Historia


Economía-mundo y la supremacía de Europa


Lectura 2.

La economía-mundo y la supremacía de Europa

1. La expansión de la industrialización.

A. La industrialización en el continente europeo.

a. Pautas comunes de la dinámica industrial europea.

El proceso de industrialización en el continente europeo sigue pautas diferentes del caso británico. Es algo más tardío, presenta modalidades nacionales y regionales muy diversas y, además, tiene que hacer frente a la posición privilegiada de Gran Bretaña. El crecimiento europeo se debería, para algunos, a factores que sustituyeron a los británicos, como el Estado, la banca o la política económica, mientras que para otros habría sido clave la capacidad de emular la experiencia inglesa, lo que habría permitido al continente “acortar distancias”, incorporándose así con más fuerza a una segunda fase de la economía industrial.

Europa continental dispuso de la tecnología británica, pero tuvo que afrontar grandes transformaciones internas para lograr una madurez que no alcanzará hasta finales del XIX, porque sus condiciones de partida eran más difíciles. El peso de la sociedad agraria era más fuerte, especialmente en Europa oriental, con una tardía emancipación del campesinado y una distribución de la riqueza en la que la alta nobleza poseía grandes extensiones de tierra; las barreras políticas e institucionales, y la falta de una política aduanera y comercial común, obstaculizaban el desarrollo de una economía diversificada y de producción destinada al mercado. A pesar de ser un proceso diverso, según épocas y países, hay algunas pautas comunes en la dinámica industrial europea que conviene señalar.

En primer lugar, el “sector líder” ya no es la industria de bienes de consumo, cuyo mejor ejemplo es la producción textil algodonera, sino la industria de bienes de equipo. Industria vinculada al carbón y al hierro, y en conexión muy estrecha con la revolución en el sector de los transportes desde 1850, tanto en el ferrocarril como en la navegación marítima, que sustituye la vela por el barco de vapor. Aunque hubo regiones europeas de gran desarrollo textil, como Alsacia o Cataluña, el papel fundamental lo desempeñó el gran conjunto regional de Bélgica, norte de Francia y la Renania alemana, donde la explotación de los recursos mineros y la constitución de la gran industria siderúrgica son el eje de su industrialización.

En segundo lugar, la financiación es más exógena. Frente a la vía inglesa, donde el ahorro producido en la propia industria era la base de la inversión, en el continente es mucho mayor la integración entre banca e industria. Ejemplos de bancos de inversión son el Crédit Mobilier francés (1852) de los hermanos Pereire, o el Diskontogesell­schaft alemán (1851), al que seguirán tres grandes bancos (Deutsche, Dresdner y Darmstädter), columna vertebral del sistema bancario alemán, volcado en aportar recursos a la industria pesada. Este modelo de asociación entre banca e industria a menor escala se dio también en la Europa mediterránea.

En tercer lugar, el papel del Estado es quizá la pauta más distintiva. Frente al protagonismo de la iniciativa privada británica, la transformación económica en el continente no será posible sin la participación activa de los gobiernos en la dotación de recursos, la captación de inversiones exteriores o el establecimiento de políticas proteccionistas. El ejemplo más evidente es la Rusia zarista, cuya industrialización fue “asunto de Estado”. Pero también influyeron los poderes públicos en la industria francesa, la belga y la alemana (ya en los diversos estados de la Confederación Germánica, sobre todo en Prusia, y luego, en el imperio alemán). En la Europa mediterránea (Italia, España, Portugal), la construcción de la red ferroviaria, así como la instalación de los principales núcleos de la industria pesada, fue obra asimismo de una conjunción de inversiones exteriores y apoyo del Estado que, entre otras cosas, servía de garante para los capitalistas extranjeros.

En cuarto lugar, y a pesar de la influencia del Estado, la industrialización europea, como la británica, es, sobre todo, un fenómeno regional, aspecto en el que ha insistido S. Pollard (La conquista pacífica). Los desequilibrios territoriales y las diferencias en el interior de los propios países, aunque existían previamente, son también consecuencia de la expansión del capitalismo, que genera regiones más adelantadas a costa de regiones atrasadas, que, por lo general, suministran materias primas y mano de obra a las zonas industrializadas. La región del bajo Rin, el norte francés, Cataluña, Italia del norte, Sajonia o Moravia son ejemplos de desarrollo industrial intenso y permanente, pues la geografía industrial europea actual no es muy diferente de la de hace un siglo. Por el contrario, el Mezzogiorno italiano, la Extremadura española o el Alentejo portugués son ejemplos del numeroso grupo de regiones cuyo atraso, acentuado en el siglo XX, se mantiene hasta hoy.

b. Adelantados y rezagados: Bélgica, Francia, Alemania.

Los ritmos de “emulación” del ejemplo británico no fueron uniformes en el tiempo. Algunos países, como Bélgica, Francia o Alemania (la llamada “Europa interior”), al poder hacer frente de forma más precoz al reto británico, son considerados como “los primeros en llegar” (first comers). Otros países, como Rusia, Austria-Hungría o Escandinavia, son los late comers, que sólo muy avanzado el siglo XIX se incorporan al proceso industrializador. A estos grupos se podría agregar un tercer bloque de países que forman la “periferia” de Europa, entre los que se hallan los Balcanes y el Mediterráneo, aunque regiones de Italia o España (norte de Italia, Cataluña, País Vasco) no respondan exactamente a esta tipología.

De los países adelantados, Bélgica, gracias a sus recursos energéticos y a su posición geográfica, en el centro de una gran región franco-alemana, logra una industrialización más rápida; a ello hay que añadir que se independizó de Ho­landa en 1830. En el ba­lance global de la industrialización belga se combinan su estrecha vin­culación con la economía francesa, que realizó grandes inversiones en el sector carbonífero (del que Francia era deficitaria), y el papel acti­vo que el gobierno desempeñó en apoyo a la industria y en la cons­trucción del ferrocarril.

La transformación de la industria en Francia es notable a partir de 1815, en especial en 1830-1850. Su nivel de crecimiento no fue muy distante del británico, aunque no logró alcanzarlo en todo el siglo XIX. Varias regiones destacan en su empuje industrializador: el norte fronterizo con Bélgica, la zona de Alsacia y Lorena, y la región de Lyon. Al mismo tiempo, extensas áreas del sur y del oeste mantuvieron sus estructuras tradicio­nales, lo que debilitó su industrialización. Sin embargo, la forta­leza mantenida por el pequeño campesinado propietario y la vigencia de una fuerte tradición artesana y de pequeña producción doméstica confirieron un perfil específico a la industrialización de Francia. Su peculiaridad reside en haber adaptado su desarrollo a un amplio mercado interior rural, aunque de bajo crecimiento por el maltusianismo demográfico del país, y en realizar grandes inversiones en la Europa mediterránea y oriental. El crecimiento de esta pe­riferia europea va unido a los abundantes capitales invertidos por la economía fran­cesa, en la construcción de vías de comunicación, la creación de sistemas bancarios o la explotación de recursos mineros. Baste pensar en las elevadas inversiones francesas en la Rusia zarista o en el papel desempeñado por sociedades como el citado Crédit Mo­bilier en la financiación de redes ferro­viarias de España e Italia.

El caso de Alemania es más singular, dadas sus dimensiones y su tar­día unificación política. Concentrado su poderío industrial en Prusia (hacia 1870, representaba el 70% de la mano de obra industrial), su crecimiento más espectacular tiene lugar en el últi­mo tercio del siglo. Su estructura industrial se basa en la industria pesada (hierro, acero) y la construcción de maqui­naria. Pero lo más decisivo fueron factores de carácter organizativo y político. En primer lugar, por la constitución de un gran mercado interior, logrado a través del Zollverein o unión aduanera interior (1834) y la adopción de una política proteccionista, que tiene en Friedrich List su principal teórico frente a las tesis librecambistas británicas procedentes de la tradición de Adam Smith. En segundo lu­gar, la expansión económica alemana se sustentó en una alianza entre la nobleza agraria, la burguesía industrial y la política militarista del II Imperio, fundado por Bismarck; la confluencia de los intereses agrarios del este (los junkers prusianos) con la burguesía industrial del hierro y del acero de la región de Renania, permitió un potente desarrollo de la agricultura y, al mismo tiempo, de la industria pesada. Y, en tercer lugar, el caso alemán se caracteriza por una gran concentración empresarial y financiera y por el potente de­sarrollo científico aplicado a la estructura productiva, visible sobre todo en la industria química. Otro fundamento del éxito alemán estuvo en el sistema educativo diseñado a principios de siglo por von Humboldt, que privilegiaba la enseñanza técnica secundaria y la conexión entre investigación universitaria y necesidades del sector productivo.

Hasta 1870 pocos países europeos conocieron una auténtica industrialización, salvo en ámbitos restringidos de dimen­sión regional. Es el caso de la Europa mediterránea, con la eclosión de experiencias industriales muy dinámicas, como las de Cataluña o el Piamonte, regiones técnicamente muy adelantadas a la altura de 1840-1850. En el Imperio austriaco, los territorios checos (Moravia y Bohemia) experimentaron un importante desarrollo industrial, al igual que Hungría con su potente industria harinera, pero debían convivir con regiones atrasadas como Galitzia y la Bukovina. Y lo mismo se puede afirmar de Escandinavia, donde Dinamarca y Suecia ejercerán un papel de países punteros a partir de 1870 gracias a su especialización agraria y en la explotación de recursos natura­les, como el hierro sueco.

En conjunto, el desarrollo económico de Europa en el siglo XIX muestra la existencia de unas tendencias constantes. Pero las diferencias no derivan de la ubicación espacial, sino de razones culturales y organizativas, que van desde la instrucción técnica o la libertad civil hasta la existencia de una cultura individualista que privilegia los cambios y las innovaciones. Este panorama de cultura y valores es el que explica el proceso de industrialización europeo.

B. La industrialización fuera de Europa: Estados Unidos y Japón.

Fuera de Europa, que tiene la primacía mundial en la transformación de su economía, tiene lugar un doble proceso. Por un lado, una progresiva “desindustrialización” de economías como las de India o China, base del éxito británico y del dominio europeo del mundo en la época del imperialismo; y, por otro, la emergencia de EEUU como potente economía industrial (sustituye a Gran Bretaña como líder industrial hacia 1900) y la “occidentalización” del Japón de la época Meiji, dos países que protagonizarán la historia del siglo XX.

La transformación de una sociedad colonial, de base agraria y comercial, en otra muy industrializada tiene lugar en Estados Unidos en el siglo XIX. Una interpretación clásica consideraba que había sido la Guerra Civil (1861-1865) la que transformó a EEUU en un país industrial. Pero la historia económica más reciente mantiene que su despegue industrial se produce ya antes de 1860, mediante la confluencia de una triple diver­sidad regional: el nordeste industrial, el sur esclavista y algodo­nero y el medio oeste, proveedor de recursos alimenticios. El fin de la Guerra Civil supuso, no obstante, un cambio de la diná­mica económica del país, no sólo por el parón sufrido por las plantaciones del sur, sino también por servir de gozne entre la industria de bienes de consumo, predomi­nante hasta entonces, y la de bienes de equipo. Las bases de la industria­lización de EEUU des­cansan sobre varios pilares.

Por una parte, sobre una potente agricultura, favorecida por la abundancia de tierra y la conquista del oeste, así como por una precoz mecanización, debida a la escasez de mano de obra. Los pioneros, que no eran campesinos, sino agricultores o ganaderos, organizaron sus granjas como empresas agrícolas, muy mecanizadas y de producción masiva. Hacia 1870 ya funcionaban 70.000 segadoras mecánicas y la superficie cultivada se había duplicado respecto a 1850. La producción agraria del medio oeste no sólo logró alimentar la población creciente de EEUU (receptora de una inmigración masiva), sino que invadió los mercados europeos a partir de 1880, provocando la crisis agraria finisecular.

En segundo lugar, en la formación de un inmenso mercado interior. Frente al modelo británico basado en la exportación de manufacturas, en EEUU el peso del comercio exterior fue muy escaso. Entre 1820-1900, el comercio exterior supone entre un 6 y un 9% del PNB del país, mientras que en Gran Bretaña esta proporción sube hasta un 24%. “Todas las clases sociales están bien vestidas”, se señala en un informe de 1850, lo que explica que existe ya un sólido mercado interior. Con la marcha hacia el oeste, la “fiebre del oro” de California y la conclusión de un tendido ferroviario de costa a costa (enlace de las vías de Union Pacific y Central Pacific en 1869), este mercado del nordeste se amplió al inmenso territorio de la Unión. A principios del siglo XX, la longitud de los ferroca­rriles de EEUU era de 385.000 kilómetros, superando con creces los existentes en toda Europa. La aparición de una sociedad de consumo masivo en el primer tercio del XX no se explicaría sin estos precedentes.

En tercer lugar, en la adopción de pautas de organización de la producción basadas en la aplicación sistemática de innovaciones tecnológicas (36.000 patentes registradas entre 1790 y 1860; 500.000 entre 1860 y 1890); la combinación del trabajo mecánico y el humano, con el resultado de poner en práctica el sistema de producción de piezas intercambiables, permitirá fenómenos posteriores como el “taylorismo” y la producción en cadena. Por último, en una fuerte concentración empresarial, especialmente intensa a partir de 1870, puesta de manifiesto en la creación de grandes trusts o “corporaciones” en sectores decisivos, como el hierro, el acero o el petróleo. Figuras como Andrew Carnegie, John P. Morgan o John D. Rockefeller simbolizan no sólo el mito del self-made man, sino también este proceso de integración (vertical u horizontal) de la estructura empresarial americana.

Esta organización de la producción se relaciona con un “rasgo estructural” de la economía de EEUU. Se trata de la escasez de mano de obra y, en consecuencia, de los altos salarios pagados a los trabajadores, lo que propició que los empresarios se esforzasen por sustituir el trabajo humano por capital, en forma de maquinaria y de mejor organización de la producción. La difusión del “fordismo” encaja perfectamente con este rasgo del capitalismo.

El caso de Japón es muy distinto, pero altamente ilustrativo de la capacidad de una sociedad para incorporarse a la modernidad de forma rápida, aunque sea llegando tarde. La civilización japonesa había permanecido durante siglos cerrada sobre sí misma; aunque por razones culturales y religiosas (vigencia del confucianismo chino con adaptaciones insulares), estaba en mejor situación que China para poder afrontar una mutación de sus estructuras feudales, sobre todo porque estaba mejor dispuesta para acoger o imitar las ideas procedentes del exterior. Desde mediados de siglo, varios actos de presión de las potencias occidentales (apertura en 1853 de varios puertos y firma de “tratados desiguales”) aceleraron el final de la era “feudal” de los Tokugawa. El emperador Mitsu Hito acaba con el shogunato en 1867-1868 y comienza una nueva etapa histórica, que se conoce como era Meiji (“de las luces”). El hecho es definido por los occidentales como una “revolución”, mientras que para los japoneses fue una “restauración”, una vuelta a la normalidad. Diversidad en la terminología que pone en cuestión la importancia de Occidente en el comienzo de la era Meiji.

A partir de 1868 y hasta principios del siglo XX Japón se industrializa, combinando la permanencia de buena parte de sus tradiciones con la incorporación de influencias y tecnología occidental, transferida mediante la formación técnica en universidades extranjeras y una probada capacidad de los japoneses para la imitación. Los fundamentos del despegue industrial japonés descansan en gran medida en el apoyo que el Estado presta a las iniciativas industriales, en la sobreexplotación del campesinado por vía fiscal (medida necesaria para financiar las inversiones estatales en el sector industrial) y en la constitución de importantes grupos industriales (zaibatsus), que ejercen el liderazgo sobre varios sectores de la economía. El desarrollo de la industria de bienes de consumo (textil) se basa en su capacidad de exportación, mientras que el naci­miento de la industria pesada se vincula a las necesidades de ex­pansión militar, puestas ya de manifiesto antes del final del XIX en la guerra con China.

Las razones de este rápido éxito son variadas. En primer lugar, la disciplina laboral y la capaci­dad de sacrificio de los japoneses, que soportaron unos costes so­ciales superiores a los occidentales. En segundo lugar, razones de tipo religioso y cultural. Para M. Morishima, el triunfo del capitalismo japonés se explicaría en términos casi weberianos, aplicados al mundo oriental. El confucianismo habría aportado valores y comportamientos sociales que influyeron decisivamente en el desarrollo del capitalismo: jerarquía familiar y social, lealtad a la comu-nidad y, sobre todo, al Estado. Por ello no fue extraño que “el capi­talismo japonés comenzase como un capitalismo de Estado, una eco­nomía guiada y propulsada por burócratas”.

Así pues, en el caso japonés fueron quizás los valores comunitarios los que se reforzaron con la expansión de la época Meiji. A todo ello habría que añadir otros factores no menos relevantes. El primero, el propio factor nacionalista, que logró una adhesión incondicional de la población a los proyectos reformistas de los gobiernos. Como señala D. Landes, los jóvenes japo­neses que salían a estudiar al extranjero -al contrario de muchos otros casos occidentales- siempre retornaban a su patria. Y, finalmente, tam­poco fue una desventaja haber llegado tarde al proceso industrializa­dor, habiendo preservado el mercado interior de las influencias occi­dentales, lo que permitió a Japón fundir aspectos de la primera y de la segunda revolución industrial, como pone de relieve el uso rápido y masivo que hizo de la electricidad.

2. De la depresión al dinamismo económico.

A. La “gran depresión” de 1873-1896 y sus consecuencias.

a. Rasgos principales: la caída de precios y de beneficios.

Entre 1873 y 1896 se produjo en las economías “desarrolladas” una notable caída de los precios y de los beneficios, tanto en la industria como, sobre todo, en la agricultura. La producción mundial, no obstante, siguió creciendo. Entre 1870 y 1890 la producción de hierro en los cinco países más importantes se duplicó (de 11 a 23 millones de Tm.), y la de acero, un buen indicador de industria­lización, se multiplicó por 22 (de 0'5 a 11 millones). El comercio internacional también creció, aunque a un ritmo menor que antes. Las economías de EEUU y Alemania avanzaron a pasos agigantad­os y la revolución industrial se extendió a países como Suecia y Rusia. En ultramar, países como Argentina o Brasil, recién integrados en la economía mundial, se desarrollaron a un ritmo sin precedentes. ¿Puede, entonces, calificarse de “gran depresión” a ese período de espectacular incremento productivo?. Sin duda sí, en cuanto que lo que estaba en juego no era tanto la producción como la rentabili­dad.

La agricultura, el sector, sin duda, más deprimido de la economía, fue la víctima más espectacular de esa caída de beneficios. Sus descontentos tuvieron consecuencias sociales y políticas más inmediatas y de mayor alcance. La producción agrícola, que había aumentado mucho en las décadas anteriores, inundaba los mercados mundiales, gracias al desarrollo y abaratamiento de los transportes. Los precios de los productos agrícolas se hundieron con consecuencias dramáticas tanto en Europa como en los países de ultramar. Fue la crisis agraria finisecular, consistente en la llegada a los mercados europeos de ingentes cantidades de productos alimenticios (trigo y carne, especialmente), procedentes de los países de la “nueva Europa”: EEUU, Canadá, Argentina y Australia. En 1894, por ejemplo, el precio del trigo era poco más de un tercio del de 1867. En algunas zonas, la situación empeoró al coincidir con plagas: la filoxera, por ejemplo, redujo en dos tercios la producción de vino en Francia entre 1875 y 1889. Las décadas de la “gran depresión” no fueron una buena época para los agricultores en ningún país integrado en el mercado mundial.

La reacción de los agricultores ante esa caída varió, desde la agitación electoral (como el populismo que sacudió EEUU en la década de 1890) hasta la rebelión (en países como Irlanda, España, Italia o Rumania), por no mencionar la muerte por hambre (como ocurrió en Rusia en 1892). Pero las respuestas más habituales fueron la emigración masiva­ de quienes carecían de tierras o tenían tierras pobres (Italia, España, Austria-Hungría, los Balcanes, Rusia), y el cooperativismo, protagonizado, sobre todo, por los campesinos con explotaciones potencialmente viables (Alemania, Dinamarca, Francia, EEUU, Nueva Zelanda).­ Una consecuencia de esta crisis fue la incorporación de la agricultura europea a los métodos de innovación técnica que antes había seguido el sector industrial.

La fuerte caída de los precios (o deflación) entre 1873 y 1896 (un 40% en el Reino Unido, por ejemplo) provocó serios problemas también en el mundo de los negocios, al reducirse la tasa de los beneficios. Una gran expansión del mercado podría compensar con creces ese hecho, pero lo cierto era que en ese período el mercado no creció tan rápidamente como la producción. Ésta se incrementó gracias a la nueva tecnología industrial y al mayor número de países industriales con lo que aumen­tó también la competencia, mientras que el desarrollo de un gran mercado de bienes de consumo era todavía muy lento. Incluso para los productos básicos, esta combinación de una mayor y mejor capacidad productiva y un crecimiento insuficiente de la demanda podía resultar determinante: el precio del hierro, por ejemplo, cayó un 50% entre 1871-1875 y 1894-1898.

Otra dificultad fue que a corto plazo los costes de producción eran más estables que los precios: los salarios no siempre podían reducirse proporcionalmente, mientras que las empresas tenían que soportar la carga de máquinas y plantas industriales obsoletas, o bien nuevas y costosas que, al bajar los beneficios, se tardaba más de lo esperado en amortizar.

b. Consecuencias y reacciones.

La respuesta política a la crisis fue el proteccionismo. Frente a estos problemas, los gobiernos, haciendo caso a grupos de presión importantes y a los numerosos votantes posibles, adoptaron medidas para proteger al productor nacional frente a la competencia de los productos extranjeros. La depresión puso fin al liberalismo económico, al menos en los bienes de consumo. Las tarifas proteccio­nistas, que empezaron a aplicarse en Alemania e Italia (productos textiles) a finales de la década de 1870, se fueron generalizando, culminando con las tarifas penalizadoras de Méline en Francia (1892) y McKinley en EEUU (1890).

De los grandes países industriales, sólo el Reino Unido defendía la total libertad de comercio. Las razones eran evidentes: era, con mucho, el exportador más importante de productos industriales, así como de capital, servicios “invisibles” financieros, comerciales y de transporte (fletes). Además, era el mayor importador de productos primarios (carne, lana, algodón...) y dominaba el comercio mundial de la caña de azúcar, el té y el trigo. La libertad de comercio permitía que los productores de materias primas de ultramar intercambiaran sus productos por los manufacturados británicos, reforzando así la simbiosis entre el Reino Unido y el mundo subdesarrollado, sobre la que se apoyaba la economía británica.

La industrialización y la depresión hicieron de las economías “nacionales” del Reino Unido, Alemania, EEUU, etc., economías rivales: los beneficios de una parecían amenazar la posición de las otras. El proteccionismo reflejaba una competitivi­dad internacional. No obstante, en 1880-1914 el proteccionismo se limitó a los bienes de consumo, sin afectar al movimiento de mano de obra ni al de capital­. En general, el proteccionismo agrario funcionó en Francia, fracasó en Italia y benefició a los grandes propietarios en Alemania. Y el proteccionismo industrial contribuyó a ampliar la base industrial del planeta, impulsando a las industrias nacionales a abastecer sus propios mercados interiores, que crecían a ritmo vertiginoso. Se ha calculado que entre 1880 y 1914 el aumento de la producción y el comercio fue mucho mayor que en los años anteriores en que estuvo vigente el librecambio.

El proteccionismo fue la reacción política instintiva del productor preocupado por la depresión. Pero la respuesta más significativa del capitalismo fue la concentración económica y la racionalización empresarial o, según la terminología de EEUU, los trusts y la “gestión científica”, que analizaremos un poco más adelante. Eran un intento de ampliar los márgenes de beneficio, puestos en peligro por la competencia y la caída de los precios.

Otra vía para solucionar los problemas del capitalismo fue el imperialismo. La relación entre ambos fenómenos, muy debatida por los historiadores, parece ser mucho más compleja que la de simple causa-efecto. De todos modos, es innegable que la presión del capital por conseguir inversiones más productivas, o la de la producción en busca de nuevos mercados, contribuyó a impulsar políticas de expansión, incluida la conquista colonial.

B. El dinamismo de la economía de la belle époque (1896-1914).

Desde 1896 hasta la 10 G.M., se abre un período de prosperidad que constituyó el trasfondo de lo que se conoce en Europa como la belle époque. El paso de la preocupación a la euforia fue rápido y sorprendente. Algunos vieron en este cambio el comienzo de un nuevo período de extraordinario progreso capitalista. Por su parte, quienes habían hecho lúgubres previsiones incluso sobre el colapso inmediato del capitalismo, se habían equivocado: entre los marxistas se suscitaron apasionadas discusiones sobre lo que eso implicaba para el futuro y sobre si las doctrinas de Marx tendrían que ser “revisadas” (el revisionismo) o no.

Los historiadores de la economía centran su atención en el problema de las fluctuaciones a medio plazo, las llamadas “ondas largas” de Kondratiev (economista ruso), cuyas fases descendente (1873-1896) y ascendente (1896-1914) dividen en dos este período. Pero sobre la explicación de estas ondas (esa alternancia de fases de dificultad y de confianza económica) ninguna teoría tiene una aceptación general, por lo que no sirven de gran ayuda. En todo caso, no hay duda de que el brusco paso de una fuerte caída de los precios a un notable aumento de los mismos supuso una presión sobre los costes de producción en la industria y, por tanto, sobre su tasa de beneficio. Pero la economía funcionaba de tal forma que esa presión se podía trasladar a los trabajadores: el incremento de los salarios reales, propio de la gran depresión, disminuyó notablemente. En el Reino Unido y Francia hubo un claro descenso de los salarios reales entre 1889 y 1913, lo que explica en parte el aumento de la tensión social y de los estallidos de violencia en los últimos años previos a 1914.

Sea cual sea su causa, la clave del dinamismo de la economía mundial en la belle époque hay que buscarla en su núcleo central: los países industriales o en proceso de industriali­zación, distribuidos en la zona templada del hemisferio norte, que actuaban como locomotoras del crecimiento, tanto en su condición de productores como de consumidores.

Estos países tenían ahora una capacidad productiva enorme y en rápido crecimiento. Incluían no sólo las zonas ya industrializadas, que gozaban ahora de una impresionante tasa de expansión (Reino Unido, Alemania, EEUU, Francia, Bélgica, Suiza y las tierras checas), sino también nuevas regiones en proceso de industriali­zación: Escandina­via, Países Bajos, norte de Italia, Hungría, Rusia e incluso Japón. Tenían igualmente una creciente capacidad de compra de productos y servicios del mundo entero, y, por tanto, dependían cada vez menos de las economías rurales tradiciona­les. El porcentaje de europeos de la zona “desarrollada” y de norteamericanos que vivían en ciudades de más de 5.000 habitantes llegó al 41% en 1910 (en 1850 no llegaba al 20%­) y algo más de la mitad de esa población vivía en ciudades de más de 100.000 habitantes, es decir, eran unas grandes masas de consumidores.

Gracias a la caída de los precios durante la “gran depresión”, esos consumidores disponían de más dinero que antes, aun considerando el descenso de los salarios reales a partir de 1900. Los hombres de negocios captaron la importancia de ese hecho. Si algunos filósofos (como Ortega) temían la aparición de las masas, los vendedores la acogieron positivamente. La industria de la publicidad, que se desarrolló con fuerza en ese período, se volcó hacia ellas. La venta a plazos, surgida entonces, pretendía lograr que gente con pocos recursos pudiera comprar objetos caros. La industria del cine creció desde cero en 1895 hasta realizar auténticas exhibiciones de riqueza en 1915, con unos productos mucho más caros de fabricar que las óperas de los príncipes, pero basándose en un público que pagaba sólo cinco centavos.

Un dato ilustra la importancia de la zona “desarrollada” del mundo en esos años. A pesar del notable crecimiento de algunas regiones nuevas de ultramar, a pesar de la sangría que supuso una emigración masiva sin precedentes, el porcentaje de europeos sobre la población mundial aumentó en el siglo XIX y su tasa de crecimiento se aceleró desde el 7% anual en 1800-1850 y el 8% en 1850-1900 hasta el 13% en 1900-1913. Si a Europa añadimos EEUU y algunos países de ultramar en rápido desarrollo, tenemos un mundo “desarrollado” que ocupaba el 15% de la superficie del planeta, con alrededor del 40% de sus habitantes.

Estos países constituían el núcleo central de la economía mundial, copando el 80% del mercado internacional. Más aún, determinaron el desarrollo de los demás países, que crecieron gracias a que abastecían ese núcleo central. Algunas de esas economías satélites lograron mejores resultados que otras, pero cuanto mejores eran esos resultados, mayores eran los beneficios para los países del núcleo central, que podían así exportar más productos y más capitales. La marina mercante mundial, cuyo crecimiento indicaba aproximadamente la expansión de la economía global, mantuvo un tonelaje más o menos invariable entre 1860 y 1890 (entre 16 y 20 millones), pero entre 1890 y 1914 éste casi se duplicó.

3. La economía mundial del gran capitalismo.

La economía de la época del imperialismo tenía una base geográfica mucho más amplia que antes. El sector industrial se extendió: en Europa mediante la revolución industrial de Rusia y otros países como Suecia y Holanda, apenas afectados hasta entonces por ese proceso, y fuera de Europa por los avances de EEUU y Japón. El mercado internacional de materias primas se amplió extraordinariamente (entre 1880 y 1913 se triplicó), lo cual implicó también el desarrollo de las zonas productoras y su integración en el mercado mundial. Canadá y Argentina se convirtieron en grandes producto­res y exportadores de trigo a partir de 1900. La economía mundial permitía cosas tales como que Bakú y la cuenca del Donetz (Rusia) se integraran en la geografía industrial, que Europa exportara productos y mujeres a ciudades de nueva creación como Johannes­burgo y Buenos Aires y que se erigieran teatros de ópera en ciudades surgidas gracias al auge del caucho, como Manaus, 1.500 kilómetros río arriba en el Amazonas (véase el film Fitzcarraldo de W. Herzog).

La economía mundial se hizo, además, mucho más plural. Gran Bretaña ya no era la única economía industrial. Gran Bretaña, Alemania y Francia reunían en 1913 más del 70% de las manufacturas europeas y producían más del 80% del carbón, el acero y la maquinaria europeos, habiéndose incrementado su producción industrial un 50% en las dos décadas anteriores. Pero, mientras Alemania e Inglaterra crecieron a una tasa anual del 2,2% entre 1870 y 1913, y Francia al 1,6%, EEUU lo hizo al 4,3%, superando en 1913 a Europa en la mecanización de la agricultura, en las manufacturas y en la producción de carbón y de acero, iniciando además la producción en serie de automóviles y de artículos de consumo gracias a las cadenas de montaje. Por ello, esta época se caracterizó por una creciente rivalidad entre los países desarrollados. Las relaciones entre el mundo desarrollado y el “subdesarrolla­do” eran también más variadas y complejas que en 1860, cuando la mitad de todas las exportaciones de África, Asia y Latinoamé­rica iban a un solo país, Gran Bretaña. En 1900 ese porcentaje había disminuido hasta el 25% y las exportaciones del tercer mundo a otros países de la Europa occidental lo superaban con el 31%. La era del imperio había dejado de ser monocéntrica.

Ese pluralismo creciente de la economía mundial quedó enmascarado hasta cierto punto porque se mantuvo, e incluso se aumentó, la dependencia de los servicios financieros, comerciales y navieros respecto al Reino Unido. En el mercado internacional de capitales, este país mantenía un dominio abrumador: en 1914, el Reino Unido acumulaba el 44% de las inversiones mundiales en ultramar. Ese mismo año la flota británica de barcos de vapor era un 12% más numerosa que la de todos los países europeos juntos.

A. Librecambismo y estabilidad monetaria.

a. Comercio internacional y exportación de capitales.

A comienzos del siglo XX la Europa “desarrollada” importaba más que exportaba, con un déficit de casi 2.000 millones € anuales: principalmente materias primas para sus industrias y alimentos para su población. Pero, si la balanza comercial era desfavorable, la balanza de pagos era favorable. La exportación de manufacturas financiaba algunas importaciones, no todas. La diferencia se compensaba con las exportaciones “invisibles”: los servicios de fletes y de seguros prestados a los extranjeros y el interés del dinero prestado o invertido. La numerosa marina mercante británica, gracias a los fletes que pagaban los comerciantes extranjeros por utilizarla, servía para comprar gran parte de los alimentos y materias primas que el Reino Unido necesitaba. Para asegurarse contra diversos riesgos, todo el mundo acudía a la Lloyds de Londres: con los beneficios obtenidos de la venta de los seguros, los británicos podían comprar lo que quisieran. Los gobiernos o las empresas pedían préstamos en Europa; el pago de intereses, al poner las monedas extranjeras en manos europeas y británicas, constituían otra exportación invisible con la que podía financiarse un déficit comercial.

El préstamo de dinero a extranjeros era sólo una parte de un fenómeno más amplio, la exportación de capital. La exportación de capital significaba que un país rico, en lugar de utilizar todos sus ingresos anuales para incrementar su consumo directo o aumentar sus rentas invirtiendo en empresas del propio país o en sistemas de deuda pública, dedicaba parte de los mismos a invertir en otros países. Los inversores británicos, franceses, belgas, belgas, suizos y alemanes, en su deseo de incrementar sus ingresos, compraban las acciones de empresas extranjeras y los bonos de empresas y gobiernos extranjeros. El capital llegó a alcanzar en Europa una cierta magnitud a partir del ahorro de gentes muy sencillas (especialmente en Francia, donde las familias campesinas y burguesas modestas eran bastante prósperas) y, sobre todo, de las gentes acomodadas. Las empresas, por ejemplo, en lugar de emplear sus beneficios en pagar salarios más altos, repartían una parte en concepto de dividendos y otra parte en acciones de empresas nacionales o extranjeras. La diferencia entre ricos y pobres impulsaba la rápida acumulación de capital, aunque ésta, a su vez, producía una cierta subida del nivel de vida de los trabajadores. En cierto sentido, éstos, al ser privados de una mejor calidad en la vivienda, la alimentación, la enseñanza o las diversiones, hicieron posible la exportación de capital y, en consecuencia, el desarrollo de otras regiones del mundo.

Los británicos eran los principales exportadores de capital: en 1914 tenían un 25% de su riqueza nacional en inversiones extranjeras, mientras los franceses tenían casi un 17%. En la 1ª G.M. los británicos perderían casi l/4 de sus inversiones extranjeras, los franceses casi l/3 y los alemanes todo. Estas enormes sumas se destinaron, sobre todo, a financiar las Américas y la Europa exterior. Ferrocarriles, fundamentalmente, pero también muelles, almacenes, minas, plantaciones, fábricas, se construyeron por todo el mundo con capitales europeos.

b. Patrón-oro y sistema financiero internacional.

La economía internacional descansaba en un sistema monetario basado en la casi universal aceptación del patrón-oro. Gran Bretaña lo había adoptado en 1816 y Europa occidental y EEUU lo adoptaron en la década de 1870. Una persona que tuviese alguna moneda “civilizada” (libras, francos, dólares, marcos, etc.) podía, si quería, cambiarla en oro y viceversa. Hasta 1914 los tipos de cambio entre las monedas permanecieron muy estables. Se suponía que ninguna moneda “civilizada” podría fallar nunca. Las monedas importantes eran libremente intercambiables. El comercio era multilateral. Un país que necesitase importaciones de otro no tenía que vender a ese país para obtenerlas, podía vender sus propios artículos en cualquier otro país y luego importar según sus necesidades. La adopción del patrón-oro y el hecho de que todos los países importantes poseyesen una reserva de oro suficiente, contribuyó, sin duda, a hacer posible un intercambio comercial tan fluido.

El centro del sistema económico y financiero mundial era la City londinense. Mucha gente, tanto británica como extranjera, guardaba sus fondos en libras esterlinas depositadas en Londres, donde se acumulaba el capital disponible. Londres se convirtió en el vértice de una pirámide con base mundial. Era el principal centro de intercambio de monedas, el banco de liquidación de las deudas del mundo, el depositario del que todo el mundo tomaba dinero a préstamo, el banco del banquero, el recurso del asegurador que se reasegura, así como el centro de fletes del mundo y la sede central de muchas sociedades internacionales.

La Europa desarrollada era el taller del mundo y las demás regiones satisfacían sus muchas necesidades. Se había creado un verdadero mercado mundial. Artículos, servicios, capitales y personas atravesaban las fronteras nacionales. Se compraban y vendían mercancías a precios mundiales uniformes. Los comerciantes de trigo, por ejemplo, conocían los precios en Minneapolis, Liverpool, Buenos Aires y Dantzig (Gdansk) por la información telegráfica diaria. Compraban donde era más barato y vendían donde era más caro.

El mercado mundial, a la vez que organizaba el mundo en un sistema económico único, establecía, por primera vez, la competencia entre regiones distantes. El productor -ya fuese hombre de negocios, fabricante, granjero o plantador de café- no tenía una salida segura para su producto, sino que estaba en competencia, no sólo con el vecino, sino con el mundo entero. El sistema era extremadamente precario y la situación de la mayoría de la gente era muy vulnerable. Una caída en el precio del cereal en el Medio Oeste, además de arruinar a unos pocos especuladores, podía obligar al productor prusiano o argentino de trigo a vender a un precio que no le permitía vivir. Un fabricante podía arruinarse si su competidor lograba vender a precios más bajos que él o si una nueva mercancía dejaba anticuado su producto. El trabajador, contratado sólo cuando el empresario le necesitaba, se veía en el paro tan pronto como el trabajo decaía o se encontraba con la definitiva desaparición de su oficio a causa de un invento que ahorraba fuerza de trabajo. El sistema se apoyaba en la expansión y el crédito, pero a veces la gente no podía pagar sus deudas y el crédito se derrumbaba, y otras veces la expansión no llegaba a lo esperado y los beneficios previstos acababan siendo pérdidas.

B. La segunda revolución industrial.

Tras la “gran depresión”, los años anteriores a 1914 son una época de optimismo económico, la belle époque. A pesar del auge del proteccionismo, se produce una mayor integración de las economías nacionales, formándose por primera vez un mercado mundial de mercancías y fuerza de trabajo; el dominio europeo del mundo se manifiesta en la formación de extensos dominios coloniales. Al propio tiempo, tiene lugar el inicio de una “segunda” revolución industrial, que consiste en un complejo proceso de transición hacia nuevas innovaciones tecnológicas y nuevas formas organizativas, como la concentración empresarial y la gestión “científica” de la empresa.

a. Revolución tecnológica: nuevos sectores y fuentes de energía.

El producto que mejor simboliza los adelantos tecnológicos del último tercio del XIX es el acero, que progresivamente sustituye al hierro, en el transporte (barcos acorazados, ferrocarril), la construcción, la maquinaria e incluso los bienes de consumo. Su expansión es enorme: de 400.000 toneladas producidas en 1870 en Inglaterra, Francia, Alemania y Bélgica se llega a 32 millones en 1913. La evolución es casi idéntica en EEUU.

Una de las razones que posibilita este rápido incremento en la producción de acero son las innovaciones técnicas aplicadas a su proceso de producción. El problema del acero era cómo conseguir una producción masiva y barata, algo imposible con el sistema tradicional del crisol y con el refino mediante el pudelaje. El convertidor inventado por Bessemer (1860) permitió dar un salto adelante en la producción de acero y eliminar muchas de las impurezas del hierro (excepto el fósforo); aunque este procedimiento permitió producir acero barato, se precisaban unas materias primas bajas en contenido fosfórico, que sólo existían en Vizcaya (Europa) y Pittsburgh (EEUU). Nuevas invenciones, debidas a Siemens-Martin y Thomas, permitieron aprovechar mejor los residuos fosfóricos y producir un acero básico, que a partir de 1890 es ya el predominan­te en el continente, aunque en Inglaterra, gracias a su importación masiva de hierro vasco, se mantendrá la producción de acero “Bessemer” hasta la 1ª G.M. Esta eclosión del acero propició a la vez una enorme expansión de la industria siderúrgica, que consolidó su posición en regiones ya industrializadas, como la Renania alemana, donde se desarrolló la industria pesada en empresas como las de Krupp o Thyssen, así como la metalurgia con nuevos materiales como el aluminio y otras aleaciones metálicas.

La industria química será otro de los sectores que lideran las transformaciones de la economía mundial hasta la 1ª G.M. Su importancia estriba en su carácter multifacético, dado que influye sobre ramas muy diversas de la producción (metalurgia, papel, cemento, caucho, cerámica, vidrio...) y, combinada con las nuevas fuentes de energía, como la electricidad o el petróleo, permite el desarrollo de actividades como la petroquímica o la electrólisis.

El desarrollo de la química está vinculado, como otros sectores, al avance científico y tecnológico producido durante la segunda mitad del siglo XIX, unido a los nombres de Liebig (química agrícola), Solvay (producción de ácido sulfúrico), Goodyear (vulcanización del caucho) o Nobel (dinamita). En la obtención de productos inorgánicos, como la sosa, el gran avance es el método Solvay, que se impone hacia 1900 en el continente (90% de la producción alemana), sustituyendo al viejo método Leblanc, costoso y que genera elevados residuos tóxicos. Por otra parte, desde 1869 químicos alemanes patentaron el proceso para conseguir colorantes artificiales y tintes sintéticos, lo que propició un extraordinario desarrollo de productos químicos derivados y la constitución en Alemania de fuertes empresas que acabaron por controlar el mercado mundial de la química (BASF, Hoescht, AGFA...). Los laboratorios de investigación sustituían al inventor individual: del alquitrán de hulla, por ejemplo, se obtenía nuevos productos, desde sabores artificiales hasta altos explosivos. Con éstos se construyeron los primeros grandes túneles: el Mont Cenis (1873) y el Simplón (1906), en los Alpes, y nuevos grandes canales: Suez (1869), Kiel (1895) y Panamá (1914), que acercaban mucho más a las diferentes partes del mundo. La química hizo posible la producción de tejidos sintéticos como el rayón, que revolucionó la industria textil.

La necesidad de obtener calor, luz y fuerza condujo en la primera industrialización al uso del carbón mineral como combustible para la máquina de vapor y la calefacción. La segunda fase va acompañada de una transición hacia otras fuentes energéticas que serán las protagonistas durante el siglo XX: la electricidad y el petróleo, complemento del motor de combustión interna y que aún hoy son hegemónicas frente a otras alternativas (nuclear, eólica, solar, gas natural). El carbón no desapareció de repente, pero la mecanización de los procesos industriales en el siglo XX es inseparable de los motores eléctricos, así como la automoción lo es del petróleo. La máquina de vapor se perfeccionó y en 1914 aún predominaba sobre las máquinas con cualquier otra energía (en 1931 representaba aún el 66% de 1a producción energética mundial), pero empezó a. usarse la electricidad con sus incomparables ventajas, dada su facilidad de transporte y su flexibilidad de aplicación según las necesidades de cada actividad. Esto permite mo­dificar la localización de los centros fabriles y hacer casi ubicua la energía. La producción eléctrica comenzó para satisfacer la necesidad de alumbrado urbano y doméstico, pero pronto se destinó a otros fines, como el transporte y, en general, a la industria en donde su apli­cación consumó plenamente la revolución industrial, dado que con la electricidad ninguna actividad productiva quedaba fuera de la mecanización. La máquina de vapor fue sustituida rápidamente por el motor eléctrico, que hacia 1929 ya suponía el 82% de la potencia mecánica total de EEUU. El petróleo, conocido como energía para usos domésticos, alcanzará su protagonismo en el siglo XX gracias a la expansión de la industria del automóvil. La invención del motor de combustión interna (a gasolina) y del motor diesel dio al mundo automóviles, aviones y submarinos en las dos décadas anteriores a 1914; el petróleo se convirtió en uno de los recursos naturales más codiciados.

Fue entonces cuando se incorporaron a la vida cotidiana el teléfono (inventado en la década de 1870) y el telégrafo sin hilos (Marconi logró transmitir señales inalámbricas a través del Atlántico en 1901), el fonógrafo y el cine, el automóvil y el aeroplano, y cuando se aplicaron a la vida doméstica la ciencia y la tecnología con artículos como la aspiradora (1908) o la aspirina (1899), sin olvidar la modesta bicicleta. La medicina creó toda una gama de productos, desde los anestésicos hasta los rayos X; la fiebre amarilla fue vencida. Ford comenzó a fabricar su modelo T en 1907, pero entre 1870 y 1914 la red ferroviaria europea, incluida la rusa, casi se cuadruplicó y lo mismo ocurrió con la de EEUU, y las nuevas locomotoras de vapor y diesel lograban velocidades de más de 100 kilómetros por hora.

b. La “gestión científica” de la empresa.

La economía capitalista de fines del siglo XIX desarrolla unas formas organizativas muy diferentes de las de la primera fase de la industrialización, en donde la empresa familiar de responsabilidad ilimitada era predominante y el trabajo tenía componentes más racionales que mecánicos, en tanto que el producto manufacturado era una prolongación de la personalidad del trabajador. En esos años y fruto, como ya señalamos, de la “gran depresión”, surgen los fundamentos de una nueva organización del capital y del trabajo, la llamada “gestión científica”, que, como ya señalamos, fue fruto de la “gran depresión”.

La organización del trabajo se somete a lo que J. Mokyr (La palanca de la riqueza) llama la “ingeniería de la producción”, pues constituye una auténtica innovación tecnológica, que deriva del sistema norteamericano de producir bienes complejos a partir de componentes individuales. Esto exige una gran perfección de las máquinas-herramienta, una división del trabajo muy rigurosa y la disponibilidad de instrumentos de precisión. Todo ello desembocó en la posibilidad de imponer la denominada “taylorización” o “gestión científica” de la empresa consistente en la aplicación de procedimientos mecánicos (descomposición de tareas a realizar, aislamiento del trabajador, salario proporcional al trabajo) a los procesos de fabricación, de modo que el hábito acabase por suplantar a la razón. De este modo el trabajador quedaba marginado de una visión global del producto que estaba fabricando.

Su impulsor, F. W. Taylor (The Principles of Scientific Management, 1911), comenzó a desarrollar sus ideas en 1880 en la industria del acero de EEUU. La presión sobre los beneficios, así como el creciente tamaño y complejidad de las empresas, sugirió la necesidad de buscar una forma más “científica” de organizar las grandes empresas para maximizar los beneficios. La tarea que más ocupó los esfuerzos del taylorismo (y con la que se identificaría popularmente la “gestión científica”) fue la de obtener un mayor rendimiento de los obreros. Ese objetivo se pretendía lograr ­mediante: 1) aislar a cada trabajador del resto y pasar el control del proceso productivo a los capataces­, que decían al obrero qué tenía que hacer exactamente y cuánto debía producir a la luz de 2) una descomposi­ción sistemática de cada proceso en sus componentes parciales cronometrados y 3) unos sistemas salariales (en función de resultados) que incentivaran al obrero para producir más. Excepto esos sistemas de pago, en la práctica el taylorismo apenas se extendió antes de 1914 en Europa y en EEUU.

Esta práctica se complementó con el desarrollo de la cadena de montaje, de la que la planta de automóviles de Henry Ford es el mejor ejemplo. Su innovación no sólo revolucionó esta industria, sino que abrió el camino para nuevas prácticas comerciales, como la venta a crédito y la publicidad y, por tanto, para la producción a gran escala. La combinación de métodos de trabajo y resultados productivos desemboca en un modelo “fordista” de organización, que caracteriza gran parte de la producción capitalista durante el siglo XX. El fordismo implica concentración fabril, gestión científica del trabajo, producción masiva y sociedad de consumo. Tras la 10 G.M. el nombre de Taylor y el de Ford se identificaría con el uso racional de la maquinaria y la mano de obra para maximizar la producción.

Así pues, entre 1880 y 1914 la estructura de las grandes empresas, desde el taller hasta las oficinas y la contabilidad, sufrió una transformación sustancial. La “mano visible” de la moderna organización sustituyó a la “mano invisible” del mercado de Adam Smith. Los ejecutivos, ingenieros y contables comenzaron, así, a desempeñar tareas que hasta entonces hacían los propietarios-gerentes. El hombre de negocios, al menos en las grandes empresas, no solía ser ya un miembro de la familia fundadora sino un ejecutivo asalaria­do, y su jefe era más a menudo un­ banquero o un accionista que un propietario-gerente.

c. La concentración empresarial.

La organización del capital y de la empresa también experimenta importantes modificaciones al generalizarse la concentración financiera y las prácticas monopolistas de control del mercado, consecuencia igualmente de la “gran depresión”. Esto supuso un crecimiento en escala que obligó a distinguir entre empresa y “gran empresa”, así como el retroceso del mercado de libre competencia y todos los demás fenómenos que, hacia 1900, llevaron a los observadores a buscar etiquetas (capitalismo “monopolista”, “corporativo”, etc.) que permitieran definir lo que parecía una nueva fase de desarrollo económico.

El atractivo de la sociedad de “responsabilidad limitada” como forma de organización empresarial y modo de estimular la inversión había surgido de unas leyes, establecidas en la mayoría de los países en el siglo XIX, que limitaban la pérdida personal del inversor individual, en caso de quiebra, al volumen de sus acciones en la empresa. Esta sociedad anónima por acciones, que apareció con los ferrocarriles, se convirtió en la forma usual de organización para las empresas. Conforme la tecnología se hacía cada vez más compleja, sólo un gran inversión de capital podía financiarla. Y como las empresas aumentaban en volumen y número, mediante la venta de acciones y la emisión de bonos, la influencia de los bancos se acrecentó. Los financieros, utilizando los ahorros de muchas personas, tenían un nuevo poder de crear o de extinguir, de estimular, desalentar o fusionar empresas en diversas industrias. El capitalismo industrial trajo consigo el capitalismo financiero.

La creación de sociedades anónimas posibilitó la dirección unificada de los procesos económicos. En la industria, el acero ofrece un buen ejemplo. Para las empresas siderúrgicas no ofrecía suficiente seguridad tener que contar con empresas extractoras de hierro y carbón independientes que podían venderlos a quien quisiesen. Así, las empresas del acero comenzaron a explotar minas propias, comprar la parte de un socio o, si no, reducir las minas de carbón y de hierro a una situación subsidiaria. Algunas, para asegurar sus mercados, comenzaron a producir también manufacturas de acero (barcos, equipo ferroviario, armamento). Así, procesos enteros, desde la minería hasta el producto acabado, se concentraron en una integración “vertical”.

Mediante la integración “horizontal”, las empresas de una misma actividad se asociaban entre sí para reducir la competencia y protegerse contra las fluctuaciones en los precios y mercados. Se las denomina trust o holding. Eran frecuentes en las nuevas industrias como las del aluminio, petróleo y químicas. En el acero surgieron las grandes empresas Krupp (Alemania), Schneider-Creusot (Francia) y Vickers-Armstrong (Gran Bretaña). Su máximo desarrollo lo alcanzaron en EEUU, conducidas por “capitanes” de la industria y “titanes” de las finanzas, auténticos “magnates ladrones”, como A. Carnegie, J. P. Morgan y J. D. Rockefeller; allí su poder se hizo sentir con más fuerza: la Standard Oil controlaba en 1880 el 90% del petróleo refinado y la United States Steel producía en 1901 el 63% del acero del país.

La tendencia hacia el monopolio o el oligopolio (control del mercado por una sola o unas pocas empresas) fue evidente en las industrias pesadas (acero), en las que dependían ­de los pedidos del gobierno (armamen­to) y en las que producían nuevas formas de energía (petróleo, electricidad), así como en el transporte y en algunos productos de consumo masivo (tabaco, jabón). A pesar de que se promulgó una ley, poco eficaz, que limitaba estas prácticas (Sherman Antitrust Act, 1890), la concentración empresarial continuó siendo una de las características de esta fase del capitalismo. Ejemplos de este tipo también se encuentran en la economía japonesa (zaibatsu) o en la europea (como los Konzern alemanes). La firma alemana Allgemeine Elektrizitäts Gesellschaft (AEG) controlaba, hacia 1910, más de doscientas sociedades. Por otra parte, también se registra, especialmente en Alemania, la constitución de sindicatos o cárteles, práctica consistente en la realización de acuerdos entre empresas de un sector para repartirse cuotas del mercado, fijar los precios, o restringir la producción, y apoyados por el gobierno (el cártel del carbón de Renania-Westfalia controlaba en 1893 el 90% de la producción de carbón de esa región).

El control del mercado y la eliminación de la competencia eran sólo un aspecto del proceso de concentración capitalista, y no fueron generales ni irreversibles. La concentración avanzó a costa de la competencia de mercado, los grupos empresariales a costa de la empresa individual, las grandes empresas a costa de las pequeñas; y todo ello implicó una tendencia al oligopolio. Esto ocurrió incluso en Inglaterra, donde la pequeña y mediana empresa estaba sólidamente asentada, afectando, por ejemplo, al comercio al por menor (ultramarinos, carnicerías) y a la banca (el Lloyds Bank absorbió 164 bancos pequeños).

En general, las grandes empresas redujeron los costes de producción, pero que los precios bajasen, los dividendos aumentasen o los salarios subiesen dependía de muchos factores. Unos trusts eran más codiciosos que otros, algunos se encontraban con una fuerza de trabajo poco o nada organizada. En todo caso, las decisiones dependían de los consejos de administración y de los bancos. Había surgido un nuevo tipo de poder privado. Con este nuevo sistema tan centralizado, nunca tan pocos habían ejercido un poder económico tan grande sobre tantos. Con el auge de las grandes sociedades, surgen cuadros y profesionales asalariados que podían pasar toda su vida en la misma empresa y sentir hacia ella, en sus disputas con los obreros o con el gobierno, una lealtad muy semejante a la de un criado respecto a su señor. Los trabajadores no eran tan dóciles: intentaban organizar sindicatos capaces de tratar con unos empresarios cada vez más poderosos; a partir de 1880, más o menos, la clase obrera desempeñó un papel cada vez más decisivo en la política.

C. Un mundo “grande” e integrado.

a. El inicio del mercado de masas y el auge del sector terciario.

Un aspecto de la nueva economía es el auge del consumo de masas. En efecto, se produjo una extraordinaria transformación, cuantitativa y cualitativa, del mercado de bienes de consumo. Con el incremento de la población, de la urbanización y de los ingresos reales per cápita, el mercado de masas, limitado hasta entonces a los productos alimenticios y al vestido, es decir, a los productos básicos de subsistencia, comenzó a dominar las industrias productoras de bienes de consumo. A largo plazo, este fenómeno fue más importante que el notable incremento del consumo en las clases ricas y acomodadas, cuyos esquemas de demanda no variaron sensiblemente. Fue el modelo T de Ford y no el Rolls-Royce el que revolucionó la industria del automóvil. Al mismo tiempo, la nueva tecnología y el imperialismo contribuyeron a la aparición de una serie de productos y servicios nuevos para el mercado de masas, desde las cocinas de gas, que se multiplicaron en las casas de la clase obrera, hasta la bicicleta, el cine y el modesto plátano, cuyo consumo casi no existía­ antes de 1880. Una de las consecuencias más evidentes fue la creación de auténticos medios de comunicación de masas: un periódico británico alcanzó una venta de un millón de ejemplares por primera vez en 1890 (en Francia eso ocurrió hacia 1900).

Todo ello implicó la transformación no sólo de la producción, “en masa”, sino también de la distribu­ción, sobre todo mediante la venta a plazos. Así comenzó en el Reino Unido en 1884 la venta de té en paquetes de 100 gramos, lo que permitiría hacer una gran fortuna a más de un magnate de los ultramari­nos de los barrios obreros en las grandes ciudades, como sir Thomas Lipton, que no tenía ningún establecimiento en 1870 y en 1899 poseía 500. Surgieron también los grandes almacenes comerciales hacia 1890 en EEUU y en Francia.

Esto encajaba perfectamente con el importante crecimiento, tanto absoluto como relativo, del sector terciario de la economía, público y privado: el aumento de puestos de trabajo en oficinas, tiendas y otros servicios. En el Reino Unido, por ejemplo, en 1881 había 360.000 empleados en el sector comercial (casi todos hombres, frente a 91.000 en 1851) y 120.000 en el sector público (67.000 en 1851), mientras que en 1911 aquellos eran ya casi 900.000 (el 17% mujeres) y el número de funcionarios se había triplicado.

Esta progresiva “terciari­zación” de la estructura ocupacional de la población es fruto no sólo de la urbanización, sino también del crecimiento de las tareas ad­ministrativas, de los comienzos de una sociedad de consumo de masas y de la incipiente incorporación de la mujer al mercado laboral (una cuarta parte de la población femenina europea trabajaba fuera de casa hacia 1914). La terciarización de la economía es más intensa en los paí­ses de la “nueva Europa” que en Europa propiamente dicha. En EEUU, Canadá o Argentina, el predominio del sector terciario so­bre el primario o el secundario se produce hacia 1900, de modo que el tránsito de una sociedad agraria a una de servicios fue casi directo. En los países europeos y en Japón, en cambio, el peso del sector industrial supuso que hasta la década de 1970 no fuese todavía su­perado por el de servicios.

b. El creciente papel del sector público.

Por último, se produjo una convergencia creciente entre la política y la economía, es decir, el gobierno y el sector público adquirieron un papel cada vez más importante a costa de la tradicional empresa privada. Éste era uno de los síntomas del retroceso de la economía competitiva de libre mercado que había sido el ideal (y, hasta cierto punto, la realidad) del capitalismo de mediados de siglo. A partir de 1875 comenzó a extenderse el escepticismo sobre la eficacia de la economía de mercado por sí sola, la famosa “mano invisible” de Adam Smith, sin ayuda de ningún tipo del Estado. La mano era cada vez más claramente visible.

Por una parte, la democratización de la política impulsó a los gobiernos, a menudo reacios, a aplicar tímidas políticas de reforma y bienestar social, así como a tomar medidas políticas para defender los intereses económicos de determinados grupos de votantes, como el proteccio­nismo y algunas disposiciones (menos eficaces) contra la concentra­ción económica (casos de EEUU y Alemania). Por otra parte, las rivalidades políticas entre los países y la competencia económica entre grupos nacionales de empresarios convergieron, contribuyendo tanto al imperialismo como a la génesis de la 1ª G.M. (también condujeron, por cierto, al desarrollo de industrias como la de armamento, en la que el papel del gobierno era decisivo).

Pero, si bien el papel estratégico del sector público podía ser fundamental, su peso real en la economía seguía siendo modesto. A pesar de algunos ejemplos (como la intervención del gobierno británico en la industria petrolífera de Oriente Medio y su control de la nueva telegrafía sin hilos, ambos de alcance militar, la voluntad del gobierno alemán de nacionalizar sectores de su industria, o la política de industrialización iniciada por el gobierno ruso en 1890), ni los gobiernos ni la opinión consideraban al sector público como otra cosa que un complemen­to secundario de la economía privada. Los socialistas no compartían esa convicción de la supremacía del sector privado, aunque no se planteaban los problemas de una posible economía socializada. Las economías modernas, controladas, organizadas y dominadas en gran medida por el Estado, serían producto de la 1ª G. M.

Hacia 1900 la faz del mundo había cambiado notablemente, hasta el punto de que se puede hablar de una “economía-mundo” y, sobre todo, de una economía diversificada, en la que las actividades secundarias y terciarias comienzan a ser más importantes que las primarias. Europa, no sólo Inglaterra, era ahora el centro del mundo, pero lo más notable era la progresiva integración de las economías nacionales en un mercado mundial cada vez más unificado, a pesar de la amplitud de las políticas proteccionistas puestas en práctica.

Lo que impresionó a los contemporáneos fue, más que la evidente transformación de su economía, su aún más notorio éxito. Sin duda, estaban viviendo una época floreciente. Incluso las masas trabajadoras se beneficiaron, ya que la economía industrial utilizaba una mano de obra muy numerosa y parecía ofrecer un número casi ilimitado de puestos de trabajo de escasa cualificación o de rápido aprendizaje para quienes acudían a la ciudad. Pero si la economía ofrecía puestos de trabajo, sólo aliviaba de forma modesta, y a veces mínima, la pobreza que la mayor parte de la clase obrera había creído que era su destino a lo largo de la historia. En la mitología retrospectiva de las clases obreras, las décadas anteriores a 1914 no figuran como una edad de oro, como ocurre en la de las clases pudientes, e incluso en la de las más modestas clases medias. Para éstas, la belle époque era el paraíso que se perdería después de 1914. Pero estas mismas tendencias que permitieron a las clases medias vivir una época dorada, fueron las que llevaron a la guerra mundial, a la revolución y a las perturbacio­nes económicas de la posguerra, impidiendo el retorno al paraíso perdido.

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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) -Lectura 2




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