Historia
Revueltas nobiliarias y proyección exterior en el siglo XIII
TEMA XVIII. REVUELTAS NOBILIARIAS Y PROYECCIÓN EXTERIOR EN EL SIGLO XIII.
INTRODUCCIÓN.
Durante la segunda mitad del siglo XIII, al finalizar el impulso expansivo, resurgieron los problemas que las campañas militares habían enmascarado. Alfonso X de Castilla, Alfonso III de Portugal, Jaime I y sus sucesores tienen que hacer frente a continuas sublevaciones nobiliarias en las que se ven implicados miembros de las familias reinantes, que actúan como jefes naturales de los nobles en la lucha por el poder que les enfrenta a la monarquía. Teobaldo II y Enrique I de Navarra se ven obligados a aceptar las imposiciones nobiliarias recogidas en el Fuero de Navarra.
Las causas de las revueltas son complejas y no es posible determinar exactamente cuál precede en orden cronológico o de importancia a las restantes. La introducción del Derecho Romano en Occidente disminuyó las atribuciones y privilegios de la nobleza, al reforzar la posición y autoridad del monarca, y la debilidad de los nobles va acompañada de una pérdida de importancia militar, económica y social. La caballería, pesada y con pocas posibilidades de maniobra, pierde importancia ante la infantería; las huestes feudales, nobiliarias, dejan de ser el grupo militar exclusivo y, por otra parte, el aumento de la circulación monetaria permite contratar y utilizar soldados mercenarios profesionales de la guerra. Económica y socialmente, la nobleza ve amenazada su posición privilegiada por el ascenso de mercaderes y juristas: el desarrollo del comercio favorece inicialmente a los nobles propietarios de tierras al conseguir mejores precios para los productos agrícolas, pero la mayoría de las tierras están arrendadas mediante contratos a largo plazo que impiden actualizar los ingresos de la nobleza y en ningún caso el alza de los productos agrícolas es equiparable a la de los artículos manufacturados cuya venta enriquece a los mercaderes, situándoles por encima de los nobles.
Los juristas, convertidos en funcionarios de la monarquía, adquieren un gran prestigio social y, en ocasiones, importantes riquezas a través de los cargos que desempeñan; para mantener su preeminencia sobre los mercaderes y oponerse a los juristas, la nobleza recurre a la sublevación, a la guerra, que con su secuela de inseguridad y crisis permite la ampliación de dominios y posesiones en el interior de los reinos o la adquisición de tierras en el exterior y la expulsión de los juristas o el recorte de sus atribuciones, es decir, de la autoridad monárquica.
Las revueltas internas son factor básico para entender los avances y retrocesos en el exterior, y fundamental es la intervención pontificia que influye tanto en la política interna como en la internacional. Los matrimonios de Fernando III con Beatriz de Suabia y de Jaime I con Violante de Hungría obedecieron, sin duda, al deseo de los pontífices de evitar los problemas de parentesco que les habían obligado a anular numerosos matrimonios de reyes y príncipes peninsulares, pero ambos matrimonios tendrían efectos contrarios a los intereses de Roma. El hijo de Beatriz, Alfonso X, sería aceptado a la muerte de Federico II como emperador de Alemania por una parte de los electores y por algunas ciudades italianas opuestas a la política pontificia. Las pretensiones imperiales del monarca castellano encontraron siempre la oposición de roma y sólo sirvieron para empobrecer más el reino y para obligar al monarca a aceptar las exigencias nobiliarias.
Si el matrimonio de Fernando condicionó la política exterior de Castilla e indirectamente la interior, la unión de Jaime y de Violante de Hungría repercutió gravemente sobre la situación interna de Aragón y condicionó la expansión mediterránea de la Corona. Para dotar a los hijos de este segundo matrimonio, Jaime redacta diversos testamentos en los que se separan Valencia y Mallorca e incluso Aragón y Cataluña y se provoca el malestar del heredero del trono que contará frente a Jaime I con el apoyo de la nobleza aragonesa. La oposición de la nobleza aragonesa influye en la política mediterránea al negar su apoyo a Pedro el Grande cuando éste ocupa Sicilia, ocupación que puede relacionarse, de alguna manera, con la política occitana de la Corona: al morir Federico II, Roma separó los dominios alemanes de los italianos y cedió los segundos a Carlos de Anjou, señor de Provenza; gracias al apoyo de los papas los angevinos habían logrado, a comienzos del siglo, desplazar a los reyes catalanoaragoneses del sur de Francia, y conseguían ahora, desde Sicilia, poner en peligro el comercio catalán con el norte de Africa. Frente a los Anjou y frente al Pontífice, Pedro el Grande, actuando en nombre de su esposa Constanza de Sicilia, ocuparía la isla en 1282. Por caminos distintos, Castilla y Aragón entraban en la política europea e intentaban, con diferente resultado, convertirse en herederos de los emperadores alemanes: Alfonso X en Alemania y Pedro el Grande en Sicilia.
Problemas europeos y sublevaciones nobiliarias internas se condicionan mutuamente en los últimos años de Alfonso X y de Pedro el Grande. El primero, enfrentado a una revuelta dirigida por su hijo Sancho, buscó la ayuda de Felipe III de Francia, aliado del Pontífice en cuanto defensor de Carlos de Anjou y enfrentado a Pedro el Grande, e intentó por medio del monarca francés que Roma aceptara sus derechos al trono imperial. Frente a Pedro de Aragón, Roma utilizó las armas eclesiásticas: excomulgó al monarca y concedió sus reinos al francés Carlos de Valois. El castellano Sancho se convirtió de este modo en el aliado natural del monarca aragonés, del que, por otra parte, no podía prescindir pues en su poder se hallaban los infantes de la Cerda a quien Alfonso X había proclamado herederos al trono castellano. La muerte de Alfonso X en 1284 permitiría a Sancho, ya rey, desentenderse de la alianza con los monarcas aragoneses, que, en adelante, oscilarían entre el apoyo a los infantes de la Cerda y la paz con Castilla, necesaria para continuar la lucha en Sicilia sin ser atacados en la Península.
EL SUEÑO IMPERIAL DE ALFONSO X.
II.l. Economía y política peninsular y revueltas nobiliarias.
Los dos primeros actos del reinado de Alfonso X el Sabio (1252-1284) se complementan entre sí y son un claro exponente de la situación del reino a su llegada al trono. Alfonso X modificó (devaluó) la moneda y como consecuencia “encarescieron todas las cosas en los regnos de Castilla e de León”, lo que obligó a fijar, en las Cortes celebradas en Sevilla, los precios máximos de numerosos artículos, poner límite a los gastos suntuarios, intentar frenar la especulación, prohibir la exportación de animales y de productos alimenticios y tomar diversas medidas tendentes a restaurar la decaída economía castellana. Estos problemas -subida de salarios y precios, tendencia al lujo que termina por arruinar a cuantos dependen de ingresos fijos y en general a todo el reino excepto a los mercaderes- son decisivos para explicar las continuas sublevaciones nobiliarias y el fracaso de la política exterior y de las reformas intentadas por Alfonso X en el interior de Castilla.
En los primeros años del reinado la nobleza encontró una salida a sus problemas económicos en la intervención en el Algarve portugués, cedido por Sancho II a Alfonso en 1245 como recompensa por la ayuda castellana durante la guerra civil portuguesa y reclamado por Alfonso III en 1252; la guerra tuvo como principal escenario Extremadura y finalizó con un acuerdo por el que el Algarve y los castillos de Moura, Serpa, Aroche y Aracena eran atribuidos a Portugal pero quedarían en poder de Castilla hasta que el hijo de Alfonso III y de Beatriz de Castilla (matrimonio concertado al firmar la paz en 1253) tuviera siete años.
El éxito portugués fue seguido de una intervención en Navarra donde, a la muerte de Teobaldo I (1253), Alfonso pretendió ser reconocido como señor feudal por el nuevo rey. Ante la negativa de los navarros, el castellano atacó el reino, que fue defendido por Jaime I de Aragón, al que no interesaba la anexión de Navarra a Castilla. La presencia de las tropas castellanas en la frontera navarra fue utilizada por el vizconde de Bearn para ponerse al frente de una sublevación de los gascones contra Inglaterra y ofrecer Gascuña al monarca castellano, que se consideraba con derechos sobre esta región, ofrecida en dote y nunca entregada a Leonor, esposa del Alfonso VIII. Ni Inglaterra ni Castilla tenían interés en iniciar una guerra por Gascuña, y, tras algunas negociaciones que desembocaron en una alianza contra Navarra, los rebeldes fueron perdonados. Alfonso entregó Gascuña en dote a su hermana Leonor, que casaría con Eduardo de Inglaterra.
Las campañas contra Navarra fueron suspendidas al producirse una sublevación de algunos nobles castellanos dirigidos por el infante Enrique y por Diego López de Haro, que ofrecieron sus servicios a Jaime I de Aragón. La sublevación de Enrique puede relacionarse con antiguas desavenencias entre los hermanos, agravadas por la forma en que se llevó a cabo el reparto andaluz; Enrique fue uno de los menos favorecidos en relación con su categoría y parte de sus bienes fueron confiscados por Alfonso X en 1254; al mismo tiempo, Enrique se consideraba y pretendía actuar como jefe natural de la nobleza castellana y se veía relegado en sus aspiraciones por Nuño González de Lara, hombre de confianza de Alfonso X a quien éste había dejado al frente de Sevilla y había concedido las rentas reales en Burgos y en La Rioja.
Si los Lara están al lado del monarca, en su contra estarán los Haro desde el siglo XII; ambas familias eran equiparables en riqueza y poder militar y una y otra se consideraban con derecho a dirigir a la nobleza y a controlar política y económicamente el reino de Castilla sirviendo al rey, si era posible, o enfrentándose a él cuando el monarca se inclinaba hacia un miembro de la otra familia: a la muerte de Enrique I los Lara apoyaron a Alfonso IX de León contra Fernando III, a cuyo lado figuraron los Haro. Asentado el poder de Fernando, los Lara contrarrestaron el poder de sus antagonistas alineándose al lado del heredero Alfonso, y cuando éste llegó al trono, los Haro pasaron a dirigir la oposición nobiliaria en un juego de alternativa fielmente respetado. Las expediciones militares contra los musulmanes suavizaron o aplazaron las tensiones entre las dos familias, cada una de las cuales buscará su presente y su futuro en la privanza del rey o, sino es posible, en la del heredero: los Haro siguieron al lado de Fernando III y los Lara formaron parte del séquito de Alfonso X y llegaron al poder con él desplazando a los Haro.
El intento de sublevar Andalucía fracasó y Enrique tuvo que abandonar el reino -ofrecería sus servicios a los musulmanes de Túnez-, pero las campañas contra Navarra tuvieron que ser abandonadas. A pesar del fracaso militar, Alfonso X no renunció a sus pretensiones y durante todo su reinado mantuvo una intensa actividad diplomática destinada a incorporar Navarra a la Corona castellana; sólo al final de su reinado, ante el fracaso de la diplomacia, se decidió a intentar de nueva la aventura militar que provocaría la intervención de Felipe III de Francia y condicionaría la política exterior de los reinos hispánicos.
II.2. La sucesión de Federico II de Alemania.
Los intereses peninsulares aparecen claramente vinculados a los europeos tras la muerte del emperador alemán-siciliano Federico II, cuya herencia se disputan, entre otros, los reyes de Castilla y Aragón, que intervienen activamente en los enfrentamientos entre güelfos y gibelinos, partidarios los primeros de la hegemonía del pontífice y los segundos del predominio del emperador. Alfonso X, como hijo de Beatriz de Suabia, tenía unos derechos teóricos al trono imperial, derechos que le fueron ofrecidos en 1256 por la ciudad gibelina de Pisa.
La elección imperial, celebrada en 1257, dio como resultado el nombramiento de dos emperadores: Alfonso y Ricardo de Cornualles, hermano del rey de Inglaterra. Ambos aceptaron el nombramiento y Alfonso X intentó movilizar las fuerzas económicas del reino para hacer efectivo el título imperial; nombró su lugarteniente y representante a Enrique, duque de Bravante, y concedió numerosos privilegios a sus partidarios; su elección sin embargo no fue aceptada por el Pontificado y Castilla se negó a financiar las campañas imperiales, pese a lo cual Alfonso X mantuvo sus pretensiones hasta 1275 y orientó la política exterior del reino hacia la obtención de aliados que le permitieran convertir en realidad el sueño imperial, sobre cuyos orígenes conviene insistir para entender la posterior intervención de los monarcas aragoneses.
La iniciativa pisana no puede explicarse exclusivamente por razones jurídicas. Ciertamente, Alfonso pertenecía por línea materna a la familia de los Staufen y era presumible que una vez llegado al poder se apoyara en los gibelinos, pero esto por sí solo no justificaba el envío de embajadores a Soria: a los pisanos no se les ocultaba que si Alfonso X hubiese sido aceptado no habría dispuesto de los medios para imponer su autoridad en Alemania y de ninguna manera habría podido favorecer los intereses de la ciudad italiana; si fuera posible separar los dominios alemanes e italianos del Imperio podría decirse que Pisa ofrecía a Alfonso no el imperio alemán sino el italiano y su prolongación por el Mediterráneo.
Los motivos de la sorprendente oferta hecha por el embajador Bandino Lancia al rey castellano se hallan en la Península y en otro sueño, igualmente fallido, de Alfonso X. Castilla, tras la conquista de Andalucía, se hallaba inmejorablemente situada para controlar el comercio con el norte de Africa y Sevilla era un centro de primera importancia en las relaciones comerciales entre Italia y el Atlántico. Pisa mantenía una guerra endémica con Génova por el control del comercio en el Mediterráneo occidental y vio su oportunidad de afianzarse en Castilla y el norte de Africa en el proyecto alfonsino de organizar una cruzada contra los norteafricanos. En búsqueda de apoyo naval, los embajadores castellanos firmaron en enero de 1256 un acuerdo con Carlos de Anjou y con la ciudad de Marsella y poco después se dirigieron a Pisa, donde fueron favorablemente acogidos. Pisa ofreció, además de su ayuda interesada para las campañas norteafricanas, el título imperial como señuelo para convencer o adular a Alfonso X. Los intereses pisanos quedaron claramente al descubierto en los acuerdos firmados en Soria: en un primer documento, Alfonso proclamó sus derechos al trono imperial y Lancia, en nombre de Pisa, lo aceptó como emperador. El mismo día se redactó un segundo documento en el que se fijaban las condiciones de la ayuda pisana: Alfonso se comprometía a combatir al lado de Pisa contra sus enemigos de Luca, Florencia y Génova, y a conceder territorios y privilegios comerciales a los pisanos en el reino de Sicilia (desde el que se controlaba el comercio con Túnez), en el Algarve y en el norte de Africa. Por su parte, la ciudad italiana ofrecía al monarca diez galeras armadas para sus campañas en Italia y el norte de Africa.
El acuerdo no prosperó: los pisanos, al referirse al Imperio, aludían única y exclusivamente a su parte italiana, y a Alfonso X sólo le interesaba la zona central, Alemania. Años más tarde y con otros aliados, Pedro el Grande de Aragón llevaría a cabo los proyectos italianos expuestos por Pisa al monarca de Castilla.
II.3. Control de la economía a través de las Cortes.
Las aspiraciones imperiales condicionan la política interior del reino y la situación económica de Castilla unida al malestar de los nobles convierten a su vez en irrealizable el sueño de Alfonso. Las medidas tomadas por el monarca en 1252 fueron incapaces de contener el alza de los precios y el desmedido lujo de la población castellana y las guerras peninsulares sólo sirvieron para agravar la situación económica, por lo que el momento no era propicio para obtener subsidios de las Cortes con vistas a sufragar la elección imperial. Reunidas las Cortes en Segovia se suprimieron, al parecer, las tasas puestas en 1252 ya que, si antes los precios subían de un modo oficial, después de los acuerdos de Sevilla los mercaderes se negaron a vender a los precios fijados y los revendedores acapararon los productos, provocaron su escasez artificial y los vendieron a precios más elevados. Una nueva devaluación monetaria realizada por estos años agravó aún más la situación y contribuyó a incrementar de nuevo los precios y a dificultar cualquier aportación económica del reino al Imperio ofrecido en 1256.
Dos años más tarde las Cortes reunidas en Valladolid intentaron reorganizar la economía castellana mediante una serie de medidas tendentes a reducir el gasto público y privado. Las leyes suntuarias aprobadas en estas Cortes -su incumplimiento hará que se renueven periódicamente- tienen un objetivo económico y social; se trata de reducir el gasto y al mismo tiempo evitar la confusión externa entre los diferentes grupos sociales: cada uno habrá de vestir, calzar y comer de acuerdo con su categoría y dentro de ciertos límites en cada grupo. Las limitaciones afectan a todos. Por lo que se refiere al monarca, se limitaron sus gastos de alimentación a ciento cincuenta maravedíes por día, aunque se le autorizó a utilizar cuantos trajes quisiera y de la calidad elegida por él. Sobre los oficiales y nobles al servicio del rey, alimentados a expensas del monarca cuando se hallaban en la Corte, se dispone que “coman más mesuradamente y que no hagan tan gran gasto como hacen”; para evitar gastos innecesarios se prohibe a los nobles acudir a la Corte sino cuando sean llamados por el Rey o tengan asuntos que resolver e incluso en estos casos su estancia se limitará a tres días y su séquito no podrá incluir a más de diez caballeros.
Mayor interés que estas medidas, que tenían ante todo valor de ejemplo, fueron las destinadas a evitar los gastos innecesarios de concejos y particulares. Se prohibió a éstos seguir a la Corte, excepto en los casos en que acompañaran a su señor o tuvieran que solucionar algún pleito. Se redujo a dos el número de representantes de los concejos encargados de defender los intereses del municipio y se ordenó que fueran designados siempre hombres que “no tengan otra cosa que hacer”, es decir, gentes cuyo trabajo no fuera necesario desde el punto de vista de la producción e, indirectamente, personas que pertenecieran a los grupos dirigentes de los concejos.
En estas mismas Cortes se limitó al 33% el interés de los préstamos hechos por los judíos, se disminuyó el número de peajes y montazgos cobrados sobre el ganado y se fijó su cuantía en un dos por mil y se prohibieron las asociaciones de mercaderes para evitar acuerdos sobre los precios... pero no se tomaron las medidas para aumentar la producción; tan sólo la caza fue protegida con diversas disposiciones.
En estas Cortes o quizás en las celebradas un año más tarde en Toledo obtendría Alfonso los subsidios necesarios para iniciar la cruzada norteafricana, para lo que contaba con la ayuda de Aragón, donde Jaime I, sin intervenir oficialmente, autorizó a sus súbditos a colaborar con Alfonso X siempre que no atacaran las tierras tunecinas -en las que el comercio catalán se hallaba sólidamente asentado. La campaña militar tuvo como único resultado la conquista de Salé (1260), abandonada este mismo año. Su pérdida fue compensada con la victoria obtenida sobre los musulmanes del reino de Niebla (1262), que, tras haberse acogido a la protección castellana, se sublevaron por estos años adelantándose a la gran sublevación (1264) de los mudéjares de Andalucía y Murcia apoyados por Granada y por los benimerines norteafricanos que respondían de esta manera a la cruzada castellana. Con grandes dificultades pudo Alfonso X reducir a los andaluces mientras Jaime I sometía a los murcianos para que la sublevación se extendiera por Valencia.
Solucionado el problema mudéjar, Alfonso X llegó a un acuerdo con el monarca portugués y renunció a las posesiones del Algarve, que fueron cedidas a su nieto Dionís (1267), hijo del rey portugués; esta cesión, realizada contra el parecer de los nobles, fue el pretexto, según los cronistas, de la revuelta nobiliaria iniciada en 1269, aunque el descontento de los nobles debe ser más bien puesto en relación con las dificultades económicas del reino y más concretamente con las del estamento nobiliario. La penuria de la monarquía y de los súbditos fue precisamente la causa de la convocatoria de las Cortes de Jerez (1268), en cuyo preámbulo el rey afirma que reunió las Cortes porque “las gentes se me quejaban mucho de la gran carestía que había en mi tierra”; el carácter absolutamente nuevo de esta reunión puede observarse en dicho prólogo: mientras en las anteriores el monarca se halla asesorado por los nobles y obispos en primer lugar y sólo en último término por los “hombres buenos de las ciudades de Castilla, Extremadura y León”, en las Cortes jerezanas el rey es asesorado por los “mercaderes y hombres buenos” en primer término.
Las medidas superaron con mucho a las acordadas anteriormente. En primer lugar, el monarca se comprometió a no alterar la moneda y a uniformar los pesos y medidas como medio absolutamente necesario para dar efectividad al resto de los acuerdos que se referían a los precios de una serie de productos entre los que figuraban el oro, la plata, el cobre, el estaño, el plomo, los tejidos, las pieles, los cueros, las armas, las aves de caza, el ganado...; se repitieron algunas de las leyes suntuarias, así como las disposiciones sobre moros y judíos; se fijaron los salarios que podían cobrar por su trabajo sastres, armeros, mozos de labranza, carpinteros, albañiles...; se prohibió la exportación de oro, plata, cueros, seda, lana sin hilar, trigo, vino, carne y pescado, y se fijaron los puertos por los que debía realizarse la exportación en los casos en que fuera autorizada. Otras disposiciones aprobadas en las Cortes se referían a la protección de la caza, a la prohibición de crear cofradías de mercaderes y menestrales, a la condena de los revendedores, a la prohibición de tener tesoreros judíos, al interés de los préstamos... Se dispuso además, para paliar la escasez de mano de obra, que “ningún peón ande baldío (sin trabajar)... pidiendo o robando”.
Por primera vez nos hallamos ante un intento serio de organizar la economía castellana: por un lado se busca incrementar la producción y por otro se ordena que ésta no sea exportada, que éste al servicio del reino, del que sólo podrá salir en casos muy concretos y a cambio de artículos considerados de gran interés para Castilla, como el oro, la plata y los metales en general. Al prohibir la exportación no sólo se ponen las bases de una posible industria castellana, sino que se hace disminuir la demanda, lo que se traduciría en una disminución de los precios, e indirectamente se reducen las importaciones, ya que si no era posible pagarlas con moneda ni con las materias primas castellanas dejarían de ser rentables para los importadores. Se desanima también la importación de productos de lujo asignándoles un precio fijo y creando puertos o aduanas en las que se obligará al pago de impuestos.
II.4. Las revueltas nobiliarias impiden el sueño imperial.
Para cumplir los acuerdos de las Cortes era precisa la tranquilidad interior y el control de la situación por el monarca, pero en 1269 la autoridad del rey fue discutida por los nobles que, dirigidos ahora por Nuño de Lara, ofrecieron sus servicios a Jaime I, molesto con Alfonso X por no haber mantenido éste el repartimiento de la ciudad y huerta de Murcia ordenado en 1266 por el rey aragonés. La falta de apoyo de Jaime I llevó a los nobles a ofrecer sus servicios al rey de Navarra y, más tarde, al granadino; entre los sublevados figuran los hermanos de Alfonso y los personajes más importantes de la nobleza castellana, que olvidan las viejas rivalidades para hacer frente común contra el monarca (1271). A los intentos conciliadores de Alfonso X los nobles respondieron con nuevas exigencias. Estas eran de tipo jurídico y económico; entre las primeras figuraba la supresión del Fuero Viejo de Castilla, por el que se regían todos los nobles sin distinción del reino, y la implantación de las Partidas, que daban mayor autoridad al monarca; entre las segundas, el exceso de impuestos, la extensión de la alcabala (impuesto del 10% sobre las ventas) a los hidalgos y la creación de pueblos de realengo en León y Galicia que atraían a los campesinos de tierras nobiliarias.
En todas sus reclamaciones y peticiones, nobles sublevados y fieles al monarca (sublevación y lealtad son dos formas de alcanzar el mismo objetivo) insisten en que su actuación tiene como finalidad el bien de la tierra y el restablecimiento de los buenos fueros de época anterior, a lo que responderá Alfonso, en carta dirigida en 1275 a su hijo Fernando, con las siguientes palabras: “Así como los reyes los criaron (a los nobles), así se esforzaron ellos por destruir a los reyes y quitarles los reinos... y así como los reyes les dieron heredades, así se esforzaron ellos por desheredarlos confabulándose con sus enemigos, robando la tierra, privando al rey poco a poco de su bienes y negándoselos... Este es el fuero y el bien de la tierra que ellos siempre quisieron”. Imposible explicar más claramente los problemas a los que tuvieron que hacer frente en el siglo XIII todos los reyes peninsulares.
Aceptadas las exigencias de 1271, los rebeldes pidieron que se reservase a los hidalgos, en exclusiva, el cargo de juez, que se destruyeran las pueblas castellanas mandadas hacer por el rey, que fueran sustituidos los merinos reales por adelantados (nobles), que se suprimieran los diezmos de los puertos y que se eximiera de tributos a los vasallos nobiliarios, lo que equivalía a dar el gobierno de Castilla a los nobles y convertir sus dominios en inmunes. Si los rebeldes no triunfaron plenamente, los nobles y eclesiásticos que permanecieron fieles al monarca obtuvieron concesiones que de hecho equivalían a las pedidas por los sublevados; en una reunión celebrada en Almagro (1273), Alfonso X redujo los impuestos, limitó el cobro de los diezmos de los puertos a un plazo máximo de seis años y accedió a que los nobles se rigieran por los fueros antiguos. Las concesiones se extendieron a los rebeldes en 1274 para conseguir su apoyo en el fecho del Imperio, quimera a la que Alfonso X nunca renunció y para cuya realización llegó a pedir a los sublevados que solicitaran de su defensor, el rey granadino, una fuerte ayuda económica.
Pacificado el reino, Alfonso X abandonó Castilla para entrevistarse en la ciudad francesa de Beaucaire con Gregorio X y conseguir la aceptación de sus aspiraciones imperiales. El gobierno fue confiado al primogénito, Fernando, que murió en Andalucía al intentar contener los avances benimerines (1275). Teóricamente, según las leyes puestas en vigor por Alfonso X, la sucesión correspondía a los hijos de Fernando, los infantes de la Cerda Alfonso y Fernando, pero el reino de Castilla estaba amenazado por los benimerines y la situación exigía al frente de la nobleza un caudillo militar capaz de oponerse a los musulmanes. Ausente Alfonso y menores de edad los infantes, los nobles aceptaron como heredero de Castilla al segundo de los hijos de Alfonso, Sancho IV. Esta elección llevaba en sí el germen de la guerra civil: los clanes nobiliarios de los Lara y los Haro se habían apoyado respectivamente en los infantes Fernando y Sancho y al ser elegido éste, los Lara se consideraron agraviados y siguieron el partido de los infantes de la Cerda frente a Sancho IV, es decir, frente a los Haro.
Al regresar de Beaucaire (sin haber visto sus peticiones atendidas por el Pontífice) Alfonso X halló el reino dominado por los partidarios de Sancho, que le pidieron que aceptara su elección. El rey, dubitativo entre Sancho y los infantes, se inclinó hacia el primero para evitar discordias y para poder intervenir en Navarra, donde, a la muerte de Enrique I en 1274, la población se hallaba dividida entre los partidarios del rey castellano y los adeptos del monarca francés. La presencia del señor de Vizcaya Lope Díaz de Haro entre los partidarios de Sancho influyó sin duda en la elección de Alfonso: no era posible defender a sus partidarios navarros si antes tenía que sofocar una previsible sublevación de Vizcaya; por otro lado, el monarca francés había tomado partido en el problema castellano y apoyaba activamente a los infantes de la Cerda (de los que era tío) y a Juan Núñez de Lara. El problema sucesorio castellano se transformaba así en un conflicto internacional en el que el objetivo inconfesado era el reino de Navarra.
Ante el resultado indeciso de los combates, Alfonso X intentó negociar con Felipe III sobre la cuestión navarra y sobre el pleito sucesorio y se comprometió a aceptar la decisión de las Cortes castellanas, en las que se permitiría la presencia de los enviados del monarca francés. La convocatoria de Cortes era necesaria más que para resolver los problemas mencionados para facilitar al monarca los medios económicos necesarios para proseguir con su sueño imperial, dificultado por la prohibición pontificia de devaluar una vez más la moneda castellana. Las Cortes de Segovia (1278) ratificaron el nombramiento de Sancho y concedieron los subsidios pedidos, pero el cobro se retrasaba y Alfonso X recurrió a los prestamistas judíos que adelantaron el dinero y se encargaron, en nombre del rey, de cobrar la parte correspondiente a los súbditos; con esta ayuda el monarca reemprendió las campañas contra Navarra y pudo contener a los benimerines, dueños de Algeciras desde 1279.
Fracasado en sus aspiraciones sobre Navarra al realizarse el matrimonio de la heredera, Juana, con el primogénito del monarca francés, Felipe IV, Alfonso X retiró su apoyo incondicional a Sancho e intentó hallar una solución de compromiso que le permitiera repartir el reino entre Sancho y los infantes (refugiados en Aragón). Sancho se opuso a la división e inició una guerra civil en la que tuvo a su lado a gran parte de la nobleza, a los eclesiásticos y a numerosas ciudades castellanas y leonesas, mientras que Alfonso X sólo pudo contar con algunos nobles y con las ciudades de Sevilla y Murcia, y, en el exterior, con el monarca francés, interesado en asegurarse a través de los infantes un cierto control sobre Castilla.
Sancho se vio obligado a buscar alianzas exteriores para neutralizar la influencia francesa. El aliado natural de Sancho IV fue el monarca aragonés Pedro el Grande, de quien dependía la libertad o la prisión de los infantes y con el que le unía la común enemistad con el rey de Francia, valedor de los infantes de Castilla y apoyo de los angevinos sicilianos.
En su último testamento, Alfonso X desheredó a su hijo y proclamó herederos a los infantes, bajo la tutela de Felipe III de Francia, que heredaría Castilla en el caso de que los infantes murieran sin descendencia. Abandonado por todos, murió en Sevilla en 1284 y su testamento no fue respetado.
EL REINADO DE JAIME I EL CONQUISTADOR (1213-1276).
III.l. Problemas internos y expansión aragonesa.
La derrota y muerte de Pedro el Católico en Muret (1213) dejó el reino en manos de Jaime I, que como menor de edad -había nacido en 1208- quedó sometido a la tutela del pontífice Inocencio III, señor feudal y de Aragón y Cataluña, quien procedió a organizar el reino devastado por continuas sublevaciones nobiliarias y arruinado por la mala administración de Pedro el Católico. Jaime I fue trasladado a la fortaleza de Monzón, sede del maestrazgo de la Orden del Temple. El problema se planteaba en torno al gobierno del reino, para el que había dos candidatos: el conde Sancho, hijo de Ramón Berenguer IV y, por tanto, tío abuelo del rey, y el infante Fernando, abad de Montearagón, que era tío directo de Jaime I. El legado pontificio se inclinó por Sancho, que ejercerá el gobierno como procurador del reino asistido por un consejo de nobles catalanes y aragoneses. Sancho restableció la paz en el interior mediante la constitución de paz y tregua, firmó treguas con los musulmanes por tres años, favoreció a las ciudades de Cataluña eximiéndolas del pago de tributos hasta la mayoría de edad del rey y reorganizó las finanzas de la Corona por disposición de Inocencio III, quien confió la administración de los bienes de la Corona a los templarios: una parte de las rentas, las procedentes de la ciudad de Montpellier, sería destinada a las necesidades del monarca, mientras los restantes ingresos servirían para pagar las deudas contraídas por Pedro el Católico.
Los intentos catalanes de proseguir la política occitana de Ramón Berenguer IV y sus sucesores, hallaron en todo momento la oposición de los pontífices, que obligaron a las tropas catalano-aragonesas a evacuar la ciudad de Toulouse, ocupada en 1217 contra Simón de Montfort. El fracaso de las tentativas occitanas y su participación en ellas, con riesgo de provocar una nueva cruzada dirigida ahora contra los dominios peninsulares de la Corona, obligaron al conde Sancho a renunciar a la procuración del reino, que sería en adelante gobernado por los consejeros de Jaime I (1218).
Desaparecido de la escena política el regente y debilitada la autoridad pontificia por la actuación independiente del emperador Federico II, la Corona aragonesa quedó en manos de los nobles, enfrentados entre sí por el control del reino y del monarca. Cada uno de los consejeros actuó como señor independiente en sus dominios y procuró ampliarlos sirviéndose de su posición ante el rey para compensar la disminución de los ingresos provocada por el estancamiento de las conquistas a partir de finales del siglo XII. El reino entró en esta época en un período de crisis económica a la que Pedro el Católico buscó la solución más fácil y la menos apropiada: la acuñación de moneda de mala calidad, que agravó aún más los problemas económicos al provocar alteraciones en los precios. Los ingresos normales de la Corona estaban virtualmente empeñados y la nobleza sólo podía aumentar sus rentas mediante la guerra contra los musulmanes o mediante la guerra interior mientras los almohades mantuvieran su cohesión. Al igual que en Castilla o Portugal, la expansión hacia el sur se debió, en gran parte, a la necesidad de buscar solución a los graves problemas internos planteados por la actitud de los nobles: al dirigir las campañas de conquista y ocupar en ellas a los nobles, la monarquía les facilitaba nuevos ingresos e indirectamente pacificaba el interior.
Los primeros años del reinado de Jaime I estuvieron dedicados a luchar, sin éxito contra una facción nobiliaria en la que se encontraba el infante Fernando y, con él, los nobles Rodrigo de Lizana, Pedro Fernández de Azagra -señor de Albarracín-, Guillén de Montcada..., a los que se sumaron la práctica totalidad de las ciudades aragonesas, con Zaragoza a la cabeza. También intentó la reorganización de las finanzas del reino, comprometiéndose a mantener el peso y la ley de la moneda durante un período de diez años y ordenando una inspección, a cargo de frailes templarios, de la actuación financiera de los oficiales reales. El compromiso de mantener la estabilidad monetaria representaba una pérdida de ingresos para la monarquía a la que correspondían los derechos de acuñación y los beneficios que derivaran de la disminución del peso y la ley -con la misma cantidad de metal se acuñaba mayor número de monedas-, pero era una garantía para los súbditos, que compensaron las pérdidas del monarca mediante un impuesto, el monedaje, que equivalía al cinco por ciento del valor de los bienes muebles e inmuebles de todos y cada uno de los súbditos, sin excepción de ninguna clase.
La fragmentación del imperio almohade ofreció a Jaime I la posibilidad de intervenir contra el independizado reino de Valencia en un intento de afirmar su autoridad y de pacificar los dominios al ofrecer una salida a la belicosidad de los nobles. Pero el asedio de Peñíscola (1225) terminó en fracaso y la misma suerte tuvo un nuevo ataque emprendido desde Teruel en el que no encontró el apoyo de la nobleza de Aragón. Jaime carecía de autoridad y de medios económicos para imponerse a los nobles y éstos preferían actuar por cuenta propia, como demostró Pedro Ahonés al negarse a respetar las treguas firmadas por Jaime I con Abu Zeyd de Valencia y atacarle a pesar de las parias que pagaba. La muerte del noble a manos de los hombres del rey dio lugar a un levantamiento general en Aragón, cuyas causas profundas hay que situar en el malestar existente entre los nobles aragoneses por la pérdida de importancia del Reino en comparación con el Principado y en el olvido o la ruptura de los lazos especiales que unían al monarca con los nobles aragoneses.
Tradicionalmente, los nobles estaban obligados a combatir al lado del rey durante tres días, ampliables a tres meses cuando el noble tuviera del monarca tenencias de honor (distritos territoriales), cuya concesión y revocación dependía de la voluntad del rey. Durante los años que siguieron a la muerte de Alfonso el Batallador la nobleza consiguió imponer una modificación en el régimen de tenencias: el monarca no podría revocarlas sin causa justificada, no tendría libertad para concederlas a extranjeros y en el caso de que retirase por causa justa la tenencia a un noble debería entregarla a los parientes del perjudicado y no a otras personas.
Para evitar la vinculación de los nobles a un territorio o, lo que es lo mismo, la tendencia a hacer hereditarias las tierras recibidas, los monarcas pagaron los servicios nobiliarios mediante la concesión de caballerías de honor; el rey otorgaba las rentas de un determinado lugar (en el siglo XIII cada caballería equivale a 500 sueldos) o los ingresos de ciertos impuestos a cambio de que el beneficiario sirviera con un número de caballeros proporcionado a la cantidad recibida. Los intentos monárquicos chocaron con los intereses de la nobleza, que aspiraba a hacer hereditarias las caballerías del mismo modo que había logrado transmitir las tenencias.
Durante la minoría de edad de Jaime I los nobles aragoneses actuaron con entera libertad, distribuyeron los honores entre sus partidarios y en gran parte decidieron la orientación política del reino al obligar al conde Sancho a renunciar a la política occitana. La actuación independiente del rey y su deseo, llevado a la práctica tras la muerte de Pedro Ahonés, de recuperar los bienes de la Corona, fueron las causas próximas del levantamiento de la nobleza aragonesa a la que se unieron algunos nobles catalanes dirigidos por Guillén de Montcada, vizconde Bearn y señor de importantes dominios en Aragón.
La falta de solidaridad entre los nobles aragoneses y la ayuda de los catalanes permitieron al monarca imponerse en Aragón un año más tarde (1227), pero los acuerdos con la nobleza fueron más una transacción que una victoria de Jaime I; los jefes rebeldes fueron perdonados y, además, recibieron determinado número de caballerías según su importancia. Pese a este acuerdo, la oposición aragonesa se mantendría latente durante todo el siglo XIII y gran parte del XIV, aunque sólo adquiriera nueva fuerza en los momentos de debilidad de la monarquía.
Pacificados sus dominios aragoneses y barceloneses, Jaime I tuvo que atender a los problemas surgidos en el condado de Urgel, teóricamente independiente y de hecho sometido a la tutela de los condes de Barcelona. La vieja rivalidad entre los condes de Urgel y los vizcondes de Cabrera por el dominio del condado se acentuó en 1228 al reclamar sus derechos Aurembiaix de Urgel, que reclamó el arbitraje del rey; rechazado éste por Guerau y por su hijo Ponce de Cabrera, Jaime los expulsa militarmente del condado que es, cada vez más, una prolongación del condado barcelonés al que está destinado a unirse según el acuerdo de concubinato suscrito por Jaime y Aurembiaix diez años más tarde. Tras la conquista de Mallorca, Pedro de Portugal -marido de Aurembiaix- renunciaría al condado a cambio de diversas posesiones en la isla -que más tarde cambiaría por tierras y derechos en el reino valenciano- y Urgel se incorporaría plenamente al condado de Barcelona para formar el país o nación catalana.
La importancia política de las ciudades catalanas fue reconocida de modo oficial en 1214 por el cardenal Pedro de Benevento, representante de Inocencio III, al hacer jurar la constitución de paz y tregua a los ciudadanos, al eximir a las ciudades de Cataluña de todo impuesto hasta la mayoría de edad del monarca y al ordenar que en cada ciudad fueran elegidos, con el consejo del obispo, dos pahers (paciarii o encargados de mantener la paz), “uno de los mayores y otro del pueblo”. Las reuniones para declarar la paz y tregua se celebran en los momentos en que es preciso poner orden en el interior y, con frecuencia, preceden a campañas en el exterior, como las celebradas en Tortosa (1225) antes de los ataques a Peñíscola o en Barcelona (1228) para preparar la expedición contra Mallorca, realizada por deseo y en parte a expensas de las ciudades catalanas interesadas en mantener e incrementar su comercio, amenazado por los piratas y competidores mallorquines.
La expansión naval y comercial de Cataluña fue reconocida y propiciada por el monarca en 1227 al dictar medidas proteccionistas según las cuales ningún barco procedente o que se dirigiera al norte de Africa o al Mediterráneo oriental podría transportar mercancías salidas o enviadas a Barcelona mientras hubiera barcos barceloneses dispuestos a efectuar el transporte. Es indudable que al amparo de estas normas serían construidos en Barcelona nuevos barcos cuya actividad comercial daría lugar a represalias por parte de los mallorquines, que capturaron dos naves barcelonesas en 1228 y con ello ofrecieron al monarca y a los mercaderes catalanes el pretexto para invadir y ocupar las Baleares.
La oportunidad era inmejorable: ni los musulmanes de la Península ni los norteafricanos, en guerra civil, se hallaban en disposición de socorrer a los mallorquines, y el conde de Barcelona contaba con el apoyo de los mercaderes y de la nobleza catalana, a los que se unieron los ciudadanos de Marsella y de Montpellier, igualmente interesados en poner fin a las actividades comerciales y piráticas de los mallorquines. La conquista de la isla, en cambio, no suponía beneficio alguno para los aragoneses y éstos negaron su colaboración militar y económica al monarca. La expedición salió de los puertos de Salou, Cambrils y Tarragona el 5 de septiembre de 1229. Prácticamente el único foco de oposición fue la propia ciudad de Palma, que resistió el asedio hasta el 31 de diciembre, fecha en que las tropas feudales catalanas consumaron una de las más atroces conquistas. Ocupada la capital, el resto de la isla, formado por comunidades campesinas indefensas, fue literalmente aplastado por las tropas catalanas, que sólo encontraron una pequeña resistencia en zonas montañosas de la sierra de Tramontana. Menorca se declaró tributaria del rey en 1231, lo que no impidió que fuera objeto de una conquista brutal medio siglo después por Alfonso III el Franco. En cuanto a Ibiza fue conquistada en 1235 por el antiguo conde de Urgel, Pedro de Portugal, por el conde Nuño Sánchez y por el arzobispo de Tarragona, Guillén de Montgrí.
La conquista de las Baleares fue posible por la coincidencia de intereses entre las ciudades costeras (Barcelona fundamentalmente) y la nobleza catalana, que veía en la guerra exterior una posibilidad de incrementar sus ingresos y de recuperar el prestigio y la situación social que le disputaba, con éxito, la burguesía urbana. Nobles y ciudadanos colaboraron en la empresa con sus efectivos militares y económicos y ambos obtuvieron importantes beneficios.
En la conquista valenciana los intereses fueron distintos y a menudo contrapuestos. Por una parte, la conquista interesaba a la nobleza de Aragón, deseosa de aumentar sus dominios, y se inscribía en la línea de actuación típica de las ciudades de frontera aragonesa. Por otro lado, el rey estaba interesado en la conquista, pero también en evitar un excesivo protagonismo del poder nobiliario aragonés y en instalar en las tierras conquistadas a personas adictas que garantizaran la fidelidad de los nuevos dominios a la Corona. Por último, el reino valenciano era para mercaderes y nobles catalanes zona natural de expansión.
En líneas generales, puede decirse que en la conquista valenciana intervinieron de un lado los nobles de Aragón y de otro el rey, secundado por los catalanes y por los aragoneses de la frontera. La conquista fue lenta: tras un período en el que la iniciativa correspondió a los nobles aragoneses (conquista de Morella en 1232 por Blasco de Alagón) y a las milicias de Teruel (toma de Ares), el rey tomó personalmente la dirección de la campaña para evitar el incremento de los honores nobiliarios y ocupó Burriana en 1233 y con esta ciudad toda la Plana castellonense; en nuevas etapas y siempre bajo la dirección del monarca sería conquistada la llanura y la huerta valenciana con la capital del reino (1238). La población musulmana debería abandonar la ciudad en un plazo de veinte días, pudiendo sacar de la misma todo cuanto pudiesen transportar consigo. Aquellos que lo deseasen podían quedarse en los arrabales y, como un siglo antes en Zaragoza, se les garantizaba el respeto a sus propiedades, a su religión y a sus leyes; los demás podían emigrar a territorios aún bajo dominio musulmán. Para completar la conquista quedaba la parte sur del reino de Valencia, es decir, la zona del Júcar, que las tropas reales incorporarían entre 1239 y 1245. En 1242 cae Alzira, en 1244 Denia y Játiva y en 1245 Biar.
La campaña mallorquina permitió resolver las dificultades económicas de los nobles catalanes y desviar su belicosidad hacia otros objetivos; antes de iniciar la conquista, Jaime I se comprometió a recompensar a los prelados y ricoshombres que participan en ellas, de acuerdo con los hombres de guerra y los medios económicos que cada uno aportara, y nombró jueces para efectuar el reparto al obispo de Barcelona, al conde Nuño Sánchez, al conde de Ampurias, al señor de Montcada, al vizconde de Cardona y a Guillén de Cervera, los dirigentes y portavoces del malestar nobiliario. La conquista del reino de Valencia pudo tener en Aragón los mismos efectos que la de Mallorca en Cataluña, pero los problemas surgidos sobre la aplicación del fuero aragonés complicaron las relaciones entre el monarca y la nobleza y entre Aragón y Cataluña.
A partir de la ocupación del reino valenciano, aun manteniéndose las rivalidades entre los nobles, se observa una polarización, una alianza de la nobleza aragonesa como grupo contra el monarca, que cuenta con el apoyo de los nobles catalanes; la división por familias, predominante en la nobleza castellana y en la catalano-aragonesa de los primeros momentos, es sustituida por la oposición por países; aunque nunca falten los tránsfugas de uno y otro campo, los catalanes apoyan al rey y los aragoneses se le oponen. A la supresión del fuero aragonés en Valencia, problema que no será solucionado hasta mediados del siglo XIV, se unieron -como motivo de los agravios aragoneses- los repartos y divisiones de sus dominios por Jaime I. Al separarse en 1229 de su primera esposa, Leonor de Castilla, el monarca reconoció como sucesor en el reino de Aragón y en el señorío de la ciudad de Lérida al hijo de ambos, Alfonso, y se reservó el derecho de disponer de Cataluña para los hijos habidos en otro posible matrimonio. Tres años más tarde, debido quizás al descontento manifestado por aragoneses y catalanes, Jaime I declaró a Alfonso heredero universal, pero el acuerdo fue de escasa duración; al celebrar su segundo matrimonio (1235), Jaime concedió a Violante de Hungría y a sus futuros hijos el reino de Mallorca, los condados de Rosellón y Cerdaña, el Conflent, Vallespir, la ciudad de Montpellier y las conquistas que llevase a cabo en Valencia, tierras que serían adjudicadas en 1242 al primer hijo de este matrimonio, a Pedro el Grande. Los dominios de Alfonso quedaban reducidos a Aragón y Cataluña, con exclusión de las tierras catalanas situadas al norte de los Pirineos, y nuevos testamentos, a medida que nacían más hijos, dejaron la herencia de Alfonso reducida al antiguo reino de Aragón del que se desprendieron el reino de Valencia y la ciudad de Lérida, que fue incluida en Cataluña. El descontento aragonés se tradujo en un apoyo masivo a las reclamaciones de Alfonso, cuya sublevación (1243) fue utilizada por Castilla para exigir una modificación de las fronteras entre los reinos de Valencia y Murcia. El infante Alfonso de Castilla, el futuro Alfonso X el Sabio, quien por encargo de su padre estaba sometiendo al reino de Murcia, había ocupado algunas plazas fronterizas que por el tratado de Cazola correspondían a Aragón y mantenía negociaciones con los musulmanes de Játiva. Si las tensiones fronterizas entre las tropas castellanas y aragonesas se solucionaron por el acuerdo de Almizra (1244) en el que se confirmaban y precisaban los términos del de Cazola, el posible apoyo castellano a las reclamaciones de Alfonso y de los aragoneses fue evitado mediante el matrimonio de Alfonso con Violante de Aragón.
La desmembración de Lérida, la negativa real a aceptar el fuero aragonés en Valencia y, sobre todo, la preferencia dada a Cataluña mantuvieron el resentimiento aragonés, que se manifestó de nuevo en 1248 y 1264 con motivo de un nuevo testamento del monarca en el primer caso y de la petición de ayuda económica y militar para intervenir en Murcia contra los mudéjares sublevados contra Castilla. En 1248, el pleito sucesorio fue sometido al arbitraje de las Cortes aragonesas y catalanas que decidieron dejar la gobernación de Aragón y de Valencia al infante Alfonso reservando el principado de Cataluña para el infante don Pedro, hijo mayor de la reina doña Violante (1250). El testamento definitivo sería redactado en 1262 tras la muerte de Alfonso (1260) y en él se mantenía la unidad de los territorios peninsulares (Cataluña, Aragón y Valencia) que fueron concedidos a Pedro mientras su hermano Jaime recibía el reino de Mallorca con los dominios ultrapirenaicos.
En 1264, las Cortes de Aragón reunidas en Zaragoza y controladas por los nobles, tras recordar que no estaban obligados a servir al rey fuera de Aragón y mucho menos en aquel caso en el que la guerra no les afectaba de modo directo, negaron la ayuda solicitada por el monarca hasta que se repararan los agravios sufridos y se aceptara la vigencia del fuero aragonés en Valencia. La importancia de los nobles aragoneses puede apreciarse en el intento de congraciarse con ellos realizado por Jaime I; ante la negativa de las Cortes, el monarca convocó a ocho de los ricoshombres -los que más se habían opuesto a la concesión de la ayuda y habían arrastrado a las Cortes- y se mostró dispuesto a eximirles de toda ayuda si oficialmente se comprometían a dársela; pero la naturaleza de los agravios era tal que no podía ser compensada con una simple exención temporal. Los nobles se quejaron al rey de que concedía honores a los extranjeros y a personas que no tenían la categoría de ricoshombres y citaron como ejemplo uno extraordinariamente significativo: el de Jimeno Pérez de Tarazona, que había sido nombrado lugarteniente real en Valencia y había recibido en 1241 la baronía de Arenós; los ricoshombres insistieron en que estos bienes “los debían tener ellos y no perderlos sino por razones probadas”; recordaron al monarca que, según la costumbre aragonesa, “los ricoshombres han de juzgar los pleitos” y ya que esto no era así y administraba justicia un representante del rey, pidieron que, al menos, éste designara para el cargo a un hidalgo elegido de acuerdo con los ricoshombres.
Ante la urgencia de la situación, Jaime I accedió en parte a las peticiones nobiliarias: a no dar tierras ni honores a los extranjeros ni a quienes no fueran ricoshombres por “sangre y por naturaleza”, a que los nobles aragoneses que tuvieran posesiones en Valencia fueran juzgados a fuero de Aragón y a que los pleitos entre el rey y los nobles fueran sometidos al Justicia de Aragón, que de ser un asesor de la Curia se convirtió en juez en los asuntos nobiliarios. A pesar de estas concesiones, la nobleza aragonesa no participó en la campaña murciana. Una nueva oportunidad o pretexto para manifestar su disconformidad se presentó a los nobles aragoneses cn motivo del enfrentamiento entre el infante Pedro y su hermanastro Fernán Sánchez (1271); Fernán, que había figurado al lado de los aragoneses en la revuelta de 1265, fue acusado por el infante Pedro de querer alzarse contra el rey y de contar para ello con el apoyo de “algunos ricos hombres y la mayor parte de Aragón”; a los aragoneses se unieron algunos nobles catalanes enemistados con el monarca por razones que nada tenían que ver con la disputa entre los infantes.
En Cataluña, quizás por la mejor situación económica del Principado, no puede hablarse hasta 1270 de sublevaciones nobiliarias sino de banderías o enfrentamientos entre grupos de nobles; pero la devolución del reino de Murcia a los castellanos provocó un malestar que se tradujo en oposición abierta cuando Jaime I solicitó ayuda para una nueva expedición a Andalucía en apoyo de Alfonso X amenazado por los benimerines y granadinos y por los nobles castellanos sublevados. El monarca respondió a la negativa de los nobles ordenando el embargo de los castillos y honores recibidos en feudo por los rebeldes y el grupo nobiliario se alió a los aragoneses partidarios de Fernán Sánchez y a los castellanos sublevados contra Alfonso X, justificando, como ellos, la revuelta con la necesidad de defender los “usos y costumbres que se habían guardado por los reyes pasados” y que no eran respetados por Jaime I ni por su hijo Pedro, quienes pretendían ocupar los castillos de quienes se opusieron a la campaña andaluza, siempre que no tuvieran título de propiedad de los castillos: la falta de títulos autorizaba al rey a considerar los castillos como feudos entregados por sus antecesores a los nobles y perdidos por éstos al negarle los servicios militares pedidos.
En principio, la medida afectaba al vizconde de Cardona, que tuvo la habilidad de convertir su caso personal en general: si se permitía la confiscación del castillo de Cardona, la misma medida podría tomarse contra otros muchos “que tenían villas y castillos de su patrimonio y no tenían instrumentos”, títulos de propiedad. Si el conde transigiera, su caso serviría de precedente y si todos los que no pudieran demostrar la propiedad fueran desposeídos, “sería daño universal y grande inconveniente para toda la tierra”. Con estos argumentos logró atraerse a una gran parte de la nobleza catalana que mantuvo su rebeldía hasta que en 1275 Fernán Sánchez fue vencido y ajusticiado. Tampoco en este caso la victoria monárquica fue total: los nobles volvieron a la amistad del rey, conservaron sus bienes y alejaron el peligro de nuevas intervenciones monárquicas en 1282 al hacerse pagar sus servicios militares con el reconocimiento de los derechos tradicionales.
III.2. La Corona de Aragón de Occitania al Mediterráneo.
La derrota de Muret no supuso el abandono de los derechos catalano-aragoneses en el sur de Francia. El conde Sancho, como gobernador del reino, prestó su apoyo a los sublevados de Toulouse contra Simón de Monfort. Aunque su actuación fue seguida de una fuerte oposición pontificia y de la amenaza de una nueva cruzada dirigida esta vez contra Cataluña y Aragón, no por ello renunció Jaime I a intervenir en el sur de Francia. Pero durante la primera mitad del siglo el pontificado se hallaba en su apogeo y el monarca aragonés no se arriesgó a emprender abiertamente acciones que pudieran desencadenar la intervención pontificia: las armas serían sustituidas por la diplomacia como medio de mantener los condados de Toulouse y Provenza en la órbita política de la Corona.
Condición indispensable para lograr sus fines era la unión de los dos condados, sin la cual sería imposible contener la presión francesa. A unirlos dedicó Jaime I sus esfuerzos diplomáticos, que se vieron frustrados por el pontífice: el matrimonio proyectado por Jaime en 1239 entre Sancha de Toulouse y Ramón Berenguer V de Provenza no fue legalizado por Roma y el proyecto de unir a Ramón VII de Toulouse con Beatriz de Provenza tuvo que ser abandonado a la muerte de Ramón Berenguer V (1245). Beatriz se casaría con Carlos de Anjou, hermano de Luis IX de Francia, y en adelante Provenza sería dominio angevino. Poco después, por el tratado de Corbeil (1258), Jaime I reconocía el triunfo diplomático de la dinastía francesa y renunciaba a sus posibles derechos sobre Provenza y el Languedoc a cambio de la supresión de los vínculos feudales que, teóricamente al menos, unían al conde de Barcelona con el rey de Francia.
La enemistad entre los angevinos provenzales y el monarca aragonés, al complicarse con una fuerte rivalidad por controlar el comercio del norte de Africa, sería decisiva en la historia del Mediterráneo. A la muerte de Federico II de Alemania (1250), el pontificado hizo cuanto pudo para mantener separados los dominios italianos de los alemanes; el reino de Sicilia fue gobernado por Manfredo, uno de los hijos de Federico II, contra el que Roma buscó el apoyo de Carlos de Anjou, que aceptó la Corona (1263) y derrotó a Manfredo en Benevento (1266) y a su sobrino Conradino en Tagliacozzo (1269). La aceptación del reino siciliano por el conde de Provenza perjudicaba al rey de Castilla, que se consideraba emperador, y al infante Pedro de Aragón, casado en 1262 con Constanza, hija de Manfredo. Este matrimonio, realizado contra los deseos de Roma, tenía como objetivo garantizar las relaciones pacíficas y combinar los intereses de Sicilia y Cataluña en Túnez, cuyos reyes musulmanes estaban sometidos a un cierto control político desde Sicilia y donde el comercio catalán estaba sólidamente asentado. Fuera éste o no el objetivo del matrimonio, desde su realización el infante Pedro actuó siempre contra los intereses angevinos: apoyó a los habitantes de Marsella sublevados contra Carlos, compitió contra él por el cargo de senador de Roma, acogió en tierras catalanas a los sicilianos vencidos en Benevento y Tagliacozzo, e inició la lucha contra su hermanastro Fernán Sánchez cuando éste se hizo armar caballero por el angevino.
Una parte de los sicilianos partidarios de Constanza se acogió a la corte catalana y otros muchos se refugiaron en Túnez bajo la protección de milicias catalano-aragonesas al servicio del rey musulmán; contra estos sicilianos, políticamente, y contra sus valedores catalanes, económicamente, se dirigirá la cruzada organizada por Luis IX contra Túnez (1270). El único resultado de esta expedición fue la disolución de las milicias cristianas catalano-sicilianas al servicio de los musulmanes y la firma de un tratado comercial entre Sicilia y Túnez, es decir, en perjuicio de los catalanes. El infante Pedro, conjugando los intereses de la dinastía y los económicos de Cataluña, intervendría en Sicilia en la primera ocasión favorable, que se presentó en 1282, año en el que una flota catalana desembarcó en la isla y expulsó a los angevinos. Se incorporaba así Sicilia a los dominios catalanes y se ponía el comercio tunecino bajo el control de los mercaderes de Barcelona.
La expansión por Mallorca, Valencia o Sicilia adopta formas político-militares pero su trasfondo es comercial. La participación de los mercaderes en las campañas de Jaime I se inicia con la conquista de Mallorca, decidida en Tarragona a instancias de Pedro Martel, mercader, que hizo ver al rey el interés que para la navegación comercial catalana tenía la toma de la isla, cuyos mercaderes-corsarios dificultaban el comercio catalán, dirigido ya en 1227 a los mercados de Cosntantinopla, Siria, Alejandría y Ceuta. La importancia naval de Barcelona se probaría en la campaña mallorquina, en la que los ciudadanos barceloneses colaboraron activamente con sus naves y obtuvieron del rey, en pago de su ayuda, exención de impuestos por la compra o venta de mercancías en Mallorca y en Menorca, exención que en 1232 fue ampliada a todos los dominios de la Corona. La ayuda barcelonesa al monarca no se limitó al aspecto militar, sino que alcanzó su mayor importancia en el terreno económico; la ocupación de Mallorca y de Valencia, la campaña sobre Murcia y la lucha contra los nobles no hubieran sido posibles sin los subsidios concedidos por las ciudades que, a cambio de su contribución, obtuvieron del monarca privilegios para organizarse en municipios y para desarrollar sus actividades comerciales, según puede verse en las concesiones hechas a Barcelona en 1243, 1258, 1259... Estos privilegios van desde la reserva de una zona en el puerto para la construcción de naves hasta la autorización para nombrar cónsules barceloneses en los barcos y en las colonias mercantiles catalanas, pasando por la regulación del transporte y por la expulsión o anulación de los competidores extranjeros.
Las Ordenanzas de la Ribera de Barcelona aprobadas en 1258 son un verdadero código de transporte marítimo: en él se fijaron las responsabilidades de los dueños de las naves y de los marineros respecto a las mercancías que transportaran, se exigió la presencia de un escribano en cada nave, se organizó la solidaridad entre los barcos de Barcelona en los momentos de peligro, se fijó el armamento que cada nave debía llevar, las cargas máximas que podía transportar, las obligaciones de los estibadores... El texto, que presupone la existencia de una corporación o gremio de mercaderes que intervienen en la redacción de las Ordenanzas, va seguido en 1266 de otro documento en el que en el que se regula la actuación de los cónsules catalanes (barceloneses) en los barcos que se dirigen a ultramar (Siria y Egipto); la autoridad de los cónsules se extiende sobre todos los súbditos de la Corona que vayan a estas zonas así como sobre los que fijen en ellos su residencia, y sólo están sometidos a los consellers de Barcelona, que son los encargados de vigilar su actuación y de los que depende su nombramiento. La protección del comercio barcelonés llevó al monarca a expulsar de la ciudad a los mercaderes lombardos, florentinos, sieneses y luqueses y a prohibir, a petición de los ciudadanos de Barcelona, que los dueños de naves y los mercaderes extranjeros carguen en la ciudad mercancías que no les pertenecen.
A través de estos acuerdos se llegó a un entendimiento completo entre el monarca y los mercaderes, al servicio de cuyos intereses en el norte de Africa estuvo la fuerza política y militar de la monarquía durante el reinado de Jaime I, quien, en ocasiones, modificó sus decisiones a petición de los mercaderes: la conquista de Mallorca fue seguida de la creación de una flota de guerra destinada a combatir a los musulmanes de Túnez, que se aprestaban a enviar ayuda a los mallorquines, pero la expedición no fue aprobada por los mercaderes barceloneses, temerosos de que la presión militar pusiera fin a sus actividades comerciales en Túnez, y sería el veguer de Barcelona el que presidiera la embajada que negoció la paz con los tunecinos en 1235. Una nueva embajada presidida por un mercader barcelonés logró en 1238 que los tunecinos no acudieran en auxilio de Valencia, y Jaime I llegaría a pedir al pontífice Inocencio IV que excluyera de los objetivos de la cruzada general contra el Islam al reino de Túnez, en el que los catalanes estaban representados por milicias al servicio de los reyes musulmanes, por mercaderes y por misioneros al menos desde 1253, año en el que está comprobada la existencia de un consulado y de una alhóndiga o almacén en la ciudad de Túnez; seis años más tarde, consulado y alhóndiga existen en Bujía, y desde antes de 1257 está documentada la existencia de una milicia cuyo jefe es nombrado por el rey aragonés que percibe una parte del sueldo de los caballeros y de su jefe. Por los mismos años, dominicos y franciscanos, trinitarios y mercedarios están presentes en el reino tunecino y los primeros llegan a crear una escuela para enseñar el árabe a los misioneros.
Las amistosas relaciones catalano-tunecinas se afirmaron por medio del matrimonio del infante Pedro y de Constanza de Sicilia (1262), que venía a unir los intereses de los dos protectores crsitianos del rey de Túnez. Pero la revuelta, dos años más tarde, de los musulmanes de Murcia y Andalucía, apoyados por los tunecinos, puso en peligro las relaciones comerciales con Túnez, contra cuyo territorio Jaime permitió la acción de los corsarios catalanes con la intención de obligar al rey tunecino a controlar a sus corsarios y a respetar los acuerdos comerciales. La presencia catalana se mantuvo hasta 1270, año en que tuvo lugar la cruzada dirigida por Luis IX de Francia (san Luis) contra Túnez. Esta cruzada fue inspirada sin duda por Carlos de Anjou, interesado en anular a los sicilianos partidarios de los Staufen refugiados en Túnez tras la muerte de Manfredo y de Conradino, y habría hecho posible la sustitución de los mercaderes catalanes por los sicilianos y marselleses. Ante este peligro, Jaime I autorizó a sus milicias a combatir al lado de los musulmanes e incluso permitió aumentar el número de soldados y pagó el sueldo del primer mes a los que quisieron integrarse en la milicia catalana.
Muerto San Luis durante la cruzada, Carlos de Anjou puso fin a la guerra tras firmar un tratado con el sultán tunecino por el que éste se avenía a pagar una indemnización de guerra, aceptaba el pago de un tributo anual al rey de Sicilia y se obligaba a expulsar del reino a todos los cristianos enemigos de los cruzados, es decir, a los refugiados sicilianos y a sus protectores catalanes. Liberado de la presencia de los cruzados, el sultán se apresuró a restablecer las relaciones comerciales y diplomáticas con la Corona de Aragón, con la que firmó en 1271 un nuevo tratado comercial.
Aunque la presencia catalana en el Magreb central y occidental no tuvo la importancia que en Túnez, desde 1232 hay mercaderes catalanes en Orán y poco más tarde los miembros de una colonia mercantil entran en contacto desde Tremecén con las rutas caravaneras que desde el centro de Africa llevaban hasta el Mediterráneo el oro africano, marfil, plumas de avestruz, incienso, esclavos..., comercio controlado en parte por las colonias judías, estrechamente relacionadas con los hebreos mallorquines y catalanes. También hubo en Tremecén una milicia catalana formada por caballeros rebeldes y por delincuentes que querían alejarse del reino, como en el caso de Guillén Galcerán, repetidas veces sublevado contra el monarca y nombrado jefe de la milicia; vuelto a Cataluña en 1272 obtuvo el perdón para todos los que, habiendo cometido algún delito, se enrolaran en la milicia de Tremecén, controlada por el rey que recibe una parte del sueldo de estos guerreros y, desde 1272, un tributo pagado directamente por el rey musulmán.
Menos importantes fueron los contactos con el Magreb occidental, con Marruecos, donde el comercio y la protección armada contaban con mercaderes y milicias genovesas y castellanas, pero desde comienzos del siglo XIII puede seguirse el rastro de mercaderes catalanes en Ceuta y en 1269 se firmó un tratado de amistad con el señor de Ceuta, amenazado por los benimerines. Al ser sitiada la ciudad cinco años más tarde, Jaime, atento siempre a los intereses comerciales de los súbditos, se alió al sultán meriní Abu Yusuf, con el que firmó un tratado de colaboración militar a cambio de mantener las ventajas comerciales adquiridas en Ceuta. La Corona de Aragón proporcionaría al sultán meriní un ejército de quinientos caballeros y una flota de diez galeras, diez naves y hasta cincuenta barcos de menor tonelaje, y el sultán se comprometió a pagar un tributo anual a la Corona una vez que hubiera conquistado Ceuta. La ciudad se sometió al sultán en 1275 y los acuerdos no fueron respetados: marinos y mercaderes catalanes fueron expulsados de la ciudad.
La preferencia dada a los intereses de los mercaderes explica que en diversas ocasiones Jaime I hiciera caso omiso de la prohibición pontificia de vender a los musulmanes productos de interés militar: hierro, armas, madera, alimentos, cáñamo y cualquier otra fibra que pudiera servir para las jarcias de las naves. El pontífice prohibe vender estos artículos a cualesquiera lugares de sarracenos y Jaime publica el documento reduciendo la prohibición a los dominios del sultán de Alejandría, donde los intereses de los mercaderes catalanes eran reducidos.
LOS MONARCAS PORTUGUESES ANTE LA IGLESIA Y LAS CORTES.
Alfonso III (1248-1279), elegido por los obispos portugueses, mantuvo respecto a la Iglesia una política de amistad durante los primeros años de su reinado, en los que devolvió los bienes usurpados por Sancho II y pagó con nuevas donaciones los servicios prestados por los eclesiásticos, cuya influencia es visible en las normas, equiparables a las constituciones de paz y tregua, dictadas en 1251 para poner fin a la anarquía originada por la guerra civil: impuso severas penas a los salteadores, protegió a los viajeros y de modo especial a los mercaderes.
El interés del monarca por el fortalecimiento de los concejos y por el desarrollo del comercio, patente durante todo su reinado, se explica en el primer caso por la necesidad de disponer de una fuerza adicta que le permitiera disminuir la excesiva presión de sus valedores eclesiásticos y, en el segundo, por las acuciantes necesidades económicas de la Corona, cuyos bienes se hallaban en una gran parte en poder de la nobleza y de la Iglesia y sólo podía contar con los ingresos de tipo fiscal. Los impuestos sobre el comercio eran una fuente considerable de ingresos, según se demostró en el pleito que enfrentó al monarca con el obispo de Oporto, ciudad formada por dos núcleos urbanos -uno sometido al señorío episcopal y otro dependiente del rey-, en cada uno de los cuales se pretendía cobrar derechos de peaje a las mercancías llegadas por el Duero. Dentro de esta política de acercamiento a los concejos y a los mercaderes se inscriben la concesión de fueros a numerosas poblaciones y la creación de ferias o mercados permanentes en diversos lugares del reino.
Las dificultades económicas del rey y del reino se hallan en la base de las primeras Cortes portuguesas conocidas, las de Lisboa-Leiria-Coimbra de 1253-1254. Alfonso intenta poner freno a la subida de los precios tras deliberar con los “ricoshombres sabios de mi curia y consejo, con los prelados, caballeros y mercaderes y con ciudadanos y buenos hombres de los concejos de mi reino”. El monarca atribuye la subida al temor y rumor de que en fecha próxima se alteraría el valor de la moneda, algo que no era infundado; de ahí que el rey accediera a la estabilidad monetaria por un período de siete años, tras obtener un servicio o ayuda extraordinaria. Como medida complementaria se hizo un ordenamiento de precios y salarios que, tal vez como ocurrió en Castilla por los mismos años, tuvo efectos contraproducentes y sólo sirvió para ocultar y encarecer los artículos tasados.
La negativa de una parte del clero a pagar el servicio extraordinario a cambio de la estabilidad de la moneda disminuyó considerablemente los ingresos del monarca, que se vio obligado a reducir gastos y a intentar la recuperación de los derechos usurpados: en 1258, Alfonso ordenó realizar inquiriçoes en la zona situada entre el Duero y el Miño para conocer la situación de los bienes y de los derechos pertenecientes a la Corona y como resultado de estas investigaciones, en 1265 se prohibió a los nobles y oficiales del rey exigir posada y yantar a los hombres de realengo, se ordenó que fueran devueltos a la Corona numerosos bienes pasados a poder de eclesiásticos y nobles, se castigó a los vasallos que habían abandonado los lugares de realengo a la pérdida de sus bienes y se dispuso que las caballerías estuvieran sometidas al pago de impuestos, ya que la exención era la contrapartida de los servicios militares contra los musulmanes y al cesar éstos no había razón para mantener el privilegio.
Los obispos fueron los más afectados por estas medidas, cuyo cumplimiento intentaron evitar mediante la amenaza de penas canónicas y el recurso a Roma. Alfonso III debía el trono a la intervención pontificia y cabía la posibilidad de que la excomunión y el entredicho le arrebataran el poder, pero la situación no era la misma en 1266 que en 1245: la autoridad pontificia era menor, la nobleza no secundó a los obispos, que por otra parte tampoco actuaron unidos, y en 1265 Alfonso contaba con el apoyo de los concejos, que habían pagado los subsidios votados en las Cortes de Coimbra de 1254 y votarían nuevas ayudas en 1261 para mantener estable la moneda, al tiempo que concejos como los de Lisboa hacían préstamos al monarca. Ante el Papa, los obispos acusaron al monarca de agraviar a los súbditos en general y al clero de un modo específico; los agravios causados a los súbditos iban desde la ocupación ilegal y en provecho propio de terrenos particulares o municipales, hasta la obtención a la fuerza de préstamos, la imposición del matrimonio a vírgenes y viudas... Más importantes y numerosas eran las quejas de los clérigos: el monarca no respetaba el fuero eclesiástico ni el derecho de asilo, no obligaba a cumplir las sentencias dictadas por los tribunales eclesiásticos, prohibía las reuniones de clérigos, nombraba y deponía abades, párrocos y canónigos, intervenía en el nombramiento de obispos, tenía funcionarios judíos, obligaba a los eclesiásticos a dar albergue al monarca y a su séquito, no pagaba los diezmos de las propiedades reales, creaba poblaciones junto a los señoríos eclesiásticos para atraer a los vasallos de la Iglesia, mudaba de lugar los puertos controlados por los clérigos y al hacerlo impedía que éstos pudiesen cobrar los derechos de paso, exigía el pago de derechos de aduana a los clérigos..., y ante la orden pontificia de corregir los abusos el monarca se reunió en Santarem (1273) con los de su consejo, con los richoshombres y con los concejos, es decir, en ausencia de la mayor parte del brazo eclesiástico, y se acordó nombrar una comisión que analizara los agravios y tomara las medidas que se consideraran oportunas. El historiador portugués HERCULANO considera esta reunión “una comedia representada con toda solemnidad”, que refleja fielmente el cambio de la relación de fuerzas operado en Portugal desde mediados de siglo.
NAZARÍES Y ESCAYUELAS EN GRANADA.
Después de que las tropas cristianas, coaligadas en un último y supremo esfuerzo, lograran vencer definitivamente la amenaza del poder almohade en la batalla de Las Navas de Tolosa, puede decirse que la Reconquista entraba en su última y definitiva fase. De los restos del imperio almohade surgieron una serie de pequeños Estados o taifas, de los que el único que logró sobrevivir fue el de Granada. Este reino, ubicado en el extremo sur de al-Andalus, abarcaba una estrecha franja a lo largo de la costa, desde Tarifa al oeste hasta un poco más arriba de Granada por el norte.
El reino de Granada tuvo una existencia precaria desde el principio. Oprimido entre los Estados norteafricanos por el sur y los reinos cristianos por el norte durante cerca de dos siglos y medio, y codiciado por ambos, a menudo Granada pidió ayuda bien a los cristianos a cambio de pesados tributos o bien a los benimerines de Marruecos, según fuera su agresor uno u otro. Pero Granada pudo también sobrevivir gracias a factores muy diversos, como las barreras montañosas que la protegían, el potencial humano que llegó a concentrarse en su suelo y la intensidad económica, por lo que se refiere especialmente al comercio exterior. Asimismo contó con un factor importante a su favor: el agotamiento experimentado por el reino castellano-leonés desde fines del siglo XIII, lo que se tradujo en la incapacidad para culminar el proceso de eliminación del poder islámico en la Península.
El reino granadino fue creación de Muhammad ibn Yusuf ibn Nars ibn al-Ahmar (Muhammad I), quien hacia 1232 se sublevó contra Ibn Hud de Murcia y logró rápidamente crearse un señorío independiente en Guadix-Baza-Jaén desde el cual, combinando la diplomacia con la guerra, logró ocupar Granada en 1237 después de haber colaborado con Fernando III de Castilla en la ocupación de Córdoba. Tras la muerte de Ibn Hud, el reino granadino se extendió por Málaga y Almería, pero no pudo evitar que los castellanos ocuparan Jaén en 1246. A partir de esta fecha, Muhammad I figurará como vasallo de Fernando III, colaborará en sus campañas militares contra Sevilla y pagará tributo al castellano; la sumisión granadina fue confirmada en los primeros años del reinado de Alfonso X (1254), pero los problemas internos de Castilla permitieron obtener ventajas económicas: el tributo pasó de trescientos mil maravedíes de la moneda antigua a doscientos mil de la devaluada por Alfonso X.
La sublevación de los nobles castellanos y el descontento de la población musulmana de Andalucía y Murcia permitirían a Muhammad I recuperar alguno de los dominios perdidos y, sobre todo, evitar la sumisión a Castilla; pero los éxitos militares se vieron limitados por las rebeliones nobiliarias a las que, como el resto de los reinos hispánicos, tuvo que hacer frente Muhammad I. Durante la sublevación de los mudéjares andaluces y murcianos, Granada contó con la colaboración de milicias norteafricanas cuyos jefes fueron ampliamente recompensados por el monarca en perjuicio de la aristocracia local dirigida por los Ashkilula (Escayuela), que gobernaban Guadix, Málaga y Comares. Descendientes, al parecer, de los tuchibíes de Zaragoza, los Escayuela colaboran activamente con Muhammad en la creación del reino nazarí y sus servicios son pagados generosamente por el monarca hasta el punto de que su poder llega a eclipsar al de Muhammad y en ciertos momentos actúan con independencia de Granada.
Al verse postergados por las milicias norteafricanas, los Escayuela ofrecieron sus servicios al rey castellano que pudo, de este modo, neutralizar los ataques granadinos y dominar la sublevación. El pacto de Alcalá firmado entre granadinos y castellanos obliga al rey musulmán a pagar anualmente la cantidad de doscientos cincuenta mil maravedíes y a colaborar militarmente en la ocupación de Murcia; Alfonso X prometía, por su parte, desamparar a los Escayuela aunque, como cuenta su crónica, “vio que ayudándolos siempre los tendría para la guerra en Granada, para cobrarle la mayor parte del Reyno”, y en adelante las relaciones castellano-granadinas estarán influidas por la presencia en ambos campos de fueras rebeldes: los Escayuela actuarán en todo momento como aliados de Alfonso X y los rebeldes castellanos hallarán acogida en el reino de Granada.
La alianza entre los Escayuela y el monarca de Castilla se fortaleció en 1272, año en el que Alfonso concedió a un hijo del arraez de Málaga diversos bienes en Murcia para contrarrestar la colaboración de los nobles castellanos con Muhammad I, que murió en 1273 combatiendo a sus nobles sublevados. Su hijo y sucesor, Muhammad II (1273-1302), privado del apoyo de los nobles castellanos al acceder Alfonso X a las pretensiones nobiliarias, se vio obligado a firmar la paz, a hacerse armar caballero por Alfonso y a pagar un nuevo tributo, lo que no impediría la alianza del monarca granadino con los benimerines norteafricanos, que mantendrán la amenaza sobre Castilla hasta mediados del siglo XIV, aunque en ocasiones meriníes y castellanos se alíen contra Granada.
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Enviado por: | Funci |
Idioma: | castellano |
País: | España |