Historia


Caída del liberalismo: fascismo y nazismo


Tema 9. La caída del liberalismo: fascismo y nazismo

Lectura 20. Crisis del liberalismo y movimientos fascistas

1. El retroceso del liberalismo político y el auge del conservadurismo

De todo lo ocurrido en el período de entreguerras el que quizá más extrañó a los contemporáneos fue el hundimiento de los valores e instituciones de la civilización liberal, cuyo progreso creían garantizado, al menos en los países “avanzados”. Esos valores eran: la desconfianza en la dictadura y el poder absoluto, la aceptación de un régimen constitucional con gobiernos y Parlamentos libremente elegidos, y un conjunto de derechos y libertades, incluida la libertad de expresión y de reunión. El Estado y la sociedad debían regirse mediante la razón, el debate público, la educación, la ciencia y la mejorabilidad humana. Estos valores habían ganado terreno a lo largo del siglo XIX y parecían destinados a mayores avances.

Antes de 1914 estos valores sólo los habían puesto en entredicho la Iglesia católica (que había erigido dogmas contra la modernidad), algunos intelectuales rebeldes y profetas de la catástrofe (que, no obstante, formaban parte de la civilización que rechazaban) y las nuevas fuerzas de la democracia (hecho, sin duda, inquietante). La ignorancia y el atraso de las masas, su intención de derrocar la sociedad burguesa mediante la revolución social, y la latente irracionalidad humana, tan fácil de explotar por los demagogos, causaban, en efecto, alarma. No obstante, los más peligrosos movimientos de masas, a saber, los partidos socialistas, estaban, en la teoría y de hecho, tan decididamente comprometidos como los demás con los valores de la razón, la ciencia, el progreso, la educación y la libertad. Lo que rechazaban era el tipo de economía, no el gobierno constitucional ni los derechos civiles. Hubiera sido difícil considerar un gobierno presidido por Víctor Adler, August Bebel o Jean Jaurès como el fin de “la civilización”; en todo caso, tal gobierno parecía entonces lejano.

La barbarie de 1914-18 pareció acelerar el avance de las instituciones de la democracia liberal. Excepto la URSS, todos los países salidos de la guerra, nuevos o viejos, incluida Turquía, eran en 1920 regímenes representativos y electos. La institución básica del gobierno constitucional liberal, la elección de Parlamentos y/o de presidentes, era casi general en los Estados independientes, si bien en esos años éstos eran sólo 65 (fundamentalmente europeos y americanos): un tercio de la población mundial vivía aún bajo el dominio colonial. La mera celebración de elecciones no es, por supuesto, una prueba de democracia, pero sí, al menos en teoría, de una cierta penetración de las ideas políticas liberales.

Los regímenes representativos eran, en todo caso, frecuentes. Pero entre la “Marcha sobre Roma” de Mussolini (1922) y el máximo triunfo del Eje en la 2ª G.M. (1942) se vivió un rápido retroceso de las instituciones políticas liberales. Entre 1918 y 1920 el Parlamento fue disuelto o anulado en dos Estados europeos, en la década de 1920 en seis, en la de 1930 en nueve y durante la 2ª G.M. la ocupación alemana destruyó el poder constitucional en otros cinco. Los únicos países europeos que mantuvieron instituciones democráticas fueron Gran Bretaña, Finlandia (a duras penas), Irlanda, Suecia y Suiza.

En América apenas se puede hablar de un avance de las instituciones democráticas. Los países no autoritarios eran pocos: Canadá, Colombia, Costa Rica, EEUU y Uruguay. El resto del mundo, formado sobre todo por colonias, se alejó de las constituciones liberales, si es que alguna vez las había tenido. En Japón un régimen liberal moderado dio paso en 1931 a un régimen militar-nacionalista. En Turquía se impuso desde 1923 Kemal Atatürk, un militar progresista y modernizador que no permitió que ninguna elección le cerrara el paso. En Asia, África y Oceanía sólo Australia y Nueva Zelanda eran realmente democráticas, ya que en Sudáfrica la mayoría negra estaba excluida de la constitución de los blancos.

En resumen, el liberalismo político retrocedió entre 1918 y 1945, sobre todo a partir de 1933, cuando Hitler llegó al poder en Alemania. En 1920 había unas 25 democracias en el mundo. En 1938 unas 17 y en 1944 quizá 12 (de 64). La tendencia parecía clara.

A. Progresos y debilidades de las democracias.

a. Los avances de la democracia política.

Aparentemente la democracia salió vencedora del conflicto. De hecho, Wilson, presidente de EEUU, había afirmado que la finalidad de la guerra había sido salvar al mundo para la democracia. Los nuevos países adoptaron constituciones democráticas y el sufragio universal masculino, adoptado también por los viejos países de tradición liberal. Pero lo más significativo fue la extensión del voto a las mujeres. Antes de la guerra éstas sólo tenían ese derecho en Noruega, Finlandia, Australia y Nueva Zelanda. Al terminar la guerra, o poco después, las mujeres ya votaban en la mayoría de los países occidentales.

En la Europa central (Alemania y el antiguo imperio austrohúngaro) se instauraron nuevos Estados sobre bases democráticas. Alemania, Austria, Hungría y Checoslovaquia se convirtieron en repúblicas. Sólo Yugoslavia será una monarquía (bajo la antigua dinastía serbia). En Hungría, tras el intento de Bela Kun de fundar una república soviética en 1919, se restableció la monarquía Habsburgo, si bien la presión extranjera impidió la restauración del mismo rey. Todos los Estados pequeños, incluidos los surgidos del antiguo imperio ruso (Polonia, Finlandia, Estonia, Letonia y Lituania) poseían, al menos, el aparato externo de la democracia antes de 1930, es decir, constituciones, parlamentos, elecciones y varios partidos. Las nuevas naciones que se crearon en Europa se basaban, además, en las premisas de Wilson de que la autodeterminación de los pueblos era la mejor garantía para la paz internacional y el progreso, siempre y cuando fuera unida a un sistema de gobierno democrático.

Entre los viejos Estados la democracia sólo sufrió un retroceso en los primeros años de posguerra en Italia, Estado parlamentario desde 1861 y con sufragio universal desde 1913. Allí, la democracia terminó bruscamente, con la dictadura fascista que establecerá Mussolini pocos años después de su llegada al poder en l922. En los años veinte la Italia fascista constituyó la principal excepción en lo que parecía ser una marea ascendente de democracia.

b. Socialismo, democracia y reformas sociales.

El triunfo de la revolución bolchevique en Rusia precipitó la división del socialismo mundial. La izquierda del socialismo se escindió pasando a engrosar los diferentes partidos comunistas que se crean en toda Europa adheridos a la Comintern con sede en Moscú. El resto de los socialistas o socialdemócratas europeos, pese a no renunciar al marxismo, renunció a la revolución y propugnaba la transformación de la sociedad a través de métodos parlamentarios y legislativos. El sistema capitalista no era cuestionado radicalmente.

Los sindicatos, con la nueva autoconfianza adquirida gracias al papel desempeñado en la guerra, veían aumentar su afiliación, su prestigio y su importancia. No se concebía ningún gobierno ni régimen sin el apoyo de las organizaciones obreras, que tan decisiva intervención para la victoria habían tenido en los frentes de la guerra y de la producción.

La extensión del sufragio fortaleció la posición de los sectores progresistas, lo que favoreció importantes avances sociales. La legislación social, iniciada tímidamente en las décadas anteriores a la guerra, hacía progresos en muchos países. Se generalizó la jornada de trabajo legal de 8 horas y se adoptaron o se extendieron los programas de seguridad apoyados por los gobiernos contra las enfermedades, los accidentes y la vejez.

Es difícil generalizar sobre los motivos que condujeron a la extensión de los sistemas de bienestar social. Un primer impacto vino probablemente de los movimientos socialistas. Fuera de Rusia, los gobiernos temían un socialismo en gran escala y, para debilitar la fuerza de las demandas que pedían la abolición de la propiedad privada, estaban dispuestos a hacer concesiones a los sectores sociales más débiles. Los progresos sociales venían también condicionados por los recursos de que disponían los diferentes países europeos: donde no existía demasiada riqueza para redistribuir, las medidas sociales fueron escasas o nulas.

Otro factor fue el desarrollo del interés humanitario por los pobres, impulsado por el socialismo y reforzado por la creciente información aportada por los investigadores sociales. La SdN y la Organización Internacional del Trabajo patrocinaron estudios sobre las condiciones sociales. Sus informes dieron prestigio internacional a los planes de bienestar social. La guerra también contribuyó a fomentar la aceptación (y la exigencia) de medidas sociales, así como la costumbre de un gasto público elevado (con mayores impuestos).

Para mejorar la salud y la alimentación se crearon sistemas sociales que ofrecían servicios o ayudas en metálico a personas con bajos ingresos. Las medidas iban dirigidas principalmente a recién nacidos, niños, ancianos e indigentes. Gran Bretaña contaba con el mayor número de servicios financiados por el Estado: clínicas prenatales, maternidades, centros para niños y visita médica a domicilio. En las escuelas se daba a los niños leche y alimentos gratis o baratos, y un servicio médico con reconocimientos regulares. En muchos países los hospitales (en especial los de enfermedades infecciosas) se financiaban con fondos públicos y proporcionaban tratamiento gratuito o casi. En Gran Bretaña y Dinamarca se pagaban pensiones de vejez a quienes no alcanzaban un determinado nivel de renta.

El rasgo más típico de los planes de bienestar de esos años, fue la generalización de la seguridad social: trabajadores, empresarios y, a veces, el Estado contribuían a la creación de unos fondos que aseguraban unos ingresos a quienes sufrían una incapacidad temporal (por enfermedad o desempleo) y a los jubilados. Por su parte, la ayuda familiar fue una novedad, aunque sólo se introdujeron sistemas de aplicación general en Francia y en Bélgica.

La intervención del Estado fue esencial también para posibilitar a los trabajadores el acceso a la vivienda. Una medida bastante generalizada fue el control de los alquileres para mantener bajos los de las viviendas baratas. Se crearon diversas ayudas financieras y se construyó mucha vivienda barata, directamente por el Estado o por constructoras o inmobiliarias supervisadas por el Estado. Un 25% de las viviendas construidas en estos años en Alemania, Holanda, Gran Bretaña o Dinamarca, lo fueron mediante subvención pública.

Con estas medidas, el Estado del bienestar, iniciado tímidamente en el siglo XIX, daba pasos notables. Pero Europa no era homogénea en absoluto. Había una gran diferencia entre los países del norte y oeste, más desarrollados, y los del este y sur, mucho más atrasados. El contraste afectaba no sólo a la cobertura social para los obreros, sino también a la educación, la alimentación, la esperanza de vida, el índice de mortalidad (sobre todo, la infantil), etc.

Las diferencias en educación eran enormes. Mientras casi todos los niños holandeses sabían leer y escribir a los 10 años, en Rumania el 50% eran analfabetos. El analfabetismo era 36 veces mayor en Portugal que en Bélgica. En secundaria las diferencias eran aún mayores: el porcentaje de adultos con estudios secundarios era mucho menor en España y Portugal que en Suiza o Bélgica. En los países atrasados el analfabetismo femenino era muy alto. En los países avanzados se tomaron medidas para que niñas y niños recibieran una misma educación primaria, mientras que en los más pobres siguió la discriminación. Lo mismo ocurría en la secundaria. El incremento del gasto público permitió crear más escuelas primarias, ampliar el período escolar obligatorio y reducir el número de alumnos por profesor. En Gran Bretaña, Países Bajos y Alemania, el porcentaje de renta nacional que el Estado dedicó a la educación aumentó notablemente, si bien muy pocos países emplearon fondos públicos para que alumnos de clase modesta pudieran acceder a estudios secundarios y superiores.

Además de las enormes diferencias existentes entre un país y otro, hay que tener en cuenta las que había dentro de cada país, entre las distintas clases sociales y regiones. Hacia 1930 la tasa de mortalidad infantil era del 156 por mil en Extremadura frente a 74 en Cataluña. Incluso en Gran Bretaña las diferencias eran muy acusadas: 91 en Escocia, 30 en la isla de Wight. La relación entre hacinamiento, pobreza y enfermedad se constató en muchas ocasiones. Estudios hechos en los años veinte en Amsterdam y Glasgow pusieron de manifiesto que las tasas de mortalidad infantil en las zonas más pobladas eran casi 4 veces más altas que las de los distritos con mayor nivel económico. Hacia 1930, un niño holandés tenía al nacer una esperanza de vida superior en 25 años a la de un rumano.

c. El creciente control de la democracia.

La guerra había aumentado el poder del Estado. La gravedad de la situación, la necesidad de dedicar todas las energías y la larga duración del conflicto, exigieron una fuerte intervención del Estado en todas las esferas de la vida nacional. Evidentemente, tales medidas excepcionales quedaron anuladas o mitigadas al llegar la paz, pero ningún país volvió al sistema previo a la guerra ni en lo económico ni en lo político. Los gobiernos se habían acostumbrado a tomar las decisiones fuera del Parlamento, llamado solamente para ratificar las decisiones del gobierno. El sistema parlamentario saldrá, así, debilitado de la guerra, ya que durante la misma, el ejecutivo vio reforzada su autoridad y ampliadas sus atribuciones.

Tras la guerra, la complejidad de los problemas a los que se enfrentaban los gobiernos contribuyó a reforzar el poder ejecutivo. Se produjo una transferencia de poder, primero desde el electorado al Parlamento, y después, de éste al gobierno. A menudo los Parlamentos fueron incapaces de decidir con rapidez y eficacia ante los nuevos problemas y la creciente complejidad de la máquina estatal. Una parte importante de la función parlamentaria pasó a la administración y al gobierno. Las facilidades aportadas por el teléfono, el avión y la radio para enviar órdenes e información favorecieron la centralización de las decisiones. La necesidad de recurrir a expertos también tendió a reforzar el poder del gobierno.

En Gran Bretaña, el poder se concentró en un reducido grupo de ministros y, cuando el primer ministro era, como Lloyd George, una fuerte personalidad, él mismo adoptaba todas las decisiones. La complejidad de los problemas le hizo rodearse de una Secretaría de Estado, con técnicos y funcionarios para estudiar los problemas que competían a los distintos ministerios. Ello dio al primer ministro una gran independencia incluso frente al propio gobierno. Por ello en Inglaterra se ha llegado a hablar de la “dictadura del gabinete”.

En Francia el Parlamento se debilitó también por el hecho de que cada vez era más frecuente la promulgación de decretos-ley, consecuencia de que el Parlamento delegara en el gobierno la facultad de legislar sobre cuestiones en las que una mayoría no podía o no quería ser responsable. El control sobre el gobierno se ejercía a posteriori, con lo que resultaba más débil e ineficaz. Algo semejante ocurría en la república alemana de Weimar.

La organización de los partidos se hizo cada vez más rígida y centralizada; la influencia de las bases disminuyó y los líderes se hicieron todopoderosos. En Gran Bretaña un candidato independiente no tenía ninguna posibilidad de ser elegido. Una vez designados, los diputados, nombrados a menudo por los dirigentes, eran sometidos a una rígida disciplina y a un control riguroso, convirtiéndose en máquinas de votar. El líder del partido mayoritario, que era automáticamente jefe del gobierno, podía conseguir la total subordinación de la Cámara ya que su sustitución requería la celebración de nuevas elecciones.

Las dificultades de la guerra y la posguerra contribuyen a explicar la influencia creciente de la Administración. El Estado multiplica su intervención y la ejecución de las leyes exige un personal especializado y con experiencia. Además, los altos funcionarios casi siempre se reclutan entre las clases dirigentes: tanto en Francia como en Inglaterra proceden de la alta burguesía. El parentesco, la amistad, los sentimientos de clase hacen, sin duda, que estos funcionarios, obligados a intervenir cada vez más en lo económico, experimenten (aun a su pesar) la presión de los grupos económicos que les facilitan los informes que necesitan.

Durante el siglo XIX la lucha por la libertad de prensa había sido una lucha contra el poder político, pues se trataba de defenderla contra la acción de los gobernantes. Pero hacía tiempo que había aparecido otra amenaza encarnada por el “poder del dinero”: aparte del Estado y los grandes partidos políticos, era el único que disponía de los recursos necesarios para crear medios de comunicación. Hay que tener en cuenta que éstos alcanzan un desarrollo sin precedentes en esos años. A la prensa se suman la radio y el cine sonoro. Ambos serán omnipresentes y tendrán un extraordinario impacto en la sociedad. Ahora más que en ninguna época la opinión pública podrá ser dirigida, manipulada.

B. El refuerzo del conservadurismo.

Sin contar las dictaduras, en estos años predominan los gobiernos de derecha. El temor a la revolución favoreció ese hecho. La revolución rusa, que fue un poderoso acicate para la clase obrera, aterrorizó a las clases dirigentes. Ya durante la revolución una intensa propaganda antibolchevique logró convencer a muchos de que los bolcheviques eran unos feroces sanguinarios dispuestos a implantar en toda Europa, e incluso en América, un régimen de sangre y terror. El miedo fue la base de la propaganda anticomunista y se seguirá usando como componente importante del populismo y del nacionalismo. La invocación a la “revolución mundial” hecha por la III Internacional, junto con las informaciones más inverosímiles, como la nacionalización de mujeres e hijos, se difundieron en masa, contribuyendo a crear, en amplios sectores, un estado de histeria colectiva anticomunista.

a. El nacionalismo ultraconservador en EEUU.

En EEUU los grandes intereses económicos influían decisivamente en la política, ya que la participación electoral era muy baja entre las clases populares (menos del 50%) y el electorado, en general, dócil e ignorante. Ello facilitaba el control de las elecciones por ciertos grupos dispuestos a pagar por mantener sus privilegios, y explica que los candidatos en las “primarias” puedan ser elegidos con un número ridículo de votos. Una familia, como la Du Pont de Nemours, llegó a dominar la política en el Estado de Delaware; la Anaconda Koper Mining controlaba la de Montana. Donantes ricos llenaban las arcas electorales de los dos grandes partidos. Así, en las campañas presidenciales de 1912 y de 1928, Mellon, el hombre más rico de EEUU, Rockefeller, Irene Du Pont, Alfred Sloan (General Motors), Harvey Firestone, etc. estaban entre los mayores donantes a los republicanos. Pero la presión de los grandes intereses privados no sólo se ejercía sobre el Congreso a través de las elecciones, sino de forma permanente mediante los grupos de presión o lobbies.

El “miedo rojo” contribuyó, además, al resurgir del nacionalismo a través de varias organizaciones que defendían la recuperación del “americanismo”, esto es, de los valores y creencias considerados “auténticamente americanos”. Numerosos comités, asociaciones, ligas y legiones de decencia y moralidad ejercerán una gran influencia en esos años y lograrán que se adopte toda una política de acción moral. Estas organizaciones consideraban necesario aplicar normas que subrayasen el carácter virtuoso de América frente a la “desordenada” Europa. El lema venía a ser la defensa de lo blanco, anglosajón y protestante, en contra de los negros, católicos, judíos, emigrantes y de cualquiera que pudiera ser calificado de liberal por sus ideas progresistas. Se predicaba la discriminación y la xenofobia y se defendía la preservación de la “pureza de la raza nórdica” como eje del progreso de la nación americana.

Un gran desarrollo logró, por ejemplo, la secta fundamentalista, que recomendaba la aplicación íntegra de los preceptos de la Biblia, sin permitir ninguna crítica al texto sagrado. El darwinismo (la teoría evolucionista) fue objeto de particular atención y su enseñanza fue condenada e incluso prohibida en algunos Estados. Partidarios del darwinismo se vieron obligados a declarar ante los tribunales. Otros fenómenos, que vamos a ver a continuación, fueron también expresiones del nuevo rearme moral con el que EEUU intentaba reafirmar su independencia de Europa, en un contexto de política aislacionista que rechazaba la ratificación del Tratado de Versalles y el ingreso en la SdN.

1. El resurgimiento del Ku Klux Klan.

El KKK reapareció en 1915 con el nombre del “Imperio Invisible” bajo la dirección del coronel, empresario y predicador W. J. Simmons. Tras la guerra experimentó una gran expansión proclamando, sobre todo en el sur y oeste del país, su violenta xenofobia, ciertamente antinegra, pero también antiitaliana, antijudía, anticatólica, etc. y convirtiéndose en una fuerza política poderosa. En 1920 la organización inició una carrera fulminante, pasando de unos pocos centenares de miembros a casi 5 millones en 1925. En 1922 el Klan lograba su máxima influencia llegando a controlar a los gobernadores y las Asambleas Legislativas de Oregón, Oklahoma, Arkansas, Texas, Indiana, Ohio y California, a la vez que alcanzaba sus mayores cotas de violencia sembrando el pánico entre la comunidad negra.

Sus actividades incluían sesiones con un aparatoso ritual, marchas solemnes, disfraces y secretismo, pero su enorme odio racial se traducía sobre todo en actos violentos. Entre 1920 y 1923 la organización desencadenó su más alto grado de violencia (asesinatos, mutilaciones, palizas) al tiempo que crecía su capacidad de convocatoria. Ejercían además una fuerte presión para conseguir la promulgación de leyes federales que restringieran la inmigración. Enviaban amenazas, seguidas de violencia, contra quienes no hacían caso a sus advertencias. A veces denunciaban el internacionalismo pacifista y acusaban de antipatriotas a historiadores e intelectuales que hacían interpretaciones críticas de la revolución americana y de los héroes de la Independencia, logrando la aprobación de leyes que prohibían los libros de texto que supuestamente pervertían, falsificaban y distorsionaban el “puro americanismo”.

2. Las leyes eugenésicas.

La idea determinista de que tanto la inteligencia como la debilidad mental y la criminalidad se debían a causas genéticas y eran, por tanto, hereditarias, estaba muy extendida desde el siglo XIX. Según esa idea, las diferencias sociales y económicas se explicarían por las diferentes capacidades innatas. Así, el papel de las clases altas se justificaría por su mejor dotación genética, en tanto que los pobres, los negros y otros grupos desfavorecidos, “genéticamente inferiores”, ocuparían el lugar subordinado que les correspondía.

La creencia en que la herencia jugaba un papel decisivo en la transmisión de las tendencias criminales y de las deficiencias mentales tuvo importantes repercusiones. Se llegó a ver al deficiente mental y al criminal (delincuentes y revoltosos) como una amenaza para la sociedad que sólo podría solucionarse evitando su reproducción. En contraposición, debería animarse a los sanos y personas de bien a que tuvieran más hijos. La idea de mejorar la raza (aumentando la reproducción de los sanos e inteligentes y limitando la de los enfermos y débiles mentales) se denominó eugenesia y se tradujo en un movimiento que abogaba por promulgar leyes que impidieran tener descendencia a los débiles mentales, etc. La conducta considerada socialmente molesta, dañina o peligrosa se vio también afectada por las leyes eugenésicas, de modo que éstas sirvieron para controlar a quienes resultaban ser una amenaza para los intereses de los poderosos, al tiempo que se disfrazaban de mejoras humanitarias.

A finales del siglo XIX se aprobaron leyes eugenésicas en Massachussets y Michigan, que permitían castrar a determinados grupos de niños y adultos. A principios de siglo XX se sumaron Indiana (1907), Nueva Jersey (1911) y Iowa (1913). En este último la ley recogía la necesidad de prevenir la procreación de los “criminales, violadores, idiotas, débiles mentales; imbéciles, lunáticos, borrachos, toxicómanos, epilépticos, sifilíticos, pervertidos sexuales y morales y personas enfermizas y degeneradas”. Entre 1909 y 1928, 21 Estados promulgaron leyes eugenésicas para controlar la reproducción de desviados sociales y marginados, aunque no todas fueron puestas en práctica. Se ha estima-do que antes de 1929 se llevaron a cabo unas 8.500 esterilizaciones (6.200 en California). El movimiento eugenésico puso en marcha oficinas, comités asesores, etc. para reunir informes y recomendar medidas públicas: según sus “investigaciones”, en torno al 10% de la población era portadora de la “mala semilla”. EEUU se convirtió así en la primera nación donde se aprobaron leyes que aplicaban la esterilización forzosa en nombre de la “pureza de la raza”, adelantándose a la Alemania nazi.

3. Las leyes contra la inmigración.

La llegada a EEUU, en la década anterior a 1914, de 10 millones de inmigrantes dio lugar a que sectores “notables” de la sociedad pidieran un estricto control sobre la “calidad” de sus futuros conciudadanos. Ya en 1871 una ley, aunque no fijaba cuotas ni grupos étnicos o nacionales, excluía a algunos emigrantes a los que se consideraba indeseables y entre los que se contaban culies (asiáticos), prostitutas y convictos. Con el paso de los años se añadieron otros grupos: “lunáticos e idiotas” (1882), “epilépticos y locos” (1903) “imbéciles y débiles mentales” (1907), y se establecieron procedimientos para examinar a los recién llegados y excluir a los que no se ajustaran a los criterios legalmente fijados. Pronto se hizo evidente que la tradicional política de “puertas abiertas” había dejado de ser útil a los intereses de quienes estaban en condiciones de imponer sus opiniones en el país.

Durante la guerra, casi dos millones de reclutas fueron sometidos a tests mentales para su clasificación. Aunque este hecho no influyó en su destino militar, la publicación de los resultados tras la guerra, repercutió notablemente en la política respecto a la inmigración y la asimilación de los inmigrantes. Los tests establecían una clara relación entre nacionalidad y nivel de inteligencia. No es de extrañar, ya que se basaban en las asignaturas impartidas hacia 1900 en EEUU en la escuela: dado que muchos reclutas no habían sido escolariza-dos o eran de origen extranjero, las preguntas basadas en esas materias suponían una patente discriminación social. Los tests se pasaron, además, en condiciones penosas: instalaciones inadecuadas, poco tiempo y escasa colaboración por parte de las autoridades militares. La conclusión fue que “los que proceden de países de habla inglesa y los escandinavos ocupan el primer puesto de la lista, mientras los últimos pertenecen a los países eslavos y latinos”.

Su publicación en 1920 aumentó el clamor que exigía restringir más la inmigración. En 1921 una ley fijó “cuotas” que limitaban el número de extranjeros procedentes cada año de un determinado país al 3% de los inmigrantes de ese país que ya residieran en EEUU según el censo de 1910. Fue la primera vez que el gobierno hizo algo semejante, pero no la última.

Ciertos sectores económicos favorecieron una política de inmigración de “puerta corredera” para regular la disponibilidad de fuerza de trabajo foránea según las fluctuaciones del mercado. Tanto las grandes empresas como la Cámara de Comercio, que defendía los intereses de las pequeñas empresas, eran partidarias de restringir la inmigración. Incluso en sectores obreros se veía como un modo de eliminar la competencia. Las instituciones filantrópicas también se mostraban inclinadas a la restricción. El propio presidente Coolidge dio voz a ese amplio consenso al proclamar “América para los americanos”. La puerta abierta que había ofrecido la posibilidad de una nueva vida a millones de inmigrantes, estaba cerrándose. El deseo de lograr una solución expeditiva y eficaz a la inmigración halló un aliado inmejorable en el ámbito científico, donde primaban planteamientos deterministas que afirmaban el carácter hereditario de la inteligencia. La ciencia se utilizó claramente para legitimar la adopción de una política inmigratoria que era la más deseable para los intereses dominantes en EEUU. Científicos y políticos aunaron sus esfuerzos para conseguir una exclusión selectiva basada en el ideal eugenésico de “pureza racial”.

La justificación biológica del prejuicio racial, tan antiguo como la historia humana, es reciente. Desde el siglo XIX el determinismo se apoyaba en datos cuantitativos, aportados primero por la craneometría y luego por los “tests de inteligencia”. Esta justificación elimina-ba la posibilidad de que los desfavorecidos se redimieran mediante la educación y las mejores condiciones de vida, resolviendo así a las autoridades el problema de lograr la asimilación de los marginados mediante planes de ayuda social, que, aparte de costosos, vendrían a ser inútiles. La ciencia pasaba así a reforzar las ideas imperantes, plagadas de prejuicios, sobre la desigualdad innata de los grupos humanos, legitimando la jerarquización social.

En ámbitos científicos y políticos estaba extendida la creencia de que la población estaba “degenerando al nivel de la raza latina y eslava”. La idea de la degeneración racial, causada por la mezcla con inmigrantes de inteligencia inferior, que parecía agravada en EEUU por la “mancha” de la población negra (“problema” que no tenía Europa), producía terror en amplios sectores. Algunos informes decían que “se debe impedir la propagación de linajes defectuosos en la población actual. Se puede aún parar el descenso de la inteligencia americana impidiendo la inmigración”. Según ellos, era imprescindible frenar la inmigración, que debería ser no sólo restrictiva, sino selectiva. Eso sí, los pasos a dar “para preservar o incrementar la capacidad intelectual, deben venir impuestos por la ciencia, no por la práctica política”. Esto explica el inicio del apoyo federal a la investigación científica considerada relevante y se fomentasen estudios sobre la inteligencia cuya base eran los tests del ejército.

En las deliberaciones, iniciadas en 1923, para elaborar leyes antiinmigratorias no faltó la nota de antisemitismo, aunque sobre la supuesta inferioridad de los judíos los expertos no se ponían de acuerdo (recordemos que uno de los rasgos del estereotipo judío vigente desde el siglo XIX era precisamente la inteligencia y la astucia).

La Ley de Inmigración Johnson-Lodge de 1924 reflejaba la fuerza del movimiento antiinmigratorio y eugenésico. Era una ley más restrictiva aún que la de 1921, pues reducía la cuota de inmigrantes al 2%, y establecía ese porcentaje respecto al censo de 1890, en lugar del de 1920. Con ello se pretendía restringir lo más posible el número de inmigrantes procedente del sur de Europa, sobre todo italianos, cuya llegada masiva se produjo después de 1890. La ley redujo también el número de judíos que podían entrar en EEUU, pasando de los 100-150.000 en años anteriores a 49.000 y luego a 11.000 por año. Menos de una década después, cuando estos “indeseables” eslavos, mediterráneos y semitas se convirtieron en víctimas de las medidas eugenésicas del Tercer Reich, muchos intentaron escapar a la cárcel o al exterminio huyendo a EEUU, que les negó la entrada aduciendo que sus cuotas nacionales habían sido cubiertas. Se ha calculado que, gracias a las leyes antiinmigratorias, entre 1924 y 1939 se impidió la entrada a 6 millones de europeos del sur, centro y este.

El rechazo a los mediterráneos vino acompañado de una ola de hostilidad centrada sobre todo en los italianos. Las operaciones de la policía en los barrios italianos de Nueva York eran frecuentes y, a menudo, violentas. En esta atmósfera de xenofobia estalló el “caso” Sacco y Vanzetti. Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti simbolizaban a los obreros latinos, católicos, de piel blanca y pelo negro, que llegaron a EEUU soñando con un paraíso de libertad y fueron víctimas de los prejuicios y la intolerancia. En abril de 1920 el pagador y el escolta de una fábrica de zapatos en Massachusetts son asesinados y el dinero de la nómina robado. Veinte días después, la policía recibía presiones del gobernador y de los “honorables” ciudadanos de Boston por la creciente criminalidad que sufría Massachusetts. Poco después eran detenidos Nicola y Bartolomeo con armas y propaganda anarquista. Están asustados, no dominan el inglés y sus testimonios son confusos. Atemorizados, lo niegan todo, incluso lo evidente, lo que la policía sí puede demostrar: que llevaban armas y que eran anarquistas.

En el juicio importó poco que los testigos no lograran ponerse de acuerdo sobre si los atracadores habían sido cuatro, tres, dos o uno, ni que se llegara a decir que los asesinos “caminaban como italianos”, ni que un testigo perdiera su trabajo tras no reconocer a los acusados para recuperarlo cuando decidió “recordar” que sí los reconocía. Se trataba de dar un escarmiento a los latinos que llegaban a EEUU y tenían la desvergüenza de olvidar quién mandaba allí. A pesar de las irregularidades del proceso, fueron condenados a muerte. En todo el mundo se alzaron voces pidiendo su libertad, en especial entre el movimiento obrero. La opinión pública progresista de Europa, científicos, intelectuales y personalidades salieron a la calle para pedir la libertad de los dos anarquistas inocentes. La batalla se perdió. De nada sirvió que un puertorriqueño se confesara autor de los asesinatos y negara cualquier implicación de los italianos en el crimen. En 1927, fueron ejecutados. Hubo que esperar hasta 1977 para que la justicia de EEUU reconociera que había ejecutado a dos hombres inocentes.

4. La “Ley seca”.

En 1919 el Congreso de EEUU aprobó la Ley Volstead, que prohibía la fabricación, distribución y venta de bebidas alcohólicas, y estuvo vigente hasta 1933. La conocida como Ley seca representaba el triunfo del esfuerzo de los sectores conservadores por “purificar” la nación americana. Sus partidarios pertenecían, sobre todo, a medios rurales, aunque también los había en las ciudades. En general, defendían la prohibición los protestantes y los grupos aislacionistas hostiles a la entrada de EEUU en la guerra, mientras que los que se oponían eran en su mayoría católicos. También puede decirse que el nordeste era hostil a la prohibición, mientras que el Sur y el Oeste eran más bien favorables. El intento de reforma moral mediante la ley incluyó también la regulación del juego. La prohibición de ambas actividades facilitó su control por bandas criminales (gangsterismo).

b. El predominio de los gobiernos de derecha.

En Gran Bretaña el sistema electoral favorecía a los conservadores, que obtenían mayorías parlamentarias con minorías electorales. Así, en 1928 la coalición conservadora en torno a Lloyd George obtuvo el 68% de los escaños con el 48% de los votos. En las Cámaras predominaban la aristocracia y los intereses financieros. Más de 2/3 de los diputados conservadores pertenecían a familias con título hereditario y se habían educado en colegios de élite. En 1935 170 diputados de los Comunes eran miembros de 650 consejos de administración. De los 450 diputados de la Cámara de los Lores en los años de entreguerras, 272 eran miembros de consejos de administración, 106 representaban a 69 compañías de seguros, 66 a 42 bancos, 49 a la construcción naval, etc. No sorprende, pues, que el gobierno conservador, tras superar la huelga general de 1926, patrocinara en 1927 una ley contra el sindicalismo y se opusiera a la ratificación de la Convención de Washington que consagraba la jornada de 8 horas y al examen en Ginebra de la propuesta de la semana de 40 horas.

El gobierno “nacional” formado tras las elecciones de 1931 dio a las grandes empresas una seguridad desconocida desde 1914; el partido laborista se vio neutralizado por su derrota y sus divisiones; desde entonces todos los instrumentos de poder quedaron en manos de representantes de los grandes intereses. La Federación Industrial, por ejemplo, elaboró la política proteccionista adoptada por el gobierno, dictó los términos de los acuerdos comerciales con Francia y logró modificar las tarifas aduaneras al margen del Parlamento.

En Francia la política cambió de rumbo y se orientó hacia la derecha. Agricultores, artesanos, pequeños comerciantes e industriales, que formaban un sector muy amplio de la sociedad francesa y habían apoyado hasta entonces a la izquierda, mostraron su rechazo a la creciente agitación obrera y renunciaron a una alianza que suponía apoyar una legislación social vista ahora como una generosidad inútil y un despilfarro. La clase media, encuadrada en el partido radical, se deslizó hacia la derecha y el país, que había votado a favor de la izquierda, vio cómo la derecha volvía al poder. También aquí los grandes intereses, muy concentrados, pudieron imponer su voluntad, directamente o mediante la corrupción. Y en gran medida lo seguirán haciendo incluso tras el advenimiento del Frente Popular en 1936, oponiéndose a sus reformas sociales, a los proyectos de represión del fraude fiscal, etc.

El nacionalismo de preguerra, representado por la Ligue des Patriotes y la Action Française, aumentó su influencia en medios intelectuales y políticos. Ese nacionalismo patriotero y agresivo era alimentado por el orgullo de la victoria, la satisfacción de poseer un imperio colonial de enormes recursos (el mito de la “Francia de 100 millones de habitantes”) y la idea de que los frutos de la victoria habían sido desperdiciados o se los había arrebatado la envidia extranjera o la incapacidad de los políticos. El miedo a la revolución dio a la derecha nacionalista un pretexto para monopolizar “lo nacional” contra los partidos de la izquierda “manchados” por el internacionalismo. El nacionalismo tenía el apoyo del clero, del ejército, más influyente que nunca, y de la alta burguesía, así como el de aquellos sectores de la población inclinados a la derecha y hostiles a las huelgas, los sindicatos y el socialismo.

Los problemas de Francia para cobrar las indemnizaciones, agruparon a gran parte de la opinión a favor de un programa de armamentos y de una política de recelo frente a la SdN y de “firmeza” frente a Alemania y de estricta aplicación de los tratados, así como de una disciplina nacional fundada en el respeto riguroso a la jerarquía social y en la defensa de los valores tradicionales. El antisemitismo era también uno de los contenidos básicos de la demagogia nacionalista. Francia, que había recibido una gran cantidad de inmigrantes judíos al acabar la guerra, comenzó a cerrarles la puerta. Los propios sindicatos socialistas apoyaban esta política, afirmando que la inmigración presionaba a los salarios a la baja.

c. La Iglesia católica.

La Iglesia católica, tradicional fuerza conservadora, cuyo poder había declinado en el siglo XIX debido a las revoluciones liberales y los progresos de la democracia, reforzó su poder en este período. Tras la guerra, en que se mantuvo neutral, tuvo que afrontar grandes dificultades. La desaparición de la católica monarquía austrohúngara y la integración de minorías católicas en países de mayoría ortodoxa como Yugoslavia o Rumania no se compensaba con la resurrección de una Polonia católica. Además, había surgido un nuevo Estado, la URSS, adverso a la religión. El Papado intentó adaptarse a la situación reforzando su centralización mediante la publicación del derecho canónico, la uniformidad de la liturgia, la multiplicación de seminarios y colegios nacionales en Roma. La Iglesia desarrolló su influencia a través, sobre todo, de la Acción Católica, que favorecía la creación de partidos confesionales y promovía que los seglares ejercieran el apostolado en su medio cotidiano.

La Iglesia consiguió establecer acuerdos con los gobiernos. Sectores de la burguesía, que antes de 1913 habían defendido sistemáticamente las prerrogativas del Estado frente a la Iglesia, atenuaron su hostilidad, paralizaron las leyes que perjudicaban a la Iglesia, renunciaron a la idea de separación y se prestaron a una “verdadera inversión de la obra de secularización legislativa” que había progresado desde hacía un siglo.

Pío XI desarrolló una política que aseguraba a la Iglesia grandes ventajas. Entre 1919 y 1929 se firmaron 15 Concordatos (Francia, Italia, Polonia, Letonia, Lituania, Rumania, Checoslovaquia...), que consagraban ciertas disposiciones de derecho canónico y daban notables ventajas a la Iglesia: exención fiscal para edificios de culto y otros, exención del servicio militar, reconocimiento jurídico del matrimonio religioso; libertad de enseñanza confesional e inspección episcopal sobre la educación moral y religiosa en la escuela pública.

Francia e Italia, los países más anticlericales antes de 1913, renunciaban a esa actitud al firmar los Concordatos. Tras restablecerse la embajada francesa ante la Santa Sede, esta política se verá coronada en Italia por el Concordato de 1929 (que “devolvía Italia a Dios y Dios a Italia”) y el Tratado de Letrán que Mussolini firmaba con el Papa por el que se creaba el Estado Vaticano. Desde la unidad italiana y el final de los Estados Pontificios, el Papa no había tenido poder político como Jefe de Estado.

2. Los movimientos fascistas: algunas características generales

En el período de entreguerras la amenaza a las instituciones liberales procedió exclusivamente de la derecha, cuestión que quizá merece recordarse pues se asume como obvio que entre 1945 y 1989 esa amenaza procedió del comunismo.

La revolución social comunista dejó de extenderse una vez que la oleada de 1919-20 se retiró. Los movimientos socialdemócratas se convirtieron en sostenedores del Estado más que en fuerzas subversivas y de su compromiso con la democracia no había duda. En casi todos los países los partidos comunistas eran minoritarios y allí donde eran fuertes estaban prohibidos o lo estarían pronto. En los veinte años de retroceso liberal ni un solo país realmente democrático fue derrocado por la izquierda. El peligro procedió de la derecha, que representó no sólo una amenaza al gobierno constitucional y representativo, sino también a la civilización liberal en su conjunto, así como un movimiento casi mundial, el “fascismo”.

A. El fascismo y otras fuerzas antiliberales y antidemocráticas.

Las fuerzas que derrocaron los regímenes democrático-liberales fueron de tres tipos: la derecha autoritaria tradicional, la derecha del “estatismo orgánico” y los movimientos fascistas. Las tres iban dirigidas contra la revolución social y eran una reacción contra la subversión del viejo orden social producida en 1917-20. Las tres eran autoritarias y hostiles a las instituciones políticas liberales, aunque a veces más por pragmatismo que por principios. Las tres tendían a favorecer a los militares y a la policía u otros cuerpos capaces de ejercer coerción física, puesto que eran los baluartes más directos contra la subversión; su apoyo fue esencial para que la derecha llegara al poder. Y las tres tendieron a ser nacionalistas, en parte por resentimiento contra algún país, por alguna guerra perdida o por la insuficiencia de sus imperios, y en parte porque agitar la bandera nacional era un modo de conseguir tanto legitimidad como popularidad. Pero también había diferencias entre las tres fuerzas.

Los autoritarios o conservadores tradicionales, como el almirante Horthy (Hungría), el mariscal Mannerheim (vencedor de la guerra civil contra los “rojos” tras lograr la independencia de Finlandia), el mariscal Pilsudski (liberador de Polonia), el rey Alejandro (primero, de Serbia y, desde 1919, de Yugoslavia) o el general Franco, no tenían una ideología propia, excepto el anticomunismo y los prejuicios tradicionales de su clase social. Podían aliarse con la Alemania de Hitler y con movimientos fascistas en su propio país, pero sólo porque la alianza “natural” incluía entonces a todo el espectro de la derecha. Consideraciones nacionales podían, a veces, romper esa alianza. Churchill, un conservador muy derechista, mostró simpatía por la Italia de Mussolini y no creyó que hubiera que apoyar a la República española contra Franco, pero la amenaza de Alemania a Gran Bretaña le convirtió en un campeón de la unidad internacional antifascista.


Otra tendencia fue el llamado “estatismo orgánico”, un régimen conservador que, más que defender el orden tradicional, recreaba deliberadamente sus principios para hacer frente tanto al individualismo liberal como al reto del proletariado y del socialismo. Detrás había una nostalgia por una imaginaria sociedad feudal, en la que se aceptaba la existencia de clases sociales o grupos económicos, pero se rechazaba la lucha de clases mediante la aceptación de la jerarquía social, reconociendo que cada grupo social o “estado” tenía un papel que desempeñar en una sociedad orgánica formada por todos como una colectividad. Esto generó teorías “corporativas” que sustituían la democracia liberal por la representación de los grupos de intereses económicos y laborales. A veces se le llamó democracia “orgánica”: de hecho se trataba de un régimen autoritario y de un Estado fuerte gobernado desde arriba por burócratas y tecnócratas. Los mejores ejemplos de estos regímenes antiliberales de derechas se hallan en países católicos, como Portugal con Oliveira Salazar, el más duradero (1927-1974), Austria entre la destrucción de la democracia y la invasión de Hitler (1934-1938) y, hasta cierto punto, la España de Franco (1939-1975).

Por su parte, la Iglesia católica, profundamente reaccionaria, no era fascista, dado su rechazo al carácter básicamente laico de los Estados totalitarios. No obstante, la doctrina del “estado corporativo”, ejemplificado en países católicos, se elaboró, sobre todo, en los círculos fascistas, aunque estos regímenes no bebían sólo de la tradición católica, e incluso en países católicos el fascismo podía surgir directamente del catolicismo integrista, como el movimiento del belga Leon Degrelle. Lo que unía a la Iglesia con los reaccionarios de viejo tipo, y con los fascistas, era su odio a la ilustración del siglo XVIII, a la revolución francesa y a todas sus derivaciones: la democracia, el liberalismo y, por supuesto, el “comunismo sin dios”. Cuando el liberalismo cayó, la Iglesia, con raras excepciones, se alegró.

El primer movimiento fascista, que dio nombre al fenómeno, fue el italiano, creado por un periodista socialista renegado, Benito Mussolini. Pero el fascismo italiano no tuvo mucho éxito internacional. De no haber ganado Hitler en Alemania, el fascismo no se habría convertido en un movimiento general. Salvo el italiano, todos los movimientos fascistas importantes surgieron después de subir Hitler al poder. Destacan la Cruz y la Flecha en Hungría, que obtuvo el 25% de los sufragios en la primera votación secreta de ese país (1939), y la Guardia de Hierro en Rumania, que gozó de un apoyo aún mayor. Los movimientos apoyados por Mussolini, como los terroristas croatas ustachi de Ante Pavelic, no lograron mucho ni se hicieron fascistas hasta los años treinta, en que buscaron inspiración y ayuda financiera en Alemania. Además, sin el triunfo de Hitler no se habría desarrollado la idea del fascismo como movimiento universal (una especie de internacional de la derecha con centro en Berlín frente a la Komintern de Moscú).

No es fácil decir qué era lo que desde 1933 tenían en común las diferentes corrientes del fascismo, aparte de aceptar la hegemonía alemana. La teoría no era el punto fuerte de unos movimientos que predicaban la insuficiencia de la razón y la superioridad del instinto y de la voluntad. Los teóricos reaccionarios atraídos por el fascismo eran más bien elementos decorativos. Tampoco se puede identificar al fascismo con el “estado corporativo”: la Alemania nazi no se interesó mucho por él, dado que entraba en conflicto con el principio de una indivisible comunidad del pueblo. Incluso un elemento tan crucial en apariencia como el racismo faltaba al principio del fascismo italiano. En cuanto al nacionalismo, anticomunismo, antiliberalismo, etc., el fascismo los compartía con otros grupos de derecha.

La mayor diferencia entre la derecha tradicional y el fascismo era que éste movilizaba a las masas desde abajo. Pertenecía a la época de la política democrática y popular, rechazada por los tradicionales y que los defensores del “estado orgánico” intentaban superar. Al fascismo le gustaban las movilizaciones de masas y las conservó como escenografía incluso cuando subió al poder. Los fascistas eran los “revolucionarios” de la contrarrevolución: de ahí su retórica, su atractivo para cuantos se consideraban víctimas de la sociedad, su llamamiento a transformarla radicalmente, e incluso su deliberada adaptación de los símbolos y nombres de la revolución social, tan evidente en el caso del Partido Obrero Nacional-Socialista de Hitler, con su bandera roja (modificada) y la adopción del 1º de mayo como fiesta oficial.


Análogamente, aunque el fascismo se especializó en la retórica del retorno del pasado, no era un movimiento tradicionalista, si bien propugnaba muchos valores tradicionales. Denunciaba la emancipación liberal (la mujer debía permanecer en el hogar y dar a luz muchos hijos) y desconfiaba de la influencia de la cultura moderna y, en especial, del arte de vanguardia, al que los nazis tildaban de “degenerado” y de “bolchevismo cultural”. Pero ni en Italia ni en Alemania recurrió a la Iglesia o a la monarquía, guardianes históricos del orden conservador. Intentó, más bien, suplantarlos por un principio totalmente nuevo de liderazgo encarnado en el hombre hecho a sí mismo y legitimado por el apoyo de las masas, y por unas ideologías (y cultos) laicos. El pasado al que apelaban era un artificio. El propio racismo de Hitler era una elucubración posdarwinista de finales del siglo XIX, que pretendía apoyarse en la genética y en su rama aplicada o “eugenesia”, que soñaba con crear una superraza mediante la reproducción selectiva y la eliminación de los menos aptos. Hostil a la Ilustración y a la revolución francesa, el fascismo no podía creer en la modernidad y en el progreso, aunque eso no le impedía combinar esas absurdas creencias con la modernización tecnológica.

Tampoco se puede identificar fascismo con nacionalismo. Es obvio que el fascismo tendía a apelar a las pasiones y prejuicios nacionalistas. Pero el nacionalismo creó problemas a los movimientos fascistas de los países ocupados por Alemania o cuya suerte dependía de la victoria de ésta contra sus propios gobiernos. En Flandes, Holanda o Escandinavia cabía identificarse con los alemanes como parte de un gran grupo racial teutónico, pero resultaba más útil una postura internacionalista (apoyada por la propaganda de Goebbels). Alemania se veía como el núcleo y única garantía de un futuro orden europeo, con las típicas invocaciones a Carlomagno y al anticomunismo. Las unidades militares no alemanas que lucharon bajo bandera alemana en la 2ª G.M. destacaban este elemento internacional.

También es obvio que no todos los nacionalismos simpatizaban con el fascismo, y ello no sólo porque las ambiciones de Hitler les amenazaban (caso de polacos y checos). De hecho, en varios países la movilización antifascista produjo un patriotismo de izquierda en la 2ª G.M., cuando la “resistencia” la dirigían “frentes nacionales” que cubrían todo el espectro político, excepto los fascistas y sus colaboradores. Que un nacionalismo se encontrara en el campo del fascismo dependía de si ganaba más que perdía con el avance del Eje y de si su odio al comunismo o a otra nación o grupo étnico (judíos, serbios) era mayor que su antipatía a alemanes o italianos. Así, los polacos, antirrusos y antijudíos, apenas colaboraron con la Alemania nazi, pero sí lo hicieron los lituanos y algunos ucranianos (ocupados por la URSS).

El fascismo no arraigó en Asia ni en África (excepto entre los bóers de Sudáfrica) porque no respondía a las situaciones políticas locales. Esto es cierto incluso para Japón, aunque fuera aliado de Alemania e Italia, luchase a su lado en la guerra y estuviese políticamente en manos de la derecha. Las afinidades ideológicas entre Japón y las potencias occidentales del Eje eran, sin duda, fuertes. Los japoneses defendían con gran empeño sus convicciones de superioridad racial y la necesidad de la pureza racial, así como la creencia en las virtudes militares del sacrificio personal, el estricto cumplimiento de las órdenes, la abnegación y el estoicismo. Los valores predominantes en Japón eran la jerarquía rígida, la total dedicación a la nación y a su divino emperador y el rechazo a la libertad, la igualdad y la fraternidad. Los japoneses comprendían perfectamente los mitos wagnerianos sobre los dioses bárbaros, los caballeros medievales puros y heroicos y la naturaleza llena de leyendas del bosque y la montaña. Tenían la misma capacidad para conjugar un comportamiento bárbaro con una sensibilidad estética refinada. De hecho, entre los grupos ultranacionalistas que asesinaban a los políticos que no les parecían suficientemente patriotas, así como en el ejército que conquistó y esclavizó Manchuria y China, había muchos japoneses que propugnaban una identificación más estrecha con las potencias fascistas europeas.


El fascismo no podía equipararse a un feudalismo oriental con una misión nacional imperialista. Pertenecía a la era de la democracia y del hombre medio, y el concepto mismo de “movimiento”, de movilización de las masas por objetivos nuevos, tal vez revolucionarios, tras unos líderes autoproclamados, no tenía sentido en el Japón de Hirohito. Más que Hitler, eran el ejército y la tradición prusianos los que encajaban en su visión del mundo.

B. Las bases históricas y sociales del fascismo.

Los movimientos fascistas, que mezclaban valores conservadores, técnicas de la democracia de masas y una ideología nueva de violencia irracional, centrada sobre todo en el nacionalismo, habían nacido a finales del siglo XIX como reacción contra el liberalismo (y los cambios sociales fruto del capitalismo), contra los movimientos socialistas en ascenso y contra la riada de extranjeros que formó el mayor movimiento migratorio conocido hasta entonces. En esos años se inició la xenofobia masiva, cuya expresión pasó a ser el racismo (la protección de la raza nativa frente a la contaminación de las hordas subhumanas invasoras).

El sustrato común del fascismo era el resentimiento de los “pequeños”, aplastados entre el gran capital y los movimientos obreros en auge, o privados de la posición respetable que habían ocupado en la sociedad y creían merecer. Esos sentimientos hallaron su expresión más típica en el antisemitismo, que a finales del siglo XIX empezó a animar movimientos políticos concretos. Los judíos estaban en casi todas partes y podían simbolizar fácilmente lo más odioso de un mundo injusto, en gran medida porque aceptaban las ideas de la Ilustración y la revolución francesa que los había emancipado (y hecho más visibles). Podían servir como símbolo del odiado capitalista/financiero, del agitador revolucionario, de la influencia destructiva de los “intelectuales desarraigados” y de los nuevos medios de comunicación de masas, de la competencia que suponía su desproporcionada presencia en determinadas profesiones con cierto nivel de instrucción, y del extranjero y el intruso como tal. Eso sin mencionar la convicción de los cristianos más tradicionales de que habían matado a Cristo.

El rechazo a los judíos era general en Europa. No obstante, el que los obreros en huelga atacaran a los tenderos judíos y consideraran a sus patronos como judíos, no quiere decir que fueran protonazis. El antisemitismo agrario de Europa central y oriental se hizo más explosivo a medida que las sociedades rurales eslava, magiar o rumana sufrían las sacudidas del mundo moderno. En Polonia, la independencia vino marcada por el asesinato de miles de judíos. Cuando EEUU, Gran Bretaña y Francia enviaron delegaciones para conocer la situación, fueron acogidos con hostilidad por los periódicos nacionalistas que calificaron el hecho de injerencia de la “internacional judía” en los asuntos polacos. En Hungría, a los judíos, abundantes en la banca, el comercio, los intelectuales y las profesiones liberales, se les acusaba de “encarnar el capitalismo en sus aspectos más odiosos” y de haber dirigido la fracasada revolución comunista de 1919. En Rumania, con una prensa llena de artículos antisemitas, grupos de estudiantes atacaban y asesinaban a judíos con gran impunidad.

Esta situación contradecía la igualdad de derechos recogida en las Constituciones de los nuevos Estados y las garantías contenidas en los tratados de paz respecto a las minorías. En Rumania se aprobaron leyes que impedían acceder a la ciudadanía a quienes no pudieran probar que residían en los nuevos territorios antes de la guerra. Medidas semejantes afectaron a los judíos polacos y austriacos. En Polonia y otros países se restringió el número de judíos en cargos públicos y en Rumania no podían ser funcionarios. También se restringió el ingreso de judíos en la enseñanza superior. Toda una serie de trabas económicas para dificultar a los judíos el desarrollo de ciertas actividades se establecieron, sobre todo a partir de 1930. En Polonia, Rumania, Lituania, Letonia y Grecia, los artesanos y pequeños comerciantes judíos se fueron empobreciendo como resultado de una política gubernamental deliberada.


Este antisemitismo popular dio amplia base a los movimientos fascistas de Europa oriental, sobre todo la Guardia de Hierro rumana y la Cruz y la Flecha húngara. En todo caso, en los antiguos territorios de los Habsburgo y los Romanov esta conexión era más clara que en el Reich alemán, donde el antisemitismo popular, aunque fuerte y enraizado, era menos violento o más tolerante. A pesar de ello, no se puede comparar la violencia ocasional de los pogromos anteriores a 1914 con el exterminio de los judíos durante la 2ª G.M.

Los militantes de clase media y baja se integraron en la derecha radical, sobre todo en los países donde no prevalecían las ideologías del liberalismo y la democracia. En los grandes países liberales (Gran Bretaña, Francia y EEUU) la hegemonía de la tradición revolucionaria impidió la aparición de movimientos fascistas destacados. Las clases medias bajas fueron la espina dorsal de los movimientos fascistas. En Austria, por ejemplo, de los nazis elegidos concejales de Viena en 1932, el 18% eran trabajadores por cuenta propia, el 56% administrativos, oficinistas y funcionarios, y el 14% obreros; de los nazis elegidos en cinco ayuntamientos de fuera de Viena ese mismo año, el 16% eran trabajadores por cuenta propia y campesinos, el 51% oficinistas, etc, y el 10% obreros no especializados.

Eso no quiere decir que el fascismo no tuviera apoyos entre la clase obrera. A la Guardia de Hierro la votaban los campesinos pobres. Gran parte del electorado de la Cruz y la Flecha era de clase obrera y en Austria, derrotada la socialdemocracia en 1934, se produjo un fuerte trasvase de obreros hacia el partido nazi, sobre todo en provincias. Además, una vez que los gobiernos fascistas adquirían legitimidad pública, muchos trabajadores comunistas y socialistas, como en Italia y Alemania, pasaban a sintonizar con el nuevo régimen.

El fascismo caló en la clase media y entre los jóvenes, sobre todo, los universitarios. En 1921, antes de la marcha sobre Roma, el 13% de los fascistas eran estudiantes. En Alemania en 1930 lo eran un 5-10% de los miembros del partido nazi. Muchos eran ex-oficiales, para los cuales la guerra había sido la cima de su realización personal, desde la cual sólo veían el futuro de una vida civil decepcionante. El atractivo del fascismo era mayor cuanto más fuerte era la amenaza, real o temida, que se cernía sobre la clase media. En Alemania la inflación de 1923 y la depresión de 1930 radicalizaron incluso a los funcionarios de nivel medio y superior, que, en circunstancias menos traumáticas, se habrían sentido satisfechos con su papel de patriotas conservadores tradicionales. Entre 1930 y 1932 los votantes de los partidos burgueses de centro y de derecha se inclinaron en masa por el partido nazi.

Esas capas medias conservadoras se sentían atraídas por los demagogos del fascismo y estuvieron dispuestas a aliarse con ellos contra el gran enemigo. El fascismo italiano tuvo buena prensa en los años 20 e incluso en los 30 entre los liberales. Hitler fue llevado al poder por una coalición de la derecha tradicional. En Francia no fue fácil después de 1945 distinguir a fascistas y colaboracionistas de los seguidores de Pétain. En resumen, en esas décadas la alianza “natural” de la derecha iba desde los conservadores tradicionales hasta los fascistas. El fascismo dinamizó a las fuerzas del conservadurismo y la contrarrevolución, fuertes pero poco activas, y su éxito, sobre todo tras la subida de los nazis al poder en Alemania, hizo que apareciera como el movimiento del futuro. Que el fascismo llegara incluso a adquirir importancia, aunque pasajera, en la Gran Bretaña conservadora demuestra esa fuerza.


El ascenso de la derecha radical después de 1919 fue una respuesta a la revolución social y al fortalecimiento de la clase obrera en general, y a la revolución bolchevique en particular. Sin ellos no habría existido el fascismo, pues aunque hubo ultraderechistas activos en diversos países desde finales del siglo XIX, hasta 1914 siempre habían estado bajo control. Visto así, los apologistas del fascismo quizá tienen razón cuando sostienen que Lenin engendró a Mussolini y a Hitler. Pero no tienen derecho en absoluto a disculpar la barbarie fascista afirmando que se inspiraba o imitaba las barbaridades previas de la revolución rusa.

Hay que matizar, además, la tesis de que la reacción de la derecha fue una respuesta a la izquierda revolucionaria. Primero, subestima el impacto de la 1ª G.M. sobre una gran parte de las clases medias y medias-bajas, los soldados o los jóvenes nacionalistas que, tras el armisticio, se sintieron defraudados al haber perdido su oportunidad de ser héroes. El “soldado del frente” o excombatiente ocupa un lugar destacado en la mitología de la derecha radical y en los primeros grupos armados ultranacionalistas, como los oficiales que asesinaron a los espartaquistas Karl Liebnecht y Rosa Luxemburgo, los squadristi italianos y el Freikorps alemán. El 57% de los primeros fascistas italianos eran veteranos de guerra. El compromiso de la izquierda con el pacifismo y el antimilitarismo, y la repulsa popular a la carnicería de la guerra, hizo que muchos subestimaran la importancia de una amplia minoría para la cual la experiencia de la lucha, el uniforme, la disciplina y el sacrificio (el suyo y el de los demás), así como las armas, la sangre y el poder, eran lo que daba sentido a su vida masculina.

En segundo lugar, la reacción derechista, más que al bolchevismo, fue una respuesta a todos los movimientos obreros organizados que amenazaban el vigente orden social. Lenin era su símbolo. Para la mayoría de los políticos, la amenaza real no residía tanto en los partidos socialistas, cuyos líderes eran moderados, sino en el fortalecimiento de la confianza y el radicalismo de la clase obrera, que daba a los viejos partidos socialistas una nueva fuerza política y que, de hecho, los convirtió en el sostén indispensable de los Estados liberales.

Lo que asustaba a los conservadores era la amenaza implícita en ese refuerzo de la clase obrera, más que la llegada de socialistas al gobierno, aunque esto fuera ya amargo. En esos años de disturbios sociales ninguna frontera clara los separaba de los bolcheviques. De hecho, en 1919-22 muchos partidos socialistas se habrían pasado al comunismo si éste no los hubiera rechazado. Y no fue a un comunista, sino al socialista Matteotti a quien Mussolini hizo asesinar después de la “marcha sobre Roma”. Es posible que la derecha tradicional considerara que la Rusia atea encarnaba todo el mal del mundo, pero el alzamiento de Franco en 1936 no iba dirigido contra los comunistas (una minoría dentro del Frente Popular), sino contra un movimiento popular que apoyaba a los socialistas y los anarquistas.

C. Las condiciones de acceso al poder y el balance de su actuación.

Lo que dio a la derecha radical después de 1919 la ocasión de triunfar con el ropaje del fascismo fue el hundimiento de los viejos regímenes y de las viejas clases dirigentes con su maquinaria de poder, influencia y hegemonía. Donde esos regímenes se mantuvieron bien no fue preciso el fascismo. No progresó en Gran Bretaña porque la derecha conservadora tradicional siguió controlando la situación, y tampoco en Francia hasta la derrota de 1940.

El fascismo tampoco fue necesario en los nuevos países independientes cuando unos dirigentes nacionalistas se hicieron con el poder. Esa derecha antidemocrática podía ser reaccionaria e imponer un gobierno autoritario, pero no era propiamente fascista. No hubo un movimiento fascista importante en Polonia, gobernada por militares autoritarios, ni en la zona checa (democrática) de Checoslovaquia, ni en el núcleo serbio (dominante) de la nueva Yugoslavia. En los países gobernados por reaccionarios tradicionales (Finlandia, Rumania, Hungría, la España de Franco), los movimientos fascistas, aunque importantes, estuvieron controlados. Esto no quiere decir que los movimientos nacionalistas minoritarios no vieran atractivo el fascismo, aunque sólo fuera porque podían esperar apoyo económico y político de Italia y, desde 1933, de Alemania. Así ocurrió en el Flandes belga, Eslovaquia y Croacia.


Las condiciones óptimas para el triunfo de esta ultraderecha fueron la existencia de un Estado caduco cuyos mecanismos de gobierno no funcionaran correctamente, una masa de ciudadanos desencantados y descontentos sin saber en quién confiar, unos movimientos socia-listas fuertes que amenazasen con la revolución social (o así lo pareciera) y un resentimiento nacionalista contra los tratados de 1918­-20. En esas condiciones, las viejas elites dirigentes, privadas de otros recursos, se sentían tentadas a recurrir a los radicales extremistas, como hicieron los liberales italianos con los fascistas de Mussolini en 1920-22 y los conservadores alemanes con los nazis de Hitler en 1932-33. Pero el fascismo no “conquistó el poder” en Italia ni en Alemania, aunque recurrió a menudo a la retórica de “ocupar la calle” y “marchar sobre Roma”. En ambos países accedió al poder con la connivencia del viejo régimen o por iniciativa del mismo, esto es, por procedimientos “constitucionales”.

Por último, el fascismo no habría alcanzado un lugar relevante en la historia de no haberse producido la Gran Depresión. Italia no bastaba para mover el mundo. En Alemania, los pilares de la sociedad imperial (generales, funcionarios, etc.) apoyaron a los grupos paramilitares de derecha contra la revolución “espartaquista”, pero dedicaron sus mayores esfuerzos a lograr que la nueva república fuera conservadora, antirrevolucionaria y, sobre todo, capaz de conservar cierto margen de maniobra en el ámbito internacional. Forzados a elegir, como cuando el putsch derechista de Kapp en 1920 o el golpe de Munich en 1923 (donde Hitler jugó un papel destacado), apoyaron sin dudarlo el statu quo.

Tras la recuperación económica de 1924 el partido nazi sólo logró el 3% de los votos: en 1928 obtuvo el 2,6%, frente al 5% del civilizado Partido Demócrata, el 10% de los comunistas y el 30% de los socialdemócratas. Dos años más tarde, sin embargo, consiguió el apoyo de más del 18% del electorado, convirtiéndose en el segundo partido más votado, y en el verano de 1932 fue, con diferencia, el más votado, más del 37%, aunque en las siguientes elecciones democráticas no conservó ese apoyo. Sin duda fue la Gran Depresión la que hizo que Hitler dejara de ser un fenómeno marginal y se convirtiera en dueño de Alemania.

Ni siquiera la Gran Depresión habría dado al fascismo la fuerza e influencia que tuvo en los años 30 de no haber llevado al poder un movimiento de ese tipo en Alemania, un país destinado por su tamaño, potencial económico y militar y posición geográfica a ejercer un importante papel político en Europa (su derrota en las dos guerras no ha impedido, al fin y al cabo, que ahora sea el país dominante en Europa). La toma del poder en Alemania por Hitler pareció confirmar el éxito de la Italia de Mussolini e hizo del fascismo un gran movimiento político de alcance mundial. La expansión militar agresiva (y con éxito) de ambos países, reforzada por la de Japón, dominó la política internacional de la década. Era lógico que varios países y movimientos se sintieran atraídos e influidos por el fascismo, buscaran el apoyo de Alemania y de Italia, obteniéndolo a menudo, dado el expansionismo de ambos países.

La novedad del fascismo consistió en que, una vez en el poder, se negó a respetar las viejas normas del juego político y, cuando le fue posible, impuso una autoridad absoluta. La transferencia total del poder, o la eliminación de todo adversario, llevó mucho más tiempo en Italia (1922-28) que en Alemania (1933-34), pero una vez conseguida no hubo ya límites para lo que pasó a ser la dictadura ilimitada de un líder populista supremo (Duce o Führer). Llegados a este punto, es necesario rechazar dos tesis igualmente incorrectas: el fascismo ni fue “revolucionario” ni fue la expresión del “capitalismo monopolista”.

Los fascismos tenían elementos típicos de los movimientos revolucionarios en la medida que algunos de sus miembros preconizaban una transformación radical de la sociedad, a menudo con una marcada tendencia anticapitalista y antioligárquica. Pero el fascismo revolucionario no logró cuajar. Hitler se apresuró a eliminar a quienes se tomaban en serio el adjetivo “socialista” dentro del nombre del partido nazi. La utopía del retorno a una especie de edad media poblada por propietarios campesinos, artesanos y muchachas de rubias trenzas no era un programa realizable en un gran Estado del siglo XX y menos aún en regímenes, como el italiano y el alemán, interesados en la modernización y el progreso tecnológico.

Lo que sí logró el nazismo fue depurar radicalmente las viejas elites e instituciones imperiales. El nazismo tenía también un programa social, que cumplió en parte: vacaciones, deportes, el “coche del pueblo” (Volkswagen). Pero su principal logro fue superar la gran depresión con éxito, gracias a que su antiliberalismo le permitía no comprometerse con el libre mercado. Ahora bien, el nazismo, más que radicalmente nuevo, era el viejo régimen revitalizado. Al igual que el Japón imperial y militarista de los años 30, era una economía capitalista no liberal que consiguió una sorprendente dinamización del sistema industrial.

Los resultados de la Italia fascista fueron más modestos, como se demostró en la 2ª G.M., en la que no logró desempeñar un papel eficaz. Su referencia a la “revolución fascista” era retórica, aunque sin duda para muchos fascistas de base se trataba de una retórica sincera. Era más claramente un régimen que defendía los intereses de las viejas clases dirigentes, pues había surgido como defensa frente a la agitación revolucionaria posbélica más que, como en Alemania, como reacción a los traumas de la Gran Depresión y a la incapacidad de los gobiernos de Weimar para afrontarlos. El fascismo italiano, que en cierto sentido continuó el proceso de unificación nacional del siglo XIX creando un gobierno más fuerte y centralizado, obtuvo también logros notables. Por ejemplo, combatió con éxito a la mafia siciliana y a la camorra napolitana. Pero su significado histórico reside más bien en su función de adelantado de una nueva versión de la contrarrevolución triunfante: Hitler nunca dejó de reconocer la inspiración y la prioridad italianas. Por otra parte, el fascismo italiano fue durante mucho tiempo una anomalía entre los movimientos derechistas radicales por su tolerancia, e incluso aprecio, hacia la vanguardia artística y también, hasta que Mussolini empezó a actuar en sintonía con Alemania en 1938, por su total desinterés hacia el racismo antisemita.

En cuanto a la tesis del “capitalismo monopolista de Estado”, lo cierto es que el gran capital puede entenderse con cualquier régimen que no pretenda expropiarlo y que cualquier régimen se ve forzado a lograr un entendimiento con él. El fascismo no era “la expresión de los intereses del capital monopolista” en mayor medida que el gobierno de Roosevelt, el gobierno laborista británico o la república de Weimar. Hacia 1930 el gran capital no mostraba una especial predilección por Hitler y habría preferido un conservadurismo más ortodoxo; incluso después de la Gran Depresión su apoyo fue tardío y parcial. Sin embargo, cuando Hitler accedió al poder, el capital cooperó decididamente con él, hasta el punto de utilizar durante la guerra mano de obra esclava y de los campos de exterminio, y tanto las grandes como las pequeñas empresas se beneficiaron de la expropiación de los judíos.

Hay que reconocer, no obstante, que el fascismo ofrecía algunas notables ventajas al capital que no tenían otros regímenes. En primer lugar, eliminó o venció a la revolución social izquierdista y pareció convertirse en el principal bastión contra ella. En segundo lugar, suprimió los sindicatos obreros y otros elementos que limitaban los derechos de la patronal en su relación con la fuerza de trabajo. El “principio de liderazgo” fascista correspondía al que ya aplicaban la mayoría de los empresarios en la relación con sus subordinados y el fascismo lo legitimó. En tercer lugar, la destrucción de los movimientos obreros contribuyó a garantizar a los capitalistas una respuesta muy favorable a la Gran Depresión. Mientras que en EEUU el 5% de la población con mayor poder de consumo vio disminuir un 20% su participación en la renta nacional entre 1929 y 1941, en Alemania ese 5% de más altos ingresos aumentó en un 15% su parte en la renta nacional en ese mismo período. Finalmente, el fascismo dinamizó y modernizó las economías industriales, aunque no obtuvo resultados tan buenos como las democracias occidentales en la planificación científico-tecnológica a largo plazo.

94

Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 20




Descargar
Enviado por:Colocau
Idioma: castellano
País: España

Te va a interesar