Historia


Auge de las dictaduras


TEMA 34. EL AUGE DE LAS DICTADURAS.

La mayoría de los estados europeos (excepto Turquía y la URSS) tenían regímenes democráticos en torno a los años 20, pero sin embargo a finales de la década de los 30 sólo sobrevivían once democracias, que pertenecían en su mayoría a la zona noroccidental de Europa. La I Guerra Mundial no significó, pues, el triunfo de la democracia. La dictadura triunfó en Rusia (1917), Italia (1922), España (1923, luego en 1939), Portugal (1926), Alemania (1933), y en otros países europeos. Muchas de estas dictaduras -militares o civiles- fueron simplemente regímenes autoritarios más o menos temporales. La dictadura soviética, el fascismo italiano y el régimen nacional-socialista alemán constituyeron, en cambio, un fenómeno histórico enteramente nuevo. Eran dictaduras que aspiraban a la plena centralización del poder y al total control y encuadramiento de la sociedad por el Estado a través del uso sistemático de la represión y de la propaganda.

Las atrocidades de la Gran Guerra habían representado un primer golpe contra la fe en el hombre y en su capacidad de progreso moral y habían supuesto la glorificación de la violencia y del deseo de poder. En aquellos países europeos con menor tradición democrática y con estructuras económicas menos desarrolladas, las corrientes autoritarias empezaron a cuajar muy pronto en dictaduras militares del viejo estilo o en dictaduras fascistas y totalitarias de factura moderna. Este proceso se amplió sobre todo a partir de 1930, en el momento en que la gran depresión aumentó las dificultades de los países europeos más endeudados con el exterior y agudizó en su seno las tensiones sociales cuando todavía estaba en la memoria de todos la inflación galopante de la posguerra, en la que se había volatilizado buena parte de los ahorros de las clases medias.

El fascismo explotó el sentimiento de frustración nacional -en el caso de Italia, “la victoria mutilada”, y en el caso de Alemania la convicción de haber sido sometida a discriminaciones internacionales y al pago de unas reparaciones abusivas durante medio siglo, sin haber sido derrotada ni invadida- y justificó la violencia sistemática y la destrucción de la democracia parlamentaria por el temor de un golpe comunista que condujese a un régimen como el soviético (→ pero en realidad, ni Mussolini en 1922 ni Hitler en 1933 se enfrentaron con un movimiento obrero en ascenso).

Los fascismos europeos de entreguerras no pueden estudiarse separados del modelo comunista soviético, considerado su principal antagonista y que fue también el justificante de sus propias concepciones totalitarias.

  • Los movimientos fascistas

Los rasgos definitorios de la doctrina fascista son los siguientes:

    • Omnipotencia del Estado.- Los individuos están subordinados al Estado que ignora los derechos individuales. Éstos no pueden expresar su voluntad mediante el voto de la mayoría. En el plano político se aniquila toda oposición (se erige el partido único), se adueña de los mecanismos del estado (no tolera la separación de poderes); en el plano intelectual disfruta del monopolio de la propaganda y la verdad (elimina toda crítica y capacidad de disentir frente al sistema político impuesto).

    • Desigualdad de los hombres.- El fascismo cree que sólo una minoría está predestinada para gobernar. Como se parte de la desigualdad de los hombres, se rechaza, por tanto, la democracia porque concede los mismos derechos a todos. Este pensamiento deriva, en primer lugar, en una descalificación de la mujer (→ al no tener la misma capacidad que el hombre, se convierte automáticamente en ciudadano de segunda categoría). Las mujeres, según el código fascista, deben reducir sus funciones a los niños, la cocina y la iglesia. En segundo lugar, afirman la desigualdad de las razas humanas, que desembocó en el exterminio de los judíos y en los individuos tarados física y psíquicamente (→ para los nazis será dogma la superioridad de la raza aria, para los fascistas italianos la supremacía del pueblo de Italia).

    • Filosofía de la víctima propiciatoria.- Se intenta convencer a los ciudadanos de que el origen de sus problemas viene del exterior, como son el marxismo, el capitalismo y el judaísmo. (→ Al antisemitismo se añaden algunas variantes xenófobas contra minorías como los gitanos, los negros, los homosexuales, los masones o los trabajadores extranjeros. La violencia contra ellas no se considera delito sino un servicio al Estado e insufla en los seguidores fascistas un sentimiento de superioridad, lo que les convence que han pasado de ser víctimas a ser verdugos).

    • Caudillaje.- Se produce una exaltación del líder carismático que representa a la nación entera, la cual sigue sus instrucciones sin titubeos. El “Duce” o el “Führer” son objeto de idolatría sin límites y se les presenta como genios, gigantes dotados de todos los poderes (→ muchedumbres que los aclaman y que crean una atmósfera sacral que establece una comunión hipnótica entre el guía y sus seguidores). El modelo de conducta viene dictado por los hábitos de la milicia: disciplina, obediencia, fidelidad han de tributarse al líder.

    • Nacionalismo exacerbado.- El fascismo nace de la humillación de la derrota, o de una victoria de la que no se ha obtenido provecho. Se exige la revancha, que no sería posible sin una invocación apasionada a la grandeza de la propia nación ultrajada. Con facilidad se pasa del nacionalismo al imperialismo, una gran nación encuentra su horizonte en la formación de un imperio. Un pueblo superior tiene derecho a disponer de espacio para realizarse y a conquistarlo.

    • Código de conducta basado en la violencia.- Necesidad de la violencia militar y policíaca en gran escala ante la urgencia de los objetivos y, en consecuencia, se dota a las fuerzas represivas de toda suerte de prerrogativas. (→ Existencia de los campos de concentración nazis y de la Gestapo, la policía secreta estatal alemana).

    • Desconfianza de la razón.- El fanatismo está por encima del análisis lógico. El individuo no debe ejercer la actividad de pensar. El tabú, lo que no puede discutirse, caracteriza a los regímenes totalitarios.

      • EL FASCISMO ITALIANO

El movimiento fascista que Mussolini acaudilló fue el primero de los movimientos de derecha que ocuparon el poder en el occidente europeo.

El fascismo italiano fue, como el comunismo ruso, resultado a la vez de la I Guerra Mundial y del propio contexto histórico nacional.

En la década de 1910 había cristalizado en Italia un nuevo nacionalismo autoritario y antiliberal que aspiraba a la creación de un nuevo orden político basado en un Estado fuerte y en la afirmación de la idea de nación. Todo ello iba acompañado por el descrédito político del régimen liberal italiano.

Las consecuencias de la I Guerra Mundial fueron igualmente decisivas. Primero, la guerra creó un clima de intensa exaltación nacionalista, reforzado en la posguerra por la decepción que en Italia produjo el Tratado de Versalles (→ La anexión del Trentino era insignificante en comparación con las pérdidas de la guerra -casi 700.000 muertos y más de un millón de heridos-. Además, la región de Fiume se incorporará a Croacia, convirtiéndose en la primera bandera del nacionalismo fascista. Por lo demás, Italia no verá satisfechas sus pretensiones colonialistas en el continente africano. Es lo que los fascistas llaman “la victoria mutilada”). La guerra provocó, en segundo lugar, una grave crisis económica (gigantesco endeudamiento del Estado, inflación, desempleo, inestabilidad monetaria) y una amplia agitación laboral que culminó en el llamado “bienio rosso” (1919-20) y en las ocupaciones de fábricas por los trabajadores en septiembre de 1920 (→ se solucionó el problema ofreciendo a los trabajadores aumentos salariales y el reconocimiento del poder sindical en las fábricas). En tercer lugar, la guerra rompió el viejo equilibrio político de la Italia liberal (→ tras la aprobación en 1919 de un sistema electoral de representación proporcional, Italia entró en un período de gran turbulencia política, definido por el avance electoral de los partidos de masas -el Partido Socialista Italiano y el Partido Popular Italiano-, por la formación de gobiernos de coalición y por una extremada inestabilidad gubernamental).

El fascismo capitalizó la crisis económica, social, política y moral de la Italia de la posguerra. Nació oficialmente en 1919, cuando Benito Mussolini (que años antes había sido expulsado del Partido Socialista) celebró un mitin en Milán, donde se crearon `Fascios italianos de combate' (bandas, `squadre' en italiano, de ciudadanos armados que actuaban por su cuenta cuando el gobierno no podía dominar a los obreros en huelga. Se produjeron enfrentamientos y peleas callejeras entre las milicias obreras y estos grupos armados). El primer manifiesto-programa de Mussolini reivindicaba el espíritu “revolucionario” del movimiento e incluía medidas políticas radicales (proclamación de la República, abolición del Senado, derecho de voto para las mujeres), propuestas sociales y económicas avanzadas (abolición de las distinciones sociales, mejoras de todas las formas de asistencia social, supresión de bancos y bolsas, confiscación de bienes eclesiásticos y de los beneficios de guerra, impuesto extraordinario sobre el capital) y afirmaciones de exaltación de Italia en el mundo.

Sin embargo, en las elecciones de 1919 no obtuvieron ni un solo escaño, lo que obligó a Mussolini a variar su orientación política y erigirse como defensor del orden frente a la agitación social. El ascenso del fascismo a partir de 1920 se debió a su capacidad para postularse como única solución nueva y fuerte ante la crisis política y social que Italia vivía desde el final de la guerra y para afirmarse como alternativa de orden a un régimen liberal y parlamentario desacreditado y en decadencia, ante la amenaza de revolución social que pareció cernirse sobre el país.

En un primer momento algunos políticos liberales pensaron que el fascismo podía ser el contrapeso en la lucha contra el socialismo y que los fascistas acabarían por integrarse en la filas liberales.

La violencia desencadenada en aquel período por las escuadras fascistas fue esencial para ir debilitando poco a poco la autoridad del Estado. Algunos empresarios agrícolas e industriales, ante la pasividad del gobierno, llegaron a subvencionar estas bandas para hacer frente a la agitación social. Pero su motor de acción decisivo será la burguesía empavorecida por los ecos revolucionarios que llegan de la Rusia bolchevique. La base social del fascismo italiano la integraban elementos de todas las clases sociales, pero preferentemente de la pequeña burguesía urbana y rural y con un alto componente de jóvenes. La capacidad de actuación del escuadrismo y el número de sus seguidores se incrementa con tanta rapidez que no se explicaría sin el apoyo directo o indirecto de muchos sectores de la vida italiana (→ ya hemos dicho que el gobierno, al principio, ayudó e incluso financió a los grupos fascistas con el fin de frenar a la extrema izquierda).

Desde luego, la crisis política italiana favoreció la estrategia del fascismo. Los resultados de las elecciones de 1919 y 1921 obligaron a gobernar en coalición; ningún partido logró en ellos la mayoría absoluta. Todas las combinaciones gubernamentales que se ensayaron fueron por definición frágiles. Hubo cinco gobiernos y un número mayor de crisis ministeriales.

En las elecciones de 1919, los fascistas no consiguieron ningún escaño. Sin embargo, en las de 1921 consiguieron 35 diputados (entre ellos Mussolini). Seguro del creciente apoyo popular al fascismo, Mussolini procedió a transformar un movimiento indisciplinado y heterogéneo en un partido político, el Partido Nacional Fascista. La presencia del escuadrismo en el partido ratificaba la naturaleza violenta y totalitaria de la organización.

El Partido se ocupa inmediatamente de articular su estructura paramilitar con la institución de las Milicias (divididas en centurias, cohortes y legiones, al modo romano). Se pone en marcha toda la grotesca parafernalia fascista, que tratará de recordar los fastos de la Roma imperial, desde los saludos hasta los estandartes.

A lo largo de 1922 multiplicaron las movilizaciones de masas en abierto desafío a las autoridades. Lo característico fue la organización de “marchas” sobre las ciudades, esto es, concentraciones disciplinadas y marciales de miles de fascistas uniformados y armados que, desfilando tras sus banderas, ocupaban durante una horas calles, plazas y edificios de la localidad elegida y procedían a “disolver” los ayuntamientos y a expulsar a las autoridades locales. El gobierno no se atrevía a usar la fuerza. Ante tal situación, los socialistas y las organizaciones proletarias convocaron para el 31 de julio de 1922 una huelga general en defensa de la libertad. Fue un desastre. El contraataque fascista fue fulminante: movilizando todos sus efectivos y extremando la violencia, los fascistas, y no las autoridades del Estado o la policía, rompieron en apenas 24 horas la huelga y restablecieron el orden (39 muertos). La conquista del poder estaba claramente a su alcance.

En efecto, en octubre de 1922 Mussolini ordenó a sus milicias que marcharan sobre Roma. La “marcha sobre Roma” fue una movilización militarizada de todos sus efectivos para converger desde distintas localidades sobre la capital y exigir el poder. El gobierno decide proclamar el estado de sitio pero el rey se niega a firmar el decreto, para evitar el derramamiento de sangre. Dimite el gabinete y el rey pide a Mussolini que forme gobierno, el 30 de octubre. Mussolini asume la gobernación del país al frente de un gobierno de coalición (cuatro fascistas, cuatro liberales, dos populares, un nacionalista y algún independiente).

La primera etapa del gobierno fascista (octubre 1922 - enero 1925) fue una etapa de transición en la que la vida pública (Parlamento, partidos, sindicatos, prensa) siguió funcionando bajo una cierta apariencia de normalidad constitucional. En ese tiempo se siguió una política económica no intervencionista que favorecía el libre juego de la iniciativa privada (privatizaciones, incentivos fiscales a la inversión, drásticas reducciones de los gastos del Estado, estímulos a las exportaciones...). Favorecida por el relanzamiento de la economía mundial y de la propia demanda interna, la economía italiana creció notablemente en este período.

En cuestiones internacionales, dejó clara su oposición al Tratado de Versalles y a la Sociedad de Naciones (ocupación militar de la isla griega de Corfú; firma con Yugoslavia, al margen de la Sociedad de Naciones, un compromiso sobre Fiume, que pasaba a integrarse en Italia a cambio de concesiones importantes sobre territorios del entorno de la ciudad; firma de acuerdos comerciales con Alemania y la URSS -a la que reconoció en seguida-). Pero hubo también manifestaciones tranquilizadoras (firma del Tratado de Locarno; del Pacto de Briand-Kellog; con el Vaticano los acuerdos de Letrán).

Con todo, Mussolini tomó antes de 1925 iniciativas políticas significativas creando órganos paralelos a los del Estado como el Gran Consejo Fascista, que puede tomar decisiones políticas y reduce al gobierno a un simple papel administrativo. De igual manera, legaliza la Milicia fascista, verdadero ejército del partido (uniformado y jerarquizado), colocándola bajo el control del citado Gran Consejo y encargándole la defensa del Estado, lo que le convertía de hecho en un ejército paralelo. Más aún, Mussolini procedió a la fusión del partido fascista con los nacionalistas y, dos meses más tarde, hizo aprobar al Parlamento una nueva ley electoral en virtud de la cual la lista que obtuviera más del 25 % de los votos recibiría el 66 % de diputados.

Mussolini, por tanto, daba pasos hacia la fascistización de las instituciones, el control del Parlamento y el partido único. En las elecciones de 1924, celebradas entre asesinatos y violencia de los escuadristas, los fascistas obtienen cinco de los siete millones de votos gracias a la nueva ley electoral.

Los fascistas disponen ya de la mayoría suficiente para acometer cualquier reforma constitucional, son los dueños del Parlamento, pero las irregularidades cometidas durante el proceso electoral aumentan la resistencia antifascista.

Al abrirse las sesiones del Parlamento, el diputado socialista Matteoti denunció la gestión del gobierno de Mussolini e hizo una crítica demoledora que tuvo un gran eco en Italia. A los pocos días fue secuestrado y asesinado (con conocimiento previo de la Secretaría del Partido). El “delito Matteoti” pudo haber servido para liquidar la experiencia fascista. El estupor e indignación nacionales, expresados por la prensa, fueron extraordinarios. El crédito internacional del gobierno italiano sufrió un desgaste evidente. La oposición se retiró del Parlamento, como forma de presionar al rey. Se habló de hasta un posible golpe de estado. Pero nada se hizo. La oposición, dividida y debilitada, no acertó a canalizar la crisis. El rey, a pesar de que un grupo de empresarios intenta convencerle para que retire su confianza en Mussolini, no toma ninguna iniciativa, quizá temeroso del regreso a la anarquía.

Poco a poco, los escuadristas del partido fueron retomando la iniciativa (→ las marchas fascistas volvieron a la calle sembrando de nuevo el terror). El 3 de enero de 1925, Mussolini se presentó ante el Parlamento y en un desafiante discurso que galvanizó a sus diputados y a todos los cuadros y militares del fascismo, asumió toda la responsabilidad “moral e histórica” de lo acaecido. El fascismo había recobrado el pulso.

Empezaba la segunda etapa del régimen fascista. Desde 1925, Mussolini procedió a la creación de un régimen verdaderamente fascista, esto es, de una dictadura totalitaria del partido. El Estado encarnaba la colectividad nacional (→ “Todo en el Estado, nada fuera del Estado, nadie contra el Estado”).

El régimen fascista italiano se concretó, primero, en una dictadura fundada en la concentración de poder en el líder máximo del partido y de la Nación (el Duce acumula el título de jefe de gobierno, primer ministro, un número cada vez más elevado de ministerios, secretario de Estado, caudillo del partido y la posibilidad de gobernar en adelante por decreto ley. El rey perdió parte de sus prerrogativas), en la eliminación violenta y represiva de la oposición (suspensión de los partidos políticos y arresto de numerosos miembros de la oposición) y en la supresión de todas las libertades políticas fundamentales (los grandes periódicos quedaron bajo control directo del Estado, se suprimen los derechos individuales y justifican la opresión, se instruye el delito de opinión, se restaura la pena de muerte...); segundo, en una amplia obra de encuadramiento y adoctrinamiento de la sociedad a través de la propaganda, de la acción cultural, de las movilizaciones ritualizadas de la población y de la integración de ésta en organismos estatales creados a aquel efecto (con el control de la prensa y de la enseñanza se pudo conseguir un grado de uniformidad de la sociedad. El culto al Duce fue parte esencial del Estado fascista. Una propaganda desaforada lo presentaba como un superhombre de excepcional virilidad e incomparable capacidad de trabajo. Saludarle y vitorearle eran obligados siempre que aparecía en público. El culto al Duce tuvo una proyección social extraordinaria y como tal, fue parte principal en la obra de adoctrinamiento y encuadramiento sociales emprendida por el fascismo: creación de organizaciones infantiles y juveniles, estructuradas en unidades de tipo pseudo-militar, que juraban lealtad personal al Duce. Tenían por objeto la educación física y moral de la juventud con intencionalidad política evidente -la juventud encarnaba las nuevas “levas fascistas”-. A través de la prensa y propaganda, el fascismo hizo igualmente de la cultura y del deporte vehículos de propaganda estatal y de adoctrinamiento ideológico. Los dos ejes de su actuación fueron la exaltación de la romanidad y la italianización. El culto al deporte se convirtió en política oficial: los éxitos que obtuvo el deporte italiano en esta época tuvieron una significación extradeportiva y política. Desde la perspectiva de la propaganda fascista, eran la demostración evidente de que una nueva Italia -sana, joven y fuerte- estaba naciendo bajo el liderazgo del Partido y su Duce); tercero, en una política económica y social basada en el decidido intervencionismo del Estado en la actividad económica, en una política social protectora y asistencial y en la integración de empresarios y trabajadores en organismos unitarios (corporaciones) controlados por el Estado. (→ Fue en el ámbito económico donde el dirigismo estatal fascista se hizo más evidente. Desde 1925-26 se dio por finalizada la etapa liberal y la economía italiana quedó sujeta a un creciente control del Estado en razón de las concepciones nacionalistas y autárquicas del fascismo. El objetivo era el aumento de la producción. Primero fue “la batalla del trigo”, que pretendía conseguir el autoabastecimiento aumentando la producción nacional mediante la extensión de la superficie cultivada y la modernización de las técnicas de cultivo, y reducir las importaciones imponiendo una fortísima elevación arancelaria. La producción se incrementó en un 50 % pero tuvo graves contrapartidas, pues se hizo a costa del abandono de pastos, que arrastró a la ganadería vacuna y a la industria láctea, y de cultivos de exportación esenciales a la economía italiana como el viñedo, los cítricos y el olivo. Más tarde, vino la “batalla de la lira” que, para combatir la inflación, revaluó la lira (que llegó a situarse, con orgullo de Mussolini, en paridad con el franco francés), procedió a elevar los tipos de interés y a reducir los costes salariales (que compensó con reducción de la jornada laboral, concesión de subsidios a familias numerosas, vacaciones pagadas, paga extraordinaria de Navidad...). Todo ello produjo una gran estabilidad de precios y hasta una disminución del coste de la vida, pero perjudicó al comercio exterior, que tenía que pagar a precio más alto. (→ Estas medidas adoptadas harían que el país aguantara bien la crisis mundial de 1929). Después vino “la batalla de la bonificación” o desecación de grandes zonas pantanosas cercanas a Roma para su conversión en tierra arable y su colonización mediante poblados, carreteras... Sin embargo, los objetivos quedaron muy por debajo de los objetivos oficiales. Se hicieron grandes inversiones públicas en obras de infraestructura (construcción de pantanos, trazado de autovías, electrificación de la red ferroviaria...). En política social, el fascismo fue configurándose como un “Estado corporativo” en virtud del cual las organizaciones patronales y obreras quedaban integradas unitariamente bajo la dirección del Estado. Corporativismo y acción social del Estado eran, así, las alternativas del fascismo al capitalismo liberal y al socialismo obrero. Ello supuso un alto grado de dirigismo estatal en materia laboral (regulaba las relaciones laborales elaborando directamente los convenios colectivos). La acción social del Estado se concretó ante todo en la Opera Nazionale Dopolavoro (Obra Nacional de Descanso) que consistió básicamente en la organización de actividades recreativas para los trabajadores: casas de recreo, viajes, piscinas, salas de cine... Fue un éxito innegable y explica la adhesión pasiva al régimen de una parte considerable de la población italiana. (→ Las realizaciones económicas y sociales del fascismo no fueron, por tanto, en absoluto desdeñables. Pero todo ello se hizo a costa de un gigantesco gasto público y de enormes déficits. Además, el proteccionismo favoreció los monopolios de las grandes empresas tradicionales. El fascismo tampoco hizo nada para equilibrar las diferencias entre norte y sur. La política del trigo sólo benefició a los grandes latifundistas, la población rural siguió sin otra alternativa a la pobreza que la emigración); y cuarto, en una política exterior ultra-nacionalista y agresiva encaminada a afianzar el prestigio internacional de Italia y a reforzar su posición imperial en el Mediterráneo y África (→ El reparto del Tratado de Versalles de los despojos de las potencias vencidas deja marginada a Italia. Al quedar excluida, adquiere un sentimiento de frustración que Mussolini emplea como justificación principal de su política de rearme con intenciones imperialistas). Tras la aprobación cómplice de Gran Bretaña y Francia -los tres países habían formado un frente común contra la actuación exterior alemana en 1935 (Mussolini no se entendió con Hitler en 1934 por su desacuerdo con el propósito de Hitler de anexionar Austria a Alemania)- al expansionismo africano de la Italia fascista, un fuerte ejército italiano invade Abisinia en 1936. A corto plazo, fue un extraordinario éxito para Mussolini y suscitó una genuina explosión de patriotismo en el pueblo italiano. Pero a medio y largo plazo, fue un error gravísimo (resultó costosísimo y además las colonias no ofrecían nada a la economía italiana). Además, Abisinia supuso el aislamiento internacional de Italia, decretado por la Sociedad de Naciones y la aproximación de Italia al único valedor que tuvo en aquellos momentos, a la Alemania de Hitler. El 25 de octubre de 1936, Hitler y Mussolini proclamaron la creación del “Eje Berlín-Roma”. Con él, Italia quedó desde ese momento dentro de la órbita de Alemania en una posición de subordinación y dependencia, y condujo a Italia a la Segunda Guerra Mundial, de la que saldría derrotada y el régimen fascista destruido.

  • Relaciones del fascismo con la Iglesia.

El régimen fascista resolvió en 1929 el problema del Vaticano, pendiente desde la unificación del país en 1870. Los “pactos de Letrán” de 1929 supusieron la reconciliación formal entre el reino de Italia y la Santa Sede. Italia reconocía la soberanía de la ciudad-Estado del Vaticano (palacios y parques del Vaticano, diversos edificios en Roma y la villa pontificia de Castelgandolfo) mientras que la Santa Sede reconocía al reino de Italia y renunciaba a Roma. El gobierno italiano reconoció la religión católica como única religión del Estado, indemnizó al Papa con una suma cuantiosa por las posesiones confiscadas tras la ocupación de Roma en 1870 y concedió a la Iglesia importantes privilegios en materia educativa.

Los pactos de Letrán no significaron, sin embargo, ni la catolización del fascismo (que continuó apelando a la Roma clásica como afirmación de su identidad cultural e histórica) ni la fascistización de la Iglesia. Algunas veces hubo algún roce ocasional entre ambos poderes (en la existencia y actuación autónomas de organizaciones juveniles católicas). Pero es indudable que la Iglesia dio al fascismo el apoyo que jamás dio a la Italia liberal.

  • LA DICTADURA DE SALAZAR EN PORTUGAL

En mayo de 1926, un movimiento militar iniciado en Braga por el general Gomes de Costa, derribó en Portugal el régimen republicano implantado desde 1910 (→ el período republicano fue de una gran inestabilidad política: las Cortes estaban dominadas por los monárquicos y, en la calle, los sindicatos eran arrolladoramente revolucionarios. El régimen hizo una política radical -derecho al divorcio, a la huelga, laicismo en las escuelas, disolución de las órdenes religiosas-. A la situación creada por estos cambios en un país pobre se unió la entrada del país en la Primera Guerra Mundial).

Inicialmente el régimen portugués fue una dictadura militar, preocupada ante todo por el mantenimiento del orden público y la suspensión de toda actividad política. La dictadura -formalmente republicana- sufre, en los primeros dos años de su existencia, vicisitudes y cambios que parecen augurarle poca estabilidad. A los pocos meses de su instauración, otro general, Carmona, se hace con las riendas del poder y consigue, en 1928, ser elegido presidente de la República y reelegido cada 7 años hasta su muerte en 1951. El país está completamente deteriorado, con un nivel de vida que raya en la miseria y en el que el caos económico es la regla común. El régimen solicita un empréstito a la Sociedad de Naciones que no es concedido. En vista de ello, se recurre a los empréstitos de la clase rica del país y, en 1928, se piensa para que ocupe el Ministerio de Hacienda en un catedrático de Economía de la Universidad de Coimbra, ya conocido y respetado en los medios católicos y reaccionarios, Antonio de Oliveira Salazar, un hombre de origen campesino y humilde, antiguo seminarista, muy religioso, soltero, ascético, de vida privada reservada, anodina y austera, que en muy poco tiempo logró, mediante una política muy conservadora de economías y ahorro, estabilizar la moneda, reducir el déficit y restaurar la confianza internacional en la economía portuguesa.

Salazar -que ejerció como primer ministro de 1932 a 1969- institucionalizó la dictadura y le dio una significación política clara y precisa (y distinta, sin duda, de los proyectos iniciales de los militares). En el año 1933 es promulgada una nueva Constitución que sirve de estructura al llamado Estado Novo, un régimen antiliberal, antidemocrático, contrarrevolucionario, católico y corporativo, inspirado en las directrices sociales del catolicismo conservador portugués. La Constitución de 1933, en efecto, además de establecer una especie de diarquía entre la Jefatura del Estado (ejercida por Carmona hasta 1951) y la del Gobierno (detentada por Salazar hasta su muerte), creaba un Estado fuerte, en el que el gobierno era responsable no ante el Parlamento (con muy escasas competencias) sino ante el presidente (elegido cada 7 años) e introducía un sistema de representación corporativa, en el que grupos y corporaciones (gremios, casas de pescadores, universidades y similares) y no los individuos, constituían la base de la representación. Los partidos políticos fueron prohibidos, salvo el partido gubernamental, la Unión Nacional.

En octubre de 1936, como dato revelador de la orientación ideológica del Estado Novo portugués, éste rompe relaciones con la Segunda República española y apoya a Franco en la guerra civil (en 1942 firmaría con el régimen español el Pacto Ibérico). Pero la neutralidad que observó durante la Segunda Guerra Mundial y su especial relación amistosa con Gran Bretaña (a pesar de la simpatía y admiración que sentía por el Eje Berlín-Roma, es evidente que Portugal, dados sus lazos casi coloniales de dependencia económica con Gran Bretaña, no podía hacer otra cosa que mantenerse neutral), hizo que, paradójicamente, la dictadura portuguesa se encontrara en 1945 al lado de los países democráticos. No obstante, Portugal continuaría en un cierto aislamiento internacional hasta su entrada en las Naciones Unidas en 1955, organización de la que sería siempre un miembro molesto a causa del problema colonial (→ en los años 50 nace en Portugal la mística neoimperialista del Estado Novo con interés por explotar a fondo las colonias, precisamente cuando se empieza a organizar el anticolonialismo africano, que daría lugar en 1961 al inicio de la guerra colonial).

En el interior, la dictadura, severa y paternalista, personificada por un hombre completamente superado por la dinámica capitalista de la posguerra, logró impedir la industrialización acelerada y conservar la preponderancia de los sectores agrarios. Existía sólo una industria de pequeñas unidades lucrativa gracias al miserable nivel de los salarios, situación sostenible debido al fuerte desempleo y subempleo y a la total represión de cualquier proceso reivindicativo (→ Instrumento básico de la política salazarista fue la PIDE (Policía Internacional y de Defensa del Estado), que junto a los agentes de paisano o de uniforme reclutó a miles de burócratas y a legiones de informadores que durante años se dedicaron a fichar a sus conciudadanos y a anotar meticulosamente los detalles más nimios, que eran utilizados cuando se necesitaban. Todos los ciudadanos eran sospechosos ante la todopoderosa policía política).

En 1951 muere el presidente Carmona y ante las desavenencias que tiene con su sucesor, Salazar (aleccionado quizá sobre el peligro que podría surgir de un eventual equilibrio de poderes) promueve en 1959 una reforma de la Constitución que otorga más poderes a la figura del Jefe del Gobierno, a costa de la del Presidente de la República.

Pero éste y otros intentos no hacen más que poner de manifiesto, a lo largo de los años 60, la incompatibilidad total del régimen con la nueva situación creada por una serie de cambios estructurales que afectan gravemente a su precario equilibrio social, político y económico (sublevaciones militares en el país, descontento entre la población, el inicio de las guerras coloniales en África, el gran aumento de las emigraciones masivas de trabajadores a Europa). El resultado de todo ello fue un proceso de fuerte concentración de capital y una inflación que desde entonces no dejó de agravarse.

En estos años de creciente oposición interior y exterior, el detonante de las guerras coloniales de 1961 transformó la mentalidad del Ejército, especialmente de la oficialidad joven que era enviada a África y veía lo que estaba costando esta guerra al pueblo portugués (el 50 % del presupuesto nacional se destinaba a mantener la guerra colonial).

En septiembre de 1968, Salazar sufre una embolia cerebral y queda apartado del gobierno. Marcelo Caetano intentó, hasta 1974, mantener el salazarismo aún después de la muerte del dictador en 1970. En 1974, Portugal tiene 110.000 desertores, un ejército en franca rebeldía y derrotismo, una economía en bancarrota y una situación social tan injusta que no tiene parangón en Europa. El 25 de abril de este mismo año, el Movimiento de las Fuerzas Armadas (MFA), controlado por oficiales jóvenes, curtidos en las guerras coloniales y hartos de la corrupción, abusos y represión del régimen, toman el poder controlando todos los centros neurálgicos del poder, en medio de las entusiastas aclamaciones de la inmensa mayoría de la población. El gran apoyo popular a los militares hizo casi totalmente incruenta la operación. La imagen simbólica de los soldados con el cañón de sus fusiles adornado por un clavel hizo que esta revolución pacífica fuera conocida con el nombre de “Revolución de los claveles”, el clavel apareciendo por el cañón como queriendo decir que, esta vez, las armas venían en son de paz.

  • EL NAZISMO EN ALEMANIA

El golpe de estado frustrado en 1923 apartó a Adolf Hitler de la idea de acceder al poder mediante la violencia o cualquier otro tipo de presión al estilo italiano. Lo que no abandonó Hitler fue su idea de destrucción de los mecanismos constitucionales o institucionales que le impidiesen implantar la dictadura en Alemania.

Elevado al poder dentro de la legalidad constitucional de la República de Weimar, los propósitos de Hitler se encaminaban hacia la consecución de la dictadura mediante el decreto de suspensión de garantías constitucionales y la Ley de Plenos Poderes, que le fue concedida tras las elecciones de 1933 el día 24 de marzo (→ en ausencia de los comunistas -el Partido Comunista fue disuelto tras el incendio del Reichstag en febrero del mismo año-, sólo el partido socialdemócrata se había opuesto a ello).

A partir de entonces estaba abierto el camino para la destrucción de todas las fuerzas políticas y sindicales. El Partido Nacionalsocialista fue elevado al rango de partido único. Para que no le entorpecieran el camino hacia la presidencia del país, Hitler hizo asesinar a los jefes de las SA (el cuerpo paramilitar del partido nazi), que habían contribuido en gran medida a abrirle el acceso al poder, en la “noche de los cuchillos largos” (30 de junio de 1934) y aprovechar este ajuste de cuentas para hacer desaparecer a diversas personalidades conservadoras o que habían desaprobado el establecimiento de su dictadura. Tras la muerte de Hindenburg, Hitler se convirtió en el Reichsführer.

En adelante, Hitler ejerció el poder absoluto. Los nazis hicieron un uso excepcionalmente intensivo de los mecanismos totalitarios de control social (policía, propaganda, educación, producción cultural).

Más que formas más o menos autoritarias de coerción, impusieron un verdadero régimen de terror policial. La creación de los campos de concentración supuso un instrumento definitivo de control del pueblo (→ el primero se abrió antes de los dos meses de la llegada de Hitler al poder). En la Alemania nazi se abrieron unos 40 campos de concentración, en los que fueron internados comunistas, socialistas, pacifistas e individuos asociales, y cuya vigilancia estaba asociada a las SS. Ya en 1929, Hitler había nombrado a Himmler jefe de su guardia personal, de las SS, que hacían, además, las veces de servicio de seguridad. En 1934 le dio el control de la Gestapo (la policía secreta), que reorganizó como una subdivisión de las SS. En 1936, con la integración de todas las fuerzas policiales y parapoliciales (SS, Gestapo, policía de seguridad, policía criminal, policía política) bajo el mando de Himmler, la Alemania hitleriana se convirtió en un estado policíaco. El poder de las SS y de la Gestapo, que controlaban también los campos de concentración y los servicios de espionaje, fue inmenso, un Estado dentro del Estado.

Pero junto al terror, la propaganda era el segundo pilar en que se apoyaba el sistema nacionalsocialista. Los nazis hicieron un uso excepcional de la propaganda y la cultura como formas de manipulación de las masas, de movilización social y de doctrinamiento colectivo. Goebbels, nombrado ministro de Ilustración y Propaganda en marzo de 1933, con control sobre prensa, radio y todo tipo de manifestación cultural, hizo de la propaganda el instrumento complementario del terror en la afirmación del poder absoluto de Hitler y su régimen. Las bibliotecas fueron depuradas de libros “subversivos” (quemados en inmensos autos de fe), junto con las universidades (→ conocidos escritores y artistas no nazis -Thomas Mann, Brecht, Gropius, Lang, ...- y centenares de intelectuales, científicos, profesores, etc. tuvieron que exiliarse). El arte expresionista y de vanguardia fue considerado como un “arte degenerado”; en su lugar, el arte nacionalsocialista exaltó el clasicismo greco-romano, la grandeza y los mitos alemanes, el heroísmo y el trabajo. Goebbels cuidó especialmente el cine y los grandes espectáculos (→ la producción de documentales y de films de ficción que por lo general glorificaban el pasado alemán y el régimen hitleriano aumentó considerablemente y su proyección se hizo obligatoria. Los espectáculos de masas en grandes estadios, en explanadas al aire libre, con uso abundante de recursos técnicos novedosos (luz, sonido, rayos luminosos), alcanzaron una perfección efectista sin precedentes. Los grandes desfiles de Berlín y Nuremberg, entre mares de svásticas y de estandartes nacionales, fanatizaban al pueblo alemán. En el mismo espíritu, Goebbels hizo de los JJ.OO. de 1936, celebrados en Berlín, una verdadera exaltación de la raza aria, de Alemania y de Hitler).

En 1936, se hizo obligatoria la afiliación de los jóvenes a las Juventudes Hitlerianas, donde se inculcaba la convicción de pertenecer a una raza superior.

Un elemento clave en la Alemania nazi fue el antisemitismo. El 1 de abril de 1933 se decretó el boicot a los comercios judíos. Seis meses después, una ley excluyó a los judíos de toda función pública. El 15 de septiembre de 1935, el Partido proclamó las Leyes de Nuremberg, leyes racistas que privaban a los judíos de la nacionalidad alemana y les prohibían el matrimonio y aún las relaciones sexuales con los alemanes. El atentado de un judío contra un diplomático alemán en París fue el pretexto para que la noche del 7 al 8 de noviembre de 1938 (“la noche del cristal”), sinagogas, comercios y propiedades judías fueran asaltadas e incendiadas en toda Alemania (91 personas fueron asesinadas aquella noche) y para la exclusión de los judíos de todas las profesiones y lugares públicos. De este modo se trataba de provocar la emigración masiva de los judíos (en 1939 habían emigrado la mitad de los judíos alemanes, que habían comprendido la amenaza que pesaba sobre ellos). Luego, en 1941, comenzó el horror, una nueva fase de represión que culminaría en la ejecución de unos 6 millones de judíos en los campos de concentración, como “solución final” al problema.

El sistema judicial, también depurado, quedó subordinado al poder arbitrario de la policía. Al tiempo que son creados multitud de tribunales especiales, la judicatura pierde totalmente su autonomía, para convertirse en un simple órgano auxiliar del gobierno. La utilización masiva de la detención preventiva hará posible el más absoluto estado de inseguridad jurídica para la población.

En el terreno religioso, los nazis, cuya ideología era paganizante y atea, sometieron a las iglesias protestantes al control del Estado y del Partido, lo que indispuso contra el régimen a muchos creyentes (que fueron duramente represaliados). El Concordato que la Alemania nazi firmó con la Santa Sede en 1933 les hizo ser más tolerantes con los católicos. Pero la animadversión de los nazis al catolicismo -una religión no nacional- era manifiesta. Las violaciones del Concordato hicieron que el papa Pío XI condenara el nacionalsocialismo como doctrina fundamentalmente anticristiana.

Una política social intervensionista prodigó sus atenciones sobre la familia y sobre la natalidad, fin último de un Estado lanzado hacia la expansión territorial. En cuanto a la organización laboral, los sindicatos existentes fueron prohibidos y se crearon en su lugar sindicatos oficiales, el Frente de los Trabajadores Alemanes, que supuso el control gubernamental directo de todo el cuerpo social trabajador (las huelgas y la negociación colectiva fueron prohibidas).

  • La política económica

El descenso del número de parados (se consigue el pleno empleo en 1936 al aumentar de manera vertiginosa la actividad de las industrias de guerra y ampliar el número de soldados) y el relanzamiento económico eran los grandes logros del régimen. La renta per cápita se elevó en un 40 % y los salarios en un 20 %. Las condiciones de trabajo y la vivienda mejoraron notablemente.

Sin el apoyo de la gran industria, este programa económico no habría sido posible (→ la gran industria fue la base de la sustentación del nazismo). Los empresarios conservan la propiedad, dirección y beneficios de las empresas, pero el Estado controlaba los precios, salarios, el mercado de trabajo y el comercio exterior. Se aunaron esfuerzos para conseguir la máxima autarquía (→ En 1936 se pusieron en marcha planes cuatrienales destinados a garantizar la total independencia con respecto al extranjero de la economía alemana que, sin embargo, se encontraba en un círculo vicioso: el rearme necesitaba materias primas, la obtención de éstas exigía la guerra y la guerra requería a su vez nuevos armamentos).

El régimen económico nacionalsocialista reservó a las grandes empresas grandes beneficios que no dejaron de aumentar. En cambio, la concentración industrial y bancaria perjudicaba a los pequeños patronos, a los artesanos y comerciantes que, sin embargo, encontraban en el dirigismo burocrático una amplia compensación. En cuanto al mundo obrero, que perdió la libertad sindical y cuyo ritmo de trabajo aumentó considerablemente, aunque se benefició de los elevados salarios en las industrias de armamento, se vio fuertemente gravado por las cotizaciones y deducciones que le imponía el Frente de los Trabajadores. La clase campesina, se mantenía, como consecuencia de su endeudamiento, en una situación precaria, como lo atestigua el éxodo masivo a las ciudades.

En resumen, el régimen económico y social era el de una nación cínicamente explotada por el Estado.




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Enviado por:Antonia
Idioma: castellano
País: España

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