Derecho


Análisis de la Constitución de 1978


Tema 67

Analisis de la Constitución de 1978

1. Introducción

2. Antecedentes

2.1. El Consenso: contenido político de los Acuerdos de la

Moncloa

2.2. Los regímenes preautónomicos: una respuesta a un triple

reto

3. Las Cortes Generales. Elaboración y aprobación de la Constitución

4. Sistema político y valoración de la Constitución

  • Introducción

  • No todas las transiciones políticas conducen al mismo tipo de de­mocracia, pudiéndose hablar de democracias corporativas, electo­ralistas, populistas o consensuales, según cl papel jugado en cada uno de los procesos por los actores políticos, los sociales y el Es­tado. En el caso español existe una amplia coincidencia en situarla en el tipo de democracia consensual, debido al predominio de la sociedad civil y a la ponderación del proceso, fruto del control de los reformistas. Los actores están representados por los partidos po­líticos y la corona, siendo las características básicas de dicho tipo de democracia:

    • Un fuerte poder moderador/arbitral;

    • Un proyecto reformista desde el poder; y

    • La moderación de los ac­tores que representan las fuerzas democráticas, es decir, de los rupturistas.

    La corona no jugó un papel arbitral en un principio, pues ello le hubiera podido costar su propia permanencia; de hecho, pasado el primer semestre de 1976, el Rey se vinculará decididamente al proyecto reformista. El problema central de la corona fue su excesiva vinculación con el régimen anterior; el 22 de noviembre de 1975, don Juan Carlos no sólo era una incertidumbre, sino también, para la mayor parte de la oposición, el continuador del franquismo. Como ya hemos dicho, en el momento de la muerte de Franco el objetivo central del Rey era la consolidación de la monarquía en España, para lo cual necesitó buscar el suficiente consenso social y político. Es en esta búsqueda donde se va a definir un proyecto de­mocrático, aunque el motivo por el que se llega a él se mueve entre el convencimiento personal del monarca, difícil de seguir en las pa­labras del mismo, y la salvación de la propia institución, circuns­tancia que aparece de forma más convincente a lo largo de los acontecimientos producidos. A la altura de junio de 1977, la coro­na había apostado decididamente por la democracia, sin jugar un papel arbitral hasta no ser aprobada la constitución.

    La puesta en marcha y aplicación del proyecto reformista des­de el poder fue un hecho decisivo, no tanto por la moderación, sino por el control de los aparatos del Estado. A ello hay que añadir la negociación que hubo que llevar a cabo con los rupturistas, lo que sirvió para controlar el conflicto social. No obstante, éste estuvo presente en todo el proceso; buen ejemplo de ello fue el primer tri­mestre de 1976, en el que la ola huelguística promovida por los sindicatos ilegales respondió no sólo a la congelación salarial es­tablecida por el Gobierno, sino también al apoyo del proyecto rupturista.

    En esta línea podemos situar las resoluciones del XXVII Con­greso del PSOE, cuyo contenido se encuentra muy lejos de cual­quier programa moderado, aunque existe una nítida distinción en­tre el lenguaje y el proyecto político, por una parte, y la práctica política cotidiana por otra. Dicha contradicción se solventará en el Congreso Extraordinario (septiembre de 1979) que se celebra tras la dimisión de Felipe González de la Secretaría General del partido, aunque a costa de una excesiva personalización y una pérdida de la democracia interna, al primar más la lealtad al líder que el debate político.

    La existencia de huelgas muy rudas y radicalizadas, que des­bordan a las direcciones sindicales, la escalada terrorista o la ina­decuación de las actuaciones policiales a los nuevos tiempos, son elementos suficientes para poner en duda la moderación.

    En cambio, es cierto que desde las élites políticas se opta por la moderación o, mejor dicho, la permanente transacción, ya que las distintas posturas que se encuentran en su seno son incapaces de imponerse a las demás. Además en ciertos momentos es la propia sociedad civil la que condiciona su actuación en un sentido mode­rador. En las élites se llega al convencimiento de que debe primar el acuerdo y evitarse trasladar a la sociedad el conflicto, y más te­niendo en cuenta la gravedad de la crisis económica y el constante incremento del desempleo; por ello la vía del consenso tiene su pri­mer reflejo en los Acuerdos de la Moncloa, para posteriormente extenderse al texto constitucional.

    Con la celebración de las elecciones generales del 15 de junio de 1977, los españoles pudieron ejercer libremente el derecho de voto después de cuarenta y un años. Dada la pirámide de edad del momento, cerca de tres cuartas partes de la población acudían por vez primera a las urnas. Este hecho no hacia razonable pensar que el comportamiento de los electores respondiese a una tradición político-partidista de tipo familiar (como defendió Linz, aunque después lo matizó, y como opina Maravall), sino más bien a moti­vaciones de oportunidad en función de las ofertas políticas exis­tentes. A ello hay que añadir, lo que en nuestra opinión es el ele­mento más influyente a la hora de decidir el voto, el liderazgo político, hecho coincidente en todos los procesos de transición, y la ausencia de una cultura política democrática. El voto al líder se convirtió en un sustitutivo de la carencia señalada y una respuesta al momento histórico:

    La campaña electoral fue intensa y supuso el primer aconteci­miento colectivo en cl que se ponía claramente de manifiesto para los ciudadanos el fin del franquismo. Las previsiones sobre los resultados de las elecciones eran muy inciertas, debido a la difi­cultad de realizar estudios sobre el comportamiento electoral y a lo poco formadas que estaban las opiniones políticas. Una encuesta anterior a las elecciones (Informe FOESSA, 1975/1981) reflejaba un claro rechazo («no lo votarían nunca») de los «revolucionarios» (66%), «comunistas» (63%), «continuadores de Franco» (44%) y aquellas «familias» que habían sido más activas durante la dicta­dura (Falange, con un 42%, y los carlistas, con un 34%). Estos datos ponían de manifiesto el escaso interés de los españoles por los grupos vinculados con el anterior régimen político y con las op­ciones extremas, como era el caso de los comunistas y revolucio­narios. En cuanto a las preferencias, se inclinaban por la democra­cia cristiana (16%), los socialistas (15%) y la socialdemocracia (13%). Es conveniente recordar que en UCD había sectores democratacristianos y socialdemócrata, y en el PSOE socialistas y socialdemócratas, lo que explica en parte el éxito de ambas for­maciones políticas en las elecciones.

    Los líderes políticos eran en general conocidos y valorados positivamente por los electores, que los situaban en el siguiente or­den de preferencia: Adolfo Suárez, Felipe González, Santiago Ca­rrillo y Manuel Fraga, orden que coincidió con los resultados elec­torales. Este hecho viene a corroborar la importancia del liderazgo en un electorado inexperto.

    La participación electoral fue del 78,8%, un porcentaje alto si tenemos en cuenta las posteriores elecciones. El resultado, pese al elevado número de candidaturas (para el Congreso se presentó un total de 4.537 candidatos para cubrir 350 escaños, y para el Senado 937 candidatos para 207 escaños), reflejó una alta concentración de votos en torno a UCD y el PSOE, que recogieron entre ambos en las elecciones al Congreso el 63,9% de los votos, lo que suponía el 81,8% de los escaños. En cuanto al Senado, UCD obtuvo 105 es­caños, lo que le daba la mayoría absoluta de los senadores elegidos, aunque no de la Cámara, debido a la presencia de los senadores de designación real; mientras que el PSQE tan sólo obtuvo 47, lo cual se explica no sólo por el sistema electoral, sino también por el apoyo de dicho partido a candidaturas conjuntas con otras fuerzas políticas (Senadores para la democracia).

    El triunfo de UCD y el éxito del PSOE convirtieron a ambas fuerzas en eje de la vida política durante la legislatura auto-constituyente. Por su parte PCE/PSUC obtuvo un resultado menor de lo esperado, no siendo compensado su peso electoral con el protagonismo que había tenido en la oposición a la dictadura. San­tiago Carrillo, secretario general del PCE, achacó los resultados a una supuesta “reprobación militan”, afirmación un tanto confusa y autoesculpatoria. Los motivos que explican su bajo número de votos se pueden sintetizar en tres puntos:

    • El anticomunismo cosechado durante la dictadura

    • La incapacidad de la direc­ción del PCE para llevar a cabo mi relevo generacional de la mis­ma, lo que hizo que el electorado la vinculara con el pasado que trataba de olvidar; y

    • El costo político de la colaboración con el proceso de transición, que la hizo aparecer como una oposición más difuminada que el PSOE, en su intento de ocupar el espacio de la izquierda.

    Es conveniente señalar, en este sentido, que la mayor contribución al proceso de transición realizada por el PCE, es decir, su actitud conciliadora y negociadora, constituyó desde el punto de vista partidista una debilidad ante el electorado de izquierdas.

    La derecha conservadora, representada por AP, obtuvo unos re­sultados negativos debido a la identificación que hacía el electora­do entre<dicho partido y el franquismo. El discurso abierto de Fra­ga se veía difuminado por sus actitudes autoritarias, que eran las que apreciaba la opinión pública. A ello también colaboró la in­clusión en sus listas de numerosos ex ministros del régimen ante­rior y del ex presidente del Gobierno Arias Navarro, convirtiendo la imagen del partido en simplemente continuista. Así mismo, la heterogeneidad de las posiciones políticas en su interior fue patente desde el principio de su existencia, dando lugar a actitudes distin­tas ante el futuro proyecto constitucional. En su haber se debe mencionar que su presencia provocó unos resultados marginales para la extrema derecha, que tan sólo obtuvo 154.413 votos (0,8% del total), logrando con el tiempo incluir a la mayor parte de los franquistas en el juego democrático.

    Tanto los nacionalistas catalanes (Pacte Democratic per Cata­lunya —PDL—) como los vascos (Partido Nacionalista Vasco —PNV—) de ideología moderada obtuvieron la representación ma­yoritaria del nacionalismo en sus respectivas comunidades. La presencia de los nacionalistas radicales en ambas regiones fue mi­noritaria.

    Los seis partidos y coaliciones electorales más votados (UCD, PSOE, PCE-PSUC, AP, PDC y PNV) configuraban el sistema de partidos, en el que aparecían dos grandes organizaciones de ámbi­to nacional, dos pequeñas formaciones del mismo carácter al ex­tremo de cada una de las grandes, y dos partidos nacionalistas in­fluyentes en sus respectivos territorios.

    2. Antecedentes

    2.1. El Consenso: contenido político de los Acuerdos de la Moncloa

    El consenso tuvo su punto de partida en el análisis de la difícil si­tuación económica por la que atravesaba el país. Fue también la respuesta desde el Gobierno a una forma determinada de entender la transición, a fin de construir unas bases suficientemente sólidas, que no transformaran el cambio democrático en una experiencia pasajera y frustrante. Suárez y algunos de sus ministros, como Fuentes Quintana, convirtieron el consenso en el eje central de su actuación política; con ello no sólo se reforzaban como Gobierno, sino que también impedían enfrentamientos con una oposición poco acostumbrada al diálogo y la negociación. En relación con esto último, fue una excepción el papel desempeñado por Santiago Carrillo, ya que el viejo líder comunista comprendió desde los primeros momentos la necesidad de una permanente negociación en la acción política, con el fin de evitar una posible intervención militar, así como la marginación del PCE. El PSOE, por su parte, se mostró más reticente al consenso, aunque acabó aceptándolo por el alto costo que tenía ante la opinión pública una posición de continuo enfrentamiento.

    Los primeros frutos del consenso fueron los Acuerdos de la Moncloa, firmados por el presidente del Gobierno y los máximos representantes de todos los grupos parlamentarios el 25 de octubre de 1977. Entre los Acuerdos se contienen reformas en las institu­ciones políticas y jurídicas (Programa de Actuación Jurídica y Po­lítica), que se refieren a una serie de objetivos legislativos que se debían desarrollar a corto plazo en las Cortes; compromisos sobre el ejercicio de los derechos y las libertades fundamentales, la revi­sión del Código de Justicia Militar y de la Ley de Orden Público, y la reorganización de los cuerpos y fuerzas de orden público.

    Junto a este bloque de compromisos se establecieron otros di­rigidos a desmontar las instituciones corporativas del régimen an­terior y a incorporar mecanismos de control parlamentario tanto en la elaboración como en la ejecución de la política económica. El control parlamentario se concretaba en el gasto, por lo que en las empresas públicas se incorporaron determinados procesos de se­guimiento y vigilancia de la gestión realizados por los represen­tantes de los sindicatos, las organizaciones empresariales y de con­sumidores.

    Los compromisos concretos que se acordaron fueron: la parti­cipación de empresarios, sindicatos y consumidores en la elabora­ción de un nuevo indicador de precios al consumo de bienes y servicios; el control y vigilancia de la gestión de las entidades gestoras de la Seguridad Social y de las oficinas de desempleo; par­ticipación de las organizaciones y sindicatos profesionales agrarios en la elaboración de los criterios de ordenación de cultivos, en la política de precios y en la fijación de precios por campaña; parti­cipación de los trabajadores en los órganos de gobierno de las em­presas públicas; participación de los beneficiarios, junto con la Administración, en los distintos niveles de prestación de los servi­cios sociales; democratización de las cámaras agrarias y de las cajas rurales; nueva regulación de los órganos rectores del Banco de España y el crédito oficial, y reforma del sistema financiero; y el establecimiento de un régimen de incompatibilidades para los miembros de los consejos de administración de las empresas pú­blicas. Estas medidas, junto a otras, definían un cambio en un sen­tido democrático y un mayor control de la economía.

    Los Acuerdos también recogían una serie de compromisos re­feridos al funcionamiento de las instituciones autonómicas provi­sionales, en los que se establecía la especificación territorial de la asignación de recursos parlamentarios; la incorporación en todos los niveles educativos de las distintas lenguas y contenidos culturales, en colaboración con las distintas instituciones autonómicas; la par­ticipación de estas últimas en la elaboración de los criterios de or­denación de cultivos; el desarrollo por las instituciones autonómicas de los principios de una nueva Ley de Reforma y Desarrollo Agra­rio; y la regionalización de la actividad pesquera y marisquera.:

    Tras la firma por los partidos políticos, se procedió a debatir su contenido en el Congreso de los Diputados y en el Senado. Si bien es verdad que se marginó a las cámaras en su elaboración, como pusieron de manifiesto algunos diputados y senadores, tam­bién es cieno que se trasladó a las mismas el control en su aplica­ción, siendo éste un tema recurrente para la oposición dado el vo­luntarismo que los Acuerdos contenían.

    Los Acuerdos de la Moncloa fueron presentados por el vice­presidente para Asuntos Económicos y ministro de Economía En­rique Fuentes Quintana en una sesión del Congreso dos días des­pués de su firma. En su intervención el vicepresidente sintetizó los males de la economía española y enunció la solución que los Acuerdos proponían, insistiendo en la importancia del compromi­so asumido por las fuerzas democráticas para superar la crisis, a la vez que se aseguraba el mantenimiento y desarrollo del propio sistema democrático.

    En febrero de 1978 se produjo la dimisión de Enrique Fuentes Quintana, con los consiguientes cambios en el área económica del Gobierno. Tanto en el Congreso como en el Senado hubo un in­tenso debate sobre el tema: lo que para el Gobierno era una simple «remodelación», para la oposición implicaba una «crisis» que po­nía en cuestión los Acuerdos, insistiéndose en el intento de la «de­recha económica» de cambiar el contenido de los mismos (como afirmó Enrique Tierno Galván). El diputado socialista Emest Lluch acusó al Gobierno de constantes incumplimientos en materia eco­nómica y abogó por la formación de una mayoría de progreso que permitiese reformas estructurales y «la superación del sistema capitalista». El diputado de AP, Manuel Fraga, afirmó: «Las cosas no marchan; el Estado se deteriora por días; la vida política no tie­ne pulso; la Administración no sigue una línea clara...». Dicha vi­sión «catastrofista», junto a la alternativa planteada desde el grupo parlamentario socialista, ponía de manifiesto los límites del con­senso y la labor normal de la oposición. Aunque no podemos ob­viar un dato real: los incumplimientos permanentes por parte del Gobierno para llevar a cabo los Acuerdos.

    El consenso fue útil para hacer frente a la crisis económica y para elaborar la Constitución, a la vez que trasladaba ante la opi­nión pública una imagen de sosiego que tenía como objetivo salvar las dificultades que el cambio político estaba produciendo. Pero no todo fue positivo, ya que el proceso provocó una creciente desmo­vilización social y un cierto «desencanto», aprovechado desde sec­tores inmovilistas para mantener su presencia en algunos de los aparatos del Estado, como la policía, lo que a la larga causó pro­blemas de legitimidad y actuaciones alejadas de las normas propias de un Estado de Derecho (Batallón Vasco-Español, Triple A...). De hecho la ausencia de una democratización total del Estado ha sido considerada por la izquierda como uno de los mayores déficits del proceso de transición, siendo el consenso responsable de dicha situación.

    2.2. Los regímenes preautónomicos: una respuesta a un triple reto

    El Estado autonómico que se va a construir responde a un triple reto histórico, político y funcional. El primero de ellos trata de dar solución a un largo contencioso histórico, que adquiere una espe­cial relevancia durante la transición en Cataluña y el País Vasco. Históricamente se asistió durante los dos últimos siglos a una ten­sión entre las tendencias centralistas y las tendencias regionalistas, en las que estas últimas fueron apoyadas indistintamente por sec­tores reaccionarios, conservadores y progresistas. Desde un punto de vista legal se trató de dar una respuesta en el proyecto de Cons­titución de 1873 y en la Constitución de 1931. Así mismo, en 1913 se autorizó la creación de mancomunidades provinciales, lo que permitió crear la Mancomunidad de Cataluña, que supuso una simple descentralización administrativa.

    Será durante la Segunda República cuando la Constitución recoja este problema y proclame el «Estado integral», que en palabras de Luis Jiménez Asúa con­sistía en un Estado a mitad de camino entre el federal y el unitario. En tal sentido se aprobaron el Estatuto de Cataluña (15 de sep­tiembre de 1932) y el del País Vasco (4 de octubre de 1936), aun­que este último durante la Guerra Civil. El modelo establecido por la República propiciaba las reivindicaciones de las regiones con personalidad histórica autónoma (Cataluña, País Vasco y Ga­licia) y establecía un complejo procedimiento de elaboración y aprobación de los Estatutos.

    El reto político era consecuencia de la identificación existente entre democracia y descentralización, tal y como afirmó Raventós: «La cuestión de las autonomías es hoy el eje vertebral del sistema democrático». De hecho todos los partidos políticos recogían en sus programas dicho tema, aunque las diferencias de partida entre los mismos eran muy significativas. Así, mientras que AP proponía una simple descentralización administrativa, EE y ERC exigían el derecho de autodeterminación, al igual que cl PSOE, que también propugnaba la federación de los pueblos ibéricos. El PCE recogía en el Manifiesto-Programa de septiembre de 1975 una posición cercana a la de los nacionalistas catalanes y apoyaba «el inalienable derecho de los pueblos a decidir libremente sus destinos». Por úl­timo, UCD mantenía una posición confusa, como se pudo apreciar durante el debate constitucional, acabando por aceptar las pro­puestas de Manuel Clavero, que generalizaba el sistema autonó­mico a toda España.

    El reto funcional va unido al concepto de modernidad, que implica acercar el Estado a los centros de decisión (descentraliza­ción), una mayor eficacia de los servicios públicos, «desmasificar» la función legislativa, responsabilizar a las autoridades autonómi­cas de la gestión de los asuntos públicos y tener una mayor inme­diatez en el conocimiento de los problemas, a la vez que un mayor control de los ciudadanos dada su proximidad; en suma, intensifi­car la democracia. Todo ello no impide que puedan surgir ciertos costes (Jorge de Esteban y Luis López Guerra), como son el incremento de las burocracias regionales, la insolidaridad entre las regiones o el riesgo de que primen los intereses regionales sobre los nacionales.

    Durante el franquismo se reprimieron los movimientos regio­nalistas, siendo el nacionalismo español uno de los argumentos centrales de la dictadura para justificar su existencia y buscar su le­gitimidad. El regionalismo o nacionalismo se va a convertir así en uno de los temas preferidos por la oposición para enfrentarse a la dictadura. Tal y como señala Enrique Linde, no serán los partidos políticos de izquierdas los que inventen como instrumento de lucha antifranquista la ideología regionalista o nacionalista, sino «las burguesías marginadas del poder político, que verán en la recla­mada autonomía la posibilidad de satisfacer la aspiración de “auto­gobierno”. La asunción de esta cuestión por la izquierda responde a su intento de no verse marginada en la lucha política, así como a la importancia del significado de la autonomía en la lucha por la li­bertad y la capacidad movilizadora que en algunas regiones tenía dicha demanda.

    Es importante destacar este último aspecto, ya que los estudios sociológicos dedicados al tema ponen de manifiesto que en 1976 únicamente en las «nacionalidades históricas», y en Valencia y Canarias era clara la superioridad de las opiniones autonomistas sobre las centralistas; mientras que estas últimas eran mayoritarias en Andalucía (58%), León (68%); ambas Castillas (60 y 61%), Ex­tremadura (53%) y Aragón (50%), y se equilibraban con las auto­nomistas en Asturias, Murcia y Cataluña sin Barcelona. Estos datos se mantuvieron en 1977, y solamente en 1978 se registraría un aumento notable de la opinión autonomista frenada en parte en 1979.

    Será por tanto la presión de los nacionalistas catalanes y vas­cos, a los que se sumó la izquierda, lo que fuerce una decisión an­terior a la elaboración de la constitución por parte del Gobierno, aunque encontremos algunas declaraciones favorables al tema re­gional en el discurso del Rey del 22 de noviembre de 1975, y en el artículo 2.3 de la LRP. La actitud del centro-derecha fue dubitativa, dejándose arrastrar por los acontecimientos, sin negar que ciertos miembros de dicha afiliación ideológica vejan necesario encontrar una solución al tema.

    La presión más importante a favor de las autonomías se pro­dujo en Cataluña y en el País Vasco. En la primera de dichas re­giones, tal y corno señala Borja de Riquer, se intensificó la movi­lización política de las fuerzas de la oposición a favor del estatuto («Volem l'Estatut») desde el mes de abril de 1976, y tuvo su pun­to álgido en la Díada del 11 de septiembre de 1977, día en el que se produjo la manifestación más numerosa de la historia de Cataluña. Como respuesta a dicha presión e> Gobierno Suárez creó una «co­misión para el estudio de un régimen especial para las cuatro pro­vincias catalanas» a finales de 1976, cuyo mentor fue Juan Antonio Samaranch, presidente de la Diputación de Barcelona. La Comi­sión debía preparar una norma reguladora de carácter autonómico y un proyecto de consejo General de Cataluña, que era de hecho la reconstrucción de la antigua Mancomunidad Este organismo, pre­sidido por Federico Mayor Zaragoza desde febrero de 1977, fue boicoteado por la oposición, dejando de ser operativo poco después de constituirse.

    La demanda de la oposición se centraba en el restablecimiento del Estatuto de 1932 y en la formación de un gobierno provisional de la Generalitat. Dicha propuesta coincidía con la pretensión ma­yoritaria de los ciudadanos que vivían en Cataluña, como lo de­muestra una encuesta realizada por el Gobierno Civil de Barcelona en febrero de 1977, en la que los partidarios de la «independencia de Cataluña» tan sólo representaban el 5%; los que apoyaban un «Estado federal», el 20%; los favorables al «Estatuto de autonomia», un 30%; los que deseaban una «importante descentralización económica y administrativa» un 15%; y los que optaban por man­tener la <situación actual», un 28%.

    Los resultados de las elecciones generales del 15 de junio dieron la victoria en Cataluña a los socialistas (PSC-PSOE) con un 28,5%, algo menos de un punto respecto a sus resultados en el resto de Es­paña; a continuación se situaron los comunistas (PSUC) con el 18,3%, los nacionalistas (Pacte) con un 17,2% y UCD con un 17%.

    Los citados porcentajes de voto destacaron dos claros triunfadores, los comunistas del PSUC, que habían logrado doblar los resultados de España, y el Pacte de Jordi Pujol, que se erigía como el genuino representante del nacionalismo catalán. El Gobierno de Madrid, ante esos resultados y la presión popular, decidió no esperar más y dar una solución provisional al tema, con un claro objetivo: evitar que la izquierda, triunfadora en las elecciones, controlase el proceso. Para ello puso en marcha la «operación Tarradellas», que supone desde el punto de viste formal el único hecho que enlaza con la le­galidad republicana durante la transición; situación que contrasta con la creación, en diciembre de 1977, del Consejo General Vasco, constituido en perjuicio del Gobierno en el exilio, dominado por el PNV. De hecho, cuando se planteó esta cuestión, conté con la opo­sición del ejército, en concreto de Coloma Gallegos, ex ministro y capitán general de Cataluña. Pero Suárez estaba convencido de di­cha operación y, pese a los obstáculos, no dudó en ponerla en mar­cha, lo cual provocó las iras de Pujol y la sorpresa de la izquierda ca­talana, que se sintió desplazada.

    El 27 de jumo de 1977, Josep Tarradellas, tras 38 años de exilio, llegó a Madrid, lo que supuso una desagradable sorpresa para buena parte de los políticos catalanes, que vieron cómo Suárez se les había adelantado y marginaba a la Asamblea de Parlamentarios de Cataluña. La negociación fue muy dura, pero los talantes tanto de Suárez como de Tarradellas hicieron posible el acuerdo, que conté con el apoyo del Rey. El acuerdo hecho público el 2 de julio permitía «restaurar la Generalitat como representante legal y re­glamentar el régimen transitorio de la misma».

    Hasta la llegada de Tarradellas a Barcelona (23 de octubre), se sucedieron una serie de enfrentamientos entre éste y la Asamblea de Parlamentarios, y entre éstos y el Gobierno, pero finalmente, el día 29 de septiembre, se procedió a la publicación de un real de­creto-ley por el que se pudo «restablecer con carácter provisional la Generalidad de Cataluña Hasta la entrada en vigor del régimen de autonomía que pueda aprobarse por las Cortes». Posteriormen­te, por otro Decreto-Ley del 17 de octubre, el Rey nombraba a Jo­sep Tarradellas presidente de la Generalidad restaurada.

    En el caso vasco no fue posible una solución similar a la de Cataluña. Tal y como lo describe Juan Pablo Fusi, el Gobierno de Suárez, si bien había procedido a la legalización de la bandera (enero de 1977), a la concesión de dos amnistías parciales y una to­tal y a la expatriación de los presos más conflictivos de ETA, no logró la normalización de la situación y la pacificación de la re­gión. El motivo fue básicamente el enfrentamiento entre los pro­pios nacionalistas, ya que ETA militar y la Koordinadora Abertzale Socialista (KAS) plantearon como objetivos la consecución de un Estado vasco, socialista, independiente, reunificado y euskaldun, junto a una intensificación de la lucha armada, lo que lo hacía in­compatible con la estrategia del PNV, y la incorporación de Nava­rra. Por su parte el presidente del Gobierno vasco en el exilio, el “peneuvista» Jesús M. de Leizaola, defendió la idea de que la negociación de la preautonomía debía ser realizada por los parla­mentarios vascos elegidos en junio de 1977. El 30 de diciembre fue sancionado el decreto por el que se creaba el Consejo General Vasco, presidido por el socialista Ramón Rubial, que tanto en opi­nión de Fusi como de Martín Villa no estuvo a la altura de las cir­cunstancias.

    A partir de dicho momento, y en pleno proceso constituyente, a iniciativa del ministro para las Regiones Manuel Clavero se creó por decreto-ley, entre los meses de abril y octubre de 1978, un conjunto de entes preautonómicos para el Gobierno de Galicia, As­turias, Castilla y León, Aragón, Castilla-La Mancha, País Valen­ciano, Extremadura, Andalucía, Murcia (sin Albacete), Baleares y Canarias. Ello respondía al propósito del ministro de generalizar el proceso, lo que ocasioné enfrentamientos con las «comunidades históricas que pretendían tener un trato de favor. Es importante llamar la atención sobre el hecho de que no todas las provincias habían resuelto su ubicación (Santander, Madrid y Logroño), por lo que el mapa autonómico no estaba completamente definido. Este proceso mostró numerosas deficiencias y sobre todo un alto grado de improvisación, condicionando el futuro de la constitu­ción.

    A la espera de la constitucionalización del Estado autonómico, que implicó una reestructuración del Estado-comunidad, a través de un proceso de descentralización y desconcentración, desconocido hasta dicho momento en España, el procedimiento legal que se uti­lizó fue, como se ha indicado, el decreto-ley. Se reconocieron 13 di­ferentes entes preautonómicos, creándose una comisión mixta en cada uno de ellos y de composición diferente, que tenía como misión la negociación de las competencias que se transferían entre los representantes del Estado central y de ¡as regiones respectivas.

    3. Las Cortes Generales. Elaboración y aprobación de la Constitución

    Los especialistas (Lucas Verdú, Rubio Llorente, Ferrando Badía Jorge de Esteban...) coinciden ampliamente en señalar ciertas pe­culiaridades del proceso constituyente llevado a cabo.

    Así, Lucas Verdú no duda en calificarlo de «singular y sui géneris» respecto a los antecedentes españoles y europeos. De hecho ni contábamos con un gobierno provisional ni se cumplía el requisito de constituir una asamblea constituyente unicameral para redactar el texto constitu­cional. Por lo que una primera calificación del mismo sería: atípico.

    El proceso autoconstituyente se inicia con la Ley para la Re­forma política y concluye con la aprobación de la constitución. En él se combinan dos condicionantes: el contenido de la LRP y la constitucionalización de la corona. Ambos se presentan como he­chos consumados y suponen una línea de continuidad con el régi­men anterior, característica definidora del control reformista del proceso. No estamos por tanto ante un proceso constituyente ori­ginario e ilimitado, sino que procede directamente de la legalidad anterior, por lo que se conforma como derivativo.

    Dos hechos lo demuestran: El no ser convocadas las Cortes, en las elecciones del 15 de junio, con carácter constituyente; y El hecho de que la monarquía sea anterior a la constitución, insertándose por tanto en ella. El Rey no jura la constitución para ser rey, sino por ser rey, como Cánovas afirmaba para la Constitución de 1876.

    Una vez celebradas las elecciones y proclamados los resultados por las Juntas Electorales Provinciales, el siguiente paso fue pro­ceder a la constitución de las nuevas Cámaras, aunque formal­mente las anteriores Cortes orgánicas no habían sido disueltas. Para ello fue nombrado presidente de las Cortes Antonio Hernán­dez Gil, quien define su nombramiento como un «mandamiento presidencialista», ya que fue el Rey, tras el asesoramiento del Consejo del Reino, quien decidió el candidato.

    La LRP se refería tangencialmente al mecanismo por el cual debían constituirse las Cámaras. Hernández Gil, asesorado por los letrados de las Cortes y con el conocimiento de los partidos y coa­liciones políticas con representación parlamentaria, estableció una constitución gradual en tres fases: una primera fue la formación de las Juntas preparatorias, seguida inmediatamente por la constitu­ción interina de las Cámaras, que se hizo definitiva (tercera fase) una vez aprobado el reglamento provisional de cada una de ellas, allá por el mes de octubre. El inicio de la legislatura fue el 13 de julio de 1977 y el final el 2 de enero de 1979, fecha de la entrada en vigor del decreto de disolución de las Cortes. La apertura oficial se realizó en una sesión conjunta (23 de julio) de ambas Cámaras en la que el Rey dirigió un mensaje a los representantes de la so­beranía popular. Durante las sesiones preparatorias (13 y 14 de ju­lio) se llevó a cabo la elección de los órganos de cada Cámara, siendo elegido presidente del Congreso Femando Álvarez de Mi­randa, y del Senado, Antonio Fontán, ambos pertenecientes a UCD. Igualmente se procedió a la formación de los grupos parla­mentarios y al inicio de la elaboración de los reglamentos, ya que hasta que los mismos no estuviesen aprobados se carecía de me­canismos de control sobre el Ejecutivo.

    En su discurso el Rey profundizó en un sentido democrático en las ideas expuestas en noviembre de 1975. Así, sobre la base del reconocimiento de la pluralidad política representada en las Cortes, insistió en la necesidad de que las mismas hicieran suya la exis­tencia de la realidad diferencial de «nuestras comunidades regio­nales», dentro de la unidad «indiscutible» de España. Las Cortes debían «recoger las aspiraciones de los españoles» y posibilitar la convivencia democrática. Afirmó así mismo que «la democracia habla comenzado» y que el objetivo era consolidarla. La institución monárquica se situaba por encima de las demás, señalando «la función integradora de la Corona y su poder arbitral», a la vez que hacía referencia a la naturaleza que debían tener dichas Cortes, aunque anticipándose al resultado al proclamarse como «monarca constitucional».

    Resulta difícil compaginar el hecho de que el jefe del Estado se pudiera definir como monarca constitucional y, a su vez, querer asumir la tarea de monarca arbitral, que tan sólo se puede lograr en el marco de una monarquía parlamentaria y democrática. La solu­ción se dio en el texto constitucional, es decir, a posteriori, con la definición de la monarquía como parlamentaria.

    La colaboración entre el Rey y el Gobierno presidido por Suá­rez había posibilitado desbloquear el proceso político y abrir la puerta para la modificación de todas las Leyes Fundamentales. Tras las elecciones del 15 de junio se sumaron a este papel las Cortes Democráticas, asumiendo la función constituyente, lo cual con­ducía a la ruptura legal. Así, desde el mismo momento de la cons­titución de las Cámaras, éstas no sólo fueron un órgano de legislación ordinaria sino, sobre todo, un órgano constituyente por la voluntad de los parlamentarios, del Gobierno y del Rey, pese a no haber sido convocadas como tales.

    Para la puesta en funcionamiento de las Cámaras se dictaron las Normas para la Constitución del Congreso de los diputados del Senado por la Presidencia de las Cortes. Dichas Normas estu­vieron en vigor hasta la elaboración de los reglamentos. Mientras tanto, las Cámaras no pudieron ejercer dos de las tareas funda­mentales de todo parlamento: la de legislar (debido al artículo 27 de las Normas, por el que se establecía que hasta que no estuviesen constituidas definitivamente las Cámaras y el Reglamento aproba­do, el Parlamento no tendría capacidad para hacer leyes), y la de controlar al Ejecutivo.

    La ausencia del Reglamento fue propiciada por el grupo cen­trista, ya que ello impedía cualquier tipo de control sobre la acción de gobierno. Pero un incidente pondrá fin a esta situación: nos re­ferimos a la detención y agresión sufrida por el diputado del PSOE Jaime Blanco el día 27 de agosto por parte de las fuerzas de orden público. Tanto la prensa como los grupos parlamentarios de opo­sición pidieron la aclaración de los hechos y la dimisión del mi­nistro Rodolfo Martín Villa. Estaba en cuestión la violación de la inmunidad parlamentaria y la capacidad de control sobre el Go­bierno, a la vez que era manifiesta la ausencia de hábitos demo­cráticos de la policía. Para el grupo centrista la solicitud de dimi­sión equivalía a un voto de censura, legalmente imposible en aquellos momentos; no obstante, fue admitida a trámite, aunque fi­nalmente no prosperó. En todo caso, este incidente sirvió para de­jar claro que las Cortes debían controlar la gestión gubernamental y que esta última se encontraba condicionada por el principio de responsabilidad política ante el Parlamento, lo que desbloqueó la situación y forzó a UCD a variar su postura. Como consecuencia de ello, durante el mes de octubre se aprobó el reglamento provi­sional, y al mes siguiente se procedió a regular, también de forma provisional, las relaciones entre las Cortes y el Gobierno a efectos de la moción de censura y la cuestión de confianza. Pese a ello, esta última regulación no deja de ser sorprendente, ya que, al no contemplar los efectos de la aprobación de una moción de censura, invalida de facto la eficacia parlamentaria de su uso.

    La regulación de los grupos parlamentarios fue polémica, dado que había diferentes opiniones sobre la conveniencia de dar un reconocimiento mayor o menor a las minorías (ideológicas y te­rritoriales), a la vez que se trataba de evitar un excesivo fracciona­miento de las Cámaras. En el Congreso de Diputados las propues­tas fueron de tres tipos: 1 .~) aquellas que permitían a cualquier fuerza política con representación parlamentaría constituirse en grupo con independencia del número de inscritos que reuniera (PNV); 2.a) las que exigían sólo un número mínimo de parlamen­tarios, sin considerar su pertenencia a una de las distintas fuerzas políticas (AP, PCE, PSOE y EE); y 3~S) las que junto a un mínimo de componentes admitían una vía alternativa que permitiera a las minorías constituir grupo (ER, PDC y UCD). El Reglamento Pro­visional del Congreso adoptó una regulación que primaba a los grupos frente a los diputados, concediendo por tanto mayor rele­vancia a los sujetos colectivos que a los individuales. A la hora de constituirlos se eligió una posición intermedia en la que se tuvo en cuenta no sólo el número de diputados, sino también el criterio te­rritorial, lo cual favoreció a aquellas formaciones políticas que se habían presentado en pocas circunscripciones (PDC y PNV) y per­judicó a las de carácter nacional (PSP). En octubre de 1977, y se­gún estos criterios, se formaron ocho grupos parlamentarios en el Congreso e igual número en el Senado.

    El protagonismo del Congreso y del Senado fue una constante durante esta etapa, teniendo una significativa influencia ante la opinión pública, que vela cómo el centro político del país se había trasladado de lugar. A finales de julio de 1977 se celebró la sesión en el Congreso en la que los grupos parlamentarios fijaron su po­sición política para el periodo que se había iniciado. Por el PSOE intervino Felipe González, que recordó la trayectoria de su partido a lo largo de la historia, exigiendo la ampliación de la amnistía y su extensión al campo sociolaboral, el reconocimiento pleno de la libertad de asociación, así como de los derechos individuales y colectivos; se trataba de derogar toda la legislación represiva crea­da por la dictadura. Su propuesta más contundente fue la de ela­borar una nueva constitución, sin exclusiones, realizada por los partidos políticos representados en la Cámara. A la hora de con­cretar los contenidos de la misma, junto a la enumeración de los derechos individuales, colectivos y sociales, insistió en la idea de que la constitución debía definir «un marco autonómico capaz de responder generosamente a las aspiraciones y derechos de los di­versos pueblos que componen España».

    Por parte del grupo comunista intervino su portavoz Santiago Carrillo, que saludó el inicio de la nueva etapa política con la vo­luntad de superar «los residuos pasionales e ideológicos de la Gue­rra Civil y de consolidar la democracia naciente». Con el objeto de defender la idea central de su política en ese momento, la forma­ción de un Gobierno de concentración democrática nacional, dejó claro que para los comunistas la «cuestión esencial hoy no es mo­narquía o república; es democracia o dictadura», mostrándose a fa­vor de colaborar en la elaboración de una constitución, por lo que las Cortes debían ser constituyentes. Tanto el grupo socialista como el comunista insistieron en los efectos negativos de la crisis económica y en la necesidad de llegar a acuerdos que no perjudi­casen a los trabajadores para superarla, ya que ello permitiría la consolidación del sistema democrático.

    La minoría catalana estuvo representada por Jordi Pujol, que insistió en el hecho de que las elecciones habían abierto el camino de la democracia y la esperanza para Cataluña. Las Cortes debían tener una doble misión: «Por una parte, el reconocimiento pleno de la personalidad colectiva de las diversas regiones y nacionalidades que hay en España y, por otra, la de la creación de una solidaridad real, no fruto, como tantas veces ha sido en la historia de España, de la coacción, sino fruto de la voluntad de convivencia, del mutuo respeto...». En la misma línea se pronunció Xabier Arzalluz (PNV), aunque insistió de manera especial en los denominados «derechos históricos» y en el «pacto con la corona», al ser ésta la garante no sólo de los derechos actuales sino también de los históricos, con­virtiéndose la consecución de ambos en «la razón esencial de nues­tra presencia en esta Cámara».

    La derecha conservadora representada por Manuel Fraga con­sideró de muy poca utilidad debatir sobre el pasado y «abrir irres­ponsablemente las viejas heridas de un siglo de enfrentamientos ci­viles». Apostó por elaborar una «verdadera constitución» de todos, no partidista, que permitiese la consolidación del Estado de dere­cho. lo último, Leopoldo Calvo Sotelo, en nombre de UCD, gru­po parlamentario que sustentaba al Gobierno, se fijó tres objetivos: la elaboración de la constitución, una respuesta a la crisis econó­mica y el establecimiento de las autonomías regionales, ofreciendo la colaboración a todas las fuerzas políticas para que se resolvieran «definitivamente esta vez, bajo la nueva Monarquía, los viejos problemas de nuestra convivencia nacional».

    En estas intervenciones se condensa el programa político de los grupos parlamentarios. Lo sobresaliente fue el espíritu de concor­dia existente, lo que posibilitó crear las bases políticas del consen­so y esquivar el pasado, es decir, construir sobre lo que les unía, y postergar lo que les separaba.

    En el Senado, durante su primera reunión, los senadores perte­necientes a la Asamblea de Parlamentarios Vasca presentaron un escrito a la Mesa con objeto de que se promulgase una amnistía ge­neral para los delitos «de intencionalidad política, sea cual fuera su naturaleza, cometidos con anterioridad al día 15 de junio». Dicho escrito fue aprobado por amplia mayoría y trasladado al Congreso, donde también fue aprobado. La ley de amnistía, que venía a am­pliar las que ya se habían producido con anterioridad, favorecía la reconciliación nacional, siendo «el punto único de partida para que podamos construir una verdadera democracia».

    La tarea más importante que se impusieron las Cortes fue la de elaborar la constitución. De acuerdo con la LRP, existían tres op­ciones diferentes: 1 .) el Gobierno podía tomar la iniciativa me­diante la presentación de un proyecto de ley para su tramitación parlamentaria; 2.) la iniciativa podía provenir del propio Congre­so de Diputados; y 3.) el Rey podía someter directamente al pue­blo una opción política de interés nacional de carácter constitucio­nal. Descartada esta última, pues su ejecución sólo tenía sentido en caso de bloqueo de la situación política, el Gobierno encomendó al ministro de Justicia, Landelino Lavilla, la tarea de realizar un pro­yecto. La oposición de izquierdas criticó dicho procedimiento pues le restaba protagonismo político; Felipe González afirmó que «las Cortes se sobran y se bastan» para dotar al país de una constitu­ción.

    El Gobierno reconsideró dicha cuestión y finalmente se decidió que una ponencia en el seno de la Comisión de Asuntos Constitu­cionales y Libertades Públicas del Congreso fuera la encargada de redactar un anteproyecto. El número de miembros que deberían formar la ponencia fue objeto de disputa; así el PCE, las minorías nacionalistas y el grupo mixto, con mayoría del PSP, defendieron la formación de una ponencia integrada por nueve miembros (tres de UCD, dos del PSOE y uno en representación de los restantes grupos parlamentarios: AP, PCE, vasco-catalán y mixto). Esta propuesta fue rechazada por UCD y el PSOE. Para los primeros porque existía el peligro de que se constituyeran dos bloques (UCD y AP, por una parte, y los otros por otra), lo que les situaría en minoría. El PSOE, por su parte, no era partidario de una po­nencia tan amplia pero, bajo dicho argumento formal, lo que trata­ba de evitar era la presencia de Enrique Tierno Galván —portavoz del PSP— a fin de monopolizar la voz de los socialistas. UCD pro­puso que la composición fuera de cinco miembros (tres de UCD y dos del PSOE), con lo que se garantizaba la mayoría en la ponen­cia. Finalmente, a propuesta de los socialistas, se llegó a un acuer­do para que el número fuese de siete (tres de UCD y uno de los grupos del PSOE, PCE, AP y vasco-catalán). Con ello UCD deja­ba patente su mayoría, el PSOE sacrificaba un puesto, pero a cam­bio lograba excluir al PSP, se favorecía la entrada de un naciona­lista catalán (ya que los mismos eran mayoritarios en el grupo vasco-catalán), se incorporaba a un miembro del PCE, que en esos momentos mantenía una actitud posibilista, a la vez que la presen­cia de AP evitaba que la derecha conservadora se excluyera del proceso constituyente, lo cual hubiese sido peligroso. El PSOE se arrepintió posteriormente de su decisión de incluir a un nacionalista catalán, ya que con el tiempo éstos jugaron a favor de las posicio­nes de UCD. Los miembros elegidos fueron: Miguel Herrero de Miñón, José Pedro Pérez Llorca y Gabriel Cisneros, por UCD; Gregorio Peces-Barba, por el PSOE; Jordi Solé Tura, por el PCE/PSUC; Manuel Fraga, por AP; y finalmente Miquel Roca, por el PDC, ya que los nacionalistas vascos consideraron que éste no representaba sus intereses.

    El procedimiento de elaboración de la constitución tuvo las si­guientes etapas: una primera dominada por los trabajos de la ponencia, que a su vez se dividió en tres fases: entre agosto y diciembre de 1977 se elaboré el anteproyecto; durante el mes de ene­ro de 1978, los grupos parlamentarios presentaron las enmiendas al anteproyecto que se había publicado el 5 de enero; y, por último, la ponencia se reunió durante los meses de febrero, marzo y abrí] para elaborar el proyecto de constitución, publicado el 17 de abril.

    Una vez realizado el proyecto, se sometió primero a debate en la comisión y después en el pleno de ambas Cámaras. Durante el debate en la comisión hubo dos fases, una de confrontación y otra de consenso; en esta segunda, los dirigentes de los grupos políticos celebraron reuniones al margen de las Cámaras, donde se limaron las diferencias y se adoptaron los acuerdos que hicieron posible el Consenso.

    Los planteamientos personales de los ponentes primaron du­rante la elaboración del anteproyecto, momento en el que se es­tructuré el texto constitucional, y en opinión de Miguel Herrero se realizó el 90% del mismo. En la fase de consenso los acuerdos al­canzados, si bien supusieron la finalización del texto, repercutieron en la técnica jurídica, pero a cambio se obtuvo el apoyo de la ma­yor parte de las fuerzas parlamentarias, hecho de enorme trascen­dencia si tenemos en cuenta la convulsa historia constitucional española.

    Durante la fase de las ponencias, la postura de UCD (Miguel Herrero) fue la de realizar una constitución breve, de 34 artículos, con unas pocas declaraciones de Principios y posponer para leyes futuras el desarrollo de dichas declaraciones. Dentro del proyecto destacaba el establecimiento de un parlamento unicameral, la au­sencia de cualquier referencia a cuestiones económicas, el estable­cimiento de la monarquía parlamentaria como forma de Estado y una especial preocupación para evitar la debilidad gubernamental, por lo que a la hora de regular la cuestión de confianza y el voto de censura se trató de garantizar la estabilidad gubernamental si­guiendo el modelo de la República Federal de Alemania.

    El tema más espinoso para UCD fue el referido a las autonomías, dada la heterogeneidad de fuerzas políticas que se encontra­ban en su seno. Para Miguel Herrero, la Constitución debía reco­nocer plenamente la autonomía para Cataluña y el País Vasco, mientras que para las demás regiones se debían fijar cienos frenos, con el objeto de evitar una carrera entre ellas que pondría en peli­gro la propia estructura del Estado. Herrero reconocía una perso­nalidad singular a Cataluña y el País Vasco, la cual debía tener su reflejo en la constitución. Por su parte, Manuel Clavero Arévalo, ministro de Relaciones con las Regiones, proponía que el proceso autonómico se desarrollara simultáneamente en toda España, im­pidiendo un trato de favor para Cataluña y el País Vasco, y fre­nando así las pretensiones de los nacionalistas. Desde su Ministerio se favoreció la generalización del proceso autonómico, hecho de­cisivo en la negociación del título referente a las autonomías.

    Manuel Fraga personalizó su participación en la ponencia, sin contar con los miembros de su partido a la hora de realizar sus pro­puestas, lo que provocó fuertes tensiones en AP y la división final de los diputados de dicho grupo a la hora de proceder a la votación. Fraga no era partidario de un texto único y cerrado, sino de que se dictara un conjunto de «leyes fundamentales» que, al igual que en la Tercera República francesa, formarían la constitución. Con el tiempo fue variando su posición y se situé a favor de la negocia­ción y el consenso.

    El PSOE presentó un proyecto redactado por conocidos espe­cialistas (Jorge de Esteban, Elías Díaz, José A. González Casano­va...), en el que no se hacia ninguna referencia expresa a la forma de Estado (monarquía o república), aunque se reservé el derecho de presentar una «enmienda republicana» con evidentes intencio­nes propagandísticas. Dicho partido supo utilizar con gran habili­dad a la opinión pública; de hecho, pese al acuerdo de la ponencia de mantener sus trabajos en secreto, filtré el anteproyecto a la re­vista Cuadernos para el Diálogo (22 de noviembre de 1977) con el fin de provocar la división en los otros grupos parlamentarios; así mismo, en la tercera fase de la ponencia, Gregorio Peces-Barba se retiró de la misma (“portazo”) y amenazó con no firmar el informe final, lo que obligó a UCD a negociar, a través de Fernando Abril Martorell directamente con Alfonso Guerra, aquellas cuestiones en las que ambos grupos mantenían diferencias. La apertura de las ci­tadas negociaciones, ya en la etapa de la comisión, provocó la re­tirada de Miguel Herrero del equipo negociador y su sustitución por Óscar Alzaga y José Luis Meilán.

    La salida de Miguel Herrero puso fin a la estrategia que hasta ese momento había diseñado él mismo, tratando de acorralar al PSOE a través de acuerdos con los catalanistas, buscando al mismo tiempo ¡a buena disposición de los comunistas. Para Herrero la constitución debía ser obra fundamentalmente de UCD. Si bien es cierto que durante la etapa de la ponencia hubo un alto nivel de coincidencias, cuando éstas se agotaron, la posición de Herrero se debilité, y UCD opté por la negociación, al margen de las Cortes, ya que entendió que no era conveniente ni posible marginar a los socialistas, no sólo por un sentido político del Estado, sino también por las dificultades que encontraba en su propio seno para aceptar algunas de las propuestas del sector democristiano, dada la pre­sencia en UCD de socialdemócratas que mantenían relaciones cor­diales con el PSOE.

    Los temas objeto de mayor disputa fueron los referidos a la in­clusión del término «nacionalidades», y la estructura territorial del Estado; la enseñanza, ligada al papel de la Iglesia en la misma; las Fuerzas Armadas; el cierre patronal, la huelga y la ley electoral; y en menor medida la fijación de la mayoría de edad y la abolición de la pena de muerte. En todos ellos se llegó a acuerdos a través de la negociación.

    La ausencia del PNV ocasioné que dicho partido rechazase el acuerdo obtenido sobre los «derechos históricos». Sobre ellos Fer­nando Abril Martorell defendía que «en caso de una colisión entre esos derechos históricos y la letra de la constitución, una cosa muy sencilla: [...] prevalece la constitución». Ante esta postura, el nacionalismo vasco decidió no apoyar el texto constitucional.

    Una vez finalizados los debates en ambas Cámaras, y dadas las discrepancias existentes entre el proyecto aprobado por el Con­greso y por el Senado, se reunió la Comisión Mixta Congreso - ­Senado, presidida por Hernández Gil, que opté por una «línea de flexibilidad» para permitir la aprobación de un texto ampliamente consensuado, como así fue. El 31 de octubre se procedió a votar en el Congreso de los Diputados el Dictamen de la Comisión Mixta, momento que fue calificado por el presidente de la Cámara como «histórico», dando como resultado 325 votos a favor, 6 en contra y 14 abstenciones. La votación puso de manifiesto el amplio con­senso conseguido. Se abstuvieron 7 diputados del PNV, 3 de AP, 1 de la minoría catalana y 2 del grupo mixto. Votaron en contra 5 di­putados de AP y 1 de EE. El mismo día también se procedió a la votación en el Senado, en la que votaron a favor 226 senadores de los 239 presentes, se abstuvieron 8 (2 del grupo mixto, 1 del grupo independiente y 6 dei grupo vasco) y votaron en contra 5 (2 del grupo mixto y 3 senadores vascos). La votación puso de manifies­to las divisiones existentes dentro de AP, donde hubo votos a favor (Manuel Fraga, M.~ Victoria Fernández-España...), abstenciones (Licinio de la Fuente, Álvaro Lapuerta...) y votos en contra (Gon­zalo Fernández de la Mora, Federico Silva...); y la oposición de los representantes del nacionalismo vasco, hecho éste que tuvo indu­dables efectos en el referéndum constitucional.

    El referéndum se celebró el día 6 de diciembre siendo la par­ticipación en .el mismo del 67,1%, de los cuales un 87,9% votó afirmativamente, y un 7,8% lo hizo en contra. En las provincias vascas el resultado fue diferente: los votantes fueron tan sólo el 44,7%, siendo los votos afirmativos el 69,7% y los negativos el 23,5%. Si bien la victoria del si fue innegable, no podemos dejar de constatar que la abstención más los votos negativos representa­ron un65.9.% en dichas provincias, lo cual tenía necesariamente una lectura política.

    La Junta Electoral Central procedió a la publicación de los an­teriores resultados el 22 de diciembre, celebrándose cinco días después una sesión conjunta del Congreso y del Senado, para pro­ceder a la sanción de la constitución por parte del Rey. En el dis­curso, Juan Carlos I expresó la gratitud de la corona por el trabajo realizado, afirmó que la constitución recogía «la aspiración de la Corona», el acatamiento de la misma, y añadía que “la Monarquía (...) como institución integradora, debe estar por encima de dis­crepancias circunstanciales y de accesorias diferencias, procurará en todo momento evitarlas o conjugarlas para extraer el principio común y supremo que a todos debe impulsarnos: lograr el bien de España”. Es en ese momento, y no antes, cuando se puede hablar de monarquía parlamentaria. Por último, el día 29 de diciembre, fue publicada en el Boletín Oficial del Estado la constitución. Ese mismo día se procedió también a la publicación del decreto de di­solución de las Cortes.

    4. Sistema político y valoración de la Constitución

    El resultado del largo debate constitucional estuvo condicionado por los límites que había fijado la Ley para la Reforma Política, y por la toma de postura sobre algunos temas de ciertos sectores militares y la Iglesia. En cl primero de los casos, la aprobación por referéndum de la LRP implicó, como ha señalado Cotarelo, dotar a la monarquía de legitimidad democrática, por lo que el cuestiona­miento de la misma por parte del PSOE no dejó de ser un ejercicio retórico dirigido a sus bases. En ningún momento los partidos de la izquierda con representación parlamentaria tradicionalmente re­publicanos trataron de plantear un plebiscito sobre dicho tema. En el caso del PCE su legalización estuvo condicionada a la acep­tación de la monarquía, por lo que ésta fue aceptada como ejercicio de responsabilidad o de debilidad política, según se mire, con el fin de hacer irreversible la transición hacia la democracia. También los mandos superiores del ejército, a raíz de la legalización del PCE, precisaron con claridad los límites del terreno de juego: res­peto a la monarquía y a las Fuerzas Atinadas y unidad de la patria.

    La constitución se compone de 169 artículos, 1 titulo prelimi­nar seguido de otros 10 títulos, 4 disposiciones adicionales, 9 dis­posiciones transitorias, 1 derogatoria y 1 final, precedida de un bre­ve preámbulo.

    La parte dogmática (título preliminar, que establece los principios básicos de la organización política, y título 1, que re­coge los derechos fundamentales y libertades públicas) se encuen­tra separada de la orgánica, que configura la organización de los poderes del Estado. Se trata de un texto poco original, largo (sólo superado en el constitucionalismo español por la Constitución de 1812) y ambiguo, como consecuencia del consenso. Según García de Enterria, la innovación más relevante fue la vinculación de los poderes públicos a la constitución (art. 9.1).

    Los valores básicos de la constitución son: la justicia, la igual­dad y el pluralismo político, los cuales se condensan en la libertad, que se constituye así como un valor de valores. Para poner en práctica dichos valores se establecen una serie de principios que actúan como los instrumentos necesarios para hacerlos viables, acompañados de reglas, en las que se tipifican supuestos de hecho con sus correspondientes consecuencias jurídicas.

    La concreción de los principios que informan todo el sistema son:

  • Estado social y democrático de derecho;

  • Monarquía parlamentaria; y c) Estado autonómico.

  • En cuanto al primero de los principios, se trata de superar el concepto de Estado liberal de derecho, en palabras de Peces Barba, y dotarlo de capacidad trans­formadora en un doble sentido: por un lado, alcanzando una mayor profundización democrática y, por otro, procurando conseguir la igualdad real de todos los ciudadanos. El artículo 1.1 de la consti­tución afirma que «España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho...». Como señala Álvarez Conde, la ex­presión se implica un elemento de ruptura respecto al franquismo, para indicar que ése no era un Estado de derecho, aunque ello entra en contradicción con el preámbulo de la constitución cuando, en un sentido continuista, se refiere a «consolidar un Estado de dere­cho», lo que podría interpretarse como que antes existía dicho Es­tado. El problema radica en que ciertos autores confunden el Esta­do de derecho con un Estado con derecho, hecho innegable en el franquismo, aunque en el mismo sea común la arbitrariedad y la discrecionalidad en la aplicación de sus propias leyes. En cambio, los elementos propios del Estado de derecho (imperio de la ley, su­jeción de todos los poderes públicos al derecho, igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y división de poderes) están ausentes du­rante la dictadura.

    El término democrático consta por una parte de los elementos que definen la democracia representativa, a la vez que introduce elementos propios de la democracia directa (referéndum consulti­vo, autonómico o de reforma constitucional, y la iniciativa legis­lativa popular). Desde el punto de vista formal, la democracia re­presentativa se configura en tomo a la titularidad de la soberanía, que reside tanto en la nación como en el pueblo, en la representa­ción por sufragio universal y en la garantía del imperio de la ley. Dichos criterios se complementan con otros de carácter sustantivo, como son el principio de igualdad ante la ley, el derecho de parti­cipación y el derecho de petición.

    El término social trata de reflejar, como ha señalado Elías Díaz, la superación del Estado liberal, poniendo especial énfasis en los principios de libertad e igualdad, a la vez que se reconocen cier­tos derechos económicos y sociales.

    Por lo que respecta a la forma del Estado, en el artículo 1.3 se dice: «La forma política del Estado español es la Monarquía par­lamentaría». Para Manuel Aragón dicho artículo es contradictorio, ya que la monarquía parlamentaria no es una forma de Estado sino una forma de gobierno. Esa contradicción se resuelve en su opinión si se acepta que el citado párrafo contiene dos enunciados:

    uno político («La forma política del Estado español es la Monar­quía») y otro jurídico («La Monarquía española es una Monar­quía parlamentaria»).

    A lo largo de la constitución, la corona es considerada como un órgano diferenciado del Estado. Así, el Rey no se integra en nin­guno de los poderes constitucionales. El Rey es el símbolo de la unidad y permanencia del Estado, sin iniciativa legal, estando sus actuaciones condicionadas a la existencia del refrendo tanto del presidente del Gobierno como de los ministros, ya que su persona es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. Entre sus funciones está la de sancionar y promulgar las leyes, convocar y disolver las Cortes, nombrar al presidente del Gobierno designado por las Cor­tes, ante las cuales se limita a proponer un candidato. Puede presi­dir las sesiones del Consejo de Ministros, a petición del presidente del Gobierno, y a él le corresponde el mando de las Fuerzas Ar­madas. Pese a lo limitadas que son sus competencias, Sánchez Agesta señala la existencia de «zonas de penumbra> constitucional en las que, en ciertos supuestos, la corona podría actuar de forma más autónoma.

    Como señala Rubio Llorente, el problema más dificil que debió resolver la constitución fue romper la estructura unitaria del Estado y establecer una estructura compuesta. Dos cuestiones había que afrontar: por un lado la del origen del «derecho a la autonomía» li­gada con el poder constituyente y, por otro, la de la articulación concreta entre los poderes del Estado y los de las comunidades autónomas. En cuanto a la primera de ellas hubo dos posturas en­frentadas, una representada por los nacionalistas catalanes, y sobre todo los vascos, para quienes Cataluña y el País Vasco, al igual que Castilla, eran naciones con derecho a fijar con libertad su sistema político. En cambio, para el resto del país sólo existía una nación, la española, y por tanto un solo poder constituyente.

    La constitución se inclinó por esta última (articulo 2: «La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y re­conoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas»), re­chazando la pretensión del PNV de que se reconociesen los «dere­chos forales históricos» de las provincias vascas. Para Óscar Al­zaga, aunque el Estado es autonómico la soberanía continúa siendo unitaria, de hecho sólo del conjunto del pueblo español «emanan los poderes del Estado». En la misma línea se ha manifestado So­lozábal Echavarría, al afirmar la imposibilidad de que una parte del pueblo pueda atribuirse el ejercicio del poder constituyente, con la pretensión de lograr la autodeterminación.

    Los puntos básicos del consenso constitucional en el tema au­tonómico fueron:

  • España es una nación indisoluble;

  • España es patria común e indivisible de todos los españoles;

  • España está integrada por «nacionalidades y regiones»;

  • las nacionalidades y regiones que integran España tienen un derecho a la autonomía an­terior a la constitución que ésta «reconoce y garantiza»;

  • la cons­titución «garantiza» así mismo la «solidaridad» entre las naciona­lidades y regiones que integran España;

  • el Estado «se organiza territorialmente en Municipios, en Provincias y en Comunidades Autónomas»; y

  • los municipios las provincias y las CCAA “gozan de autonomía” para la gestión de sus respecti­vos intereses.

  • El consenso entorno al Estado de las Autonomías fue suscrito por todos los partidos con la excepción de los nacionalistas vascos, que justificaron su abstención en el tratamiento, en su opinión in­suficiente, de la Disposición Adicional Primera a los Derechos Históricos. La inclusión de estos derechos suponía su amparo y res­peto, pudiendo servir en el futuro como elemento de profundiza­ción en las autonomías afectadas, País Vasco y Navarra, pero la fórmula elegida «ampara y respeta», en vez de «reconoce y garan­tiza», y la referencia a que «la actualización... se llevará a cabo en su caso, en el marco de la Constitución y de los Estatutos de Au­tonomía», en vez de «la reintegración se llevará a cabo de acuerdo entre las instituciones representativas de dichos territorios», no recogían la aspiración nacionalista de «foralidad plena», que bas­culaba sobre las ideas de «independencia originaria de los territorios forales» y de «pacto con la Corona y reserva de fueros».

    La decisión adoptada introdujo una cierta ambigüedad, pues junto al reconocimiento de la «indisoluble unidad de la Nación es­pañola» se estableció el derecho a la autonomía de las «nacionali­dades y regiones que la integran», no especificando cuáles eran las nacionalidades y cuáles las regiones. Dicha ambigüedad trató de solventarse estableciendo dos niveles de autonomía, cuyo conteni­do concreto debía definir el Estatuto de cada una de las CCAA, que son formalmente una ley del Estado, aunque en más de una ocasión fueron el resultado de un pacto entre el Es­tado y las comunidades autónomas siendo necesario el acuerdo de estas últimas para la modificación del Estatuto. Para Solozábal, los estatutos de las comunidades autónomas no pueden ser consi­derados «manifestaciones constituyentes» de un poder político originario regional. Es decir, aunque el Estado no intervenga en el contenido del estatuto de autonomía, es el Estado quien le otorga el poder jurídico por el que aquélla es reconocida.

    Dicho modelo causó numerosos conflictos, qué obligaron de forma reiterada al Tribunal Constitucional a definir las competen­cias de cada una de las comunidades. Esta situación condujo a los dos partidos mayoritarios (UCD y PSOE) a la firma de un acuerdo en 1981, tras el fracasado golpe de Estado que daría lugar a la Ley Orgánica para la Armonización del Proceso Auton6mico (LOAPA) aprobada en julio de 1982. La misma contenía las tesis del an­terior ministro de Administración Territorial, Rodolfo Martín Villa, que trataba de «encauzar» el proceso autonómico a través de dos ideas claves: homogeneidad y solidaridad. Ninguna región recibi­ría un trato privilegiado, y todas las autonomías tendrían, una vez completado el proceso de transferencias, las mismas competencias. La LOAPA provocó el rechazo .de. los nacionalistas vascos y cata­lanes, que presentaron recurso ante el Tribunal Constitucional, el cual, si bien sancionó en su sentencia (76/1983) la inconstitucio­nalidad de varios artículos, estabilizó el proceso autonómico y dejó sentado el principio de que el sistema autonómico se basaba en la idea de la «homogeneización final» entre las distintas comu­nidades autónomas.

    La Declaración de Derechos conforma la «parte dogmática» de la constitución, siendo la más amplia de nuestra historia constitu­cional. Los motivos que condujeron a ella fueron dos: la tendencia del moderno constitucionalismo tras la Segunda Guerra Mundial, y el interés de parte de los constituyentes (no es el caso de Miguel Herrero) de que los derechos aparecieran explicitados, con el fin de hacer más patente la ausencia de los mismos en el régimen ante­rior. Los derechos y libertades, siguiendo la clasificación de Alva­rez Conde, se pueden agrupar en:

  • derechos de libertad y auto­nomía, aquellos que se refieren directamente al ámbito personal del individuo;

  • derechos de participación, aquellos que inciden más en la condición del individuo como miembro de la comunidad política;

  • derechos económicos y sociales, los que requieren la prestación por parte de los poderes públicos;

  • deberes constitu­cionales, que recogen el deber de defensa y de tributación;

  • prin­cipios rectores, una serie de contenidos constitucionales de los cuales se deducen derechos subjetivos, siempre y cuando exista una normativa que los desarrolle; y

  • un sistema de protección, que configura una serie de garantías previas, tanto extrajudiciales (Defensor del Pueblo) como judiciales.

  • El ejercicio de los derechos se aseguró a través de una serie de garantías. Junto a ellos se regularon los limites necesarios para ha­cerlos compatibles con los derechos y libertades ajenos y la de­fensa del bien común. Se establecieron, así mismo, los casos ex­cepcionales (estados de excepción, sitio y alarma) en los cuales no se suspenden los derechos, pero sí se ven condicionados.

    Llama la atención la regulación de los aspectos económicos, pues no es habitual incluirlos en las constituciones, a no ser los re­feridos a la Hacienda pública. El modelo que consagra la constitu­ción es de economía mixta: economía social de mercado con cier­tas dosis de intervención pública, es decir, un modelo propio de lo que conocemos como Estado de bienestar. Al igual que sucede con la organización territorial del Estado, el consenso produjo ciertas contradicciones, ya que se trataba de contentar a todos los grupos parlamentarios. El articulo 38 proclama el principio de economía de mercado y el artículo 131 da cabida a la planificación centralizada, aunque en realidad son los mecanismos del mercado sobre los que se ha centrado la política económica de los distintos gobiernos, sin negar la posibilidad de la iniciativa pública en la ac­tividad económica (128.2). La distinta ubicación de los dos artícu­los (38 y 128.2) implica que la constitución concede una mayor im­portancia a la iniciativa privada.

    Se reconoce el derecho a la propiedad privada y a la herencia, a la expropiación con indemnización y a la libertad de empresa. Se establece que la riqueza del país, cualquiera que sea su titularidad, está subordinada al interés general (función social) y se recogen las formas de participación en la empresa y el acceso de los trabaja­dores a los medios de producción. La iniciativa pública debe per­seguir el objetivo de equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y el de estimular el crecimiento de la renta y de su distri­bución personal y territorial.

    Para la defensa del ordenamiento constitucional se establecie­ron dos mecanismos:

  • la previsión ante situaciones excepcio­nales que hagan necesaria la suspensión de ciertos derechos, ya sea a personas individualizadas en relación con la investigación sobre bandas armadas o elementos terroristas, ya en el caso de que las circunstancias de gravedad sean generalizadas, previéndose para ello la existencia de los estados de alarma, excepción y sitio de menor a mayor en cuanto a su importancia; y

  • respecto a la de­fensa de la constitución frente a los poderes públicos en situaciones de normalidad, existiendo para ello el control del Tribunal Consti­tucional.

  • El sistema constitucional español es rígido, debido a la difi­cultad de los procedimientos para llevar a cabo su reforma. Con ello se trata de garantizar su permanencia y ponerlo al abrigo de cambios partidistas que impliquen un proceso de deslegitimación constitucional. Se establecen dos procedimientos distintos en fun­ción dé la importancia del contenido de la reforma. Así, si se trata de una revisión total de la constitución o una parcial que afecte al título preliminar, al capítulo segundo (derechos y libertades), sec­ción primera del titulo 1, o al título II (De la Corona), se procede­rá a la aprobación por mayoría de dos tercios de cada Cámara, y a la disolución inmediata de las Cortes. Las nuevas Cámaras deberán ratificar la decisión y proceder al estudio del nuevo texto constitu­cional, que deberá ser aprobado por mayoría de dos tercios de ambas Cámaras; y después la reforma será sometida a referén­dum para su ratificación. Junto a dicho sistema, existe otro de ma­yor flexibilidad en el que tan sólo se requiere la aprobación por las Cámaras por mayoría de tres quintos, y en el caso de que una dé­cima parte de cada una de las Cámaras lo solicitase tendría que ce­lebrarse un referéndum.

    La iniciativa de la reforma corresponde al Gobierno, al Con­greso, al Senado y a las asambleas legislativas de las comunidades autónomas en la medida en que la reforma les afecte. Sólo existe un limite temporal para iniciar cualquier reforma constitucional y es el tiempo de guerra, o la vigencia de los estados de alarma, ex­cepción o sitio.

    Miguel Herrero, ponente constitucional, ha puesto de mani­fiesto tres características de la Constitución de l978: consensuada, derivada e imprevisora. Respecto a la primera se señala que la constitución fue fruto de un pacto de Estado, sobre las reglas de juego; así, existe un consenso básico sobre la definición del Estado como social y de derecho, sobre la monarquía y sobre el reconoci­miento de las autonomías históricas.

    Menor interés, aunque también han tenido consecuencias pos­teriores, han suscitado los denominados compromisos apócrifos (Carl Schmitt), que son aquellos que tratan de salvar las diferen­cias utilizando términos o expresiones ambiguas, con el objetivo de posibilitar el acuerdo sobre las palabras y no sobre las ideas. Buen ejemplo de este tipo de compromisos fue la redacción del ar­ticulo 28.2, por el que se regula el derecho de huelga; mientras para la izquierda el artículo debía decir: «Los trabajadores tienen derecho a la huelga», para la derecha y el centro, debía decir: «Los trabajadores tienen derecho de huelga para la defensa de sus intereses profesionales». El compromiso al que llegaron UCD y el PSOE fue: «Los trabajadores tienen derecho de huelga para la defensa de sus intereses»; ahora bien, el problema está en saber que se quiere decir con sus, lo que da lugar a diversas interpreta­ciones según se coloque uno en un lugar u otro del espectro ideo­lógico y, lo que es aún peor, obliga al Tribunal Constitucional no sólo a ser intérprete de la constitución sino a ser también sujeto constituyente.

    El consenso si bien fue un valor positivo, tuyo sus inconve­nientes como el anteriormente señalado o la indefinición que se es­tableció en torno a la estructura territorial del Estado (titulo VIII), lo que ha venido originando numerosos conflictos entre el Estado y la autonomías, y entre las propias autonomías.

    Cuando Herrero de Miñón habla de «constitución derivada» se refiere a que no es originaria y responde a modelos o influencias de otras constituciones. Ello es normal, dada la larga tradición del constitucionalismo liberal. Las constituciones italiana, portuguesa, francesa, la de la República Federal Alemana, la sueca o la birma­na de 1948 tienen algún reflejo puntual a lo largo del texto. Aun­que lo que parece que tiene un mayor interés son dos cuestiones: primera, que el texto se presenta como una reacción de las Leyes Fundamentales de la dictadura, lo que condujo a una inflación de la parte dogmática; segunda, la influencia de los administrativistas, debido a la ausencia en la universidades españolas de especialistas en derecho constitucional.

    Respecto a su carácter imprevisor, dos cuestiones, al menos, se han puesto en evidencia tras su aprobación. La primera fue la in­capacidad para prever la situación que se produjo durante el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981, con el Gobierno y el Con­greso de los Diputados secuestrados; de hecho, la situación a la que hubo que hacer frente, tanto por parte de Francisco Laina como del Rey durante esas largas horas, tiene difícil encaje desde un punto de vista constitucional. En segundo lugar, el deseo de constitucio­nalizar el modelo económico no deja de ser al menos innecesario, si tenemos en cuenta nuestra petición de ingreso en la Comunidad Económica Europea y la posterior aceptación, del Acta Única.

    Es evidente que la Constitución de 1978 representó el resta­blecimiento formal de la democracia en España y una indudable conquista de los sectores democráticos, a la vez que un giro, por el amplio apoyo parlamentario y de la población, en la convulsa historia política de los dos últimos siglos. Pero aun siendo eso lo im­portante, no. debemos ocultar ciertos e1ementos pasivos que con­tiene, tales como las imperfecciones en la técnica jurídica fruto del compromiso político y de los condicionantes con que se realizó

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    Enviado por:Angel Clemente
    Idioma: castellano
    País: España

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