S. y el bloque comunista del Este de Europa no fueron bien recibidos por los mandatarios vietnamitas que, a pesar de aceptar ciertas reformas económicas (sobre todo con el paulatino abandono de la colectivización), mantuvieron en el VII Congreso del Partido Comunista celebrado en 1991 su lealtad al legado de Ho Chi Minh y a los principios inspiradores del marxismo-leninismo.

Finalmente, Corea fue ocupada por los aliados tras la derrota japonesa en la segunda contienda mundial entre 1945 y 1948 quedando después dividida en dos Estados, separados por el paralelo 38, con las proclamaciones de sus respectivas independencias: en agosto de 1948 la República de Corea del Sur bajo influencia de EE.UU, y en septiembre del mismo año la República Democrática Popular de Corea del Norte con apoyo soviético.

En el Sur, la República de Corea, la transformación socioeconómica del país llevó aparejada una evolución política convulsa por las dictaduras más o menos enmascaradas que han jalonado su historia desde la independencia. Syngman Rhe, el hombre fuerte del país tras la guerra con la República Popular norcoreana, resultó incapaz de armonizar la vida del país y el corolario fue el aumento de los conflictos sociales, el recrudecimiento de las acciones opositoras contra su gestión y la paulatina pérdida del apoyo militar. En una atmósfera cada vez más enrarecida abandonó el poder en abril de 1960 y, después de un brevísimo lapso de tiempo que apuntaba un proceso de democratización, un golpe de Estado en mayo de 1961 lanzó a la presidencia al general Park Chung Hee, puesto desempeñado hasta su muerte en atentado en octubre de 1979. Sus objetivos prioritarios fueron pacificar la levantisca situación interna dentro de una línea anticomunista y pronorteamericana, ya que Estados Unidos facilitaba recursos económicos para potenciar la industria nacional. En este sector se logró un rápido y creciente aumento de la producción oficial y la productividad, gracias a los bajos salarios y reducidos costos de explotación conseguidos gracias a las facilidades otorgadas a las empresas. La textil algodonera y la electrónica constituyen dos de las ramas más avanzadas.

El sucesor de Hee, el general Chun Doo Hwan, protagonizó un intento de profundizar en el camino hacia la democratización, consciente del ambiente social tan desencantado existente en el país. Se propuso transformar las anquilosadas estructuras educativas, ampliar la legislación social y emprender una vasta campaña en contra de la corrupción administrativa y económica, fruto de la cual fue el encarcelamiento de algunos militares y altos cargos de las instituciones del Estado con responsabilidades en el régimen anterior. En febrero de 1988, a la llegada a la presidencia de Roh Tae Woo se entendió como una afirmación de los principios del gobierno liberal frente a la tendencia fuertemente autoritaria que, pese a todo, mostró su antecesor. Sin embargo, una vez en el poder, Roh, que controlaba la Asamblea legislativa y tenía la legitimación de su partido, el Demócrata liberal, abandonó parte de su discurso propio previo a la elección. Incluso la economía se ha resentido en los últimos años. La infraestructura industrial no se ha modernizado al ritmo requerido, la inflación alcanzó cifras muy preocupantes en 1990 y la política gubernamental de apoyo a las empresas no ha servido de acicate para relanzar la productividad.

Después del conflicto bélico entre las dos naciones coreanas, la Guerra de Corea, entre junio de 1950 y julio de 1953, en el norte, la autodenominada República Popular Democrática de Corea afianzó las bases de poder propias de un Estado socialista. Una vez completada la colectivización de la tierra y la socialización de los medios de producción, el V Congreso del Partido de los Trabajadores, celebrado en noviembre de 1970, definió las pautas del que se entendía que debía ser un desarrollo institucional y económico definitivo. Esto se logró con la aprobación dos años después de la Constitución, cuyo órgano máximo de poder era en teoría la Asamblea Suprema Popular, de la cual saldrían nombrados el presidente del gobierno y el jefe del Estado. En la vertiente económica, el plan de 1971-76 implicaba la aplicación de los recursos disponibles fundamentalmente en la potenciación de las industrias de bienes de producción, sobre todo químicas y metalúrgicas, aunque no se lograron los resultados apetecidos y, sí, en cambio, un aumento de la deuda pública y los débitos a la U.R.S.S. y Japón.

La centralización del poder en la figura de Kim Il Sung, presidente vitalicio en la práctica y mito de la lucha antiimperialista por la independencia, fue un hecho evidente. Sus ideas sobre las particularidades de cada país en cuanto a las posibles vías de acceso al socialismo y sobre su postura neutral ante el contencioso chino-soviético en los setenta, fueron aceptadas sin problemas y dieron lugar a una teoría política propia, el Juche, que también legitimaba su dominio absoluto sobre los resortes del poder. Incluso la convocatoria del VI Congreso del Partido en 1980 reforzó su posición si bien no fue aceptado de buen grado entre algunos sectores el nombramiento de su hijo, Kim Il Chong Il como miembro del Buró político y del Presidium, a la vez que como Secretario del Comité Central. Pero, a la muerte de su padre en 1994, Kim Chong Il se convirtió en el máximo dirigente del país. La profunda crisis económica en la que se encuentra inmersa Corea del Norte, con graves disfunciones en el sistema productivo y con desequilibrios estructurales y regionales, se ve agravada en los últimos años por el déficit de la balanza de pagos, los excesivos gastos militares y la caída de los regímenes comunistas de Europa del Este. Sin embargo, el Partido de los Trabajadores ha preferido mantener la ortodoxia comunista, lo cual continúa obstaculizando cualquier intento de unificación con el Sur.

LA EMERGENCIA DE CHINA ( y la “cuestión” de Taiwán).

China, el mayor y más poblado país de Asia, vivía desde 1911 un proceso revolucionario complejo, cuyos hitos fundamentales habían sido la abolición de la monarquía ese mismo año, la fundación del Partido Comunista chino por Mao Tse-tung (1921) y el enfrentamiento y permanente guerra civil que se mantuvo entre los comunistas y los nacionalistas del Kuomintang, fundado por Sun Yat-Sen, durante los años veinte y treinta.

Concluida la Segunda Guerra Mundial, que había supuesto al principio una tregua, el país se encontraba destrozada pero, en vez de iniciarse la reconstrucción, se reanudó la guerra civil. Hay dos bandos, con situaciones diferentes: por un lado, el Kuomintang lejos de ser un bloque estaba dividido, a la derecha por la facción liderada por los hermanos Chen, que creen que la vuelta a las tradiciones de Confucio es la salvación; en el centro, están los generales de la academia militar de Whampoa leales a Chang Kai-Shek; a la izquierda, un grupo de financieros y técnicos liberales. Por otro lado, el bando comunista también está dividido en el grupo liderado por Mao Tse-tung en la dirección del partido, el grupo de Lin Piao vinculado al ejército y el tercero es un grupo de oportunistas con Chu En-Lai a la cabeza que mantiene una estricta neutralidad.

Los nacionalistas del Kuomintang se limitaron a decretar una ley que situaba las tarifas de arriendo de tierras en un nivel razonable. Los comunistas procedieron a repartos de tierras y a campañas de alfabetización. En el campo económico el problema más grave para los nacionalistas fue la inflación, pues trataron de basar su economía en una industria precaria y arruinada por la guerra. Los comunistas podían prescindir del dinero, apoyándose en una economía rural. Aunque el poder político y la potencia militar parecían estar en manos de los nacionalistas, las bases socioeconómicas de los comunistas eran más auténticas. A pesar de que Chang Kai-Shek disponía de un ejército de tierra de dos millones y medio de soldados, además de tropas provinciales al servicio de los señores de la guerra, y de marina y los comunistas no poseían otra fuerza armada que 300.000 soldados, los nacionalistas no conseguían victorias decisivas.

Fitzgerald ha señalado una constante de la historia militar de China, la existencia de dos planteamientos estratégicos: el horizontal, consistente en ocupar una zona paralela al río Amarillo desde el Shenshi a la costa, y el vertical, conquistando una franja norte-sur para expulsar a los enemigos hacia el interior, hacia el oeste. Conocedor de ello, Mao intentó por sorpresa el planteamiento horizontal en 1945, pero la ayuda norteamericana al Kuomintang le impidió realizarlo. El general Marshall intentó que los dos bandos llegaran a una tregua, pero ésta fue violada.

Las operaciones de 1946 demuestran que la superioridad militar nacionalista era inoperante debido a la hostilidad de los campesinos. Entonces se produjo la bancarrota del bando nacionalista y la indisciplina cundió entre los soldados. La corrupción del gobierno del Kuomintang inutilizaba la ayuda norteamericana, las medicinas eran vendidas, se especulaba con alimentos y se vendían las armas al ejército enemigo. Esto explica la ofensiva comunista en Manchuria en 1947, y las continuas derrotas nacionalistas en Hopel, Shansi, Shantung etc., hasta que pierden el norte del país. Incluso Mao indica en un discurso que en el bando comunista no se lucha y sólo hay guerra entre los nacionalistas. El apoyo popular va a inclinar la balanza. El año 1948 es decisivo: en mayo los comunistas llegan a las puertas de Shangai y Nanking, controlan la mitad norte del país y empiezan a tener superioridad militar, dirigidos por Chu Teh.

De marzo a abril de 1949 se abrió un periodo de negociaciones que terminó en fracaso. La gran ofensiva final se inició el 20 de abril. En el desmoronamiento nacionalista influyeron los grupos de guerrillas, que controlan áreas extensas y estratégicas del sur. Shangai fue cercado el 16 de mayo, y el 25 los comunistas entraron en la ciudad, haciendo más de 100.000 prisioneros. En octubre tomaron Cantón, en cinco meses ocuparon casi la mitad de la China litoral, luego Amoi, el oeste del país y Hainan.

La guerra terminó con la victoria definitiva del Partido Comunista y la huida del Kuomintang a la isla de Formosa. A partir de esta fecha (1949), al proclamarse la República Popular China, se inicia una etapa nueva en la historia de este país, en la que se inició la construcción del socialismo marxista en Asia. Todo el proceso está presidido por la compleja y atractiva figura de Mao Tse-tung en China.

La historia de China pasó desde ese momento por seis grandes fases. La primera se desarrolló entre 1949 y 1957. En ella, desde el punto de vista social, el Partido Comunista logró hacerse con todo el poder en China, en dos momentos: en primer lugar, a través de la práctica del terror indiscriminado contra los sectores considerados como contrarrevolucionarios y de las campañas de los tres anti (depuración de los cuadros del Partido acusados de corruptos, derrochadores y burócratas) y de los cinco anti (depuración de las élites sociales y económicas acusadas de cohecho, fraude fiscal, apropiación indebida, fraude comercial y especulación) con la finalidad de reeducar y reformar sus ideas y pensamientos; en segundo lugar, por la campaña conocida como las Cien Flores, dirigida entre 1956-57 a captar a los intelectuales no adictos y que terminó en una persecución contra ellos que fueron deportados y obligados a realizar trabajos físicos en los confines del país.

Desde el punto de vista político-institucional, en 1954 se promulgaba la Constitución de la República Popular, cuya entrada en vigor no redujo el ejercicio del poder real por parte del Politburó del PC chino. La Constitución organizaba el ejercicio de la soberanía sobre asambleas de base (cantón, provincia, Estado). El sistema político se articuló según el modelo soviético, aunque con las modificaciones propias de otra sociedad. El órgano legislativo y constituyente es la Asamblea Nacional Popular, de 1.226 miembros elegidos por sufragio universal cada cuatro años, pero la mayoría de las atribuciones de la Asamblea están delegadas en el Comité Permanente, formado por 65 miembros. El Consejo de Estado, liderado por el primer ministro Chu En Lai, está formado por ministros, viceministros, pero el poder absoluto está en manos del Presidente de la República, Mao Tse Tung. Una Corte Suprema, Asambleas Provinciales, Gobiernos locales, Consejos municipales complementan el sistema. En otras dos instituciones, el Consejo Nacional de Defensa, formado por 100 militares, y la Conferencia Consultiva del Pueblo Chino, se incluyen a personalidades no comunistas, entre ellas al último emperador chino. En teoría se acepta el pluripartidismo, reconociendo partidos como el Kuomintang o la Liga Democrática, pero sus candidatos van en listas conjuntas con los comunistas, no pudiendo difundir sus programas en las campañas. La U.R.S.S. consideraba que China es el ejemplo del triunfo del comunismo, que se puede exportar al tercer mundo, de manera que le proporcionó ayuda en todos los órdenes. Esta ayuda hace que en los medios de comunicación chinos se exalte lo soviético (Diario del Pueblo como órgano oficial del Partido y Bandera Roja como revista del ejército y el partido consagrarán muchas páginas a hablar de la experiencia soviética) y en la erección de gigantescos retratos de Stalin en la plaza de Pekín.

En relación con la economía, la entrada en vigor del primer plan quinquenal (1953-1957) supuso el punto de arranque del proceso de estatalización de la economía en todos los aspectos, con lo que se acabó con las prácticas económicas anteriores. Teniendo en cuenta el caos imperante al triunfar la revolución, durante esta primera fase la economía china se reanimó y logró crecer de manera óptima para las circunstancias del país, aunque esto no significa que lo hiciera uniformemente; se potenció la industria pesada en detrimento del sector agrícola -un 90 % del mismo ya estaba organizado en régimen de cooperativas en 1956-. En las relaciones exteriores, estos años estuvieron marcados por la firma del tratado de “amistad, alianza y asistencia mutua” con la U.R.S.S., por la ayuda prestada a los norcoreanos durante la Guerra de Corea, o por el “restablecimiento” de la soberanía china en el Tíbet, así como por un apoyo del proceso descolonizador a través de la Conferencia de Bandung.

La segunda fase, entre 1958 y 1962, se definió como el Gran Salto Adelante. El experimento pretendió cubrir todo un plan quinquenal en sólo dos años para paliar el atraso industrial de China sin reparar en costes. El resultado no pudo ser más desastroso desde el punto de vista económico, sobre todo en la agricultura, lo que supuso un freno al desarrollo general del país. El momento del Gran Salto Adelante se aprovechó para reestructurar en profundidad las formas de vida del campesinado chino con la creación de las comunas populares -26.000 durante 1958-, en las que se reagrupó al 90 % de la población rural china. Esta experiencia radicalizó todavía más si cabe la construcción del socialismo chino, pero marcó indeleblemente al Partido Comunista con el estigma de la división. En el campo internacional supuso el distanciamiento de la U.R.S.S. y posterior ruptura ideológica del mundo socialista.

Los años comprendidos entre 1963 y 1965 corresponden a la tercera fase en la evolución del socialismo en China. Después del desbarajuste económico anterior se impuso el pragmatismo económico que inició la recuperación. La nueva política económica prestó especial atención al sector agrícola y cambió las prioridades industriales para potenciar la industria ligera y, en general, la relacionada con la agricultura, con lo que dejó en segundo lugar la industria pesada; todas estas medidas contribuyeron a lograr el equilibrio económico necesario, así como el crecimiento de las tasas económicas. En la política interior continuaban las divisiones en el seno del PC chino, que preludiaban un cambio radical en el mismo. En cuanto a la política exterior por una parte se recrudeció el eterno conflicto con la China nacionalista de Taiwán y, por otra, terminó el secular aislamiento del país (su gran aliado era Albania) con el reconocimiento de la República Popular por parte del gobierno de Francia

La cuarta fase fue la de la Revolución Cultural, entre 1966 y 1969. En esencia se trató de una lucha encarnizada por el poder en China, aprovechada por Mao para purgar y depurar por completo el Partido (Deng Xiaoping, Liu-Chao-Chi), el gobierno y la Administración. Al mismo tiempo, el máximo líder comunista chino, por medio de la organización de los Jóvenes Guardias Rojos desde mayo de 1966 potenció el culto a su personalidad y a su pensamiento para terminar la construcción del socialismo chino en un ambiente de revolución permanente. Estos años de histeria y de miedo colectivo supusieron el momento más turbio y caótico de China a todos los niveles. El final de esta dramática fase coincidió con la celebración del IX Congreso del PC chino, en abril de 1969, que confirmó el triunfo -más aparente que real- de las tesis de Mao, convertido en el Gran Timonel.

La quinta fase corresponde a los últimos años de Mao, de 1970 a 1976. En este periodo, y a pesar del mantenimiento de las formas radicales que había puesto de moda la Revolución Cultural, se produjo un nuevo intento de reconstrucción nacional, sobre todo en la economía. Se prestó especial atención a la agricultura, al permitir a los campesinos el acceso a parcelas de tierras individuales; en todos los sectores se empezaron a pagar salarios en función las aptitudes, conocimientos y productividad de los trabajadores. En la política exterior, la República Popular de China consiguió en estos años un gran éxito en las relaciones internacionales: el 26 de febrero de 1971 ingresó en la ONU, pasando a formar parte como miembro permanente de su Consejo de Seguridad; y en febrero de 1972 visitaba China el presidente de los Estados Unidos, Richard Nixon. Los buenos oficios de Chu En-Lai abrieron las puertas del mundo a la República Popular y clausuraron la doctrina de las dos Chinas con la expulsión de Taiwán de la ONU (sin que por ello se produjera la reunificación nacional: al finalizar el S. XX la cuestión de Taiwán sigue sin resolverse; al contrario tanto Hong Kong en 1997 como Macao en 1999 se incorporarán a la República Popular).

El final de la época de poder personal de Mao coincidió con la revitalización del principio de la lucha de clases, que ahondó la división del Partido e hizo posible que el control político en China lo detentase la llamada Banda de los Cuatro con la viuda de Mao, Chiang Ching, a la cabeza. En el mencionado 1975 se reelaboró la Constitución “marxista”. Poco tiempo después, el 9 de septiembre de 1976, moría Mao. A partir de ese momento los acontecimientos evolucionaron vertiginosamente: con Hua Quo Feng al frente de los destinos de China, el grupo de la señora de Mao era encarcelado y, en julio de 1977, Deng Xiaoping era rehabilitado. A renglón seguido comenzó la “desmaoización” del país, proceso que debía suponer el comienzo de una nueva época en China.

El comienzo de la sexta fase coincidió con el momento inicial de las reformas puestas en marcha con la celebración del III Pleno del XI Comité Central del PC chino a finales de 1978. A partir de ese instante, los cambios que anunciaban el comienzo de una primera transición en China se hicieron efectivos a todos los niveles, con Deng Xiaoping como hombre fuerte del país. Desde el punto de vista político institucional dichos cambios no fueron excesivamente importantes: la Constitución se reformó por dos veces, en 1978 y en 1982 - en esta última ocasión se anotó fehacientemente lo que concierne a los derechos fundamentales de la persona - pero el dominio político continuaba exclusivamente en manos del PC chino. En esencia, el sistema seguía siendo totalitario. Mucha mayor trascendencia tuvieron los cambios en materia económica: de manera gradual se abrió la puerta a la inversión extranjera, así como a la instalación de empresas multinacionales o foráneas; y en cuanto a la agricultura se desmanteló en la práctica el régimen de comunas, reconociéndose de manera inmediata la tendencia, uso y usufructo de parcelas de tierra y cuantas actividades económicas realizaba el campesinado. Los dirigentes chinos se decidieron por la vía del desarrollo económico (una economía socialista de mercado, tal como se definió el sistema en 1993) para impulsar la ineludible modernización de China.

En lo que no cambió China fue en la identificación de la marcha de la revolución con una personalidad emblemática, Deng Xiaoping. En julio de 1983 una edición de 12 millones de ejemplares de los Escritos Escogidos del nuevo Timonel se repartió por bibliotecas y centros de enseñanzas, mientras pasaban a lugares de más difícil consulta los escritos y el Libro Rojo de Mao.

Las transformaciones económicas no iban a tardar en crear la necesidad de los cambios políticos. A finales de 1986, éstos empezaron a ser reclamados por distintos sectores de la población -en primer lugar por los universitarios, que no aceptaban las rigideces del sistema político- y, al mismo tiempo, rechazados tajantemente por los dirigentes del país, que en el XIII Congreso del Partido donde fue elegido Secretario General Zhao Ziyang, (25 de octubre al 1 de noviembre de 1987) recordaron a los sectores más inquietos de la ciudadanía china que no debían poner en cuestión las cuatro reglas de oro del sistema: el pensamiento marxista-leninista, el socialismo como práctica política, la dictadura del proletariado y el papel dirigente del Partido.

En la primavera de Pekín, de 1989 se produjo la reacción gubernamental ante la situación de protestas permanente que vivían la capital y otros núcleos importantes del país. En un ambiente crispado por la crisis económica que ponía en tela de juicio todo el proceso de reformas, al amparo de la ley marcial decretada el 3 de junio de 1989, la intervención del Ejército Popular en la plaza de Tiannanmen terminaba a sangre y fuego con la protesta ciudadana ante el asombro del mundo entero. Se impuso el sector más inmovilista del partido y Zhao Ziyang fue la primera víctima política, perdiendo la Secretaría. Las protestas internacionales no rebasaron la línea de la condena verbal de la represión y China no ha perdido el status que le otorgó Occidente en materia económica tal como se demostró cuando Estados Unidos le renovó la cláusula de nación más favorecida. Al comenzar la década de los noventa la tranquilidad volvía a reinar en China por la fuerza de la represión, pero los hechos conocidos como la primavera de Pekín y, más en general, el proceso de reforma económica y “desmaoización” pueden representar el principio del fin del sistema comunista y el comienzo de una nueva era en China.

Una vez normalizadas en mayo de 1989 las relaciones diplomáticas con la Unión Soviética, de las demás cuestiones de índole internacional que afectaban directamente a la política exterior de la Republica Popular de China -la crisis camboyana, las disputas fronterizas con la India, el problema tibetano o la reunificación con Taiwán-, era ésta última la que mayor interés y preocupación suscitaban en el gobierno de Pekín. En la isla de Taiwán -Formosa- se instalaron, tras perder la guerra civil con los comunistas en 1949, la administración y las tropas del Kuomintang con Chang Kai-Shek a la cabeza.

A partir de ese momento, la Republica Nacionalista de Taiwán contó con el apoyo de la comunidad internacional (formó parte de la ONU hasta octubre de 1971) y continuó oficialmente en guerra con la Republica Popular. Con la apertura de la China de Mao en política exterior, que supuso su ingreso en la ONU y la posterior visita del presidente Nixon, el futuro de Taiwán como país independiente se hizo problemático. Sin embargo, como tal Estado soberano ha llegado hasta nuestros días y sólo el avance hacia la normalidad política y económica de la Republica Popular harán posible la reunificación. Teniendo en cuenta el desarrollo de los acontecimientos más recientes en el continente -y como gesto de buena voluntad- el 1 de mayo de 1991 el presidente de Taiwán, Lee Teng Hui, ponía fin a cuarenta y tres años de conflicto entre ambas partes de China al clausurar oficialmente el periodo de movilización nacional para la supresión de la rebelión comunista. Años más tarde, en marzo de 1996, Taiwán ponía en marcha nuevas reformas democráticas que, entre otras cosas, posibilitaron la elección por sufragio universal del máximo representante del país.

EL SUBCONTINENTE INDIO

La India ya conocía con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial unos movimientos nacionalistas, el hindú y el musulmán, que actuaban a favor de la descolonización y que la estaban preparando para la independencia de acuerdo con la administración británica. Tanto el Partido del Congreso (fundado en 1885 y dirigido por M. Gandhi y J. Nehru) como la Liga Musulmana, representante de esta importante minoría religiosa (fundada en 1906 y dirigida por Alí Jinnah), se inclinaban decididamente por independizarse de Gran Bretaña, y así lo hacían también los sindicatos indios que congregaban un importante movimiento de masas. Pese a la diversidad racial y religiosa se había conformado en el país una auténtica conciencia nacional, y el gobierno británico, oscilando entre la represión y los intentos negociadores, concedió la Ley de Gobierno de la India (1935), que tendía a crear un gobierno interno autónomo basado en el federalismo de las regiones y en la implantación del modelo parlamentario, que no llegó a aplicarse totalmente por el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Por tanto, Inglaterra pretendía controlar el proceso que llevara a la independencia: las negociaciones y consultas se extendieron durante estos años, como fue la misión Cripps en 1942, con el fondo de la Segunda Guerra Mundial, votando el Partido del Congreso la “campaña de desobediencia cívica”, con la moción Quit India - fuera los ingleses de la India - lo que motivó una dura represión por parte británica.

Con el final del conflicto mundial, la llegada al poder de los laboristas en Inglaterra en 1945 precipitó el proceso de la independencia. Al no poder lograr el mantenimiento de la unidad del país con una estructura federal, el gobierno presidido por Attlee preparó entre 1945-1947, con el acuerdo de musulmanes, hindúes y británicos, al Plan de Independencia y Partición de la India, de cuya realización se encargó el último virrey británico del país, Lord Mountbatten. Su resultado fue la constitución de dos Estados independientes: la Unión India, de mayoría hindú, y el Pakistán musulmán. Ello no impidió la proliferación inmediata de otros conflictos permanentes entre comunidades, especialmente virulentos en las regiones del Punjab, Bengala o Cachemira, repartidas entre la India y Pakistán.

La Unión India se articuló como un Estado democrático, recogiendo en la Constitución de 1950 la idea de la unidad en la diversidad sobre la base de la democracia, la libertad, el laicismo y la igualdad. Desde la independencia india, y concretamente desde las primeras elecciones de 1952, el Partido del Congreso capitaneado por Nehru, y después de su muerte en 1964 por su hija, Indira Ghandi, había impulsado un cierto despegue económico y una estabilidad institucional, dentro de un sistema parlamentario que solía ponerse como ejemplo de la validez de las fórmulas democrático-occidentales en países descolonizados donde la pobreza tan extendida, los altos índices de analfabetismo y una masa poblacional abrumadora y poco uniforme en cuanto a la tradición cultural no favorecían en principio la aplicación de dichas fórmulas. Sin embargo, los largos años en el poder y las características peculiares del propio Partido del Congreso -organización heterogénea donde tenían cabida desde liberales radicales a partidarios de una planificación estricta del desarrollo económico- comenzaron a generar un desgaste cada vez más palpable en los escándalos por corrupción e incluso, ya en 1967, cuando su control del Parlamento de la Unión estuvo a punto de ser eliminado. El conflicto latente alcanzó su máxima expresión en 1975, año en el que Indira Ghandi declaró el estado de excepción y procedió al encarcelamiento de grupos opositores, impidiendo la celebración de nuevas elecciones hasta 1977. Parecía evidente el declive del Partido fundado por Nehru y, efectivamente, por primera vez desde la independencia, triunfó una coalición de organizaciones conservadoras, el Janata o Partido del Pueblo. Su debilidad interna y el fracaso en algunas medidas modernizadoras de la economía llegaron nuevamente al poder al Congreso en las elecciones de 1980.

Los graves problemas estructurales se han mantenido y agravado. La de por sí lamentable situación de los sectores económicos ha empeorado en un proceso paralelo a los enfrentamientos sociales, en muchas ocasiones de cariz religioso o nacionalista. En el caso del conflicto en Assam, cuyos hechos más luctuosos tuvieron lugar en febrero de 1983, las acciones del ejército regular provocaron numerosísimos muertos en aquella región; o las reivindicaciones de los sijs en 1984 que culminaron trágicamente con la ocupación por las fuerzas armadas indias del Templo Dorado de Amritsar. Las violentas luchas entre hinduistas y sijs, desencadenadas a partir de aquel momento, desestabilizaron la vida política india, como se demostró con el asesinato de Indira Ghandi en 1983 por miembros sijs de su escolta. El Partido del Congreso, presidido desde entonces por el hijo de Indira, Rajiv, que ostentaba ya la Secretaría General de la formación política, obtuvo una aplastante victoria electoral en 1984.

El programa de actuación política de Rajiv Ghandi centraba su foco de atención en las prácticas liberalizadoras de la economía, a la par que fomentaba las transformaciones modernizadoras en la infraestructura. El problema era la financiación del proceso que iba a repercutir muy negativamente en el presupuesto y la deuda externa, hipotecando en buena medida los recursos del país. La coalición de partidos políticos dispares agrupados en el Frente Nacional lograba apartar del poder a la saga Gandhi en las elecciones de 1989. Hacer frente a las necesidades de una población estimada en 830 millones de habitantes en 1990 no parecía labor fácil para el Frente, más aún cuando con el único objetivo claro de arrebatar el control institucional al Partido del Congreso, habían aceptado formar parte de él, tanto el partido comunista como los conservadores Janata. La crisis profunda de la economía no recupera su rumbo, la herida abierta décadas atrás en Cachemira o las tensiones con los sijs, son cuestiones las cuales la Guerra del Golfo y el enfrentamiento latente con Pakistán en los primeros meses de 1990, o hicieron sino agravar. La vida política se ha conducido con una estabilidad cada vez más precaria, como lo demuestra la sucesión de primeros ministros y el asesinato del propio Rajiv Ghandi (22 de mayo de 1991) dentro de una crisis generalizada de los partidos políticos indios que deben plantearse nuevas estrategias para el futuro próximo.

La evolución de Pakistán se ha caracterizado por la ausencia de instituciones democráticas firmes, lo que ha facilitado desde muy pronto el recurso al golpe de Estado y el establecimiento de dictaduras militares. La corrupción política, muy extendida desde los primeros momentos de la independencia, favoreció también la tendencia antes indicada e incluso es útil para explicar el hecho de que el golpe de mano de Ayub Khan en 1958 fuese aplaudido por sectores amplios de la población. Su gobierno impulsó la aprobación de un texto constitucional en 1962 que consagraba u sistema de tipo presidencialista para el país al considerar prioritaria la consolidación de un poder fuerte. Favorecía la liberalización de la economía, lo cual produjo una cierta mejora en los sectores primario y secundario. Cuando, en 1969, Ayub Khan era relevado en la cúspide del poder efectivo por Yahya Khan, jefe supremo de las fuerzas armadas, y éste daba paso a la celebración de elecciones para diciembre de 1970, el principal problema político de los años posteriores a la independencia se hacía notar con toda su fuerza: la “cuestión bengalí”.

Pakistán estaba formado por dos grandes territorios separados por una amplia franja de tierra perteneciente a la Unión India, fruto del proceso descolonizador. Muy pronto desde la parte oriental del Estado pakistaní -el que fuera antiguo Estado indio de Bengala durante el Imperio británico-, con una economía en precario y una abrumadora superpoblación, se comenzó a criticar al gobierno por su trato desigual a cada parte del país. El agravamiento de las diferencias culturales a pesar de la común tradición musulmana, y la negativa a aceptar una autonomía real con amplias prerrogativas, enconaron las actitudes de los dirigentes orientales, agrupados en la Liga Awani, la cual fue el partido vencedor de las elecciones de 1970 en Bengala: Poco después, ya en 1971, y arropados por el pueblo, los independentistas de la Liga proclamaron la plena soberanía del Pakistán oriental o Bangla-Desh. Pakistán no reconoció la independencia y se lanzó ese mismo año a una guerra que terminó en derrota debido a la ayuda que La India otorgó a Bangla-Desh.

Pakistán concentró entonces sus esfuerzos en la puesta en marcha de un proceso constituyente que terminara con la omnipresencia militar en el gobierno y en la Administración: para ello, el Partido del Pueblo de Bhutto, que había salido victorioso de las elecciones de 1970, elaboró una carta magna finalmente aprobada en 1973. El descontento generado por la penuria económica y la influencia militar en todos los estamentos político-institucionales, creció desmesuradamente con la ley marcial impuesta para todo el país en 1977, a la vez que las voces discrepantes se canalizaban a través de las organizaciones políticas ilegales, cuyo objetivo era lograr auténticas garantías constitucionales en un Estado donde prevaleciera el poder civil. En buena medida, y como se vio en el llamamiento a la desobediencia civil que estas fuerzas hicieron en agosto de 1983, lo que pretendían era el respeto a la Constitución de 1973, y la puesta en práctica de todo su articulado.

A pesar de la ayuda norteamericana al gobierno de Pakistán -siempre fiel aliado suyo- la situación se degradaba por momentos y los militares aceptaron ciertas licencias como la convocatoria de elecciones para finales de 1988 de las que saldría ganador el tradicional Partido del Pueblo Pakistaní encabezado por Benazir Bhutto. Su gobierno, hasta octubre de 1990, cuando fue ampliamente derrotado por la Alianza Democrática Islámica, se caracterizó por una confrontación constante con el Presidente de la República, Ghulam Isaac Khan, que gozaba de amplios poderes; como con el Ejército, que después de 1988 no controlaba teóricamente el poder aunque seguía siendo pieza clave en la evolución política del país. De hecho en los años Bhutto, con una población analfabeta de más del 65 %, todavía el sector militar acaparaba cerca del 40 % de los gastos presupuestarios. El resultado fue el freno, cuando no paralización absoluta, de las reformas prometidas por el Partido del Pueblo, lo que minó la confianza de sus votantes. La Alianza Democrática Islámica de Nawaz Sharif fue la gran beneficiada del descontento y, desde finales de 1990 su líder pasó a ser primer ministro en un momento especialmente crítico por la inmediata repercusión de la crisis del Golfo y la alarmante situación de la hacienda pública. En el campo económico, sin embargo, su acción liberalizadora para atraer capital extranjero y mejorar la infraestructura industrial y de servicios públicos parecía ofrecer posibilidades al desarrollo con el objetivo de resolver el hasta ahora problema del reparto equitativo de las rentas, aunque permanece presente el temor al golpe militar.

En cuanto a Bangla-Desh, el poder estuvo en manos del jeque Mujibur Rahman líder de la Liga Awani, organización ganadora de las primeras elecciones del nuevo Estado en 1973. La Liga era un complejo entramado de intereses e ideologías aunadas por el afán independentista en torno a un abstracto lema: nacionalismo, democracia, socialismo y secularismo. La tendencia hacia el autoritarismo de Arman quedó patente cuando en diciembre de 1974 instauraba un régimen de partido único a la vez que suspendía las garantías constitucionales; sin embargo, en el año siguiente, un grupo de oficiales dio un golpe de mano que acabó con la propia vida del líder de la independencia.

Después de unos años de inestabilidad provocada por la sucesión de ejecutivos efímeros, el general Ziaur Rahman se hacía con el poder en 1977 y legitimaba su posición apoyando la formación de un nuevo partido, el Yagodal. Sin embargo, la carrera política del general Rahman fue truncada al ser asesinado en otro golpe de Estado, realizado en mayo de 1987. Precisamente, fue el general Ershad, aquel con cuya rápida actuación se frenó el golpe, quién un año después protagonizó la toma incruenta del poder y logró reforzar su situación hasta 1990, cuando dimitió ante la incapacidad de sacar al país de la profunda crisis en la que estaba sumido: las catástrofes naturales golpean sin cesar a una población cada vez más empobrecida, dentro de la cual sólo una exigua minoría se beneficia de la explotación agraria a gran escala y de la industria textil. En las elecciones celebradas a comienzos de 1991, el Partido Nacional de la begun Ziá, viuda del presidente asesinado Ziaur Rahman, alcanzó la mayoría con un programa basado en la liberalización de la economía, y la consolidación de los amplios poderes presidenciales para manejar con firmaza los destinos del país. Sin embargo, la presión demográfica, la intransigencia islámica, el atraso estructural de todos los sectores económicos y la constante amenaza de la intervención militar, son todo un reto para el gobierno Ziá y no presagian un futuro fácil para el país.

Camboya, que había sido reconocida como Estado independiente en la Conferencia de Ginebra en 1954, llevó durante los primeros años una vida política muy normalizada con ausencia de problemas graves en el abastecimiento alimenticio, inexistencia de conflictos sociales y religiosos de importancia y la política de no alineación seguida por Norodom Sihanuk. Pronto, sin embargo, el conflicto vietnamita le afectaría de forma nítida. En 1970, el general Lon Nol daba un golpe de Estado y establecía un régimen republicano que pedía ayuda rápidamente a Estados Unidos con el objetivo de atajar la amenaza comunista. Desde ese momento, los levantamientos militares, exitosos o no, fueron moneda corriente mientras la situación socioeconómica se degradaba. Por su parte, Sihanuk concertó una alianza con los comunistas vietnamitas y laosianos, y desde Pekín formó el Frente Unido Nacional, cuyas fuerzas armadas llegaron a controlar los dos tercios del territorio nacional en 1973.

Sin embargo, la guerrilla del khmer rojo no dejó de avanzar desde el norte hacia la capital y, en diciembre de 1975, proclamó el Estado Democrático de Camboya-Kampuchea, procediendo a la eliminación de todo enemigo e instaurando un régimen de terror, que produjo en los cuatro años de vigencia del régimen entre uno y dos millones de muertos. La economía salió muy mal parada en este panorama de conflictividad permanente. El desarrollo industrial fue muy irregular y de escasa entidad si consideramos que todavía en 1975 sólo constituía el 17 % del PNB. Las lacras derivadas del analfabetismo y de algunas formas de vida tradicionales siguen siendo también una rémora para el progreso camboyano.

En Camboya, el apoyo de la República Popular China fue relevado a partir de 1980 por la U.R.S.S. que, tras la intervención armada vietnamita, se convirtió en su más firme garante. El cambio reconstructor por Gorbachov obligó a las autoridades camboyanas a iniciar una apertura económica mientras su ejército, después de la retirada de las fuerzas vietnamitas en 1986, era incapaz de derrotar a las distintas facciones guerrilleras, desde los khmer rojos al Movimiento de Liberación Nacional de Kampuchea de Norodom Sihanuk. La imposibilidad de obtener una victoria clara para ninguna de las partes impulsó las conversaciones de paz y el alto el fuego provisional se alcanzó en mayo de 1991. Tres meses después la guerra finalizaba con un acuerdo auspiciado por las Naciones Unidas. Un Consejo Supremo Nacional en el que estaban representadas todas las fuerzas implicadas era el encargado de promover elecciones libres e intentar poner orden en el devastado país.

Laos era ya independiente desde 1945. No obstante, la influencia de Estados Unidos fue ampliándose desde los años cincuenta ante el temor de que el país cayera en manos de los comunistas del Pathet Lao, como finalmente sucedió tras la práctica retirada norteamericana de Indochina y el apoyo de Hanoi a la proclamación de la República Democrática Popular de Laos a comienzos de 1973. En este país, uno de los Estados más pobres de la tierra, la liberalización de la economía y la tolerancia para con la iniciativa privada dieron sus primeros pasos en 1980 ante la desastrosa situación económica, si bien su firme alianza con Vietnam le ha llevado a rechazar posibles reformas del sistema al modo de la perestroika soviética y el V Congreso del Partido Revolucionario del Pueblo Lao, reunido en marzo de 1991, rechazó el pluripartidismo y afirmó su ideología comunista.

Reacción diferente ante la caída de los regímenes socialistas en Europa fue la adoptada por Birmania (la actual Unión de Myanmar). Independiente desde 1948, su evolución política fue común a la de otros países del sudeste asiático. La larga dictadura militar prohibió los partidos políticos a favor del Partido del Programa Socialista de Birmania del general Ne Win. Un Consejo Revolucionario formado por militares detentaba el poder efectivo y fue el que desarrolló la política socializadora sin obtener una mejora de las condiciones económicas del país. Por otro lado, los problemas étnicos derivados de la amplia población no birmana fueron insolubles a pesar de la apelación constante a la solidaridad entre los pueblos hermanos.

Fue en agosto de 1981 cuando Win anunció su dimisión, relavándole otro general, San Yu, que no varió ostensiblemente la línea marcada por su predecesor, si bien aumentó la inestabilidad del país desgarrado por luchas intestinas entre facciones guerrilleras de distintas etnias e inclinaciones políticas. Aun cuando en los años finales de la década de los ochenta el gobierno de otro militar, Saw Mawng, acabó con los enfrentamientos armados y prometió una liberalización política (cambiando incluso el nombre del país que pasó a denominarse Unión de Myanmar, para evitar el predominio del pueblo birmano sobre los demás), la brutal represión contra los opositores ha continuado y no se han resuelto los problemas económicos, cerrando además el país a las influencias extranjeras.

Tailandia representa un modelo ejemplar en este sentido. Desde 1947 los golpes de Estado se han sucedido impidiendo un desarrollo armónico de las instituciones políticas. Tampoco sirvió la ayuda material constante de Washington a partir de 1950 para dotar al país de una infraestructura industrial suficiente. El aumento poblacional y las cíclicas crisis agrarias contribuyeron a empeorar la situación hasta la década de los setenta, cuando inversiones crecientes de capital japonés y de Taiwán produjeron primero un paulatino y luego un rápido crecimiento económico del que se ha beneficiado sólo una parte exigua de la población. El control militar de la vida política ha variado muy poco. En febrero de 1991 otro golpe de Estado abolía de nuevo el ordenamiento constitucional vigente y prometía, una vez saneada la situación, elecciones libres.

La evolución de Ceilán, independiente desde 1948, y convertida en 1972 en República de Sri Lanka, ha estado también caracterizada por la conflictividad permanente y el desastre económico que han sido incapaces de superar desde gobiernos de tipo marxista hasta liberales. La violencia desatada entre tamiles (minoría de origen indio) y cingaleses ha degenerado en una auténtica guerra civil de enormes dimensiones de la que todavía hoy en día no se ve una salida negociada. Las Islas Maldivas son independientes desde 1965, transformándose en República 1968. Por último, el Sultanato de Brunei obtiene la independencia de Gran Bretaña en enero de 1984.

EL PANARABISMO Y LOS CONFLICTOS ÁRABE-ISRAELÍES

La descolonización en el S. XX tiene una primera fase en su desarrollo al iniciarse el proceso, casi paralelo y en los mismos años, que se registra en Asia Oriental, por un lado, y en el Próximo Oriente, por otro, que lleva en esta última región hacia las independencias de los países árabes administrados desde el término de la Primera Guerra Mundial bajo el sistema de Mandatos por Gran Bretaña. Así el mundo árabe del Próximo Oriente es el primero en ser descolonizado en su conjunto, en un proceso en el que se distinguen varias fases: 1º. El periodo de entreguerras se caracteriza por el desarrollo del nacionalismo en los Mandatos y la obtención de las primeras independencias; 2º. De 1945 a 1952 es la fase de las independencias árabes y la creación de la Liga Árabe; 3º. Entre 1952 y mediados de los años setenta es el periodo de las revoluciones árabes, de la consecución de todas las independencias y del agravamiento del conflicto con Israel; y 4º. Desde la segunda mitad de los años setenta hasta nuestros días es la fase, por un lado, del surgimiento de nuevos conflictos, y por otro, de los comienzos de las negociaciones en la búsqueda de la pacificación de la región.

Además, dentro del mundo árabe-islámico hay que distinguir tres regiones geohistóricas: 1ª. Los países árabes del Próximo Oriente; 2ª. Los países musulmanes no árabes de Oriente Medio; y 3ª. Los países árabes del norte de África.

Durante el periodo de entreguerras el pueblo árabe desarrolla su conciencia nacional o arabidad, iniciada en la fase anterior, y va a dando nacimiento a los nuevos Estados árabe-islámicos de Asia Sudoccidental, al mismo tiempo que mantienen vivo el ideal de la unidad árabe. Este proceso descolonizador del “despertar árabe”, históricamente paralelo al de la “rebelión de Asia”, tiene sus propios factores y componentes históricos.

El nacionalismo árabe se fue configurando progresivamente desde mediados del S. XIX al reencontrarse en la ideología colectiva social elementos étnicos -el pueblo árabe-, y religiosos -el Islam-, con una cultura y expresión común: la lengua árabe, así como la conciencia de una gloriosa historia de unidad y esplendor, que constituyen el andamiaje del nuevo nacionalismo árabe. Las manifestaciones iniciales de este movimiento están representadas por la fase denominada por M. Rodinson como de “protonacionalismo árabe”, que corresponde a la segunda mitad del S. XIX y que tiene un doble carácter: de renacimiento cultural y de concienciación política contra el poder turco dominante.

A comienzos del S. XX se produce una reactivación cultural, ideológica y política del nacionalismo árabe que da nueva animación y talante al movimiento, quedando debilitado y dividido durante la Primera Guerra Mundial. Tras este conflicto, a lo largo del periodo de entreguerras, se reactiva y renueva el nacionalismo árabe registrándose el desarrollo de la conciencia nacional en un proceso de rebelión y lucha en favor de una auténtica independencia y unidad frente al poder y la presencia franco-británica, hasta la Segunda Guerra Mundial. Al término de esta contienda, en la posguerra, el nacionalismo árabe ha alcanzado alguno de sus objetivos, aunque de forma limitada, con la obtención de la plena independencia política, pero no de la unidad.

El Panarabismo, o movimiento de unidad árabe, se ha manifestado de forma paralela e íntimamente unido al nacionalismo árabe: independencia y unidad árabes han sido aspiraciones históricas comunes, que se han mantenido durante un tiempo esencialmente interrelacionadas, incluso en nuestros días. El Panarabismo se define como el movimiento de carácter histórico que tiende a la unión y la cooperación de todos los pueblos y Estados árabes de Asia y de África para la formación de una única y gran nación árabe, durante la segunda mitad del S. XIX. Ya en el S. XX el Panarabismo vive su replanteamiento en los años de la Primera Guerra Mundial, al mismo tiempo que las aspiraciones a la independencia en un esfuerzo de acción común. A lo largo del periodo de entreguerras y al término de la Segunda Guerra Mundial, el Panarabismo, como ideal de esa unidad se mantiene y llega a expresarse en algunos proyectos de unión y en declaraciones de sus dirigentes y organismos, así como llega a contar con el apoyo formal británico, desembocando en la constitución en El Cairo de la Liga de Estados Árabes en 1945 que, si por un lado es la expresión de esa vieja aspiración a la unidad, por otro, se encuentra muy lejos de la misma tal como se concebía en sus orígenes ideológicos, decepcionando a amplios sectores del pueblo árabe.

El Panislamismo, como movimiento de más amplitud y mayores pretensiones formales que el Panarabismo, pero por ello también menos concreto y de menor conciencia y coherencia políticas, pretende la colaboración y unificación ideológica de todo el mundo islámico, no limitado sólo a los árabes. El movimiento panislámico surgió como ideología a lo largo de la segunda mitad del S. XIX, tras la crisis del Sultanato turco, con la celebración de una serie de congresos internacionales en un contexto que intentaba ensamblar esta corriente islámica con los pueblos árabes, y con la formulación de un islamismo modernizado. Tras la Segunda Guerra Mundial resurgió una vez más el movimiento panislámico, ya con renovadas orientaciones y características.

Durante y desde los momentos finales de la Primera Guerra Mundial se inician en el Próximo Oriente los cambios que conllevan la descolonización del Islam árabe asiático y la organización de los pueblos árabes en un conjunto de Estados independientes, a lo largo de un proceso constituido por una serie de fases con unas especiales características, entre la Primera y la Segunda Guerra Mundial, la obtención de las independencias en torno a la Segunda Gran Guerra, y el estallido de las revoluciones desde 1952.

Durante el periodo de entreguerras (1919-1945), el Próximo Oriente quedó organizado por la Sociedad de Naciones bajo el sistema de Mandatos con la tutela de Gran Bretaña y Francia. Gran Bretaña administró sus territorios como monarquías árabes, que evolucionan pronto hacia una independencia controlada. en primer lugar, y vecino e integrado en esta región, puso fin a su Protectorado sobre Egipto, al que concedió una independencia formal en 1922, organizando el Estado como monarquía bajo la soberanía del rey Fuad hasta 1936, y luego sucedido por su hijo el rey Faruk hasta 1952, promulgándose una Constitución en 1923 y firmándose en 1936 un tratado de alianza con Gran Bretaña. En el Próximo Oriente, el mandato de Irak, regido por el hachemita Feysal, es independiente desde 1932; el mandato de Transjordania fue organizado por Inglaterra como Emirato en 1923, siendo gobernado por el también hachemita Abdullah; y el mandato de Palestina quedó bajo administración directa británica al registrarse el choque entre las promesas y los intereses de los árabes, por un lado, y de los judíos sionístas, por otro. Los Mandatos franceses se organizan como Repúblicas, y tanto Siria como Líbano acceden a una autonomía controlada en 1936.

En la Península Arábiga, mientras tanto, se registra de 1919 a 1932 el enfrentamiento entre el reino hachemita de Hedjaz y el saudita de Nejd, que al terminar con la victoria de Ibn Saud, sometiendo a su poder a los pequeños reinos peninsulares, expulsó a los hachemitas de la Península y consagró la unidad de toda Arabia bajo la monarquía feudal de los sauditas, excepto las regiones costeras del sur y del este donde se mantuvieron algunos soberanos árabes menores bajo la protección británica, proclamando en 1932 la creación del reino unificado de Arabia Saudí. Entre 1919 y 1937,Yemen se organizó también como reino independiente. De esta manera queda completado el mapa de las modernas naciones árabes del Próximo Oriente, y este panorama general se mantiene sin grandes cambios a lo largo de la Segunda Guerra Mundial, durante la cual los árabes permanecen unidos a los aliados.

Entre 1945 y 1952 se extiende la fase en la que al término de la Segunda Guerra Mundial se consolidan e incrementan las independencias de los países árabes del Próximo Oriente, aunque en unas condiciones y circunstancias muy determinadas. Estas independencias fueron la fórmula política que representa los deseos de las respectivas oligarquías nacionales árabes, vinculadas con los intereses económicos occidentales y que se combinan en la expresión de un nacionalismo conservador aliado con Occidente: en 1945 Irak es ya un reino plenamente independiente, y en 1946 lo son las Repúblicas de Siria y Líbano, y también Transjordania, que en 1949 se convierte en el reino de Jordania; así como la monarquía de Omán en 1951, con lo que todos los países árabes del Próximo Oriente son ya independientes.

El ideal de la unidad árabe se materializa, si bien de forma limitada, en la constitución de la Liga de Estados Árabes que nace en El Cairo en marzo de 1945, que si, por un lado, venía a hacer realidad la vieja aspiración de unidad del nacionalismo árabe, por otro, debido a sus propias características y a la influencia y protección británicas en su creación, no llegó a satisfacer plenamente las aspiraciones de los pueblos árabes, que quedaron en parte defraudados. El Pacto de constitución de la Liga Árabe se firmó en El Cairo por Egipto, Arabia Saudí, Yemen, Irak, Transjordania, Siria y Líbano. A estos países fundadores se fueron uniendo sucesivamente: Libia en 1953, Sudán en 1956, Marruecos y Túnez en 1958, Kuwait en 1961, Argelia en 1962, Yemen del Sur en 1967, Qatar, Bahrein, Omán y Emiratos Árabes Unidos en 1971, Mauritania en 1973, Somalia en 1974 y Yibuti en 1977, también se integró en la Liga desde 1964 la OLP.

Los objetivos de la Liga Árabe, cuya sede se fijó en El Cairo, son los de estrechar las relaciones entre los Estados miembros, coordinar su política y preservar su independencia. La organización posee un Secretariado General, un Comité político y Comités encargados de los asuntos económicos y financieros, de las comunicaciones de los asuntos culturales, de las cuestiones de nacionalidad, de la salud y de asuntos sociales. Pero la Liga Árabe va a ser sometida muy pronto a una dura prueba: el nacimiento del Estado de Israel y la primera guerra árabe-israelí consiguiente.

Como ha señalado J. Chesneaux, la historia de Asia en la época contemporánea no es monolítica: su herencia tradicional era budista, confucionana o musulmana; los sistemas de dominación colonial ligaron los países asiáticos a Inglaterra, Francia, Holanda, España, Portugal y Estados Unidos; y las opciones políticas seguidas desde las independencias han sido también muy diversas. Estos países de Asia ocupan una posición original en el mundo contemporáneo, y la historia de Asia no se ha desarrollado en un compartimento estanco, sino que ha tenido una dinámica propia.

A mediados del S. XX, al cumplirse el proceso de descolonización asiático, ha surgido así lo que F. Doré define como el “Asia de las naciones”, un Asia independiente que se ha edificado sobre el desorden y la confusión, un Asia que libre del dominio de Occidente se ha construido en gran parte contra éste, que ha pensado hallar su fuerza en el nacionalismo, en un nacionalismo agresivo. En todos los casos, el nacionalismo es la levadura necesaria de las nuevas sociedades estatales, ya que la independencia de éstas es quizás demasiado reciente para que la búsqueda de su identidad no sea la preocupación dominante, y a veces exclusiva, de los gobernantes. La afirmación de la supremacía y la permanencia del Estado resultan entonces la característica principal de los diferentes regímenes políticos a través de la singularidad de los perfiles nacionales.

La mayor parte de los Estados asiáticos han adoptado una estructura unitaria con un grado más o menos acentuado de descentralización: la imposición de estas estructuras resultó, no obstante, imposible cuando la diversidad de tradiciones y culturas era demasiado grande, los factores históricos de la unidad política demasiado inmediatos o la voluntad de los gobernantes insuficientemente compartida por los gobernados. Pero sigue habiendo tendencia a imponer nuevos modelos constitucionales a los Estados, y a instaurar relaciones de desigualdad interna entre las distintas regiones y el poder central, por una suerte de neoimperialismo interno que asemeja a los Estados federales con los Estados unitarios: la índole política de los regímenes es, en estas condiciones, el elemento esencial de la diferenciación entre los Estados.

Como escribe H. Deschamps, la historia es movimiento. Europa, que ayer era reina del planeta, conoce como, después de América, Asia ha repudiado el colonialismo, el Islam se levanta, y África lentamente despierta, dando nacimiento a un mundo nuevo. En definitiva, como señala G. Barraclough, la historia del S. XX es en gran parte la historia del cambio de condiciones y de la situación en Asia y en África. Su resultado ha sido una revolución en la posición relativa que han venido a ocupar Asia, y después también África, en la escena mundial y que representa casi de seguro la revolución más sintomática de nuestro tiempo actual.

El resurgimiento de estos continentes ha impreso a la historia de la época actual un carácter diferente a cuanto se había conocido hasta ahora: el hundimiento de los Imperios coloniales es uno de sus aspectos, pero el otro, el más significativo, es el progreso que han realizado los pueblos de Asia y de África en nuestro tiempo por conquistar un nuevo puesto de honor entre los Estados del mundo, y un protagonismo de primer plano en la historia contemporánea.

En cuanto a la orientación política de los nuevos Estados independientes asiáticos, en el orden nacional, la democracia parlamentaria de tipo occidental ha sufrido muchas vicisitudes en estos países desde 1947; entre los Estados sucesores del orden colonial sólo India, Ceilán, Malasia y Singapur la han mantenido, entre tensiones y problemas. Los restantes países han conocido conflictos y regímenes autoritarios, salidos de golpes de Estado militares, de distinto contenido y expresión: así, inestabilidad y régimen militar popular en Birmania; oligarquías y militarismo en Filipinas, Tailandia, Pakistán, Corea del Sur y Taiwán; Indonesia evoluciona del autoritarismo popular al militar y oligárquico, mientras que el sistema comunista se impuso en China, Mongolia, Corea del Norte y Vietnam, y regímenes populares de corte marxista han dominado Camboya y Laos.

En el plano internacional hay que tener en cuenta que el acceso a la independencia de estos nuevos Estados ha coincidido con la iniciación y el desarrollo de la Guerra Fría, lo que dificultó su orientación política internacional, además de la elección de un determinado régimen político y la vía de su desarrollo económico, agrupándose en el sistema mundial de acuerdo con sus tendencias. Por un lado, están los que se integraron en el bloque comunista. China, Mongolia, Corea del Norte y Vietnam del Norte -tras la unificación en 1975, todo Vietnam-; por otro, están los aliados de EEUU: Filipinas, Corea del Sur, Taiwán, Tailandia y Pakistán, a los que se unió más tarde Indonesia. Entre ambas tendencias se encuentra el grupo de los cinco países de Colombo: India, Birmania, Ceilán, Indonesia y Pakistán -estos dos últimos unidos después al bloque pronorteamericano- que iniciaron y desarrollaron el movimiento de no alineación o neutralismo activo entre ambos bloques, que tuvo su primera manifestación en la Conferencia afroasiática de Bandung.

La evolución de los acontecimientos en Turquía resultó mucho menos traumática que en el resto de los Estados de la zona. Este país, heredero del antiguo Imperio Otomano -aunque circunscrito casi exclusivamente a la península de Anatolia- es el que, de la mano de Mustafá Kemal Attaturk y sus seguidores durante los años de entreguerras, inició y consolidó con más éxito el proceso de modernización política, social y económica de corte occidental, aunque ha preservado la religión islámica como seña de identidad más importante. A pesar de la muerte de Kemal en 1938, en vísperas de la Segunda Guerra Mundial, Turquía, dirigida por el general I. Onönü, logró mantenerse neutral prácticamente hasta el final del conflicto momento en el cual (febrero de 1945) declaró la guerra a las potencias del Eje; así pudo vincularse más estrechamente a las potencias aliadas, en especial a Estados Unidos.

Mirando más a Europa que a Asia, y teniendo en cuenta su situación estratégica (auténtica encrucijada entre Oriente y Occidente), en 1952 formalizó su adhesión a la OTAN. No obstante tampoco le han faltado problemas a Turquía. En política interna, las épocas de poder personal o de dictaduras civiles encubiertas, caso de Menderes en los años cincuenta, así como golpes de Estado de las fuerzas armadas en 1960 y en 1980 -con las consiguientes reformas del ordenamiento constitucional- han mediatizado el funcionamiento de la democracia parlamentaria; en los últimos años, sin embargo, la principal preocupación de las autoridades turcas no es otra que evitar el avance del fundamentalismo islámico en el país. En otro orden de cosas, la “cuestión del Kurdistán”, que también afecta a otros países de la zona, sigue sin resolverse, lo que ha obligado al gobierno de Ankara a vivir en una permanente vigilia armada para evitar los golpes de mano de la guerrilla kurda.

Al mismo tiempo, la evolución de la “cuestión de Chipre”, especialmente desde la crisis de los años cincuenta entre las comunidades griego-chipriota y turco-chipriota (que llevó a la independencia de la isla en agosto de 1960), y, sobre todo, de los años sesenta (teniendo que actuar la ONU en 1963) ha preocupado permanentemente a la diplomacia turca. Ante los sucesos ocurridos con motivo de un golpe de Estado en Chipre, inspirado en julio de 1974 por el régimen de Atenas, el Ejército turco se vio en la necesidad de intervenir ocupando el noroeste de la isla, forzando de hecho la partición de la misma con la creación en dicho sector de un Estado Autónomo Federado Turcochipriota (febrero de 1975), situación que fue consolidándose a medida que avanzaba el proceso de “turquificación” en la zona norte; los acontecimientos de Chipre enfrentaron diplomáticamente al gobierno de Turquía con la ONU al no facilitarse las negociaciones que hicieran posible el establecimiento en la isla de un Estado federal bizonal, e incluso con Estados Unidos (la crisis de las bases), resolviéndose este último ante la escalada del fundamentalismo en Irán. En 1983 era proclamada la República Turca de Chipre del Norte, sin que haya sido posible hasta el momento resolver el contencioso de manera favorable para ambas partes conforme a las directrices de la ONU.

El problema del Kurdistán está enraizado con la desaparición del Imperio Otomano tras la Primera Guerra Mundial. En el Tratado de Lausana de 1923 no se estipuló ninguna cláusula respecto a una posible autonomía ni tampoco creó la Sociedad de Naciones un Mandato sobre el Kurdistán (en los años cincuenta se fundó en el Kurdistán iraní la República Kurda de Mahabad que, sin embargo, no pudo subsistir). En la actualidad su territorio y población se encuentran divididos entre Turquía (el 50 % de ambos), Irak e Irán (casi el otro 50 %) y, en mucho menor grado, Siria y algunos países de la Comunidad de Estados Independientes (CEI). A tal problema no se le ha dado todavía solución ya que los países a los que les afecta lo consideran como algo meramente interno. Todo el Kurdistán ha vivido en una permanente inestabilidad política debido a su fuerte sentimiento nacionalista que ha afectado en primer lugar a Turquía durante los últimos años tras las acciones emprendidas en 1985 por el Partido de los Trabajadores Kurdos, marxista-leninista (PKK), a través de la guerrilla armada o por el Frente de Liberación Nacional del Kurdistán (ERNK), brazo político del anterior. Especialmente conflictiva ha sido también la vida del pueblo kurdo en Irak, país que en los años sesenta y setenta tuvo que actuar militarmente contra la comunidad kurda. El último brote de la permanente rebelión de esta comunidad se produjo al finalizar la invasión de Kuwait.

Para evitar la extensión del “virus kemalista” en Irán y seguir controlando la vida del país, los clérigos chiítas apoyaron en los años de entreguerras la instauración de un régimen monárquico con el general Pahleví al frente que se proclamó Sha. Sin embargo, en un ambiente de insatisfacción general por parte de la población y ante la cada vez más estrecha vinculación a Occidente por parte de la monarquía, los clérigos chiítas comenzaron a actuar a partir de la década de los cincuenta en abierta oposición al régimen. En estos años Irán -con el Sha Mohamed Reza Pahleví- era la potencia hegemónica del Medio Oriente desde el punto de vista económico y militar. Socialmente, sin embargo, el país sufría un trauma debido a las pretensiones oficiales de transformación radical de la sociedad -la llamada “revolución blanca”-, proyectada sobre el modelo de desarrollo occidental- que para nada tenía en cuenta las tradiciones seculares del país, de raíz musulmana.

El proceso se complicó a partir de la década de los setenta, sobre todo, por motivos económicos, lo que produjo la recesión de los sectores productivos y un gran descontento popular en todo el país. La situación fue aprovechada por toda la oposición religiosa y política (Frente Nacional) al régimen del Sha para desestabilizar Irán. A partir de 1978, la Universidad de Teherán y las mezquitas cobraron un protagonismo inusitado y, reafirmando los valores del Islam -el fundamentalismo- contra todo lo ateo y extranjerizante, se hicieron con las riendas del país bajo la dirección del imán Jomeini, que se encontraba en el exilio. La revuelta popular -auténtico movimiento social- hizo suya la principal consigna de los clérigos de derribar la monarquía de los Sha Pahleví e instaurar la República, que también aceptó la oposición política. El resultado de la movilización no se hizo esperar: el 16 de enero de 1979 el Sha salía del país; el 1 de febrero el ayatola Jomeini regresaba a Irán y el 11 de febrero de 1979 el Consejo Revolucionario Islámico se hizo con todos los resortes del poder. Finalmente, el 1 de abril de 1979 era proclamada oficialmente la República Islámica de Irán, apoyada en baluartes como las masas enfervorizadas por la fe musulmana radical, los guardias de la revolución, los clérigos chiítas como últimos garantes de la ortodoxia y de la legalidad islámica o el culto a la personalidad encarnado en Jomeini. La oposición, a derecha e izquierda, y las restantes minorías religiosas fueron depuradas sin contemplaciones. Como ha escrito J. P. Derrienic la revolución fundamentalista iraní es el más grande movimiento popular que ha conocido Oriente Medio en el siglo XX.

La irrupción y triunfo del fundamentalismo islámico en Irán trastocó las conciencias de numerosos musulmanes y añadió un nuevo motivo de conflicto en el Próximo y Medio Oriente. Los aires de renovación del Islam comenzaron a expandirse desde las mezquitas de Teherán a todos los países de la zona gracias al entusiasmo de los chiítas y al descontento de las masas ante una situación de crisis permanente. El fundamentalismo jomeinista prometía un nuevo paraíso y reclamaba para sí la exclusiva dirección de la vida de los creyentes en Alá desde todos los puntos de vista: ideológico, político, social y cultural. En esencia se trataba de instaurar un absolutismo político-religioso según los postulados coránicos, ya que la religión del Islam tiene preceptos para todo cuanto incumbe al hombre y a la sociedad. Este nuevo totalitarismo de tipo teocrático basado en el igualitarismo, la nomocracia y el republicanismo -que pretendía llevar la revolución iraní a todos los países islámicos- fijó su primer objetivo en Irak. Ante las pretensiones panislamistas del régimen fundamentalista iraní, países como Arabia Saudí, Bahrein, Emiratos Árabes Unidos, Omán, Qatar o Kuwait crearon el 26 de junio de 1981 el Consejo de Cooperación del Golfo con el objetivo de actuar preventivamente contra todo intento desestabilizador en la zona, aunque la evolución de los acontecimientos demostró la imposibilidad de preservar la paz en el Próximo Oriente.

La proclama de Jomeini para que los chiítas de Irak -el 60 % de la población, la comunidad más numerosa- se sublevaran contra el régimen “baazista”, ateo, enemigo del Islam y del pueblo iraquí puso en pie de guerra al Ejército de Saddam Hussein, que desde julio de 1979 era el hombre fuerte del país. Para R. King y E. Karsk la guerra Irán-Irak fue una consecuencia directa de la revolución iraní. Los objetivos bélicos fueron frenar el fundamentalismo chiíta, salvar el régimen baazista y hacer de Irak la primera potencia de la zona. El pretexto para iniciar las hostilidades lo encontró el líder iraquí en el humillante tratado de Argel de 1975 que su país se vio obligado a firmar con Irán para que éste dejara de apoyar la sublevación kurda, y según el cual Irán pasaba a controlar la vía de agua de Chatt-el-Arab de vital importancia para Irak. El momento escogido para el ataque por sorpresa -el inicio de la guerra preventiva- fue el 23 de septiembre de 1980. Después de los primeros triunfos iraquíes, el ejército de Irán logró recomponer sus posiciones y resistir la invasión de Irak. Había comenzado una larga y terrible guerra de posiciones y de desgaste total. En 1986, el ejército del de Irán revolucionario pasó a la iniciativa, tomando posiciones en el país rival, hasta que las partes en conflicto se vieron obligadas, el 20 de agosto de 1988, a aceptar el alto el fuego impuesto por la ONU. Paradójicamente, los ocho años de guerra sin victoria para ningún contendiente supusieron el fortalecimiento del régimen del ayatola Jomeini, mientras que, por el contrario, la firma del armisticio supuso un duro golpe para el régimen de Saddam Hussein-

Afganistán, antiguo Estado “tapón” del Medio Oriente, adquirió un valor estratégico de primer orden durante los años de la Guerra Fría. Teniendo en cuenta que Irán era un firme aliado de Estados Unidos, la Unión Soviética prestó gran atención a la evolución interna del Estado afgano durante la época actual. Afganistán no encontró la necesaria estabilidad política con la monarquía constitucional de 1953, que fracasó a la hora de modernizar al país social y económicamente. En 1973 cayó la monarquía y en su lugar se constituyó una república tradicional con Mohammed Daud al frente.

En 1978, el Partido Democrático del Pueblo -inspirado en el comunismo soviético y con apoyo de la U.R.S.S.- derrocó al presidente Daud e instituyó una república de tipo soviético con Hafizallah Amin como máximo dirigente. Los comunistas afganos comenzaron la transformación del país conforme al modelo imperante en la Unión Soviética con Amin como dictador único. El proyecto de cambio maximalista (la revolución roja) de Amin chocó frontalmente con la oposición armada de los muyahidines musulmanes, conflicto que alcanzó su momento más intenso en 1979. Ante la extensión del levantamiento de los guerrilleros afganos, los acontecimientos adquirieron una nueva dimensión de carácter internacional. Amin solicitó la intervención de la U.R.S.S. para sofocar la rebelión armada. Los motivos de la Unión Soviética estaban claros: en primer lugar, por solidaridad internacionalista; en segundo lugar, para evitar que Estados Unidos adquiriera un recambio en su política de alianzas una vez que había perdido Irán tras la revolución fundamentalista.

A partir de septiembre de 1979, entraban en Afganistán las primeras unidades militares del Ejército Rojo. La U.R.S.S. había decidido actuar abiertamente y, al mismo tiempo, propiciaba un cambio en la cúspide del Estado afgano: Kamal sucedía a Amin. La intervención soviética movilizó a los países musulmanes, los cuales promovieron rápidamente una Conferencia Islámica, en la que los 35 Estados asistentes condenaron dicha invasión de forma tajante. Ante el apoyo diplomático recibido por sus hermanos de religión, y la ayuda militar que les suministraron (fundamentalmente Estados Unidos, China, Pakistán e Irán), los muyahidines afganos declararon la guerra abierta al régimen comunista de Kabul, en la que se vio envuelta la propia U.R.S.S.. El conflicto alcanzó proporciones de guerra civil - que aún dura en nuestros días - y amenazó con extenderse a otros países de la zona; especialmente tirantes fueron las relaciones del régimen de Afganistán con Pakistán.

A mediados de los años ochenta, Mohamed Najibulá sustituyó a Kamal al mando del Estado, pero este cambio no contribuyó a parar la guerra, la cual en 1986 ya se había demostrado desastrosa para los intereses soviéticos. A partir de ese momento, sobre todo teniendo en cuenta el nuevo pensamiento de la U.R.S.S. en política exterior, las diplomacias soviética y estadounidense comenzaron a buscar para el conflicto una salida pactada, y con ella el fin del Ejército Rojo en Afganistán. El 14 de abril de 1988 los ministros de Asuntos Exteriores de la U.R.S.S., Estados Unidos, Afganistán, Pakistán y el Secretario General de la ONU, llegaron a un acuerdo sobre la evacuación soviética de Afganistán: ésta comenzó el 15 de mayo de 1988 y finalizó el 15 de marzo de 1989.

La repatriación del Ejército Rojo no significó el comienzo de la paz en Afganistán. Después de tantos años de lucha, las posiciones eran irreconciliables. Los muyahidines siguieron combatiendo hasta la caída del gobierno comunista de Najibulá. Una vez que esto ocurrió, en abril de 1992, la Gran Asamblea de Afganistán (la Loya Jirga) proclamaba en diciembre a entró etapa convulsa favorecida por enfrentamiento contra tropas que a Burhanundin Rabani presidente de la República. Este, no obstante, no fue aceptado por la guerrilla radical de Hekmatyar, quién a su vez se consideraba como la única persona legitimada para el cargo. Después de 14 años de conflicto, en Afganistán (un país absolutamente destruido y con más de un millón de muertos en combate) no ha terminado aún la guerra, convertida ahora en una lucha fratricida de carácter étnico y tribal entre las diferentes facciones de muyahidines, cada cual más radical y fundamentalista.

La evolución del Próximo Oriente ha estado marcada de forma indeleble por el conflicto árabe-judío a propósito de Palestina. La idea de un Estado judío en Palestina fue tomando cuerpo a lo largo de la segunda mitad del S. XIX. El primer Congreso Sionista (1897) reivindicaba el derecho de todos los judíos dispersos por el mundo a reagruparse en la “tierra de sus antepasados”. En 1901 se instauró un Fondo Nacional Judío para la compra de tierras en Palestina, un territorio que formalmente pertenecía al Imperio Turco. Gracias a este organismo se creó Tel Aviv (“La colina de la primavera”), donde, poco antes del inicio de la Primera Guerra Mundial, únicamente se alzaba una cincuentena de casas. El inicio de la Primera Guerra Mundial favoreció la expansión británica en la región del Próximo Oriente, aprovechando que el Imperio Turco se alineó con Alemania. Así, las tropas británicas se asentaron en el sur de Palestina desde 1915, actuando coordinadamente con los líderes árabes, deseosos de librarse de la ocupación turca. Al mismo tiempo, Londres buscó el apoyo sionista a su expansión por la región. En este sentido hay que citar la llamada Declaración Balfour, realizada por el ministro de Asuntos Exteriores británico el 2 de noviembre de 1917: El Gobierno de Su Majestad tiene bajo su consideración y patrocinio el establecimiento en Palestina de un Hogar Nacional Judío, en el bien entendido de que nada se hará que pueda perjudicar los derechos civiles y religiosos de las comunidades no judías de Palestina.

Tras el fin de la Primera Guerra Mundial y la derrota de Alemania y de su aliado turco, Gran Bretaña obtiene los frutos de su política en el Oriente Próximo. Confirmando los Acuerdos Sykes-Picot, firmados en Londres y París para el reparto de la región, Gran Bretaña obtuvo el Mandato de la Sociedad de Naciones sobre Palestina en la Conferencia de San Remo, en abril de 1920.

Bajo control británico hay tres organismos que defienden los intereses de la población de la zona: El Consejo Nacional Judío (Vaad Leumi), que representa a la comunidad judía de Palestina; el Ejecutivo Árabe y el Consejo Supremo Musulmán (donde domina el muftí de Jerusalén, Hadj Amil al-Husaymi). Además, la Organización Sionista Internacional, con sede en Londres, tenía numerosos representantes en Palestina. Esta organización es la que dirigió la lucha para la creación de un Estado judío y la que favoreció, con el inicial beneplácito británico, la emigración hacia Palestina de los judíos de Europa y América: en 1939 había en Palestina alrededor de 445.000 judíos frente a un millón de árabes.

Mejor organizados que los musulmanes, más dinámicos y sostenidos financieramente por el Fondo Nacional Judío, los judíos crearon cooperativas locales (moshav ovdim) y aldeas colectivas (kibbutzim) en Palestina, defendidas por una milicia creada en tiempos de la dominación turca: la Haganah (“defensa”), una organización paramilitar que será el embrión del futuro ejército del Estado de Israel. De esta forma Tel Aviv pasó de 2.000 habitantes en 1919 a 150.000 en 1939, casi todos judíos. La mayor parte de las organizaciones judías se fusionaron en la Agencia Judía (1922) en la que se perfilaron dos tendencias: la sionista y la no sionista. Existían también grupos llamados revisionistas, partidarios de la creación inmediata de un Estado judío teocrático, que consideran traidores a los judíos no sionistas.

La revitalización de la inmigración judía durante los años veinte, así como una creciente y desconocida prosperidad, actuaron de fomento para el nacimiento de la conciencia nacional de los árabes palestinos, los cuales tomaron posiciones cada vez más radicales en contra de los judíos (a los acusaban de expoliar sus tierras) y, por extensión, contra la Administración británica. Los judíos, por su parte (y más especialmente los judíos) se consideraban víctimas de un timo, la Declaración Balfour. Deseoso de mantener el orden y de permanecer en Palestina, el gobernador de Su Graciosa Majestad se vio obligado a emplear la fuerza contra unos y otros.

A partir de 1936 Gran Bretaña optó por oponerse al sionismo, lo que puso en peligro el equilibrio económico del Próximo Oriente, especialmente a causa de sus conexiones con las finanzas estadounidenses. Los británicos estimularon de nuevo el nacionalismo árabe y provocaron con ello el recrudecimiento de la revuelta violenta, preconizada sobre todo por el muftí de Jerusalén, que encontró un apoyo formal en la Alemania antisemita hitleriana y en Italia, países ambos con intereses estratégicos en la región.

La situación se hizo insostenible cuando ese año estalló una insurrección generalizada de los árabes contra los judíos y los británicos. La revuelta duró tres años y obligó a Londres a recortar drásticamente el cupo de inmigrantes judíos en un momento especialmente difícil para la comunidad hebrea, ya que se estaba acentuando la persecución antisemita en Europa Central y Oriental. Ante las posiciones irreconciliables de judíos y árabes, Gran Bretaña o vio otra solución que proponer la partición de Palestina en 1937 y establecer un periodo de diez años para conceder la independencia, pero el plan no fue aceptado por los judíos, situación que se repetiría en 1947, momento en el cual la ONU acordó la partición de Palestina entre árabes y judíos: a los primeros les correspondería el 45 % del territorio que albergaba prácticamente en su totalidad a población árabe; los hebreos, por su parte, contarían con 55 % restante, con una población formada en su mitad por judíos.

La resolución de la ONU no fue aceptada por los representantes de los árabes de Palestina ni tampoco por las demás naciones árabes de la zona, pero sí fue aprobada mayoritariamente por las autoridades judías. Aprovechando el vacío de poder creado al retirarse las tropas británicas de Palestina, David Ben Gurión proclamó unilateralmente la independencia del Estado de Israel el 14 de mayo de 1948, con Chaim Weizmann como presidente a partir de 1949. Al día siguiente, los ejércitos de Siria, Jordania, Irak y Egipto invadían Israel, tras dar garantías a los palestinos de una inmediata recuperación de toda Palestina y la total expulsión de los judíos. El desenlace de la primera guerra árabe-israelí fue totalmente negativo para las aspiraciones árabes: al decretarse el armisticio (8 de enero de 1949) el nuevo Estado israelita dominaba el 78 % del territorio de Palestina, mientras que Cisjordania y Gaza pasaron a ser controladas por Jordania (emirato convertido en 1949 en reino de la casa hachemita) y Egipto; países estos últimos que no consideraban oportuno impulsar en dichas zonas la creación del Estado árabe-palestino. Inmediatamente, en el mismo año, las autoridades judías lograron que la ONU reconociese el Estado de Israel.

Sin embargo, dicho reconocimiento internacional no fue secundado por los países árabes que obligaron a Israel a vivir en permanente vigilia armada. Los aires de guerra abierta llegaron de nuevo a la zona en 1956 con motivo de la crisis del Canal de Suez, ante el anuncio de su nacionalización y cierre con el objetivo de asegurar su supervivencia. Años más tarde, en junio de 1967, Israel lanzó un ataque preventivo -la guerra de los Seis Días- contra los países árabes de la zona, logrando el control de los altos del Golán, Cisjordania, Gaza y la península del Sinaí, con el objetivo de formar unos cordones de seguridad.

En octubre de 1973, precisamente el día del Yom Kippur, los países árabes lanzaron una ofensiva militar contra Israel, pero no consiguieron sus objetivos y el ejército judío conservó las zonas de seguridad tal como habían quedado después de la Guerra de los Seis Días. A lo largo de todo el conflicto, la actitud de algunos Estados árabes varió ostensiblemente. Si en la cumbre de jefe de Estado árabes celebrada en Jartum (Sudán) en agosto de 1967 se llegó al acuerdo de mantener el rechazo a la existencia del Estado de Israel, la unanimidad no se consolidó al negociar Egipto directamente con el Estado judío para resolver su conflicto bilateral. Sólo con los acuerdos de Camp David de 1978 se hicieron posibles la firma de la paz definitiva entre Israel y Egipto en 1979 y la restitución total de la península del Sinaí en 1982: por primera vez se ponía en práctica la fórmula paz por territorios.

Sin embargo, las guerras de Palestina han dejado una huella imborrable en los países desarrollados; ante el apoyo a Israel de Estados Unidos y sus aliados occidentales, los miembros árabes de la OPEP decidían en 1973 -después de la cuarta guerra árabe-israelí- la reducción de la producción y exportación de crudo, así como la subida de los precios del mismo. Esta decisión arrastró a las economías de los países más industrializados del mundo a una crisis de larga duración.

Quince años más tarde de la proclamación del Estado de Israel, la Liga de Estados Árabes aspiró a lavar su error histórico de antaño (dejar pasar la ocasión de crear el Estado de Palestina) al auspiciar la creación de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) en 1964. Sin embargo, la evolución de los acontecimientos no se mostró nada favorable con el destino del pueblo palestino. La Guerra de los Seis Días de 1967 terminó por convertirlo en dramático al multiplicar las calamidades de la población de los territorios ocupados e incrementar el éxodo de la misma a los países circundantes, fundamentalmente a Jordania, Líbano, Kuwait y Siria.

La negativa de los Estados árabes a reconocer la existencia del Estado de Israel -lo que exigían las resoluciones 242 y 388 de Naciones Unidas- tampoco contribuyó al éxito de la causa árabe en Palestina, sobre todo después de la decisión de Egipto de negociar por su cuenta y riesgo. lo hizo. La situación de virtual desamparo internacional que sufría la OLP se quebró cuando la ONU le concedió la condición de “Movimiento Nacional” y, en 1974, la de miembro “Observador” de Naciones Unidas. Este primer reconocimiento, la perseverancia de Yaser AR.A.F.at (líder de la OLP desde 1969), la lucha de los feyadines o guerrilleros palestinos, la resistencia pasiva y puntual de la población a partir de 1976 con la celebración del día de la tierra -desde 1976- y la intifada o revuelta permanente de las nuevas generaciones de palestinos en los territorios ocupados a partir del 9 de diciembre de 1987, contribuyeron a mantener viva la aspiración nacional de este pueblo. Todo ello desembocó en la proclamación de la independencia de Palestina en 1988, tal como había acordado un año antes el Consejo Nacional Palestino. Esta decisión llevaba implícita el reconocimiento de todos los Estados de la zona, incluido el Estado de Israel: cuarenta años después se daba el visto bueno a la partición de Palestina.

El siguiente paso para zanjar el secular conflicto consistió en reunir una magna Conferencia de Paz para la zona en virtud de la conocida fórmula de paz por territorios. Los buenos oficios de la diplomacia internacional, con Estados Unidos y la Unión Soviética al frente, dieron finalmente sus frutos. El 30 de octubre de 1991 comenzaba en Madrid la Conferencia de paz para Oriente Próximo. Participaban en la misma delegaciones de Israel, Líbano, Siria, Egipto y una conjunta jordano-palestina. Dicha Conferencia -cuya primera fase se celebró en Madrid durante cinco días- tenía su fundamento en las celebérrimas resoluciones 242 y 338 de la ONU, que databan de 1967 y 1973 respectivamente. La segunda remitía a la primera, en la cual se exhortaba a Israel a retirarse de los territorios ocupados y consagraba el derecho de todos los Estados de la zona a vivir en paz y con fronteras seguras; en todo momento se insistía para que ambas partes entablaran negociaciones de paz.

De todo ello se comenzó a hablar en Madrid y, posteriormente, en diciembre de 1991, en Washington. Finalmente, se llegó a un acuerdo sobre concesión de autonomía para la Franja de Gaza y Cisjordania, que abría el camino para una futura devolución de territorios y que fue firmado en Washington el 13 de septiembre de 1993; días antes, el 9 de septiembre, se había dado otro paso importante hacia la paz en la zona con el reconocimiento mutuo y explícito entre el gobierno de Israel y la OLP, proceso al que se adhirió seguidamente la Jordania del rey Hussein. Posteriores contactos bilaterales hicieron posible el llamado Compromiso de Oslo entre ambas partes, del cual salió un nuevo acuerdo, firmado en Washington en 1995, que establecía la retirada del ejército israelí de los territorios autónomos, ampliaba la autonomía a otros siete municipios de los antiguos territorios ocupados -además de Gaza y Jericó-, y disponía la celebración de elecciones para elegir al Consejo Nacional Palestino y al presidente de los territorios autónomos, proceso que consolidó a AR.A.F.at como máximo dirigente. Sin embargo, los acontecimientos vividos en Israel a partir del otoño de 1995 (empezando por el asesinato de Isacc Rabin) demuestran el equilibrio inestable en el que descansa el inacabado proceso de paz entre árabes e israelitas en relación con Palestina.

Una consecuencia directa del conflicto árabe-israelí fue la guerra civil que comenzó en Líbano en 1975. A ella se llegó por un doble motivo de carácter externo e interno. En primer lugar, por la ruptura del Pacto Nacional entre comunidades que regía en el país desde 1943, un año antes de su independencia. El movimiento panarabista nasserista estuvo en el origen de la inestabilidad que sufrió el Líbano desde 1958: la división de las comunidades cristiana y musulmana. En segundo término, porque, debido al conflicto árabe-israelí, el país se convirtió en destino obligado de una parte del éxodo palestino (400.000 en 1970, el 15 % de la población total de Líbano).

La “palestinización” de Líbano coadyuvó radicalmente a enturbiar la ya de por sí dificil convivencia de comunidades desde la crisis de los años cincuenta. El creciente protagonismo de los feyadines palestinos fue la chispa que encendió la guerra civil. Entre abril de 1975 y octubre de 1976 se desataron las hostilidades entre cristianos y musulmanes libaneses por controlar un país que, en la práctica, había dejado de ser suyo. En el sur imperaban los guerrilleros de la OLP y demás facciones propalestinas; y en el norte, desde mayo de 1976, actuaba el ejército sirio. Ante la gravedad de la situación, la Conferencia Árabe, reunida en Ryad, intentó imponer el orden y creó una Fuerza Árabe de Disuasión que adscribió a Siria. Los acuerdos de la Conferencia no hicieron sino refrendar lo que era una realidad: la división total del Líbano. Los problemas a finales de 1976 no habían sido resueltos, pero la guerra había destrozado el país.

La presencia beligerante de palestinos y sirios en suelo libanés terminó por complicar las cosas. Los campamentos de feyadines palestinos en el sur era en la práctica bases de operaciones militares contra los territorios del norte de Israel. Ante el hostigamiento continuo de los grupos guerrilleros, el ejército judío, en 1978, entró en Líbano y creó al sur del país un “cinturón de seguridad”. En 1978, Líbano estaba dividido militarmente de la siguiente manera: en el sur los israelitas habían dado el control de la situación al comandante libanés Hadad (que proclamó en abril de 1979 el Estado de Líbano Libre) -aunque no se había terminado con la presencia palestina-; en tono al río Litum, como tierra de nadie, se encontraban las fuerzas de interposición -FINUL- (“cascos azules”) de la ONU; y desde esta posición hasta la frontera norte estaba el ejército de Siria. Para terminar con la acción palestina en Líbano, Israel invadió de nuevo el país con la justificación de una acción militar, Paz en Galilea, el 6 de junio de 1982. El combate fue resuelto rápidamente a favor del ejército hebreo, que llegó hasta las mismas puertas de Beirut. Los judíos forzaron entonces el cumplimiento del plan especial del enviado de Estados Unidos a la zona, Aviv, según el cual los feyadines de la OLP y demás grupos paramilitares de los palestinos debían salir de Líbano. Comenzada la evacuación forzosa hacia Túnez, Israel mantuvo su ocupación del sur hasta febrero de 1985 con la finalidad de reducir a la mínima expresión la capacidad operativa de las milicias fundamentalistas como las chiítas de Hezbolá y Amal.

Sólo a partir del 25 de noviembre de 1989 entró la cuestión libanesa en vías de solución con la elección de Elías Haraui -cristiano maronita- como presidente del país. Éste nombraba primer ministro a Selim Hoss, y más tarde a Omar Karame (musulmanes). En septiembre de 1990 una nueva Constitución, pensada para lograr la reconciliación y la reconstrucción nacional, se convertía en la gran esperanza de la “nueva” República de Líbano.

Los intentos modernizadores en el Próximo Oriente -la llamada vía árabe- protagonizados por el baazismo y el nasserismo -movimientos de masas configurados en los años cuarenta y cincuenta-, produjeron también una gran inestabilidad en toda la zona. Ambos pretendían la recuperación de la identidad nacional erosionada por el neocolonialismo y se apoyaban en un nacionalismo a ultranza aderezado de un “socialismo árabe”. Su objetivo común era la construcción de la gran nación árabe. El panarabismo fracasó por la competencia de ambos movimientos, pero en Egipto, Siria e Irak se intentó edificar el arabismo en un solo país.

El triunfo del movimiento nasserista en Egipto en 1954 le otorgó a este país - y a su líder Nasser - el máximo prestigio en todo el mundo árabe, pero no pudo ser exportado en su totalidad a ningún otro Estado (aunque tuvo gran influencia en la zona, caso de Líbano). La República Árabe Unida -unión de Egipto, de Siria (independiente desde 1946) y de Yemen- tan querida por Nasser, sólo fue realidad por un corto periodo de tiempo, desde comienzos de 1958 hasta finales de 1961. El movimiento baazista, por su parte, estuvo en el origen del Partido Bazz Árabe Socialista. Éste se hizo con el poder en Siria en 1963 y en Irak en 1968 a través de sendos golpes de Estado y repitió en su seno las disputas por la hegemonía política, lo que le privó de un apoyo más generalizado entre los demás países árabes.

Tras el final de la Gran Guerra y la subsiguiente desaparición del Imperio Otomano, Yemen del Norte alcanzó la independencia. La dependencia de Gran Bretaña de los territorios del sur duró hasta 1967 en que Yemen del Sur logró la independencia; en 1968 se convirtió en República Democrática Popular del Yemen. Desde ese momento las relaciones entre ambos Estados pasaron por diversas fases, que fueron de clara hostilidad, incluso conflictos fronterizos, como en los años 1972 o 1979; pero también de buena vecindad en aras de la futura unión tan largamente esperada. Los esfuerzos en pro de la unidad terminaron por fructificar. Ambos gobiernos decidieron la unificación del Yemen, lo que fue ratificado por las respectivas asambleas nacionales, el 21 de mayo de 1990. Un día más tarde se anunciaba oficialmente el nacimiento de un nuevo estado: la República del Yemen. A partir de 1993 se producía la fusión definitiva de las más altas instituciones de ambas Estados y comenzaba a funcionar una única administración. Sin embargo, todavía un año más tarde se producía un intento de secesión que finalmente fue abortado.

Desde 1930, momento de la independencia de Irak, la monarquía hachemita instaurada en el país padeció una permanente inestabilidad política, debiendo soportar numerosas intentonas golpistas. En 1958, un golpe de Estado militar derrocaba a la monarquía e instauraba la república en Irak. Sin embargo, el nuevo régimen debió soportar la oposición frontal de los nasseristas iraquíes así como de los nacionalistas del partido baazista; hasta que en 1963 ambos movimientos protagonizaron un golpe de mano. Finalmente, en 1968, triunfaba en Irak un nuevo golpe de Estado dirigido por el general Al-Bakr (con Saddam Hussein como lugarteniente) y apoyado por el partido Baaz. En 1979, Saddam Hussein lograba hacerse con el poder, instaurando de hecho una dictadura personal, gracias al control ejercido a todos los niveles por el partido Baaz y a la lealtad de la cúspide militar. En esta situación, y ante el desenlace negativo del conflicto con Irán, el dictador no tardó en generar uno nuevo: la invasión y guerra de Kuwait.

Desde el mismo momento de su independencia, Irak ha mantenido un contencioso internacional sobre el derecho a la existencia misma de Kuwait como país independiente y soberano (situación a la que accedió el emirato desde 1961), lo cual nunca fue aceptado de buen grado por los dignatarios iraquíes al considerar que Kuwait era parte irrenunciable de su territorio: en esta postura maximalista encontramos las causas remotas de este segundo conflicto del Golfo. Las causas inmediatas del mismo no son otras que la actitud belicista de Saddam Hussein ante una situación límite en el interior de su propio país tras el largo e inútil conflicto con Irán. El 2 de agosto de 1990, las unidades de vanguardia del ejército iraquí invadieron el pequeño emirato kuwaití, llevando de nuevo la inestabilidad al Próximo Oriente. Era la primera vez después de la Segunda Guerra Mundial que un país miembro de la ONU (como lo era Kuwait desde 1963) era invadido y anexionado por otro país. Dicha conculcación del derecho internacional pareció a los ojos de los países occidentales -incluso en el mundo árabe moderado- especialmente grave teniendo en cuenta la importancia geoestratégica de la zona en conflicto y la ruptura del statu quo en la misma con el ascenso político de una potencia hostil a sus intereses que, además, pasaba a controlar automáticamente las mayores reservas de petróleo y a convertirse en el segundo productor mundial, con las consecuencias económicas que ello podía suponer.

Una vez consumada la agresión a Kuwait, el Consejo de Seguridad de la ONU -a instancia de Estados Unidos y sus aliados - estudiaba la crisis planteada en la zona del Golfo y condenaba sin reservas la invasión instando a Irak a retirarse inmediatamente de Kuwait. Durante cinco meses las recomendaciones y resoluciones de Naciones Unidas -doce comenzando con la 660 y 670- no amedrentaron al dictador iraquí, quién siguió firme en sus pretensiones. Finalmente, el Consejo de Seguridad -sin veto alguno, lo que no debió advertir Saddam, como tampoco advirtió que la Guerra Fría había terminado- autorizó, el 17 de enero de 1991, a la coalición militar formada contra Irak (Estados Unidos, Gran Bretaña, Francia, Arabia Saudí y los restantes países del golfo, Egipto, Siria y Marruecos) el uso de la fuerza bélica para acabar con la invasión. La operación militar aliada dio por concluidas sus operaciones el 28 de febrero de 1991 al liberarse a Kuwait. Pocos días más tarde, el 3 de marzo, Irak aceptaba todas las condiciones impuestas por los vencedores, conforme a la resolución 686 de la ONU (la “resolución de rendición”, que incluía las doce anteriores).

Indirectamente, los aliados, una vez derrotado Saddam Hussein en Kuwait, alentaron al pueblo de Irak a rebelarse contra el dictador iraquí con el propósito de propiciar su caída a manos de la oposición a su régimen. Rápidamente, los chiítas del sur y los kurdos del norte (el 20 % de la población) se levantaron contra Hussein, pero éste y su Guardia Republicana lograron sofocar el conato de guerra civil a sangre y fuego ante la pasividad del mundo occidental y de la ONU, con la secuela de un nuevo éxodo de estas poblaciones a los países limítrofes de Turquía e Irán.

NACIONALISMO Y SOLIDARIDAD AFRICANAS

La descolonización de África, proceso que lleva a la independencia política y a la configuración de los nuevos Estados africanos tiene, obviamente, los mismos caracteres generales y factores, orígenes y causas que el proceso general de la descolonización que se ha experimentado en primer lugar en el mundo árabe y después en Asia, actuando igualmente en África, aunque con todas las peculiaridades y elementos diferenciadores propios de este continente, para llevar a sus pueblos a alcanzar la independencia política y se constituyen como nuevos Estados soberanos. Desde la Segunda Guerra Mundial, y especialmente en torno a finales de los años cincuenta y la primera mitad de los sesenta, tanto los factores internacionales como los continentales y nacionales africanos actúan sobre estas complejas sociedades generando un vasto proceso de descolonización e independencia que se estaba perfilando desde algún tiempo atrás, durante la primera mitad del S. XX, y que se manifestaba en los iniciales movimientos nacionalistas y revolucionarios. Se produce, como escribe J. KI-Zerbo “el despertar de África”, o “la historia comienza de nuevo”.

Nació así, a lo largo de los años sesenta, una nueva África independiente, configurada políticamente en una gran diversidad de nuevos Estados. El cambio registrado en África por la descolonización, durante los cuarenta años centrales del S. XX, ha sido históricamente trascendental. Al término de la Segunda Guerra Mundial, sólo existían en África tres estados formalmente independientes: Etiopía, Liberia y Egipto, a los que puede añadirse la Unión Sudafricana. En 1990, prácticamente toda África es independiente, ofreciéndose la totalidad del continente como un gran mosaico de naciones soberanas. Entre ambos momentos se desarrolla el proceso de las independencias africanas sobre el que es preciso tener en consideración, en cuanto a su planteamiento, orígenes y causas, que el estudio de la historia del África desde una perspectiva actual exige la confrontación permanente y global, de los estratos precolonial, colonial y descolonizador, como ha señalado C. Coquery-Vidrovitch.

La descolonización de África puede dividirse en tres fases: 1ª. De 1945 a 1956 son los años del desarrollo y consolidación de los nacionalismos africanos, y de la revolución y las luchas por las independencias, que comienzan a ser alcanzadas en 1952 por Egipto y en 1956 en el Magreb; 2ª. Entre 1957 y 1975 se extiende la fase central en la que se va consiguiendo la descolonización política al acceder a la independencia la gran mayoría de los países del África subsahariana, y, además, se consolida el ideal panafricanista al constituirse en 1963 la OUA; y 3ª. Desde 1975 hasta 1994 se prolonga la última fase del proceso al registrarse la descolonización de los países de África Austral, hasta entonces foco de resistencia blanca, que completan las independencias, se registran sendas revoluciones en Etiopía y en Liberia, y, por último, tienden a desaparecer los regímenes dictatoriales y afrocomunistas que son paulatinamente sustituidos por sistemas democráticos y multipartidistas, así como se liquida el régimen racista de Sudáfrica que, al adoptar reformas básicas, da paso a la nueva República democrática y multirracial.

Además, el proceso descolonizador africano se produce en el marco determinado de unas determinadas áreas geohistóricas, que influyen decisivamente en la configuración política del África independiente y que, de norte a sur, son: el África septentrional, caracterizada por su pertenencia a la civilización árabe y mayoritariamente islámica; el África subsahariana, verdadero mosaico de tribus y culturas organizadas políticamente en Estados, de manera muy arbitraria en la mayor parte de las ocasiones y que, con unos elevados índices de analfabetismo y de conflictividad social y un escaso desarrollo económico, la convierten en una de las regiones más pobres del planeta; y el África austral, mediatizada en su evolución después de 1945 por una importante presencia del hombre blanco y por la influencia que ejerce en toda el área la República Sudafricana.

En el proceso histórico de la descolonización de África actúan un conjunto de factores y componentes que con las peculiaridades propias de este continente tienen un especial significado, y que son exponentes de una serie de transformaciones profundas acaecidas en el seno de las sociedades africanas, que se han ido gestando a lo largo de una evolución de años, durante la fase anterior y en el mismo S. XX, y que se han ido incubando a lo largo del periodo colonial, para desembocar como fuerzas activas en el momento de las independencias.

Las transformaciones económico-sociales constituyen un primer factor básico. Junto a la continuidad de las tradiciones africanas, hay que destacar la gran amplitud de los cambios, tanto económico-sociales como ideológico-culturales, operadas en África durante la primera mitad del S. XX, con anterioridad a la Segunda Guerra Mundial y a lo largo del transcurso de ésta, así como en la posguerra, que constituyen los fundamentos del nacimiento del nacionalismo africano y de su lucha revolucionaria por la independencia política. Los pueblos africanos han experimentado, en este sentido, un continuo proceso de transformación y crecimiento internos en los distintos aspectos y actividades económico-sociales, tanto en relación con la acción del colonialismo como por la dinámica interna propia de tales sociedades. Actúan así y son muestra de tal evolución los siguientes factores: las transformaciones económicas, los cambios sociales, el crecimiento demográfico y los progresos culturales e ideológicos entre los que se encuentra la formulación de los conceptos de negritud como exaltación de los valores tradicionales africanos por L. S. Senghor, A. Césaire y L. Damas en 1934, y años más tarde el de africanidad por el mismo L. S. Senghor.

Todo este entramado de transformaciones económico-sociales e ideológico-culturales experimentan un giro decisivo por las consecuencias de la Segunda Guerra Mundial, cuya trascendencia tiene repercusiones decisivas en el destino de África, y cuyo antecedente se encuentra en la ocupación de Etiopía por la Italia fascista en 1935. Estas consecuencias se manifiestan y afectan a distintos planos de la vida africana: en el orden económico, en el social por sus repercusiones entre las poblaciones africanas, y en el ámbito militar y territorial. De esta manera, como se recoge en el volumen 8 de The Cambridge History of África, la Segunda Guerra Mundial rompió la paz colonial en África, y por muchas razones y en todos los aspectos el conflicto mundial representa un momento decisivo en la historia colonial del continente africano, lo que ha sido señalado unánimemente por los autores, como B. Davidson cuando escribe que la Segunda Guerra Mundial fue el acontecimiento más importante de los que llevaron al cambio político en África.

Las transformaciones económicas, los cambios sociales y los progresos ideológicos y culturales constituyen los fundamentos sobre los que se va a producir el desarrollo de los nacionalismos africanos, que son expresión de la madurez de una nueva conciencia nacional, se orientan hacia la acción política organizándose como partidos, y se manifiestan rápidamente a favor de la pronta independencia. Para B. Davidson la historia de África contemporánea es, ante todo, la historia del desarrollo del nacionalismo a lo largo del siglo XX. Los nacionalismos africanos se expresan y desarrollan a partir de un doble marco: por un lado, sobre la base de la tradición y la historia del propio pueblo como herencia de su identidad y comunidad nacionales, y, por otro, a través de las coordenadas creadas por el colonialismo como configuradoras de algunos de los elementos componentes de la nueva nación. En opinión de F. Morán, el nacionalismo africano, a pesar de su ambigüedad esencial, es un impulso para la vida política y social del continente.

También escribe J. Ki-Zerbo, en este sentido, que el nacionalismo africano se trata de un verdadero despertar nacional, del risorgimento de una personalidad que intenta formarse oponiéndose al poder establecido. El movimiento nacionalista va a ser orquestado por diferentes organismos, pero el instrumento específico en este campo va a ser el partido político. Los grupos motores del nacionalismo africano son: los sindicatos, la actividad de los intelectuales, los movimientos estudiantiles, las Iglesias y, sobre todo, los partidos políticos. Para R. Bureau, entre los objetivos de los movimientos nacionales africanos se distinguen principalmente tres: un movimiento de reforma social, el deseo de unificación del país, y un movimiento hacia la independencia nacional.

Cada movimiento nacional por la independencia en una situación colonial, según escribe K. Nkrumah, contiene dos elementos: la exigencia de libertad política y la revolución contra la pobreza y la explotación. Estos movimientos nacionales fueron surgiendo y organizándose como asociaciones y partidos políticos entre 1920 y 1950 por todos los países colonizados de África, teniendo todos en común la determinación de luchar por el fin del dominio colonial y la consecución de la independencia, así como el mejoramiento de las condiciones económicas y sociales de los pueblos africanos. Desde ese momento nada puede detener la impetuosa marea del nacionalismo en favor de las independencias africanas.

Otro factor decisivo de concienciación y de impulso hacia la independencia entre los dirigentes y los pueblos africanos está representado por el Panafricanismo. El movimiento panafricano constituye la expresión de la solidaridad y unión entre los pueblos de África en su lucha contra la opresión colonial europea y a favor de la independencia y la unidad de todo el continente africano. La historia del Panafricanismo se extiende a lo largo de un proceso en una serie de factores: los antecedentes y las primeras y ambiguas formulaciones se encuentran entre 1881 y 1914; desde 1919 hasta 1937 es la fase de fundación y organización del Movimiento Panafricano en torno a la figura central del negro norteamericano Du Bois y a través de la celebración sucesiva de cuatro Congresos Panafricanos; en 1945 se recupera el movimiento con mayor fuerza y sentido político con la celebración del V Congreso en Manchester y que llega en su empuje e influencia hasta 1957; y de 1957 a 1963 se extiende la fase más activa bajo el impulso de K. Nkrumah, presidente de Ghana, cristalizando en la creación en 1963 de la OUA en la nueva África independiente.

El África septentrional y el mundo árabigo-islámico

Si bien estos países están inmersos en el área cultural arábigo-islámica, las diferencias internas entre sus Estados son más llamativas que las similitudes. Desde el punto de vista económico - y en función del PIB- tenemos países ricos -Libia-, menos ricos -Argelia y Túnez- y pobres -Mauritania, Marruecos, Egipto o Sudán-. Y lo mismo sucede respecto a los regímenes políticos; tenemos una monarquía tradicional, marcadamente autoritaria, -Marruecos-, y seis repúblicas de los más variados colores políticos, desde las que se denominan islámicas -Mauritania o Sudán- a las populares -Libia- pasando por las presidencialistas -Egipto Argelia o Túnez-. Sin embargo, los actuales jefes de Estado son militares con la excepción de Marruecos, donde el rey lo es por derecho divino. Esta última circunstancia - la militarización de los Estados- tiene un origen común que determinó la vida de estos países durante los años sesenta: el nasserismo.

Con la toma del poder en Egipto por el coronel Gamal Abdel Nasser en 1954, una vez depuesta la monarquía por el golpe de Estado de los Oficiales Libres, se reavivó la llama del nacionalismo árabe y entre estos años y 1967 se forjó el nasserismo como forma de gobierno y modelo para todos los demás países árabes de la zona. El nasserismo fue una extraña mezcla de nacionalismo, islamismo y socialismo con la pretensión de convertirse en la base ideológica de un régimen político de partido único. La fórmula, que funcionó mientras vivió Nasser y que transformó las estructuras políticas del mundo árabe, se caracterizó por su pretensión panarabista (la creación de una gran nación árabe); en lo sociocultural, la búsqueda de un renacimiento árabe gracias a la tradición del Islam; y en lo económico, el intento de llevar a buen puerto una vía árabe al socialismo a través de la dirección centralizada de la economía y el control y la nacionalización de los sectores básicos de la misma. Todo ello apareció pergeñado en la célebre Carta de Acción Nacional, en 1962.

El nasserismo tuvo una gran influencia en todos los países del Magreb, a los que sirvió de modelo para conseguir la modernización una vez conquistada la independencia. En Túnez y Libia, donde se derrocaron las respectivas monarquías; en Argelia, donde alimentó la resistencia contra Francia así como la posterior evolución del país bajo el Frente de Liberación Nacional. Sin embargo, donde el nasserismo fracasó de manera más ostensible fue en su intento de unidad árabe. No logró hacerlo por la vía de la Liga Árabe (fundada en el Cairo en 1945), aunque entre 1953 y 1962 todos los países del Magreb -excepto Mauritania- se adhirieron a la misma, la cual a partir de la desaparición de Nasser cifró todos sus esfuerzos en la lucha contra Israel. Tampoco lo pudo conseguir por la vía de las uniones nacionales: el proyecto de República Árabe Unida sólo contó con la anuencia de Siria y Yemen y eso durante 1958 y 1961. Después de algunos años de proyectos fallidos capitaneados sobre todo por Libia, que a este respecto se pretendió heredera del nasserismo, el vacío dejado por este movimiento en su pretensión unionista será llenado una década más tarde por el panislamismo fundamentalista.

El nasserismo influyó como ningún otro movimiento en el mundo árabe de los años sesenta. En el Magreb se inauguró toda una época de golpes de Estado protagonizados por militares para forzar el cambio de las élites gobernantes, tildadas todas ellas de ineficaces y corruptas: los ejemplos de Túnez, Libia e incluso Argelia son suficientemente ilustrativos. A partir de este momento, la forma de gobierno de Nasser -dictadura personal, nacionalismo arabista, populismo, islamismo y control de la economía socializada- se aplicó a todos estos países de la zona teniendo en cuenta las diferentes realidades nacionales. Sudán, Túnez Argelia y Libia siguieron la estela del nasserismo. En todos estos países se instauró un régimen surgido de un golpe de Estado, cuyas señas de identidad eran el socialismo árabe y el islamismo, salvo en el caso de Túnez, que apoyó su modernización en el laicismo de corte kemalista. En todos ellos se vive en la actualidad un rebrote del fundamentalismo islámico que, sobre todo en el caso de Argelia, está poniendo en cuestión las bases de los sistemas políticos impuestos tras el proceso descolonizador.

Sin embargo, ya en el tercer milenio, el panislamismo radical o fundamentalismo islámico se está convirtiendo en un elemento característico del mundo árabe e islámico y en la gran fuerza transformadora de las sociedad existentes en la actualidad. Los intentos acometidos desde los años veinte o cincuenta de este siglo por los nuevos países del Oriente Medio y Próximo y del Norte de África para crear Estados laicos o, en todo caso, deslindar los campos de la política -vida pública- y de la religión -vida privada- no han dado por lo general (con las posibles excepciones por el momento de Turquía y Túnez) los resultados esperados. Dicho movimiento panislamista, por lo que al Magreb y a Egipto se refiere, se basa en el wahhabismo saudí (recuérdese que el de tipo iraní, imperante en Sudán, es chiíta), en el que Estado y religión constituyen una unidad según los postulados de la charia o ley islámica, de ahí que la pretensión de este movimiento sea la instauración en todo el mundo árabe del Estado islámico a imagen y semejanza de Arabia Saudí, país considerado el Estado islámico por excelencia.

La secta wahhabista más antigua en el Norte de África es la de los Hermanos Musulmanes en Egipto. La influencia de los postulados islámicos creció considerable en Egipto tras la muerte de Nasser y surgieron nuevos grupos cada vez más radicales. Los islamistas egipcios y su consigna -El Corán es nuestra única Constitución- han gozado de un gran predicamento sobre todo en Argelia, donde ha aparecido el Frente Islámico de Salvación (FIS). La actuación del movimiento islamista en el valle del Nilo y en el Magreb consiste en la llamada revolución desde abajo, es decir, en ganarse a los sectores más activos de la sociedad -los universitarios- y a los desheredados -los grupos populares de las grandes ciudades- a través de la labor de la clerecía en las mezquitas predicando la instauración de la charia en contra de los valores occidentales. Esta labor cotidiana ha tenido sus mejores frutos en Argelia, un país dominado durante treinta años por un partido único -el Frente de Liberación Nacional (FLN)- de corte occidental.

Los revolucionarios egipcios del movimiento de los Oficiales Libres tenían dos grandes objetivos cuando en 1952 decidieron dar un golpe de Estado para derrocar al rey Faruq y abolir la monarquía: en primer lugar, recuperar el prestigio y la dignidad nacional perdidos después de la guerra de 1948 contra el ejército judío; y en segundo término, modernizar el país. Pero la evolución de los acontecimientos facilitó la toma del poder por Nasser, que en 1954 se convirtió en el hombre fuerte del nuevo régimen republicano instaurado un año antes en Egipto. Sin embargo, el esfuerzo de Nasser no se dedicó a la política interior sino al prestigio internacional y, por ende, a su exaltación a la jefatura del movimiento panarabista, e incluso, de los No Alineados.

Para poder consagrarse a esta forma de hacer política, el líder egipcio terminó con las disidencias internas protagonizadas, sobre todo, por los Hermanos Musulmanes -que tan útiles habían resultado para la toma del poder- y la oposición de ultraizquierda -el Partido Comunista-. Acallada la oposición, prometió al pueblo egipcio la consecución de la justicia social y, por ende, la mejora de las condiciones de vida y trabajo, a través del control y nacionalización de la economía, especialmente encaminada a la mejora de la agricultura, aunque para ello dependió en exceso de la tutela soviética; El hito más espectacular de esta política nasserista fue la nacionalización en 1956 del canal de Suez. Precisamente la defensa que el político egipcio hizo de los intereses de su país en la “cuestión del canal” frente a Israel y frente a la coalición internacional formada por Francia y Gran Bretaña, le valió el respeto del mundo entero y un carisma sin discusión entre sus compatriotas y en la comunidad árabe durante más de diez años. Así pudo intentar la unidad árabe a través del control de la Liga Árabe o bien de uniones con terceros países, como fue el intento de la República Árabe Unida con Siria y Yemen; ninguna de estas vías hacia el panarabismo fructificó, dando al traste con uno de los proyectos básicos de Nasser.

Cuando el líder egipcio murió el 28 de septiembre de 1970, la modernización de Egipto, la transformación de su sociedad, estaba pendiente de lograrse; se habían dilapidado los recursos necesarios para elevar el nivel de vida de los egipcios en apuntalar la “revolución nasserista“ y en una política exterior de prestigio personal que, a la postre, no logró ninguno de sus objetivos básicos: ni la unidad árabe ni la derrota del Estado de Israel.

La muerte de Nasser propició un giro radical en la política de Egipto en la década de los setenta que, básicamente, llega hasta nuestros días. Con Sadat al frente de los destinos del país, los objetivos en lo que a las relaciones exteriores se refiere tendieron a estrechar los lazos con los países árabes moderados (lo que supuso el enfrentamiento, p. e., con Libia), a terminar con la tutela de la U.R.S.S. y procurar el acercamiento con Estados Unidos, así como lograr la recuperación de los territorios ocupados por Israel en 1967. La mayor parte de los esfuerzos del Estado se dedicaron a la acción exterior, por lo que en el interior poco variaron las condiciones económicas o sociales, aunque Sadat procuró y logró unas mejores relaciones con los Hermanos Musulmanes, que fueron legalizados y pudieron reemprender su actividad siempre y cuando ésta no supusiera un peligro para el poder constituido; al calor de la permisividad islámica que propició Sadat, surgieron grupos cada vez más radicales que, con el tiempo, se convirtieron en los peores enemigos de su política de apertura social -nuevo papel de la mujer- y económica -potenciación del turismo- además de jurarle odio eterno tras la firma de la paz con Israel en 1978, lo que consumó la facción fundamentalista yihad con su asesinato el 6 de octubre de 1981.

Con Hosni Mubarak como nuevo jefe de Estado, la actuación de Egipto no varió ostensiblemente. No obstante, el nuevo presidente logró en 1990 el restablecimiento de la unidad árabe en torno a la Liga que había decidido el rehermanamiento con Egipto y la vuelta de sus instituciones a El Cairo. La actuación de Egipto durante la invasión de Kuwait por Irak no supuso una nueva perturbación de estas relaciones y en el plano interior contó también con el apoyo de la mayoría de la sociedad egipcia. Sin embargo, los grupos radicales islámicos siguieron en su oposición al régimen, lo que ha supuesto el restablecimiento de la ley de excepción o emergencia decretada en el país tras el asesinato de Sadat, y que es renovada cada tres años. Ello ha significado la desnaturalización de la vida política -ya de por sí desvirtuada por la práctica del presidencialismo a ultranza- con anulación de elecciones, boicot de las mismas por la oposición y control sistemático de las instituciones del Estado por el gubernamental Partido Nacional Democrático.

Sudán siempre estuvo vinculado a Egipto, aunque este último país fracasó en su empeño de crear una unión egipcio-sudanesa nada más llegar Nasser al poder. Salvado el momento de absorción, Sudán siguió su andadura como país independiente el 1 de enero de 1956. El nuevo régimen republicano sudanés se enfrentó rápidamente con un intento de secesión de las provincias del sur, y que de una u otra forma ha llegado hasta nuestros días. Esta circunstancia motivó una serie de golpes de Estado (1958, 1969 y 1971) que finalmente instaló al general El-Numeiry en el poder apoyado por la Unión Socialista Sudanesa como partido único. Esta situación política se mantuvo inalterable hasta la década de los ochenta, en que afloraron todos los problemas que el país arrastraba desde hacía años: sociales y económicos -colapso de los servicios y crisis económica que estaba produciendo la miseria y la protesta generalizada de la población- y también políticos con la vuelta a las armas en el sur. En 1985 se produjo un golpe de Estado que se repitió en 1989 con Omar al-Bachir al frente. Con un nuevo hombre fuerte en Jartum, Sudán pasaba a convertirse en un Estado islámico, cuya ley máxima era la charia, apoyado en el exterior por Irán. Este cambio de rumbo, sin embargo, no contribuía al apaciguamiento interno, especialmente en el sur, donde el Ejército Popular de Liberación de Sudán (MLL-APLS) de John Garong (vinculado a la tradición africana y animista) protagonizó un nuevo golpe de Estado fallido, en abril de 1991, contra el régimen fundamentalista proiraní de al-Bachir.

El caso de Túnez guarda una gran similitud con el primer intento modernizador laicista en el mundo islámico: la Turquía de Kemal Attaturk. En Túnez, tras la abolición de la monarquía, en 1957, se proclamó la República con Burguiba a su frente. Este nuevo régimen, fuertemente presidencialista según la Carta Nacional de 1959, autodefinido también como socialista árabe, no era otra cosa que un sistema de partido único con un programa radical de modernización económica y social, sin interferencias islamistas y con reconocimiento expreso de los derechos de la mujer. Estos postulados de Burguiba -su Código de status personal- fueron combatidos sin éxito por el islamismo militante, fuertemente reprimido por el régimen. Con una política económica más acertada que la de sus vecinos magrebíes, unas relaciones exteriores prooccidentales, y el interior del país controlado política y socialmente por el partido Neo-Destur, de corte socialista en el poder, Burguiba se convirtió en 1975 en presidente vitalicio del país.

Fue también en la década de los ochenta cuando comenzaron los problemas más graves en Túnez por la acción del Movimiento de Tendencias Islámicas, que aún ilegalizado conseguía movilizar a los descontentos del régimen, en especial a la juventud universitaria. Esta situación se mantuvo durante toda la década y en 1987, tras unas fuertes protestas populares, logró la caída en desgracia y posterior alejamiento del poder de Burguiba y su sustitución por el nuevo hombre fuerte del régimen, Zine el Abidine Ben Alí. Este cambio en la cúspide del poder no ha variado sustancialmente la política tradicional de Túnez, que en la actualidad se afana por proseguir en el camino de la recuperación económica, así como por la marginación política y social de los fundamentalistas islámicos, aspectos ambos en los que parece salir airoso por el momento.

La peculiaridad del proceso descolonizador argelino arranca de la consideración que Francia tenía del país como colonia de poblamiento (más de un millón de franceses) y su deseo de que se aceptara internacionalmente al territorio como francés. Tras la Segunda Guerra Mundial el movimiento nacionalista se agrupó en tono a Ferhat Abbas y su Manifiesto del Pueblo Argelino (1943) cuyas reivindicaciones fueron desoídas por el gobierno francés ante la presión de sus colonos. La concesión de un Estatuto de Autonomía (1947) con asamblea paritaria (mitad franceses, mitad argelinos) abrió un periodo de enfrentamientos entre ambas comunidades, que desembocaron en una guerra a la vez civil y colonial (1954-1962). El Frente de Liberación Nacional (FLN), dirigido por Ben Bella, inmovilizó durante años a un numeroso ejército francés y provocó, finalmente, la caída de la IV República (1958) y un intento de golpe de Estado por el general Salán (1961); sin embargo, la habilidad de De Gaulle y el apoyo internacional a los independentistas facilitaron la retirada francesa tras los acuerdos de Evian (1962) y la proclamación de la independencia el 2 de junio de 1962. Argelia desde un primer momento se constituyó como una república democrática, popular y socialista árabe, que en la práctica era un régimen de partido único. La institucionalización definitiva del nuevo Estado se produjo tras el golpe de Estado de H. Bumedian, que en 1965 derrocó al presidente Ben Bella.

Los postulados que habían definido al régimen desde su fundación se plasmaron en la Carta Nacional de 1976, que afirmaba textualmente: la opción irreversible del pueblo soberanamente expresada en la Constitución es el socialismo. La esencia del régimen se extraía del islamismo y del socialismo. Un islamismo con rango oficial y amordazado por el poder; y un socialismo de tipo soviético con la nacionalización y el control planificado de la economía, basada en el petróleo (lo que resultó fatal en la década de los ochenta ante el descenso del precio del crudo), así como con escaso acierto en la agricultura. Por tanto, desde los años sesenta parecía no tener límite el dominio del FLN sobre la vida argelina, hasta que las revueltas populares del 5 de octubre de 1988, lo pusieron en entredicho.

Cuando estalló la crisis antes mencionada, el poder dictatorial del FLN empezó su caída en picado: a los ojos de los opositores al mismo -en especial el movimiento fundamentalista- y de la población en general no podía esgrimir ni parapetarse por más tiempo en la conocida trilogía legitimista: legitimidad revolucionaria, legitimidad desarrollista y legitimidad independentista. Además, los esfuerzos liberalizadores del presidente Benyedid chocaron con el núcleo duro del régimen, los militares del FLN. Éstos, ante el ascenso electoral del Frente Islámico de Salvación (FIS) en las elecciones municipales del 12 de junio de 1990 y, sobre todo en las legislativas del 26 de diciembre de 1991 -en cuya primera vuelta se afirmaba como la fuerza política victoriosa-,indujeron el 3 de enero de 1992 un golpe de Estado ”institucional” que interrumpía el proceso electoral ante la amenaza que, según los militares en el poder, suponía para el país el FIS, que, ciertamente, había abogado por la instauración de un régimen islámico, inspirados en la revolución desde abajo para terminar con el régimen ateo y de partido único del FLN.

Dicho golpe ponía fin al mandato del presidente Benyedid, y creaba el Alto Comité de Estado (ACE), no previsto en la Carta Nacional, con el objetivo de terminar con el fundamentalismo islamista; lo cual, sin embargo, no se ha cumplido sino que ha provocado aún mayor inestabilidad con un corolario de atentados terroristas a gran escala que la ilegalización del FIS y la represión subsiguiente no han logrado mitigar.

En cuanto a Libia, independiente desde 1951, Libia estuvo de hecho bajo el control de países occidentales interesados en su riqueza petrolera, en especial Estados Unidos. Esta situación provocó el descontento del ejército, protagonista del golpe de Estado de 1969 que terminó con la monarquía del rey Idriss. A partir de ese momento, el régimen impuesto por el coronel Ghadafi se basó en los mismos supuestos ya conocidos de islamismo y socialismo. La “revolución” libia se institucionalizó en 1977 con la entrada en vigor de la nueva Carta Nacional basada en el célebre Libro Verde de Ghadafi (publicado en 1973), según el cual la articulación democrática se conseguía con el ejercicio del poder del pueblo (de ahí el nuevo nombre del país: Jamahiriya o “gobierno por las masas”) y el desarrollo económico con la vía árabe al socialismo, es decir, la tercera teoría universal. Ghadafi también pretendió erigirse en el sucesor de Nasser por lo que a la unidad árabe se refiere: entre 1969 y 1986 los intentos sucesivos fracasaron en crear la unión con Egipto, Sudán, Siria, Túnez, Chad y Marruecos. Igual de errática ha sido la política exterior de Libia tanto en la zona del Sahara, donde sus apetencias imperiales provocaron la animadversión de los Estados vecinos, como por sus injerencias continuas en asuntos de otros gobiernos soberanos, siendo acusado de potenciar y amparar el terrorismo internacional, lo que le valió la condena de Occidente y el bombardeo de sus ciudades de Trípoli y Benghazi por la fuerza aérea de Estados Unidos en 1986.

En la parte más occidental del Magreb, nos encontramos con el reino de Marruecos y la república de Mauritania. El reino de Marruecos se ha caracterizado por su estabilidad política: la monarquía alauí se ha mantenido en el trono desde el mismo momento de la independencia (1956) cuando el rey Mohamed V lograba además la unificación del reino tras los acuerdos firmados con los gobiernos de Francia y España. La historia reciente de Marruecos corresponde, sobre todo, al reinado de Hassan II (1961-2000), quién ha tenido que afrontar graves problemas sociales (revueltas periódicas de la población en demanda de mayor justicia) e institucionales (periodos de suspensión de la carta fundamental e, incluso, sustitución de la de 1962 por la de 1972, que instituía por primera vez un régimen de “monarquía constitucional”). El último exponente de la crisis social se vivió en 1990 fruto de la pervivencia de enormes desigualdades todavía por corregir, las cuales no ha logrado capitalizar el clandestino movimiento fundamentalista.

En cuanto a los problemas exteriores, éstos han servido de válvulas de escape para los conflictos interiores. Así ocurrió en los años sesenta con Mauritania a propósito de su independencia (1960), en principio no aceptada por Marruecos al considerar a aquel país como parte de su territorio nacional; con Argelia (1963) a propósito de problemas fronterizos; con España hasta la devolución en 1969 de Sidi Ifni y también en 1975 por la cuestión del Sahara Occidental. La reivindicación del antiguo Sahara español ha modelado la política exterior de Marruecos desde los Acuerdos de Madrid de 1975 -que convirtieron al reino alauí y a Mauritania en administradores del territorio- hasta nuestros días. En la práctica estos dos países se repartieron el Sahara Occidental en 1976, lo que provocó un conflicto armado con el Frente Polisario, el cual además de no aceptar el Tratado de Madrid, proclamaba unilateralmente la independencia del territorio y la creación de la República Árabe Saharaui Democrática. Ante la extensión del conflicto y el apoyo argelino a la causa saharaui, Mauritania renunció a sus pretensiones sobre el Sahara en 1979, lo que supuso la virtual ocupación del mismo por Marruecos. En 1984 la República Saharaui (en el exilio de Tindouf, Argelia) fue admitida en la OUA -con el consiguiente abandono de dicha organización por parte de Marruecos- y la ONU proclamó el derecho del Sahara Occidental a la autodeterminación a través del correspondiente referéndum. En 1991 se alcanzó un alto el fuego entre las partes en conflicto, aunque Marruecos continuó obstaculizando el cumplimiento de la resolución de la ONU sobre la consulta popular en el Sahara.

Por lo que respecta a la República Islámica de Mauritania, la guerra contra el Frente Polisario le costó el cargo al presidente Daddah (en el poder desde el momento de la independencia), depuesto en 1978 por un Comité Militar de Recuperación Nacional, inaugurándose una época de golpes de Estado hasta la llegada al poder en 1984 del coronel Taya; el nuevo dirigente iniciaba la transición hacia un Estado de derecho con la celebración de elecciones presidenciales en 1992, las cuales le otorgaron el poder durante seis años más.

Estos países del Magreb han protagonizado a finales de los años ochenta un nuevo intento de unidad. El 17 de febrero de 1989 los máximos dirigentes de Argelia, Marruecos, Libia, Túnez y Mauritania refrendaban en la ciudad de Marrakech el tratado de la Unión del Magreb Árabe (UMA) con el objetivo de favorecer la libre circulación de capitales, bienes y personas. Sin embargo, para que este proyecto embrionario de una futura comunidad económica árabe pueda consolidarse, los países de la UMA deberán superar la heterogeneidad de sistemas políticos hoy imperante en el Magreb, solucionar la cuestión del Sahara y encauzar la corriente fundamentalista que amenaza con desbordarse y propiciar una nueva realidad socio-política en la zona. Todo ello sin olvidar el crecimiento demográfico, problema que preocupa en ambas orillas del Mediterráneo, tal como lo puso de manifiesto la Conferencia sobre la Población y el Desarrollo de los países del Magreb, celebrada en Túnez del 7 al 10 de julio de 1993, cuyas conclusiones alertaban a los responsables con un triple reto: poblaciones en aumento, necesidades crecientes y recursos escasos.

El África subsahariana: miseria e inestabilidad sociopolítica

El África subsahariana occidental representa todo un cuadro de situaciones políticas y sociales muy variadas. En la zona saheliana -Malí, Níger, Burkina Fasso y Chad-, la región más frágil desde el punto de vista económico, el golpismo ha marcado la vida política de todos estos países, desde el golpe de 1966 en Burkina Fasso (antiguo Alto Volta, independiente desde 1960) -que se convertía en 1983 en República popular e instituía el afrocomunismo- hasta el golpe ejecutado en Malí en 1991 - donde dicha práctica comenzó en 1968 con la instauración de un régimen de partido único de inspiración afrohumanista y que deponía al presidente Keita, en el cargo desde 1960 cuando Malí se convirtió en República independiente al romperse la Federación formada entre este país y Senegal-.

Tampoco Níger, independiente desde 1960, quedó al margen del golpismo (el último golpe militar se ha producido en enero de 1996), aunque su principal problema radica en la comunidad de los tuaregs, lo mismo que en Malí, donde recientemente se ha podido poner fin después de dos años a una rebelión armada de dicha comunidad marginal. Más problemática ha sido la evolución política en el Chad, donde han sido constantes los golpes de Estado y conflictos civiles desde el mismo momento de la independencia en 1960, cuando el Frente de Liberación Nacional (FROLINAT) planteó, apoyado por Libia, la secesión del norte del país; la situación degeneró en guerra civil y en la práctica división del país durante la década de los ochenta, lográndose la pacificación en 1986. En estos países entre 1991 y 1992 se han iniciado procesos de transición política a regímenes democráticos, que en Malí y Níger han supuesto la celebración de elecciones presidenciales y legislativas plurales, mientras que en Burkina Fasso dicho proceso no ha sido tan abierto, y en el Chad una Conferencia nacional puso en marcha el proceso de cambio político y económico.

El África Extremo-Oriental (Cabo Verde, Senegal, Gambia, Guinea-Bissau, Guinea, Sierra Leona y Liberia), por su parte, representa todo un variado mosaico de situaciones políticas. Gambia es un ejemplo de estabilidad desde el momento de la independencia en 1965, al ser uno de los pocos países donde el golpismo no ha logrado triunfar. En 1979 el país se transformaba en República, y a partir de la década de los ochenta estrechó sus vínculos con Senegal, hasta que en febrero de 1982 uno y otro constituyeron la Confederación de Senegambia, aunque ambos continúan siendo Estados plenamente soberanos. Senegal, país donde se aplicó el afrohumanismo de Sedar Senghor -en realidad régimen de partido único-, se ha convertido en un modelo para los demás países de la zona por la limpieza y transparencia de su proceso de transición a la democracia iniciado con las elecciones presidenciales; sin embargo, este país debe hacer frente al problema secesionista planteado en la provincia de Casamance.

En Guinea, donde la vida política estuvo dominada desde 1958 -momento de la independencia- hasta los años ochenta por el presidente S. Touré, también el sistema político estaba basado en el socialismo afrohumanista. El proceso subsiguiente tuvo su origen en el golpe de Estado de 1984 y llega hasta nuestros días; el proceso de reformas democráticas iniciado en 1992 -contestado masivamente por la oposición- ha sido paralizado por el poder militar que gobierna el país. La transición democrática no ha podido ni tan siquiera iniciarse en Sierra Leona, que desde los días de la independencia sufre permanentes problemas tribales, óptimo caldo de cultivo para la práctica del golpismo como lo ponen de manifiesto el golpe de abril de 1992 y un contragolpe abortado en diciembre del mismo año.

En cuanto a Guinea-Bissau y Cabo Verde, cada uno de ellos ha seguido su propio camino, una vez fracasado el intento de unificación tras la independencia de Portugal (en 1974 y 1975 respectivamente) que había auspiciado el Partido Africano para la Independencia de Guinea y Cabo Verde (PAIGCV). En Cabo Verde se ha podido iniciar la transición a la democracia: elecciones de enero de 1991 y triunfo del Movimiento por la Democracia. En Guinea-Bissau, tras renunciar al régimen de partido único de inspiración afrocomunista, se considera primordial consolidar las reformas económicas antes de acometer la democratización pluripartidista.

Un caso especial lo constituye Liberia, país independiente desde el S. XIX. Inopinadamente, la “tranquilidad y la estabilidad” de Liberia (en realidad un régimen oligárquico dominado por los colonos llegados de Estados Unidos) se truncó tras el triunfo del golpe de Estado -el primero que sufría- del sargento Doe en abril de 1980. A partir de este momento, el nuevo hombre fuerte del país, rápidamente convertido en general, instauraba un régimen de poder personal y anunciaba el comienzo del proceso revolucionario liberiano. Sin embargo, lo que de hecho tuvo lugar en el país fueron la división del mismo y los posteriores enfrentamientos guerrilleros con el gobierno hasta desembocar en 1990 en una guerra civil que ha terminado con la vida de Doe y ha arrastrado al país a la catástrofe con un interminable conflicto entre las fuerzas gubernamentales y las guerrillas, entre las cuales destaca el Frente Nacional Patriótico de Liberia (NPFL). Sólo a partir de los primeros meses de 1993, con la actuación decidida contra el NPFL de la Fuerza de Interposición del Oeste Africano -dirigida por Nigeria- se ha podido comenzar a pensar en la paz y posterior reconstrucción del país.

Por lo que respecta a los países del golfo de Guinea (Costa de Marfil, Ghana, Togo, Benín y Nigeria) su evolución política, social y económica ilustra a la perfección la tendencia de todo el África subsahariana. Así se ve, p. e., en Nigeria (en donde la contestación al dominio británico data de los años cuarenta, y logró la independencia en 1960, transformándose tres años más tarde en República), con una economía maltrecha e ineficaz a pesar de la enorme riqueza del país, y un sistema social desarticulado y generador de múltiples conflictos étnicos y tribales: las matanzas de los ibos, causa en mayo de 1967 de la secesión de la provincia oriental -que se convirtió en el Estado de Biafra, con Ochumegwu, Ojukwu al frente- y la guerra civil a continuación. El conflicto de Biafra -país independiente entre 1967 y 1970- conmovió al mundo por su violencia y crueldad; el ejército federal nigeriano -con el apoyo de Gran Bretaña y la U.R.S.S.- se empleó sin contemplaciones contra los secesionistas -reconocidos por Costa de Marfil, Gabón, Zambia y Tanzania- que, apoyados por Francia, capitularon en enero de 1970 y renunciaron a su independencia.

Nos encontramos aquí con unos regímenes políticos autoritarios de todas los colores, desde la dictadura paternalista de Costa de Marfil (con el presidente Houphouet-Boigny desde 1960), hasta el afrocomunismo marxista-leninista instaurado en Dahomey en 1975, que pasó a denominarse República Popular de Benín, pasando por el socialismo afrohumanista de Ghana (antigua Costa de Oro, independiente desde 1957) durante el mandato de Nkrumah, considerado el padre del panafricanismo, quién no consiguió ninguno de sus sueños políticos ya que un golpe de Estado terminó en 1966 con su régimen de partido único en medio de una gran crisis económica. Especialmente terrible ha sido la dictadura de Togo (independiente desde 1960) durante los últimos veinticinco años, con Eyademá en el poder y mantenida todavía al comienzo de la década de los noventa, como ponen de manifiesto los cientos de miles de togoleños exiliados desde 1993 en Benín y Ghana. Así las cosas, las transiciones a la democracia no se presentan fáciles en esta parte de África, como ha puesto de manifiesto la evolución de estos países en los años noventa.

Por último, vamos a ocuparnos de la zona centro-occidental (Santo Tomé y Príncipe, Guinea Ecuatorial, Camerún, Gabón, Congo, República Centroafricana y Zaire), que guarda grandes similitudes con las otras áreas ya estudiadas. También aquí han proliferado los problemas étnicos y tribales con secesiones y conflictos civiles, como demuestra la historia reciente del Zaire. El antiguo Congo Belga, que contaba con grandes riquezas mineras (cobre, uranio, carbón), mantenía a su población autóctona en un grado de subdesarrolla cultural y económico, que propició que en los años cincuenta se multiplicaran los partidos independentistas (ABAKO, dirigido por Kasavubu; Movimiento Nacional Congolés de P. Lumumba) y también las revueltas sociales y los enfrentamientos, Ante una situación insostenible se precipitó e improvisó, en 1960, un proceso de independencia que dejó al país sumido en el caos de una guerra civil y tribal. La rica provincia minera de Katanga, liderada por M. Tshombé, se proclamó independiente inducida y apoyada por las multinacionales, lo que provocó la intervención de la ONU, hasta que en 1965 una dictadura militar prooccidental (Mobutu) restableció la paz del país, que tomó el nombre de Zaire, ensayándose en el país a partir de 1971 un proceso de africanización a ultranza.

Al mismo tiempo, y en medio del caos económico, los regímenes de partido único, desde el afrocomunismo del Congo -cuyo régimen revolucionario proclamó en 1968 la República Popular- o de Santo Tomé y Príncipe (independiente desde 1975) hasta las dictaduras personales de los demás países, han dominado las escenas políticas, resaltando el caso de la República Centroafricana, donde en tiempos del dictador Bokassa (en el poder desde 1966 a 1979) se llegó a proclamar incluso el Imperio. Por todo ello, los cambios democráticos no terminaron de cuajar por oponerse los antiguos dictadores a poner en marcha auténticos procesos de transición que faciliten la normalización política de sus respectivos países -tal es el caso de Camerún, República Centroafricana o del Gabón- llegándose al paroxismo en Zaire, donde coexisten varios poderes al mismo tiempo, con la “fantasmal” figura de Mobutu Sese Seko como árbitro político.

Constituyen las únicas excepciones en cuanto a transiciones democráticas se refiere Santo Tomé y Príncipe, precursor de los cambios en la zona con las elecciones presidenciales de 1991; y, en menor medida, el Congo -donde también se han celebrado en 1992 elecciones generales y presidenciales, con el triunfo en las primeras del Partido Congolés para la Democracia y el Desarrollo y con el de a Unión Panafricana para el Desarrollo Social en las segundas- ello ante la actitud desestabilizadora que está protagonizando después de las consultas electorales el Partido Congolés del Trabajo, antiguo partido marxista-leninista de la época afrocomunista.

El mismo patrón sirve a la hora de referirnos a Guinea Ecuatorial, antigua colonia española en la zona. Una vez consumada la independencia (octubre de 1968) se consolidó en Guinea un gobierno dictatorial con el propio Macías Nguema a la cabeza, y con el apoyo del Partido Único Nacional de los Trabajadores, creado en 1970. La evolución de los acontecimientos, determinada por la crítica situación de la economía, la represión y el subsiguiente exilio de guineanos, y el descontento generalizado de la población coadyuvaron al golpe de Estado -golpe de libertad- de agosto de 1979 protagonizado por Teodoro Obiang Nguema, que se convertía a renglón seguido en Presidente de la República. Sin embargo, el cambio de régimen ha sido puramente nominal, ya que Obiang se ha hecho con todo el poder gracias a prácticas dictatoriales y a la creación de su partido -único- el Partido Democrático de Guinea Ecuatorial. Para no ser menos que los demás países de la región, también se anunció en Guinea Ecuatorial la puesta en marcha de reformas democráticas, con un nuevo texto constitucional (octubre de 1991) y posterior legalización del pluripartidismo (octubre de 1992). No obstante, el proceso de transición está lejos de poder darse por terminado, tal y como se han desarrollado las cosas a partir de 1993.

La independencia de África Oriental tuvo lugar entre 1961 y 1963. Aunque durante el dominio británico todos estos territorios habían compartido algunos servicios comunes, las discrepancias tribales y las nuevas formas de organización estatal surgidas hicieron impensable la continuidad de la cooperación. De hecho, a finales de 1968 se firmó un tratado de colaboración entre Kenia, Uganda y Tanzania que, aun cuando no se derogó hasta 1977, careció de toda efectividad.

El protectorado de Uganda alcanzó la independencia en octubre de 1962 gracias al apoyo prestado por los británicos al partido interétnico de Milton Obote, el Congreso del Pueblo de Uganda. Los diversos territorios integrantes del país, gobernados por monarcas tribales, vivían de la agricultura de auto subsistencia y de algunos productos de exportación como el algodón o la caña de azúcar. Entre ellos destacaba Buganda, con cuyo concurso tuvo que contar Obote para formar el primer gobierno, por ser allí más fuertes los sentimientos nacionalistas. No obstante, la cada vez más sólida posición del líder de la independencia dentro de las estructuras de poder le permitió inspirar la redacción de un texto constitucional favorable a sus intereses centralizadores, para lo cual suprimía los cuatro reinos antiguos a la vez que le convertía en Presidente de la República.

Los abundantes casos de corrupción, el escaso desarrollo económico y las tensiones ínter territoriales fueron agravándose en Uganda sin que el presidente ofreciera otra solución que la proclamación del Estado de emergencia. En enero de 1971, el comandante en jefe del ejército, Idi Amín Dadá, protagonizó un golpe de Estado que dio paso a una sangrienta dictadura, hasta que tropas tanzanas lo derrocaron en 1979. El regreso al poder de Obote al año siguiente, el golpe de mano del general Okello y la caída de su régimen entre 1985 y 1986, una vez derrotado con las armas por el Ejército de Resistencia Nacional de Musevini, y la consiguiente reconstrucción del Estado pretendida por este último, han supuesto hasta ahora años de desastre generalizado en todos los sectores económicos, un desarrollo mínimo si no nulo de la cultura democrática y el agudizamiento de las rivalidades étnicas todavía no superadas.

En Kenia también existen problemas similares entre las tribus, así como serias discrepancias sobre la forma constitucional que debía adoptar el país. La Unión Nacional Africana de Kenia (KANU), presidida por Jomo Kenyatta, supo imponerse a las demás tendencias políticas, y su líder, después de que se lograse la independencia en diciembre de 1963, ocupó la presidencia del Estado. Inmediatamente procedió a instaurar un sistema monopartidista, fuertemente centralizado en torno a su persona gracias al apoyo de la tribu mayoritaria en el país, los kikuyus, lo que le permitió mantener el control de la situación hasta su muerte en 1978. El traspaso de poderes al vicepresidente, Daniel Arap Moi, no generó ningún desorden especial, como tampoco su reelección en el verano de 1983. Sin embargo, la endémica crisis económica por la mala gestión y las prácticas de corrupción -característica común a toda la región- han radicalizado progresivamente la actitud de los grupos sociales que más directamente la sufren -campesinos y funcionarios-, quienes acuden con frecuencia a huelgas y manifestaciones violentamente reprimidas por la férrea dictadura de Moi.

Tanzania nació en abril de 1964, fruto de lo que había sido el Fideicomiso de Tanganica y el Protectorado de Zanzíbar. Tanganica, independiente desde 1961 estaba controlada por la Unión Nacional Africana de Tanzania (TANU), fundada por Julius Nyerere, el TANU se convirtió en partido único de carácter socialista después de la conocida Declaración de Arusha en 1967. Nyerere fue reelegido en sucesivos ocasiones como presidente del nuevo país hasta 1980, aunque fracasó estrepitosamente en la aplicación del programa de Uljamaas, “socialismo africano o de aldea”, que obligaba a la población a volver al campo, donde se establecían granjas colectivizadas: a finales de los años setenta sólo el 5,5 % de las tierras estaban colectivizadas aún cuando más del 80 % de la población trabajaba en el sector primario.

Las relaciones de Tanzania con sus vecinos no fueron tampoco ejemplares. Su definición como Estado socialista le acarreó el rechazo de la prooccidental Kenia, y con Uganda ha mantenido querellas territoriales que estallaron en octubre de 1978 cuando el régimen de Idi Amín se anexionó el “saliente de Kagera”, unos 1.840 km2 de territorio tanzano. El despliegue de tropas de este último país puso las cosas en su sitio y, a la postre, terminó con la dictadura del propio Amín. En mayo de 1990, sin el apoyo del bloque soviético y con una deuda que rebasaba los 5.000 millones de dólares, Nyerere comunicaba su decisión de apartarse de la vida pública de forma definitiva al abandonar la presidencia del partido, abriendo la transición hacia un régimen pluripartidista -en 1992 fue legalizada la existencia de otras organizaciones-, hasta ahora más teórica que real, pues el partido de Nyerere, fiel al programa Uljamaas, controla las instituciones así como la mayor parte de los medios de comunicación.

Los pequeños Estados de Ruanda y Burundi, administrados por Bélgica antes de su independencia en los primeros años sesenta, han seguido una trayectoria parecida. La precariedad de su estructura económica y los constantes enfrentamientos entre etnias son características que han llegado hasta nuestros días impidiendo una mínima estabilidad institucional. El asesinato del presidente rwandés en abril de 1994 desató una violencia inusitada entre hutus y tutsis que degeneró en un genocidio étnico cuyas dramáticas consecuencias convulsionaron las conciencias de todo el mundo.

El cuerno de África por su situación geoestratégica y su naturaleza peculiar al ser cruce de culturas muy distintas enraizadas en tradiciones religiosas diversas, ha sido y continúa siendo una zona enormemente conflictiva, característica acentuada en las últimas décadas por la intervención en toda el área de las grandes potencias en apoyo de uno u otro régimen. En Etiopía, el vetusto imperio de Haile Selassie, el Negus, fue inflexible ante los cambios y las transformaciones experimentadas en el mundo después de 1945. Trató de perpetuar una anacrónica forma de dominación mediante una compleja red jerárquica de señores casi feudales, cuyo vértice era la figura del emperador, al mismo tiempo que se abría a los Estados africanos de reciente creación (Addis Abeba fue elegida sede de la OUA en 1963).

El obsoleto sistema político dio lugar a unas abismales diferencias socioeconómicas entre la exigua élite aristocrática y una población mayoritaria casi indigente sometida en muchos casos al hambre. Selassie fue depuesto en 1974 mediante un alzamiento militar que provocó violentas luchas entre las facciones que deseaban hacerse cargo de la situación. Por fin, en 1977 logró imponerse el general Mengistu Haile Mariam, quién pronto buscaría el amparo soviético para llevar a cabo la transformación socialista del país. El tratado de cooperación con la U.R.S.S. firmado en 1978 ponía las bases para este entendimiento. Un año después comenzaba a organizarse el Partido de los Trabajadores de Etiopía, cuya constitución formal no llegó hasta 1984, si bien la formación política estaba en la práctica completamente dominada por los cuadros del Ejército. La socialización de la agricultura y la creación de granjas colectivas con ayuda de la República Democrática de Alemania no dio los frutos esperados y la gravedad del estado general de la economía empeoró debido a los crecientes gastos militares (hasta un 75 % del presupuesto nacional) del régimen de Mariam para hacer frente a los independentistas eritreos y otros grupos guerrilleros.

El final de la guerra fría y el hundimiento de los regímenes comunistas en Europa pusieron en evidencia a Mariam, quién en marzo de 1990 proclamaba el abandono del socialismo, dejando la vía expedita al pluripartidismo y a la economía de mercado. Mientras tanto, la guerrilla golpeaba cada vez con más dureza. A mediados del año siguiente, fuerzas del Frente Democrático Revolucionario del Pueblo Etíope, que coordinaba la actuación de los diferentes grupos armados contra el régimen de Addis Abeba, entraron en esta capital después de huir Mariam a Zimbawe. Meles Zenawi, líder del Frente, se convertía en jefe provisional del Estado, iniciándose un proceso de transición a la democracia bajo los auspicios de Estados Unidos.

Por su parte, en Eritrea, incorporada a Etiopía en 1952 y convertida en provincia etíope en 1962, se había mantenido una guerrilla nacionalista durante más de treinta años -el Frente de Liberación de Eritrea, rebautizado posteriormente como Popular- que aprovechó la caída de Mariam para convocar un referéndum sobre la independencia del país en abril de 1993. Con más del 99 % de votos afirmativos, conseguía su separación total de Etiopía y lograba al mismo tiempo su reconocimiento internacional.

Los primeros años de Somalia a partir de su independencia en julio de 1960 fueron relativamente sosegados y estuvieron muy marcados por la personalidad del presidente Osman, El golpe de mano del coronel Siad Barré en 1969 empujó a la política somalí hacia la órbita soviética, y la ayuda material y militar de este país fue fundamental para la ruptura de hostilidades con Etiopía, enemigo territorial a causa de antiguas reivindicaciones territoriales. La guerra del Ogadén entre 1977 y 1978 provocó la derrota somalí y el alejamiento paulatino de la U.R.S.S. al descubrir Barré el fortalecimiento de los lazos etíope-soviéticos. El que se mantuviera la centralización del poder en el Partido Revolucionario Socialista de Somalia no impidió la mejora de relaciones con Estados Unidos y la firma de tratados comerciales con este país, aún cuando la economía somalí estaba devastada y crecía la oposición a la dictadura. La tibia apertura puesta en marcha a finales de 1990 con la aprobación de una nueva Carta Magna que incluía expresamente el pluripartidismo no frenó las rebeliones generalizadas hasta el derrocamiento de Siad Barré en enero de 1991. Después de esta fecha ninguna de las facciones en lucha ha podido controlar la situación y el conflicto civil, que ha degenerado en vandalismo, está asolando todo el país sin que las conferencias de paz ni la intervención directa de los cascos azules hayan podido mejorar el panorama.

Finalmente, el pequeño territorio de los Afars y los Issas, abandonado por la metrópoli francesa en 1975, se convirtió en la República de Djibuti en 1977. Desde entones el presidente Asan Guled Aptidon -reelegido a los 87 años en 1993 -gobierna con la ayuda económica y militar francesa en una situación cada vez más inestable por las tensiones étnicas.

La influencia de la República Sudafricana en el África austral

La trayectoria histórica del sur continental ha estado marcada desde los años sesenta por los procesos descolonizadores que, con mayor o menor fortuna, salieron adelante hasta que los territorios alcanzaron su independencia, al menos política. Además, en este ámbito geográfico concreto, el desarrollo de los acontecimientos ha estado y continúa estando condicionado por el papel del gobierno de la República Sudafricana y la propia evolución interna de dicho país, que ha intervenido con constancia en los asuntos de los territorios vecinos con la finalidad de mantener su peculiar dominio sobre la zona. En el resto de los países africanos del sur, la mayoría abrumadora de población autóctona acabaría por imponerse a los colonos europeos, ya fuera por una vía negociada o por la lucha armada, puesto que aquellos no dejaban de ser en la mayoría de los casos una exigua élite económica y política vinculada a la explotación de los recursos más lucrativos del territorio en común, capaces de detentar su posición dominante gracias al poder de la metrópoli.

En el caso de la República Sudafricana, la presencia de los habitantes blancos, aunque siempre en franca minoría (a finales de los años ochenta suponían, más o menos, un 25 % de la población total, fundamentalmente descendientes de holandeses y británicos), no había sido meramente accidental o transitoria, sino permanente a lo largo de varias generaciones. Representantes de un poder económico notable y un nivel cultural alto, sentían el país como algo propio, unidos por lazos de solidaridad sobre la base de la preeminencia blanca, Más de 1,2 millones de km2 de superficie estaban muy bien dotados de yacimientos ricos en diamantes, oro y numerosos minerales básicos para la industria, caso del manganeso, necesario para las acerías, o estratégicos, como el vanadio y el uranio. Por si fuera poco, no hay que olvidar la enorme riqueza carbonífera, ya que Sudáfrica tiene en su suelo el 40 % de los recursos mundiales. Por otro lado, la población blanca, fruto del asentamiento ya antiguo, no está concentrada únicamente en las grandes ciudades sino que los descendientes de los bóers -quienes todavía mantienen con orgullo el afrikaner como lengua- se hallan repartidos en granjas por las regiones del Transvaal u Orange, donde preservan sus formas de vida propia. A tenor de estas características, Sudáfrica progresó económicamente durante el siglo pasado gracias a sus riquezas naturales y a la oferta muy amplia de mano de obra barata proporcionada por la población negra, que dio estabilidad a la población blanca descendiente de europeos. El problema principal para esta última iba a venir del hecho de que pese a su posición privilegiada continuaba siendo numéricamente minoritaria, no sólo dentro del Estado sudafricano, sino también en los países de su entorno.

El final de la Segunda Guerra Mundial desencadenó los procesos descolonizadores allí donde no se habían iniciado, en el caso sudafricano, la toma de conciencia de la población negra de su sometimiento absoluto y de la necesidad de organizarse para reivindicar sus derechos. La actitud de la población blanca quedó expuesta con contundencia en los sucesivos mandatos del Partido Nacional que, interrumpidamente desde 1948, ha mantenido el gobierno de la nación, y que podemos sintetizar en la puesta en marcha y perfeccionamiento paulatino de la política de apartheid o “desarrollo separado”, cuyo objetivo último era perpetuar el dominio blanco. Como en 1948 dejó entender el primer formulador de esta teoría, el senador Hendrik Verwoerd, quién alcanzó la presidencia del gobierno diez años después, la única forma de mantener el control del país estaba en diferenciar tajantemente los derechos y la forma de vida de los distintos grupos sociales, proporcionando incluso gobiernos aparte para cada uno de ellos, eso sí, siempre bajo la supervisión blanca.

La independencia definitiva de la metrópoli en agosto de 1961 y la consiguiente retirada de la Commonwealth facilitaron el desarrollo del programa segregacionista a lo largo de los años sesenta y setenta. La legislación aprobada durante esas décadas separaba en todos los ámbitos de la esfera pública y privada a las dos comunidades raciales, e incluía desde la prohibición de matrimonios mixtos a la existencia de áreas de residencia distintas en las ciudades, o la participación política restringida a la minoría blanca, quién elegía con exclusividad a los representantes en el Parlamento. La discriminación económica constituía un hecho palmario: a mediados de la década de los sesenta, la cuarta parte de la población del Estado (blancos) obtenía cerca del 68 % de la renta nacional, mientras que el 72 % (la mayoría negra) únicamente recibía el 27 %.

En este mismo orden de cosas, y como desarrollo explícito del apartheid, los territorios mayoritariamente habitados por negros recibían a partir de 1959 una suerte de autogobierno basado en formas de autoridad tradicionales, e incluso una independencia ficticia, que en realidad no era otra cosa sino reservas de obra barata: los bantustanes. Eran éstos siete territorios divididos según las divisiones étnicas con una extensión global del 13 % del territorio nacional si bien debían agrupar al 70 % de la población. Al proporcionarles la carta de independencia se les privaba del derecho de ciudadanía sudafricana con el objeto de evitar peticiones o reivindicaciones de derecho al voto, asociación etc. El primer bantustán “independiente” fue Transkei, del grupo racial sosa, en 1976, al que siguieron Bophuthtswana en 1977 y Venda en 1979. Por supuesto no fueron reconocidos por ningún otro Estado.

En esta gravosa situación no era extraño que, a pesar de las reiteradas prohibiciones, fueran surgiendo organizaciones opositoras con el fin primordial de acabar con la política de apartheid, objetivo frente al cual las discrepancias ideológicas se convertían en cuestiones menores. En 1955, una serie de movimientos políticos, entre los cuales destacaba el Congreso Nacional Africano, fundaron la Alianza del Congreso, e hicieron pública una denominada Carta de la Libertad en solicitud de una democracia igualitaria y representativa para Sudáfrica. La Carta no suscitó sino el rechazo completo de los gobernantes blancos, los cuales incluso procedieron a la prohibición del Congreso Nacional Africano en 1961, con la consiguiente radicalización y el nacimiento de su brazo armado.

Sin embargo, a pesar del apartheid, de la consolidación de los grupos negros de oposición y del rechazo internacional generalizado al gobierno de Pretoria, la economía sudafricana no sufrió quebrantos en la década de los sesenta, antes bien todo lo contrario. El crecimiento fue tan intenso como extenso, aún cuando las diferencias de ingresos entre las comunidades raciales aumentaran, calculándose que el 40 % de la población sobrevivía en precario con una economía de auto subsistencia, sobre todo en los bantustanes.

Los años setenta sirvieron para fortalecer la política de apartheid y, al margen de la teórica firmeza de las relaciones internacionales contra ella, en el terreno económico hubo una mejora ostensible, una vez superadas las consecuencias más negativas de la crisis del petróleo. En gran parte la causa fue la elevación del precio del oro, tan beneficiosa para las arcas estatales de Sudáfrica. De hecho, la deuda externa pudo ser enjugada y la balanza de pagos no sólo se equilibró sino que conoció un crecimiento positivo. En esta situación tan paradójica, los resultados de las elecciones de 1978 no supusieron ninguna sorpresa. El electorado blanco sudafricano siguió apoyando mayoritariamente al Partido Nacional y su dirigente Pieter Botha fue nombrado primer ministro. Cualquier amaga aperturista que pudiera haberse pensado a tenor de la remodelación del gabinete desapareció cuando Botha, asesorado por los órganos de su partido y por los mandos del Ejército, insistió en mantener y perfeccionar el apartheid y en proclamar la política de estrategia total. El sentido de ésta era poner a disposición del Estado todos los recursos necesarios para sacara el país adelante y preservar el dominio blanco. En esta línea de actuación, la nueva Constitución aprobada en 1983 consagraba el segregacionismo con leves matizaciones. Al lado de la Cámara de Representantes, elegida por la población blanca, configuraba otras dos para las minorías asiáticas y mestizas, con un poder ficticio, lo que enojó aún más a una oposición negra cada vez más radicalizada.

Las elecciones de septiembre de 1989 confirmaron la victoria, una vez más, del Partido Nacional, Sin embargo, el nuevo primer ministro, Frederik W. De Klerk, y su equipo dieron un giro sorprendente a los planteamientos tradicionales de su partido. En un discurso, ya histórico, pronunciado por De Klerk el 2 de febrero de 1990 afirmaba con rotundidad la legalización de la oposición sindical y política y la puesta en libertad de presos de conciencia y el inicio del diálogo con el Congreso Nacional Africano. Nueve días después abandonaba la cárcel el líder indiscutible del Congreso, Nelson Mandela, tras 27 años de privación de libertad. A partir de ese momento las conversaciones entre el gobierno y la oposición encabezada por el Congreso comenzaron a dar sus primeros frutos: en agosto de 1990, por los Acuerdos de Pretoria, el Congreso renunciaba a la lucha armada; las leyes anti-apartheid comenzaron a ser aprobadas en el Parlamento blanco mientras la tensión crecía ahora entre la propia comunidad negra, muy especialmente entre los zulúes agrupados en la organización Inkhata y los partidarios del Congreso que, sobre todo en el Natal, provocaron numerosas muertes. Pero el proceso abierto siguió su curso: en abril de 1994 se celebraron elecciones multirraciales que dieron el triunfo al Congreso Nacional Africano, con más del 62 % de los votos, seguido por el Partido Nacional, con un 26,5 %. Nelson Mandela fue así elegido el primer Presidente negro de la República Sudafricana, si bien integró en su gobierno a De Klerk como vicepresidente con el objetivo de consolidar la transición en marcha, lograr la integración racial e incorporar a todos los sectores sociales en la tarea de reconstrucción nacional.

La hegemonía blanca daba a Sudáfrica unas características muy especiales dentro del panorama del África austral, generadoras de su actitud recelosa y defensiva, no sólo frente a la oposición interna sino ante sus vecinos más cercanos. De hecho, el proceso descolonizador en estos territorios australes hizo sentir al gobierno de Pretoria la necesidad de intervenir en los asuntos internos de los nuevos países, cuyos gobernantes negros no veían con buenos ojos las prácticas segregacionistas. Por otro lado, la presencia de las compañías sudafricanas y, en general de los intereses económicos de Pretoria en todo el sur del continente, venía además de lejos, y el advenimiento de regímenes proclives al socialismo representaba también un peligro real al que se debía poner coto. De ahí la intervención solapada o directa, pero constante, del régimen sudafricano en el proceso descolonizador de los Estados limítrofes:

África del Sudoeste -denominada Namibia- amplia y estéril área geográfica rica en yacimientos minerales y colindante con la República de Sudáfrica, estuvo sometida a ésta en calidad de mandato. Había sido estipulado por la ONU que dicho mandato terminaría en octubre de 1969. Pretoria no tomó en consideración la resolución de las Naciones Unidas y organizó una elecciones restringidas a la población blanca en 1970, de las que el Partido Nacional resultó vencedor absoluto al copar los 18 escaños en juego. A partir de entonces la situación creció en tensión, por un lado, debido a las presiones internacionales sobre Sudáfrica para obligarla a retirarse pacíficamente del territorio y, por otro, a la inestabilidad provocada por la guerrilla independiente del SWAPO, aceptada por la ONU como el representante auténtico del pueblo de Namibia. Las innumerables conversaciones que hubo bajo los auspicios de la ONU para llegar a un acuerdo pacífico entre el SWAPO y Sudáfrica no condujeron a nada concreto. En enero de 1983, y ante el cariz que tomaban los acontecimientos por el recrudecimiento de la lucha armada guerrillera, el territorio pasó otra vez al control total del gobierno de Pretoria, con lo que éste anulaba la autonomía teórica de Namibia.

La independencia de Namibia también sirvió para mejorar las relaciones exteriores del régimen de Pretoria y liquidar un espinoso asunto que le generaba cuantiosos gastos militares. Por fin, en abril de 1989, y con la supervisión de fuerzas de la ONU, se iniciaba el proceso de independencia, cuyo hito principal fueron los comicios celebrados en el mes de noviembre. El SWAPO venció con holgura y tres meses después el nuevo Estado aprobaba un texto constitucional, si bien la presencia sudafricana se mantenía en el sector económico, ya que la mayor parte de las compañías de explotación minera son todavía de aquel país.

No menos importante fue la influencia de Sudáfrica en la evolución de las colonias británicas en el África central, las dos Rhodesias y Nyassalandia. En 1953, después de algún intento fallido y del rechazo de la mayoría negra, había surgido una Federación de dichos territorios con el objetivo de otorgar a la minoría un cierto autogobierno y consolidar la cooperación entre ellos, bastantes de cuyos servicios sociales e infraestructuras mantenían en común. Sin embargo, después de varios años de incertidumbre, acabó por disolverse en enero de 1963.

En Rhodesia del Sur, rica en minerales -sobre todo en carbón-, la población europea, con ser reducida, era mucho más importante que en los otros dos territorios y se hizo rápidamente con el control de la situación con el objetivo de crear un Estado a imagen y semejanza de su poderoso vecino del sur, a quién apelaría en cuanto surgieran las primeras dificultades. En las elecciones celebradas en diciembre de 1962 (tenían derecho al voto 63.000 blancos y 2.500 negros), el Frente Rodhesiano ganaba por mayoría abrumadora y, al poco tiempo, las principales organizaciones nacionalistas negras -la Unión del Pueblo Africano de Zimbawe (ZAPU) de Josué Nkomo, y la Unión Nacional Africana de Zimbawe (ZANU) de Sithole- fueron puestas fuera de la ley. La minoría blanca elaboró a renglón seguido una Constitución, que pretendía ser aceptada por Londres, cuya finalidad era la obtención inmediata de la independencia y la consagración del predominio blanco en el legislativo y, por ende, en todas las altas instituciones. Tras un forcejeo diplomático, y tan sólo con los significativos apoyos de Sudáfrica y Portugal, el gobierno rodhesiano de Ian Smith proclamaba la independencia unilateral el 11 de noviembre de 1965.

La comunidad internacional y sus organizaciones representativas condenaron esta declaración, lo que se tradujo en una amplia serie de sanciones, fundamentalmente económicas (recortes en el suministro de petróleo, supresión de todo tipo de créditos etc.), cuyo colofón fue la imposición en 1967 de un boicot comercial por parte del Consejo de Seguridad de la ONU. La situación extremadamente dificil que comenzó a atravesar Rhodesia sólo pudo salvarse gracias al soporte de Sudáfrica, de la que pasó a depender en la práctica la casi totalidad de la economía rodhesiana. No obstante, y aparte de los problemas económicos, la crisis generalizada aumentó de tono a partir de 1967 cuando los partidos ilegales negros pasaron a la acción armada. La emigración progresiva de ciudadanos blancos a Europa ante el empeoramiento del ambiente en el país y el fortalecimiento de la guerrilla fueron mermando las posibilidades de un Estado regido por los descendientes de colonos, mientras el propio gobierno sudafricano comenzaba a poner en duda su estrategia de apoyo incondicional al régimen de Smith. Con el final del colonialismo portugués en el continente y el inmediato surgimiento de dos Estados socialistas, la llegada de un gobierno negro a Rhodesia-Zimbabwe y el empeoramiento de la situación en Namibia, acentuaron cada vez más la sensación de aislamiento de la República Sudafricana, que a mediados de la década de los setenta perdió su cordón sanitario frente a los sistemas de mayoría negra, poco proclives a entenderse con el régimen de Pretoria.

En Rhodesia-Zimbawe el robustecimiento de las guerrillas dio un salto cualitativo con el acuerdo alcanzado por sus líderes -en especial el ZANU y el ZAPU- para formar en 1976 un denominado Frente Patriótico de Zimbawe. Ante lo comprometido de la situación, Ian Smith comenzó a abrirse a los sectores nacionalistas negros menos radicales. Así, el dirigente moderado del Congreso Nacional Africano de Rhodesia, Abel Muzorewa, fue designado en 1979 primer ministro de un gobierno en el que Smith desempeñaba un papel preponderante. El intento de ganarse las simpatías de Occidente y reducir la operatividad del Frente Patriótico no dio los frutos esperados y poco después se iniciaba un proceso de discusiones entre todas las organizaciones políticas - incluidas el ZANU y el ZAPU- con el fin de convocar elecciones generales, cuya limpieza estarían encargados de velar observadores de la Commonwealth.

Los comicios, celebrados en febrero de 1980, dieron la victoria al ZANU de Robert Mugabe. Convertido en jefe de un gobierno en el que entraron también el resto de fuerzas, incluida la minoría blanca, las diferencias empezarían pronto. Las inclinaciones autoritarias de Mugabe provocaron el abandono de Nkomo, el líder del ZAPU, en 1982; el apartamiento del poder de los blancos e, incluso, el encarcelamiento de Muzorewa. Mientras el líder del ZANU trataba de poner los primeros jalones en la consecución de un partido único y el establecimiento de un régimen socialista, el clima social se degradaba. La intolerancia y la represión ejercida antes por la población blanca se trasladó ahora a las distintas etnias africanas del territorio.

Las pretensiones monopolistas de Mugabe no pudieron ponerse en práctica por la pérdida de prestigio del ZANU y por la necesaria liberalización de la economía a la que accedió el presidente a comienzos de 1990. Gracias a todo ello, las inversiones de capital extranjero han aumentado y ha mermado el déficit de la balanza de pagos.

Malawi (la ex Rhodesia del Norte) consiguió la independencia en 1963, y el líder de ésta pasó a ser el primer presidente de la República: Hastings K. Banda. Éste no tuvo reservas en llegar a un importante tratado comercial y diplomático con Sudáfrica en 1967, el cual favoreció el desarrollo de la agricultura del país, sector en donde trabajaba el 90 % de la población. De igual forma, la colaboración sostenida por Banda con el Mozambique portugués y la Rodhesia de Smith le acarrearon el desprestigio y un cierto aislamiento entre sus colegas africanos. No se arredró el líder malawita, fiel a su postura prooccidental y anticomunista y, en 1971, Banda convirtió en vitalicia su presidencia.

La invariable postura prooccidental del gobierno de Malawi, en manos todavía del octogenario Banda, y la política económica liberal han conseguido crear algunas grandes fortunas, sobre todo favorecidas por el comercio del maíz. No obstante, la mayor parte de la población sigue viviendo en condiciones míseras en uno de los países más pobres no sólo de África sino de todo el mundo.

Zambia (la antigua Nyassalandia consiguió la independencia en 1963, y el líder de la independencia pasó a ser el primer presidente de la República: Kenneth Kaunda. En Zambia, mucho más rica en minerales, en especial cobre, y con mejores condiciones para la explotación agrícola (si bien estaba fundamentada, al igual que en Malawi, en cultivos de autoconsumo como el maíz y la mandioca) el negocio del cobre reportó importantes beneficios a las arcas estatales en los años sesenta. Este hecho fortaleció el prestigio y la posición dentro del país de su presidente Kaunda; sin embargo, tuvo su reverso negativo en la década siguiente con la pérdida de valor del cobre en los mercados internacionales (a principios de los setenta este mineral aportaba cerca del 60 % de los ingresos del Estado) y con la degradación de las relaciones con Rhodesia del Sur, país del que dependía en buena medida su estructura comercial al necesitar de los ferrocarriles rodhesianos para importar carbón y para exportar cobre hacia el sur.

La oposición interna a Kaunda se fortaleció en los ochenta en un proceso paralelo al fracaso de la puesta en práctica de un ambicioso programa económico que contaba con ayuda foránea. Aunque el presidente continuó siendo elegido por abrumadora mayoría hasta octubre de 1991, la corrupción generalizada, la deuda externa cifrada en 7.000 millones de dólares y la pérdida de confianza de los países inversores le impelieron a convocar elecciones pluripartidistas, en las cuales ganó Frederik Chiluba, líder de una coalición de los principales grupos opositores.

La evolución de Basuto y Swazilandia, países incrustados en la República de Sudáfrica y que alcanzaron la independencia en 1966 y 1968 respectivamente, se ha caracterizado por la sucesión de gobiernos autoritarios y la supeditación económica al gobierno de Pretoria. Al acceder a la independencia fueron transformados, respectivamente, en los reinos de Lesotho y Ngwame. Botswana (el antiguo protectorado británico de Bechuana), ha sido gobernado desde su independencia en 1966 por el Partido Democrático de Seretste Khama, presidente del país hasta su fallecimiento en 1980. Botswana ha logrado un crecimiento sostenido de su economía, en buena medida por su estrecha vinculación con Sudáfrica.

La República Malgache mantuvo buenas relaciones con su antigua metrópoli -Francia- y con la potencia regional -Sudáfrica-, una vez obtenida la soberanía nacional en julio de 1960. Después de 1975, el nuevo presidente, Didier Ratsiraka, dio un giro a las relaciones exteriores y comenzó a edificar un Estado socialista inspirado en El Libro Rojo Malgache. El país se encuentra actualmente en transición al pluripartidismo y a la economía de mercado.

El desplome del sistema colonial portugués en esta parte del mundo a mediados de la década de los setenta fue, con todo, más determinante en el cambio de la correlación de fuerzas en el sur del continente africano. Mozambique, por su posición estratégica y por sus puertos en Beira y Lourenço Marques, representaba un bastión muy necesario para la seguridad de Sudáfrica, cuyas relaciones con Lisboa eran de buen entendimiento. Desde 1952 la colonia había pasado a ser “provincia de ultramar” y como tal mandaba sus representantes al Parlamento portugués. En realidad, no había cambiado nada más que la dominación, puesto que quien enviaba sus diputados a Lisboa era la élite económica asentada en Mozambique, sin que se diera en la práctica posibilidad alguna para la participación política a la población autóctona, salvo a un exiguo grupo cuyos intereses estaban más cercanos a los de los colonos portugueses.

Durante los años sesenta hizo su aparición con especial virulencia la guerrilla nacionalista. El Frente para la Liberación de Mozambique (FRELIMO) agrupaba a las fuerzas más vivas de la oposición y su importancia creciente había provocado un auténtico estado de guerra en todo el territorio. A la altura de 1970 el 6 % del PNB portugués se consumía en los gastos bélicos derivados del conflicto en sus colonias africanas. Este grave problema afectaba hasta tal punto al futuro de la metrópoli que estuvo en la base del golpe de Estado de corte izquierdista producido en Portugal en 1974, cuyos protagonistas prometieron la soberanía plena a sus territorios de ultramar. El FRELIMO se hizo con el poder, mientras que el gobierno sudafricano, atónito ante el desarrollo tan precipitado de los acontecimientos, no pudo reaccionar en un primer momento y aceptó la nueva situación. El 25 de junio de 1975, Mozambique se convirtió en un Estado independiente. El gobierno del país, en manos de Samora Machel establecía un régimen monopartidista, convocaba una Asamblea popular con representantes únicamente del FRELIMO y adoptaba el marxismo-leninismo como doctrina oficial del Estado; en 1977 firmaba un tratado de colaboración con la U.R.S.S..

Desde 1981 Sudáfrica armaba y asesoraba a la Resistencia Nacional Mozambiqueña (RENAMO) en su lucha contra el Estado socialista instaurado en el país. El objetivo perseguido era debilitar el afianzamiento del régimen, golpeando con insistencia los centros económicos más importantes de Mozambique, donde la confusión y el caos generalizado fueron un hecho a lo largo de toda la década. En marzo de 1984, Botha y Machel llegaban a un acuerdo en Nkomati que obligaba a las autoridades de Maputo a negar el asilo y expulsar de su territorio a los opositores al régimen sudafricano, mientras que el gobierno de Sudáfrica se comprometía a abandonar la ayuda prestada a RENAMO. Los años de guerrilla constante, el fracaso de las medidas socializadoras y las consecuencias dramáticas de las sequías impidieron una mejora de los índices económicos e incluso se extendió el hambre.

Tras morir Machel en 1988, su sucesor Joaquím Chissau mantuvo los principios de la ortodoxia comunista hasta que, con el fin de la Guerra Fría y la disolución del bloque comunista en Europa, una nueva Constitución votada en noviembre de 1990 reconocía el pluripartidismo y la economía de mercado. El 4 de octubre de 1992, el presidente Chissau y el jefe guerrillero de la RENAMO llegaban a un acuerdo de paz, que puede dar paso a la reconciliación y la reconstrucción económica.

En Angola el panorama previo a la independencia resultaba mucho más complicado porque eran varias las organizaciones nacionalistas en pugna por hacerse con el control, lo que posteriormente favorecería una intervención directa de Sudáfrica. La lucha contra la metrópoli era a la vez una guerra sorda entre el Frente Nacional para la Liberación de Angola (FNLA), el Movimiento Popular de Liberación de Angola (MPLA), capitaneado por Agostinho Neto y la Unión Nacional para la Independencia Total de Angola (UNITA) de Jonás Savimbi.

Tras el golpe de 1974, las autoridades portuguesas apostaron por el MPLA, de filiación marxista, y el 3 de septiembre, por boca del almirante Rosa Coutinho, anunciaban la formación de un gabinete controlado por Neto como paso previo para preparar la independencia final. La inestable situación permitió a Pretoria llevar a cabo una acción armada rápida, invadiendo el sur del país en apoyo de UNITA, un movimiento minoritario fundado en 1966 y caracterizado por su militante anticomunismo. A pesar de las múltiples conversaciones y acuerdos teóricos de alto el fuego entre los grupos nacionalistas, el clima sociopolítico continuó deteriorándose hasta que, en noviembre de 1975, el MPLA declaró la independencia del país en Luanda, la capital angoleña; por su parte, UNITA y el FLNA hicieron lo propio en Nova Lisboa, si bien estas dos organizaciones no terminaron por entenderse. UNITA, con la ayuda militar y material de la República Sudafricana, aseguró sus posiciones en el sur, mientras el FLNA se replegó a algunas áreas norteñas, donde fue perdiendo eficacia combativa e influencia política hasta que desapareció en 1984. La guerra siguió adelante en Angola. UNITA aumentó su ámbito de actuación a las regiones del norte del país y, como había ocurrido en la otra ex colonia portuguesa, las conversaciones de paz sirvieron de muy poco.

Los violentos enfrentamientos en territorio angoleño continuaron hasta el Acuerdo de Londres de mayo de 1988, en el que quedaba estipulada la retirada de fuerzas armadas extranjeras del país (unos 3.000 sudafricanos y más de 35.000 cubanos), cuyo plazo final de salida expiraba en el verano de 1991. Se celebraron elecciones legislativas y presidenciales en septiembre de 1992, con participación de todas las organizaciones políticas, y de ellas salió triunfador el MPLA frente a UNITA. Jonás Savimbi no lo aceptó y volvió a la acción guerrillera, ya sin la ayuda de Estados Unidos ni de la República de Sudáfrica.

EL MOVIMIENTO DE LOS NO-ALINEADOS

El sociólogo francés Alfred Sauvy adjudicó en 1956 a los pueblos colonizados la denominación de Tercer Mundo, a partir de una transposición del término Tercer Estado, empleado durante la Revolución Francesa. Este concepto se difundió pronto, imponiéndose al de naciones proletarias, que propugnaba el historiador Arnold Toynbee, pero, en cualquier caso, ambas denominaciones sirven para designar a los nuevos países que intentan mantenerse alejados de los otros dos mundos: el bloque capitalista y el bloque comunista.

Desde su acceso a la independencia surgió entre los distintos Estados afroasiáticos la necesidad de constituir un grupo de presión coherente en un mundo bipolar (EE.UU., U.R.S.S..), que evitara el enfrentamiento directo entre las dos superpotencias y propiciara un cambio radical en las relaciones internacionales mediante el reconocimiento de la igualdad de derechos de todos los Estados del mundo. El camino no resultó en absoluto fácil, pues era preciso poner de acuerdo en unas líneas comunes de acción internacional a países con sistemas políticos diversos e incluso enfrentados.

El primer jalón en de la articulación de un movimiento político del Tercer Mundo independiente de las grandes potencias se produjo en la Conferencia Afroasiática de Bandung (Indochina, 17 al 24 de abril de 1955), y promovida por Nehru y Sukarno. A ella asistieron 29 países afroasiáticos, incluida la República Popular China, representada por Chu En-Lai, y aunque las discusiones de los delegados revelaron la oposición entre países moderados o prooccidentales y los radicales, se llegó a un fructífero comunicado final en el que se aunaban las aspiraciones de las jóvenes naciones: respeto a los derechos humanos según los postulados de la ONU, respeto a la soberanía e integridad territorial de todos los países, igualdad internacional entre todas las razas y naciones, no intervención extranjera en los asuntos internos de los países, rechazo de la intervención o de la presión militar para subordinar la trayectoria de cualquier Estado, solución de los conflictos internacionales por medios pacíficos y promoción de la cooperación económica internacional en base al interés y al respeto mutuo. Quizá la mayor concordancia y la mayor dureza se vertió sobre la aún importante pervivencia del colonialismo.

Con todas sus limitaciones, la Conferencia de Bandung supuso el final de la preponderancia europea en Asia y África y la necesidad de mantener los contactos, la solidaridad y la cooperación entre los antiguos pueblos colonizados.

Apareció así, en 1960, recogiendo la herencia de Bandung, el Movimiento de los Países No Alineados, cuyos líderes naturales fueron Nehru de la India y Sukarno de Indonesia, a los que se unieron Nasser de Egipto y Tito de Yugoslavia, tras su ruptura con la U.R.S.S..

Este numeroso grupo de países que hoy alcanza la cifra de 97, ha celebrado toda una serie de conferencias: La I, en Belgrado (1961) como continuación y ampliación de Bandung, y con asistencia de 25 países miembros, hizo un llamamiento a la paz mundial y un ofrecimiento de la no alineación para conseguirla. La II, en el Cairo (1964) un programa de no alineación por la paz y la colaboración internacional, y los principios de la coexistencia pacífica, con acusaciones contra el colonialismo, el imperialismo y el neocolonialismo. La III, en Lusaka (1970), formuló una declaración sobre la paz, la independencia, el desarrollo, la cooperación y la democratización de las relaciones internacionales, y otra sobre la no alineación y el progreso. a IV, en Argel en 1973, realizó una declaración política y otra económica con el programa de un nuevo orden económico mundial; la V, en Colombo en 1976, hizo una declaración política y otra económica. La VI, en La Habana (1979) contó con 96 países miembros y con la asistencia, por última vez, de Joseph Broz Tito, pasando a ser su dirigente Fidel Castro y elaboró una declaración política y otra económica. La VII, en Nueva Delhi en 1983, con asistencia de 97 países miembros, elaboró una declaración política y otra económica, el llamado “Mensaje de Nueva Delhi” un programa de acción para la cooperación económica y una declaración sobre “una acción colectiva a favor de una prosperidad mundial”. La VIII, en Harare (Zimbabwe) en 1986 con la participación de 101 países, donde se hizo especial hincapié en la desaparición del apartheid en Sudáfrica y en el desarme. La IX, en Belgrado en 1989, donde el entonces primer ministro indio Rajiv Gandhi propugnó la necesidad de crear un Fondo Mundial para el Medio Ambiente. La X, en Yakarta (1992): crisis de identidad del movimiento. La XI, en Cartagena de Indias (1995), intentó revitalizar la organización.

A lo largo de estos años, el Movimiento de Países No Alineados ha adoptado los siguientes principios de política internacional común:

Seguir una política independiente fundada sobre la coexistencia y el no alineamiento o mostrar su inclinación hacia esta política.

Apoyar los movimientos de liberación nacional.

No pertenecer a ningún pacto militar colectivo que pueda implicar al país en un conflicto entre las grandes potencias.

No formar parte de ninguna alianza multilateral con una gran potencia.

No aceptar el establecimiento sobre su territorio de bases militares pertenecientes a una potencia extranjera.

La muerte de los líderes históricos del Movimiento de los Países No Alineados, la desintegración de la U.R.S.S. y del bloque comunista y las enormes contradicciones y diferencias políticas dentro de este grupo de países ha conducido a su languidecimiento y práctica disolución a lo largo de la década de los noventa.

Perdida su coordinación internacional, los países del Tercer Mundo siguen expuestos a estallidos de violencia interna con guerras civiles de carácter tribal en el caso de África. En Ruanda, p. e., donde el enfrentamiento entre hutus y tutsis a lo largo de 1994 se ha saldado con más de 500.000 muertes y tres millones de refugiados, es sintomático del escaso arraigo de las estructuras políticas de tipo europeo allí implantadas y de la inoperancia de la ONU y de la comunidad internacional para evitar estos horrores.

Desde su acceso a la independencia, y por encima incluso de la preocupación compartida por hallar sistemas de organización política estables y adaptados a sus necesidades y de coordinar sus esfuerzos como grupo de presión internacional, los nuevos países se encuentran ante el tremendo desafío de superar su crónico subdesarrollo económico y lograr cubrir las necesidades básicas de su población.

Aunque economistas como W. W. Rostow articularon ya hace años la teoría de las etapas del crecimiento y del despegue (take off) para llegar al estadio de sociedad industrial, lo cierto es que la evolución económica del Tercer Mundo ha sido, en los últimos años, decepcionante, manteniéndose e incluso incrementándose la distancia que les separa de los países ricos. Esta cruda realidad, que autores como Josué de Castro o Boyd-Orr han señalado hace años en el sentido de que dos terceras partes de la Humanidad no come lo suficiente para calmar el hambre, está condicionada por una serie de factores:

a) La diversa evolución económica de los nuevos países, que ha creado, desde un inicial estado de subdesarrollo, dependencia y neocolonialismo, cuatro grupos: 1º) países productores de petróleo, que aún con deficiencias han mejorado su nivel de actividad económica (Arabia Saudí, Irán, Kuwait etc.); 2º) países en vías de desarrollo, que a través del colectivismo o de un capitalismo agresivo han logrado un inicio de industrialización y bienestar (R. P. China, Corea del Sur, Singapur, Sudáfrica etc.); 3º) países dependientes que han entrado en un proceso acelerado de deterioro económico con paralización de la producción, inflación galopante y abultada deuda externa (Argentina, Méjico, Perú etc.); 4º) países auténticamente subdesarrollados, que viven de la caridad internacional, padecen hambre crónica y constituyen el denominado Cuarto Mundo (Etiopía, Chad, Sudán etc.).

b) Crecimiento galopante de la población, en torno al 2 % anual, lo que supone la multiplicación por 13 de los habitantes de cada país en un siglo. Esta circunstancia, producida por la mejora de la sanidad con la erradicación de muchas enfermedades infecciosas (viruela, paludismo) y disminución de la mortalidad, hace que sea preciso mantener un alto índice de crecimiento económico (12% anual) sólo para mantener el nivel de vida de esta creciente población.

c) Alta tecnificación de la agricultura y la industria actuales. Mientras que los países que llevaron a cabo su revolución industrial en el S. XIX partieron de una tecnología simple, cuya progresiva complejidad fue, por lo paulatino, fácilmente absorbible, a los países del Tercer Mundo los separa un abismo, por su carencia de preparación técnica, de los complejos equipos industriales o agrícolas actuales, que deben importar y aprender a utilizar, lo que aumenta su dependencia y endeudamiento con el mundo industrializado.

d) Deficiencias en su estructura agrícola industrial y de transportes. Tanto los medios de transporte como la navegación, así como las escasas industrias o plantaciones altamente tecnificadas, se encuentran en manos de los países industriales, que explotan los recursos económicos, los elaboran y los transportan sin que la riqueza generada permanezca dentro del Tercer Mundo. De este modo los salarios son pocos y bajos, no existe demanda interna y no se articula un mercado nacional.

e) Expansión del armamentismo. Paradójicamente, los países subdesarrollados, carentes de recursos, gastan cantidades ingentes en sofisticado armamento, que proporciona pingües beneficios a los países fabricantes (las potencias capitalistas y comunistas) pero sumerge al Tercer Mundo en interminables guerras que agravan aún más su desesperada situación económica, y constituye un poderoso instrumento del neocolonialismo.

f) El problema de la deuda exterior. Durante años, gran parte de las ayudas económicas en forma de créditos internacionales (FMI, Banco Mundial) y bancos privados supuso una inyección de recursos al Tercer Mundo, pero, al mismo tiempo, significó también una mayor dependencia de éste, que debía devolver lo recibido más los intereses. Esta hipoteca ha impedido, sobre todo en Sudamérica, cualquier expectativa de desarrollo. Actualmente, tras varias crisis e impagos, los deudores exigen una negociación política del problema (el Plan Baker).

En definitiva, el final de siglo deja un planeta dividido por la falla horizontal que no deja de agrandarse y que está haciendo posible la conformación de un sur (casi 4.000 millones de personas) sumido en la pobreza ante la falta de desarrollo autosostenido, sin derechos sociales, con sistemas educativos y sanitarios muy endebles, sin trabajo permanente y unas condiciones laborales degradadas que hacen posible la explotación de mano de obra, en especial de mujeres y niños, y con sistemas políticos corruptos e ineficaces. Al menos así lo demuestran las cifras: según un informe elaborado en 1994 por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, los diez países más pobres del mundo eran los siguientes: India, China, Bangladesh, Brasil, Indonesia, Nigeria, Vietnam, Filipinas, Pakistán y Etiopía. De igual manera, según el Banco Mundial (Informe del desarrollo mundial, 1990) en el África subsahariana se contabilizaban 180 millones de pobres (120 de los cuales eran pobres extremos o absolutos); en Asia del este, 280 (120 de pobres extremos); en China, 210 y 80, respectivamente; y en Asia del sur, 520 (300 de pobres extremos); 420 y 250, respectivamente en la India. De hecho, el 90 % de los pobres del mundo están distribuidos en cuatro zonas: el 40 % de los mismos en el sur de Asia, el 13 % en el Asia sudoriental, el 23 % en el África subsahariana y el 14 % restante en Iberoamérica. De ahí que, en general, los países no occidentales se opongan a que las decisiones tomadas por, los países occidentales, aunque lleven el sello de las grandes organizaciones supranacionales -ya sea la ONU o el FMI-, se presenten como emanación de los deseos de la comunidad internacional, cuando en realidad sólo obedecen a los intereses particulares de Occidente, a su afán de preservar el dominio político, económico y militar, además de a su deseo de fomentar sus propios valores culturales e intentar ampliar su influencia en todo el mundo.

Reducir las diferencias existentes no es, por tanto, tarea fácil. Buen ejemplo de lo anterior lo constituyen las resoluciones de la última Cumbre Mundial sobre Desarrollo Social (Copenhague, del 6 al 12 de marzo de 1995), que pueden resumirse en los siguientes aspectos:

Se ha acordado que hay que erradicar la pobreza, pero no se ha dicho como. Se ha fijado como objetivo de “máxima prioridad” la lucha contra el desempleo; se ha ratificado la prohibición del trabajo infantil; la extensión de la educación universal primaria en todos los países “antes del 2015” [...]. Pero todo aquello que implicara desembolso económico ha sido relegado al olvido. Así, no se ha aprobado el Principio 20/20; la cancelación de la deuda externa a los países pobres se estudiara “cada caso”, y la propuesta de creación de un “fondo social”, hecha por los países en desarrollo, ha sido pospuesta para una mejor ocasión.

Es evidente que para evitar el conflicto entre el norte y el sur en sus distintas variantes de choque de civilizaciones o crisis socioeconómica, Occidente debe, dada su situación de preeminencia actual, impulsar con decisión y generosidad la colaboración y participación de todos los Estados del mundo en los foros económicos y en las organizaciones supranacionales, especialmente en la ONU. Al mismo tiempo debe buscar la cooperación entre todos los pueblos, con el objetivo primordial de frenar toda posible confrontación que ponga en peligro la paz, la estabilidad y el desarrollo integral de la humanidad.

LA RECUPERACIÓN JAPONESA

Con la capitulación ante los aliados el 2 de septiembre de 1945 comenzaba para Japón una nueva etapa. Ante la magnitud del desastre postbélico, las autoridades de ocupación, a través del Mando Supremo de las Fuerzas Aliadas en el Pacífico (SCAP), pergeñaron todo un programa de reconstrucción político, social y económico, encargando su puesta en marcha a Estados Unidos. Sobre la base del triple principio de la desmilitarización, democratización y descentralización debía apoyarse la transformación de las instituciones y de la propia sociedad japonesa. Una vez que el emperador Hiro-hito renunció, el 1 de enero de 1946, al atributo de divinidad, los cambios comenzaron a hacerse efectivos. Después de los aspectos militares, el principal objetivo de los aliados era la reforma institucional basada en la elaboración de una Carta Magna. La Constitución de 1947, elaborada por los expertos del SCAP, que fue aprobada por el pueblo japonés y refrendada por el emperador, entraba en vigor el 3 de mayo de 1947. El texto constitucional indicaba, entre otras cosas, que la soberanía nacional radicaba en el pueblo japonés, quedando el emperador como símbolo del Estado y de la unidad de la Patria, y que todos los japoneses eran iguales ante la ley y tenían los mismos deberes y derechos; al mismo tiempo establecía como norma de buen gobierno la democracia parlamentaria como garantía del Estado de derecho y la división de poderes, con un sistema bicameral para el legislativo: la Cámara de Representantes o baja y la Cámara del Consejo.

En cuanto a las reformas socioeconómicas, en el sector primario se acometió en octubre de 1946 una reforma agraria que derogó el tradicional sistema de arrendamientos rústicos y facilitó el reparto de tierras. También la normativa de los sectores industrial y terciario fue ampliamente reformada (los trust fueron abolidos); en el terreno laboral se reguló la participación sindical de las organizaciones de trabajadores. Al mismo tiempo, se potenció la educación y la cultura. Como ha señalado Richard Storry, con estas y otras reformas Japón se convirtió en una sociedad libre, casi de la noche a la mañana. El individualismo empezó a desplazar a la comunidad y a los lazos familiares. El pacifismo desbancó a la beligerancia. Los ideales “samurai”de autosacrificio cedieron paso al hedonismo. Una escritura completa de ideas tradicionales acerca del emperador, el Japón y la raza japonesa, acerca de las obligaciones del individuo para con la sociedad, se derrumbó. En su lugar se asentaron dos modestos, pero satisfactorios, ideales: el trabajo duro y la búsqueda de la felicidad personal. Sólo faltaba para lograr la plena normalidad en el país la firma del tratado de paz. Ante la escalada de la crisis de Corea, en el verano de 1951, después de seis años de ocupación militar, el tratado de paz era una realidad, y el 28 de abril de 1952 entraba en vigor junto a un acuerdo bilateral de seguridad firmado con Estados Unidos; el 20 de diciembre de 1956 Japón ingresaba en la ONU. Todo lo anterior corroboraba el informe presentado por D. MacArthur al Congreso estadounidense el 19 de abril de 1951: No conozco nación más serena, ordenada e industriosa ni en la que pueden estar puestas esperanzas más altas para el futuro servicio constructivo en el avance de la raza humana.

La característica de la vida después de la Segunda Guerra Mundial ha sido su estabilidad socio política basada en la Constitución de 1947, que ha podido mantenerse, entre otras cosas, por el alto grado de participación de la población en los procesos electorales. La solidez del aparato del Estado se ha favorecido, además, por la práctica del bipartidismo entre el Partido Liberal Democrático (PLD) y el Partido Socialista. Ya desde antes de promulgarse la Carta Magna, el PLD, de talante conservador, se había hecho con el control del ejecutivo y ha continuado ganando las elecciones generales hasta 1993 frente a su eterno rival, el también moderado Partido Socialista.

El PLD había basado su éxito político en el mantenimiento de la unidad de su organización -a pesar de la existencia de múltiples facciones internas y de las acusaciones de corrupción y financiación ilícita que recayeron sobre él- y, sin que los numerosos cambios gubernamentales hubieran puesto en peligro su dominio de la vida parlamentaria. Sólo a partir de los años noventa la unidad monolítica del PLD se resquebrajó al no poder resistir el empuje de fuerzas centrífugas generadas en su seno, las cuales propiciaron la escisión de aquél y la formación de nuevos partidos independientes del PLD.

Sin duda, el hecho que suscita más admiración cuando no perplejidad en la historia reciente del Japón es el impresionante poderío económico alcanzado por un país devastado por la guerra mundial, que a finales de los años setenta era ya una potencia económica. Las razones explicativas son múltiples y están estrechamente relacionadas; dejando de lado la ayuda financiera y técnica de Estados Unidos en los momentos iniciales de la reconstrucción, entre las de índole interno podemos resaltar las siguientes: la gran disponibilidad de mano de obra barata y eficaz (sobre la base de un crecimiento considerable de la población); las enormes posibilidades de movilidad social en una sociedad abierta en función de la labor bien hecha; un mundo empresarial sentido como algo propio tanto por directivos como por trabajadores, aceptando todo tipo de ideas pensadas para mejorar el sistema productivo; una estructura económica dual, con la convivencia armoniosa de un sector tradicional -vinculado sobre todo al primario y terciario- con otro moderno e integrado en los sectores punta con una elevada concentración industrial y que cuenta con el apoyo de toda la estructura económica del país de cara a la exportación para ganar permanentemente mercados extranjeros; y, por último, una gran capacidad de ahorro de todos los sectores sociales con el objetivo de coadyuvar a un mejor desarrollo socioeconómico. En la evolución económica del Japón pueden establecerse dos etapas: en primer lugar, la que va de 1952 a 1973, denominada las décadas doradas o el milagro japonés; en segundo lugar, la comprendida entre 1973 y principios de la década de los noventa, definida como los años de madurez económica.

En las décadas de los cincuenta y sesenta, una potente industria de bienes de equipo, sobre todo la de construcción naval, la siderurgia y la química, tiró de todos los sectores productivos gracias a la aportación de capitales privados -en donde la capacidad ahorrativa del japonés con constantes inyecciones de capital a bancos y entidades financieras ha desempeñado un importante papel-, los bajos costes salariales, la disciplina estricta en el trabajo y la aplicación exitosa de tecnologías de importación muy avanzadas. A partir de los sectores básicos, la producción se extendió a los bienes de consumo, con igual fortuna desde los automóviles hasta los electrodomésticos. Así, entre 1952 y 1971, la economía japonesa crecía con una tasa media anual del 15 % y quintuplicaba su PNB, mientras que de 1955 a 1965 se triplicaba el volumen de manufacturas industriales, y en la misma proporción la extracción minera y las exportaciones alcanzaban en 1967 el 10 % del PNB.

Su mayor problema ha sido la casi absoluta dependencia energética del exterior cuya constatación negativa pudo observarse al desencadenarse la crisis del petróleo en 1973, que generó reacciones rápidas ante las posibles repercusiones. A finales de 1974, en uno de los momentos más difíciles, T. Miki asumió el gobierno tras la dimisión de Tanaka, y adoptó una serie de medidas para superar la crisis mediante ayudas de los presupuestos estatales a la industria nacional y un aumento de los gastos de infraestructura viaria y obras públicas en general. El sector empresarial también reaccionó, potenciando nuevos sectores necesitados de menor gasto energético pero muy rentables como la informática, electrónica etc. El corolario de todo este proceso había sido positivo y Japón superó la crisis en mejor situación que el resto de los países desarrollados para así encarar con optimismo los años de la madurez económica.

A partir de los años ochenta la economía nipona alcanzaba la consideración de segunda potencia mundial, superando ampliamente a países como Alemania o Francia, convirtiéndose en el primer productor de numerosas manufacturas tanto tradicionales como ultramodernas y en el más importante acreedor mundial. No obstante, las dificultades le vienen a Japón de su comprometida posición en el equilibrio mundial de los intercambios comerciales, puesto que su sólida y saneada economía provoca reticencias cuando no rechazos en el intento de acapara mercados. Según K. Tokado, la clave para que Japón superara con éxito la difícil coyuntura de los años setenta estuvo en la interrelación de varios factores que hicieron posible poner en marcha un importante cambio estructural en el proceso productivo y ocupacional (la terciarización de la economía) para adaptarlo a las nuevas exigencias tecnológicas, sin que ello deteriorara el tejido económico del país.

Por su solidez política, a pesar de algunas tensiones sociales por parte de sectores de oposición, y por su gran poderío económico de alcance mundial, Japón es en la actualidad una potencia capitalista que ha generado su propio neoimperialismo (Halliday, Mac Cormack). En enero de 1989, con la muerte del emperador Hirohito, finaliza la “era Showa”, y se inicia la nueva “era Heisei” del emperador Akihito.

HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL

TEMA 7. LA EVOLUCIÓN DE ESTADOS UNIDOS EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX.

El final de la Segunda Guerra Mundial marcó el inicio de una clara hegemonía de los Estados Unidos en el mundo. Frente a una Europa que sufría las graves secuelas del enfrentamiento bélico, comenzó a sobresalir un país que cambiaba su anterior tendencia aislacionista por un papel protagonista en el nuevo orden mundial. Los años de la guerra significaron para la población estadounidense un auténtico cambio social, sólo comparable al que años atrás había representado el New Deal del presidente Roosevelt (1933-1945), consistente en la aplicación de un ambicioso programa legislativo dirigido a paliar las consecuencias de la Depresión de 1929.

LA ESTADOS UNIDOS DE LA POSGUERRA

La participación de los Estados Unidos en la contienda mundial implicó la movilización de once millones de habitantes, hombres y mujeres que sirvieron directamente en las fuerzas armadas, de los cuales murieron cerca de 250.000. Sin embargo, a diferencia de lo que sucedió en Europa en la posguerra, en Estados Unidos el paso de la época de guerra a los tiempos de paz fue realizado sin traumas. Diversas medidas legislativas, entre las que cabe destacar la Ley sobre reincorporación de veteranos de guerra de 1944 o la Ley de empleo de 1946, sirvieron para recompensar tanto a la población civil como a aquellos que habían participado de forma directa en el conflicto. Asignaciones económicas destinadas a los veteranos, préstamos a bajo interés para la compra de viviendas y granjas, bolsas de estudio y pensiones alimenticias dieron como resultado un relanzamiento económico hasta entonces desconocido. Rápidamente, la gran demanda de artículos por parte de la población, impulsó la transformación de la industria militar en fábricas de bienes de consumo. La adquisición de electrodomésticos y automóviles o el empuje dado a la construcción provocaron que el principal problema de la época de posguerra en Estados Unidos fuera, frente a la depresión que sufría el Viejo Continente, la aparición de una acusada inflación.

El artífice de la floreciente situación económica que vivió en esos años fue el presidente demócrata Harry S. Truman (1945-1953), que había accedido al cargo tras el fallecimiento del carismático Franklin Delano Roosevelt. Su mandato significó un intento de dar continuidad a la labor llevada a cabo durante cuatro legislaturas por Roosevelt y estuvo marcado por acontecimientos tales como los lanzamientos de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki los días 6 y 9 de agosto de 1945, cuyo resultado fue la rendición japonesa que puso fin a la Segunda Guerra Mundial, el Plan Marshall de ayuda a Europa, el nacimiento de la Guerra Fría, la Caza de Brujas o el conflicto bélico de Corea que, en última instancia, sería el causante del debilitamiento de la hegemonía del Partido Demócrata al frente de la Casa Blanca, detentada durante una larga etapa.

En el terreno económico, la inflación que causó el fuerte incremento de la demanda provocó agudas tensiones entre los empresarios, que aspiraban a una elevación substancial de los precios para obtener mayores beneficios, y también entre los trabajadores, que a su vez ansiaban un aumento de salarios a cambio del sacrificio que habían realizado durante los años de guerra. La difícil situación originó que, en 1946, se sucedieran diversas huelgas en los sectores industriales más importantes del país como las fábricas de automóviles, acero, minería y ferrocarril, siendo necesaria incluso la intervención del gobierno federal en algunas de ellas. A pesar de todo, la economía de estos años siguió un imparable crecimiento acompañado de un óptimo nivel de empleo.

En cuanto a la actividad política, el enrarecido clima social que provocaron las huelgas de 1946 y el crecimiento de las corrientes conservadoras fueron determinantes para que ese mismo año se produjera un grave quebranto para la presidencia Truman. Fue entonces cuando los republicanos, después de una larga etapa en minoría, alcanzaron el dominio de ambas Cámaras y lograron aprobar la norma que prohibía la elección de un presidente por tiempo superior a dos mandatos. Así mismo, se adoptaron inmediatamente las primeras medidas destinadas a conseguir un descenso del poder de los sindicatos. De este modo, y a pesar del veto presidencial, se aprobó la Ley Taft-Harley que, entre otras cosas, imponía el transcurso de un periodo de treinta días entre la convocatoria y la realización de la huelga, declaraba ilegal la obligatoriedad de afiliación sindical y las contribuciones económicas de los sindicatos a las campañas políticas.

En 1947 se produjeron dos importantes acontecimientos íntimamente relacionados: en política exterior, el nacimiento de la Guerra Fría y en el interior, la manifestación social conocida como Caza de Brujas, que provocó la acusación pública, exclusión social y persecución de gran parte de la intelectualidad norteamericana.

El final de la Segunda Guerra Mundial, junto al hecho de que Estados Unidos asumiera el papel de líder del mundo occidental, significó también el nacimiento de la Unión Soviética como gran potencia. Aunque arruinada económicamente, el conflicto bélico había servido a la U.R.S.S. para llevar a cabo una política de expansión tanto territorial, mediante la anexión de 684.000 km2 de territorio, como de población, lo que la convertía en un poderoso enemigo. Así, la existencia de dos superpotencias que tratan de representar papeles protagonistas en el escenario internacional provocó que se iniciara lo que se ha denominado Guerra Fría.

El concepto de Guerra Fría ha sido analizado desde diferentes puntos de vista y su valoración es muy diversa para cada una de las corrientes surgidas en torno a este tema. Por un lado, se encuentra la postura ortodoxa que defiende la actitud de los Estados Unidos como la respuesta del hombre libre ante la expansión y agresión del comunismo, y, por otro, la posición más revisionista estima que los norteamericanos, gracias al poder nuclear demostrado al final de la guerra, abandonaron conscientemente la política de colaboración con la U.R.S.S., iniciada entre Roosevelt y Stalin durante el conflicto, y trataron de imponerse al resto del mundo como únicos valedores de la democracia, con el velado propósito de aumentar su poder político y económico. Puede ser que la explicación de este fenómeno se encuentre en el conjunto de ambas teorías y la Guerra Fría fuera el resultado de una errónea interpretación de intenciones por parte de las dos potencias. Así, la Unión Soviética, tras el desgaste sufrido en la conflagración, en la época de posguerra se encontró ocupada en la defensa de su propia seguridad, al tiempo que se mostraba temerosa y vigilante de que Estados Unidos, en su nuevo papel de líder occidental, se volcara en una labor de dominación tanto ideológica como militar sobre el mundo. Por su parte, Estados Unidos se sintió a su vez amenaza por una U.R.S.S. ansiosa por imponer el comunismo en Europa y conseguir la ruina del sistema capitalista. El temor mutuo sirvió de sustento a la Guerra Fría y a su permanencia durante décadas en el panorama de unas relaciones internacionales que se distinguirán por cuatro notas significativas: estructuración de un sistema bipolar rígido en el que no tenían cabida las posiciones intermedias, tensión permanente entre las potencias, política de riesgo calculado y utilización de la ONU como lugar de discusión y negociación.

En directa relación con la Guerra Fría se halla la Teoría de la Contención (containment), que guió las relaciones exteriores de la época Truman. Estuvo inspirada por el embajador norteamericano ante la Unión Soviética George Kennan, y fue incorporada a la Doctrina Truman formulada en el mes de marzo de 1947. La Teoría de la Contención planteaba que, aceptada como estaba la exclusión de los Estados Unidos de los territorios de la Europa Central y Oriental dominados por la U.R.S.S., era prioritario consolidar posiciones en la Europa Occidental, los Balcanes y Oriente Medio, para evitar, entre otras circunstancias, que surgieran nuevas fricciones como las que habían tenido lugar en Irán (1946) y Grecia (1947).

Consecuentemente, el temor a las posibles intenciones expansionistas de la Unión Soviética y al poder de los partidos comunistas europeos, llevó a la administración Truman a poner en marcha el Plan Marshall, un proyecto de colaboración económica presentado al Congreso en 1947 y aprobado en 1948, cuyo objetivo fue el impulso de la recuperación económica de Europa. Para su formulación se partía de la base de que uno de los principales obstáculos para la consolidación de la democracia en aquellas naciones y la contención de la propagación de las ideas comunistas, era la difícil situación económica por la atravesaban tras la guerra, por lo que se hacía necesario apoyar la reconstrucción de las economías europeas. Con ello, los Estados Unidos, además de congraciarse alianzas en su política anticomunista, lograban la creación de mercados en el exterior para la exportación de los productos norteamericanos, lo que, al incidir en el desarrollo de la propia industria, aseguraba la prosperidad durante la posguerra. En la misma línea, un año después la administración Truman puso en funcionamiento el Programa de Cuatro Puntos de ayuda financiera, técnica y militar hacia los países del Tercer Mundo, extendiéndose a otras áreas el mismo principio que había inspirado el apoyo a la reconstrucción europea. Por otro lado, las sucesivas incursiones soviéticas en territorios de Europa oriental -corte de accesos a Berlín en 1948 para forzar la salida de los aliados y golpe comunista en Checoslovaquia- convencieron a Truman de la necesidad de crear un sistema de seguridad colectiva, que se plasmó en la creación de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) el 4 de abril de 1949.

Como un reflejo de la Guerra Fría en la vida interior de los Estados Unidos hay que ver la aparición del fenómeno de la Caza de Brujas, que trató de eliminar dentro de la nación cualquier vestigio “comunista”, entendiendo como tal toda idea de matiz progresista o incluso liberal. Con ello se trataba de impedir que en la sociedad estadounidense surgieran actitudes no coincidentes con una visión radical y ultra conservadora de lo que en la historia habían representado los Estados Unidos y de su actual protagonismo en defensa de los principios democráticos frente a la amenaza totalitaria de la U.R.S.S..

El mayor representante de la defensa de los principios que guiaron la Caza de Brujas fue sin duda el senador republicano de Wisconsin Joseph McCarthy, que actuaba convencido de que sobre Estados Unidos había recaído el designio divino de cumplir la misión anticomunista. McCarthy, que alcanzó su momento de máxima actividad entre 1950 y 1954 a través de una sabia utilización de los medios de comunicación, fue el principal inspirador del Comité de Actividades Antiamericanas del Senado, el cual, en el periodo 1947-1954, investigó las posibles desviaciones ideológicas de personajes tan significativos como Bertold Brecht, Arthur Miller, Charles Chaplin, Elia Kazan, Hemingway, Orson Welles o el matrimonio Rosemberg. La presión ejercida en todos los estamentos sociales fue desde el principio tan intensa que Truman se vio forzado a aplicar el Decreto de Verificación de Lealtad de 1947, con el que se pretendía realizar una investigación sobre la actitud de los funcionarios federales. Nunca se obtuvo un resultado con respecto a ello, pero sirvió, junto con el posterior conflicto bélico de Corea, como decisivo argumento para debilitar a los demócratas en las elecciones de 1953 y facilitar el triunfo del republicano Eisenhower.

Por otro lado, la Caza de Brujas tuvo una proyección en el desarrollo de medidas legislativas de carácter ultra conservador. Ejemplo de ello fueron la aprobación de las Leyes McCarran, aprobadas en 1950 y 1951 respectivamente, que significaron un recorte en los derechos civiles reconocidos en la Constitución, la creación del Comité de Actividades Antiamericanas, destinado a investigar las acciones comunistas dentro del país, y dos años después, la promulgación de la Ley de Inmigración y Nacionalización, orientada a exigir pruebas de lealtad a los extranjeros de paso en Estados Unidos.

Sin embargo, a pesar del cúmulo de problemas internos que surgieron en aquella época, la administración Truman no abandonó su talante progresista y trató de adoptar medidas importantes en defensa de los derechos civiles. No obstante, el crecimiento de las corrientes ultra conservadoras comenzó a reflejarse en los comportamientos sociales y durante los años 1946 y 1947 los veteranos de guerra negros de diversos estados fueron objeto de continuas agresiones. Ante tales hechos, Truman decidió la creación de un Comité de Derechos Civiles desde el cual se trabajó en principio para implantar medidas antidiscriminatorias en las fuerzas armadas. La creación del comité causó una severa crisis política en los estados del Sur, provocando la escisión del partido demócrata y el nacimiento de dos nuevos grupos políticos: el Partido de los Derechos de los Estados, de clara inspiración sudista y contrario a la introducción de medidas que condujeran a la integración racial, y el Partido Progresista, liderado por H. Wallace.

El desarrollo que alcanzó la sociedad norteamericana en la época de posguerra y la evidente defensa de los derechos civiles sirvieron a Truman para conseguir la reelección y obtener nuevamente la mayoría demócrata de ambas cámaras en las elecciones de 1948.

Durante el segundo mandato, Truman presentó al Congreso un programa legislativo progresista, el Fair Deal, que pretendía convertirse en una prolongación del New Deal. El proyecto se apoyaba fundamentalmente en seis puntos básicos: desarrollo de una legislación sanitaria de alcance nacional, ley de defensa de los derechos civiles, construcción de viviendas, concesión de subsidios agrícolas, control de precios y salarios y derogación de la Ley Taft-Harley. El Fair Deal contó con la oposición tanto de los republicanos como del ala conservadora del Partido Demócrata por lo que, rechazado su ambicioso proyecto, el presidente tuvo que conformarse con obtener la subida del salario mínimo, el aumento del número de población acogida al sistema de la Seguridad Social y una ley de vivienda que aspiraba a la abolición del chabolismo.

En 1949 apareció la primera recesión grave de esta etapa. El desempleo afectó a 4.500.000 trabajadores -el 7,5 % de la población activa-, y el PNB disminuyó de forma alarmante. Ante esta situación, que pareció poner fin a la época de desarrollo, se adoptaron una serie de medidas que sirvieron de freno a la caída, de las que la más significativa fue la reducción de los impuestos, seguida rápidamente por un alza del consumo de bienes. Sin embargo, el factor más influyente en la recuperación lo constituyó el incremento del gasto estatal como resultado del inicio de la Guerra de Corea en 1950.

El episodio de la invasión de Corea del Sur por el ejército de Corea del Norte en junio de 1950, sirvió a Truman de excusa para poner en práctica la política de contención y decidir el envío de tropas estadounidenses hacia aquella zona al mando del general Mac Arthur. A ellas se unirán inmediatamente fuerzas de la ONU. El contingente militar tenía como objetivo defender las posiciones surcoreanas y reponer la frontera en el paralelo 38. La participación de los Estados Unidos en el nuevo conflicto bélico estuvo guiada por la pretensión de lograr diversas metas: mantener las bases americanas en Japón, proteger el régimen de Formosa, donde se había refugiado el líder nacionalista Chang-Kai-Shek tras ser derrotado por Mao-Tse-tung, y ante todo tuvo que demostrar que, a pesar de que la U.R.S.S. también contaba con armas nucleares (en el mes de agosto de 1949 la U.R.S.S. realizó con éxito su primer experimento atómico), Estados Unidos, como baluarte del mundo occidental, estaba en condiciones de dar respuesta al comunismo. Todo ello contó inicialmente con el apoyo generalizado de la sociedad estadounidense, fundamentalmente porque la contienda obró en la economía de la nación efectos similares a los que causó la intervención en la Segunda Guerra Mundial: aumento del gasto militar, crecimiento del PNB y disminución de la tasa de desempleo, lo que desvanecía el terror de una nueva depresión.

En el aspecto militar, la intervención en Corea, que en un principio pretendió ser un paseo triunfal de las tropas norteamericanas y de la ONU, se convirtió para la administración Truman en una fuente inagotable de problemas. Las primeras actuaciones bélicas realizadas por Mac Arthur permitieron liberar Seúl, entrar en territorio de Corea del Norte en octubre de 1950 y llegar casi a la frontera con China. Pero la firma de un acuerdo entre la República Popular China y la U.R.S.S. para apoyar a los norcoreanos significó la participación del ejército chino en la guerra, dando rápidamente al traste con los éxitos obtenidos por las fuerzas internacionales. Tanto es así que el 4 de diciembre de ese mismo año las tropas de Corea del Norte y sus aliados ocupaban nuevamente la capital surcoreana.

A la complicada situación se unieron los desacuerdos entre Truman y Mac Arthur sobre la trayectoria de la intervención bélica en Corea, mostrándose este último veladamente partidario de una internacionalización del conflicto y de la necesidad de bombardear China utilizando incluso armas nucleares. Por otro lado, la propuesta del primer ministro británico; Attlee, de una paz negociada como salida más ventajosa fue rechazada por Truman, con lo cual el conflicto, ya totalmente estancado, se prolongó durante dos años más. Finalmente, la Guerra de Corea, que se cerró con un saldo de 33.000 víctimas norteamericanas, concluyó con la firma del armisticio de Panmunjon el 27 de junio de 1953.

Este conflicto tan poco esperanzador, simultáneo con la etapa de mayor eco de la corriente ultra conservadora plasmada en la Caza de Brujas señaló el hundimiento demócrata y el alza del Partido Republicano.

EISENHOWER. LA CONSOLIDACIÓN DE LA PROSPERIDAD

Cuando tuvieron lugar las elecciones de 1952, la población estadounidense, más preocupada por consolidar el bienestar obtenido durante la época de posguerra que tentada por nuevos programas de reforma, se inclinó a favor del Partido Republicano, poniendo fin a 24 años de hegemonía demócrata. Se hacía evidente que tanto la sociedad como los partidos se orientaban hacia posiciones más conservadoras. Al hilo de esta tendencia surgió la corriente ideológica del New Conservatism defensora de los valores liberales del S. XIX, que caracterizaría buena parte de la década de los cincuenta.

El candidato republicano era un símbolo nacional más que un líder político, Dwight D. Eisenhower (1953-1960), héroe de la Segunda Guerra Mundial, Jefe del Estado Mayor y mando supremo de la OTAN en Europa, resultó ser el modelo presidencial ansiado por la generalizada tendencia conservadora y obtuvo 34 millones de votos a la vez que recuperaba de nuevo la mayoría republicana en ambas Cámaras.

Eisenhower personificaba la tranquilidad anhelada por el electorado, lo que se reflejó inmediatamente en la política interna. Sus objetivos prioritarios se centraron en obtener la paz, la prosperidad y configurar un moderno republicanismo. Así, pocos meses después de su toma de posesión, se puso fin a la Guerra de Corea, al tiempo que se trataba de afianzar el auge económico poniendo en marcha los resortes oportunos para consolidar y aumentar los logros ya obtenidos. Sobre el moderno republicanismo, basado principalmente en una reducción de la actividad federal, no fue nunca bien entendido por los republicanos más conservadores que hubieran deseado liquidar todo rastro tanto de New Deal como de Fair Deal.

En el terreno económico, la nueva administración republicana se presentó como defensora de la iniciativa privada y desde el primer momento se dispusieron reformas fiscales favorables a las grandes empresas y se entregó a manos privadas la gestión y producción de importantes sectores económicos como el de la energía, canalizando su obtención en centrales nucleares.

Sin embargo, durante la presidencia de la política de aumento y conservación de la prosperidad se vio frenada por recesiones de los años 1953-54 y 1957-59, que obligaron a abandonar las tendencias no intervensionistas del Estado y pusieron en evidencia las contradicciones entre las propuestas de la política conservadora y la aceptación del nuevo papel y posición del gobierno federal como responsable del bienestar de los ciudadanos. Para afrontar la recesión fue necesario disminuir la presión fiscal, incrementar los subsidios de desempleo y aumentar las asignaciones destinadas a la seguridad social. En la misma línea, al comienzo de su segundo mandato, Eisenhower sometió al Congreso un programa conteniendo subvenciones a la agricultura, mayor inversión en la red de carreteras, fondos federales para la educación y vivienda, la ampliación de la legislación sobre seguridad social y el perfeccionamiento de la laboral. Gran parte del proyecto no pudo ponerse en práctica debido al enfrentamiento entre el presidente y el Congreso, dominado entonces por los demócratas que exigían reformas más amplias. A pesar de ello, el rechazo no fue obstáculo para la aprobación de nuevas enmiendas a la ley de seguridad social y la elevación de las prestaciones a los ancianos.

Frente a la óptima situación de los obreros industriales, cuyas rentas crecían paulatinamente, el panorama para los agricultores era mucho más pesimista, lo que obligó al gobierno a tomar medidas proteccionistas. El desarrollo de nuevos métodos de cultivo provocaba un exceso de producción que, lógicamente, repercutía en el descenso de los precios. La administración republicana, en un principio partidaria de imponer una solución a través de una escala móvil de precios, en 1956 tuvo que aceptar la propuesta demócrata de primar a los agricultores para que dejaran sin cultivar las tierras. Como resultado, en 1958 el gasto federal en agricultura fue seis veces mayor que el que se efectuó en 1952.

Pese a las etapas de recesión, el panorama económico fue optimista. El pleno empleo, el ascenso del PNB, el incremento de la renta y de los salarios colocaron a la población estadounidense en lo que se ha venido llamando la sociedad de la abundancia. El clima de prosperidad y estabilidad fue favorecido también por la existencia de unos sindicatos igualmente proclives al conservadurismo, que abandonaron la combatividad para convertirse en una pieza más del engranaje económico. En 1955 las dos grandes centrales sindicales, American Federation of Labour (AFL) y Congress of Industrial Organizations (CIO), se fusionaron y fijaron unos nuevos objetivos, más limitados, dirigidos a obtener un salario mínimo anual garantizado, acuerdos sobre productividad, participación en beneficios e intervención en la gestión de las empresas. Pero el desarrollo económico causó, asimismo, agudos problemas, ya que la automatización del trabajo desplazó de la industria a muchos obreros que, sin la adecuada preparación, tuvieron dificultades para encontrar nuevo empleo. Entre los años 1955 y 1961 más de un millón de trabajadores perdieron su puesto en la industria y el 5,6 % de la población activa, cerca de 4 millones de norteamericanos, carecía de trabajo.

Por otra parte, durante la presidencia de Eisenhower la vida interna de los Estados Unidos sufrió cambios substanciales. El 17 de mayo 1954 una sentencia del Tribunal Supremo (caso Brown versus Topeka Board of Education) proclamaba la anticonstitucionalidad de la segregación racial en las escuelas públicas, lo que no fue aceptado por algunas ciudades del sur que retardaron hasta seis años la puesta en práctica de las medidas antidiscriminatorias y levantó las iras tanto de la población blanca partidaria de la no integración como de una parte de los miembros de las Cámaras que hicieron llamamientos a la resistencia. Como respuesta, el Ku Klux Klan reanudó sus actividades intimidatorias, proliferaron las protestas racistas a través de los White Citizen´s Councils (grupos de presión que operaban desde la legalidad) y se produjo gran número de incidentes violentos. La tensión alcanzó el punto máximo cuando el gobernador de Arkansas, Orval Faubus, recurrió a la guardia nacional, respaldada por una multitud vociferante, para impedir el acceso de un puñado de niños negros a la escuela pública de Little Rock (1957). Aunque Eisenhower hizo cumplir la ley enviando quinientos paracaidistas a la ciudad, en general las autoridades del sur se las arreglaron bastante bien durante los siguientes años para obstruir el proceso de integración escolar. De hecho, Faubus fue reelegido en su cargo, lo que resulta sintomático sobre la mentalidad predominante entre los blancos sureños.

La intolerancia de la población a la política de integración comenzó a obtener respuesta en la resistencia pasiva contra el racismo y la discriminación. En este sentido, uno de los hechos más significativos tuvo lugar en 1955 en la ciudad de Montgomery (Alabama), lugar en el que comenzó a practicarse el sistema del boicot. Allí, la población negra, dirigida por el reverendo Martín Luther King, se negó a utilizar los autobuses que sólo admitían que los negros viajaran en la parte trasera. El que durante un año este grupo racial no empleara medio de transporte forzó a la compañía a poner fin a las medidas segregacionistas. El éxito de la campaña lanzó a la fama a Martín Luther King, que creó la Southern Christian Leadership Conference (SCLC) con el objetivo de organizar acciones similares en otras partes de la nación. El fuere movimiento reivindicativo obligó a aprobar en 1957 la Ley de Derechos Civiles de carácter moderado que garantizaba el derecho de sufragio de los negros a través de mandamientos judiciales.

Sin embargo, la circunstancia que en mayor proporción impulsó la movilización de la población negra fue el deterioro de su situación económica. Las recesiones de los años 1953-54 y 1957-59 significaron para este sector una elevación muy considerable de los índices de desempleo: en 1954 pasó del 4,5 % al 9,9 % y en 1958 llegó al 12, 6 %. El clima de tensión se agudizó en 1960 y las reivindicaciones de la población negra se hicieron generales en todos los Estados. Comenzaba así la revuelta negra que trató de frenarse por la administración Eisenhower a través de la aprobación de una nueva ley de derechos civiles.

Además del problema racial la evolución de la vida interior de los Estados Unidos durante la década de los cincuenta se vio condicionada por el espectacular crecimiento de la población: el número de habitantes en 1940 era de 123 millones, que pasaron a ser 151 en 1951 y 179 millones en 1960. Se asistió entonces a un considerable aumento del índice de natalidad, el 25 por mil anual, y a la disminución del de mortalidad a causa de la aparición de nuevos productos farmacéuticos como la penicilina, las sulfamidas o las vacunas. Con ello, la esperanza de vida, que en 1940 se situaba en 64,2 años, llegó a ser en 1960 de 70,6 años.

Igualmente, se produjeron en esta etapa importantes movimientos de la población: del Noroeste hacia el Sudoeste, del campo a la ciudad y de los centros urbanos a las áreas residenciales. La población de California aumentó en un 50 %, mientras que los Estados del Este crecían únicamente el 12 %. Por otro lado, el abandono de los centros urbanos, donde tradicionalmente habitaban las clases acomodadas, en beneficio de las zonas residenciales, planteó serios problemas a las administraciones municipales, ya que ello privó a las ciudades de una parte importante de sus ingresos. Como resultado, los servicios públicos de tales áreas fueron deteriorándose, al tiempo que eran ocupados por grupos de población económicamente más desfavorecidos.

En cuanto a las relaciones internacionales, la administración Eisenhower se caracterizó por la continuidad de la política de contención dentro del clima de la Guerra Fría. Pero, contrariamente a lo que había sucedido en épocas pasadas, la diplomacia se movió guiada por el convencimiento, alentado por el presidente, de que la guerra fría nunca se solucionaría por medios militares. De acuerdo con este criterio, Eisenhower limitó la carrera armamentística y frenó los intentos ofensivos del Secretario de Estado John Foster Dulles. Así, con el fin de la Guerra de Corea en 1953 se abrió una etapa de intervenciones exteriores que no supusieron el inicio de nuevos conflictos bélicos. Fue entonces cuando se firmaron con España los acuerdos de ayuda militar y económica que sirvieron para el establecimiento de las bases militares.

En el mismo marco hay que situar el acuerdo al que llegaron en 1954 Francia, Estados Unidos y Gran Bretaña con la U.R.S.S. en Berlín para celebrar la conferencia de Ginebra contando con la participación de la República Popular China, en la que se trataría el restablecimiento de la paz en Corea e Indochina. A pesar de las intensas negociaciones no se consiguió el abandono del apoyo chino-soviético al líder vietnamita Ho Chi Minh, por lo que en septiembre de ese año, Francia y Estados Unidos firmaron en Washington un acuerdo para sustentar un régimen fuerte y anticomunista en Vietnam del Sur, delegando el gobierno francés en el estadounidense su compromiso de responsabilidad sobre la zona. Se sembraba de esta forma la semilla de la posterior Guerra del Vietnam. Fue entonces también cuando la CIA intervino activa y triunfalmente en Guatemala para evitar la implantación del programa de reformas iniciado por el presidente Jacobo Arbenz, que era visto como una amenaza para los considerables intereses estadounidenses en aquel país centroamericano.

De igual manera, es de destacar la participación de la administración Eisenhower en Egipto, concretamente en la Crisis de Suez de 1956. Tras la nacionalización del canal por el líder egipcio Gamal Abdel Nasser el presidente norteamericano tuvo que poner freno a las iniciativas de intervención militar que estaban manifestando Gran Bretaña, Francia e Israel, al tiempo que solicitaba al Congreso el aumento de la presencia del ejército estadounidense en el Medio Oriente para proteger a los países democráticos de las agresiones externas. En realidad, el desarrollo de los acontecimientos vino a suponer la extensión hacia aquella zona de la Guerra Fría debido al ofrecimiento de apoyo que hizo la U.R.S.S. a los gobiernos de Egipto y Siria.

Dentro del clima de tensión que definía las relaciones con la Unión Soviética, fue muy llamativo el suceso que tuvo lugar en 1957, que conmocionó tanto a la clase política como a la opinión pública estadounidense. El 4 de octubre la U.R.S.S. lanzaba al espacio el primer satélite artificial de la historia, el Sputnik, y ponía en evidencia no sólo el equilibrio de fuerzas entre las dos superpotencias sino incluso que los Estados Unidos, ocupados en mantenerse como primera potencia nuclear, se veían sobrepasados por el avance tecnológico soviético. Ello motivó serias acusaciones del partido demócrata al presidente de descuidar la seguridad nacional por su negativa a aumentar los presupuestos de defensa.

El final del mandato de Eisenhower estuvo marcado por el triunfo de la Revolución Cubana en diciembre de 1959, que incidirá decisivamente en la evolución de la política exterior norteamericana, por cuanto suponía una grave ruptura del orden existente en Iberoamérica al haber logrado implantar un régimen comunista en el propio continente.

Durante esta etapa se consolidaron los avances obtenidos en la posguerra. La paz y la prosperidad fueron las características más notables de los ocho años de gobierno de Eisenhower al frente de la Casa Blanca. Sin embargo, también se evidenció entonces la existencia de graves desequilibrios que caracterizarían la década de los sesenta: empobrecimiento de amplias capas de la población, -más de 20 millones de estadounidenses-, desempleo, inflación, deterioro de las condiciones de vida de las ciudades y, sobre todo, la extensión del problema racial.

LA ERA KENNEDY

En 1960, la hegemonía norteamericana en el mundo se había debilitado y la nación acusaba los efectos de serios problemas sociales y económicos generados en periodos anteriores. La abundancia que, en todos los órdenes, caracterizó los años pasados, en realidad había servido para enmascarar las graves dificultades que rápidamente van a salir a la luz.

En la campaña a las elecciones de 1960 se produjo la confrontación entre dos jóvenes candidatos: John Fitzgerald Kennedy, representante del Partido Demócrata y miembro del Senado desde la época maccarthysta, y Richard Nixon del Republicano, que contaba con la experiencia de haber ocupado la vicepresidencia durante el gobierno de Eisenhower. El resultado no pudo ser más equilibrado: con la mayor participación de la historia de los Estados Unidos -68 millones de votantes-, Kennedy obtuvo el 49,7 % frente al 49,6 % de Nixon. Los demócratas conseguían la presidencia por tan sólo 112.881 votos, aunque el candidato republicano obtenía mayoría en 27 de los 50 Estados. Así, las tradicionales tendencias en cuanto al reparto del voto por Estados se truncaban por primera vez. Un reflejo de esa circunstancia será el comportamiento de las Cámaras, donde surgió una compleja situación que entorpecerá la labor legislativa del nuevo Ejecutivo demócrata, ya que el también tradicional comportamiento de rivalidad entre los partidos fue sustituido por la coalición de los representantes demócratas del Sur con los republicanos.

En enero de 1961, J. F. Kennedy se convertía en el presidente más joven -47 años- de la historia de la nación y también en el primer presidente católico. Su campaña, argumentada básicamente en la necesidad de lograr el compromiso por parte de todos los ciudadanos para enfrentar de forma renovada el futuro, interesó a una sociedad hasta entonces apática ante la vida política y ante una clase dirigente anclada en el pasado. Conjuntamente con la exigencia de sacrificio, esfuerzo y participación, Kennedy presentó sus medidas reformistas a través del programa The New Frontier. Inspirado en los planteamientos realizados en la década de los cincuenta por Arthur Schlesinger, Joseph Schumpeter y John K. Galbraith la Nueva Frontera se convirtió en un ambicioso programa de política interior y exterior que trató de convertirse en el New Deal de los sesenta. Sin embargo, la nueva formación de fuerzas en el Congreso hizo que la gran mayoría de las propuestas fueran sistemáticamente rechazadas.

Ante los preocupantes problemas interiores, como el descenso del PNB, el desempleo, que se situaba en torno al 8 % de la población activa, lo que suponían cinco millones de parados, o las escalofriantes cifras de pobreza, parea obtener resultados positivos la administración Kennedy puso inmediatamente en funcionamiento instrumentos de la política económica tradicional. El incremento de prestaciones por parte de la Seguridad Social, el aumento del salario mínimo y del subsidio de desempleo, la reducción de los tipos de interés hipotecarios, el mayor gasto militar, la construcción de obras publicas y proyectos legislativos como el Area Development Act destinado a prestar ayuda a las zonas menos desarrolladas de la nación, concretamente los once Estados de los territorios de los Apalaches, fueron decisivos para que un año después los Estados Unidos entraran en una vía de franca recuperación. En 1962 Kennedy logró la aprobación de la Ley de Expansión Comercial que permitió reducir los derechos de importación y, consecuentemente, impulsar la exportación, reducir la inflación y disminuir los costes empresariales. Además, en 1963 se presentaron otras propuestas más radicales que planteaban la reducción impositiva y medidas de apoyo tanto a las clases menos favorecidas como a los mayores de 65 años, que no fueron aceptadas por el Congreso.

Fiel a las promesas electorales, la administración Kennedy afrontó de manera decidida el grave problema racial. Un gesto inicial importante pero insuficiente para poner freno a la ola de movimientos antirracistas que se extendían por el país, fue la incorporación de negros en puestos de responsabilidad. No obstante, las marchas pacíficas, las sentadas y los boicots de los grupos antisegregacionistas siguieron produciéndose y la violencia ocasionada requirió incluso la intervención de la Guardia Nacional para proteger el normal desarrollo de las acciones reivindicativas y de la aplicación de la política de integración. Esto fue lo que sucedió en la Universidad de Missisipi cuando fue preciso defender la entrada en el recinto universitario del primer alumno negro, James Meredith, o en Birmingham, Alabama, para controlar las continuas manifestaciones de la población de color en apoyo de las medidas del presidente tendentes a garantizar el derecho de sufragio de los negros y los derechos civiles que finalizaran con la discriminación racial en los estamentos públicos, que, a pesar de las presiones, no fueron aceptadas por el Congreso.

En cuanto a la política exterior, durante la presidencia de Kennedy se llegó al momento culminante de la Guerra Fría, en un intento de recuperar el debilitado prestigio de los Estados Unidos. El Ejecutivo demócrata aspiraba a conseguir la unidad del mundo occidental frente al bloque comunista encabezado por la U.R.S.S. y la República Popular China, y delimitar las respectivas áreas de influencia. Para ello, se aumentó de forma substancial el presupuesto militar y sobre todo las partidas destinadas a la fabricación de armamento nuclear, con el objetivo de reafirmar la superioridad estratégica norteamericana ante la U.R.S.S., que, a su vez, también incrementó el arsenal de armas disuasorias y agudizó la tensión en Alemania Oriental hasta llegar a la instalación del Muro de Berlín (1961).

Uno de los primeros incidentes de esta etapa se produjo en un territorio al que los Estados Unidos prestaban especial atención: la isla de Cuba, ya que la existencia del régimen castrista significaba una seria amenaza de injerencia soviética en el continente americano. Nada más llegar a la presidencia, Kennedy se vio obligado a respaldar un plan gestado por la administración republicana anterior consistente en la invasión de la isla por tropas anticastristas entrenadas por la CIA, que, saliendo desde Puerto Cabezas (Nicaragua), tenían intención de desembarcar en la bahía de Cochinos e iniciar las operaciones oportunas para acabar con la Revolución Cubana. La empresa resultó un rotundo fracaso pero sirvió a Castro para justificarse internacionalmente y a la U.R.S.S. para iniciar una política más agresiva dentro del marco de la Guerra Fría.

Por otra parte, el convencimiento de que la inestable situación económica, política y social de Iberoamérica era la causa fundamental que alentaba la expansión del comunismo en los territorios del sur del Río Bravo llevó a Kennedy a proponer en la Conferencia de Punta del Este de agosto de 1961 la llamada Alianza para el Progreso, que con una dotación de 100.000 millones de dólares durante diez años tenía el objetivo de fomentar el crecimiento y desarrollo económico y social de aquellas naciones para crear las condiciones precisas que frenaran cualquier iniciativa revolucionaria como la cubana.

La aguda tensión entre las dos superpotencias que caracterizó estos años, tuvo una de sus mejores manifestaciones en el episodio denominado la “crisis de los misiles”, que surgió cuando en 1962 pareció quedar claro que los soviéticos, además de respaldar económica y militarmente al régimen de Fidel Castro, estaban instalando en suelo cubano misiles nucleares de medio y largo alcance con los que se podía atacar a las ciudades norteamericanas. La postura de fuerza adoptada por Kennedy, llevó a pensar entre el 14 y el 28 de octubre que podía estallar una nueva guerra mundial. El bloqueo naval de la isla por parte de la armada estadounidense impulsó a Kruschev a retirar los misiles con la condición de que Estados Unidos hiciera lo propio en Turquía. Contra lo esperado, el grave incidente, que evidenció la posibilidad de que las dos superpotencias pudieran destruirse mutuamente, sirvió para iniciar un periodo de distensión entre ellas que tuvo su plasmación en la forma en 1963 del Tratado de prohibición de pruebas nucleares no subterráneas.

Otra de las zonas objeto de una especial atención por parte de Kennedy fue Vietnam, donde se actuó siguiendo el convencimiento de que si se retiraba el apoyo al régimen de Ngo Dinh Diem en Vietnam del Sur y se perdía ese territorio, se produciría un efecto dominó y tras Vietnam del Sur caerían el resto de los países del Sureste asiático, máxime cuando la China de Mao aparecía ya como un nuevo enemigo comunista. En consecuencia, Kennedy adoptó la misma postura de su antecesor y procedió al envío de los primeros soldados americanos, aunque de momento no se iniciaron operaciones militares de la importancia de las que tendrían lugar después.

También durante esta etapa se impulsó la carrera espacial y en 1961 se puso en marcha, a través del proyecto Apolo, el nuevo y ambicioso objetivo de llevar al hombre a la Luna. El país quedó conmocionado cuando el 22 de noviembre de 1963 se produjo el magnicidio de Dallas, que terminó con la vida de un presidente que había impuesto un nuevo estilo elegante y juvenil en la Casa Blanca, al tiempo que su inesperada desaparición truncaba una etapa de esperanza y confianza en el futuro. Con la muerte de John F. Kennedy llegó a la presidencia el hasta entonces vicepresidente Lyndon B. Johnson (1963-1968), quién, a pesar de no tener el carisma de su antecesor, pudo desde el primer momento recoger y poner en práctica gran parte de las iniciativas antes paralizadas. Quizá por ello en las elecciones de 1964 Lyndon B. Jonson, obtuvo 27 millones de votos más que su rival republicano Barry Goldwater. La substancial diferencia ayudó también a obtener la mayoría demócrata en las Cámaras. Asimismo, la coalición del ala conservadora del Partido Demócrata quedó interrumpida hasta 1966, cuando, tras la celebración de elecciones al Congreso, reapareció para oponerse a los proyectos del presidente en materia de bienestar.

Si bien durante los meses de su primer mandato Johnson se manifestó continuador del programa The New Frontier, tras el triunfo de 1964 propuso su propio programa político que, bajo el lema de The Great Society, aspiraba a conseguir la prosperidad y la libertad para todos los norteamericanos. Así, contando con el total respaldo del Congreso, abordó diversas medidas para atajar los principales problemas sociales. La reducción de impuestos unida a otros proyectos legislativos como el incidente con la instalación de (algo inaceptable para la seguridad territorial) sobre. Durante la inevitable prueba que siguió, conocida como la Ley de Igualdad de Oportunidades Económicas (20 de agosto de 1964), o la de Desarrollo Regional de los Apalaches de 1965, trataron de reducir la pobreza y prestar ayuda a las zonas más debilitadas de la nación como Virginia Occidental, Kentucky, Tenesse, Alabama o Georgia. Otro importante apoyo a las áreas donde el número de desempleados alcanzaba cifras preocupantes y las rentas familiares eran bajas, llegó con la aprobación de la Ley de Trabajo Público y Desarrollo Económico. Asimismo, entre 1964 y 1968, se pusieron en marcha las normativas de transportes públicos, la Medical-Social Security Act, la Ley de Educación Elemental y Secundaria o las de vivienda de 1965 y 1968, todas ellas destinadas a suplir las carencias de los menos favorecidos en aspectos como el transporte, la asistencia sanitaria, la educación y la vivienda.

La administración Johnson tuvo también que afrontar el grave problema racial. Aunque en 1964 se aprobó el proyecto de ley de derechos civiles, completado por la Voting Rights Act de agosto de 1965, que aseguraba el derecho de los negros al voto, el descontento continuaba en ascenso. La resistencia pasiva y pacífica propugnada por Martín Luther King perdió terreno ante los movimientos radicales que aparecieron principalmente en 1966 bajo la denominación de Black Power, que aspiraba a obtener la igualdad con los blancos. Al unísono emergían posturas aún más extremistas como el “nacionalismo” negro inspirado por Malcom X o el “nacionalismo revolucionario” de los Black Panthers, partidarios de la autodefensa armada. Alentado todo ello, además, por las desastrosas consecuencias que para este sector estaba teniendo la guerra de Vietnam, en la que los negros llevaron sin ninguna duda la peor parte por su obligada participación masiva y el riesgo en que, en mayor medida que a los blancos, se ponían sus vidas. El 4 de abril de 1968 el movimiento pro derechos civiles sufrió un duro golpe con el asesinato en Memphis de Martín L. King, premio Nóbel de la paz y su líder más carismático. El suceso ocasionó un brutal aumento de la violencia en toda la nación, siendo necesaria en muchas ciudades la intervención del ejército para restablecer el orden.

En cuanto a las relaciones exteriores, la presidencia de Lyndon B. Johnson fue continuadora de la corta etapa Kennedy. Con la U.R.S.S. se mantuvo la política de distensión dentro del marco de la Guerra Fría aunque salpicada por dos graves hechos como el Conflicto de Oriente medio en 1967 y la invasión de Checoslovaquia por las tropas soviéticas en 1968.

Una excepción a la regla de continuidad fue el abandono de los proyectos de colaboración con el Sur, la Alianza para el Progreso, y la inclinación a lograr una mayor estabilidad del mapa político del continente americano, aunque para ello fuera preciso prestar apoyo a las dictaduras militares. Reflejo de esta nueva circunstancia fue la intervención en Santo Domingo en 1965 para evitar la vuelta al gobierno del anterior presidente, Juan Bosch, y facilitar la llegada al mismo de Joaquín Balaguer, antiguo colaborador del dictador R.A.F.ael Leonidas Trujillo.

Sin embargo, el problema exterior más acuciante lo constituyó la intervención norteamericana en Vietnam. La decisión de Johnson de participar activamente en un conflicto que la sociedad estadounidense nunca comprendió muy bien, igual que las razones que movían al envío masivo de tropas estuvo guiada por el convencimiento de que era posible ganar una guerra de liberación con bajo coste, desoyendo incluso el mandato de la ONU de no interferir en los asuntos internos de otras naciones. El apoyo al gobierno de Vietnam del Sur obligó a trasladar hacia aquella zona numerosos contingentes militares -en 1968 superaban los 500.000 soldados- que se enfrentaron con las guerrillas del Vietkong y el ejército de Vietnam del Norte sin obtener apenas éxitos militares y provocando la destrucción del país. Lógicamente, el coste en vidas humanas y el gasto económico de la intervención alcanzó tal cuantía que incluso fue ocultada a la opinión pública. En 1968 el gasto militar supuso el 56 %del presupuesto total e implicó recortes importantes en los proyectos y programas dedicados a los problemas internos.

El desastroso panorama bélico se manifestó tanto en un sentimiento de frustración de la población estadounidense como en la reacción de los movimientos de protesta -especialmente violentes entre los universitarios y los negros- ante una guerra no deseada. La insostenible situación en Vietnam también provocó la división en el seno del Partido Demócrata a través del enfrentamiento entre el senador Robert Kennedy, partidario de finalizar de inmediato el conflicto, con el presidente, que estaba convencido de poder lograr la victoria. Las presiones recibidas obligaron a detener los bombardeos sobre Vietnam del Norte y emprender el proceso de la negociación de paz, que se inició en mayo de 1968 en París. Asimismo, las consecuencias de la guerra forzaron a Johnson a desistir de presentarse a la reelección. Con ello, tras el asesinato de Robert Kennedy, la candidatura del Partido Demócrata estuvo encabezada por el vicepresidente Hubert Humphrey que tendría como rival en el Partido Republicano a Richard Nixon.

LA CRISIS DE LOS AÑOS SETENTA

La muerte de Robert Kennedy y los negativos resultados de la guerra de Vietnam fueron decisivos para que en las elecciones de 1968 se inclinara la balanza electoral a favor del candidato republicano.

Con la llegada Richard Nixon a la Casa Blanca (1969.1974) se iniciaba uno de los periodos más conflictivos de la historia reciente de Estados Unidos. El estilo de gobierno se caracterizó durante estos años tanto por el aislamiento frente al propio Partido Republicano como por el control personal exhaustivo del presidente de los resortes del gobierno. Muestra de ello fue la creación en 1971 en la Casa Blanca del denominado Domestic Council que, con la única excepción de la política económica, diseñaría las diferentes actuaciones y proyectos legislativos, menospreciando así la labor de los diversos departamentos de la Administración. Se provocó de esta manera una tensa relación y confrontaciones continuas entre el Congreso y la Presidencia, que utilizó sistemáticamente el veto en contra de las medidas legislativas y la congelación de los fondos presupuestarios de los departamentos.

Sin embargo, la etapa Nixon no supuso, en lo que a circunstancias económicas y sociales se refiere, grandes diferencias con respecto a las presidencias anteriores. Así y a pesar de las tensiones entre el Ejecutivo y las Cámaras, se elaboraron legislaciones favorables a la integración racial, la igualdad de la mujer, y se dieron los primeros pasos en cuanto a la protección del medio ambiente.

El conflicto racial, que durante los años sesenta mostró su cara más violenta, se volcó ahora en las reivindicaciones a favor del ascenso de la población negra a las escuelas y universidades. Buena prueba fue la medida adoptada por el Tribunal Supremo para conseguir terminar con la segregación en los centros educativos utilizando medios de transporte que facilitaran la enseñanza en las escuelas más elitistas, situadas en los extrarradios de las grandes poblaciones, a los alumnos residentes en los centros de las ciudades. Sin embargo, los tribunales fueron incapaces de poner en marcha las disposiciones del Supremo ante el temor de que nuevamente surgiera la violencia.

Otro fenómeno social que recuperó toda su importancia durante la década de los setenta fue el movimiento feminista. En sintonía con él y para conseguir eliminar las desigualdades entre ambos sexos, en 1972 el Congreso dirigió a los Estados un proyecto de enmienda al texto constitucional que prohibía la adopción de medidas discriminatorias. Asimismo, la preocupación por la creciente y peligrosa agresión a la naturaleza impulsó a adoptar, en los primeros años de la década, medidas legislativas dirigidas a la protección del medio ambiente. La asunción de este tema como competencia exclusiva del gobierno federal, dio como resultado la Ley Nacional de Vigilancia Medioambiental de 1970 así como la creación de la Agencia de Protección del Medio Ambiente, además de la aplicación de normas sobre la purificación del aire y de las aguas, y medidas más drásticas como la Ley sobre insecticidas de 1972 que serviría para prohibir el uso del DDT en Estados Unidos.

Quizá el problema de mayor gravedad y trascendencia para la primera administración Nixon lo constituyó la crisis monetaria, que afectó tanto a la economía estadounidense como a la del resto del mundo. Durante la década de los sesenta, el dólar había inundado todos los mercados a través del disparatado gasto militar, de préstamos a otros países o de las inversiones externas de empresas norteamericanas. Esta circunstancia actuaba negativamente en la cada vez más desequilibrada balanza de pagos de Estados Unidos, al tiempo que se iniciaban en el exterior movimientos especulativos en torno al dólar. Para superar el incierto panorama económico fueron aprobadas en agosto de 1971 una serie de medidas internas como la congelación de precios y salarios, la reducción del gasto federal y la aplicación de incentivos a la inversión, que se alternaron con otras extremas como la supresión de la convertibilidad de la moneda en oro, el incremento de tasas sobre la importación y la reducción de la ayuda exterior, que rápidamente repercutieron en las economías más débiles de los países en vías de desarrollo. Finalmente, en diciembre de 1971 Nixon se vio obligado a llevar a cabo la devaluación del dólar y procedió al aumento substancial del ya desmesurado gasto militar como base de un plan encaminado a un relanzamiento de la economía.

Por lo que se refiere a la política exterior, esta época se caracterizó por actitudes aparentemente contradictorias. Así, mientras el presidente proclamaba sus intenciones de iniciar negociaciones con los gobiernos de la U.R.S.S. y la República Popular China, con el propósito de obtener un equilibrio de poder global entre las potencias, se producía el recrudecimiento del conflicto vietnamita.

Para favorecer las relaciones con la U.R.S.S., en 1969 Nixon promovió conversaciones en Helsinki y Viena encaminadas a concretar los acuerdos sobre limitación de armas estratégicas. Guiado por este objetivo, incluso viajó a Moscú para firmar los acuerdos SALT 1 con Leonidas Breznev.

De acuerdo con los principios que guiaron la nueva época de distensión, en junio de 1972 tuvo lugar la firma del acuerdo cuatripartito de Berlín entre los representantes de asuntos exteriores de la U.R.S.S., Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia, en el que se reconoció la vinculación de la parte occidental de la ciudad con la República Federal Alemana y a la República Democrática Alemana como un Estado de pleno derecho. A partir de entonces, Berlín dejó de ser definitivamente un foco de tensión.

Asimismo, las relaciones con la República Popular China también se sumergieron en el panorama de la distensión, abriendo para ello el aislamiento político en que se tenía al régimen de Mao. Demostración del interés por afianzar los vínculos con China y gesto de captación de simpatías de cara a la campaña electoral de 1972 fue el viaje de Nixon a Pekín ese mismo año, perfectamente diseñado por el consejero en política exterior, Henry Kissinger, quien fue realmente el artífice de los éxitos logrados en ese terreno. La otra cara de las relaciones internacionales se encuentra tanto en el apoyo a los regímenes dictatoriales de España e Iberoamérica -España, Portugal, Grecia o Brasil-, como de manera más patente y cruenta con el conflicto de Indochina.

En la campaña de 1969, Nixon había encontrado su mejor reclamo electoral en la promesa de poner un rápido final al conflicto de Vietnam. Ello implicaba la retirada progresiva de las tropas estadounidenses y su sustitución por las fuerzas vietnamitas, produciéndose, así, la llamada “vietnamización” del conflicto, favorecida por un mayor apoyo aéreo y naval de Estados Unidos y un reforzamiento de las ayudas económicas para el sostenimiento del régimen de Nguyen Van Thieu. La “vietnamización” supuso el recrudecimiento de las intervenciones y la expansión del conflicto a los países vecinos, Laos y Camboya, donde se creía que se hallaba el centro neurálgico del enemigo, al tiempo que los bombardeos sobre Vietnam del Norte alcanzaron cotas estremecedoras durante el mes de abril de 1972.

A pesar de la promesa incumplida de poner fin al conflicto de Vietnam, suavizada en parte con los proyectos de obtener una paz con honor, que se plasmaron en las conversaciones de París iniciada en octubre de 1972, los éxitos en política exterior, la eficacia frente al escaso carisma personal del presidente y una nueva campaña electoral basada en el lema Ley y Orden y en el llamamiento a las clases medias, así como la utilización de sistemas más o menos lícitos para perseguir y sabotear a sus rivales demócratas, sirvieron a Nixon para obtener la reelección en 1972 con una victoria aplastante: 47 millones de votos a favor frente a los 29 millones del candidato demócrata McGovern que fracasaba, así, en su intento de construir una nueva mayoría. Sin embargo, el triunfo republicano en la presidencia no se correspondió a las votaciones en las votaciones del Congreso y en las elecciones de los gobernadores de los Estados puesto que el electorado se inclinó a favor del Partido Demócrata.

Las expectativas creadas en la población estadounidense con la promesa de paz se vieron nuevamente frustradas con la ruptura de las conversaciones de París. En respuesta, el reelegido presidente ordenó el 17 de diciembre de 1972 los mayores bombardeos de toda la guerra contra las ciudades norvietnamitas de Hanoi y Haiphong. Pocas semanas después, el 23 de enero de 1973, se iniciaron nuevas conversaciones de paz en París en un esfuerzo por conseguir la finalización definitiva del conflicto. Se llegó entonces a la firma de un acuerdo entre Le Duc Tho, por parte del gobierno de Vietnam del Norte, y el representante estadounidense Henry Kissinger, que les valdría a ambos la concesión del premio Novel de la Paz. En marzo de ese mismo año se retiraron de Vietnam del Sur las últimas tropas estadounidenses. Sin embargo, el conflicto, aparentemente resuelto, se prorrogó hasta 1975, cuando se produjo la ocupación del Sur por Vietnam del Norte.

La época de distensión iniciada durante el primer mandato encontró algún grave escollo durante la segunda y breve presidencia de Nixon, tal como sucedió a raíz del apoyo que los Estados Unidos prestaron a Israel en el conflicto árabe-israelí de octubre de 1973 frente a Egipto, apoyado a su vez por la U.R.S.S.. La guerra de Yom Kippur tuvo una trascendencia más allá del plano político y provocó una crisis energética de alcance mundial. La ayuda a Israel implicó que los países árabes exportadores de petróleo impusieran el embargo de sus productos a Estados Unidos y a Europa, a la vez que aumentaban cuatro veces el precio del barril, encareciéndose de esta manera todos los costes de producción y transporte.

Por otro lado, una evidencia más de la importancia que se dio a la política de intereses frente a la de principios durante estos años, fue la intervención de la CIA. en Chile en 1973 para derrocar al gobierno de Salvador Allende.

Pero, sin duda alguna, el acontecimiento que marcó la presidencia de Nixon fue el haberse convertido en el primer mandatario de los Estados Unidos obligado a dimitir por su intervención en una operación delictiva como fue el escándalo Watergate.

Durante la precampaña a las elecciones de 1972 se produjo el asalto a la sede del Partido Demócrata situada en el hotel Watergate de Washington el 17 de junio. La profunda investigación llevada a cabo sobre el asunto por periodistas del diario The Washington Post, a quienes informaba un confidente situado en el equipo presidencial (“Garganta Profunda”), convirtió aquel episodio en un escándalo de trascendencias insospechadas, al confirmarse que la acción provino del Partido Republicano y en ella habían intervenido la CIA y colaboradores directos del presidente.

A lo largo de 1973, las declaraciones de los implicados comenzaron a desvelar la situación y, mientras Nixon negaba su participación en ello, se produjeron las renuncias de un miembro del gabinete y de varios asesores presidenciales. La crisis abierta forzó también la dimisión del vicepresidente Spiro Agnew, tras la cual la investigación se trasladó al Comité de justicia de la Cámara de Representantes iniciándose el proceso para la destitución del presidente. Finalmente, el 9 de agosto de 1974, Nixon se vio obligado a presentar su dimisión para evitar que se realizara el juicio de destitución (impeachment).

La salida forzada de Nixon llevó a la presidencia al hasta entonces vicepresidente Gerald Ford (1974-1976). Su breve periodo al frente de la Casa Blanca se caracterizó por la continuidad de la labor emprendida por la administración anterior.

En política exterior, Ford siguió las negociaciones con la U.R.S.S., que dieron como resultado la firma en el mes de noviembre de 1974 del acuerdo de Vladivostok sobre limitación de sistemas de cohetes y bombarderos.

En política interna, el mandato de Ford estuvo determinado por sus varios intentos de hacer olvidar el resultado de la guerra de Vietnam y el escándalo Watergate. Además, se enfrentó a una grave recesión que situó los resultados económicos de su etapa como los peores de las últimas décadas, lo que trató de superarse aplicando fórmulas de la economía liberal clásica. Aunque el PNB alcanzaba cifras altas, muy por encima de los resultados de la CEE. y Japón, en los Estados Unidos comenzó a surgir un nuevo fenómeno económico, la staflagtion, provocado por la combinación de unas altas tasas de inflación y la caída de los índices de producción. En 1975, el desempleo afectaba a 7.800.000 personas, el 8,5 % de la población activa, alcanzándose las cotas más elevadas desde 1941. A pesar de todo, en 1976 se asistió a una disminución tanto de la inflación como del paro y a un incremento de la producción industrial.

En cuanto al problema racial, comenzó entonces a tomar otros matices debido a la importancia que empezó a adquirir la llegada de población procedente de los países iberoamericanos. Así, en 1974 de un total de 395.000 inmigrantes que entraron legalmente en los Estados Unidos, un 42 % procedía de las naciones del sur y de éstos un 18 % provenía de Méjico. Se iniciaba de esta forma la masiva corriente de emigración del sur hacia el norte que provocó el aumento de la población de origen hispano residente en Estados Unidos de 9,1 millones en 1970 a 14,6 en 1980, anunciando la tendencia que hará que en nuestros días los “latinos” disputen a los negros el lugar de mayor grupo minoritario.

Ante un panorama poco o nada atractivo para el electorado, que motivó una baja participación, en las elecciones de 1976 el voto popular se inclinó hacia el candidato del Partido Demócrata James Earl Carter (1977-1980). La elección de Carter como trigésimo noveno presidente de los Estados Unidos respondía, más que a un rechazo a la política del candidato republicano Gerald Ford, al deseo de olvidar el gran fracaso de la guerra de Vietnam y el escándalo político del Watergate.

En política interna, Carter abrió varios frentes dirigidos a dar un nuevo estilo a la Administración. Con tal motivo, se inició una reforma que se tradujo en el nombramiento de mujeres y miembros de las minorías étnicas para ocupar cargos de responsabilidad. Asimismo, la presidencia inició una depuración de la CIA con el propósito de recortar lo que se consideraba eran excesivas atribuciones.

Los problemas interiores de mayor importancia se hallaban centrados en las pesimistas cifras económicas y en la agudización de los males heredados de etapas anteriores. El aumento de la inflación, que alcanzó en 1980 el 14 % anual, forzaba a tomar medidas para “enfriar” la economía, que a su vez causaron un inevitable crecimiento del número de desempleados, hasta alcanzar el 8 % de la población activa. Íntimamente relacionado con los escasamente óptimos resultados económicos estaba el problema energético que los Estados Unidos padecían desde 1973, ya que, al no poder abastecerse con su propia producción petrolífera, dependían de los países productores a los que importaba el 43 % del crudo necesario.

A pesar de que en esta etapa los problemas económicos no encontraron soluciones satisfactorias, en cambio provocaron la protección y apoyo del gobierno federal a las iniciativas encaminadas al desarrollo de industrias productoras de alta tecnología. Esta nueva actividad además conllevó el desplazamiento geogR.A.F.ía industrial de los Estados Unidos hacia los Estados del Sur y del Oeste.

Será en política exterior donde la presidencia de Carter imponga los cambios más radicales con respecto a sus antecesores, caracterizándose por el intento de establecer un nuevo orden mundial. Desde su discurso inaugural, el presidente demócrata se comprometía a anteponer la defensa de los derechos humanos sobre cualquier otro criterio. Prueba de ello fue la negativa a prestar ayuda a los regímenes de Vietnam, Camboya, Nicaragua, Chile, Argentina, Cuba, Uganda, Mozambique, Etiopía o Sudáfrica. El celo con que se cuidaron las acciones exteriores a través de la Oficina de Derechos Humanos del Departamento de Estado, serviría para terminar con la imagen de enemigo de la libertad que tenían los Estados Unidos en aquellos países que sufrían los regímenes dictatoriales respaldados antes por Estados Unidos.

Una de las mejores manifestaciones del cambio de actitud fue la firma del Tratado sobre el Canal de Panamá. El acuerdo suscrito por Carter y el líder nacionalista Omar Torrijos en 1977 reconociendo la soberanía panameña sobre el canal y situando en el año 2000 la fecha de la cesión de los derechos sobre esa zona, aunque con la oposición mayoritaria de los miembros del Senado, evidenciaba una distinta consideración hacia los países iberoamericanos. En la misma línea hay que situar la retirada del apoyo al régimen de Anastasio Somoza en Nicaragua, que propició el triunfo del Frente Sandinista de Liberación Nacional en 1979.

Ese mismo año se establecieron definitivamente relaciones diplomáticas con la República Popular China tras siete años de amistosas conversaciones iniciadas durante la presidencia de Richard Nixon. En cambio se rompieron con el régimen de Taiwán, antigua Formosa, a quien los Estados Unidos habían prestado apoyo durante décadas.

Asimismo de máximo interés y uno de los más importantes éxitos de la diplomacia de Carter fue la mediación entre Egipto e Israel para lograr la paz entre ambos, lo que se trató en las conversaciones celebradas en Camp David durante 1979.Finalmente, se llegó a la firma de un acuerdo que implicaba la devolución del Sinaí a Egipto y el compromiso de negociar una futura patria para el pueblo palestino.

En el Medio Oriente tuvo lugar uno de los hechos más significativos de la etapa de Carter. Desde la crisis de 1973, los Estados Unidos sólo contaban con Irán como aliado entre el conjunto de los países árabes. Sin embargo, circunstancias entonces aparentemente revolucionarias, propiciaron en 1979 el exilio del Sha y su sustitución por un régimen asentado en el fundamentalismo islámico. Poco después, el hecho de que el Sha fuera recibido en Estados Unidos para recibir ayuda médica, provocó la ocupación de la embajada estadounidense de Teherán por parte de estudiantes iraníes armados y el secuestro de todo el personal durante un largo año y medio. Medidas como la expulsión de 183 diplomáticos iraníes de los Estados Unidos en diciembre de 1979 o las sanciones económicas impuestas en 1980, no sirvieron para poner fin a la crítica situación, que se prolongó hasta enero de 1981, coincidiendo con la toma de posesión de Ronald Reagan.

También en 1979 se firmaron en Helsinki los acuerdos SALT II con la U.R.S.S., orientados a establecer la limitación de armas de largo alcance. Sin embargo, la invasión de Afganistán por el ejército soviético paralizó su ratificación en el Senado. De nuevo el clima de la Guerra Fría hizo su aparición y Carter, ante el sorpresivo desafío lanzado por la U.R.S.S., dio un giro total a su política de distensión y propuso al Congreso la aprobación del proyecto sobre la fabricación de nuevos misiles de alcance intercontinental, al tiempo que se ordenaba la congelación de las ventas de cereal y tecnología a la U.R.S.S. así como el boicot a los Juegos Olímpicos que en 1980 tendrían como sede la capital soviética.

La falta de acierto en política exterior de Carter, debido fundamentalmente a la incapacidad para combinar de manera adecuada distensión y contención, dieron como resultado una aparente debilidad de los Estados Unidos que la U.R.S.S. aprovechó para practicar la política de expansión tanto en Afganistán como en el continente africano con la intervención en la antigua colonia portuguesa de Angola.

EL CONSERVADURISMO DE REAGAN Y BUSH

Los problemas económicos por los que atravesaba la nación al finalizar el mandato de Carter y las dificultades de la política exterior, decidieron el triunfo del partido republicano en las elecciones de 1980. Con el llegó a la presidencia Ronald Reagan (1981-1988), antiguo actor de cine y el mandatario elegido con mayor edad en la historia de Estados Unidos. La Administración Reagan se caracterizó por haber emprendido una línea política diferente a la de sus inmediatos antecesores, retornando a la puesta en práctica de una fórmula más clásica de entender y practicar la acción política, definida por la defensa de los principios abiertamente conservadores en el interior y por una vuelta a la agresividad en sus relaciones con el exterior. Lo cual ha provocado una gran polémica en torno a sus actuaciones.

Fiel a las promesas realizadas en su programa electoral, que está considerado como el punto de partida de la revolución conservadora, Reagan se propuso devolver a los Estados Unidos su tradicional pujanza económica que había sido seriamente reducida en los años anteriores. Para el nuevo presidente, la excesiva intervención gubernamental en el desarrollo económico suponía un freno para la evolución del país y, consecuentemente, era necesario reducir el papel intervencionismo estatal. Así, las bases en las que sentó su política económica -conocida como la reaganomics- fueron el recorte del gasto federal, la reducción de la presión fiscal y también la regulación empresarial, con lo que pretendía favorecer la iniciativa privada, promover la inversión y conseguir un crecimiento económico general.

Para compensar la disminución de los ingresos del Estado que provocó el descenso impositivo, se facilitaron los créditos de apoyo a la inversión -aumentando así el gasto público- y sobre todo se recortaron las partidas destinadas a prestaciones sociales, lo que se realizó no sin una gran oposición del Congreso, sobre todo en la segunda legislatura cuando los demócratas tenían mayoría en la Cámara. Al mismo tiempo, se multiplicaron los gastos de defensa, por considerarlos prioritarios para mantener la hegemonía estadounidense. Todo ello generó un cuantioso déficit presupuestario y la necesidad de solicitar abultados préstamos que hasta 1984 elevaron considerablemente los tipos de interés. Sin embargo, la inflación fue descendiendo paulatinamente y tras el periodo de recesión que se vivió en 1981 y 1982, la economía norteamericana conoció hasta el final del mandato de Reagan una etapa de despegue sumamente llamativo, con un crecimiento de un tercio y la creación continuada de puestos de trabajo.

Pero el crecimiento económico no afectó a todos los sectores por igual, ya que la fuerte subida del dólar provocó el incremento del déficit de la balanza comercial al perder competitividad las empresas norteamericanas por el encarecimiento en el exterior de los productos estadounidenses. Se produjo, de esta manera, una considerable baja en la rentabilidad de la industria -salvo la armamentística que consiguió substanciosos beneficios-, influyendo decisivamente en la crispación del clima social, agudizado si cabe por el arrinconamiento de que fueron objeto las organizaciones laborales. Consecuentemente, la industria norteamericana conoció durante el mandato de Reagan el mayor pasivo de su historia. En realidad, puede decirse que durante esta etapa se ampliaron enormemente las diferencias entre la población, tanto en ingresos como en disponibilidad económica, al tiempo que la disminución de las partidas dedicadas a gastos sociales incrementó notablemente las bolsas de pobreza.

En cuanto a la política exterior, estuvo guiada básicamente por el objetivo de hacer prevalecer la hegemonía estadounidense frente al bloque soviético, hacia el que el presidente manifestó siempre una abierta hostilidad, y frenar lo que consideraba que había sido una continua expansión de éste en la década anterior por el Tercer Mundo, Centroamérica, África y Asia. Para lograr ese fin, la Doctrina Reagan planteaba la necesidad de apoyar a las fuerzas antimarxistas en las naciones en las que se consideraba que el poder soviético estaba ejerciendo su influencia, y defendía la posibilidad de llevar a cabo guerras de baja intensidad en las zonas en las que la presencia marxista supusiera un peligro para su estabilidad.

Con tales presupuestos y llevado por el deseo de lograr un tratado de control de armas cuya negociación sólo sería posible si los Estados Unidos conseguían la superioridad militar, Reagan emprendió un considerable desarrollo militar que supuso el aumento de los gastos de defensa hasta en un 40 % en los primeros años de su gobierno. En este marco se encuadra la continua producción de bombas de neutrones y sobre todo la costosísima Iniciativa de Defensa Estratégica (SDI), más conocida como Guerra de las Galaxias, iniciada en 1983 y consistente en un programa de investigación cuyo objetivo era neutralizar los misiles antibalísticos destruyéndolos en el aire. Así, frente a los intentos de negociación llevados a cabo en los años anteriores entre Estados Unidos y la U.R.S.S. sobre la limitación de armas nucleares dentro de los acuerdos SALT II, cuyo principal escenario había sido la ciudad de Ginebra, se inició en 1982 la carrera armamentística entre las dos superpotencias, plasmada sobre todo en el despliegue soviético de misiles nucleares de alcance medio en Europa Occidental y la correspondiente instalación norteamericana de misiles de crucero en Gran Bretaña, Italia y Alemania Occidental. Todo ello implicó el deterioro de las relaciones entre ambas naciones, que intentó suavizarse estableciendo un diálogo entre sus mandatarios, tal como se plasmó en 1987 a raíz de la primera visita de Gorbachov a los Estados Unidos y se confirmó con la de Reagan a Moscú en 1988.

La política exterior de Reagan estuvo movida más por criterios de fuerza que por una intención negociadora y pretendía lograr una contestación militar y estratégica de la U.R.S.S., por lo que intervino activamente en todos aquellos países amenazados por la presencia marxista, como Libia, a quien se acusaba de ser un refugio del terrorismo internacional. El enfrentamiento con esta nación pasó por el embargo de los bienes libios en Estados Unidos. En abril de 1986, aviones de la VI flota bombardearon diversos objetivos en Trípoli y Bengasi, como represalia contra la ayuda prestada por el coronel Ghadafi al terrorismo internacional. Y lo mismo puede decirse de la invasión militar de Granada, una diminuta isla del Caribe en la que había triunfado un golpe de Estado filosoviético, el 25 de octubre de 1983.

Por otro lado, las acciones norteamericanas se centraron también en Oriente Medio y Centroamérica, donde, a pesar de los esfuerzos para conseguir los objetivos pretendidos, la política estadounidense no tuvo excesivo éxito.

En Medio Oriente la diplomacia norteamericana tuvo como meta prioritaria obtener el apoyo de Israel para frenar la influencia soviética en la zona y el expansionismo de Siria, aliada de la U.R.S.S.. En 1982, y con el apoyo de los Estados Unidos, se produjo la invasión israelita del Líbano, lo que desencadenó en este país una guerra civil entre cristianos y musulmanes y entre las tropas israelitas y las sirias. La fuerza de pacificación enviada por el presidente Reagan apoyaba abiertamente al minoritario gobierno cristiano, contribuyendo así a agravar la magnitud del conflicto. Pronto fue evidente la imposibilidad de reconducir los acontecimientos y, finalmente, en 1984 la incapacidad de la fuerza extranjera para poner fin a la contienda del Líbano y su alto coste humano y económico obligaron a abandonar aquel país, a pesar de la oposición del presidente que consideraba esta medida como una pérdida de prestigio para Estados Unidos.

Por otro lado, también se intentó mediar en el conflicto que existía entre Irán e Irak, en lo cual no sólo se obtuvieron grandes logros sino que incluso se provocó en 1987 el escándalo llamado Irangate cuando se comprobó que, con la aquiescencia del gobierno, el denostado régimen del Imám Jomeini estaba recibiendo ilegalmente armas norteamericanas a cambio de la liberación de los rehenes estadounidenses retenidos por los terroristas iraníes y el producto de la venta se canalizaba hacia Centroamérica para apoyar a la contra, la guerrilla anticomunista que luchaba para derrocar al gobierno sandinista. El propio presidente se vio implicado en este asunto que provocó un gran debate político, alentado por el fracaso de las acciones en Irán y porque la venta de armas tampoco evitó la toma de rehenes.

Con todo, el principal escenario donde se aplicó la Doctrina Reagan en política exterior fue Centroamérica, una zona en la que se consideraba que había aumentado el poder soviético desde que en 1979 los sandinistas se instalaron en el poder en Nicaragua, al tiempo que los conflictos de Guatemala y el Salvador ponían en peligro los intereses estratégicos de los Estados Unidos. Para frenar el avance del comunismo, se apoyó militar y económicamente a los regímenes militares que gobernaban en estos países y en Hondura, convirtiéndose este último en la base desde la que los grupos paramilitares financiados por Estados Unidos, la contra, lanzaba continuos ataques a Nicaragua. En esta pugna se llegó incluso a minar los puertos nicaragüenses del pacífico. Para evitar que llegaran los suministros de la U.R.S.S., lo que motivó que en 1984 el Congreso prohibiera la continuación de los envíos de ayuda militar a la contra. Ni las contribuciones financieras ni el despliegue militar que se llevó a cabo en Centroamérica, fueron capaces de terminar con el régimen sandinista y con las guerrillas de izquierda existentes en el resto de los países. Habrá que esperar a 1989 para que los sandinistas abandonen el poder.

El resultado de la política exterior desarrollada a lo largo de los años ochenta fue más bien irregular. Se logró un acercamiento a la U.R.S.S., movido también indudablemente por las especiales características del interlocutor de Reagan, ya que Gorbachov poseía mayor flexibilidad que sus antecesores a la hora de tratar los puntos de fricción y se mostraba crítico en la valoración del fracaso del sistema soviético. Al tiempo, el apoyo a los movimientos anticomunistas y la crisis que se anunciaba en el bloque soviético propiciaron que al final de la etapa de Reagan los rusos comenzaron a retirarse de Afganistán, los vietnamitas de Camboya y los cubanos de Angola. En contrapartida, las intervenciones en Oriente Próximo constituyeron un auténtico fracaso. Sin embargo, ello no impidió que al concluir el mandato de Reagan su popularidad casi la misma que al inicio y que los norteamericanos continuaran apoyándole a pesar de las controvertidas decisiones que tomó. No en vano es considerado el presidente que devolvió al país el orgullo y la confianza en sí mismo y restauró a la presidencia el prestigio que había perdido.

Como consecuencia de la favorable acogida que tuvo entre la población la gestión de Reagan, las elecciones de 1988 dieron un fácil triunfo a George Bush (1988-1992), que durante ocho años había sido su vicepresidente. En un principio Bush contó con las mismas adhesiones y apoyo popular que su antecesor, debido sobre todo a los éxitos alcanzados en las relaciones exteriores. Pero el constante deterioro de la economía de la nación durante su periodo de gobierno produjo ya en 1990 una seria oposición a su política, de manera que al final del mandato la popularidad del presidente se encontraba bajo mínimos.

Debido al déficit público generado en la etapa anterior y a la baja productividad de la industria norteamericana en un momento de gran competitividad entre las grandes potencias -Europa, Japón y países de Extremo Oriente-, Bush heredó una nación con serias dificultades económicas que se fueron agudizando paulatinamente. En estos años el desempleo creció en proporciones inusuales, alcanzando a diez millones la población activa en 1992, se sucedieron las bancarrotas, tanto empresariales como personales, y descendieron progresivamente los valores de la propiedad. Además, frente a lo que había sucedido en anteriores ocasiones de estancamiento económico cuyas víctimas fueron sobre todo los trabajadores industriales y los agricultores, a quienes afectó fundamentalmente la recesión de comienzos de los noventa fue a los profesionales y directivos empresariales: abogados, banqueros, ejecutivos, periodistas y técnicos en general. Ni siquiera las grandes empresas como la telefónica ATT o IBM se vieron libres de tener que aplicar recortes a sus efectivos laborales.

Por otro lado, el descenso de la popularidad de Bush fue debido también a un cambio de actitud con respecto a la política impositiva. Uno de los puntos básicos de la campaña electoral había sido la promesa de no elevar los impuestos, pero el déficit que padecía la tesorería federal evidenció en 1990 la necesidad de aumentar los impuestos fiscales y subir las tasas tributarias, al tiempo que desaparecieron un gran número de exenciones y se incrementaron los impuestos indirectos. Lógicamente, tales medidas mermaron la credibilidad del presidente ante los votantes. Sin olvidar las críticas que su gestión sufrió, así mismo, por lo que se consideraba incapacidad para terminar con los disturbios raciales que en aquella etapa se sucedieron en las principales ciudades, de lo que es una buena muestra el grado de violencia que se alcanzó en Los Ángeles en 1992 a raíz de la sentencia absolutoria de cuatro policías blancos acusados de golpear brutalmente a un ciudadano negro, que terminó con un saldo de 58 muertos.

En política exterior, los años de la presidencia de Bush fueron testigos de los mayores cambios del escenario internacional desde el final de la Segunda Guerra Mundial, que requirió prestar una viva atención a los asuntos diplomáticos. La caída del imperio soviético en 1989 significó el fin de la guerra fría, concluyendo así la pugna de las dos superpotencias en los asuntos mundiales, al tiempo que desaparecía el factor -el anticomunismo- que había movido la política externa norteamericana en las últimas décadas.

Con respecto a los cambios que estaban teniendo lugar en la Europa del Este, Bush se mostró sumamente prudente y, lejos de actuar guiado por el triunfalismo, trató de facilitar el proceso de reforma iniciado por Gorbachov y contribuir para que los acontecimientos discurrieran en un clima exento de violencia, sobre todo en relación con la oposición de los Estados bálticos y la aceptación del líder soviético a la reunificación alemana. En este sentido fue muy valiosa la actitud personal del presidente norteamericano, que estableció con Mijail Gorbachov unos estrechos vínculos capaces de modificar las relaciones Este-Oeste. Su mejor resultado fue la forma en 1991 del Tratado sobre Reducción de Armas Estratégicas (START), que preveía el recorte en un 30 % de las armas nucleares de largo alcance durante siete años, y que fue seguido por otros acuerdos de limitación armamentística.

Sin embargo, aún siendo Europa uno de los principales lugares de atención mundial en esos momentos, la diplomacia estadounidense no desatendió la vigilancia de los acontecimientos que se estaban desarrollando en otras partes del globo, fundamentalmente en Centroamérica, donde la presidencia de Daniel Ortega en Nicaragua al frente del gobierno sandinista seguía siendo vista como una amenaza y un claro ejemplo del poder soviético y cubano. En consecuencia, Bush continuó enviando ayuda a la contra y manteniendo el bloqueo económico sobre el pequeño país, no aceptando incluso el plan de paz para la zona propuesto por el presidente costarriqueño Oscar Arias (Tratados de Esquípulas). La situación se mantuvo hasta que, sorprendentemente, en 1990 Ortega fue derrotado en las elecciones por Violeta Barrios y se inició el proceso de transición democrática.

También durante la presidencia de Bush, otra nación centroamericana, Panamá, requirió la especial atención de los Estados Unidos para derrocar al dictador Manuel Antonio Noriega, quién, después de haber colaborado estrechamente con Estados Unidos, comenzó a manifestar un nacionalismo que puso en entredicho los derechos de la potencia del norte sobre la Zona del Canal. En un principio se intentó desestabilizar al régimen panameño mediante el bloqueo económico y la acusación a Noriega de tráfico de drogas y blanqueo de dinero, con el fin de privarle del apoyo popular con que contaba. Pero la ineficacia de tales medidas decidieron la intervención militar de diciembre de 1989 que tuvo el efecto de provocar la huída de Noriega, quién se refugió en la misión del Vaticano en del planeta. También, podría añadirse, a la defensa de los intereses vitales de Estados Unidos en Panamá hasta que en enero de 1990 se entregó a las tropas invasoras y fue conducido a Miami para ser juzgado. Parece claro que la acción estuvo encaminada a defender los cuantiosos intereses económicos estadounidenses en Panamá y crear las condiciones internas necesarias para que la Zona del Canal siga estando en poder de Estados Unidos después del año 2000, que es cuando según los Tratados Torrijos-Carter deben ceder a la República de Panamá la soberanía sobre ese territorio.

Igualmente, los factores económicos fueron determinantes en lo que sin duda puede considerarse la más llamativa de las intervenciones norteamericanas en el exterior durante el gobierno de Bush, como fue la Guerra del Golfo de 1991, promovida por el deseo de frenar el expansionismo del dictador iraquí, Saddam Hussein, que en agosto de 1990 invadió el emirato de Kuwait y amenazaba con controlar gran parte de las reservas petrolíferas mundiales. A los pocos días de producirse la invasión y con el respaldo internacional, el presidente estadounidense envió al Golfo Pérsico los primeros contingentes militares, cuyo número fue creciendo paulatinamente, máxime cuando la ONU autorizó el uso de la fuerza si Irak no abandonaba Kuwait en unas pocas fechas. Al mismo tiempo, otras naciones como Gran Bretaña, Francia, Egipto, Siria y Arabia Saudí remitieron a la zona un gran número de soldados -250.000- que, junto a los estadounidenses formaron un considerable ejército aliado integrado por más de 700.000 hombres.

La guerra entre Irak y las tropas internacionales comenzó el 17 de enero de 1991 (Operación Tormenta del Desierto), y puede decirse que, en realidad, fue un conflicto norteamericano, ya que superioridad en el conjunto de la fuerza aliada era evidente e incluso uno de los generales -H. Norman Schwarzkopf- dirigió las operaciones. La desigualdad que existía entre los contendientes, fue decisiva en la rápida solución del conflicto, que concluyó el 27 de febrero con un saldo de más de 100.000 muertos iraquíes y 137 estadounidenses además de cuantiosos daños al medio ambiente debido a la quema de los pozos de petróleo. Sin embargo, no se logró terminar con el régimen de Saddam.

En el interior de la nación, la decisión de Bush de intervenir activamente en esta crisis contó en un principio con fuerte respaldo popular, pero, según fueron produciéndose los acontecimientos, el apoyo a la medida del presidente fue siendo más tibio. La guerra fue calificada de moralmente injustificable, se temía que se produjera un gran número de bajas norteamericanas y no se auguraban favorables consecuencias de la explosión islámica que se podía provocar. Ni siquiera la victoria se celebró con manifestaciones de júbilo por estimarse que el conflicto no fue decisivo en la estabilización de la zona y que la participación de los Estados Unidos fue precipitada y excesivamente costosa para la recesiva economía interior.

LOS PROBLEMAS ACTUALES Y DEL FUTURO

Igual que había sucedido en anteriores ocasiones, la agudización de los problemas internos impulsó a que en 1992 se produjera el cambio político. Así, el demócrata William Jefferson Clinton se convirtió en el cuadragésimo segundo presidente de los Estados Unidos el 20 de enero de 1993, tras haber triunfado en las elecciones con el 43 % del voto popular, frente al 38 % obtenido por el candidato republicano, el mandatario George Bush. El independiente Ross Perot consiguió el 19 % de los votos emitidos. Los resultados y la misma campaña electoral habían dejado claro que los éxitos internacionales de Bush eran insuficientes. Los norteamericanos estaban preocupados por problemas interiores, de los cuales el más ascendente era el estancamiento de la economía.

En consecuencia, desde su llegada a la Casa Blanca, el gobierno demócrata dio prioridad a la recuperación de los indicadores económicos nacionales, cuya solidez garantizaría, en opinión de Clinton, la hegemonía internacional del país. para lograr su objetivo, cuando todavía era candidato a la presidencia anunció la reducción del déficit público en un 50 %; prometió un sistema fiscal más equitativo, aunque semanas después de su toma de posesión tuvo que reconocer la necesidad de subir los impuestos; planeó la reducción del gasto militar, limitándolo a unas cifras -11.500 millones de dólares frente a los 289.000 fijados por la anterior administración -que serían suficientes para mantener el poder y prestigio de las fuerzas armadas y avanzó su deseo de fomentar la inversión, pública y privada, como modo de asegurar la creación de empleo y el aumento de la competitividad de la industria norteamericana en los mercados internacionales. En consonancia con esta política, es preciso destacar la fundación del Consejo Económico Nacional, creado como un organismo encargado de coordinar las directrices económicas internacionales del gobierno, siempre teniendo en cuanta las políticas de seguridad.

Por otro lado, el presidente emprendió su mandato como un consciente emulador del compromiso social y el estilo de J. F. Kennedy, lo que entre otras cosas se manifestaría en el reconocimiento de la influencia ejercida por la primera dama (la enérgica abogada Hillary Rodham Clinton) en la Casa Blanca. Así pues, junto a las mejoras en las áreas de bienestar, sanidad y medio ambiente, era razonable esperar un nuevo impulso a las causas predilectas -y más polémicas- de la izquierda liberal: promoción legal de los colectivos marginados, plena laicización de la enseñanza, más facilidad para abortar, control a la posesión de armas de fuego. Sin embargo, cualquier tentación extremista se vería frenada por los republicanos que, por primera vez en cuatro décadas, pasaron a controlar en 1994 las dos cámaras, y proclamaron su intención de realizar la revolución conservadora. En esquema, ésta insistía en la defensa de los valores tradicionales (como eran familia, trabajo, moral y religión); la lucha contra el crimen, la droga y la inmigración ilegal; la reducción de los impuestos, del aparato burocrático y del déficit presupuestario. En el curso de los inevitables choques con el legislativo, Clinton demostró su talento táctico al apropiarse de las ideas más razonables del programa conservador (Reagan afirmó haberse sentido robado), y aún de su discurso: Está gobernando como Lyndon Johnson y hablando como Ronald Reagan, denunció Newt Gingrich, presidente del Congreso, tras oír el informe sobre el estado de la Unión en enero de 1996. Así planteado, el debate político se centró más en el alcance que en la orientación de las reformas. Entre otras cosas, el presidente aceptó el fin del big goverment y se resignó a reequilibrar el presupuesto, pero sin ceñirse a los plazos exigidos por la oposición, y más bien prolongándolos hasta el año 2002. Defensa fue el principal departamento afectado por los recortes, mientras que se preservaban las prestaciones de Medicare (seguro médico a los ancianos), Medicaid (atención a los más desprotegidos) y otros servicios sociales, ya considerados como derechos adquiridos por la mayoría de los ciudadanos. Frente a la intransigencia republicana, el presidente supo proyectar una imagen de responsabilidad en la batalla del presupuesto de 1996, cuando numerosas oficinas del gobierno, incluidas embajadas, tuvieron que cerrar por falta de fondos.

La política exterior de Clinton inicialmente se basó en los mismos postulados que defendieron anteriores gobernantes: promoción de la democracia en el mundo, control de armas de destrucción masiva (renovación del Tratado de No Proliferación en 1995) y fidelidad a los tratados y organismos internacionales en que participaran los Estados Unidos. Todo ello se ha puesto de manifiesto en su decisiva intervención en los actuales problemas europeos. La administración Clinton ha recurrido alternativamente al embargo comercial, a la acción diplomática, al despliegue de tropas y aún al bombardeo estratégico para forzar el logro de sus objetivos. Con éxito desigual, su atención se ha centrado en nuevas presiones sobre Cuba; en la pacificación -fallida- de Somalia (1993), y en la de Bosnia, que culminó en los acuerdos de Dayton (1995); en la mediación entre Israel y Palestina y en la “contención” del militarismo iraquí en el Próximo Oriente. Sin embargo, la evolución de este último escenario, donde las crisis se han venido repitiendo cíclicamente hasta nuestros días, expresan tanto las limitaciones del país más poderoso del mundo, como la extendida convicción sobre la necesidad de un tipo de acción más bien multilateral.

Por lo que se refiere a Iberoamérica, el presidente se ha adherido a las ideas de Bush sobre la creación de un área regional de libre comercio -Iniciativa para las Américas de 1990 y Tratado de Libre Comercio con Canadá y Méjico (NAFTA), en noviembre de 1993-. Al mismo tiempo, mantiene la tendencia a restringir la entrada de haitianos refugiados tras el derrocamiento de Aristide, incumpliendo con ello las promesas electorales.

Precisamente, el problema de la inmigración constituye uno de los asuntos más preocupantes para la clase política y la opinión pública norteamericanas. Según el censo de 1990, la nación contaba con más de 248 millones de habitantes. A esa cifra han contribuido indudablemente los inmigrantes, cuyo volumen más importante -45 %- , bien sea de forma legal o ilegal, procede desde la década de los ochenta del resto del continente americano. Entre ellos destacan fundamentalmente los mejicanos con 1.665.000 llegadas legales en los últimos años, a los que siguen salvadoreños, dominicanos y jamaicanos, que superaron la cantidad de 200.000 inmigrantes respectivamente. Los problemas derivados de las condiciones socioeconómicas de los países de origen actúan decisivamente para que se produzca tal movimiento de población, lo que actualmente se ha convertido en una preocupación ligada a la seguridad nacional norteamericana, una vez que el fin de la guerra fría ha puesto término a la amenaza ideológica y militar del comunismo.

Su mensaje de moderación en la campaña de 1996, unido a sus extraordinarias dotes de comunicador -en la tradición de Roosevelt, Kennedy o Reagan-, convirtieron a Clinton en el primer presidente demócrata reelegido desde 1944. No sin contratiempos, ha mantenido ante la opinión pública su prestigio como líder (aunque no como persona privada) a pesar de las cacicadas y escándalos, tanto de índole financiera como sexual, que periodistas y magistrados sospechosamente celosos han rastreado desde los tiempos en que fue gobernador de Arkansas. Sin embargo, el síndrome de Watergate se ha abatido sobre Clinton, que a principios de 1999 hubo de afrontar la apertura de un proceso de impeachment, acusado de perjurio y obstrucción a la justicia.

HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL

TEMA 8. LA U.R.S.S. DURANTE LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX.

LOS ÚLTIMOS AÑOS DE STALIN: LA U.R.S.S. COMO POTENCIA MUNDIAL

La Segunda Guerra Mundial sirvió a los objetivos de Stalin en tanto en cuanto unió a la población bajo el manto protector del Partido Comunista y del Estado soviético en contra del enemigo alemán. Se produjo en palabras de Martín Malia la fusión entre el régimen estalinista y el nacionalismo ruso, más aún desde que los progresivos avances soviéticos en el frente de guerra fueron sabiamente interpretados por la máquina propagandística oficial como una victoria de todo el pueblo, encabezado por el Partido como su legítimo y único valedor; Interpretación que, en efecto, tuvo al menos su reflejo en el índice de militancia de la organización comunista, el cual pasó de los dos millones de afiliados en 1941 a siete al finalizar la contienda mundial.

El sistema de dominación socialista estaba bien implantado en la U.R.S.S. ya desde 1939. La agricultura colectivizada, la planificación de la producción y distribución de la industria se conjugaban con el control que las estructuras del Partido ejercían sobre todos los resortes de la administración y el Estado. La guerra no hizo sino apuntalar ese predominio.

Sin embargo el afianzamiento de la política diseñada por Stalin y la cohesión interior no lo eran todo. El líder soviético debía enfrentarse a una tarea ingente después de 1945: la reconstrucción material del país. Las estimaciones más fidedignas nos hablan de veinte millones de muertos, la destrucción de la práctica totalidad de la infraestructura de transporte y de más del 25 % del capital industrial, sin contar la devastación sufrida por los campos y el ganado. Ante este panorama, Stalin mantuvo la validez de los principios planificadores. El IV y el V Planes Quinquenales, puestos en marcha entre 1946 y 1955, respondieron a la necesidad de dotar a la Unión Soviética posbélica de una estructura industrial básica, en especial en los sectores pesados, como primer paso para la conversión del país en la primera potencia económica mundial. El IV Plan plasmaba a la perfección estas inquietudes y anhelos de grandeza estalinistas. A la prioridad más absoluta otorgada a las industrias pesadas se unía un programa urgente de transformación de los sectores bélicos en industrias civiles como elemento potenciador del desarrollo industrial apetecido, sin olvidar las inversiones en la mejora y modernización del material del ejército soviético. Con una regulación espartana del trabajo que presentaba muy pocas variaciones con respecto a la de guerra, el esfuerzo de la población resultó exitoso. El crecimiento industrial fue innegable: las fábricas reconvertidas, las inversiones en regiones hasta hacía poco sometidas al poder alemán, gracias al pago de reparaciones de guerra y a la llegada de material de todo tipo, la mejora de cualificación personal en sectores clave y una enorme riqueza de yacimientos mineros y fuentes energéticas, cada vez mejor utilizadas, contribuyeron a un incremento productivo sobresaliente. En el año 1950 se alcanzaron e incluso superaron las cotas prebélicas de producción (hierro, acero, petróleo, carbón).

Sin embargo, este proceso tan espectacular llevó aparejado un exceso de burocracia que terminaría por asfixiarlo. La puesta en funcionamiento de un sistema de planificación rígido y centralizado en un país tan extenso como la Unión Soviética generó un número paulatinamente más amplio de ministerios, oficinas y funcionarios con cometidos a veces duplicados o triplicados, interferencias entre unos niveles de decisión y otros o falta de coordinación entre ellos. Según la mayor parte de los analistas los problemas provocados por la desconexión o desconocimiento entre los distintos ámbitos de poder económico, la dejación de las funciones y la corrupción generalizada, detectados ya en los años estalinistas, estarían en la raíz del fiasco posterior.

Por otra parte, la conversión de la Unión Soviética en una máquina de producir bienes de equipo e industrias básicas -necesidad sentida como tal por Stalin- tenía una finalidad que rebasaba la propia conformación de la U.R.S.S. como potencia económica. Así, la idea del líder soviético era poder medir fuerzas con el bloque occidental si en algún momento la situación lo reclamaba y preservar la integridad de lo que él entendía como logros revolucionarios, tanto dentro del país como, muy pronto, en lo que iban a ser sus países satélites. Con ello cargaba sobre los recursos y la potencialidad económica soviética la reconstrucción no sólo de la U.R.S.S. sino también de los Estados del Este de Europa controlados indirectamente desde Moscú.

En definitiva, la economía estalinista se sustentaba sobre el fomento de la industria pesada a costa de una extraordinaria reducción de la de bienes de consumo dentro de prolijos programas de planificación obligatoria. En este misma línea resultó muy empobrecedora la política agrícola, fundamentada en la imposición de los koljoses o granjas colectivas estatales a lo largo y ancho del país. Esta política colectivista a ultranza actuaba sobre una base muy poco estable por las destructivas consecuencias del desarrollo de la contienda mundial en suelo soviético. No debemos olvidar que en los últimos meses de 1942 el ejército alemán tenía bajo su control cerca del 45 % de las zonas cerealísticas y que, con su retirada hacia el oeste, procedió a la eliminación de ganados, cosechas y aldeas. Con la paz, no sólo se esfumó la esperanza de que Stalin aceptara un sistema mixto de propiedad privada y pública de la tierra, sino que se reforzó la colectivización en todo el país e, incluso, a partir de mayo de 1947 se extendió a los Estados bálticos donde no había tenido casi presencia.

Las condiciones de vida del campesinado, con salarios, viviendas y posibilidades de promoción muy inferiores a las de los trabajadores industriales, generaron un sentimiento de apatía entre la población que tuvo su reflejo en la baja productividad. Al mismo tiempo la obsesión por rentabilizar la agricultura mediante la creación de inmensos koljoses que agrupaban varias aldeas no dio los frutos apetecidos: Por el contrario, las dificultades día a día en el campo impulsaron un éxodo masivo de jóvenes hacia los centros urbanos, donde pensaban que encontrarían con mayor facilidad una mejora de su estatus socioeconómico. Todos estos problemas trajeron consecuencias graves para el desarrollo posterior del agro soviético. Si entre 1948 y 1951 la recogida de cereal alcanzó unos niveles muy aceptables, en 1954, p. e., la sequía generalizada en las regiones productoras de trigo hizo muy presente la amenaza del hambre; el racionamiento alimenticio había sido un hecho hasta diciembre de 1947.

El proceso descrito hasta ahora (potenciación de las industrias pesadas, extensión de los koljoses, emigración campo-ciudad) contribuyó a crear un urbanismo peculiar después de la guerra estrechamente vinculado a las necesidades del crecimiento industrial tal como lo entendía Stalin. Pierre Sorlin nos ofrece un caso paradigmático del diseño estalinista de grandes centros fabriles en ciudades adecuadas a la actividad manufacturera más que a la vida de las personas: Sverdlovsk, centro comercial en medio de la inmensa llanura, nudo ferroviario importante, ofrecía un aspecto imponente con sus fábricas siderúrgicas y construcciones metálicas. En 1939 contaba con 400.000 almas. De 1940 a 1955 la población urbana aumentó en 300.000 personas; la población de la región se elevó en un 1.000.000, el 80 % de los cuales se concentró en la capital o en las ciudades satélites industriales o mineras como Revda o Polevskoj. A pesar de que los terrenos eran fértiles la agricultura se desarrolló poco. Sverdlovsk era sólo un centro manufacturero que se había desarrollado en función de sus solas posibilidades industriales. Un fenómeno parecido se produjo en Siberia occidental, en particular en torno a Kemenovo y Novosibirsk.

El centralismo como principio rector de la economía soviética se siguió también en el terreno de las decisiones políticas. La acumulación de poderes en la persona de Stalin y la desvirtuación del sentido de los órganos colegiados corrieron paralelas -todavía más después de finalizada la Segunda Guerra Mundial- aún cuando fuera la constatación de un proceso que venía de antes. Entre 1939 y 1952, el pleno del Comité Central se reunió en contadas ocasiones y fue Stalin quién, en su nombre, dictaba qué líneas maestras seguir. El Politburó, si bien mantenía reuniones con mayor asiduidad, fue en la práctica un órgano asesor más que ejecutor. En 1952, trece años después que el anterior, tuvo lugar un Congreso del Partido Comunista (en el que precisamente esta organización pasó a denominarse Partido Comunista de la Unión Soviética) donde se reafirmó la autoridad estalinista en la teoría y en la práctica.

El hecho de que todas las decisiones importantes, e incluso muchas secundarias, tuvieran que pasar indefectiblemente por el criterio de Stalin acentuó el culto a la personalidad del líder soviético. En realidad, el proceso venía de lejos y, al menos desde 1934, estaba claramente definido. Con motivo de la clausura del XVII Congreso del Partido Comunista celebrado en dicho año, a la hora de las conclusiones, no hubo resoluciones que tomar ni acuerdos que aprobar. Se proclamó que, desde entonces, sería un honor para todos cuantos figuraban en las distintas organizaciones del Partido seguir las directrices emanadas del discurso pronunciado por Stalin en tan magna asamblea. La evolución de la centralización de poderes en su persona aumentó con la guerra y paralelamente a las manifestaciones que supravaloraban su persona: Stalin se había convertido en la única persona imprescindible del régimen soviético.

Muy relacionados con el culto al líder, las líneas maestras de lo que en Occidente se denominó realismo socialista, es decir, los fundamentos de la cultura oficial soviética, estuvieron vinculadas a la obra de Andrei Zidanov entre 1946 y 1948. La críticas severas a cualquier elemento artístico o cultural innovador proveniente del bloque capitalista, el uniformismo del método de creación materialista dialéctico (tal y como lo había asumido en 1934 la Asociación de Escritores Proletarios), un nacionalismo ruso a ultranza, la imposibilidad de plantearse críticamente cualquier aspecto de la sociedad soviética y una censura rígida de los medios de comunicación asfixiaron las manifestaciones culturales soviéticas hasta reducirlas en la mayoría de los casos a la reiteración de mensajes estereotipados, de lemas y slogans extraídos de las obras teóricas de Stalin. Este marxismo de analfabetos -como Isaac Deutscher denominó a la visión estalinista de la cultura- consolidado por Zidanov, fue continuado por Malenkov después de que, a la muerte del primero en 1948, éste se hiciera con las riendas de la depuración ideológica para neutralizar a todos los sospechosos de connivencia con Occidente o de titoísmo.

Stalin falleció el 5 de marzo de 1953, al parecer por una hemorragia cerebral. El legado que dejaba era un país convertido en potencia ideológica y económica mundial, capaz de mantener bajo su hegemonía a las denominadas democracias populares del Este de Europa y con un claro reconocimiento entre la clase intelectual occidental que veía en la consolidación del país de los soviets una alternativa válida al mundo capitalista dominado por los Estados Unidos. Para llegar al estadio de evolucionen el que se encontraba la U.R.S.S., Stalin había implantado un sistema de organización basado en la dictadura personal y en la aplicación del terror para todos aquellos considerados enemigos del régimen, potenciando el nacionalismo ruso y el culto a la personalidad hasta límites desconocidos (la celebración del cumpleaños de Stalin en 1949 fue festejada por Pravda, p. e., al dedicar las tres cuartas partes de la superficie del periódico a lo largo de nueve meses para recoger las felicitaciones que el líder soviético tuvo por dicho motivo).

Por su parte el Partido Comunista había devenido en una compleja y extensa maquinaria burocrática al servicio del poder de Stalin y de una élite de colaboradores muy reducida. Poco o nada quedaba ya del dinamismo y de los afanes movilizadores propios de una organización que no se cansaba de repetir su esencia revolucionaria. Con todo, continuó sirviendo de manera muy notable a la difusión e inculcación de los valores definidos por el régimen. Como sarcásticamente ha subrayado Alfred Meyer, la organización administrativa dedicada a manejar el Estado, la economía, el ejército y el aparato represivo condujo a la burocratización de la lucha de clases.

En cualquier caso, la Unión Soviética de 1945 aparecía ante los ojos del mundo como un ejemplo de país atrasado económica y socialmente que había sido capaz en muy pocos años de dejar atrás esa herencia gravosa hasta convertirse en una de los dos superpotencias que se perfilaban en el horizonte del nuevo orden internacional surgido de la guerra. Pero, además, para conseguir llegar a esta situación, había tenido que luchar contra enemigos internos y externos, superar una invasión y una devastadora guerra y, por si fuera poco, erigirse en guía del socialismo mundial. El prestigio del país como alternativa factible a la concepción capitalista ampliaba los apoyos soviéticos entre los partidos comunistas y en general entre la izquierda de la Europa Occidental, y sobre todo, entre las fuerzas revolucionarias de algunos países asiáticos y africanos. Estos veían en el proceso soviético una forma de entrar en la contemporaneidad, una vez finalizado el control colonial, al margen de las vías que ofrecían sus antiguas potencias imperialistas.

LA DIFÍCIL SUCESIÓN DE STALIN. KRUSCHOV Y EL FALLIDO PROCESO DE “DESESTALINIZACIÓN”

La sucesión de Stalin recayó en un poder colegiado para evitar las disensiones internas ante los varios grupos que, dentro del Partido, pugnaban por hacerse con el poder. Nikita Kruschev asumió la secretaría general del PCUS mientras Malenkov pasaba a ostentar la presidencia del Consejo de Ministros, rodeado de Beria, Bulganin, Kuganovich y Molotov como vicepresidentes. De alguna forma, los nuevos dirigentes máximos representaban las distintas tendencias presentes en la élite de la organización comunista. Una vez eliminado Beria en diciembre de 1953 (hombre demasiado peligroso para el equilibrio entre facciones al haber sido quien dirigía la policía secreta con Stalin), Malenkov aparecía como el baluarte de una cierta liberalización del sistema, partidario de fomentar la producción de bienes de consumo para atenuar la dureza de las condiciones de vida de la posguerra y ganarse así la anuencia de la población. Molotov adoptó una posición más continuista, mientras Kruschev, por su parte, trataba de mantenerse en una línea intermedia: si bien aceptaba la necesidad de mejorar los contactos con el bloque occidental para serenar las tensas relaciones internacionales, lo hacía sin poner en entredicho las estructuras fundamentales del Estado soviético. Kruschev fue poco a poco ganándose los apoyos del Comité Central -Malenkov, presionado por todos los frentes y con un grupo de acólitos cada vez más reducido, dimitió de su cargo, que fue ocupado por Bulganin- y, desde 1956, una vez desterrado el peligro de purgas dentro del Partido, se hizo con las riendas de la organización y, por ende, del país. Por un lado, y aún cuando oficialmente fue aceptada la acumulación progresiva de poderes en la persona de Kruschev, se quiso evitar a toda costa el surgimiento de un autócrata del estilo estalinista con quien ni sus colaboradores más directos estaban seguros de mantener su privilegiada situación de un día a otro; las nuevas autoridades pretendían desmontar el engranaje estalinista para dar un salto adelante, sin que este cambio hiciera mella en el Estado soviético.

A la voluntad renovadora de Kruschev y su equipo se unió la desaparición de Beria del panorama político, y la reestructuración de los organismos de seguridad nacional al darse luz verde en 1954 a un nuevo Comité de Seguridad del Estado (KGB), más fácilmente controlado por los nuevos líderes. Precisamente este cambio propició una de las medidas cuyas repercusiones sociales, tanto en el interior como en el exterior del país, más impacto causaron: la eliminación casi total del gulag de los campos de prisioneros, entre 1954 y 1956. Como era lógico, el retorno de éstos a sus regiones de origen fue muy bien recibido entre la población afectada, pero el conocimiento en el Occidente -ya más generalizado a partir de este momento- de que existía una disidencia interior nada desdeñable en el país de los soviets, junto a la constatación de lo que habían sido las prácticas brutales del estalinismo respecto a esta disidencia, comenzaron a poner en entredicho las bondades del régimen. Abierta la espita, Kruschev se vio de alguna forma impelido a continuar su programa reformista si deseaba mantener el prestigio del país en todos los órdenes. La cuestión era que, como ha escrito Martín Malia, el Secretario General del PCUS era incapaz de comprender que el diluvio controlado no existe. La celebración del XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética iba a ser la constatación de este hecho.

Dicho Congreso tuvo dos partes bien diferenciadas. Entre el 14 y el 24 de febrero de 1956 se desarrollaron las sesiones ordinarias con la retórica habitual en este tipo de acontecimientos. Pero la sorpresa fue mayúscula el día 25 cuando Kruschev, en su cargo de Secretario General del Partido y como representante máximo de éste, leyó una declaración extensa en la que, sin ningún rubor, hacía un repaso enormemente crítico de la política estalinista.

El Informe secreto aludía al triunfo final del socialismo en el mundo, pero no se mostraba tan beligerante con el Occidente capitalista al afirmar que dicha victoria podría producirse no sólo a través de una confrontación directa con el otro bloque, sino gracias a un proceso paulatino durante el cual la superioridad en todos los órdenes del comunismo acabara por imponerse a los caducos y degenerados valores de las plutocracias capitalistas. En realidad, abría las puertas a lo que poco después se denominaría coexistencia pacífica. Pero el centro de atención prioritario fue la denuncia explícita de las prácticas estalinistas en materia represiva así como del culto a la personalidad de Stalin. Para muchos estudiosos de la realidad soviética, el proceso iniciado a instancias de Kruschev no fue ni mucho menos todo lo completo y definido que en principio pudiera parecer. El problema del sistema soviético no consistía en exclusividad en la persona de Stalin, sino en el régimen por él consolidado. Al no criticarse ni ponerse en cuestión con la misma fuerza los distintos fundamentos de la organización del país, la burocracia del Partido y del Estado mantuvo su preeminencia en todos los órdenes de la vida, lo cual resultaría fatal incluso para la propia carrera política de Kruschev.

En cualquier caso, la convulsión provocada por la lectura del Informe secreto sacudió a todos los sectores del PCUS. Si bien la apuesta de Kruschev había sido fuerte, éste calculó bien las posibilidades de sus adversarios, y el apoyo del Comité Central fue definitivo para asentarse en el poder y postergara los viejos colaboradores de Stalin, que fueron pronto juzgados como grupo antipartido. Kruschev logró superar la resistencia de esta vieja guardia que, en un último y desesperado intento de desbancar a aquél de la Secretaría General del Partido en junio de 1957, trataron de aislarle en el Presidium del Comité Central. La operación no prosperó, y quienes sí tuvieron que dimitir fueron Molotov y sus acólitos, acusados también de formar una facción antisocialita dentro de la organización comunista. La consecuencia más destacada del polémico Informe fue el triunfo de Kruschev como mandatario máximo de la U.R.S.S. y, con ello, la esperanza e que una vía renovadora de las estructuras políticas y económicas tuviera cabida en el monolitismo heredado de la era estalinista.

Si el Informe secreto y la práctica desestalinizadora tuvieron un eco propagandístico amplio tanto en el interior como en el exterior de la U.R.S.S., que resultó muy beneficioso para el afianzamiento de Kruschev en el poder, las necesidades de regeneración del sistema debían ir más allá si el Secretario General del PCUS quería realmente dar un impulso a la economía del país. En relación con la agricultura, el talón de Aquiles más desprotegido del engranaje productivo, los ensayos propuestos no alcanzaron sus objetivos. Ciertamente la descapitalización en el sector, postergado por las inversiones masivas en industria pesada durante los años estalinistas, fue un factor muy decisivo. Pero el estupor de los dirigentes soviéticos fue mayúsculo cuando, a pesar del aumento significativo de las partidas dedicadas a reanimar el primario -las inversiones en maquinaria agrícola y en modernización de las explotaciones-, los resultados anuales no mejoraron. La ausencia prácticamente total de incentivos al campesinado y la organización colectivista del trabajo no variaban, y ahí residían dos grandes fallos del sistema. Uno de los fracasos más sonados en este ámbito lo constituyó la roturación de tierras sin trabajar en Kazajstán cuya finalidad era implantar un sistema estatal de explotaciones extensivas. Aun cuando se abrió una amplia y nueva zona cerealística de casi 35 millones de hectáreas, algo de lo que estaba muy necesitada la Unión Soviética para cubrir los déficits de grano en años de malas cosechas, la operación Tierras vírgenes reprodujo los fallos del régimen general de explotación del agro: realización de cuantiosas inversiones que no se correspondían con los crecimientos productivos esperados. Tampoco los esfuerzos para mejorar la producción sectorial de maíz, cárnicas y derivados de la leche obtuvieron resultados apreciables.

El programa reformista en agricultura debía complementarse con la mayor libertad de acción para los koljoses al definir éstos sus propias necesidades y estrategias productivas. Esto estaba dentro de los planteamientos diseñados en el Plan Septenal (1959-1965), el cual había sustituido en su aplicación al VI Plan Quinquenal, iniciado en 1956. Dentro del mismo, y aparte de considerar prioritarias a ramas industriales como la química y la aeronáutica, el plan pretendía reducir la burocracia centralizada de la economía, que había mostrado su ineficacia en aplicar criterios de mayor rentabilidad, ahorro de recursos y crecimiento de la productividad. La meta del equipo reformista de Kruschev era neutralizar el poder de la dirección económica moscovita dando entrada a unos Consejos Económicos Regionales, más cercanos a los problemas reales en las principales zonas industriales del país y capaces de poner más fácilmente remedio a los males de los distintos sectores del secundario. Sin embargo, al igual de lo acontecido en agricultura, no se atacaban de raíz las deficiencias del sistema. Al no dar iniciativa a la base, ni tampoco una autonomía real a las factorías, no se consiguieron los objetivos de racionalización económica y la reforma generó un creciente malestar entre los dirigentes locales y los funcionarios del Partido: la fuerza de la herencia estalinista era mayor que la imaginada por Kruschev, pues las recomendaciones hechas por Stalin en su última obra, Problemas económicos del socialismo en la U.R.S.S., acerca de la necesidad de perseverar en el sistema jerárquico y centralista en la toma de las decisiones económicas, parecían imponerse con tesón ante cualquier amago liberalizador.

La precariedad de la vida cotidiana en las aldeas colectivizadas siguió impulsando una emigración campo-ciudad cuya consecuencia fue el desequilibrio funcional de ciudades que no estaban preparadas para recibir esa marea poblacional. Casi trece millones de personas se instalaron en los centros urbanos soviéticos entre 1956 y 1959; años durante los cuales hubo que construir cinco millones de pisos. El resultado fue un crecimiento anormal de las ciudades mediante largas calles con monótonos bloques de hormigón, elevados con materiales de muy poca calidad, para aliviar, al menos en un primer momento, las necesidades de la población emigrada.

Para tratar de obviar los fracasos de la vía reformista en economía y mantener la adhesión de la mayor parte del Partido, Kruschev profundizó a partir de 1961 en la labor desestalinizadora. No sólo se difundieron con amplitud los crímenes de Stalin, sino que continuó desapareciendo la simbología vinculada a su persona y se acentuó la lucha contra las situaciones privilegiadas de una nomenclatura encastillada desde los años estalinistas que seguía sirviéndose de su posición en beneficio propio. También el sistema toleró una cierta apertura cultural, cuyo ejemplo más espectacular sería la publicación de Un día en la vida de Iván Denisovich, de Alexander Solzhenitsyn en Novy Mir -una revista de tirada amplia-, obra en la que la crítica social y política del sistema comunista era muy explícita.

De igual forma en 1961, y durante las sesiones del XXII Congreso del PCUS, Kruschev propuso un nuevo programa para la organización, el tercero en la historia del Partido. Según la teoría del Secretario General, los niveles económicos y la cohesión social logrados en el país de los soviets hacían presumible el fin de la fase de dictadura del proletariado y el paso inmediato a la sociedad comunista, con lo cual había que adecuar las estructuras existentes para iniciar el periodo de transición. Pero si el cálculo de probabilidades había sido muy acertado al programar años atrás la desestalinización, ahora Kruschev iba demasiado lejos. Al poner en tela de juicio el sentido de una parte de la nomenklatura, se enfrentaba ante una élite cada vez más preocupada por perder lo que era su esencia: la seguridad y estabilidad de sus posiciones de privilegio. Estando en juego la supervivencia de estos sectores o la política, inquietante para muchos, de Kruschev, la balanza se inclinó por el continuismo. El Secretario General fue destituido en octubre de 1964. Por supuesto no fue sólo este último hecho lo que determinó la sustitución de Kruschev al frente del Partido. Las reticencias que había suscitado en la nomenklatura venían de mucho atrás, al menos desde que en 1957, en plena vorágine reformista, intentó desvincular a la élite funcionarial del Estado de sus puestos en Moscú y proceder a enviarla a otros destinos con el fin de disolver el poder de la misma. El fracaso fue ya entonces absoluto. La inercia de la administración se resintió y no logró regenerar la nomenklatura: un lustro después hubo que dar por finalizado el ensayo. En otro orden de cosas, la subida substancial de precios -entre el 20 y el 30 % para la carne y los productos lácteos- decretada por el gobierno en junio de 1962, resultó, aún cuando tuvo que ser revisada, muy negativa para las posibilidades de los trabajadores más modestos, y le granjeó la enemistad de estos grupos. A ello hay que unir el hecho de que el programa de colonización agraria en las estepas de Kazajstán no cumplió las expectativas previstas, como tampoco las cumplió el Plan Septenal.

La espinosa cuestión de las nacionalidades tampoco obró a favor de Kruschev. Aunque en el Informe secreto había incidido en la falta de sensibilidad de Stalin para con los diferentes pueblos que formaban la Unión Soviética, condenando sin paliativos las deportaciones de chechenos, alemanes del Volga o tártaros de Crimea (Los ucranianos se salvaron de este destino sólo porque eran demasiados y no había lugar donde deportarlos, reconoció en el XX Congreso), la puesta en práctica de medidas encaminadas al reconocimiento de peculiaridades culturales, religiosas e incluso sociopolíticas fue muy difícil. Kruschev abogó por el fortalecimiento de las culturas no rusas como propias también de la U.R.S.S. y devolvió sus derechos como territorios autónomos a chechenos, calmucos o balkares. Pero la agitación producida en los países centroeuropeos sometidos al control indirecto de Moscú llegó hasta las regiones más problemáticas del Imperio soviético (las repúblicas bálticas e incluso Ucrania) e hizo reflexionar a la dirección del PCUS, el cual paralizó cualquier intento liberalizador al respecto. Curiosamente, en el XXII Congreso del Partido se destacaba el paso hacia un nuevo estado en el desarrollo de las relaciones nacionales en la Unión Soviética, en el cual las naciones se irían acercando hasta alcanzar una completa unidad.

Tras su destitución, Kruschev vivió sin pena ni gloria en la capital rusa hasta su fallecimiento en 1971. Desde luego, el año antes de su muerte estaba muy lejos de cumplirse uno de sus más conocidos deseos, expresado en numerosas ocasiones: alcanzar en 1970 la producción per cápita de los Estados Unidos de Estados Unidos.

EL “ESTANCAMIENTO” DE LA ÉPOCA DE BREZNEV

Era evidente que los afanes renovadores de Kruschev habían conseguido la aquiescencia de los grupos de poder hasta que la función de éstos dentro del sistema fue replanteada de forma crítica. A la altura de 1964, el peso de las contradicciones, fruto de una política errática en todos los órdenes de la vida soviética, incluido el peso de la balanza a favor de los opositores a la política de Kruschev. Con la victoria de éstos últimos, el nuevo hombre fuerte y Secretario General, Leonidas Breznev, se impuso como objetivo salvaguardar las estructuras del Partido manteniendo invariada la esencia del sistema de dominación, e intentar a la vez mejorar la calidad de vida del ciudadano como modo de no perder por completo su apoyo. No obstante, el aparato del PCUS optó una vez más desde la muerte de Stalin, por la dirección colegiada. En el XXIII Congreso del Partido (marzo-abril de 1966), Breznev. asumía la Secretaría General; Aleksei Kosiguin, el cargo de Primer Ministro y Nicolai Podgorni, el más honorífico de Jefe de Estado. Pero, en la práctica, al menos desde 1966, fue Breznev, y a su sombra una nomenklatura. que con el tiempo se convirtió en gerontocracia, quién dirigió los destinos de la U.R.S.S..

La economía soviética a partir de los años sesenta

Con todo el poder para era Breznev y su equipo, las primeras actuaciones del nuevo líder estuvieron destinadas a apaciguar a la nomenklatura y a acabar con todos los experimentos de su antecesor. Sin embargo, consciente de que el panorama económico del país estaba clamando por un cambio revitalizador, Breznev insistió en las reformas periódicas para mejorar la estructura productiva, reformas que nacieron muertas ante la oposición, ya activa, ya pasiva, de los grandes ministerios sectoriales.

La agricultura continuó su trayectoria decadente. Todavía en 1970, más de las tres cuartas partes del campesinado soviético todavía trabajaba con útiles manuales y, si fueron ciertas las inversiones en maquinaria y en la modernización de las explotaciones, la negativa a crear incentivos al trabajo agrícola actuó como un freno ante las expectativas de mejora (sólo hubo algunos éxitos en determinados cultivos extensivos como el del algodón, gracias al riego artificial y al uso de fertilizantes industriales y al riego artificial. De hecho, la producción de pequeñas tierras de propiedad privada (unas 20 áreas por familia) permitidas a los trabajadores de las granjas estatales ofrecía unos rendimientos mucho mayores que los de las tierras colectivizadas. Únicamente por esta cerrazón del sistema puede explicarse que, siendo las extensiones de cereal tan importantes en la U.R.S.S., las cosechas fueran en ocasiones tan desastrosas que el Estado hubo de importar masivamente grano -canadiense o estadounidense- para evitar la escasez, como ocurrió en 1972 o en 1975.

Sin embargo, la preocupación por el sector primario fue una constante de la era Breznev. Éste se prodigó en reuniones con expertos y técnicos, realizó numerosos viajes para comprobar la situación sobre el terreno y, fruto de ello, impulsó algunas medidas liberalizadoras. En 1969 las granjas colectivas de tipo koljós recibieron un nuevo estatuto jurídico para dotarlas de una cierta autonomía financiera y de libertad de movimiento para entablar relaciones más estrechas con otros koljoses, garantizando una mayor estabilidad. De todas formas, el índice del fracaso colectivizador se reflejaba una vez más en el papel asumido por las parcelas privadas dentro de la economía agraria. Al aumentar éstas en la década de los setenta, llegaron a proporcionar el 25 % de la producción total del primario, contando tan sólo con el 3 % de la superficie cultivable. Por otro lado, la dirección de la economía agraria asignó partidas mucho mayores para abonos artificiales, extensión de nuevas plantas y mejora de la capacitación del campesino a través del estudio en granjas-piloto. La operación Tierras vírgenes de Kazajstán volvió a recuperarse tanto para los cultivos agrícolas como para la ganadería extensiva. Incluso en el verano de 1970 el Partido adoptó un programa de actuación para el primario con el fin de que alcanzase el puesto que, desde la potencialidad de los territorios soviéticos, debía tener la U.R.S.S..

El tejido industrial seguía siendo, a pesar de lo dicho hasta ahora, la mayor preocupación de los dirigentes comunistas. Ya en mayo de 1965, el Jefe del Estado, Podgorny, declaró en Bakú que el pueblo soviético había aceptado conscientemente ciertas restricciones materiales que proporcionarían el desarrollo prioritario de la industria pesada para reforzar la capacidad defensiva del país, y añadió que esta época de privaciones había acabado; por tanto, los trabajadores pronto verían recompensado su esfuerzo con la mejora generalizada de sus condiciones de vida. Ciertamente, y aunque el periodo de Breznev acabó caracterizándose por un estancamiento económico, cuando no por la recesión, los planes de renovación para el secundario estuvieron muy presentes en aquellos años. Los problemas a los que debía enfrentarse el plan habían variado poco desde 1945. En primer lugar, estaba la rigidez de la planificación centralizada que imponía el control y la ineficacia de la burocracia a la racionalidad productiva. En segundo, la hipertrofia de la industria pesada, muchos de cuyos sectores habían mostrado ya una rentabilidad nula, pero que seguían considerándose necesarios, sobre todo por su vinculación a los intereses militares. El despilfarro de recursos y la asignación de éstos según criterios políticos más que estrictamente económicos hipotecaba además la inversión en tecnología punta de la que el país adolecía, excepción hecha de algunas industrias estratégicas. Todo ello se sumaba a los bajos índices de productividad y al desinterés del mundo obrero a tenor de los escasísimos estímulos al trabajo que proporcionaba el sistema. Se trataba de deficiencias estructurales que, como no se les ponía coto, contribuían paulatinamente a degradar la economía industrial. Con todo, el crecimiento extensivo y la explotación de los ingentes recursos naturales de la Unión Soviética hacían aparecer al país como el primer productor mundial de algodón, carbón o petróleo. Además, el periodo brezneviano coincidió con una gran expansión en el exterior: la carrera nuclear y armamentística, aunque dilapidaba una parte amplia de los beneficios obtenidos, favorecía la presencia de los intereses estratégicos soviéticos en África (Angola, Etiopía), América (Cuba) y Asia (sobre todo en Vietnam), lugares donde mantenía su estatus de superpotencia.

Pero esta visión grandilocuente chocaba con los informes reservados de los economistas, nada esperanzados sobre el futuro de la economía soviética. Se sentía la necesidad de una reforma incluso entre los dirigentes del Estado, quienes espoleados por Kosiguin, aprobaron la ejecución de un plan renovador pergeñado por uno de los economistas soviéticos más relevantes. Sin embargo, el programa de Liberman, puesto en práctica en algunas factorías rusas en 1966, no atacaba al núcleo del problema económico (planificación obligatoria, rigidez de las decisiones centralizadas), sino que venía a racionalizar el proceso productivo socialista, suprimiendo ministerios y organismos planificadores para agilizar y modernizar la gestión del aparato productivo y la importación por todos los medios posibles de tecnología japonesa, norteamericana o europea.

Por otra parte, las autoridades estimaron necesario dar ciertas satisfacciones a la clase trabajadora, toda vez que parecía consolidarse una importante industria pesada. Así, a finales de los años sesenta, el octavo plan quinquenal llegó a plantearse el aumento de los bienes de consumo pero, como en otras ocasiones, la deteriorada situación económica obligó a corregir y paralizar el proyecto inicial. Los planes siguientes incidían otra vez en los sectores pesados, p. e., a través de la mejora de la calidad o de la aplicación de técnicas innovadoras. A partir del noveno plan (1971-75), las previsiones sobre crecimiento se redujeron constantemente hasta colocarse en índices muy modestos. El tejido industrial no parecía dar más de sí

El corolario del defectuoso desarrollo económico fue la repercusión negativa que tuvo en la vida del ciudadano soviético. En la década de los años setenta, los fundamentos sociales eran todavía un reflejo fiel de la sociedad edificada en su momento por Stalin: todo funcionaba de acuerdo con los valores de jerarquía, estabilidad y conservadurismo.

En cuanto a la estructura ocupacional, entre 1959 y 1979, sobresale la reducción - casi a la mitad - de los campesinos que trabajaban en sovjoses y koljoses y que continuaban emigrando a los centros fabriles o a engrosar las filas del funcionariado. En lo relativo a los indicadores sociales, el aumento espectacular de los divorcios (a partir de 1965 afectaba al 34 % de las parejas) indicaba claramente la desintegración de la célula familiar. El crecimiento de la mortalidad entre los varones de edades comprendidas entre 25 y 44 años, entre cuyas causas estaban el abuso del alcohol y la precariedad del sistema sanitario, o la reducción de la esperanza de vida y una elevada tasa de mortalidad infantil, ponían en evidencia un panorama social nada halagüeño. A ello se unía la degradación del nivel de vida, puesto que las promesas de mejora que se venían haciendo desde la etapa de Kruschev eran sistemáticamente incumplidas. Carlos Taibo nos recuerda que todo ello originó en el país de los soviets una cierta respuesta obrera: la falta de vivienda y las malas condiciones de las existentes motivaron protestas en Kiev (1969); la carestía y falta de alimentos de primera necesidad provocaron agitaciones populares en Sverdlovk (1969) o Gorki (1980); la reivindicación de mejoras salariales hizo reaccionar a los trabajadores de Dnepropetrovsk (1972); y lo mismo sucedió con el fin de lograr la dignificación del reglamento de trabajo en Kiev (1981).

Si en algún momento la educación (altas cifras de escolarización de estudiantes universitarios) o la sanidad (aumento del número de médicos y de camas hospitalarias) parecían ser la otra cara de la situación social, lo cierto es que, una vez alcanzados ciertos mínimos, estos servicios sociales básicos se fueron deteriorando al ritmo de la evolución económica al no poderse mantener las partidas presupuestarias.

La política en la época de Breznev

Breznev había aprendido del fracaso de su antecesor en la Secretaría General del PCUS. Si moderadas fueron las reformas en el terreno económico, ni siquiera existieron -al menos con un calado profundo- en las estructuras políticas. La Constitución aprobada en 1977 venía a dejar las cosas como estaban. El Partido continuaba siendo el centro neurálgico de todo el sistema y a él se reservaba el papel de dirigente último del país. El texto especificaba con claridad que por encima de todo derecho o libertad individual estaban los intereses del pueblo y del Estado soviéticos.

La división teórica de poderes era también la misma. El Soviet Supremo, constituido por el Soviet de la Unión y el Soviet de las Nacionalidades, era elegido cada cinco años entre los candidatos propuestos por el Partido y sus diferentes organizaciones. Dado que el Soviet Supremo se reunía en sesión plenaria en contadas ocasiones, el poder supremo recaía en el Presidium, formado por unos cuarenta miembros del Soviet siempre adictos al Secretario General del PCUS. El propio Soviet Supremo elegía a los miembros del Consejo de Ministros, órgano muy amplio por la cantidad de ministerios sectoriales y porque en él figuraban también los presidentes de los Comités de Estado. Aunque mantenía funciones ejecutivas, el Consejo era responsable ante el Soviet que lo había elegido, y cada ministerio ponía en práctica las directrices marcadas por el Partido.

El organigrama, tanto del PCUS como del Estado, se repetía prácticamente igual en las repúblicas federadas y en las autónomas, reduciendo su complejidad en las entidades territoriales de menor envergadura. La configuración del sistema propiciaba la continuidad en el poder de la élite cercana a los postulados de Breznev y, en general, de la nomenklatura y del funcionariado del Partido, con tal de que no se pusiera en entredicho la distribución de tareas y poderes en el Estado. Seweryn Bialer ha demostrado la permanencia de esta élite en sus puestos de responsabilidad durante los cuatro Congresos del PCUS celebrados durante la era Breznev. La renovación de los dirigentes del Comité Central, p. e., fue meramente testimonial: un 20,6 % en el XXIII (1966), el 23,5 % en el XXIV (1971), 16,6 % en el XXV (1976), y el 11 % en el XXVI (1981).

La estabilidad política a lo largo de estos años -uno de los objetivos perseguidos por Breznev desde su acceso a la Secretaría General- fue indudable, pero a cambio de ello se perpetuó en la dirección del país un grupo monolítico, ajeno cada vez más la situación real de la U.R.S.S. y sólo preocupado por mantener sus privilegios. De hecho, algunas cuestiones derivadas del sentimiento nacionalista, resurgido con fuerza ante la dejadez del centro moscovita respecto a los problemas de algunos de sus territorios más alejados, comenzaban a poner en peligro la tan ansiada estabilidad. Para la mayoría de los especialistas era patente que el fundamento federalista soviético se tambaleaba. Si la doctrina oficial explicaba que las transformaciones económicas del socialismo producirían un crecimiento armónico de todas las repúblicas soviéticas, el proceso parecía ser el contrario: aumentaban las diferencias, sobre todo entre las regiones rusas y las no rusas. Nadie podía negar, p. e., que los territorios centroasiáticos seguían siendo predominantemente agrarios y tenían unos ingresos per cápita mucho menores: marginados de los principales centros de decisión -la presencia de no eslavos en puestos de dirección era mínima-, refugiados en sus tradiciones religiosas y culturales, el sentimiento de supeditación a Rusia estaba más generalizado que el de acercamiento a ella o el de solidaridad entre los pueblos soviéticos. Sin embargo, en 1971, cuando todas estas contradicciones afloraban a la vida del país, Breznev proclamó el nacimiento de una nueva comunidad histórica de pueblos: el pueblo soviético, afirmación difícil de creer cuando las estadísticas de todo tipo indicaban que las diferencias entre, p. e., las tres repúblicas bálticas y Armenia o Kazajstán, eran tan acusadas que los ingresos por habitante en estas últimas eran menos de un tercio que los de las primeras. Sin embargo, esta realidad contrastaba con el hecho de que las repúblicas asiáticas eran las productoras, p. e., de más del 50 % del hierro, del acero o de la energía hidroeléctrica de la Unión.

Desde la muerte de Breznev en noviembre de 1982 hasta la llegada de Gorbachov al poder en marzo de 1985, la U.R.S.S. pasó por un interregno durante el cual dos ancianos Secretarios Generales, Yuri Andropov (noviembre de 1982 a febrero de 1984) y Konstantin Chernienko (febrero de 1984 a marzo de 1985), hicieron frente a uno de los periodos más delicados de la historia soviética. Sin duda alguna, Yuri Andropov, quien a lo largo de catorce años había ostentado el cargo de jefe del KGB conocía mejor que nadie la auténtica situación socioeconómica del país, así como los entresijos de la vida política. No es extraño, pues, que ante el panorama que tenía delante, comenzara su andadura como dirigente máximo del país atacando dos de los cánceres más extendidos y perniciosos: la corrupción administrativa y el deterioro económico. Todos los autores coinciden en señalar que la sustitución paulatina de los viejos cuadros del Partido por personas más jóvenes, mejor preparadas y, en principio, al margen de las corruptelas, fue una política diseñada por Andropov y luego seguida por Gorbachov en sus afanes reformistas.

Tampoco Andropov desdeñó el denominado Informe de Novosibirsk, redactado por expertos soviéticos y puesto a la consideración del partido en 1983, en donde se analizaba de forma muy negativa el desenvolvimiento de la economía soviética: a la altura de los años ochenta, la planificación centralizada, aún cuando se tuvieran en cuenta los distintos intentos de reajuste, no resultaba en modo alguno efectiva. El informe iba todavía más allá al proponer a la dirección comunista que tuviera en cuenta la posibilidad de dar entrada a mecanismos propios de la economía de mercado -al menos como factores complementarios- si se quería salir de la aguda crisis. En la práctica, el equipo de Andropov auspició una autonomía en la gestión y en los objetivos de producción de algunas factorías industriales, atenuando las imposiciones de los planes obligatorios, a la vez que puso en marcha extensas campañas para mejorar la disciplina en el trabajo, todo ello en aras de conseguir una mayor eficacia y rentabilidad. En esta ocasión, la enfermedad renal del veterano líder soviético le impidió perseverar en su política: falleció en febrero de 1984, poco después de cumplido el año en la Secretaría General del PCUS.

En cuanto a Chernienko, lo que parecía una vuelta a los fundamentos de la era Breznev, era en realidad su apuesta por una reforma política y económica matizada pero continuadora a grandes rasgos de la trazada por Andropov. Una rápida muerte, once meses después de ser designado para el cargo de más responsabilidad del Partido, le impidió concretar su reforma en algo significativo.

Por razones de tiempo ni Andropov ni Chernienko pudieron consolidar grandes proyectos de transformación para la U.R.S.S.. Sin embargo, su corta estancia en el poder sí sirvió para que comenzaran a despuntar dentro del panorama político algunos personajes que muy pronto tendrían altas responsabilidades: Ligachov, Románov y el propio Gorbachov.

LA ÉPOCA GORBACHOV: DE LA PERESTROIKA A LA DESINTEGRACIÓN

Ante la sucesión de hechos luctuosos, y para preservar la imagen del régimen, los jerarcas de la nomenklatura, con Gromiko, -el “vitalicio” ministro de Asuntos Exteriores- a la cabeza, apostaron para el cargo de Secretario General por un hombre de otra generación y, por lo tanto, joven en relación con la clásica gerontocracia: Mijail Gorbachov. El 11 de marzo de 1985 el Comité Central nombraba a Gorbachov Secretario General del PCUS. El nuevo líder soviético, formado en las filas del Partido conforme a los más estrictos cánones comunistas, reclamó para sí la legitimidad que dimanaba exclusivamente de V. I. Lenin para investirse de toda la autoridad moral y política que requerían los nuevos tiempos de reforma en profundidad del sistema soviético.

Dentro de la tradición política soviética, la perestroika supuso un cambio de suficiente envergadura como para requerir legitimidad ante el pueblo y, sobre todo, ante las instituciones estatales y el aparato del Partido Comunista. En primer lugar, el programa renovador no debía ofrecer ni en su forma ni en su contenido dudas que lo alejaran de la trayectoria marcada por el socialismo avanzado. En segundo término, debía mostrar una identidad propia, distinta de algunas prácticas del pasado y capaz de asumir en sus principios informantes las peculiaridades regionales, culturales o religiosas de la Unión, así como la necesidad de cambios sustanciales en la planificación económica y en gestión político-administrativa. El objetivo era claro: demostrar la perfecta acomodación de la perestroika a los criterios objetivos del espíritu socialista, sin olvidar la necesidad de introducir modificaciones para regenerar el sistema y avanzar por la senda del marxismo-leninismo. No había, por tanto, contradicción ni aparente ni real entre el programa “reconstructor” y la vía socialista.

Cuando, en 1986, el Secretario General del PCUS, Mijail Gorbachov pergeñaba lo que pretendía ser ese cambio reconstructor del sistema soviético, inauguraba al mismo tiempo un nuevo modo de actuación en todos los órdenes cuyo objetivo era la transparencia informativa o glasnost. Según su inspirador, por medio de la glasnost

el gobierno de la U.R.S.S. debería actuar con total transparencia de cara a la ciudadanía, y ésta a su vez, en justa correspondencia, debería denunciar de forma inmediata cuantos abusos de autoridad o negligencia percibiese por parte de las autoridades, así como cuantas críticas considerase oportunas en relación a todos los órganos de poder y funcionarios del Estado. En palabras de Gorbachov: Quizá sea la “glasnost” donde más vividamente se manifiesta la nueva atmósfera. Queremos mayor apertura en todo lo tocante a cuestiones públicas, en todas las esferas de la vida.

Gorbachov entendió siempre la glasnost como un medio privilegiado para llevar a cabo su programa reformista, es decir, para poder beneficiarse de esta apertura como punto de apoyo a su actividad política. Necesitaba informaciones veraces, cierto debate y crítica sobre las actitudes de funcionarios y burócratas para que éstos no se sintieran arropados por la manta de silencio que existía sobre ellos. Además, Gorbachov apostaba por mejorar la circulación de noticias dentro del engranaje de toma de decisiones para hacer efectivas las reformas político-económicas. Pero estaban lejos de su pensamiento unos medios de comunicación libres, al margen de la autoridad del Partido y, en última instancia, de sí mismo. Lo expresó claramente el mandatario soviético en enero de 1988: Estamos por la “glasnost” sin reservas ni límites, pero estamos por la “glasnost” en interés del socialismo. A la cuestión de si la “glasnost”, la crítica y la democracia tienen límites contestamos con firmeza: si la “glasnost”, la crítica y la democracia están en interés del socialismo y las necesidades de la población, ¡no tienen límites¡. Este es nuestro criterio.

La apertura informativa trajo aparejada una libertad mayor a la hora de expresarse en todos los ámbitos culturales. El realismo socialista dejó de inspirar por obligación a los artistas plásticos y poetas, y de la misma forma comenzaron a permitirse ediciones de libros prohibidos, los poemas del monárquico Gumilov en abril de 1986 o las obras malditas de Ajmatova - autora del conocido Réquiem, publicado en la U.R.S.S. en marzo de 1987-; el Doctor Zhivago de Boris Pasternak o la muy notable Vida y Destino de Vassili Grossman, ambos en enero de 1988, aunque esta última todavía amputada. Especialmente sangrante fue, sin embargo, el caso del disidente Alexander Solzhenitsyn que todavía en 1987 era vetado por la censura soviética.

Las transformaciones económicas de la Perestroika

El peso específico de la U.R.S.S. en la política y economía mundiales ponía de manifiesto que el sistema consolidado por Stalin, a pesar de sus numerosas carencias, había sido suficientemente estable hasta la década de los ochenta como para garantizar los mínimos indispensables a la población soviética y, en el exterior, convertirse en el gran abastecedor de los países socialistas. Pero los costes habían sido muy elevados. La planificación y la centralización de la economía introducida de forma rígida por Stalin desde finales de la década de los años veinte había sido continuada por sus sucesores y había conducido progresivamente a un desorden generalizado de la economía, a la hipertrofia de algunos sectores en detrimento de otros, el más absoluto desprecio del medio ambiente, a un caos en el sistema de distribución y al desarrollo inusitado de la economía sumergida y del mercado negro.

Ante el desolador panorama que mostraba el resultado del balance económico efectuado por Gorbachov y sus colaboradores nada más hacerse cargo de la más alta magistratura del Estado, el nuevo Secretario General del PCUS decidió impulsar la reforma de la economía que inició en su día Andropov -su padrino político y antecesor en la dirección del Partido-. Los nuevos bríos se fundamentaron en la necesidad de la uskoreniye (aceleración) de todo el proceso económico, y que hizo suyos el Partido Comunista en el Pleno del Comité Central celebrado en abril de 1985.

Las medidas adoptadas por Gorbachov y su equipo entre 1985 y 1987 no suponían un cambio radical en la política económica soviética. Es cierto que pretendían atajar algunos de los problemas más gravosos que aquejaban desde tiempo atrás a la estructura productiva, para dar paso a una mejora acelerada de la economía, ya comentada. Así, era absolutamente necesario recobrar el dinamismo industrial perdido en los últimos años, pues la tasa de crecimiento alcanzada en 1986 estaba en un 3,6 %, en la práctica igual a la ya existente al final de la era Breznev.

La uskoreniye se concibió con un doble objetivo que en su conjunto debía incidir en los fines previstos -una mejor calidad de vida- y en los medios para lograrlo -el funcionamiento equilibrado de la economía desde el punto de vista de los recursos, de las empresas, de la productividad y la responsabilidad-; en resumidas cuentas, todo aquello que posibilitara una economía más eficaz.

El primer tipo de medidas para lograr los objetivos ya descritos se refería a la morigeración general de la sociedad soviética. En este sentido pretendía reducir el absentismo laboral de la población trabajadora, así como lograr incentivarla para alcanzar una mayor productividad. Paralelamente se intentó arrancar de raíz el florecimiento de la economía sumergida y el mercado negro que habían demostrado ser capaces de saltarse las estrictas reglamentaciones del Estado. En mayo de 1986 fue puesta en vigor una Ley contra los ingresos encubiertos que, en última instancia, pretendía liquidar los beneficios de estos grupos que funcionaban al margen de la ley, encauzando hacia los canales estatales todas esas ganancias. Como complemento de ésta, en noviembre de 1986 eran legalizadas las actividades profesionales individuales a la vez que se aprobaba una ley de cooperativas.

Si hemos comentado con anterioridad los enormes perjuicios causados por la burocratización de la economía soviética, parecía lógico que el nuevo Secretario General del PCUS fomentara una reducción del aparato administrativo que llegaba a asfixiar al propio proceso productivo. Por ello el equipo de Gorbachov optó por reducir el número de ministerios así como por crear algunos nuevos -“súper ministerios”- con el objetivo de agrupar muchos de los existentes cuyas competencias acababan por solaparse, así como aminorar las plantillas. Especial relevancia tuvo la fusión, en noviembre de 1985, de cuatro Ministerios Agro-industriales y un Comité Estatal que se fundieron en el Gosagroprom, a la vez que reducían sus efectivos humanos en un 47 %: Con la misma finalidad de mejorar la investigación científico-técnica, evitar duplicaciones y confusión de funciones, mejorar la gestión, calidad y productividad, en octubre del mismo año nacía la Oficina para la Construcción de Maquinaria; en marzo de 1986 la Oficina para el Complejo Energético y de Combustible; y en septiembre, el Comité Estatal para la Construcción.

Si algo ponían de manifiesto estas medidas reformistas era, en primer lugar, que, en estos años, Gorvachov y su equipo no trataban de transformar sino de hacer más eficaz la máquina planificadora estatal; y, en segundo lugar, que su proyecto había fracasado. El viejo sistema funcionaba muy mal, pero funcionaba. La introducción de cambios condujo a una confusión mayor en los resortes de la burocracia y, por ende, en una distorsión también mayor en los eslabones del proceso de toma de decisiones. Con lo cual no existía una estructura nueva -era imposible pues no se habían puesto las bases- pero además se habían comenzado a desencajar las piezas del descomunal sistema heredado, y todo él se resentía.

Ante la evidencia de que las primeras medidas contra la crisis no habían logrado la reactivación de la economía, que se degradaba a pasos agigantados, en la primavera de 1987, Gorbachov llegó a la conclusión de que era necesario un nuevo impulso reformista, todo un cambio reconstructor o perestroika de la economía, que en junio de 1987 aprobaba el Comité Central del PCUS.

El intento de reestructuración económica que se abordó entre 1988 y 1989 se dirigió a la reforma de la empresa, de las cooperativas y de la agricultura. La Ley de Empresas del Estado, de 30 de junio de 1987, y que entraba en vigor el 1 de enero de 1988 con el propósito de conseguir autonomía financiera y una mayor descentralización, no consiguió dinamizar la economía soviética puesto que el todopoderoso Plan no fue recortado, ni se llevó a cabo la imprescindible eliminación de los ministerios sectoriales, ni se pudo crear el mercado libre al por mayor de bienes del que se nutrirían las empresas estatales en paralelo a la reforma de la empresa.

También en 1988 se decidió potenciar la actividad cooperativa, tal como se había previsto en 1986. La Ley de 26 de mayo de 1988 sobre “actividades industriales en el cuadro cooperativo”, que entró en vigor el 1 de julio incrementó de forma muy notable este tipo de empresas. En un primer momento la Ley produjo unos resultados aceptables. Después de un año habían surgido unas 133.000 cooperativas que producían bienes y servicios por un valor cercano al 2 % del PNB. Aunque fueron bien recibidas por la población, acostumbrada a adquirir antes estos productos en el mercado negro, los precios podían llegar a ser 3 ó 4 veces superiores a los de las tiendas oficiales. No obstante, este tipo de empresas continuaba siendo una mera anécdota dentro de una economía estrechamente vinculada al aparato estatal del que, en última instancia, seguía dependiendo.

Por lo que se refiere a la agricultura, se intentó su reactivación, algo fundamental para la subsistencia de la población, en un doble sentido. Para empezar, se pretendió que los ingresos de los agricultores crecieran por el procedimiento de abonarles una parte de la producción en divisas, y al mismo tiempo que aumentara la productividad del agro. Sin embargo, este esbozo de “reforma agraria” contó, desde un primer momento, con la oposición frontal de los responsables de las granjas colectivas, que no podían permitir que el entusiasmo y el trabajo bien hecho de los agricultores espoleados ante la perspectiva de ver aumentar sus rentas pusieran en cuestión sus privilegios y el de la propia organización colectivista soviética.

Por último, debemos citar también otras medidas reformistas. Era imprescindible abordar la reforma de precios y salarios, tal como había anunciado Gorbachov en la Conferencia del Partido de 1988, con la finalidad de ahorrar recursos, especialmente, a través de la reducción de subvenciones, cuyos gastos eran ya desmesurados y estarían fuera de lugar en el nuevo régimen económico que se pretendía instaurar. No debemos olvidar que, p. e., el alquiler de las viviendas se había fijado en 1928; el precio de productos básicos, como el pan, el azúcar y los huevos, venía de 1954 y el de la carne, de 1962. En este último caso, el Estado subvencionaba con 3 rublos en los establecimientos estatales cada kilo de carne que se vendía a 1,80 rublos. Aunque quizá el caso más espectacular, por conocido en Occidente, era el de los 5 kopecks del Metro moscovita, tarifa fijada en 1935. En cuanto a los salarios, y a la vez que la reforma de precios, el Estado pretendió subir el nivel adquisitivo de los trabajadores con un aumento de las remuneraciones nominales aunque el proceso inflacionista fuera un obstáculo, en la práctica insalvable para el crecimiento de los salarios reales. En cualquier caso, entre 1986 y 1990 los sueldos de profesores ascendieron en un 30 %, el de ingenieros y técnicos en general entre un 30 y un 35 %, los de médicos en un 40 %, y los de trabajadores manuales únicamente entre un 20 y un 25 %. De cara a potenciar la inversión extranjera y las exportaciones, el 1 de enero de 1990 se procedía a devaluar el rublo en un 50 %, lo que se tendría que repetir cada año hasta conseguir la paridad de la moneda.

Todas estas medias, sin embargo, tampoco lograron “reconstruir” la economía: las ambigüedades y contradicciones habían conducido al fracaso de la reforma. Gorbachov y sus asesores económicos lograron que se aprobara a finales de 1990 el denominado Plan Chatalin. Éste dejaba patente que una economía de mercado sólo podía existir gracias al libre juego de la oferta y la demanda, amparado por unas instituciones democráticas que sirvieran de garante al mismo. Pero ello, era una ruptura clara, sin falsos maridajes con el aparato comunista del Estado y debido a esto, se frustró. La pugna entre el viejo sistema y el transformador plan se descartó por la pervivencia de las viejas estructuras, e incluso supuso el final del proceso privatizador puesto en marcha a finales de 1986.

Los cambios político-institucionales

Al comienzo de su mandato, Gorbachov sólo hizo referencias a la mejora necesaria en el funcionamiento del sistema político así como al excesivo protagonismo del Partido en el aparato estatal. Bastante tenía con afianzar su puesto de Secretario General, desplazando de los cargos de alta responsabilidad a los herederos de la era Breznev para colocar a hombres de confianza: según Richard Sawka, ya a lo largo de 1985, el nuevo líder soviético había logrado desbancar a cerca de los dos tercios de los puestos claves del Estado.

Una vez obtenido el apoyo de los dirigentes del Partido, Gorbachov decidió poner en marcha el programa renovador que había diseñado para transformar las estructuras políticas. Durante el primer periodo de la reforma, el 1 de diciembre de 1988 el Soviet Supremo de la Unión aprobaba una Ley “sobre modificaciones y adiciones a la Constitución de la U.R.S.S.” que afectaba a una tercera parte de la Ley Fundamental soviética, sobre todo en lo concerniente al sistema electoral, a partir de la cual se elegiría un Congreso de Diputados populares, institución a su vez novedosa, que elegiría al Soviet Supremo. De otra parte, el equilibrio y la separación entre los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, de los cuales desaparecería el control del Partido, deberían ser garantizados. La Ley electoral vigente a partir de diciembre de 1988 extendía el derecho de nominación hasta un número ilimitado de candidatos a quienes se requería que presentaran programas propios ante el cuerpo electoral. Los diputados electos no podían desempeñar puestos gubernamentales al mismo tiempo que ejercían sus labores de representación y debían vivir o trabajar en el distrito por el cual habían sido designados. Con todo, conviene no olvidar que, aún garantizándose el sufragio secreto, las elecciones futuras no serían unas elecciones democráticas ya que el Partido Comunista continuaba siendo el único legalizado. Además, las Comisiones electorales locales, garantes del buen desarrollo de los comicios, estaban manejados por el aparato del Partido que, a su vez, mantenía un notable poder en la nominación de candidatos.

A pesar de todas las limitaciones, los resultados de las elecciones celebradas el 1 de diciembre de 1988 fueron relevantes si consideramos los nuevos derroteros por los que iba a moverse la política soviética. Aunque curiosamente el 87 % de los miembros del nuevo Congreso eran militantes del Partido -proporción mayor a la que había en 1984 (71 %)- fueron mucho más significativas algunas de las derrotas sufridas por dirigentes comunistas en distintos territorios del país. Los alcaldes de Moscú y Kiev, los primeros secretarios del PCUS en Kiev, Minsk y Alma-Ata, el primer ministro de Letonia y el presidente de Lituania no obtuvieron su escaño. La victoria del reformista Yeltsin en Moscú con un 89,4 % de los sufragios t la abrumadora derrota en Leningrado del primer secretario regional (candidato del Politburó), eran más que una seria advertencia a la nomenklatura, así como la evidencia de una hostilidad creciente contra el propio Partido Comunista, manifiesta en el apoyo a los candidatos independientes sobre todo en los grandes núcleos de población.

Precisamente estos acontecimientos favorecieron la posición de Gorbachov en relación con la necesidad de variar la estructura de la organización comunista, así como de replantear su función dentro del sistema. Los cambios sustanciales que afectaron de lleno al Partido Comunista, y que pretendían terminar con su predominio secular en el gobierno de la Unión Soviética, se produjeron entre febrero y marzo de 1990. El 12 de febrero el Comité Central del PCUS rechazaba como eje central de su actuación el principio de la dictadura del proletariado, y diez días después, el Comité Central debatía y aprobaba, a propuesta de su Secretario General, la supresión del importantísimo artículo 6º, según el cual el papel dirigente de la sociedad soviética lo ejercía en solitario el PCUS. Al afectar esta última medida al corazón de la Constitución soviética, dicho acuerdo lo refrendó el Congreso de los Diputados populares el 14 de marzo de 1990, poniendo fin a toda una era de dominio ideológico del PCUS, y abriendo paso de esta manera al pluripartidismo en la U.R.S.S..

En efecto, aunque la aprobación de la Ley de asociaciones políticas, dentro de la cual se moverían los nuevos partidos políticos, no tuvo lugar hasta octubre de 1990, distintas fuerzas políticas fueron toleradas a partir de la reforma constitucional de marzo. Así, a mediados de 1990 se calcula que existían unas 20 organizaciones con un campo de actuación a lo largo y ancho de toda la Unión, y otras 500 que operaban a nivel independiente. Incluso en el seno del PCUS las diferencias entre facciones eran cada día más insalvables, agravando la ya de por sí deteriorada situación dentro del Partido.

Por si fuera poco y debido a la nueva situación política, las elecciones que se desarrollaron desde finales de 1989 hasta bien avanzado 1990 a los parlamentos republicanos y a los soviets locales, supusieron un serio revés para las aspiraciones hegemónicas del Partido Comunista, . En las grandes ciudades de Rusia, entre ellas Moscú y Leningrado, triunfó la candidatura no oficialista del Partido, y la oposición de los Frentes Populares se hizo con un número variable de escaños en las distintas asambleas republicanas, consiguiendo, incluso, la mayoría en dichas cámaras los candidatos independentistas de Lituania, Letonia, Estonia, Georgia, Armenia y Moldavia.

La posición de Gorbachov se hizo cada vez más difícil dentro del Partido y de las instituciones estatales, pues tanto los comunistas más ortodoxos como los renovadores le acusaban de no saber hacer frente a los males del país e incluso de contribuir a agravarlos. Ante las crecientes dificultades Gorbachov perdió el norte en su actuación política. Si durante los meses estivales de 1990 había apoyado -parecía que sin reservas- a las fuerzas proclives a una reforma democrática más rápida y profunda simbolizada en el Plan Chatalin, en otoño del mismo año -y ante el rechazo de dicho plan por parte del Soviet Supremo- trató de encontrar aliados en el sector antirreformador del Partido, al designar para puestos claves a conocidos comunistas del sector ortodoxo: Valentín Paulov como primer ministro, Gennadi Yanaev como vicepresidente y Boris Pugo como ministro del interior. Por otro lado, Yeltsin y los presidentes de otras ocho Repúblicas presionaban sobre el mandatario soviético para que iniciara una ronda de conversaciones para establecer en un futuro próximo un nuevo Tratado de la Unión, que se iniciarían en abril de 1991.

La situación terminó por hacerse insostenible. La confusión de poderes llegó al paroxismo entre la práctica desarticulación del Partido y la nula coordinación entre las instituciones del Estado, tanto nuevas como antiguas, sin que Gorbachov fuera capaz de reconducir el marasmo político -y económico- existente. Ello benefició que la vieja guardia del Partido Comunista intentara frenar manu militari el proceso reformista que, a su juicio, estaba acabando con las conquistas de la revolución de octubre, protagonizando un fallido golpe de Estado en agosto de 1991.

El problema nacional

La exacerbación del problema nacional en la U.R.S.S. que se vivió entre 1986 y 1991 hunde sus raíces en la falsedad de los principios federalistas e igualitarios entre las Repúblicas, que había conducido a la primacía rusa sobre el resto de los pueblos soviéticos. Según la tipología del problema nacional de la Unión Soviética -territorial, étnico, religioso, cultural, colonial o puramente independentista- se puede hacer un seguimiento a través de las siguientes áreas en conflicto: Transcaucasia, Asia Central y las Repúblicas bálticas.

La crisis en el Cáucaso asoló a las tres Repúblicas de la zona -Armenia, Azerbaiyán y Georgia-, dando lugar a situaciones de auténtica guerra civil, como la que protagonizan armenios y azeríes por el control del enclave armenio de Nagorno-Karabaj en Azerbaiyán. El conflicto entre armenios y azeríes viene marcado por la pugna que ambos pueblos sostienen por Nagorno-Karabaj, aunque sus causas no sólo se encuentran en la nueva reivindicación territorial, sino que hunden sus raíces en aspectos tales como la religión -armenios, cristianos; y azeríes, musulmanes- o la ecología, pasando por la propia crisis económica. Ante el fracaso de todas las soluciones de compromiso que arbitró Moscú, las hostilidades se recrudecieron hasta degenerar prácticamente en guerra civil, que Gorbachov y su gobierno trataron de frenar a través de la intervención directa del Ejército soviético en Bakú el 20 de enero de 1990. La medida de fuerza contra Azerbaiyán no puso fin al conflicto. Sin embargo, Moscú fue perdiendo protagonismo por la súbita descomposición del sistema para cederlo a las partes beligerantes, sin que éstas hayan logrado solventar la crisis de ninguna de las maneras.

En las repúblicas asiáticas (Kazajstán, Uzbekistán, Turkmenia, Tajikistán y Kirguizia) dos factores importantes han determinado la evolución del nacionalismo. Por un lado, la deplorable situación socioeconómica de las mismas, en general alejadas del proceso industrializador y sometidas a una sobreexplotación de la tierra que las ha convertido en abastecedoras masivas de productos agrarios sin transformar. En segundo lugar, el peso que el Islam ha tenido y tiene en todos estos territorios como articulador y unificador de los pueblos que allí viven. La perestroika, con su tolerancia hacia los cultos religiosos, permitió un florecimiento del islamismo en estas Repúblicas que viven a las puertas de Irán. Así, a partir de 1985 y hasta 1992, se calcula que el número de mezquitas con culto se ha multiplicado por cinco, aparte de la paulatina apertura de escuelas inspiradas y dirigidas por los principios islámicos.

El poder central soviético achacó el estallido de las crisis interétnicas en Asia Central a .las acción interesada de políticos corruptos capaces de manipular a grupos de población marginada -quienes en última instancia habrían provocado los incidentes- para hacer ver a Moscú que las reformas sólo podrían ponerse en práctica siempre y cuando pasaran por el filtro de las autoridades republicanas. Este hecho, junto al efecto del fundamentalismo islámico sobre una población sin demasiadas esperanzas, habría producido la eclosión de la violencia. Sin embargo, los mandatarios soviéticos obviaban de forma interesada la dejadez sufrida por la economía tradicionalmente en estos territorios, la escasa, por no decir nula, modernización social, así como los odios latentes entre algunas de las etnias allí residentes.

Un carácter muy distinto presentó el conflicto surgido en las tres repúblicas bálticas: Estonia, Lituania y Letonia. Aquí, soñando a partir de junio de 1988 con la identidad perdida, la crisis se convirtió en una auténtica revolución democrática que, con el tiempo, al reivindicar la independencia política, supondría el jaque mate al antiguo imperio de los zares. Por otra parte, el hecho de que este conflicto se diera en estos territorios de la U.R.S.S. no debe sorprendernos si consideramos que estas repúblicas tenían un desarrollo económico mayor en general que el resto de la Unión, unas relaciones tradicionalmente más fuertes con Occidente y una sociedad civil que había tomado conciencia de sus derechos históricos, sabedores de que habían sido países independientes entre 1918 y 1939, cuando se produjo la incorporación de la Unión Soviética fruto del pacto Molotov-Ribbentropp. Así, la aparición de los Frentes Populares en estas Repúblicas a lo largo de 1988 respondió, más que un apoyo formal a la perestroika, a la necesidad sentida por la mayor parte de los ciudadanos de recuperar su soberanía nacional.

Así, y después de haber tenido numerosísimos incidentes con la autoridad de Moscú, un paso fundamental -cualitativamente hablando- para el triunfo de las tesis bálticas en convertirse en Estados libres se produjo cuando, tras las elecciones de 1990, los dirigentes de las repúblicas de Georgia, Bielorrusia y Moldavia reconocieron el derecho inalienable de las Repúblicas de Lituania, Estonia y Letonia a la secesión toda vez que esto era proclamado conforme a los procedimientos democráticos al uso, lo que, además, suponía la reparación de una injusticia histórica.

La fuerza de los acontecimientos hizo comprender a los dirigentes soviéticos, y en especial a Gorbachov, que de todos los problemas planteados en la U.R.S.S., el principal de ellos en 1985 no era otro que el problema nacional. La falta de perspectiva política, así como la impericia en el tratamiento de las sucesivas crisis nacionalistas, que se fueron planteando en el país de los soviets desde 1986 le llevaron a un callejón sin salida. Si al principio de la era Gorbachov todavía hubiera sido posible preservar la U.R.S.S. a través de la puesta en marcha de una Confederación de Estados Soberanos, a finales de 1990 o a principios de 1991 esta aspiración ya no tenía sentido. Así, fracasaron los primeros conatos de negociación en el mes de julio del 90 sobre el futuro tratado de la Unión, pues las Repúblicas Bálticas, que iban ya por otros derroteros, ni siquiera participaron, y pronto se descolgaron Armenia, Georgia y Moldavia. Las nueve restantes, encabezadas por la República Rusa, obligaron a Gorbachov a negociar durante abril y hasta julio (el 9 + 1) en la ciudad de Novo Ogarievo. El texto aceptado por todas las partes que suponía la base de un nuevo Tratado de la Unión, debería ser firmado solemnemente el día 20 de agosto de 1991.

El Tratado de la Unión fijaba una Unión de Repúblicas Soviéticas que eludía cualquier llamada al socialismo. La Unión tenía derechos exclusivos en materias como la dirección del ejército, declaración de guerra y firma de la paz, policía, aprobación y puesta en marcha del presupuesto federal y de las grandes líneas de política económica interna y externa, reserva de divisas y emisión de monedas, investigación espacial y militar o regulación y control de la energía nuclear. Sin embargo, y como era lógico a tenor de la estructura federal que se intentaba implantar, los poderes debían en su mayor parte ser desempeñados conjuntamente por las Repúblicas y los órganos centrales: política impositiva, sistemas de créditos y financiación, gestión de recursos y protección del medio ambiente, transporte, comunicaciones, política de bienestar social, educación, promoción de la actividad científica y tecnológica o puesta en práctica del programa de la Unión para los desarrollos regionales.

Los desequilibrios sociales

En un país con tan acusadas diferencias étnicas, comportamientos sociales y formas de entender la vida, la propaganda oficial se empecinaba en tratar de demostrar lo imposible, negando evidencias como el hecho de que en las Repúblicas Asiáticas, abrumadoramente volcadas a la agricultura, las infraestructuras sanitarias o de transportes eran, por poner dos ejemplos, más que precarias. En Tajikistán la mayor parte de la población continuaba viviendo en clanes, como en las épocas ancestrales, en cabañas sin saneamientos, agua corriente o electricidad; mientras que las ciudades de las repúblicas del Báltico o de la Federación Rusa contaban con un desarrollo económico basado en la industria o en el terciario que les permitía contar con una serie de comodidades muy superiores a los territorios de la periferia.

No eran sólo las abismales diferencias regionales. La rígida política planificadora, obsesionada desde el periodo estalinista por crear una potente red de industrias de bienes de equipo, había generado un proceso de modernización rápido que indujo la aparición de fuertes desequilibrios sociales por las inevitables disparidades salariales. No era lo mismo ser un obrero no cualificado, un ingeniero que ocupara un puesto clave en el proceso de producción o un técnico intermedio. Además, la complejidad creciente del aparato funcionarial del Estado y del Partido generó el surgimiento de grupos con intereses parecidos según el nivel de decisión política en el cual actuaran. La nomenklatura, como élite político-económica, recibía un salario mucho más elevado que el resto de la población y gozaba de una serie de privilegios al margen de cualquier otro grupo social.

Para ilustrar todo lo anterior nada mejor que acercarnos a la estructura ocupacional: bien por sectores de actividad (Sector Primario, 18 %; Secundario, 39 %; y Terciario -transportes y comunicaciones, comercio, servicios y otros- 43 %), bien por la categoría social de ocupados activos (el 62 % de obreros, el 29 % de empleados y el 9 % de campesinos koljosianos), la considerada segunda potencia mundial (el 71 % de los activos desempeñaba en 1989 tareas manuales) no había alcanzado todavía a finales de la década de los 80 la etapa “posindustrial”. Si nos fijamos a continuación en la percepción salarial de los trabajadores soviéticos, tenemos que distinguir una doble vía de ingresos: los dinerarios y los llamados “no salariales”. En cuanto a los primeros, en 1988 el jornal mensual medio de obreros y empleados se estimaba en 220 rublos, aunque con grandes diferencias regionales (249 rublos en Estonia y sólo 171 en Azerbaiyán); mientras que los ingresos medios mensuales de los campesinos koljosianos no pasaban de 182 rublos (305 en Estonia y 145 en Georgia). El 82,8 % de los trabajadores soviéticos recibía en 1988 un salario medio mensual de 200 rublos o por debajo de dicha cantidad.

Sin embargo, al menos en teoría, el sistema dotaba de seguridad a la población, al dotar a éstos de unos mínimos indispensables proporcionados por el Estado y su política de pleno empleo y subvenciones, tradicional en la historia de la U.R.S.S.. Esta situación estacionaria,. generadora de apatía entre la mayor parte del pueblo que veía prácticamente el cambio de status a lo largo de su vida, se consolidó en esa alianza de despotismo y parasitismo, como un periodista, Karpinskii, definió la sociedad soviética durante la era de Breznev y sus sucesores, que provocó un deterioro evidente en el espíritu de trabajo de la población.

La relajación de las normas sociales afectaba también a la institución familiar. Las consignas gubernamentales para fomentar la natalidad no eran cumplidas por los matrimonios soviéticos, que estaban siendo víctimas de la propia crisis degenerativa del sistema. Todo ello incidió claramente en el aumento del número de los divorcios o de los abortos. En una situación de crisis económica sin solución, donde la caída del nivel de vida demostraba su gravedad, no es de extrañar que se hubiera enseñoreado de la sociedad la corrupción, el alcoholismo, la drogadicción, la delincuencia organizada, los suicidios o la prostitución. En resumidas cuentas, un estado de descomposición moral absoluto, que, entre otras cosas, ponía en entredicho el sistema educativo soviético, por ser la juventud la primera víctima de todo ello. Además de convivir penosamente con las lacras sociales anteriormente citadas, la sociedad soviética en general, y los poderes públicos en particular, terminaron por aceptar la existencia de otros tres grandes problemas, aunque de diverso signo. Nos estamos refiriendo al problema medioambiental, a los conflictos laborales y al renacimiento religioso.

El intento de golpe de Estado

El descontento generalizado de la población ante las fracasadas reformas pudo constatarse a lo largo de 1990 y 1991; la crisis económica era absoluta y no se veía salida a corto o medio plazo; la desintegración de las instituciones, la degradación moral y la escasa fe en los dirigentes políticos quedaban plasmadas en las encuestas de opinión. Por si fuera poco, el nuevo Tratado de la Unión venía a refrendar los temores de los sectores comunistas más ortodoxos ante una posible desaparición de la U.R.S.S. a tenor de los poderes que se concedían a las Repúblicas en detrimento del tradicional centralismo. Los crecientes titubeos de la política desarrollada por Gorbachov, cuyo predicamento dentro de la Unión Soviética menguaba día a día, parecían conducir a un callejón sin salida. La situación era propicia para maquinaciones entre quienes nunca habían comulgado con los cambios democratizadores y, más aún, cuando algunos de sus más conspicuos elementos ostentaban cargos de responsabilidad en el Partido y en el Estado.

Con este difícil panorama político, y a partir de septiembre de 1990, el mandatario soviético optó por un acercamiento a los sectores comunistas ortodoxos, lo que provocó un aumento de poder del KGB a cuya cabeza se puso a Kriuchkov, futuro golpista, y del Ministerio del Interior donde el exjefe de la KGB en Letonia, Pugo, sustituyó al reformista Bakatin en la gestación política nacional. En diciembre, otro reformista que había desempeñado un papel importante para lograr el apoyo y el reconocimiento internacional de la perestroika, el ministro de Asuntos Exteriores Shevardnadze, dimitía al no estar de acuerdo con los nuevos derroteros que atravesaba el país.

Estos nuevos responsables de la política soviética pensaron que el desbarajuste económico, la pérdida de prerrogativas constitucionales del Partido Comunista, la falta de liderazgo internacional de la U.R.S.S. y la desesperación de la población ante el deterioro de su calidad de vida actuarían como caldo de cultivo para el triunfo del golpe de Estado que pretendían dar. A pesar de no tener las ideas claras sobre la forma actuar, ni una estructura organizativa suficiente, los futuros golpistas habían comenzado a hablar sobre la posibilidad de una solución de fuerza desde el invierno anterior y estimaron como buenas las fechas previas a la firma final del nuevo Tratado de la Unión. En estas circunstancias, los objetivos de los golpistas estaban muy claros: regresar a la senda del marxismo-leninismo; preservar la unidad del Estado soviético; dar por concluidas las desastrosas reformas de la perestroika; apartar a Gorbachov de la Secretaría General del PCUS, y por ende de la presidencia de la U.R.S.S.; y volver al statu quo de guerra fría salvando al país del enemigo de siempre.

Con Gorbachov de vacaciones en Crimea, desde primeros de agosto, los partidarios de la solución de fuerza para terminar con la crisis generalizada que padecía la U.R.S.S. decidieron poner en marcha sus planes sin más dilación. Según los indicios, el 16 de agosto, los dirigentes principales del golpe de Estado constituyeron el autodenominado Comité de Emergencia. Así, conforme al plan previsto, el 18 de agosto, se desplazó a Crimea una comisión de conspiradores enviada por el Comité que no logró persuadir a Gorbachov de que se sumara a las propuestas del Comité, declarara el Estado de emergencia, presentara la dimisión de sus cargos y firmara el traspaso de poderes pertinente. Ante esta negativa, lo aislaron del mundo exterior y se hizo “oficial” su estado de incapacidad por enfermedad. Ante tal evidencia el Comité tenía la obligación patriótica de reclamar para sí todos los poderes y hacerse con las riendas de la situación. El 19 de agosto se informaba a la población sobre la incapacidad del presidente de la U.R.S.S. y se establecía el estado de excepción. Sin embargo, ante las presiones internacionales y el escaso apoyo en el interior, el golpe fracasó. En la madrugada del día 22, Gorbachov llegaba por fin a Moscú. Una vez instalado en el Kremlin y en el uso de sus prerrogativas como Secretario General del PCUS y de presidente de la U.R.S.S., procedía a anular todos los decretos y demás órdenes de rango inferior emitidos por el extinto Comité de Emergencia y ordenaba sin dilación la detención de todos los conspiradores que todavía se encontraban en libertad.

Definitivamente se podía dar por terminado el intento de golpe de Estado del 19 de agosto. La falta de respaldo y la clara incompetencia de los golpistas, incapaces de articular en torno suyo una red jerarquizada y compacta, susceptible de tomar decisiones rápidas, debido a la falta de previsión e ineficacia a la hora de llevarlo a cabo, dieron al traste con la conspiración. Yakovlev comentó posteriormente a James Baker, Secretario de Estado Norteamericano, que los golpistas hicieron por nosotros en tres días lo que hubiéramos tardado en conseguir quince años. Las consecuencias inmediatas del estrepitoso fracaso de la conspiración fue, por un lado, la liquidación casi definitiva de las instituciones comunistas y, por otro, la desintegración de la U.R.S.S..

En el camino de la desintegración

El 24 de agosto Gorbachov renunciaba a la Secretaría General del PCUS y exigía la disolución de su Comité Central y de las células existentes en el Ejército, la policía y la KGB. Cinco días más tarde el Soviet Supremo de la Unión suspendía las actividades del Partido, esto es, firmaba prácticamente su carta de defunción. El 2 de septiembre se disolvía el Congreso de los Diputados Populares y, con él, el Soviet Supremo y el gobierno de la U.R.S.S..

El día 27 las tres Repúblicas Bálticas lograban por fin el tan deseado reconocimiento de la Comunidad Económica Europea y el 6 de septiembre el nuevo Consejo de Estado de la U.R.S.S. aceptaba su independencia: una serie de decretos traspasaban el control de los ministerios y el Banco Estatal soviético a manos de la Federación. El 29 de agosto se daba el golpe de gracia a los futuros planes de Gorbachov para preservar la Unión: Rusia y Ucrania firmaban un tratado bilateral de cooperación económica y seguridad que, al día siguiente, repetiría la Federación Rusa con Kazajstán.

Dentro de este proceso de extinción del antiguo sistema, la figura protagonista de los últimos tiempos no podía quedar a salvo. Gorbachov, que a su vuelta de Crimea todavía insistía en la vía reformista de la perestroika -aunque se había demostrado a todas luces frustrada- si bien ya no se sabía a que idea socialista se refería- había sido ampliamente desbordado por los acontecimientos. El agotamiento de su carrera política estaba fuera de toda duda mientras la estrella de su gran rival, Boris Yeltsin, alcanzaba su apogeo. La inequívoca posición de este último en contra del conato golpista, el amplio apoyo popular, el vacío de poder creado y su rápida intervención, propiciaron una serie de decretos firmados por el Presidente de la Federación Rusa que, a pesar de su dudosa constitucionalidad, no fueron rebatidos. De este modo, el día 20 de agosto, transfería por decreto las instituciones centrales soviéticas a la jurisdicción de Rusia, colocando en puestos claves a gentes de su confianza y acaparando las competencias y funciones del viejo aparato gubernamental soviético. El día anterior había asumido personalmente -aunque fuera retórico- el mando de todo el Ejército diseminado en el territorio de Rusia. Gorbachov, a su regreso a Moscú, y en la práctica sin que nadie la avalase dentro de la U.R.S.S., se plegó a las imposiciones de Yeltsin en la sesión extraordinaria del Soviet Supremo el 23 de agosto. Quizá también era el momento adecuado para dimitir como presidente de la U.R.S.S., pero no lo hizo.

Este giro radical en los acontecimientos abortó el último intento de unidad política auspiciado por Gorbachov. El golpe de gracia definitivo a lo que quedaba de Unión Soviética se lo dieron los presidentes de las tres Repúblicas eslavas -Rusia, Ucrania y Bielorrusia- con la forma de un tratado en Minsk por el cual se creaba una nueva Comunidad de Estados Independientes (CEI), el 8 de diciembre. El día 21 se cerró este proceso en Alma-Ata con la vinculación a la de ocho Estados más, quedando Georgia al margen. Ante la marcha de los acontecimientos, y abandonado a su suerte, Gorbachov renunció a su cargo en un mensaje retransmitido a su país y al mundo entero por televisión el 25 de diciembre.

La CEI se constituyó sin pretensiones de carácter confederal y menos aún federal, que siempre rechazaron de manera expresa Ucrania y más solapadamente los Estados de Asia Central, escarmentadas de la experiencia soviética. Su estructura interna -Consejo de Jefes de Estado, Consejo de Jefes de Gobierno y Comités Ministeriales- era meramente nominalista, y sus objetivos, por el momento, no iban más allá de potenciar en la medida de lo posible los acuerdos bilaterales y multilaterales entre los Estados miembros.

Los problemas económicos de los Estados surgidos de la antigua Unión Soviética se han agravado con el tiempo. La mayor parte de sus dirigentes pensaba en la economía libre de mercado como en la panacea, pero la realidad se mostró mucho más compleja, y la vía privatizadora no ha hecho sino comenzar. Desde el punto de vista político, los problemas eran igualmente acuciantes. En general, ha existido una falta de entendimiento entre el legislativo, cuyos miembros fueron elegidos en la última época de la U.R.S.S., y el ejecutivo, con mayor representatividad popular; así como entre los poderes centrales y locales, éstos últimos en gran medida controlados por la antigua nomenklatura. El resultado ha sido la potenciación de las atribuciones presidenciales con el objeto de encauzar la confusión reinante.

En cuanto a Rusia, una vez superada la crisis institucional después de la disolución por el presidente Yeltsin del Soviet Supremo y el Congreso de los Diputados Populares -herencia de la época comunista- a principios de octubre de 1993, el 12 de diciembre del mismo año se celebraron el referéndum constitucional y las elecciones generales a la Asamblea Federal. Los ciudadanos rusos aprobaban una Constitución que hacía del país un Estado de Derecho, republicano, federal, democrático y fuertemente presidencialista; con respecto a los derechos y libertades básicos -como la libertad de expresión y la religiosa- con reconocimiento de la propiedad privada y del pluralismo político. El resultado de los comicios no dio la mayoría absoluta a ningún grupo, lo que ha sido considerado por los observadores como una seria llamada de atención a la política reformista de Yeltsin. Aunque el partido Opción Rusa, encabezado por Gaidar y próximo al Presidente de la Federación obtuvo el primer puesto con 96 escaños, la gran revelación fue el segundo lugar obtenido por el ultra nacionalista Partido Liberal Democrático de Yirinovski con 70 escaños, y los 65 del Partido Comunista de Rusia. Sin lugar a dudas, la transición en Rusia está siendo mucho más difícil y compleja de lo esperado por los reformistas; pero el proceso de cambio iniciado por el Presidente Yeltsin continúa en marcha, a pesar de todos los problemas y dificultades con los que debe enfrentarse: crisis económica, conflicto chechenio y pérdida de apoyo popular, entre otros.

HISTORIA DEL MUNDO ACTUAL.

TEMA 9. DIVISIÓN Y UNIDAD EN EUROPA.

LA EVOLUCIÓN RECIENTE DE LOS PAÍSES DE LA EUROPA OCCIDENTAL.

FRANCIA: DE LA IV REPÚBLICA A NUESTROS DÍAS

En Francia, tras la liberación efectuada por las tropas aliadas, el jefe de los franceses combatientes, Charles De Gaulle, medió entre las fuerzas políticas y consiguió formar en septiembre de 1944 un gobierno provisional presidido por él, en el que tuvieron cabida ministros comunistas. Se evitó así una transición violenta y el general volvió a poner en pie la autoridad del Estado en el territorio metropolitano y en casi todo el colonial, enfrentándose tanto a problemas internos como a la disensión de los aliados respecto a sus formas de hacer. Además, De Gaulle había conseguido algo no menos importante para el futuro del país: que los comunistas aseguraran su lealtad nacional por encima de su maximalismo revolucionario.

Pronto apareció una diferencia fundamental en el planteamiento de la reconstrucción de una parte De Gaulle, que pretendía fortalecer de nuevo el Estado y reflotar el prestigio internacional del país, perdido por la derrota del 40 y el gobierno colaboracionista de Vichy. Su propósito era llegar a la formación de un gobierno fuerte y autorizado que fuera capaz de asumir estas tareas. De otra, los partidos, que se aprestaban a sacar el mayor provecho posible para cada uno de ellos de la nueva situación. En el caso francés, las formaciones con más peso eran el Partido Comunista Francés (PCF), los socialistas de la SFIO (Section Francaise de la Internationale Ouvriére), los democristianos del MRP (Mouvement Republicain Populaire) y los radicales.

Al tiempo que se abordaban las reformas económicas y sociales más urgentes, que incrementaron el papel asistencial del Estado, la cuestión institucional saltó a primer plano. En octubre de 1945 se celebró un referéndum para dilucidar la cuestión del cambio de régimen y elegir una Nueva Asamblea Nacional. El resultado fue el pronunciamiento favorable a una nueva Constitución y el hundimiento de los radicales, que se habían quedado solos pidiendo la continuidad de la III República.

Las preferencias de los electores -con las mujeres con derecho a voto por primera vez en Francia- otorgaron los mejores resultados a comunistas, católicos del MRP y socialistas. En noviembre se eligió a De Gaulle jefe de gobierno por unanimidad, e inmediatamente comenzó la purga entre los partidos por controlar lo más posible el poder. De Gaulle ya había advertido que no entraría en ese juego, y presentó su dimisión en enero de 1946: su proyecto para Francia precisaba otra forma bien distinta de hacer política.

La Constitución que se aprobó establecía un régimen de asamblea única con el poder concentrado en manos del legislativo, que reflejaba las preferencias comunistas. El proyecto fue rechazado por el pueblo en referéndum (53 % de noes) por lo que hubo que proceder a la elección de una nueva constituyente, en la que el MRP tuvo un mayor peso. El nuevo proyecto constitucional fue aprobado por escasa mayoría y con una gran abstención. Un tercio de los franceses no se pronunciaba (8.250.000), otro tercio estaba en contra (8.165.000) y el último la apoyaba (9.297.000). Un mal comienzo para un régimen en el que se habían depositado tantas esperanzas.

Las primeras elecciones, en noviembre de 1946, colocaron a los comunistas como primera fuerza por un estrecho margen, manteniendo a grandes rasgos el reparto entre los tres grandes. La formación de gobierno resultó laboriosa, y terminó con una coalición entre comunistas, socialistas y MRP, con León Blum a la cabeza. Duró un mes. Se puso así de manifiesto lo que iba a ser la IV República: la historia del desgaste del PCF, los socialistas de la SFIO y el MRP, que entraban en una crisis lenta pero irreversible que coincidiría con la del régimen. Además, a las dificultades interiores se añadían las externas: en estas mismas fechas comenzaba la guerra descolonizadora en Indochina.

En Francia, el convencimiento de que para aprovechar las ayudas norteamericanas y crear alianzas con otros países europeos era preciso prescindir de los comunistas en el gobierno fue ganando terreno poco a poco. Además, el PCF planteaba cada vez más problemas políticos con su oposición a la Doctrina Truman, a la guerra de Indochina y su apoyo a las posturas radicales de los sindicatos, contrarios a la política económica gubernamental. En 1947 Ramadier los excluyó del gobierno.

La inquietud que esto provocaba en una parte del electorado se mostró con claridad en las elecciones administrativas de octubre de1947. A ellas concurrió un movimiento político nuevo de filiación gaullista, el Rassamblement du Peuple Français, que obtuvo el 40 % de los votos. Había que interpretarlo como un apoyo a las tesis del general y al anticomunismo. La reacción comunista fue intensificar la agitación callejera, lo que condujo a la caída del gobierno Ramadier en noviembre. León Blum intentó formar un nuevo gabinete tan antigaullista como anticomunista, pero fracasó. La solución se alcanzó con la formación de otro presidido por el democristiano Schuman, enfrentado a los comunistas y más transigente con el gaullismo. Por tanto, se seguía en la misma línea de gobiernos inestables, apoyados por la SFIO y el MRP, pero claramente enfrentados al comunismo.

Los cincuenta no fueron años fáciles para la recién nacida IV República Francesa. La inestabilidad de los gobiernos suele ser el índice más citado para mostrar gráficamente la debilidad del sistema: más de veinte gabinetes en apenas doce años. Casi todos ellos estuvieron sostenidos por partidos de la tercera fuerza, es decir, católicos del MRP, socialistas y radical-socialistas que intentaban por todos los medios subsistir en medio de la presión ejercida por los comunistas y los gaullistas, que constituían de hecho los grupos políticos más fuertes del país.

El gobierno de la economía siguió pautas de estabilización similares a las adoptadas en Alemania o Italia, mejoradas por la planificación indicativa puesta en marcha por un organismo creado por De Gaulle en 1946 para coordinar las acciones ministeriales en materia económica: el Comisariado del Plan, al frente del cual se encontraba Jean Monnet. Estas disposiciones, apoyadas por la ayuda americana en los primeros años y por una buena administración -es ya un tópico afirmar que la IV República estuvo mal gobernada pero bien administrada- consiguieron mantener un crecimiento anual medio del 4,5 %. Era probablemente el único dato netamente positivo en medio de una situación de debilidad crónica. Lo peor fue que el pueblo y los mismos políticos se fueron convenciendo poco a poco de que la IV República se parecía cada vez más a la III, de ingrata memoria. Cada vez eran menos los que estaban dispuestos a apoyar ese ballet de los partidos como lo llamara De Gaulle. El país no se reconocía en sus gobiernos, y si no se ponía remedio a ello se iba hacia una esquizofrenia política nacional muy peligrosa.

Las cuestiones coloniales contribuyeron a agravar la situación. Si bien los políticos franceses supieron moverse con facilidad en el terreno internacional europeo -ingreso en la OTAN, CECA y CEE-, las más de las veces las dificultades internas apenas sí permitían prestar atención a los problemas de los territorios de ultramar. El caso de Indochina propició una humillante derrota en 1954 y el abandono del problema en manos de los americanos. En Marruecos y Túnez, aprendida la lección, se caminó hacia la independencia con mayor rapidez, pero sin que faltaran los conflictos. Para los territorios africanos en general no se había trazado la política bien definida que reclamaban y en Argelia se había planteado un problema de muy difícil solución.

El territorio argelino, dividido en departamentos como la metrópoli, era considerado suelo francés. Casi un millón de colonos de origen europeo -los pied noirs- reclamaban allí el mantenimiento de la soberanía gala frente a los movimientos independentistas autóctonos. El varapalo de Suez y la difusión del nasserismo ponían sobre aviso de lo complicado que se presentaba el futuro. La opinión pública francesa se dividió profundamente entre los “abandonistas” procedentes normalmente de la izquierda, que criticaban duramente los métodos empleados por el ejército para reprimir a los independentistas argelinos, y los “patriotas” que no estaban dispuestos a soportar una nueva humillación de Francia en el exterior. El trauma de 1940 seguía en la memoria de muchos, la derrota de Indochina había agravado la herida... y había dado la experiencia necesaria para evitar otro suceso similar. Los militares franceses sabían lo que era una guerra revolucionaria y cómo vencerla: en Argelia habían aplicado los métodos oportunos -de una contundencia brutal- y estaban cosechando éxitos que permitían afirmar que se estaba ganando la guerra con claridad.

Pero en 1958, mientras que las armas francesas cosechaban éxitos en Argelia, la situación era de una extrema debilidad política. Hasta 400.000 soldados galos, muchos de ellos de reemplazo, no sólo profesionales como en Indochina, operaban en Argelia. Francia era un país en guerra y los gobiernos no podían garantizar siquiera la obediencia debida de los militares si daban órdenes contrarias a lo que algunos entendían como mínima salvaguarda del honor patrio. Los comunistas no se mostraban menos radicales: encerrados en sí mismos desde los sucesos de 1956, cerrados a cualquier autocrítica, llegaron a plantear una huelga general en 1958 que acentuó el peligro de un golpe de Estado. Francia estaba al borde de la guerra civil. El Estado no conseguía imponer su autoridad, y en Argelia prácticamente había sido suplantado por los militares. Hacía falta un golpe de timón que alejara al país del abismo. Así fue como, en junio de 1958, los políticos tuvieron que admitir la solución que se habían negado a aceptar en 1946: Charles De Gaulle.

La honda crisis francesa desembocó finalmente, en mayo de 1958, en un golpe de Estado protagonizado por los militares en Argelia. El gobierno, desarbolado, llamó al héroe de la “liberación” como única salida posible. De Gaulle aceptó la responsabilidad de intentar salvar al país imponiendo sus condiciones: había que cambiar el sistema político. Tanto los partidos como él mismo se sabían en cierto modo incompatibles. El nuevo sistema reflejaría esta realidad, en la que un ejecutivo fuerte pondría en manos del Presidente de la República un poder del que no respondía ante las cámaras sino ante el pueblo directamente. Se trataba de conseguir una regeneración de la política francesa, y para ello se arrebata el protagonismo a los partidos para transferirlo a la sociedad. De este modo, una sociedad pluralista y articulada en la base, con un gobierno fuerte y tecnocrático a su frente, encararían las graves cuestiones que Francia tenía planteadas.

La confrontación de ideas se trasladaba así de los partidos al país, a través de sus elementos más activos: sindicatos, cada vez más autónomos con respecto a las formaciones políticas; categorías profesionales -agricultores, intelectuales-; clubes y asociaciones partidistas; grupos de opinión en general, de los que nacerían nuevas propuestas, fundamentalmente de izquierdas. Mientras tanto, los gobiernos, con el Presidente de la República a la cabeza, trabajarían con un amplio margen de maniobra en la reorganización del país y, especialmente, en la recuperación de su protagonismo internacional. Francia no es Francia sin grandeza, era una de las frases más conocidas de De Gaulle; y lo cierto es que el viejo general consiguió que la recuperara, protagonizando así uno de los fenómenos más sorprendentes de los tiempos modernos.

El nuevo jefe de gobierno formó uno de coalición, desde los socialistas a la derecha,. Por primera vez desde 1789 no elaboraría el proyecto constitucional una Asamblea Constituyente, sino que el gobierno se reservó esa tarea. El 29 de septiembre se celebró el referéndum para su aprobación. Sólo hicieron campaña a favor del no los comunistas y algunos izquierdistas escindidos. El sí obtuvo casi el 80 % de los sufragios: había nacido la V República, y lo había hecho bajo un signo bien distinto del que sirvió de pórtico a la IV.

La nueva Constitución buscaba cuidadosamente evitar el régimen de asamblea limitando las funciones parlamentarias de forma escrupulosa. Fortalecía un ejecutivo bicéfalo -Presidente de la República y su Primer Ministro- que sólo el tiempo y la práctica aclararían bien como repartirían sus funciones. De entrada, la mayor novedad residía en la ampliación de los poderes del Presidente, que se configuraba como la clave del arco de las instituciones: elegido para un mandato de siete años por un colegio de unos 90.000 miembros -en 1962 cambiará el sistema de elección-, nombraría al Primer Ministro, podría recurrir al referéndum, disolver las cámaras y ejercer poderes excepcionales cuando lo exigieran las circunstancias, en una auténtica dictadura de salvación nacional. Tanto la política exterior como la de defensa serían monopolio del Presidente, lo que significaba, entre otras cosas, que en sus manos estaba el futuro de la construcción europea. Además, al afirmar su condición de “irresponsable” ante las cámaras -sólo respondería ante el pueblo- establecía un peculiar equilibrio entre el sistema parlamentario y el presidencialista- que recordaba en Francia a Napoleón III -; una solución que algunos juzgaron detestable. Ciertamente, se trataba de una apuesta política de gran calado y de una extraordinaria ambición.

En noviembre se celebraron elecciones legislativas, en las que los gaullistas de la Unión por la Nueva República (UNR) obtuvieron la mayoría relativa, que se convirtió en absoluta merced al apoyo de muchos moderados. El 21 de diciembre se celebraron las elecciones presidenciales con De Gaulle como único candidato, y en enero de 1959 se constituyó el primer gobierno de la V República con Michel Debré al frente.

La solución de la cuestión argelina no fue sencilla. De Gaulle comenzó por afirmar allí la autoridad del Estado, sin definir poco ni mucho su postura ante el territorio norteafricano, buscando el desgaste y agotamiento de los unionistas a ultranza. Esta fase de espera se prolongó hasta septiembre de 1959, cuando el Presidente, en un mensaje radiofónico habló de la autodeterminación de los argelinos a través de una consulta libre y por sufragio universal, sin cerrar la cuestión de cual sería la relación de los dos países en el futuro. La reacción fue netamente favorable en Francia y contraria en Argelia, especialmente entre los militares y los colonos, que viraron hacia una abierta hostilidad contra De Gaulle. Volvieron los disturbios callejeros en Argel y algún alto mando militar que se manifestó en contra de la autodeterminación fue destituido.

En enero de 1961 se celebró el referéndum, en el que el 75 % -69 % en Argelia- se manifestó a favor de la independencia. Comenzó el proceso de transferencia de poderes y se dieron también las últimas tentativas de algunos militares por evitarla, mediante un golpe frustrado en el mes de abril. Algunos generales continuaron la lucha en la clandestinidad a través de la OAS (Organizaton de l´Armée Secréte) -que atentará varias veces contra De Gaulle-, mientras París negociaba con Argel la concesión de la soberanía, y comenzaba el éxodo de los colonos hacia la metrópoli. De Gaulle había salvado el primer gran escollo.

En 1962 un referéndum aprobó la modificación del modo de elección del Presidente (67 % de síes), que desde entonces se realiza por sufragio universal directo: la legitimidad de la máxima legislatura del Estado procedía ahora directamente del pueblo, sin que los partidos o los notables mediaran para nada. Las elecciones celebradas en esa misma fecha dieron una nueva victoria, todavía más amplia, a los gaullistas, y confirmaron el declive de los partidos tradicionales. La política francesa se veía obligada a renovarse.

Al mismo tiempo, a principios de los sesenta, De Gaulle se opuso a los designios mundiales de Kennedy, y en concreto a sus proyectos para Europa dentro de un gran bloque atlantista que tendría como líderes a los norteamericanos. Precisamente por eso se opuso también, hasta vetarlo,. al ingreso del Reino Unido en la CEE en 1963 al entender que el Reino Unido estaba demasiado lastrado por sus intereses en la Commonwealth y su apoyo, casi incondicional a la política norteamericana.

Europa debía ser alguien en el escenario mundial, sin depender tan estrechamente de los Estados Unidos. Para ello, había que buscar la independencia en materia de seguridad, de la que era símbolo la disponibilidad autónoma de armas nucleares y un ejército fuerte. Por defender su propia casa los norteamericanos no hubieran dudado en desencadenar un conflicto nuclear en el que Europa se hubiera llevado la peor parte. De Gaulle trabajó con empeño en este sentido, hasta llegar a la creación de una fuerza de choque con autonomía en armas estratégicas.

A partir de entonces se desmarcó todavía más en su política exterior: estableció relaciones diplomáticas con la República Popular China en 1964, ese mismo año retiró a Francia del dispositivo militar de la OTAN, pidió a los Estados Unidos la retirada de Vietnam, al año siguiente anunció la salida de Francia de la OTAN, condenó la intervención norteamericana en Santo Domingo y abrió una campaña contra el capital estadounidense en Europa y la aparente omnipotencia del dólar.

Por lo que se refiere a las colonias, el plan de descolonización cobró nuevos vuelos con un ritmo en el que la metrópoli se esforzaba por llevar la iniciativa. En 1958 se constituyó la Comunidad centroafricana como una confederación con Francia a su frente, y en 1960 cesó el régimen comunitario para dar paso a uno de intensa colaboración comercial y cultural. Era una hábil política que prestigiaba al país y daba sentido a su desarrollo y su búsqueda de grandeza: los franceses dedicaban un 2 % de su renta nacional a cooperación con el Tercer Mundo. Y es que, a estas alturas, la “Europa automasacrada” de 1945 había conseguido salir de la miseria de forma tan espectacular que se podía ya hablar de opulencia

La agitación sesentayochista sólo en Francia estuvo a punto de degenerar en un golpe de Estado revolucionario que fue detenido por De Gaulle. En los primeros días de mayo estalló una revuelta estudiantil en Nanterre, a las afueras de París, que subió de tono cuando se extendió a la Sorbona, en el corazón de la capital francesa, y generó durísimos enfrentamientos con la policía en los que los medios de opinión pública se colocaron de parte de los estudiantes. Ni el partido comunista, ni sus colegas de izquierda, ni los sindicatos se unieron en un primer momento a una protesta que no consideraban suya. Sólo cuando ésta se prolongó, los trabajadores se unieron a la huelga pero no para pedir la prohibición de las prohibiciones o la imaginación al poder, sino aumentos salariales y mejoras sindicales. Sólo entonces, los partidos de izquierda, con el comunista a la cabeza, propusieron la disolución del gobierno y la formación de uno provisional. El líder socialista François Mitterrand se ofreció para sustituir a De Gaulle en la jefatura del Estado.

A finales de mes, con el país casi paralizado por las huelgas y en estado de permanente agitación, el Presidente se dirigió a la nación en un discurso con el que consiguió dar un vuelco a la situación. Se produjo en París una nueva manifestación masiva pero esta vez de signo contrario, en la que la mayoría silenciosa mostró su apoyo a De Gaulle. Fue el preludio de los resultados de las elecciones que se celebraron al mes siguiente, en las que la UDR gaullista obtuvo su más resonante victoria, con un 47 % de los sufragios. La izquierda, que había apostado por la revolución, quedó sumida en el desconcierto y el gaullismo afianzado.

Pero el viejo general actuó desde entonces de forma un tanto desconcertante. Sus colaboradores le vieron preparar un referéndum acerca de la reforma del Senado y la descentralización administrativa en el que parecía importarle poco cosechar una respuesta negativa como, en efecto, ocurrió. Todo parece indicar que De Gaulle tenía tomada de antemano la decisión, y en 1969 anunciaba su retirada de la jefatura del Estado, en la que le sucedió Georges Pompidou.

A partir de entonces la historia política francesa presentó como elementos de mayor interés la vida del gaullismo sin De Gaulle y los intentos de recuperación de una izquierda desarbolada por el fracaso de 1968,

El mandato de Pompidou y la actuación del gobierno de Chaban Delmas consiguieron acrecentar su popularidad con una política de reformas liberal-tecnocráticas que tuvieron un importante contenido social. Era parte del programa gaullista de los primeros años setenta, para construir la nueva sociedad, a modo de respuesta al descontento estudiantil del 68. Aunque en esos mismos años aparecieron dificultades internas, el bloque gubernamental venció sin problemas en las elecciones de 1973. En 1974 falleció Pompidou, y en las elecciones celebradas entonces, el candidato socialista Mitterrand, que obtuvo el mayor número de votos en la primera vuelta, fue batido en la segunda por un gaullista de aires más liberales: Valery Giscard-D´Estaing. Los datos son reveladores de las características de la nueva etapa que se abría: división y debilitamiento de la derecha, y evolución de la izquierda hacia posturas más pragmáticas con el fin de acceder al gobierno.

El estilo de Giscard no gustaba a algunos antiguos gaullistas, que apoyaron la toma de la presidencia de la UDR por un líder distinto: Jacques Chirac. Dos años más tarde Chirac cambiaba el nombre del partido -pasó a llamarse Rassemblament pour la République (RPR)- y su orientación,. con el fin de aparecer como el defensor de las más puras esencias gaullistas. Giscard reaccionó en vísperas de las elecciones de 1978 reuniendo las fuerzas que le apoyaban en la Asamblea en otro nuevo partido: la Union pour la démocratie française (UDF). La nueva situación unida al avance de la izquierda llevó a Giscard a desarrollar una política de liberalismo avanzado, mientras buscaba difundir una imagen de apertura. Llegaron así cambios como la ampliación del divorcio, el voto a los 18 años, la reforma de la enseñanza, la despenalización del aborto, etc. En política exterior también se cedió a la corriente y se produjo un viraje hacia el atlantismo y un mayor entendimiento con los Estados Unidos. Las elecciones administrativas de 1976 pusieron de manifiesto un avance de la izquierda que no consiguió mejores resultados a causa de su división interna: los socialistas no votaron en la segunda vuelta a los candidatos comunistas. Giscard lanzó entonces -aprovechando la recuperación económica desde 1976- un ambicioso plan de reformas con las que se pretendía cambiar la faz de la economía y la política francesas. Las medidas encallaron por falta de colaboración de los agentes económicos, y -una vez más- en las elecciones de 1978 fue la división de la izquierda la que evitó un triunfo de esta tendencia. Mientras tanto, se conservaba la estabilidad social mediante el refuerzo de un costosísimo sistema de seguridad social, el fomento de las subvenciones estatales y la progresiva salida de trabajadores extranjeros.

La otra gran cuestión política era la reconstrucción de la izquierda francesa. El Partido Comunista Francés se había caracterizado por ser uno de los más fielmente ligados a Moscú del mundo occidental, con el consiguiente distanciamiento del régimen de su país y la imposibilidad de entendimiento con otras fuerzas de izquierda. En 1976 comenzó una cierta puesta al día con el abandono del dogma de la dictadura del proletariado, un muy matizado apoyo a la política autónoma de defensa francesa, un acercamiento a las posturas eurocomunistas e, incluso, la concesión de apoyo a disidentes soviéticos. No había otra forma de intentar frenar la caída del voto, en un momento en que los intelectuales franceses habían dejado de lado el marxismo. Además, el Partido Socialista conquistaba cada vez más simpatías entre los trabajadores. Después de una gestación en los años 1969-71, los socialistas se perfilaban como la primera fuerza política del país, con François Mitterrand a la cabeza, buscando la unidad, la consolidación de su liderazgo y la conformación de un instrumento apto para la toma del poder. Si no lo alcanzó en 1978, después de laboriosísimas gestiones en busca de la unidad de la izquierda, fue a causa de la clamorosa división con los comunistas, que se negaron a ir a las elecciones como una fuerza de apoyo y a renunciar a su filosovietismo.

Los años ochenta fueron los años del socialismo mediterráneo. El cambio que ha quedado como símbolo tuvo lugar en Francia con el relevo en la Presidencia de la República que llevó a la jefatura del Estado al líder de los socialistas François Mitterrand; un político de larguísima experiencias que culminaba así una carrera destinada a ser objetivo de multitud de análisis y de no poca polémica. Dos grandes interrogantes acompañaban al acceso de Mitterrand al poder: la relación con los comunistas, y su actitud ante las instituciones de la V República, que habían sido duramente criticadas por él, hasta calificarlas de un modo de institucionalizar el golpe de Estado permanente.

Por lo que hace a lo primero, Mitterrand tuvo el mérito de conseguir llevar a la izquierda al poder después de más de veinte años de ausencia del gobierno, operación para la que necesitó hacer gala de toda su capacidad de maniobra con el fin de aglutinar casi todo el voto izquierdista sin que se generara el temor a una radicalización frentepopulista en el resto del electorado. Lo consiguió con un discurso maximalista apoyado en el programa común pactado con los comunistas, y gracias a la desunión que afectó entonces a la derecha. Sin embargo, no faltaron comunistas que afirmaron que éste había sido un error fatal del PCF, que recibía una herida de muerte con el triunfo de Mitterrand.

En cuanto a la cuestión institucional, Mitterrand se adaptó perfectamente a la República que tanto había criticado, y encarnó con el mismo empeño -si no más- que sus predecesores la representación de Francia y su grandeur. Las instituciones demostraron ser aptas para el cambio de aires, algo importante en un país que desde 1789 estaba acostumbrado a que los cambios políticos intensos fueran acompañados de una mutación en el Régimen.

Tras la elección presidencial, las legislativas celebradas en junio de 1981 dieron una gran victoria al PSF, acompañada de un fuerte entusiasmo popular que reafirmaba su deseo de cambiar la vida, como se prometía en el lema socialista de la campaña. En todo ello se apoyó el gobierno de Pierre Mauroy -en el que ocupaban carteras secundarias cuatro comunistas- para su amplio programa de reformas: un ambicioso plan de nacionalizaciones, expansión del gasto público, reducción de la jornada de trabajo, jubilaciones más tempranas, etc. No hubo apenas aspecto que no fuera abordado: economía, hacienda, política social, administración, comunicación, universidad, régimen electoral, todo fue objeto de reforma. La amplitud del cambio era, ciertamente, histórica; como histórico era también el hecho de que volviera a haber ministros comunistas como en 1947: para muchos antiguos militantes parecía llegado el momento de intentar la transformación radical que la tensión de la guerra fría había desbaratado en los cuarenta.

Pero pronto se advirtió que en cuestiones cruciales los resultados no eran los esperados. En concreto en materia de empleo las repercusiones de las reformas fueron funestas: creció el paro, con el agravante de que la inflación también se disparó. Los medios financieros mostraron un malestar creciente, y la próspera Francia conoció el fenómeno de la fuga de capitales. Además, el estilo de los nuevos gobernantes se demostró lejano del idealismo que impregnaba su discurso, más bien los cuadros comunistas y socialistas manifestaron una avidez de ocupar cargos públicos que les desprestigió a ojos del electorado. Por añadidura, el furor reformista de que hicieron gala no se correspondió con una línea definida, de forma que las contradicciones entre los miembros del gabinete se convirtieron en algo ordinario, para asombro de la opinión pública. El resultado fue que las elecciones cantonales y municipales de 1982 y 1983 demostraron un importante desencanto del electorado. Haciendo de la necesidad virtud, se decidió variar el rumbo.

Por paradójico que pudiera parecer, la batalla decisiva se libró en otro terreno: la cuestión de la enseñanza. El planteamiento laicista de los gobiernos chocó con la defensa de la escuela católica, que enarboló la bandera de la libertad de enseñanza frente a un designio uniformador que ponía todos los resortes educativos en manos del Estado. Las promesas de libertad de los socialistas se encontraban a contrapié con las demandas de libertad educativa que dieron lugar a una manifestación monstruo en 1984. Con este motivo, el gobierno Mitterrand intervino para forzar otro cambio de rumbo. se formó un nuevo gobierno, con Laurent Fabius al frente, en el que ya no entraron comunistas. En economía, el futuro primer ministro Pierre Bérégovoy adoptaba medidas en la más pura ortodoxia liberal, todo un síntoma.

El golpe de timón consiguió un cierto éxito inicial que no fue bastante para borrar la decepción que en conjunto había suscitado la experiencia socialista. Ni siquiera la reforma electoral que implantaba el sistema proporcional en la elección de diputados, propiciado a sabiendas de que beneficiaría también a la extrema derecha, consiguió evitar el descalabro socialista en las elecciones de 1986, en las que la derecha obtuvo una ligera mayoría. Las instituciones debían someterse así a una segunda prueba: la convivencia entre un presidente y un gobierno de distinto signo político.

Una vez más, la V República demostró una importante funcionalidad, y la llamada “cohabitación” no generó problemas especiales. El gobierno presidido por Chirac continuó la tarea de revisar las reformas que ya habían comenzado los socialistas, llevándolas más a fondo, y en prácticamente todos los ámbitos, el electoral incluido. A esas alturas, el producto de los vaivenes políticos era la desideologización del juego electoral, como se puso de manifiesto en las presidenciales de 1988. En ellas Mitterrand demostró su gran habilidad en el manejo de la imagen frente a un Chirac sospechoso de oportunismo político, y volvió a triunfar recabando votos de quienes se habían decantado por candidatos de derecha en la primera vuelta, incluso de quienes votaban al Frente Nacional. Curiosamente, François Mitterrand había conseguido llegar a erigirse en símbolo de Francia, como De Gaulle, pero esta vez partiendo de la izquierda, mientras que era ahora la derecha la que parecía estar falta de ideas claras para plantear una alternativa convincente.

El presidente inició su segundo septenato con la disolución de las cámaras y la convocatoria de nuevas elecciones que, con el mismo tono que las presidenciales, dieron la victoria a los socialistas -menos abultada que en 1981- y confirmaron el hundimiento de los comunistas. El nuevo gobierno, presidido por Michel Rocard, buscaba amistosamente el centro y se mantenía lejos de cualquier planteamiento maximalista. Las instituciones de la V República habían superado con éxito todas las pruebas, pero el programa común de la izquierda se había demostrado fuera de tiempo y era abandonado por los mismos que lo promovieron años atrás.

Si la República se mantuvo firme, el socialismo cambió, y mucho. Ya no era, desde luego, una fuerza revolucionaria, ni planteaba modelos de sociedad alternativos, ni siquiera un modelo de Estado diferente con las nacionalizaciones como bandera y una política económica keynesiana de tintes estatalistas. La era neoliberal hizo volver al socialismo a sus orígenes de principios del XIX, lo redefinió convirtiéndolo en un mero estilo de mayor preocupación por lo social. Y como la cuestión social ya no era el obrerismo como ocurriera 150 años atrás, el debate socialista se centró en cuestiones relativas a las pensiones, la inmigración, la marginación de cualquier tipo, la cultura, los espectáculos o los hábitos sexuales. Algo ciertamente difuso, que pugnaba por definir los perfiles del “progresismo” que afirmaba representar, sin acertar a dibujarlos con precisión.

En marzo de 1993 los socialistas perdían el poder tras once años de ejercerlo, salvo el breve paréntesis de la cohabitación con la derecha entre 1986 y 1988. Los escándalos y los casos de corrupción se unieron al aumento del paro para propiciar un hundimiento estrepitoso de la izquierda (a pesar de nombrarse a Edith Cresson como la primera ministra en la historia francesa (1991). En la Asamblea Nacional socialistas y comunistas apenas sumaban 90 escaños frente a los 480 de gaullistas, giscardianos y centristas. Formaba gobierno el liberal gaullista Edouard Balladur. En las presidenciales de 1995 la apoteosis de la derecha se completaba. Por fin, el gaullista Jacques Chirac conseguía su tan ansiada victoria personal frente a un candidato socialista de última hora. Catorce años de mitterrandismo habían conducido a la izquierda francesa a un descalabro histórico. Para ella comenzaba una nueva travesía del desierto mientras la V República francesa volvía de nuevo a manos del gaullismo. Era la segunda gran alternancia en un sistema joven que, una vez más, había demostrado su virtualidad. Sin embargo, Chirac -por una sensible carencia de visión política- convocó nuevas elecciones que favorecieron al PSF, y el socialista Lionel Jospin se convirtió en el nuevo primer ministro. Con todo, el programa actual de los socialistas franceses refleja una mayor mesura que el de la victoria de 1981. La relativa inestabilidad gubernamental se soporta gracias a la solidez de la figura del presidente y hoy Francia apuesta decididamente por los presupuestos de la Unión Europea y el Mercado Único.

EL REINO UNIDO DESDE 1945 A NUESTROS DÍAS.

En el Reino Unido las elecciones de junio de 1945 dieron la victoria más absoluta de su historia al Partido Laborista; 46,7 % frente a un 39,8 de los conservadores y un 9 de los liberales. El electorado prefería votar por un cambio importante antes que premiar a Churchill por haber llevado a Inglaterra a la victoria. Clement Attlee formó gobierno, y emprendió una serie de reformas que ampliaban la presencia de lo estatal en la vida del país, hasta llegar a algo cualitativamente distinto de lo que había sido tradicional en la patria del parlamentarismo. Se trataba de transformar la sociedad inglesa preservando las tradiciones británicas -la Monarquía, las libertades individuales, el Parlamento, etc.- al mismo tiempo que se construía un Estado socialista democrático, que se ponía por meta proporcionar protección a todos los ciudadanos desde la cuna a la tumba.

El plan en que se apoyó la acción laborista había sido elaborado por un liberal radical próximo al socialismo -lord Beveridge- y descansaba en los planteamientos de Keynes sobre el modo de evitar las crisis económicas mediante la intervención pública en la economía. Los laboristas nacionalizaron el Banco de Inglaterra (1946), la minería del carbón, los ferrocarriles y el transporte por carretera, el gas, la electricidad y -por poco tiempo- la industria siderúrgica; además, crearon un amplio sistema de seguridad social y asistencia sanitaria que aseguraba para todas las prestaciones en caso de enfermedad, paro, accidente, jubilación, maternidad, muerte, así como la atención médica Por el modo como se hizo, no fue una revolución; por el contenido sí se trató de una revolución sustancial del papel del Estado que posteriormente fue asumida también como propia por los conservadores. Se había operado una revolución silenciosa que fue en buena medida posible por la estabilidad política del país, favorecida por la ausencia de un partido comunista revolucionario que sembrara dudas sobre el futuro democrático de la nación. El fruto de esta revolución, el Estado del bienestar, tuvo una notable resonancia histórica, ya que configuró el paradigma de la actuación pública de las democracias europeas en los cuarenta años siguientes.

Semejante cambio tenía un alto coste financiero que pronto se planteó como el mayor problema. Sólo se pudo solucionar renunciando a la política de prestigio en el exterior y aceptando las condiciones que imponían los Estados Unidos, con tal de recibir su ayuda económica, que comenzó con la condonación de las deudas de guerra. Esto suponía otra gran transformación, esta vez en el ámbito internacional, del papel del Estado británico, algo que no tardaría en dejarse notar, y que marcaría profundamente la historia inglesa en el último medio siglo.

También en este aspecto el triunfo laborista había suscitado expectativas de un cambio intenso e histórico. Para algunos intelectuales, y para un sector importante de las bases del partido, el laborismo debía emprender una vía diplomática de acercamiento a la U.R.S.S. para trabajar, junto con los comunistas, en la construcción de un nuevo orden mundial; un orden que estaría basado en la justicia que se suponía impregnaba a los Estados obreros, entre los que habría que contar desde ahora con el Reino Unido. El espíritu de renovación que empapaba a los europeos no podía dejar de tener en el caso británico pretensiones mundiales.

Pero estas aspiraciones de algunos no eran compartidas por Attlee, que había conocido a los soviéticos desde su puesto en el gabinete de guerra. Se limitó a favorecer a los socialdemócratas en Alemania, y a intentar mediar entre Estados Unidos y la Unión Soviética en las Naciones Unidas cuando surgieron las primeras diferencias entre los grandes. Attlee sabía algo de quién era Stalin y cuáles eran sus intereses y -aunque sin descartarlo inicialmente- no suspiraba por colaborar estrechamente con él. Además, el primer ministro sabía bien como estaban las arcas británicas. En 1945 había negociado con los norteamericanos el préstamo del siglo, que si preservó del colapso al Reino Unido fue a precio de plegarse a las normas económicas dictadas por Washington, y de olvidar cualquier pretensión de organizar el mundo al gusto del gobierno de su Majestad. Era una parte importante del alto precio que el Reino Unido debía pagar por derrotar a Hitler.

En 1947 Gran Bretaña se encontraba en graves dificultades financieras con motivo de su plan de reformas, y muy pronto se vio incapaz de sufragar los gastos que exigía la ocupación den una zona de Alemania y el sostenimiento de la facción anticomunista en la guerra civil que había estallado en Grecia. Así que el viejo imperio optó por solicitar la ayuda norteamericana para que fueran los estadounidenses quienes asumieran las cargas que ellos ya no podían soportar. Esto significaba que los ingleses reconocían la necesidad de abandonar su política “mundial” -significativamente en el área mediterránea, el eje del imperio, y en relación con la Alemania derrotada -; y de moderar las reformas para evitar que el gasto público llevara a la quiebra del país: Los laboristas actuaban ya en política exterior reconociendo que era imposible una diplomacia de entendimiento amistoso con Moscú, algo que en 1945 hubiera escandalizado a todos. En efecto, cuando se utilizaron tropas británicas contra los guerrilleros comunistas en Grecia, no sólo la izquierda se opuso, la opinión pública, incluido el Times, protestó. En general, en 1945 se entendía que después de todo el comunismo era sólo un movimiento radical de reforma democrática y social. Este concepto fue el que se revisó en los dos primeros años de posguerra. El libro Rebelión en la granja de Orwell, publicado en 1945, fue uno de los intentos de explicar el comunismo a los ingleses por parte de alguien que lo había conocido de cerca; pero quizá la mejor lección la impartieron las autoridades soviéticas al gobierno laborista. El resultado fue la constatación de entenderse con Stalin y culminó en el viraje de 1947.

La respuesta del presidente norteamericano Harry S. Truman a la petición de auxilio inglesa supuso un cambio histórico en la política exterior de Estados Unidos. De un lado, en enero de 1947, se fusionaron las zonas de ocupación en Alemania en la bizona angloamericana; y de otro, en el mes de marzo el presidente pronunció un discurso en el que anunciaba su decisión de suplir a los ingleses en Grecia y Turquía, explicando las razones de la misma. En él formuló la Doctrina Truman. Concretándola para Europa, en el mes de junio el Secretario de Estado George Marshall hacía público el Programa de Reconstrucción Europea (ERP), el llamado Plan Marshall. Es conocida la respuesta soviética ante esta iniciativa y las consecuencias de la misma: el precario acuerdo aliado que se había intentado mantener en pie desde Potsdam resultaba ya imposible. Se había llegado a un enfrentamiento entre los soviéticos y el resto de los aliados.

Los acontecimientos de 1947, con la aparición en el horizonte de una división mundial en bloques enfrentados, tuvieron también importantes consecuencias en la política interior de los demás países europeos. La más llamativa fue la salida de los comunistas de los gobiernos de Italia y Francia y la toma de postura ante los bloques: no cabían ya ambigüedades, o se estaba con los planteamientos norteamericanos y se admitía la preponderancia de Washington, o se hacía lo propio con Moscú. La vía intermedia que algunos habían intentado promocionar, la tercera fuerza, estaba en horas bajas. O sólo sería posible si Europa se unía y definía bien su postura frente a los dos gigantes, hasta poder tratarlos de igual a igual; una meta que, cuando menos, había que reconocer lejana. Esa fue la causa de que alianzas antifascistas resultaran obsoletas en 1947. El peligro ahora era la subversión comunista. La prioridad de esta opción se observa claramente en la historia de los partidos socialistas, que con los democristianos habían sido los más interesados en crear esa tercera fuerza europea.

Fuera del proyecto europeo quedaba el Reino Unido, que había seguido durante años una política de mantenimiento de su estrecha ligazón con los Estados Unidos. En 1950 los laboristas obtuvieron una menguada victoria electoral que el preliminar de su hundimiento por toda la década. Las causas estaban en las dificultades derivadas de las reformas económicas y sociales que afectaban negativamente a la economía, y que resultaban incompatibles con el esfuerzo bélico derivado del estallido de la guerra de Corea. El gobierno se vio obligado a adoptar medidas de austeridad, por lo que los sindicatos le retiraron su apoyo, con la consiguiente división en el seno del partido laborista.

Las elecciones de septiembre de 1951 dieron la victoria a los conservadores de Winston Churchill: fue la primera victoria electoral de este veterano estadista. Los tories aceptaron la mayor parte de las reformas sociales y económicas, y también el abandono de la posición preeminente británica en el concierto mundial. Rebajaron, no obstante, el control estatal de la economía, con lo que lograron una recuperación que afectó positivamente a los salarios y los niveles de vida.

En la política exterior continuaron como fiel lugarteniente de los norteamericanos, afrontando con mayor transparencia el rearme que exigían los tiempos de la contención: al llegar al poder Churchill constató con sorpresa que los gobiernos laboristas habían puesto en marcha un programa para la fabricación de armas nucleares que habían mantenido en secreto. Lo hizo público y lo culminó hasta llegar a disponer de sus propias bombas A (1952) y H (1957). La descolonización, que se había llevado a cabo en medio de un abandonismo a veces muy desordenado, continuó su avance, ahora con un ritmo más lento y con el empeño de mantener relaciones de concordia a través de la creación de una confederación integrada por las colonias y excolonias. No resultó fácil, y la proliferación de movimientos violentos de apoyo a la independencia forzó, especialmente desde 1954, el empleo de la fuerza en algunas colonias antes de llegar a la independencia.

Faltaba voluntad política para mantener un esfuerzo que tenía un altísimo coste económico: el Imperio se deshacía dejándose abatir por el empuje de los independentistas más violentos y no conforme a los principios que se habían formulado desde el gobierno. La teoría era que el Imperio Británico, y ahora la Comunidad, funcionaba según el supuesto de que todos los territorios debían prepararse para la independencia, y tenían que alcanzarla cuando estuviesen listos para ella. En el Libro Blanco británico de 1948 se estableció que El propósito fundamental de la política colonial británica (...) es guiar a los territorios coloniales hacia el autogobierno responsable dentro de la Comunidad, en condiciones que garanticen a todas las personas interesadas tanto un adecuado nivel de vida como la libertad frente a la opresión, cualesquiera que sea su signo. Churchill intentó someterse a este principio, pero lo cierto fue que ambas condiciones fueron invariablemente abandonadas cuando la necesidad obligaba, especialmente a partir de 1959. El balance de lo ejecutado en los cuarenta no era glorioso: sólo en la India los disturbios que siguieron a la independencia en 1947 generaron más de un millón de muertos y entre 5 y 6 millones de refugiados.

Todos estos factores terminaron por repercutir en la orientación general de la política británica. En 1955 Churchill se retiró y fue sucedido por Anthony Eden, con el que los conservadores lograron una nueva victoria ese mismo año. Los acontecimientos de Suez forzaron su dimisión en 1957 y la formación del primer gobierno de Harold MacMillan, que debía atender a la marcha de la economía -siempre amenazada por el estancamiento- y reconocer la dificultad de mantener una política ajena a los intereses europeos. La “tentación” europeísta comenzaba a abrirse camino entre los líderes británicos. Pero, por el momento, convencidos de que el Mercado Común apenas sí tenía futuro, lo que intentaron fue la creación de un espacio de libre comercio a su medida con la pretensión de presionar mediante la competencia: la European Free Trade Association (EFTA, 1960), que agrupó a Gran Bretaña, Suecia, Noriega, Dinamarca, Suiza, Austria y Portugal. No era fácil sacar todas las consecuencias de la notoria “decadencia” del país, y menos cuando se había vencido en la guerra más inmensa de todos los tiempos.

Los laboristas llegaron a la conclusión de que debían modificar en profundidad sus presupuestos tras su tercera derrota consecutiva en 1959. El cambio llegó de la mano de Harold Wilson, que redefinió los objetivos del partido modificando, una vez más, el significado del término “socialismo”, que se entendía ahora como una revolución científica que buscaba la eficiencia del Estado y el desarrollo tecnológico como pilares de una auténtica justicia social. Ese nuevo estilo, tecnocrático y pragmático, marcó la pauta de los gobiernos laboristas ingleses desde 1964 a 1970.

Las dificultades económicas fueron las que propiciaron la caída de los conservadores del poder, y esas mismas dificultades frenaron los ímpetus renovadores de los laboristas, que no consiguieron llevar a buen puerto la reconstrucción industrial que prometieron. La causa estuvo en buena medida en el comportamiento de los sindicatos, que siguieron incrementando su poder hasta llevarlo a cotas que resultaban excesivas y de dudosa legitimidad democrática. El efecto para el conjunto del país fue desastroso desde el punto de vista económico. Los salarios aumentaron con más rapidez que la productividad, y la reconstrucción de la industria británica se hacía imposible. Entre 1951 y 1958 los salarios crecieron un 20 %, y otro 30 % entre 1958 y 1964. Consecuentemente, los productos británicos eran tan caros que no podían competir en el mercado. Por si eso fuera poco, la estructura sindical -seiscientos sindicatos, frente a dieciséis en Alemania-, provocaban situaciones en los que unos centenares de trabajadores paralizaban el trabajo de varios millares; se hicieron huelgas salvajes para determinar si la pausa del té debía ser a las 10 ó a las 11, con una frivolidad inconcebible en otros países. Daba la impresión de que las agrupaciones de trabajadores británicos eran incapaces de pensar en un sentido moderno y adaptarse a las novedades tecnológicas y organizativas. A esto se sumaba la mala administración de las empresas, una política económica vacilante, y un imperio en disolución que era, más que nunca, la carga del hombre blanco, pero ahora en un sentido estrictamente presupuestario. Inglaterra parecía hundirse sin remedio.

Incapaces de cambiar de rumbo, los laboristas se conformaron con esos resultados económicos y dejaron como herencia más destacada la legislación en cuestiones relativas a moral y costumbres, que marcaba el sentido de la corriente permisiva que se impondría años más tarde: divorcio fácil, aborto, fin de las trabas legales para los homosexuales, justificación de la crudeza en los espectáculos, etc.

Pero en el perfil del país había una política que marcaba todavía más la evolución del que fuera primer imperio mundial no muchos años atrás. Si entre 1951 y 1954 se había tratado de crear una confederación con las colonias y excolonias, y de 1954 a 1960 se intentó canalizar las aspiraciones independentistas, mediante el empleo de la fuerza cuando se consideraba preciso, a partir de 1960 los gobiernos conservadores adoptaron una táctica de retirada definitiva que fue continuada por los laboristas desde 1964. Si Francia decidió cortar vínculos y retirarse en 1958 Gran Bretaña imitó el ejemplo un año más tarde, cuando Harold Macmillan se creyó en condiciones de imitar la postura de De Gaulle. Como manifestó un líder de los colonos de Kenia un cambio dramático sobrevendría en la política del gobierno británico después de la elección general celebrada en octubre de 1959 (...) se adoptó la decisión de salir de África con tanta prontitud como la decencia lo permitiese. Pero esta nueva política, aunque racionalizada en el discurso Los vientos del cambio de Macmillan, pronunciado en Ciudad del Cabo en febrero de 1960, consistió más en una serie de sacudidas violentas que en un suave cambio de orientación. El secretario de colonias reconoció más tarde que no hubo una decisión trascendente, sino más bien una veintena de decisiones intencionadas distintas. Esto no significó que el respeto de las formalidades en una carrera abandonista que dejó a las colonias con poco más que una Constitución escrita y un desorden político gigantesco que conduciría en pocos años al hundimiento político y económico de las excolonias: ninguna Constitución seguía vigente en los años ochenta, las guerras y los golpes de Estado fueron la tónica general de la vida pública, y el subdesarrollo la definición de la economía de los nuevos países.

El Reino Unido fue la única gran democracia europea que se libró de protestas y violencia en 1968, a pesar de que allí también proliferaron los nuevos grupos de izquierda. Pero, desde 1969, esa violencia escamoteada estalló en el Ulster y puso en primer plano el problema de Irlanda del Norte.

La siempre difícil convivencia entre católicos y protestantes en la parte de Irlanda que seguía perteneciendo al Reino Unido se vio agravada en el otoño de 1968 por los motines de Londonderry. Los intentos de negociar una solución política chocaban con la intransigencia unionista, cerrada por completo a todo lo que sonara a Dublín. La violencia entre las dos partes en conflicto obligó a enviar tropas desde 1969 para intentar la pacificación. No se consiguió: a la violencia de los protestantes contestaron los grupos radicales católicos con la ofensiva del Ejército Republicano Irlandés (IRA), que se convirtió en una guerrilla urbana desde 1971. En febrero cayó muerto el primer soldado británico y comenzó la negra espiral de acción-represión-acción que iba a marcar los años siguientes, con el agravante para Londres de que los atentados del IRA saltaron a Gran Bretaña.

En 1970 se había producido un inesperado regreso de los conservadores al poder que no aportó gran cosa al Reino Unido. Salvo el éxito de la entrada en la CEE en 1973, no pudieron remediar las crecientes dificultades económicas derivadas de la crisis energética, los problemas del terrorismo ni los sociales. El líder conservador Edward Heath, eficaz pero poco popular, formó gobiernos que buscaban acreditarse por su eficiencia técnica, pero que, muy pronto, vieron sus proyectos abandonados como consecuencia de la inflación y el aumento del déficit y el paro.

Cuando intentaron una medida de mayor calado con la Ley de Relaciones Industriales, el enfrentamiento con los sindicatos desencadenó una oleada de huelgas que sumió al país en una grave crisis político-social desde 1971, crisis que conectó con la económica de 1973. En 1974 los sindicatos ahondaron la herida con una huelga general de la minería en plena crisis energética: el gobierno estaba derrotado, hubo que ir de nuevo a las urnas.

Pero los resultados de las elecciones de febrero de 1974 no dieron una solución clara: los dos grandes partidos retrocedían -desigualmente- y era el liberal el que se fortalecía, lo mismo que los nacionalistas escoceses -30 % del voto en Escocia- y galeses. Daba la impresión de que el sistema político británico estaba empezando a fallar. El laborista Harold Wilson formó gobierno con un débil apoyo parlamentario, cedió ante los sindicatos y convocó nuevas elecciones en octubre para obtener una mayoría más cómoda: apenas sí mejoró sus resultados.

De otra parte, los setenta habían deparado a la historia del Reino Unido una importante novedad largamente anunciada: su incorporación a la Comunidad Económica Europea el primer día de 1973. Los obstáculos que habían impedido la adhesión británica al proyecto europeo -el Imperio y De Gaulle- pertenecían ya al pasado. La entrada en el juego europeo de un país con una personalidad tan marcada no se realizó sin problemas: para el conjunto de la Comunidad supuso un importante cambio de temas de debate y de estrategias que llega hasta la actualidad, y para la propia política británica un motivo de discusión que ha sido causa de enfrentamientos entre los dos grandes partidos e incluso de disensiones en su interior. Wilson había hecho campaña contra el modo en que los conservadores habían negociado la adhesión, y planteó en términos radicales la cuestión de la permanencia cuando llegó al gobierno. Con objeto de dar mayor fuerza a sus argumentos en pro de la renegociación del tratado frente a los socios comunitarios, no dudó en plantear una medida absolutamente excepcional en la historia inglesa: la celebración de un referéndum. La decisión fue causa de un agudo debate interno. Para muchos, considerar insuficiente la decisión del Parlamento, poner entre paréntesis a los representantes del pueblo en la patria del parlamentarismo, era tanto como insinuar un cambio de régimen.

Wilson alcanzó su objetivo y al año siguiente dimitió, sin dejar claras las razones. Fue sustituido por James Callaghan, que fracasó en los mismos puntos que sus predecesores. La economía se mantuvo a duras penas a flote gracias al balón de oxígeno que supuso la explotación de los yacimientos petrolíferos del Mar del Norte. Pero el peso de los sectores nacionalizados y la intransigencia sindical hacían la situación cada vez más difícil, con un desempleo que no dejaba de crecer. Así, el clima social se deterioraba progresivamente mientras el gobierno esbozaba grandes proyectos de nuevas medidas socializantes.

Los sindicatos cargaron de nuevo contra el gobierno con una oleada de huelgas salvajes en 1974-75 y, sobre todo, en 1978-79; la consecuencia fue que el país se colocó al borde del colapso. No obstante, el golpe final que haría caer al gobierno no vino por ese lado. Fue la cuestión de la autonomía legislativa -para Escocia- o administrativa -para Gales- lo que lo hizo caer: la retirada del apoyo de las minorías nacionalistas en el Parlamento hizo que se adelantaran de nuevo las elecciones en 1979.

La situación era caótica. El país había vivido en los últimos años dos experiencias desconcertantes: liquidado el Imperio llegó -al tercer intento- la incorporación a la CEE; en 1974 tuvo lugar el hecho insólito de la celebración de dos elecciones en un mismo año; el siguiente trajo la sorpresa del referéndum replanteando ni más ni menos que la cuestión de la Comunidad; y se siguió con una creciente agitación laboral, una dura oleada terrorista, el despertar de los nacionalismos y un nuevo adelanto electoral. Todo parecía indicar que algo no iba bien en el Reino Unido, y que algo debía hacerse para cambiar el rumbo. Gran Bretaña se enfrentaba con su futuro de una forma solemne en las elecciones de 1979. Con ellas comenzaría una era política que se situó contracorriente de las prácticas habituales desde la Segunda Guerra Mundial.

1979 puede considerarse el año en que los efectos políticos de 1968 dejaron de dominar el panorama político. El símbolo de este cambio de aires radicó esta vez en Gran Bretaña. Después del invierno del descontento, plagado de huelgas y enormemente desmoralizante, en las elecciones de mayo los laboristas obtuvieron su peor resultado desde 1931 (37 % de los votos), y los conservadores un éxito que, si bien no era resonante, iba a tener importantes consecuencias en función de quién sería su administradora: la líder torie Margaret Thatcher. El éxito de Thatcher no era fruto del azar; sus ideas suponían una ruptura con el equilibrio Estado-Empresa privada-sindicatos admitido desde los años cincuenta. Tal sistema y las consecuencias que había tenido para el país terminaron por cansar al electorado, hasta llegar a una generalizada hostilidad hacia un movimiento sindical que, mientras hablaba de solidaridad y promoción de la justicia, hacía gala de un egoísmo y una falta de sentido que muchos estimaban intolerable.

En efecto, en ningún país el declive económico relativo había sido tan intenso como en Gran Bretaña. Si la economía inglesa crecía, no era al ritmo que lo hacían los países de su entorno. El siglo pasado el Reino Unido había sido la cuna de la revolución industrial, el taller del mundo, el centro de las más importantes decisiones económicas a escala universal, y el único que podía defender un libre comercio a ultranza por la ausencia de competidores que pudieran medirse con él. Como contrapunto, entre 1900 y 1980 el volumen de exportaciones procedentes del Reino Unido se había dividido por 13; los ingresos per cápita de los ingleses habían sido superados por muchos otros países desarrollados, el PNB británico era ahora peor que el italiano, la productividad caía continuamente y, para colmo de males, en los años sesenta la inflación se disparó al mismo tiempo que lo hacía el desempleo. Daba la impresión de que sólo faltaba cerrar el país por incompetente. Las causas eran variadas: gastos oficiales excesivos, rígida estratificación social y poder sindical excesivo eran las más destacables.

Frente a esta situación Thatcher elaboró un programa político ambicioso: condenaba la omnipresencia estatal, pretendía recortar el gasto público, reordenar los gastos sociales y limitar el poder sindical; apostaba por el retorno de valores olvidados, que debían volver a hacer grande al Reino Unido: iniciativa y capacidad de asumir riesgos, éxito para el esfuerzo individual, valoración de la desigualdad como factor de estimulación social, recuperación de la moralidad social. Es decir, una revisión a fondo del Estado del Bienestar que se había considerado modelo político desde los cuarenta. Todo esto lo afrontó la Primera Ministra con un convencimiento capaz de hacer soportar las dificultades con que se topaba el cambio propuesto. Thatcher estaba convencida de que luchaba por una sociedad más justa, y se mantenía indiferente a los vaivenes de los índices de popularidad.

Los primeros años fueron muy difíciles. La coyuntura internacional no favorecía sus planes, y -frecuentemente- tampoco el ambiente interno del partido la ayudó en su propósito. La oposición sindical resultó durísima y a ella hubo que sumar una descomposición social que degeneró en motines en una veintena de ciudades en 1981. Para esas fechas el prestigio de Thatcher había caído de forma espectacular. Incluso dentro del gobierno algunos pensaban que se estaba yendo demasiado lejos y la Primera Ministra se vio obligada a reformar -para endurecerlo- su gabinete. Andando el tiempo las realizaciones resultaron sorprendentes. En 1982 se cosecharon los primeros éxitos del gobierno: se frenó la inflación y las privatizaciones repercutieron favorablemente en el ahorro popular.

Probablemente esto no hubiera bastado para favorecer a la postura de Thatcher, que encontró inesperadamente su gran oportunidad cuando la Junta Militar que gobernaba Argentina ordenó a sus tropas invadir las islas Malvinas. La Primera Ministra decidió contestar con la fuerza: el Reino Unido se permitió responder a una agresión a 15.000 Km de distancia y salió victorioso. Una oleada de patriotismo, y un ascenso vertiginoso de la popularidad de Thatcher -que había actuado contra el parecer de su propio gobierno-, recorrieron el país. Fue una sorpresa de dimensiones históricas: el Imperio difunto libró una guerra colonial como no lo había hecho desde antes de la Gran Guerra, y el pueblo aplaudió entusiasmado. Parecía el mundo de posguerra del revés: ahora se aplaudía el replanteamiento del Estado del Bienestar y la actuación con modos imperiales.

La dama de hierro optó entonces por adelantar un año las elecciones aprovechando el buen momento. Su lema, Gran Bretaña fuerte y libre, hablaba bien claro del nuevo estilo; en el manifiesto electoral se hacía una llamada a la responsabilidad individual en la tarea común -Gran Bretaña- que se definía como: (...) una gran cadena humana que se extiende hacia el pasado y en dirección al futuro. Todos están unidos por una creencia común en la libertad y en la grandeza de Gran Bretaña. Todos son conscientes de su propia responsabilidad a la hora de contribuir a ambas. El fruto fue la mayoría parlamentaria más amplia de los conservadores desde 1945, acompañada de un espectacular retroceso -un 9 %- de los laboristas, que aparecían, además, divididos.

Tras su éxito en las urnas Thatcher reafirmó sus posturas. Las privatizaciones aceleraron su ritmo hasta alcanzar la cuarta parte del sector público y volvieron a saldarse con un éxito económico. En ese momento se libró también la batalla definitiva con los sindicatos, un enfrentamiento durísimo del que el líder sindical minero, Scargill, había hecho ya una cuestión de vida o muerte. El gobierno salió victorioso de la oleada de huelgas y los sindicatos quedaron redimensionados con la implantación de una legislación que limitaba la acción de los piquetes y exigía el voto secreto para iniciar o mantener los paros.

Los resultados terminaron por dar la razón a Thatcher: su política monetarista cambió el rumbo de la economía británica. Hubo siete años de un firme crecimiento, se redujo el déficit público seriamente, la inflación descendió del 15 al 4,5-6 % y el desempleo bajó desde el 13 al 6 %. La revolución Thatcher, tan silenciosa por los modos como la laborista de la segunda mitad de los cuarenta, marcó así una vía de salida a la crisis de los años setenta.

Thatcher estaba consiguiendo llevar a término su programa sin que ningún adversario externo fuera capaz de detenerla. Callaghan había dimitido como jefe de la oposición en 1980. Su sucesor, Michael Foot, tampoco consiguió estabilizar el partido, y su actitud radical forzó el éxodo de otros líderes para formar el Partido Socialdemócrata, que concurrió a las elecciones en alianza con los liberales. En 1983 fue sustituido por Neil Kinnock, otro radical que seguía conjugando el verbo nacionalizar como panacea de todo mal, algo que ya casi nadie estaba dispuesto a admitir. En 1987 las urnas volvieron a dar la victoria a los conservadores -no tan abultada como en 1983-, y la Primera Ministra insistió en continuar con la “línea dura” de sus reformas. Esta vez las mayores dificultades vendrían de su propio partido, donde la tendencia moderada pretendía cambiar el rumbo del gobierno. Mientras tanto, los laboristas preparaban un nuevo programa -que se publicó en 1990- en el que los lectores tenían que buscar mucho para encontrar la palabra “socialismo”. Por el momento, en los años en que se hundía el bloque comunista, la política de Thatcher se había impuesto, y había supuesto un aldabonazo en la conciencia colectiva inglesa que tuvo una resonancia tan impresionante como inesperada.

Pero el Reino Unido formaba parte ahora de una Comunidad Europea, de modo que esa resonancia encontró eco también en la construcción de Europa que estaba en marcha. Los debates del Consejo Europeo tuvieron a Thatcher como protagonista no pocas veces, para limitar el gasto inglés en la Comunidad, para evitar avances en un sentido federalista inconcebible con su concepción de la política y de la monarquía británicas y para protestar contra las tendencias reglamentistas que tendían a identificar la Comunidad, en palabras suyas, con un superestado centralista y burocrático.

No podía ser de otra forma, ya que el giro neoliberal que representaron Margaret Thatcher y Ronald Reagan en América era sólo un aspecto de una pérdida mucho más general de fe en el Estado como organismo benévolo. El Estado había sido el gran triunfador del S. XX, y también su principal fracaso. Hasta 1914 era raro que el sector público abarcara más del 10 % de la economía; hasta los años setenta, incluso en los países liberales, el Estado absorbía hasta el 45 % del PNB. Pero -como ha señalado Johnson- si en tiempos del Tratado de Versalles la mayoría de los entendidos creía que un Estado desarrollado podía aumentar la suma total de la felicidad humana, hacia los años ochenta nadie sostenía esa opinión fuera de un decreciente y desalentado núcleo de irreductibles. Se había realizado innumerables veces el experimento; y en casi todos los casos había fracasado. La cuestión estaba ahora en saber como podían ser la política y los políticos en una etapa con un Estado diferente.

Tras la crisis de 1929 había resultado precisa una redefinición del Estado y de su función en materia económica y social: nació así el New Deal rooseveltiano que definió los criterios de gobiernos para una etapa de la historia de los países avanzados. Las crisis de 1968 y 1973 terminaron con la validez de esos criterios y exigieron nuevas soluciones. Esta vez el New Deal arbitrado para sacar al sistema de las dificultades en estaba sumido tuvo un signo casi opuesto al de los años treinta. Pero su alcance fue análogo: diseñó una nueva forma de hacer política que fue tomada como modelo en distinta medida por la mayor parte de los gobiernos occidentales.

El sistema político del Reino Unido tuvo oportunidad de dar una nueva lección de funcionamiento correcto de un régimen parlamentario caracterizado ya por una proverbial estabilidad. En 1990 el Partido Conservador Británico, tras apretada votación, promovía el relevo de Margaret Thatcher ante su creciente impopularidad motivada fundamentalmente por la aprobación del polémico impuesto poll tax. Dejaba así Downing Street el primer ministro que durante más tiempo ocupara el cargo en toda la historia constitucional británica. Sus tres mandatos consecutivos estaban destinados a dejar honda huella en la vida pública de las islas. Su sustituto, el también conservador John Major, anunció una línea continuista que le llevó en 1992 a ganar holgadamente las elecciones generales. Legitimado por las urnas, Major acometía su proyecto más ambicioso: la apertura de un proceso negociador sobre Irlanda del Norte. En 1994, tras veinticinco años de conflictos armados, el IRA y su rama política, el Sinn Fein, anunciaban un alto el fuego permanente. La paz parecía abrirse camino. Con todo, el problema más espinoso de Major consistió en hacer frente a las divisiones internas del Partido Conservador, entre los partidarios de la integración europea vía Tratado de Maastricht y los llamados euroescépticos. Todo un símbolo de la división que en esta materia se registraba desde hacía años en la opinión pública británica. Pero la libre fue integrada en el Sistema Monetario Europeo (aunque no ha llegado a acogerse al euro hasta el 1 de enero de 1999), a la vez que se han estrechado los lazos con la Europa continental (eurotúnel).

Finalmente, en las elecciones de 1997 vencieron los laboristas en la figura de Tony Blair, quien dispuso un gabinete realmente modernizador y está desarrollando una política de cierta solidez para el país. Lo que parece ser el fin de la violencia en Irlanda del Norte constituye todo un logro del premier Tony Blair, símbolo actual de lo que se ha dado en denominar la tercera vía. Con todo, en diciembre de 1988, Blair -como en su día hiciera Margaret Thatcher- no ha dudado tampoco en lanzar un bombardeo de castigo contra el Irak de Saddam Hussein junto a Estados Unidos.

DE LA RFA A LA ALEMANIA UNIFICADA.

La cuestión más difícil, en torno a la cual se decidió el destino de Europa en los años siguientes, fue la alemana. Tanto los Estados Unidos como la U.R.S.S. sabían que el control de Europa pasaba por el de Alemania. Las decisiones adoptadas en Yalta y Potsdam preveían un Consejo Interaliado de Control que gobernaría la nueva Alemania hasta conseguir la desnazificación y decidiría después su futuro. El país se dividió en cuatro zonas de ocupación, bajo mando norteamericano, inglés, francés y soviético respectivamente. El punto de acuerdo entre todos los ocupantes se restringía al designio desnazificador, de desarme del país y de su consiguiente neutralización. El símbolo de esta acción fueron los juicios de Nuremberg, en los que tribunales nombrados por los aliados sentaron en el banquillo a los gobernantes de la época nazi que sed habían logrado apresar. Al mismo tiempo se procedía a la depuración de las administraciones públicas y de justicia y se emprendía la reeducación democrática de la población.

Pronto se advirtieron serias diferencias entre las políticas de los aliados, falta de unidad que acabaría por generar la división del país y, por ende, de Europa. Mientras que los norteamericanos optaron por reponer a las autoridades locales depuestas por los nazis, los británicos apoyaban a los socialdemócratas, los franceses se preocupaban de cobrar reparaciones y los soviéticos hacían lo mismo en gran escala al tiempo que apoyaban a los miembros del Partido Comunista, KPD.

El que sería principal protagonista de la política alemana en los años siguientes, Konrad Adenauer, fue nombrado por los norteamericanos alcalde de Colonia tras la ocupación de la ciudad, y expulsado del cargo cuando esta pasó a estar bajo control británico. Además quedó así libre para asumir el control de la Nueva Unión Demócrata Cristiana que se había ido formando durante el verano y el otoño de 1945. En marzo de 1946 el líder democristiano pronunció un imponente discurso que -según Johnson- marcó el comienzo de la política alemana de posguerra; en él señaló sus objetivos: el nuevo Estado no debía dominar al individuo. Debía permitirse que cada uno desatollase su propia iniciativa en todos los aspectos de su vida. La ética cristiana debía ser la base de la comunidad alemana. El Estado debía ser federal, y era necesario concebirlo con vistas a la eventual creación de los Estados Unidos de Europa. En sus palabras de 1946 sonaba el eco de otras pronunciadas por él mismo en 1918: Sea cual fuere la forma definitiva del tratado de paz, aquí, a orillas del Rin, en las antiguas encrucijadas internacionales, la civilización alemana y la civilización de las democracias occidentales se encontrarán durante las próximas décadas. Si no se consigue entre ellas una auténtica reconciliación... se perderá definitivamente el liderato europeo.

Era algo muy distinto de la idea que se hacían los británicos, un Estado bismarckiano con preponderancia socialdemócrata; los franceses, un Estado débil y desarmado que les cediera territorios; o los soviéticos, una Alemania unida bajo mando comunista que respetara las fronteras provisionales impuestas por Moscú. Pero la decisión final del camino que se seguiría no estaba en manos de los políticos alemanes, que no eran dueños de sus destinos. Fueron los aliados vencedores los que zanjaron la cuestión en el plazo de poco más de un año.

En la primavera de 1948 incluso Francia estaba dispuesta a ceder ante los deseos norteamericanos de ayudar a la reconstrucción alemana. Tres años después del armisticio la configuración de los bloques era un hecho, y había que actuar en consecuencia. En la Conferencia de los Seis -EE.UU., Francia, Reino Unido y los del Benelux- celebrada en Londres, los occidentales optaron por la reconstrucción germana, dando por perdida, por el momento, la zona que había quedado en manos soviéticas, del mismo modo que se abandonaba toda pretensión sobre el resto de Centroeuropa dominado por los comunistas. Nació así la República Federal de Alemania constituidas por las tres zonas beneficiarias del Plan Marshall, es decir, las que estaban bajo tutela occidental. La razón para alcanzar este acuerdo tenía acento americano y decía bastante del nuevo espíritu de la política europea: estribaba en el reconocimiento de la necesidad de asegurar la reconstrucción económica de Europa Occidental como base para la participación de una Alemania democrática en la comunidad de los pueblos libres.

La Conferencia de los Seis esbozó para esto un Estatuto de Ocupación que limitaba la soberanía del futuro Estado y los principios generales de la Constitución que deberían elaborar los políticos de los länder: parlamentarismo, democracia, federalismo y garantías para las libertades y los derechos individuales. En septiembre de 1948 se reunió una Asamblea Constituyente en Bonn, con delegados nombrados por los parlamentarios de los land, y el 23 de mayo de 1949 entró en vigor la Ley Fundamental de la República Federal de Alemania (RFA). La Ley había tenido a Adenauer -presidente del Consejo Parlamentario que hizo las veces de gobierno constituyente- por principal autor, y resultó ser una de las mejores Constituciones que se hayan redactado para un Estado moderno. Un instrumento que equilibraba prudentemente la autoridad del canciller con las atribuciones de los miembros de la federación. Comparada con la Constitución de Weimar, era una obra maestra.

De cara a las primeras elecciones, que debían celebrarse el 14 de agosto de 1949, Adenauer buscó la alianza con Ludwig Erhard, presidente del Consejo Económico Bizonal, que tenía una idea de la organización económica que encajaba perfectamente con las ideas políticas de Adenauer: mercado y comercio libre, tarifas aduaneras bajas, importaciones baratas y elevado número de exportaciones. Los resultados de los comicios sorprendieron a los británicos -que aguardaban una victoria socialdemócrata- al otorgar 7.360.000 votos a la coalición formada por la Unión Cristianodemócrata de Adenauer (CDU) y la Unión Socialcristiana (CSU), y algo menos de 7 millones a los socialdemócratas del SPD. Adenauer formó gobierno aliándose para ello con la tercera fuerza parlamentaria, el Partido Liberal (EDP). Tenía 73 años y afirmó que, por consejo médico, no estaría en el poder más de dos. Estuvo catorce, y lo ejerció de un modo autoritario. Su labor se centró en tres aspectos: la reconstrucción económica del país siguiendo la línea trazada por Erhard; una decidida integración en el bloque occidental asentada en el europeísmo y el anticomunismo; y la consecución del fin del Estatuto de Ocupación unida al reconocimiento de la República Federal Alemana como una nación más en el concierto occidental.

Adenauer contó para ello con la colaboración de la política soviética que, al mantener Alemania dividida, hizo posible que los franceses admitieran a la RFA en el proyecto europeo, algo que difícilmente hubieran hecho con una Alemania unida en aquellos años. Tuvo además a su favor la actitud del SPD, que mantuvo una línea política intransigente, a la vez obrerista y nacionalista, de rechazo sistemático a la economía de mercado, de la construcción europea y del rearme alemán, lo que le mantuvo alejado durante una década de las clases medias. Sólo tras la clara derrota de 1957 una corriente reformista se abrió paso en el partido, liderada, entre otros, por el joven alcalde de Berlín oeste, Willy Brandt. De su mano se llegó al congreso de Bad Godesberg en el que el SPD abandonó las tesis neutralistas y los postulados marxistas, y adoptó un programa pragmáticamente prooccidental y de aceptación de la economía de mercado.

La otra gran ayuda con que contó el canciller fue un regalo del Reino Unido. Los británicos estimaban que la reconstrucción del sistema sindical -destruido completamente por Hitler- era esencial para el restablecimiento de la democracia alemana, por lo que mucho antes de que permitiesen la actuación de los partidos, se preocuparon de fomentar la organización sindical. Para ello enviaron a Alemania a dos líderes sindicalistas ingleses -Lawther, de los mineros; y Tanner, de los mecánicos- que convencieron a los alemanes de que formaran sindicatos por industrias, y no grandes organizaciones nacionales, como era tradicional. Lo que aplicaron fue una versión perfeccionada del modelo sindical británico depurado -como apunta Johnson- de todos sus defectos, anomalías, contradicciones e ineficacias. Así, Gran Bretaña suministró a Alemania una estructura sindical concebida exactamente para las necesidades de la industria moderna, y Alemania Occidental se dotó del sistema de representación de los trabajadores más eficaz de todas las naciones industriales importantes. El nuevo líder sindical -Boeckler- que había trabajado con Adenauer en el ayuntamiento de Colonia, recibió el encargo del canciller de colaborar con Erhard en la programación de la reconstrucción económica. El resultado fue que Boeckler se avino a no demandar nacionalizaciones sino a aceptar la coparticipación de trabajo y capital -principio que se recogió en una ley aprobada con los votos del SPD en 1951-, junto a una política de salarios altos referidos a la productividad. Al año siguiente, los buenos resultados obtenidos permitieron a Adenauer la reorganización de la seguridad social, con lo que alcanzaba buena parte de las metas del SPD. Esto condujo a que el movimiento obrero aceptara una actitud apolítica basada en las ganancias elevadas, los salarios altos y las bonificaciones ligadas a la productividad, una buena seguridad social y representantes en los órganos de decisión de la política económica. El proceso descrito conducía a la desaparición de la guerra de clases, y fue una de las causas de que los socialdemócratas se vieran obligados a modificar su programa en 1959.

El resultado práctico de esta política fue un impresionante crecimiento económico en Alemania en estos años -8 % entre 1948 y 1958-, que se ha dado en llamar el milagro alemán. Lejos de obedecer a causas sobrenaturales, el milagro fue fruto del acierto político, de un intenso trabajo, y del progresivo entrelazamiento de la economía alemana con el resto de las europeas.

Los síntomas del espectacular desarrollo alemán databan ya de 1949-1950, cuando el volumen del comercio exterior se duplicó en un año. Pero el punto de partida había sido tan bajo que quizá fue más notable que el comercio aumentase un 75 % al año siguiente, y se triplicase entre 1954 y 1964. La producción industrial en Alemania Occidental se multiplicó por seis entre 1948 y 1964 y el nivel de desempleo descendió del 8 ó el 9 % en 1949-1952 a menos del 1 % en 1961, y a un mínimo absoluto de sólo el 0,4 % en 1965. Era esa época había seis puestos por cada persona sin empleo y se necesitaban centenares de miles de trabajadores extranjeros (italianos, españoles, griegos, turcos y yugoslavos fueron los que acudieron principalmente) para mantener en funcionamiento la pujante economía alemana. Realmente no era una recesión de envergadura, pero generó un efecto psicológico grave: acostumbrados a la continua expansión, muchos ciudadanos pensaban que estaban ante algo muy parecido a 1929. Los augurios pesimistas se desvanecieron en breve, la pequeña crisis de mediados de los sesenta se remontó rápidamente, las exportaciones volvieron a crecer y a finales de la década la economía alemana volvía a ser la envidia de las naciones europeas.

En política el periodo había comenzado en 1959 con un importante cambio programático en el SPD, que tuvo notables consecuencias a mediados de los sesenta. La apertura de los socialdemócratas a las clases medias se confirmó en 1961 -con motivo de la construcción del muro de Berlín por las autoridades comunistas de la RDA- el SPD hizo campaña definitivamente alineado con las tesis occidentalistas. Además, el desgaste -político y biológico- de Adenauer, y su consiguiente retirada en 1963, produjeron un deslizamiento de las preferencias electorales hacia la izquierda.

El sucesor de Adenauer, Ludwig Erhard, completó las reformas sociales siguiendo su lema bienestar para todos, pero tropezó con la ralentización de la economía, consecuencia de la política de salarios altos que se venía manteniendo. Erhard dejó la cancillería en 1966, cuando estaba a punto de ser palmaria la recesión de la economía. La división interna de los liberales y la necesidad de la concertación llevaron al nuevo canciller, Kurt Kiesinger, a formar una gran coalición con el SPD, que dio entrada a Willy Brandt en el gobierno como ministro de Asuntos Exteriores. Para los que no pensaban más que en términos de bipartidismo, la decisión supuso una colosal sorpresa, algo así como otro milagro alemán (político esta vez). Los dos grandes partidos se mostraron así tan capaces de oponerse como de coaligarse. Tanto unos como otros debieron hacer frente a la incipiente contestación al sistema que iba tomando cuerpo hacia 1967 con la aparición de una oposición extraparlamentaria que anticipaba lo que sería 1968. Las razones para esa oposición furibunda radicaban en el razonamiento que argüía que la alianza manifestaba sin ambages lo que algunos habían advertido tras el cambio de programa del SPD en Bad Godesberg: CDU, CSU y SPD eran todos lo mismo, a saber, fascismo enmascarado.

La revuelta de 1968 en Alemania se afrontó mediante una ley de emergencia, promulgada en junio de 1968, que se adhirió al texto constitucional como la ley de garantía de la seguridad y el orden públicos. Alcanzó su objetivo y consiguió detener el creciente movimiento universitario y el sindical radical, próximo a la oposición extraparlamentaria. La tarea revistió menos dificultad que en Francia ya que el movimiento estudiantil -paralelo en todo al norteamericano y al francés- no se complicó con huelgas simultáneas de trabajadores. Una reforma educativa fue su fruto en lo institucional, mientras que la aparición del terrorismo se convirtió en la consecuencia social más lamentable de los radicalismos ideológicos.

En 1969 las elecciones dieron una mayoría exigua a los socialdemócratas y liberales (224 y 30 diputados respectivamente), pero suficiente para relegar a la oposición a los cristianodemócratas (242 diputados). La gran coalición había terminado en un relevo en toda regla. El nuevo gobierno, con Willy Brandt como canciller al frente, amplió el sistema de protección social a base de aumentar el déficit estatal, una medida que el país soportó gracias a la alta tasa de crecimiento económico. Pero la novedad más resonante de la nueva etapa era la política de apertura hacia el Este, la Ostpolitik. La nueva orientación suponía renunciar al proyecto tradicional de la RFA y aceptar de hecho el estatuto de Europa Oriental como había sido configurada por los soviéticos: en 1970 se alcanzó un acuerdo preliminar con la U.R.S.S. que buscaba garantizar la paz y la distensión y suponía la aceptación de las fronteras existentes. La espinosa cuestión de considerar Alemania como una sola nación se consiguió evitar eludiendo toda mención del problema.

Con esto quedaban asentados los preliminares de los acuerdos entre las dos Alemanias a los que se llegó en 1971 y 1972; hubo un Tratado Fundamental, los dos Estados reconocieron mutuamente su soberanía y se intercambiaron “representantes permanentes”. Los países occidentales reconocieron a la RDA, y ambas Alemanias ingresaron en la ONU. La nueva situación convirtió a Bonn en el interlocutor favorito de Moscú, y a la RFA en la más ferviente defensora de la distensión: la que fuera presa codiciada iba camino de convertirse en árbitro entre sus guardianes.

Los problemas internos y el nerviosismo de algunos democristianos ante los daños que, según ellos, podía inferir a la economía la política socialista, empujaron a Brandt a adelantar las elecciones a 1972 en busca de una mayoría más holgada. Consiguió su objetivo. El nuevo reparto de escaños en el Bundestag daba 225 a la CDU-CSU, 230 al SPD y 41 al FDP. A partir de entonces los problemas surgieron en el interior del SPD: algunos sectores del partido, especialmente las juventudes, pedían una radicalización de las medidas socializadoras, y -prácticamente- una vuelta atrás con respecto a los acuerdos de Bad Godesberg. Mientras que Brandt realizaba cada vez más concesiones a los descontentos otros sectores del partido temían que la radicalización volviera a aislarlos. El conflicto se solventó con la dimisión de Brandt a raíz de un asunto de espionaje -destapado con sospechosa oportunidad-, y la entrada en la cancillería de Helmut Schmidt en 1974. Schmidt adoptó medidas de contención del gasto y concedió mayor margen de actuación a la iniciativa privada, con lo que consiguió contener la crisis económica y la inflación, aunque no el paro.

El otro gran problema, el terrorismo, hijo de las ideologías radicales sesentayochistas, fue afrontado de otro modo por Schmidt después de las elecciones de 1976. En éstas los cristianodemócratas obtuvieron un 48,6 % de los votos (243 escaños), los socialdemócratas un 42,6 (218 escaños) y los liberales un 7,9 (53 escaños). La coalición liberal-socialista continuó, pero muy pronto aparecieron graves disensiones internas en el gobierno. La habilidad de Schmidt permitió que se mantuvieran unidos en política terrorista, y un masivo apoyo de la opinión pública para una política de dureza frente a los miembros de la principal banda terrorista, la Baader-Meinhof. En octubre de 1977 tuvo lugar en prisión el suicidio -bien sospechoso- de tres de los principales fundadores de la banda. El hecho inició el definitivo declive de la ola terrorista, que terminó por desaparecer totalmente en los años siguientes.

En conjunto, la primera gran alternancia política en la RFA confirmó la solidez de las instituciones y puso de manifiesto la capacidad de los socialdemócratas de relevar a los democristianos sin traumas, y hasta ventajosamente. Pero quizá lo más importante del caso es que el SPD configuró un modo de hacer política que resultó modélico para formaciones análogas en otras democracias europeas. La experiencia alemana y el poderoso influjo que sus líderes ejercieron dentro de la Internacional Socialista favorecieron la generalización en Europa Occidental, y más tarde en la meridional, de un socialismo moderado, decididamente prooccidental, atlantista, europeísta, ajeno al furor nacionalizador y decididamente alejado de cualquier tesis revolucionaria.

En Alemania, pese a la gran popularidad del canciller Schmidt, los vientos de cambio propiciaron un relevo en el gobierno que se gestó en 1980-81 y se resolvió en 1982 con la retirada de la confianza de los liberales al gobierno de coalición socialdemócrata, y la entrada en la cancillería del democristiano Helmut Kolh. Las elecciones de 1980 habían puesto de manifiesto el estancamiento socialdemócrata, y los liberales estimaron llegado el momento de cambiar de socios. En 1983 los urnas registraron el apoyo de los electores al cambio que habían efectuado los políticos, y mostraron una seria bajada del voto al SPD, que quedó sumido desde entonces en una crisis de programa, de personalidades y de perspectivas.

Kohl traía un programa conservador, neoliberal, matizado por el estilo socialcristiano alemán; es decir, un proyecto en el que el Estado, aunque retrocedía y limitaba sus gastos, seguía desempeñando un importante papel activo de mediador y garante del bien común. Los resultados fueron éxitos económicos que fortalecieron la economía alemana hasta darle una proverbial solidez, sin que se operara una retirada masiva del Estado: las importaciones de petróleo se redujeron a la mitad, mientras los ingresos procedentes de las exportaciones se multiplicaron por diez en cinco años, y por dieciséis al final de la década; la inflación bajó del 6 % en 1981 a un 1 % en 1986, mientras que el paro descendía también un punto hasta situarse en poco más del 6 %. En resumen, Alemania estaba de nuevo en una época de prosperidad, en la que no faltaron medidas impopulares como la reducción de la cuantía de las pensiones por desempleo, la disminución de la baja laboral por maternidad o la limitación de los préstamos a los estudiantes. A diferencia de Inglaterra, en Alemania el gobierno contó con el apoyo de los sindicatos a su política económica: no insistieron en sus reclamaciones salariales mientras se atravesó lo más duro de la situación, y sólo favorecieron un suave crecimiento de las remuneraciones desde 1984.

En política internacional los gobiernos democristianos mantuvieron el filoatlantismo tradicional, pero sin descuidar las relaciones con el Este creadas en el marco de la Ostpolitik, desmarcándose en ocasiones de las iniciativas norteamericanas. Cada vez más, los alemanes hacían gala de una independencia que procedía de su conciencia de tener una personalidad propia y un creciente peso en la escena mundial, lógica consecuencia de su estabilidad política y su poderío económico. La situación internacional, además, abría nuevas perspectivas para su actuación, en un momento en que la llegada de Gorbachov al poder podía suponer un cambio de las reglas de juego en Europa.

Las elecciones de 1987 dieron otra vez la victoria a la CDU-CSU, pero la mayor novedad vino de otra parte: el ascenso de los Grünen (verdes) y -menos importante- el de la extrema derecha. Los movimientos políticos “verdes” habían nacido al calor de la protesta contra la carrera armamentista, y pretendían abrir caminos alternativos de organización social frente al paradigma occidental que les resultaba detestable. Eran el fruto cosechado, especialmente, entre los más jóvenes, por un movimiento intelectual que partía de la idea de que las dos superpotencias iban camino del choque y que Alemania, para sobrevivir, debía apartarse de la alianza occidental. La preocupación por los problemas del medio ambiente era el eje vertebrador de lo que en realidad era una amalgama de movimientos, hijos póstumos del sesentayochismo, a los que les faltaba unidad. Su éxito, no obstante, iba a ser pasajero, ya que los partidos tradicionales y los gobiernos se apresuraron a dar cabida en sus programas a las preocupaciones medioambientales, que dejaron de ser monopolio de los “verdes”.

Kohl consiguió extender la política de fortaleza de la RFA vinculada estrechamente a la construcción europea, y su éxito tuvo consecuencias importantes para el futuro de las dos Alemanias y del continente. A lo largo de 1989, la apertura húngara posibilitó el trasvase de población de la RDA a la RFA, y ésta estaba preparada para recibirla, e incluso para llegar más lejos. El 9 de noviembre de 1989 cayó el muro de Berlín. No se produjo un éxodo masivo de población occidental hacia el Este, la Alemania atractiva era la Occidental, mientras que la Oriental se debatía entre la represión y la contestación cuando celebraba su cuarenta aniversario. Lo que el futuro deparara a Alemania estaba en manos, fundamentalmente, de los políticos de la RFA, y fueron las decisiones que adoptó Kohl las que marcaron el comienzo de la década siguiente.

El 9 de noviembre de 1989 las autoridades germano orientales decidían abrir los accesos que comunicaban las dos zonas de la ciudad de Berlín. Después de cuarenta años de existencia la República Democrática Alemana se venía abajo con estrépito. Toda obra humana termina arruinándose, pero este hundimiento resultó inesperado para casi todas las chancillerías europeas; parecía prematuro. En realidad, era el fruto de un proceso iniciado ya en 1985 con el acceso de Mijail Gorbachov al liderazgo de una U.R.S.S. que se desmoronaba. Paradójicamente, la perestroika nunca había sido bien vista por los líderes de la RDA, que se esforzaban en aparentar que los cambios en la política soviética en nada les afectaban. Pero los vientos que soplaban de Moscú estaban destinados a cambiar la historia de Alemania y, con ella, de nuevo, la de toda Europa. El 18 de marzo de 1990 se celebraron elecciones libres en el territorio de la RDA por primera vez desde 1933. El triunfo de los conservadores aliados de la CDU occidental fue aplastante. El programa que los llevó al triunfo era bien sencillo: reunificar Alemania. En agosto de 1991 se firmaba el Tratado de Unificación: los cinco Länder orientales se integraban en la República Federal e ingresaban en la CEE y en la OTAN. El cansino ritmo histórico impuesto en 1945 parecía, de pronto, haberse dislocado. No era sólo Alemania. En breve lapso, habían sido barridos los sistemas comunistas de Europa Oriental, las repúblicas bálticas recuperaban su independencia, Yugoslavia se desintegraba, Checoslovaquia acordaba su escisión pacífica. Como colofón, antes de finalizar 1991 desaparecía la Unión Soviética. Terminaba el capítulo histórico abierto tras el final de la Segunda Guerra Mundial. El telón de acero se había desvanecido. La vieja Europa recuperaba su unidad.

Ciento veinte años atrás Bismarck había desatado y vencido tres guerras para organizar al gusto prusiano el espacio político alemán, decisivo en la organización de Europa. En 1990 Helmut Kohl, utilizando las armas de una economía sólida y una diplomacia hábil y eficaz había reunificado Alemania, integrando en el concierto hasta entonces llamado occidental a un país que era la quintaesencia de la Europa Central comunista. Para los responsables de la política germana la apertura del muro quizá no fuera tan sorprendente, reaccionaron con la prontitud de quién parecía estarlo esperando. Mientras, franceses y británicos miraban asombrados la celeridad con que se operaba la reunificación, sin acertar a pensar como podía objetarse algo sin parecer un defensor de los viejos fantasmas. Aprovechando años de prestigio y moderación los alemanes marcaban el nuevo ritmo. En los años sesenta el cambio vino de Francia, de Inglaterra en los ochenta, los noventa serían la década de Alemania.

La diplomacia germana se encargó de amortiguar los recelos de sus aliados con dos argumentaciones fundamentales. En primer lugar, la nueva Alemania seguiría siendo la misma que había sido la RFA “de siempre” y la integración de la zona oriental en las instituciones europeas era la mejor garantía que podía ofrecerse. En segundo término, las fronteras de 1945 eran incuestionables, tal como se certificó el 12 de septiembre de 1990 mediante el Tratado sobre el Reglamento definitivo de la Cuestión Alemana, rubricado por las cuatro antiguas potencias de ocupación y los representantes de los dos Estados germanos. El acuerdo se completa en 1991 con sendos tratados de buena vecindad con Polonia y Checoslovaquia. El ejército conjunto de la nueva Alemania se reducía en términos absolutos y mantenía su renuncia expresa a la posesión de armas químicas o nucleares.

El 2 de diciembre de 1991 tenían lugar las primeras elecciones generales en la nueva Alemania unificada, un país de 350.000 km2 de superficie y casi 80 millones de habitantes, el tercer país por extensión y el más poblado a excepción de Rusia. La victoria correspondió a los cristianodemócratas que junto a sus aliados liberales sumaron el 54 % de los votos. Los socialdemócratas, que habían mantenido una postura ambigua si no abiertamente hostil a una reunificación acelerada, sufrían un grave descalabro cosechando su peores resultados desde 1959. Era la hora de mayor gloria de Helmut Kohl. En las legislativas de 1994 la CDU revalidaba su victoria, a pesar de que la futura de la reunificación había supuesto un coste más alto del previsto, traducido en un aumento de impuestos, merma de gastos sociales y crecimiento del desempleo. El pueblo alemán demostraba así que había apostado por el futuro y que estaba dispuesto a pagar el precio.

Con todo, Kolh sería derrotado por el socialista Schroeder en las elecciones presidenciales celebradas en 1998. Su condición de corazón europeo y de auténtico motor económico del continente se ha visto ratificado por la importancia del Bundesbank y la innegable dirección germana de los asuntos de la Unión Europea, del Mercado Único y de la implantación del euro (1 de enero de 1999).

ITALIA DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL HASTA NUESTROS DÍAS.

Italia fue un país derrotado y a la vez liberado por los aliados. Su peculiar historia durante la guerra está en el origen de muchas de las diferencias políticas y sociales que distinguen todavía hoy a las regiones italianas. La rendición en septiembre de 1943 trajo consigo la división del país en dos zonas, una invadida por los alemanes -centro y norte- que será gobernada en teoría por la República de Saló; y el resto, invadida / liberada por los aliados. En la primera el espíritu de resistencia adquirió tonos marcadamente revolucionarios y antimonárquicos en los últimos meses de la contienda, mientras que en el sur se buscaba una salida posfascista precisamente bajo la monarquía y la supervisión aliada. El gobierno del mariscal Badoglio instalado en las regiones meridionales buscaba un amplio consenso para abordar la reconstrucción, incluyendo entre las fuerzas patrióticas a los comunistas. La situación bélica favoreció inicialmente esta táctica. Stalin deseaba antes que nada la apertura de un segundo frente occidental, de modo que la U.R.S.S. reconoció al gobierno del rey Víctor Manuel III en marzo de 1944, y permitió el regreso del líder comunista Togliatti con designios de admitir la unidad nacional y no impulsar la revolución. Todo antes que dar motivos para que se siguiera retrasando el desembarco aliado en las costas atlánticas francesas. A cambio se obtenía, además, el apoyo italiano contra los alemanes.

Tras la liberación de Roma en junio de 1944 se entró en una nueva fase con el gobierno Bonomi. Significativamente éste cayó por dos motivos que siguieron siendo causa de fricciones entre las fuerzas políticas: la dimensión que debía darse a la depuración de los elementos fascistas, y el grado de autonomía local que debía otorgarse en detrimento del gobierno central a los Comités de Liberación Nacional en cada localidad, controlados frecuentemente por comunistas. Actitud ante el pasado fascista ante las tendencias revolucionarias de los comunistas y ante el futuro institucional, eran los tres ejes en torno a los cuales giraba el agitado debate político italiano de estos años, a lo que hay que añadir la cuestión de la recuperación económica.

Los agentes de la transformación fueron en primer lugar los que se habían prestigiado con su militancia antifascista: los comunistas (PCI), los socialistas (PSI) y los católicos (Democracia Cristiana, DC) sobre todo. Junto a ellos encontramos algunos grupos liberales de distinta filiación y carácter minoritario. Los rasgos más sobresalientes de cada uno de ellos en la inmediata posguerra podrían resumirse en la actitud conciliadora adoptada por los comunistas frente a la Democracia Cristiana, la falta de una postura clara ante los comunistas entre los socialistas, y el compromiso con la reforma política y social por parte de los católicos.

El rey Víctor Manuel III intentó salvar la cuestión institucional abdicando en su hijo Humberto. Pero no resultó suficiente. La izquierda había emprendido una tarea que entendía como una transformación revolucionaria del país, y no se avino a contentarse con soluciones “patrióticas”. Llegados a este punto, el entendimiento entre los comunistas y los católicos, liderados por Alcide De Gasperi, resultaba vital para evitar la guerra civil que parecía presagiar la agitación reinante tras la expulsión de los alemanes y el fin de la contienda.

En diciembre de 1945 formó gobierno De Gasperi con el apoyo de los comunistas, intentando aglutinar -en una difícil maniobra política- el difuso centrismo antifascista al mismo tiempo que el anticomunismo mayoritario en la capital y en el sur del país. Gasperi consiguió también eludir la vinculación de la DC a un tipo de régimen concreto: a la petición de Togliatti de resolver la cuestión del régimen en una asamblea elegida por sufragio universal, que hubiera puesto en manos de los partidos la decisión, opuso la alternativa de que se dilucidara en referéndum.

La consulta se celebró en junio de 1946 y, contra todo pronóstico, triunfó la opción republicana, si bien por un resultado muy ajustado (54 % por la república y 46 por la monarquía), y con una peculiaridad todavía más significativa políticamente: en el sur triunfó el sí a la monarquía. Los resultados para la formación de la Asamblea Constituyente convirtieron a la DC en el partido más votado (35,2 %), seguidos por los socialistas (20,7) y los comunistas (18,9). De la ausencia de una clara mayoría se derivó el carácter de compromiso que tuvo la nueva carta magna. la DC consiguió que se adoptara un régimen parlamentario clásico, así como la incorporación de los acuerdos de Letrán como marco de las relaciones con la Iglesia Católica y el Estado Vaticano. La izquierda obtuvo la promesa de una amplia descentralización y la afirmación de los principios sociales.

Por su parte, las dificultades económicas, la inflación y la miseria de posguerra suscitaron una oleada huelguística en la primavera del 47 que hizo que la política italiana debiera definirse frente a la opción revolucionaria y a la alineación con los bloques occidental o soviético que ya se perfilaban por esas fechas. Un signo claro de la magnitud del problema fue la escisión del Partido Socialista Italiano: en enero de 1947 uno de sus líderes, Saragat, se apartó de él para fundar el Partido Social-Demócrata de orientación prooccidental y reformista, rente al maximalismo de sus correligionarios.

La escisión tuvo lugar en el mismo momento en que De Gasperi viajaba a Estados Unidos para solicitar subsidios para la reconstrucción y asegurar a los norteamericanos fidelidad de los gobiernos de Roma. Significativamente, como para demostrar lo cierto de sus promesas, a su vuelta, en mayo de 1947, los comunistas salieron del gobierno y la DC intentó gobernar primero aliada con pequeños partidos y luego sola. El PCI se mantuvo en la oposición esperando un fracaso democristiano que no llegó, mientras seguía impulsando la protesta ciudadana, que alcanzó un estado de guerra civil latente.

El 18 de mayo de 1948 se celebraron elecciones, con los acontecimientos de febrero en Checoslovaquia en la memoria de todos. El golpe de Praga, en el que los comunistas después de absorber a los socialistas habían tomado el poder y anulado la oposición, interesaba mucho en Italia. Socialistas y comunistas italianos -unidos en un Frente Democrático Popular para los comicios- justificaban esa ruptura de la ortodoxia democrática parlamentaria, validada, según ellos, por el hecho de que en Checoslovaquia los partidos comunista y socialista suponían más de la mitad de los escaños parlamentarios. La gran vencedora fue la DC que obtuvo un 48,4 % de los votos. Socialistas y comunistas salieron derrotados al quedarse con un 31 %, mientras que el Partido Socialdemócrata nacido de la escisión socialista alcanzaba un 7,19. Los otros pequeños partidos -liberales y republicanos- retrocedían, y la derecha monárquica y fascista, organizada en partido en 1947, se quedaba en un 4,8. En definitiva, el dilema comunismo-anticomunismo había polarizado la opinión, con una clara victoria de la opción prooccidental que despejaba las dudas sobre el futuro de Italia, en contra de los que habían esperado -o temido- que emulara a Yugoslavia. Pese a la abultada victoria, De Gasperi decidió gobernar en coalición para evitar los recuerdos fascistas que los ejecutivos monocolores habrían podido suscitar. Se habría así un periodo en el que la preponderancia de la DC y los gobiernos de coalición serían datos inamovibles durante más de cuarenta años.

El apoyo recibido por la DC permitió unos primeros años de relativa estabilidad con gobiernos de coalición a la francesa, de hasta cuatro partidos, pero, a diferencia de Francia, de muy diferente peso político. La personalidad de De Gasperi fue hasta 1953 determinante para lograr imponer el ritmo modernizador y europeísta que permitía liquidar la herencia fascista. Al mismo tiempo, la recuperación económica alcanzó cotas espectaculares con una media de crecimiento del 8 % anual, alcanzada mediante la aplicación de medidas liberales que no fueron contrapesadas totalmente por una profunda reforma social, lo que contribuyó a ahondar las diferencias entre el norte y el sur del país.

Los principios de recuperación económica y anticomunismo eran los mismos que en el resto de Europa Occidental, pero faltaba una fuerza moderada de izquierda que pudiera plantearse como una alternativa sólida a la DC. El PCI intentó un viraje en 1957, tras la represión de los levantamientos de Polonia y Hungría, pero su esbozo de distanciamiento de Moscú no era bastante para que la sociedad italiana le ofreciera mayoritariamente su confianza. Más importante fue el cambio del Partido Socialista de Nenni, que en su congreso de 1957 aprobó el distanciamiento de los comunistas y la moderación de sus posturas. Esto, unido al fortalecimiento de la izquierda de la DC, liderada por Fanfani, Gronchi y Moro, propició la apertura a la izquierda a partir de las elecciones de 1958, y la formación de gabinetes de coalición de centro izquierda a partir de esta fecha.

Italia, admitida con menos prevención que Alemania en el concierto europeo, había recuperado Trieste en 1954, al año de la muerte de De Gasperi, y había reconducido su política, dentro de un modelo peculiar, hasta convertirse en un constructor de Europa de primera línea.

En el caso italiano el viraje socialista se había anticipado al de sus correligionarios alemanes e ingleses, pero el peculiar panorama político de Roma convirtió la década en un alarde de inestable movilidad, con el telón de fondo del PCI o la alternativa imposible. El acercamiento de posturas de socialistas y ala izquierda de la DC condujo a una victoria electoral del centro izquierda en las elecciones de 1958, que auguraba un periodo de nuevas reformas que pareció concretarse con la entrada de los socialistas en el gobierno después de las elecciones de 1963.

La nueva coalición proyectaba importantes cambios: nacionalizaciones, planificación económica, reforma de la enseñanza y de la agricultura, descentralización administrativa, ley de divorcio... El programa, que apenas sí se pudo poner en práctica a causa de la recesión económica vivida en 1963-65, provocó lamentos por su insuficiencia en el PSI y queja por ceder en lo esencial en la DC. La consecuencia fue una pérdida de votos de la DC -cerca del millón- y también del PSI, que favoreció a los comunistas.

La evolución del PCI seguía marcada por las dificultades de definición y de organización. en 1964 falleció Togliatti mientras pasaba unas vacaciones en Yalta. En territorio soviético redactó su testamento político que resultó ser crítico precisamente con los soviéticos: defendía la posibilidad de una pluralidad de vías hacia el comunismo, entre las que se encontraba el maoísmo repudiado por Moscú.

Mientras tanto, la coalición de centro-izquierda se vio beneficiada por una mejoría económica en 1965, que permitió la recuperación de la iniciativa gubernamental y del impulso reformista. Pero a estas alturas las divisiones internas habían dado sus frutos en el campo socialista: en 1964 los descontentos del ala izquierda del PSI fundaron un nuevo partido, el PSIUP; mientras que se restañaba la escisión socialdemócrata con la fusión del PSDI y el PSI en 1966. El resultado fue un descenso del conjunto del voto socialista. El ensayo de casi diez años de centro-izquierda dejaba como saldo un debilitamiento de sus promotores: de la DC, que se escoraba a la derecha; y del PSI, que perdía votos en beneficio de los comunistas.

Algo más desalentador era el panorama de incipiente corrupción política y administrativa, especialmente graves en el Sur, donde conectaban con tradiciones como la mafia y la “camorra”. El descontento social cobraba alas impulsado por la contestación intelectual al capitalismo clerical, que ponía en entredicho todo lo realizado desde el fin de la contienda. Eran los comienzos de un tiempo nuevo.

1968 dejó también en Italia una huella sangrienta. El país experimentó una fuerte oleada de agitación durante ese año y el siguiente, en los que se radicalizaron las posturas de crítica al sistema político, al que se acusaba de ser incapaz de renovarse para hacer frente a los grandes cambios sociales y culturales que afectaban al país. A la crítica de los intelectuales se añadió una fuerte protesta social en el otoño caliente de 1969: huelgas masivas que iban más allá de lo estrictamente laboral para reclamar la intervención de los trabajadores en las grandes decisiones sociales y económicas.

Ese ambiente de agitación trataron de aprovecharlo los grupos políticos extremistas que habían crecido al compás del desorden y de la crítica exasperada. La violencia prendió en los de extrema derecha que dieron los primeros golpes: era el comienzo de una escalada que duró toda la década. Al margen del legalista y neofascista Movimiento Social Italiano (MSI), grupos como el Frente Nacional, Joven Italia o Nuevo Orden sembraron el caos pretendiendo alertar frente al peligro comunista y provocar una reacción que apoyara una drástica restauración del orden.

La respuesta del terrorismo de izquierda fue también prolífica en movimientos y no menos sangrienta. Grupos y grupúsculos como Lucha Continua, Izquierda Proletaria, Autonomía Obrera y, sobre todo, Brigadas Rojas, cargaron contra el Estado y denunciaron la oficialización de los comunistas. Sus esfuerzos desestabilizadores se hicieron especialmente graves y frecuentes desde 1972 con secuestros, asesinatos, tiroteos y atentados. Llegaron a su cenit y comenzaron también su declive en 1978 con el asesinato del líder democristiano Aldo Moro.

La población respondió con un sereno estoicismo y sin cambios espectaculares en el voto a los grandes partidos. En las elecciones de 1972 lo más llamativo fue la desaparición de la extrema izquierda y el avance de la extrema derecha. Las coaliciones de centro-izquierda siguieron formando gobiernos que se caracterizaron por su extrema debilidad: su duración media fue ocho meses. Normalmente las crisis fueron desatadas por el Partido Socialista, que con su actitud acabó por hacer titubear a algunos hombres de la Democracia Cristiana en la elección de compañeros de coalición.

En 1973 el líder comunista Enrico Berlinguer propuso un pacto nacional, un compromiso histórico entre las dos fuerzas políticas mayoritarias, con el objetivo de abrirse camino hacia el gobierno a base de moderación: la historia les había enseñado que resultaba más fácil llegar a pactar con la DC que con otras fuerzas de izquierda. Nació así la corriente que se consagraría en 1975 con el nombre de eurocomunismo, que tuvo notable influencia en otros partidos comunistas occidentales. Sus ingredientes eran el rechazo del sovietismo -sobre todo después de la represión de la Primavera de Praga en 1968-, la aceptación de los esquemas políticos europeos -CEE, OTAN-, de la democracia parlamentaria y de la colaboración con otras fuerzas democráticas. En Italia, algunos líderes de la DC -como Aldo Moro- se mostraron favorables al proyecto y esperaron alcanzar mediante esa unión nacional soluciones para la crisis económica y para la todavía más desmoralizante crisis social.

Eso fue lo que persiguió el gobierno democratacristiano que formó Giulio Andreotti después de las elecciones de 1976, en las que el PCI alcanzó sus mejores resultados (34,4 % del voto). El nuevo ejecutivo contó con la abstención del PCI en su aprobación parlamentaria, y pareció abrirse así una época de colaboración de todas las fuerzas comprendidas en el arco constitucional. Pero no se avanzó más: la esperanza de los comunistas de incorporarse al gobierno “a la alemana” se fueron desvaneciendo: la oposición de un amplio sector de la DC a la maniobra parecía inquebrantable. Mientras tanto, los socialistas, renovados por la nueva jefatura de Bettino Craxi, y temerosos de ser reducidos a marginales si se alcanzaba el pacto entre los dos grandes, adoptaron una política de estridente independencia respecto a éstos, que no estuvo exenta de irresponsabilidades, p. e., en cuestiones de política antiterrorista.

Pero los temores socialistas no se confirmaron. El paso del tiempo hizo reconsiderar a los comunistas su postura, y el miedo a perder ascendiente entre las clases obreras y la juventud le llevaron a cambiar de nuevo la táctica y a renunciar al enfrentamiento con la DC. Llegados a ese punto, en 1979 se produjo la caída del gobierno Andreotti y la convocatoria de nuevas elecciones.

Las elecciones de 1979 en Italia estuvieron marcadas por el convencimiento de que un compromiso histórico entre la DC y el PCI resultaba inviable. La salida del problema político no estaba ahí. Lo más llamativo del caso es que no se encontró nada nuevo como repuesto. Las urnas apenas si ofrecieron novedades: los comunistas retrocedieron, y avanzaron la extrema derecha y el partido radical, con su peculiar populismo modernista. Había que volver a intentar, por tanto, una fórmula de centro-izquierda en alianza con otros cuatro partidos, entre los que destacaba el socialista de Craxi: se habían inventado los gobiernos de “pentapartido” que estuvieron vigentes desde 1980.

Al año siguiente, la prensa hizo público el escándalo de la logia masónica Propaganda-2: una serie de políticos -especialmente del partido socialdemócrata-, militares, periodistas y financieros, aparecían implicados en turbios manejos del más distinto tipo que no parecían tener otra explicación que una intención desestabilizadora, aderezada en todo caso por intereses personales nada idealistas. Era la nueva dimensión del escándalo político, hijo del enredo, el amiguismo, la corrupción y la falta de escrúpulos. Lo peor es que no sería el último, más bien todo lo contrario.

Por hacer algo, en 1981 se perfiló otro intento de solución: poner la presidencia del gobierno en un político ajeno a la DC. El republicano Spadolini fue el elegido para el nuevo ensayo, y los resultados demostraron que la idea podía funcionar, al menos como remedio pasajero. En los comicios de 1983, la DC fue la que demostró un mayor índice de desgaste, sólo comparable al que experimentaba -sorprendentemente- el PC, que se desvanecía incluso como oposición: los grandes del sistema, por no decir el sistema mismo, hacían agua descaradamente. Pero eran buques de gran tonelaje: el hundimiento tardaría todavía en llegar.

El nuevo gobierno iba a tener una duración insólita para los cómputos italianos: desde 1983 a 1986 aguantó el primer gobierno presidido por el socialista Craxi, al que sucedió un segundo presidido por él mismo que llegó hasta los comicios de 1987. Además de la estabilidad, Craxi hizo gala de una mayor fortaleza frente a los sindicatos y a los comunistas. La tarea era parecida a la que se había impuesto Thatcher, pero la experiencia italiana, como la francesa, hacía pensar que en el sur la encargada de poner en su sitio al poder sindical era la izquierda, eso sí, fuera de programa. En cuanto al problema de fondo de la corrupción, la etapa Craxi se mostraría con el tiempo más degradante que las de sus predecesores, a pesar de que los socialistas se presentaran siempre como paladines de la moral pública.

La tensión política subió de tono con el fortalecimiento socialista cuando empezó a encontrarse un posible entendimiento de éstos con los comunistas para desplazar por fin a la inevitable DC. El conflicto estallo con motivo del relevo en la Presidencia de la República y se intentó solventar en las urnas, que dieron un relativo alivio a la DC, y confirmaron el declive comunista. El PCI estaba desconcertado. Como le ocurriera a su colega francés, daba la impresión de que no había nada peor para ellos que un gobierno socialista; aunque -como les respondían los socialistas- el culpable no había que buscarlo en casa ajena. Lo cierto es que desde la muerte de Berlinguer en 1984 los comunistas se mostraban perplejos y no encontraban salida para su continua crisis de identidad. Por si fuera poco, hasta la misma patria del socialismo, la Unión Soviética, perdía en esos años su tradicional fortaleza: el futuro del comunismo no se preveía fácil.

Aprovechando su ligero ascenso, la DC se impuso a un PSI que había crecido notablemente, y fue el democristiano de Ciriaco de Mita el que formó gobierno de coalición, en permanente conflicto con los socialistas, que se negaban a retroceder. La fórmula del pentapartido seguía en pie, pero otra vez con la DC al mando. Daba la impresión de que el sistema italiano era la viva imagen del eterno retorno. Mientras tanto, los problemas de la corrupción política, y la necesidad de una reforma decidida se dejaban para después, algunos pensaban que para nunca. Pero se equivocaban.

La era postcomunista generó en Italia cambios de insospechada envergadura sin parangón en toda Europa Occidental. El juego político de cuarenta años llegó bruscamente a su final. A principios de la década de los noventa los actores principales de la política italiana simplemente desaparecieron. El PCI, nada más caer el muro berlinés, comenzó a debatir su refundación, transformándose en 1991 en el Partido Democrático de Izquierda (PDS) solicitando acto seguido su ingreso en la Internacional Socialista. En 1993 la DC desaparecía también, escindida en diversas entidades políticas entre las que destacaba el Partido Popular. El antiguo Movimiento Social Italiano (MSI), de extrema derecha, se convirtió en Alianza Nacional, presidida por Fini.

Además de la refundación de los partidos tradicionales, van a surgir partidos nuevos en el panorama político italiano. Serán las Ligas, movimientos de repulsa regional al Estado central, al que acusan de ser pródigo, mediante la concesión de subvenciones al sur con el dinero de los impuestos del norte. También le reprochan al gobierno central la pasividad frente a la emigración. por último, su rechazo al Estado descentralizado les hace presentar sucesivas alternativas: desde un Estado federal al separatismo. La más importante de las ligas es la Liga Norte, compuesta de dos partidos regionalistas, la Liga Veneciana y la Liga Lombarda. Su Secretario General es Humberto Bossi. Exalta las tradiciones regionales y las pequeñas empresas modernizadas.

Por su parte, Silvio Berlusconi creó Forza Italia (1993) para impedir a las izquierdas hacerse con el control político del país (se hablaba de peronismo católico para definir a su partido). Se ha demostrado también que entró en política para salvaguardar su imperio televisivo y editorial, demasiado dependiente de las concesiones del estado.

Ya en 1992 se nombraba presidente del gobierno a Oscar Luigi Scalfaro, un independiente ex gobernador del Banco de Italia, para evitar que ocupara el cargo cualquier representante de un partido político. Era el mundo del revés. Un auténtico terremoto había sacudido la política italiana, demostrando que se había pasado una página importante en la historia europea.

Las elecciones legislativas de marzo de 1994 serán decisivas para establecer el nuevo panorama político italiano. No existiendo partidos que puedan aspirar a atraer mayoritariamente a los votantes, como la antigua DC, PSI o PCI, se van a formar coaliciones de pequeños partidos. Así, los cristianos católicos de centro-derecha (CCD), al Liga Norte, Forza Italia y la nueva Alianza Nacional, formarán el Polo de la Libertad y del Buen Gobierno, el polo de la derecha. Por su parte, los antiguos partidos progresistas como Refundación Comunista, Partido Democrático Italiano, PLI, PRI, PSI y PSDI, formaban el Polo Progresista o Polo de la izquierda. En el centro el Partido Popular y el Pacto Segni (escisión de la DC). El vencedor fue el Polo de la Libertad (casi rozando la mayoría absoluta en el Senado y obteniendo la mayoría absoluta en el Congreso). Silvio Berlusconi forma un efímero gobierno (sólo seis meses, al separarse la Liga Norte de Bossi).

Posteriormente se van a formar gobiernos de centro-izquierda. El de Romano Prodi (mayo de 1996-9 de octubre de 1998), marcado por desacuerdos con el Partido de Refundación Comunista al negarse éste a apoyar una misión militar italiana en Albania, o a que se apruebe por ley la semana laboral máxima de 35 horas. Y el de Máximo D´Alema (22 de octubre de 1998), en el que están representados once partidos, que se reparten equitativamente 25 ministerios. Era la materialización del sueño de Aldo Moro y Enrico Berlinguer, de colaboración entre los dos grandes bloques de la derecha (DC) y la izquierda (PCI).

En la década de los noventa, el Estado tiene todavía que hacer frente a los problemas estructurales no resueltos, como las desigualdades entre el norte y el sur, el problema de la mafia que continúa asesinando, la corrupción que escandalosamente pone ante la opinión pública el movimiento de la judicatura Manos Limpias (creado en febrero de 1992). Corrupción que señala directamente a políticos de prestigio como Cossiga y Andreotti (DC) y Craxi (PSI). También hubo que hacer frente al déficit presupuestario.

Además, el gobierno tiene que hacer frente a otros problemas, como la elevada deuda pública y a especulaciones sobre la lira que obligan a retirarla del Sistema Monetario Europeo (1992) y a sufrir devaluaciones. Por todo ello, tuvo que emprender una política de austeridad económica basada en la privatización de empresas públicas (Nacional de Hidrocarburos, ENI, e Instituto de Reconstrucción Industrial, IRI, entre otras), subida de los impuestos, congelación de los sueldos de los funcionarios y reducción de las pensiones. Esta política de austeridad permitió reducir el déficit y que Italia entrase en el grupo de los países del euro (enero de 1999).

EL BENELUX DESDE 1945 HASTA NUESTROS DÍAS.

Bélgica, Holanda y Luxemburgo fueron miembros fundadores de la CEE en 1957 y su integración desde primera hora alentó su crecimiento económico al amparo del desarrollo de los “grandes”, especialmente la RFA. De algún modo, el Benelux fue el referente en el que se inspiró la CEE. Pero, desde luego, cada una de ellas vivió su desarrollo bajo coordenadas propias.

En la Bélgica de la posguerra se planteó vivamente el tema de la aceptación o rechazo de la monarquía en la figura de Leopoldo III -tildado de colaborar con los alemanes-, polarizando los debates políticos. El asunto se resolvió en unas elecciones que permitieron la entronización de Balduino I (1950), gracias a la derrota de los socialistas de Van Acker y Spaack y el aplauso popular de los gobiernos socialcristianos (PSC) de Eyskens (1946-1954). Restablecido el orden político y reconciliados los socialistas con la monarquía -ya sin prerrogativas- el país afrontó la recuperación económica sin nacionalizaciones ni dirigismos, pero sí mediante la intensa racionalización de sus recursos industriales, una férrea disciplina monetaria y lo rentable de la explotación colonial del Congo centroafricano. De este modo, fiel a la OTAN, superando la confrontación entre flamencos y valones, y con el respaldo del Plan Marshall, en 1950 Bélgica consiguió ser uno de los cuatro países más ricos de Europa, detrás de Suecia, Suiza y Gran Bretaña, adscribiéndose a la CECA y la CEE. Van Acker y Eyskens se alternaron en el gobierno (1954-1961) y Bélgica hubo de superar la independencia del Congo (1960). Las crisis con su ex colonia (1961-1969) y las tensiones entre francófonos y valones, interfirieron durante algún tiempo la normalidad política, únicamente afirmada después de un giro hacia el federalismo como medio de integración nacional (reforma constitucional de 1970 y pacto de Egmont de mayo de 1977). La regionalización fue consolidada por los gobiernos socialcristianos de Leo Tindemans (1974-1978) y Wilfried Martens (1981-1987). Esta ha sido la fórmula por la cual Bélgica ha encauzado su significación democrática actual, la que acreditó la talla de Balduino I y que ha hecho posible la entronización pacífica de su hermano Alberto II (1993), acatado igualmente por los socialcristianos y los socialdemócratas (valones y flamencos) del gobierno de Jean-Luc Dehaene.

Holanda no sufrió ninguna crisis social tras la guerra, pero sí hubo de enfrentarse a una situación económica muy apurada tras los desastres de la guerra (destrucción de las presas). Los gobiernos de Schermerhorn y Beel (1945-1948) lo comprobaron y hubieron de encarar el problema mediante medidas idénticas a las adoptadas por los laboristas ingleses, pero con el agravante de los costes de la independencia de Indonesia. Con otra táctica, el largo gobierno de las derechas (W. Drees, 1948-1957) -testigo de la abdicación de la reina Guillermina y de la proclamación de la reina Juliana- flexibilizó la rigidez del dirigismo económico impuesto por sus predecesores, sacó provecho del Plan Marshall, admitió la pérdida de Indonesia, y emplazó a Holanda con la OTAN, tras acelerar la constitución del Benelux (unión económica y aduanera con Bélgica y Luxemburgo, 1948) y la CECA (1951). Desde entonces osciló entre conservadores (1958-1964) y socialistas (1965), a la vez que progresaba su desenvolvimiento económico y su poderosa industria. Hubo problemas, como cuando se devaluó el florín (1961) o cuando se tomaron medidas restrictivas para combatir la crisis energética (1973-1980), pero la fortaleza material de Holanda la acreditan como socio distinguido en el cuadro de las potencias occidentales bajo la autoridad simbólico de la reina Beatriz (desde 1980). De hecho, en 1991 Holanda asumió la presidencia de la CEE e impulsó desde esa posición su proyecto de unión política de los europeos, aunque fue rechazado por la oposición de los otros socios comunitarios.

Luxemburgo simboliza una especie de ciudad-Estado con sus 2.586 km2 y sus 370.000 habitantes. Sólo podemos compararla con Liechtenstein (160 km2), además de las singularidades - territorialmente mayores- de Mónaco o Andorra, ya en la Europa Mediterránea. Luxemburgo sufrió también los efectos de la guerra al ser invadido por los alemanes e integrado en la región moselana del Reich. Conservó su personalidad resistiendo a la germanización y, tras la guerra, se unió al Benelux (1947) y a la OTAN (1949). Luxemburgo también fue socio fundador de la CEE y representó un modelo de estabilidad política sorprendente: el socialcristiano Pierre Werner ocupó el gobierno desde 1959 hasta 1974. E incluso llegó a ser reelegido cinco años más tarde sucediendo al demócrata liberal Gaston Thorn. El actual soberano es el duque Juan, quién sucedió a su madre -la duquesa María Adelaida- en 1964. Los socialistas vencieron en las elecciones de 1984, pero formaron coalición con los socialcristianos de Jacques Santer. Los democristianos y los socialistas forman habitualmente coalición, dotando al país de una gran estabilidad con sólidas mayorías parlamentarias. La economía actual de Luxemburgo se basa en una agricultura muy productiva y unas exportaciones siderúrgicas dirigidas al 90 % hacia los mercados europeos.

LOS PAÍSES BÁLTICOS EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX.

Dinamarca, Suecia, Finlandia y Noruega mantienen todavía hoy distintos grados de vinculación con la Unión Europea, pero todas las naciones bálticas comparten la condición de áreas altamente desarrolladas socioeconómicamente y, desde múltiples puntos de vista, simbolizan a la Europa más avanzada y progresista. Algunas de estas naciones están en la OTAN (Noruega y Dinamarca), otras son baluartes de la neutralidad (Suecia, Finlandia), unas han pertenecido a la EFTA (Suecia y Finlandia) y hoy todas pertenecen a la Unión (Dinamarca desde 1973, Suecia y Finlandia en 1995), a excepción de Noruega. Desde 1945, estos países han sido estables en lo político al mismo tiempo que se promovían un óptimo desarrollo económico, en virtud de la adopción de programas socialdemócratas.

El caso de Suecia quizá sea el más significativo. Con el precedente de sus reformas de antes de la guerra y su neutralidad durante ésta, la socialdemocracia logró allí espectaculares éxitos al combinar medidas intervencionistas en la producción con el impulso del pleno empleo, la contención de la inflación, el control de las rentas y la presión fiscal (1945-1950). Luego, redujo esta última para favorecer el consumo, pero sin retroceder en las generosas prestaciones sociales ya legalizadas. Así consiguió Suecia cotas de nivel de vida entendidas como modélicas por el resto de Europa y una imagen de perfecta independencia dentro del concierto internacional, acuñada por su fraternidad con respecto a los vecinos (Consejo Nórdico, 1952), su conducta ajena a la guerra fría y su rechazo de la bomba atómica (1954). Gobernada por Erlander hasta 1969, luego el socialdemócrata Olof Palme (1969-1986) la prestigió a nivel mundial. Hoy es un país próspero, que cultiva la reverencia hacia la monarquía, paradigma del Welfare State, protegido por su baja demogR.A.F.ía, aunque con los problemas derivados del envejecimiento de la población y la creciente oleada inmigradora. Sólo el asesinato de Palme y las crecientes dificultades del partido socialdemócrata (Ingvar Carlsson) inquietaron al país como no ocurría desde hacía lustros. A comienzos de los años noventa, el último gabinete socialdemócrata dimitió tras conseguir, no obstante, el ingreso de Suecia en la CEE (1991). Las siguientes elecciones dieron la victoria a dos partidos de centro-derecha que pasaron a ocupar las responsabilidades de la dirección del país.

Noruega es otro símbolo de prosperidad. Afectada por la guerra (conquista del puerto de Narvik por los alemanes, batalla del “agua pesada”), reemprendió su reconstrucción bajo el mismo signo político laborista que se encontraba en el poder desde 1935. Hasta 1965 conservó la mayoría en el Parlamento. La economía noruega se basa en un amplio saneamiento obtenido a través de sus estaciones petrolíferas (en 1971 se inició la explotación en mar abierto). La estabilidad del país ha sido notable bajo el régimen monárquico de Olav V (1957-1991), teniendo que llegar a superar un referéndum sobre la monarquía (1976). Los noruegos han rechazado en repetidas ocasiones su ingreso en la CEE (1972 y 1995) desde su sólida posición material. Con más compromisos internacionales que Suecia y, también, mayor inestabilidad política, todos los partidos conservadores se coaligaron frente a la presidenta socialdemócrata Gro Harlem Brutland (1990). Pese a los ascensos del ultraderechista Partido del Progreso, está garantizado el equilibrio parlamentario de la nación. Otra cuestión será sí, en el futuro, Noruega podrá mantener su orgullosa independencia de la Unión Europea, inserta en el marco geográfico en que se encuentra y desvinculada del euro.

Finlandia es la única república entre los países bálticos. En el tratado de París (1947) perdió la Carelia, el distrito minero de Petsamo y la zona portuaria de Porkkala. Pero ante las tensiones de la guerra fría, Finlandia fue abocada a la neutralidad al ser el único país europeo occidental con frontera directa con la U.R.S.S.. Así se entienden sus pactos de amistad con la U.R.S.S. y su no integración en organizaciones de defensa como la OTAN, algo inaceptable para los soviéticos. Políticamente, Finlandia ha sido otro modelo de permanencia y estabilidad, pues sólo dos gobiernos han dominado buena parte de la segunda mitad del S. XX: el de Juho Paasakivi (1946-1956) y el de Urho Kekkonen (1956-1982). Su neutralidad le permitió firmar acuerdos de cooperación tanto con la CEE como con el COMECON (1973) e, igualmente, Helsinki sirvió de foro de negociación internacional (acuerdos SALT, Conferencia para la Seguridad y la Cooperación en Europa, 1973-1975). Este papel internacional sólo ha cambiado a finales de los años ochenta con la eclosión del comunismo y el final de la política de bloques. Hoy día, conservadores y socialdemócratas se alternan e incluso colaboran en el poder (Mauro Koivisto, Harri Holkeri), mientras que el país se ha integrado en la órbita de la Europa de los Quince (1995).

Por último, Dinamarca fue el país nórdico que más acusó el estrago de la invasión alemana, siendo arrestado el rey Christian X y dimitir su gobierno (1943). Terminado el conflicto, fue repuesta la monarquía constitucional. En 1949 subió al trono el rey Federico IX y Dinamarca afrontó su reconstrucción, perdiendo Islandia, pero conservando las provincias de las islas Feroe y la gigantesca Groenlandia bajo regímenes de autonomía. Integrada en la OTAN y beneficiaria del Plan Marshall, Dinamarca ha desarrollado un envidiable Estado-providencia a costa de soportar un déficit acusado en sus presupuestos, pero siempre bajo el consenso de conservadores, liberales y socialdemócratas. En 1972 la reina Margarita II sucedió a su padre en el trono, inaugurando una nueva etapa para la historia del país al ingresar en la CEE (1973), no sin resistencias y polémicas. A finales de los años ochenta y comienzos de los noventa, bajo el gobierno de Poul Schlüter, Dinamarca participó en el bloqueo a Irak (1990), al tiempo que fue la primera en reconocer a las nuevas repúblicas nacidas de la desintegración progresiva de la U.R.S.S..

LAS SINGULARIDADES: AUSTRIA Y SUIZA

Al igual que Alemania, Austria fue dividida entre las cuatro potencias aliadas. Tras el conflicto, los socialdemócratas (Karl Renner), el partido socialista y los comunistas declararon la Segunda República formando un gobierno provisional. La decantación de Austria dentro del bloque occidental y las ayudas norteamericanas, favorecieron la implantación de un sistema democrático y las elecciones de 1945 dieron la victoria al partido populista (OVP), quedando Renner como presidente federal de la República, En 1955 Austria fue desocupada por las fuerzas militares, permaneciendo como país neutral por acuerdo entre Estados Unidos y la U.R.S.S., debido a su emplazamiento geográfico en el mapa de Europa. Su respeto por la más estricta neutralidad se acompañó del ingreso en la ONU, en el Consejo de Europa y, años más tarde, en la EFTA (1960). De algún modo, Austria puede compararse a Finlandia en su condición de mediadora internacional y así lo acreditó el canciller socialista Bruno Kreisky entre 1970 y 1983. Pero pese a su bienestar, Austria registró episodios de escándalos y polémicas políticas y financieras (dimisión de ministros en 1985, pasado nacionalsocialista del presidente Kurt Waldheim, que fue precisamente secretario general de la ONU en los setenta). En los años noventa, el país ha padecido los efectos de una inmigración masiva e incontrolada procedente de los países del Este (rumanos, búlgaros) y se ha inscrito en la esfera europea (1995), cambiando de alguna forma su anterior papel internacional.

Indudablemente, uno de los países más singulares de la Europa central es Suiza. Tanto por su compleja configuración interna como por su dimensión internacional. Articulada en cantones y plurilingüística, la neutralidad suiza ha sido respetada durante las dos guerras mundiales e incluso Ginebra se convirtió en sede de la ONU, aunque el país no ingresó en esta organización. En medio del corazón de Europa, Suiza es fundamentalmente sede de la banca internacional y todos los capitales encuentran en aquel país (la ciudad de Zurich, en este sentido, es todo un paradigma de mezcla de razas y capital de todos los colores) segura acogida y una discreta privacidad para los titulares de las cuentas corrientes. La estabilidad política de Suiza es prácticamente absoluta y no se han producido escándalos partidistas. Los únicos enturbiamientos de la vida suiza han venido, precisamente, por el bloqueo de dinero procedente del narcotráfico o la responsabilidad de la banca suiza en el expolio de los judíos alemanes durante la Segunda Guerra Mundial. Lo específico de Suiza se demuestra, p. e., en que es una misma coalición la que gobierna el país desde 1959, a pesar de ciertos avances de partidos de extrema derecha. Y aunque Suiza solicitó su entrada en la CEE (1991), los diversos cantones no alcanzaron un consenso acerca de la conveniencia de que la bandera azul figurase junto a la cruz blanca de fondo rojo. Hoy día Suiza, siempre la gran excepción. No pertenece a la Unión Europea. Como curiosidad, en la comarca de Appenzell no está reconocido el uso del voto femenino en las elecciones dentro del ámbito cantonal, hecho inaudito en la Europa occidental (referéndum del 29 de marzo de 1990).

GRECIA ENTRE 1945 Y 1990 (y la “cuestión” de Chipre)

La ocupación durante la Segunda Guerra Mundial fue muy dura para el país, que se vio dividido entre alemanes, italianos y búlgaros. La resistencia fue poderosa, pese a estar dividida. Destaca el Frente Nacional de Liberación (EAM), en el que predominaban socialistas y comunistas y que propugnaban, para cuando acabase la guerra, una profunda reforma social.

La proximidad de las tropas rusas en su avance en los Balcanes aceleró la liberación de Grecia por las tropas británicas, aunque no supuso el fin de la lucha. Churchill viajó al país para poner un poco de orden. El Acuerdo de Varkiza (febrero de 1945), garantizado por el gobierno británico, preveía la democratización del ejército y la creación de las condiciones indispensables para proceder a las elecciones y a un plebiscito sobre el mantenimiento o la eliminación de la monarquía. El arzobispo de Atenas, Damakinos, asumió la regencia.

Las elecciones dieron el triunfo a la derecha monárquica y el plebiscito permitió el regreso del rey Jorge II del exilio (septiembre de 1946). La derecha, aliada con la extrema derecha, emprendió la represión de la izquierda y de los no monárquicos. La guerra civil se desató en el país cuando la izquierda se organizó en guerrillas en las montañas, creó un ejército (octubre de 1946) e incluso organizó un gobierno paralelo, el llamado Gobierno Provisional de la Grecia Libre (diciembre de 1947).

La guerra civil durará hasta el verano de 1949, en que la guerrilla se disolvió. Supondrá un sufrimiento añadido a las penalidades de la ocupación, y hará más difícil la posguerra. Lo complejo de la situación y el deseo de retirarse del escenario griego movió al gobierno británico a pedir ayuda al norteamericano (febrero de 1947) para contener la expansión del partido comunista en el país, y dio lugar a la inmediata respuesta norteamericana (marzo de 1947) de ayuda política -doctrina Truman- y de apoyo económico.

En abril de 1947 muere el rey Jorge II y le sucederá su hermano Pablo I. Los partidos de derecha se mantendrán en el poder hasta las elecciones de 1963. Dos aparecen como los más destacados: el de Reunificación Helénica del mariscal Papagos, que obtuvo la mayoría absoluta en las elecciones de 1952, y el de Unión Radical Nacional que tiene por líder a Constantino Karamanlis y que ganó las elecciones de 1956. Aparentemente, el régimen griego parece una monarquía parlamentaria pero, en la práctica, funcionaban fuerzas extraparlamentarias de gran peso político, como el rey y su entorno, el ejército y la Iglesia. Además, era práctica común la manipulación del sistema electoral y las presiones morales y económicas, especialmente sobre la oposición.

Pese a estas prácticas políticas antidemocráticas, el país se recuperaba lentamente. A partir de 1951, la economía griega tendió a superar los niveles de antes de la guerra. La población activa agrícola, p. e., que antes de la guerra representaba el 60 % del total, disminuía en 1952 al 56,8 % a favor del trasvase a la industria (orientada a la producción de bienes de consumo, en su mayor parte de carácter artesanal) y a los servicios. La renta nacional estaba desigualmente repartida y además predominaban los impuestos indirectos que gravaban a los más débiles.

Pese a la lenta transformación de las estructuras económicas y sociales, el pueblo griego tenía la impresión de que la derecha frenaba el despegue económico y la democratización política y social, y en general, la modernización del país. Surgió una oposición que se aglutinó en la Izquierda Democrática Unificada (EDA), formada por comunistas y socialistas, y en la Unión de Centro (1961), que agrupaba a liberales, derecha moderada y algunos disidentes de derechas. Tenía por líder a Georges Papandreu. Estos ganaron las elecciones en 1963 con un programa progresista: redistribución de la renta nacional, democratización de la instrucción pública y del movimiento sindical, disminución de las medidas de excepción, y depuración del ejército y la policía, entre otras.

En la práctica, los elementos más conservadores de la coalición, así como las fuerzas extraparlamentarias ya mencionadas, frenaron esta política, asustados con el progresismo del programa. La muerte del rey Pablo I (marzo de 1964) y la sucesión de su hijo Constantino II, será aprovechada por la oposición derechista para actuar.

Georges Papandreu descubrió un complot en marzo de 1964 en el que estaba implicado su hijo Andreas, líder del ala izquierda de la coalición gubernamental, así como otros ministros del gabinete. El rey obligó al primer ministro a presentar la dimisión. Es el golpe de fuerza real (julio de 1965). Parece que la oposición había planeado un plan en dos fases: una primera parlamentaria, y si ésta fracasaba, una segunda militar.

Fracasado el plan parlamentario, puesto que no se logró el apoyo de un número suficiente de diputados que permitiesen mantener un gobierno estable y, puesto que si se convocaban elecciones anticipadas era previsible una nueva victoria del centro y de su ala izquierda, se optó por el plan militar. Así, un grupo de coroneles considerados fieles a la corona tomó el poder por las armas (abril de 1967) en nombre del rey, que se vio obligado a refrendarlo. La junta militar disolvió el Parlamento, suprimió las libertades y puso en marcha una rígida censura y una fuerte represión. El rey Constantino II, aunque quiso reconducir la situación, tuvo que exiliarse (será destituido y abolida la monarquía en junio de 1973, proclamándose la República en diciembre de 1974).

En julio de 1968, la junta militar presentó una Constitución autoritaria aprobada por referéndum. Esta dictadura, al servicio de una oligarquía, provocó repulsas en el exterior y en el interior del país. Para consolidarse en el poder, apoyaron un golpe de Estado contra el arzobispo Makarios, en Chipre (julio de 1974). Esta intervención griega provocó el desembarco turco en la isla. Las graves repercusiones internacionales, unido al fortalecimiento de la oposición democrática y el malestar nacional provocado por esta acción, obligaron a los militares a ceder el poder a los civiles. Los coroneles llamaron del exilio a Constantino Karamanlis, político liberal-conservador, alejado de la esfera de influencia del rey y de la dictadura de los coroneles.

El nuevo gobierno de Karamanlis restableció las libertades públicas, amnistía a los presos políticos y, en las elecciones, obtuvo la mayoría absoluta. Restableció la Constitución liberal de 1952 y promulgó una nueva Constitución (junio de 1975).

En las elecciones de 1977 se inició el ascenso del partido socialista griego (PASOK) de Andreas Papandreu, que logró formar gobierno tras las elecciones de 1981. El PASOK se mantendrá en el poder hasta 1991, aunque con dificultades desde 1989. Numerosos escándalos (algunos financieros como el desfalco del Banco de Creta), acusaciones de corrupción y clientelismo, y una situación económica preocupante que se manifestó en una elevada inflación (25 %) y un alto déficit (22 %), les hizo perder credibilidad. Además, el plan de estabilización de 1985 fue abandonado sin haberse conseguido los objetivos: reducción del déficit, lucha contra la inflación (superior al 16 % en 1987) y fin de la conflictividad social. Esta situación impedirá a Grecia entrar en el bloque de países de la moneda única (1999). En las elecciones de 1990, ganó el partido conservador Nueva Democracia, formando gobierno Constantino Mitsotakis.

A partir de 1990, la desintegración de Yugoslavia a provocado la afluencia de inmigrantes a Grecia, frecuentemente clandestinos (polacos, rumanos, albaneses) y la aparición de reivindicaciones territoriales de albaneses, búlgaros y griegos (sobre Tracia y Macedonia).

La evolución política griega se enrarece y complica, hasta el punto de dar lugar a algún que otro cambio de gobierno, con la emergencia a principios de 1950 de la llamada “cuestión chipriota”.

La isla es la tercera en superficie del Mediterráneo. Está situada muy próxima a Turquía y cerca de Siria y El Líbano. Desde la apertura del canal de Suez (1869), la isla adquirió un gran valor estratégico en el Mediterráneo oriental. Por el Tratado entre Gran Bretaña y Turquía (1878), Chipre fue cedida por el Imperio otomano a Gran Bretaña, a cambio de la garantía militar británica contra un eventual ataque ruso a Turquía. Por lo tanto, los habitantes de Chipre siguen siendo turcos, pues el Imperio otomano conserva la soberanía sobre la isla. Esta situación cambió cuando los turcos declararon la guerra a los aliados (diciembre de 1914), lo que aprovecharon los británicos para anular el tratado de 1878 y anexionarse Chipre.

La isla está habitada mayoritariamente por griegos (casi el 80 %) que exaltan vivamente la cultura griega y que se consideran griegos. Ello hizo surgir un sentimiento nacionalista; no de independencia, sino de enosis, es decir, de unión a Grecia, lo que le confiere gran peculiaridad. Este nacionalismo fue alentado por la Iglesia ortodoxa en la que recae, además, la representación política del pueblo chipriota, por voluntad del Imperio otomano. Así, el arzobispo ostentaba el título de enarca o jefe de la Nación (era elegido para tal cargo por sufragio indirecto del conjunto de la población cristiana). El partido comunista chipriota, AKEL (Partido Progresista del Pueblo Trabajador), será, junto a la cultura y la Iglesia, el tercer pilar de la lucha por la enosis.

Por su parte, en la minoría turca (18 % de la población) palpita un nacionalismo que rechaza la unión con Grecia y desea la autonomía jurídica y educativa para Chipre. Ni unos ni otros conseguirán, al principio, el apoyo de los gobiernos griego y turco.

Terminada la Segunda Guerra Mundial, en el Ministerio de Asuntos Exteriores británico (el Foreing Office), se barajó la idea de entregar Chipre a Grecia, pero rápidamente la idea fue abandonada; la eventualidad de un triunfo de la izquierda en la guerra civil que se estaba librando en Grecia, instalaría a los soviéticos también en Chipre, es decir, les dejaría sólidamente instalados en el Mediterráneo oriental. Así pues, el problema de Chipre fue considerado por los británicos como una faceta estratégica de su presencia en el Próximo Oriente; sobre todo, si se tienen en cuenta los problemas que soportan en el “mandato” de Palestina.

Con todo, el gobierno laborista elaboró el plan Creed-Jones (octubre de 1946) para Chipre que contemplaba: la convocatoria de una asamblea encargada de elaborar una “reforma constitucional” y que daría más participación política a los chipriotas, un plan de desarrollo de diez años para impulsar la vida económica social, y una amnistía general.

Lo más difícil fue acercar los intereses británicos y chipriotas. Los británicos propusieron una asamblea formada por gran número de miembros elegidos, pero también por miembros designados. El poder ejecutivo quedaba en manos británicas, asistido por cuatro ministros y cuatro diputados elegidos por el secretario británico para las Colonias. Los chipriotas, por el contrario (en realidad sólo colabora el partido comunista AKEL), deseaban una asamblea totalmente elegida, un gobierno responsable y in gobernador que tuviera sólo las competencias de defensa, asuntos exteriores y protección de minorías. En mayo de 1948, las fuerzas políticas chipriotas rechazaron el proyecto constitucional británico. Gran Bretaña lo abandonará rápidamente.

Mientras tanto, el nacionalismo chipriota se reafirmó. Un plebiscito organizado por el enarca (enero de 1950) arroja un 96 % de chipriotas que se inclinan por la enosis o unión con Grecia. En mayo del mismo año, una delegación chipriota llegó a Atenas para obtener el apoyo efectivo de Grecia, con lo que el contenido dejó de ser un contencioso anglo-chipriota. Los nacionalistas incluso hablan de llevar el problema ante la ONU. Además, el nacionalismo encontró a un líder carismático, el arzobispo Makarios III, que organizó y dinamizó el nacionalismo chipriota.

El problema se convirtió en internacional cuando Grecia lo presentó ante la ONU (agosto de 1954). Acogiéndose al principio de la libre autodeterminación de los pueblos no pidió la enosis, sino únicamente el derecho a la autodeterminación de la isla. Turquía se sintió obligada a intervenir. Esta actitud turca no fue consecuencia de la presión de la minoría turca de la isla, sino de la situación estratégica de la misma: dada la inestabilidad de la política griega, Turquía no quiere una Chipre griega a tan escasa distancia de sus costas. La ONU, aunque inscribió la petición griega en el orden del día, decidió que no era oportuno, por el momento, adoptar una resolución sobre la cuestión de Chipre.

Un giro en la cuestión chipriota se produjo con el estallido de la sublevación armada en la isla (1 de abril de 1955) y la aparición de la EOKA (Organización Nacional de Combatientes Chipriotas). Su objetivo no era la victoria militar sobre los británicos, sino el hostigarlos para forzar una negociación. El arzobispo Makarios, considerado por los británicos el impulsor del movimiento terrorista, será deportado (marzo de 1956), aunque el organizador, estratega y alma del movimiento será el coronel Grivas. Finalmente, en marzo de 1957, el arzobispo fue liberado y la tregua terrorista entró en vigor. La etapa de las negociaciones se imponía.

En realidad, la crisis de Suez que terminó con la nacionalización del canal por Egipto (1956) y el fracaso de la expedición franco-británica a dicho país, modificaron la visión británica sobre su papel en el Próximo Oriente y el valor estratégico de Chipre. Aunque los cuarteles generales británicos (terrestres y aéreos) en el Próximo Oriente habían sido trasladados de Egipto a Chipre (diciembre de 1952), la guerra había demostrado que los puertos y aeropuertos chipriotas eran mediocres (incluso parte de las tropas la expedición británica a Egipto habían tenido que partir de Malta). Además, la noción de guerra clásica había evolucionado técnicamente y por ello el mantenimiento de la soberanía sobre la isla había dejado de tener interés.

El problema estaba en encontrar una solución aceptable, a la vez, para Grecia, Turquía y las dos comunidades chipriotas, evitando que la Alianza Atlántica pudiese verse afectada (Grecia y Turquía eran miembros) en el Mediterráneo oriental.

El camino final para la solución de la cuestión chipriota fue difícil y durará de 1955 a 1959, barajándose numerosas posibilidades, desde recurrir de nuevo a la ONU, o contemplarse la posibilidad de la partición de la isla entre las dos comunidades. Desde septiembre de 1958, el arzobispo Makarios pareció abandonar la idea de la enosis, ante la oposición turca, e inclinarse hacia la independencia. En febrero de 1959, en Zurich y Londres se firmaron los acuerdos que solucionaron el conflicto. Se optó por la independencia, garantizada por Gran Bretaña, Grecia y Turquía, que será proclamada en agosto de 1960.

El conflicto se reabrió cuando Makarios propuso un proyecto de revisión de los acuerdos de Zurich y Londres al jefe de la comunidad turca (noviembre de 1963). El objetivo era crear un verdadero estado independiente en Chipre. Las tensiones entre Grecia y Turquía se recrudecieron. Makarios buscó el apoyo de la U.R.S.S. y de los países neutrales. Ante la crisis de convivencia de las dos comunidades en la isla y el temor a la intervención armada turca, Gran Bretaña elevó a la ONU el problema chipriota (febrero de 1964). Dicha organización envió una fuerza de observación.

La dictadura de los coroneles griega, buscando un éxito externo que los consolidara en el interior, organizó un golpe de Estado en Chipre y destituyó a Makarios (julio de 1974). Esta intervención acarreó el desembarco turco en la isla. El resultado fue la división de la isla y el trasvase recíproco de la población griega y turca y la represión indiscriminada. La consagración jurídica de la división se produjo cuando se proclamó la independencia de la República Turca del Norte de Chipre (noviembre de 1983). Excepto Turquía, la comunidad internacional rechazó unánimemente este atentado a la integridad territorial de la República de Chipre. Este problema está pendiente de resolverse.

PORTUGAL EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XX.

La dictadura fue implantada en Portugal desde el 28 de mayo de 1926. Estará marcada por la personalidad de Antonio Oliveira Salazar, que accedió al poder como ministro de Hacienda (1928) y se mantuvo en él como presidente del Consejo de Ministros desde 1932 hasta septiembre de 1968. La etapa final está protagonizada por Marcelo Caetano (septiembre de 1968-abril de 1974). Aunque quiso dar al régimen una apariencia liberal, en realidad sólo cambió el nombre de algunas instituciones, pero manteniendo las mismas funciones.

El régimen se cimentará en un nacionalismo respetuoso con la tradición, hasta el punto de que se confunde con el inmovilismo. Está también impregnado de patriotismo y paternalismo. El patriotismo se manifiesta en el deseo de recuperar la grandeza pasada mediante el papel desempeñado por Portugal como potencia colonial. Las colonias de Macao en China, Goa en la India y Angola, Guinea-Bissau y Mozambique en África, no sólo convertiría en realidad el sueño colonial, sino que compensaba su pequeñez territorial peninsular y complementaba su economía. Paradójicamente, serán los problemas coloniales los que precipitarán el final del régimen. El paternalismo se manifestaba en la sumisión a la autoridad y a sus representantes.

Los rasgos característicos del fascismo estaban presentes en el régimen salazarista: partido único (Unión Nacional), fuerte policía acompañada de estricta censura, convocatoria de elecciones que garantizaban la victoria de los candidatos del régimen, Estado fuerte que garantizaba la seguridad y el orden. No coincide con los otros fascismos en el culto al líder. Oliveira Salazar será retraído y se prodigará poco en público. En política internacional, Portugal mantuvo su tradicional alianza con Gran Bretaña. Las Azores se convertirán en una importante base aliada en el Atlántico durante la Segunda Guerra Mundial. Entró en la OTAN (1949), lo que le permitió modernizar y equipar al ejército. Ello será fundamental para las guerras coloniales de África.

La política económica se basará en un estricto presupuesto, insensible a las mejoras sociales. Predominio de la agricultura, pero sin llevar a cabo los grandes proyectos agrarios: planes de irrigación y de partición de las grandes propiedades. Los planes quinquenales de 1953-1958 y 1959-1964 hacen subir el producto nacional un 35 %. Este crecimiento se detecta en el comercio, los servicios y en algunas industrias, pero no pone en marcha una modernización del país. Además, los planes quinquenales agudizaron las diferencias regionales (entre el sur pobre, agrario y atrasado, y el norte más próspero e industrializado) y las diferencias sociales (entre una reducida élite que acapara la riqueza y la mayoría de la población, con escasos recursos). Estos desequilibrios impulsaron una creciente emigración a Brasil o Europa (Francia, Bélgica, Alemania y Suiza). La clase media era muy limitada y sin poder ni representación en el salazarismo. Los pequeños industriales y comerciantes, las profesiones liberales y las nuevas profesiones, los intelectuales y, sobre todo, la oficialidad del ejército, han sido decisivos en el fin del régimen. Se registran altas tasas de analfabetismo: 14 % en hombres y 25 % en mujeres en 1985.

Sólo en los años finales del salazarismo se realizaron importantes inversiones en industrias manufactureras, sobre todo textiles, cerveceras, electrónica, plásticos, materiales de construcción y transformaciones agrarias. Pero aún diez grandes familias controlaban el 50 % de la riqueza nacional y la inmensa mayoría de las empresas contrataban a menos de 50 trabajadores. En 1973 había una alta inflación (23 %, la más alta de Europa) y los salarios estaban congelados.

A finales de 1950 se detecta una inflexión importante en la dictadura, hasta el punto que algunos autores consideran que empieza su agonía. Coinciden factores políticos, económicos y sociales.

En las elecciones de la presidencia de la República en 1958, por primera vez un candidato del régimen, Americo Thomas, está a punto de perder las elecciones. Un escaso número de votos le da al victoria sobre el candidato opositor, el general Umberto Delgado. La escasa diferencia de votos se interpretó que se debía al fraude electoral. Consecuencia de esta contrariedad fue el decreto gubernamental que retiró la elección del colegio electoral y lo confió a un comité formado por delegados de las dos asambleas.

Al mismo tiempo, los vientos de la descolonización provocaron la aparición de una aguada crisis en el Imperio colonial portugués. Así, en 1961 tuvieron lugar revueltas indígenas en Angola. A finales del mismo año, el gobierno indio ocupó Goa casi sin resistencia (diciembre de 1961) y estallaron también revueltas en Guinea-Bissau y Mozambique. Y, aunque a imitación de la Commonwealth, y de la Unión Francesa, se propuso crear una comunidad luso-brasileña, no tendrá éxito.

Aunque al principio estos problemas aglutinaron al país alrededor del gobierno, pronto afloraron las críticas. Los jóvenes no querían cumplir el servicio militar en las colonias. Son demasiado peligrosas, pese a que la censura impide que se conozcan los fallecimientos que, de manera creciente, tienen lugar en ellas. Todo esto hará aumentar la emigración. Se criticaban también los altos presupuestos militares, que representaban la mitad de los presupuestos generales del país, y entre el 8 y el 9 % del producto nacional bruto. Además, a principios de la década de los setenta empezó a llegar el turismo de masas al país. Con él y con la emigración, los portugueses se pusieron en contacto con otros niveles de vida, con otras libertades. Ello aceleró el cambio social e hizo que aumentara el desencanto y la oposición.

Ésta se manifestó en los medios obreros, estudiantiles y militares, sumiendo al país en un gran agitación. Numerosas conjuras se sucedieron en 1947, 1948, 1958 y 1959. De gran repercusión en la opinión pública fue la de enero de 1961, que llevó a cabo el secuestro del paquebote Santa María, o la de enero de 1962, que realizó el asalto al cuartel de Beja. La de Caldas de Rainha (marzo de 1974), aunque fracasó, preludió la de abril de 1974 que, impulsada por el Movimiento de Oficiales, acabó con el gobierno de Marcelo Caetano.

El triunfo de la revolución, conocida como la revolución de los claveles, fue rápido y sin violencia. Estuvo secundada con gran entusiasmo por la mayoría del país. Dio el poder a una Junta de Salud Nacional, presidida por el general Antonio Spínola (más tarde ocupará la presidencia de la República por pocos meses). Prometió instaurar las libertades civiles, convocar elecciones libres y pacificar los territorios africanos. Los exiliados regresaron al país, entre ellos el secretario del partido socialista, Mario Soares, y el del comunista, Álvaro Cunhal.

En abril de 1975 tienen lugar las elecciones para la Asamblea Constituyente, las primeras elecciones democráticas, con una masiva participación: 91,7% del censo. Estas elecciones van a ser clarificadoras. El Partido Socialista aparece como la primera fuerza política con el 37,9 % de los votos. El Partido Popular Demócrata, liderado por Sa Carneiro obtiene el 26,4% de los votos, es la segunda fuerza política, y el tercer lugar lo ocupa el Partido Comunista, con el 12,5% de los votos, aunque tiene gran implantación en la capital y en el sur.

Desde los primeros momentos de la revolución de abril de 1974, se puso en marcha la reforma agraria y la nacionalización de empresas. Al mismo tiempo se llevaron a cabo campañas de alfabetización y de concienciación cívica de los ciudadanos. La Iglesia se mostró inquieta por las confiscaciones de que fue objeto (emisoras de radio, de periódicos, y porque se implantó la libertad de enseñanza). El problema colonial trató de resolverse rápidamente. Así, se reconoció la independencia de Guinea-Bissau (septiembre de 1974), Mozambique (junio de 1975) y Angola (noviembre de 1975).

La nueva situación política del país exigía un nuevo marco legal. La nueva Constitución fue promulgada en abril de 1976. La Constitución era presidencialista. Se apoyaba y al mismo tiempo era controlada por el Consejo de la Revolución (presidido por el presidente de la República y formado sólo por militares, los jefes del Estado Mayor y 14 oficiales). El poder legislativo se estructuraba en una sola Cámara. El Consejo de la Revolución será suprimido en la revisión de la Constitución en 1982. En 1976 se celebraron también las elecciones para la presidencia de la República. El candidato más votado será el general Ramalho Eanes, que encargó al secretario del Partido Socialista, Mario Soares, la formación de gobierno.

Aunque la normalidad democrática estaba asegura, inquietaba al gobierno la situación económica, pues la crisis financiera y social se agravaba paulatinamente. Las reservas de divisas no dejaban de descender, se aceleraba la inflación y se degradaba el poder adquisitivo de la población. Por todo ello, el gobierno socialista tuvo que paralizar la reforma agraria y las nacionalizaciones. Las críticas obligaron a dimitir al presidente del gobierno, Mario Soares (diciembre de 1977). Aunque confirmado en el cargo por el presidente de la República, las discrepancias con éste le hicieron dimitir de nuevo (julio de 1978). Se sucederán diversos gobiernos hasta que la Asamblea sea disuelta, convocándose elecciones anticipadas (noviembre de 1979).

Estas nuevas elecciones dieron el triunfo a la derecha. El Partido de Alianza Democrática con el 48 % de los votos, obtuvo la mayoría de la Cámara (era el nuevo nombre del Partido Popular Democrático de Sa Carneiro, aliado con otros dos pequeños partidos). El Partido Socialista obtuvo sólo el 28 % de los votos (perdió el 8,1 %). El tercer lugar lo ocupó la Alianza del Pueblo Unido (que agrupaba a los comunistas y otros pequeños partidos de izquierda) con el 16,9 % de los votos. Sa Carneiro fue encargado de formar gobierno (enero de 1980). En las municipales también se confirmó el triunfo de la derecha, como si el electorado hubiese querido dar un voto de castigo a los que han sido responsables de la vida política portuguesa.

Dos problemas tuvo Portugal a principios de la década de los ochenta. En primer lugar, el económico. Al borde de la crisis económica (con una deuda exterior del 70 % del PIB y una inflación del 19,5 %), el Fondo Monetario Internacional incitó a una política de austeridad que dio buenos resultados. Así, la inflación se redujo al 9,4 %, con un crecimiento anual del 4 % (en 1986 y 1987) y un retroceso del paro al 8 %. Esto le permitió entrar en la CEE en 1986 (junto con España).

En segundo lugar, el político: triunfo del partido socialdemócrata, que obtuvo la mayoría absoluta en las elecciones de julio de 1987 y que permitió formar gobierno a su secretario general, Aníbal Cavaco da Silva. Emprendió una política liberalizadora que se concretó en privatizaciones (bancos, cementos, comunicaciones, tabacos y seguros), liberalización de los despidos y atracción de inversiones extranjeras. Esta política provocó las críticas de los sindicatos. Las privatizaciones permitieron reducir el déficit público.

Las directrices emanadas desde la CEE, las ayudas económicas y los buenos resultados de la política gubernamental han permitido que Portugal tenga un rápido y sostenido crecimiento del 4 % anual y ha reducido los índices de paro al 5 % (en 1989). Estos buenos resultados se mantendrán hasta 1990. Pero el relanzamiento de la demanda interna ha aumentado la inflación en un 3 % en 1989 (situándola en el 12,7 %). Para corregirlo se han puesto en marcha medidas clásicas, es decir, la restricción del crédito, lo que ha sido criticado por socialistas y comunistas. A partir de 1991 se detuvo el crecimiento, debido a la caída de la inversión extranjera, al retroceso de la producción agraria e industrial, y al descenso de las exportaciones. Por ello, a mediados de la década de los noventa el gobierno de Cavaco da Silva decidió introducir correcciones en su política: relanzar la agricultura y la construcción y modernizar los sectores industriales más abandonados (textil), al mismo tiempo que se contraía el gasto público.

Agotado el segundo mandato presidencial del general Eanes, y no siendo posible por imperativo constitucional un nuevo mandato, fue elegido Mario Soares (febrero de 1987, y reelegido en 1991). La primera vez desde 1926 que un civil era elegido para tal cargo.

LA EVOLUCIÓN RECIENTE DE LOS PAÍSES DE LA EUROPA ORIENTAL

LA CONFORMACIÓN DE LA EUROPA DEL ESTE DESPUÉS DE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL Y SUS RELACIONES CON LA UNIÓN SOVIÉTICA

La Unión Soviética alcanzó la categoría de gran potencia al derrotar a los alemanes en febrero de 1943 (batalla de Stalingrado) y pudo negociar en igualdad de condiciones con los Estados Unidos y Gran Bretaña sobre el futuro de Europa, en especial en la zona central y sudoriental. Ante el avance del Ejército Rojo -que había ocupado el 1 de octubre de 1944 Finlandia, Rumanía y Bulgaria, y durante el otoño de ese mismo año iniciaba su penetración en Hungría y en Yugoslavia-, tanto Roosevelt como Churchill intuyeron que la buena marcha de las negociaciones sobre Europa -especialmente en su flanco Este- pasaba por compaginar el idealismo de la Carta del Atlántico (documento rubricado por dichos dirigentes occidentales en agosto de 1941) con las nuevas exigencias soviéticas. El control por la U.R.S.S. de todo el centro y sudeste de Europa dio a Stalin la oportunidad de proclamar la creación de su propio sistema de seguridad (basado en el establecimiento de un cordón defensivo en torno a los países de su zona de influencia -muchos de ellos eslavos-) más allá de sus fronteras nacionales. Con este propósito se creaba en Moscú un Comité eslavo con la finalidad de crear unos vínculos indisolubles con aquellos y dirigir al movimiento comunista.

Así las cosas, las reuniones al más alto nivel celebradas entre las potencias aliadas a partir del otoño de 1943 van a estar mediatizadas por la situación anteriormente descrita. Desde octubre de 1943 (Moscú) hasta julio de 1945 (Potsdam), los mandatarios aliados mantuvieron cinco encuentros con el objetivo de establecer unos acuerdos duraderos relativos a las condiciones para la paz y reconstrucción posbélica. En la primera reunión de Moscú y su continuación en Teherán (noviembre y diciembre de 1943) se creó una Comisión Consultiva Europea, de enorme importancia para el futuro de los países de la Europa Central y Balcánica, y se dio el visto bueno al repartimiento del viejo continente en zonas de influencia. Todo ello fue refrendado en la segunda cumbre de Moscú (octubre de 1944), otorgando carta de naturaleza a la llamada diplomacia de los porcentajes: la Unión Soviética obtenía el reconocimiento tácito de su control sobre la Europa Oriental y Suroriental -la futura Europa del Este-, y los Estados Unidos y Gran Bretaña de la Europa Occidental. Esto supuso la plasmación -en palabras de A. Heller y F. Fehér- de un proyecto de dominación activa y compartida del mundo. La delimitación de las zonas de influencia terminó por favorecer la estrategia soviética con respecto a los países del Este, ya que en 1942 había puesto en marcha un plan que debían ejecutar los respectivos partidos comunistas a partir del momento de la liberación.

La cumbre de Yalta (enero de 1945) no hizo sino confirmar los acuerdos establecidos en Moscú en el otoño anterior, con especial hincapié sobre el futuro de Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Yugoslavia y de los restantes países balcánicos, pero sin avanzar sobre el caso de Alemania. Si norteamericanos y británicos obtuvieron de los soviéticos el respeto -teórico- a los principios idealistas de la Carta del Atlántico, éstos lograron un beneficio más tangible cuando aquellos aceptaron la doctrina de Frente Popular como el mejor medio de actuación tanto en los países liberados de los alemanes como en los antiguos satélites de éstos. La Unión Soviética convenció a Gran Bretaña y Estados Unidos de que el sistema frentepopulista era el único capaz de aglutinar a los sectores sociales que habían participado en la resistencia frente al invasor. De este modo, las concesiones hechas a Moscú facilitaron la imposición en toda su zona de influencia de la pax soviética durante las cuatro décadas siguientes.

Cuando se celebró la reunión de Potsdam (julio de 1945) la lucha por el predominio mundial entre la Unión Soviética y los Estados Unidos ya había comenzado. Esta nueva situación se debía, según los ideólogos estadounidenses, al expansionismo sin freno de la U.R.S.S. en el Este de Europa; cuyo origen, sin embargo, estaba en los acuerdos firmados por los aliados para después de la guerra. En ello se vislumbraba (situación sobre la que ya había alertado Churchill en mayo de 1945) el inicio de la guerra fría.

Con la firma de los tratados de paz establecidos en la conferencia de París (celebrada en dos actos: el primero, de julio a octubre de 1946; el segundo, en febrero de 1947), se daba también por concluida la ocupación militar de los países vencidos por las fuerzas armadas aliadas, aunque el Ejército Rojo permanecerá en Hungría y Rumanía más allá del tiempo estipulado alegando razones logísticas y de seguridad, que en realidad pretendían mantener expedita sus líneas de comunicación con Austria. Una vez cerrado en París el último acto de la guerra, todos los países de la Europa del Este estaban preparados para comenzar la enorme tarea de reconstrucción nacional bajo el control de la Unión Soviética.

Fue entre 1945 a 1948 cuando se pusieron las bases teóricas y prácticas para la instauración en Europa del Este del sistema socialista de tipo soviético. Estos años decisivos pueden ser divididos en tres etapas: la primera de ellas (1945-1946) correspondió al momento de formación de gobiernos de coalición del tipo del Frente Popular, animados y dirigidos por los partidos comunistas con el apoyo de las fuerzas de ocupación soviéticas. Fue en esta fase cuando se instauró el régimen de democracia popular en apariencia respetuoso con las reglas del juego de la democracia tradicional. Al mismo tiempo comenzó la transformación económica y social con la aplicación de las primeras leyes de reforma agraria y nacionalizaciones en la industria y el comercio.

Durante la segunda etapa (1946-1947) los partidos comunistas terminaron con la ficción de democracia y pluralismo político al completar su control absoluto del poder. Los comunistas socavaron, al mismo tiempo, las bases de la organización de la economía capitalista para levantar en su lugar los cimientos de la socialización de los sectores productivos por medio de la nacionalización y colectivización forzosa de la economía. La tercera fase (1947-1948) supuso el momento de la revolución socialista de tipo soviético: en estos años los comunistas alcanzaron definitivamente todo el poder. Se convirtieron en la fuerza dirigente de la sociedad al absorber a las demás formaciones de carácter socialista, para a continuación instaurar la dictadura de partido único. A partir de este momento, con la puesta en funcionamiento de la planificación centralizada, se aceleró la construcción del socialismo en países como Yugoslavia, Albania, Rumanía, Hungría, Bulgaria, Polonia o Checoslovaquia, y lo mismo sucedió en Alemania Oriental una vez fundada la República Democrática.

Los partidos comunistas de Europa del Este no desaprovecharon la ocasión que se les presentó para eliminar la revolución política, económica, social y cultural emprendida después de la guerra en sus respectivos países. El éxito cosechado en dicha tarea puede explicarse por la conjunción de tres factores: a) la ayuda resuelta que los partidos comunistas recibieron del Ejército Rojo; b) la pericia, la audacia y la falta de escrúpulos de que hicieron gala los dirigentes y afiliados comunistas para ganarse el favor de la población al finalizar el conflicto bélico; y c) la debilidad y falta de prestigio de sus oponentes políticos, especialmente, de los partidos tradicionales, que por otra parte fueron combatidos por los comunistas por todos los medios a su alcance hasta lograr su adhesión, su inactividad o su destrucción.

Ante las críticas occidentales al expansionismo soviético (la Doctrina Truman), Stalin, una vez instalados todos los partidos comunistas en el poder, consideró llegado el momento de apuntalar definitivamente su control político, económico y militar sobre Europa del Este. Apelando al internacionalismo proletario impulsó la puesta en funcionamiento de organizaciones supranacionales -el Kominform, el Consejo de Ayuda Económica Mutua (CAEM o COMECON), creado el 1 de enero de 1949, o el Pacto de Varsovia, fundado el 14 de mayo de 1955- dirigidas por la U.R.S.S.. Ello supuso el final de la política de consenso llevada a cabo por los aliados durante la Segunda Guerra Mundial, y en su lugar comenzaba un periodo de confrontación soterrada (guerra fría). Escudándose en los propósitos del “otro” la Unión Soviética y sus satélites constituyeron un bloque de carácter socialista y pacifista, con la finalidad de contrarrestar la formación que, a su juicio, capitaneaba Estados Unidos, tildada de imperialista y belicosa.

En los Estados que conformaban el bloque soviético en Europa del Este (Polonia, República Democrática de Alemania, Checoslovaquia, Hungría, Rumanía y Bulgaria -sin olvidarnos de Yugoslavia y Albania, países que rompieron la unidad de dicho bloque-) el proceso de consolidación del sistema del socialismo real discurrió conforme a las pautas marcadas por Moscú, aunque sin olvidar las peculiaridades y características propias de cada Estado. Así, los primeros años en la construcción del socialismo en estos países coincidieron con los últimos del poder personal de Stalin, clave para la consolidación de un sistema dirigido y controlado férreamente desde Moscú a través del Kominform. En el periodo comprendido entre 1949 y 1953, los países del Este terminaron de implantar el sistema de tipo soviético, que suponía la dirección de la actividad política en exclusiva por parte de los partidos comunistas refundados con la absorción de los socialistas, y el control absoluto de los sectores económicos nacionalizados o colectivizados a través de la dirección centralizada de la actividad económica, cercenándose derechos básicos de tipo sociolaboral, como el de libre sindicación.

La muerte de Stalin, en 1953 marcó el final de una etapa caracterizada por el control estricto que el PCUS ejercía sobre las democracias populares en todas esferas de poder. Lo anterior provocó una situación de inestabilidad en todo el mundo comunista. Así, el mantenimiento del sistema de tipo soviético de corte estalinista produjo enormes tensiones en la Europa del Este, cuyo comienzo puede fecharse en el momento de la desaparición de Stalin. Y, sobre todo, después de la celebración del XX Congreso del PCUS, el momento de desestalinización. A partir de 1953 y hasta los acontecimientos de 1968 en Checoslovaquia, todo el bloque soviético vivió en una permanente crisis de identidad tal como pusieron de manifiesto la alternativa “revisionista”· y la “respuesta obrera” generadas ante la opresión del estalinismo.

Los valedores del revisionismo, comunistas reformistas, comenzaron a idear nuevo proyectos de actuación políticas de muy distinto signo y resultado, como pudo comprobarse en los acontecimientos de octubre de 1956 en Polonia, de esa misma en Hungría, de 1964 en Rumanía o de 1968 en Checoslovaquia. La intención de los revisionistas era profundizar en las esencias del sistema socialista y dar por concluida la tutela soviética en sus respectivos países. Su objetivo era mejorar el sistema desde todos los puntos de vista, pero siempre bajo la dirección del Partido Comunista.

Todo empezó con el cambio de rumbo impuesto por las nuevas direcciones de los partidos comunistas en 1956. Dicho cambio estuvo inspirado en la nueva actitud mostrada por los máximos dirigentes del PCUS ante las demanda de los partidos comunistas del Este, tal como se explicitó en un comunicado del 31 de octubre de 1956, según el cual se habían cometido errores en las relaciones entre los países socialistas. Sin embargo, el propósito de la enmienda no se hizo realidad.: ante la pérdida progresiva de autoridad y prestigio del PCUS y de los propios partidos comunistas locales, la Unión Soviética se vio obligada a intervenir para restablecer en toda su zona de influencia la obediencia a sus directrices. Ante estas situaciones, la oposición al revisionismo no tardó en cuajar. Así, en la Conferencia de Partidos Comunistas, celebrada en Moscú en 1957, fue aprobada una resolución de obligado cumplimiento por parte de todos los países socialistas, siempre bajo la suprema dirección del PCUS, según la cual el revisionismo era el principal peligro; a la misma conclusión llegaron los participantes de la Conferencia de los comunistas celebrada en noviembre de 1960: los dirigentes comunistas procuraban por todos los medios a su alcance mantener la disciplina del Partido, el único medio de euforia en las poblaciones de estos países ante lo que se suponía la oportunidad de mantener su dominio político e impedir toda desviación ideológica. A pesar de estas llamadas para preservar la ortodoxia, los décadas siguientes volvieron a poner en evidencia los mismos problemas de siempre tanto políticos como económicos y sociales-

La persistencia de problemas en el ámbito socioeconómico demostraba la difícil situación que soportaron durante los años del socialismo real los trabajadores. Si el final de la guerra había supuesto un momento de euforia en las poblaciones de estos países ante lo que se suponía la oportunidad de alcanzar la justicia y la libertad, rápidamente comenzó a difuminarse ante los sociales y medioambientales de la puesta en marcha del proceso de industrialización y colectivización forzosa. En un sistema que se proclamaba la patria del proletariado, obreros y campesinos comenzaron a reclamar sus derechos sociales durante tantos años reivindicados sin éxito y, por ende, la mejora de sus condiciones vitales y laborales. Ante el rechazo de dichas peticiones por los gobiernos de turno, los trabajadores decidieron acudir a huelgas o a motines y revueltas para conseguir su aceptación. Como sucedió con el revisionismo, la respuesta obrera a la opresión social sólo pudo comenzar a exponerse a partir de 1953, momento en el cual los países más importantes del Este de Europa -Checoslovaquia, República Democrática de Alemania, Hungría y, sobre todo, Polonia- conocieron manifestaciones masivas de descontento popular, que en los años cincuenta y sesenta tuvieron un carácter esencialmente reivindicativo de mejora del nivel de vida, aunque no olvidaban la vertiente política.

Los años de la segunda normalización significaron en los países del bloque soviético (excepto en Rumanía) el restablecimiento de la doctrina de soberanía limitada que en su momento -en la inmediata posguerra- habían elaborado los teóricos del Kominform y que ahora era reactualizada bajo los auspicios de L. Breznev en su calidad de máximo dirigente del PCUS. La doctrina de soberanía militar reformulada en 1968 por los dirigentes soviéticos para justificar la invasión militar de Checoslovaquia -y terminar con los rebrotes revisionistas- tenía un claro antecedente doctrinal en la noción de defensa de las conquistas del socialismo, a lo cual también apeló Kruschev en 1956 para paralizar las reformas en Hungría. El concepto fue expresamente recordado en las sucesivas declaraciones programáticas de las Conferencias de los Partidos Comunistas de 1957 y 1960 y, años más tarde, en 1968, volvió a actualizarse con la intención de superar obsoletos planteamientos de la soberanía de los Estados.

La puesta al día de las bases teóricas de dicha doctrina corrió a cargo en este momento de Kovalev, mediante la publicación de sendos artículos en Pravda (septiembre de 1968), el primero de ellos trataba sobre la contrarrevolución silenciosa y el segundo sobre la soberanía nacional y las obligaciones internacionales de los países socialistas. Según Kovalev, la contrarrevolución silenciosa sólo podía darse en un país socialista por la permisividad y cobardía de los dirigentes del Partido ante el avance de planteamientos liberalizadores impulsados por facciones antisocialistas: la táctica de la contrarrevolución silenciosa -siempre según Kovalev- pretende engañar a las masas del país en cuestión, dando la impresión de que se quiere mejorar el socialismo por el bien del pueblo, pero la realidad es que los agentes del imperialismo sólo pretender terminar con las conquistas socialistas del pueblo trabajador, motivo por el cual los demás partidos comunistas tienen el deber de impedirlo. Como señaló G. Ionesco, las anteriores afirmaciones conducen directamente a la teoría de la soberanía limitada. En el artículo sobre la soberanía nacional y las obligaciones internacionales de los países socialistas, Kovalev rechazaba toda soberanía particular que menoscabara el internacionalismo proletario en función de la solidaridad que se deben entre ellos todos los países socialistas y la de todos en conjunto con respecto a la Unión Soviética. Por ello, los comunistas de los países hermanos no pueden permitir -en palabras de Kovalev- que en el nombre de una soberanía comprendida de manera abstracta los Estados socialistas queden inactivos mientras que el país en cuestión esté expuesto al peligro de una degeneración antisocialista.

Armado con el anterior bagaje teórico, Breznev presentó oficialmente la versión actualizada de la doctrina de soberanía limitada en un discurso que pronunció en Varsovia (noviembre de 1968) ante el pleno del V Congreso del POUP. Lo auténticamente novedoso de la teoría expuesta por el secretario general del PCUS consistía en los siguientes aspectos: a) en la ausencia de petición de ayuda por parte del Partido Comunista afectado; b) en la pretensión meramente puntual de ayuda ante un peligro inminente, sin prefijar de modo decisivo el marco de las relaciones exteriores de los países del bloque soviético; y c) en que todo lo relacionado con la soberanía no estaba pensado tanto para los propios países socialistas, sino especialmente para la U.R.S.S. como potencia hegemónica y bajo cuya soberanía indiscutible quedaban dichos países socialistas.

La desintegración del sistema socialista de tipo soviético en Europa del Este puede explicarse por la actuación conjunta de una serie de factores tanto internos como externos que, en una situación de deterioro económico imparable (los porcentajes de su Producto Material Neto alcanzaban valores negativos desde 1986, y el PIB de los países de la OCDE a finales de la década de los ochenta era unas tres veces superior al de los países socialistas) y subsiguiente degradación de las condiciones de vida y trabajo y caída del nivel de vida (en estos países, p. e., la tasa de mortalidad infantil era el doble de alta que en Europa Occidental), así como la corrupción en todos los niveles de la actividad productiva, llevó a una crisis terminal que produjo el derrumbamiento de los regímenes comunistas implantados en la región después de la Segunda Guerra Mundial. Dichos factores de carácter interno fueron los siguientes: los propios partidos comunistas, la disidencia, las respectivas Iglesias nacionales y la sociedad civil; y en cuanto a los externos o también llamados catalizadores: la Unión Soviética, la Santa Sede y el mundo occidental desarrollado.

De las fuerzas internas destacó por su importancia el papel desempeñado por los partidos comunistas. En la década de los años ochenta los partidos comunistas ya no estaban en condiciones de asegurar el monolitismo de los regímenes políticos de Partido-Estado, y, marcados por el estigma de la división interna, daban muestras evidentes de decadencia, lo que hacía presagiar el final de toda una época de dominación; todos ellos en el último momento, exceptuando el caso rumano, tendieron a compartir las responsabilidades del gobierno con el propósito de repartir las responsabilidades de la crisis, y dicha decisión facilitó la ruptura y posterior transición.

Sólo con la disminución de la influencia de los partidos comunistas pudo entrar en acción la disidencia. Ésta comenzó a ser tenida en cuenta en Occidente coincidiendo con la celebración de la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) de Helsinki (agosto de 1975), al apoyar su estrategia de actuación en el respeto de los derechos humanos, tal como estipulaba el punto séptimo del Acta Final de la CSCE. Otra de las trampas de Helsinki, -la contienda en el punto uno sobre modificación política de las fronteras- supondría quince años después la justificación formal para consumar el proceso de reunificación de Alemania. La decadencia de los partidos comunistas y el ascenso de la disidencia tuvo una gran importancia para el despertar de la sociedad civil: en los momentos culminantes de 1989 la intelligentsia disidente fue secundada por grupos juveniles y por el sector más resuelto de la llamada mayoría silenciosa, decidida a apoyar la ruptura con el orden establecido. El último de los factores internos que debemos considerar se refiere al papel desempeñado por las Iglesias nacionales. De todas ellas, la Iglesia polaca fue mayoritariamente opositora al régimen comunista, mientras que las de Hungría, Checoslovaquia y República Democrática de Alemania sólo contaron con sectores minoritarios de contestación, aunque la actitud de ésta última al finalizar la década de los ochenta sirvió para generar esperanzas de cambio en la mayoría de la población; por su parte, las Iglesias de Rumanía y Bulgaria -muy vinculadas al poder- no pasaron del estado de hibernación durante la época comunista.

Al mismo tiempo, junto a las fuerzas internas actuaron también los factores externos o catalizadores. El papel más influyente en todo el proceso fue desempeñado por la Unión Soviética. Más allá de la mayor o menor virtualidad de los postulados intencionalistas (aquellos que atribuyeron a Gorbachov el diseño de un plan de reestructuración destinado a sus satélites) o funcionalistas (según los cuales todo lo acaecido fue producto de un encadenamiento de circunstancias sin la existencia de ningún plan previamente establecido), parece evidente que el máximo dirigente soviético alentó la aplicación de una reforma semejante a la puesta en marcha en la U.R.S.S. en los países del bloque, al mismo tiempo que auspiciaba un nuevo pensamiento en política exterior, según el cual la Unión Soviética no interferiría en las decisiones que adoptasen las nacionales “aliadas” del Pacto de Varsovia. El mensaje del Secretario General del PCUS (formulado entre 1987 y 1989, cuando dio el golpe de gracia a la doctrina de soberanía limitada al afirmar que cada pueblo tenía el derecho a elegir su propio destino) fue recibido muy claramente en los países de Europa del Este, pero en sentido contrario al previsto en su momento por Gorbachov: ante la evidencia de que la U.R.S.S. no impediría su libre determinación, los pueblos del Este tomaron la decisión de romper con el sistema soviético.

Por lo que respecta al papel desempeñado por la Santa Sede, el pontificado de Juan Pablo II resultó de vital importancia. Desde un primer momento el Papa (recuérdese la homilía del 22 de octubre de 1978 al tomar posesión de la silla de San Pedro) prestó por todos los medios a su alcance especial atención al objetivo de recuperar la libertad religiosa para los miembros de la Iglesia católica y demás confesiones religiosas sometidas durante decenios a la dominación comunista. Al mismo tiempo, la diplomacia vaticana intentó influir, en la medida de sus posibilidades, en gobiernos y oposiciones con el propósito de que el cambio de sistema de los países del Este (que indudablemente se iba a producir) tuviera lugar con el menor coste social posible. Fue en la década de los ochenta cuando también varió sustancialmente la actitud de Occidente hacia la Europa del Este, gracias sobre todo al auge del neoliberalismo imperante en las democracias occidentales durante aquellos años. Hasta ese momento, la política del mundo libre con respecto a la Europa satelizada estaba influida por la creencia en la solidez y estabilidad de los regímenes de tipo soviético y por las teorías al uso según las cuales los sistemas caminaban inexorablemente hacia la convergencia, promoviendo acciones en el campo político-militar (coexistencia pacífica), político (Ostpolitik) o económico. De este modo, las turbulencias de todo tipo que empezaron a sentirse en el Este a partir de la segunda mitad de la década de los ochenta dejó en evidencia a las oficinas de inteligencia de los países occidentales que, al iniciarse la desintegración del bloque soviético, no contaba con ningún plan elaborado para facilitar la sustitución sistémica.

Además de la consolidación del sistema político democrático-parlamentario y de la modernización de las estructuras económicas y sociales basadas en el libre mercado y en el predominio de la sociedad civil, la transición en los antiguos países sovietizados llevó aparejado un objetivo complementario: el “retorno a Europa”. Ante el apoyo mostrado por el Consejo Europeo (diciembre de 1989) al cambio que se estaba operando en la Europa del Este, la Comunidad Europea, de común acuerdo con el G-7, impulsaba la creación de unidades regionales -p. e., la Pentagonal-, y coordinaba la puesta en marcha de programas de ayuda a la reestructuración económica: el PHARE, establecido en primer lugar con Polonia y Hungría y ampliado posteriormente a los otros cuatro países de la zona; así como el Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (BERD). Al mismo tiempo, y con el objetivo de facilitar el proceso de integración europea, la Comunidad establecía los “acuerdos especiales de asociación” (llamados también “acuerdos europeos”): en diciembre de 1991, Polonia, Hungría y Checoslovaquia -después Chequia y Eslovaquia- firmaban dichos acuerdos europeos; en noviembre de 1992 lo hicieron Bulgaria y Rumanía y, a continuación, Estonia, Letonia y Lituania.

Poco tiempo después, en el Consejo Europeo de 1993, la Unión Europea reiteraba su firme voluntad de ampliación al Este. Sin embargo, las condiciones para la adhesión exigían el correcto funcionamiento de la economía social de mercado, así como la estabilidad institucional en el marco de la democracia parlamentaria, el respeto de los derechos humanos y la protección a las minorías. Firmemente comprometidos con estos valores, el gobierno de Hungría presentaba el 31 de marzo de 1994 su candidatura de adhesión a la Unión Europea, y lo mismo hacía Polonia el 5 de abril de 1994. A finales de ese año, la Unión Europea proclamaba su compromiso de contribuir a la creación de un gran espacio europeo en el que todas las naciones del viejo continente pudieran participar. A lo largo de 1995 presentaron su candidatura de adhesión Rumanía, Eslovaquia, Letonia, Estonia, Lituania y Bulgaria, y en 1996 hicieron lo propio la República Checa y Eslovenia. A finales de 1997, la Unión Europea anunciaba su propósito de comenzar las negociaciones de una nueva ampliación que afectaba a cinco países del antiguo bloque soviético: Hungría, Polonia, República Checa, Eslovenia y Estonia.

LA REPÚBLICA DEMOCRÁTICA ALEMANA

En función de los acuerdos de los años bélicos y posteriores a la guerra aprobados por las potencias aliadas, Alemania fue dividida, y en el sector más oriental la U.R.S.S. comenzó a edificar su peculiar sistema de dominación. Gracias al apoyo del Ejército Rojo, los comunistas alemanes comenzaron a colaborar con las autoridades de ocupación soviética en la reorganización del país e impulsaron la unificación con los socialistas, formando el Partido de Unificación Socialista (SED). El siguiente paso consistió en poner en marcha la socialización de la economía con la centralización de todos los sectores productivos y la confiscación de las grandes propiedades agrarias. Al mismo tiempo, los soviéticos promovieron la construcción de un nuevo Estado -la República Democrática de Alemania (RDA)- que se constituyó oficialmente en noviembre de 1949. A partir de este momento, con los comunistas del SED controlando todos los resortes del Estado, la RDA siguió rápidamente el camino trazado para el resto de democracias populares. El proceso de centralización del poder (conforme al principio del centralismo democrático de tipo estalinista) y la eliminación de la disidencia fue paralelo a las colectivizaciones agrarias, al impulso de la industria pesada y a la aplicación de los planes económicos dirigidos desde el aparato estatal.

La desestalinización fue mucho más tímida o prácticamente imperceptible, debido al férreo control ejercido por el Secretario General del SED Walter Ulbritch. La primera oleada de contestación al estalinismo también estuvo protagonizada por los trabajadores, ya que la política de industrialización a ultranza no podía satisfacer las necesidades primarias de la población; de igual forma, las tensas relaciones entre el poder comunista y las distintas Iglesias y la presencia soviética en el país no hicieron más que aumentar el descontento popular durante la primera posguerra. Así, a mediados de junio de 1953 terminó por estallar en Berlín Este una serie de huelgas y manifestaciones que se extendieron por otras zonas de la República Democrática de Alemania, que finalmente fueron sofocadas con la intervención de los cuerpos represivos locales con la ayuda del Ejército Rojo, y el corolario de detenciones y despidos de los promotores de la revuelta. Sin embargo, estas medidas represivas tuvieron como complemento la firme disposición de las autoridades en mejorar las condiciones de vida y trabajo de la ciudadanía: reducción del coste de las subsistencias, bajada de los precios de los transportes públicos, aumento de los jornales y mejora de las pensiones.

Al poco tiempo de la creación de la República Democrática de Alemania salió a la luz pública el alto precio que se estaba cobrando la política socializadora y represiva del régimen comunista: el exilio de alemanes orientales hacia el Oeste; así, entre 1949 y 1952, unas setecientas mil personas -siempre según las incompletas cifras oficiales- habían abandonado el “paraíso” de la Alemania del Este. Las consecuencias económicas del éxodo pronto se dejaron sentir en el país, sobre todo si se tiene en cuenta la cualificación laboral de los exiliados, que buscaban en el Oeste mejorar su nivel de vida. Con el propósito de evitar salidas masivas, las autoridades estealemanas optaron por romper todo vínculo con el Oeste y el 13 de agosto de 1961 ordenó levantar el muro de Berlín: hasta ese momento casi tres millones de alemanes del Este habían abandonado el Estado de los obreros y campesinos. Con la construcción del Muro, los dirigentes comunistas de la República Democrática pretendieron terminar con la contestación revisionista, pero no pudieron evitar que el régimen fuera identificado por una gran parte de la población como - en palabras de Hans-Joachin Mazz el perfecto símbolo de una vida amurallada y limitada.

Las sucesivas crisis de Berlín Este -y los flojos resultados de la actividad económica, tanto en la agricultura como en la industria-, llevaron a los dirigentes del Partido a plantear en 1963 un nuevo sistema económico que, sin olvidar el principio planificador ni el control estatal sobre el proceso productivo, pretendía otorgar mayor decisión a los centros industriales y extender a todos los sectores económicos los incentivos laborales con el objetivo básico de mejorar la productividad. Ello hizo posible que en un primer momento (al finalizar la década de los sesenta) mejoraran los resultados de la actividad económica y también el propio nivel de vida de la población.

Al finalizar la década de los sesenta, el sistema comunista estaba asentado en la República Democrática Alemana: en la Constitución de 1968 el Partido-Estado (el SED) obtenía el reconocimiento jurídico de inspirador y guía de la sociedad socialista y se consagraba al mismo tiempo la práctica de la dirección centralizada de la economía (en estos años entraba en vigor un nuevo plan quinquenal). Esta década, la última de Ulbritch en el poder, fue un periodo de progreso económico, la época del “milagro económico rojo”. Aquella política económica se encaminó hacia la modernización y el aumento de su capacidad productiva. Un proyecto que adquirió carta de naturaleza en 1963 en el “Nuevo Sistema Económico de Planificación y Gestión”, mediante el cual se intentó armonizar la planificación con una cierta liberalización en la gestión empresarial. En 1967 la profundización en estas medidas, junto a un mayor énfasis en la innovación tecnológica, como la utilización de la cibernética, se definieron en el “sistema económico socialista“. Los resultados fueron muy significativos, como revelan los datos del PNB que ascendió del 3,7 % en 1961 al 9,5 % en 1965, o el crecimiento de la producción industria que entre 1964 y 1968 aumentó más del 6 %.

El fin de Ulbricht ponía el epílogo a una política exterior cortada de acuerdo con el patrón soviético de sus relaciones con el Oeste. Se iniciaba así un periodo de intensos intercambios económicos entre las dos Alemanias. La República Federal de Alemania se convirtió de hecho en el segundo mercado para la Alemania Oriental, a la vez que la primera facilitaba créditos a bajo interés y le proveía de capital, bienes de equipo y tecnología. En estos años, otro de los objetivos primordiales del régimen fue lograr su reconocimiento internacional y la normalización de sus relaciones con la otra Alemania: el 21 de diciembre de 1972, ambos países firmaron un Tratado Fundamental en el cual se reconocían recíprocamente sus respectivas soberanías. Un año después la RDA ingresaba en la ONU.

La República Democrática Alemana, considerada la más próspera de las Repúblicas Socialistas de Europa Central y Oriental, era en cierta medida el escaparate del socialismo realmente existente. En los años setenta el nuevo hombre fuerte del régimen, Erich Honecker, siguió los pasos de Ulbricht para hacerse con el poder, primero como primer secretario del Partido en 1971 y presidente del Consejo de Estado en 1976. Para ello contaba con el respaldo del Partido (SED), que entonces tenía dos millones de afiliados y estaba dominado por una gerontocracia. La política de mejora de las relaciones internacionales continuada en los primeros años setenta, especialmente en el terreno político-diplomático y económico, no diluyó el temor al contagio de las formas culturales e ideológicas de Occidente.

La política económica auspiciada por Honecker se orientó a la transformación de Alemania Oriental en una potencia industrial de primer nivel, que favoreció la creación de megacentros industriales. Sin embargo, la economía de Alemania Oriental no fue ajena a la crisis, especialmente desde la segunda mitad de los setenta. Los desajustes internos se agravaron por el déficit de su comercio exterior y el progresivo endeudamiento externo. El malestar social, junto a la conciencia crítica de ciertos sectores, fueron canalizadas por la Iglesia protestante, a la que el Estado permitió cierta libertad de acción.

A lo largo de los años ochenta, el retroceso del nivel de vida animó la actuación reivindicativa de los sectores contestatarios del régimen, rechazando la política de rearme social impulsada desde el Partido Comunista y organizando veladas semanales de protesta pacífica en las principales ciudades del país. La evolución de los acontecimientos, especialmente durante 1989, demostraron la escasa capacidad del gobierno para hacerse con el control de la sociedad; y de poco sirvió que los dirigentes del SED, apelando a la fuerza inquebrantable del socialismo, actuaran obsesivamente contra elementos contrarrevolucionarios. Ese estado de cosas hizo que se multiplicaran las peticiones de salida hacia Alemania Occidental y durante el verano de 1989 se reprodujo un gran éxodo de población (sobre todo jóvenes profesionales) a través de Hungría y Austria.

Durante el otoño de 1989 las calles de las principales ciudades de la República Democrática se llenaban de manifestantes para protestar por la situación en la misma y exigir su democratización. Ante la fuerza de los acontecimientos, los primeros cambios empezaron a producirse en el seno del SED. El: 17 de octubre Honecker dimitía de sus cargos por motivos de salud, según la explicación oficial. Su lugar al frente del Partido fue ocupado por Egon Krenz, quien se comprometió a efectuar la reforma del régimen, pero en un clima de gran tensión y con una oposición cada vez más activa y generalizada, como se pudo apreciar en la manifestación en Berlín en la Alexanderplatz el 4 de noviembre. Tres días después, el gobierno presidido por W. Stoph cesaba en sus funciones, y lo mismo hacía un día después el Politburó. Inopinadamente, el 9 de noviembre se anunciaba la apertura del Muro de Berlín.

La evidente descomposición del Estado y la pérdida del rumbo por parte del Partido y del gobierno animó a toda la sociedad estealemana para forzar el final del régimen comunista. Si la oposición y la ciudadanía en general habían concebido como primer objetivo político la reforma del propio Estado -“Somos el pueblo” (Wir sind das Volk)-, desde mediados de noviembre de 1989 la consigna entonada anunciaba una mayor aspiración: la unidad de Alemania -“Somos un solo pueblo” (Wir sind ein Volk). La pérdida de identidad sufrida por todas las instituciones del régimen fue el golpe de gracia definitivo para el SED y, por ende, para el sistema del socialismo real.

El 1 de diciembre de 1989 era abolido el principio constitucional del papel dirigente atribuido al Partido Comunista; a continuación, dejaba de actuar el Comité Central y en el Congreso extraordinario de finales de diciembre del mismo año el Partido renunciaba al marxismo-leninismo, se redefinía como socialista-marxista y tomaba el nombre de Partido del Socialismo Democrático (PSD). En febrero de 1990 se formó un gobierno de responsabilidad nacional con los principales dirigentes de la oposición que inmediatamente convocaba elecciones para el 18 de marzo. Al mismo tiempo comenzaron a tomar cuerpo una serie de acuerdos internacionales con la finalidad de impulsar la reunificación de Alemania (aceptada por las potencias de ocupación -Conferencia 4 + 2- el 12 de septiembre al firmar el Tratado sobre el Reglamento definitivo de la cuestión alemana). Los comicios de marzo fueron ganados por la coalición cristianodemócrata Alianza por Alemania -48 % de los votos y 195 escaños de 400- (triunfo confirmado en las elecciones locales de mayo), quedando en segundo lugar la socialdemocracia del SPD -21 % de los sufragios y 87 escaños-; la gran derrotada, teniendo en cuenta el papel desempeñado por los movimientos cívicos durante el año 1989, fue Alianza 90, que sólo obtuvo el 3 % de los votos y 12 escaños.

Una vez constituido el nuevo gobierno (abril de 1990), con el cristianodemócrata Lothar De Maiziére al frente, su primer objetivo fue consolidar el proceso de reunificación de común acuerdo con el canciller Federal, Helmut Khol. Las dos repúblicas germanas firmaron el 18 de marzo era firmado el Tratado Interestatal de Unión Monetaria, Económica y Social, que debía entrar en vigor el 1 de julio. A continuación, los nuevos representantes de la RDA aprobaron (agosto) -de acuerdo con el artículo 23 de la Ley Fundamental- la incorporación de los territorios del antiguo Estado estealemán a la República Federal. El último día de agosto era firmado en Berlín el Tratado de Unificación (Einigungsvertrag). Por último, el 12 de septiembre Alemania recuperaba su plena soberanía y el 3 de octubre de 1990 todos los territorios de la extinta RDA quedaban integrados en la República Federal.

POLONIA: DEL COMUNISMO AL TRIUNFO DE SOLIDARIDAD

En Polonia, a medida que se retiraban los nazis, se imponían los órganos de poder comunistas sostenidos por el Ejército Rojo. Durante los meses de agosto y septiembre de 1944 las intenciones soviéticas eran claras Así, desde julio de 1944 existía un gobierno polaco paralelo controlado por los soviéticos, el Comité Polaco de Liberación Nacional (PKWN). Siguiendo el marco fijado en Yalta, el 28 de junio de 1945, tras largas discusiones, se logró la formación del gobierno provisional de unidad nacional integrado por 21 ministros (16 pertenecientes al Comité de Lublin y el resto miembros de la emigración o de otros partidos burgueses) presidido por el socialista Edward Osobka-Morawski y con dos vicepresidentes, Wladislaw Gomulka, comunista, y Stanislaw Mikolajozyk, líder del Partido de los Agricultores Polacos.

El gabinete actuó en dos direcciones. Por una parte, prosiguió al reforma agraria y distribución de tierras del año anterior y emprendió una operación cauta de nacionalizaciones y de reconstrucción e industrialización, con la ayuda de la U.R.S.S.. Por otra, debían celebrarse las elecciones, tal y como se aprobó en la reunión de Crimea, y en torno a las cuales presionaban británicos y norteamericanos. Los comunistas -y su partido el POUP- intentaron elaborar una lista única del bloque gubernamental, sin éxito dado el rechazo de Mikolajozyk, representante de los ideales de una Polonia democrática, libre e independiente, amiga de la U.R.S.S. pero no sometida al comunismo. Su partido, que había comenzado por ser de izquierdas, fue convirtiéndose en un símbolo de resistencia nacionalista.

El dominio comunista se había hecho evidente desde la liberación del territorio, y con él, la influencia de la Unión Soviética. El 19 de septiembre de 1945, el gobierno ratificaba el Tratado de amistad, asistencia mutua y colaboración firmado el 21 de abril con Moscú. Mientras tanto, los comunistas se fueron haciendo con todos los resortes del poder apoyándose en el Ejército Rojo y, así, controlaron la policía y las fuerzas armadas, pero también intentaron llevar una política pragmática y elástica. Paralelamente a esto, se estaba ejerciendo una acción policial contra la oposición política legal. El pretexto era eliminar los pocos grupos armados del antiguo Ejército del Interior (AK), dependiente de Londres, que se había negado a deponer las armas. Los tribunales especiales que se establecieron dictaron muchas penas capitales, algunas contra miembros de la oposición legal, bajo el pretexto de liquidar a grupos clandestinos de paramilitares.

Unas elecciones libres hubieran sido contraproducentes para el Partido Comunista, que organizó en 1946 un referéndum con tres preguntas de carácter demagógico, formuladas por especialistas del Comité Central. En un intento de mantener su identidad el Partido Socialista Polaco recomendó el voto negativo a la tercera pregunta (abolición del Senado). Pero toda la campaña de represalias contra el PSP y el claro pucherazo hicieron que los comunistas lograran un 68 % de votos afirmativos. En enero de 1947, los comunistas estaban consolidados como para poder organizar un simulacro de elecciones parlamentarias. El resultado fue del 80 % de votos y 392 escaños para el Bloque Democrático (comunistas, socialistas, partido democrático y partido agrario), mientras el Partido de los Agricultores Polacos obtuvo el 10,3 % y 27 escaños. Londres y Washington acusaron el gobierno de no haber respetado los acuerdos de Yalta y Potsdam y declararon que las elecciones no podían ser consideradas como un exponente de la voluntad popular. Pero no hubo reacción. La derrota en las urnas obligó a Mikolajozyk, amenazado, a huir a Londres y su partido fue disuelto. Por otro lado, el Partido Socialista Polaco se dejó absorber por el Partido Comunistas y se formó así el nuevo partido unificado, el POUP.

Una vez controlado el poder por los comunistas, éstos procedieron sin solución de continuidad a la planificación centralizada de la economía (con la nacionalización de los sectores secundario y terciario y la colectivización de la agricultura, aunque manteniendo la propiedad privada de las pequeñas explotaciones) a la instauración del régimen de Partido-Estado y al control de la sociedad especialmente de la Iglesia Católica.

El proceso de modernización emprendido a partir de 1949 (transformación de la estructura de la población activa, rápida industrialización, crecimiento de la urbanización) no fue completado con la generalización de los derechos sociales. Este desfase en el proceso de cambio social, muy importante en un sistema “sin clases”, hizo aún más ostensibles las desigualdades sociales entre los distintos sectores de la población. Así, en Polonia, como en los restantes países comunistas, los trabajadores sufrieron permanentemente una doble explotación (la denominada explotación socialista y la de estatus). El mantenimiento de la situación sólo fue posible por medio del ejercicio continuado de un fenómeno de “represión-concesión” ideado por el poder, que en la práctica era una especie de convenio tácito suscrito por aquél y la mayoría de los trabajadores. En el caso polaco este contrato social establecía que el poder renunciaba a su ambición de controlar todos los campos de la vida pública; y la sociedad, por su parte, renunciaba a intentar abolir el poder y, en todo caso, a provocarle a cada momento. Sin embargo, coincidiendo con la muerte de Stalin, la situación comenzó a alterarse en Polonia. A partir de 1953 se instaló en el país un estado de crisis recurrentes, encadenadas sin solución de continuidad hasta el final de la época comunista.

Durante los años cincuenta y sesenta Polonia sufrió toda una serie de protestas obreras y universitarias -las llamadas crisis recurrentes (1953, 1956, 1968)- que marcaron la evolución del país. En realidad, como ha explicado R. Chauvin, el fenómeno de las crisis recurrentes no es puramente polaco, sino de alcance universal para todos los países de la órbita soviética. Como el modelo de organización política y de desarrollo estaba inadaptado a las realidades concretas de aquellos, el fracaso del sistema de dominación, especialmente en los campos económico y social, generó en la población un fenómeno de rechazo, que se intentó paliar periódicamente por medio de sucesivos programas de reformas, siempre frustrados. En el caso polaco la impericia demostrada por los dirigentes comunistas les hizo perder el apoyo de la ciudadanía del que habían disfrutado en los inicios de la contestación revisionista al estalinismo, y al mismo tiempo reforzó a la Iglesia Católica que gozó -hasta la fundación de Solidaridad- del máximo prestigio social.

El proceso de contestación al estalinismo tuvo en Polonia un comienzo más de índole social que política. Así, lo que se produjo en junio de 1953 (sobre todo en la zona de Gdansk) fue una protesta obrera contra la degradación de las condiciones de vida y de trabajo que sufría la población, protesta que, pese a la intervención del Ejército Rojo, volvió a repetirse un año más tarde. En esta primera oleada de conflictos sociales quedó de forma nítida la sucesión de causa-efecto (deterioro del nivel de vida-respuesta obrera) que se reprodujo en las siguientes crisis recurrentes de carácter socioeconómico.

A la altura de marzo de 1954, como en otros Estados del bloque, se procedió a separar el Partido del Estado. De este modo, mientras el estalinista Beirut continuó controlando el Partido, la Presidencia del Consejo de Estado sería ocupada por Alejandro Zawadki. Este cierto aperturismo vino acompañado de una amnistía a varios miles de presos políticos, entre ellos el ex secretario del Partido, Wladyslaw Gomulka. Los nuevos aires de apertura se extendieron con rapidez, especialmente entre los círculos intelectuales. En este contexto es necesario tener en cuenta la fuerza que había adquirido el Partido Socialista en el periodo de entreguerras, y las características de la historia polaca y su actitud de rebeldía.

En la crisis de 1956 tuvo especial relevancia el componente revisionista. La apertura que propició en un primer momento el XX Congreso del PCUS llegó muy pronto a Polonia: la nueva dirección del Partido Comunista liberaba a los opositores al estalinismo y propiciaba una serie de cambios en todas las esferas de la vida pública. La primera consecuencia fue la elevación a la dirección del Partido de un “centrista”, E. Ochab, sucediendo a Beirut, quien profundizó en la apertura y en la liberalización del sistema. La situación planteada en el país también fue aprovechada por los trabajadores para hacer valer sus permanentes reivindicaciones, tal como lo hicieron los huelguistas de Poznan a finales de junio de 1956. Los gravísimos incidentes entre trabajadores y fuerzas represivas, con un terrible balance de víctimas mortales, heridos y detenidos), sin embargo, sirvieron para impulsar el cambio que se estaba fraguando en el país: el Comité Central del POUP, una vez comprobada la profunda insatisfacción de la clase trabajadora, dio el visto bueno al relevo de mandatarios en el Partido, colocando a Gomulka al frente del mismo (decisión que, meses más tarde, en octubre, fue aprobada por la Unión Soviética).

Al aceptar sus nuevas responsabilidades, y dando por zanjada la denominada crisis del octubre polaco, Gomulka hizo público su análisis de los sucesos de junio, apuntando las pertinentes responsabilidades: Las causas de la tragedia de Poznan y del profundo descontento de la clase obrera residen en nosotros, la dirección del Partido, en el gobierno. La nueva dirección comunista impulsó rápidamente un giro político: en primer lugar, se propició una mayor tolerancia con la Iglesia Católica (se dejó en libertad al cardenal primado, Stefan Wyszynski); en segundo lugar, se procedió a la descolectivización en el campo ante la pésima situación de la agricultura (al comenzar la década de los setenta, el 83 % de la superficie cultivable estaba en manos privadas), y se puso en marcha la primera reforma de la estructura productiva, pero al finalizar la década de los sesenta, el fracaso de las reformas produjo una nueva recesión de la economía que se dejó sentir especialmente entre los trabajadores al verse obligado el gobierno a reducir las partidas presupuestarias de la seguridad social.

Sin embargo, las medidas de liberalización adoptadas en 1956-1957 se fueron constriñendo cada vez más. Este proceso fue perceptible en el claro agravamiento de las relaciones con la Iglesia Católica, con la que formalmente se mantuvieron los acuerdos de 1957, pero cuyos conflictos locales tenderían a crecer, deteriorándose gravemente dichas relaciones. Los años posteriores mostraron el escaso trayecto de aquel espíritu de reforma, enfriado desde Moscú, puesto que el comunismo no había arraigado en las masas y su permanencia se debía más a la coherencia de la política de bloques de Moscú que a las demandas y las bases internas.

A lo largo de la década de los sesenta aparecerán nuevas manifestaciones de un creciente movimiento de oposición al régimen, que inicialmente arraigó en la oposición intelectual de marxistas heterodoxos. Pero, asimismo, dentro del propio régimen surgió un grupo liderado por el ministro del Interior, el general Mieczyslaw Moczar, aferrado a los sentimientos nacionalistas y antisemitas. En 1964 la contestación revisionista volvió a protagonizar la vida política del país. Ante los límites impuestos a las reformas dentro del Partido, el sector más reformista del grupo hizo pública una Carta abierta al POUP, en la cual analizaba el sistema socialista vigente en Polonia y animaba a los militantes comunistas a terminar con la desidia y corrupción imperantes por medio de una revolución política antiburocrática. Los revisionistas no lograron finalmente sus objetivos de regeneración, pero, al rechazar el Politburó sus reivindicaciones, se terminó -según el filósofo Kolakowski- con la esperanza de conseguir una reforma de la sociedad a través del Partido.

Los ecos de los sucesos de Praga no pasaron inadvertidos y pronto comenzaron las propuestas de cambio. Los movimientos de protesta de los círculos intelectuales y universitarios comenzaron a tener un mayor apoyo lo que provocó una contundente represión por las fuerzas de seguridad; estas acciones fueron presentadas por la propaganda del régimen como fruto de una conspiración de elementos sionistas contra el sistema comunista y contra el Estado (25.000 polacos de origen judío fueron expulsados de Polonia y se procedió a la depuración de los contestatarios en el Partido y la Universidad. El gobierno procedió a una reestructuración ministerial, en la que accedería al ministerio de Defensa el general Wojciech Jaruzelski.

El inicio de la década de los setenta volverá a recrear un escenario de crisis. El deterioro de la situación económica golpeó con dureza el cada vez más precario orden político. Con el fin de reactivar la economía, el gobierno adoptó a finales de 1970 una serie de medidas económicas. Aquellas decisiones provocaron una protesta obrera que tuvo como escenario la costa Báltica. Los primeros trabajadores en lanzarse a la huelga fueron los del astillero Lenin, en Gdansk, el 16 de diciembre. La represión por las fuerzas del orden radicalizaron la huelga hasta convertirse en una revuelta popular. Los sucesos de Gdansk se reprodujeron, pero de forma más sangrienta, en los astilleros de Gdynia el día 17. Esta situación provocó el final de Gomulka. El día 19 el Comité Central del POUP le destituyó como secretario general y nombró a Edward Gierek.

Los primeros esfuerzos de Gierek se centraron en el restablecimiento de la calma social, mediante el compromiso de mejorar las condiciones de vida y trabajo. A su vez se procedió a una depuración en el seno del Partido y la Administración. Sin embargo, su deseo de construir una Segunda Polonia mediante la potenciación del consumo tuvo unos efectos muy mediocres, a pesar de los datos iniciales del aumento de la producción industrial y agrícola, la inversión y la estabilidad de los precios, junto al alza salarial. Pero las deficiencias estructurales, junto al intercambio desigual con los países capitalistas desarrollados, provocó un rápido incremento de la deuda externa, la cual agravó su presión cuando la economía entró en clara recesión desde mediados de los setenta.

Frente al poder de Gierek se fueron articulando dos fuerzas: por un lado, un sindicalismo clandestino que se originó en los movimientos de 1956 y 1970, muy disperso pero activo y que fue asumiendo mayor notoriedad con la figura de Lech Walesa; y la Iglesia Católica, una fuerza de mayor peso social y que actuaba a la luz pública, la cual apoyó inicialmente la política reformadora de Gierek pero desde 1974, bajo la dirección del cardenal Wyszinski, enarboló la bandera de la defensa de los derechos del pueblo polaco.

Para intentar salvar su proyecto de modernización, Gierek decretaba en junio de 1976 una subida indiscriminada de precios de los productos de primera necesidad, lo cual volvió a provocar una nueva oleada de contestación social que comenzó en las ciudades de Ursus y Radom. Ante la evolución de los acontecimientos, el gobierno retiró rápidamente sus disposiciones sobre los precios, pero, al aprobar subidas salariales que indujeron al consumo, crecieron la inflación y la deuda externa hasta límites insostenibles. Al descontrol económico se unió la movilización de la intelligentsia en apoyo a los trabajadores represaliados de junio. El compromiso de los intelectuales (en parte deudor de los principios emanados de la Conferencia de Helsinki de 1975) alentó la creación en septiembre de 1976 de un denominado Comité de Defensa de los Trabajadores (KOR).

En Polonia, a pesar de que la Constitución de 1976 reconocía el papel dirigente del Partido Comunista sobre la sociedad, la crisis política y económica descubría el conflicto entre el Partido y la sociedad polaca. La Iglesia polaca jugaría un destacado protagonismo en pro del aperturismo, más aún desde el momento en el cardenal arzobispo de Cracovia, Karol Wojtyla, fue elegido Papa el 16 de octubre de 1978 con el nombre de Juan Pablo II. Su primera visita a su país natal tuvo lugar en junio de 1979, provocando una movilización masiva de la sociedad polaca.

El deterioro de la actividad económica y las condiciones de vida y las escasas expectativas creadas por la gestión de Gierek desencadenaron en 1980, tras el anuncio del gobierno de la subida de los precios de los productos de primera necesidad, una oleada de huelgas iniciada en Lublin y que se extendió con gran rapidez por todo el país. En agosto se fundó en Gdansk el Comité Interempresarial de Huelga, cuyo líder sería Lech Walesa (que fue premiado en 1983 con el Premio Nóbel de la Paz) y que definiría los objetivos y canalizaría las negociaciones con el gobierno. Finalmente ambas partes firmaron el 31 de agosto firmaban el Protocolo de Gdansk, con veintiún Puntos (el pluralismo sindical, el derecho a la huelga o la libertad de expresión, entre otros). Era la primera vez que un régimen comunista se veía obligado por organizaciones de trabajadores ajenas al Partido a aceptar unas reivindicaciones cuyo alcance rebasaba lo estrictamente socioeconómico, como el derecho a la huelga y al pluralismo sindical. Se preparaba así el terreno para la creación, en septiembre de 1980, del Sindicato Independiente y Autogestionario Solidaridad (Solidarnosc) que en el espacio de pocos meses lograría diez millones de afiliados, la mayor parte de los trabajadores polacos.

A partir de esta crisis los trabajadores rompieron el pacto tácito establecido entre la ciudadanía y el régimen comunista sobre la base de la seguridad en el empleo y la proclamación por parte de los trabajadores de un nuevo contrato social inspirado en la conquista de la dignidad civil. No obstante los dieciocho meses siguientes se caracterizarían por la permanente tensión entre Solidaridad y el gobierno, en parte por la difícil situación económica y en parte por la hostilidad de la burocracia a cumplir los compromisos de agosto

El efecto Solidaridad no tardó en producir un cambio de responsables políticos: en septiembre de 1980 Gierek era sustituido por Kania al frente del Partido, y, en febrero de 1981, el general W. Jaruzelski era designado Primer Ministro. En una situación de anormalidad política y recesión económica, el Congreso extraordinario del POUP celebrado en junio no sirvió para que el Partido recuperara el necesario protagonismo social. Así, cuando Solidaridad celebró en septiembre su asamblea plenaria, la situación no dejaba de ser preocupante con el gobierno bloqueado y a la defensiva. Las resoluciones del Congreso del sindicato (especialmente el manifiesto dirigido a los trabajadores de los restantes países socialistas animándoles a promover sindicatos independientes) fueron muy criticadas por el PCUS, que en una declaración publicada en TASS acusó a Solidaridad de servir a intereses espurios y de ser una tribuna desde la cual reaccionarios de todo tipo despreciaron abiertamente al POUP y al Estado socialista.

El empeoramiento de las condiciones materiales y la radicalización de la vida política aconsejaron a los dirigentes comunistas la realización de nuevos cambios al más alto nivel: en octubre de 1981 el Politburó otorgaba todo el poder al general Jaruzelski, al controlar personalmente la jefatura del Partido, del gobierno y el ministerio de Defensa. El objetivo de este traspaso de poderes era potenciar la unidad de criterios y de acción para sacar al país de la crisis y terminar con la influencia social de Solidaridad. Durante el otoño los acontecimientos se precipitaron y el 13 de diciembre el nuevo hombre fuerte del régimen proclamó la ley marcial. El poder pasaba a menos de un Comité Nacional de Salvación Nacional, a la vez que se suspendió y encarceló a la Comisión Nacional de Solidaridad, con el objetivo del mantenimiento del orden público. Los dirigentes comunistas, afirman R. Martín de la Guardia y Guillermo A. Pérez Sánchez, lograron con la implantación de la ley marcial tres de los cuatro objetivos básicos previstos: a) consiguieron dar un golpe de fuerza técnicamente perfecto; b) cortaron el protagonismo y la expansión de Solidaridad; y c) evitaron la invasión del país por el Pacto de Varsovia. Pero fracasaron a la hora de impulsar la reconstrucción socioeconómica al actuar el Partido meramente a la defensiva, sin caudal regeneracionista: en diciembre de 1982 la ley marcial quedó en suspenso, seis meses más tarde el Consejo Militar fue disuelto y en julio de 1984 el gobierno concedió una amplia amnistía a los condenados a raíz de la proclamación del estado de guerra. Sin embargo Solidaridad no desapareció y para el sindicato los años de represión y clandestinidad supusieron el inicio de una nueva etapa. En esta época, la Iglesia Católica recuperó el protagonismo de antaño y pasó a ser de nuevo el mejor interlocutor del régimen comunista. La sociedad, dando la espalda al sistema Jaruzelski, dedicó sus esfuerzos a la tarea de sobrevivir.

Durante la segunda mitad de los años ochenta terminaron malográndose en Polonia todos los proyectos de las autoridades comunistas para sacar al país de la crisis; en este sentido destacó la derrota del gobierno Messner en el referéndum sobre “democratización de las instituciones políticas y la reforma económica”, celebrado en noviembre de 1987. Ante la evolución de los acontecimientos, los dirigentes comunistas se vieron obligados a entrar en contacto con los dirigentes de Solidaridad, y ambas partes ponían en marcha en febrero de 1989 una negociación permanente (“mesa redonda”). Una vez que las autoridades aceptaron el fin del monopolio del poder por parte del Partido Comunista, en abril fue posible cerrar y hacer públicos (el 5 de abril) los acuerdos de la “mesa redonda”, que contaban con las siguientes cláusulas: la legalización de Solidaridad; el reconocimiento de la libertad religiosa; el acceso a los medios de comunicación; la reforma del sistema educativo; la restauración del Senado como Cámara alta; y la instauración del multipartidismo a través de un proceso dirigido en un primer momento por el gobierno.

Inicialmente el régimen polaco intentó tutelar el proceso de transición hacia la democratización, mediante el control del proceso electoral en los comicios semilibres de junio de 1989, en los que los candidatos de Solidaridad alcanzaron todos los escaños reservados a la oposición en el Sejem (el 35 % de la Cámara) y 99 de los 100 escaños posibles del Senado. Con la pérdida de la mayoría parlamentaria por parte del POUP, el presidente de la República, general Jaruzelski, encargaba formar gobierno al dirigente de Solidaridad T. Mazowiecki. El nuevo gobierno recuperó el nombre de República de Polonia, procedió al cambio institucional realizando los preparativos para una nueva Constitución e intentó hacer frente a la crisis económica (el país tenía deuda de más de 40.000 millones de dólares y una inflación del 1000 %) con la ayuda de la Comunidad Europea y la aprobación de un plan de choque el 1 de enero de 1990. con el objetivo de terminar con los desequilibrios en el aparato productivo y reducir drásticamente la inflación. La terapia de choque aplicada sobre la inflación hizo posible a partir de febrero la reducción de su tasa mensual, del 79 al 2 %. El aumento del desempleo, además de la disminución de los salarios reales y la caída de la producción industrial, fueron las consecuencias más negativas del cambio económico.

Al comenzar la década de los noventa acontecimientos de gran importancia marcaron el inicio de la transición. Así, la firma de un acuerdo germano-polaco (negociado entre noviembre de 1990 y junio de 1991) de reconocimiento de la frontera entre ambos países en la denominada línea Oder-Neisse; el ingreso en aquel mismo mes de Polonia en el Consejo de Europa; y en diciembre de 1990 era elegido Lech Walesa para el cargo de Presidente de la República. La primera tarea del Presidente Walesa fue nombrar a Jan K. Bielecki (economista y miembro del Congreso Liberal Democrático) primer ministro.

El nuevo gobierno, sin abandonar el plan de ajuste y reordenación de la economía, decidió actuar con mayor decisión en la privatización del aparato productivo (en 1992 el sector privado representaba el 40 % del PNB) pero la terapia de choque de la economía (con un gran coste social: paro, pérdida de poder adquisitivo, etc.) fue muy contestada por la población en general y la oposición excomunista del Parlamento en particular.

Al mismo tiempo, la transformación de las estructuras políticas también resultó mucho más compleja y laboriosa de lo esperado, motivo por el cual las primeras elecciones totalmente libres sólo pudieron celebrarse en octubre de 1991. En estos comicios caracterizados por la dispersión de voto (y la gran división del mapa político) el triunfo fue para el partido Unión Democrática (12,14 % de los votos), quedando en segundo lugar la Alianza de la Izquierda Democrática -excomunistas- (11,64 %). En esta situación, el nuevo gabinete minoritario del Primer ministro J. Olszewski encontró muchas dificultades para aplicar su programa de reformas: en febrero de 1992 el gobierno, sin renunciar al control estricto de la política monetaria, procedía a cancelar los aspectos más radicales del plan de ajuste de la economía.

CHECOSLOVAQUIA

La construcción de un Estado democrático de corte Occidental y las buenas relaciones con la Unión Soviética eran las principales características de la Checoslovaquia restaurada. Ambas aspiraciones no resultaban nuevas: en los años previos al conflicto mundial, Checoslovaquia había sido un ejemplo de experiencia democrática -que contrastaba con las fórmulas fascistas del entorno-, esforzándose por establecer vínculos de buena vecindad con Moscú: Eduard Benes, presidente en el exilio, firmaba en 1943 un tratado de amistad con la U.R.S.S.. Según los acuerdos previamente establecidos, el Ejército Rojo, una vez producida la liberación del país, debía entregar el poder a los representantes del gobierno en el exilio. Durante la ocupación alemana de Checoslovaquia, la U.R.S.S. y Estados Unidos reconocieron al gobierno en el exilio del presidente Benes, que se vio obligado a dimitir tras el dictado de Munich. Ocupada Bohemia por los norteamericanos, Benes viajó a Moscú para sondear la posibilidad de restaurar la República Checoslovaca. El Ejército Rojo ocupó en abril de 1945 Eslovaquia, que pasó a formar parte del germen de la nueva Checoslovaquia, con la vuelta de Benes a Praga. El mes de mayo de 1945 se caracterizó por un nuevo drama. El número de víctimas y la crueldad de la expulsión de alemanes de los Sudetes empañó el nacimiento de una nueva época.

En febrero de 1946 se firmó un acuerdo con Hungría para regular la emigración húngara en la franja eslovaca fronteriza con Hungría. En la posguerra Praga veía en la creación de un área de influencia soviética en el Este una garantía de seguridad para el país. Por las razones ya citadas -tradiciones democráticas y colaboración con la U.R.S.S.- los comunistas, a pesar de su fuerte presencia, optaron por no obstaculizar el proceso político. Cuando Benes regresó al país confió el gabinete al socialdemócrata Fierlinger quien constituyó un gobierno de coalición donde los comunistas tenían sólo 8 carteras de un total de 25, aunque controlaban, p. e., la de Interior, en manos de Klement Gottwald. Las primeras medidas del gobierno fueron la nacionalización de bancos, compañías de seguros y las propiedades de todos los elementos hostiles al Estado, con el fin de distribuirlos entre campesinos checos y eslovacos. El Partido Comunista checoslovaco insistió en que no existía ningún proyecto de expropiar a los campesinos. En octubre de 1945 se expropiaron las empresas energéticas, mineras, metalúrgicas y siderúrgicas.

Las elecciones celebradas en un clima de normalidad en mayo de 1946 dieron un triunfo a los comunistas, gracias al protagonismo en la liberación y al apoyo soviético: el nuevo gobierno, presidido por Gottwald, seguía teniendo una minoría de miembros del partido comunista que seguía apostando por la equidad y la moderación. Desde Occidente se contemplaba a Checoslovaquia como un ejemplo de convivencia y pluralismo: la presencia en el gabinete de Jan Masaryk -ministro de Asuntos Exteriores- y de Eduard Benes en la jefatura del Estado eran garantías suficientes. En 1947, Checoslovaquia estaba fuera de la comunistización de Europa Oriental. Pero pronto, los comunistas vinieron a desempeñar una gran influencia en el nuevo gobierno con el múltiple objetivo de terminar con todo tipo de oposición para lograr el control de la sociedad y profundizar en la construcción del socialismo. Con el lema de ganar a la mayoría del país solo para el Partido, los comunistas, con Gottwald al frente, salieron victoriosos del golpe de Estado-revolución de 1948.

Una vez instalados con todas las garantías en el poder, los comunistas reformaron el Frente Nacional, depuraron a la oposición, impulsaron la instauración del régimen Partido-Estado y siguieron avanzando en el campo económico con nuevas nacionalizaciones y ampliando la reforma agraria. El proceso de control absoluto del poder se cerró con la aprobación de una nueva “Constitución” que cercenaba la autonomía de la sociedad en general y de la Iglesia Católica en particular. Como ha señalado F. Fejtö, los acontecimientos de Praga de 1948 destruyeron la ficción parlamentaria y democrática del movimiento comunista y confirmaron los planes expansionistas de la U.R.S.S. en el Este de Europa. Pero en Checoslovaquia se asentó el sistema de inspiración estalinista durante veinte años -o al menos éstas no fueron de la misma intensidad- que afectaron a países como Polonia o Hungría en los años cincuenta. Así, el restablecimiento de una dirección colegiada no mermó la influencia de los ortodoxos que dominaban el Partido, a cuyo frente se encontraba Antonin Novotny desde la muerte de Gottwald en 1953.

También en Checoslovaquia la primera serie de protestas contra el sistema socialista de corte estalinista tuvo el carácter de “respuesta obrera”. Si a lo largo de 1952 el país sufrió una oleada de conflictos laborales, mayor repercusión tuvo el rebrote contestatario obrero de junio de 1953, cuyo origen estaba en la pérdida de la capacidad adquisitiva de los grupos populares. En esta ocasión, fueron los obreros de los centros mineros y fabriles de Ostrava, Pilsen o Praga quienes se lanzaron a la calle para rechazar las condiciones sociales imperantes y para reivindicar la mejora de las condiciones vitales y laborales, así como el restablecimiento del pluralismo sindical. La constatación del malestar social era la prueba más evidente de que la marcha del país desde el punto de vista socioeconómico dejaba mucho que desear entre los trabajadores. Pero los intentos de reforma de la economía no pudieron quebrar las líneas maestras de la planificación centralizada en los años de vigencia del estalinismo, con lo cual en la segunda mitad de la década de los sesenta la sociedad checoslovaca continuaba inmersa en situación de crisis económica.

El mantenimiento del estalinismo se debió en Checoslovaquia a las peculiares circunstancias del país: una situación económica más saneada que la de Polonia o Hungría y el alivio que supuso el hecho de no tener que adoptar medidas radicales inducidas por Moscú, dada la estabilidad de la situación social; en segundo lugar, un mayor entendimiento entre los círculos intelectuales y los políticos desde la posguerra; y en tercer lugar, la ausencia de animadversiones históricas entre la U.R.S.S. y Checoslovaquia en aquel momento. Durante la crisis húngara, el Partido Comunista Checoslovaco fue el primero en condenar a Nagy y apoyar la intervención soviética. En la evolución de la economía checoslovaca conviene distinguir dos etapas claramente diferenciadas. Hasta 1955 la economía checoslovaca había girado en torno al desarrollo de la industria, concretamente la industria pesada y de armamento, mientras la de bienes de consumo y la agricultura se habían supeditado a los anteriores sectores. Sin embargo, desde mediados de los cincuenta se experimentó una mayor flexibilización, especialmente en lo concerniente al comercio exterior, incluidos países no socialistas, y la gestión empresarial.

En 1960, la nueva Constitución checoslovaca convertía al país en una república socialista, ajustándose a los criterios de disciplina dentro del bloque. A partir de 1962, Novotny adoptó tímidas medidas aperturistas, como la creación de una comisión para la revisión de los procesos políticos de la década anterior, la apertura de la frontera a los turistas occidentales desde 1963-1964 y una censura menos estricta. Estas medidas contribuyeron a generar un clima de mayor apertura en el que comenzaron a plantearse abiertamente críticas a Novotny y su entorno.

El rumbo de la economía contribuyó a degradar la estabilidad del orden social. A la culminación de la colectivización que tuvo lugar entre 1959 y 1960 y la resistencia pasiva de los trabajadores del campo, se sumaron las malas cosechas, el entorpecimiento de la producción por la presión de la burocracia o los reajustes en la política productiva y de acuerdo con las necesidades del CAME y no las específicamente nacionales. En junio de 1967 afloró a la luz pública la crisis que se estaba gestando. En el IV Congreso de Escritores reunidos en Praga a partir del día 29, se denunció la campaña antiisraelí de las autoridades oficiales, en el contexto de la Guerra de los Seis Días y exigieron, asimismo, la libertad de prensa. Novotny reclamó duras sanciones contra aquellos intelectuales, lo que provocó la inmediata reacción de los liberales checos y eslovacos liderados por Alexander Dubcek.

El conflicto entre Novotny y Dubcek era no sólo un enfrentamiento entre un conservador y un liberal, sino también la confrontación entre el clan checo y el clan eslovaco. A finales de año fracasó un intento de golpe de fuerza promovido por Novotny que presentó su dimisión.

El 5 de enero de 1968 amaneció el país con Alexander Dubcek como primer secretario del PCCH. Entre las primeras medidas adoptadas por Dubcek destacaron la abolición de la censura y concesión de la libertad de opinión y la libertad religiosa, reconocida en la Constitución pero nunca plasmada en la práctica. Se intentó, asimismo, dar una solución al problema eslovaco comprometiéndose a elaborar un estatuto particular que crease un marco de igualdad respecto a los checos. Mientras, en la nueva composición del gobierno aparecían los liberales más destacados como Oldrich Cernik como jefe de Gobierno o Jiri Hajek en Relaciones Exteriores y el general Dzur en Defensa. Con la dimisión del presidente Novotny el 21 de marzo y la elección del general Svoboda en su puesto se despejaba el horizonte para la ampliación y aplicación de las reformas.

Pronto comenzó la aplicación del denominado Programa de Acción que sería aprobado en el mes de abril por el Comité Central del Partido. El programa pretendía la transformación gradual de las estructuras burocráticas socialistas para la constitución de un socialismo de rostro humano. En el interior de Checoslovaquia el clima de apertura estimuló la reaparición de movimientos que demandaban mayor libertad, como los Zoclos, los propios socialistas o la Iglesia. Los intelectuales, que habían jugado un papel de primera magnitud hicieron públicas sus reivindicaciones el 27 de junio en el “Manifiesto de las dos mil palabras”, en el que se criticaba el uso que el PCCH había hecho del poder desde 1948. Si bien en dicha reforma, si nos atenemos a los postulados esenciales del Programa (los relacionados con la propiedad colectiva de los medios de producción o el papel dirigente del Partido), no se cuestionaba el sistema socialista y sólo se pretendía su transformación para acomodar su funcionamiento a los tiempos, una vez desaparecidos Stalin y sus epígonos de la escena pública. Por mucho que los teóricos reformistas proclamaran sus intenciones de articular las aspiraciones democráticas, de justicia social de plena información y de progreso, lo cierto es que el Programa de abril sólo inauguraba la segunda época del sistema: la fase del totalitarismo maduro.

La Primavera de Praga se convirtió de cara al exterior en un eje de atención preferencial de las otras democracias populares y una amenaza para sus Gobiernos, al constatar como los ecos reformistas de Praga llegaban a los sectores progresistas de sus respectivos países. Las críticas no se hicieron esperar. La percepción de amenaza que desde Moscú se tenía y el peligro que la actitud reivindicativa de Checoslovaquia podría tener para el bloque soviético, despertó las reticencias de los dirigentes soviéticos.

En el mes de julio de 1968, el denominado Grupo de los Cinco (la U.R.S.S., Polonia, República Democrática de Alemania, Hungría y Bulgaria) hizo llegar al politburó del PCCH sendas notas de preocupación ante el giro revisionista que estaban tomando los acontecimientos en Checoslovaquia. Ante tales advertencias, los comunistas checoslovacos aceptaron el diálogo con el Grupo de los Cinco, y fruto del mismo salió una declaración conjunta (3 de agosto) en la cual los dirigentes comunistas participantes se comprometían a observar con rigor y perseverancia las leyes generales de la edificación de la sociedad socialista, reforzando en primer lugar el papel dirigente de la clase obrera y de su vanguardia, el Partido Comunista, a entablar una lucha sin cuartel contra la ideología burguesa u contra todas las fuerzas antisocialistas y a defender todos en unión el socialismo allí donde estuviese en peligro. Pero con dicha declaración no se ponía punto final a la crisis de la Primavera de Praga: toda una serie de acontecimientos internos (expulsión del cuerpo de policías de miembros acusados de ser espías soviéticos, reforma de los Estatutos del Partido, etc.) y externos (el apoyo de Tito y Ceaucescu a Dubcek), llevaron al Grupo de los Cinco a dar el visto bueno a la intervención militar contra el revisionismo checoslovaco.

La reacción fue, de nuevo, contundente. En la noche del 20 al 21 de agosto de 1968 se inició la intervención de las tropas del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia. s fuerzas. Desde el punto de vista militar la operación fue todo un éxito: junto a las fuerzas soviéticas, soldados y tanques polacos, alemanes y búlgaros invadieron el país, en total más de 600.000 soldados. Dubcek, Cernik y Smrkovsky fueron detenidos y enviados de inmediato a Moscú, mientras la población civil se manifestaba contundentemente en las calles.

Dubcek fue destituido del cargo y detenido, junto con otros líderes con la excepción del general Svoboda . El eslovaco Gustav Husak fue nombrado nuevo secretario general, tras lo cual inició una depuración masiva. Los dirigentes soviéticos acordaron con los nuevos líderes el mantenimiento de las tropas soviéticas en Checoslovaquia. Se cerraba así otro nuevo capítulo en el que la disidencia hacia un socialismo de rostro humano fue neutralizado, pero cuyas consecuencias políticas se dejarían sentir durante mucho tiempo.

En Europa Occidental las protestas de los partidos comunistas de Francia, Italia, España y Austria fueron duras y contundentes contra la U.R.S.S., iniciándose un distanciamiento que se aceleraría paulatinamente. Las condenas internacionales por la intervención armada se repitieron durante mucho tiempo. En la ONU la U.R.S.S. vetó una resolución que condenaba la intervención.

Mientras tanto, la facción ortodoxa del PCCH no había sido capaz de formar antes de la invasión un gabinete de recambio y con los militares del Pacto de Varsovia no llegó a la capital el esperado gobierno proletario; en este sentido, el Politburó (antes de que sus miembros, con Dubcek al frente, fueran detenidos) pudo emitir un comunicado en el que rechazaba enérgicamente la violación de la soberanía nacional que había sufrido Checoslovaquia. Así, la evolución de los acontecimientos se encargó de desmentir categóricamente las informaciones de Pravda, según las cuales los días 20 y 21 de agosto se había consumado una ineludible acción de ayuda fraterna al pueblo checoslovaco.

El nuevo equipo dirigente dirigido por Husak procedió a la segunda normalización bajo la atenta presencia de las tropas soviéticas. En este proceso se iniciaron, a pesar de las promesas de Husak, juicios políticos y purgas que se saldaron con la expulsión de casi medio millón de miembros del Partido, del Gobierno y de la Administración. Por otro lado, el 1 de enero de 1969 entró en vigor la nueva Federación Checoslovaca, conformada por dos Estados -la República Socialista Checa y la República Socialista Eslovaca- con idénticos deberes y derechos constitucionales.

El gran objetivo de la normalización, según R. Martín de la Guardia y G. Pérez Sánchez, era la desarticulación de las reivindicaciones de las ciudadanía en función del método concesión-coerción. Lograron la desmovilización de la sociedad y la aceptación pasiva del retorno al viejo orden. A pesar de todo en los círculos intelectuales siempre persistieron núcleos críticos. De hecho, en el aniversario de la invasión del país por las tropas del Pacto de Varsovia un grupo de intelectuales publicó el manifiesto de los Diez Puntos donde reivindicaban el proyecto reformista de 1968.

La normalización también presidió el rumbo de la economía, puesto que reactivó el tradicional sistema de planificación centralizada. Entre 1971 y 1980 se ejecutaron el cuarto y el quinto planes quinquenales. En aquellos años se obtuvieron notables resultados en la modernización de la agricultura y se promovió la transición desde la industria pesada hacia la de bienes de equipo. Se logró estabilizar la economía, la cual a lo largo de los setenta logró una cierta mejora del nivel de vida. Aquella situación económica permitió la mejora de la legislación social, pero desde mediados de la década el descenso de la producción industrial y el deterioro de la balanza comercial fueron minando las expectativas económicas. Tras la Primavera de Praga Husak, que se mantendría en el poder hasta 1987, procedió a la normalización, cuyas directrices quedaron asentadas en la nueva Federación Checoslovaca en 1969 y en el documento aprobado en 1971 sobre las enseñanzas del desarrollo de la crisis en el Partido y en la sociedad, que definía las líneas a seguir en el futuro. Sobre estas bases se intentó desarticular cualquier movimiento crítico entre la ciudadanía.

Sólo de forma muy minoritaria frente a la desmovilización general fueron reapareciendo manifestaciones aperturistas, especialmente entre las élites intelectuales. Las primeras respuestas a la normalización se produjeron en el aniversario de la invasión militar del Pacto de Varsovia con la publicación del manifiesto de los Diez Puntos, luego conocido como el de las Dos Mil Palabras. A este le seguiría otros, pero el más conocido fue el de Carta 77 o del Movimiento para la defensa de las Personas injustamente perseguidas fundado el 1 de enero de 1977 y en el que se habían comprometido participantes en los acontecimientos de 1968 como el arzobispo de Praga, Tomasek, Jiri Hajek o Václav Havel. La nueva oposición política había surgido al calor de los acuerdos del Acta Final de la Conferencia de Helsinki, que había sido refrendada por Checoslovaquia en octubre de 1976, y reclamaba su cumplimiento. Aquella plataforma continuó ejerciendo una labor crítica, elaborando informes sobre la situación del país, como el Documento Número Siete sobre las condiciones laborales de los trabajadores.

La vía pacífica fue uno de los rasgos del rápido proceso de cambio en Checoslovaquia, hasta el punto de ser bautizada como la revolución de terciopelo. La disidencia fue creciendo a lo largo de toda la década de los ochenta.

Las medidas adoptadas por el Comité Central del Partido desde 1987 para reconducir los asuntos económicos en una línea análoga a la Perestroika no lograron, tampoco, solucionar las contradicciones internas del sistema ni superar las reticencias de los sectores inmovilistas dentro del PCCH. Un signo evidente de la crisis del régimen se hizo visible el 17 de diciembre de 1987 con la sustitución de Husak por Milos Jakes como primer secretario del Partido. A lo largo del mes se había intensificado la movilización popular en las calles de Praga. El 7 de diciembre se satisfacía otra de las exigencias del Foro Cívico, la dimisión del Ejecutivo y la constitución de un Gobierno de unidad nacional apoyado por el Foro Cívico y de mayoría no comunista, presidido por el reformista Marian Calfa.

Las dos principales agrupaciones de la oposición -el Foro Cívico y Público contra la Violencia- actuaron de forma colegiada para conducir la transición hacia un régimen democrático y la instauración de una economía de mercado. A finales de diciembre Dubcek fue elegido presidente de la Asamblea Nacional y Havel presidente interino de la República hasta la celebración de elecciones generales convocadas para junio de 1990, en las que ambos dirigentes resultaron confirmados en sus cargos. Las Cámaras electas de la Asamblea Federal, cuya mayoría recayó en ambas plataformas, tendrían como cometido fundamental la elaboración de un nuevo texto constitucional. Durante la transición discurrieron tres procesos: el desmantelamiento del sistema económico objeto del plan económico aprobado en septiembre de 1990; el desmembramiento de ambas agrupaciones en un sistema de partidos; y la secesión de Eslovaquia.

El 20 de abril de 1990 el Estado se rebautizaba como la República Federativa Checa y Eslovaca, pero las expectativas generadas en ese proceso en los sectores más radicales del nacionalismo eslovaco apuntaban hacia la independencia. El gobierno eslovaco liderado por Meciar inicialmente no se pronunció por la independencia, sino por una nueva forma de federación, aunque luego radicalizó su discurso frente a las posiciones federalistas de Jan Darnagourski, quien le reemplazó al frente del Ejecutivo. Finalmente, el 1 de enero de 1993 se rompía la unidad nacional y se consolidaba la creación de dos nuevos Estados: la República Checa y Eslovaquia.

HUNGRÍA

Hungría había sido desde 1942 aliada de Hitler, pero se pasó a los aliados (23 de agosto de 1944) y el Ejército Rojo entró en el país. El regente desde 1919, el almirante Miklós Horthy, inició negociaciones de paz con los aliados y la U.R.S.S., pero fue sustituido por Ferenc Szálasi, jefe de un movimiento fascista, quién se hizo con la presidencia del gobierno. Sin embargo, el general Miklós Dálnoky formaba en Debrecen con ayuda de los soviéticos un gobierno provisional, en nombre del cual firmó un armisticio con la U.R.S.S.. El país se vio afectado por una inflación no conocida hasta entonces. Entre el 7 de mayo de 1945 y el abril de 1946, la circulación monetaria aumentó 5.336 veces y el índice de precios en 17.552. En marzo de 1946, 12.400.000 pengö valían 1 dólar. Por otro lado, la presión de Stalin era muy fuerte obligando a Hungría a realizar una colectivización.

El 4 de noviembre de 1945 se celebraron las primeras elecciones parlamentarias. El Partido de los Pequeños Propietarios consiguió la mayoría absoluta (57 % de los votos), seguido de socialdemócratas y comunistas. El 1 de febrero de 1946 quedaba aprobada la nueva Constitución que abolía la monarquía, proclamaba una República y establecía un sistema parlamentario, según un modelo occidental. Zoltán Tildy y Ferenc Nagy, ambos miembros del partido vencedor, se convertían, respectivamente, en jefe del Estado y primer ministro. Nagy confeccionó un gabinete con mayoría de representantes del partido agrario que incluía cuatro comunistas y cuatro socialdemócratas. Estados Unidos y Gran Bretaña reconocieron de inmediato al nuevo gobierno. Hungría parecía encaminarse a un modelo en el cual la importante presencia soviética podía compaginarse con prácticas políticas pluralistas, en medio de un clima de colaboración internacional.

No fue así. La política de compromiso de Nagy desapareció cuando los comunistas cambiaron de actitud. Comenzaron a actuar autónomamente dentro del Gobierno, alentaron la división de los partidos gobernantes y, controlando los ministerios de Interior y Defensa desencadenaron, en diciembre de 1946, una ola de detenciones contra los militantes del Partido de los Pequeños Propietarios (entre ellos, Kovacks, otro de sus dirigentes). Aprovechando un viaje de Nagy al extranjero, los comunistas obligaron a dimitir al ejecutivo y, tras convocar nuevas elecciones en agosto de 1947, a las que se presentaron en un bloque de partidos populares, obtuvieron una amplia mayoría. En julio de 1948, el presidente Tildy, último representante del régimen pluralista, fue obligado a abandonar el cargo y el Partido Comunista pasó a dominar la vida política.

Para contrarrestar la influencia del nuevo gobierno en la población, los comunistas húngaros, con la aprobación de la Unión Soviética y el apoyo de los sectores más radicales de otras fuerzas políticas como los socialdemócratas o los nacionalcampesinos, lograron formar un Bloque de izquierdas que forzó a la mayoría gubernamental a aceptar la reforma agraria de comienzos de 1945 y a promulgar las primeras leyes de nacionalización de importantes sectores productivos.

Al mismo tiempo, la estrategia del salchichón (reducción paulatina del enemigo) puesta en marcha por los comunistas y sus aliados dio en Hungría los frutos apetecidos al terminar con el partido en el gobierno y facilitar la victoria del Bloque de izquierdas, con los comunistas al frente de la coalición, en las elecciones de 1947. En junio de 1948, los comunistas forzaron la unificación de su propio partido con el socialdemócrata para fundar el Partido de los Trabajadores Húngaros, que en agosto de ese mismo año instauraba en el país la República Popular, es decir, un régimen de Partido-Estado. Con todo el poder en manos del partido único, a partir de 1950 éste pasó a controlar todas las esferas de la vida pública húngara, incluyendo la actividad de la Iglesia Católica, y ponía en marcha la planificación centralizada de la economía.

Hungría fue uno de los primeros Estados en iniciar el camino del revisionismo. La Secretaría General del Partido fue asumida por una dirección colegiada en la que figuraban en la que figuraban el estalinista Mathias Rakosi y el aperturista Imre Nagy. El 4 de julio de 1953 Nagy presentó su programa de gobierno en el que se pretendía frenar el ritmo de las colectivizaciones. En marzo de 1954 se aprobó la nueva línea política por él planteada frente a la oposición de los rakosistas. Sin embargo, el 4 de abril de 1955, Nagy, acusado de “desviacionista”, fue relevado de sus funciones y remplazado por un leal a Rakosi, A. Hegedus. Sin embargo, el clima aperturista se había extendido por la sociedad húngara, y desde círculos intelectuales de la capital se reclamó públicamente el regreso de Nagy.

En Hungría, como en otros países de Europa del Este, la desaparición de Stalin y posteriormente los aires renovadores del XX Congreso del PCUS hicieron concebir esperanzas a los comunistas reformistas, mientras que el sector estalinista del Partido (encabezado por Rakosi y Ernö Gerö) aspiraba a mantener las tradicionales estructuras del poder. Ello produjo, entre otras cosas, el enfrentamiento entre el núcleo duro del Partido con los reformistas del denominado círculo Petöfi y sectores universitarios afines de carácter aperturista -estudiantes de Szeged, Debrecen y Budapest-, los cuales veían en el octubre polaco un ejemplo a seguir. El enfrentamiento entre revisionistas y ortodoxos condujo a la realización de protestas y manifestaciones callejeras, que fueron reprimidas con la ayuda del Ejército Rojo. A pesar del restablecimiento del orden soviético, trabajadores (encuadrados en consejos obreros) e intelligentsia revisionista no cejaron en su intento de forzar las reformas necesarias que terminaran con el régimen de corte estalinista en Hungría. Ante la evolución de los acontecimientos, los soviéticos destituyeron a Gerö y apadrinaron un cambio al más alto nivel, instalando a Janos Kadar (su hombre de confianza) al frente del Partido y a Imre Nagy en la presidencia del gobierno.

La primera intervención de Nagy tuvo una doble dirección interna y externa: fue de carácter apaciguador hacia el interior al solicitar a todos los sectores de la vida política húngara el establecimiento un pacto nacional para avanzar con precaución por la senda de la reforma; y de firmeza hacia el exterior al negociar con los soviéticos -y obtener de éstos- su retirada de la capital. Al creerse respaldado en sus pretensiones de cambio, Nagy radicalizó el carácter de sus reformas, al declarar abolido el monopolio del Partido Comunista, pero se encontró con la oposición frontal de la U.R.S.S., que no estaba dispuesta a que se pusiera en cuestión la esencia de todo su sistema de dominación. Ello no arredró al dirigente húngaro que el 1 de noviembre de 1956 anunciaba a la comunidad internacional que su país abandonaba el Pacto de Varsovia y apelaba a la ONU para que garantizase a Hungría el estatuto de nación neutral, rompiendo el statu quo en vigor desde la Segunda Guerra Mundial. Esta última decisión llevó a los soviéticos a intervenir en Hungría: el 4 de noviembre el ejército soviético, compuesto de 200.000 hombres y 2.500 tanques y carros blindados, tomaron Budapest y anunciaron el cese en sus funciones del gobierno de Nagy. La U.R.S.S. presentó su golpe de fuerza como una invitación del gobierno revolucionario obrero y campesino (organizado por Kadar) para frenar a los sectores reaccionarios y anticomunistas empeñados en terminar con las conquistas socialistas en Hungría.

Una vez que los soviéticos aniquilaron la insurrección de Budapest (con un balance de 22.000 muertos, heridos y 22.000 exiliados), el 12 de noviembre el nuevo ejecutivo prosoviético tomó las riendas del poder en todo el país. Para reprimir todo conato de oposición, el gobierno Kadar impuso la ley marcial y ordenó la celebración de juicios sumarísimos contra los responsables de la sublevación (entre ellos Nagy que fue juzgado y ejecutado). La trágica experiencia de 1956 demostró sin lugar a dudas que la Unión Soviética no permitiría ninguna reforma que pudiera llevar implícita -según G. Krasso- un debilitamiento del control del Partido ni un relajamiento de los lazos con la U.R.S.S.. A pesar de este balance, los sucesos del 56 condicionaron la evolución de la política interior húngara, impulsando un espíritu relativamente liberal en los políticos y el desarrollo de un modelo económico mucho más flexible que el soviético.

Los dirigentes, a pesar de este violento desenlace, fueron conscientes de que no podía restablecerse la situación anterior y suscitaron de forma gradual una política aperturista. Así Kadar, entre 1956 y 1958, procuró crear un clima de mayor confianza con sus aliados, afianzando los vínculos con el Pacto de Varsovia y con el CAME. En su política interior trató de construir una vía intermedia, justificando la intervención soviética por el peligro desviacionista hacia la derecha, pero reconociendo los errores de Rakosi. Desde 1959 se procedió a una liberalización considerable del régimen, tanto en el ámbito político como en el económico.

Hungría, que había mantenido una actitud de apoyo pero con ciertas reservas al Kremlin durante la crisis checoslovaca, experimentó durante la época de Kadar una importante transformación socioeconómica y un cierto inmovilismo político. El objetivo de Kadar fue, por un lado, estrechar los lazos políticos con la U.R.S.S., y, por otro, ganarse a la población húngara mediante la mejora en el nivel de vida. En el ámbito interno, asimismo, intentó la conciliación nacional actuando en dos frentes: contra la izquierda estalinista y contra la derecha reformista. La primera fue neutralizada en 1962 con la marginación del gobierno del Partido de Marosan, mientras que el arrinconamiento de los reformistas llegaría en 1973.

Los mayores logros de la Hungría de Kadar se concretaron en el ámbito de la economía. En 1962 las resoluciones del VIII Congreso del Partido apuntaban hacia la necesidad de impulsar el progreso económico, una vez que se encontraban sólidamente asentadas la dirección colectiva de los sectores productivos y la unidad de criterio dentro de la organización comunista. El 1 de enero de 1968, se ponía en marcha un plan macroeconómico conocido como el Nuevo Mecanismo Económico, cuyo objetivo era descentralizar la toma de decisiones en los ámbitos productivos y agilizar la presencia de la burocracia para dinamizar la economía. Así a las empresas se les permitió una mayor autonomía financiera, para mejorar su rendimiento, y se les permitió mayor libertad para establecer vínculos con agentes económicos extranjeros para mejorar su capacidad exportadora. La reestructuración de la economía se dejó sentir en la agricultura (colectivizada desde 1959), sector en el cual los cooperativistas comenzaron a gozar de una cierta libertad de acción, sobre todo en las ciudades económicas familiares; de la misma forma, el proceso de privatización en el turismo benefició a un grupo social amplio. Se aplicó asimismo una mayor flexibilidad en el control de los precios por parte del Estado, que seguiría siendo muy estricto en las materias primas y los productos de primera necesidad.

Sin embargo, el intento de conjugar la planificación (el Politburó a través de la Comisión Planificadora Central dictaba las directrices económicas) con las reglas del mercado produjo un desorden económico generalizado. En otro orden de cosas, el régimen dio por terminado el contencioso que le tenía enfrentado a la Iglesia Católica; y hasta el mundo de la cultura gozó de cierto nivel de tolerancia. La pericia para mantener el control estricto del Partido sobre la sociedad civil y, al mismo tiempo, auspiciar una matizada autonomía cultural con el mantenimiento de una atenuada reforma de la economía, sin romper los vínculos con la U.R.S.S., en opinión de R. Martín de la Guardia y G. A. Pérez Sánchez, contribuyeron a un cierto reconocimiento social dentro del país y una cierta estabilidad al régimen de Kadar.

La primera mitad de los setenta mostró las limitaciones a las reformas emprendidas por Kadar. Un estrecho margen delimitado por las propias instancias político-administrativas. Las repercusiones de la crisis del petróleo de 1973 fueron muy negativas dadas las carencias de materias primas y fuentes de energía. El desarrollo económico se colapsó al disminuir las exportaciones y elevarse la factura de la deuda exterior; ésta última aumentó en divisas convertibles de 800 millones en 1970 a 9.100 en 1980. En 1975 el Congreso del Partido recurrió al recorte de los presupuestos sociales y la austeridad general para hacer frente a la crisis, lo que deterioró el nivel de vida de la población e incrementó el paro encubierto. En los años setenta y ochenta la imagen proyectada de Hungría hacia Occidente era la del país con mayor nivel de bienestar del bloque socialista, el socialismo del gulash. Sin embargo la apertura política no era tan amplia ni la situación real de su economía tan saneada como se estimaba al otro lado del telón de acero.

La política aperturista de Kadar fue más cosmética que real. La normalización ha de entenderse en términos de apolitización de la vida pública y no de fomento de un mínimo pluralismo. Las manifestaciones críticas fueron mucho menos organizadas que en Polonia, pero en ellas el protagonismo también recayó en la intelligentsia. Éstas cobraron mayor entidad y una mayor capacidad de socialización en la década de los ochenta, especialmente tras la llegada de Gorbachov a la Secretaría General del PCUS.

Durante la era kadarista, que se prolongó hasta mayo de 1988 cuando fue sustituido como presidente del Partido y del Estado por Károly Grosz, las reformas socioeconómicas fueron un importante revulsivo para el país, pero en la década de los setenta los efectos de la crisis determinaron el cuadro general. La crisis del petróleo tuvo muy negativas repercusiones para un país carente de fuentes energéticas. En 1975 el Partido decidió en el IX Congreso recortar los gastos sociales y diseñar unos presupuestos más austeros. De hecho en 1977 un buen número de las reformas previstas se evaporaron por el retorno a la centralización en la gestión de los asuntos económicos.

No obstante, la crisis económica acabó agotando el modelo de crecimiento extensivo y deteriorando el nivel de vida. El endeudamiento externo se fue haciendo cada vez más agudo. Además, el ingreso de Hungría en el Fondo Monetario Internacional en 1982 y la aplicación de sus recetas económicas estaban a menudo en contradicción con las pautas económicas predicadas por el CAME, lo que en definitiva contribuyó a un mayor desorden.

Hungría no tardó en incorporarse al proceso de democratización y transformación económica, en este último caso mucho más avanzadas que en muchos de sus vecinos. Allí, el Partido Comunista, en cuyo seno existía un nutrido grupo reformista, intentó llevar a cabo el proyecto más serio y ambicioso de cambio desde dentro del sistema. Precisamente, estos grupos se hicieron con el poder en noviembre de 1988. La Presidencia del Consejo de Ministros recayó en Miklos Nemeth. El nuevo gobierno impulsó la reforma económica y tuteló la democratización, reconociendo el pluripartidismo y reformando la Constitución. En febrero de 1989 el Comité Central del Partido renunciaba a la prerrogativa constitucional según la cual asumía el papel dirigente de la sociedad y renegaba del marxismo-leninismo. El último capítulo del Partido se cerró en octubre de aquel año con la autodisolución del mismo, creándose el Partido Socialista Húngaro, de tendencia socialdemócrata.

Su política exterior fue también un vehículo de la nueva sensibilidad del gobierno. Así en mayo de 1989 se desmanteló el telón de acero con Austria, en septiembre se permitió la salida de alemanes orientales a la RFA y en noviembre de 1989 se produjo el ingreso en el Consejo de Europa.

En junio de 1989 el gobierno inició negociaciones con la oposición y con organizaciones de masas ligadas al régimen, en las que acordaron la convocatoria de elecciones libres y democráticas, que tendrían lugar entre marzo y abril de 1990, y la elección posterior del Presidente de la República. En los comicios del 25 de marzo y 8 de abril resultó vencedor el Foro Democrático Húngaro (MDF) que obtuvo 164 escaños sobre 386 posibles, seguido de la Alianza de Demócratas Libres (SZDSZ) con 92 escaños. Por tanto, el electorado se decantó por una transición gradual sin radicalismos. El nuevo gobierno estaría encabezado por Jozsef Antall, presidente del Foro, y poco después el candidato de la Alianza de Demócratas Libres Arpad Gönez sería elegido Presidente de la República. La gran tarea pendiente de gobierno y oposición era lograr con el menor coste social posible la transformación radical de las estructuras del país: así, con el objetivo puesto en la futura vinculación a la Unión Europea, Hungría se esforzó en controlar la economía para reducir a límites soportables la deuda externa, mejorar los niveles de producción y productividad y frenar la tasa de desempleo.

RUMANÍA

Rumanía había sido aliada del III Reich a pesar de la actitud del rey Carol II que quería la neutralidad. El rey tuvo que abdicar en su hijo Miguel quién puso al frente del gobierno a un dictador, el general Antonescu. Cuando las tropas soviéticas llegaron a la frontera de Rumanía se mandó desde Moscú al comunista rumano Emil Bodnaras para organizar el poder. Sin embargo, este fue ignorado y los partidos democráticos húngaros dieron un golpe de Estado al que se sumaron los comunistas. En Moscú estaban convencidos de que esto no llegaría a nada, de manera que crearon la Oficina Rumana. Sin embargo, el Partido Comunista no llegaba a las masas obreras y, en 1940, sus líderes o estaban dentro de la Oficina Rumana o estaban encarcelados, caso de Stoica, Apostol y Ceaucescu.

En agosto de 1944, el rey Miguel I, con la ayuda de comunistas y antiguos líderes democráticos (Iuliu Manliu, del Partido Nacional Agrario, y Constantin Bratianu, del Partido Liberal) terminaba, mediante un golpe de Estado con el gobierno colaboracionista con el Reich, dirigido por el general Antonescu. El día 23 el rey ofreció un armisticio a los soviéticos, formando un gobierno de unidad nacional. Una semana más tarde los soviéticos entraban en Bucarest. Allí se comportaron como ocupantes, desplazando a los comunistas rumanos a un segundo plano. Fruto de la nueva situación se formaba en diciembre un gobierno de coalición -Frente Democrático Nacional- presidido por el general Radescu. La solución no satisfizo a la U.R.S.S. por las discrepancias de Radescu con sus ministros comunistas. En febrero de 1945, sólo días después de Yalta, Moscú intervino directamente sobre Bucarest: el sub comisario de Asuntos Exteriores soviético, Andrei Vichinski, exigió al rey Miguel la formación de un nuevo gabinete encabezado por Petru Groza, líder del Frente de los Trabajadores, y ampliar el poder de los comunistas, amenazando, en caso contrario, con no garantizar la continuidad de Rumanía como Estado independiente. Miguel cedió. Las elecciones celebradas el 19 de noviembre de 1946 dieron el triunfo al Frente Popular (comunistas, socialistas y campesinos) con un 89 % de los votos (71 % para los comunistas del Frente Democrático Popular). El 30 de diciembre de 1947 Miguel I abdicaba proclamando la Asamblea Nacional la República Popular de Rumanía. El 28 de marzo de 1948 hubo nuevas elecciones en las que el Frente Democrático Popular logró 405 de los 414 escaños del Parlamento.

También en Rumanía el apoyo del Ejército Rojo fue fundamental para que los comunistas dirigieran desde su fundación, en septiembre de 1944, el Frente Nacional Democrático. Con el dominio de esta organización el Partido Comunista logró controlar la acción del gobierno e imponer la aprobación de las primeras leyes socioeconómicas (p. e., la reforma agraria de marzo de 1945). Con la victoria de la coalición procomunista en las elecciones de noviembre de 1946 Rumanía comenzó la transformación radical de sus estructuras económicas al sancionar la nueva Asamblea Nacional las leyes de nacionalización de la industria y de la banca

En cuanto a los cambios políticos, a finales del año 1947 el triunfo de la revolución comunista era un hecho: unificación del Partido Comunista con el socialdemócrata que daba lugar a la creación del Partido Obrero Rumano en febrero de 1949; y la abolición de la monarquía e instauración de la República Popular. El gobierno rumano rechazó las notas de protesta del 2 de abril de 1949 presentadas por Estados Unidos, Canadá, Austria, Nueva Zelanda y Gran Bretaña.

Los acontecimientos de 1948 confirmaron las transformaciones operadas recientemente en Rumanía: las elecciones celebradas ese año conforme a las pautas de una democracia popular madura fueron ganadas por el Frente Democrático Popular animado por el Partido Obrero, que pasó a controlar de manera absoluta la Cámara que aprobaba la Constitución de la República de acuerdo con los postulados teóricos de la dictadura del proletariado. La actividad económica siguió los mismos derroteros: los comunistas continuaron la nacionalización de empresas industriales y terciarias (bancos y aseguradoras), ampliaron la reforma agraria a las antiguas tierras de la Iglesia y de la Corona, y pusieron en marcha la Comisión de Planificación del Estado. Para evitar todo brote de conflicto social las autoridades aprobaron en 1950 un Código de Trabajo que declaraba ilegales las posibles huelgas o manifestaciones contra el poder constituido por entender que la revolución socialista hacía innecesarios tales derechos sociales.

A mediados de los años cincuenta, los dirigentes comunistas de Rumanía comenzaron a poner en cuestión el proceso de modernización impuesto en el país durante la década anterior sobre la base de la industrialización forzosa y el menosprecio del sector primario. Este intento de reorientación de los postulados económicos también tenía el objetivo de cortar de raíz los conatos de oposición obrera y revisionista que pudieran producirse en la sociedad rumana: el gobierno suprimió las cartillas de racionamiento, aumentó los salarios, frenó el ritmo de la colectivización y aumentó las inversiones en industrias de bienes de consumo. La desestalinización quedó reducida prácticamente a una amnistía parcial, y la dirección del Partido continuó en manos de Gheorghiu-Dej, a la que había accedido en 1945.

En diciembre de 1956, Gheorghiu-Dej afirmaba categóricamente que en su país no habría liberalización. Al mismo tiempo, la estabilidad política se edificó sobre la unidad de criterios ideológicos y económicos, que en el seno del Partido-Estado rumano se vinculaban a un fuerte sentimiento nacionalista propagado intencionadamente desde el poder comunista, así como a la búsqueda de una vía propia hacia el socialismo. Durante el periodo que ocupó el cargo hasta su muerte en marzo de 1965 mantuvo su fidelidad a las directrices de Moscú, a la vez que iniciaba una segunda oleada de estalinismo puro procediendo a una fuerte depuración en el seno del Partido y de la Administración. Se reanudó, asimismo, el proceso colectivizador, ralentizado en los años centrales de la década, de modo que en 1960 el 82 % de la tierra cultivable pertenecía a las cooperativas. También se prosiguió la política de industrialización forzosa y de obligadas exportaciones a la U.R.S.S., al menos hasta finales de los años cincuenta. El II Plan industrializador de 1962 pretendía fomentar los sectores de maquinaria, transformación agropecuaria, textil y química, en detrimento de las industrias ligeras y de consumo. Empero, la salvaguarda de su soberanía llevó a los rumanos a plantar cara a la U.R.S.S. al rechazar el estacionamiento de efectivos del Ejército Rojo en territorio nacional en 1958 no aceptando las directrices de obligado cumplimiento del CAME sobre la planificación económica (abril de 1964) o negándose a participar en las Conferencias de partidos comunistas. En 1961, en el “pleno de la segunda desestalinización”, se criticó la política del líder rumano y tres años más tarde se anunciaba la liberación de más de 7.000 personas. El 19 de marzo de 1965 moría Gheorghiu-Dej y tres días más tarde Nicolae Ceaucescu, miembro del Politburó desde 1955, fue nombrado Secretario General del Partido por el Comité Central.

Su llegada al poder no supuso una alteración de la esencia autoritaria del régimen, aunque sí se imprimió un estilo personal. El Partido recuperó su nombre tradicional, Partido Comunista de Rumanía, y se aprobó, en agosto de aquel año la tercera Constitución desde 1945, en la que se definía el país como una República Socialista Soviética. El poder legislativo quedaba en manos de la Gran Asamblea, y éste era ejercido por el Consejo de Estado, a cuyo frente se encontraba el Presidente de la República, cuando aquella no se encontrase reunida. El poder ejecutivo era desempeñado por el Presidente del País y el Consejo de Ministros, cuyo nombramiento y cese concernía a la Asamblea o al Consejo de Estado. La Constitución privilegiaba la posición del Partido en toda la maquinaria del Estado y legitimaba el liderazgo de Ceaucescu, quien fue acaparando los principales cargos del Partido Estado. El líder rumano fue nombrado jefe de Estado en 1967, dirigía personalmente la política exterior, era el jefe supremo de las fuerzas armadas -presidente del Consejo de Defensa creado en 1969- y designaba personalmente a los altos dignatarios del país. Desde el poder se estableció una política de culto personal y de intenso sentimiento nacionalista, manifiesto en el plano ideológico en la búsqueda de una vía propia hacia el socialismo, lo que le acarrearía no pocos problemas con el Kremlin. Uno de los capítulos de esta tensión tuvo lugar con motivo de la negativa, en abril de 1964, a apoyar la resolución del CAME para llevar a cabo su política de planificación o su rechazo a participar en las Conferencias de Partidos Comunistas celebradas en Moscú (1965) y Karlovy Vary (1967). Además, no sólo no rompió relaciones con los comunistas chinos sino que condenó sin reservas la intervención en Checoslovaquia, dejando en adelante de participar en las maniobras del Pacto de Varsovia.

A pesar de la firma del Tratado de amistad y asistencia mutua firmado con la U.R.S.S. en 1970, los dirigentes rumanos prosiguieron en su actitud independentista, como se pudo constatar en la visita de Ceaucescu a China y Corea del Norte en 1971. El Conducator se encaminó hacia su propia revolución cultural, de inspiración china, subordinando toda la reforma educativa, los medios de comunicación y la actividad intelectual, a la referencia doctrinal del Partido. Este salto cualitativo en la revolución fue enunciado en el Congreso del Partido de 1972, donde Ceaucescu defendió su “teoría de la homogeneización”, para unificar étnicamente al país en torno a la esencia latina rumana y acabar con la dicotomía campo ciudad. El régimen acabó degenerando en una patrimonialización del Estado por la familia Ceaucescu.

En política exterior, las divergencias hacia la U.R.S.S. fueron hábilmente capitalizadas por Ceaucescu para mejorar sus relaciones con Occidente. Ya en el año 1967 procedió al intercambio con la República Federal de Alemania. En los años setenta este activo exterior se hizo patente en su ingreso en el GATT, en el FMI y en el Banco Mundial, además de la concesión por Estados Unidos a Rumanía de la cláusula de nación más favorecida en 1975 y su admisión en 1977 en el Movimiento de los 77 Países No Alineados.

En el ámbito de la política económica, mediante el plan del salto adelante, pretendió avanzar en la modernización del país, pero la centralización y la política de planificación no dieron los resultados esperados. A lo largo de los años setenta el deterioro de la economía fue gradual. El fracaso económico, tanto en el estímulo de las industrias de bienes de equipo y la organización empresarial en grandes combinats, que concentraba mano de obra industrial como con la política de concentración agroindustrial (mediante el plan de sistematización rural) , se agravó con el creciente peso de la deuda externa.

Durante la década de los setenta y ochenta Ceaucescu, que fue reelegido por quinta vez como Secretario General del Partido en 1984, llevó a cabo una política de cambios en la dirección del Partido y otros puestos de entidad en el Estado cuya finalidad, junto a las prácticas nepotistas, era evitar cualquier amenaza contar su liderazgo. Asimismo, la Securitate llevaba a cabo una férrea labor de control contra cualquier tipo de oposición.

A lo largo de los años setenta la política de planificación y centralización tanto en la actividad industrial como rural desembocó en una aguda crisis, a la vez que aumentó el endeudamiento exterior del país. Desde principios de la década de los ochenta se impuso una política de austeridad de alto coste social, que provocaría desórdenes sociales en 1981, 1983 y 1987.

El final del socialismo real en Rumanía estuvo marcado por una ruptura violenta. El Conducator, a la altura de 1989, no adoptó ninguna medida reformista a pesar de las duras condiciones de vida de la población por la política económica de austeridad a lo largo de los ochenta. El desencadenante inmediato de los acontecimientos fue la resistencia ofrecida por un pastor calvinista en Timisoara, Lazlo Tölkes, que se había significado en la defensa de las minorías y las críticas al régimen. Su detención provocó, el 16 de diciembre de 1989, una masiva protesta en aquella localidad brutalmente respondida por la Securitate o policía política. El día 21 se reprodujeron las protestas, en esta ocasión en Bucarest, y aquel mismo día se fundó en Timisoara el Frente Democrático Rumano, el cual reclamó la disolución del régimen. El 22 de diciembre un grupo de disidentes se introdujo en el sede central del Partido, la cual había sido abandonada con anterioridad por Ceaucescu. Éste y su esposa fueron detenidos, juzgados, condenados y ejecutados el 25 de diciembre.

En esta caótica situación se creó el Frente de Salvación Nacional (FSN) cuyo principal dirigente era Ion Iliescu y en el que figuraban antiguos miembros del Partido Comunista críticos a Ceaucescu. Este grupo asumió la formación de un gobierno provisional para proceder a la construcción de un Estado de Derecho, relegando a un segundo plano a los intelectuales y estudiantes disidentes, La rapidez con que se produjo la caída del dictador y el control del FSN sobre el Estado ha dado lugar a interpretaciones que apuntan a la existencia de una conspiración organizada desde la misma Securitate con la connivencia del Kremlin.

El 20 de mayo de 1990 se celebraron las elecciones generales a la Cámara de la Gran Asamblea Nacional en las que el FSN obtuvo el 66 % de los votos, y a la Presidencia, en las que el vencedor fue Ion Iliescu. El nuevo gobierno estuvo encabezado por Petre Roman, pero su ritmo reformador en la construcción de un Estado democrático despertaron toda clase de críticas entre la oposición dentro y fuera del Parlamento (formando en noviembre de 1990 la Alianza Cívica). Los escasos logros económicos y la inestabilidad política se saldaron con la dimisión de Roman en el otoño de 1991. A finales de aquel año se registraron algunos avances significativos, al menos en el plano legal, puesto que el 9 de diciembre se aprobó en referéndum la nueva Constitución del país. Con todo, la tarea más urgente era transformar las estructuras económicas del país (para paliar las penurias de la población y lograr un desarrollo estable) en clave de mercado. Así, para facilitar las inversiones extranjeras, la reforma bancaria y fiscal o la liberalización de los precios, fueron aprobadas (julio de 1990 y agosto de 1991) leyes sobre reactivación y privatización de los sectores productivos, así como la Ley de reforma agraria (febrero de 1991).

BULGARIA

Bulgaria era un país de tradición filorrusa, con una importante implantación del Partido Comunista; era quizá el único lugar de Europa Oriental donde los comunistas habrían alcanzado el poder a través de unas elecciones libres. La Resistencia, dirigida por el Frente Patriótico, contó con el apoyo del Ejército Rojo para la realización de un golpe de Estado, que permitiera el control del país (septiembre de 1944), y la formación de un gobierno de Unidad Nacional, presidido por el coronel Kimon Georgiev, iniciándose así el control comunista en Bulgaria. A pesar de la escasa colaboración con los alemanes, la antigua clase dirigente, conservadora y monárquica, fue duramente perseguida. La transformación política fue rápida. En las elecciones de octubre de 1946, los comunistas -y grupos vinculados a ellos- obtuvieron el 78 % de los votos: su líder Georgi Dimitrov, ex secretario general del Komintern, fue nombrado primer ministro. Un mes antes, a través de un referéndum, se había declarado la caída de la monarquía y la proclamación de la República Popular. En septiembre de 1947, el dirigente opositor Nikola Petkov fue ahorcado tras ser acusado de conspiración contra el Estado. a petición de los aliados, volverían a triunfar).

En agosto de 1948, de acuerdo con las orientaciones de Dimitrov, los comunistas instauraban el régimen de Partido-Estado al unificarse con el sector radical del Partido Socialdemócrata. En esos mismos años comenzaron a producirse las primeras transformaciones socioeconómicas, entre las cuales sobresalió la legislación de 1947 (que completó la de 1945) sobre nacionalización de empresas industriales, mineras y del sector terciario. De menor envergadura fue la reforma agraria que, debido a la tradicional estructura de la propiedad basada en los pequeños campesinos, sólo afectó a una mínima parte de las propiedades agrícolas (el 3 %). En diciembre de 1948, el V Congreso del Partido Comunista daba el visto bueno a la puesta en marcha de la planificación centralizada de la economía con especial atención a la industrialización acelerada y a la colectivización total de la agricultura. Al comenzar la década de los cincuenta, los comunistas búlgaros de extracción estalinista controlaban todo el poder en su país, motivo por el cual las turbulencias producidas a la muerte de Stalin apenas se dejaron sentir en Bulgaria.

En Bulgaria los cambios en la cúpula del Partido generados a partir de las resoluciones del XX Congreso del PCUS (cuyo aspecto más significativo fue la destitución de Valko Chervenkov, secretario general del Partido Comunista Búlgaro desde 1950, y que asumió simultáneamente la Jefatura del gobierno) no supusieron ni mucho menos el inicio de la liberalización del sistema, ya que los nuevos dirigentes no dudaron en cortar de raíz las adhesiones surgidas en el seno del Partido al proceso revisionista polaco o húngaro. El pleno de abril de 1956 del Comité Central del Partido Comunista Búlgaro eligió a Todor Jivkov, quien se convertiría en el hombre fuerte del régimen. El dirigente búlgaro formuló la llamada tesis de abril, por la que se regiría el país durante 33 años. Ésta consistía en un alineamiento riguroso con Moscú y el mantenimiento de una escrupulosa ortodoxia, manifiesta en la actividad política y económica.

El sometimiento absoluto a las directrices del Partido Comunista y el mantenimiento de la planificación centralizada de la economía seguían siendo intocables: a la altura de 1958 el 92 % de la tierra laborable pertenecía a explotaciones colectivas, y el desarrollo de la industria pesada. La fidelidad de Bulgaria era tal que se la denominaba popularmente como la “16ª. República Soviética. De hecho Jivkov llegó a proponer en dos ocasiones, tanto a Jruschev como a Bréznev, la anexión de Bulgaria a la U.R.S.S., rechazada sin embargo por ésta última por las reacciones que pudiera desencadenar en Occidente. Otra muestra elocuente de servilismo se manifestó con motivo de la Primavera de Praga, a raíz del envío de tropas búlgaras para invadir Checoslovaquia. Asimismo, durante los años sesenta, Bulgaria tuvo que hacer frente a los problemas nacionales suscitados con Yugoslavia por la región de Macedonia. La Unión Soviética, por su parte, aprobó la renovación profunda que Jivkov protagonizó en los órganos de dirección.

La política económica búlgara comenzó a dar claras muestras, en la segunda mitad de la década, de una menor ortodoxia en la aplicación de los planes y el control de la hegemonía del Partido sobre los sectores productivos. En 1968 se aprobó un Nuevo Régimen de Gestión que confería mayor libertad a los centros de producción en la toma de decisiones, promovía la modernización y el aumento de la productividad de la industria nacional. Sin embargo, su limitado alcance no modificó los hábitos centralizadores y el excesivo burocratismo del Partido en la gestión económica.

En este sentido, el proceso de modernización de tipo estalinista implantado en el país no fue frenado con motivo de los acontecimientos vividos en el bloque soviético durante los años cincuenta y la dictadura ejercida por el Partido-Estado impidió la consolidación de todo movimiento contestatario. En la década siguiente, sin embargo, comenzó a ponerse en marcha un proceso de reformas -un reajuste técnico- con el objetivo de subsanar las anomalías en el sistema (en el campo de la economía: dirección empresarial y cooperativa; pero también en la administración o en la educación). Dichos cambios fueron admitidos por la dirección soviética -siempre en buena armonía con los dirigentes comunistas búlgaros- que tampoco puso objeción alguna al proceso de “desestalinización” llevado a cabo en 1962 en el seno del Partido Comunista y que supuso la asunción del cargo de primer ministro por Jivkov. Con el nuevo responsable de los comunistas, Bulgaria entró en la época conocida como las décadas tranquilas. Durante los años sesenta y setenta no se dio ningún cambio en el país que atentara contra la esencia del sistema socialista de tipo soviético; aunque, con el propósito de mejorar el funcionamiento de la economía, las autoridades se mostraron menos rígidas en la aplicación de los planes, terminando con el control exhaustivo del Partido sobre el proceso productivo. Así, en 1968, la dirección comunista autorizaba la puesta en marcha del denominado nuevo régimen de gestión, cuya virtualidad consistía en otorgar a los centros económicos una mayor autonomía y hacerlos más operativos para impulsar la economía nacional.

La economía búlgara reflejaba los problemas de la excesiva concentración en la industria y en la agricultura, aunque en esta última existía un apreciable y eficaz sector privado que ocupaba el 12 % de la tierra cultivada. El proceso industrializador había invertido el proceso tradicional de la agricultura, cuyo porcentaje en la población activa había descendido al 25 % a principios de los sesenta. En 1971 se comenzó a aplicar el VI Plan Quinquenal con la finalidad de promover un desarrollo adecuado de las estructuras económicas socialistas, con cierta autonomía de movimiento pero bajo el control último del Consejo de Ministros. Los resultados del VI Plan y los esfuerzos de colectivización fueron bastante mediocres.

Bulgaria continuó siendo uno de los más fieles aliados de la U.R.S.S. y la base del modelo político en los setenta y ochenta fue la Constitución que hizo aprobar Jivkov el 18 de mayo de 1971, que definía a Bulgaria como una República Popular en un Estado socialista de los trabajadores, institucionalizaba la hegemonía del Partido Comunista y reconocía la propiedad colectiva de los medios de producción. La Constitución confería el poder supremo a un órgano colegiado, el Consejo de Estado, que unificaba los poderes legislativo y ejecutivo. Además, se mantenían la Asamblea Nacional y el Consejo de Ministros.

A diferencia de otras repúblicas socialistas, Jivkov, que se mantendría en el poder hasta 1989, no obstaculizó el ascenso de jóvenes a altos puestos de responsabilidad en el Partido y en el Estado. Las críticas al régimen aparecerían con el empeoramiento del cuadro económico, como la Declaración 1978 publicada en Viena por un grupo de opositores exigiendo la democratización del régimen.

La situación económica a lo largo de los años setenta empeoró gradualmente, tras años de un notable crecimiento. En 1976 se puso en marcha el VII Plan con el que se intentó dotar a las empresas de mayor autonomía, dentro de un sistema fuertemente centralizado, pero el entorno internacional de crisis y sus escasos resultados obligaron a recurrir a la ayuda de la U.R.S.S.. El descenso en el ritmo de industrialización es sumamente elocuente si tenemos en cuenta que éste cayó de un 6,1 % en la segunda mitad de los setenta a un 3,7 % en la primera mitad de los ochenta.

El fracaso de las reformas emprendidas por Jivkov siguiendo la estela de la Perestroika de Gorbachov, así como el deterioro de la actividad económica, hizo posible el cambio de dirigentes en el Partido y el Estado el 10 de noviembre de 1989, con el comunista reformista Petar Mladenkov como hombre fuerte del régimen.

Al mismo tiempo, comenzaba a tomar cuerpo una primera oposición con el objetivo fundamental de la defensa de los derechos humanos. Precisamente el impulso de la sociedad civil obligó a las nuevas autoridades del país a avanzar con más decisión en la transformación de las estructuras políticas, económicas y sociales. Para empezar, el gobierno reformaba el Código Penal, aprobaba una amnistía para los delitos políticos y anunciaba la celebración de elecciones libres para 1990. Al mismo tiempo, el Partido Comunista renunciaba a ejercer el monopolio del poder, y en abril, después de la celebración del XIV Congreso de marcado carácter reformista, tomaba el nombre de Partido Socialista.

En estas condiciones, el nuevo Partido Socialista (PS) obtenía la mayoría absoluta en las elecciones de junio de 1990, seguido a gran distancia por la Unión de Fuerzas Democráticas (UFD). La convergencia de criterios entre mayoría parlamentaria y oposición hizo renunciar a Mladenkov de todos sus cargos el 6 de julio, y la nueva Asamblea Nacional nombraba a Jeliu Jeliev, disidente comunista y dirigente de la UFD, como Presidente de la República.

. A finales de 1990 tomaba posesión un gobierno de coalición (y tecnocrático) dirigido por D. Popov con la misión de poner en marcha un plan de ajuste y reestructuración de la economía y convocar nuevas elecciones para alcanzar la plena normalidad política en el país, de acuerdo con la Constitución aprobada el 13 de julio de 1991 y que hacía de Bulgaria un Estado de Derecho. En los comicios de octubre la UFD lograba la victoria con un estrecho margen de votos y escaños sobre el PSB, y la Cámara recién elegida con el objetivo de culminar el proceso de reformas en curso daba su confianza (salvo los diputados excomunistas) a un nuevo gobierno de coalición con Dimitrov al frente.

ALBANIA

También en Albania la resistencia y la lucha de liberación durante la Segunda Guerra Mundial estuvieron dirigidas por los partisanos comunistas, quienes, tras la huída de las últimas tropas alemanas, controlaban casi la totalidad del país, excepto algunas zonas en manos de los seguidores del ex rey Zog, los cuales fueron reducidos tras la liberación en noviembre de 1944. Con este dominio,

Enver Hoxha, Secretario General del Partido Comunista albanés formó un Frente Democrático que el 2 de diciembre de 1945 triunfó en las elecciones, con un 93 % de votos, una vez que había anulado a sus antiguos aliados y depurado a la oposición. En estas condiciones, el 11 de enero de 1946, Albania era convertida en República Popular Socialista. Desde el primer momento el régimen de Hoxha se caracterizó por su fidelidad a la ortodoxia comunista y en función de lo anterior articuló sus relaciones con los demás países socialistas: en 1948 rompía relaciones con la Yugoslavia de Tito (su principal apoyo hasta ese momento) para vincularse más estrechamente a la U.R.S.S.. En la planificación de la economía (en 1951 se puso en marcha el primer plan quinquenal) el régimen actuó con especial énfasis en la colectivización de la tierra y en la industrialización rápida y forzosa del país.

Las turbulencias vividas en el bloque soviético después de la muerte de Stalin no influyeron en la evolución de Albania. Hoxha aceptó sin reservas la intervención militar soviética en Hungría e incluso más adelante llegaría a afirmar que aquellas crisis fueron consecuencia directa de las nuevas líneas perfiladas en el XX Congreso del PCUS. Hasta 1960 Hoxha siguió manteniendo una actitud ortodoxa y unas relaciones firmemente amistosas con Moscú. Sin embargo, aquel mismo año Hoxha procedió a la depuración de los miembros prosoviéticos dentro del Partido de los Trabajadores Albano. La ruptura entre la U.R.S.S. y Albania se consumó en 1961 en la Conferencia de Partidos Comunistas en Moscú. Albania, a diferencia de Hungría y Polonia, sí protagonizó con éxito su desviacionismo con respecto a la U.R.S.S.. Todo ello favorecido por el apoyo de Pekín a Tirana en el contexto de la tensión chino-soviética y por la situación geográfica de Albania que hacía difícil una intervención soviética directa. El comportamiento de Tirana bien pudiera deberse al deseo de no convertirse en un objeto de permuta entre la U.R.S.S. y Yugoslavia, y la búsqueda de un nuevo aliado-protector en China. En 1961 la U.R.S.S. rompió las relaciones con Albania. Ese mismo año, el 12 de septiembre, el Gobierno de Tirana, abandonó el Pacto de Varsovia.

La ayuda económica china a Albania fue un importante factor para estabilizar la economía albanesa. Hoxha procedió desde 1966 a la realización de su renovación cultural con la cual pretendía acabar con la influencia de la religión, las costumbres y los ideales burgueses y cualquier otro factor que obstaculizara la construcción de un Estado marxista-leninista. El afán en el mantenimiento de la ortodoxia comunista y el rigor revolucionario se plasmaron en el interior del país con una política socioeconómica igualitarista radical y la abolición total de la religión y la consiguiente desaparición de las distintas Iglesias: en 1967 Albania se presentaba oficialmente como el primer Estado ateo del mundo.

En los años setenta ciertos sectores del Politburó del Partido Comunista Albanés abogaron por la disminución de la dependencia respecto a China y por el incremento de los intercambios comerciales y la entrada de capitales de Europa Occidental. Sin embargo, Hoxha procedió a una purga para acabar con cualquier desviacionismo. La nueva Constitución de 1976 fortaleció el liderazgo del Partido en la vida pública albanesa, proclamando el marxismo-leninismo como ideología oficial del país y reafirmando al Partido del Trabajo como única fuerza dirigente del Estado y de la sociedad. La amistad chino-albanesa, sin embargo, terminó en 1978, después de que Hoxha hubiera proclamado la autarquía plena del país. A pesar de ello, Albania seguía siendo económicamente el país más retrasado de Europa. Albania, además, fue el único país europeo que se negó a participar en la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa.

La era Hoxha finalizó en abril de 1984, pero su sucesor, Ramiz Alia, hizo gala de una política continuista tanto en el interior como en el exterior, dejando muy claro que el imperialismo norteamericano y el social imperialismo soviético, los revisionismo yugoslavo y kruchoviano y el revisionismo chino seguían siendo los principales enemigos de la Albania socialista y, por ende, del internacionalismo proletario marxista-leninista instaurado por Stalin. Sin embargo, la evolución de los acontecimientos en el bloque soviético a finales de la década de los ochenta obligó al régimen albanés a una tímida apertura que anunciaba el final de toda una época marcada por el comunismo estalinista de aislamiento internacional, atraso económico y represión social.

Los aires de libertad también llegaron a Albania, el último baluarte de la ortodoxia comunista. La apertura hacia el exterior, motivada fundamentalmente por razones económicas (que obligó a la reforma de la Constitución en 1990 con el objeto de dar cobertura legal a las inversiones extranjeras), facilitó la normalización de las relaciones diplomáticas del régimen con los principales países occidentales, pero también con la Unión Soviética y Yugoslavia; incluso Albania fue admitida en la Conferencia para la Seguridad y Cooperación en Europa y en el Fondo Monetario Internacional. Estos cambios y el despertar de la sociedad civil (protestas universitarias en Tirana) impulsaron el surgimiento de un primer movimiento opositor que, como en el resto de la Europa del Este, comenzó a reclamar la transformación de las estructuras políticas y socioeconómicas, así como la celebración de elecciones pluralistas. El hundimiento de la economía era dramático (40 % de paro en Albania en 1992): En este contexto, el gobierno de Ramiz Alia hizo público un programa de reformas políticas, cuyos primeros resultados se materializaron en 1991 con motivo de la legalización de los partidos políticos y la celebración de los primeros comicios en el mes de marzo.

En los comicios de 1991 el triunfo fue para los comunistas del Partido del Trabajo, pero las protestas de la oposición forzaron la constitución de un gobierno de coalición -de “salvación nacional”- que volvió a convocar elecciones en marzo de 1992. En esta última consulta electoral fue derrotado el Partido Socialista (los excomunistas de Alia), alzándose con la victoria el Partido Democrático, cuyo principal dirigente, S. Berisha, era elegido Presidente de la República con el mandato popular de consolidar los cambios democráticos y avanzar decididamente hacia la economía social y de mercado.

LA YUGOSLAVIA DE TITO

A pesar del enorme control ejercido por Stalin y el Kominform, las divergencias en el sistema del socialismo real pusieron en cuestión la marcha uniforme del bloque soviético. La evolución de los acontecimientos, además de los intereses hegemónicos de la U.R.S.S., situaron a Yugoslavia y Albania en los márgenes del sistema, poniendo en cuestión toda la base teórica y práctica del “internacionalismo proletario”. De especial relevancia por su situación geopolítica fue el caso de Yugoslavia.

Este país balcánico presentaba una situación de partida especial. A diferencia de otras zonas, Yugoslavia había sido liberada sin intervención de tropas extranjeras, por la acción guerrillera de las fuerzas partisanas -Frente Popular de Liberación- de Joseph Broz (Tito), secretario del Partido Comunista desde 1937. Cuando el Ejército Rojo entró en Yugoslavia ya se había expulsado a los alemanes. este triunfo permitió a Tito gozar de una independencia superior a la de cualquier otro líder comunista y completa libertad para implantar un poder absoluto desde el cual emprender un proceso de transformación político-social. Pocos dudaban, al final de la guerra, que Yugoslavia tendría un régimen socialista. No obstante, Tito en principio prefirió seguir las formas democráticas para no contrariar a las grandes potencias: el 5 de marzo de 1945, el Consejo de Regencia, creado por Tito y Subasic -antiguo jefe del gobierno en el exilio -nombró un gobierno de unidad nacional a propuesta del Consejo Antifascista -que cambió de nombre pasando a ser el Parlamento Provisional - fijando las elecciones para el 11 de noviembre de 1945. En realidad, de los 28 ministros, 23 pertenecían al Partido Comunista y fuerzas aliadas, incluidos en un llamado Frente Popular.

El panorama cambió de inmediato. Tito, verdadero libertador de su país y que no se mostraba dispuesto plenamente a seguir los consejos soviéticos, descartó una vía gradual para la afirmación del poder comunista. Durante la campaña electoral los partidos de la oposición -radicales, demócratas serbios y Partido Croata de los Campesinos- fueron perseguidos y sus mítines boicoteados. Ante esta situación, optaron por retirar sus listas, presentándose únicamente las candidaturas del Frente Popular. Desde ese instante el proceso de legitimación del régimen de Tito se aceleró. El 11 de noviembre de 1945 el Frente Popular triunfó en las elecciones (90,5 % de los votos en la Cámara Federal y el 88,7 % en la Cámara de las Nacionalidades) con lo cual las nuevas autoridades consiguieron el respaldo popular necesario para institucionalizar un nuevo régimen socialista de tipo soviético. El 29 de noviembre la nueva Asamblea Constituyente proclamó la República Popular Federativa de Yugoslavia (integrada por las repúblicas federadas de Serbia, Croacia, Eslovenia, Montenegro, Macedonia y Bosnia Herzegovina) y eligió un nuevo gobierno presidido por Tito. El 31 de enero de 1946 se aprobó la nueva Constitución según el modelo de la soviética de 1936. Junto al cargo de primer ministro, Tito asumía la cartera de Defensa, se convertía en comandante en jefe del ejército, líder del Frente Popular y del Partido Comunista. Paralelamente, contenía el problema nacionalista al asegurar a los distintos grupos nacionales yugoslavos una representación específica en la Cámara de las Nacionalidades, uno de los órganos de la Asamblea.

La fuerte personalidad de Tito y las pretensiones hegemónicas de Yugoslavia sobre una futura confederación balcánica todavía en ciernes, produjo el enfrentamiento del régimen yugoslavo con la Unión Soviética de Stalin. Para impedir el cuestionamiento de la autoridad del PCUS sobre el movimiento comunista, Stalin tomó la decisión de apartar a Yugoslavia del bloque soviético y decretó el 28 de junio de 1948 su expulsión del Kominform acusada de desviación del marxismo-leninismo, nacionalismo y hostilidad hacia la U.R.S.S.. La decisión soviética contra Yugoslavia no logró minar el apoyo del Partido ni del pueblo a Tito, convertido por el procedimiento del culto a la personalidad en dirigente carismático del país.

La ruptura con la Unión Soviética obligó a los dirigentes yugoslavos a llenar el vacío ideológico fundando el titoísmo o comunismo a la yugoslava, motivo por el cual en 1952 el Partido único tomaba el nombre de Liga de los Comunistas de Yugoslavia (LCY) y el Frente Popular se transformaba en la Alianza Socialista del Pueblo Trabajador. En la economía, la planificación estalinista era reemplazada por la autogestión (dirigida por la LCY) y la agricultura era reprivatizada en su mayor parte. En política exterior, por una parte, y por mor de la geogR.A.F.ía, Tito encontró el apoyo Occidental con la garantía de Estados Unidos (tal como había anunciado el presidente Truman en 1949); y por otra, impulsó el Movimiento de los Países No Alineados.

Una vez consolidado el titoísmo en Yugoslavia (sobre la base de la autogestión y el no alineamiento) la muerte de Stalin en 1953 facilitó el reencuentro del país balcánico con la Unión Soviética (en 1955 Kruschev visitaba Belgrado y en 1956 Tito viajaba a Moscú). Allí Kruschev reconoció que el Partido yugoslavo era un auténtico partido marxista leninista, reconociéndose explícitamente las vías nacionales del comunismo. De esta manera se normalizaban las relaciones diplomáticas entre ambos Estados y se potenciaban los intercambios económicos (en 1964 Yugoslavia obtenía el estatus de país asociado al CAME). La crisis húngara, aunque generó ciertas reticencias en Tito, no modificó sustancialmente la política de aproximación a la U.R.S.S..

Yugoslavia debía hacer frente, afirma H. Bogdan, a agudos problemas económicos, en especial a las vacilaciones entre un modelo basado en la autogestión integral y otro basado en el socialismo centralizado propugnado por Ramkovich, aunque la política económica de Tito tras la ruptura con la U.R.S.S. perfiló el camino hacia una economía más descentralizada. La apuesta por la descentralización, la autogestión y la autonomía se institucionalizaron en la Constitución de 1963, suavizando la intervención pública en la economía. Todo ello no iba a impedir, sin embargo, que el programa aprobado en el VII Congreso de la LCY (1958) fuera tachado de revisionista y rechazado por los soviéticos y sus países satélites.

Junto a estas reformas no hay que olvidar los tradicionales problemas regionales del país en virtud de las desigualdades económicas entre las áreas más desarrolladas como Croacia y Eslovenia, y las menos evolucionadas como Macedonia y Kosovo. Tensiones que se complicarán con las fricciones tradicionales entre eslovenos y croatas frente a los serbios. Yugoslavia, además, siguió siendo fiel a su principio del neutralismo activo (que le valió también las críticas de Estados Unidos, motivo por el cual Tito puso fin a la ayuda americana) y logró dar un carácter permanente al Movimiento de los Países No Alineados (instituido en Brioni, en 1956), y cuya primera conferencia plenaria se celebró en Belgrado en 1961.

En Yugoslavia las relaciones con la U.R.S.S. prosiguieron a pesar de que Kruschev se distanció de las condenas de la Komintern y fomentó una política de aproximación a Belgrado. Tito, de origen croata-esloveno, intentó edificar una nueva Federación basada en el equilibrio político entre las nacionalidades. En este sentido, la Macedonia yugoslava se convirtió en una de las seis repúblicas de la Federación. El territorio de Serbia se rectificó, a su vez, con la creación de dos provincias autónomas (Voivodina y Kosovo). Por último, Tito reconoció una nueva nacionalidad, la musulmana, para la población de religión islámica en la República de Bosnia Herzegovina. La política de descentralización, de autonomía y la autogestión, ya iniciadas en la década de los cincuenta fueron reforzadas con la Constitución de 1963. La nueva Ley fundamental aligeraba aún más la intervención pública en la economía. Yugoslavia siguió manteniendo una situación en el panorama político-ideológico de la Europa Central y Oriental. Fue la expresión más elaborada de una línea heterodoxa en relación a la línea oficial del Kremlin. Prueba de ello fue su ausencia del CAME, su asociación a la OCDE desde 1961 y al FMI. Tito orientó su proyecto político hacia la búsqueda de una “tercera vía” entre la planificación centralizada y la economía de mercado, y una “tercera vía” en la política internacional entre los dos bloques al adherirse y asumir un importante protagonismo en el Movimiento de Países No Alineados.

A lo largo de los años setenta el nacionalismo volvió a adquirir nuevo protagonismo. El mosaico de las nacionalidades en una estructura federal compleja dio lugar a una creciente tensión. Nuevamente Croacia sería uno de los puntos culminantes en la situación de Yugoslavia, agudizándose desde 1971 con motivo de la intensificación del terrorismo croata. En el Sur, en la provincia de Kosovo, los albaneses islamizados ya habían pedido que la región se convirtiera en una república dentro de la Federación yugoslava. Macedonia también sería el escenario de la agitación nacionalista, cuando los yugoslavos intentaron crear una ”nación macedonia” que neutralizase todo lo que pudiera recordar la tradición búlgara. Con respuesta a esta situación la Constitución de 1974 y las leyes de 1976 se siguió potenciando la descentralización y se confirió un signo eminentemente indicativo a la planificación. No obstante, el pluralismo económico reconocido en la República Yugoslava no tuvo un reflejo en el escenario político, y los choques se agudizaron a lo largo de los setenta, cuando comenzaron a aflorar desajustes en una economía que gastaba por encima de sus posibilidades reales.

El postitoísmo en Yugoslavia fue un periodo de incertidumbre en lo político y de estancamiento en lo económico. No faltaron opiniones especializadas que vaticinaron la desintegración en breve de Yugoslavia tras la desaparición de Tito, en 1980. El diagnóstico erró en su previsión cronológica pero no en el problema de fondo de la desintegración de la Federación. El gobierno Federal llevó a cabo varios intentos de estabilización de la economía. El plan de 1983, que estaba destinado a reducir la deuda y a equilibrar la balanza de pagos, no logró reducir la inflación (que pasó del 50 % en 1983 al 80 % en 1985), y supuso en la práctica una reducción real del nivel de vida de la población; y el plan de 1989 (la reforma Markovic) tampoco alcanzó los objetivos previstos, aunque terminó con la autogestión. Ante el deterioro manifiesto de la situación, Yugoslavia comenzó a deslizarse por la senda de la desintegración. En 1984 un acuerdo político creó una dirección colegiada en la Federación, la cual sería desempeñada rotativamente por espacio de un año por los presidentes de cada República. En el plano económico, su mayor conexión con Occidente se tradujo en un mayor endeudamiento y en el crecimiento de una inflación que ascendió de un 30 % a principios de los setenta hasta un 2.000 % en 1990.

La crisis que venía padeciendo Yugoslavia desde la segunda mitad de la década de los ochenta tuvo un desenlace dramático, alentado por desavenencias nacionalistas ante la inoperancia y división de las más altas magistraturas del Estado: en la dirección de la LCY, en el gobierno Federal y en la propia presidencia colectiva. Para empezar, las autoridades serbias -con Slovodan Milosevic al frente- animadas y rearmadas ideológicamente por el Memorando de la Academia de Ciencias (elaborado en 1986) tomaron la decisión de dejar sin efecto el estatuto de autonomía de las provincias de Kosovo (en la cual en 1981 se había reactivado el enfrentamiento entre albaneses y serbios) y Voivodina, forzando para ello una reforma constitucional (1989), entendida en Eslovenia o en Croacia como el primer paso hacia la Gran Serbia. Ante dicha iniciativa, Eslovenia -secundada posteriormente por Croacia- propuso la refundación del Estado sobre la base confederal, empezando por la LCY; pero el Congreso extraordinario de esta organización (febrero de 1990), que había terminado con el monopolio político del Partido, rechazó la propuesta de los comunistas eslovenos, lo que supuso la ruptura de la LCY.

La desarticulación de la LCY produjo a lo largo de 1990 la descomposición del poder comunista en las Repúblicas de la Federación, excepto en Serbia y Montenegro. Así, en Eslovenia la antigua LC fue reconvertida en el Partido de Renovación Democrática y en Croacia en el Partido del Cambio Democrático; al mismo tiempo surgieron organizaciones de carácter reformista y nacionalistas. Ante la evidencia del derrumbe del sistema, las nuevas formaciones políticas forzaron la celebración de elecciones pluralistas en cada una de las repúblicas por separado. En Eslovenia (abril de 1990) triunfó con mayoría absoluta la coalición de centro-derecha DEMOS, y posteriormente el democristiano L. Peterle fue nombrado Primer ministro y el excomunista Kucan fue elegido Presidente de la República. Un mes más tarde fueron celebradas elecciones en Croacia en las cuales obtuvo la mayoría absoluta de escaños la Unión Democrática Croata de F. Tudjman -elegido Presidente de la República-, y S. Mesic era nombrado jefe del ejecutivo. En el otoño de 1990 (noviembre-diciembre) tuvieron lugar las elecciones en Bosnia Herzegovina en las cuales el triunfo correspondió a las fuerzas no comunistas de cada comunidad (el musulmán Partido de Acción Democrática, la Unión Democrática Croata y el Partido Democrático Serbio) que procedieron al reparto de responsabilidades: el musulmán A Izetbegovic era elegido Presidente de la República, para el cargo de Primer ministro del gobierno de coalición tripartito fue designado el croata J. Pilivan, mientras que el serbio M. Krajishnih era nombrado presidente de la Asamblea. En Macedonia, después de las elecciones de noviembre que no dieron la mayoría absoluta a ninguna fuerza política, fue constituido un gobierno de coalición y el antiguo comunista K. Gligorov era elegido Presidente de la República. Finalmente, en las elecciones celebradas en Serbia a finales de 1990, la victoria por mayoría absoluta fue para el Partido Socialista (la antigua LC) de Milosevic; y el mismo resultado obtuvo el Partido Democrático de los Socialistas en Montenegro.

Con la celebración de las elecciones parlamentarias, las instituciones Federales dejaron de tener sentido y perdieron toda legitimidad (en abril de 1991 fue rechazada la propuesta de eslovenos y croatas de crear una Confederación). De este modo, el vacío de poder existente alentó la secesión de las antiguas repúblicas yugoslavas: Eslovenia y Croacia se declararon independientes n junio de 1991, Macedonia en septiembre de ese año y Bosnia Herzegovina en marzo de 1992; ante esta situación, las repúblicas de Montenegro y Serbia constituían al mes siguiente una renovada Federación Yugoslava. El inicio formal de la desintegración de Yugoslavia movilizó al Ejército Federal controlado por los serbios contra las repúblicas secesionistas, sin que el estallido de la guerra en los Balcanes evitase el final del sueño yugoslavista ni el reconocimiento internacional de los nuevos Estados independientes.

La primera fase del conflicto bélico (del 27 de junio al 8 de julio de 1991) se desarrolló en Eslovenia y fue favorable a esta República. La segunda fase de la guerra (cuyo momento culminante se desarrolló entre julio de 1991 y enero de 1992) tuvo por escenario Croacia, en donde las milicias serbias lograron controlar en un primer momento con el apoyo del Ejército Federal una parte importante del territorio, como Krajina y Eslavonia (zonas depuradas por el procedimiento de limpieza étnica), que sólo en el verano de 1995 era recuperado por los croatas. A partir de 1992, en el momento en que los musulmanes bosnios decidieron impulsar el proceso de independencia, los serbios de Bosnia (con el apoyo militar de Serbia) rompieron hostilidades en la República de Bosnia Herzegovina y se hicieron con el control efectivo de las dos terceras partes del país -fundando su propia república, con capital en Pale-, cuyo territorio también fue sometido al procedimiento de limpieza étnica. Durante todos estos años las organizaciones internacionales -especialmente la ONU- no fueron capaces de con los contendientes un plan de paz duradero para la zona. Así, el conflicto de Bosnia, que ha enfrentado a las tres comunidades del país, ha permanecido activo hasta nuestros días, hasta la paz impuesta en los Balcanes en el otoño de 1995.

DE LA COOPERACIÓN A LA INTEGRACIÓN: HACIA LA UNIÓN EUROPEA.

INTRODUCCIÓN.

El proceso de construcción europea

Cualquier intento de aproximación al complejo ámbito de la construcción europea implica necesariamente considerar una serie de cuestiones previas tales como el problema terminológico o la extensión de su ámbito político o sus límites geográficos.

La primera cuestión planteada surge de considerar si son válidos a priori calificativos aparentemente tan contradictorios cuando se habla de unidad europea, como un método federalista, funcionalista o como un proyecto -o una realidad- federal, confederal, supranacional, intergubernamental, o sencillamente sui generis.

Se suelen emplear, por tanto, conceptos no sólo imprecisos desde un punto de vista formal, sino también desde un punto de vista práctico, al reflejar muy parcialmente o de forma incompleta la realidad. Uno de los elementos que mayor confusión despierta es el hecho de cómo definir el proceso hacia la unidad europea. Para el profesor Truyol, la expresión lógica sería “construcción europea”:

El término construcción europea se usa comúnmente para designar, de una parte, “al conjunto de iniciativas encaminadas a conseguir una unión más estrecha de los pueblos europeos con la meta final puesta en una federación europea, o más exactamente, de un Estado federal europeo”.

Asimismo, esta expresión se emplea para designar a las instituciones que hasta la fecha han surgido como resultado de tales iniciativas y, por la magnitud de los resultados alcanzados en el seno de la Unión Europea, se refiere preferentemente a ésta, aunque no de forma exclusiva, ya que también sería necesario encuadrar al Consejo de Europa, creado en 1949. Sin embargo, esta expresión es considerada por muchos como un eufemismo que tiende a enmascarar los fracasos en los intentos de conseguir la unidad del viejo continente.

De la misma forma, y de manera equivalente, se ha venido empleando la expresión “integración europea”, que conlleva un matiz marcadamente económico, fruto de la lógica funcionalista (avances sectoriales parciales referidos, generalmente, al ámbito económico) adquirida por el proceso hacia la unidad de Europa y del éxito alcanzado en sus primeras fases. Desde la perspectiva del historiador, el término “construcción” evoca un proceso largo y dilatado en el tiempo, lo que le confiere un mayor valor de uso.

En lo que respecta a las realizaciones de la construcción europea, las instituciones resultantes del proceso de integración deben ser consideradas más que como un producto final, como una fase dentro de un proceso. Proceso que, evidentemente, no se producirá de una manera lineal, sucediéndose, en consecuencia -como toda obra desarrollada en un largo plazo-, momentos de avances considerables incluso espectaculares y momentos de retroceso y fracaso que han ido jalonando su evolución desde 1945.

Por otra parte, es preciso considerar cuáles son las causas del éxito del proceso de construcción europea. Muchas han sido las interpretaciones, pero es evidente que no se puede acudir a una explicación monocausal. De hecho, es habitual referirse, entre otras, a: 1) causas económicas: las presiones de la tecnología en cambio; el deseo de mercados más grandes y unidades de producción mayores similares a las estadounidenses o la necesidad de crecimiento económico; 2) causas ideológicas: las ideas federalistas (creación de una federación de Estados europeos); 3) causas mentales: la punzante experiencia de la guerra sobre el continente europeo; 4) causas internacionales: la guerra fría y la consiguiente lógica bipolar, etc.

De lo afirmado se desprenden una serie de dificultades, inicialmente más visibles, en el estudio del proceso de construcción europea, y de las que no siempre es sencillo sustraerse en su análisis:

  • Intentar explicar la construcción europea como el proceso fundamental en la historia de Europa occidental tras la Segunda Guerra Mundial.

  • La “imperfectibilidad” de la construcción europea, es decir, que sea un proceso “en marcha”, inconcluso y en permanente evolución y cambio.

  • La necesidad de evitar la confusión de dos planos: el de las ideas, las ilusiones o proyectos bienintencionados sobre lo que hubiera debido ser la unidad europea, y la realidad del proceso de construcción europea o de la situación real de ésta en cada momento.

  • Olvidar la incidencia de las ideas, de las mentalidades y de la presión de la opinión pública en el arranque del proceso de integración. La cultura política europea, con su tensión, entre los rasgos que consideran positiva o negativamente la unidad europea, con las peculiaridades nacionales, generacionales, de clase social o la actitud de las élites y grupos dirigentes europeos, son fundamentales.

  • Es preciso destacar, por último, la enorme distancia entre el discurso de los demás actores internacionales, y el contenido real de los acuerdos adoptados por los principales protagonistas, los Estados. Sin embargo, es necesario instalarse en el sutil juego de interacciones entre los diferentes actores para no incurrir en una simplificación excesiva de la realidad que tienda a ignorar el papel desempeñado por organizaciones internacionales gubernamentales, organizaciones transnacionales o individuos (Churchill, general Marshall; los “padres de Europa”: Monnet, Schuman, Adenauer, De Gasperi, Spaak; o personalidades más cercanas a nosotros: Kohl, Mitterrand, Delors, González, Thatcher...).

Los orígenes de la construcción europea y la guerra fría

Uno de los debates que mayor intensidad ha conocido en los últimos años se refiere a la ambigüedad con que ha sido juzgada la relación entre el proceso de construcción europea y otros procesos desarrollados en la sociedad internacional, como es el caso de la Guerra Fría y el papel desempeñado por las superpotencias, habiéndose considerado ambos procesos como paralelos, convergentes o simplemente tangenciales.

La construcción de una Europa unida ha sido, evidentemente, algo más que una simple estructura colateral del sistema internacional de posguerra. Las presiones del cambio tecnológico, las necesidades de mercados más amplios, la urgencia del crecimiento económico, las ideas federalistas, así como el recuerdo de las contiendas mundiales, fueron el caldo de cultivo en el cual se desarrolló. Sin embargo, a pesar de la retórica de la unidad europea, la lógica de un sistema bipolar continuó siendo dominante hasta el final de la Guerra Fría.

Es necesario tener presente que, a nivel global, durante el conflicto bipolar cada bloque necesitó del otro aunque sólo fuese como imagen del opuesto a su propio sistema: individualismo contra colectivismo; iniciativa estatal frente a iniciativa privada; gobierno abierto contra aparato de partido único; consenso frente a coerción. Por consiguiente, no supuso ninguna sorpresa que, con el final de la división de Alemania y de una Europa dividida, la Unión Europea tuvo que afrontar unos retos mucho más difíciles.

La tendencia que se va imponiendo en los últimos años se orienta hacia la consideración de que -en buena medida- la integración europea fue posible durante los años de la Guerra Fría debido al entorno internacional favorable, en especial durante la década crucial que siguió a la Segunda Guerra Mundial, ya que existió una interacción entre dos procesos íntimamente entrelazados, el proceso principal fue la construcción del oeste, surgido de la amenaza percibida del comunismo soviético. Éste se caracterizó sobre todo por la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN).

El segundo proceso fue el desarrollo en una Europa occidental hacia una integración supranacional. Es evidente que la construcción del oeste ayudó a crear las condiciones para que el triunfo de la integración en Europa occidental fuera posible. Por consiguiente, Estados Unidos (como federador) y la Unión Soviética (como amenaza) influyeron sobre el ritmo y la naturaleza del proceso de construcción europea.

LOS PRIMEROS PASOS (1946-1957)

La emergencia del europeísmo y la creación del Consejo de Europa

Ya tras la guerra de 1914 el conde Coudenhove-Kalergi fundó un movimiento paneuropeísta pues afirmaba que la Europa dividida y fragmentada estaba amenazada por inevitables enfrentamientos armados y postulaba la creación de una federación europea. Inspirado por él, el ministro de Asuntos Exteriores francés, Aristide Briand, propuso en la Sociedad de Naciones, a finales de los años veinte, un proyecto de “Estados Unidos de Europa”. Terminado el conflicto, las voces de Spinelli, De Gasperi, Schuman o Spaak invocaron ideales paneuropeístas.

En la inmediata posguerra, con las destrucciones de la contienda de 1939, el auge de potencias extraeuropeas y la pérdida de los Imperios coloniales, se pone de manifiesto que Europa dejó de ser el centro de poder mundial. Es más, la vieja Europa se transformó en una Europa dividida, colonizada y dependiente.

En ese ambiente de crisis de civilización, una nueva idea de Europa fraguada en el sentimiento de resistencia antifascista durante la ocupación y heredero del surgido durante el periodo de entreguerras, alcanzó su madurez. Entre 1946 y 1947 las organizaciones privadas partidarias de la unión europea se multiplicaron.

En mayo de 1948, los más influyentes de estos grupos convocaron en La Haya un congreso que reunió ochocientas personalidades de diecinueve países. El Congreso de La Haya abrió el camino para la creación del Movimiento Europeo, que tuvo una influencia notable en el inicio del proceso de construcción europea. En el Congreso de la Haya se adaptó la siguiente resolución: Ningún esfuerzo por reconstruir Europa sobre la base de soberanías nacionales, rígidamente divididas, puede tener éxito. Las naciones de Europa deben crear una unión política y económica para mantener su seguridad, su independencia económica y su progreso social; para este fin, los Estados deben acordar la fusión de algunos de sus derechos soberanos.

El enorme impacto en la opinión pública del Congreso de La Haya forzará una respuesta por parte de los Estados europeos, dando paso al proceso de negociaciones que conducirá a la creación del Consejo de Europa. Una iniciativa privada, por tanto, fue el punto de partida para la creación de una organización internacional de Derecho público, el Consejo de Europa. Su tratado constitutivo fue firmado en Londres el 5 de mayo de 1949.

El Consejo de Europa se compone de una Asamblea Parlamentaria, un Secretariado General y un Consejo de Ministros. Su carácter híbrido, sin embargo, a medio camino entre una organización internacional clásica y la búsqueda de un nuevo tipo de relación institucional, junto al deseo de desarrollar la unión europea a partir de moldes federalistas, limitaron sus posibilidades como motor del proceso de construcción europea.

No obstante, el proceso puesto en marcha se mostró imparable. Los factores que determinaron una actitud favorable hacia la unión de Europa en los gobiernos europeos, en líneas generales, serán según J. B. Duroselle: la aparición del telón de acero; la amenaza de miseria generalizada; la presión norteamericana; la percepción de la amenaza militar soviética; la evolución en la consideración del problema alemán, y la actitud de la opinión pública en los países de la Europa occidental.

Un objetivo más restringido tendrá la Unión Europea Occidental (UEO). Gran Bretaña y Francia firmaron en marzo de 1947 un tratado defensivo, al que se incorporaron al año siguiente los países del Benelux. El Pacto de Bruselas preveía medidas frente al rearme alemán, con objeto de impedir la superioridad militar germana. Posteriormente, en París se ampliaron las cláusulas de la cooperación militar a cuestiones económicas y sociales. Sin embargo, esta institución perdió con la existencia de la OTAN su sentido militar y con la existencia de la OECE sus funciones económicas.

Otra institución supranacional fundado por esos años fue el Consejo Nórdico. Lo forman representantes de los Parlamentos nacionales de Suecia, Noruega, Dinamarca, Finlandia e Islandia. Su órgano central es el Consejo de 69 miembros, elegidos por los Parlamentos en función de la población de los países miembros, con funciones consultivas no obligatorias. Carece de secretaría permanente y de sede, pero aún así ha propiciado un tratado, firmado en Helsinki en 1962, para coordinar acciones en materias sociales, económicas, jurídicas y de comunicaciones.

Las iniciativas, en adelante, procederán de los Estados de la Europa occidental; la sociedad civil europea pasará a ocupar un lugar secundario como motor de la construcción europea. Francia en 1950 y los gobiernos del Benelux en 1955, fueron los catalizadores. La empresa común que en ese momento iniciaron Alemania Occidental, Bélgica, Dinamarca, Francia, Italia y Luxemburgo, fue enormemente ambiciosa y tuvo una verdadera incidencia sobre las soberanías nacionales. Los métodos empleados fueron, a su vez, revolucionarios.

La integración europea será, pues, una respuesta original a las inercias existentes en los Estados de la Europa occidental respecto a su soberanía. Como no estaban dispuestos a renunciar a ella de una forma amplia, hubo que buscar un compromiso que, sin que fuera necesario constituir un Estado federal, ofreciera algo más que la mera cooperación entre los Estados que no implicase cesiones de soberanía.

La solución fue en principio tan sencilla como práctica: consistía en la construcción progresiva de un puente que salvase la contradicción entre el mantenimiento de la independencia nacional y un hipotético Estado federal europeo. A los Estados miembros no se les exigía la renuncia formal de su soberanía, sino únicamente la renuncia al dogma de su indivisibilidad.

Se trataba de establecer ciertos ámbitos de colaboración en que los Estados estuvieran dispuestos a renunciar voluntariamente a una parte de su soberanía en beneficio de ámbitos supranacionales que estuvieran por encima de todos ellos.

El Plan Schuman y la Comunidad Económica del Carbón y del Acero

El 8 de mayo de 1950, Robert Schuman hizo pública la oferta de Francia a la República Federal de Alemania de puesta en común de sus producciones de carbón y acero. Sin embargo, la creación de un pool de industrias siderúrgicas ya había sido sugerida por el canciller alemán, Konrad Adenauer, en 1949, como una fórmula para resolver el contencioso sobre la cuenca del Rhur entre Francia y Alemania. La novedad residió no en la solución técnica, sino en el alcance político que encerraba la propuesta de Schuman.

La reconciliación total entre Francia y Alemania supondría, en palabras de Schuman: los primeros pasos concretos de una federación europea, indispensable para asegurar la paz. El método para su realización refleja, asimismo, el empirismo de Jean Monnet, escéptico respecto a las posibilidades de conseguir la unión europea de un único impulso y con primacía de lo político y cultural, y partidario de realizarlo por sectores económicos a partir de aquellos que pudieran tener un carácter multiplicador en la profundización de la construcción europea. El Plan Schuman propone, en definitiva, la creación de una Alta Autoridad compuesta por miembros independientes de los gobiernos nacionales, responsable ante una Asamblea Parlamentaria, y cuyas decisiones, de carácter ejecutivo en los países miembros, podrían ser objeto de recurso jurisdiccional.

El ofrecimiento hecho expresamente al gobierno alemán no excluyó, sin embargo, a los demás países europeos. De hecho, la propuesta fue recibida favorablemente. La Alemania de Adenauer, la Italia de Gasperi y los países del Benelux se sumaron a la iniciativa. Gran Bretaña, sin embargo, hostil a toda cesión de soberanía, rechazó su participación.

Tras diez meses de trabajos se concluyó un proyecto de tratado elaborado por un comité de expertos que fue presentado para su aprobación a los ministros de Exteriores de los Seis el 19 de marzo de 1951. Y el 18 de abril del mismo año se firmó el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea del Carbón y el Acero (CECA).

La apertura de un mercado común para el carbón y para el acero implicó la supresión de derechos de aduanas y de restricciones cuantitativas a la libre circulación de productos, la prohibición de medidas discriminatorias y de subvenciones o ayudas para estas industrias por parte del Estado.

El tratado entró en vigor el 25 de julio de 1952, una vez finalizado el periodo preparatorio, en el curso del cual fueron creadas las instituciones (Alta Autoridad, Asamblea Parlamentaria y Tribunal de Justicia).

El fracaso de la Comunidad Europea de Defensa

El gobierno francés, dividido entre las necesidades estratégicas de la defensa occidental y las dificultades derivadas de la opinión pública ante el rearme alemán, se vio forzado a intentar ampliar la fórmula de la CECA al terreno de la defensa.

El 24 de octubre de 1950, René Pleven, presidente del Consejo de Ministros francés, hizo pública la propuesta de crear una Comunidad Europea de Defensa (CED). Sin embargo, esta vez la respuesta fue desfavorable. Para Estados Unidos, no iba más allá de ser unas medidas dilatorias para retrasar la formación de un potente ejército alemán. Para la mayoría de los gobiernos europeos, el proyecto de la CED significaba todo lo contrario, es decir, un medio para encubrir el rearme alemán.

El proceso negociador sobre la CED se desarrolló doblemente condicionado. Por un lado, se debía garantizar a Alemania que no sería tratada con criterios excesivamente discriminatorios. Por otro, era preciso domeñar a una opinión pública enfrentada tanto con el fondo como con la forma del plan Pleven. La respuesta provino del intento de multiplicar las garantías democráticas sobre el futuro ejército unificado, a través de una Asamblea Parlamentaria Europea elegida por sufragio universal directo y, sobre todo, a través de la creación de una estructura política federal o confederal que asegurase la coordinación de las Comunidades existentes y de las que se crearan posteriormente. El objetivo se presentaba claro: vincular a la creación de un ejército europeo la formación de las bases de una futura Europa política. En septiembre de 1952, los ministros de Exteriores de los Seis decidieron la constitución de la Comunidad Política Europea junto a la Comunidad de Defensa.

Sin embargo, nuevas dificultades, esta vez insalvables, se levantaron ante el proyecto. La animadversión de los medios políticos franceses por la CED, lejos de reducirse, había aumentado hasta el extremo de que el gobierno preveía que el tratado no sería ratificado por el legislativo. Los esfuerzos de Pierre Méndez-France por limitar el carácter supranacional del tratado fueron inútiles. Cuatro países ya lo habían ratificado. La Asamblea Nacional francesa rechazó la CED (por 319 votos contra 262). Por supuesto, el proyecto de una Comunidad Política Europea fue abandonado.

HACIA EL TRATADO DE ROMA

El relanzamiento europeo

Tras el fracaso de la Comunidad Europea de Defensa, el problema se centró nuevamente en cómo conseguir la construcción europea. Rápidamente surgió la necesidad de un relanzamiento de la construcción europea. Una vez cerradas la vías de la Europa militar y de la Europa política se hacía necesaria una vuelta a la vía económica.

Desde ámbitos gubernamentales, sin embargo, se criticaba la dinámica de avances sectoriales y se consideraba que debía avanzarse hacia la creación de un mercado común general. El 18 de mayo los países del Benelux enviaron al resto de socios de la CECA un memorándum en el que presentaban la idea de un mercado común europeo.

Las respuestas al memorándum presentaron importantes diferencias. Si para los intereses franceses el sector nuclear era el primer ámbito donde se debía continuar el proceso en forma de avances parciales, ese entusiasmo no se transmitía, p. e., a otras energías, como la electricidad o el gas, u otros sectores, como el transporte o las comunicaciones. Asimismo, el gobierno francés no deseaba que las nuevas instituciones tuvieran un carácter supranacional, con lo que se enfrentaba al Benelux o Italia, Evidentemente, se temía el rechazo de la opinión pública a nuevas cesiones de soberanía.

Por otra parte, los países fuertemente exportadores, como Alemania o los Países Bajos, consideraban mejor derribar las barreras aduaneras para así desarrollar sus intercambios exteriores. Francia o Italia, con una estructura económica menos sólida, veían un peligro en la libre concurrencia, ya que sus precios eran generalmente superiores en los productos industriales a los de sus socios y temían que un mercado común se transformara, simplemente, en una gran zona de libre comercio que permitiera la lenta destrucción de sus industrias.

Estos diferentes puntos de vista fueron examinados en la primera reunión de ministros de los países de la CECA desde el fracaso de la CED, desarrollada en junio de 1955 en Messina. El único punto de acuerdo de los asistentes residió en la necesidad de dar a la opinión pública la impresión de un relanzamiento del proceso de construcción europea.

La creación de un comité de estudios bajo la presidencia del ministro de Exteriores belga Paul Henry Spaak, fue el resultado más positivo de la conferencia. Junto a Spaak, que aseguraba el arbitraje político de los trabajos, el comité director se compuso de los jefes de delegación de los países firmantes del Tratado de París, más un representante británico y un representante de la Alta Autoridad de la CECA (aunque únicamente como observador).

El Informe Spaak propuso dos proyectos distintos, el mercado común y el Euratom, que fueron presentados a la Asamblea Común de la CECA y aprobados en su redacción definitiva por los ministros de Asuntos Exteriores de los Seis en la Conferencia de Venecia de mayo de 1956.

Un segundo comité intergubernamental, siempre bajo la presidencia de Spaak, recibió el encargo de redactar dos tratados distintos: el establecimiento de un mercado común general y la creación de una comunidad de la energía nuclear o Euratom.

En cuanto a los actores principales, los Estados, sus posiciones serían las siguientes:

  • Francia jugó un papel fundamental en la redacción de los tratados, pero se verá obligada a rebajar sus demandas sobre el mercado común para lograr la aceptación del Euratom.

  • Alemania y el Benelux, que no deseaban un mercado común geográficamente tan amplio y sí con un fondo más liberal, se vieron forzados, para evitar una nueva negativa francesa, como la de 1954, a aceptar condiciones que no habían contemplado inicialmente.

  • Italia, por su parte, consiguió la creación de unos fondos de desarrollo regional y apoyó decididamente la inclusión de políticas comunes en el texto del tratado.

El acuerdo final se logró gracias a la voluntad política de los gobernantes, en particular de Francia y Alemania, que resistieron las objeciones presentadas por grupos de interés y grupos de presión nacionales.

Los Tratados de Roma

Los Tratados de Roma tienen que considerarse, en consecuencia, como un instrumento para la creación de entes supranacionales con personalidad propia (la Comunidad Económica Europea, CEE, y la Comunidad Europea de la Energía Atómica, Euratom). Se limitaban al sector de la economía, ya que a los Estados miembros les parecía el campo más razonable en el que podían renunciar a parte de su soberanía sin renunciar a su esencia nacional. El objetivo explícito de los tratados era constituir un mercado común. Pero, indiscutiblemente, su finalidad, en el espíritu de quienes lo forjaron, era política.

Los dos tratados instituyendo la Comunidad Económica Europea (TCEE) y la Comunidad Europea de la Energía Atómica (Euratom), fueron firmados en Roma el 25 de marzo de 1957. El proceso de ratificaciones se concluyó a finales de ese año. La sede de las Comunidades se fijó en Bruselas, donde inició su actividad el 1 de enero de 1958.

Los Tratados de Roma recogieron, en buena medida, el esquema general de la CECA; sin embargo, muchas de las competencias de sus instituciones fueron cedidas a las nuevas Comunidades:

  • La Asamblea Parlamentaria fue ampliada y se transformó en Asamblea Parlamentaria Europea de las tres Comunidades (ella misma adoptará la denominación de Parlamento Europeo). Los poderes de la Asamblea serían inicialmente los de deliberación y control de la Comisión.

  • El Tribunal de Justicia de la CECA subsistió únicamente para las cuestiones relativas al carbón y al acero, cediendo el resto de atribuciones al Tribunal de Justicia de las tres Comunidades.

  • Se creó un Comité Económico y Social para la CEE y el Euratom con funciones consultivas, inspirado en el modelo del Consejo Económico y Social francés creado tras la Segunda Guerra Mundial, con representantes de la patronal, de los sindicatos y de otros sectores de la Administración y de la sociedad civil.

  • El ejecutivo se estructuró a partir de un nuevo modelo de relaciones entre las Comunidades y el Consejo de Ministros. La Comunidad Económica Europea no tenía delimitado su ámbito de competencias a un sector determinado, sino que se extendía a la globalidad de la economía de los Estados miembros. Es decir, a un terreno inmenso donde los intereses nacionales se hallan en juego en todo momento. Esta fue la razón de que se pusiera un acento especial en la voluntad de los Estados miembros y no en la autoridad del organismo supranacional. Finalmente, las Comisiones de la CEE y del Euratom estarían compuestas por personalidades independientes nombradas de común acuerdo por los gobiernos para un mandato de cuatro años.

En lo que respecta a la toma de decisiones:

  • Las decisiones serían tomadas por el Consejo de Ministros; la Comisión será la encargada de aplicar y hacer ejecutar las disposiciones previstas en el Tratado. Sin embargo, la Comisión se convirtió en el motor que fuerza al Consejo a adoptar decisiones tratando de evitar el riesgo de desplazamientos sine die.

  • El Consejo de Ministros tomaría sus decisiones por unanimidad o por mayoría. El tratado preveía que las decisiones fueran tomadas por mayoría para aquellas cuestiones que afectasen a la aplicación de los tratados. El voto mayoritario, por otra parte, precisaría una cierta ponderación. De esta manera se evitaba que los países pequeños estuvieran a merced de los grandes. Esta regla, en esencia, era un arma de disuasión. La posibilidad de recurrir a un voto mayoritario sería el mejor medio de evitar que un Estado bloquease indefinidamente una mayoría.

LA EUROPA DE LOS SEIS (1958-1968)

Los éxitos iniciales

La exitosa puesta en marcha de la Comunidad se manifiesta en la adopción el 1 de enero de 1959 de las primeras medidas relativas a la libre circulación de mercancías, adelantándose al calendario previsto por los tratados para la paulatina desaparición de las aduanas interiores. Esta medida se vio complementada con la reducción en 1962 de los aranceles aduaneros entre los Seis y con la liquidación de las últimas barreras aduaneras en 1968, año y medio antes de la fecha establecida por el TCEE.

Paralelamente, se consiguió la puesta en marcha de la Política Agraria Común (PAC) con la aprobación de los primeros reglamentos el 14 de enero de 1962 sobre la base de los acuerdos alcanzados en la Conferencia de Stressa en 1958; precios comunes en el interior; financiación común de los excedentes a través de un presupuesto agrícola y prélévements (preferencia) sobre los productos procedentes del exterior.

Asimismo, el desarrollo de las demás políticas comunes comenzó a abarcar paulatinamente en mayor o menor medida a todos y cada uno de los sectores de la actividad económica (política social, regional, de transportes, energética, científica y tecnológica...).

En el plano institucional, es necesario destacar la trascendencia política del Tratado de Bruselas del 8 de abril de 1965, que supuso la unificación de los ejecutivos. Los tres Consejos de Ministros (CEE, CECA, Euratom), las dos Comisiones (CEE, Euratom) y la Alta Autoridad de la CECA, fueron remplazados por un Consejo y una Comisión únicos.

Asimismo, se dotó a las tres Comunidades de un único presupuesto de funcionamiento y al Tratado de Bruselas se le anexionó un protocolo único relativo a los privilegios e inmunidades, el cual sustituyó a los protocolos particulares de cada Comunidad. El Tratado de Bruselas formalizó, igualmente, la existencia del llamado Comité de Representantes Permanentes de los Estados miembros (Coreper) en el seno del Consejo. La entrada en vigor del Tratado de Bruselas trajo consigo una mayor cohesión entre las Comunidades y una mayor nacionalización del trabajo como consecuencia de la fusión de los ejecutivos.

Finalmente, en el plano internacional, la puesta en marcha de una política comercial comunitaria transformó a la CEE en una potencia comercial a escala mundial. La Comisión asumió el papel de representante de los intereses comunitarios en las negociaciones con el GATT y definió sus propias prioridades, sobre todo respecto a las antiguas colonias (Convenio de Youndé, julio de 1963).

La concepción gaullista de la Unión Europea

Sin embargo, la andadura comunitaria en los años setenta no sólo fue un camino de rosas, también estuvo plagado de espinas. El mismo año de la entrada en vigor del Tratado de Roma, 1958, subió al poder en Francia Charles De Gaulle, lo que significó la introducción de una filosofía distinta respecto a lo que debía ser la Europa comunitaria. En efecto la Europa de las Patrias, en expresión acuñada por Michel Debré, no pasó de ser una Europa de cooperación intergubernamental que rechazaba el concepto de supranacionalidad. Asimismo, implicaba una Europa europea, integrada por Estados soberanos y capaz de actuar como tercera fuerza entre Estados Unidos y la U.R.S.S..

La fuerte oposición a los avances en clave federalista de la Comunidad de De Gaulle se expresó en dos frentes: el veto a Gran Bretaña y el rechazo al desarrollo institucional de la Comunidad:

1) El veto a Gran Bretaña. Los importantes resultados económicos obtenidos por la CEE en sus tres primeros años de vida conducirán el veto a Gran Bretaña, celosa defensora de su soberanía y que había dirigido los esfuerzos de crear un área europea de libre cambio (la EFTA, Tratado de Estocolmo, 1959) a plantearse una aproximación a las Comunidades Europeas, reconsiderando la posición mantenida hasta la fecha respecto al proceso de construcción europea. En consecuencia, el 1 de agosto de 1961 solicitará oficialmente la apertura de negociaciones con la CEE. Iniciadas en otoño del mismo año, en enero de 1963 se vieron interrumpidas por el veto personal de De Gaulle a la participación británica en respuesta a las especiales relaciones que este país venía manteniendo con Estados Unidos (significativamente en el terreno de la defensa nuclear), relaciones que a su juicio eran incompatibles con el tipo de Europa que se quería construir.

El 10 de mayo de 1967, el gobierno laborista presidido por Harold Wilson reiteró la demanda de apertura de negociaciones para la adhesión del Reino Unido a las Comunidades Europeas, manifestándose en el mismo sentido los gobiernos de Irlanda, Noruega y Dinamarca, signatarios asimismo del Tratado de Estocolmo.

El Consejo de Ministros opinó favorablemente, solicitando a la Comisión un dictamen relativo al análisis de los problemas que la ampliación podría suponer para las Comunidades. Sin embargo, a pesar del dictamen positivo de la Comisión, la Francia de De Gaulle vetará nuevamente la ampliación, impidiendo que las negociaciones pudieran ni siquiera iniciarse.

No obstante, las nuevas demandas de adhesión plantearon, por primera vez, la disyuntiva entre la consolidación de la actividad comunitaria (approfondissement) o su ampliación (élargissement) a posibles nuevos Estados miembros.

2) El rechazo a un desarrollo federal de la Comunidad. La llamada crisis del 30 de julio de 1965 tiene su origen en el rechazo francés a las propuestas de la Comisión de asegurar a la Comunidad sus propios recursos, sometiendo su empleo a un control parlamentario. En realidad, la motivación principal de la crisis estribó en la negativa a aceptar el principio del voto mayoritario tal y como se recogía en el artículo 148 del TCCE, en un intento de limitar al máximo los poderes de la Comisión. Durante seis meses, Francia se mantuvo ajena a la actividad comunitaria (política de silla vacía) y sólo por el Compromiso de Luxemburgo de 29 de enero de 1966 se llegó a un cierto entendimiento. Por lo que se refiere al proceso de toma de decisiones, se acordó que en el caso de decisiones de interés vital para algún Estado miembro, éste podría imponer la aplicación del criterio de la unanimidad para la adopción de la correspondiente decisión, es decir, el derecho de veto.

El rechazo del proyecto de la Comisión de creación de un nuevo marco financiero de la Comunidad se basó en la consideración de que la Comisión era una institución tecnocrática y en consecuencia incapacitada para definir los intereses políticos del Estado-nación, único ámbito dotado de autoridad y legitimidad para actuar. Con su actitud obstruccionista, Francia consiguió paralizar el cumplimiento del Tratado de la CEE y buena parte de la actividad comunitaria.

LA EUROPA DE LOS NUEVE (1969-1980): EL IMPACTO DE LA CRISIS.

La primera ampliación comunitaria

Tras la consecución de la unión aduanera y la dimisión de De Gaulle, el relanzamiento de la vida comunitaria tuvo su origen en la Conferencia de jefes de Estado y de gobierno de los Seis en La Haya, celebrada durante el 1 y el 2 de noviembre de 1969. Con la Conferencia de La Haya se eliminaron, al menos en cuanto a los principios políticos, una serie de obstáculos que impedían el desarrollo comunitario y se sentaron las bases para el avance en determinados ámbitos de importancia estratégica decisiva.

En esa dirección, gran importancia simbólica adquirió la decisión -bajo la influencia de las crisis monetarias de 1968-1969- de un plan por etapas para la consecución de la unión económica y monetaria: el Plan Warner. Este plan preveía la realización por etapas de la unión económica y monetaria sobre la base de la unificación de las políticas económicas de los Seis y la creación en 1980 de una organización monetaria. Por último, se destacaba que la consecución de la unión económica y monetaria era la vía obligada para conseguir la unión política, objetivo último de las Comunidades Europeas. Asimismo, se dio luz verde a las demandas de adhesión de los cuatro candidatos, solventando la controversia entre “consolidación” (transformado posteriormente en el término “profundización”) y “ampliación”. Ambas deberían llevarse a cabo simultáneamente.

Preocupada la Comunidad de protegerse ante el riesgo de la ampliación, se impuso a los candidatos la necesidad de aceptar el acquis communautaire (“acervo comunitario”) mediante el cual se comprometían a aceptar tanto los tratados y sus fines políticos como el resto del Derecho comunitario. Las negociaciones giraron en torno a la duración de los periodos transitorios para que las economías de los nuevos Estados pudieran integrarse sin excesivos traumas en el juego de las reglas comunitarias.

El 22 de enero de 1972 se firmaron los Tratados de Adhesión por parte de Gran Bretaña, Irlanda, Dinamarca y Noruega. Si bien la entrada en vigor de los mismos se fijó para el 1 de enero de 1973. Sometido a referéndum el Tratado de Adhesión en Irlanda y Dinamarca, los irlandeses ratificaron por una amplia mayoría su incorporación a la Europa comunitaria; los daneses se manifestarán también a favor, pero por un estrecho margen. En Gran Bretaña, la Cámara de los Comunes ratificó la adhesión por una mayoría de 356 votos frente a 224; en Noruega, sin embargo, el resultado del referéndum del 23 de septiembre fue negativo, rechazándose el ingreso en las Comunidades Europeas. Francia, por su parte, realizó un referéndum el 23 de abril, con resultado positivo sobre la ampliación comunitaria. Para la adaptación de las economías de los tres nuevos miembros se fijó un periodo transitorio de cinco años.

El estancamiento comunitario

La situación de la Comunidad, sin embargo, por un cúmulo de factores internos y externos, conducirá al estancamiento del proceso de construcción europea. La coyuntura será crítica por varias razones:

  • Impacto de la primera ampliación comunitaria y el consiguiente problema del desequilibrio financiero británico planteado en 1974.

  • Dificultades presupuestarias derivadas del incremento del gasto agrícola, que planteó graves problemas en el contexto de una nueva ampliación.

  • Dificultades monetarias, que forzaron la revisión del sistema basado en la serpiente monetaria, establecida en 1972 bajo el influjo del Informe Warner, y que llevará en 1979 a la constitución de un nuevo Sistema Monetario Europeo.

  • Crisis energética de 1973, que tomó por sorpresa a la Comunidad e hizo imprescindible la definición de una nueva política energética comunitaria.

  • Insolidaridad de los Estados Miembros para hacer frente a la cada día más grave crisis económica internacional, a la que respondieron de forma individual e insolidaria.

  • Permanente discusión institucional, acentuada a partir de las primeras elecciones al Parlamento Europeo por sufragio universal.

  • Relevo de los principales protagonistas como consecuencia de los cambios políticos experimentado en los tres Estados más influyentes de la CEE: Helmut Schmidt en la RFA, Giscard d´Estaing en Francia y Harold Wilson en Gran Bretaña. Si bien los dos primeros tenían un talante europeísta, no ocurría lo mismo con el primer ministro británico.

Con ese trasfondo se generó un clima de confianza en las instituciones y en el proceso de construcción europea que alcanzó sus más altas cotas, coincidiendo con los momentos más álgidos de la crisis económica. La gravedad de la situación llevó en 1974 a la Comisión a lanzar un llamamiento a los gobiernos advirtiendo del peligro de “desintegración” de las Comunidades.

La respuesta provino de la cumbre celebrada en París, los días 9 y 10 de diciembre de 1974, convocada con la finalidad de encontrar una salida a la crisis comunitaria. La cumbre se saldó con una consolidación del eje franco-alemán frente a las posiciones del Reino Unido. Este entendimiento propició un nuevo relanzamiento de la política europea bajo la premisa de que era imposible abordar la crisis económica fuera del marco comunitario. Si el diagnóstico fue claro, la solución aportada también: era preciso que la Comunidad ganara en peso político.

Para ello se apostó en una doble dirección: la elección directa por sufragio universal de los miembros del Parlamento Europeo y la institucionalización de los Consejos Europeos mediante encuentros periódicos de jefes de Estado y de gobierno. Se pretendía, en suma, aumentar la legitimidad democrática de la Comunidad y aumentar la influencia de los Estados miembros en el funcionamiento comunitario.

El primer ministro belga, Leo Tindemans, fue encargado de la realización de un informe sobre el contenido y los métodos para la consecución de la Unión Europea. Asimismo, se comenzó a estudiar la posible desmantelación de la regla de la unanimidad para cualquier decisión adoptada por el Consejo, al tiempo que se valoraba la necesidad de restringir el derecho de veto.

La salida a la luz pública el 29 de diciembre de 1975 del Informe Tindemans sobre la Unión Europea, supuso un auténtico golpe de efecto sobre el futuro de la Europa comunitaria. Tindemans concibió la Unión Europea no como la fase final de la construcción de una Europa unida, sino como una fase nueva e indispensable, en el transcurso de la cual se produciría una mutación cualitativa en las relaciones de los países comunitarios. El Informe incidía en los siguientes aspectos:

  • La necesidad de un auténtico ejecutivo comunitario dotado de la dimensión y la fuerza necesaria para arrostrar su contenido.

  • Evitar un superestado centralizador mediante una correcta redistribución de la riqueza entre los Estados y la Unión Europea, atribuyendo a ésta no sólo competencias exclusivas, sino también las concurrentes con los Estados miembros y las subordinadas, en cuanto a su ejercicio efectivo, a una decisión ulterior.

  • Construcción de un conjunto económico y social integrado que implique competencias comunitarias en los ámbitos monetario, presupuestario y fiscal, profundización de la identidad europea, con el desarrollo progresivo de una política exterior y de defensa común.

  • Ejercicio autónomo de las competencias sobre la base de una verdadera estructura institucional en la que la Comisión tuviera un papel de guía y guardián.

  • Establecimiento de una política exterior y de defensa mediante la Cooperación Política Europea (CPE), en busca de una coherencia en la acción internacional en la futura Unión Europea.

Sobre las bases de las propuestas contenidas en el comunicado final de la Conferencia de París de 1974, el Consejo Europeo, reunido en Roma el 1 y 2 de diciembre de 1975, decidió comenzar los pasos necesarios con vistas a la elección del Parlamento Europeo por sufragio universal, de acuerdo con lo previsto en los Tratados de Roma. Esta decisión fue un revulsivo político y social en el clima de estancamiento de la actividad comunitaria.

En ese escenario se encuadró la puesta en marcha de la Cooperación Política Europea, marco de cooperación intergubernamental en el ámbito internacional que, a través de la ampliación del sistema de cumbres de jefes de Estado y de gobierno y de Consejos de Ministros comunitarios -ahora bajo la denominación de “Consejo Europeo”-, pretendía institucionalizar esa identidad europea ante la sociedad internacional y responder al reto de ser un gigante económico y un enano político en un mundo marcado por la distensión y la irrupción de una nueva agenda internacional. En su desarrollo será clave el procedimiento previsto en el Informe Davignon.

Impulso que se mantuvo con las propuestas del nuevo presidente de la Comisión, Roy Jenkins, a lo largo de 1978, y que facilitó la creación de un Sistema Monetario Europeo el 13 de marzo de 1979, con la participación de todos los Estados miembros excepto Gran Bretaña. Y se fortaleció con la decisión del Consejo Europeo de Copenhague, en abril de 1978, de dar luz verde para la elección del Parlamento Europeo por sufragio universal. Las primeras elecciones se celebraron en junio de 1979.

Finalmente, en el marco de la política comercial, el 28 de febrero de 1975 tuvo lugar en Lomé la firma del Acuerdo entre la Comunidad y 46 países de África, el Caribe y el Pacífico (ACP). Este Acuerdo supuso el libre acceso a la casi totalidad de los productos provenientes de los países ACP en el mercado comunitario, así como la garantía de estabilización de sus ingresos de exportación para una serie de materias primas, la puesta en marcha de una importante ayuda financiera, y un nuevo sistema de cooperación técnica e industrial (el 31 de octubre de 1979 se procederá a la firma del Segundo Convenio de Lomé y el 8 de diciembre de 1984 se producirá la firma de Lomé III, con 65 países ACP). Asimismo, hay que destacar el reconocimiento de la China Popular por la Europa comunitaria y la Conferencia Norte-Sur sobre la cooperación económica internacional.

A pesar de todo, la parálisis en el proceso de toma de decisiones comunitario, el contencioso acerca de los presupuestos y la incertidumbre de una crisis económica que no se desvanecía, hicieron patentes los límites de la construcción europea y la parquedad de los progresos conseguidos desde finales de los sesenta.

HACIA LA EUROPA DE LOS DOCE (1981-1991): DEL ACTA ÚNICA EUROPEA AL TRATADO DE MAASTRICHT

La búsqueda de un nuevo impulso

Los años ochenta se abrieron para la Comunidad Europea con el trasfondo de una nueva crisis en el marco de la recesión económica internacional de los primeros años de la década. No obstante, se intentó romper con el clima de “euro pesimismo” que se había adueñado de la construcción europea durante la década anterior. La situación comunitaria, en buena medida heredada de los años setenta, se verá complicada, sin embargo, por la conjunción de viejos y nuevos problemas en la agenda comunitaria:

1) En el plano internacional, la invasión de Afganistán por la U.R.S.S. y la elección del presidente Reagan en Estados Unidos hacían presagiar un nuevo clima de guerra fría. Europa corría el peligro de convertirse, una vez más, en el campo de batalla de las dos superpotencias, y los distintos gobiernos de la Comunidad no mantenían una postura unánime ante las iniciativas estratégicas norteamericanas. Sin embargo, a mediados de los años ochenta, la revitalización de la Conferencia de Seguridad y Cooperación en Europa (CSCE) permitió la reanudación del diálogo este-oeste, favorecido por la irrupción de la perestroika de Gorbachov.

2) La ampliación hacia el sur. Durante los años setenta se habían producido procesos de transición democrática en tres países de la Europa del sur: Grecia, Portugal y España. Grecia había presentado su solicitud de adhesión en 1975; Portugal y España en 1977. El 1 de enero de 1981, Grecia se convirtió en el décimo Estado miembro de la Comunidad. Los dos países ibéricos habrían de esperar hasta 1986 debido, esencialmente, a tres factores:

  • Las reticencias que suscitaba entre algunos Estados miembros, y en particular en Francia, el potencial agrícola español.

  • El previsible aumento del gasto comunitario derivado de la adhesión ibérica.

  • Las negociaciones intergubernamentales que desembocarían en la firma del Acta Única Europea (AUE).

Con respecto a este último punto, se ha afirmado que la adhesión de España y Portugal influyó en gran medida en la reforma institucional ligada al Acta Única Europea. Tanto la Comisión como la mayor parte de los Estados miembros estaban convencidos de los peligros de bloqueo permanente de los mecanismos decisorios con una Comunidad ampliada a 12 Estados miembros.

3) El contencioso británico. Margaret Thatcher, primera ministra británica desde 1979, solicitó y consiguió un nuevo mecanismo corrector porque consideraba excesiva la aportación británica al presupuesto comunitario. El problema, sin embargo, lejos de solucionarse con el cheque británico de 1980 -al conseguir una rebaja provisional equivalente a las dos terceras partes de su aportación-, tenderá a agravarse, dificultando el proceso de reforma institucional. No obstante, ese forcejeo con los británicos se transformará en uno de los elementos catalizadores que llevaría a la firma del Acta Única Europea y al proyecto de Mercado Único.

4) El Informe Spinelli. Por su enorme influencia política y doctrinal es preciso destacar el “Proyecto de Tratado de Unión Europea” adoptado por el Parlamento Europeo en enero de 1984 y cuyo ponente fue Altiero Spinelli, eurodiputado independiente en las filas del Partido Comunista Italiano. El proyecto incorporaba el desarrollo de la Cooperación Política Europea y el fortalecimiento del Sistema Monetario Europeo. Asimismo, introdujo los conceptos de ciudadanía europea, subsidiariedad y el criterio de “flexibilidad” o “geometría variable”. A pesar de que no fue un documento oficial la reforma institucional llevada a cabo por el Acta Única Europea, el Informe Spinelli fue uno de los grandes revulsivos intelectuales del impulso comunitario de los años ochenta.

En esa dinámica, la iniciativa de relanzar el proceso de integración surgió no de un único centro, sino de una conjunción de estrategias supranacionales y nacionales, complementarias y contradictorias, impulsadas desde el Parlamento Europeo, la Comisión, los propios Estados miembros y los principales grupos industriales europeos. El resultado final consistiría en una fuerte apuesta por vincular la consecución del “mercado interno” (la Europa sin fronteras) con el reforzamiento institucional de la Comunidad a través del Acta Única Europea.

La mejora de las perspectivas económicas en Europa a partir de 1984 favorecieron un clima comunitario más favorable. En esa nueva coyuntura, el nuevo impulso y la salida de la crisis coincidirá con una nueva generación de hombres de Estado (Helmut Kolh en Alemania, François Mitterrand en Francia, Felipe González en España...) y la llegada a la Presidencia de la Comisión Europea de Jacques Delors, en enero de 1985, que apoyaron significativamente el avance del proceso integrador en la recta final de los años ochenta y los primeros noventa.

Inicialmente, el programa de Delors se basaba en la premisa de que, al igual que en los años cincuenta la construcción europea había arrancado a partir del concepto de mercado común, el relanzamiento de los ochenta necesitaba apoyarse en la instauración efectiva del mercado interno. Esta conclusión suponía descartar a priori otras vías exploradas anteriormente:

  • El incremento de la cooperación en materia de política exterior y de defensa no parecía suficientemente maduro (Cooperación Política Europea).

  • La reforma institucional planteaba muchas reticencias a pesar de que la mayoría de sus interlocutores coincidían en señalar la unanimidad como la causa del estancamiento europeo (Informe Spinelli).

  • La unión monetaria resultaba en general un tema atractivo, si bien algunos países anteponían a ésta la liberalización de los movimientos de capitales entre los Estados miembros (Informe Warner / Sistema Monetario Europeo).

La novedad residía en que frente a los proyectos manejados con anterioridad, el programa de la Comisión cumplía ahora con los requisitos necesarios para su aceptación por las partes interesadas; factibilidad técnica y económica, simplicidad administrativa y receptibilidad política.

Bajo estas premisas se impulsó la elaboración de un Libro Blanco sobre el mercado interior, un memorándum sobre la consecución de la Europa de la tecnología y un Libro Verde sobre la reforma de la política agraria.

Las motivaciones económicas tuvieron, por tanto, un peso fundamental en el proceso que desembocaría tanto en la firma del AUE como en el Mercado Único. En un momento en que las tendencias neocorporativistas de los años sesenta y setenta perdían terreno, sustituidas por el paradigma del mercado y la desregulación económica, en una situación en que la crisis del Estado del bienestar y de los modelos tradicionales de crecimiento económico, basados en el intervencionismo estatal, cotizaban a la baja, la propuesta de supresión de los obstáculos al comercio resultaba políticamente atractiva. Era particularmente interesante para el gobierno conservador británico embarcado en plena revolución neoliberal, pero también lo era para los gobiernos de Francia, Alemania y el Benelux y, en general, para los defensores de la privatización y la desregulación en toda Europa.

El énfasis puesto en desregular el mercado propiciaba contar con un aliado más, el apoyo decidido de los principales grupos de interés económico. Los intentos gubernamentales de los años setenta tendentes a formar empresas capaces de competir con las grandes corporaciones norteamericanas, habían fracasado en la mayoría de los países europeos. Las multinacionales europeas perdían cuotas de mercado tanto en Europa como en el resto del mundo, en beneficio de sus competidoras japonesas y norteamericanas. Puede afirmarse, en consecuencia, que la élite industrial europea coincidía con la estrategia de la Comisión y con las propuestas del Libro Blanco, lo cual se tradujo en presiones sobre los respectivos Estados miembros para acelerar el proceso de toma de decisión.

Sobre estas bases, el Consejo Europeo de Milán, en junio de 1985, decidió la realización del Mercado Único en 1993 y el establecimiento de una Europa de la tecnología. Asimismo, permitió la convocatoria de una conferencia intergubernamental que permitiría, a través de una reforma de los tratados, nuevos avances en el camino hacia la consecución de la Unión Europea.

El Acta Única Europea y la Europa sin fronteras

Sobre la base de los trabajos de la conferencia intergubernamental desarrollados en el segundo semestre de 1985, el Consejo Europeo de diciembre, reunido en Luxemburgo, aprobó una serie de textos relativos a la consecución del mercado interior, política monetaria, cohesión económica y social, Parlamento Europeo, poder ejecutivo de la Comisión, I+D, medio ambiente y política social. Los resultados de la conferencia se recogieron en un nuevo tratado que, bajo la denominación de Acta Única Europea, se firmó sucesivamente en Luxemburgo y La Haya el 17 y 28 de febrero de 1986.

El Acta Única Europea entró en vigor el 1 de enero de 1987 y reúne en un mismo texto, de una parte, las modificaciones introducidas en los tratados constituyentes y, de otra, los procedimientos de cooperación política de los Doce, que adquieren por primera vez carta de naturaleza en un tratado. Sin embargo, el objetivo esencial del Acta Única fue la realización de un espacio sin fronteras (libre circulación de mercancías, servicios, capitales y personas) y el Mercado Único.

Desde esa perspectiva, la reforma -entendida como mejora del funcionamiento del sistema comunitario- era el complemento necesario del Mercado Único. La reforma afectó, además de al proceso de toma de decisiones (establecimiento del voto mayoritario del Consejo), a las instituciones, en especial al Parlamento Europeo, como representante de la voluntad popular, y a la Comisión como institución encargada de formular e implementar el catálogo de medidas previstas en el Libro Blanco.

Se pretendía, en suma, un mayor control democrático y un aumento notable de la capacidad de gestión comunitaria. Institucionalmente, la AUE consistió, en esencia, en un nuevo compromiso, una reactualización entre la necesidad de incrementar las competencias supranacionales y el deseo de los Estados miembros de conservar el control de las decisiones.

Finalmente, es preciso destacar que las trescientas medidas necesarias para la creación del Mercado Único enumeradas en el Libro Blanco de la Comisión fueron transformadas desde la entrada en vigor de la AUE, en otras tantas directivas y recomendaciones dirigidas hacia la eliminación de los obstáculos estatales en el comercio intracomunitario, la reforma de las políticas comunes y del presupuesto comunitario. Asimismo, puso de relieve la necesidad de abordar la concreción de una Unión Económica y Monetaria. No obstante, los acontecimientos de 1989 obligaron a replantear todo el proceso de construcción europea.

El Tratado de Maastricht

El Tratado de Unión Europea (TUE) ha sido valorado como la representación de las contradicciones, incertidumbres y rupturas que jalonan el proceso de construcción europea. Sin embargo el Tratado de Maastricht debe entenderse, ante todo, como la respuesta comunitaria a un doble desafío externo e interno:

  • En el plano exterior. Maastricht es considerado como la reacción a los cambios vertiginosos sucedidos en Europa desde 1989 (hundimiento de la Unión Soviética, desintegración del bloque del Este, reunificación alemana, explosión de los nacionalismos y multiplicación de conflictos interétnicos en Europa central y oriental...) y las transformaciones operadas en el escenario internacional (fin de la bipolaridad, posguerra fría, nuevo orden / desorden internacional...) que se perfilarán en el desarrollo de una Política Exterior y de Seguridad Común (PESC) y en las acciones emprendidas para apoyar la transición democrática y económica de los PECO (países del Este y centro de Europa).

  • En el plano interno. El TUE es el resultado de las implicaciones político-institucionales, sociales, económicas y monetarias de la creación del Mercado Único y la libre circulación de mercancías, flujos financieros y personas previsto para 1992 y su plasmación en la agenda comunitaria (Unión Económica y Monetaria, dimensión social de la construcción europea, paso de una Europa de los ciudadanos a una ciudadanía europea, reconocimiento del principio de subsidiariedad, desarrollo de una Europa de la seguridad -asuntos de justicia e interior-, reequilibrio institucional puesto en entredicho por el Parlamento Europeo...).

El proceso negociador se articuló a partir de la convocatoria de dos conferencias intergubernamentales (CIG) en paralelo. Una ligada a los trabajos ya iniciados sobre la Unión Económica y Monetaria (UEM) y otra para servir de soporte al debate sobre la reforma institucional y la unión política. La cumbre de Dublín de junio de 1990 acordó el inicio de ambas conferencias para diciembre de 1990, apenas dos meses después de la reunificación alemana:

  • La CIG sobre la UEM contó con una larga fase de preparación, basada en el Informe Delors, que fue utilizado como borrador de trabajo. Los principales problemas en la negociación fueron la creación de un Banco Central Europeo, el calendario para la creación de una moneda única y la posibilidad de crear una Unión Económica y Monetaria a varias velocidades, a lo que se unió la propuesta española de creación de un Fondo de cohesión para los países más pobres.

  • La CIG sobre unión política agrupaba una enorme variedad de temas (desde la PESC hasta la ciudadanía europea, pasando por la reforma institucional, la ampliación de las competencias comunitarias, la cooperación judicial y policial y la subsidiariedad). Los mayores escollos en la negociación procedían de la falta de consenso y sintonía entre las posiciones de los distintos Estados miembros, lo que abrió una amplia red de alianzas según temas y prioridades, a lo que habría que añadir el obstruccionismo británico durante todo el proceso. Es preciso destacar que en la fase final de la negociación fueron frecuentes las amenazas de veto a cambio de concesiones particulares.

Días antes del Consejo Europeo de Maastricht (diciembre de 1991) se dudaba de la posibilidad de algún tipo de acuerdo. Finalmente, el acuerdo logrado en Maastricht fue una simple resolución del Consejo Europeo. Transformado en tratado, fue firmado el 9 de febrero de 1992, por los doce ministros de Asuntos Exteriores.

En realidad, el tratado de Maastricht evoca fundamentalmente un collage por la diversidad de estructuras y procedimientos diferentes en su naturaleza: unos supranacionales (I pilar, Comunidad Económica Europea) y otros de simple cooperación intergubernamental (II pilar, Política Exterior y de Seguridad Común -PESC- y, III pilar, Cooperación en Asuntos de Justicia e Interior -CAJI-). El preámbulo del tratado define su alcance y objetivos:

promover un progreso económico y social equilibrado y sostenible, principalmente mediante la creación de un espacio sin fronteras interiores, el fortalecimiento de la cohesión económica y social y el establecimiento de una unión económica y monetaria que implicará, en su momento, una moneda única, conforme a las disposiciones del presente tratado;

  • afirmar su identidad en el ámbito internacional, en particular mediante la realización de una política exterior y de seguridad común que podría conducir, en su momento a una defensa común;

  • reforzar la protección de los derechos e intereses de las naciones de sus Estados miembros, mediante la creación de una ciudadanía de la Unión;

  • desarrollar una cooperación estrecha en el ámbito de la justicia y de los asuntos de interior;

  • mantener íntegramente el acervo comunitario y desarrollarlo con el fin de examinar [...] la medida en que las políticas y formas de cooperación establecidas en el presente tratado deben ser revisadas, para asegurar la eficacia de los mecanismos e instituciones comunitarios.

El TUE consagró dos nuevos principios: la subsidiariedad y la ciudadanía europea. Esta última implica el derecho a voto en las elecciones europeas y municipales para todos los ciudadanos de la UE, independientemente del país de residencia, la libertad de circulación y establecimiento dentro de la Unión y la protección diplomática en países terceros. Asimismo, se reconoce el derecho de petición ante el PE y se crea la figura de un Defensor del Pueblo europeo. En lo relativo al principio de subsidiariedad, la inspiración netamente federal, se refiere a las competencias comunitarias compartidas (la Comunidad sólo debe actuar cuando los objetivos previstos no puedan ser satisfechos eficazmente por los Estados).

Respecto al déficit democrático, acusación que de antiguo recibían las instituciones comunitarias y ampliamente denunciado en esos años, se respondió con una relativa extensión de los poderes del Parlamento Europeo, fundamentalmente a partir del procedimiento de codecisión.

La política social, por último, representó el gran fracaso de Maastricht. Las presiones británicas excluyeron el capítulo social del tratado, convirtiéndolo en un protocolo anexo desprovisto de valor jurídico, del que también se excluiría el Reino Unido.

No obstante, el “núcleo duro” del tratado fue el establecimiento de la Unión Económica y Monetaria.

LA UNIÓN ECONÓMICA Y MONETARIA Y LA REFORMA DE AMSTERDAM (1992-1998)

La Unión Económica y Monetaria

En junio de 1988, el Consejo Europeo de Hannover encargó a un comité de expertos, presididos por Delors, que estudiara y propusiera las etapas que deberían conducir a una unión económica y monetaria. Un año después, el Consejo Europeo de Madrid de 1989 estableció los principios generales: objetivo de una moneda única, proceso en varias etapas y paralelismo entre lo monetario y lo económico.

El proceso de Unión Económica y Monetaria (UEM) se inició tras la firma del Tratado de la Unión Europea en 1993 con los objetivos de dar estabilidad a los precios, fijar los tipos de cambio de las monedas de los países participantes en la UEM de forma irrevocable, e introducir una moneda única.

El Consejo Europeo de Madrid, en diciembre de 1995, confirmó el calendario de la UEM hacia la moneda única y adoptó la decisión de llamar euro a la futura moneda única. El euro existe como moneda única desde el 1 de enero de 1999. Su uso se generalizará progresivamente, con la introducción de moneda fraccionaria y billetes en el 2002.

En política monetaria se estableció un plan por fases. Una primera hasta la creación en enero de 1994 del Instituto Monetario Europeo; otra segunda hasta la creación del Banco Central Europeo; para pasar a la tercera fase de inicio de la moneda única:

  • En la primera fase, los Estados presentaron “programas de convergencia” destinados a aproximar y mejorar sus resultados económicos, a fin de hacer posible la adopción de paridades fijas entre sus monedas: estabilidad de precios, equilibrio presupuestario, deuda pública, tipo de interés y tipo de cambio. Este proceso de convergencia, sin embargo, se caracterizó por la polémica que ya determinó en buena medida las políticas económicas de los países de la Unión, reduciendo su margen de actuación en una coyuntura económica negativa (especialmente entre 1992 y 1995), lo que se tradujo en fuertes críticas por la pérdida de soberanía en unos casos, y por la falta de sensibilidad social en la mayor parte de los países europeos.

  • La segunda etapa, definida por la transformación del Instituto Monetario Europeo en un Banco Central Europeo (BCE), siguiendo el modelo del Bundesbank (independiente y con competencia en el diseño de la política monetaria del conjunto de los Estados miembros). En diciembre de 1998 decidió una rebaja del precio del dinero, común a todos los países del “área euro”.

  • La tercera etapa comenzó el 1 de enero de 1999 (sustitución de las monedas nacionales por una moneda única), tras el examen realizado a mediados de 1998 por los ministros de Hacienda de los Quince (Ecofin) en función de los informes de la Comisión y del Banco Central Europeo sobre que países cumplían las condiciones o criterios de convergencia y accedían, en consecuencia, a la moneda única.

Otros países han accedido al euro (todos a excepción de Grecia, que se unirá al proceso en cuanto sus resultados económicos lo permitan, a la que hay que unir a Gran Bretaña y Dinamarca, que firmaron disposiciones especiales que les eximían de la obligatoriedad de participar en la UEM, y Suecia, que se descolgó por decisión propia de ingresar en el “área euro”).

Sin embargo, para que el euro consiga y mantenga la confianza de los mercados financieros internacionales, Alemania consideró que deberían seguir estando presentes los criterios aprobados en Maastricht, planteamiento que impuso al resto de sus socios. Con este objetivo, el Consejo Europeo de Amsterdam, el 17 de junio de 1997, aprobó un Pacto de Estabilidad y Crecimiento. Antes de enero de 1999, cada Estado ha tenido que presentar su plan de estabilidad, que debe incluir:

1) Un objetivo a medio plazo y una trayectoria de ajuste fija para el excedente y el déficit de las finanzas públicas (expresado en porcentaje del PIB) y la previsión de evolución de endeudamiento del Estado.

2) Las principales hipótesis sobre la evolución de la economía, en especial el crecimiento del PIB real, el empleo y el paro, la inflación y otras variables económicas importantes.

3) Una descripción de las medidas presupuestarias necesarias para conseguir los objetivos del programa.

4) El compromiso de adoptar, si fuera necesario, medidas suplementarias que eviten el alejamiento de los objetivos fijados.

La reforma del Tratado de la Unión Europea

El instrumento de la reforma del TUE se hallaba programado en el mismo Tratado de Maastricht. La fórmula elegida fue la convocatoria de una nueva conferencia intergubernamental para la reforma de los tratados, siguiendo a las de 1985 (Acta Única Europea) y 1991-1992 (Tratado de Maastricht). Los trabajos preparatorios estuvieron dirigidos por un grupo de reflexión dirigido por el español Carlos Westendorf.

Las negociaciones -desarrolladas bajo las presidencias italiana, irlandesa y holandesa entre marzo de 1996 y junio de 1997- dieron lugar a un primer proyecto de tratado, presentado en el Consejo Europeo de Dublín (diciembre de 1996), próximo al Informe final del grupo de reflexión y atinente a: 1) libertad, seguridad y justicia; 2) la Unión y el ciudadano; 3) política exterior: coherencia y eficacia; 4) las instituciones de la UE; y 5) cooperación intensificada y flexibilidad.

En las negociaciones, no obstante, incidieron una serie de hechos de enorme trascendencia:

  • Las conflictivas ratificaciones de Maastricht habían puesto de manifiesto un distanciamiento del ciudadano del proceso de construcción europea (referéndums en Dinamarca y Francia).

  • La UE se había ampliado en 1995 de 12 a 15 Estados, con la adhesión de Suecia, Austria y Finlandia.

  • Un conjunto de diez país del centro-este de Europa se perfilaban como candidatos y, en consecuencia, se hacía imprescindible diseñar “la gran ampliación” de la UE.

A esto se agregaban una serie de riesgos consecuencia del funcionamiento interno de la Comunidad: la crisis institucional consecuencia de la reponderación del voto, la descoordinación en PESC y CAJI, y dos grandes desafíos: la moneda única y la revisión de la financiación de la UE a partir del año 2000. Estos hechos hicieron patente el enfoque pragmático de la negociación, que derivó finalmente en el minimalismo en sus opciones reformistas.

El “grupo de reflexión” sometió, en diciembre de 1995, al Consejo de Madrid, su Informe final, cuyas conclusiones parecían una buena base para los trabajos de la CIG´96, y fijó una fecha para el inicio de la negociación: el 29 de marzo de 1996 en Turín. Pero del Informe Westendorf quedó poco; el proceso negociador, que finalizaría con la firma del Tratado de Amsterdam el 2 de octubre de 1997, se encargó de laminar la mayor parte de aquellas propuestas.

La falta de consenso entre los Estados miembros devaluó el proyecto y frustró las expectativas abiertas en muchos sectores de la sociedad europea hacia la construcción europea. Acabaron imponiéndose toda suerte de limitaciones temáticas y temporales que afectaron a la reforma institucional, que fue aplazada, o a la PESC, que ha sido sometida a un proceso de “racionalización”. Asimismo, el hecho de haber introducido el concepto de “cooperación reforzada” o flexibilidad que permitirá formar dentro de la UE grupos de países con mayor grado de integración, ha despertado recelos acerca de la ruptura de la solidaridad intracomunitaria, abriendo la puerta hacia una posible reversión del acervo comunitario.

Los resultados de Amsterdam, en definitiva, han sido calificados como escasos y decepcionantes, lo que ha llevado a cuestionar tanto sus objetivos como su convocatoria, el método empleado y la forma en que ha publicitado.

La Agenda 2000.

Finalmente, es necesario referirse a la Agenda 2000. La Comisión Europea presentó, en julio de 1997, un informe bajo el título de “Agenda 2000” con las principales cuestiones que debe abordar la Unión Europea en los próximos años. Sin embargo, al igual que en el proceso de reforma de los tratados, parece no tener en cuenta el tema principal de la construcción europea en un futuro inmediato: la Unión Monetaria.

La Agenda 2000 aborda la ampliación geográfica, la revisión de las perspectivas financieras de la UE para el periodo 2000-2005, la revisión de los Fondos Estructurales y de Cohesión, y la reforma de la Política Agrícola y de otras políticas comunes.

En definitiva, el resultado final de las negociaciones dibuja una nueva Europa ampliada que se logrará sin un aumento del presupuesto comunitario en el mejor de los casos, lo que significa gastar menos en las actuales políticas y, en consecuencia, perjudicar a los países y regiones más desfavorecidos de la actual UE.

SOBERANÍA, SUPRANACIONALIDAD Y ESTADO-NACIÓN: LA EUROPA DEL SIGLO XXI.

El concepto de “integración supranacional”, surgido tras la Segunda Guerra Mundial, vendrá a romper con la creencia tradicional en la soberanía indivisible de los Estados y desbrozará, en sus primeras fases, el camino hacia una Europa unida. Esta cuestión a llevado a la paradoja de que se acepte la pérdida progresiva de soberanía por parte del Estado-nación a través de la cesión de competencias a organismos de carácter supranacional, y se reconozca que el Estado se ha fortalecido notablemente en Europa en el plano interno como consecuencia de la construcción del Welfare State.

Coincidiendo con este debate, se ha planteado, a partir de los años ochenta, el problema de redefinir las funciones y dimensiones del Estado, afectado por las persistencias de las dinámicas de globalización, regionalización y descentralización que se dan respectivamente en el sistema internacional, en los subsistemas regionales y en los mismos Estados.

Sin embargo, en ese plano europeo, los Estados miembros continúan funcionando como soberanos y de este modo compiten con la Unión Europea como un sistema político. De hecho, la construcción europea nació como una serie de Estados-nación cuya base política era extremadamente débil: contempló el aumento de los ingresos reales en la década de los cincuenta y vio como se extendía la satisfacción de los gobiernos nacionales; fue testigo de los ambiciosos y costosos programas sociales de los años sesenta, del regreso del desempleo en los setenta, del enorme aumento de las desigualdades de los ingresos en los ochenta, y de la espectacular transformación sufrida por el mapa de Europa, en los años noventa, tras el fin de la guerra fría.

Tenía que hacerse evidente más pronto o más tarde uno de los efectos del fin de la guerra fría: la reaparición en buena parte de los Estados europeos de posiciones y actitudes con raíces en sus tradiciones nacionales. Las causas de esta paradoja se pueden encontrar tanto en la incapacidad política de los negociadores, en la búsqueda por parte de cada Estado de nuevas coordenadas en el orden mundial en construcción, como en la persistencia de recelos mutuos con sustrato histórico etc.

A tenor de los resultados del Tratado de Amsterdam, en el ambiente queda una cuestión básica: ¿la construcción europea se encuentra ante un peligro real, el de no haber alcanzado el grado de profundidad y de cohesión interna suficiente cuando se ha introducido un cambio en la dinámica mundial de enorme magnitud?.

Es difícil responder; lo único cierto es que no es factible hablar de una futura Europa federal o de una superación del Estado-nación, y probablemente no sea posible pensar en las circunstancias actuales en una Europa más integrada.

Esto último, sin embargo, no significa que los complejos fenómenos de globalización, con sus dimensiones económicas, tecnológicas, sociales, culturales-mediáticas, hayan dejado de recibir por parte de los Estados europeos una respuesta colectiva. Al contrario, el proceso de construcción europea sigue siendo una forma para los Estados participantes de recuperar colectivamente una soberanía que se estaba perdiendo, no hacia unas entidades políticas (como, p. e., las regiones de Europa), sino sobre todo frente al mercado mundial.

En general, como afirma un conocido publicista, en los últimos años se está poniendo de manifiesto una visión más nacional de Europa, más propia quizá de la posguerra fría, y en la que la diversidad y la realidad nacional vuelven a ser valores en alza entre la misma ciudadanía europea.

132




Descargar
Enviado por:El remitente no desea revelar su nombre
Idioma: castellano
País: España

Te va a interesar