Filosofía y Ciencia


Investigación sobre el conocimiento humano; David Hume


INVESTIGACIÓN SOBRE EL CONOCIMIENTO HUMANO DE DAVID HUME, CAPS. I Y IV.

Sección 2. Sobre el origen de las ideas

Todo el mundo admitirá sin reparos que hay una di­ferencia considerable entre las percepciones de la mente cuando un hombre siente el dolor que produce el calor excesivo o el placer que proporciona un calor moderado, y cuando posteriormente evoca en la mente esta sensa­ción o la anticipa en su imaginación. Estas facultades podrán imitar o copiar las impresiones de los sentidos, pero nunca podrán alcanzar la fuerza o vivacidad de la experiencia (sentiment) inicial. Lo más que decimos de estas facultades, aun cuando operan con el mayor vigor, es que representan el objeto de una forma tan vivaz, que casi podríamos decir que lo sentimos o vemos. Pero, a no ser que la mente esté trastornada por enfermedad o locura, jamás pueden llegar a un grado de vivacidad tal como para hacer estas percepciones absolutamente indiscernibles de las sensaciones. Todos los colores de la poesía, por muy espléndidos que sean, no pueden pin­tar objetos naturales de forma que la descripción se con­funda con un paisaje real. Incluso el pensamiento más intenso es inferior a la sensación más débil.

Podemos observar que una distinción semejante a ésta afecta a todas las percepciones de la mente. Un hombre furioso es movido de manera muy distinta que aquel que sólo piensa esta emoción. Si se me dice que alguien está enamorado, puedo fácilmente comprender lo que se me da a entender y hacerme adecuadamente cargo de su situación, pero nunca puedo confundir este conocimien­to con los desórdenes y agitaciones mismos de la pasión. Cuando reflexionamos sobre nuestros sentimientos e [18] impresiones pasados, nuestro pensamiento es un espejo fiel, y reproduce sus objetos verazmente, pero los colores que emplea son tenues y apagados en comparación con aquellos bajo los que nuestra percepción original se pre­sentaba. No se requiere ninguna capacidad de aguda dis­tinción ni cabeza de metafísico para distinguirlos.

He aquí, pues, que podemos dividir todas las percep­ciones de la mente en dos clases o especies, que se dis­tinguen por sus distintos grados de fuerza o vivacidad. Las menos fuertes e intensas comúnmente son llamadas pensamientos o ideas; la otra especie carece de un nom­bre en nuestro idioma, como en la mayoría de los demás, según creo, porque solamente con fines filosóficos era necesario encuadrarlos bajo un término o denominación general. Concedámosnos, pues, a nosotros mismos un poco de libertad, y llamémoslas impresiones, empleando este término en una acepción un poco distinta de la usual. Con el término impresión, pues, quiero denotar nuestras percepciones más intensas: cuando oímos, o vemos, o sentimos, o amamos, u odiamos, o deseamos,. o queremos. Y las impresiones se distinguen de las ideas que son per­cepciones menos intensas de las que tenemos conciencia, cuando reflexionamos sobre las sensaciones o movimien­tos arriba mencionados.

Nada puede parecer, a primera vista, más ilimitado que el pensamiento del hombre que no sólo escapa a todo poder y autoridad humanos, sino que ni siquiera está encerrado dentro de los límites de la naturaleza y de la realidad. Formar monstruos y unir formas y apariencias incongruentes, no requiere de la imaginación más esfuer­zo que el concebir objetos más naturales y familiares. Y mientras que el cuerpo está confinado a un planeta a lo largo del cual se arrastra con dolor y dificultad, el pensamiento, en un instante, puede transportarnos a las regiones más distantes del universo; o incluso más allá del universo, al caos ilimitado, donde según se cree, ( la naturaleza se halla en' confusión total. Lo que nunca se vio o se ha oído contar, puede, sin embargo, conce­birse . Nada está más allá del poder del pensamiento, salvo lo que implica contradicción absoluta [19].

Pero, aunque nuestro pensamiento aparenta poseer esta libertad ilimitada, encontraremos en un examen más detenido que, en realidad, está reducido a límites muy estrechos, y que todo este poder creativo de la mente no viene a ser más que la facultad de mezclar, traspo­ner, aumentar, o disminuir los materiales suministrados por los sentidos y la experiencia. Cuando pensamos en una montaña de oro, unimos dos ideas compatibles: oro y montaña, que conocíamos previamente. Podemos re­presentarnos un caballo virtuoso, pues de nuestra propia experiencia interna (feeling) podemos concebir la vir­tud, y ésta la podemos unir a la forma y figura de un caballo, que es un animal que nos es familiar. En resu­men, todos los materiales del pensar se derivan de nues­tra percepción interna o externa. La mezcla y composi­ción de ésta corresponde sólo a nuestra mente y volun­tad. O, para expresarme en un lenguaje filosófico, todas nuestras ideas, o percepciones más endebles, son copias de nuestras impresiones o percepciones más intensas.

Para demostrar esto, creo que serán suficientes los dos argumentos siguientes. Primero, cuando analizamos nues­tros pensamientos o ideas, por muy compuestas o subli­mes que sean, encontramos siempre que se resuelven en ideas tan simples como las copiadas de un sentimiento o estado de ánimo precedente. Incluso aquellas ideas que, a primera vista, parecen las más alejadas de este origen, resultan, tras un estudio más detenido, derivarse de él. La idea de Dios, en tanto que significa un ser infinita­mente inteligente, sabio y bueno, surge al reflexionar sobre las operaciones de nuestra propia mente y al aumen­tar indefinidamente aquellas cualidades de bondad y sabi­duría. Podemos dar a esta investigación la extensión que queramos, y seguiremos encontrando que toda idea que examinamos es copia de una impresión similar. Aquellos que quisieran afirmar que esta posición no es universalmente válida ni carente de excepción, tienen un solo y sencillo método de refutación: mostrar aquella idea que, en su opinión, no se deriva de esta fuente [20]. En­tonces nos correspondería, si queremos mantener nuestra doctrina, producir la impresión o percepción vivaz que le corresponde.

En segundo lugar, si se da el caso de que el hombre, a causa de algún defecto en sus órganos, no es capaz de alguna clase de sensación, encontramos siempre que es igualmente incapaz de las ideas correspondientes. Un ciego no puede formarse idea alguna de los colores, ni un hombre sordo de los sonidos. Devuélvase a cual­quiera de estos dos el sentido que les falta; al abrir este nuevo cauce para sus sensaciones, se abre también un nuevo cauce para sus ideas y no encuentra dificultad alguna en concebir estos objetos. El caso es el mismo cuando el objeto capaz de excitar una sensación nunca ha sido aplicado al órgano. Un negro o un lapón no tienen noción alguna del gusto del vino. Y, aunque hay pocos o ningún ejemplo de una deficiencia de la mente que consistiera en que una persona nunca ha sentido y es enteramente incapaz de un sentimiento o pasión propios de su especie, sin embargo, encontramos que el mismo hecho tiene lugar en menor grado: un hombre de conducta moderada no puede hacerse idea del deseo inveterado de venganza o de crueldad, ni puede un cora­zón egoísta vislumbrar las cimas de la amistad y genero­sidad. Es fácil aceptar que otros seres pueden poseer muchas facultades (senses) que nosotros ni siquiera concebimos, puesto que las ideas de éstas nunca se nos han presentado de la única manera en que una idea puede tener acceso a la mente, a saber, por la experien­cia inmediata (actual feeling) y la sensación.

Hay, sin embargo, un fenómeno contradictorio, que puede demostrar que no es totalmente imposible que las ideas surjan independientemente de sus impresiones co­rrespondientes. Creo que se concederá sin reparos que las distintas ideas de color, que penetran por los ojos, o las de sonido, que son transmitidas por el oído, son real­mente distintas entre sí, aunque, al mismo tiempo, sean semejantes. Si esto es verdad de los distintos colores, no puede menos de ser verdad de los distintos matices del mismo color, y entonces cada matiz produce una idea distinta, independiente de los demás. Pues si se ne­gase esto, sería posible, mediante la gradación continua de matices, pasar insensiblemente de un color a otro total­mente distinto. Y si uno no acepta que algunos de los términos medios son distintos entre sí, no puede, sin caer en el absurdo, negar que los extremos son idénti­cos. Supongamos, por tanto, una persona que ha disfru­tado de la vida durante treinta años y se ha familiarizado con colores de todas clases, salvo con un determinado matiz del azul, que, por casualidad, nunca ha encontrado. Colóquense ante él todos los matices distintos de este color, excepto aquél, descendiendo gradualmente desde el más oscuro al más claro; es evidente que percibirá un vacío donde falta el matiz en cuestión, y tendrá conciencia de una mayor distancia entre los colores contiguos en aquel lugar que en cualquier otro. Pregunto, pues, si le sería posible, con su propia imaginación, remediar esta deficiencia y representarse la idea de aquel matiz, aun­que no le haya sido transmitido por los sentidos. Creo que hay pocos que piensen que no es capaz de ello. Y esto puede servir de prueba de que las ideas simples no siempre se derivan de impresiones correspondientes, aun­que este caso es tan excepcional que casi no vale la pena observarlo, y no merece que, solamente por su causa, alteremos nuestro principio.

He aquí, pues, una proposición que no sólo parece en sí misma simple e inteligible, sino que, si se usase apro­piadamente, podría hacer igualmente inteligible cualquier disputa y desterrar toda esa jerga que, durante tanto tiempo, se ha apoderado de los razonamientos metafísi­cos y los ha desprestigiado. Todas las ideas, especialmente las abstractas, son naturalmente débiles y oscuras. La men­te no tiene sino un dominio escaso sobre ellas; tienden dócilmente a confundirse con otras ideas semejantes; y cuando hemos empleado muchas veces un término cualquiera, aunque sin darle un significado preciso, ten­demos a imaginar que tiene una idea determinada anexa. En cambio, todas las impresiones, es decir, toda sensa­ción —bien externa, bien interna—es fuerte y vivaz: los límites entre ellas se determinan con mayor preci­sión, y tampoco es fácil caer en error o equivocación con respecto a ellas. Por tanto, si albergamos la sospecha de que un término filosófico se emplea sin significado o idea alguna (como ocurre con demasiada frecuencia), no tenemos más que preguntarnos de qué impresión se deriva la supuesta idea, y si es imposible asignarle una; esto serviría para confirmar nuestra sospecha. Al traer nuestras ideas a una luz tan clara, podemos esperar fun­dadamente alejar toda discusión que pueda surgir acerca de su naturaleza y realidad .

Sección 4. Dudas escépticas acerca de las operaciones del entendimiento

Parte 1

Todos los objetos de la razón e investigación humana pueden, naturalmente, dividirse en dos grupos, a saber: relaciones de ideas y cuestiones de hecho ; a la primera clase pertenecen las ciencias de la Geometría, Algebra y Aritmética y, en resumen, toda afirmación que es intui­tiva o demostrativamente cierta. Que el cuadrado de la hipotenusa es igual al cuadrado de los dos lados es una proposición que expresa la relación entre estas partes del triángulo. Que tres veces cinco es igual a la mitad de treinta expresa una relación entre estos números. Las proposiciones de esta clase pueden descubrirse por la mera operación del pensamiento, independientemente de lo que pueda existir en cualquier parte del universo. Aun­que jamás hubiera habido un círculo o un triángulo en la naturaleza, las verdades demostradas por Euclides conservarían siempre su certeza y evidencia.

No son averiguadas de la misma manera las cuestiones de hecho, los segundos objetos de la razón humana; ni nuestra evidencia de su verdad, por muy grande que sea, es de la misma naturaleza que la precedente. Lo contra­rio de cualquier cuestión de hecho es, en cualquier caso, posible, porque jamás puede implicar una contradicción, y es concebido por la mente con la misma facilidad y distinción que si fuera totalmente ajustado a la realidad. Que el [26] sol no saldrá mañana no es una proposición menos inteligible ni implica mayor contradicción que la afirmación saldrá mañana. En vano, pues, intentaríamos demostrar su falsedad. Si fuera demostrativamente falsa, implicaría una contradicción y jamás podría ser concebida distintamente por la mente.

Puede ser, por tanto, un tema digno de curiosidad investigar de qué naturaleza es la evidencia que nos ase­gura cualquier existencia real y cuestión de hecho, más allá del testimonio actual (present testimony) de los sen­tidos, o de los registros de nuestra memoria. Esta parte de la filosofía, como se puede observar, ha sido poco cultivada por los antiguos y por los modernos y, por tanto, todas nuestras dudas y errores, al realizar una investigación tan importante, pueden ser aún más excu­sables, en vista de que caminamos por senderos tan di­fíciles sin guía ni dirección alguna. Incluso pueden resul­tar útiles, por excitar la curiosidad o destruir aquella seguridad y fe implícitas que son la ruina de todo razo­namiento e investigación libre. El descubrimiento de de­fectos, si los hubiera, en la filosofía común, no resul­taría, supongo, descorazonador, sino más bien una inci­tación, como es habitual, a intentar algo más completo y satisfactorio que lo que hasta ahora se ha presentado al público.

Todos nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho parecen fundarse en la relación de causa y efecto. Tan sólo por medio de esta relación podemos ir más allá de la evidencia de nuestra memoria y sentidos. Si se le preguntara a alguien por qué cree en una cuestión de hecho cualquiera que no está presente —por ejem­plo, que su amigo está en el campo o en Francia—, daría una razón (reason), y ésta sería algún otro hecho, como una carta recibida de él, o el conocimiento de sus propósitos y promesas previos. Un hombre que encontrase un reloj o cualquier otra máquina en una isla desierta sacaría la conclusión de que en alguna ocasión hubo un hombre en aquella isla. Todos nuestros razonamientos acerca de los hechos son de la misma naturaleza. Y en ellos se supone constantemente que hay una conexión entre el hecho presente y el que se infiere de él. Si no hubiera nada que los uniera, la inferencia sería total­mente precaria. Oír una voz articulada y una conversa­ción racional en la oscuridad, nos asegura la presencia de alguien. ¿Por qué? Porque éstas son efectos del ori­gen y textura humanos, y estrechamente conectados con ella. Si analizamos todos los demás razonamientos de esta índole, encontraremos que están fundados en la relación causa-efecto, y que esta relación es próxima o remota, directa o colateral. El calor y la luz son efectos colaterales del fuego y uno de los efectos puede acerta­damente inferirse del otro.

Así pues, si quisiéramos llegar a una conclusión sa­tisfactoria en cuanto a la naturaleza de aquella evidencia que nos asegura de las cuestiones de hecho, nos hemos de preguntar cómo llegamos al conocimiento de la causa y del efecto.

Me permitiré afirmar, como proposición general que no admite excepción, que el conocimiento de esta rela­ción en ningún caso se alcanza por razonamientos a priori, sino que surge enteramente de la experiencia, cuando encontramos que objetos particulares cualesquiera están constantemente unidos entre sí. Preséntese un objeto a un hombre muy bien dotado de razón y luces naturales. Si este objeto le fuera enteramente nuevo, no sería ca­paz, ni por el más meticuloso estudio de sus cualidades sensibles, de descubrir cualquiera de sus causas o efec­tos. Adán, aun en el caso de que le concediésemos facul­tades racionales totalmente desarrolladas desde su naci­miento, no habría podido inferir de la fluidez y transpa­rencia del agua, que le podría ahogar, o de la luz y el calor del fuego, que le podría consumir. Ningún objeto revela por las cualidades que aparecen a los sentidos, ni las causas que lo produjeron, ni los efectos que surgen de él, ni puede nuestra razón, sin la asistencia de la experien­cia, sacar inferencia alguna de la existencia real y de las cuestiones de hecho [28].

La siguiente proposición: las causas y efectos no pue­den descubrirse por la razón, sino por la experiencia se admitirá sin dificultad con respecto a los objetos que recordamos habernos sido alguna vez totalmente descono­cidos, puesto que necesariamente somos conscientes de la manifiesta incapacidad en la que estábamos sumidos en ese momento para predecir lo que surgiría de ellos. Si pre­sentamos a un hombre, que no tiene conocimiento alguno de filosofía natural, dos piezas de mármol pulido, nunca descubrirá que se adhieren de tal forma que para sepa­rarlas es necesaria una gran fuerza rectilínea, mientras que ofrecen muy poca resistencia a una presión lateral. No hay dificultad en admitir que los sucesos que tienen poca semejanza con el curso normal de la naturaleza son conocidos sólo por la experiencia. Nadie se imagina que la explosión de la pólvora o la atracción de un imán podrían descubrirse por medio de argumentos a priori. De manera semejante, cuando suponemos que un efecto depende de un mecanismo intrincado o de una estructura de partes desconocidas, no tenemos reparo en atribuir todo nuestro conocimiento de él a la experiencia. ¿Quién asegurará que puede dar la razón última de que la leche y el pan sean alimentos adecuados para el hombre, pero no para un león o un tigre?

Pero, a primera vista, quizá parezca que esta verdad no tiene la misma evidencia cuando concierne a los acon­tecimientos que nos son familiares desde nuestra presen­cia en el mundo, que tienen una semejanza estrecha con el curso entero de la naturaleza, y que se supone de­penden de las cualidades simples de los objetos, carentes de una estructuración en partes que no sea desconocida. Tendemos a imaginar que podríamos descubrir estos efec­tos por la mera operación de nuestra razón, sin acudir a la experiencia. Nos imaginamos que si de improviso nos encontráramos en este mundo, podríamos desde el primer momento inferir que una bola de billar comunica su moción a otra al impulsarla, y que no tendríamos que esperar el suceso para pronunciarnos con certeza acerca de él. Tal es el influjo del hábito que, donde es más fuerte, además de compensar nuestra ignorancia, [29] in­cluso se oculta y parece no darse meramente porque se da en grado sumo.

Pero, para convencernos de que todas las leyes de la naturaleza y todas las operaciones de los cuerpos, sin excepción, son conocidas sólo por la experiencia, quizá sean suficientes las siguientes reflexiones: si se nos pre­sentara un objeto cualquiera, y tuviéramos que pronun­ciarnos acerca del efecto que resultara de él, sin consul­tar observaciones previas, ¿de qué manera, pregunto, habría de proceder la mente en esta operación? Habrá de inventar o imaginar algún acontecimiento que pudiera considerar como el efecto de dicho objeto. Y es claro que esta invención ha de ser totalmente arbitraria. La mente nunca puede encontrar el efecto en la supuesta causa por el escrutinio o examen más riguroso, pues el efecto es totalmente distinto a la causa y, en consecuen­cia, no puede ser descubierto en él. El movimiento, en la segunda bola de billar, es un suceso totalmente dis­tinto del movimiento en la primera. Tampoco hay nada en la una que pueda ser el más mínimo indicio de la otra. Una piedra o un trozo de metal, que ha sido alzado y privado de apoyo, cae inmediatamente. Pero, considerando la cuestión apriorísticamente, ¿hay algo que podamos descubrir en esta situación,, que pueda dar origen a la idea de un movimiento descendente más que ascendente o cualquier otro movimiento en la pie­dra o en el metal?

Y, como en todas las operaciones de la naturaleza, la invención o la representación imaginativa iniciales de un determinado efecto (the /irst imagination or invention of a particular effect) son arbitrarias, mientras no con­sultemos la experiencia, de la misma forma también hemos de estimar el supuesto enlace o conexión entre causa y efecto, que los une y hace imposible que cual­quier otro efecto pueda resultar de la operación de aque­lla causa. Cuando veo, por ejemplo, que una bola de billar se mueve en línea recta hacia otra, incluso en el supuesto de que la moción en la segunda bola me fuera accidentalmente sugerida como el resultado de un con­tacto o de un impulso, ¿no puedo concebir que otros cien acontecimientos podrían haberse seguido igualmente de aquella causa? ¿No podrían haberse quedado quietas ambas bolas? ¿No podría [30] la primera bola volver en línea recta a su punto de arranque o rebotar sobre la se­gunda en cualquier línea o dirección? Todas esas suposi­ciones son congruentes y concebibles. ¿Por qué, entonces, hemos de dar preferencia a una, que no es más congruente y concebible que las demás? Ninguno de nuestros razo­namientos a priori nos podrá jamás mostrar fundamento alguno para esta preferencia.

En una palabra, pues, todo efecto es un suceso dis­tinto de su causa. No podría, por tanto, descubrirse en su causa, y su hallazgo inicial o representación a priori, han de ser enteramente arbitrarios. E incluso después de haber sido sugerida su conjunción con la causa, ha de parecer igualmente arbitraria, puesto que siempre hay muchos otros efectos que han de parecer totalmente con­gruentes y naturales a la razón. En vano, pues, inten­taríamos determinar cualquier acontecimiento singular, o inferir cualquier causa o efecto, sin la asistencia de la observación y de la experiencia.

Con esto podemos descubrir la razón por la que nin­gún filósofo, que sea razonable y modesto, ha intentado mostrar la causa última de cualquier operación natural o exponer con claridad la acción de la fuerza que produce cualquier efecto singular en el universo.' Se reconoce que el mayor esfuerzo de la razón humana consiste en re­ducir los principios productivos de los fenómenos natu­rales a una mayor simplicidad, y los muchos efectos particulares a unos pocos generales por medio de razo­namientos apoyados en la analogía la experiencia y la observación. Pero, en lo que concierne a las causas de estas causas generales, vanamente intentaríamos su des­cubrimiento, ni podremos satisfacernos jamás con cual­quier explicación de ellas. Estas fuentes y principios úl­timos están totalmente vedados a la curiosidad e inves­tigación humanas. Elasticidad, gravedad, cohesión de partes y comunicación del movimiento mediante el im­pulso: éstas son probablemente las causas y principios últimos que podremos llegar a descubrir en la naturaleza. Y nos podemos considerar suficientemente afortunados, si somos capaces, mediante la investigación meticulosa y el razonamiento, de elevar los fenómenos natura­les [31] hasta estos principios generales, o aproximarnos a ellos. La más perfecta filosofía de corte natural sólo despeja un poco nuestra ignorancia, así como quizá sólo sirva para descubrir la más perfecta filosofía de nivel moral o metafísico en proporciones mayores. De esta ma­nera, la constatación de la ceguera y debilidad humanas es el resultado de toda filosofía, y nos encontramos con ellas a cada paso, a pesar de nuestros esfuerzos por elu­dirlas o evitarlas.

Tampoco la geometría, cuando se la toma como auxi­liar de la filosofía natural, es capaz de remediar este defecto o de conducirnos al conocimiento de las causas últimas mediante aquella precisión en el razonamiento por la que, con justicia, se la celebra. Todas las ramas de la matemática aplicada operan sobre el supuesto de que determinadas leyes son establecidas por la naturaleza en sus operaciones, y se emplean razonamientos abstrac­tos, bien para asistir a la experiencia en el descubrimien­to de estas leyes, bien para determinar su influjo en aquellos casos particulares en que depende de un grado determinado de distancia y cantidad. Así, es una ley del movimiento, descubierta por la experiencia, que el ímpe­tu o fuerza de un móvil es la razón compuesta o pro­porción de su masa y velocidad; y, por consiguiente, que una fuerza pequeña puede desplazar el mayor obs­táculo o levantar el mayor peso si, por cualquier inven­ción o instrumento, podemos aumentar la velocidad de aquella fuerza de modo que supere la contraria. La Geo­metría nos asiste en la aplicación de esta ley, al darnos las medidas precisas de todas las partes y figuras que pueden componer cualquier clase de máquina, pero, de todas formas, el descubrimiento de la ley misma se debe solamente a la experiencia, y todos los pensamientos abs­tractos del mundo jamás nos podrán acercar un paso más a su conocimiento. Cuando razonamos a priori y consideramos meramente un objeto o causa, tal como aparece a la mente, independientemente de cualquier observación, nunca puede sugerirnos la noción de un objeto distinto, como lo es su efecto, ni mucho menos mostrarnos una conexión inseparable e inviolable entre ellos. Un hombre ha de ser muy sagaz para descubrir mediante [32] razonamiento, que el cristal es el efecto del calor, y el hielo del frío, sin conocer previamente la conexión entre estos estados.

Parte II

Pero aún no estamos suficientemente satisfechos res­pecto a la primera pregunta planteada. Cada solución da pie a una nueva pregunta, tan difícil como la prece­dente, y que nos conduce a investigaciones ulteriores. Cuando se pregunta: ¿Cuál es la naturaleza de nuestros razonamientos acerca de cuestiones de hecho?, la contes­tación correcta parece ser que están fundados en la rela­ción causa-efecto. Cuando, de nuevo, se pregunta: ¿Cuál es el fundamento de todos nuestros razonamientos y con­clusiones acerca de esta relación?, se puede contestar con una palabra: la experiencia. Pero si proseguimos en nues­tra actitud escrutiñadora y preguntamos: ¿Cuál es el fun­damento de todas las conclusiones de la experiencia?, esto implica una nueva pregunta, que puede ser más difícil de resolver y explicar. Los filósofos que se dan aires de sabiduría y suficiencia superiores tienen una dura tarea cuando se enfrentan con personas de disposición inquisi­tiva, que los desalojan de todas las posiciones en que se refugian, y que con toda seguridad los conducirán final­mente a un dilema peligroso. El mejor modo de evitar esta confusión es ser modestos en nuestras pretensiones, e incluso descubrir la dificultad antes de que nos sea presentada como objeción. Así podremos convertir de algún modo nuestra ignorancia en una especie de virtud.

Me contentaré, en esta sección, con una tarea fácil, pretendiendo sólo dar una contestación negativa al pro­blema aquí planteado. Digo, entonces, que, incluso des­pués de haber tenido experiencia en las operaciones de causa y efecto, nuestras conclusiones, realizadas a partir de esta experiencia, no están fundadas en el razonamien­to o en proceso alguno del entendimiento. Esta solución la debemos explicar y defender.

Sin duda alguna, se ha de aceptar que la naturaleza nos ha tenido a gran distancia de todos sus secretos y nos ha proporcionado [33] sólo el conocimiento de algunas cualidades superficiales de los objetos, mientras que nos oculta los poderes y principios de los que depende total­mente el influjo de estos objetos. Nuestros sentimientos nos comunican el color, peso, consistencia del pan, pero ni los sentidos ni la razón pueden informarnos de las propiedades que le hacen adecuado como alimento y sostén del cuerpo humano. La vista o el tacto proporcionan cier­ta idea del movimiento actual de los cuerpos; pero en lo que respecta a aquella maravillosa fuerza o poder que puede mantener a un cuerpo indefinidamente en movi­miento local continuo, y que los cuerpos jamás pierden más que cuando la comunican a otros, de ésta no pode­mos formarnos ni la más remota idea (conception). Pero, a pesar de esta ignorancia de los poderes y princi­pios naturales, siempre suponemos, cuando vemos cua­lidades sensibles iguales, que tienen los mismos poderes ocultos, y esperamos que efectos semejantes a los que hemos experimentado se seguirán de ellas. Si nos fuera presentado un cuerpo de color y consistencia semejantes al pan que nos hemos comido previamente, no tendría­mos escrúpulo en repetir el experimento y con seguridad prevemos sustento y nutrición semejantes. Ahora bien, éste es un proceso de la mente o del pensamiento cuyo fundamento desearía conocer. Es por todos aceptado que no hay una conexión conocida entre cualidades sensibles y poderes ocultos y, por consiguiente, que la mente no es llevada a formarse esa conclusión, a propósito de su conjunción constante y regular, por lo que puede cono­cer de su naturaleza. Con respecto a la experiencia pa­sada, sólo puede aceptarse que da información directa y cierta de los objetos de conocimiento y exactamente de aquel período de tiempo abarcado por su acto de cono­cimiento. Pero por qué esta experiencia debe extenderse a momentos futuros y a otros objetos, que, por lo que sabe­mos, puede ser que sólo en [34] apariencia sean seme­jantes, ésta es la cuestión en la que deseo insistir. El pan que en otra ocasión comí, que me nutrió, es decir, un cuerpo con determinadas cualidades, estaba en aquel mo­mento dotado con determinados poderes secretos. Pero ¿se sigue de esto que otro trozo distinto de pan tam­bién ha de nutrirme en otro momento y que' las mismas cualidades sensibles siempre han de estar acompañadas por los mismos poderes secretos? De ningún modo pa­rece la conclusión necesaria. Por lo menos ha de recono­cerse que aquí hay una conclusión alcanzada por la men­te, que se ha dado un paso, un proceso de pensamien­to y una inferencia que requiere explicación. Las dos proposiciones siguientes distan mucho de ser las mismas:

He encontrado que a tal objeto ha correspondido siem­pre tal efecto y preveo que otros objetos, que en apa­riencia son similares, serán acompañados por efectos si­milares. Aceptaré, si se desea, que una proposición puede correctamente inferirse de la otra. Sé que, de hecho, siempre se infiere. Pero si se insiste en que la inferencia es realizada por medio de una cadena de razonamientos, deseo que se represente aquel razonamiento. La conexión entre estas dos proposiciones no es intuitiva. Se requiere un término medio que permita a la mente llegar a tal inferencia, si efectivamente se alcanza por medio de ra­zonamiento y argumentación. Lo que este término me­dio sea, debo confesarlo, sobrepasa mi comprensión, e incumbe presentarlo a quienes afirman que realmente existe y que es el origen de todas nuestras conclusiones acerca de las cuestiones de hecho.

Este argumento negativo debe desde luego, con el tiempo, hacerse del todo convincente, si muchos hábi­les y agudos filósofos orientan sus investigaciones en esta dirección y si nadie es capaz de descubrir una pro­posición que sirva de conexión o un paso intermedio que apoye al entendimiento en esta conclusión. Pero como la cuestión es por ahora nueva, no todo lector confiará tanto en su propia agudeza como para concluir que, puesto que un razonamiento se le escapa a su in­vestigación, por eso no está fundado en la realidad. Por este [35] motivo, quizá sea necesario entrar en una tarea más difícil y, enumerando todas las ramas de la sabiduría humana, intentar mostrar que ninguna de ellas puede per­mitir tal razonamiento.

Todos los razonamientos pueden dividirse en dos cla­ses, a saber, el razonamiento demostrativo o aquel que concierne a las relaciones de ideas y el razonamiento moral aquel que se refiere a las cuestiones de hecho y existenciales. Que en este caso no hay argumentos demostrativos parece evidente, puesto que no implica contradicción alguna que el curso de la naturaleza lle­gara a cambiar,, y que un objeto, aparentemente seme­jante a otros que hemos experimentado, pueda ser acom­pañado por efectos contrarios o distintos. ¿No puedo concebir clara y distintamente que un cuerpo que cae de las nubes, y que en todos los demás aspectos se parece a la nieve, tiene, sin embargo, el sabor de la sal o la sensación del fuego? ¿Hay una proposición más inteligi­ble que la afirmación de que todos los árboles echan brotes en diciembre y en enero, y perderán sus hojas en mayo y en junio? Ahora bien, lo que es inteligible y puede concebirse distintamente no implica contradicción alguna, y jamás puede probarse su falsedad por argumen­to demostrativo o razonamiento abstracto a priori al­guno.

Si, por tanto, se nos convenciera con argumentos de que nos fiásemos de nuestra experiencia pasada, y de que la convirtiéramos en la pauta de nuestros juicios poste­riores, estos argumentos tendrían que ser tan sólo proba­bles o argumentos que conciernen a cuestiones de hecho y existencia real; según la distinción arriba mencionada. Pero es evidente que no hay un argumento de esta clase si se admite como sólida y satisfactoria nuestra expli­cación de esa clase de razonamiento. Hemos dicho que todos los argumentos acerca de la existencia se fundan en la relación causa-efecto, que nuestro conocimiento de esa relación se deriva totalmente de la experiencia, y que todas nuestras conclusiones experimentales se dan a partir del supuesto de que el futuro será como ha sido el pasado. Intentar la demostración de este último su­puesto por argumentos probables o argumentos que se refieren [36] a lo existente (existence), evidentemente supondrá moverse dentro de un círculo y dar por supues­to aquello que se pone en duda.

En realidad, todos los argumentos que se fundan en la experiencia están basados en la semejanza que descu­brimos entre objetos naturales, lo cual nos induce a es­perar efectos semejantes a los que hemos visto seguir a tales objetos. Y, aunque nadie más que un tonto o un loco intentara jamás discutir la autoridad de la experien­cia, o desechar aquel eminente guía de la vida humana, desde luego puede permitirse a un filósofo tener por lo menos tanta curiosidad como para examinar el principio de la naturaleza humana, que confiere a la experiencia esta poderosa autoridad y nos hace sacar ventaja de la semejanza que la naturaleza ha puesto en objetos distin­tos. De causas que parecen semejantes esperamos efectos semejantes. Esto parece compendiar nuestras conclusio­nes experimentales. Ahora bien, parece evidente que si esta conclusión fuera formada por la razón, sería tan per­fecta al principio y en un solo caso, como después de una larga sucesión de experiencias. Pero la realidad es muy distinta. Nada hay tan semejante como los huevos, pero nadie, en virtud de esta aparente semejanza, aguar­da el mismo gusto y sabor en todos ellos. Sólo después de una larga cadena de experiencias (experiments) uni­formes de un tipo, alcanzamos seguridad y confianza fir­me con respecto a un acontecimiento particular. Pero ¿dónde está el proceso de razonamiento que, a partir de un caso, alcanza una conclusión muy distinta de la que ha inferido de cien casos, en ningún modo distintos del primero? Hago esta pregunta tanto para informarme como para plantear dificultades. No puedo encontrar, no puedo imaginar razonamiento alguno de esa clase. Pero mantengo mi mente abierta a la enseñanza, si alguien condesciende a ponerla en mi conocimiento.

¿Debe decirse que de un número de experiencias (ex­periments) uniformes inferimos una conexión entre cua­lidades sensibles y poderes secretos? Esto parece, debo confesar, la [37] misma dificultad formulada en otros tér­minos. Aun así, reaparece la pregunta: ¿en qué proceso de argumentación se apoya esta inferencia? ¿Dónde está el término medio, las ideas interpuestas que juntan propo­siciones tan alejadas entre sí? Se admite que el color y otras cualidades sensibles del pan no parecen, de suyo, tener conexión alguna con los poderes secretos de nutri­ción y sostenimiento. Pues si no, podríamos inferir estos poderes secretos a partir de la aparición inicial de aque­llas cualidades sensibles sin la ayuda de la experiencia, contrariamente a la opinión de todos los filósofos y de los mismos hechos. He aquí, pues, nuestro estado natural de ignorancia con respecto a los poderes e influjos de los objetos. ¿Cómo se remedia con la experiencia? Esta sólo nos muestra un número de efectos semejantes, que resul­tan de ciertos objetos, y nos enseña que aquellos objetos particulares, en aquel determinado momento, estaban do­tados de tales poderes y fuerzas. Cuando se da un objeto nuevo, provisto de cualidades sensibles semejantes, supo­nemos poderes y fuerzas semejantes y anticipamos el mismo efecto. De un cuerpo de color y consistencia semejantes al pan esperamos el sustento y la nutrición correspondientes. Pero, indudablemente, se trata de un paso o avance de la mente que requiere explicación. Cuando un hombre dice: he encontrado en todos los casos previos tales cualidades sensibles unidas a tales po­deres secretos, y cuando dice cualidades sensibles seme­jantes estarán siempre unidas a poderes secretos semejan­tes, no es culpable de incurrir en una tautología, ni son estas proposiciones, en modo alguno, las mismas. Se dice que una proposición es una inferencia de la otra, pero se ha de reconocer que la inferencia ni es intuitiva ni tam­poco demostrativa. ¿De qué naturaleza es entonces? Decir que es experimental equivale a caer en una petición de principio, pues toda inferencia realizada a partir de la ex­periencia supone, como fundamento, que el futuro será semejante. Si hubiera sospecha alguna de que el curso de la naturaleza pudiera [38] cambiar y que el pasado pudie­ra no ser pauta del futuro, toda experiencia se haría inútil y no podría dar lugar a inferencia o conclusión alguna. Es imposible, por tanto, que cualquier argumento de la experiencia pueda demostrar esta semejanza del pasado con el futuro, puesto que todos los argumentos están fundados sobre la suposición de aquella semejanza. Acép­tese que el curso de la naturaleza hasta ahora ha sido muy regular; esto por sí solo, sin algún nuevo argumento o inferencia, no demuestra que en el futuro lo seguirá siendo. Vanamente se pretende conocer la naturaleza de los cuerpos a partir de la experiencia pasada. Su natura­leza secreta y, consecuentemente, todos sus efectos e in­flujos, puede cambiar sin que se produzca alteración alguna en sus cualidades sensibles. Esto ocurre en algu­nas ocasiones y con algunos objetos; ¿por qué no puede ocurrir siempre y con todos ellos? ¿Qué lógica, qué proceso de argumentación le asegura a uno de esta infe­rencia? Ninguna lectura, ninguna investigación ha podi­do solucionar mi dificultad, ni satisfacerme en una cues­tión de tan gran importancia ¿Puedo hacer algo mejor que proponerle al público la dificultad, aunque quizá tenga pocas esperanzas de obtener una solución? De esta manera, por lo menos, seremos conscientes de nuestra ignorancia, aunque no aumentemos nuestro conocimiento.

Debo reconocer que un hombre que concluye que un argumento no tiene realidad, porque se le ha escapado a su investigación es culpable de imperdonable arrogan­cia. Debo admitir también que, aun si todos los sabios, durante varias edades, se hubieran consagrado a un estu­dio infructuoso sobre cualquier tema, de todas formas po­dría ser precipitado concluir decididamente que el terna sobrepasa, por ello, toda comprensión humana. Aunque examinásemos [39] todas las fuentes de nuestro conoci­miento y concluyésemos que son inadecuadas para tal cuestión, aún puede quedar la sospecha de que la enu­meración no sea completa ni el examen exacto. Pero con respecto al tema en cuestión, hay algunas consideraciones que parecen invalidar la acusación de arrogancia o la sos­pecha de equivocación.

Es seguro que los campesinos más ignorantes y estú­pidos, o los niños, o incluso las bestias salvajes, hacen pro­gresos con la experiencia y aprenden las cualidades de los objetos naturales al observar los efectos que resultan de ellos. Cuando un niño ha tenido la sensación de dolor al tocar la llama de una vela, tendrá cuidado de no acercar su mano a ninguna vela, dado que esperará un efecto simi­lar de una causa similar en sus cualidades y apariencias sensibles. Si alguien asegurara, pues, que el entendi­miento de un niño es llevado a esta conclusión por cual­quier proceso de argumentación o raciocinio, con razón puedo exigirle que presente tal argumento, y no podría tener motivo para negarse a una petición tan justa. No puede decirse que el argumento es abstruso, y quizá es­cape a su investigación, puesto que admite que resulta obvio para la capacidad de un simple niño. Si dudara por un momento, o si tras reflexión presentase cualquier argumento complejo y profundo, él, en cierta manera, abandonaría la cuestión, y reconocería que no es el razo­namiento el que nos hace suponer que lo pasado es seme­jante al futuro y esperar efectos semejantes de causas que al parecer son semejantes. Esta es la proposición que pretendo imponer en la presente sección. Si tengo razón, no pretendo haber realizado un gran descubrimien­to. Si estoy equivocado, me he de reconocer un investi­gador muy rezagado, pues no puedo descubrir un argu­mento que, según parece, me era perfectamente familiar antes de que hubiera salido de la cuna [40].

PRETENSIONES DE LA “INVESTIGACIÓN” Y SÍNTESIS DE LA SECCIÓN I

La “Investigación sobre el Conocimiento Humano” (Enquiry concerning Human Understanding) fue escrita por David Hume en 1748 con la intención de superar las limitaciones de su primera gran obra, el Tratado de la Naturaleza Humana, que data de 1738. El ímpetu juvenil del Tratado le granjeó numerosas críticas por parte de filósofos contemporáneos como Thomas Reid y James Beattie. Según cuenta Hume en su Autobiografía (My Own Life) el Tratado es una obra que “salió ya muerta de las prensas” y, a pesar de desarrollar con más extensión y detalle los problemas que vuelve a abordar en la Investigación, el filósofo escocés estimó que era ésta última la que contenía lo más acabado de sus teorías filosóficas.

La Investigación desarrolla -especialmente en las secciones II y IV, que vamos a comentar- los dos grandes principios del empirismo clásico del siglo XVII y los aplica, en las secciones finales, a diversos problemas filosóficos y científicos. Esos grandes principios filosóficos podemos enunciarlos de la siguiente manera:

a) Todas nuestras representaciones o contenidos de conciencia se fundamentan en la experiencia.

b) las cuestiones de hecho (matters of fact), es decir, las proposiciones fácticas no son reducibles a relaciones de ideas.

El primero de los principios filosóficos del empirismo sirve de fundamento al segundo y permite el desarrollo de las críticas escépticas de Hume al principio de causalidad, a la existencia del yo personal y a la realidad extramental.

La Investigación no sólo es importante como formulación y aplicación de un método empírico en filosofía, sino porque plantea (secciones I y XII) explícitamente el problema del valor del conocimiento reflexivo en general. Hume plantea la existencia de una lucha entre el “filósofo reflexivo” y el “filósofo activo”. El primero de ellos pretende desvelar la estructura última de la realidad y de nuestros procesos mentales, aunque a menudo es consciente de no poder llegar a las leyes últimas que rigen los fenómenos. La otra clase de filósofos se limita a proporcionar una guía para nuestras acciones y para nuestros sentimientos, orientada a la vida moral activa. Hume pretende evitar el desenlace escéptico al que los filósofos del segundo tipo suelen llegar con respecto al filósofo metafísico o reflexivo. El énfasis en las cuestiones de tipo práctico hace a menudo estimar inviables las pretensiones de fundamentación última del conocimiento que persigue la Metafísica.

La Investigación es importante porque en ella Hume se desprende de la etiqueta de escéptico y antimetafísico con que frecuentemente se le cataloga. Hume quiere revitalizar la Metafísica y acercarla al interés del “filósofo activo”, es decir, hacer de la filosofía reflexiva algo más ajustado a la vida corriente, un instrumento que nos permita distinguir entre creencias morales admisibles e inadmisibles o guiar nuestros razonamientos acerca de lo justo o lo injusto. Quiere, en definitiva, que acerque la reflexión metafísica a la experiencia, al sustrato en el que es posible compartir las vivencias morales con los otros, y hacer de la filosofía un saber comunicable, y no un “cobijo de la superstición y una tapadera del absurdo y el error”, como lamenta al final de la sección I. No es de extrañar este interés de Hume si recordamos, en primer lugar, que el subtítulo del Tratado fue “Intento de introducir el método experimental en los asuntos morales”; y, en segundo lugar, que la mayor parte de la obra de Hume consiste en ensayos acerca de problemas morales y políticos (Ensayos sobre moral y política, Investigación sobre los principios de la moral, Disertación sobre las pasiones, Diálogos sobre la Religión natural, Discursos políticos, etc.).

Hume, en definitiva, parte de una crítica escéptica a las pretensiones de la metafísica clásica y propone una “metafísica de la experiencia” con la que podemos alcanzar, si no un conocimiento último de la realidad, sí, al menos, un conocimiento aproximado, basado en una certeza probabilística, limitada, con la que sustentar los problemas de la vida práctica y evitar que se erosione la convivencia.

SECCIÓN II

La Sección II lleva a cabo un análisis estructural del conocimiento. Hume describe los diversos elementos que aparecen en nuestro conocimiento, destacando sus características y comparándolos mutuamente. Comienza Hume con una clasificación de las “percepciones de la mente”. Por percepción entiende Hume todo contenido de conciencia y los actos en los que esos contenidos se presentan. Cualquier contenido mental es, para Hume, una percepción.

Hume divide todas las percepciones posibles en dos tipos: impresiones e ideas. El criterio que permite diferenciarlas es el grado de vivacidad y originalidad. “Las percepciones de más fuerza o vivacidad (sensaciones, pasiones, emociones) reciben el nombre de impresiones, mientras que las imágenes de las impresiones en el pensar y en el razonar se llaman ideas.

Las impresiones anteceden a las ideas correspondientes, ya que éstas derivan de aquellas; son originarias porque son el elemento primero del proceso genético de conocimiento. Toda idea deriva de una impresión previa.

Las impresiones poseen más fuerza o vivacidad que las ideas. Para Hume, la diferencia fundamental entre ambas se debe al grado de fuerza y vivacidad con que afectan a la mente y penetran en nuestro pensamiento o conciencia. Una idea es una percepción más débil, menos intensa e inmediata a nuestra mente que la impresión que dio origen a ella. En una impresión, la presencia ante nuestros sentidos u nuestra mente de la cosa conocida es inmediata. Un conocimiento genuinamente calificable como de experiencia es la presencia inmediata del dato.

La distinción entre ideas e impresiones y el criterio de vivacidad se apoyan en dos tesis fundamentales del empirismo de Hume. 1ª En la reflexión sobre nuestro conocer, estamos limitados a la consideración de nuestras percepciones o contenidos de conciencia: estamos encerrados en ellas. Lo que conocemos con certeza mientras conocemos es únicamente el hecho de que en nuestra mente hay percepciones de dos tipos (ideas e impresiones) entre las cuales se da una relación determinada, que las ideas proceden de las impresiones. No podemos estar seguros, sin embargo, de cuál es el origen de nuestras impresiones ni afirmar que esas impresiones (y sus subsiguientes ideas) se produzcan como respuesta a un estímulo extramental. 2ª Cualquier idea que intervenga en nuestro conocimiento ha de estar respaldada por una impresión; de lo contrario, carece de validez.

Esta 2ª tesis (implícita en todo el análisis de Hume) es un supuesto básico del Empirismo. Hume va a defenderla (último párrafo de la pg. 33 y pp. 34 y 35) de dos posibles contraejemplos. A) Las ideas que son producto de la imaginación y que dan lugar a seres o situaciones fantásticas o la idea de Dios y B) Las ideas acerca de sensaciones ligadas a órganos de los que se carece (¿puede un ciego pensar y hablar acerca de los colores o de impresiones visuales en general?

Hume se defiende del contraejemplo A aduciendo que las situaciones forjadas por la imaginación (por ejemplo, la idea de una sirena o de una montaña de oro) son ideas compuestas, combinación de otras ideas simples. Si bien el producto de tal combinación no puede proceder de una impresión, las ideas simples que intervienen en la idea compuesta si proceden de impresiones. La idea de Dios también es una idea compuesta que resulta de la combinación de las ideas de bondad, sabiduría, poder, duración, etc. concebidas en su grado máximo. La idea de un grado máximo o infinito en una cualidad también la extraemos, según Hume, mediante una combinación imaginativa. Conocemos cosas que alcanzan una magnitud o medida limitada, pero intentamos representarnos mentalmente la carencia de límites. La idea de infinitud, combinada con las ideas de virtudes citadas anteriormente, da lugar a las notas semánticas que componen la idea de Dios.

La consecuencia de este análisis de la idea de Dios es la formulación —sobre la cual nos detendremos próximamente— de un escepticismo religioso, característico, por lo demás, de la conciencia moderna. Los límites de nuestro conocimiento nos impiden conocer la existencia de Dios. Sabemos que Dios no existe en la naturaleza (es decir, en el ámbito de nuestro conocimiento sensible), porque no podemos vincular la idea de Dios con la impresión correspondiente. Lo que no podemos saber es si existe o no en otro ámbito de realidad suprasensible, pues, de existir, estaría situado fuera del alcance de nuestra experiencia. La existencia de Dios no es contradictoria, pero no podemos afirmar que de su posibilidad de existencia hay de derivarse necesariamente su existencia.

Hume, como se ve, no conduce con esto a una posición atea. El ateísmo niega la existencia de Dios, y esto es precisamente un problema que el conocimiento humano no puede decidir. La razón no puede descubrir su Dios existe o no: es incognoscible. Hume se acerca a la perspectiva de separación definitiva entre razón y fe religiosa, y confina el problema de la existencia de Dios al terreno de la creencia personal, completamente diferente del conocimiento racional.

Con respecto a B) las ideas dependen estrechamente de las sensaciones a las que están vinculadas; La estructura sensorial, las diferencias culturales y de carácter determinan la posibilidad de experimentar unas impresiones u otras y, por tanto, de sus correspondientes ideas.

El párrafo final de la sección I y la nota a pie de página son de singular importancia:

a) Hume está proponiendo una metafísica que tenga en cuenta las condiciones de posibilidad y los límites del conocimiento. Un discurso metafísico solo puede intentar definir la estructura de lo real si antes no ha acordado a que realidades puede tener acceso nuestra mente. Por lo pronto, nuestro conocimiento está limitado a los dos tipos de percepciones posibles: impresiones e ideas. Si se establece que toda idea presente en nuestra mente se deriva de una impresión, debemos rechazar todo discurso metafísico que pretenda desvelar la estructura de la realidad por medio de términos filosóficos que exceden los límites de la experiencia. Hume propone un criterio de demarcación del conocimiento válido: ¿de que impresión procede cada idea? Si es imposible asignarle una, es una pseudo-idea.

b) La nota a pie de página afirma el innnatismo de las impresiones frente al innatismo de las ideas, defendido por Locke. Las ideas no pueden ser innatas (han de proceder de una impresión), pero las impresiones son innatas, en el sentido de disponibilidad natural a experimentar sensaciones o sentimientos, no en tanto al contenido de las impresiones, que siempre es adquirido y particular

SECCIÓN IV:

DUDAS ESCÉPTICAS ACERCA DE LAS OPERACIONES DEL ENTENDIMIENTO.

PARTE I DE LA SECCIÓN IV:

Los procesos de conocimiento en los que intervienen sensaciones e ideas determinan la existencia de dos tipos de objeto de conocimiento: relaciones de ideas y cuestiones de hecho (matters of fact). Esta división es rigurosa y eficaz, y de gran influencia en la filosofía posterior. Su origen puede rastrearse en el filósofo racionalista Malebranche, cuya influencia en Hume data de los años que esté pasó en Francia.

  • Relaciones de ideas.

  • Para Hume, son el objeto de conocimiento propio de la Geometría, del Álgebra y de la Aritmética. Son características de las disciplinas en las que se emiten afirmaciones intuitiva o demostrativamente ciertas. El criterio de verdad de estas ciencias consiste en la certeza demostrativa. Se trata, claro está, de demostraciones formales, especulativas, puramente racionales, en las que no necesitamos recurrir a los hechos. Las proposiciones de las ciencias que tratan relaciones de ideas son una simple operación del pensamiento.

  • Es el reino de la no-contradicción. Cuando conocemos relaciones de ideas, al demostrar la verdad de una proposición se está afirmando simultáneamente la falsedad de la proposición contraria. En matemáticas, lo que es demostrativamente falso implica una contradicción. “Un triángulo tiene cuatro lados” es una proposición falsa, porque implica una contradicción interna.

  • Las cuestiones de hecho (matters of fact)

  • Pertenecen al mundo de los hechos y de las cosas (ciencias empíricas, filosofía moral, comportamiento humano, etc.). Es un ámbito mucho más amplio que el anterior, pero el rigor del conocimiento está en razón inversa de su amplitud. Es el ámbito de la vida, de la conducta, de la naturaleza, en una palabra, de todo lo que interesa a un filósofo de la naturaleza humana estudiada desde la perspectiva de la observación y de la experiencia.

  • Frente a lo que sucede en el terreno de las relaciones de ideas, lo contrario de cualquier proposición relativa a una cuestión de hecho no implica contradicción, porque una afirmación y su contrario pueden ser concebidas por la mente con la misma facilidad y distinción. (“Mañana lloverá” / “mañana no lloverá” son proposiciones tan válidas la una como la otra).

  • En las cuestiones de hecho no hay demostración propiamente dicha, sino prueba empírica, a posteriori. La verdad de una proposición relativa a cuestiones de hecho consiste en la existencia del hecho que esa proposición afirma. La demostración produce una certeza demostrativa absoluta, mientras que la prueba sólo posee, en el plano especulativo, una certeza probable o creencia - belief- (esto es, antes de que ocurra un hecho, nuestro pensamiento solo puede tener una seguridad aproximada de que va a ocurrir). Una afirmación y su contrario son igualmente concebibles, aunque no sean igualmente probables. Sin embargo, en las relaciones de ideas no podemos siquiera concebir la posibilidad de una proposición falsa (si a > b, es imposible que b > a). Por eso, al estudiar cuestiones de hecho, “creemos” en unas y rechazamos otras, pero nunca por motivos a priori o por demostración, sino por otros motivos. Esa fuente de la que procede la verdad de las cuestiones de hecho es la experiencia.

  • Todos nuestros razonamientos acerca de la experiencia parecen estar basados en la relación de causa y efecto (de ahora en adelante, RCYE). Hume dedica el resto de la sección IV al análisis crítico de los razonamientos basados en la relación de RCYE.

  • CRÍTICA LOS RCYE.

    La evidencia que podemos alcanzar en las cuestiones de hecho consiste en el testimonio actual (present testimony) de los sentidos o de la memoria. Si lo que prueba la verdad de una proposición acerca de cuestiones de hecho es la existencia de unos hechos determinados, éstos han de ser constatados en su presencia real e inmediata. Sin embargo, los razonamientos que utilizamos al conocer cuestiones de hecho (RCYE) se caracterizan por pretender superar los límites de la experiencia inmediata, por “ir más allá de la evidencia de la memoria y de los sentidos”. Conocer el mundo, conocer las cosas que lo constituyen y sus acontecimientos exige salir de la conciencia, rebasar la inmediatez de lo dado.

    En los RCYE realizamos un tránsito que nos lleva desde un hecho presente hasta otro hecho, del pasado o del futuro, que no está presente. Si tratamos de averiguar cuál es la causa de un hecho o suceso dado, nos hemos de remontar hasta un hecho del pasado, el cual no tenemos presente. Si queremos vaticinar qué efecto se derivará de un hecho dado, imaginamos un hecho futuro, el cual —obviamente— todavía no ha podido ser percibido.

    Hume lleva a cabo una crítica del principio de causalidad, pero no se trata de una crítica destructiva. Hume no niega la legitimidad ontológica de la causa o de los procesos causales, sino tan sólo la posibilidad de conocerla o de establecerla mediante razonamientos. Los RCYE no engendran certeza absoluta; no es legítima la idea de causa porque no hay en la experiencia la posibilidad de un hecho tal que genere la sensación correspondiente.

    - Los RCYE parecen proporcionarnos evidencia de las cuestiones de hecho. ¿Cuál es el fundamento de esa aparente evidencia? No se alcanza por razonamientos a priori, porque este tipo de razonamientos es propio de las disciplinas que estudian relaciones de ideas.

    Los RCYE se limitan al ámbito de la experiencia, de las cuestiones de hecho. La relación de causalidad se afirma cuando constatamos que dos objetos o sucesos particulares están constantemente unidos entre sí, o sea, que se han dado varios casos en los que a un hecho del primer tipo le ha sucedido (“a continuación”) un suceso del segundo tipo. Pero la presencia de un sólo suceso no asegura a priori la presencia del segundo. «Ningún objeto revela…» Por consiguiente, las causas y efectos no pueden descubrirse por la razón, sino por la experiencia.

    Un objeto o suceso no contiene per se, a priori, la necesidad de otro suceso contiguo. Nada es por sí solo causa mientras no tenga lugar aquello de lo que se dice que es causa. El hábito (repetición de causas y efectos semejantes) nos hace engendrar la creencia en la causalidad a priori. Todo efecto es un suceso distinto de su causa y no puede descubrirse ya en su causa. E incluso después de haber sido sugerida su conexión o conjunción necesaria con la causa, esta relación ha de ser cuestionada como arbitraria, porque puede interrumpirse en cualquier momento. Confiamos en la regularidad de los sucesos de la naturaleza y en poder descubrir todo el transcurso los acontecimientos con la simple intervención de la razón, pero la mente no puede hallar el efecto «sin consultar observaciones previas».

    No podemos tampoco reducir todos los fenómenos naturales a un único principio con la intención de que ese primer principio desempeñe el papel de «causa primera». Lo único que podemos hacer es reducir los seres físicos a principios físicos básicos que enuncian las propiedades fundamentales de la materia (masa, fuerza, extensión, etc.).

    En cuanto al problema de cómo pueden aplicarse las matemáticas y la geometría al estudio de las ciencias naturales, podríamos pensar que estas ciencias, al introducir en el estudio de las cuestiones de hecho los criterios de verdad propios del estudio de las relaciones de ideas, proporcionan certeza a las cuestiones de hecho. Hume afirma que la presencia de las matemáticas en la física se limita a expresar y cuantificar leyes de la naturaleza que el pensamiento ha descubierto a través de la experiencia; la verdad de una ley física no puede establecerse a priori por medio de una fórmula matemática.

    PARTE II DE LA SECCIÓN IV

    La conexión entre C&E no se puede justificar como inviolable e inseparable, porque incluso de haber tenido experiencia acertada en los razonamientos de causa y efecto (por ejemplo, con predicciones exitosas) las conclusiones de los RCYE no están fundadas en una deducción válida.

    No podemos justificar que lo observado en la experiencia pasada puede extenderse a momentos futuros (futuro = pasado) por razones de tipo lógico y de tipo empírico. Entre las de tipo lógico, podemos aducir que los RCYE no son evidentes: no es contradictorio suponer que el futuro cambie la pauta observada anteriormente; En cuanto a las razones de tipo empírico, los RCYE tampoco son probatorios, porque en el momento de formular una predicción todavía no hemos tenido —sería imposible— experiencia de los hechos pronosticados. Además, no hay un nº suficiente de experiencias o de casos para asegurar que la conexión entre C & E sea definitiva. Un solo caso desfavorable anulará la validez de cualquier ley universal que hayamos deducido previamente con un razonamiento inductivo.

    ¿Cuál es el fundamento de los RCYE?

    • Estructura de los RCYE

    Nuestros RCYE se basan en un sentimiento de confianza o creencia. Dado que sucesos semejantes A se han visto acompañados de sucesos semejantes B, confiamos que en el curso de la experiencia futura, todo nuevo suceso A traerá necesariamente un suceso B.

    Los RCYE se basan en la suposición de que la experiencia se comportará de la misma forma, que la experiencia futura concordará con la experiencia pasada. Esta suposición es un término medio indemostrable en todo RCYE.

    • Premisa 1ª. En todos los casos conocidos de la experiencia pasada, la ocurrencia de un hecho o la existencia de un estado de cosas del tipo A se ha visto sucedido por un hecho o estado de cosas del tipo B.

    • Término medio: La experiencia futura se desarrollará de manera semejante a como tuvo lugar la experiencia pasada. Hay, pues, una conexión necesaria entre los hechos A y los hechos B.

    • Conclusión: Toda ocurrencia futura de un nuevo hecho o estado de cosas del tipo A, será sucedida por un nuevo hecho o estado de cosas del tipo B (TODO A ES CAUSA DE UN B).

    • Comentario a la estructura de los RCYE

    La seguridad que proporciona el conocimiento afirmado en la primera premisa se basa en la experiencia directa (present testimony). Hablamos de cuestiones de hecho cuya prueba se ha obtenido a posteriori.

    La segunda premisa (ese “término medio” improbable del que habla Hume) pretende obtener certeza a priori acerca de cuestiones de hecho. No podemos probar a priori ninguna cuestión de hecho. Decir “todo ocurrirá igual que el pasado” es una afirmación acerca de hecho que no han ocurrido aún. Una afirmación acerca de hechos venideros (de los que no hemos tenido experiencia) carece del valor probatorio de los hechos pasados (de los cuáles sí hemos tenido, en cambio, experiencia). Además, incluso si fuera cierto que el futuro de desarrollará igual que el pasado, eso no nos garantiza que «exista» dicha «conexión necesaria» entre unos hechos y otros. Solo conocemos hechos, pero la relación entre ellos no es indisoluble.

    La conclusión del razonamiento no es necesaria, puesto que pasamos a través de un término medio improbable. Ahora bien, eso no quiere decir que la conclusión del razonamiento sea falsa. El término medio carece de valor si consideramos su certeza apriorística (no puede haber conocimiento a priori de cuestiones de hecho), pero no podemos decir que sea falso desde un punto de vista empírico, porque la falsedad de una proposición acerca de cuestiones de hecho, lo mismo que su verdad, ha de probarse a posteriori, en la experiencia. Y no podemos probar la verdad fáctica de acontecimientos venideros en tanto que éstos no ocurran.

    Como razonamiento lógico, el RCyE posee una estructura formal aparentemente consistente, puesto que, una vez establecidas las premisas, se sigue la conclusión de manera casi inevitable. Sin embargo, Hume insiste en señalar que, además de que el término medio de los RCyE es una generalización prematura acerca de hechos de la experiencia futura, la propia naturaleza de los RCyE impide que su conclusión sea necesaria, evidente y cierta. La razón es la siguiente: al hablar de hechos de la experiencia, la mente humana puede elaborar conceptos e ideas y construir razonamientos con esos conceptos y esas ideas; ahora bien, no hay que olvidar que toda idea debe proceder, según Hume, de una expresión. Siendo esto así, ha de reconocerse que los RCyE no son puras relaciones de ideas, sino relaciones de ideas con las que nos referimos directamente a hechos de la experiencia. Por eso mismo, un RCyE no puede proporcionar la certeza de un razonamiento lógico. Los RCyE hablan de cuestiones de hecho, y acerca de las cuestiones de hecho no puede haber certeza, sino solo probabilidad.

    Por consiguiente, la seguridad que los RCYE proporcionan al conocimiento no es la de una certeza absoluta (basada en la necesidad) sino tan solo una certeza probabilística o creencia (basada en la probabilidad). No podemos basar nuestros RCYE en la idea de conexión necesaria de causas y efectos, porque esa conexión necesaria, que, de existir, ha de darse en la experiencia, es inexperimentable.

    EL ESCEPTICISMO DE HUME Y SU APORTACIÓN A LA CRÍTICA DEL CONOCIMIENTO.

    Hume aporta una interesante novedad a la historia de la filosofía: es uno de los primeros filósofos de la época moderna en señalar los límites del conocimiento y en percatarse de la imposibilidad de una fundamentación última del conocimiento humano.

    La filosofía anterior (con excepción de los filósofos escépticos) había confiado dogmáticamente en la posibilidad de conocer por completo la realidad y desvelar su estructura más profunda por medio de la razón. El Racionalismo (la corriente filosófica tradicionalmente opuesta al Empirismo) había hecho de esta afirmación una de sus tesis principales.

    Hume, por el contrario, llama la atención sobre la provisionalidad y sobre el carácter hipotético y meramente probable de nuestro conocimiento de la realidad. No conocemos de una vez por todas cómo va a ser toda la realidad, toda la experiencia. Nuestra certeza se ha de limitar a la experiencia pasada y presente, pero no puede extenderse al futuro. Eso es lo que Hume revela al criticar los RCyE. Y, curiosamente, los RCyE, que son la base de nuestro conocimiento de las cuestiones de hecho, descansan sobre una base tan incierta y tambaleante como es ese “término medio” de lo RCyE que critica Hume.

    ¿Qué nos lleva a afirmar ese término medio? Un sentimiento de confianza, de creencia (belief), alcanzado, al parecer, a raíz del hábito psicológico de experiencias semejantes en el pasado. Esta es la paradoja que advierte Hume: el conocimiento racional descansa sobre un fundamento hipotético, probable, que afirmamos a través de algo tan irracional y pasional como un sentimiento de creencia, de confianza. "La razón no es ni debe ser otra cosa que la esclava de las pasiones, y no debe aspirar a otra misión que a la de servirlas y obedecerlas".

    Hume llega a una posición de escepticismo moderado. Reconoce que el conocimiento humano carece (en lo que respecta a la experiencia) de certeza absoluta. Los límites y las condiciones de posibilidad del conocimiento empírico son irrebasables para el ser humano. Además, el problema de cómo se engendra el sentimiento de confianza o creencia en los RCyE (génesis psicológica del conocimiento) era, para Hume, insoluble. Pero eso no quiere decir que hayamos de abandonar el ejercicio del conocimiento. Por una simple cuestión de prudencia práctica, es preferible conservar la creencia en los rcye, pues ella constituye una guía de nuestra acción. En nuestras relaciones con los semejantes, obramos en función de las expectativas de nuestras acciones y del cálculo de los efectos previsibles. Nuestra existencia es un camino de decisiones y proyectos en el que miramos al futuro con la memoria puesta en el pasado. Aunque el cimiento en el que descansa el edificio del conocimiento sea un cimiento poco sólido, vale más conservarlo, porque, derribándolo sin más, derribaríamos todo lo construido sobre él y, lo que es peor, no encontraríamos posiblemente un cimiento mejor.

    de esta afirmación una profunda crítica a la metafísica clásica. ¿Para qué sirven entonces los conceptos universales?

    Según G. de Ockham, además del conocimiento intuitivo de las realidades particulares, el entendimiento posee un conocimiento abstractivo, con el cual formulamos juicios generales y universales acerca de todos los individuos pertenecientes a una misma clase (“todos los hombres son mortales”), lo cual nos indica también que poseemos conceptos universales o abstractos (“ser humano”, “mortalidad”, etc.). Con respecto a estos conceptos universales, Ockham se limita a afirmar que se frman espontáneamente en nuestro entendimiento.

    Ockham propone con respecto a los conceptos universales el llamado principio de economía, que suele formularse así: no hay que multiplicar los entes sin necesidad, es decir, no hay que suponer la existencia de más entidades que las estrictamente necesarias para explicar los hechos. De este modo, Ockham aporta a la historia de la filosofía una interesante crítica a la metafísica, puesto que pone en duda la existencia real, extra-lingüística, de las “esencias” (Ideas platónicas, Forma aristotélica), desde un punto de visca cercano al que desarrollará a este respecto la corriente empirista.

    2- El surgimiento de la ciencia moderna.

    Hasta el siglo XIV, el modelo hegemónico de ciencia de la Naturaleza era el de la episteme o ciencia aristotélica. Según este modelo, la ciencia tenía como finalidad desvelar las causas de las cosas, esto es: dado el comportamiento o los efectos de un ser, descubrir en virtud de qué causa formal se comporta de esa forma o produce tales efectos; en definitiva, cuál es la esencia de ese ser, que hace que sea así y no de otra manera. Podemos decir, por tanto, que este modelo de esencia era esencialista.

    Además, la forma de descubrir esas esencias era la reflexión intelectual, la deducción lógica de las propiedades de los seres mediante razonamientos silogísticos (Todo hombre es mortal; Ambrosio es un hombre, luego Ambrosio es mortal). Pese a que Aristóteles sostuvo que el origen del conocimiento era sensible, la esencia o forma (aunque inseparable de la materia) solo se puede aprehender intelectualmente.

    A partir del siglo XIV se produjeron los primeros abandonos del aristotelismo en las ciencias naturales. Por ejemplo, los “calculatores” de Oxford (cuyo máximo representante fue Swineshead) y el francés Nicolás de Oresme criticaron la teoría aristotélica del movimiento, aunque sus teorías no fueron contundentes debido a carecer de conocimientos matemáticos adecuados. El astrónomo polaco Nicolás Copérnico (s. XV) y Johannes Kepler establecieron los fundamentos de la astronomía heliocéntrica, definitivamente ratificados en el siglo XVII por Galileo Galilei y René Descartes. Además del importante cambio de visión del mundo al que dieron lugar las nuevas teorías astronómicas, la nueva física, basada en un método experimental y en las matemáticas: Veamos un ejemplo en el caso de Galileo, siguiendo sus razonamientos en la obra “Consideraciones y demostraciones matemáticas sobre dos nuevas ciencias”, de 1638.

    • Al estudiar el problema del movimiento, Aristóteles trata en la Física del “ser móvil” se preocupa por los fenómenos externos, visibles, de movimiento y cambio. Pero en esta obra, lo fundamental es el estudio de la “causa formal” del movimiento, de la esencia o causa interna del movimiento y del reposo de los seres móviles. Y el movimiento se explicaba como una tendencia hacia el cumplimiento de una finalidad (tránsito de la potencia al acto). A Galileo no le interesan las causas o las razones del movimiento, sino sus propiedades. A Galileo no le interesa preguntarse por la “esencia” del móvil, del espacio o del tiempo, sino por la proporción numérica entre estos últimos. Este es uno de los rasgos innovadores de la ciencia moderna: la matematización de la ciencia. Galileo y sus sucesores creyeron, como Aristóteles, que en la naturaleza todo ocurría necesariamente, y ese mecanismo de regularidad podía ser expresado matemáticamente, a través de las fórmulas o proporciones aritméticas. Ya no importa cuál es la esencia de un ser móvil en virtud de la cual este ser cae hacia abajo, sino cual es la relación de proporción existente entre la masa del cuerpo que cae, la masa del cuerpo hacia el que cae, el espacio recorrido y el tiempo empleado en la caida y, sobre todo, como se puede expresar esa proporción de modo que valga para todos los fenómenos de ese tipo. La ciencia moderna no es esencialista, sino fenomenista (trata de expresar matemáticamente relaciones de regularidad entre fenómenos del mismo tipo).

    Esto nos puede llevar a un detalle de interés para la corriente empirista en a que se incluye a Hume: a pesar de la matematización de la ciencia y de la función importantísima que desempeñan las hipótesis teóricas y la deducción en el método de Galileo, la ciencia moderna revitaliza el papel de la experiencia, tanto en la anotación de datos o experiencias iniciales que han de ser medidas (de ahí las “magnitudes” físicas que luego intervenen en las fórmulas) como en el plano de la comprobación experimental de las teorías y de las predicciones. No es de extrañar entonces la célebre afirmación de Galileo: “la naturaleza está escrita en lenguaje matemático”. El mundo del que nos habla la ciencia moderna ha de ser descrifrado a través de la estrecha colaboración entre teoría y experiencia, porque un mundo expresable matemáticamente es un mundo extenso, tangible, sensible.

    RAZONAMIENTO CAUSAL EN LA CIENCIA ARISTOTÉLICA

    • Observación de una serie limitada de hechos

    • Clasificación de los hechos o seres observados en géneros o especies

    • Se determina la esencia que define al género donde encuadramos a los seres estudiados.

    • La causa de los efectos producidos por esos seres es su esencia o «quid», «algo» perteneciente a su naturaleza íntima.

    • La explicación científica consiste en definir conceptualmente la causa esencial de los seres. ¿QUÉ hay en la naturaleza de un ser que lo hace comportarse de una manera característica ?

    RAZONAMIENTO CAUSAL EN LA CIENCIA MODERNA

    • Observación de una serie limitada de hechos

    • Descripción de los hechos mediante magnitudes (aspectos cuantificables de los fenómenos observados)

    • Tras la formulación y comprobación de hipótesis, se expresa matemáticamente la relación existente entre las magnitudes anotadas.

    • La relación es estable —suponemos la regularidad en la naturaleza—

    • La relación tiene una validez universal —creemos que es válida para todos los casos venideros del mismo tipo que los ya observados—: es una “ley cientítica”.

    • La inferencia que permite la formulación lógica de una ley científica es un razonamiento inductivo: de lo observado en un número limitado de casos de un cierto tipo, inferimos que ocurrirá lo mismo para todos los casos venideros de ese mismo tipo.

    • Se suponen causas en los fenómenos naturales, pero no se trata de decir QUÉ es esa causa, sino CÓMO funciona (¿cómo están relacionados los fenómenos?)

    ESTRUCTURA LÓGICA DEL RAZONAMIENTO DEDUCTIVO

    Sean {a, b, c, d} casos particulares del tipo de hechos o fenómenos F

    Sea E el efecto producido por un hecho o fenómeno

    (a /a"F, a! E) " (b /b"F, b! E) " (c /c"F, b! E) ! "x, x"F, x!E

    Por lo general traduciré conceive y conception por represen­tar y representación. Con ello pretendo recalcar el carácter imagina­tivo que tienen en el sistema de Hume. Esto, en rigor, no justifica el abandono de concebir y concepción, pues en castellano ha pervi­vido una acepción de concebir relacionada con la filosofía tradicional, según la cual concebir es precisamente imaginar. Pero se trata sólo de una de las acepciones del término, siendo más frecuente otra más neutra a nuestros efectos, aquella por la que concebir es «formarse la idea de una cosa» o «comprenderla». (N. del T.)

    Es probable que quienes negaron las ideas innatas, no quisie­ron decir más que las ideas son copias de nuestras impresiones, aunque es necesario reconocer que los términos que emplearon no fueron escogidos con tanta precaución ni definidos con tanta precisión como para evitar todo equívoco acerca de su doctrina. ¿Qué es lo que se entiende por innato? Si lo innato ha de ser equiva­lente a lo natural, entonces todas las percepciones e ideas de la mente han de ser consideradas innatas o naturales, en cualquier sentido en que tomemos la palabra, por contraposición a lo infre­cuente, a lo artificial o a lo milagroso. Si por innato se entiende lo simultáneo a nuestro nacimiento, la disputa parece ser frívola, pues no vale la pena preguntarse en qué momento se comienza a pensar, si antes, después o al mismo tiempo que nuestro nacimien­to. Por otra parte, la palabra idea parece haber sido tomada, por lo general, en una acepción muy lata por Locke y otros, como si valiese para cualquiera de nuestras percepciones, sensaciones o pasiones, así como pensamientos. Ahora bien, en este sentido, quisiera saber lo que se pretende decir al afirmar que el amor propio, el resentimiento por danos o la pasión entre sexos no son innatas.

    Pero admitiendo los términos impresiones e ideas en el sentido arriba explicado, y entendiendo por innato lo que es original y no copiado de una percepción precedente, entonces podremos afirmar que todas nuestras impresiones son innatas y que nuestras ideas no lo son.

    Para ser sincero debo reconocer que, en mi opinión, Locke fue conducido indebidamente a tratar esta cuestión por los escolásticos que, valiéndose de términos sin definir, alargaban sus disputas, sin alcanzar jamás la cuestión a tratar. Ambigüedad y circunlocución semejantes penetran todos los razonamientos de aquel gran filósofo sobre ésta, así como sobre la mayoría de las demás cuestiones.

    He traducido matters of fact convencionalmente por «cues­tiones de hecho». El inconveniente de esta traducción es que «cues­tiones de hecho» no se emplea normalmente. No podía hablar de verdades de hecho, pues, para Hume, el problema de la verdad no se plantea en el ámbito de las cuestiones de hecho. La expresión «proposiciones fácticas» hubiera expresado la diferencia entre el mero hecho y la cuestión de hecho, pero, al emplearla, quizá se comprometía indebidamente el pensamiento de Hume y se margi­naba el que la cuestión de hecho es a la vez un hecho en primera instancia, es decir, es el hecho derivado de nuestra experiencia de la conjunción de dos hechos. En todo caso, la imprecisión de Hume, al pasar de Facts a Matters of Facts, desaconsejaba una depura­ción excesiva de su lenguaje. (N. del T)

    Edición F: La palabra «poder» se emplea aquí en una acep­ción vaga y popular. Una explicación precisa de la misma otorgaría evidencia complementaria a este argumento. Véase sección 7.

    Ediciones E y F : moral o probable




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    Enviado por:Juan Alberto Pérez Zamora
    Idioma: castellano
    País: España

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