Historia


Evolución política europea en los siglos XI y XII


I. LA PUGNA DE LOS PODERES UNIVERSALES

Aunque sus antecedentes se remontan a la coronación misma de Carlomagno, e, incluso, a la concepción de una Res Publica Christiana, mantenida viva por la Iglesia hasta entonces, es durante los ss XI al XIV cuando la pugna entre el poder temporal y espiritual alcanza su máxima definición, a partir de la maduración del pensamiento teocrático, ante la cual la defensa de la idea imperial suele actuar sólo como reverso.

Señala Ladero que es imposible describir la cuestión en términos políticos contemporáneos, pues si bien la pugna manifestará una diversidad de poderes, por primera vez en la historia, no se trata de una división (diversidad, no división) entre Papado e Imperio, sino de un conflicto entre “diversas ramas de la misma sociedad” (MORRALL), que pugnan por ampliar sus ámbitos de poder y autonomía dentro de un fundamento doctrinal que les es en buena parte común.

Como este cuerpo doctrinal es esencialmente religioso, por una parte es normal que el papado lo emplee más fácilmente, y, por otra, no es de extrañar que el pensamiento teocrático impregne al resto de fuerzas políticas y al fundamento mismo del orden social.

a.1) La idea teocrática:

La doctrina principal parte de la convicción de que, en el ámbito político, como en otros de la vida, existe una verdad única que surge de la voluntad de Dios: si todo el poder procede de Él, ha de existir una forma suprema, un poder único y mayor, del mismo modo que es una sola la Creación a gobernar. Dentro de esta unidad se reconoce la autonomía de dos ámbitos de actuación (temporal y espiritual), que deben relacionarse entre sí, quedando la cuestión reducida a cuál debe preponderar, y a cuáles sean los límites de las respectivas autonomías.

Hasta la segunda mitad del XII (Gregorio VII y sucesores inmediatos), es decir, hasta el fin de la “querella de las investiduras”, el fundamento eclesiástico seguirá encontrando su apoyo en la concepción agustiniana de la Ciudad de Dios (ya se ha discutido en otro tema la duda de que el De Civitatis fuera escrito con intencionalidad de tratado político), y en el texto de Mateo acerca de la fundación de la Iglesia sobre la persona de Pedro.

En esta concepción, el poder papal es esencialmente espiritual: se ejerce directamente sobre el sacerdocium, y el papa no interviene en el nombramiento de reyes o emperador, limitándose a sacralizar la elección o el derecho hereditario mediante el sacrum. Pero la concepción agustiniana integra al poder temporal (ciudad terrena, pero también, cuerpo terrestre de la Ciudad de Dios) en el eclesiástico. La superioridad de su mandato se deriva de la naturaleza espiritual del mismo, en virtud de la cual puede juzgar el ejercicio del poder temporal, e incluso sancionarlo mediante la excomunión o la deposición, como fórmulas extremas. La concepción la formularán Otón de Freisingia, Hugo de San Víctor y Juan de Salisbury, st.

a.2) Desde la segunda mitad del XII, en lo que podría considerarse época postgregoriana, el concepto teocrático, dentro del mantenimiento de la primacía pontificia, se transforma, a tenor de las nuevas realidades sociales (desarrollo de ciudades, crecimiento mercantil, etc.), que pueden resumirse en un primer renacimiento del espíritu laico.

Por una parte, un mejor conocimiento de la patrística, lleva a reconocer que no había pensamiento teocrático en los ss V y VI, a cuestionar la validez de la falsa Donación de Constantino, y a limitar el concepto de Iglesia de Pedro, señalando que aquel no intervino nunca en política. De otra, Alejandro II (o III?) adoptará posturas más prudentes en su disputa con Federico I, o en la habida entre Becket y Enrique II de Inglaterra.

Huguccio limitará la actuación papal en asuntos temporales, salvo casos de desviación del poder político. Pero como contrapartida a este reconocimiento de autonomía, se afirmará la papal al gobierno de la iglesia, lo que, a demás de espiritual era tb cuestión temporal y política.

a.3) Con Inocencio III, discípulo de Huguccio, el pensamiento teocrático alcanza su máxima expresión, al admitir la intervención en asuntos temporales que tengan una faceta espiritual, así como las consecuencias políticas de las resoluciones espirituales. Lo que en cierto modo supone eliminar sus limitaciones. En este sentido Inocencio IV, en su disputa con Federico II, sin añadir elementos nuevos, extremará la cuestión: la potestad de intervención papal sólo está sometida a su propio arbitrio (no ya limitada a los yerros del poder temporal).

Pero esta radicalidad coincide ya con el nacimiento del Estado, es decir, con un momento en que comienza a resurgir el concepto del fundamento natural del poder político. Las ideas traídas por el descubrimiento de la obra política de Aristóteles, potenciarán ese nacimiento, así como el carácter monárquico de la propia estructura interna de la Iglesia.

b.1) La idea de imperio:

Aunque la realidad imperial era anterior a la de la Iglesia, la permanente absorción y fusión de ambas desde los primeros papas, hace imposible entender la idea de imperio disociada de la teocrática. Pero merece la pena destacar la originalidad de la idea imperial.

Primero, muchos emperadores acudieron a la fórmula de la translatio imperii: el imperio habría pasado de griegos a romanos, de estos a francos y, por último a alemanes. Esta herencia directa de Roma, era un buen argumento que oponer a las tesis teocráticas, afirmando su origen divino, al margen de cualquier sacralización pontificia.

Pero la fórmula tuvo dificultades de aplicación práctica por el intenso contenido sacro del título imperial. La teoría del sacerdocio real había sido desarrollada desde Carlomagno, y muchos otones habían adoptado los símbolos de ese sacerdocio, que, en cuanto tal, estaba sometido al pontífice.

La alternativa habría sido otorgar a los reyes la jefatura de las iglesias nacionales. En esta línea aparecieron los anónimos Tratados de York: la auctoritas religiosa le viene a cada obispo directamente del Espíritu Santo, sin que el de Roma deba prevalecer sobre los demás. Mientras que los reyes, ungidos directamente por la voluntad divina, deben gobernar al pueblo cristiano, no sólo en cuanto que cuerpo, sino también en tanto que alma. Se utiliza la imagen de Cristo Rey, existente toda la eternidad, contrapuesta a la de Cristo Sacerdote, que sólo se dio en su humanidad. El poder real es así divino, frente al sacerdotal, sólo humano. N.O., la teoría tuvo escasa acogida, hasta su reaparición en las iglesias nacionales protestantes de la Edad Moderna.

ENRIQUE IV Y LA QUERELLA DE LAS INVESTIDURAS

El gobierno efectivo de Enrique IV (1056-1106) estuvo dominado por la querella de las investiduras, que tuvo efectos determinantes en el resto de su política.

Leon IX. Aunque sus antecedentes se remontan al protectorado mismo que los emperadores otorgan a los papas, y que, como hemos visto, fue generalmente admitido por estos porque trajo elementos beneficiosos para el estamento eclesiástico, su manifestación más clara se inicia con León IX (1054), último de los papas nombrado por Enrique III (precisamente para librar al pontificado de las influencias de los Túsculos romanos), bajo cuyo pontificado comenzaron Pedro Damiano, Humberto de Mouyenmoutier y el mismísimo Hildebrando (después Gregorio VII) a formular una profunda reforma del modo de los nombramientos eclesiásticos.

Los dos elementos críticos eran la investidura seglar, sobre todo si había mediado simonía, y la clerogamia o nicolaísmo, especialmente si creaba expectativas de herencia en los hijos. Es fácil leer en ambos la sensación de amenaza de las instituciones feudales (sumisión al poder temporal, hereditariedad de los cargos, división del patrimonio eclesiástico) que debió sentir la Iglesia. Aun cuando la fórmula de la investidura había dado buenos resultados, y se demostrara en la práctica posterior que los cargos eclesiásticos precisaban de un respaldo del poder laico.

Nicolás II (1059) reservó la elección papal al colegio cardenalicio. Por entonces Humberto de Mouyenmoutier ya había declarado heréticas las investiduras simoníacas, e inválidos los sacramentos y nombramientos realizados por los así nombrados, doctrina que hubo que corregir. La medida de Nicolás era de tal trascendencia, que los obispos alemanes, en plena minoría de Enrique IV, se negaron a aceptarla. Aunque Alejandro II intentó una política más cauta, evitando la ruptura con el emperador y el clero alemán, la reforma se hizo crítica con Gregorio VII (1073-85).

Gregorio VII. La querella de las investiduras hay que entenderla como una parte de una parte. La parte mayor, es la profunda reforma que experimento la Iglesia en estos años. Dentro de la misma, fue de singular importancia la reforma pontifical, jerarquizando la Iglesia a partir de Roma, con una centralización y concentración de poderes sin precedentes. Por último, la querella misma, fue un elemento clave, por su trascendencia política, st en el ámbito del imperio, pero encuadrado en las anteriores.

El punto de partida del pensamiento gregoriano era claro:

  • Supremacía de la autoridad espiritual sobre la temporal;

  • Cuyo extremo máximo era la capacidad de deponer al emperador

  • Absoluta independencia eclesiástica en el nombramiento de cargos; y, por lo tanto,

  • Superfluidad de todo reconocimiento temporal posterior a los nombramientos.

  • Plena libertad en el uso de sus bienes para fines de culto

  • Jurisdicción única en materia de fe y disciplina, única capaz de juzgar nombrar y deponer obispos.

La reforma encontró escasa contestación en España e Inglaterra, pero fuerte en Francia y Alemania. Con todo, en Francia la cuestión no era decisiva, pues el episcopado tenía un escaso papel en el ámbito político.

Pero en Alemania existían unas cuarenta sedes episcopales de nombramiento regio, de las que dependían numerosos principados y señoríos eclesiásticos, que eran un contrapeso indispensable a la alta aristocracia, y, por ello, elemento esencial de la monarquía alemana misma. La reforma era contraria, además, a 250 años de práctica pontificia, y se había visto agravada por la minoridad de Enrique, y por el crecimiento descompensado de la alta aristocracia durante la misma.

Esto explica la violenta reacción de Enrique IV, sustrayendo a los prelados alemanes de la autoridad romana, y nombrando por libre al arzobispo de Milán.

Pero los tiempos habían cambiado desde Enrique III. El papa excomulgó y depuso al emperador (1076). La medida supuso una violenta reacción contra Enrique en Alemania misma, y, si no llegó a mayores, fue, en parte, porque Gregorio no reconoció como emperador al anti-rey nombrado por los opositores a Enrique (Rodolfo de Suabia), pero obligó a Enrique a viajar a Canossa (1077), donde alcanzó el perdón del papa.

En los años siguientes, Enrique se dedicó a combatir las revueltas interiores y a desmontar el partido pro-gregoriano. De modo que la segunda excomunión (1080) y el reconocimiento papal de Rodolfo como emperador, le halló en situación más fuerte. Invadió Italia, tomó Roma (1084) y, al igual que hiciera su padre, depuso al papa y nombró otro en la persona de Clemente III.

Gregorio, huido al sur de Italia, moriría al año siguiente, pero sus sucesor, Urbano II, confirmó el triunfo paulatino de la reforma, con la demostración de su control sobre la cristiandad a partir del éxito de la convocatoria de la primera Cruzada.

Enrique hubo de acallar nuevas revueltas, de Rodolfo, el conde de Luxemburgo, y sus dos propios hijos, de los que uno le sucedería. Pero no se produjeron avances en el tema de las investiduras.

Enrique V, el sucesor, nombrado emperador por Pascual II en 1111,alcanzaría un nuevo pacto, que se manifestaría como irrealizable desde su misma formulación, por cuanto se hacía de espaldas a la realidad feudal que vivía Europa: El papa admitía los nombramientos si no mediaba simonía; pero el emperador renunciaba a los mismos siempre que los cargos renunciaran a las regalía y beneficios temporales que recibían. La protesta del episcopado alemán, privado de sus recursos, fue unánime, y el pacto nunca se aplicó.

La solución, con Calixto II, vino de manos francesas donde, desde 1100, se venía admitiendo la formulación de Yvo de Chartres, entre la independencia del cargo u oficio religioso, y su posterior relación con el poder temporal, es decir, entre nombramiento para el cargo, y posterior investidura laica con otorgamiento de beneficia. Y fue factible por contar, a diferencia de la anterior, con la realidad feudal.

Los principios fueron sentados en el Concordato de Worms (1122), en estos términos: el nombramiento de cargos sería libre, pero iría seguido de la investidura con los beneficios temporales que le otorgase el rey, cuyo representante, además, habría asistido a la ceremonia eclesiástica.

La muerte de Enrique y Calixto (1125 y 1124 respect.), ponía fin pacífico a la querella.

LOS HOHENSTAUFEN DE SUABIA. FEDERICO I: SUS OBJETIVOS UNIVERSALISTAS Y LA LUCHA POR EL “DOMINIUM MUNDI”

La sucesión de Enrique V no recayó en su candidato (Federico de Hohenstaufen, duque de Suabia), al que marginó la aristocracia, por intereses propios y, probablemente para cortar la instalación de dinastías hereditarias al frente del Imperio.

El candidato designado fue Lotario III (1125-38), duque de Sajonia, que, con mas de 60 años, no parecía llamado a este protagonismo, y que tuvo que acudir a apoyos entre los Welf, al frente de Sajonia y Baviera, para resistir las tensiones con el anterior.

A Lotario, a su vez, le sucedería Conrado III, hermano de Federico, y emparentado con los Welf, con cuya cabeza, Enrique el Soberbio, mantuvo también tensiones, pues este esperaba el nombramiento tras haber apoyado a Lotario.

El nombramiento final, a la muerte de Conrado, de Federico I Barbarroja (1152-90), hijo del primer Federico, sobrino de Conrado, y, con ello de su esposa, una Welf, parecía el mejor punto de partida para superar las luchas intestinas de la aristocracia alemana.

Apoyado en un nuevo reparto que satisfizo a todas las partes (Sajonia/Baviera para Enrique el León, hijo del Soberbio y primo de Barbarroja, Austria a Enrique de Babenberg, y ministeriales y vasallos inmediatos en muchas circunscripciones y castillos), Federico decidió defender su idea de Imperio, compuesta por una restitución del Honor imperii, es decir, de su autoridad efectiva sobre los territorios que sólo nominalmente pertenecían a la corona, y un pensamiento sobre la supremacía temporal muy próxima a la traslatio previa a la querella, lo que le llevó a nuevos enfrentamientos con Italia y el pontificado que acabarían siendo casi el mismo.

En el primer sentido, en 1154 comprobó el grado de independencia que poseían las ciudades lombardas, y decidió reclamar para sí los regalía pertenecientes al dominio imperial (salinas, minas, caminos, aguas, tributos para la guerra, vasallaje feudal de los ciudadanos). Entregando además la administración de Italia a alemanes.

Las ciudades se resistieron, y Federico inició una campaña con la toma de Milán (1158). Cuando apenas Verona y Venecia resistían se produjo el nombramiento de Alejandro III que, por no ser unánime, movió a Federico a apoyar al segundo candidato, y a nombrar después un antipapa (Pascual III) que realizó la canonización de Carlomagno, entendible dentro de la idea imperial de Barbarroja. Es ahora cuando comienza, además, a anteponerse el término Sacro al de Imperio Romano.

En 1166 retorna a Italia para expulsar a Alejandro de Roma, lo que consigue. Pero una epidemia diezma su ejército, lo que es tomado como una señal de castigo divino, y propicia el resurgimiento de las ciudades lombardas, asociadas ahora en la liga del mismo nombre, y apoyadas por el papa.

Federico no está en condiciones de regresar al frente de un ejército hasta 1174, siendo derrotado en dos ocasiones (1184) y viéndose obligado a pactar con las ciudades lombardas el reconocimiento de los regalía que tuvieran en tiempos de Enrique V. Lo que no supuso un menoscabo de la posición alemana anterior a 1158, pues designó un juez de apelación en cada ciudad e incrementó el control sobre el entorno rural.

En el segundo aspecto, si inicialmente papa y emperador se respetaron los nombramientos, conforme al Concordato de Worms, Federico comenzó enseguida a reclamar para sí los casos dudosos (aquellos en los que los cabildos electorales no tenían unanimidad), y a exigir servicios de tipo feudal a aquellos eclesiásticos que disfrutaban de beneficios de la corona.

La querella con Alejandro no había cesado a la muerte de este, manifestada sobre todo en

  • la reserva de Roma del derecho a canonizar (con lo que quedó sin valor la de Carlomagno),

  • el incremento de los casos de apelación a Roma, dentro de la autonomía que mantuvo siempre la iglesia alemana, que permaneció fiel a Federico,

  • la reducción del patronato laico sobre las “iglesias propias” a la designación del clérigo, sin dº de propiedad sobre el templo y sus bienes.

El último conflicto se derivó de la designación de Enrique, hijo de Fco., como co-emperador y sucesor, lo que no admitió en principio la Iglesia, aunque su matrimonio con Constanza de Sicilia, y la catástrofe de Hattin, obligaron a una solución de urgencia. Enrique VI fue coronado emperador, y Fco. moría (1190) en el curso de una cruzada.

II. LAS BASES DE PARTIDA DE LAS MONARQUIAS FEUDALES EN FRANCIA...,

Lo esencial durante el reinado de los primeros Capeto (Hugo, Roberto, Enrique I), es la consolidación en Francia de las estructuras feudovasalláticas, con cierta anticipación al resto de reinos europeos.

Dadas las reducidas dimensiones y fuerzas del reino, propiamente dicho, que apenas abarca París y Soissons, y que resulta inferior a muchos de los grandes condados franceses, los Capeto se centrarán en consolidar la corona apoyándose en tres factores:

  • La hereditariedad, designando un sucesor en vida, lo que permite el establecimiento de la dinastía hasta Luis VII;

  • El sacrum, que al elevar conceptualmente al rey por encima del resto de poderes feudales, le otorgará poderes taumatúrgicos, siendo el referente último de arbitrio en un mundo de continuos enfrentamientos y divisiones, como es el feudal.

  • El sistema feudal mismo, que triunfa en Francia desde el X, y que alcanza la mayor atomización en castellanías hacia finales del XI, y que al estar apoyado en un sistema piramidal, tiene como cúspide natural la monarquía.

Felipe I. Los reinados de Felipe I, Luis VI y Luis VII, protagonizan una creciente recuperación del poder regio, paralela a la de la concentración en los principados territoriales, donde se invierte la anterior tendencia de fragmentación.

Este incremento de poder regio se aprecia, según PACAUT en cuatro aspectos:

  • Mejora de la administración, y con ello, incremento de las rentas reales. Todo un conjunto de acciones se pueden encuadrar aquí, desde la promoción de vasallos fieles, al incremento de las roturaciones, la protección a las ferias (Lendt), o el sistema de prebostazgos de Luis VII.

  • Protección y mediatización del estamento eclesiástico, reconociendo el papel organizativo de las sedes reales, reclamando el patronazgo sobre monasterios de fundación real, interviniendo en los nombramientos, y creando un semillero de clercs fieles mediante la Capilla Real. Resulta extraño que esta política intervencionista, tan contraria a la disputa entre poder temporal y espiritual que se daba en Alemania e Italia, no encontrase resistencia por parte de Roma. Explicándose por la exigua importancia de Francia entonces en el panorama europeo, o por la necesidad de protección de los papas, que huyen a Francia cuando son expulsados de Roma, y convocan desde allí las primeras cruzadas.

  • Jerarquización del sistema feudal, en dos sentidos: Uno, interviniendo, generalmente en funciones de arbitrio, entre los principados, como primer paso para una intervención directa después. Y, dos, intentando la prestación efectiva de homenaje por parte de estos. A esta idea se va sumando la de que la cúspide indiscutible del sistema feudal es la corona, y que esta se halla por encima de los poderes feudales, origen de una idea de soberanía que se desarrollará en época posterior.

Por su parte la inversión de la tendencia de fragmentación se da con carácter desigual en cada principado, aunque, en conjunto, todos ellos se fortalecen.

  • Aquitania, muestra una división en condados menores. No muchos, pero si de absoluta autonomía (Auvernia, Perigord, Gascuña), de modo que los duques sólo tienen poder efectivo en Poitou.

  • Bretaña mantiene sus peculiaridades étnicas, pese a la influencia de sus poderosos vecinos.

  • Estos (Anjou y Blois), son dos condados bien organizados.

  • Normandía contrasta su excelente fortaleza y buena organización, con

  • Borgoña, muy fragmentado.

Los Capeto intervendrán como se ha dicho,. Tb, a veces, mediante alianzas matrimoniales o guerra, hasta la máxima rivalidad, con los principados del W, que comenzó como una rivalidad personal entre Luis VII, Enrique II Plantagenet, Duque de Normandía, Conde de Anjou, y rey de Inglaterra desde 1155, que constituiría su propio “imperio Plantagenet”, tras su matrimonio con Leonor de Aquitania, repudiada antes como esposa por Luis.

La situación, estable con Luis VII, experimentaría un giro inesperado a favor de Francia con Felipe Augusto.

...E INGLATERRA

William the Conqueror (1066-95)

Con la muerte sin descendencia de Eduardo el Confesor (1064) terminaba la línea dinástica iniciada por Alfredo el Grande. Fue elegido para sucederle Harold de Goldwin, cabeza visible de la aristocracia sajona. Pero también presentó sus derechos Guillermo, duque de Normandía y emparentado con Eduardo, que, tras dos años de guerra, consiguió hacerse con el trono inglés.

La llegada de Guillermo el Conquistador supuso un cambio radical en Inglaterra, apoyado en tres facetas:

  • Una nueva organización del reino, obtenida, básicamente, mediante la importación de las estructuras feudales ya plenamente maduradas en Francia;

  • La puesta en relación de Inglaterra con el continente;

  • La ruptura definitiva con los elementos escandinavos.

La nueva organización se alcanzó:

1. Importando las estructuras feudales, o, como señala PACAUT, “estableciendo un sistema feudal al servicio de la monarquía”, pues Guillermo diseñó un sistema que le permitía mantener el control y evitar los peligros que el feudalismo había ocasionado en Europa.

Así, otorgó dominios a sus caballeros normandos, pero fraccionándolos en distintos lugares, para evitar los riesgos de la acumulación. Estos barones, además, carecían de poder administrativo en la organización de la corona, fuera de lo que eran sus propios dominios. Guillermo mantuvo también el ban, y la regalía sobre acuñación de moneda o construcción de fortalezas.

Por debajo de estos señores, existían unos propietarios menores de minors, y, por último, los caballeros sin tierras adscritos al servicio directo de la corona.

Aunque las circunscripciones condales coincidían y venían asustituir a los antiguos shires, se respetaron algunas instituciones sajonas, de modo que las asambleas judiciales de shires y hundreds siguieron operando, se mantuvo el juramento público de todos los caballeros al rey, el derecho de este de llamarlos a combate, y a cobrarles impuestos para la defensa (el antiguo danengeld escandinavo), etc.

Sólo en aquellos lugares donde fue preciso asegurar la defensa (fronteras con Gales, Cornualles, Escocia), permitió Guillermo la acumulación de fuerzas, aunque el prestigio de su organización alcanzara Escocia y convirtiera voluntariamente a Malcom III en vasallo (sin dependencia de su reino), y aunque los mayores problemas que encontraría la nueva dinastía radicaran en la aristocracia normanda misma que pretendería su segregación de la Normandía continental.

2. Con una profunda reforma eclesiástica, en la que se admitió la implantación del rito romano y el envío de legados papales. Pero el rey mantuvo siempre el control del clero, incluso cuando la disputa se extremó, ya en tiempos de Enrique I, y se renunció a la investidura “por el báculo y el anillo”, pero determinando que los electos no podrían ser consagrados sin el previo juramento de fidelidad al rey.

Enrique II Plantagenet (1154-89)

Guillermo I dividió el reino entre dos de sus hijos (Guillermo II, Inglaterra; Roberto, Normandía), aunque durante diez años el viaje del normando a Tierra Santa dejó el gobierno efectivo en manos del primero, que hubo de sofocar diversas revueltas de nobles.

La estabilidad se conseguiría de nuevo con Enrique I, hermano de los anteriores, que sucedió a Guillermo a su muerte y conquistó Normandía a Roberto, dedicándose a la consolidación de la obra de su padre.

Su obra estuvo a punto de venirse a pique por cuestiones sucesorias, ya que, a su muerte, el reino correspondía a Matilde, viuda del Emperador Enrique V y nuevamente casada con Guillermo Plantagenet, entonces sólo conde de Anjou.

Pero la disposición no se cumplió, ocupando el trono Esteban de Blois, que hubo de atender a diversas revueltas internas mientras que, en el continente, Guillermo conquistaba Normandía, hacía a su hijo Enrique duque, y le casaba con Leonor de Aquitania, de modo que cuando Esteban le aceptó como sucesor, Enrique II reunía un extenso dominio a los dos lados del canal, que algunos autores denominan el “imperio Plantagenet”

Enrique II se dedicó, tras los años de revueltas de Esteban, a consolidar y ampliar la obra de Guillermo I.

  • Llamando a cooperar en el reino a la alta aristocracia, normanda, pero también gran parte de la misma, de origen sajón.

  • Extendiendo las funciones de la Casa Real, en la que aparecen ahora un Tesorero al frente de Exchequer (que entre otras funciones, inspeccionaría las recaudaciones de los sheriffs), una Cancillería, que ampliaría sus funciones y quedaría, por costumbre, en manos de un eclesiástico, y un “justiciar” o justiciero mayor, al frente del King's Bench, tribunal itinerante, encargado de la administración de justicia en ausencia del rey, y presidente de un tribunal fijo en Westminster.

  • Incrementando el valor taumatúrgico de la monarquía, hasta ahora solo desarrollado en Francia, ya que la hereditariedad (los ingleses no recurrieron a la asociación del sucesor en vida) y el sacrum estaban consolidados. Esta taumaturgia radicó básicamente en el

  • Mantenimiento en sus manos las potestades militar y judicial, con creación del Common law, de aplicación preferente a los derechos feudales / locales.

  • Intensificando su control sobre el clero, tras la “victoria” en la disputa con Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, que acentuaba la fidelidad que los eclesiásticos debían al monarca.

  • Controlando el poder feudal mediante los sheriffs, delegados del monarca (en algunos casos denominados vizcondes), cuyos tribunales prevalecían sobre los condales.

  • En el exterior, intervino en Escocia, que había aprovechado los desórdenes de Esteban para mover la frontera, obligando al rey David I a aceptar guarniciones en castillos escoceses, conquistó Gales, y parte de la costa irlandesa, y casó a su hijo Godofredo con Constanza, heredera de Aquitania.

    El mayor problema para asegurar su obra fueron las disputas con sus cuatro hijos (Juan, Ricardo, Enrique y Godofredo). La inestabilidad crecería durante el decenio de Ricardo (1189-99) que permaneció la mayor parte del mismo fuera de Inglaterra (Tierra Santa y Francia), pero sólo los fracasos de Juan en Francia permitirían a la nobleza modificar el edificio político sentado por Enrique.

    T. 18 - EVOLUCION POLITICA EUROPEA XI-XII. IMPERIO. FRANCIA. UK 10

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    Enviado por:Antonio R Valdés
    Idioma: castellano
    País: España

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