Filosofía y Ciencia
Pensamiento Utópico
El Pensamiento Utópico
En Busca del Estado Perfecto
El Pensamiento Utópico___________
· Prólogo.......................................................................................3
· Prólogo
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uien no ha soñado alguna vez con vivir en un mundo perfecto, un paraíso perdido donde ser felices sin esfuerzo, donde gozar de toda libertad para realizarnos como personas, un jardín idílico exento de autoridad y opresión, con un orden perfecto e infalible que haga de nuestra vida un fantasía perpetua. Sin duda, este deseo brota de todo mortal porque forma parte de su ser. La vida sin sueños no tendría sentido, y como sueños que son, las utopías aportan ese sentido a nuestra existencia cuando la realidad se muestra insuficiente.
No obstante, la historia nos ha enseñado que, pese a lo inocente de su apariencia, los sueños tienen un precio. Un coste demasiado elevado que la humanidad ha tenido que pagar por errores que nunca debieron cometerse. Se trata pues de una fantasía peligrosa, una ilusión demasiado comprometedora, capaz de proyectarse mas allá de la mera intelectualidad individual e implicar al mundo en toda su universalidad. Por ello, siempre ha existido una cuerda sensación de prudencia frente a esta cuestión. Porque la utopía, además de necesaria es inevitable, pero, sobretodo, porque su poder trasciende más allá del sueño que la origina y nos somete sin apenas darnos cuenta.
Así pues, el pensamiento utópico, con su idealismo político, sus profecías y, sobre todo, con su fe en el cambio y la evolución social, nos concierne mucho más de lo que a menudo juzgamos, porque además de una esperanza, constituye una finalidad en sí mismo y, como tal, forma parte de nosotros, de cada ser humano, floreciendo cuando más se necesita e impulsándonos en nuestro camino hacia el clímax social.
Con todo esto, parece obvio que, desde el inicio de sus días, el hombre ha imaginado, ha conjeturado y ha fantaseado. Por ello, el pensamiento utópico es y será siempre contemporáneo a todas las generaciones. Porque si bien es difícil dejar algún día de soñar, más difícil será que la humanidad abandone sus ansias de superación.
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Introducción
Definición del concepto
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ara comprender y asimilar las implicaciones del concepto de utopía, es necesario conocer la definición exacta. De este modo, es conveniente evitar los matices subjetivos y las posibles connotaciones emocionales que éste puede suscitar, partiendo de su origen etimológico y analizando su evolución a lo largo de la historia. Así pues, la Real Academia Española recoge y define brevemente esta noción, del siguiente modo:
Utopía o utopia. (Del gr. o, no, y o, lugar: Lugar que no existe).
f. Plan, proyecto, doctrina o sistema optimista que aparece como irrealizable en el momento de su formulación.
Es decir, entiende la utopía como aquel plan, proyecto, doctrina o sistema óptimo o conveniente, que aparece como quimérico desde el punto de vista de las condiciones existentes en el instante de su enunciación. No obstante, realizando un recorrido más extenso y detallado por sus connotaciones sociológicas, las utopías, concebidas como proyectos de ciudades ideales, visiones de fundamento ético o estados de perfecto orden, son también, al mismo tiempo, suscitadoras de ideologías activas, imágenes estimulantes e inspiradoras de acciones concretas, capaces de modificar la realidad existente. Por otro lado, las utopías son, o por lo menos intentan serlo, sistemas racionales capaces de concebir nuevos modos de organización social. En cualquier caso, implican siempre una voluntad de trascender lo existente y son, a la vez, una evasión del presente y una crítica de ese mismo al compararlo con lo que podría ser. Por eso todas ellas pretenden encarnar, como dice M. Buber, “la visión de lo justo en un tiempo perfecto”.
Por otro lado, como se deduce del comentario etimológico que encabeza la definición de la RAE, la palabra utopía es un vocablo de raíces griegas. Sin embargo, pese a lo arcaico de su origen, no se empezó ha usar con el sentido que actualmente le otorgamos, hasta que Tomas Moro la tomó como topónimo para mencionar a la isla fantástica que imaginó en su célebre novela, y en cuyo contexto estableció su modelo de estado ideal. A partir de aquí, y debido a la gran importancia y difusión que esta obra tuvo entre los intelectuales de la época, el término se popularizó. Así, por una relación de semejanza, pasó de ser, simplemente, algo que no se encuentra en ningún lugar, a referirse a todas aquellas organizaciones, intenciones, proyectos o doctrinas, que por su excesivo idealismo o su aparente irracionalidad, resultan impracticables o imposibles de implantar en la realidad y el contexto histórico en que se formulan. De este modo, con el tiempo, ha acabado surgiendo, por contraposición al ya conocido concepto de utopía, su opuesto: el de distopía o antiutopía (aún no aceptado oficialmente, pero sí frecuentemente usado por quienes conocen el tema), que pretende reseñarse en la estructura social idealista que, en lugar de aportar el súmum del bienestar, la justicia y la libertad, desemboca en el caos y la sinrazón, provocando así la pérdida definitiva de los valores morales y éticos imperantes hasta el momento.
Aproximación a la utopía social
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omo se ha podido observar en el punto anterior, la definición de utopía resulta quizá demasiado amplia y abstracta para tomar el concepto en toda su extensión. Por ello, para comprender el sentido del trabajo, es conveniente reducirlo a su dimensión puramente social. Así pues, es preciso decir que, desde que el hombre es hombre, y su capacidad de autocrítica le ha permitido analizar su entorno, ha intentado encontrar el estado ideal, justo, libre y seguro. Un estado perfectamente organizado y fructífero, donde todos los ciudadanos dispongan de medios suficientes para cubrir sin dificultades las necesidades biológicas e intelectuales que precisen. Nace así el pensamiento utópico.
No obstante, en caso de ser viable, llegar a este clímax social no parece tarea fácil. Y es que el peso de la historia, cae con fuerza al contemplar como tras un vasto repertorio de variados e incomparables modelos, nunca hemos sido capaces de establecer esta deseada comunidad. No hay más que ver, por ejemplo, la variante práctica del ideal comunista de Marx. Un ideal que sirvió de excusa para que, países como la antigua Unión Soviética, China o Cuba entre otros, desembocaran en regímenes socialistas totalitarios, donde el poder del estado acabó militarizando la cotidianeidad de una sociedad segura pero ideológicamente reprimida; el absolutismo monárquico de la edad media, donde la implacable inflexibilidad de una voraz sociedad dividida en estamentos, acabó sumiendo en la miseria a la inmensa mayoría de la población. Una población que vio como“el privilegio”del poder y la abundancia, se otorgaba a unos pocos elegidos de la nobleza y el clero; o sin ir más lejos, la actual sociedad capitalista, que más allá de las evidentes desigualdades que oculta, y bajo el pretexto de la democracia y una ambigua libertad, parece haber olvidado que el hombre es un ser social que necesita dar y recibir. Y es que, en una sociedad donde priman los intereses particulares, es difícil velar por el bien de la colectividad. De este modo, y tras contemplar con resignada frustración los continuos fracasos en los distintos modelos de organización social, han sido numerosos los teóricos que han puesto su genio y lucidez al servicio de la humanidad para intentar cambiar con sus distintas propuestas el rumbo de aquella sociedad en la que vivieron. No todas han logrado llegar a ponerse en práctica y tampoco todas han sido entendidas y aceptadas por la humanidad, pero por descabelladas, atrevidas o incoherentes que hayan sido, comparten una intención renovadora y progresista que en su momento dio lugar al ideal utópico del que ahora nos hacemos eco.
Estas inquietudes, como digo, han estado presentes desde el inicio de nuestros días, ya que son consecuencia directa de la vida en sociedad. Aun así, su importancia no es verdaderamente relevante hasta que, por medio de la escritura, no se plasman estos ideales de forma argumentada y detallada. Es por ello que para realizar un estudio medianamente exhaustivo de estas tendencias ideológicas y llegar a comprenderlas en toda su extensión, es necesario tomar como base a la literatura, ya que ha sido ésta la que ha albergado, desde siempre, las obras de los grandes teóricos de la historia. Así pues, tomando modelos distintos tanto por su época como por su contenido, son de vital importancia en el ideal utópico La República de Platón, Utopía de Thomas More, El manifiesto comunista de K. Marx y F. Engels, así como diversas obras del fructífero siglo XX, como El señor de las moscas de W. Golding o antológicos modelos de antiutopía como Un mundo feliz de A. Huxley o 1984 de G. Orwell.
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Evolución histórica de la literatura utopista
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omo hemos podido observar en anteriores apartados, la literatura es una buena base para entender el proceso que ha seguido el pensamiento utópico a lo largo de la historia. Por ello, es preciso conocer el significado de algunos de los clásicos que nos dejaron en herencia los grandes ideólogos de la humanidad, para asimilar el rumbo que ha ido tomando nuestra sociedad con el paso de los años. Así, hay que partir de las culturas grecorromanas que fundaron la filosofía, para poder comprender los valores que apuntalaron la moral del medievo y, a su vez, advertir las lagunas y aciertos de estos últimos, para juzgar con la mayor integridad, la mentalidad que cambió el mundo de los siglos posteriores.
Para lograr este propósito, son de vital importancia las ideas que reflejó en sus diálogos el que fue sin duda uno de los primeros y más grandes filósofos de nuestra cultura. Platón y su conocida obra “La República”, constituyen, probablemente, el punto de partida del pensamiento utópico en su vertiente literaria. Posteriormente, y en pleno auge del humanismo renacentista, cabe destacar también, el genial pensamiento que plasmó T. More en “Utopía”, la república dominada por la razón que ideó en su novela el conocido autor para impugnar las desigualdades que generó su sociedad. Y finalmente, en medio del creciente ideal capitalista generado por la revolución industrial, es necesario analizar también la aparición del ideal socialista, expresado detalladamente en el “Manifiesto Comunista” de K. Marx y F. Engels. Estas obras, añadidas a algunas de las surgidas en el ya pasado s. XX, como “1984” de George Orwell o “Un Mundo Feliz” de A. Huxley, constituyen la columna vertebral de la literatura utopista a lo largo de la historia y por este motivo, resulta interesante detenerse brevemente en cada una de ellas y comprender su significado dentro del contexto en que fueron presentadas ante la humanidad.
Es obvio, sin embargo, (y sin ánimo de restarles importancia), que las obras anteriores no son más que buenos ejemplos de los muchos que nuestra cultura ha ido generando desde el inicio de sus días, por ello, pasar por alto la importancia de escritos como “La Ciudad de Dios” (San Agustín de Hipona, 413-427), “La Ciudad del Sol” (T. Campanella, 1623), “Nueva Atlántida” (F. Bacon, 1627), “Leviatán” (T. Hobbes, 1651), y un largo etcétera de válidas propuestas que podrían ilustrar sin problemas el propósito que nos ocupa, parecería una insensatez. No obstante, más allá de las repercusiones que éstas puedan haber tenido, lo realmente importante es saber que la esencia de todo pensamiento contemporáneo tiene su origen en el pasado y por tanto, entender nuestro mundo es entender el mundo de nuestros ancestros.
La utopía clásica
En este período de nuestra historia (s. VI a.C.), se origina, en la región este del continente europeo, el nacimiento de la filosofía y el pensamiento occidental. Concretamente en la ciudad jonia de Mileto y más adelante en las principales polis de la antigua Grecia, se produce el cambio ideológico que provoca la transición del discurso mítico al discurso racional. Esta renovación conocida tradicionalmente como el paso del mito al logos, supone sin duda el inicio de nuestra cultura y la fuente de saber que nos ha servido a lo largo de generaciones, como axioma precursor de todo pensamiento científico y moral. Es por ello, que debemos partir de esta célebre etapa para realizar el recorrido por la utopía literaria.
El trabajo de los primeros sofistas y la evolución durante años de las teorías y doctrinas formuladas en aquellos primeros siglos de conocimiento racional unido a una época de bienestar y estabilidad social, facilitó la consumación de grandes ciudades estado (principalmente Atenas) que se autogobernaban bajo los preceptos de la democracia. Así, en un entorno relativamente favorable, fueron surgiendo los primeros grandes pensadores y, con ellos, la aparición de los primeros clásicos de la literatura universal. Cada vez más preocupados por la vida en sociedad y la moral humana, fueron perdiendo interés por la observación de la naturaleza y se implicaron cada vez más en los gobiernos de sus ciudades. De este modo, en el 437 a.C. nace uno de los filósofos con mayor peso de la antigüedad. Platón, discípulo de Sócrates y miembro de una familia bien estante, elabora los primeros diálogos escritos y deja para la historia la primera gran herencia del conocimiento universal (cabe destacar “La República”), rebatiendo la demagogia política y dudando de la honestidad de la democracia ateniense.
“La República” de Platón
Este clásico de la literatura antigua, es la obra que refleja la concepción ideal del estado perfecto según Platón. En “La República”, expone todas sus reflexiones entorno a la política de su tiempo, y propone una organización distinta que acabe con las injusticias y asegure la estabilidad de la nación. Debido a su nacimiento en la cultura que acunó la filosofía y el arte del saber, este diálogo ha sido valorado y estudiado desde su aparición en el s. IV a.C. por pensadores y estudiosos de todos los tiempos y, por ello, puede considerarse como la semilla de muchas de las tendencias políticas que han ido surgiendo a lo largo de la historia. Esta crítica constante de la obra, ha suscitado opiniones muy diversas entorno a su autor, que ha sido acusado incluso, de promover el totalitarismo y la tiranía de los gobernantes, así como de justificar el social-comunismo o el fascismo del pasado siglo. Es indudable que su riqueza conceptual, hace de “La República” un punto de partida para las ideologías de la posteridad y seria erróneo dudar de las influencias que haya podido tener en estas tendencias políticas, pero antes de condenar o reprochar las afirmaciones que mantuvo Platón en sus escritos, sería más prudente conocer el contexto político y social que condicionó sus ideas, así como algunos de los rasgos más trascendentales de su vida, que a buen seguro influyeron en su modo de entender el mundo y ayudarían, sin duda, a advertir el significado que el célebre filósofo pretendió otorgar a su obra.
Platón, 427-347 a.C.
Aristóteles de Atenas, apodado Platón por la amplitud de sus espaldas, nació, como su mismo nombre indica, en Atenas en el año 427 a.C., en el seno de una noble familia que, capaz de proporcionarle los mejores maestros, le orientó en sus aficiones hacia la literatura y el estudio. A los veinte años conoció a Sócrates y gracias a una larga convivencia, se inició con él en la filosofía. Educado para la política, desestimó esta opción al contemplar como la democracia ateniense se alzaba sobre valores distintos a los suyos y tras intentar con escaso éxito organizar la política de otras polis (como Siracusa), donde incluso llegó a ser vendido como esclavo. Siguió la enseñanza de Sócrates, y tras su muerte (- 399), viajó a Egipto y al sur de Italia, conociendo el pitagorismo y entablando amistad, en Sicilia, con Dión, sobrino del tirano de Siracusa Dionisio. A su regreso a Atenas fundó la Academia (- 387) y posteriormente, volvió a Siracusa (- 367), intentando en vano que el nuevo tirano aplicara en la ciudad su modelo político.
El pensamiento de Platón abarca numerosas dimensiones del conocimiento humano pero sus inquietudes abarcan sobre todo la concepción del hombre y su relación con el mundo y la sociedad. Así se apoya en la afirmación socrática de que el hombre está hecho para la ciencia. Es decir, concibe la ciencia como un conjunto de verdades universales e inmutables que el hombre debe conocer para comprender el mundo en que vive. De ahí se extrae la aparición de dos mundos. El de las ideas o auténtico y el sensible, que es el que percibimos y supone tan sólo una sombra confusa del primero. Así la misión de los filósofos, que conocen la existencia de este otro mundo es captar las verdades que en él se albergan y mostrarlas a los demás ciudadanos, rescatándolos de la inocencia en que viven. Por otra parte, la concepción que Platón tiene del hombre está en consonancia con su visión de la naturaleza. De esta forma, piensa que el hombre es un alma inmortal encerrada en un cuerpo que la recluye y que esta alma de vida eterna, es la que proporciona el saber científico al individuo, pues es ésta la única que ha contemplado el mundo de las ideas y pese a haberlas olvidado al unirse al cuerpo, es capaz de sugerir ciertos recuerdos al contemplar la realidad del mundo sensible. En cuanto a la sociedad, Platón mantiene que está fundamentada en la naturaleza humana y no es sino una prolongación del organismo humano individual. Así, se estructura en tres estamentos básicos: los filósofos (poseen la capacidad de dirigir y gobernar la sociedad), los militares (tienen la misión de protegerla), y los productores (deben trabajar para proporcionar los medios necesarios para sostenerla).
Este pensamiento surge en medio de una crisis política en Atenas, tras la democrática guerra del Peloponeso y la democrática derrota frente a Esparta, llegando a la democrática condena de Sócrates y la también democrática pérdida de los valores tradicionales. Quizá por este motivo y buscando solución a estos problemas, Platón sale en defensa de Sócrates, elabora su teoría de las ideas, establece la justicia "en sí" como fundamento del orden socio-político, eleva el eros a categoría ideal, presenta la figura del filósofo como modelo del ser humano capaz de regir la polis, y se afana por hallar un prototipo de la misma.
Este conjunto de teorías y argumentos extraíbles del pensamiento platónico, se ven claramente reflejados en las numerosas obras que el filósofo escribió a lo largo de su dilatada vida, pero por encima de todas las demás destaca “La República”, donde recoge todas estas dilucidaciones para mostrar su concepción del estado político ideal. Nace así la utopía literaria.
Resumen de la obra
“La República” es una continua reflexión entre personajes sobre la política y las relaciones entre los gobernantes y ciudadanos que constituyen la nación. En ella, Platón propone en boca de su maestro Sócrates, y mediante el uso de sucesivas intervenciones dialogadas con otros interlocutores, un modelo de estado perfecto, que consolide la estabilidad de la nación y garantice la seguridad y la justicia de todos los ciudadanos. Esta extensa obra, que se encuentra fragmentada en diez libros, es como muchos dicen un tratado de política pero no seria correcto, sin embargo, atribuirle sólo esta definición, pues además de dilucidar sobre los orígenes y consecuencias de las distintas formas de estado, se pretende indagar en el hombre que las crea. De este modo, cada libro abarca temas distintos, pero con el único fin de diseñar el gobierno perfecto y mostrar las entrañas del Ser del hombre.
Las primeras cuatro fracciones del diálogo son un esbozo de los problemas que surgen al tratar el concepto de justicia y pretenden discernir los modos más eficaces de lograrla y los seis restantes se centran en una compleja exposición del pensamiento platónico en su más intenso nivel de profundidad.
Libro I: Inicia la obra con un elogio a la ancianidad de Céfalo a Sócrates. Se alaban las características más nobles del hombre, la moderación, la sensatez, la cordura, y se da comienzo a una reflexión sobre la importancia de la justicia en la vida de los hombres y tras acordar su papel en el seno del estado, se procede a una búsqueda de sus características.
Libro II: Tras dar comienzo al tema de la justicia, dos personajes más, Glaucón y Adimarco, alientan a Sócrates a encontrar y exponer la verdadera naturaleza de la justicia, alienando el concepto de cualquier valoración u opinión popular. Para ello se intenta comprender los motivos que la originan y las razones de su perturbación.
Es en este libro donde se plantean las analogías entre las nociones de hombre y estado. Paralelismo que fundamentará el sentido de todo el diálogo. Se presenta, además, una brillante disertación sobre la educación y su importancia dentro de los deberes del estado, siendo ésta la base que constituirá el futuro de las posteriores generaciones encargadas de dirigirlo.
Libro III: Llegados a este punto, se genera una discusión entorno a la concepción del estado justo. Se concluye entonces, que sólo puede obtenerse mediante una estricta distribución de labores y su pertinente educación desde la más tierna infancia para evitar las sublevaciones que pudiera motivar la incomprensión del individuo respecto al lugar que ocupa en la sociedad. Una educación especializada y precisa que aún discriminando oriente a cada miembro en función de las aptitudes con que ha sido dotado.
Libro IV: En este libro, que pone fin a las cavilaciones que motiva el concepto de justicia, se revelan las conclusiones extraídas, y se promulgan los principios que deben regir el estado justo. "Producir la justicia es establecer en las partes del alma la subordinación que en ella ha querido poner la naturaleza. La injusticia es dar a una parte sobre las demás un imperio que va en contra de la propia naturaleza". Este principio, según Platón, armoniza las relaciones entre los hombres, pero su conocimiento tan sólo está reservado a los intelectos más capaces y, por ello, el gobernante debe extraerse de aquellos que lo posean.
Libro V: En este libro, Platón vuele a hacer referencia a la educación como punto de partida del estado ideal, centrándose esta vez en los niños y las mujeres ( a estas últimas les proporciona la posibilidad de desempeñar roles distintos a los tradicionalmente asignados, si demuestran capacidades para ello). Así, una vez diseñado el estado perfecto, se baraja la opción de ponerlo en práctica, y como el rumbo de éste dependerá de la predisposición de los ciudadanos a seguir el orden establecido, el poder de orientarlos mediante el correcto uso de la pedagogía debe residir en los únicos capaces de administrarlo racionalmente: los filósofos. Sin embargo para entender el papel de estos sujetos en “La República”, es preciso saber que, para Platón, el filósofo es aquel individuo cuya capacidad de abstracción permite descubrir la idea del bien supremo y llevarla a la realidad del estado ideal. Así la gestión y la organización del gobierno perfecto deben residir en la razón y la justicia que sólo el filósofo puede proporcionar.
Libro VI: En este punto, Platón reflexiona sobre la idea del bien. Concepto que aporta sentido al mundo de las ideas, fin en sí mismo de toda aspiración humana, y base del conocimiento verdadero. Expone además su popular teoría de las cuatro fases del conocimiento. Fases que discurren desde las primeras impresiones sensitivas, hasta la contemplación del Ser Supremo y que constituyen el proceso que, según Platón, sigue todo saber desde que es percibido mediante sensaciones, hasta que asimilado por el hombre en su punto máximo.
Libro VII: Expuestos ya algunos de los principales cánones de las tendencias platónicas, en este magnífico libro, el filósofo escribe uno de los pasajes más admirados de su obra. El mito de la caverna, es un paradigma de las teorías previamente argumentadas, en el que Platón simboliza el mundo real bajo la perspectiva de su pensamiento. Propone dos mundos. El primero, una caverna donde los hombres viven encadenados desde su nacimiento, contemplando tan sólo las sombras que una hoguera situada en la entrada proyecta del exterior y otro mundo al que ni pueden acceder ni conocen los hombres y que abarca toda realidad ajena a la caverna. Sin embargo, un día estos dos mundos interaccionan cuando uno de los hombres logra escapar y, al contemplar el exterior y entender el engaño en que vivía, advierte que las sombras que antes veía y que creía verdaderas, no eran sino el reflejo de las figuras que discurrían ante la hoguera proyectando una sombra distorsionada. Esta analogía de muestro mundo ejemplifica, mediante un genial arquetipo, la teoría del conocimiento (muestra el procedimiento que sigue el saber en su recorrido desde las primeras percepciones hasta la consecución de la verdad suprema) y explica la relación entre los dos mundos que mantiene el autor en sus tratados: el sensible, encarnado por la caverna, y el de las ideas, representado por el exterior.
Libro VIII: Este libro se centra en una comparación entre el estado justo e ideal formulado y el resto de sistemas políticos dominantes en la época. De ese modo, se analizan los principios que les sustentan así como el talante de los individuos que los crean. Concluye con una reflexión acerca de los niveles de decadencia política que abarca desde la Timocracia espartana, la Oligarquía y la Democracia, culminando en la figura del tirano. Llegados a este punto, finaliza el paralelismo hombre-estado iniciado en el segundo libro del diálogo.
Libros IX y X: Estos dos últimos volúmenes, se ocupan de asentar más profundamente las conclusiones alcanzadas por Sócrates y sus acompañantes. Así, el libro IX se encarga de explicar las repercusiones del estado perfecto en la vida individual de los hombres, es decir, pretende conjeturar las consecuencias que su instauración en el mundo real pudiera ocasionar sobre una sociedad como la suya. De otro modo, el libro décimo analiza las diferencia entre poesía y filosofía, afirmando la primacía de esta última en lo que a educación y adoctrinamiento se refiere, asignando así al poeta un lugar más humilde en el terreno de la creación artística.
De esta forma se clausura una de las más grandes obras del pensamiento filosófico que resulta, además, de vital importancia para comprender el pensamiento utópico. Con una espléndida belleza narrativa, Platón concluye “La República” y sienta para la posteridad algunas de las claves para entender los entresijos de nuestra cultura y sus inquietudes filosóficas.
Valoración crítica
Una vez conocido el contexto, el autor y la obra, es el momento de valorar su contenido y la importancia que esta ha tenido en los siglos venideros. Hay que reiterar entonces, que “La república” es, además de una utopía social, un tratado de política y una reflexión sobre el ser humano. Por ello encontramos en su interior una gran cantidad de afirmaciones y principios de muy diversos ámbitos, destinados todos ellos a un mismo propósito: encontrar la perfecta organización social y el estado de cosas ideal para la vida del hombre. En este sentido, hay que decir que Platón no escribió su obra sin conocimiento de causa, pues, como cuenta en su biografía, fue educado desde la más temprana edad para participar activamente en la política de su tiempo. Con esto, no es de extrañar que algunas de sus conclusiones no fueran ni sean todavía entendidas por la gente, ya que su visión fue fundada desde la perspectiva del poder y no del pueblo, provocando así una posición demasiado autoritaria y rígida respecto a los ciudadanos. Por ese motivo, han sido muchos los teóricos que han comparado la república de Platón con un vasto cuartel, dominado por un severo adoctrinamiento de los individuos en función de los intereses del estado. No es extraño que así haya sido, pues es cierto que este estado ideal se apuntalaba en la educación de sus miembros, convirtiéndolos en simples empleados de la nación, pero hay que entender que Platón suprimió gran parte de las libertades por el bien de la estabilidad y la justicia públicas.
Este ultimo término, la justicia, abarca casi cuatro libros del total del diálogo, y es uno de los pilares entorno los cuales se organiza el estado. Para Platón, esta noción tan básica y presumible en nuestro tiempo, era una de las más conflictivas y complejas a las que debía enfrentarse el gobierno (tanto es así que en algunos fragmentos del diálogo llega a equiparar el estado perfecto con el estado justo). La justicia distinguía al bueno del mal gobernante, al tirano del filósofo, así pues, su consecución debía estar por encima de cualquier otro obstáculo y por ello, resultaba necesario conocer cuál era el núcleo generador de toda arbitrariedad. Este núcleo no era otro que la iniciativa individual, que de tener poder suficiente, podía comprometer a todo el estado. Así, el autor concluye que, para asegurar el acierto de la nación, es necesario controlar los actos particulares, suprimiendo si es necesario su libertad de actuación y, para lograrlo, el único medio realmente efectivo y acorde con las circunstancias, era el adoctrinamiento de las masas, mediante una pedagogía discriminatoria y selectiva, que dividiese y educase a cada miembro según su capacidad de servicio a la comunidad.
Para justificar este pasaje, Platón idea una curiosa metáfora capaz ejemplificar su afirmación. Dice que cada ser humano, al nacer, se compone de un determinado metal. Así, los más valiosos tienen oro y deben encargarse de dirigir y gobernar a sus congéneres. Los de plata, son también especiales y deben contribuir con sus ayudas a comandar la nación. Finalmente los de cobre y bronce, que no poseen por naturaleza el don de los anteriores, deben trabajar para mantener el estado, ocupando un lugar más humilde entre los ciudadanos. Con este paradigma, se intenta argumentar la educación discriminatoria y la desigualdad entre los individuos, pero se hace hincapié también, en un elemento digno de consideración.
Y es que, si bien es cierto que no hay igualdad de oportunidades, no se fundamenta el clasismo, es decir, no por pertenecer a un grupo social determinado se otorga una educación u otra, sino que la pedagogía se distribuye única y exclusivamente en función de las aptitudes y las habilidades personales. ¿Acaso no es esto justicia? Probablemente no lo sería si el encargado de tomar las decisiones de índole pública fuera alguien incapaz de asumir semejante responsabilidad, pero Platón, que no acostumbraba a dejar cosas al azar, contempló también esta posibilidad y tras discernir la complejidad de la cuestión, concluyó que una labor de tan ardua dificultad sólo podía ser asumida por los mejores filósofos, entendidos claro está, como aquellos seres capaces de encontrar la verdad entre la confusión y descubrir la idea del bien supremo, desde la cual llevar a la práctica la vida y el estado ideal.
Con estos elementos y otros derivados de los ya expuestos, Platón creyó haber encontrado la organización política perfecta superando los sistemas que fracasaban en las regiones vecinas, pero pese a ser una obra realmente admirable, no llegó a funcionar en los lugares donde se intentó implantar. Probablemente por motivos ajenos a la responsabilidad de Platón, pero sin duda por uno en especial. Esta concepción de estado ideal, era impracticable. No es posible encontrar la perfección humana (por lo menos no hay constancia de ello), y el modelo platónico exigía esta figura en la cumbre del gobierno. Necesitaba una especie de divinidad que administrase justicia sin el más mínimo margen de error y es obvio que ni el más sabio y honrado de los filósofos habría reunido tales atribuciones.
Es aquí donde encontramos el talón de Aquiles de la idealizada república de Platón. Apostó por una justicia perfecta y consideró por tanto que, de ser obtenida, los demás principios debían estar a su servicio. Por ello, alienó a los ciudadanos de gran parte de su autonomía y suprimió algunos de sus derechos hacia el estado, desestimó la capacidad de éstos de decidir y escoger su propio gobierno (conocedor de las carencias de la democracia) y, en definitiva, consideró al pueblo un colectivo susceptible de la demagogia, incapaz de decidir correctamente por sí sólo. Pero apostar por un estado justo era una utopía, una idea que un personaje de la talla de Platón sólo pudo contemplar confiando plenamente en sus propias capacidades. Debió pensar que él mismo podría repartir la supremacía del bien entre los ciudadanos, y como él algunos de los grandes sofistas que había conocido. Pero un rebaño no puede confiar a ciegas en la bondad de su pastor, necesita unas mínimas garantías de poder cambiar el rumbo de su vida si lo estima necesario.
Por ello, “La República” promulga unos principios inaceptables en el ámbito de las libertades. Porque lejos de buscar un mundo donde cada cual campe a sus anchas, el hombre es un ser que nace libre y, aunque es obvio que somos sumamente influenciables, debería ser obvio también que tenemos derecho a escoger nuestro futuro y decidir con autonomía, aunque a costa de ello, nuestros errores comprometan a nuestros semejantes. Sin embargo, esta última afirmación, no debe ser tomada para alegar contra Platón, pues fue algo parecido lo que le obligó a adoptar en su obra una actitud tan rigurosa.
La condena a muerte de su mentor, por un jurado popular y bajo la aparente aprobación de un sistema democrático, hizo ver a Platón que a veces es mejor contener al pueblo para evitar que sus errores modifiquen el destino de los inocentes, ya que su debilidad frente a los poderes de la demagogia, la falacia y la retórica de los gobernantes, hacen de él un colectivo demasiado vulnerable. El problema está en decidir quien dirige a este colectivo y quien establece la diferencia entre lo bueno y lo malo. Platón lo sabía y por eso intento minimizar al máximo estos conflictos mediante el adoctrinamiento de los ciudadanos y la instauración del filósofo como sabio administrador del bien y la justicia. Así, es probable que cometiera errores, pero no olvidemos que Platón argumentó todas sus aserciones y, si bien resulta sencillo discrepar de alguno de los principios expresados, no lo es en absoluto rebatir congruentemente el modelo de estado que propuso en “La República”.
La utopía renacentista
El renacimiento fue un movimiento cultural surgido en el s. XIV que se caracterizó por una ferviente admiración del pensamiento clásico. Una etapa de nuestra historia en la que los miembros ilustrados del arte y la cultura, pretendieron una renovación completa en todas las dimensiones del saber. Una renovación que más que basada o inspirada en los modelos grecorromanos, adoptó íntegramente su pensamiento imitando su arte y su concepción del mundo, dando lugar al nacimiento del humanismo. Así, se propició el retorno al idealismo de lo bello, volvieron a la vida las proporciones, la serenidad y el equilibrio natural que habían definido en sus tratados algunos de los más conocidos filósofos clásicos y, en definitiva, se supeditó de nuevo la creación espontánea, al orden y las leyes estéticas marcadas por los antiguos. No obstante, en este clima renovador, surgen como es lógico, numerosos autores descontentos con el rumbo de su sociedad. Eruditos personajes que dedicaron su tiempo a intentar cambiar las cosas, ofreciendo a sus semejantes nuevos modos de concebir el mundo. Así, después de unos siglos de leve sequía cultural, y en pleno imperio renacentista, se publicaron obras de vital importancia que cambiaron el rumbo del conocimiento humano. Algunas de estas obras fueron, por ejemplo, “La ciudad del sol” de T. Campanella, publicada en 1623 o “La nueva Atlántida”, que escribió F. Bacon en 1627, pero probablemente, la que tuvo mayor repercusión entre el público de la época, fue la “Utopía” de Thomas More, obra ilustre que vio la luz en 1517.
“Utopía” de Thomas More
Este clásico de la literatura utopista, del mismo modo que el anterior, adquiere pleno sentido en el contexto histórico en que fue creado, pues no es igual la ideología de una mente contemporánea, que la ideología de una mente del s. XVI, pero aún así y salvando las diferencias entre ambos períodos, ésta conserva aún toda su vigencia en la actualidad. Tanto es así, que no es posible analizar el pensamiento utópico en su recorrido por el tiempo, sin conocer sus repercusiones, ya que, más allá de las influencias que sin duda ejerció en posteriores escritos y sin olvidar a los clásicos (entre los que cabe destacar a Platón y en especial sus diálogos entorno a "La República”) que le sirvieron de precedente, supuso sin duda, el nacimiento de la utopía moderna.
Por todo esto, y para comprender con la mayor precisión posible el sentido que More quiso dar a la que fue sin duda su obra maestra, es necesario conocer cuáles fueron los rasgos que pudieron marcar o influenciar su vida y pensamiento.
Tomas More, 1478-1535
Sir Thomas More nació el 6 de febrero de 1478 en Cheapside (Londres). De pequeño entro de paje del cardenal Morton quien recomendó su ingreso en Oxford (donde estudió literatura y filosofía) y más tarde, en 1501, fue elegido miembro del parlamento, para ocupar posteriormente importantes cargos en la administración londinense. Aún así y pese a sus responsabilidades públicas, More tuvo tiempo para cultivar sus inquietudes religiosas y literarias, de este modo, en 1516, escribió su novela más valorada: “Utopía”.
Entre tanto, en Inglaterra, Enrique VIII sucedió a su padre, Enrique VII. El nuevo rey fue coronado el 28 de ese mismo mes y consiguió que More entrase a su servicio tras mediar con el cardenal Wolsey, así, en 1517 fue nombrado miembro del Consejo del Rey, teniendo que renunciar a sus otros cargos. En la Corte se ganó el aprecio de los reyes, de los que obtuvo cada vez más confianza. En 1529 sucedió como Canciller a Wolsey, quien había sido destituido por oponerse al propósito de Enrique VIII de anular su matrimonio con Catalina para poderse casar con Ana Bolena. Thomas More contestó claramente al rey su desacuerdo en la cuestión del divorcio, aunque como laico, creyó no deber entrometerse en un asunto que estimó competencia de las autoridades eclesiásticas. El Parlamento pronto se doblegó al poder real y en 1533 sirvió como instrumento para forzar al clero a presentar un acta de sumisión por el que delegó en el rey la potestad legislativa en materia eclesiástica. Ante esta situación More presentó su dimisión como Canciller, lo que le supuso la pérdida de privilegios y cargos, además de la incomprensión por parte de su familia. Ante la declaración del Papa, el Parlamento aprobó el Acta de Sucesión otorgando un poder total al rey sobre sus súbditos. Así, a More se le pidió presentarse a jurar el Acta el 13 de abril de 1534. Éste aceptó los derechos de sucesión que fijaran el Parlamento y el rey, pero se negó a aceptar algo que fuera contra la autoridad papal, como era la unión del rey con Ana Bolena. Durante cuatro días estuvo custodiado por el abad de Westminster, obstinado en desoír los consejos y amenazas de amigos y enemigos, para ser encarcelado en la Torre de Londres. Allí estuvo quince meses, escribiendo varias obras espirituales con las que se preparó para el martirio. Sufrió además la incomprensión de su familia, que vio cómo los obispos y doctores del reino habían aceptado el matrimonio del rey. El 1 de julio de 1535 fue acusado de traidor por negarse a atribuir al rey su “justo” título de jefe supremo de la Iglesia de Inglaterra. En el juicio se hizo cargo de su propia defensa, pero fue ejecutado el 6 de julio. Su cabeza se colocó a la entrada del puente de Londres y tras ser recuperada por su hija Margarita, fue sepultada en San Dunstand, hoy día iglesia protestante. Su cuerpo primero fue enterrado en el recinto de la Torre para luego ser arrojado a una fosa común donde fue imposible localizarlo. Tras su muerte, Erasmo de Rótterdam definió a More como el más santo de los hombres que vivieron en Inglaterra. Tres siglos después, el 29 de diciembre de 1886, el Papa León XIII le beatificó. En el cuarto centenario de su muerte, se promovió un proceso de canonización y finalmente el 9 de mayo de 1935 Pío XI le declaró santo.
More fue, por tanto, un concienciado luchador que se opuso con el poder de las ideas y siempre desde el lado del diálogo, a las injustas y despóticas leyes que imperaban en su época, revelándose incluso contra su propio rey y dando la vida por sus convicciones ante todo un estado reprimido. Todo este conjunto de vivencias y sinrazones, aportaron al pensamiento ya de por sí destacado de More, una riqueza y una perspectiva de la realidad existente, lo suficientemente amplia como para hacerle acreedor de las carencias y virtudes del sistema político y la estructura social en que vivió. Así, lejos de restar sumido y ante la imposibilidad de alzar su voz para cambiar las cosas, decidió plasmar sobre el papel su modelo de estado ideal, en la que ha pasado a la historia como una de las obras cumbre del pensamiento utópico.
Resumen de la obra
“Utopía”es un relato en prosa donde el autor, que alterna las reflexiones personales con los diálogos entre personajes, expone las experiencias de un curtido viajero (Rafael Hitlodeo), que afirma haber visitado una isla cuya población ha logrado poner en práctica una república ideal dónde la justicia, la seguridad y las libertades, son una realidad.
Todo se inicia, cuando More (por entonces miembro del parlamento inglés), es destinado a Brujas para parlamentar e intentar obtener un acuerdo, con motivo de los recientes conflictos que habían ocurrido entre el rey Enrique VIII y Carlos, príncipe de Castilla. Durante su estancia allí un buen amigo (Pedro), le aconseja recibir en su casa a un marinero que según parece, no tiene igual en cuestión de vivencias y mundologías. More que es un hombre de sobrado interés por todo tipo de saberes, no pone objeción alguna a la proposición de su amigo y acepta recibir en compañía de éste, al curioso aventurero. Así, una mañana se reúnen en casa de More, y de forma dialogada, se inicia un casi monólogo del invitado que de un modo extraordinariamente razonado, preciso y plagado de sentido común, expone algunos de sus viajes y anécdotas con personajes de importancia en los gobiernos del continente. En esta primera parte del diálogo, el autor se muestra sorprendido por los pulcros razonamientos de su interlocutor, y tras preguntarse porque una persona como Rafael, con una mente de semejante capacidad intelectual y una lógica tan admirables no estaban todavía al servicio de algún rey falto de buen consejo, se acaba concluyendo que las lecciones no son de ayuda, cuando el que las precisa no pretende acierto en sus decisiones sino beneficio en sus actos. Así, tras comprobar con pesimismo la vaga importancia de los hombres honrados e ilustrados en los gobiernos europeos de la época y las numerosas injusticias que estos cometían sobre su pueblo, Rafael certifica haber vivido en un lugar donde todas las carencias de los estados del viejo continente, habían sido subsanadas y corregidas desde la mas absoluta y contundente racionalidad. Una república perfecta, ubicada en una recóndita isla llamada utopía, que por las vagas influencias recibidas a lo largo del tiempo, había restado intacta desde que su fundador (un sabio, amante de los libros y la cultura clásica), instauró la perfecta organización política que hasta el momento había mantenido en paz y perfecto bienestar a todos sus habitantes. Es en este momento cuando se procede, en boca del erudito Rafael, a describir con considerable lujo de detalles, el funcionamiento de algunas de las instituciones políticas y estructuras sociales que rigen la república de utopía. Para ello, el autor divide esta descripción en varias parcelas que, bien delimitadas, contribuyen a una mejor comprensión del texto:
Las ciudades y en especial Amurota: En este primer punto se describen los rasgos más significativos de las ciudades, centrándose en la más grande de todas ellas, Amaurota. La perfecta organización de las ciudades (planificadas por el fundador Utopo), es idéntica y sólo se distinguen por las pequeñas modificaciones que requiere el terreno. Así, por ejemplo, Amaurota esta situada sobre la leve pendiente de una colina, regada por dos ríos que enmiendan los problemas de abastecimiento de agua. Posee una estructura de murallas, fosos y torres de guardia que garantizan la seguridad de los ciudadanos, y los edificios, de igual tamaño y parecidas características, se sitúan formando manzanas perfectamente alineadas, con amplios patios ajardinados en su interior e idéntica distancia entre fachadas. Las viviendas no constituyen una propiedad individual, por ello, cada cierto tiempo se intercambian entre los vecinos para evitar desigualdades, incitando así a que las amplias calles que la recorren, sean como los pasillos de una gran casa comunitaria.
Los magistrados: Los gobernantes de cada ciudad son elegidos democráticamente mediante una serie de representantes rigurosamente clasificados según su rango en una pirámide de poderes. De este modo en cada ciudad se parte de la unidad familiar como el núcleo de poder político más pequeño. Cada treinta familias se elige un juez que será renovado cada año, llamado Sifogrante o Filarca y estos, en grupos de diez, escogen un Traniboro o Protofilarca que los presida en el senado. Finalmente, cada uno de los cuatro distritos en que se divide la ciudad, propone su candidato a príncipe y los doscientos Sifograntes que componen el senado, tras la realización de un estricto juramento, se reúnen para designar cual de ellos será el próximo soberano de carácter vitalicio. Una vez designado el cuerpo del gobierno, la ley establece que todos los traniboros con la colaboración de dos sifograntes invitados de forma sucesiva, deben celebrar, cada tres días, un consejo bajo la presidencia del príncipe, donde deliberar sobre los asuntos de índole pública y proponer las soluciones y normas más convenientes para la población. Estos consejos, pese a su frecuencia son muy respetados y se siguen todas las normas necesarias para evitar la tiranía. Así, los asuntos de mayor interés se debaten con tiempo y son consultados con las familias mediante los Sifograntes antes de ser decretados, pues la conspiración a espaldas del pueblo es considerada un crimen capital.
Las relaciones públicas entre los utopianos: En este apartado, se explica el funcionamiento de la vida social de los utopianos, las relaciones mutuas que se establecen entre ellos y las reglas de distribución de los bienes de la isla. Como se relata en puntos anteriores, la vida en utopía se reduce a la organización familiar, de este modo, entre los miembros se establecen relaciones de subordinación. Las mujeres al alcanzar la edad núbil son entregadas al marido mudándose a casa de éste y los hijos y bisnietos permanecen en el seno familiar bajo la tutela del más mayor de sus miembros. Los miembros de cada familia son contabilizados (no se permite que el número de adultos sobrepase los dieciséis miembros), y el excedente se redistribuye en ciudades de menor población o, en caso de una superpoblación global, se funda una colonia con los sobrantes fuera de las fronteras de la república. Por otro lado, los bienes materiales que precisa cada familia, los recoge el patriarca de forma gratuita en los mercados comunitarios, donde cada familia expone el fruto de su trabajo. Los alimentos, sin embargo, son producidos por familias que sucesivamente se desplazan a casas rurales para trabajar la tierra, se sirven en comedores comunitarios distribuidos entre desayuno comida y cena. En estos comedores los gobernantes y los ancianos (que gozan del mayor de los respetos en Utopía), tienen un trato prioritario. En la república, la generosidad es uno de los principales valores, por eso, cuando hay excedente de algún producto, éste se presta a ciudades vecinas o incluso a naciones cercanas. Otro tema interesante es el trato a los enfermos. Éstos gozan de los cuidados más atentos, pero cuando se estima que no tienen curación se les recomienda morir del modo menos doloroso y molesto posible, procurando así su propio bien y el de la comunidad, que no tiene que mantener a un individuo sentenciado. Así pues, es evidente que aceptan la eutanasia como alternativa médica, pero no por ello asienten el suicidio voluntario, que es considerado un acto ignominioso y se paga con una vil despedida, arrojando el cuerpo a una ciénaga.
Los viajes de los utopianos: En este aspecto, las leyes son bastante estrictas y se regula escrupulosamente la circulación de individuos por las ciudades. De este modo es difícil alterar el orden establecido y resulta más sencillo mantener la equitativa distribución de los bienes. Pese a todo, los viajes están permitidos y pueden realizarse pidiendo un salvoconducto que advierta a los príncipes de las ciudades implicadas y delimite la duración de la estada. Sin embargo, quebrantar estas normas puede llegar a condenarse con la esclavitud. En Utopía además, se suelen recibir visitas de embajadores que acuden en representación de naciones divinas. Embajadores que pese la diferencia de costumbres (suelen ir engalanados con piezas de oro y otras piedras que en utopía carecen de valor material), son recibidos con cordialidad con el fin de mantener buenas relaciones con sus respectivas naciones.
Los esclavos: Los utopianos contemplan la esclavitud como un castigo ejemplar y a su vez provechoso para el bien público. Aún así, no consideran esclavos más que a convictos de un gran crimen en la propia república o a los esclavos comprados a bajo precio en países extranjeros (estos, no obstante, son tratados con mayor humanidad). Esta clase de personas es sometida trabajos más severos y no tiene los mismos derechos que los demás ciudadanos. Los utopianos no se rigen por demasiadas leyes, pues su organización no las requiere. Por ello no es fácil caer en el crimen y llegar a la esclavitud, pero las pocas normas que hay son llanas, muy claras y se siguen con rigidez. Así, por ejemplo, se castiga a las parejas que se entregan al amor fuera del matrimonio, aunque si tras haberse casado, se argumenta que sus caracteres son incompatibles, puede solicitarse el divorcio, que será o no concedido según el parecer de los magistrados. Éstos son sumamente justos y debido a lo superfluo del dinero, es imposible comprarlos, por tanto las garantías de su imparcialidad son absolutas. Así, se estima que sus condenas, que van desde simples amonestaciones hasta la muerte, serán siempre equitativas y justas.
El arte de la guerra: Los conflictos bélicos no son bien vistos por los ciudadanos, pero eso no impide que sean adiestrados de vez en cuando para poder afrontarla si fuere necesaria. Los motivos que pueden requerirla son la defensa de sus fronteras, la expulsión de invasores en territorios amigos y la liberación de pueblos dominados por la opresión de la tiranía, aunque para lograr la victoria en la guerra siempre anteponen el ingenio y el engaño a la bestialidad de la sangre. Por tanto, es frecuente la contratación de mercenarios y pueblos guerreros, que son capaces de dar su vida a cambio del baldío dinero de los salvaguardados utopianos. Aún así si la situación lo requiere los propios utopianos deben hacer la guerra, aunque generalmente, este acto suele ser voluntario para aportar mayor valentía al ejercito. Las batallas suelen desarrollarse fuera de las fronteras de la república. Así, las ciudades no sufren daños y resulta más sencillo derrotar a los enemigos, que en caso de ser vencidos, no sufren saqueos ni vejaciones, destinando todos los beneficios a las naciones más desfavorecidas.
Las religiones de los utopianos: Las creencias religiosas son libres en Utopía y por ello, son diversas las que coexisten en la isla. Unos adoran a determinados astros, otros veneran a célebres antepasados, pero en general, la mayoría no aceptan nada de eso y contemplan la existencia de una fuerza superior a la comprensión humana. Una fuerza de cuyo poder se deriva toda la creación, a la que se refieren con el nombre de Padre atribuyéndole consideraciones divinas. Esta especie de numen que es en sí mismo origen y fin de todas las cosas, es por así decirlo, la base de la religión mayoritaria entre los utopianos, pero se venera junto a los demás dioses por considerar que todos son uno sólo (conocido bajo el apelativo de Mitra), entendido desde puntos de vista distintos. Así, se consigue una cierta unidad religiosa que facilita el entendimiento entre los fieles. Sin embargo tras la llegada de Rafael y sus compañeros a la isla, muchos de los ciudadanos se convirtieron al catolicismo y, aunque esto supuso la aparición de algún pequeño conflicto, la cautela y el respeto con las demás creencias facilitó la convivencia con los demás cultos, decretando que, quien sobrepasara los limites marcados por la ley seria desterrado o sometido a la esclavitud. La aparición del cristianismo en la isla derivó en una iglesia parecida a la nuestra pero con diferencias significativas respecto a la nuestra. Ajenos a los poderes papales, los utopianos nombraron a sus propios sacerdote y no encontraron objeción alguna en permitirles, como al resto de ciudadanos, contraer matrimonio con las jóvenes más selectas de la ciudad. Tampoco negaron la participación de las mujeres en el sacerdocio, aunque son pocas las que hay y sólo viudas o de avanzada edad.
Con estos puntos y el contenido que más ampliamente expone en ellos el autor, se llega al final de la obra previa muestra de una breve conclusión final. En ella, el autor en boca de Rafael Hitlodeo, da fin a la descripción de su utopía política, valorando las virtudes de sus instituciones y el acierto de algunas de sus costumbres. Todo esto comparando el modelo definido en la obra, con el de los “florecientes” estados de la Europa renacentista. Finalmente, More Realiza una ligera intervención para puntualizar su desacuerdo con alguno de los acontecimientos relatados por el docto viajero, pero dejando constancia de los aspectos positivos que en el relato se habían expuesto.
Valoración crítica
Como se puede deducir del resumen anterior, la obra no es sino la representación escrita de un estado ideal imaginado por T. More. Es decir, la descripción a grandes rasgos de una utopía política, capaz de contestar a las limitaciones y carencias de los sistemas absolutistas que asolaban con su injusto reparto de privilegios, a las poblaciones de la Europa medieval. No obstante, en ella, el autor parte de una premisa que, en lugar de hacer más digna la convivencia, actúa como una arma de doble filo. Intenta racionalizar todos los actos efectuados por los ciudadanos, alejándolos de todo sentimiento, emoción o disturbio, que impida la consecución de un gobierno dominado por una razón que el propio estado se encarga de definir. Así, a diferencia del punto de partida de platón en su república, la prioridad no es garantizar la seguridad de la población a costa de reducir sus libertades, sino dotar de sentido a todas sus acciones aunque esto conlleve un control que suprima en gran medida su autonomía como individuos. Es posible que esta obsesión del autor por suprimir las libertades individuales supeditándolas a la comunidad, sea fruto de las injusticias que vivió durante su vida entre las clases altas de la burguesía y la nobleza inglesa, contemplando como las excentricidades de un rey más preocupado por su propia existencia que por el bien de su nación, hacían imposible controlar a las masas de una país que caía, como sus vecinos, en la tiranía del dinero. Por eso, es el dinero uno de los factores que mejor definen la concepción de la utopía de More. Éste desaparece, quedando relegado a un papel secundario. Para ello, crea una especie de república comunista donde se elimina la propiedad privada y una estricta distribución de trabajos comunitarios garantiza la producción de las materias primas. Es en este punto donde la obra de More cojea levemente al no quedar demasiado claro el modelo de organización laboral entre los ciudadanos. El autor habla de una distribución equitativa del trabajo en función de las capacidades de cada individuo. Así, cada uno desarrolla su oficio u ocupación según sus aptitudes y las necesidades del estado. Hasta aquí todo parece correcto, pero si tenemos en cuenta que Utopía es una nación de abundancia donde el dinero no se usa como remuneración, ¿qué tipo de compensación reciben los ciudadanos por las labores que desempeñan? Porqué si tienen todo cuanto necesitan, seria fácil caer en la inoperancia y no desempeñar el trabajo pertinente. Así pues, desahuciado el sentimiento de necesidad, este estado perfecto sólo sería posible en un mundo de hombres reflexivos y racionales, que supieran valorar sus ventajas a largo plazo resistiéndose a los siempre tentadores placeres de la pereza y la comodidad. Un mundo que por fortuna o por desgracia no es el nuestro, ni el que inspiró en su día al autor. De todos modos, y pese las contradicciones que aparecen a lo largo del relato (por ejemplo en cuanto al número de habitantes de las ciudades), Utopía aporta una nueva y genial forma de concebir el mundo, sentando algunas de las bases del comunismo (posteriormente desarrollado por Marx en el s. XIX), y sacando a relucir algunos tabúes en materia eclesiástica como la aceptación de la figura de la mujer en el sacerdocio, la permisividad del matrimonio en los clérigos, o el siempre controvertido asunto del divorcio. Este último de especial interés, pues resulta curioso que lo consienta en su utopía, cuando fue su rotunda negativa de aceptar la separación entre el rey Enrique VIII y su esposa, uno de los motivos que le costaran la decapitación el 6 de julio de 1535. Además de la importancia que posee la religión en la república, aparecen también aspectos que pueden sorprender a un lector de nuestro tiempo. Tales son, por ejemplo, los relacionados con la esclavitud o sobre todo los de índole médica. Entre estos últimos, cabe destacar por encima de todos, los referidos a la eutanasia. More imagina un estado en cuyos hospitales, la manutención de enfermos cercados por la muerte resulta inaceptable o deshonesta. Es decir, no se obliga a los moribundos a aceptar un final inminente, ni siquiera se les trata peor por no hacerlo, pero se considera honorable resignarse la muerte cuando la vida ya no resulta digna, incitando de ese modo a morir, a todos aquellos que ya no albergan esperanzas de curación. Este hecho, según se relata en el libro, enaltece al enfermo y, a su vez, reduce los gastos de la hacienda pública recayendo así en el bien de la propia comunidad.
Toda esta serie de elementos que aparecen en el texto original y que, como es lógico, sería imposible de reflejar en su totalidad sin extenderse demasiado, fueron descritos por un filósofo del s. XVI y, como tal, es necesario reiterar que su pensamiento es distinto al que impera en nuestros días. Por ello algunos aspectos de la obra como, por ejemplo, los relacionados con la mujer (siempre subordinada a la tutela del padre o el marido), nos pueden llegar a parecer machistas o insensatos, así como otros de muy diversa índole, absurdos e infantiles, pero no debemos olvidar que además de los importantes cambios ideológicos sufridos, Utopía es una obra literaria fruto de la genialidad y la ironía de un autor, y como tal, no tiene porqué representar el ideal de perfección pretendido por More (quizá solo quiso mostrar las nefastas consecuencias de un estado gobernado por la razón y desahuciado de todo sentimiento emocional). Así se observa en el muestrario de nombres y topónimos con que bautiza a algunos elementos del escrito , o en la última página de su obra donde irónicamente corta la intervención de Hitlodeo, recomendándole un descanso antes de seguir profundizando sobre las costumbres utopianas. Sin embargo, este distanciamiento del autor respecto a su propia utopía queda posteriormente matizado con una última afirmación:
"Entre tanto, y si bien no puedo asentir a todo lo que expuso Rafael Hytlodeo, aunque él sea hombre de una extraordinaria erudición, y gran conocedor de la naturaleza humana, confesaré con sinceridad que en la república de Utopía hay muchas cosas que deseo, más que confío, ver en nuestras ciudades".
Estas argumentaciones aportan pruebas suficientes para considerar a “Utopía” como una sátira aguda y sutil de la sociedad de la época, e incluso a riesgo de equivocarnos, de su Inglaterra natal, pero ante todo manifiesta una voluntad de trascender lo presente y alegar a favor de un futuro mejor. Por lo tanto, es comprensible que difiramos de ciertos contenidos y connotaciones subjetivas pero, por encima de todo, no debemos olvidar que son precisamente algunos de esos rasgos idealistas, los que han hecho de esta obra un clásico universal de la literatura utopista.
La utopía socialista
Sería imposible constatar el momento preciso en que nació el ideal social-comunista, probablemente porque la naturaleza de esta tendencia vaya ligada al pensamiento del hombre desde el momento en que éste se constituye en sociedad. Por ello, es necesario realizar un breve recorrido por la historia y observar cuales han sido los precursores de las teorías que en el s. XI, K. Marx y F. Engels llevaron a la cumbre con sus publicaciones.
Tras siglos de desigualdades y explotaciones obreras, en la edad media empezaron a tomar forma las vagas ideas de constituir comunidades donde la propiedad privada y los intereses individuales quedaran definitivamente abolidos. Así con la llegada del renacimiento, Thomas More deja caer (como hemos comentado en el apartado anterior), en su obra más conocida, “Utopía”, la posibilidad de suplantar el sistema de intereses particulares, por una sociedad “comunitarista” capaz de fomentar las relaciones fraternales y acabar con las desigualdades que suscitaba el dinero y la propiedad privada. Nacía así la utopía moderna y se daba comienzo a una tendencia política.
Más adelante, en el año 1764, Césare Beccaria (un autor hoy prácticamente olvidado), escribía un libro de gran repercusión en la época, titulado “De los delitos y las penas”. Entre tanto, en pleno auge de la ilustración, ya habían ido surgiendo autores que contemplaban en sus escritos ideas similares a las descritas. Así, por ejemplo, Morelly, además de criticar los estados de su tiempo, teorizaba a favor de una sociedad en la que los bienes estuvieran en común y aspiraba nada menos que a la abolición de la idea misma de bien y mal. Así se empezaba a vislumbrar la idea moderna social-comunista, predicando al mismo tiempo la abolición de la propiedad privada y la abolición de toda moral tradicional. Pero Beccaria era más realista y pese a confiar en el estado comunista, centró su obra en una cuestión de la que hasta el momento, pocos se habían percatado. El derecho de la sociedad a castigar a los ciudadanos. Partiendo de la premisa que la justicia genera inevitablemente injusticias, dio la palabra a los delincuentes y propuso sustituir la pena de muerte y la tortura, por los trabajos forzados. Este hecho parece no guardar demasiada relación con el tema concerniente, pero fue el acontecimiento que motivó por primera vez, la aparición de la palabra socialista en Europa, como un calificativo peyorativo que definía, según las figuras conservadoras de la época, la actitud de Beccaria.
De esta forma y sentadas ya las bases del movimiento, la necesidad de realizar un proyecto razonable acorde con las circunstancias del momento, unido a la consternación provocada por los vagos resultados obtenidos por la Revolución Francesa (había declarado la igualdad entre los hombres, pero no una mejora en la vida de las clases trabajadoras), ocasionó la aparición del socialismo utópico. Esta tendencia ideológica, fue encabezada por autores como Saint-Simón (1760-1825), Charles Fourier (1771-1837) y Robert Owen (1771-1858), que defendieron la idea de constituir una sociedad emancipada, capaz de garantizar la igualdad entre ciudadanos. Sin embargo, la iniciativa socialista de estos personajes, que llegaron aplicar sus tesis en pequeñas comunidades, fue tildada de utópica por dos autores que pasarían, con el tiempo, a encabezar estas teorías. Marx y Engels, años más tarde, contestaron las propuestas del socialismo utópico, considerándolo una simple fantasía de la sociedad futura que, si bien eran útiles para amonestar las penurias de la época, eran completamente irrealizables. Así, lejos de contentarse con una crítica infundada, elaboraron un programa conocido con el nombre de “Manifiesto Comunista”, que promulgaba la teoría del socialismo científico en sustitución del utópico.
Con todos estos avances en el pensamiento socialista, se llegó a la culminación del ideal
social-comunista, pretendido no como una utopía irrealizable, sino como una revolución de los modos de producción tradicionales, capaz de eliminar las desigualdades que la propiedad privada y el capitalismo habían ocasionado a lo largo de la historia.
“El Manifiesto Comunista” de K. Marx y F. Engels
“Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo. Contra este espectro se han conjurado en santa jauría todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar, Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes alemanes.
No hay un solo partido de oposición a quien los adversarios gobernantes no motejen de comunista, ni un solo partido de oposición que no lance al rostro de las oposiciones más avanzadas, lo mismo que a los enemigos reaccionarios, la acusación estigmatizante de comunismo.
De este hecho se desprenden dos consecuencias:
La primera es que el comunismo se halla ya reconocido como una potencia por todas las potencias europeas.
La segunda, que es ya hora de que los comunistas expresen a la luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa leyenda del espectro comunista con un manifiesto de su partido.
Con este fin se han congregado en Londres los representantes comunistas de diferentes países y redactado el siguiente Manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa, francesa, alemana, italiana, flamenca y danesa.”
Con esta contundente declaración, iniciaban Marx y Engels el Manifiesto del partido Comunista. Declarando así, definitivamente, la guerra al capitalismo y proponiendo al mundo una alternativa distinta a la sociedad de clases.
Este revolucionario manifiesto, supuso entonces la consumación de la utopía socialista que desde hacía años se había intentado llevar a cabo. No obstante, lo verdaderamente significativo del trabajo desarrollado por estos dos teóricos, fue el hecho de creer en la viabilidad de su ideal y elaborar un proyecto serio y científico, capaz de superar las carencias del socialismo utópico y convertirse en una alternativa política factible.
Así en 1846, los gobiernos del viejo continente advertían la consumación del comunismo y se esforzaban por contener a los alentados ciudadanos que por fin veían una salida a tantos años de sublevación clasicista, mientras que Marx y Engels seguían aunando esfuerzos para provocar un impacto aún mayor en la Europa del capital.
Sin embargo, no sería hasta medio siglo después cuando, por primera vez, una revolución social como las pretendidas por Marx, acogió su ideal socialista fundando la primera potencia comunista de la historia. Fueron los bolcheviques, en 1917, quienes tras derrocar del poder a los zares, instauraron en Rusia y bajo la dirección de Lenin, un sistema político basado en las doctrinas marxistas. El cambio social fue rotundo pero de nuevo la avaricia de un líder sumió al país en una represión militarista que marcaría el destino del siglo XX. Más tarde se extendería este sistema por algunas naciones asiáticas e iberoamericanas, de las que cabe destacar dos de las que aún se mantienen en vigor, China y Cuba respectivamente. No obstante estos proyectos políticos que tantas esperanzas despertaron entre el proletariado de aquellos años, no funcionaron y sólo sirvieron para justificar las injusticias de líderes totalitarios que acabaron arruinando la economía y la libertad de aquellos estados.
Ante semejantes resultados, son muchos los que creen que el fracaso se debió al carácter inviable del ideal, pero es más probable que todo fuera debido a una mala aplicación de sus principios. De todos modos, el socialismo científico que pasó a manos de Marx (pues ha sido éste su máximo representante a lo largo de la historia), tras la publicación de su mejor obra, “El Capital”, seguirá siendo una utopía mientras no llegue el momento de su instauración tal y como lo quisieron sus creadores. Por ello, y para concluir esta introducción del mismo modo en que se inició, acabaremos con una de las afirmaciones que dejó para la historia el célebre Karl Marx:
“. . . no me cabe el mérito de haber descubierto la existencia de las clases en la sociedad moderna ni la lucha entre ellas. . . Lo que yo he aportado de nuevo ha sido demostrar:
Que la existencia de las clases
sólo va unida a determinadas fases
históricas de desarrollo de la
producción;
Que la lucha de clases conduce,
necesariamente, a la dictadura del
proletariado;
Que esta misma dictadura no es de
por sí más que el tránsito hacia la
abolición de todas las clases y
hacia una sociedad sin clases. . .”
K. Marx, 1818-1883
Marx nació en Trier el 5 de mayo de 1818. Estudió en el gimnasio jesuita de esta misma ciudad y luego, de 1835 a 1841, estudió derecho, filosofía e historia en Bonn y Berlín. En 1836 se comprometió con Jenny Von Westphalen y se alejó de su familia. Intensificó sus estudios de filosofía y en 1841 obtuvo el doctorado de tal especialidad en la Universidad de Jena.
Los estudios de filosofía, historia y ciencia política que realizó en esa época le llevaron a adoptar el pensamiento de Friedrich Hegel. Así, Cuando Engels se reunió con él en la capital francesa en 1844, ambos descubrieron que habían llegado independientemente a las mismas conclusiones sobre la naturaleza de los problemas revolucionarios. Comenzaron a trabajar juntos en el análisis de los principios teóricos del comunismo y en la organización de un movimiento internacional de trabajadores dedicado a la difusión de aquellos. De este modo, en 1847, Marx y Engels recibieron el encargo de elaborar una declaración de principios que sirviera para unificar todas estas asociaciones e integrarlas en la Liga de los Justos (más tarde llamada Liga Comunista). El programa que desarrollaron (conocido en todo el mundo como el Manifiesto Comunista), fue redactado por Marx basándose parcialmente en el trabajo preparado por Engels, y representaba la primera sistematización de la doctrina del socialismo moderno. Las proposiciones centrales del Manifiesto, aportadas por Marx, constituyen la concepción del materialismo histórico, concepción formulada más adelante en la “Crítica de la economía política” (1859), y concluyen que la clase capitalista será derrocada y suprimida por una revolución mundial de la clase obrera que culminará con el establecimiento de una sociedad sin clases.
Poco después de la aparición del Manifiesto, estallaron procesos revolucionarios (las revoluciones de 1848) en Francia, Alemania y el Imperio Austriaco, por lo que el gobierno belga expulsó a Marx temeroso de que la corriente revolucionaria se extendiera también por el país. En 1849 fue arrestado y juzgado bajo la acusación de incitar a la rebelión armada. Aunque fue absuelto, se le expulsó de Alemania y se cerró su revista. Pocos meses después, las autoridades francesas también le obligaron a abandonar el país y se trasladó a Londres, donde permaneció el resto de sus días.
Una vez instalado en Inglaterra, se dedicó a profundizar en sus ideas, publicando nuevos escritos, y a alentar la creación de un movimiento comunista internacional. Durante ese período, elaboró varias obras que fueron constituyendo la base doctrinal de la teoría comunista. Entre ellas se encuentra su ensayo más importante, “El capital” (volumen 1, 1867; volúmenes 2 y 3, editados por Engels y publicados a título póstumo en 1885 y 1894 respectivamente), que constituye un análisis histórico y detallado de la economía del sistema capitalista.
Los últimos ocho años de la vida del filósofo estuvieron marcados por la miseria financiera y por un envejecimiento prematuro a partir del cual vivió cada vez más retraído de trabajar en sus obras políticas y literarias. Los manuscritos y notas encontrados en Londres después de su muerte, ocurrida el 14 de marzo de 1883, revelan que estaba preparando un cuarto volumen de El capital que recogería la historia de las doctrinas económicas; estos fragmentos fueron revisados por el socialista alemán Karl Johann Kautsky y publicados bajo el título de Teorías de la plusvalía (4 volúmenes, 1905-1910).
Resumen de la obra
“EL Manifiesto Comunista” formulado por K. Marx y F. Engels, fue una declaración orientada a extender el ideal socialista por todos los países del continente europeo. Por ello, consta de varios prólogos o prefacios, que fueron enviados junto al manifiesto, en función del país donde iban a ser editados. Así consta que se elaboraron unos siete prólogos que precisaban la intención del escrito en el contexto en que iba a ser leído. Uno a la edición alemana de 1872, otro a la rusa de 1882, uno más a la edición alemana en 1883, cinco años después, en 1888, se realizó un nuevo prólogo para la edición inglesa, en 1890 otro para la alemana, uno más para la edición polaca de 1892 y, finalmente, un último prefacio para la italiana de 1893.
Estas introducciones que acompañaban al escrito en función del estado y el año en que se publicaba, eran simples preludios de lo que se promulgaba en el cuerpo de la declaración y como tales, compartían la misma voluntad exhortativa, con las pequeñas fluctuaciones que cada entorno exigía.
El documento original, titulado “Manifiesto del partido comunista”, constaba de cuatro puntos orientados a los distintos ámbitos de la sociedad, y seguía el siguiente esquema:
MANIFIESTO DEL PARTIDO COMUNISTA
I -. BURGUESES Y PROLETARIOS
II-. PROLETARIOS Y COMUNISTAS
III-. LITERATURA SOCIALISTA Y COMUNISTA
1-.EL SOCIALISMO REACCIONARIO
a ) El socialismo feudal
b ) El socialismo pequeño burgués
c ) El socialismo alemán o socialismo "verdadero"
2-.EL SOCIALISMO CONSERVADOR O BURGUES
3-.EL SOCIALISMO Y EL COMUNISMO CRITICO-UTOPICOS
VI- ACTITUD DE LOS COMUNISTAS ANTE LOS DIFERENTES PARTIDOS DE
LA OPOSICIÓN
Resumir cada uno de los apartados llevaría a una dilatación excesiva de este resumen, por ello es mejor realizar un repaso por sus puntos principales destacando los rasgos más significativos. Así pues, es importante resaltar los cuatro que forman la columna vertebral del documento.
I-. Burgueses y proletarios: Este primer capítulo que encabeza el documento, realiza un estricto y extenso análisis de la dirección que ha ido tomando la sociedad con el paso del sistema feudal al capitalismo burgués. Mediante la presentación del antagonismo entre la clase burguesa y la obrera, se expone la tesis marxista de que la eterna lucha entre clases que motivó el alzamiento de la burguesía por encima de la nobleza, provocará inevitablemente una revolución social que alzará a la nueva clase oprimida, el proletariado, por encima de una burguesía cuyas leyes acabarán devorándola. En este apartado, además de elogiar el poder de la burguesía para dominar con su mejor arma, el capital, a la sociedad de la época, se critica duramente la pérdida de valores que ésta motiva, y se resalta la inexorable necesidad de provocar un cambio revolucionario que será llevado a cabo por una mayoría social incontenible: el proletariado.
“Sustituyó, para decirlo de una vez, un régimen de explotación, velado por los cendales de las ilusiones políticas y religiosas, por un régimen franco, descarado, directo, escueto, de explotación.”
II-. Proletarios y comunistas: Concretado ya colectivo al que se dirige básicamente el manifiesto y contestado el desalmado poder opresor de la burguesía, esta segunda sección se centra en definir las analogías entre el proletariado y el partido comunista. Así, con una clara voluntad de identificar al prometedor movimiento obrero con el ideal promulgado en el documento, se inicia el discurso con una clara y definidora pregunta:
“¿Qué relación guardan los comunistas con los proletarios en general?”
Una vez contestada esta pregunta e identificados los obreros con el partido comunista, el escrito vierte todo su interés en una ferviente exhortación contra la burguesía. Se objetan, mediante sólidas argumentaciones, todas las acusaciones que este colectivo había ido volcando sobre el comunismo y se promulga su triunfo político como la única alternativa realmente justa al discriminatorio sistema vigente.
Para finalizar, se reconoce que el modo de llegar a la consumación del estado socialista es complejo y fluctúa en función del momento histórico en que es llevado a cabo, pero aún así presenta un seguido de principios que bien podrían llevarlo a cabo. Así se mencionan diez normas aplicables en cualquier estado progresista:
1.a Expropiación de la propiedad inmueble y aplicación de la renta del suelo a los gastos públicos.
2.a Fuerte impuesto progresivo.
3.a Abolición del derecho de herencia.
4.a Confiscación de la fortuna de los emigrados y rebeldes.
5.a Centralización del crédito en el Estado por medio de un Banco nacional con capital del Estado y régimen de monopolio.
6.a Nacionalización de los transportes.
7.a Multiplicación de las fábricas nacionales y de los medios de producción, roturación y mejora de terrenos con arreglo a un plan colectivo.
8.a Proclamación del deber general de trabajar; creación de ejércitos industriales, principalmente en el campo.
9.a Articulación de las explotaciones agrícolas e industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las diferencias entre el campo y la ciudad.
10.a Educación pública y gratuita de todos los niños. Prohibición del trabajo infantil en las fábricas bajo su forma actual. Régimen combinado de la educación con la producción material, etc.
Con este ejemplo de los principios que podrían aplicarse, se clarifica todavía más el modelo de estado que promovían Marx y Engels, concluyendo este capítulo con un breve enunciado que afirma la utopía socialista como un sistema ideal capaz de acabar con la lucha de clases y, de ese modo, con la necesidad misma de establecer un gobierno que las dirija.
III-. Literatura socialista y comunista: Esta parte del manifiesto está encaminada a comentar la evolución de la literatura socialista con el paso de los años. Se inicia con el socialismo reaccionario del que destaca, junto a otros dos, al feudal, mostrando como fueron los propios miembros de la nobleza quienes lo usaron para arremeter contra el creciente poder de la burguesía, aliándose con un incrédulo proletariado que nunca llegó a creérselo. Se hace referencia también al socialismo clerical cuyos miembros, siempre ligados al feudalismo medieval, apoyaron la desfachatez del aristócrata, para mantener los bienes de que habían disfrutado hasta la fecha. En segundo lugar se analiza también el socialismo “pequeñobugués”. Este movimiento literario, se reconoce como un digno medio de crítica contra la nueva burguesía, capaz de reprochar las contradicciones del nuevo régimen de producción, y según palabras del propio manifiesto, el motor que “Ha desenmascarado las argucias hipócritas con que pretenden justificarlas los economistas. Ha puesto de relieve de modo irrefutable, los efectos aniquiladores del maquinismo y la división del trabajo, la concentración de los capitales y la propiedad inmueble, la superproducción, las crisis, la inevitable desaparición de los pequeños burgueses y labriegos, la miseria del proletariado, la anarquía reinante en la producción, las desigualdades irritantes que claman en la distribución de la riqueza, la aniquiladora guerra industrial de unas naciones contra otras, la disolución de las costumbres antiguas, de la familia tradicional, de las viejas nacionalidades.” Pero, pese a su incipiente labor en la denuncia del sistema burgués, se critica duramente su cobardía a la hora de proponer soluciones, pues su mayor logro sería volver al antiguo sistema de producción feudal, en lugar de sugerir una renovación en todos los ámbitos de la sociedad. Para concluir, y como colofón final del socialismo reaccionario, se menciona una última variante. El socialismo alemán o “verdadero” socialismo. Esta corriente literaria que llegó Alemania con las doctrinas de la conflictiva sociedad francesa, fue tomada y estudiada por los filósofos e intelectuales del país. Así, en poco tiempo, su literatura ya había adoptado este pensamiento socialista desde la visión del pueblo que no padece el conflicto, es decir, desde una perspectiva completamente imparcial e inocente ajena a la realidad. Pero cuando la nación alemana y prusiana sintió en sus carnes el empuje burgués y comprendió que el sistema imperante se tambaleaba, los gobiernos vieron en aquellas doctrinas socialistas el bálsamo idóneo para paliar las embestidas del nuevo orden. Así, la literatura socialista fue adoptada por los altos cargos gubernamentales, perdiendo toda su inocencia para convertirse en una arma más del poder político contra la temida burguesía. De este modo, el ideal socialista, se vio de nuevo sumido en la contradicción y en lugar de abanderar la revolución proletaria, abrazó el conservadurismo feudal de los poderes nobiliarios para contrarrestar el capitalismo burgués.
Criticada ya literatura del socialismo reaccionario, se abre un segundo punto destinado al socialismo burgués o conservador. Este breve apartado, centra las miradas en un grupo de la burguesía que, consciente del peligro que entraña el descontento proletario, predica una serie de medidas que apacigüen los ánimos y contribuyan a la estabilidad de su sistema de producción. Para ello, destapan una literatura demagoga, que pide leves reformas en favor de una burguesía más conservadora que proteja y ampare los intereses del proletariado. Así, lanzan gritos como ¡Pedimos el librecambio en interés de la clase obrera! o ¡En interés de la clase obrera pedimos aranceles protectores! Arengas retóricas y contradictorias que desatan la burla de los autores del documento al contemplar la hipocresía con que argumentan y amagan el único interés de mantener el sistema capitalista. Así, al final del fragmento, encontramos una irónica frase que bien define la opinión de Marx y Engels sobre estos escritos:
“Todo el socialismo de la burguesía se reduce, en efecto, a una tesis y es que los burgueses lo son y deben seguir siéndolo... en interés de la clase trabajadora.”
Finalmente, el capítulo destinado a la literatura socialista, concluye con una última mención del socialismo y el comunismo crítico-utópico. Este movimiento idealista es identificable con el socialismo utópico mencionado en el punto 2.3 (la utopía socialista). Así es la diana de duras críticas por su excesivo contenido utópico. En el manifiesto se habla de su aportación a las doctrinas socialistas, sobre todo por el hecho de haber tenido la valentía de proponer un sistema social con principios semejantes a los marxistas, pero se arremete contra el modo en que autores como Owen, Fourier o Saint-Simón, lo intentaron llevar a cabo. Y es que es en este sentido, donde encontramos la principal diferencia entre el socialismo utópico propuesto por estos autores y el científico de Marx y Engels. Los primeros tenían los ideales correctos, pero descuidaron el peso de la historia en la sociedad e inventaron el proceso que esta debía seguir hasta llegar a su doctrina, mientras que los segundos, promovieron en sus escritos un estudio científico basado en el materialismo histórico, que, partiendo de un profundo conocimiento de los procesos que motivan la evolución social, permitiera llegar al conocimiento de los principios básicos que motivarían este cambio. Es decir, tildaron de ilusorio y fantástico el socialismo utópico por estar basado en las creencias de sus ideólogos y, por ello, presentaron en este manifiesto, un proyecto científico y contrastado que, en su opinión, estaba más cerca de la realidad que de la utopía.
IV-. Actitud de los comunistas ante los otros partidos de la oposición: El manifiesto del partido comunista finaliza con este último capítulo, la arenga que realiza no sólo al proletariado sino a toda la sociedad. Así, se constata el rumbo que tomarán los partidos comunistas en los distintos estados europeos, alegando que estará siempre del lado de las fuerzas políticas más revolucionarias con el fin de derrocar siempre el sistema de propiedad imperante en cada momento. Con esto se anticipa la inevitable proximidad de una revuelta proletaria en Alemania, más poderosa aún que las sucedidas en Francia o Inglaterra. Una revolución comunista que alzará por fin al proletariado en la cumbre del poder instaurando un sistema de producción y propiedad que cambiará el mundo de los años venideros. Muestra de todo ello es el último fragmento del escrito que anticipa lo acontecible y clama por la revolución:
“Los comunistas no tienen por qué guardar encubiertas sus ideas e intenciones. Abiertamente declaran que sus objetivos sólo pueden alcanzarse derrocando por la violencia todo el orden social existente. Tiemblen, si quieren, las clases gobernantes, ante la perspectiva de una revolución comunista. Los proletarios, con ella, no tienen nada que perder, como no sea sus cadenas. Tienen, en cambio, un mundo entero que ganar.
¡Proletarios de todos los Países, unios! .”
Valoración crítica
Como hemos visto en el resumen, el manifiesto fue una clara declaración de principios del social-comunismo científico ante la sociedad de un s. XIX que se rendía a los pies del hegemónico poder burgués. Este documento destinado a la exaltación del proletariado y a la revolución de éste contra los poderes del estado, sembró una profunda inquietud en los gobiernos europeos de la época, que veían como una tormenta comunista se abalanzaba sobre sus naciones. Tanto es así que, aún hoy, su contenido permanece vigente y es capaz de dibujar una sociedad que parece no haber cambiado tanto como pensamos. Por ello, son tantos los pensadores que no dudan en tildar de utópico y demagógico el discurso que se promulga. Quizá porque sea cierto (pues la clara voluntad persuasiva y la idealista sociedad que presenta, son evidentes), pero por encima de todo esta reacción contra su ideal de perfección, es motivo del conflicto de intereses que ocasionaría su instauración en una sociedad como la de su nacimiento.
Pero Marx, que había estudiado la evolución social y los motivos de su cambio a lo largo de la historia, conocía bien el rumbo que estaba tomando su propuesta y anticipaba claramente en el manifiesto como se iba producir la transición a su modelo comunista. Consciente de las lacras capitalistas, vaticinó una revuelta proletaria capaz de acabar con el imperio de la burguesía y, sin vacilaciones, afirmó rotundamente que esta revolución sería inevitable y no dependería del curso de los acontecimientos, pues era una consecuencia directa de los procesos históricos. Pero las cosas no fueron como le hubiera gustado a Marx. Por un lado acertó, pues no pasaría mucho tiempo hasta que los proletarios bolcheviques se alzaran en el poder tras derrocar salvajemente a los zares rusos, pero sus doctrinas no fueron llevadas a cabo y el ideal comunista no fue más que una justificación del estado militarista y totalitario que Lenin, y años después Stalin, usaron para saciar sus ansias de dominar el mundo. Este hecho, unido a la expansión capitalista de América y Europa, rezagó al prometedor comunismo de Marx y Engels a un segundo plano, marginado por las nuevas formas de la creciente economía y abatido por las derrotas que sufrió el ideal tras la segunda guerra mundial.
No obstante, la utopía socialista, abrió los ojos de cuantos consideraban al capital como único motor de la evolución social. Mostrando un nuevo horizonte capaz de ofrecer modernas y esperanzadoras alternativas a la más abundante y castigada clase: los asalariados. Por eso su aportación a nuestra historia fue tan importante. Porque defendió a los débiles criticando las lagunas en que se ahogaba la burguesía y lo que es más loable, ofreciendo una propuesta seria y sensata que, pese a todo, muchos no supieron o no quisieron entender. Aún así, Marx pecó de impetuoso y se dejó llevar por un pensamiento demasiado radical. Probablemente acicateado por la pasividad de predecesores como Owen o Fourier, presentó la violencia revolucionaria como única elección, confrontando su política con los ordenes tradicionalmente establecidos y así, aunque alió su partido con otras fuerzas gubernamentales, nunca llegó a tener el apoyo de las clases bien estantes. Además, algunos de sus principios eran demasiado atrevidos y conducían a una política reformista que ninguna de las sociedades de la época hubiera podido asimilar. Por lo tanto, era difícil conseguir el convencimiento absoluto de la población respecto a sus ideas y la utopía de los inicios, se convertía en una apuesta demasiado arriesgada que ningún gobierno estable quería asumir.
Todo esto ha llevado a una devaluación de los valores socialistas que, como es natural, han sido considerados por los vencedores de la historia, como una delicada utopía que sucumbió ante sus propias quimeras. No es extraño que así haya sido, incluso es lógico que el lugar que estas ideas ocupan en nuestra sociedad no sea el más privilegiado (pues no debemos olvidar que el mundo se mueve por intereses económicos y éstos sólo obtienen justificación dentro de un sistema capitalista), sin embargo, el comunismo bien entendido es y será siempre la voz del proletariado, y no debemos olvidar que la fuerza de la mayoría es, por naturaleza, más poderosa que el dinero de unos pocos. Por ello el manifiesto comunista que vio por primera vez la luz en 1848, mantiene hoy, en contra de lo que piensan muchos, toda su vigencia. Porque si el proletariado era mayoría hace 150 años, más mayoría es en nuestros días, y por que si el candente librecambio burgués avivaba las desigualdades entonces, más las aviva la globalización económica de nuestro tiempo. Sin embargo, y por fortuna, la expansión económica del siglo XX y sus repercusiones en el nuevo siglo que acontece, nos ha aportado una estabilidad que aleja considerablemente la sombra comunista del socialismo científico, pero no por ello se ha resistido a desaparecer, pues mientras haya lucha de clases (y no hay duda que la habrá), seguirá planeando sobre nosotros la alternativa que hace ya un siglo y medio, nos propusieron K. Marx y F. Engels.
Con todo esto, parece obvio que las revoluciones marxistas llegarán algún día a completarse y sólo así, contemplando la marcha proletaria en su camino por las desigualdades del capitalismo, comprobaremos si los principios del “Manifiesto comunista” fueron o no una mera utopía.
La utopía del siglo XX: la antiutopía
Tras la abundancia de textos utópicos en el renacimiento y los años posteriores, la llegada del siglo XX no fue sino una sucesión de adaptaciones más o menos elaboradas de las obras ya conocidas. Por ello, la utopía idealista y esperanzadora que plasmaron sobre el papel More, Campanella o Bacon, perdió interés y los autores modernos, que empezaban a despertar del sueño, contemplaban horrorizados las atrocidades que las guerras mundiales y el peligroso rumbo del progreso, estaban causando en las sociedades “civilizadas”. En este conflictivo y descorazonador contexto, la utopía parecía ya no tener sentido y con ella el sentimiento de llegar a un mundo perfecto, tan lejano que ni siquiera merecía la pena soñar despiertos. Así, con la llegada de este pesimismo generalizado, en Europa nacía una nueva literatura que contestaba a las utopías de antaño: la antiutopía. Estas obras, dominadas por una consternada desilusión, no eran simples modelos de la antítesis utópica, sino utopías como las ya conocidas observadas desde una perspectiva distinta. Bajo este manto ideológico que influía el pensamiento de todos los escritores e intelectuales contemporáneos, surgieron obras maestras de la literatura universal. Novelas fantásticas que tras una aparente cercanía a la ciencia ficción, constituyeron verdaderas profecías de nuestro tiempo, con las que nos hemos sentido identificados desde su publicación. Entre estos escritos, destacan por sus acertadas visiones, dos de las más celebres antiutopías de la historia de la literatura. “Un mundo feliz” de Aldous Huxley y “ 1984” de George Orwell, mostraron al mundo las garras de una sociedad perfectamente desastrosa y expusieron con fidelidad y cordura los peligros que entrañaría vivir en un mundo ideal.
Sin embargo, para poder conocer con certeza el sentido de estos escritos y poder discernir entre sus aspectos sarcásticos y sus verdaderas intenciones, es necesario conocer también la relación que existe entre la utopía y su respuesta actual, la antiutopía.
La antiutopía
Cuando la utopía resulta insuficiente para referirnos a las distintas concepciones de estado ejemplar y, sobre todo, a las repercusiones negativas que pudiera comportar la sociedad perfecta, surge el termino de antiutopía (también substituible por otros semejantes como distopía, contrautopía o atopía), que aparece para contestar los contraproducentes efectos que un mundo ideal y perfecto podría acarrear sobre la humanidad. Buscar una definición ecuménica y precisa de estas nociones no es, en absoluto, tarea fácil, pues más allá de su significado enciclopédico, poseen una riqueza conceptual demasiado extensa. Por ello, establecer una distinción entre utopía y antiutopía nos remite a la ambigüedad de su significado. La utopía, como muestra el primer punto (definición del concepto), debe entenderse como un proyecto irrealizable e ideal, que aplicado a la sociología o la política, se entiende como el plan que pretende la consecución de una sociedad o un estado perfectos. Pero cuando esta perfección se torna en contra de los propios individuos anulando sutil y eficazmente sus mecanismos de autonomía, aparece una consecuencia contraria a la voluntad de la utopía. Sin embargo, esta cara oscura del pensamiento utópico, no es por definición su antónimo, sino una perspectiva distinta del idealismo inocente con que mirábamos inicialmente la utopía. Ésta es, probablemente, la clave del antagonismo entre la utopía y la antiutopía. Cada término responde a un punto de vista distinto sobre un mismo objeto, la visión idealizada de la sociedad perfecta. Esta sutil diferencia esta motivada por el siempre relativo significado de la palabra “perfección”. Así, por ejemplo, para Platón la perfección se fundamentaba en la infalibilidad de la justicia, por lo tanto, para él, el estado perfecto era el estado justo. No obstante, para Marx, la sociedad ideal pasaba por la completa igualdad entre los ciudadanos, sin fronteras económicas ni clasistas. De esto se deduce algo curioso, y es que la utopía platónica, probablemente suponía una antiutopía para la concepción social marxista, y el socialismo científico que Marx y Engels concibieron como única utopía real y viable, a buen seguro, era para Platón una antiutopía con nefastas consecuencias para el bien de la nación. Así pues, el paralelismo entre utopía y antiutopía durante la historia a sido tan sutil como conflictivo, y su escaso carácter universal las ha mantenido siempre cercanas al relativo subjetivismo individual.
Sin embargo, pese a las analogías y peculiaridades de su significado, la antiutopía fue de gran ayuda para acoger las corrientes literarias que, invadidas por la frustración y el desengaño generalizado, invadieron el idealismo utópico con su oscura visión futurista. Brotaban de ese modo las primeras obras de la literatura antiutópica y la utopía romántica quedaba rezagada a los ilustrados autores del renacimiento, cediendo así terreno ante las nuevas ideas del siglo XX.
“1984” de G. Orwell
Eric Arthur Blair, nació en 1903 en Motihari (india), hijo de una familia británica. Prestó sus servicios en la Policía Imperial India destinado en Birmania, de 1922 a 1927, fecha en que regresó a Inglaterra. Enfermo y luchando por abrirse camino como escritor, vivió durante varios años en la pobreza, primero en París y más tarde en Londres y a raíz de esta etapa empezó a escribir algunos escritos bajo el pseudónimo de George Orwell. Su agudo sentido crítico y el feroz realismo con que describió la sociedad de su tiempo, le lanzó a la fama con prestigiosas novelas como “Homenaje a Cataluña” (1938), “Rebelión en la granja” (1945) o “1984” (1949) entre otras. Esta última de gran interés por su inquietante y aterradora descripción de un futuro permanentemente vigilado por el Gran Hermano.
En 1984, Orwell realiza la descripción de un tétrico y opresivo futuro con fecha concreta. Todo empieza tras una gigantesca revolución que alza en el poder a un curioso partido totalitario presidido por el Gran Hermano. Una vez instaurado el sistema político a seguir, se inicia una política opresora que acabe con la autonomía y las libertades de conciencia y, para ello, se establece un tiránico control sobre los individuos desde cada uno de los cuatro ministerios que rigen el gobierno. El ministerio de la verdad, encargado de adaptar la historia, controlar las noticias y gestionar la educación y el arte. El ministerio de la paz, responsable de los asuntos bélicos, el ministerio del amor, responsable de mantener la ley y el orden, y el ministerio de la opulencia, encargado de administrar la economía. En esta sociedad controlada hasta límites insospechados, todos los ciudadanos que son considerados como tales (no lo son los proles, a quienes se separa y margina para no perturbar la conciencia colectiva), se encuentran bajo una total anulación ideológica, que ha sido llevada a cabo gracias a la creación de una “neolengua” y el “bipensar”, capaces de suprimir toda forma de contestación hacia el estado y darle la razón en todo momento, amparándose en la ambigüedad. Todos los ciudadanos salvo uno. Winston Smith, que trabaja en el ministerio de la verdad reconstruyendo la historia para adecuarla a la Verdad del partido, ha sido capaz de conservar su autonomía y, a raíz de algunas disidencias con el gobierno, empieza a dudar de la sociedad y se rebela contra el partido ingresando en un grupo opositor junto a la mujer que le ha conducido a la desobediencia más allá del mero pensamiento, Julia. En este instante de la obra, el autor nos da algunas pistas sobre la situación general del mundo en que se desarrolla la acción. Estamos en Londres, pero el Reino Unido ha desaparecido y el Gran Hermano gobierna con su partido uno de los tres estados que han surgido, Oceanía. Los otros dos son Eurasia y Eastasia y se encuentran en guerra constante dos contra uno, pero con la peculiaridad de que los aliados pueden pasar al bando enemigo sin mayor trascendencia. Sin embargo las victorias en la guerra no son demasiado prioritarias, pues ésta es tan sólo un mecanismo de control sobre los pueblos. Así, al final de la obra, se llega al castigo del protagonista y finalmente a la capitulación. Pero por encima de todo, Orwell nos deja con una inquietante afirmación que, aunque hoy nos suene a broma, debería incitarnos a una reflexión sobre la sociedad en que vivimos:
“El Gran Hermano te vigila”
Cuando Orwell escribió esta obra maestra de la ciencia ficción, fueron muchos los que no dudaron en acusarle de atentar contra el comunismo soviético, arremetiendo contra la política socialista y criticando desde una perspectiva aliada la que podía llegar a ser la antiutopía comunista del futuro. Pero no era ese el propósito de Orwell. El autor no estaba en contra del socialismo, ni pretendió en ningún momento arroyar su ideología. Lo que intentó Orwell con sus escritos fue mostrar al mundo los peligros que una política como la llevada a cabo por Stalin, Hitler o Franco tras la Segunda Guerra Mundial podría suponer para nuestro mundo. Por ello, en su novela, el autor realiza una serie de comentarios y toma unas determinadas actitudes que contribuyen a asociar su relato con algunos hechos vividos en la Europa de mediados de siglos. Es obvio que Orwell, como ciudadano británico, describe su visión del mundo desde la perspectiva aliada, por ello su protagonista, Winston Smith, fue bautizado con el nombre del líder ingles de la época, Winston Churchill, unido a un apellido común y luchaba contra el totalitarismo de un gobernante opresor y déspota fácilmente identificable con la figura de Stalin. Además, algunos fragmentos del libro, así como ciertos procedimientos de las autoridades, encuentran analogías en acontecimientos reales que han pasado a la memoria de la historia. Así, por ejemplo, el proceso de reconstrucción del pasado para ajustarlo a la voluntad del partido, no es más que una recreación de lo que hicieron los estalinistas con Trotski cuando este dejó de interesarles, retocando las imágenes en las que aparecía junto a Lenin con el propósito de borrarle de la conciencia colectiva, como si nunca hubiera existido, o más sorprendente aún, la curiosa rivalidad que se establece en la obra entre las tres naciones existentes con un continuo cambio de identidad entre aliados y enemigos, es, simplemente, la narración simbólica de lo ocurrido tras la famosa firma entre Stalin y Hitler (tanto nazis como comunistas no encontraron objeción alguna en lo sucedido). Con todo esto parece evidente que la intención del autor al escribir “Mil novecientos ochenta y cuatro”, no fue simplemente la de criticar con alegorías interesadas la política socialista, ni realizar una profecía catastrofista de nuestro tiempo (pues las afirmaciones que realizó estaban ya presentes en el seno de la Europa de la posguerra), sino mostrar su repulsa a todas las formas de totalitarismo que por desgracia habían conquistado la escena política europea del modo más contundente posible. Mostrando las consecuencias que una sociedad como aquella llegaría a infundir sobre las generaciones más próximas y dejándonos como único y valioso legado algunas reflexiones sobre nuestro mundo que quizá todos debiéramos tener presentes para evitar un futuro que podría echársenos encima:
“¿cómo sabemos que dos y dos son cuatro, que la fuerza de la gravedad funciona, o que el pasado es inalterable? Si tanto el pasado como el mundo externo existen sólo en la mente, y la mente es controlable, ¿qué pasa si eso es así?”
“Un mundo feliz” de A. Huxley
Si “1984” fue, y sin duda es todavía, considerada una obra de arte de la ciencia ficción, que menos se podría decir de “Un mundo feliz” de A. Huxley. Esta genial novela que surgió de la exasperada mente de un autor dominado por la drogadicción, fue inquietante en su tiempo por los nefastos hechos que auguraba y sigue siéndolo hoy día por la impotencia con que contemplamos su proximidad.
Aldous Leonard Huxley nació el 26 de julio de 1894, en Godalmine, cerca de Londres, hijo de una familia ligada al mundo del arte y la cultura y nieto del sabio inglés Thomas Huxley. En 1916 editó The Burning Wheel, un poemario que reunía lo mejor de su producción adolescente y en el resto de su vida publicó más de treinta libros, entre novelas, poesía, relatos, ensayos filosóficos y literarios, de los que Contrapunto (1928) fue su novela más difundida. Más tarde, sus escritos serían recopilados y publicados en colaboraciones periodísticas y tras mantener contacto con personalidades de la época, sería iniciado espiritualmente por Prabhavananda, líder de una orden hindú del que se distanció por culpa de los continuos experimentos del autor con dos drogas psicodélicas: la mezcalina y el LSD. Finalmente, sería esta última sustancia la que envolvería su muerte, en 1963, el mismo día del fallecimiento de J. F. Kennedy.
Sin embargo, de su vasta bibliografía cabe destacar la novela que mejor representa su aportación a la literatura de nuestro tiempo. “Un mundo feliz”, publicada en 1932, le proyectaría años más tarde como gran el profeta de la era tecnológica por su cuestionamiento de las dudosas ventajas que el progreso y los avances científicos tendrían sobre las nuevas generaciones.
“Breave New World” (es este el título original de la obra), es una genial novela que ejemplifica la demencia del progreso en manos del estado. La historia se desarrolla en una nación universal creada por una especie de dios mortal conocido con el nombre de Henry Ford. Este mundo alienado del pasado y los valores morales de nuestra sociedad, se sustenta en tres grandes pilares que, a su vez, le dotan del falso sentido que le ha sido arrebatado. Por una parte está la adoración a este creador que “abrió” los ojos de la humanidad instaurando su sistema perfecto. En segundo lugar destaca el soma, la droga que les ayuda a evadir las preocupaciones y les somete con su efímera felicidad a la voluntad del estado y, por último, el sexo, que una vez exento de connotaciones impúdicas u obscenas, es practicado desde la infancia para aliviar tensiones como un juego más, carente de prejuicios. Estos tres elementos que conforman la estructura del estado, son como una religión para los ciudadanos y unido a las demás imposiciones del sistema contribuyen a la concepción de una nación deshumanizada, una nación que debido a su carácter universal se traduce la en degradación de un mundo paradójicamente feliz.
Esta deshumanización generalizada es llevada a cabo mediante un proceso que brillantemente advirtió Huxley en su tiempo: el condicionamiento genético. Los individuos son creados en serie y en laboratorios especializados que, mediante un proceso bioquímico logran alumbrar seres humanos divididos en cinco castas (alfa, beta, gamma, delta y épsilon), moduladas, a su vez, en otras dos subdivisiones (más y menos). De este modo los individuos alfa más, son atractivos e inteligentes y su trabajo está basado en el intelecto, mientras que los épsilon menos, son feos y su intelecto sólo les permite desempeñar labores con esfuerzo físico. Sin embargo, con la llegada de la adolescencia son sometidos a unas sesiones de hipnopedia que condicionan su modo de pensar adecuándolo las características de su casta y sometiéndolo a los requerimientos del estado y, con ello, su vida posterior es feliz independientemente de la clase a la que pertenezcan. En este adulterado entorno, es difícil encontrar individuos con autonomía capaces de contraponer sus ideas a las del estado, pero como en “1984”, un personaje de nombre curioso, Bernard Marx, salpica la trama con su incertidumbre. Bernard es un ser creado por laboratorio, pero con una característica que le hace sentir distinto. Su condicionamiento es de alfa más, pero debido a un fallo en el proceso, es más bajo y fuerte de lo normal. Este hecho motiva en él un sentimiento de rechazo que le impulsa a dudar de la sociedad y a viajar a la reserva, lugar donde conocerá a Jhon (junto a Bernard el único personaje importante que no toma soma) y se convertirá en un “salvaje”, popular por su rebeldía ante el estado. Estos hechos le llevarán a reunirse con el máximo dirigente de la nación y a conocer, de primera mano, la verdad sobre el pasado oculto de su mundo (la existencia de la religión, los clásicos de la literatura y un seguido de conocimientos que habían sido amagados para no perturbar la estabilidad social). Al final de la obra, Jhon se suicida al no poder soportar la presión que ejerce sobre él la sociedad y su entorno (recordemos que no podía evadirse, puesto que no tomaba soma) y Bernard, que es destinado a una isla alejada de la civilización por sus desobediencias, descubrirá que es feliz conviviendo con seres normales como él.
Como hemos podido ver en este breve resumen, el mundo feliz de Huxley es, en ocasiones, muy parecido a “1984” de Orwell. Por ello, cuando pretendemos realizar la valoración de una de estas obras surge, por doquier, la otra. Esto es debido a las ineludibles semejanzas que encontramos entre ambas y a las repercusiones que en nuestros días están teniendo estos escritos. Así, si en “1984” decíamos que Orwell debió pensar en el fatal desenlace del totalitarismo de Stalin y sus falacias comunistas, en “Un mundo feliz” encontramos un juego de palabras que nos recuerda inevitablemente al socialismo marxista. Esto queda reflejado, por ejemplo, en el nombre de dos personajes básicos en la trama: el protagonista, Bernard Marx y su superior, Sirojini Engels. No resulta sencillo averiguar con que propósito bautizó Huxley a sus personajes de este curioso modo, incluso es difícil saber si lo hizo con alguna intención concreta, pero es evidente que, al hacerlo, creó una correspondencia entre su antiutopía y el social-comunismo marxista. Probablemente porque, como Orwell, el autor era un ciudadano británico que veía como el comunismo soviético (basado en las doctrinas del socialismo científico), avanzaba en su camino opresor por las libertades de una Europa devastada por la guerra, convirtiéndose en una superpotencia y amenazando al mundo con su política militarista e intransigente. Sin embargo, pese a las críticas (interesadas o no) que pudiera recibir este libro, es indudable que se trata de una obra maestra y, si nos despojamos de prejuicios, nos daremos cuenta de la lucidez con que Huxley vislumbró algunas de las atrocidades de nuestro tiempo.
Y es que aunque resulte curioso, mas allá de la historia y del mundo imaginado por Huxley, se esconde, a modo de anticipo, un preciso retrato de nuestra sociedad. Organizada desde una “élite” dudosamente preparada, estamos sometidos a una injusta distribución clasista que nos divide limitando nuestro poder de actuación y adquisición. No obstante, y como se remarca en la genial novela, el inconformismo y la insatisfacción no inquietan a los ciudadanos, pues en el fondo, la creencia generalizada de una falsa libertad y la permisividad de que disponemos para lograr placeres efímeros y fugaces, disfraza las desigualdades y logra acallar las voces de los pocos cuerdos cuyo inconformismo no ha sumido ante las vagas recompensas que ofrece nuestra comunidad. Así, las clases altas (poseedoras de la inmensa mayoría del capital) son felices por que tienen el mando, el poder para solventar sus necesidades y la capacidad de satisfacer sus caprichos. Las medias están dispuestas a ignorar su subordinación, a cambio de sentirse superiores al sublevado vecino. Además, disponen de medios suficientes para desatar sus ansias de consumo y sosegar de ese modo, las pocas inquietudes que aún brotan de su resignada voluntad y las bajas, por que consideran que satisfechas sus necesidades básicas, pueden consolarse con la idea de que siempre habrá alguien en peores condiciones, y les basta con tener sus programas favoritos para que, a modo de bálsamo y en peligrosa combinación con su minante rutina, logren evadir la monotonía, sin tiempo para pensar en soluciones milagrosas o panaceas universales.
Es así un mundo también feliz el que nos rodea. Con ciudadanos a su vez convencidos de su bienestar y satisfechos con la vida que quizá el destino, y no el estado en este caso, les ha otorgado. Educados con la idea de permanecer agradecidos a su sociedad por la falsa autonomía que les ha concedido. No hay soma pero si prozac, flunitrazepan y un vasto repertorio de antidepresivos cuyo uso se está generalizando sin que apenas nos demos cuenta del efecto que tienen sobre nuestra integridad intelectual. Quizá por este ligero símil, la obra de Huxley ha sido tan valorada, analizada y, sobretodo, considerada como una de las grandes antiutopías de su generación, siendo así una válida muestra de los peligros comportados por una sociedad idealizada entorno al siempre conflictivo concepto de la felicidad y poniendo de este modo en duda, el significado de esta noción en la vida de los individuos. Por todo esto, y como punto final a este comentario, no estaría de más reflexionar sobre el rumbo que le estamos dando a nuestro mundo, y que mejor forma que hacerlo con una cuestión que debería brotar de la inquieta mente de todo ser humano: ¿Vivir para ser felices o ser felices para vivir?
Para acabar este recorrido por las antiutopías del siglo pasado, es digno de ser contemplado y analizado el contenido de una obra que, pese a no ser tan popular en este ámbito como las anteriores, resulta sumamente interesante por el contexto y el planteamiento con que se lleva a cabo. “El señor de las moscas”, que dista considerablemente de “1984” y “Un mundo feliz”en lo que trama se refiere, posee en sus páginas una continua sucesión de reflexiones sobre el ser humano en su dimensión social, que hacen de la novela algo más que una simple historia de aventuras.
“El señor de las moscas” de W. Goldin
William Goldin nació en 1911 en St. Columb Minor (Cornwall) y posteriormente, estudió en Oxford donde, años después, impartiría seminarios de lengua inglesa. Trabajó en el teatro como actor y autor, aunque prefirió dedicarse a la enseñanza hasta que decidió alistarse en la marina durante la Segunda Guerra Mundial. Fruto de estas experiencias y una vez retirado de las acciones bélicas, se centró de nuevo en la literatura y, así, en 1954 una genial obra, “El señor de las moscas”, le encumbraría definitivamente. Esta novela, que reflejaba gran parte de las vivencias de Goldin durante la guerra, mostrando el paso de la inocencia infantil a la barbarie generalizada en unos niños extraviados y alejados de la civilización, sería considerada como una de las grandes obras de la literatura del siglo XX. Más tarde, seguirían otras novela de similares temas como “Los herederos” (1955) y Martín el náufrago (1959), así como distintos ensayos e incluso una obra de teatro, “The brass butterfly” (1958), que le harían justo merecedor del premio novel de literatura en 1983 y el nombramiento de Sir en 1988.
“El señor de las moscas”, describe la evolución de unos treinta niños que, tras un accidente aéreo, resultan abandonados y sin supervisión adulta en una isla desierta a la espera de ser rescatados. Todo empieza cuando el avión en el que viajaban se precipita sobre un islote en medio del océano causando la muerte de todos los adultos que en él se encontraban. Tras tomar conciencia de lo sucedido, Ralph y Piggy (dos de los supervivientes), deciden ir en busca de los demás compañeros de viaje. Para ello, advierten la necesidad de encontrar un instrumento capaz de infundir autoridad y atraer a todos los presentes por lejos que se encuentren. Así, tras una breve espera, hayan una caracola con la que hacerse oír. El experimento funciona y, tras un intenso sonido, la caracola logra reunir a todos los supervivientes evidenciando la ausencia de adultos entre los jóvenes robinsones. En este punto se inicia la aventura que Golding ha preparado para los chicos. Rápidamente surge la necesidad de establecer unas normas y elegir un jefe que tome las decisiones. Fruto de estas primeras deliberaciones, resulta elegido Ralph, y con él son promulgadas las primeras normas: mantener una hoguera permanentemente encendida para facilitar la visión de la isla y con ella el rescate, acudir inmediatamente a la plataforma cuando alguien haga sonar la caracola para solicitar una asamblea, mantener una distribución de trabajos equitativa y rigurosa, etc. Además de las primeras normas, se acuerda también una división en dos grupos básicos para realizar los trabajos pertinentes. Un grupo de cazadores liderado por Jack, y otro encargado de construir las cabañas y demás menesteres cuya figura más representativa será Ralph.
Así, durante los primeros días y una vez realizadas las bases de la convivencia, todo parece transcurrir de un modo cívico y correcto, y es que, aparentemente, no hay motivos para lo contrario. La isla es fecunda y abundante en fruta y demás alimentos, no hay constancia de que animales peligrosos pongan en riesgo la supervivencia de los accidentados, la temperatura no es un inconveniente, pueden bañarse tranquilamente en la playa y todo parece idóneo para vivir en paz. Sin embargo, un día interaccionan un conjunto de casualidades que desembocan en el primer gran conflicto. Los cazadores, encargados de mantener viva la hoguera, descuidan su tarea y un vehículo que peinaba la zona no advierte signos de vida en la isla. Los chicos lo ven pero, faltos de tiempo para enmendar el lapso, contemplan impotentes como se desvanece una brillante ocasión de ser rescatados. Ante esto, Ralph se ve obligado a amonestar severamente a los responsables y con ellos a su líder, Jack. Este último, sin embargo, no acepta la reprimenda y, lejos de asumir su culpa, advierte la posibilidad de desacatar la autoridad de Ralph.
Así, con su grupo de cazadores, decide ir por libre desbancándose del resto del grupo y dando lugar, inconscientemente, al inicio de una “microguerra” en la que el civismo inicial es substituido, sin remedio, por el salvajismo más primitivo. Durante los días posteriores, las diferencias entre los dos grupos crecen y, además, un nuevo temor surge con los rumores de que una bestia campa a sus anchas por la isla. La bestia, el señor de las moscas, no es otra cosa que un puñado de estos insectos, pero la creciente incertidumbre y la muerte de uno de los supervivientes en un fuerte tormenta (Simon), hacen que el miedo ofusque con sus falsas creencias la mente de los chicos. De este modo, cuando los grupos ya estaban completamente formados y separados, los cazadores bajan a la plataforma y, tras una encarnizada pelea, roban las gafas de Piggy para hacer una hoguera usando sus lentes. Sin embargo, una vez sosegado el ambiente, Ralph y su grupo suben a la colina en busca de las gafas. Allí, una nueva pelea se apodera de la escena, pero esta vez con una nefasta consecuencia. Uno de los cazadores lanza una gran roca con la ayuda de una palanca y Piggy resulta herido de muerte con la caracola hecha pedazos junto a él. El primer homicidio es consumado y el salvajismo que atisbábamos en un principio, se instaura en la isla. Esta muerte, unida al fallecimiento de Simon en una tormenta y el sometimiento de los últimos miembros del grupo a la tiranía de los cazadores, despoja a Ralph de todo apoyo y, tras la consumación del poder en el seno de la “tribu” de los cazadores, Jack inicia una cacería humana cuyo fin reside en la muerte de Ralph. Éste logra evadir las acometidas de sus enemigos escondiéndose entre los arbustos de la isla pero, tras contemplar como resulta imposible dar con su “presa”, los cazadores incendian gran parte de la isla para obligarle a salir de su refugio.
Finalmente, la carnicería no llega a consumarse debido a la llegada de un marine que, al observar la columna de humo en la isla, acude al rescate devolviendo a todos los supervivientes a la civilización.
Como se deduce de este resumen, Golding esconde una reflexión sobre la bondad del ser humano tras la máscara de una novela de aventuras, substituyendo aspectos sociológicos y psicológicos por metáforas y símbolos que aporten mayor sutileza al dramatismo del su escrito. Todo es relevante en la obra pero sin duda el planteamiento inicial merece ser analizado por su genialidad. Parece que la base de la trama sea un desgraciado accidente de cuyas enriquecedoras experiencias se pueda extraer un feliz desenlace con brillantes aventuras, pero Golding prefiere ver la otra cara de la moneda. Para ello, estrella el avión en un paraíso. Una isla desierta rica en alimentos, agradable en cuanto temperatura y alejada de peligrosos animales o fieros aborígenes que pongan en peligro la supervivencia de los robinsones. Con todo esto, los obstáculos que la naturaleza pueda poner, quedan minimizados y la supervivencia queda en manos de la propia bondad individual. Pero, Golding precisa de otro factor en su experimento. Para constituir una comunidad realmente original, es preciso empezar de cero, sin normas previas y sin influencias externas. Así pues, no es válida la figura de un adulto que contamine con sus prejuicios sociales la singularidad del nuevo colectivo y el grupo de niños con su inocencia infantil y su vago conocimiento de las sociedades civilizadas, es el punto de partida perfecto para esta nueva sociedad. Con este primer esbozo, el autor insinúa, casi sin darnos cuenta, el inicio de una utopía. Una especie de vergel paradisíaco donde iniciar una nueva vida sin preocupaciones, sin trabajo duro, con tiempo libre y espacio para jugar y divertirse. Pero pronto empieza a turbarse el sueño. Los niños desean ser rescatados y estableciendo este hecho como máxima prioridad, se organizan para convivir del mejor modo posible hasta que llegue el momento de la salvación. Hay quien piensa que la utopía se rompe más tarde con la llegada de los primeros conflictos pero, lo cierto, es que ya se ha roto. Cuando rechazan el nuevo edén y se organizan para ser rescatados, rechazan ya la idea misma de la utopía. No desean otra cos que volver a sus anteriores vidas aunque ello implique un retorno a los problemas de siempre. No obstante, Golding no se conforma con esta muestra de las tendencias humanas hacia lo conocido, y a raíz del descuido que motiva la extinción de la hoguera y, con ella, de la esperanza de un rescate, desencadena la barbarie entre los chicos. Les da un motivo para la discordia y relata como la utopía del principio pasa del rechazo inicial a su peor consecuencia: la antiutopía. El descontento se torna desafío, el desafío alejamiento, el alejamiento odio y el odio desemboca en salvajismo y homicidio. Esta sucesión puede ser tildada de surrealista y exagerada pero, no debemos olvidar, que aunque todo transcurra en unas pocas semanas, la situación es extrema y los protagonistas solo niños de unos doce años de edad. Además, lo que Golding pretende no es realizar la reproducción realista de una convivencia, sino mostrarnos la insignificante línea que nos separa de los animales, la delgada franja que delimita la bondad y la maldad de nuestra condición humana cuando se nos pone a prueba. Muestra de todo ello es, que al final, en lugar de describir un desenlace definitivamente trágico y espectacular, devuelve a los chicos a sus casas con la experiencia a sus espaldas y dejando atrás constancia del escaso civismo que reside, por naturaleza, en el corazón de los individuos. Y es que al contrario de lo que muchos puedan pensar, Jack y los cazadores, no tienen por que ser chicos especialmente conflictivos, simplemente la libertad, la tentación del poder y el libertinaje que la ausencia de autoridad ocasiona, les indujo a cometer atrocidades que, seguramente, no habrían cometido en un sistema organizado y controlado como el nuestro. Por ello, la obra de Golding es sencillamente genial, porque más allá de las críticas que pueda suscitar o merecer, nos muestra la evolución del ser humano en las condiciones que muchos hemos deseado en momentos de incertidumbre, los peligros de las libertades y la dificultad de la convivencia aún en el seno de un paraíso perdido. Porque es fácil aferrarse a la idea de que los protagonistas eran niños vulnerables e inocentes, demasiado inexpertos y frágiles ante la hostilidad de una situación tan nueva, pero si lo pensamos con frialdad, porque difícilmente unos adultos habrían podido establecer en aquel idílico contexto, la utopía que Golding preparó para los jóvenes supervivientes.
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El valor de la utopía: del realismo maquiavélico al pensamiento de Popper
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omo hemos visto en el anterior recorrido por el pensamiento utópico, la utopía ha ido siempre acompañada de un idealismo que, contemplado desde un punto de vista crítico y cercano a la realidad, ha contribuido a su devaluación entre los más escépticos. Así, a lo largo de la historia, han sido muchos los teóricos que, pese a no centrar su obra en la utopía, han tratado este tema con cierta profundidad. Es este el caso de dos grandes personajes que, pese a vivir en épocas distintas y desarrollar sus doctrinas en contextos históricos muy distintos, han marcado con sus teorías, muchas de las corrientes filosóficas posteriores, valorando crítica y severamente el pensamiento utópico: Karl Popper y Niccoló Maquiavelo.
El estado según Maquiavelo
Niccoló Maquiavelo (1469-1527) nació en Florencia, hijo de un hombre de leyes. Su vida transcurrió estrechamente ligada a la política y su obra fue un continuo intento de recuperar el poder cuando este parecía darle la espalda. Así, el pensamiento de Maquiavelo está basado en la experiencia práctica y su teoría del estado no es fruto de una simple acción contemplativa, sino de un estudio de la historia y sus consecuencias políticas en la actualidad. Por ello, el adjetivo “maquiavélico” ha sido sinónimo de negativas acepciones, porque este teórico italiano no pretendió encontrar las acciones moralmente aceptables que un hombre debía hacer, sino comprender los hechos que, dentro del mundo existente, son posibles y efectivos para su organización. Esto le llevó a la justificación de la violencia, del engaño e incluso de la tiranía. Pero Maquiavelo no realizó una teoría insustancial y vulgar. Como todos los grandes teóricos, argumentó sus posturas y logró que, pese a la polémica, sus doctrinas fueran consideradas y estudiadas durante siglos. Así, la siguiente afirmación muestra, con un talante más conciliador, la voluntad del pensamiento maquiavélico:
"Mi intención ha sido escribir cosas provechosas para aquellos que podrían entenderlas y me pareció más conveniente seguir la verdad efectiva que las cosas”.
Este enunciado muestra la base argumentativa de Maquiavelo y en él podemos comprobar como la voluntad del autor en sus escritos no es justificar el despotismo de los gobernantes, sino explicar las acciones reales que permiten ordenar la nación y liberar al pueblo, aunque para lograrlo sea necesario olvidarse de la ética y la moral.
Este claro apoyo hacia una política oscura, es debido a la negativa concepción que Maquiavelo tiene del ser humano. Para él el hombre debe presuponerse como un ser malo por naturaleza, susceptible de mostrase de este modo cuando la situación lo requiera. Un sujeto plagado de avaricia, vindicativo y receloso que se muestra incapaz de dotar de un sentido racional y concreto a sus fines. Pero, aún así, los individuos no son malos o buenos por completo, son más bien susceptibles e influenciables y, por tanto, pueden integrarse sin dificultades en un universo político. Estas características unidas a un vasto egoísmo, hacen de la concepción humana de Maquiavelo un individuo para la sumisión, un hombre que necesita de unas leyes que le gobiernen debido a su incapacidad para autolimitarse.
Este hecho ocasiona un doble conflicto en el hombre: uno consigo mismo y otro respecto al mundo que lo envuelve. Por ello, Maquiavelo ni siquiera se ve capaz de garantizar la efectividad de sus palabras, pues la relatividad de los hechos desemboca en una continua contradicción que anula todo atisbo de metodología política.
No obstante, este político italiano escribió numerosas obras en las que dejó muestras de un cuestionable pensamiento, en ocasiones más próximo a la filosofía que a la mera ciencia política. Obras en las que habló de las relaciones entre los príncipes y el pueblo, resumiendo el papel que cada uno debería desempeñar dentro del estado por y para el buen funcionamiento de éste. De este modo, aparece el complejo concepto de “Virtú”, con el que Maquiavelo resume cómo debe ser un buen dirigente. Este calificativo evoca el carácter sensato, enérgico, valeroso y altruista del gobernante, pero reconoce a su vez, el temor preocupado, eso sí, de no cometer injusticias vanas. Es la cualidad de mantener el orden, de conducir a los súbditos hacia la estabilidad y, por ello, no se mide por las propias acciones sino por la relación con el pueblo y las repercusiones en la historia. Sin embargo, esta característica no es esencial en todo estado, pues hay naciones que, fruto de un contexto favorable, no precisan de tales contribuciones. Por este motivo, Maquiavelo se muestra más interesado por las épocas conflictivas y los estados de reciente nacimiento, que por las naciones estables y consolidadas.
Pese a todo, baraja factores de tan compleja condición como la fortuna. Esa incierta noción que, lejos de cambiar la naturaleza de los hombres, les conduce hacia uno u otro destino poniendo aprueba la verdadera “Virtú” que hay en los gobernantes. Así, “la Virtú es el justo medio que permite ordenar el desorden de las pasiones humanas, darles un marco formal, jurídico, político, y una explotación pacífica”. Una Virtú basada en la ambición y capaz de alentar a los hombres hacia el combate del poder, una Virtú competente y en ocasiones cruel, apta para canalizar la violencia hacia la restauración y no hacia la decadencia. Por ello el príncipe debe hacer gala de su imagen. Saber disimular y aparentar lo que el pueblo necesite, aunque para ello deba recurrir al engaño y la falacia. Sería algo parecido a lo que Platón promulgaba en “La República”. La mentira piadosa que, lejos de hacer mal a los súbditos, les adoctrina para conducirles a un mejor estado. Es decir, el príncipe debe ser capaz de alcanzar sus fines políticos consiguiendo el aprecio de sus súbditos y, para lograrlo, ha de ser razonablemente deshonesto. Por ello, su figura está fuera de las normas y su conducta no debe responder a ningún tipo de sentimentalismo ético. Simplemente debe ser capaz de actuar con prudencia y sentido común. Estas afirmaciones de tan dudosa justificación, están claramente representadas en la obra maquiavélica, y han hecho de su pensamiento una clara alegoría del cinismo político, pero nada más lejos de la realidad. Maquiavelo afirma que: "Si se trata de deliberar sobre la salvación de la República, un ciudadano no debe detenerse en ninguna consideración de justicia o injusticia, humanidad o crueldad, ignominia o gloria",y es evidente que no podemos estar plenamente de acuerdo con él, pero la experiencia del autor en el seno del gobierno florentino del siglo XVI, le hizo ver que, a menudo, la conservación del orden imperante es más importante que la garantía de una política moralista y sentimental, pues sabía que, más allá de la ética debía permanecer la estabilidad y un gobierno así, jamás sería capaz de garantizarla. Pero esta estabilidad, aún con la ayuda del engaño y la amoralidad, no se encuentra ni mucho menos asegurada. Esto es así porque, la naturaleza efímera del hombre, hace que el estado pueda sustentarse por el carisma de éste mientras viva, pero no avala el destino que la nación pueda tomar a posteriori. Por ello Maquiavelo no confía en el gobierno individual, ni siquiera en el de varios hombres, sino que afirma la necesidad de mantener unido al pueblo mediante vínculos supragubernamentales, que confieran a la población unos lazos distintos capaces de proporcionar un sentimiento colectivo de alianza y coalición, adicional al simple patriotismo político. Este sentimiento no es otro que la religión. Un concepto que según Maquiavelo es estrictamente necesario en toda organización estatal, ya que el temor y la fe, aunque se constate su falsedad, es un valioso instrumento político por su capacidad de transformar egoísmo individual en interés colectivo y, para un estado, no hay nada mejor que mantener un pueblo unido por intereses comunes.
Sin embargo, el verdadero pilar que sustenta el estado maquiavélico será la legislación. Ese conjunto de normas que legitimarán el poder del príncipe y, al contrario de los que muchos piensan, constituirá las bases de la libertad individual. Maquiavelo sabía que el estado debía crecer con el crecimiento del pueblo y, por eso, éste debía ser libre. Pero la libertad sólo es realmente viable si está limitada por la ley y debe ser el príncipe, en nombre de toda la nación, quien ponga un marco jurídico capaz de abastecer las necesidades de su pueblo.
Este seguido de afirmaciones, doctrinas y teorias maquiavélicas han contribuido, como se indicaba al comienzo de este punto, a devaluar la concepción de este adjetivo tan comúnmente usado. Entendemos por maquiavélico algo cínico y falaz, pero tambien algo astuto y audaz. Quizá porque nuestro mundo sea muy distinto al que envolvió la existencia del autor o, probablemente porque nos resignamos a creer que el ser humano sea realmente tan oscuro y malicioso como decía Maquiavelo. Sin embargo, sea cual sea nuestra opinión respecto al pensamiento de este escritor italiano, es innegable que su obra representa un nuevo modo de entender la política y por tanto el estado. Un estado que pese estar lejos de la idealización utópica, merece especial mención dentro de este campo. Maquiavelo contempló la bajeza que puede llegar a mostrar el ser humano y así lo reflejó en su obra, sustituyendo el idealismo utópico por un candente realismo político. Su estado no era una magnífica utopía, sino un estudio de los comportamientos humanos y una muestra de las únicas acciones realmente eficaces, para ordenar al pueblo en el modelo de estado más correcto posible. Es decir, el autor no confía en un mundo perfecto como lo hicieron otros grandes de la historia y, consciente de la escasa bondad del hombre, plantea un orden político que, pese a no ser moralmente honesto, permita organizar a los individuos del modo más efectivo posible.
Esta concepción del estado y la naturaleza humana, lejos de poner en duda el papel de la utopía en la sociedad, constituye un nuevo horizonte que nos permitirá observar con más rigor la importancia de conservar el pensamiento utópico. Observando algunos de los argumentos anteriores, afloran en nuestra mente preguntas como ¿Es posible pretender un mundo perfecto si somos incapaces de ponernos límites a nosotros mismos?, ¿Sería prudente iniciar el camino hacia la utopía si no podemos confiar en la bondad del prójimo?, probablemente no. Pero, antes de dejarnos llevar por la desilusión, antes de resignarnos ante el peso de la dura realidad, pensemos en un mundo como el pretendido por Maquiavelo. Un mundo donde el pueblo es, antes que nada, una masa de súbditos engañados y dirigidos desde el poder, donde los líderes deciden qué es lo bueno y que es lo que perjudica a la población. Si contemplamos con frialdad el pensamiento maquiavélico, nos damos cuenta de que sus afirmaciones, pese a ser interesantes, constituían un modo demasiado negro de ver el mundo, una forma de resignarse ante las limitaciones del ser humano e intentar convivir con sus carencias de la mejor manera posible. Esto debería llevarnos a concluir que, aunque en ciertos momentos tuviera razón, Maquiavelo también se ahogó en sus propios argumentos y su negra concepción del mundo, debería servir no para atentar contra el idealismo utópico, sino para comprender más fríamente las consecuencias que una excesiva inocencia podría comportar en este sentido. Sin embargo, debería quedarnos claro que, la obra maquiavélica no es un invención subjetiva (prueba de ello es la dificultad de rebatir racionalmente algunos de sus principios), y por ello, al igual que todos los escritos anteriormente comentados, conserva su vigencia en nuestros días. Así pues, para finalizar, sería interesante hacer una breve reflexión entorno a una pregunta que resume la base del pensamiento maquiavélico:
¿El fin justifica los medios?
Ya que, si lográsemos encontrar una respuesta coherente a esta pregunta, sabríamos si aceptar o no la propuesta política que planteó en su día Niccoló Maquiavelo.
El pensamiento utópico según Popper
Del mismo modo que Maquiavelo, hay un filósofo cuyo pensamiento aporta un nuevo sentido al concepto de utopía. Karl R. Popper, que nació en Viena en el año 1902, ha sido considerado desde su juventud como uno de los grandes filósofos de la ciencia. Su teoría del falsacionismo modificó la concepción de todos los métodos científicos y su crítica del historicismo como justificación de la sociedad cerrada, le hizo entrar de lleno en el terreno del pensamiento utópico. Así pues, Popper puede ser el mejor ejemplo para entender el verdadero valor de la utopía en la actualidad, ya que su inmejorable perspectiva histórica (después de haber vivido dos guerras mundiales entre otros grandes acontecimientos), unido a un riguroso conocimiento de la ciencia y la filosofía, hacen de su figura un perfecto instrumento para la crítica del idealismo político.
Para saber con exactitud en que medida estaba o no de acuerdo con la utopía, debemos saber que Popper, plantea la estructura del estado político a partir de una única bifurcación: el estado que camina hacia la democracia y el que lo hace en dirección a la tiranía. Así, sólo concibe la existencia de dos modelos sociales: los que poseen instituciones democráticas, capaces de destituir a los gobernantes sin necesidad de recurrir a procesos violentos, y los que no poseen estas instituciones y que, por lo tanto, no hacen sino limitar la libertad de los ciudadanos y oprimir su derecho a impulsar nuevas realidades.
Con este planteamiento, Popper inicia una profunda disertación entorno a la sociedad abierta y su antítesis, la sociedad cerrada. La primera es el fruto de un estado democrático capaz de aceptar los cambios solicitados y habiente de instituciones lo suficientemente civilizadas como para albergar la posibilidad de sustituir a los gobernantes cuando el pueblo lo requiera y, lo que es mas importante, sin necesidad de recurrir a violentas revoluciones o conflictos internos. Sin embargo, la segunda, es la que carece de esas instituciones, impidiendo así la posibilidad de modificar la organización existente, mediante un totalitarismo tiránico.
Esta premisa es, según Popper, la base de la incoherencia utópica, ya que si nos dejamos guiar por un ideal político y lo llevamos a la realidad como un proyecto concreto basándonos en la creencia de su perfección, nos encontramos con un estado estancado, un sistema inexorable que no puede evolucionar por el vago convencimiento de que jamás alcanzaremos algo mejor. Por eso Popper no confía en la utopía, porque ve en su síntesis un respaldo de la sociedad cerrada y, de ese modo, una poderosa justificación del totalitarismo. Esta tesis supone un duro golpe para las utopía sociales, ya que, visto de ese modo, es indudable que bajo un estado supuestamente ideal, la voluntad progresista del pueblo quedaría completamente anulada por el bien de la estabilidad colectiva y, así, aunque las recompensas individuales fueran generosas, la libertad sería un espejismo, oculto tras la religiosidad de una creencia utópica.
No obstante, si observamos fríamente los razonamientos de Popper, nos damos cuenta de que quizás intenta mostrarnos el único camino viable hacia el modelo social ideal. Es decir, nos describe los peligros más frecuentes de la idealización política, para conducirnos a un estado social idóneo o, cuanto menos, razonable. De esta forma, lo que hace realmente Popper en su obra “La miseria del historicismo”, no es, como parece a simple vista, un atentado contra el ideal utópico, sino una crítica de las teorías políticas que creen hallar en el proceso histórico una ley capaz de determinar el rumbo de las futuras generaciones, encontrando así un falaz respaldo para sus creencias. Este hecho se pone claramente de manifiesto cuando el autor hace referencia a las teorías marxistas que marcaron la historia del siglo XX. Así, Popper expone una valoración negativa de la condición determinista que la historia ejerce sobre la evolución de las sociedades, pues no acepta la idea marxista del materialismo histórico, pero, sin embargo, no duda en mostrar su admiración personal hacia el ideal proteccionista e igualitario que promulgaba Marx en su obra. Con esto, el autor refleja no su oposición al ideal utópico del socialismo, sino su completo desacuerdo ante su justificación teórica, basada en un profético determinismo económico que se aproxima más a las tendencias totalitarias del historicismo hegeliano que al respetable ideal utópico de una sociedad ejemplar.
Por otro lado, Popper también presta especial atención a la otra gran obra de la literatura utopista. “La República” de Platón (así como las doctrinas marxistas), es usada para mostrar negativamente los efectos que conlleva el utopismo político sobre la mencionada sociedad abierta que tan encarnizadamente defiende Popper. Pero, así como los errores de Marx quedan considerablemente atenuados por las influencias hegelianas, Platón es considerado por el autor un judas que no hizo sino traicionar el célebre pensamiento que Sócrates le dejó en herencia. Así, según la filosofía popperiana, el estado formulado por Platón es una estructura estancada, imperturbable, que bajo el dominio del “filósofo-rey”, anula toda voluntad democrática de modificar el orden existente. Por lo tanto, al no contemplar evolución alguna en el seno de su nación, sucumbe ante el totalitarismo y acaba con todo atisbo de libertad individual. Esta feroz crítica de la filosofía política de Platón, responde, probablemente, a dos concepciones muy distintas del concepto de perfección social. Así, para Platón, el estado perfecto era equiparable al estado justo, mientras que Popper, desde una perspectiva más rica de la historia de la humanidad, no dudó en supeditar la justicia a la noción de libertad.
Con todo esto, podemos comprobar que el autor no pretende acabar con el pensamiento utópico, es más, se diría que incluso defiende una particular utopía social. Un proyecto político basado no en una creencia idealista, sino en un estado razonable y flexible, gobernado por instituciones democráticas y dirigido desde la postura responsable de individuos susceptibles de ser relevados sin necesidad de cometer atrocidades. Así, según Popper, la utopía no es viable, ni resulta conveniente por los peligros que puede llegar a comportar, pero ante la imposibilidad de alcanzar el estado perfecto y bajo la protección de las resabidas instituciones democráticas, sí será posible caminar hacia una organización política razonable que, si bien no dejará de ser un mal necesario, proporcionará a sus ciudadanos la libertad que precisan, garantizándoles una vida lo más placentera posible.
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Conclusión final
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ras este modesto repaso de las tendencias ideológicas que han marcado el pensamiento utópico de la historia de la humanidad, la única conclusión realmente cierta a la que he podido llegar es que, la filosofía política y los sueños del idealismo social, son tan complejos y relativos que resulta imposible deducir verdades axiomáticas de sus entrañas. Con esto, no muestro mi oposición a estos ideales, ni pretendo desengañar a todos aquellos que, alguna vez, depositaron sus esperanzas en el sueño de una sociedad mejor, simplemente expreso mi convencimiento ante la imposibilidad práctica del pensamiento utópico, creyéndome así en el deber de advertir sobre sus peligros y vanidades.
La utopía es por definición irrealizable, pues su instauración requiere de estructuras perfectas y la perfección es sencillamente ilusoria. Es por tanto una meta y no una realidad, una finalidad necesaria que nos abre los ojos y aporta la energía necesaria para impulsar el motor del cambio social, pero que no debería llegar en ningún caso comprometer al mundo en que es alumbrada.
Sin embargo, la escasa dimensión práctica de la noción no debería ser excusa para frenar su curso. Estaría de acuerdo en relegarla del ámbito político por los peligros que podría suscitar en el seno de una sociedad huérfana de ideales razonables, pero bajo ningún concepto respaldaría las opiniones de quienes se han empeñado en hundirla con argumentos falaces y demagogias baratas. Porque la utopía esta detrás de todo aquel que no se conforma con las injusticias, de todos los que se indignan cuando contemplan la represión de sus libertades y, en definitiva, detrás de todo ser humano consciente y comprometido con sus ideales, unos ideales en constante cambio, que deberían moverse, como la utopía, al mismo paso que avanza la humanidad.
Para comprender esto, no hay mas que echar una mirada atrás y tratar de imaginar que habría sido de nosotros si la utopía nunca hubiera existido. Si, por ejemplo, los revolucionarios franceses se hubieran conformado con el absolutismo monárquico y el liberalismo nunca hubiera llegado a extenderse o si la burguesía se hubiera rendido ante los privilegios nobiliarios y el capitalismo del que tanto nos quejamos ahora hubiera sido tan sólo un espejismo, oculto tras la rigidez del sistema feudal. De haber sido así, de habernos quedado estancados en el conformismo y la comodidad, probablemente hoy no seriamos el pueblo crítico, libre y cívico (hablando, claro esta, en términos relativos, pues ni todo el mundo goza de nuestra situación, ni ésta es la más idónea para hablar de utopía), del que tanto nos enorgullecemos.
Así pues, parece obvio que la utopía es el único instrumento de la evolución social, una herramienta sin la cual difícilmente seriamos lo que somos, pero debo reiterar que no es ni mucho menos una arma inofensiva. Al igual que lo fue la dinamita en su día o la energía nuclear más tarde, su poder constructivo es colosal, pero la facilidad con que se vuelve en contra nuestra, provocando situaciones antes inimaginables, es sencillamente sorprendente. Que decir, sin ir más lejos, del nazismo, que encontró en la utopía de una sociedad superior, la excusa necesaria para suprimir y apartar de su camino a los miles de ciudadanos que, simplemente, no eran lo que se esperaba de ellos. ¿A caso no era el “Mein Kampf” la justificación escrita de una utopía y el holocausto nazi un mal necesario para preservar la integridad de una sociedad perfecta?, Sería imposible rebatir estas cuestiones si considerásemos la viabilidad de la utopía en el terreno político, porque el mismo derecho tenia Hitler a poner en practica su proyecto político que, por ejemplo, Marx a llevar a la realidad su utopía socialista. Empero, nos indignamos ante la primera afirmación porque nos parece obvio y acertado negarle el derecho a gobernar al ideólogo del mayor genocidio de la humanidad, mientras que respetamos la segunda porque nos parecen razonables algunos de sus principios. Probablemente, las distancias sean tan evidentes como parece, pero quizá, la única diferencia resida en hecho de que uno, desgraciadamente lo mostró y, el otro, nunca llegó a hacerlo. Estamos pues ante una de las más complejas cuestiones del pensamiento utópico: ¿Debemos consentir la instauración de la utopía política? Mi respuesta, aunque no exenta de vacilaciones, es no. No, porque, como afirma Popper, se encuentra demasiado próxima al totalitarismo y un denominador común de todas sus variantes es la inmutabilidad de su estructura, la imposibilidad de cambiar los aspectos con que no estemos de acuerdo y, por consiguiente, de evolucionar. Popper se dio cuenta y tras exponer su teoría sobre el historicismo, explicó que la utopía implicaba la creación de una sociedad cerrada y con ella, de un totalitarismo.Por todo esto no puedo apoyar la vertiente práctica de la utopía, pues considero una temeridad el hecho de involucrar a toda la ciudadanía en un proyecto político que impide los cambios sociales, por muy razonable e idílico que parezca.
Pero Popper era demasiado escéptico. La crueldad del mundo en que desarrolló su obra (primera mitad del s. XX), le hizo ver que la mejor postura ante el idealismo político era el realismo y la crítica de las justificaciones historicistas. Así se opuso a la utopía y se mostró reacio a consentir su ideología, pero a diferencia del realismo maquiavélico que ni siquiera se molestó en contemplar sus aportaciones en el terreno de la política, Popper sí se mostró más transigente con su voluntad reformadora.
Sin embargo, pese a las críticas, los continuos mazazos de la historia y los frecuentes desengaños sufridos, el pensamiento utópico nunca ha desaparecido de nuestras vidas, siempre ha estado junto a nosotros, caminando sereno y cuerdo, sin detenerse en los errores de sus mayores abanderados. Así, aunque a menudo se mantuviera oculta tras la censura o la temeridad, la utopía siempre ha vuelto para conducirnos hacia un mundo mejor. Resulta difícil saber porqué, pues lo más lógico habría sido morir en el intento. Por ello, pienso que, si el pensamiento utópico sigue presente (y es evidente que sí) en la mente de la humanidad, es porque forma parte de ella. Es por tanto un elemento básico del progreso y su permanencia entre nosotros es, ha sido, y será siempre, el mejor aval de la evolución social. Así pues, cuando alguien se pregunte si la utopía dejará algún día de tener sentido, sólo debe pensar que ésta, es sencillamente un sueño, y como soñar es inevitable, también lo es especular entorno a un mundo mejor.
Así pues, por todo cuanto he expuesto en este escrito y todo aquello que aunque me hubiera gustado, me ha sido imposible mostrar, considero una obligación de todos el hecho de conservar y perpetuar el pensamiento utópico. No por su importancia en la dimensión real de nuestro mundo, sino, más que nada, porque cuando la voz de la palabra y el poder de las ideas sean el último recurso, la utopía será nuestra única arma para alentar de nuevo a los vencidos y cambiar el mundo que la vio nacer.
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Bibliografía
Libros:
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Páginas web:
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· http://www.artehistoria.com
· http://www.epdlp.com/literatura.html
Definición de utopía según M. Buber. Entiende esta noción como aquello que es justo en el contexto social perfecto en que se formula.
Debe entenderse como el modo de estar de un conjunto de cosas o personas y no como el cuerpo de una nación políticamente organizada. Es decir, como un estado de cosas y no como un estado político.
Recordar la reseña biográfica del autor que expone los rasgos mas significativos de su pensamiento. Distinción entre el mundo de las ideas (alberga las verdades universales), y el mundo sensible (sombra ambigua y confusa del primero).
El Papa siempre se mostró reacio a concederle el divorcio al Enrique VIII, quien lejos de resignarse a aceptar dicha decisión, llegó a nombrarse máximo representante de la iglesia anglicana para eludir cualquier intromisión ajena. Este hecho, que enfrentó a More con la monarquía hasta su muerte, motivó en gran parte el desacuerdo del autor con la política de su época y le llevó a proponer en sus escritos la utopía de un estado perfecto donde estos conflictos no tuvieran lugar.
Utopo: Es el nombre que da el autor al sabio personaje que conquisto la isla, instaurando la organización socio política que, basada en los preceptos de los filósofos clásicos, constituye la república de Utopía.
Alguno de los juegos cultos más evidentes son, por ejemplo, el río Anhidrys (sin agua), Rafael Hitlodeo (maestro explica-cuentos), el país gobernado por el rey Ademos (sin pueblo) y habitado por los Alaopolitas (ciudadanos sin ciudad), o los vecinos llamados Acorienos (hombres sin país). Estos juegos de palabras, son la prueba de que More quizá pretendió realizar una sátira y no una utopía realizable.
Célebre frase de K. Marx a J. Weydemeier, con que el filósofo alemán define su aportación al social-comunismo. Fue pronunciada el 5 de marzo de 1852
Citación de este primer punto del manifiesto, en que se afirma la transición del cruel sistema feudal al despiadado capitalismo burgués.
Orwell fue un personaje implicado en los conflictos bélicos de la época, por eso, nombres como Stalin, Hitler o Franco, aparecen en boca de los críticos que han valorado la obra orweliana. Particularmente este último (Franco), surge por la cercanía del autor con la Guerra Civil española, en memoria de la cual escribió algunos ensayos y en particular una de las más destacadas de su producción “Homenaje a Cataluña”.
Lavado de cerebro que logra someter a los individuos mediante un condicionamiento basado en la repetición de consignas como “eres feliz, eres un alfa, los beta son inútiles”
Es el lugar al que son enviado los humanos que han nacido de forma natural y que, por tanto, están fuera del condicionamiento del resto de la ciudadanía.
Fármacos compuestos de fluxitina y benzodiacepina respectivamente, administrados como antidepresivos y susceptibles de causar dependencia entre sus consumidores.
Es el nombre que recibe una gran piedra rosada que constituye el principal centro de reunión de la isla.
Hegel constituye el centro de todas las miradas cuando Popper realiza sus más duras acusaciones hacia el historicismo. Así, su pensamiento es considerado por el autor como el origen de las teorías totalitarias y supone así una justificación de las doctrinas nazis y fascistas. En cuanto a Marx, Popper considera que comete su mayor error al vincular la teoría social-comunista al pensamiento hegeliano.
Es el titulo que recibe la obra más popular de Adolf Hitler, que recoge las bases de su pensamiento y actúa de ese modo, como justificación del nazismo alemán.
El pensamiento utópico
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Enviado por: | Sergio Bodas García |
Idioma: | castellano |
País: | España |