Derecho


Derecho Romano


DERECHO ROMANO

INTRODUCCION

  • EL DERECHO ROMANO Y SUS PERIODOS HISTORICOS

  • Por “derecho romano” entendemos hoy la experiencia ju­rídica romana en su desenvolvimiento histórico desde la fun­dación de Roma, situada según la tradición hacia la mitad del siglo viii a. de C., hasta la muerte de Justiniano, emperador de Oriente, acaecida en el 565 después de C.

    Esta larga historia, que comprende cerca de trece siglos, se puede dividir en cinco períodos.

    1.0 Período del derecho arcaico o quiritario.—-Que se des­arrolla desde los orígenes de Roma hasta el siglo si a. de C. En esta fase el derecho, formado esencialmente por normas consuetudinarias, referentes a la vida local y agrícola de la civi­tas primitiva, va referido principalmente a los cives, esto es, a los ciudadanos romanos (quirites) y presenta carac­teres rigurosos y formalistas, que se revelan también en la es­tructura del proceso llamado “legis actiones”,, dividido en dos estadios, el que se realiza ante el magistrado que fija los tér­minos de la controversia y el que se actúa frente al juez que juzga los elementos de hecho. Se van creando los institutos jurídicos fundamentales en torno a las XII tablas, codificación parcial de los usos vigentes en el siglo y a. de C. y se compone el primer núcleo del “ius civile” (en el sentido de “ius pro­prium civitatis”, elaborado primero por la jurisprudencia pontifical y después por la de carácter laico.

    2.0 Periodo del derecho republicano.—A partir de la se­gunda guerra púnica (218-201 a. de C.) que inicia la expansión de Roma en la cuenca mediterránea, el derecho romano va en­riqueciéndose y renovándose. El pequeño municipio rústico, que llega a ser una potente ciudad-estado, entra en contacto con otras civilizaciones. Junto al “ius civile” surgen nuevos ordenamientos: el “ius gentium”, más elástico y sin formas, en el que participan, por las exigencias del comercio, los ex­tranjeros (peregrini), y el ius honorarium” (de honor, magistratura), creado por el pretor para adecuar la actividad judicial a las mudables condiciones sociales y espirituales. Entre ambos hacen triunfar la equidad sobre el estricto dere­cho, la intención de las partes sobre las figuras predetermi­nadas. Al procedimiento de las “legis actiones” antes se afianza y después le sustituye un nuevo sistema de proceso, mas ágil y dúctil, también él dividido en dos estadios, llamado proceso formulado. La gran jurisprudencia republicana germina sobre la base de la elaboración técnica y científica del de­recho, preparando así el esplendor de la edad sucesiva.

    30 Período del derecho cldsico.—El se extiende desde el final de la república y los albores del principado de Augusto hasta la época de Diocleciano ~fines del s. iii después de C. Y En tal periodo se desarrolla al máximo la perfección del derecho romano, fundamentado sobre los tres sistemas del “ius civile”, del “ius gentium” y del “ius honorarium”, a lo que sele suma en este período y en medida siempre más extensa el derecho creado por los Emperadores con sus constituciones, por el Senado y por la actividad de un nuevo procedimiento, la “cognitio extra ordinem” que se desarrolla frente a un único juez y se afianza por el proceso formulado, sobre la cual se había fundado el derecho pretorio y la antítesis entre éste y el derecho civil. El derecho romano tiende a determinarse siempre como más universal y a ello contribuye fuertemente la concesión de la ciudadanía romana dada en el 212 después de C. por el emperador Caracalla a todos aquellos que “in orbe romano sunt”. El general robustecimiento de loe poderes del Estado, que consigue el principado y, todavía más, la monarquía absoluta después de la muerte de Alejandro Se­vero (a. 235 después de C.), se manifiesta en el campo del de­recho privado con una intervención siempre mía decisiva de la autoridad imperial en la creación y actuación deI detedio.~

    Periodo del derecho postclásico.—Se extiende desde la edad de Constantino (principios del s. iv) hasta la subida de Justiniano al trono de Oriente en el 527 después de C. Venida a menos la jurisprudencia clásica y el proceso for­mulario, dividido en dos el Imperio y habiéndose transferido el centro de gravedad de él a Oriente, e iniciadas las grandes invasiones bárbaras, también el derecho romano entra en una fase de decadencia, en la cual, por otra parte, a través de la actividad judicial y por la influencia siempre mayor del cristianismo, se produce la transformación de muchos institutos.

    Período del derecho justinianeo.—En este período que dura hasta la muerte de Justiniano, a. 565 después de C., el derecho romano realiza su última evolución de la que la gran Codificación hecha por este emperador representa la fase conclusiva.

    Las posteriores vicisitudes de tal codificación y de su in­fluencia determinan para Oriente la historia del derecho bi­zantino, y para Occidente la historia del derecho medieval y de los singulares derechos nacionales europeos.

    Advertimos aquí, pues, que por razones históricas, la ex­presión “derecho romano”, en su significado tradicional, va referida esencialmente al “derecho privado romano”, dejando para otras disciplinas el estudio del “derecho público”.

    2. LAS FUENTES DEL DERECHO ROMANO

    Característica de la formación y desarrollo del derecho ro­mano es la pluralidad de las fuentes de las cuales ha emanado la creación de las normas jurídicas, de aquí que éstas se estra­tificaran y multiplicaran en sistemas múltiples y paralelos que, en general, tan sólo en la edad postclásica y justinianea se van apoyando y fundamentando.

    Otra singular característica es la gradual reducción y esta­talización de estas fuentes de producción por lo que la creación del derecho acaba por centralizarse casi del todo en las manos de los emperadores.

    Fuentes del derecho romano fueron: la costumbre, la ley, los plebiscitos, la jurisprudencia, los edictos de los magistra­dos, los senado-consultos y las constituciones de los empera­dores.

    La costumbre (consuetudo, mos, mores), llamada también, en contraposición a la ley “ius non scriptum”, ha sido la pri­mera y más antigua fuente de derecho. A los preceptos con­suetudinarios en las épocas más remotas le es atribuido carácter religioso. A continuación del complejo de las normas con­suetudinarias de carácter religioso y jurídico (ius), se destacó

    el “fas”, que comprendía las normas religiosas, mientras “ius” quedó como término específico para indicar las normas jurí­dicas. En una época histórica la costumbre es definida como: “ius quod usus comprobavit”. Su función, en un principio am­plísima, va siendo cada vez más restringida en el curso de la edad clásica y casi anulada en la época del derecho justinia­-
    neo. Las normas consuetudinarias fueron la base de gran par­te del “ius gentium” y del “ius civile”, sobre el cual la juris­prudencia desarrolló la “interpretatio”. La Ley (lex), era para los romanos la norma solemnemente votada por el pueblo reunido en los comicios (quod populus
    iubet arque constituit) sobre la “rogatio” de un magistrado. A las leyes llegaron a ser equiparados los “plebiscita” que eran votados por la plebe reunida en los concilia”. Funda­mental importancia tuvo en el desenvolvimiento del derecho romano la “Lex XII tabularum” que fue la primera, única y parcial codificación oficial que la historia jurídica romana conoce hasta las de Teodosio II y Justiniano cerca de un milenio después. Si se exceptúa, sin embargo, aquella ley y al­gunas otras de la edad republicana y augustea esta fuente de producción no tuvo una función preponderante en la forma­ción y desarrollo del derecho privado. Por otra parte las úl­timas leyes votadas por el pueblo no van más allá del e. 1 des­pués de C. En el curso de la edad imperial el puesto de la

    “lex” es ocupado por los senado-consultos y por las constitu­ciones imperiales, de los que pronto hablaremos entendida como ciencia jurídica, tuvo para el desarrollo del derecho romano una importancia enorme. En un principio monopolio del colegio de los pontífice., y después laicizada a partir del siglo IV a. de C., llegó la ju­risprudencia de los “véteres” a ;batir las bases del “ius civile” con la “interpretatio” de las normas consuetudinarias y de las XII Tablas. El jurista era en Roma “iuris conditor”~ y al­gunas fuentes hacen en efecto derivar el “ius civile” exclusi­vamente de la creación de los juristas.

    Otras veces, más que componiendo obras jurídicas, éstos participaban en el progreso del derecho con indicar a los li­tigantes los medios procesales para hacer valer sus preten­siones (agere), con sugerirle esquemas de resoluciones a las partes contrayentes (cavere) y con dar respuestas a consultas de particulares y magistrados (respondere). Esta última acti­vidad asume también un carácter oficial cuando los empera­dores, a partir de Augusto, concedieron a los más acreditados juristas el “ius respondendi ex autoritate principie”, esto es, poder dar respuestas que vinculaban la decisión del juez y cuya eficacia terminó por extenderse más allá del caso visto. El emperador Adriano estableció que la opinión concorde de los juristas tuviese valor de ley. Entre el centenar de juristasde los que nos ha llegado el recuerdo, mencionamos aquí sólo algunos de los más importantes en la edad republicana: Quin­to Mucio Escévola y Servio Sulpicio; en el s. I d. de C., Laheon, Capiton, Maeurio Sabino, Cassio, Próculo, Javoleno; en el s. II, Celso, Juliano, Pomponio, Africano, Gayo, Marcelo; en el s. III, Papiniano, Ulpiano, Paulo, Marciano y Modestino, En el s. I florecen dos escuelas llamadas de los Sabinianos y de los Proculeyanos, que fueron fundadas respectivamente por Ca­piton y Labeon y tomaron el nombre de Maeurio Sabino y de Próculo: las disputas entre tales escuelas se perpetuaron por toda la época clásica y a ellas hicieron referencia los juristas posteriores. Los trabajos de éstas consistían principalmente en comentarios sobre el “ius civile” (que en la edad clásica tomaban como base las exposiciones que habían hecho Q. Mucio Escóvola y Sabino y así, pues, se llamaron “libri ad Q. Mu­cium e libri ad Sabinum”), en comentarios al edicto del pre­tor Urbano (llamados “librí ad Sahinum”), y en comentarios monográficos sobre leyes o institutos particulares. Gran des-arrollo tuvieron también las selecciones de respuestas y con­troversias. No faltaban tampoco tratados generales (“libri digestorum”), libros de definiciones,, de reglas y obras didácti­cas, en particular “libri o commentari institutionum”. Con la llegada de la monarquía absoluta la jurisprudencia decae. En la práctica continuaron realizándose, en la edad postclásica, selecciones, epítomes, paráfrasis, anotaciones, pero ningún gran jurista continuó la actividad creadora que había caracte­rizado a la antigua jurisprudencia. Un signo de esta decaden­cia fue dado por la así llamada Legge delle citazioni” (Ley de Citas) de Teodosio II, que por las exigencias de la práctica atribuía eficacia de ley a las obras de Papiniano, Ulpiano, Paulo, Gayo, estableciendo también el modo de determinar la mayoría en lo que fue llamado tribunale di morti”. Sólo en el s. y-vi aparecieron algunas escuelas jurídicas en la parte oriental del imperio que, por otra parte, desarrollaron sólo una actividad modesta con anotaciones y resúmenes de textos
    clásicos. Sin embargo, Justiniano, en la realización de su codi­ficación, tuvo la ayuda de algunos eminentes juristas, cuales fueron Triboniano, Teófilo y Doroteo. Pero en el derecho jus­tinianeo los poderes de la jurisprudencia llegaron a estar fuertemente limitados, excluyéndose asi, pues, toda función crea­dora.

    Los edictos (edicta) de los magistrados eran las enuncia­ciones —en un principio orales y después escritas en el “álbum depositado en los foros”—de los Criterios a los cuales los ma­gistrados se hubieran atenido en el ejercicio de su jurisdicción durante el año de su cargo. El edicto de mayor importancia fue el del “praetor Urbanus”, colega menor de los cónsules, creado en el a. 367 a. de C. para la administración de la
    justicia (iurisdictio), en el cual, en el 242 a. de C., se amparó
    un “praetor peregrinus” para las controversias entre los ciu­dadanos y extranjeros. Los edictos estaban fundamentados sobre el “imperium” del magistrado que los promulgaba.

    Edictum perpetuum” se llamaba aquel que duraba por todo el año del cargo; “edictumn repentinum” el emanado para cual­quier caso especial. Una lex Cornelia del 67 a. de C. Dispone que el magistrado no podía “ius dicere” en disconformidad del propio edicto. Cada pretor fue por largo tiempo libre de dar al propio edicto el contenido que estimara, pero las normas que habían dado buena prueba me transferían de uno a otro y esto, que era recogido por el sucesor, fue llamado “edictum traslaticium”. Se formó así un cuerpo estable de normas que constituyó la base del “ius honorarium” o pretorio, definido como “ius quod praetores introduxerum adiuvandi vel supplendi vel corrigendi iuris civilis gratia propter utiitatem publicami. El derecho pretorio acabó por dar vida a un sistema jurídico que completaba y a menudo se contraponía al “ius civile”. Originado por la “iurisdictio” del pretor este sistema no atribuía derechos como los que podían nacer sólo del “ius civile”, sino que se concretaba en una serie de medios judiciales bastante numerosos que el pretor acordaba para proteger situaciones y relaciones no reguladas en todo o en parte por el derecho civil o regulados por éste de una manera no con­forme a las mutables exigencias de los tiempos. El edicto pre­todo deviene así el más potente instrumento de transforma­ción y evolución del derecho romano y mantiene esta función hasta cuando el emperador Adriano hacia ei 129 d. de C. Hace redactar, por el jurista Saldo Giuliano, un texto definitivo de todos los edictos precedentes, que viene reeditado anual­mente por los pretores al tomar posesión de su cargo sin pos­teriores modificaciones, por lo que se le llama, en un sentido nuevo, ~edictum perpetuum”. El derecho honorado estaba íntimamente ligado al proceso formulario. Este fue sustituido en la edad postclásica por la “cognitio extra ordinem” y ello hace venir a menos la razón del dualismo entre el “ius civile” y el “ius honorarium”. Edictos auténticos fueron también dados por el pretor peregrino, por los ediles curules que tenían jurisdicción sobre los mercados y por los magistrados provinciales. Sin embargo, estos edictos como el del pretor Urbano, dejaron de ser publicados con la transformación de la organización estatal en la monarquía absoluta.

    Los senadoconsultos (senatus consulta), esto es: las delibe­raciones del senado, asumieron a veces, desde el inicio de la edad imperial, carácter normativo y así se acabó por darles valor de ley. Con la pérdida de la efectividad de las leyes comiciales la actividad legislativa del Senado fue aumentando, pero por otra parte se transformó en una aprobación formal y después en una simple labor de conocimiento de las pro­puestas hechas por el emperador mediante una “oratio iii senantum habita”; o una “epistula”. También esta fuente, sin embargo, quedó sin fuerza en el curso del período clásico.
    Las constituciones imperiales (constitutiones principum) eran las disposiciones normativas de los emperadores que en el curso de la edad imperial terminaron por ser la principal fuente de derecho. Se dividían en “edicta” o disposiciones generales; “rescrípta” o respuestas dadas sobre cuestiones Jurídicas a exigencias de los interesados o del Juez; “decreta” o decisiones pronunciadas por el emperador sobre controver­sias sometidas a su juicio; “rnandata” o instrucciones dirigidas a funcionarios públicos, en especial de las provincias. A tales constituciones, en general, se le llegó a dar valor también mAs allá del caso visto y a partir del s. u d. de C. se le atribuyó valor de ley, de tal forma que se acufló la máxima “quod principi placuit legis habet vigorem”. En la edad postclásica se le da el nombre de “leges”, mientras, en contraposición,, se llamaron “jura” los escritos de los juristas. Desde la época clásica existieron selecciones de constituciones. Dos grandes selecciónes privadas fueron hechas en la edad postclásica y por el nombre de sus autores se llamaron “Codex Gregorianus” y “Codex Hermogenianus”. La primera codificación oficial que recoge las constituciones generales, todavía en vigor desde el tiempo de Constantino, fue la de Teodosio II del 438 d. de C. que toma el nombre de él: “Codex Theodosianus”. Posteriormente una selección más amplia fue hecha por Justiniano como veremos al hablar de su codificación. Las constituciones im­periales tuvieron una función principalísima en el desarrollo del derecho romano, constituyendo, siempre en mayor medida, la base del nuevo derecho que se viene formando desde la edad clásica en adelante. Ellas acabarían por desplazar casi com­pletamente toda otra fuente de derecho tanto que en el a. vr Justiniano podrá exclamar: itam conditor quam interpres legis solus imperator iuste existimabitur”.

    3. LAS FUENTES DE CONOCIMIENTO DEL DERECHO ROMANO Y EL CORPUS IURIS

    Las fuentes de conocimiento del derecho romano son múltiples. El derecho más antiguo se ha conocido en general sólo por vía indirecta, a través de las referencias de los juristas s uwr- posteriores, las narraciones de los historiadores o los datos y las noticias que se encuentran en obras de literatos y gramáticos de la antigüedad clásica.

    Algún fragmento de antiguas leyes nos ha llegado direc­tamente por el hallazgo de fragmentos de tablas de bronce o inscripciones en mármol. Nada, sin embargo, conocemos directamente de las XII tablas, de la cual se ha hecho una reconstrucción sumaría mediante las numerosas citas de la literatura jurídica y extrajuridica posterior.

    Para el derecho clásico la documentación aumenta. A los hallazgos epigráficos, con frecuencia fragmentarios, de leyes, senadoconsultos y constituciones imperiales, se suman los frag­mentos más o menos extensos que nos han sido conservados en papiros, encontrados principalmente en Egipto. Por esta vía se nos han conservado también, por lo menos fragmentariamente, documentos originales de actos jurídicos (negotia), tales como testamentos, contratos, cartas de pago, etc. Todavía todas estas fuentes, bien que acompañadas de las amplias noticias desprendidas de las obras literarias e históricas, nos darían una noción muy escueta y con amplias lagunas del de. recho clásico, si Justiniano en su compilación, de la cual ha­blaremos en breve, no nos hubiese conservado una parte notable de los escritos de la jurisprudencia y de las constituciones imperiales de esta época. La única obra jurídica clásica casi completa que nos ha llegado directamente fuera de la compilación justinianea es el manual institucional de Gayo

    (Falta pág 14 y 15)

    nes promulgadas por Justiniano después de la entrada en vigor de la codificación, entre el 535 y el 565, derogaban las dispo­siciones precedentes desde la más reciente a la más antigua. De ellas no fue hecha ninguna colección oficial, sino sólo tres colecciones privadas con un máximo de 168 novelas.

    El Digesto y el Código seguían, con algunas modificacio­nes, el orden sistemático del edicto pretorio. Con ellos Justi­mano salvó y legó lo mejor de la tradición jurídica romana e hizo al mismo tiempo una obra orgánica, de la cual cada elemento representaba una norma de derecho vigente, sin que se pudiese tener en cuenta la diferencia de tiempo de su com­posición. Una obra de tanta envergadura no podía natural­mente quedar sin defectos ni contradicciones, pero en su con­junto era admirable. Inmensas fueron las dificultades supera­das para adaptar el antiguo derecho a las nuevas exigencias y a los cambios acaecidos. Para este fin Justiniano autorizó a los compiladores a modificar los textos utilizados, y él mismo afirmó, después de la composición del Digesto, que 4:multa et maxima sunt quaed propter utilitatem rerum transformata sunt”. Tales modificaciones que consisten en recensiones, cor­tes, añadidos, alteraciones del original de los Textos jurídicos y de las constituciones acogidas, se llaman “emnblemata Tri­boniani”, por el nombre del más importante artifice de Ja codificación o, en términos hoy más frecuentes, “interpolacio­nes”, cualquiera que sea el carácter de ellas.

    Numerosos son los manuscritos de diversos tiempos, de las diferentes partes de la compilación justinianea llegados hasta nosotros, el más célebre de los cuales es conocido con el nombre de “carta florentina” y contiene el Digesto en una trans­cripción del siglo vi-vii.

    La mayor parte de los textos jurídicos romanos, anteriores a Justiniano, así, pues, llegados a nosotros por vía indepen­diente del “Corpus Iuris”, y excluido el Código Teodosiano, se puede encontrar recogida en “Fontes iuris romani antejusti­niani”, II ed. Firense 194143 en tres volúmenes: 1. ~Leges” realizada por S. Riccobono; 2. Auctores”, por G” Baviera y “Liher syr. rom.”, de C. Ferrini y G. Furlani; 3. “Negotia”, por V. Axangio-Ruiz.

    La edición más reciente y completa de cuanto nos resta del Código Teodosiano es de T. Mommsen y P. M. Mayer, tTheo­dosiani Libri VI”, en dos volúmenes, Berlin 1905.

    - La única edición completa del “Corpus luna Civilis” que se ha integrado sobre las ediciones críticas de sus diversas partes es la realizada por T. Monansen, P. Krüger, R. Scholl, G. Kroll, en tres volúmenes, repetidamente editada en Ber­lin desde 1868.

    Vivificada por la escuela de los glosadores de Bolonia, la compilación justinianea llega a ser en el siglo xii el punto de partida de una nueva evolución jurídica que ha conducido primero a la formación del derecho común europeo, y des. pués, a través de la escuela humanista francesa y la pandectista alemana, a las modernas codificaciones. Entre tanto se iba operando, en especial en el siglo pasado, una profunda indagación sobre el desenvolvimiento del derecho romano. La escuela histórica y aun la crítica interpo­lacionista de los últimos sesenta años llevaron a reconstruir, a través del “Corpus luna” y las otras fuentes, el derecho clásico, separando en los textos utilizados por los compila­dores justinianeos la parte genuina de las modificaciones que ellos aportaron. Esto trae al mismo tiempo un conocimiento más exacto del derecho justinianeo y de las tendencias que en él se dieron.

    Esta visión del derecho romano no ha dejado, sin embargo, de levantar graves disputas en torno a las causas que han provocado la transformación de gran parte de los institutos desde la edad clásica hasta la codificación justinianea; transformación que en muchos casos aparece como un retorno a la anterior situación. La explicación fue buscada por la crítica moderna en las influencias que habrían tenido lugar, en la época postclásica, por los derechos provinciales de la parte oriental del imperio, donde se desarrolla la última evolución del derecho romano, y por las escuelas jurídicas bizantinas, que habrían llevado a la tradición romana elementos helenísticos o heleno-orientales. Cada cambio de las antiguas bases era en efecto atribuido a una u otra causa, con tal resultado que la parte más evolucionada de la doctrina recogida en el “Corpus Inris”, es decir la que principalmente se había aleja­do de los principios del antiguo “ius quiritium y que por ser la más viva y fecunda había determinado por sí el poste­rior desarrollo del derecho hasta las codificaciones modernas, constituyendo el fundamento de la grandeza de todo nuevo derecho, era considerada no ya creación del genio jurídico latino, sino mérito y gloria de elementos extraños a la tra­dición de Roma, y, en especial, de aquellos helenísticos, los cuales, más allá de cada aportación particular, habían traído nueva sustancia y nuevo contenido ideal a la vida del derecho. Tal explicación puede ser utilizada para determinar algu­nos nuevos elementos que se encontraban en algún instituto singular, por lo demás secundario, pero ha acabado por reve­larse falsa por lo que se refiere al conjunto del “Corpus Iuris”. La transformación del derecho romano no ha llegado tan sólo desde el comienzo de la edad postclásica, sino que se había comenzado algunos siglos antes, por la influencia de distintos factores, algunos de los cuales habían comenzado a influir al final de la república, y otros al surgir el imperio o durante los primeros siglos de éste.

    El paso de la forma republicana de gobierno al principado no señaló tan sólo el epílogo de una vasta crisis constitucional del Estado. Los signos de una transformación siempre más acentuada son evidentes en cada uno de los sectores de la vida pública y privada de Roma. Se trata de un fenómeno gran­dioso que abarca todo campo y al cual, no obstante toda ten­dencia conservadora, ni tan siquiera el derecho se sustrae. Es toda una sociedad, un mundo, el que desde la segunda guerra púnica, insensiblemente, cambia las fases de su existencia; algún historiador no ha dudado en definir esta transformación como una de las más vastas que la historia humana ha cono­cido. A la crisis en el campo del derecho público corresponde una idéntica en el derecho privado. Ella todavía, a primera vista, aparece menos evidente, pero no por esto es menos cierta y profunda. Antiguas leyes caen en desuso, institucio­nes seculares se derrumban y se disuelven casi sin dejar huella. Los principios y los institutos más próximos a la mentalidad de los tiempos nuevos todavía se conservan, pero ninguno pasa de una época a otra sin sufrir un proceso de modificación y de adaptación. Y si alguna de aquellas supervivencias del pasado, que estaban íntimamente ligadas a una sociedad y a un modo de entender los hechos humanos ya lejano y casi desaparecido, todavía, se mantiene con vida, en general ya no volverá nunca a tener la misma función que tuvo en un principio.

    El «ius honorarium”—con su función de ayudar, suplir y corregir al “ius civile”—, llega a ser el fundamento de la evolución jurídica, permitiendo, no obstante, por su naturaleza y estructura particular, el satisfacer la exterior tendencia conservadora romana. La actividad del pretor a través del edicto y la práctica, a la cual se suma el trabajo fecundísimo de la jurisprudencia y la vigilante tarea de los emperadores y de los funcionarios, permitieron, en efecto, que el edificio grandioso del derecho de Roma aunque adaptándose y transformándose, continuara para desarrollar su labor ordenada sin exteriormente se le diese un golpe demoledor a todo el antiguo. La genialidad romana supo así resolver la grave mas sin que permaneciera esclava de ésta. Los nuevos tarea de satisfacer las nuevas exigencias sin renunciar a la tra­fecundos elementos quedan a ménudo y por largo tiempo en segundo plano, escondidos en la arquitectura del conjunto; más tarde son ellos los que tomarán en seguida la primacía.

    El predominio de un nuevo sentimiento de equidad y de humanidad, el progresivo reconocimiento de la voluntad en los negocios jurídicos, la exaltación de la estricta realidad sobre ICIÓN cada sutileza y rigor de un derecho formalista, abstracto y su­perado, con frecuencia es hoy proclamado como conquistas del derecho justinianeo, mientras se pueden reconducir a estos elementos nuevos que se habían venido poco a poco afirmando ya en el derecho clásico, a través de la práctica pretoria y la “cognitio extra ordinem.

    A la generalización de esta forma de procedimiento en la edad postclásica es debida la fusión entre el “ius civile” y el ”ius honorarium”, y de estos dos, con todos los nuevos elemen­tos; fusión de la cual nace el derecho justinianeo y con él la base del derecho moderno. Los dos grandes sistemas habíanse desarrollado hasta ahora sobre planos independientes: en un plano siempre más teórico
    el “ius civile”, y en un plano más práctico el “ius honorarium”.
    El proceso formulario que había dado vida a este dualismo
    debía necesariamente perpetuarlo sin poderlo superar. Toda
    la jurisprudencia romana se había elaborado en torno a sus
    propios esquemas y aparentemente ello se reflejaba todavía
    por la índole especial de su composición, en muchos puntos
    de la misma codificación de Justiniano. Sin embargo, desde
    la edad postclásica había comenzado la síntesis; el dualismo
    tendía a desaparecer y con él fueron cayendo todas las teorías
    del pasado, que el derecho clásico había ya superado en el
    campo práctico, a través del “ius honorarium”, la elaboración
    jurisprudencial, y el ~”ius extraordinarimn”, fundado sobre las
    Constituciones imperiales y sobre la «cognitio extra ordinem”.
    Cuando Justiniano ordenó a sus comisionados recopilar los
    antiguos vestigios del derecho de Roma detrayendo de ello “il
    troppo el vano” (lo mucho y lo poco) para hacer un cuerpo
    de normas vivas y actuales, tuvieron que actualizarlos mediante
    un número determinado de retoques y de notas a los textos
    originales. La crítica moderna ha sabido, con finisima agude­-
    za, individualizar la mayor parte de este complejo de inter­-
    polaciones, algunas de las cuales provienen de glosas y modifi­-
    caciones aportadas en el curso de la edad postcláaica por los
    estudiosos privados; al dar la valoración del fenómeno adver­-
    timos la influencia de elementos extraños a la tradición romana. Otros factores han cooperado indudablemente; entre ellos destaca por su grandeza e importancia el influjo del Cristianismo. Pero en la mayor parte de los casos, en verdad, donde más a menudo se ha creído hallar el triun­fo de la influencia provincial o de las escuelas bizantinas, las pretendidas innovaciones no son otra cosa que la prolonga­ción del antiguo derecho, de modo que ello refleja precisa­mente la evolución sucesiva y el proceso de fusión y de sínte­sis que se había venido actuando en la práctica de los últimos siglos.

    Cuanto hemos dicho hasta aquí muestra como del derecho romano no se puede hoy hacer una exposicióm~ puramente dogmática en la cual nos limitemos a reconstruir el sistema justinianeo, sino que es necesario proceder a una exposición histórica, que permita, en cuanto sea posible, considerar los institutos en su formación y en su desarrollo a través de los siglos.

    4. NOCIONES Y DIVISIONES ROMANAS DEL DERECHO

    El término “ius” designa para los romanos tanto el derecho en sentido objetivo, entendido éste como norma, cuanto el de­recho en sentido subjetivo, esto es, como facultad o poder reconocido por el ordenamiento jurídico a un sujeto. Correlati­vamente al concepto de “ius” en sentido subjetivo estaba el de “actio”, esto es, del medio procesal mediante el cual el ordenamiento jurídico aseguraba a los individuos la tutela y la realización de los derechos subjetivos a ellos atribuidos. Los dos conceptos estaban así íntimamente unidos tanto que con frecuencia la existencia de todo derecho subjetivo, y gran parte del derecho romano, se fueron creando a través del re­conocimiento y la atribución de “actiones”. De aquí la enorme importancia que asumieron en el derecho romano las formas del procedimiento, todo el ordenamiento procesal, constitu­yendo la base de la formación y del desarrollo de los nuevos derechos subjetivos.

    Un célebre pasaje romano define el derecho como “ars boni et aequi”, y otro determina su contenido con estas pala­bras: riuris praecepta sunt hace honeste vivere, alterum nom

    laedere, sunt cuique trihuere”. La identificación entre debe­res morales y deberes jurídicos no era, sin embargo, completa porque no todo lo que era jurídicamente lícito correspondía a las normas áticas (nom omne quod hect honestum est).

    La adaptación del derecho a las exigencias de las relaciones humanas venia expresada con el término “aequitas”, que sig­nificó en un principio igualdad y así, pues, justicia, aunque aquí tenga un sentido riguroso. Con frecuencia la “aequitas” se contraponía al mismo “ius” al mostrarse este demasiado rigu­roso o, bien, en un determinado momento histórico superado por la conciencia social. En la edad cristiana el concepto de “aequitas” asume un contenido de mayor humanidad y llega a ser equivalente de “benignitas”, humanitas”, “clementia”, afirmándose en todo el campo del derecho (in omnibu.s rebus praecipuasn esse iustitiae aequitatisque quam stricti iUris ra­tionem).

    Según el objeto de las normas, el derecho distinguíase en “ius publicum” y ius privatum”. Público era el derecho que referíase a la estructura del estado romano y a su organización; privado era, por el contrarió, el derecho que iba referido a los intereses de los individuos (publicum est ius quod ad statum rei romanae spectat, privatum quod ad singulorum utilitatem).

    Se advierte, sin embargo, que entre las normas reguladoras de las relaciones privadas existían algunas referidas a un in­terés general: también ellas eran llamadas de «ius publicum” y valía para ellas la regla de que “ius publicum privatorum pactis mutad non potest”.

    Ya hemos acentuado la pluralidad de los sistemas jurídicos que se fueron formando en el desarrollo del derecho romano. En relación a ellos se dan varias clasificaciones y contraposi­ciones.

    “Ius civile” y Ius honorarium”. Es la división verdadera­mente fundamental de toda la edad clásica. “Ius civile” era el sistema más antiguo fundado sobre la costumbre y la inter­pretación de los juristas. La formación del “ius civile” fue por mucho tiempo extraña al Estado y en este sentido el “ius” se contrapone a la “lex”. Gradualmente la noción de tina ci­vile” se va ampliando hasta comprender también las normas creadas por la “lexa y por todas las otras fuentes, excepción hecha de aquellas emanadas del pretor. El “ius civile” se con­trapone así, pues, esencialmente al “ius honorarium, dando vida a un dualismo sobre el cual se construye gran parte del derecho romano. Este dualismo fue sustancialmente superado en el derecho justinianeo, en el cual se realizó, como ya hemos dicho, la fusión entre las normas civiles y las pretorias. Por otra parte, con frecuencia, la contraposición fue terminológi­camente conservada y signos del antiguo dualisi~o se ençuen. tran todavía en la estructura de muchos institutos, no sólo en el derecho justinianeo sino también en las codificaciones mo­dernas.

    “Ius extraordinarium”; así era llamado el derecho que se fue creando por la práctica de la «cognitio extra ordinem” y por las constituciones imperiales. La expresión era usada cuando se quería poner de relieve la contraposición de este nuevo de­recho, bien sea al antiguo “ius civile”, bien sea al “ms honora­rium”. Pero con frecuencia era absorbido por el “ius civile”, en la progresiva expansión de éste. «lus gentium”; era el complejo de las normas consuetudi­narias que los romanos tenían en común con los otros pueblos y de las cuales eran partícipes también los extranjeros. En este sentido el “ius gentium” se contraponía al “ius civile” que se reservaba tan sólo para los «cives”. No obstante, en la contraposición “ius civile-ius honorarium”, el primero comprendía también al “ius gentium”. Y de hecho, en la époéa clásica, muchos institutos del “ius gentium” acabaron por ser considerados como parte integrante del “ius civile”. La dis­tinción fue, sin embargo, perdiendo importancia a medida que se extendía la ciudadanía romana.

    «Ius naturale”; era tanto el derecho correspondiente a la exigencia de la justicia innata en el hombre, cuanto el derecho que nacía de la esencia misma de las cosas y de las relaciones humanas. En un sentido y en el otro se contraponía al “ius civile”, aunque a veces existía verdadera coincidencia. Se­gún algunos textos el «ius gentium” tenía su fundamento en la «naturalis ratio” y así, pues, se identificaba con el “ius na­turale”; según otros que defendían una división tripartita que se quiere atribrnr a Justiniano, junto al “ius civile” y al “ius gentium”, e independientemente de ambos, era reconocida la existencia de un “ius naturale”, considerado como fuente ideal de todo derecho, modelo supremo al cual el dérecho positivo debía intentar adecuarse en lo que fuese posible. En el dere­cho justinianeo esta concepción tuvo gran desarrollo y el “ius naturale” es considerado como un producto de la divina pro­videncia, fijo e inmutable.

    Los romanos distinguían además de las normas de “ius commune” las normas de “ius singulare”. En esta antítesis eran consideradas como “ms commune” las nonnas que tenían un matiz general y como “ius singulare” aquellas que, introduci­das sucesivamente para los casos particulares de determinadas ­categorías de personas, diferían, de las primeras. A los ins­titutos de derecho especial que atribuían una ventaja, se daba

    el nonibre a veces de “beneficia,”. Fundamento de la intro­ducción de la norma de derecho especial fue la existencia de una nueva utilitas” y por esto el “ius singulare”, no obstante la prohibición a hacerlo extensivo a otras análogas situaciones, fue con frecuencia el punto de partida de muchas transforma. ciones e innovaciones que acabaron por afirmarse en el cam­po del “ius conunlme”; mejor, aún, a veces, tendía él mismo a transformarse en “ms conimune”. Distintos del derecho especial eran los “privilegia”, esto es las instituciones, ventajo­sas o desventajosas, dispuestas a título exclusivamente indivi­dual para personas, colectividades o entes, específicamente de­terminadas. En el derecho justinianeo todavía la noción de tprivilegium” se viene considerando hasta llegar a compren­der normas de “ius singulare” y en un sentido todavía más amplio los elementos propios y estructurales de un determinado instituto.

    Desde el punto de vista sistemático el derecho privado estaba dividido según las instituciones de Gayo y las de Justi­niano en tres grandes ramas; las normas que hacían referen­cia al estado de las personas; las normas que referianse al patrimonio y las normas que iban referidas a laQ acciones (omne ms quo utimur vel ad personas ve1 ad res ad actiones pertinet). Esta división tripartita fue por mucho tiempo te­nida como base de la exposición del derecho romano y es, to­davía hoy, seguida por algunos autores. La doctrina moderna, sin embargo, por lo general se ha alejado de ella distribuyendo la materia de modo que fueran posibles las conexiones de los diversos institutos y el desarrollo lógico de la exposición. Por lo tanto también nosotros, después de haber anunciado en la parte general nociones sumarias sobre la capacidad de los sujetos del derecho, sobre la teoría de los hechos jurídicos y sobre la defensa de los derechos, hablaremos—por capítulos independientes—del derecho de familia, de los derechos rea­les, de las obligaciones, del derecho hereditario y de las do­naciones.

    guía la capacidad jurídica del individuo. Desconocidos al derecho romano fueron la declaración de muerte presunta y el instituto de la ausencia. En cuanto a las así llamadas presun­ciones de muer~ éstas eran conocidas en el derecho clásico; si varias personas ligadas por vínculos de parentela muriesen en una misma catástrofe y no se pudiera demostrar a efectos sucesorios cual hubiera muerto antes, eran consideradas muer­tas simultáneamente. En el derecho justinianeo, sin embargo, cuando se tratase de padre e hijo, se consideraba muerto con anterioridad al padre, el hijo impúber, y el padre, al hijo púber.

    3. Status libertatis y esclavitud

    Fundamental distinción de los hombres era aquélla entre libres y esclavos (ornnes homines aut liben sunt aut servi). Los libres se llamaban «ingenui” si habían nacido libres; “liherti­ni”, si habían nacido esclavos y con posterioridad habían al­canzado el estado de libertad.
    La libertad era definida como la facultad natural de hacer aquello que se quería, inmune a ser impedido por la fuerza o por el derecho. Nacían libres, y así, pues, eran “ingenui”, los nacidos de madre libre bien que fuese ésta a su vez libre o bien que fuese liberta. En el derecho clásico los concebidos en matrimonio legítimo nacían libres, aunque la madre en el momento del parto hubiera caído en la esclavitud. Con poste­rioridad, para favorecer la libertad “favore libertatis), se acoge el principio de que existiese o no matrimonio, el nacido fuese libre si la madre hubiera sido libre en cualquier momento desde la concepción al parto. El ingenuo que hubiese caído en la esclavitud y después se hubiera libertado de ella volvía a ser considerado como tal. A esta condición de “ingenui” llegaron a ser admitidos los libertos a los que el empe­rador les hubiese concedido el “dna aureorum anulorum”, esto es: llevar el anillo de oro de los caballeros y a aquéllos a los cuales les hubiera sido atribuida la snatalimn restitutio”. En las Novelas justinianeas viene por fin acordado el conceder a todos los libertos la posibilidad de alcanzar la libertad (in. genui).

    La esclavitud tenía su principal fundamento en la cautivi­dad de guerra que hacía esclavos a los “captivi”. Era un ma­tituto de “ius gentiuni”, definido como “contra naturam”, porque se reconocía que por derecho natural todos los hom­bres eran libres e iguales. No obstante, desde un principio

    hasta la edad justinianea, la esclavitud fue siempre admitida en el mundo romano, como en casi todos los otros pueblos de la antiguedad, y considerada plenamente legítima según el derecho positivo.

    El esclavo era considerado como una «res”, y así, pues, como objeto y no sujeto de derecho; sobre él se podía cons­tituir la propiedad, el usufructo, la prenda y como tal cosa podía ser v~ndido, arrendaao, donado, poseído. Totalmente privado de capacidad jurídica (servirle caput nullum ius ha­bet), no podía ser titular de derechos de familia, de propie­dad, de obligaciones, de sucesión, ni podía promover o ser citado en juicio. Por lo tanto no era posible el matrimonio entre libres y esclavos, ni entre esclavos mismos, sino sólo unio­nes de hecho (contubernium), aunque sí permanentes; y con los nacidos de estas uniones no se establecía vínculo alguno de parentesco, siguiendo ellos en todo caso la condición de la madre. Por otra parte el esclavo no tenía un patrimonio pro­pio; y si teniendo la capacidad de hacer, realizaba válidas adquisiciones, éstas iban directa y necesariamente a su pro­pietario (quodcumque per servum adquinitur, id domino ad­quinitur), que, por otro lado, no podía ser obligado por los .negocios del propio esclavo (melior condicio nostra per servos fien potest, deterior fien non potest). Por otra parte bajo ci mismo aspecto era considerado como honibre y su personali­dad reconocida. Esto sucedía especialmente en el campo del derecho sacro y para el dereho penal público: respecto al pri­mero no se hacía regla de distinci6n entre libres y esclavos, y en cuanto al segundo el esclavo era responsable por loE crímenes cometidos. Para los delitos privados, por el contra no, respondía el propietario, que podía, sin embargo, librars€ de su responsabilidad consignando al ofendido al culpablE

    La condena penal, por la cual los condenados a muerte o a trabajos forzados eran considerados s'~servi poenae”. En el derecho justinianeo, sin embargo, tal esclavitud iba re­ferida sólo a la pena capital.

    La venta. Partiendo del principio de que el ciudadano, por lo general, no podía ser esclavo en Roma, antiguamente, la venta debía realizarse «trans Tiberim”, esto es, fuera del territorio romano. Podían ser vendidos como esclavos los “filii­familias” por el padre, los ladrones cogidos en flagrante deli­to, los deudores insolventes (addictis), los desertores y aque­llos que no se inscribían en el censo (incensi). Pero todos es­tos motivos dejaron de ser considerados en la Edad Clásica.

    Por otra parte llegaban a ser esclavos del adquirente: el hombre libre mayor de veinte años que a sabiendas se hubiese hecho vender por un supuesto propietario para participar del precio de esta venta, por otra parte nula; del antiguo señor:

    el esclavo libertado que se hubiese mostrado ingrato hacia él; del señor del esclavo ajeno: la mujer libre que con el esclavo mismo mantuviese relaciones no obstante la prohibición del «dominus”. Este último caso, decretado por el Senado Consul­to Claudiano, fue abolido por Justiniano.

    El esclavo podía alcanzar la libertad por la «manumissio”, esto es: por un acto de voluntad del patrón o por una causa reconocida por la ley.

    Las manumisiones podían ser civiles o pretorias.

    A) Las manumisiones civiles se daban en forma solemne y eran de tres géneros: «censu”, “vindicta” y «testamento”.

    La «manumissio censu” consistía en la inscripción del es­clavo, con el consentimiento del señor, en las listas del censo de los ciudadanos y llegó a ser poco considerada hacia el fin de la república.

    La «manumissio vindicta” consistía en un supuesto proceso de reivindicación de la libertad del esclavo, promovido por un «adsertor libertatis”, delante de un magistrado. No oponién­dose el .tdominus”, el magistrado pronunciaba la «addictio libertati”. Esta forma se fue simplificando, principalmente en el derecho justinianeo.

    La manumissio testamento” consistía en la declaración de

    libertad hecha por el señor en el testamento; el esclavo era considerado libre desde el momento en el cual la herencia era aceptada, y era considerado libre del difunto (lil,eÉtus orcinus). Si existía condición o término, el esclavo permanecia entre tan­to propiedad del heredero, pero en situación de “statuliber”, situación que no perdía aunque fuese alienado, y era automá­ticamente libre al efectuarse la condición o al alcanzar el tér­mino. Tanihién en este caso era considerado liberto del difunto. La libertad podía ser impuesta además por testamento con la imposición al heredero o legatario de libertar (fideicommissa. ria libertas) al esclavo heredado o también por la imposición al heredero o al legatario de rescatar a un esclavo ajeno. Sin embargo, la libertad no se conseguía directamente del testa­mento sino del acto de manumisión que el heredero o legata­rio tenían que efectuar y que hacía adquirir al esclavo su li­bertad. Cuando una de estas tres formas de manumisión civil era empleada y el manumitente era «dominus” el esclavo era considerado libre y ciudadano romano. Normas particulares regulaban la posición del esclavo manumitido cuando otros te­nían derechos reales concurrentes con aquél del nianmnitente.

    B) Por otra parte, junto a los modos civiles, se introduje­ron en la práctica modos no formales, con los cuales el “do­minus” podía manifestar su voluntad de hacer cesar el estado de esclavitud del siervo. Ellas no eran suficientes para consi­derar “jure civili”, libre al siervo, ya que el pretor, por razo­nes de equidad, impedía que sucesivamente el “dominus” o el heredero de él pudieran reafirmar el derecho de propiedad, revocando la concesión.

    Estos modos de manumisión no formal, que se llamaban pretorios por la protección acordada por el pretor a los escla­vos con ellos manumitidos eran de tres especies: «inter ami­cos”, que consistía en la declaración ante la presencia de ami­gos; «per epistulam”, que consistía en una carta dirigida al esclavo; “per mensam”, que consistía en admitir al esclavo como libre a la propia mesa. Una «lex Lunia” o ¿unia Nor­bana”, del final de la república y principio del imperio, re­guló la situación de hecho de estos esclavos manumitidos sin la forma civil estableciendo que aquéllos adquirían no la ciu­

    La condena penal, por la cual los condenados a muerte o a trabajos forzados eran considerados s'~servi poenae”. En el derecho justinianeo, sin embargo, tal esclavitud iba re­ferida sólo a la pena capital.

    La venta. Partiendo del principio de que el ciudadano, por lo general, no podía ser esclavo en Roma, antiguamente, la venta debía realizarse «trans Tiberim”, esto es, fuera del territorio romano. Podían ser vendidos como esclavos los “filii­familias” por el padre, los ladrones cogidos en flagrante deli­to, los deudores insolventes (addictis), los desertores y aque­llos que no se inscribían en el censo (incensi). Pero todos es­tos motivos dejaron de ser considerados en la Edad Clásica.

    Por otra parte llegaban a ser esclavos del adquirente: el hombre libre mayor de veinte años que a sabiendas se hubiese hecho vender por un supuesto propietario para participar del precio de esta venta, por otra parte nula; del antiguo señor:

    el esclavo libertado que se hubiese mostrado ingrato hacia él; del señor del esclavo ajeno: la mujer libre que con el esclavo mismo mantuviese relaciones no obstante la prohibición del «dominus”. Este último caso, decretado por el Senado Consul­to Claudiano, fue abolido por Justiniano.

    El esclavo podía alcanzar la libertad por la «manumissio”, esto es: por un acto de voluntad del patrón o por una causa reconocida por la ley.

    Las manumisiones podían ser civiles o pretorias.

    A) Las manumisiones civiles se daban en forma solemne y eran de tres géneros: «censu”, “vindicta” y «testamento”.

    La «manumissio censu” consistía en la inscripción del es­clavo, con el consentimiento del señor, en las listas del censo de los ciudadanos y llegó a ser poco considerada hacia el fin de la república.

    La «manumissio vindicta” consistía en un supuesto proceso de reivindicación de la libertad del esclavo, promovido por un «adsertor libertatis”, delante de un magistrado. No oponién­dose el “dominus”, el magistrado pronunciaba la «addictio libertati”. Esta forma se fue simplificando, principalmente en el derecho justinianeo.

    La manumissio testamento” consistía en la declaración de

    libertad hecha por el señor en el testamento; el esclavo era considerado libre desde el momento en el cual la herencia era aceptada, y era considerado libre del difunto (lil,eÉtus orcinus). Si existía condición o término, el esclavo permanecia entre tan­to propiedad del heredero, pero en situación de “statuliber”, situación que no perdía aunque fuese alienado, y era automá­ticamente libre al efectuarse la condición o al alcanzar el tér­mino. Tanihién en este caso era considerado liberto del difunto. La libertad podía ser impuesta además por testamento con la imposición al heredero o legatario de libertar (fideicommissa. ria libertas) al esclavo heredado o también por la imposición al heredero o al legatario de rescatar a un esclavo ajeno. Sin embargo, la libertad no se conseguía directamente del testa­mento sino del acto de manumisión que el heredero o legata­rio tenían que efectuar y que hacía adquirir al esclavo su li­bertad. Cuando una de estas tres formas de manumisión civil era empleada y el manumitente era «dominus” el esclavo era considerado libre y ciudadano romano. Normas particulares regulaban la posición del esclavo manumitido cuando otros te­nían derechos reales concurrentes con aquél del manumitente.

    B) Por otra parte, junto a los modos civiles, se introduje­ron en la práctica modos no formales, con los cuales el “do­minus” podía manifestar su voluntad de hacer cesar el estado de esclavitud del siervo. Ellas no eran suficientes para consi­derar “jure civili”, libre al siervo, ya que el pretor, por razo­nes de equidad, impedía que sucesivamente el “dominus” o el heredero de él pudieran reafirmar el derecho de propiedad, revocando la concesión.

    Estos modos de manumisión no formal, que se llamaban pretorios por la protección acordada por el pretor a los escla­vos con ellos manumitidos eran de tres especies: «inter ami­cos”, que consistía en la declaración ante la presencia de ami­gos; «per epistulam”, que consistía en una carta dirigida al esclavo; “per mensam”, que consistía en admitir al esclavo como libre a la propia mesa. Una «lex Lunia” o ¿unia Nor­bana”, del final de la república y principio del imperio, re­guló la situación de hecho de estos esclavos manumitidos sin la forma civil estableciendo que aquéllos adquirían no la ciu­

    dadanía romana, sino una condición análoga a la de los datini coloniari” de la cual hablaremos pronto y para distinguirlos de los cuales fueron llamados “latini iunianh. Ella les atribuyó la capacidad patrimonial para actos entre vivos, pero no po­dían disponer por testamento de sus bienes, los cuales por ex­presa disposición de la ley recaían sobre el antiguo señor, de donde se dice que vivían libres y morían esclavos. También de diversos modos, en especial por las concesiones públicas, po­dían alcanzar la ciudadanía romana. Justiniano abolió la con­dición de los datini iuniani” y admitió que la voluntad del «dominus” así, pues, manifestada ante la presencia de cinco testigos hiciese libre y ciudadano al esclavo.

    A estos modos no formales se le sumaron otros en el dere­cho postclásico y justinianeo, como la «manumissio in ecclesia”, es decir: la declaración realizada delante de la autoridad ecle­siástica; el haber llamado ~”fiIius” al esclavo en un acto pú­blico; el haber consentido el matrimonio de la esclava dotán­dola, etc.

    En el derecho clásico estaban en vigor dos leyes del tiempo de Augusto que por fines políticos y morales limitaron los abusos de las manumisiones: la «lex Fufia Caninia” y la “lex Aelia Sentia”. La primera restringe las nlanumisiones testa­mentarias, fijando el número en proporción a los esclavos que se tenían~, con un mtximo de cien, nominalmente indicaá dos. La segunda establece una serie de prescripciones acerç~ de la edad mínima del manumitente (20 años) y del esclavo (30 años), lo cual se podía derogar sólo por una causa juot~ comprobada ante un consejo especial; quien era manumitido contraviniendo a estas disposiciones, era considerado “latino iuniano”. Por otra parte, prohibió la otorgación de la ciuda.. danía romana a los esclavos de mala conducta, asignánd~4 a ellos la pésima condición de “peregrini dediticii”, y declaró nulas las manmnisiones hechas en fraude a los acreedores. Jus­tiniano anuló completamente la “Fufia Caninia” y consideró de la Aelia Sentia” sólo la nulidad de las manumisiones

    fraude a los acreedores y el requisito de la edad del manuzm tente, rebajando por otra parte a diecisiete años la edad

    rida para las manumisiones testamentarias; respecto a .uta

    últimas acabó después por exigir tan sólo la facultad de hacer testamento, esto es, el alcance de la pubertad.

    Independientemente de la manumisión, los principales ca­sos en los cuales un esclavo alcanzaba la libertad por disposi­ción de la ley, eran: por un edicto de Claudio cuando el «do­minus” lo hubiera abandonado gravemente enfermo; cuando lo hubiera vendido a condición de que el comprador debía manmnitirlo dentro de un cierto tiempo y ello no hubiese sido cumplido; cuando de buena fe se hubiera encontrado por veinte años en posesión de la libertad y, en el derecho justi­nianeo, cuando con el consentimiento del «doininus” hubiera recibido una dignidad o las órdenes eclesiásticas.

    El esclavo manumitido llegaba a ser «libertus” del señor manuinitente y desde aquel momento adquiría en su relación con él los «iura patronatus”, transmisibles en favor de sus hi­jos, pero no a cargo de los hijos del señor. Los derechos de pa­tronato consistían en el «obsequium”, “honor” y «everentia”, que significaban principalmente un respeto filial y la absten­ción de realizar acciones injuriosas contra el señor; y en las operae”, “dona” y «munera”, promesas para obtener la liber­tad y que si no eran confirmadas en forma legal representaban sólo una obligación moral. Las promesas demasiado graves eran nulas. En algunos casos el señor tenía también derecho a los «bona”, esto es, a la sucesión legítima del liberto, y entre los dos existía el deber recíproco a los alimentos en caso de ne­cesidad. El señor debía por otra parte defender y asistir en juicio al liberto. El señor que no cumplia en sus deberes per­día el derecho de patronato, mientras en la edad postclásica el liberto ingrato podía ser obligado a volver a su primitiva es­clavitud. La relación de patronato se extinguía con la muerte del liberto y con la consecución por parte suya de la “inge­nuidad” mediante la «restitutio natalium”, conseguida con el consentimiento del señor. En el derecho justinianeo quedaron sumidos, también al vinculo de patronato hacia los herederos del difunto los diberti orcinh, y en el derecho de las Nove­las la relación de patronato no se extinguía por la “ingenui­dad”, la cual fue concedida a todos los hijos de los libertos.

    4. Status civitatis

    Para que im individuo fuese considerado sujeto de derecho era necesario en Roma que al requisito de la libertad, presu­puesto esencial de la capacidad jurídica, se sumara tambiéii el requisito de la ciudadanía. Tal principio tuvo aplicación muy rigurosa, aunque se realizaron algunas atenuaciones y, formal­mente, se mantuvo siempre en vigor, aunque la progresiva ex­tensión de la ciudadanía terminó por quitarle todo valor prác. bco.

    Ciudadano romano se nacía o bien se adquiría tal condi­ción por liberación de la esclavitud o por concesión. Nacía ciu­dadano el hijo concebido por padres que tenían el “connu­bium” y se hallaban unidos en legítimo matrimonio, o bien el nacido de madre ciudadana aunque, no obstante, ésta hubiera alcanzado la ciudadanía después de la concepción. Normas par. ticulares regulaban la posición de los nacidos de las uniones estables entre una mujer ciudadana y un hombre no ciuda­dano.

    Por liberación de la esclavitud llegaban a ser ciudadanos en un principio todos los esclavos liberados a través de las formas de manumisión civil; después, en el derecho clásico, sólo aquellos para los cuales, además de la manumisión civil, hubieran sido aplicadas las disposiciones de la ley “Elia Sentia”; al final, en el derecho justinianeo, todos los esclavos así, pues, que hubieran alcanzado la libertad. Por concesión lle­gaban a ser ciudadanos los extranjeros a los cuales le hubiese sido dada la ciudadanía por el pueblo romano o por un dele. gado suyo y, en la edad imperial, por el emperador.

    La concesión podía. ser hecha singularmente o, bien, a to­dos los habitantes de una ciudad o región. Con tal concesión colectiva la ciudadanía romana es extendida en el último si­glo de la república a todos los habitantes de Italia, y durante los primeros siglos del imperio a muchas comunidades de fue. ra de ella.

    La ciudadanía, siempre que no existiese una causa limita­tiva de la capacidad juridica, significaba en el campo del derecho público, para el hombre púber, principalmente el “ius suffragii”, que era el derecho de voto, y el “ius honorum” que era el derecho de ser elegidos para las magistraturas; en el campo del derecho privado todos los “ius connz&bii” (o con­nubium), es decir: el derecho de contraer legítimo matrimonio y así, pues, de adquirir los derechos familiares respectivos y consiguientes; y el «ius commercii” (o commercium), estó es, el derecho de realizar válidamente los actos jurídicos del “ius chile”. La lucha por la adquisición de todos estos derechos por parte de la plebe romana y la plena equiparación con los patricios, que en principio eran los únicos detentadores, ocu­pa los primeros siglos de la historia romana y se concluye tan sólo en torno al alio 300 a. de C.

    En contraposición a los ciudadanos, se hallaban los extran­jeros a las «civitas”, llamados en un principio hostes”, y des. pués «peregrini”, los cuales estaban sometidos a su propio de. recho nacional y completamente excluidos del «ius civile”. Pe­regrinos eran considerados también los súbditos de las provin­cias, que fueron distinguidos en dos categorías: «i peregrini alicuius civitatis”, que eran considerados formalmente alia­dos, y, en condición inferior, los «peregrini dediticii”, que eran por lo general los pertenecientes a comunidades constreñidas por las armas romanas a la sumisión (deditio) y privados de autonomía política. Los peregrinos fueron, sin embargo, admi­tidos, sin distinciones, para realizar válidamente los negocios del «ius gentium”, y para juzgar de las relaciones que a este respecto ellos tenían con los romanos fue creado el “praetor peregriflus”.

    Una condición intermedia entre ciudadanos y peregrinos fue la de los “latini”, de la cual hubo tres categorías:

    1) «Latini veteres” o «pri~sci”, que eran los antiguos habi­tantes del Lacio y de las más antiguas colonias de Roma. Ellos tenían todos los derechos de los ciudadanos, salvo el “ius ho­norum”. En el curso de la república adquirieron la ciudada­nía romana, y de aquí, que esta categoría perdiese su primi­tivo sentido.

    2) .~”Latíni coloniarii” que eran los habitantes de las colo­nias romanas fundadas después del año 268 a. de C. Ellos te-

    fian el “ius sufragii” y el “ius commercii”, pero por lo general no tenían el “ius connubii”. La latinidad coloniar fue conce­dida también a regiones enteras, aunque a veces excluyéndolas de algunos derechos.

    3) “Latini iuniani”, que fueron gracias a la «lex luma” los esclavos manumitidos a los cuales no le había sido recono­cida la ciudadanía, a excepción de aquellos que por la lev “Elia Sentia”, llegaban a ser «peregrinos dediticios”. Eran igualmente ~”iuniani” los esclavos que habían conseguido la libertad sin manumisión. Tenían el «ius commercii”, pero no tenían capacidad en materia hereditaria. Para todos los lati­nos fueron más tarde y poco a poco reconocidas numerosas causas de adquisición de la ciudadanía.

    En el 212 d. de C. el emperador Antonino Caracalla con­cedió, sin embargo, la ciudadanía romana a todos aquellos que estaban rin orbe romano”, quedando acaso excluidos sólo los peregrinos dediticios (constitutio Antonianiana). Por lo tanto la distinción entre ciudadanos y peregrinos pierde toda impor­tancia salvo en referencia a los bárbaros, con los cuales el im­perio estaba en contacto o que se fueron situando en el terri­torio romano, y a los ~”dediticii ex Aelea Sentia”. Quedó tam­bién la categoría de los ~”latini iuniani” para los esclavos que recaían en la esclavitud con posterioridad a la concesión de Caracalla. En el derecho justinianeo, venida a menos, por el desuso, la condición de los dediticios y expresamente abolida aquella de los “latim iuniani”, se acabó por conceder la plena ciudadanía a todos los habitantes libres del imperio.

    La ciudadanía se perdía principalmente por la pérdida de la libertad y por la pena de la «deportatio”; antiguamente también por la pena del “aqua et igni interditio” y por la ad­quisición de otra ciudadanía.

    5. Status familiae

    Además del requisito de la libertad y de la ciudadanía, para que se tuviese la plena capacidad jurídica en el campo del derecho privado, era necesario otro requisito: el ser «sui

    iuris”, esto es, autónomo respecto a cualquier potestad f a-miliar.

    De aquí nacía la distinción entre “personae sui inris” y “personae alieni iuris”, no menos fundamental que aquella entre libres y esclávos y de ella independiente, ya que prmcz­palmente fundamentábase sobre la organización de la familia romana.

    Era csui inris” el ciudadano que no tuviese ascendientes legítimos masculinos vivos, o que hubiera sido liberado, me­diante un acto que llamábase «emancipatio” de la potestad del ascendente del cual dependía. Si era hombre, era “pater­familias” cualquiera que fuese su edad, aun desde el nacimien­to y así, pues, independientemente de que tuviera o no hijos. Si era mujer, era considerada “caput et finis familiae suae”. Sólo las personas «sui iuris” tenían la plena capacidad en or­den a los derechos patrimoniales.

    Eran «alieni inris”, todos los otros, libres o esclavos que de­pendían de un «paterfamilias” o de un .”dominus”. En prin­cipio el poder que sobre ellos se ejercitaba era único y se indi­caba con el término “manus”. Posteriormente se diversificó, llamándose ~”manus” el poder sobre las mujeres que contra­yendo matrimonio con el “paterfamilias” o con uno de sus áilius” hubieran entrado en la familia subordinándose al jefe de ella; «potestas” el poder sobre los esclavos y sobre los “fiii­familias”, considerados libres en antitesis a los primeros; «mancipium” el poder sobre los hombres libres que por ena­jenación, por delitos cometidos o en garantía de una obligación hubieran sido sometidos a un “paterfamilias” en condición de cuasi esclavos (personae in causa mancipi) - Sin embargo, el sometimiento a la “manus” por el matrimonio pierde su fuer­za primitiva hacia el final de la república e igualmente las diferentes cáusas de “mancipium” fueron también desapare­ciendo. Las únicas personas alieni iuris” que permanecieron fueron así, pues, los esclavos y los hijos de familia. Los ¿ilii­familias” eran todos los descendientes legítimos o adoptados por un “paterfamiias” vivo y quedaban como tales cualquiera que fuese su edad.

    De los esclavos ya hemos hablado; de los otros volveremos a ocupamos muy pronto. Aquí es necesario revelar que en el derecho privado por largo tiempo la condición jurídica de los «fflui”, en especial respecto a las relaciones patrimoniales, no fue diversa de la de los esclavos. Así, pues, ellos tampoco po­dían adquirir en nombre propio, porque todo recaia directa­mente en el «pater”, y no podían válidamente obligarse. Por otra parte, con el consentimiento del «pater” podían contraer legítimo matrimonio y a través de la administración de los peculios llegaron a extender la esfera de su capacidad patri­monial; admitiéndose igualmente que pudieran presentarse en juicio hien sea como demandantes bien como demandados.

    6. Copitis deminutio

    Llamábase «capitis deminutio” a todo cambio sufrido en el “status libertatis”, «civitatis” y «familiae”; por ello era con­siderada como ¡ma extinción de la personalidad precedente (civili ratione capitis deminutio morti coaequatur).

    Con referencia a estos “status” se distinguía la «capitis de­minutio”, «máxima”, «media” y «mínima”. La «mdxima”~ con­sistía en la pérdida de la libertad y así, pues, de la ciudadanía y de todo otro derecho; la 4cmedia”, en la pérdida de la ciuda­danía y así, pues, de todos los derechos que habían fundamen­tado su esencia en el “ius civili”; la «mínima”, en un cambio del “status familiae” consiguiente a la emancipación, a la adopción y a la “datio in mancipio”, cambio por el cual se conservaba la libertad y la ciudadanía, pero se perdían los vínculos agnaticios y sucesorios con la familia de origen y se extinguían una serie de relaciones jurídicas preexistentes (usu­fructo, uso, débitos, etc.). Muchos efectos de la «capitis demi­nutio mínima” dejaron, sin embargo, de ser estimados en vir­tud de las diversas consideraciones del pretor, hasta tal punto que en el derecho justinianeo se acabó por eliminarlos com­pletamente.

    7. Limitaciones de la capacidad

    La capacidad de un sujeto de derecho, además de por la falta de autonomía respecto a la potestad familiar, podía ser limitada por varias causas que disminuían o anulaban la ca­pacidad de hacer y, aun, la capacidad jurídica. De tales cau­sas, que cambiaron en el curso de la historia del derecho roma­no, recordamos las siguientes:

    — Edad.—Fimdamental era la distinción entre «impúbe­res” y «púberes”. Las mujeres se consideraban púberes a la edad de doce años; los hombres a los catorce, no habiendo pre­valecido la doctrina sabiniana de que era necesario el recono­cimiento físico. El impúber «sui iuris” estaba sometido a tu-tela y llamábase «pupillus”. Entre los impúberes se distinguían los “infantes”, los «infantae maiores”, los «infantiae próximi” y los «pubertati proximi”.

    Infantes eran aquellos que no sabían hablar y que no po­dían tener conciencia de sus palabras. En el derecho justinia­neo el término de la «infantia” fue fijado al cumplirse los siete años. Los infantes no tenían capacidad alguna de hacer, pudiendo sólo el tutor cumplir por ellos los actos patrimoniales. Los «irLf ant Lee mayoreá~” podían realizar actos patrimoniales con el consentimiento (auctoritas) del tutor y, aún, sin tal consentimiento cuando eran para ellos ventajosos. La distin­ción entre «infantiae” y «pubertati proximi” hacía, sin em­bargo, referencia a la responsabilidad por delito, que fue excluida para los primeros y admitida para los segundo cuan­do hubieran estado en grado de comprender la ilicitud del acto realizado. Alcanzada la pubertad se podía contraer ma­trimonio y si se era «sui iuris” hacer testamento y realizar vá­lidamente cualquier acto. Por otra parte, habiendo una lex Plaetoria del siglo II a. de C. penado a quien engañase a un «sui iuris” menor de veinticinco años en la realización de un negocio y habiendo el pretor concedido algunos medios para rescindir el negocio mismo si resultaba desventajoso al menor, prevaleció el uso de que hasta alcanzar los veinticinco años el menor fuese asistido por un curador especificado por el ma­gistrado. Se viene así, pues, determinando gradualmente una

    nueva limitación de la capacidad de hacer para las personas «sui iuris” menores de veinticinco años, considerándose por lo general nulos los actos de enajenación y las obligaciones asumidas cuando hubiese faltado la asistencia del curador. En la edad postclásica, sin embargo, el varón de veinte años y la hembra de dieciocho cuando fuesen «sui iuris” y estuvieran en grado de administrar sus propios bienes, podían obtener del Emperador la «venia aetatis” que significaba la plena ca­pacidad, excepto para hipotecar o enajenar inmuebles.

    — Sexo.—La mujer en razón del sexo tuvo por largo tiem­po una capacidad jurídica fuertemente limitada. Excluida del todo de la vida pública, también en el derecho privado su si­tuación, en un principio, fue muy inferior a la del hombre. Si era «sui iuris”, entre otras cosas, quedaba sometida a tutela perpetua; no podía hacer testamento, ni heredar más allá de ciertas sumas.

    Estas limitaciones fueron, sin embargo, desapareciendo y quedaron tan sólo algunas incapacidades entre las cuales re­cordamos la de ejercitar la «patria potestas” y, por lo general, también la tutela; de ser testigo en un testamento; de comp a­recer en juicio por otros y de hacerse garante de las obliga­ciones ajenas.

    Agnación, cognación y afinidatl.—El estado de familia, el parentesco y la afinidad llevaban a diferentes limitaciones de la capacidad, pero de ellas hablaremos al tratar del derecho de familia.

    Enfermedades físicas y mentales.—Los sordos, mudos y sordomudos, no podían. realizar los antiguos negocios solemnes. El impotente y el castrado no podían contraer matrimonio; y el castrado ni tan siquiera adoptar. Los enfermos dementes (furiosi) si tenían intervalos lúcidos podían durante éstos rea­lizar actos válidos, pero normalmente halláhanse privados de toda capacidad de hacer y juntamente a sus propios bienes estaban sometidos a un curador.

    Prodigalklad.—Quien disipaba los bienes paternos era privado, bajo el pronunciamiento del magistrado, del «com­mercium”, y su patrimonio sujeto a la administración de un

    curador. Como el «infantiae maior” podía, sin embargo, ad­quirir.

    Celibato y falta de hijos.—Por principios de política demográfica, Augusto estableció graves limitaciones en mate­ria de sucesiones para los célibes y para aquellos que no hu­bieseii tenido hijos. Pero estas disposiciones perdieron vi­gencia en la edad postclásica.

    Libertad.—Los libertos, aunque poseyeran la ciudada­nía, no gozaron hasta pasado mucho tiempo de todos los de­rechos políticos, ni pudieron contraer matrimonio con inge­nuos. A esto último fueron más tarde admitidos por las leyes matrimoniales de Augusto, quedando por otra parte prohibi­dos los matrimonios entre los libertos y los pertenecientes al rango senatorial. Justiniano abolió, sin embargo, tales limita­ciones. De las derivadas de la relación de patronazgo hemos hablado ya.

    Condiciones sociales, cargos y prolesiones.—Venida a menos la división entre patricios y plebeyos se introduce en la edad imperial una distinción entre «humiiores” y «hones­tiores”, esto es: entre clases inferiores y clases superiores que implicaba, entre otras cosas, en el campo penal una pena más mitigada para aquellos que pertenecían a esta última clasifi­cación. Particulares restrinciones recaían sobre los senadores a los cuales les estaba prohibido poseer naves y debían inver­tir un cuarto de su patrimonio en fundos itálicos, y no podían contraer matrimonio con libertas, etc. Los magistrados pro­vinciales no podían, en la provincia administrada, tomar mu­.jer, recibir dones, adquirir inmuebles, manumitir esclavos. A algunas categorías de militares les fue, durante la época clásica, prohibido el contraer matrnnomo. Desde la edad postclásica comenzó, pues, la división de la población en clases cerradas sobre las cuales recaían especiales honores, como, por ejemplo, la adsninistraión municipal, y se fueron formando corporacio­nes hereditarias de profesiones de tal forma que saliendo de ellas se incurría en graves sanciones. La condición social y pro­fesional llegó a ser así, pues, la base de reglamentos jurídicos particulares. Igualmente algunas incapacidades en materia he-

    reditaria fueron dispuestas para ~as “feminae probosae”, que­dando, asimismo, prohibido a las meretrices, a las “celestinas”, a las actrices y a las que ejercían una actividad considerada vergonzosa (y a menudo también a sus hijas), el matrimonio con los ingenuos y, principalmente, con los “dignitate prae­diti”. Las prohibiciones matrimoniales, fuertemente mante­nidas en la edad clásica y postclásica, perdieron, sin embargo, su efectividad en el derecho justinianeo.

    «Colonatus”.—En la edad po~tclásica, entre otras, se afir­ma también esta nueva causa de limitación de la capacidad •ju­rídica, que tenía orígenes remotos y complejos y que adquirió larga difusión por las condiciones sociales y económicas del tiempo, tomando en parte el puesto de la propia esclavitud. El «colonatus” (servidumbre de la gleba) consistía en un víncu­culo que ligaba en perpetuo al colono y a sus descendientes a un fundo del cual eran arrendatarios, pero del cual no podían alejarse o ser alejados y al cual seguían su suerte. El colono era libre e ingenuo; podía, con algunas limitaciones, contraer matrimonio legítimo y testar; pero si abandonaba el fundo podía ser reivindicado. Se llegaba a ser colono: por nacer de padre o de madre colona; por voluntaria sumisión; por pres­cripción treintenal; por mendicidad. Se cesaba: por la adqui­sición del fundo; porque hubiera sido nombrado obispo o porque hubiese sido llevado por el señor del fundo al servicio In~litar, a los cargos municipales o a las órdenes religiosas. No estaba admitida la exención.

    4”

    dntestabilítas”. Quien habiendo participado en cali­dad de testigo en un negocio jurídico y se hubiese después ne­gado a rendir testimonio, era declarado «iniprobus intestabi. lisque”, perdiendo con ello la capacidad de ser testigo y, demje la edad postclásica, aún la de hacer testamento. Está últinia consecuencia viene dispuesta también para los autores de todo escrito difamatorio (carmen famosum).

    Infamia.—El menoscabo del honor y la Inengua en la estima social podían llevar a una disminución de la capacidad jurídica. Esto se determinaba con las “notae censoriae”, que en la edad republicana castigaban a los difamantes del honor, y a una serie de actos por los cuales el pretor prohibía a de- -

    terminadas personas el comparecer en juicio no tan sólo por “se” sino también “pro certis personisi, o hacerse en el re­presentar. Las personas castigadas por esta incapacid.td llamá­banse «infames” o «ignominiosaei.. Tan sólo, sin embargo, en el derecho justinianeo la “infamia” aparece como especial con­dición jurídica. Entre los “infames” recordamos los condenados por crímenes públicos y por algunos delitos privados (hurto, rapiña, injuria) o por dolo; los condenados en algunos juicios de buena fe referentes a las sociedades, o a la tutela, fiducia, mandato y depósito; los que ejercían el arte teatral o gladia­toria o bien una actividad vergonzosa; los que hubieran que­brado en sus negocios; los perjuros; los militares expulsados del ejército; los bígamos; las mujeres que han contraído ma­trimonio antes de un año de la disolución de su primer ma­trimonio; quien con ellas hubiese contraído matrimonio y quien hubiera dado el consentimiento; el tutor que se hubiese casado con la pupila o la hubiera dado en matrimonio a su propio hijo, etc. En el derecho justinianeo, sin embargo, la infamia no podía nunca ser dispensada por el adversario. Ella producía además la incapacidad de ocupar cargos públicos, de promover una acción popular y de dar testimonio. De la infa­mia se distinguía la «turpitudo”, esto es: la mala conducta que bajo diversos aspectos era tomada en consideración por el ma­gistrado.

    Religión.—El profesar una fe determinada no represen­tó, al menos hasta cuando el cristianismo llegó a ser conside­rado como religión oficial, una causa que modificase la- ca­pacidad jurídica. De la edad postclásica nacen, sin embargo, tina serie de limitaciones que van desde la exclusión a los car­gos públicos para todos los no cristianos, y a la prohibición para los hebreos de poseer esclavos cristianos y de contraer matrimonio con cristianos, hasta la incapacidad de hacer testa­mento y donar para los apóstatas y los heréticos. La herencia de estos últimos parece ser que recaía sobre el fisco. Una inca­pacidad cuasi plena penaba más tarde a los seguidores de la herejía maniquea que fue considerada ilegal.

    Otras causas.—En el derecho quiritario eran considera­dos en condición de semiesclavitud los «addicti”, esto es: los

    deudores insolventes asignados judicialmente al acreedor, el cual podía privarles de la libertad, venderlos o matarlos, y los «nexi” esto es: los deudores (o personas sumidas a su potestad) entregados al acreedor en garantía de la deuda. Estos institutos primitivos desaparecen antes de la edad clásica, en la que en­contramos, no obstante, la condición de semiesclavitud en los «auctorati”, es decir: en los hombres libres que se hubieran vinculado a un empresario de gladiadores, y en los «redempti ab hostibus”, que eran los ciudadanos c~ue otros habían resca­tado de la cautividad de la guerra y que quedaban sometidos al «redemptor” hasta que con su propio trabajo hubiesen sa­tisfecho la suma por éstos pagada. En el derecho justinianeo queda sólo esta última categoría, disponiéndose por otra parte que la duración de tal sumisión no podía sobrepasar los cinco años, durante los cuales el «redernptus” permanecía vinculado como en prenda.

    8. Las personas jitridicas

    El derecho romano no llegó a elaborar una doctrina com­pleta de las personas jurídicas, suministrando, sin embargo, a los intérpretes posteriores las bases para su construcción. No obstante, él ya había llegado, a través de un largo y laborioso camino, a reconocer la capacidad de ser sujeto de derechos, aún, a entidades diversas del hombre. Hasta el final de la épo­ca clásica esta capacidad le es atribuida tan sólo a las asocia­ciones de hombres organizadas para la consecución de fines duraderos de interés común e independientes de la voluntad y de los intereses de los miembros que las integran. En la edad postclásica y justinianea, con una mayor abstracción, se co­menzó a reconocer la capacidad jurídica también a entidades patrimoniales destinadas a un fin específico.

    Con términos modernos las asociaciones de hombres se lla­man corporaciones; las entidades patrimoniales, fundaciones.

    Prototipo de ente colectivo era el Populus Romanus, que tenía todos los posibles derechos. Sobre su base se configuraron otras comunidades de derecho público, como los «municipia”

    y las «coloniae”, a las cuales se lea va, gradualmente, recono­ciendo una capacidad de derecho privado; y las corporaciones privadas, para las cuales se tenían numerosas denominaciones (collegia, corpora, societates, sodalicia, etc.). Los componentes de ellas se llamaban «soci” o “sodales”, y la totalidad de ellos «urnversitas”.

    Requisito para la existencia de una corporación era la reunión de por lo menos tres personas que tuvieran la inten­ción de constituir una unidad orgánica dirigida a un fin lícito, que podía ser religioso, especulativo, profesional, etc. Por lar­go tiempo no fue necesario el reconocimiento por parte del Estado, ya que era suficiente la licitud del fin; pero desde ci principio de la edad imperial era necesario, sin embargo la autorización estatal. Cada corporación tenía un estatuto, órga­nos directivos, una sede común y se consideraba existente aunque cambiaran todos los socios o se redujesen a uno. Por lo menos desde la edad clásica se viene afirmando el elemento más característico de la personalidad jurídica de la corporación cual ente distinto de sus miembros, esto es: que los derechos y obligaciones se referían directamente a ella y no a sus miem­bros (si quid universitati debetur singulis non debetur, nec quod debet universitas singuli debent). La capacidad patrimo­nial de las corporaciones se fue poco a poco extendiendo; se admite también que pudieran nianumitir esclavos adquirien­do el derecho de patronazgo y, en último término, le fue con­cedido, en un principio a algunas como privilegio, después a todas, el recibir herencias y legádos. Las corporaciones privadas se extinguían: por la desaparición de todos sus socios; por la disolución voluntaria; por la consecución del fin; por la su­presiótl estatal.

    Las fundaciones comienzan a aparecer sólo en la edad post­clásica, bajo forma de instituciones de beneficencia y de culto promovidas por el cristianismo para una «pia causa”. Consis­tían en patrimonios confiados por lo general a una iglesia y destinados a la creación de orfelinatos, asilos, hospitales, etc. Pero, sin embargo, a un reconocimiento explícito de su capa­cidad jurídica no se llegó ni tan siquiera en el derecho justi­nianeo. No obstante, se intentó asegurar de todos modos la con-

    secución del fin, dándole a los obispos la vigilancia y el cuida­do sobre la administración de tales patrimonios y ampliando las muchas normas que ya regulaban la vida de las corpora­ciones.

    Una personalidad jurídica más plena le es atribuida, al me­nos en el derecho justinianeo, al «fiscus” y a la “hereditas iacens”. El fisco era el patrimonio imperial. El acab& por ab­sorber al aerarimn”, esto es: el patrimonio del pueblo roma­no; pero se separó de la persona del emperador y fue conside­rado como una entidad en sí misma, a la cual le fueron atri­buidos muchos privilegios. La herencia yacente era cualquier patrimonio hereditario todavia no aceptado por el heredero. Puesto que la aceptación era, por lo general, necesaria para que el heredero tomara la posición del difunto, en este inter­valo oe tiempo tal patrimonio permanecía sin titular y así, pues, como si fuese una «res nullius”. En el derecho clásico se lI~gó a decir, sin embargo, que la herencia ocupaba el lugar de la personalidad del difunto, y en el derecho justinianeo se llegó aún más allá, considerando a la herencia misma como persona y como «domina” dc las cosas hereditarias.

    CAPITULO II

    TEORIA DE LOS HECHOS JURIDICOS

    1. Los hechos jurídkos

    La teoría de los hechos jurídicos, con su terminología co­rrespondiente, es en gran parte una construcción de la dogmá­tica moderna, que, sin embargo, ha utilizado largamente el material romano. Puesto que ella nos facilita el rápido y com­pleto conocimiento de los institutos romanos, poniendo de re­lieve algunos principios generales en los cuales se fundamenta,

    expondremos aquí una breve reseña en sus términos más tra­dicionales.

    Llámase hecho jurídico a cualquier suceso, circunstancia, acto o situación al cual el ordenamiento jurídico le reconoce la creación de efectos jurídicos. Los hechos jurídicos pueden ser: positivos o negativos, segun que consistan en la realización o no realización de una circunstancia; simples o complejos, según que consistan en una circunstancia única o en una plu­ralidad de circunstancias ligadas entre ellas, contemporáneas o sucesivas; instantáneos, si consisten en un suceso único; estados de hecho, si consisten en una situación más o menos duradera.

    Todos estos hechos se dividen al mismo tiempo en dos gran.

    • des categorías: hechos jurídicos naturales y hechos jurídicos voluntarios.

    a) Hechos jurídicos naturales o, también, hechos jurídi­cos en sentido pro pío, se llaman aquéllos en los cuales el hecho o los aspectos jurídicos del hecho se producen independieute. mente de la voluntad del hombre.

    b) Hechos jurídicos voluntarios, son, por el contrario, aquéllos realizados por la voluntad del hombre y de cuyos efectos se hacen depender de ella. Los hechos jurídicos volun­tarios, son así, pues, los actos voluntarios del honibre y se d~. viden en: actos lícitos y actos ilícitos según que el ordena­miento jurídico los repute socialmente útiles y así, pues, tutele sus efectos, o bien los considere dañosos y, por lo tanto, los pene con una sanción. La categoría principal de los actos líci­tos está constituida por los negocios jurídicos.

    Es necesario advertir que, a veces, los efectos propios de un acto jurídico son, por el derecho, referidos a un momento precedente de aquel en el cual ha tenido plasmación: se habla en tal caso de retroactividad (de retro agi). Por el contrario, los efectos propios de un hecho pueden quedar en suspenso hasta que se verifique otro hecho: se habla entonces de litis­pendencia. Otras veces, por el contrario, el derecho atribuye a un hecho los efectos propios de un hecho diverso, que en el caso específico no se ha verificado aún: se habla entonces de ficción “fictio) -

    2. Adquisición y pérdida de los derechos

    Los efectos de un hecho jurídico pueden consistir en la adquisición, en la pérdida o en la modificación de un derecho.

    Llámase adquisición la consecución de un derecho por un sujeto, el cual llega a ser titular; pérdida, la separación del titular de tal derecho conseguido; modificación, cualquier cambio de un derecho existente, sin que exista pérdida de él o adquisición de un otro.

    La adquisición, puede ser: originaria o derivativa.

    Hay adquisición originaria cuando el derecho surge “ex novo”, reuniéndose a un sujeto independientemente de la re­lación jurídica de éste con otros.

    Hay, por el contrario, adquisición derivativa cuando ella acontece en base a una relación jurídica y puede ser: adqui­sición traslativa cuando el derecho ya existente en un titular se transfiere a otro; o, bien, adquisicLón constitutiva, cuando sobre la base de un derecho ajeno se constituye en el adqui­rente un nuevo derecho.

    Por lo tanto no toda adquisición señala el nacimiento de un derecho ni toda pérdida significa la extinción de él. En efecto, en la adquisición traslativa a la pérdida de un sujeto corres­ponde la adquisición de un otro. La transferencia que tiene lugar por voluntad de quien pierde el derecho toma el nombre de cesión. Cuando por el contrario un derecho es perdido por su titular sin que pueda existir más ni para él ni para otros, tal pérdida es llamada extinción.

    En la adquisición derivativa el titular del cual se deriva el derecho llámase “actor” o causante”, el titular en favor del cual el derecho se adquiere “causa habiente” o “sucesor”.

    La doctrina moderna llama, en efecto, “sucesión” a la re­lación que se verifica en las adquisiciones derivativas y dis­tingue, sobre la base de las fuentes justinianeas, sucesiones par­ticulares y sucesiones universales, comprendiendo en las prime­ras las transferencias de derechos individuales y separados; en las segundas, el paso de un conjunto de derechos, por otra par. te intransmisibles como sucede para la subrogación del ence-

    sor en la posición jurídica total del caneast., en la aueeóm hereditaria y, en el derecho romano, aún entre vivo.. Em. 4i.-tinción fue, sin embargo, desconocida al derecho romauo olA­sico que calificaba como “successio” tan sólo a aquefla pa~t. que después se llamó sucesión universal.

    La regla de las adquisiciones derivativas es que: “nemo plus iuris ad alium transferre potest quam ipse haberet”; sin embargo, no faltan excepciones como en el caso del acreedor pignoraticio que podía vender la prenda, transfiriendo la pro­piedad sin ser el titular. En torno a las modificaciones, que pueden ser muy diversas, ha de mencionarse particularmente el consentimiento, que se da cuando un derecho, no estando aún extinguido, no puede ser ejercido salvo que al verifi­carse una determinada circunstancia, haya vuelto a tener efi­cacia.

    3. Los negocios jurídicos

    Por negocio jurídico se entiende una manifestación de vo­luntad particular dirigida a un fin práctico, reconocido y de­fendido por el ordenamiento jurídico.

    Los dos elementos básicos del negocio jurídico son así, pues, una manifestación de voluntad y un fin práctico, que los romanos llamaban causa” o “insta causa”.

    La manifestación de la voluntad debe principalmente ser .de un particular, porque los actos de la autoridad pública no entran en el concepto de negocio jurídico. Por otra parte para que se dé una voluntad productora de efectos es necesario que el individuo pueda cumplir un acto voluntario, esto es, que tenga la capacidad de hacer y que quiera efectivamente hacer, queremos decir: que tenga consciencia del fin práctico del ne­gocio. La voluntad debe de ser manifestada y ello puede rea­lizarse mediante tma declaración, dirigida a hacer conocer la voluntad misma a otros, o bien a través de un comportamiento que muestre la determinación interior. Cuando el ordenamien­to jurídico o la estructura pública del negocio no imponen mo-

    dos particulares, la voluntad puede ser manifestada de cual­quier forma.

    Se distingue la manifestación expresa, de la manifestación tácita. La primera, que se identifica con ¡a declaración, puede consistir en cualquier medio que en el uso social se considere como manifestación explícita, como la palabra, la escritura, un signo de cabeza o de la mano. La segunda se identifica con cualquier comportamiento del cual se pueda desprender una voluntad. Por otra parte el simple silencio no puede ser con­siderado como una manifestación de voluntad, salvo en los casos en los que el derecho o la estructura del negocio le atri­buyan el valor de un asentimiento. En el derecho romano la voluntad, para ser productora de efectos jurídicos, debía, por largo tiempo al menos lo fue, ser maiiifestada en formas lijas, solemnes, tradicionales, por lo generál orales, que generalmen­te permitían una actividad (agere). Por lo tanto más que la voluntad en sí misma y por si era tomada en consideración por el “ius civile” la actividad desarrollada en el modo prescrito, esto es: el «actus”. Sólo más tarde, con la introducción del “ius gentlum”, con la actividad del pretor y con la «interpretatio” de la jurisprudencia, comenzó gradualmente a conquistar re­lieve la voluntad como elemento generador de efectos jurídi­cos. Este desplazamiento de la forma a la voluntad comienza ya en la época republicana y se desarrolla fuertemente en la edad clásica, menoscabando así la estructura del «ius civile”, llegando a provocar en la edad postclásica la caída de las an­tiguas formas solemnes y el más completo triunfo de la volun­tad; para la manifestación de ella, por otra parte, fueron con frecuencia dispuestas formas legales, por lo general, consis­tentes en un documento escrito (instrumentu), que según los ca­sos tenía función probatoria o también constitutiva.

    La “causa” se identifica, como hemos dicho, con el fin prác. tico al cual la voluntad va dirigida y que es reconocido y pro­tegido por el ordenamiento jurídico. No es, en efecto, necesa­rio que el particular tenga conocimiento de los efectos jurídi­cos del negocio, sino tan sólo que quiera conseguir aquel fin al cual el derecho le aporta su protección. De las causas son distinguidas las scausae psicológicas” que han inducido a la ma-

    nifestación de la voluntad y que por lo genetal no son tomadas en consideración por el derecho. Sin embargo, a veces, el dere­cho considera la razón jurídica por la cual el negocio pudo haber sido realizado. Tal razón llamase «causa remota”, en con­traposición al fin práctico del negocio que entonces llímase «causa proxima”. Si la causa remota no existe el negocio pro. duce igualmente sus efectos, pero el interesado puede no acep­tarlos.

    Los negocios jurídicos pueden ser reagrupados en diversas categorías, según que se considere un aspecto más que otro:

    Unilaterales y bilaterales.—Según que dependan de la voluntad de un solo individuo (por ejemplo, el testamento), o del encuentro de las manifestaciones de voluntad de dos o más partes, fundidos en un acuerdo (consensus) por el cual se reali­za el negocio (por ejemplo, el matrimonio);

    Onerosos y gratuitos.—Según que la causa del negocio signifique o no, para quien adquiere, una pérdida correlativa, o al menos equivalente;

    Formales y no formales.—Según que el ordenamiento jurídico determine o no la forma en la cual debe realizarse la manifestación de la voluntad. Se llaman también solemnes o no solemnes.

    Causales y abstractos.—--Según que la causa sea puesta de manifiesto por la estructura misma del negocio, o bien no se manifieste claramente, por lo que el negocio puede servir para conseguir efectos diversos. Se llaman también típicos o atí­picos;

    Inter vinos y mortis causa.—Según que sean destinados a producir efectos mientras las partes tienen vida, o bien sólo después de Ja muerte del disponente o de una de las partes.

    En particular por el derecho romano es tenida en cuenta la distinción entre negocios «ms civilis” y «iuris gentinm”, se­gún que se encuentren fundamentados sobre el «ius civile” o sobre el “ius gentimzø y así, pues, dirigidos tan sólo a los ciudadanos o bien a los extranjeros.

    Mirando a estas varias categorías, se debe, pues, observar que los negocios abstractos son por lo general también forma-

    les y viceversa, y que en los negocios causados, si falta la causa o es ilícita, el negocio no produce sus efectos, mientras en los negocios abstractos por el contrario la falta o ilicitud de la causa no impide que el negocio produzca igualmente sus efec­tos; pero el derecho ofrece diversos medios para paralizar o remover tales efectos, como precisamente hace en muchos casos el pretor respecto a los negocios formales del dus civile”. To­dos los más típicos negocios del «ius civile”, como la “man­cipatio”, y la “ms jure cessio” y la «sponsio”, eran, en efecto, formales y abstractos y los efectos quedaban dependientes del cumplimiento de la formalidad, antes que de la voluntad y de la causa, que sólo en el dus gentium” y en la práctica pretoria encontraron reconocimiento autónomo y adecuada protección.

    En cada uno de los negocios jurídicos se distinguían, se­gún la terminología de los intérpretes, los «essentialia negotii”, esto es: los elementos exigidos por el ordenamiento jurídico para la existencia de aquel determinado tipo de negocio, fal­tando los cuales el negocio mismo no nace y son, asimismo, in­derogables; los «natztnilia negotii”, esto es: los elementos que el ordenamiento jurídico considera como normales, dejando, sin embargo, en libertad a las partes para disponer indiferen­temente; los «aecidentalia negotii”, esto es: los elementos que el ordenamiento jurídico consiente a las partes que sean um­dos al negocio para regular y modificar los efectos.

    4. Condición., término y modo

    Entre los elementos accidentales del negocio jurídico, que cuando se han sumado reciben también valor esencial, hemos de recordar en particular la condición, el término y el modo.

    Consisten en declaraciones accesorias de la voluntad. En el derecho romano no se podían oponer, sin embargo, a los «actus legitimh, entre los cuales se encontraban —adem&s de la “mancipatio”, la “in iure cessio” y la “cretio”, desaparecidas en el derecho justinianeo— la ~”acceptilatio”; la “enmancipa­tio”, la s.~datio tutoris” y la aditio hereditatiss.

    La condición (condicio), es una declaración accesoria que hace depender el nacimiento o la extinción de los efectos del negocio de un evento futuro y objetivamente incierto. El nombre de “condicio, se daba también al evento, y se llamaba “condicional” al negocio sujeto a condición; y “purum al no condicionado.

    Referente a los efectos, si éstos quedan suspendidos has­ta la verificación o no verificación del evento, la condición es suspensiva; si cesan, la condición es resolutiva. El derecho ro­mano no reconoce, sin embargo, eficacia a la condición resolu­tiva, al menos en la edad clásica, si no es por vía indirecta unien­do al negocio principal, que nacía puro, un pacto de resolución sujeto a la condición suspensiva, el cual surgía efecto al ved­ficarse la condición, en los modos y límites de la eficacia de los pactos.

    Referente a la causa del evento, las condiciones se distin­guían en potestativas, cuando dependían de la voluntad de una de las partes; casuales, cuando dependían de alguna cir­cunstancia, la cual es equiparada a la voluntad de un tercero; y mixtas, cuando dependen de la circunstancia y de la yo­hmtad de una de las partes.

    Referente a la naturaleza del evento, las condiciones se dis­tinguen en positivas y negativas, según que ellas permitan el verificarse o no verificarse el evento mismo.

    Son condiciones aparentes: las “condiciones iuris”, es decir:

    los requisitos legales del negocio, que es superfluo expresar; las “condiciones in praesens vel lii praeterituin”, esto es: aque­llas que se refieren a un evento actual o pasado, aunque sea ignorádo por las partes, por el que el negocio se considera puro y produce o no sus efectos desde el principio; las “condi­ciones necesarias”, esto es: aquellas que deben necesariamente existir y por las cuales el negocio es válido desde el principio, aunque sus efectos sean diferidos.

    Las condiciones imposibles, que son aquellas en las cuales el evento no puede física o jurídicamente verificarse, y las condiciones ilegales o deshonestas, provocan la nulidad del ne­

    gocio, salvo en las disposiciones testamentarias donde se con­sideran como no existentes.

    El negocio sujeto a condición suspensiva, toda vez que ésta no se haya verificado pero que pudo verificarse (condicio pen­det), se considera existente sin que, sin embargo, produzca sus efectos. El derecho tutela, no obstante, la legítima pretensión de la otra parte y a veces considera cumplida la condición, si la parte obligada impide dolosamente su verificación. Cuando la condición se verifica (condicio existit), si es suspensiva, el negocio produce sus efectos; si es resolutiva, el negocio cesa de producirlos. Cuando por el contrario la condición no se ha verificado o no podrá nunca verificarse (condicio deficit), en­tonces, si era suspensiva, el negocio se consideraba como no realizado, y si era resolutiva el negocio sub3iste y tiende a producir sus efectos.

    Se discute si en el derecho romano al verificarse la condi­ción los efectos se producían a partir de aquel momento (ex nunc) o desde aquel en el cual hahía sido concluido el nego­cio (ex tunc). El criterio de la retroactividad, en especial para las condiciones resolutivas, imperó. para algunos casos, en el derecho justinianeo.

    El término (dies', es una declaración accesoria que in­dica la fecha en la cual el negocio producirá o cesará de pro­ducir sus efectos. En el primer caso el término llámase inicial (dies a quo); en el segundo caso, final (dies ad quém). Se di­ferencia de la condición por la certeza de su llegada (certus an), aunque sea incierto el momento (incertus quando) comó, por ejemplo, para la fecha de la muerte de una persona. Si es por el contrario dudoso que la fecha pueda llegar a cmnplirse (incertus an) como, por ejemplo, el cumplimiento de una de­terminada edad, entonces, en realidad, se trata de una condi­ción. El término final, como la condición resolutiva, se le ha­cía operante mediante un pacto de resolución.

    El modo (modus), es una declaración unida a un acto de liberalidad para imponer a la persona favorecida un

    vamen lícito. El modo no suspendía la condición del beu.fi­cio, mas en el derecho justinianeo las personas interesadas po­dían constreñir al beneficiado a su cumplimiento.

    5. Invalidez de los negocios jiu-Edwos

    La falta de un requisito esencial en el negocio hace que él sea considerado nulo y así, pues, como inexistente. En otros casos, por el contrario, el ordenamiento jurídico considera el negocio «annullabile”, esto es, proporciona a los interesados los medios para que sea reconocida por el juez la ineficacia y exigir o impedir los efectos.

    Los motivos de invalidez podían consistir: en la falta de capacidad jurídica del sujeto (cuando ella era exigida), o de la capacidad de actuar; en la incapacidad del objeto o en la falta del derecho de disponer; en la discordancia entre la voluntad y la manifestación; en un vicio de la voluntad; en la no observancia de las formas, cuando éstas eran prescritas; en la falta, ilicitud o inmoralidad de la causa.

    Particular relieve asumen los motivos referentes a la volun­tad.

    La discordancia entre la voluntad y su manifestación se da cuando la voluntad es tan sólo aparente, tanto por una falta absoluta de la voluntad, cuanto porque la manifestación sea consciente o inconsciente diversa de la voluntad real.

    La falta absoluta de la voluntad se da en las declaraciones hechas bajo la amenaza de una violencia física (vis copori illa­ta), o cuando es interpretado como manifestación de la volun­tad un gesto que no iba dirigido a crear negocio alguno. El negocio es entonces considerado como inexistente aun en el

    La manifestación consciente diversa de la voluntad real se da, a veces, en las declaraciones hechas por juego (iocandi cau­sa), que no tenían relevancia jurídica; en la reserva mental y en la simulación.

    La reserva mental que consiste en declarar cosa diversa de aquella que se quiere, no podía ser invocada por el declarante, y por tanto el negocio era válido en los términos de la mam­festación exterior.

    La simulación consiste, por el contrario, en una declaración conscientemente deformada y dirigida a un fin diferente de aquel propio del negocio, con la intención plena de que no se produzcan los efectos (simulación absoluta), o bien con la intención de conseguir los efectos de un negocio diverso de aquel simulado (simulación relativa). En ambos casos, la falta de voluntad hacía nulo el negocio simulado. Tratándose, sin embargo, de simulación relativa, silos efectos queridos no eran contrarios al derecho, se consideraba válido el negocio disimu­lado (plus valere quod agitur quam quod simulate consclpitur).

    La manifestación inconsciente diversa de la voluntad real se da en el caso'. del ~”error obstativo”, esto es: cuando se quiere una cosa y se declara otra. Los intérpretes distinguen:

    a) El «error in negotio”, cuando se cree cumplir un nego­cio y por el contrario se realiza otro diverso; él hacia nulo el negocio realizado;

    b) El «error la persona”, cuando se negocia con una rer­sona diversa de aquella que se tiene «in mente”, o se contrata con una persona creyendo que es otra. Por lo general el negocio era nulo, salvo que la identidad de la persona fuese indife­rente;

    c) El «error in corpore”, cuando el negocio és realizado respecto a una cosa diversa de aquella querida. El negocio era nulo, salvo que el error no hubiera consistido tan sólo en atri­buirle a la cosa un nombre o una cualidad diversa (falsa de­monstratjo non nocet).

    Los vicios de la voluntad son: el error, el dolo y la violen­cia, cuando ellos determinan una voluntad diversa de la que verdaderamente se quería especificar. Por lo tanto, en estos casos, la manifestación corresponde a la voluntad, pero ésta en su determinación ha sido deformada por una causa perturba­dora que le ha impedido libertad y consciencia.

    El error (error) que es objeto de consideración como vicio de la voluntad es aquel “dii substantia”, es decir: sobre la esencia de la cosa, por ejemplo, cuando se compra aceite por vino o plomo por oro. Tal error hacía inválido el negocio, al menos en el derecho clásico, sólo cuando era diferente la

    función económico-social de la cosa. En el derecho justinianeo se nota, por otra parte, la tendencia a darle una mayor valora­ción. El error de derecho y con él la ignorancia de las normas vigentes no excusaban, salvo para los menores de veinticinco años, las mujeres y los soldados.

    El dolo (dolus) consiste en cualquier comportamiento ma­licioso con el cual una de las partes pone en error a la otra para conseguir una ventaja (omnis calliditas, fallada machi­natio ad circumveniendum, falledum decipiendum alterum ad­hibita). Los romanos lo llamaban «dolus malus” en contrapo­sición al «dolus bonus” que consistía en las normales astucias comerciales. En los negocios del «ius civiles el «dolus malus”~ no invalidaba el negocio. De él se tenía, sin embargo, cuenta en los negocios de los cuales derivaba un «iudicium bonae fi-dei”. Por otra parte el pretor, cuando no era posible defen­der a la persona engañada, le concede, desde el final de la república, una «actio doli”, de carácter penal e infamante, para remover los efectos del negocio cuando éstos se hubieran ya producido y obtener el resarcimiento del daño a título de pena; y una «exceptio doli” para paralizar los efectos del negocio cuando no se hubieran todavía producido y el engaño hubiera sido reclamado en juicio para el cumplimiento.

    En el derecho justinianeo, superada la distinción entre de­recho civil y derecho pretorio, el dolo fue considerado como un vicio de la voluntad que invalidaba directamente el nego­cio, mientras que, finalizada la evolución comenzada en el derecho clásico, la «actio doli” alcanzó el carácter de una ac­ción general contra todo comportamiento desleal, aun después de la conclusión del negocio.

    La violencia (vis) que es objeto de consideración como vi­cio de la voluntad es la propiamente moral (vis animo illata), porque la física, como hemos visto, excluye la voluntad y hace nulo el negocio.

    La violencia moral consiste en la creación de una situación de temor (metus), mediante la amenaza efectiva e injusta de un mal. Tal violencia no inválida según el “dus civile” el nego­cio, porque una voluntad, aunque ella hubiera sido violenta­da, se había dado. De ella se tenía, por el contrario, cuenta

    en los negocios que daban lugar a un “iudicium bonae fidei”. Sin embargo, el pretor, como para el dolo, concede su pro­tección proporcionando, desde el fin de la república, a quien había sufrido la violencia tres remedios: la «actio quod metus causa”, de carácter penal, por el cuádruple del valor del objeto dañado y dirigida contra cualquier poseedor (llámase, por lo tanto, “actio in rem scriptum”); la “restitutjo in integrum” por la cual se consideraba no realizado el negocio, y la «exceptio metus” para paralizar los efectos del negocio, cuando éstos no se hubieren todavía producido y la víctima de la violencia hubiera sido reclamada en juicio para su cumplimiento. Tan sólo en la edad justinianea la violencia moral llegó a ser consi. derada como un vicio de la voluntad que invalidaba directa­mente el negocio.

    Los negocios invalidos podían ser de varios modos subsa­nados y particularmente mediante la impugnación por parte de quien tiene derecho a pedir su nulidad, la confirmación, la ratificación y el transcurso del tiempo, cuando se dejan cumplir los términos entre los cuales se puede impugnar el nc­gocio anulable.

    6. La representación

    Ya de antiguo el derecho romano admitía, cuando la forma del negocio jurídico no exigía la presencia del interesado, que la vohmtad de él pudiera ser declarada por medio de otros, considerándolo como simple instrumento de transmisión (nun. cius ~ En tal caso el negocio se consideraba comó concluido personalmente por quien había autorizado al “nunchxs” y a él por lo tanto se referían los efectos del negocio.

    Pero la representación verdadera y propia, esto es: la re­presentación de la voluntad, tiene lugar cuando el negocio es concluido por cuenta ajena, pero mediante la manifestación de una voluntad que se ha determinado en el representante.

    En el derecho romano durante bastante tiempo no fue admi­tido que los efectos de un negocio recayesen directamente so-

    bre la persona representada (representación directa), -sino que se siguió un sistema más complejo, por el cual los efectos del negocio se producían tan sólo en la órbita del representante, sin que naciera algún derecho u obligación entre el tercero y el interesado, y revertían sobre este último más tarde con la realización de otros negocios entre él y el representante (re­presentación indirecta).

    La representación directa estaba, en efecto, excluida de manera absoluta en el “ius civile”, en el cual regia el princi­pio: «per extraneam (o liheram) personam mhil adquiri po­test”. Por otra parte, en el derecho más antiguo, las exigencias a las cuales responde la representación directa quedaban por lo general satisfechas por la organización familiar, que daba al «paterfamiias” los más seguros instrmnentos de adquisición en los hijos y en los esclavos. Por medio de ellos se realizaba, sin embargo, una simple representación de hecho, que no tenía nada que ver con aquella indirecta o directa, en cuanto la ad­quisición estaba fundada sobre la incapacidad de las personas “alieni iuris” de ser titulares de derechos patrimoniales, por lo que todas las adquisiciones recaían necesariamente sobre el jefe de la familia. Posteriormente, el «pater” pudo servir-se de los que estaban bajo su tutela aún para obligarse, en cuanto el pretor concedió diversas acciones con las cuales po­día ser llamado a responder por los negocios por él autorizados o de los cuales hubiese obtenido una ventaja.

    Sin embargo, ello no fue suficiente, dadas las crecientes ne­cesidades del comercio y de la vida, y en la edad clásica se aca­bó por admitir importantes derogaciones al principio riguroso «per extraneam personam nihil adquiri potest”. En teoría fue mantenido integro, pero con una serie de medios indirec­tos y emniendas procesales el derecho honorario y la «cogni. tio extra ordinem” fueron en la práctica realizando el papel de la representación directa. En el derecho justinianeo —aun­que la antigua máxima del “ius civile” fue recogida por los compiladores en el Corpus iuris, dando lugar a graves dificul­tades de interpretación— las excepciones habían llegado a ser numerosas, hasta tal punto que se puede decir que constitu­yeron la regla.

    7. Los actos ilícitos

    Cualquier acto del hombre que el derecho considera so­cialmente dañoso y así, pues, penado con una sanción es lla­mado ilícito. En particular, con referencia al derecho privado, se llaman actos ilícitos: aquellos con los que voluntariamente se lesiona un derecho ajeno.

    Los elementos del acto ilícito son, por tanto dos: uno obje­tivo, que es la lesión del derecho ajeno, y otro sujetivo, que es la voluntariedad del acto. La lesión era llamada por los roma­nos ciniuria”; hoy se llama entuerto o daño. Patrimoniahnente puede consistir en una disminución (daño emergente) o en una falta de incremento (lucro cesante), y puede suceder como con­secuencia directa del acto ilícito (daño directo) o como conse­cuencia de particulares circunstancias que concurren con el acto mismo (daño indirecto).

    La voluntariedad del acto constituye la culpa. Esta puede derivar del comportamiento doloso del agente o de su negli­gencia. El primero era llamado por los romanos dolus”, la segunda “culpa”.

    La culpa se distingue en “ccontractual”, cuando la ilicitud del acto consiste en la violación de una relación obligatoria existente con la persona dañada; y «extracontraetual”, cuando el acto es por sí mismo considerado ilícito. Esta última es lla­mada también culpa “aquiliana”, de la Lex Aquilia, en base de la cual fueron regulados, como veremos, los daños infligidos a las cosas pertenecientes a personas con las cuales no se tuviesen vínculos de tipo alguno.

    Del acto ilícito se desprende la obligación de resarcir el daño. Pero de esto, como también de los grados de la culpa, hablaremos al tratar de las obligaciones.

    8. El tiempo

    Más que como la forma de término establecida a un ne­gocio jurídico, el tiempo ejerce su influencia de distintas ma-

    rieras, como, por ejemplo, para la adquisición de la capacidad de actuar, con la consecución de una determinada edad, y, principahnente, para la adquisición y la pérdida de muchos derechos en base al transcurso del tiempo.

    El cómputo del tiempo puede ser “naturalis”, “civilis,, “continuum” y “titile”. llámase:

    Natural, aquel que se cuenta “a momento ad momentum”;

    Civil, aquel en el cual las jornadas se consideraban como una unidad entera e indivisible, desde una media noche a otra. El derecho considera sólo el cómputo civil. Por lo general, la jornada apenas iniciada se tenía por cumplida (dies inceptus pro completo habetur), pero cuando la caducidad representaba la pérdida de un derecho, ésta se verificaba sólo al término de la jornada misma;

    Continuo, el cómputo en el cual entran todos los días efec­tivamente transcurridos;

    Util, aquel en el cual se tiene en cuenta sólo los días en los cuales ha sido posible realizar el acto de que se trata.

    CAPITULO III

    EL PROCEDIMIENTO CIVIL ROMANO

    1. Nociones generales

    El jrocedimiento civil romano (de esta manera queda me­jor especificado que no con la expresión “defensa de los derechos” en cuanto, como veremos más tarde, en el derecho romano encuentran defensa aun situaciones de hecho que no tienen reconocimiento en el “ius civile”), es una de las ma­terias en las cuales más se refleja la rápida evolución del derecho romano que tuvo lugar por obra del pretor.

    En él se distinguen precisamente tres períodos, los cuales, se ve bien, no se han sucedido en el sentido de que el princi­pio del uno haya coincidido con el fin del otro, sino que fre­

    cuentemente han convivido, ofreciendo medios concurrentes para la defensa del ciudadano hasta que ha prevalecido aquel que, por ser más conforme a la conciencia social, mejor res­pondía a las exigencias de la defensa real de aquellas situa­ciones necesitadas de una sanción jurídica.

    Los tres períodos del procedimiento civil romano son:

    1.0 Período de las «legis actiones”.

    2.0 Período del procedimiento “per formulas”.

    3•0 «Extraordinaria cognitio”.

    Antes de adentramos en el examen particular de estos pe­ríodos no parece inoportuna alguna consideración de orden general sobre el procedimiento.

    Es conocido como característica de las normas jurídicas de los ordenamientos estatales (el derecho internacional no está, en efecto, sujeto a esta particularidad) el que las normas por ellos recogidas asuman fuerza obligatoria por medio de la sanción que representa un mal o la pérdida de un bien (Aran­gio Ruiz) conminando a quien llegue a transgredir la norma llamada primaria, esto es: aquella que prescribe el compor­tamiento que ha de seguirse. La aplicación de la sanción se obtiene exigiendo, en los modos debidos y con un específico procedimiento (“proceso”, “procedere”, “processus”), al Es­tado el reconocimiento de la existencia de lo propio, esto es del derecho, y la actuación concreta para la restauración del derecho violado o menoscabado.

    La «Actio” era para los romanos el medio para poner en funcionamiento el proceso «actio nihil aliud est quam ius persequendi iudicio quod sibi debetur”.

    Por lo que hasta ahora liemos dicho, resulta claro que la actividad del Estado para la reintegración del derecho del particular consta—por lo general—de dos fases: una primera tendente a afirmar la existencia del derecho y su lesión; y una segunda que tiende a la realización o reintegración del dere­cho reconocido; la actividad procesal asume, pues, dos diver­sos aspectos y se distinguen por lo tanto un «proceso de cogni­ción” y un “proceso de ejecución”.

    Respecto al proceso de cognición puede darse el caso de

    que el bien que se intenta tutelar sea un derecho real o que sea por el contrario un derecho de obligaciones. En el primer caso se tendrán las “actiones in rem” en cuanto siendo el de­recho real una relación directa entre el titular del derecho y la “res” objeto de éste, él tiende a la tutela de esta relación di­rigiéndose hacia quien lo obstaculice indebidamente (erga orn­nes). Ellas eran llamadas por los romanos «vindicationes”. Las acciones que tendían por el contrario a la tutela de una rela­ción obligatoria, en cuanto ello ocurría entre personas que son las únicas que pueden violarla, se llamaban «actiones in per­sonam” y también, con un término especifico, «condictiones”.

    Existía, en el derecho romano, también un «tertium genns” de acciones que tenían origen en las «actiones in personam”, en cuanto nacían de una relación obligatoria, pero tenían al mismo tiempo la característica de poderse dirigir contra todos aquellos que se encontraban en condición de poder defender el derecho en cuestión. Ellas eran llamadas “aciiones in rem scriptae”, siendo la más característica la actio quod metua causa”, la acción, esto es, concedida en tutela de quien pudiera sufrir una inminente violencia en la estipulación de un ne­gocio.

    En cuanto al objeto de la denianda los romanos conocían otra distinción de las acciones:

    «Actiones reí persecutoriae”, aquellas que tenían por obje­to el resarcimiento inmediato de un daño patrimonial.

    “Actíones poenales”, es decir, aquellas con las cuales se perseguía una simia de dinero debida a título penal (ejemplos típicos: las acciones de hurto, rapiña, daño, injuria).

    «Actiones mixtae”, eran en suma, las acciones que tendían a ambas finalidades.

    «Actiones civiles”, eran las acciones que se dirigían para hacer valer las relaciones tuteladas por el “ius civile”; y

    “Actiones honorarie” o «praetoriae”, aquellas concedidas por el pretor para la tutela de las relaciones no comprendidas por el “ius civile”.

    De particular relieve, a los fines de un justo conocimiento de la importancia de la función sustancial que tenía en el de-

    recho pretorio el procedimiento civil, son otras distinciones como:

    “Actiones in factum”, que eran las acciones con las cuales el pretor tutelaba una relación de hechos no especificados por el derecho civil y que hubieran quedado por lo tanto pnvados de la tutela jurisdiccional por éste concedida para los titula­res de las relaciones jurídicas.

    “A ctiones ótiles”, por las cuales el pretor aplicaba acciones ya existentes a situaciones análogas a aquellas para las cua­les se habían constituido (por contraposición la acción origi­naria era llamada «actio directa”).

    “A ctiones ficticiae”, aquellas mediante las cuales el pretor para hacer posible la aplicación de una acción ya existente a una relación nueva, fingía la existencia en tal relación de un elemento que, sin embargo, faltaba (por ejemplo, fingía la existencia de la usucapio cuando ella no se había aún cum­plido: “rei vindicatio utilis”).

    En las “actiones útiles” se extendía en sustancia una acción ti unos hechos especiales que no habían sido tipificados; pero en las «actiones ficticiae” el procedimiento era contrario y se encuadraban, con las oportunas adaptaciones, los hechos es­peciales en el ámbito de una «actio” existente. La parte que actuaba era llamada en el Derecho Romano “actor” nuentras que aquélla contra la que iba dirigida la acción (demandado) era llamada “reus”.

    En cuanto a la representación en juicio, en un principio

    - limitada, fue ya en la época clásica normalmente admitida. Se distinguía el «cognitor” que era constituido como tal por una fórmula ya establecida («certis verbis”); y el «procurator”

    para cuya designación no era necesana una solemnidad par­ticular y que tuvo así, pues, en el transcurso del tiempo mayor efectividad. Naturalmente la distinción entre .mactiones civi­les” y «honoriae”, y todas las especificaciones técnicas re­lativas a ellas, desaparecieron poco a poco en la época post-clásica con la fusión del derecho civil con el derecho pretorio de tal forma que el origen profundamente diverso de los dom sistemas resultó irrelevante.

    Las dos primeras Ia~es del procedimiento civil romano, esto es, la fase «per legis actiones” y la «per fonnulas” suelen ser reagrupadas en una denominación más amplia llamada ordo iudiciorum privatoruin”. Este término, que significa “orden de los juicios privados”, encuentra su justificación en el hecho de que en este procedimiento típicamente romano es prevalente la acción del juez privado, elegido por las par­tes. El tenía, por llamarle con términos modernos, carácter típicamente arbitral.

    El procedimiento se desarrollaba, en efecto, en dos fases:

    una primera que tenía sólo el fin de crear la relación procesal y fijar los términos de la controversia, que se desarrollaba ante un funcionario público, el «praetor” y que era llamada rin iure”; y una segunda que constituía el juicio verdadero y propio en cuanto tendía a la búsqueda de la verdad, que era llamada rin iudicio”. La primera fase se cerraba con la “litis contestatio”.

    La segunda fase se desarrollaba toda ella ante el juez pri­vado, elegido por las partes, y de él emanaba la decisión, lla­mada sentencia.

    El procedimiento «per legis actiones”, caracterizado por un estrecho formalismo y que era rígidamente establecido por la ley (de aquí precisamente su denominación), tiene su ori­gen en la época más antigua y fue ya estudiado en la ley de las XII Tablas. La reforma de este procedimiento, apenas idónea para una pequeña sociedad y economía típicamente agrícola, pero aún más inadecuada por la transformación de la economía romana, con la conquista del ámbito del Medi­terráneo, de agrícola a comercial, fue iniciada en la segunda mitad del siglo II a. de C. por la Lex Aebutia, la cual intro­duce como facultativo el procedimiento formulario. Es natu­ral que él por su mayor adaptabilidad a la conciencia social y a las necesidades prácticas, se extendiese con la rapidez que el conservadurismo de los romanos consentía. De tal for­ma que después de poco más de un siglo Augusto con su “lex Iudicioruni privatorum”, haciendo obligatorio el nuevo sistema, podía sancionar el uso ya prácticamente generalizado.

    2. El proceso «per le gis actiones”

    El proceso de cognición tenía lugar en el período del pro­cedimiento civil romano que corresponde, más' o menos, a la fase del derecho quiritarso y que tiene como característica la más absoluta oralidad, por medio de tres acciones.

    Esto es por cuanto concierne a la fase preparatoria del juicio (in iure). La fase rin iudicio”, por su propia función, no estaba ya sujeta a formalismos particulares. Se abría con la manifestación oral hecha por las partes y los testigos sobre cuanto había acaecido en la primera fase (litis contestatio).

    1.' «Legis actio sacramento”, así llamada porque el fun­damento de todo el procedimiento era una promesa en forma solemne (sacramentum) que las partes se hacían y que cuali­ficaba el pronunciamiento del juez, el cual, como conclusión de la fase rin iudicio”, antes que declarar cuál de las partes tuviera razón y cuál culpa, determinaba «ut”ius sacramentum iniustuifl ut”ius iniustum sit”.

    Ella era una acción general (actio generalis) en el men­tido de que encontraba aplicación en todos los casos para los cuales en tutela de una determinada relación no existiese una acción específica. Llena de simbolismo arcaico (de lo cual la naturaleza religiosa del sacramentum” era una típica manifestación), postulaba que si sin rem”, la cosa misma o una parte representativa de ella (por ejemplo, un terrón del fundo en litigio) fuese llevado ante el magistrado y que sobre él los dos contendientes presentaran su pretensión con la impo­sición de una “festuca” llamada “vindicta” o “signun iusti domini”, y el pronunciamiento de fórmulas determinadas. La acción “rn personafli” era más simple en cuanto el actor se limitaba a declarar solemnemente ante el magistrado su pre­tensión y el demandado requerido, a negar su existencia.

    2.0 «Le gis actio per condictionem”: “condictio” era la in­timidación con la cual el actor al negarse el demandado ante la pretensión por él expuesta rin jure” sin el uso de fórmulas particulares, le emplazaba a un reencuentro a los treinta días ante el pretor para la elección del juez privado al cual debía ser confiada la segunda parte del juicio (in iudicio). A dife­

    rencia de la 1. a. Sacramento, que era, como se ha dicho, de carácter general, esta acción, como la “per iudicis arbitrive postulationen”, fue introducida por la lex Silia para los cre­ditos consistentes en una suma de dinero determinada (certa pecunia), y extendida por la Lex Calpurnia para los créditos consistentes en una cosa determinada (certa res).

    3•O «Le gis actio per iudicis arbitrive postulationen. Tam­bién ella era de origen bastante antiguo (se determinaba ya por la ley de las XII Tablas). Era por otra parte bastante simple en cuanto por medio de ella el actor exigía al deman­dado el reconocimiento de su deuda contraida por una “sti­pulatio”.

    En el caso que se diera la negación el actor invitaba al pretor, con una fórmula solemne, de la cual ha tomado el nom­bre la “actio” (te praetor iudicem arbitrumve postulo uti des), para que nombrase al juez de la controversia.

    El proceso se cerraba con una “sententia” que podía ser de condena, de absolución, o de mera afirmación. Este último tipo de sentencia, que declaraba la existencia de un derecho de estado, no implicaba el procedimiento ejecutivo.

    Dada la sentencia de condena, por el contrario, el actor para obtener una concreta ventaja debía realizar el bien ju­dicialmente reconocido.

    En el procedimiento «per legis actiones” se acostumbraba a distinguir entre «actiones in rem” y «actiones in personam”. En las primeras parece que la ejecución de la sentencia iba garantizada por medio de fiadores o “praedes”, que al prin­cipio del proceso se constituían como responsables de la res­titución de la cosa y de los frutos. En las acciones obligatorias, por el contrario, estaban en uso dos acciones específicas: la «1. a. per manus iniectionem” y la «1. a. per pignoris capio­nem”.

    Como para la parte relativa al proceso de cognición, tam­bién aquí ha de distinguirse una acción general la primera y, una acción admitida en casos taxativamente determinados, la segunda apuntada.

    Le gis actio per manus in.iectioneni. Característica del proce- -so ejecutivo de este período arcaico es la existencia de la eje­

    cución personal sobre el deudor. Quien había sido condenado a pagar una suma de dinero, después de treinta días de de-mora, era llamado a juicio por el acreedor o, si no prestaba garantía era, con la autorización del pretor, asignado (adictus) al mismo acreedor. Si después de sesenta días ninguno lo res­cataba, podía ser, en la época más arcaica, matado o vendido «trans Tiberim”.

    La evolución posterior atenuó el primitivo rigorismo, por lo que el derecho del acreedor fue limitado a la posibilidad de tener al deudor en prisión, al fin de satisfacerse con el trabajo de él.

    Legis actio per pignoris ca. pionem: era una ejecución de carácter patrimonial introducida por las XII Tablas sólo para las relaciones de carácter sacro, pero más tarde extendida a la materia fiscal para relaciones determinadas (aes militare, aes aequestre, aes hordearium').

    3. El proceso ~”per formulas”

    Mientras, como se ha dicho, la característica del procedi­miento “per legis actiones” era la completa oralidad del pro­ceso, por la cual el juez, en la segunda fase del juicio (iii iudicio) tomaba de la propia voz de los interesados y de loo testigos cuáles habían sido los extremos de la controversim fijados «in jure”, el procedimiento formulario toma su nombre del documento escrito (fórmula) que el pretor redactaba, en conclusión de la primera fase del juicio, dándole al juez mm­trucciones, el cual era un ciudadano privado.

    En sustancia el magistrado, que, en cuanto tal era nece­sariamente experto en derecho, fijaba los términos jurídicos de la controversia y delegaba ¡a indagación sobre los hechos al juez, que, por ser un ciudadano privado, podía no tener cultura jurídica adecuada. La parte más extensa y difícil del proceso era por otra parte la que se desarrollaba ante el jues privado para la determinación de las pruebas y de las restan­tes confirmaciones.

    La f6rmula comenzaba precisamente con la designacldn del juez (“Titus iudes esto”) y se dividía en varías partes:

    a) La «demonstratio” (quod Aulus Age”ius—nombre su­puesto con el cual solía indicarse al actor—. Numerio Negidio

    —otro nombre con el cual se indicaba al demandado—homi­nem vendidit), con la cual se fijaba una breve exposición de los hechos. En la doctrina general el hecho que daba origen a la controversia era la venta de un esclavo hecha por A. Age­rio a N. Negidio.

    b) La «intentio” (si paret Numerium Negidium Aulo Agerio sestertium X milia dare opertere) con la cual se fijaba la pretensión del actor; Negidio debía 10.000 sestercios a A. Agerio por la adquisición del esclavo.

    c) La «condemnatio” (iudex, Numerium Negidium Aulo Agerio sestertium X muía condemnato, si non paret absolvito) con la cual el magistrado daba al juez la potestad de condenar o absolver al demandado según que hubiese resultado fun­dada o no la pretensión del actor.

    Esta parte, en los juicios divisorios, era sustituida por la «adiuticatio”; faltaba, sin embargo, en los juicios de mera confirmación (fórmulae praeiudiciales), esto es, en aquellos juicios con los cuales se tendía a obtener la confirmación de un hecho (an Titius servus sit) y no a la realización d0 una pretensión.

    A veces la «demonstratio” iba precedida de una parte que precisamente por estar escrita al principio de la fórmula, era llamada «praescriptio”. Ella servía para precisar cuál de los numerosos efectos de una relación litigiosa, se quería hacer valer en aquel juicio.

    Como ya se ha acentuado las «formulae” fueron un poten­te medio utilizado por el pretor para proteger de tutela ju­rídica las relaciones que no encontraban tal tutela en el “ius civile”. Se distinguieron así las «formulae in ius conceptae”, las cuales hacían referencia a una relación tutelada por el “ius civile”, o tutelaban una relación fingiendo la existencia de un elemento que faltaba para que ella pudiera ser tutelada por el “ius civile”; y por extensión, diríamos analógica, éstas (formulae ficticiae), de aquéllas en «factum conceptae”, en 1a~ cuales una determinada relación era tutelada “ex se”, porque era considerada meritoria de esta tutela.

    Mientras que en nuestro ordenamiento jurídico como exi­gencia de cada acción debe existir una relación reconocida por el derecho, en el derecho romano el pretor, aun no teniendo facultad para crear el derecho, podía, en resumen, dar relieve jurídico a través de la tutela jurisdiccional a relaciones que no eran jurídicas.

    Pero no sólo a través de estas “formulae” el derecho pre­torio actúa como correctivo del arcaico “ius civile”, exten­diendo su campo de aplicación. El rigorismo formalista del derecho quiritario podía, a veces, no prestar la debida protec-. ción a relaciones jurídicas que surgidas, ciertamente, en los modos y términos establecidos por el “ius civile”, hallábanse, sin embargo, en contraste con aquellas que eran consideradas como «boni mores”. Hacia el final de la república, cuando el crecimiento del comercio aumentó el número de los negocios dolosos, la tutela jurídica comenzó a dirigirse—por un progre­sivo refinamiento del sentido jurídico—hacia la esencia de las relaciones más que hacia la forma, hacia la voluntad efectiva más que hacia la declaración formalista. Nace así la “exceptio doli” que representa el arma más potente del triunfo del “ius praetorium” sobre el «civile”, y que servía para paralizar las acciones basadas sobre las relaciones que el derecho civil protegía, pero que el derecho pretorio juzgaba inmerecedo­ras de tutela; y pues, la `sactio doli”, para hacer tutelaMos situaciones análogas en beneficio del actor antes que del de­mandado.

    Más allá de la “exceptio doli”, que como se ha visto, no encontraba su fundamento sino en una valoración de hecho, y que pertenecía así, pues, aunque no con caracteres propios del todo, a la más basta categoría de las excepciones concedi­das por el pretor para los hechos que él consideraba merece­dores de tutela (exceptiones honorariae), las excepciones po­dían, a semejanza de las acciones, hacer referencia a expresas disposiciones del “ius civile”, como por ejemplo: la “exceptio le gis Cinciae”, que servía para hacer ineficaces las donaciones hechas sin la forma solemne, y la exceptio senaf.us consuslti Veileiani” en favor de la mujer en materia de garantías oMi­gatorias.

    Estas excepciones, dada su naturaleza y atendiendo en sus­tancia a la configuración jurídica de la relación, debían ser insertadas en la fórmula y así, pues, propuestas rin iure”. Se in­sertaban después de la “intentio” en forma de condiciones negativas que excluían la condena: «si non convenerit ne ea pecunia petetur”...

    Las excepciones podían ser:

    Peremptoriae, que eran aquellas idóneas para paralizar en perpetuo la acción.

    Dilatoriae, que eran aquellas idóneas para paralizar la acción sólo por un cierto tiempo.

    Determinada la fórmula, que venía aceptada por el de­mandado, y nombrado el juez, tenía fin la fase “in jure” del procedimiento, que se cerraba con la invitación hecha a los presentes a dar testimonio del acuerdo que habla tenido lugar (litis contestatio). Es importante subrayar que en el procedi­miento del «ordo iudicioruin privatorum”, la «litis contestatio” tenía una importancia fundamental, igual a la de la «res iudi­cata”, a los fines, por ejemplo, de la aplicación del principio «bis de eadem re agi non potest”. También el particular efecto que suele llamársele «consumación de la acción relativa a la relación deducida en juicio” (consumación procesal), en el sentido de que al vínculo jurídico preexistente al juicio y que de él había sido el fundamento se le sustituía por un nuevo vínculo nacido de la instauración de la relación procesal. Ella valía, asimismo, para cristalizar la relación sustancial en el sentido de que el juez debería remitirse al momento de la “litis contestatio” ya sea para determinar la existencia d0 la .pretensión deducida en juicio, ya sea para la determinación de la condena.

    Como en el proceso por «legis actiones”~ también aquí es característico el carácter privado de la segunda parte del pro. ceso (in indicio), siendo el juez un particular y no un funcio­nario público. Por lo más el juez era único (unus iudex), pero no faltaban ejemplos de juicios deferidos a órganos colegiados (recuperatores, centumviri, decemviri, stitibus iudicandis) -

    Característico de esta fase del juicio era que, dentro del esquema fijado en la fórmula, el juez procedía con la máxima

    libertad en la admisión de las pruebas, y podía también con­cluir que él no estaba en grado de resolver la controversia (jurare sibi non liquere) y hacerse sustituir.

    Característica del derecho romano era la inderogable ne­cesidad de que la petición del actor, fijada en la fórmula, debía reflejar con la máxima precisión la efectiva realidad de su derecho. En tanto él hubiese exigido de más (plus petitio), el juez debía pronunciar la absolución del demandado.

    Se conocían cuatro casos de «pius petitio”: «re” o «summa”, cuando se excedía en la petición de la cantidad debida; «tempore”, cuando se demandaba antes del tiempo estableci­do; «loco”, cuando se demandaba la prestación en lugar di­verso de aquel en el que debía hacerse; «causa” o «qualitate”, cuando se alteraban en cualquier modo los términos d0 la prestación.

    El pronunciamiento del juez, que no estaba sujeto a for­mas particulares, llamábase «sententia” (esto es, «sentencia”) y, dado el carácter arbitral del juicio, no estuvo por mucho tiempo sometida a impugnación. La apelación parece haber sido introducida, bajo forma de recurso al eniperador, en el principado de Augusto. Es notable subrayar que en el período “lel procedimiento formulario el objeto de cada controversia “aun de carácter real) debía valorarse en una suma de dinero y la «condemnatio” era siempre «pecunaria”, pero contenía en las acciones reales la cláusula restitutoria («nisi restituat”).

    Naturalmente podía conseguirse el fin de la restitución de la cosa pronunciando una condena pecuniaria desproporcio. nadamente mayor al valor de la cosa misma.

    También en este. período el proceso ejecutivo tiene el ca­rácter prevalente de ejecución sobre la persona del deudor, que por causas del carácter pecuniario de la condena era siem­pre obligado a pagar una suma de dinero.

    La reintegración patrimonial del acreedor-actor tenía lu­gar indirectamente en el sentido de que el proceso ejecutivo otra cosa no podía hacer más que apremiar sobre la voluntad del que había perdido el juicio para que cumpliera su obli­gación. Ello tenía lugar mediante la «actio iudicati”. Durante esta fase del proceso si el demandado no pagaba, pero recono­

    cia su deuda, era entregado al acreedor que se resarcía con su trabajo. Si, por el contrario, negaba (infitiabat) su deuda, el proceso tenía el consiguiente desarrollo propio del procedi-. miento de congnición, pero, si la pretensión del actor resultaba fundada, el demandado era constreñido a pagar el doble (“lis infitiando crescit in duplumn”).

    Sin embargo, con el discurrir del tiempo, surge, como al­ternativa, y para el caso de que la ejecución personal resul­tase imposible, una forma de procedimiento ejecutivo con la cual el acreedor pasaba a ser titular de ¡a posesión general de los bienes del deudor (missio in hona), con la posibilidad, después de un cierto tiempo, de llegar a la venta (bonorum venditio). Se trataba en suma de una ejecución general, seme­jante a la quiebra, que el deudor prefería soportar todas las veces en que sus deudas superaban a sus ingresos no obstante su trabajo. En casos determinados era admitida la venta de los bienes singulares (bonoruni distractio).

    Augusto permitió que el deudor se sometiera voluntaria­mente al procedimiento ejecutivo sobre los bienes (cessio bo­norum'), evitando así la infamia derivada del procedimiento coactivo.

    4. La «co gnitio extra ordinem”

    Mientras en el «ordo i. p.” la intervención del poder pú­blico era, como se ha visto, extremadamente reducida, la «cognitio extra ordinem”, así llamada porque se trataba de un

    procedimiento desarrollado completamente más allá del «ordo i. p.”, era dominada por ¡a actividad del magistrado funcio­nario público. Ella fue introducida yá en tiempos de Augusto para determinadas materias (por ejemplo, para los fideico­misos), y encontró condiciones favorables para su desarrollo principalmente en las provincias, por la ventaja que repre­sentaba el dejar la administración de la justicia en las manos de los representantes del Estado. Se afirmó, decididamente, también en el territorio metropolitano en la época postclásica.

    El procedimiento extraordinario fue introducido, en un primer tiempo (época de Constantino), mediante la «litis de­nuntiatio”, sustituida más tarde por el «libellus conventionis”, que era un escrito, recopilado y firmado por el actor, en el cual éste exponía su pretensión, pidiendo al juez que fuese notificada al adversario. La notificación era llevada a cabo a través de un funcionario público (exsecutor), dando así lugar a la «editjo actionis”. El demandado que quería con­trastar la pretensión del actor realizaba un documento de respuesta (libellus contrar]ictionis) y depositaba la fianza co­mo garantía de su comparecencia en juicio (cautio indicio sisti).

    La vista del proceso se comenzaba mediante la exposición de los alegatos del actor y de los contraalegatos del deman­dado (narratio y contradictio), lo que hacía surgir la «litis contestatio”, la cual, sin embargo, dado el carácter entera­mente público del proceso, había adquirido importancia sus­tancial, quedando la consumación procesal como caracterís­tica de la «res iudicata”.

    Naturalmente el magistrado tenía la más absoluta libertad de acción; el proceso se desarrollaba en una sola fase, y las «formulae” quedaban en desuso en cuanto la unicidad del desarrollo las hacía superfluas.

    La sentencia asume el carácter no de decisión arbitral sino de orden de la autoridad pública y la condena ya no era necesariamente pecuniaria, sino que tenía por objeto la pre­tensión del actor. t como la autoridad pública era instituida según un principio jerárquico es lógico que fuese concebida como regla general la apelación (appellatio) a un oficial pú­blico de superior categoría de aquel que había decidido la causa.

    La introducción y la afirmación del instituto de la apela­ción demuestran claramente la superación que con la ccognitio extra ordinem” y la entrada de una concepción del todo pública y administrativa, dado que los jueces pertenecían al poder eje­cutivo y juez de última instancia era el Emperador, se dio en relación con la precedente concepción privatista del proceso. Esta concepción duró hasta la época moderna, hasta que se

    sustituyó por el principio de la división de poderes que con­cebía la función judicial como absolutamente independiente del ejecutivo y del legislativo.

    El procedimiento ejecutivo tiene una característica muy particular en este período. No se trataba en realidad de un procedimiento auténtico porque la «actio iudicati” había sido ya considerada nada menos que como una demanda de eje­cución. La autoridad pública aseguraba los efectos de la sen­tencia, bien prestando el auxilio de los propios funcionarios al vencedor de la litis que desease apropiarse de la cosa objeto del juicio (manu militan), o bien, en caso de crédito de di­nero, disponiendo que funcionarios públicos procedieran al embargo de los bienes del deudor (pignus in causa iudicati captumi); bienes que si el incumplimiento del pago continua­ba, eran vendidos en subasta.

    También en ese período existía un proceso general infa­rnante sobre los bienes del deudor, llamado «bonorum día­tractio”

    5. Los procedimientos especiales

    Además de esta actividad jurisdiccional el magistrado ro­mano podía, en determinados casos aplicar, después del re­curso de la parte lesionada, un proceso de urgencia, de carác­ter administrativo, que era designado con el término «interdí­cere”; e «interdictmn” era la orden correspondiente.

    Los romanos conocían diversos tipos de «interdicta” (“pro­hibitoria”, «exhibitonia”, «restitutoria”, adipiscendae”, «reti­oiendae” o crecuperandae possessionis”, .rsimplicia” y

    pliciat~3.

    En el período postclásico se tuvo conocimiento de los pro­cedimientos sumarios y precisamente de:

    El procedimiento «per rescniptum”: el juez o las partes podían recurrir por la decisión de las controversias al Empe­rador, el cual decidía con su,, rescripto.

    El procedimiento sumario (“summania cognitio, summatio cognoscere), que se asemeja a los interdictos del período clá­sico.

    DERECHO DE FAMILIA

    CAPITULO 1

    LA FAMILIA ROMANA

    1. Generalidades

    En un sentido moderno, la «familia” es un complejo de personas ligadas entre sí por un vínculo natural. Esta noción, sin embargo, en derecho romano, permaneció por largo tiem­po ábsorbida por un concepto más amplio, que comprendía al conjunto de las personas sometidas a la autoridad de un jefe, el «paterfamiuias”, ya sea por filiación, ya sea por un vínculo jurídico (familiam dicimus plures personas quae sunt sub unius potestate aut natura aut jure subiectae). Tal con­junto llamábase «familia propnio jure”, en contraposición a la “familia communi iure”, la cual comprendía a todas las per­sonas que habían estado sometidas a un mismo «paterfamilias”, si éste vivía aun.

    En torno a la muerte de un «paterfamilias” se sustituía en el mando del grupo familiar un nuevo jefe, el heredero; en la epoca histórica, por el contrario, el núcleo originario se di­vidía en tantas nuevas familias como tantos eran los hijos va­rones, cada uno de los cuales, independientemente de la edad o del tener más o menos una descendencia propia, llegaba a ser a su vez «patenfamilias”.

    El vínculo que ligaba a las personas libres pertenecientes a la misma familia llamábase «adgnatio”, de aquí que las personas mismas se llamaran «adgnati”. Por el contrario, el parentesco de sangre llamábase «cognatio” y se computaba con grados, uno por cada generación, tanto en la línea recta, esto es, entre ascendientes, cuanto en las líneas colaterales, por la cual de un pariente se elevaba hasta el jefe común y se descendía hasta el otro pariente. En suma, se llamaba

    siadfimtas” el vinculo que ligaba a un cónyuge con los pa­rientes del otro cónyuge.

    El término «familia” indicaba, además de las personas, también el complejo de los bienes pertenecientes al «paterfa­milias”.

    2. Estructura de la familia romana

    En la familia romana se tenía una sola persona «sui iuris”, que era el «paterfamilias” y una serie de personas «alieni iunis”, que se hallaban sometidas a su potestad. Estas últimas se dividían, como se ha visto, en libres y esclavos. De los es­clavos ya hemos hablado; así, pues, aquí nos limitaremos a considerar a aquellas libres, a las cuales tan sólo se refieren los vínculos de agnación.

    Se entraba a formar parte en una familia por el nacimien­to (natura), o por un acto jurídico (iure).

    Por nacimiento entraban a integrar la familia los que eran procreados en legítimo matrimonio por el «paterfamilias” o por sus hijos varones sometidos a su autoridad. Los nacidos de las hijas pertenecían, por el contrario, a la familia del padre de ellas, si es que habían sido procreados en legitimo matrimonio, ya que por otra parte, si eran ilegítñnos, nacían «sui iuris”. En la edad postclásica se admitieron, sin embargo, algunas formas de legitimación por las cuales los nacidos fuera del matrimonio podían ser acogidos a la patria potestad del padre natural y adquirir la condición de hijos legítimos: esto `sucedía particularmente mediante sucesivos matrimonios le­gítimos entre los progenitores (per suhsequens matrimonium) o, por concesión imperial (per rescriptum principia) -

    Por acto jurídico se entraba a formar parte de la familia mediante la «conventio in manuxn” y la adoptio”.

    La «conventio in manum” consistía en la acogida de la mujer a la potestad del marido si éste era «paterfamilias”, o al «pater” de él, si era «filiusfamilias”; en el primer caso la mu­jer, que por esto mismo salía de la familia de origen, rompien­do con ella los vínculos de agnación, entraba en la familia del

    varón, como «filiae loco”; en el segundo, entraba como «nep­tis loco”. El término manus” indicaba precisamente la potes­tad del pater” y en un principio fue un término usado ge­néricamente para cualquier otra potestad; más tarde significó específicamente la potestad sobre las mujeres entradas o aco­gidas en la familia mediante la «conventio”.

    Esta podía suceder por efecto de las ceremonias de la «con­farreatio” y de la «coemptio” o, bien, mediante el «usus”.

    La «confarreatio” era la forma más antigua y solemne de matrimonio y consistía en un rito religioso en el cual los es­posos sacrificaban a Yahvé un pan de trigo (far). La «coemp­tio” era una simulación realizada en favor de la mujer por parte del «paterfamilias”, mediante la «mancipatio”. En falta de estos actos, en la edad más antigua, la mujer caía bajo la manus” del marido o del ispaterfamilias” de él por haber vi­vido durante un año continuo en la casa marital; ello sucedía por la aplicación del principio general de la adquisición del derecho mediante el transcurso del tiempo y el ejercicio del derecho mismo (usus); bastaba, sin embargo, una interrupción de tres noches (trinoctis usurpatio), para que el efecto no se produjese.

    De los tres modos de «conventio”, el «usus” fue el primero en desaparecer, ya en la época republicana, seguido rápida­mente de la «confarreatio”.

    Un poco más perdura la «coemptio”, pero tampoco ella es ya recordada después del siglo III d. C. y, en efecto, al final de la época republicana se va cada vez más difundiendo el ma­trirnonio «sine manu” por el cual la mujer, si era sui iuris” permanece como tal, y si era «fiiafamilias” continuaba perte­neciendo a la familia de origen, con la consecuencia, en ambos casos, de no entrar a formar parte de la familia del marido, respecto a la cual permanece como extraña, hasta que le fueron reconocidos algunos derechos pero no ya porque hubie­re entrado como “filiae loco” o «neptis loco”, sino en cuanto mujer.

    La .iadoptio” era el ingreso de un extraño, que por volun­tad del «paterfamilias” llegaba a formar parte de la familia. Cuando el extraño era «sui iuris” y así, pues, era a su vez un

    «paterfaniilias”, el acto era llamado «adrogatio”, en cu

    desde antiguo se realizaba ante los comicios curiales mediantt~ una solemne interrogación (rogatio) hecha por el pontífice máximo a los interesados y al pueblo. La intervención de este último se explica por el hecho de que tal adopción significaba la extinción de una familia y, por lo tanto, podía acaecer sólo con la «populi autoritate”. Posteriormente las curias fueron representadas por treinta lictores y, al final de la edad impe­rial la autoridad del pueblo fue sustituída por la del príncipe, de aquí que la arrogación se cumpla por rescripto (per pm. cip ale rescriptuln).

    Con la «adrogatio” no sólo el arrogado entraba a formar parte de la nueva familia, sino que todos los sometidos a su potestad iban, asimismo, a caer bajo la potestad del nuevo «pa­terfamilias” y, aún, su patrimonio (sucesión a título universal entre vivos) -

    La posibilidad de arrogar a los impúberes fue admitida en algunos casos sólo desde el siglo ti después de Cristo.

    Los modos de exclusión de los «filifamilias” de la familia romana eran:

    La adopción en otra familia, o la «conventio” de la mujer bajo la «manus” de otro «paterfamilias”;

    La emanci~pación, esto es: el acto por el cual el «paterfami­lías” renunciaba (con una triple simulación de venta según una norma de las XII Tablas) a la potestad sobre los «filiusfami­lías” haciéndolos «sui iuris”. Para las «filiaefamilias” era sufi­ciente una sola venta.

    En el derecho postclásico a esta forma particularmente

    •complicada se le suma la emancipación «anastasiana” por res­cripto del príncipe, y la emancipación «justinianea”, ante el magistrado.

    Siendo el poder de emancipar solo y exclusivamente del ~ipaterfamilias” ninguna influencia tenía la voluntad del hijo; el cual ni era llamado, en época clásica, a dar su consentimien­to a la emancipación, ni podía constreñir al «pater” a eman­ciparlo. El consentimiento explícito fue exigido sólo por Anas­tasio y confirmado por Justiniano. Tal poder era, por otra parte, ilimitado, por lo cual el «paterfamilias” podía manutm­

    tir aun al nieto, sin el consentimiento del padre, o al impúber. El hijo emancipado llegaba a ser tpaterfamiias” (emanci­patus familiatn habet) -

    La emancipación obligatoria fue admitida en la época clá­sica en muy pocos casos y la legal fue introducida en la época postclásica.

    3. El .ipaterfamilias” y sus poderes

    La figura del «paterfamilias” era en el derecho romano bastante diversa de la que representa el «padre de familia” en el derecho moderno, en el cual (prescindiendo del significado del “hombre medio” que el término asume cuando valora la «diligencia”) tiene gran significación sólo respecto a los fines internos de las relaciones familiares.

    En efecto, en el derecho romano el «paterfamilias” mante­nía una doble posición:

    a) Respecto al ordenamiento jurídico, pero referido al campo del derecho privado él era la única persona «muí inris”, esto es, la única persona que tenía plena capacidad jurídica, considerándosele como de su entera propiedad a los siervos y a los «fiiifamilias”, como personas sometidas a la propia familia. El tenía poderes bastante amplios que no se concilian con la concepción moderna de la familia y que se justifican sólo cuan­do se considera que el vínculo jurídico que ligaba a los miem­bros de la familia, tenía un origen conectado con la estructu­ra arcaica de la familia romana como instituto político origi­nano.

    Las leyes más antiguas reconocían, en efecto, al «paterfa­miias” el derecho de vida y muerte (ius vitae et necia) sobre los sometidos a su «potestas”; tal derecho, mitigado por las~ leyes y no justificado como antes por la conciencia social, se mantiene hasta el siglo IV después de Cristo, época en la cual es considerado dentro de los límites de una potestad correc­cional que se llamaba «ius domesticae emendationis”.

    Ya se ha visto (página 39) cómo los romanos distinguían la “patria potestas” que era el poder que se ejercitaba sobre

    los tfiliifatnilias” y sobre los esclavos, de la «manus, consti­tuida por los poderes que tiene el tpater” sobre las mujeres que entran a formar parte de la familia. En suma, el poder de los «fiiifamilias” sometidos a «noxa” llamábase “mancipium”. El complejo de las personas sometidas al poder del paterf ami­has” era por lo tanto definido como: cqui potestate mann, mancipioque sunt”.

    En el derecho justinianeo pervive tan sólo el término “po. testas”. Otro derecho del paterfamilias”, desaparecido en el tardío período postclásico, que se mantiene sólo para los es­clavos, era el poder consignar al «fiiusfamilias” a otro «pater­familias” lesionado por un delito de aquel para sustraerme a toda responsabilidad (ms noxe dandi); también otro derecho es el que le confiere la facultad para venderló (ius vendendi).

    El «paterfamilias” tenía una auténtica acción real (vindica­tio) contra quien hubiese realizado algo contra su voluntad y la de sus tutelados, y específicos interdictos (de liberia cxlii-hendís vel ducendis). La cmanus maritahis” tuvo vida más bre­ve que la “patria potestas” y seguramente ya había desapare. cido al principio del siglo tu d. de Cristo.

    El estado de «paterfamilias” se adquiría o bien dure na­turali”, esto es, por el hecho de que no hubiera vivo algún as­cendiente masculino de la familia, o bien, “jure civili” por me­dio de la .iemancipatiot~, esto es, posteriormente a la renuncia que el «paterfamiias” hacía de su potestad sobre los «films-familias”. En relación de la naturaleza particular del “status” del «paterfamilias”, no en relación a la existencia de una fa­milia, sino a la falta de otra persona que ejercite sobre él la `«patria potestas”, en el derecho romano podía suceder (y la cosa pxiede parecernos extraña) que un padre de familia no fuese «paterfamilias” y que lo fuese por el contrario quien no tuviera familia alguna sometida a su potestad.

    b) En lo referente a la cuestión patrinwni~al, el sçpater­familias”, en cuanto único sujeto «sui iuris”, era el único titu­lar de derechos. Los sometidos a su potestas” adquirían por él, pero no en base a un principio de representación, que no podía darse en tal género ya que faltaba el presupuesto de la existencia de los dos sujetos capaces de contratar, sino en base

    a una relación orgánica por la cual los sujetos a la spotestas” aparecían oomo~ ~.uganos naturales de adquisición del .cpater”.

    Entre el padre y los sometidos a su potestad no era conce­bible relación alguna patrimonial que no fuese una «obligatio naturalis”. Sin embargo, era corriente que el «paterfamilias” concediese al «fiiusfamilias” la administración y el disfrute de un pequeño patrimonio (peculium), cuya propiedad per­manecía, no obstante, en el padre.

    Entre los peculios han de .recordarse: el .tpeculium castren­se” (constituido por los ingresos de la vida militar), que Augus­to permitió que pudiera ser objeto de disposición testamenta­na por parte del «fihiusfamihias”; el «peculium quasi castren­se”, reconocido por Justiniano y creado por los beneficios po­líticos de todo género; el «peculium adventicium” término usa­do en el medioevo para indicar cuanto el «fiiusfami]ias” ha­bía adquirido por cualquier acto de liberalidad o con su tra­bajo (omnia quae extrinsecus ad fijos familias pervenilmt et non e~ paterna substantia), del cual Justiniano le reconoce al hijo la propiedad y al spaterfamilias” el usufructo. Esto prue­ba que en la época justinianea «peculium” era ya una simple su­pervivencia que no servía para indicar un instituto particular de las relaciones patrimoniales entre el «paterfamilias y el fihius”, sino el verdadero y propio patrimonio del «filiusfa­milias”, al cual le estaba reconocida la plena capacidad jurí­dica.

    Estando los esclavos como los «fililfamilias” sujetos a la potestas” del .tpaterfamilias” (llamada “dominica potestas”) los poderes de éstos sobre los esclavos fueron, en el derecho romano arcaico, los mismos. Encontramos así el ¿dna vitae et necia”, el dna noxae dandi” y el «pecuhi”. Pero la costumbre ponía una fundamental diferencia entre los libres y los cada­vos y mientras la evolución social llevó a los primeros a la plena capacidad jurídica, para los segundos se nota sólo, en el curso de la evolución del derecho romano, una atenuación de la «dominica potestas” (Lex Petronia, leyes de Claudio, An­tomno Pío, Constantino).

    Una posición intermedia entre libres y esclavos fue, en el derecho más antiguo, la de los «filiifamilias” llamados en

    «noxa” que estaban sometidos a un derecho análogo al de pro. piedad (in causa mancipii) denominado .tmancipium”.

    Las personas alieni inris”, en las relaciones con terceros, no tenían, para el “ius civile”, capacidad para obligarse ni para obligar al propio «paterfamilias”. Sin embargo, el pretor, si­guiendo las exigencias de la evolución social, reconoce que las personas «ahieni iuris” pudieran obligar plenamente (in soli­dum) al «pa terfamilias” en los siguientes casos:

    a) cuando la deuda hubiera sido contraída por orden de él (se podía ejercer la “actio quod iussu”);

    b) cuando él hubiese puesto al hijo al frente de un na­vío (se podía ejercer la «actio exercitoria”);

    e) cuando él hubiese confiado al hijo la gestión de tma actividad comercial (se podía ejercér la «actio institoria);

    d) (en el nuevo derecho) cuando así, pues, él hubiese es­tado informado del negocio (se podía ejercer la «actio quasi institoria”).

    Existían casos en los cuales, el .~tpaterfamilias” era obligado por una parte determinada (aetio de peculio, tributoria, de «in rem verso”) y no por la totalidad de la obligación. Porque el edicto pretorio prescribía que todas aquellas acciones se sumaran a las que correspondían al tercero contra el que ha­bía contraído la deuda (hoc enim edicto non transfertur actio, sed adicitu), ellas fueron llamadas por los comentaristas «actio­nes adiecticiae qualitatis”.

    CAPITULO II

    LA FAMILIA NATURAL

    1. El matrimonio

    Ya se ha dicho cómo la familia romana en sentido propio era un complejo de individuos ligados por un vínculo jurídico constituido por la sujeción a un mismo jefe. Sin embargo, los

    romanos conocieron también la sociedad doméstica, esto es, la familia en nuestro propio sentido, la cual estaba constituida por individuos ligados entre sí por vínculos de matrimonio y de sangre, y que por la importancia que tuvo sobre el plano ético acabó por asumir un gran relieve en el campo jurídico.

    El instituto que da origen a la familia natural es el matri­monio, el cual no es posible que lo confundamos con el insti­tuto sustancialmente matrimonial de la «conventio in manum”, que se refiere a la familia romana y que no tenía como fin ju­rídico la unión estable entre personas de sexos diversos y la creación de una nueva familia, sino el ingreso de la mujer en la familia del marido. Naturalmente en la época arcaica no era concebible otra forma matrimonial que la «conventio xn manum” y fue sólo a continuación de la decadencia de la fa­milia típica romana cuando el matrimonio, como instituto de derecho natural, asume una figura autónoma.

    Característica del matrimonio romano era la falta absoluta de formalidades (aunque en la práctica podía ir acompañado de fiestas y ceremonias), por lo cual se le suele parangonar con el instituto de la posesión, reconociéndose que, como en este, al matrimonio le son necesarios dos requisitos: un ele­mento material constituido por la convivencia del hombre y de la mujer y un elemento espiritual constituido por la inten­ción de ser marido y mujer (affectio maritalis) con una sus­tancial prevalencia del elemento espiritual sobre el material (Nuptias non concubitus, sed consensus facit).

    En el derecho romano el matrimonio era rígidamente mo­nogámico y de él nos da el jurisconsulto Modestino una defini­ción bien elevada que ha podido, aún, adaptarse a la concep­ción cristiana (hasta el punto de haber sido considerada sos­pechosa por los compiladores justinianeos): «Nuptiae sunt comunctio maria et feminae, consortium omnis vitae, divini et humani inris communicatio”.

    Del concepto arriba expuesto se denota cómo a diferencia del matrimonio-contrato, en el cual tiene especial significación la voluntad inicial, en el matrimonio romano era esencial la existencia de un consentimiento «duraturo” y «continuo” que los romanos llamaban precisamente «affectio” y que tenía como

    manifestación exterior las reciprocas relaciones que la conve­niencia social reconocía como esenciales entre los cónyuges mismos y que constituían el “honor matrimoni”.

    Para poder contraer matrimonio (llgithnae nuptiae) era necesario:

    a) una particular capacidad civil, que tenían sólo los ciu­dadanos romanos (y en un principio sólo los patricios), llama-. da “ius conubii” o «conubium” (véase páginas 27 y 37);

    b) la capacidad natural, esto es, la edad superior a los ca­torce años para los varones y de doce para las mujeres;

    c) el consentimiento del paterfamilias” (además, claro está, del propio de los contrayentes), que en la época clásica, fue ya reducido a un mero asentimiento pasivo.

    La falta de alguno de los requisitos mencionados daba lu­gar a los impedimentos absolutos.

    A la viuda le estaba prohibido el matrimonio antes de que hubieran transcurrido diez meses desde la muerte del marido (annus lugendi). Pero, salvo esta limitación, la legislación veía con agrado las segundas nupcias hasta tal punto que establece~ particulares incapacidades sucesorias a cargo de los viudos y divorciados (Lex Julia et Papia). Existían además otros impe­dimentos relativos que obstaculizaban el matrimonio entre de­terminados sujetos (parentesco de sangre entre ciertos grados; afinidad en análogas relaciones; diferencias de condición so­cial; adulterio y rapto; relación de tutela y de cargo público).

    Al matrimonio, surgido como instituto de derecho natural, bien pronto le reconoció la sociedad, por su importancia ática, efectns de carácter jurídico (excluidos aquellos derivados de la existencia de la «manus”), de los cuales los principales eran:

    a) la sujeciÓn de la mujer a las penas del adulterio;

    b) el derecho del marido de perseguir con la .tactio in­iuriarum” las ofensas que le fueran infligidas;

    c) la imposibilidad para los cónyuges de ejercer el uno contra el otro las acciones infanmantes;

    d) la mutua posibilidad de sucederse «iure praetorio”;

    e) la posibilidad para el marido de ejercer contra quien

    retuviese indebidamente a la mujer el dnterdictun de uxore exhibenda et ducenda”;

    f) la nulidad de las donaciones entre los cónyuges.

    En la sociedad familiar el derecho no llegó nunca a recono­cer explícitamente una autoridad marital, tal como se reconoce en el nuestro. Sin embargo, la conciencia social, no obstante, situar a la mujer en la posición de cuasiparidad con el marido, le reconocía una cierta supremacía a él.

    En cuanto a la disolución del matrimonio es necesario dis­tinguir entre las causas genéricas y las causas específicas. Eran causas genéricas la muerte y la pérdida de la capacidad. Eran causas específicas, principalmente, la negación de uno de los elementos constitutivos del matrimonio: la «affectio marita­lis” o la convivencia.

    Excluido el caso de la existencia de un matrimonio cum mann”, que debía disolverse con formas particulares (diffarrea­tio, remancipatio), el divorcio romano (devortium o repudium) que era precisamente la consecuencia de la negación de la «affectio maritalis”, no se presenta así, pues, como vn institu­to separado del matrimonio, sino como una consecuencia del concepto, por así decirlo, posesorio, que de él tenían los ro­manos. Era así, pues, natural que por ello, en un principio, no fuesen exigidas formalidades especiales. Sin embargo, así como las exigencias sociales postulaban que no existiesen dudas so­bre el momento de la disolución del matrimonio, desde la épo­ca de Augusto, pero sólo «ad probationem”, comenzó a cxi­girse que el «repudium” fuese comunicado ante la presencia de testigos y a través de fórmulas tradicionales («Tuas res tibi habeto”), y en la época imperial, por escrito (libellus repu­dii~.

    Es natural que la materia del matrimonio haya sido una de las cuales en las que el Cristianismo ha hecho sentir su de­cisiva influencia, en especial creando una hostilidad radical al divorcio. La legislación en este sentido tuvo principio con Constantino y encuentra uno de sus principales partidarios en Justiniano el cual distingue cuatro tipos de divorcio:

    a) el divorcio por mutuo consentimiento, considerado Ji-

    cito, pero penado por Justiniano con la obligación para los divorcios de entrar en convento;

    b) el divorcio unilateral por culpa de otro cónyuge, ad­mitido en base a los motivos establecidos por la ley;

    e) el divorcio unilateral “sine causa”, considerado ilícito y así, pues, penado;

    d) el «divortium bona gratia”, esto es, por causas no impu­tables a ninguno de los cónyuges, admitido en casos determi­nados (elección de la vida conventual, impotencia insanable y cautividad de guerra del otro cónyuge).

    Fue, sin embargo, en el medioevo cuando el matrimonio asu­me naturaleza contractual, al cual la Iglesia Católica eleva a la categoría sacramental y así, pues, de la fase en la que era castigado el divorcio (que sustancialmente implicaba su validez) se pasó a la que era prohibido.

    2. Los esponsales

    «Esponsales” eran denominadas las promesas de futuro ma­trimonio. «Sponsalia sunt mentio y repromissio nuptiarum futurarum” llamaban los romanos a este instituto que en la épo­ca más arcaica garantizaba con una verdadera acción, la «aedo ex sponsu”, a un esposo contra el otro que se hubiese mostrado infiel, condenando a éste a pagar una suma de dinero en favor de aquél. En el derecho histórico él llega a ser, sin embargo, un instituto más social que jurídico, en cuanto la promesa de futuro matrimonio no obligaba a concluir las bodas ni era considerada válida la eventual cláusula penal adjunta al acto, sino que sólo generaba entre los esposos una relación de cuasi afinidad, que prohibía, bajo pena de infamia, a los esposos mismos a llevar a cabo otros esponsales u otras bodas antes de haber disuelto el precedente ligamen.

    En el derecho oriental los esponsales eran garantizados por especiales cláusulas que establecían verdaderas penalidades pe­cuniarias (arrha sponsahicia), mantenidas en el derecho jus­tinianeo.

    La constitución de la dote era nula si el matrimonio llegaba a ser anulado o no se contraía.

    En la concepción romana originaria, la dote era propiedad del marido y la mujer no tenía derecho alguno sobre ella; pero con posterioridad, reconociéndose que la función de la dote era la de sostener los gastos del matrimonio (ad sustinenda onera matrimonii) y admitiéndose la necesidad de su restitu­ción a la disolución del matrimonio, se acabó por considerarla como propiedad de la mujer «quamvis in bonis mariti dos sit, muhieri tamen est) principio que fue sostenido también por Justiniano, el cual no ehiminó nunca el atenuado derecho del marido sobre la dote «constante matrimonio”, resultando así una construcción jurídica llena de ambigüedad.

    Ya se ha acentuado cómo las acciones para la restitución de la dote eran la «actío stipulatu” (a la cual se suma en la época imperial la «actio praescriptis verbis”), bien relaciona­da con una específica estipulación de restitución o bien con un simple pacto, y la «actio rei uxoriae” que llega a ser la acción específica de la restitución de ella.

    Esta iba referida tanto para la “dote profecticia” como para la “adventicia”.

    La primera de las acciones podía ser ejercida por el padre; la segunda por la mujer esui inris”, y no eran transmisibles a los herederos.

    La «actio rei uxoriae” era una acción de buena fe, que per­mitía al juez la posibilidad de apreciación, reconociéndole al marido el derecho de retener cuanto hubiese gastado por can­~ias determinadas (retentio propter liberos, propter amores. propter res donatas, propter res amotas, propter impensas). También le estaba reconocida al marido la posibilidad de una restitución detraída de la dote en dinero (annua, bima, trima de'J, y el derecho de no deber restituir más allá de la medida de ~us fuerzas (beneficium competentiae).

    La stactio reí uxoriae” fue abolida en el afio 530 después de Cristo por Justiniano el cual transformó la «actio ex sti­n'ilatu” en acción de buena fe, extendiendo la facultad de su ejercicio a los herederos; ella fue llamada «aedo dotis, o «de dote”.

    2. Bienes parafernales

    Los bienes parafernales (palabra de origen griego que aig. oificaba «fuera de la dote”) o extradotales, eran los bienes d~ la mujer que no formaban parte de la propia dote. Los ro­manos le llamaban «bona extra dotem” o «praeter dotem”. Ellos no presentaban un régimen especial en cuanto la mujer, en el matrimonio «sine mann”, conservaba sobre ellos el de­recho dé propiedad y tenía así, pues, la posibilidad de ejercitar las acciones correspondientes. En el derecho justinianeo estos bienes asumen una cierta analogía con la dote siendo consi­derados como una aportación de la mujer a los fines del matrimoniO.

    3. La donación nupcial

    La donación nupcial es un instituto de carácter oriental que había penetrado en el tardío derecho romano y que tenía como función la de suministrar a la viuda una recompensa o subsidio de viudedaz.

    En el derecho justinianeo asume casi la función de con­tradote (et nomine et substantia nihil distat a dote ante nuptias do4atio). Se trataba de donaciones hechas antes del matrimo­nio «donationes ante nuptias), que el marido podía aumentar durante el matrimonio, y que Justiniano consintió que fuesen hechas «ex novo” aun durante el matrimonio. Fue por lo tanto cambiado su nombre originario por el de «donationes propter nuptias”. En el caso de que el matrimonio no llegara a rea­lizarse, las donaciones hechas antes de él, volvían al marido; mientras aquellas otorgadas durante el matrimonio, sólo en caso de divorcio por culpa de la mujer, retornaban al marido con la reserva de la propiedad que iba a los hijos.

    CAPITULO IV

    LA TUTELA Y LA CURATELA

    1. Generalidades

    En l~i parte general se ha determinado como las personas «sui inris” podían tener la capacidad de disponer de sus pro­pios derechos bien atenuada o anulada por diferentes causas (edad, sexo, locura, prodigalidad).

    Por lo que concierne a la edad los romanos distinguían en­tre «impuheri” e «infantes” (qui fari non possmmt); los prime­ros podían realizar válidamente actos jurídicos, pero debía in­tervenir, para integrar su voluntad, la «auctoritas tutoriss~ mientras los segundos no podían realizar válidamente acto ju­rídico alguno.

    A catas dos categorías le fue añadida una tercera por la Lex Plaetoria (entre el año 193 y el 192 a. de Cristo): la dc los menores de 25 años (“minores XXV annis”, o simplemente «minores”); a los cuales les fue, en sustancia, reconocida una capacidad atenuada de obrar y que dio vida al instituto de la «cura minorumm.

    Las mujeres estuvieron en principio sujetas a la tutela perpetua (tutela mulierun) que, sin embargo, en la época clá­sica ya había desaparecido.

    Los dementes y los pródigos estaban por determinación de las leyes de las XII Tablas, sujetos a curatela.

    2. La tutele de los impúberes

    La tutela de los impúberes (pupilli) (y la definición englo­baba posiblemente, en su primera fase, también a la tutela de

    la mujer), era así definida: «vis ac potestas in espite libero ad tuendum cm”, qui propter aetatem sua sponte se defende­re nequit, jure civili data ac permnissa”. Ella podía ser de tres especies:

    a) tutela testamentaria, cuando el tutor era nombrado en el testamento del «paterfamilias”, o con posterioridad, por la madre, por el pariente próximo, por el patrón o por el padre natural. La renuncia a esta tutela se llama “abdicado tutelae”;

    b) tutela legítima, la cual era instituida por falta de la testamentaria. Ella existía desde las XII Tablas, y estaban fa­cultados para desempeñarla en la época clásica solamente los aguados, y, con Justiniano, también los cognados:

    e) tutela dativa, introducida por la Lex Atiuia (186 a. de Cristo), era la constituída por el pretor urbano (y con Justi­niano por el «praefectus urbia) a la cual se recurría cuando un impúber no tenía ninguna de las tutelas antes mencionadas.

    De la definición romana de la tutela se desprende cómo en su origen elia fue concebida como una .~potestas”, lo que ha hecho pensar (Bonfante) que aquel que después se flamara tutor era en un principio el nuevo jefe llamado a regir a la familia romana y designado en testamento, por lo general, por el «paterfamilias” difunto.

    La tutela dativa signilicó el cambio de esta concepción de la tutela a la que más tarde ha quedado como tradicional: de «munus publicum”, por la cual al tutor dativo no le estaba permitido, en la época clásica, liberarse de la tutela si no era indicando la persona para él más idónea por parentesco o por dignidad (potioris nomninatio) para ocupar su puesto. Con Jus­tmiano las razones de dispensa (excusationes) fueron taxati­vamente determinadas, pero en compensación a ello fueron ex­tendidas a todas las especies de tutela.

    Mientras en el derecho clásico las mujeres liberadas de la sujeción a la tutela obligatoria fueron, sin embargo, incapaces para ejercerla, en el derecho postclásico les fue reconocida esta capacidad.

    Las misiones del tutor eran sustancialmente dos: «negotia gerere”, esto es: realizar los negocios del pupilo, y «auctorita­

    tem interponere”, completar la voluntad del pupilo en la rea­lización de los negocios.

    La misión tan delicada del tutor traía consigo el que éste estuviera sujeto a una grave responsabilidad y que pudiera ser sometido a una acción especial llamada «accusatio suspecti tu­toris” (infamante), y a la «actio rationibus distrahendis”, que conducían al inmediato alejamiento de la tutela y a una autén­tica condena penal. Para proteger al pupilo con un medio pre­ventivo le fue impuesta al tutor, asimismo, la obligación de una stipulatio” particular que era llamada «cautio rem pu­pilii salvam fore”, por la cual él respondía «ex stipulatu” de la mala administración.

    Hacia el final de la edad republicana fue, por otra parte, introducida una acción infamante: la «actio tutelae”, que po­día ser ejercitada por el pupilo al término de la tutela, por los daños inferidos por el tutor a su patrimonio; inicialmente sólo cuando hubiera existido dolo, después aun, por culpa, y en la época justinianea también por la falta de diligencia «quam in rebus suis”.

    Para el reembolso de los gastos realizados el tutor tenía una «iudicium contrarium”.

    3. La tutele de las mujeres

    En el derecho más antiguo, como ya se ha indicado, las mujeres «sui iuris” se encontraban sometidas a tutela perpe­tua. Ya los jurisconsultos clásicos, estando en su tiempo la «tutela mulierum” en plena decadencia, no llegaban a com­prender la razón de tal instituto, cuya esencia hay que referir­la a la imposibilidad originaria por parte de las mujeres de ser titulares del ejercicio de la potestad familiar. Por otra parte la necesidad de la «auctoritas tutoris” queda, en la época clásica, limitada a los negocios del antiguo “ius civiles y el ins­tituto desaparece en el siglo iv d. de C.

    4. La curatela de los dementes, de los pródigos

    y de los menores

    Establecida por las XII Tablas la curatela de los demen­tes y de los pródigos ella era confiada a los parientes por vía agnaticia y a los gentiles. El nombramiento de los tutores (tu-tela dativa) le fue más tarde permitido al pretor y al «prao­fectus urbi” y, en las provincias, a los prefectos. En el derécho justinianeo ella es totalmente identificada a la tutela.

    La curatela de los menores (cura minorusn) fue, por el con­trario, instituida como consecuencia de la protección que la Lex Plaetoria (193-192 a. de e.) concedía a los menores de 25 años. Con posterioridad interviene el pretor con la conce­sión a los menores que no se hubiesen avalado de la asistencia del curador en sus respectivos negocios, de una «exceptio legis Plaetoriei., para paralizar el ejercÍcio de acciones contra él, y una «integrum restitutio propter aetatem” que podía ser ejercida dentro del año de la consecución de la mayoría de edad. En la época clásica todavía el curador actuaba sólo ante negocios específicos, mientras que la figura del administrador general no fue por él asumida hasta el derecho justinianeo.

    Aquellos que habían cumplido los veinte años podían obte­ner del príncipe una declaración de plena capacidad (venia aetatis). También la «cura minorum” fue por Justiniano iden­tificada a la tutela.

    RECHOS REALES

    1. NOCIONES GENERALES

    Los derechos reales fueron concebidos por los romanos como una relación inmediata entre el hombre y las cosas, in­JA dependientemente de la relación con otros hombres. La carac­RE- terística que los distinguía de los otros derechos patrimoniales ~ fue la estructura de la acción por la cual eran tutelados: la

    «actio in rem”. Esta —a diferencia de la «actio iii personam” que tutelaba los derechos de obligación y presuponía la exis­tencia de un deber jurídico en una persona determinada— afirmaba directamente la pertenencia de una cosa o de un de­recho sobre la cosa y era ejercitable contra cualquiera que se interpusiera en esta relación entre el actor y el objeto de su derecho.

    Por ello el derecho real viene definido por los modernos como un «inmediato señorío sobre la cosa”. Sin embargo, no en todos los derechos reales este señorío tiene la misma am­AC- plitud de contenido. El va desde un máximo en la propiedad, Tun que es la figura más antigua y que atribuye toda facultad ge­~ neral e indefinible, hasta un mínimo, consistente en el ejer­cicio de una facultad singular, como, por ejemplo, en el dere­cho de pasar por la propiedad ajena.

    Los derechos reales son generalmente tipos fijos que la voluntad de los constituyentes puede modificar sólo en peque­ñas partes. Las figuras conocidas por los romanos son la pro­piedad y una serie de derechos sobre las cosas ajenas (llamados dura in re” por los antiguos y “jura in re aliena”~ por los in­térpretes): servidumbre predial, usufructo y derechos análo­gos de uso, habitación y obras, enfiteusis, superficie, prenda e hipoteca. Estos dos últimos son llamados por los modernos derechos reales de garantía, en contraposición a los otros que son llamados derechos reales de goce y disfrute.

    Estudiaremos cada una de estas figuras separadamente, considerando en último término la posesión, esto es: la re­lación de hecho con la cosa.

    “ITULO 1 LAS COSAS

    DERECHOS REALES

    1. NOCIONES GENERALES

    Los derechos reales fueron concebidos por los romanos como una relación inmediata entre el hombre y las cosas, in­dependientemente de la relación con otros hombres. La carac­terística que los distinguía de los otros derechos patrimoniales fue la estructura de la acción por la cual eran tutelados: la «actio iii rem”~. Esta —a diferencia de la «actio in personam” que tutelaba los derechos de obligación y presuponía la exis­tencia de un deber jurídico en una persona determinada— afirmaba directamente la pertenencia de una cosa o dc un de­recho sobre la cosa y era ejercitable contra cualquiera que se interpusiera en esta relación entre el actor y el objeto de su derecho.

    Por ello el derecho real viene definido por los modernos como un «inmediato señorío sobre la cosa”. Sin embargo, no en todos los derechos reales este señorío tiene la misma am­plitud de contenido. El va desde un máximo en la propiedad, que es la figura más antigua y que atribuye toda facultad ge. neral e indefinible, hasta un mínimo, consistente en el ejer­cicio de una facultad singular, como, por ejemplo, en el dere­cho de pasar por la propiedad ajena.

    Los derechos reales son generalmente tipos fijos que la voluntad de los constituyentes puede modificar sólo en peque­ñas partes. Las figuras conocidas por los romanos son la pro­piedad y una serie de derechos sobre las cosas ajenas (llamados dura in re” por los antiguos y «jura in re aliena”~ por loe in­térpretes): servidumbre predial, usufructo y derechos análo­gos de uso, habitación y obras, enfiteusis, superficie, prenda e hipoteca. Estos dos últimos son llamados por los modernos derechos reales de garantía, en contraposición a los otros que son llamados derechos reales de goce y disfrute.

    Estudiaremos cada una de estas figuras separadamente, considerando en último término la posesión, esto es: la re­lación de hecho con la cosa.

    CAPITULO 1

    LAS COSAS

    Con el término «res” los romanos determinaban tanto a las entidades materiales (rex corporales), las cuales podían ser concebidas por los sentidos (quae tangi possunt), como un fun­do, un esclavo, una bestia, como a las entidades jurídicas (rex incorporales), las cuales podían percihirse sólo con el intelecto (quae in iure consistunt, quae intelligentur), como la herencia, el usufructo, las obligaciones, las servidumbres prediales. El derecho de propiedad, materializado en su objeto, era consi­derado como cosa corporal.

    Las «res corporales”, se dividían en «res divini juries y s~res humani jurie”, según que las normas a las cuales estaban su­jetas tuvieran por objeto el campo de lo divino o el campo de lo humano.

    Otra división, que se conjuga con la precedente, era la de «res in nostro patrimonio”, (llamadas también «res privataes) y «res extra nostrmn patrimonium”, según que pertenecieran o no al patrimonio privado de los individuos. Las «res extra nostrum” se dividían a su vez en: a) cosas que, aunque no per­tenecientes a ninguno, porque habían sido abandonadas del propietario (rex derelictae) o porque no habían tenido nunca dueño alguno (res nullius), eran susceptibles de ser aprehen­didas en la propiedad de los individuos; y b) cosas que, por cl contrario, por su naturaleza o destino, y mientras ello perdu­raba, no podían ser objeto de la propiedad, porque ninguno tenía respecto a ellas el «commercium” (res cuius commercium non est).

    A las «res divini inris” se las consideraba fuera de todo comercio y comprendían: las «res sacrae”, esto es: las cosas consagradas en la edad pagana a los dioses y, en la edad cris­tiana, a Dios, como los templos y los objetos de culto, y las «res religiosae” esto es: las cosas «diis manibus relictaes, como

    eran el lugar donde se haya sepultado un cádaver de hombre libre o esclavo o los objetos con él inhumados.

    Con respecto al sepulcro ha de decirse que éste era dis­tinto del «ms sepulchri”, que representaba, por el contrario, una entidad patrimonial y consistía en el derecho de ente­rrar o de ser enterrado en un determinado sepulcro. Semejan­tes a éstas eran las “res sanctae”, porque estaban ellas mismas bajo la protección de la divinidad, y, asimismo, los muros y las puertas de la ciudad y acaso, antiguamente, los limites de los campos.

    De las «res humani inris” existían algunas sustraídas al «commercium” como eran:

    a) Las «res comunes omnium”, que eran aquellas que en su totalidad no podían ser objeto de apropiación individual, pero de las cuales cada uno podía usar en los límites de sus propias necesidades según su propio destino. Eran considera­das como tales el aire, el agua corriente, el mar y las riberas de los mares, hasta donde se extendían las marejadas inverna­les. El individuo podía defenderse de las perturbaciones que en su uso y disfrute le fuesen hechas, mediante la «actio imu­riarum”;

    b) Las «res puhlicae”, que eran las cosas del pueblo ro­mano y así, pues, del Estado, destinadas al uso público, como los ríos perennes, las riberas de los ríos, los puertos, los canu­nos públicos, etc. El uso y disfrute de ellos por el particular era protegido mediante la «actio iniuriarum” y numerosos in­terdictos;

    e) «Las res universitatis”, que eran las cosas pertenecien­tes a los habitantes de una comunidad: Teatro, foros, plazas, caminos, etc.

    Todas las otras «res humani inris”, salvo particulares ex­cepciones (por ejemplo, los venenos, libros mágicos, etc.), po­dían ser libremente adquiridos por los particulares. Respecto a ellas, según el aspecto considerado, se tienen diversas clasi­ficaciones:

    1) «Res mancipi” y «nec mancipi”. La distinción tiene gran importancia histórica y práctica. La especificación de­riva de «mancipium”, denominación arcaica de la potestad del

    «paterfamilias” sobre las personas y sobre las cosas, e indica que en la edad más antigua las «res mancipis eran las únicas que podían ser objeto de propiedad, acaso gentilicia. Eran «res mancipi” las cosas que tenían el máximo valor en la econo­mía agrícola de la primitiva Roma, esto es, los fundos y l,~s casas situados en el suelo itálico o análogo, los esclavos, los animales de tiro y de carga, las cuatro servidumbres rústicas más antiguas «iter, via, actus, aqueductus).

    Para la adquisición de ellas eran necesarias las formas so­lemnes de la «mancipatio” y de la «in iure cessio”, o bien, en el derecho clásico, con referencia sólo a las cosas corporales, la usucapión. Por otra parte, las mujeres no podían alienarlas sin la «auctoritas” del tutor.

    Todas las otras cosas eran «nec mancipi”, comprendidos los fundos y las casas situadas en las provincias. Para adquirirlas bastaba la simple transmisión del poseedor (traditio). Esta dis­tinción permaneció en vigor en toda la época clásica, sin que tuviera lugar modificación alguna en el conjunto de las «res mancipi”, las cuales continuaron siendo consideradas por el derecho como las «res pretiosiores”, no obstante que los valo­res económico-sociales se hubieron profundamente modificado en el curso del tiempo. Venidas a menos las diferencias entre el suelo itálico y el provincial, caídas las formas solemnes de la «mancipatio” y de la «in jure cessio”, Justiniano abolió ex­presamente la distinción entre «res mancipi” y «nec mancipi” y la sustituyó por la de “res immobiles” y “res mohiless.

    2) Cosas muebles e inmuebles. Esta distinción que se fue afirmando en el curso de la edad clásica y que por la contra­posición entre «fundus” y «coeterae res” en materia de usu­capión tenía especial relevancia hasta en las XII Tablas, al­canzó gran desarrollo en la edad postclásica, cuando para la adquisición de los inmuebles, sitos en cualquier parte, se fue­ron introduciendo nuevas formas públicas y solemnes, basadas especialmente en la escritura y en el registro en los archivos públicos.

    3) Cosas consumibles y no consumibles. Las primeras son aquellas que el uso normal destruye (rex quae usu consumun­tur), como los víveres y el dinero; las segundas son aquellas

    que por el uso normal no se destruyen, aunque si se pueden deteriorar, como los vestidos.

    ,,~.yL, 4) Cosas fungibles y no fungibles. La terminología ha sido detraída de un pasaje en el cual se dice que algunas cosas rin genere eno functionem reeipiunt”. Ellas son las que «pondere numero mensurave constant”. y que debido a los usos del co­mercio, pueden ser sustituidas por otras cantidades del mismo cgenus” (por ejemplo, víveres y monedas). A ellas se contra­ponen las cosas no fungibles, esto es: que tienen una propia in­dividualidad (species, corpus) y que no pueden ser subrogadas con otras.

    5) Cosas divisibles e indivisibles. Jurídicamente se llama-han divisibles las cosas que fraccionadas en partes físicas o ideales conservaban la misma función económico-social de la totalidad, como un fundo o una casa; indivisibles aquellas «quae sine interitn dívidi non possunt”, como una piedra pre­ciosa O una estatua.

    6) Cosas simples y compuestas. Siempre sobre un criterio económico social estaba fundamentada Ja distinción entre las cosas simples, por ejemplo un esclavo, una viga, una piedra, que constituyen tma unidad orgánica e independiente (corpo­ra quae uno spiritu continentur), y las cosas compuestas que resultan de la suma de varias cosas simples. Las cosas compues­tas a su vez se subdividen en «corpora ex cohaerentibus” y en corpora ex distantibus”, según que la suma nazca de una con­junción mecánica de cosas diversas, como para una nave, un armario, un edificio, o bien por un vínculo ideal que hacía considerar diferentes cosas homogéneas como una cosa única, por eiemplo el rebaño, obleto de relaciones jurídicas en i~u totalidad (universitas rerurn, le llamaron los justinianeos), cuya identidad permanece aunque se renoven sus partes Siflgulare.~.

    7) Cosas principales y accesorias. De dos cosas conjuntas se consideraba como «principal” aquella que determinaba la función del todo; “accesoria” era la subordinada, como el marco al cuadro, la piedra preciosa al anillo. Respecto a las accesorias regla el principio «accessorium sequitur principale”. En las cosas accesorias se distinguen las partes y la pertenencia de ellas. «Pare” era cualquier elemento esencial a la «perfec­

    tio” de la cosa, como las llaves de la casa o las estacas de la viña. El concepto de pertenencia, todavía no elaborado del todo en esa época y ni tan siquiera en el derecho justinianeo, refiérese especialmente al «instrumentum fundi”, que com­prendía el conjunto de las cosas destinadas a la gestión econó­mica del fundo, del cual en algunos negocios seguía su suerte, como por ejemplo en el usufructo y en el arrendamiento.

    En una noción más amplia de accesoriedad entran también los productos de la cosa (fructus) y los gastos realizados para el sostenimiento de ella (impensae).

    Los frutos se llamaban: pendientes, si todavía estaban ad­heridos a la cosa productora; separados, si se hallaban sepa­rados; percibidos, si habían sido recogidos; «percipiendi”, si se debían aún producir o recoger; «exstantes, si estaban to­davía en posesión del poseedor de la cosa; «consumpti”, si consumidos, transformados o enajenados. No se consideraban entre los frutos los hijos de la esclava, que correspondían ;d propietario de ésta antes que al usufructuario. A los frutos na­turales les eran equiparados (loco fructum, pro fructibus) los réditos conseguidos por una relación jurídica sobre la cosa (arrendamiento, mutuo, etc.), llamados frutos civiles.

    Los gastos se dividían en necesarios, útiles y superfluos, se­gún que estuvieran destinados a conservar la cosa, a aumentar el rédito o a embellecerla. En torno a los gastos sobre la cosa (lii rem), eran considerados distintos loe invertidos para con­ieguir los frutos, en orden a los cuales regía el principio «fruc­tus intellegentur deductis inipensis”. Eran «in rem~, según Justiniano, sólo los que aportaban una .~perpetua utilitas”.

    CAPITULO II

    LA PROPIEDAD

    1. Generalidades

    La propiedad romana, no definida por las fuentes, apa­rece como el derecho real de contenido más amplio y es el

    único autónomo, porque los otros derechos reales, en cuanto recaen sobre cosas ajenas, presuponen que existe un derecho de propiedad en otro titular.

    Por esto los modernos, partiendo del término romano «do­miuiums, con frecuencia 1o calificaban como el «señorío más general sobre la cosa”. El término «proprietas”, que significa la pertenencia, se difunde sólo en la edad imperial en oposi­ción a «usufructus”. Los antiguos empleaban. por lo más, el término «res mea est”, identificando el derecho con la cosa.

    Este señorío podía tener por objeto sólo cosas corporales; subsistía aún sin una relación de hecho entre el propietario y la cosa, y comprendía todo uso posible con tal de que no estu­viese impedido por limitaciones legales o por concurrentes derechos de terceros, al cesar los cuales readquiría automática­mente su plenitud (elasticidad del dominio). Por tal razón se habla de señorío en acto o en potencia.

    La amplitud y los caracteres de este dominio se manifies­tan principalmente en la propiedad territorial, que en su ori­gen pertenecía al grupo familiar y sobre la cual era ejercitada una especie de soberanía territorial. Ella se extendía al cielo y al subsuelo hasta donde llegaba el posible disfrute de ella y, antiguamente, no conocía ninguna limitación que no derivase de la propia voluntad del propietario. Por ello la concesión de cualquier facultad a un extraño era concebida como una ser­vidumbre (servitus) del fundo por lo que se le consideraba en ese momento “servjena”.

    Por otra parte, la propiedad romana, en su configuración más típica, debía estar libre de todo tributo de carácter real y no podía estar constituida por un tiempo determinado o bajo condición resolutoria. Estos dos principios llegaron, sin embar­go, a no tener significación alguna en el derecho postclásico. Queda, por el contrario, siempre vivo otro principio antiquísi­mo, por el cual la propiedad absorbe necesariamente cualquier cosa (nullius o aliena) que a ella se le incorporase.

    En un principio la única propiedad reconocida era el «do­minium ex iure Quiritimn” que era tutelada con la “reí vindi­catio” y que podía ser conseguida, sobre las cosas y en los mo­dos previstos por el «ms civiles, tan sólo por los «cives”, a los

    cuales fueron más tarde equiparados los latini provistos del «commerciumn”. Después de la introducción de lo. modos de sdquisición «iuris gentium” fue admitido un derecho análogo al de propiedad también para los peregrinos. Estas distincio­nes quedaron sin fuerza después del edicto de Caracalla, del año 212 después de Cristo, que concedía a todos la ciudadanía romana.

    Con respecto a los inmuebles, podían ser objeto de propie. dad quintana sólo aquellos determinados en la categoría de las «res mancipi”, esto es, los fundos y las casas que estaban exentos de impuestos territoriales por estar sitos en Italia o en tierras a las cuales había sido concedido el privilegio del

    Todas las otras tierras estaban sujetas a tal imposición, la cual era concebida como una contraprestación por el uso; de aquí que fuese considerado como propietario el que percibía el impuesto y, precisamente, el pueblo romano en las provincias senatoriales y el emperador en las provincias imperiales. Del diverso nombre de la imposición los fundos sitos en las prime­ras eran llamados «stipendiani”, y en las segundas «tributad”. El derecho del concesionario, esto es de aquel que pagaba el impuesto, era calificado como «possessio vel usufructus”, pero en realidad disfrutaba de una posición análoga a la del pro­pietario y era protegido por una «actio in rem” idéntica a la «rei vindicatioi. En razón de esto hablan los modernos de una propiedad provincial contrapuesta a la propiedad quintana. La distinción pierde su fundamento cuando Diocleciano grava también a los fundos itálicos, y Justiniano acabó con abolir toda diferencia entre éstos y los fundos provinciales, que lle­garon a hacer por ello objeto de «dominiunu..

    Al «dominium ex iure Quiritium” de la edad republicana, se le va contraponiendo también la llamada propiedad preto­ria o «in bonis habere”, que se refería a las «res mancipi” vendidas sin las formas solemnes del «ma civiles. En tal caso, hasta que el adquirente no fuese considerado «dominusi por la usucapión la propiedad correspondía civilmente al enajenan­te. Si por el contrario éste reivindicaba la cosa, el pretor con­cedía al adquirente una «exceptio reí venditae et traditae”, que

    paralizaba la exigencia. A continuación, se llega también a tu­telar al adquirente que hubiese tomado la posesión de la cosa antes de la usucapión; en lugar de la “reí vindicatio”, que no le competía porque todavía no era «dominus”, el pretor le con­cede una «actio”, llamada Publiciana, derivada del nombre de su creador, en la cual se fingía que la usucapión había sido completada, lo que permitía perseguir la cosa contra cualquier tercero y también frente al propietario. El derecho de este último llegaba a ser por lo tanto —una vez que él hubiera rea­lizado la «traditio” de la «res mancipi”— un «nudum ma”, des­poseído de todo beneficio, mientras aquel que tenía «in bo­nis” la cosa y gozaba de la protección pretoria era el verdadero propietario, aunque no tuviese tal nombre. Precisamente pon esto los clásicos hablaban de un «duplex dominium”; por un lado el «dominiumn” pleno, por otro el «dominium” dividido en nudurn ms Quinitium” y ~”in bonis habere”. Pero habiendo dejado de ser consideradas las formas solemnes y la distinción entre “res mancipi” y «neo mancipi”, desaparecieron también estas distinciones, porque el «lii bonis haberes fue concebido como «domiium”, hasta tal punto que Justiniano abolió la ex­presión «nudumn iu~ Quinitmums, ya juzgada como superflua.

    Habiendo llegado a estar capacitados todos los ciudadanos para tener las cosas en legitñna propiedad, desaparecida la distinción entre propiedad quintana y provincial y la dé pro­piedad civil y pretoria, en el derecho justinianeo se vuelve así, pues, a un concepto unitario de la propiedad, que no tuvo y~ nunca más necesidad de tantas calificaciones.

    2. Limitaciones legales de la propiedad

    La originaria rigidez de la propiedad se revela en el ca­rácter del fundo romano de la edad quintana (ager limitatus) que constituye un territorio cerrado e independiente, con confi­nes sagrados, en torno a los cuales existía un espacio libre de por lo menos quince pies en campaña (iter limitare) y de dos pies y medio en ciudad (ambitus), para que fuese posible el tránsito y evitar así la necesidad de imponen servidümbnes

    de paso. En el interior de esta unidad territorial el señorío del propietario no conocía más que las limitaciones que voluntaria­mente él se imponía. Gradualmente, sin embargo, las exigen­cias de la convivencia social impusieron varias restninciones que es difícil reducir a un concepto unitario, pero que en su éonjunto señalan el paso de un régimen de libertad a un régi­men de solidaridad territorial. Ellas se pueden agrupar en dos categorías:

    a) Limitaciones de derecho páblico, establecidas por un interés general, y así, pues, inderogables. Entre éstas hemos de recordar: la prohibición de cremar y enterrar los cadáveres dentro de los muros de la ciudad, determinado por las XII Ta­blas; la prohibición de retirar las vigas intercaladas en el edi­ficio ajeno (tignum iunctum) hasta que se terminaran las obras, determinado por las XII Tablas y después extendido a todos los materiales de construcción; la prohibición de demoler ca­sas para vender los materiales; la prohibición de sobrepasar ~en las construcciones determinadas alturas, diferentes en el tiempo en relación a la distancia entre los edificios mismos; el uso público de las orillas fluviales; la obligación de con­ceden el paso a través del fundo en el caso de estar inservible la vía pública, hasta que ésta no fuese reconstruída; la obli­gación de conceden el paso para llegar a un sepulcro incomu­nicado (iter ad sepulchrum); la facultad concedida en la edad postclásica de buscar y excavar minerales en fundo ajeno, pa­gando un décimo del producto al propietario del fundo y un décimo al fisco.

    Se discute si el derecho clásico había admitido, como limi­

    1.

    tacion general, la expropiación por utilidad pública con una determinada indemnización. Las fuentes muestran varios ejem­plos, especialmente para la construcción de acueductos públi­cos. De cualquier forma ella es reconocida por Justiniano, el cual afirma en esta materia el principio de la primacía de la «communis commoditas” y de la «utilitas repuhlicae” sobre el interés del particular.

    b) Limitaciones de derecho privado, establecidas por un interés particular y así, pues, derogables según la voluntad de

    los interesados. La mayor parte de ellas se refiere a las relacio­nes de vecindad entre fundos rústicos o urbanos, de aquí que algunas, en la edad postclásica, fueron concebidas como «ser­vitutes” legales. Un grupo de normas, algunas incluidas por las XII Tablas, regulaba los árboles situados en las lindes, esta­bleciendo la distancia de las plantaciones, la corta de las raí­ces y de las ramas que caen más allá de los propios límites adentrándose en el terreno ajeno, el acceso en el fundo del vecino para recoger en días alternos los frutos caídos, etc. Esta materia fue particularmente tutelada por el pretor (interdicta de arbonibus caedendis, de glande legenda). En el caso de la in­comunicación de un fundo a causa de una división heredita­ria, se admite en el derecho clásico que el juez pueda imponer por «adiudicatio” una servidumbre de paso; en el derecho jus­tinianeo se consideró como existente una tácita servidumbre en todos los casos de incomunicación. En el derecho postclásico surge también, junto a las servidumbres establecidas por las partes, un minucioso régimen legal para las luces, las vistas, la altitud, los salientes de los edificios. Entre otras, con Justinia­no, son prohibidas las construcciones que impiden el aire y el viento necesario e impiden la vista de los montes o del mar. Otro grupo de normas prohibía alterar artificialmente el curso natural de las aguas. La antigua «actio aquae pluviae arcen­dae”, que será la causa para llevar a cabo toda modificación del estado existente, es extendida en el derecho justinianeo para tutelar el uso de las mismas aguas, de las cuales cada uno puede disponer sólo en los límites de su propia utilidad.

    Para atenuar el principio general de que haciendo uso del propio derecho no se hacía daño alguno (qui suo iure utitur ime­minem laedi), con referencia a las relaciones de vecindad se había venido afirmando el principio de que todo «dominuss podía hacer sobre lo suyo aquello que quisiera con tal de que no invadiese así, pues, el fundo ajeno (in suo hactenus f acere licet, quatenus nihil in alienum iznmittat). Sin embargo, este principio tuvo notables excepciones. Por una parte se admite, en efecto, que el vecino debía soportar con humana tolerancia cualquier pequeña «immissio” derivada de un uso normal, como el humo de la cocina o la humedad de un baño adosado

    a las paredes comunes; por otro lado se prohibió en algunos casos que el propietario, aun sin «inunissiou, pudiera hacer cualquier cosa con el deliberado ánimo de dañar lo ajeno. Es-todavía tema de controversia el hecho de que una completa teoría de estos actos, llamados de emulación, haya sido elabo­rada y acogida por el derecho romano, como será después en el derecho medieval. Cierto es, sin embargo, que hasta el fi­nal de la época clásica, a través de la protección pretoria, y todavía más en la compilación justinianea, consideraciones de equidad y de utilidad hicieron condenar el malicioso compor­tamiento del propietario que, sin utilidad propia hubiera ejer­citado con fines antisociales su derecho, especialmente en ma­teria de aguas.

    3. Copropiedad

    La «communio”, llamada por los modernos condominio o copropiedad, era una particular situación jurídica en la cual varias personas, llamadas «soci” o «dominis, tenían en común la propiedad de una cosa.

    Podía ser voluntaria, si dependía de la voluntad de los co­propietarios individuales, como para las cosas conferidas en so­ciedad o adquiridas en común; o incidental si se constituía independientemente de la voluntad, como por la herencia o el legado correspondiente a varios coherederos o legatarios.

    El modo de concebir el derecho de condominio vanió en el tiempo. En el antiquísimo «consortiums, que a la muerte del «paterfamilias” se establecía sobre los bienes heredados que permanecían indivisos entre los hijos, cada uno de estos dis­ponía de la cosa común como si fuese un solo propietario, por ejemplo manumitiendo válidamente al esclavo común. A con­tinuación se afirmó el principio de que el derecho de cada uno fuese limitado por el concurrente derecho de los otros, de aquí que la propiedad se refería no ya sobre la totalidad, sino sobre una cuota ideal del todo (totius corponis pro indiviso pro parte dominium habere), la cual podía ser diferente entre los copropietarios. En este sentido nuevo se dice que «duorum ve1 plurium dominium cese non posee”.

    Signos de la antigua concepción quedaron, sin embargo, en el «ius aderescendis, esto es: en la extensión «ipso iure” del derecho de cada copropietario sobre las cuotas abandonadas por los otros, y en el «ius prohibendi”, esto es: en la facultad de cada uno de poner su veto, arbitrado y absoluto a cualquier iniciativa de los otros copropietarios sobre la cosa común.

    En el derecho clásico cada copropietario ejercitaba «pro parte” sus facultades y era libre de disponer como mejor cre­yese de su cuota ideal. Para los actos que repercutían direc­tamente en la cosa era necesario, sin embargo, el consentisnien­to de todos: así para enajenar, gravarla con un usufructo, ser­vidumbre, etc. Igualmente sucedía para la manumisión del esclavo común, la cual si era hecha por uno solo de los copro­pietarios quedaba sin efecto, y, todavía más, representaba la renuncia a la cuota.

    La copropiedad, que por su naturaleza es una institución transitoria (de aquí que era nulo el pacto de copropiedad per­petua), podía hacerse cesar en cualquier momento o por acuerdo entre los copropietarios o mediante un juicio diviso­rio promovido por uno cualquiera de ellos con la tactio com­muni dividundo”, ya determinada en las XII Tablas. Si la cosa era materialmente divisible el juez realizaba la «adiudi­catio” de las diversas partes, salvo que tuviera que hacer even­tuales compensaciones. Igualmente repartía la ganancia de la venta. Cada uno obtenía, además, el resarcimiento de los daños o el reembolso proporcional de los gastos a los cuales se había llegado durante la copropiedad (praestationes per­sonales).

    En el derecho justinianeo es mitigado el «ius prohibendi”, el cual puede ser ejercitado sólo si beneficia a la copropiedad; mientras que para los actos de disposición material de la cosa se tiende a hacer prevalecer la voluntad de la mayoría de los copropietarios, según sus respectivas cuotas. «Favore lihertatiss se admite, sin embargo, que cualquier copropietario pueda libertar al esclavo común, pero indemnizando a los otros. En suma: «la actio communi dividundo” puede ser ejercida tam­bién «manente communíone”, esto es: dejando indivisa la cosa para regular las recíprocas prestaciones (praestatiónes

    personales) y controversias entre los copropietarios, mientras disuelta la copropiedad se puede obtener igualmente el reem­bolso de los gastos hechos con la «actio negotioruxn gestorum”.

    4. Modos de adqzusición de la propiedad

    Los modos de adquisición de ja propiedad son los hechos jurídicos de los cuales el derecho positivo hace depender el na­cimiento del pleno señorío de una persona sobre una cosa. Los clásicos distinguían entre modos de adquisición de derecho ci­vil, solemnes y formales, reservados a los «civis”, y modos de derecho natural o de gentes, comunes a todos los pueblos. Tal distinción, aunque no tuviera valor práctico alguno después de la concesión de la ciudadanía a todos los súbditos del impe.. rio, es, sin embargo, conservada en el derecho justinianeo. Los intérpretes han sustituido tal distinción por la de modos Øu~. ginanios y modos derivativos, según que la adquisición tenga lugar por una relación directa con la cosa (ocupación, accesión, especificación, confusión, conmixtión, adquisición de los frutos, adjudicación, usucapión), o bien en base a una relación con el anterior propietario (mancipatio, in iure cessio, traditio). Algunos de ellos son comunes también a otros derechos reales.

    Sobre otros modos de adquisición como la sucesión here­ditaria, los legados y las donaciones «mortis causa”, hablare­mos a su tiempo.

    A) MODOS ORIGINARIOS DE ADQUIRIR LA PROPIEDAD

    1. Ocupación y adqiusíción del tesoro

    La ocupación consistía en la toma de posesión de una «res nulliús” con la voluntad de hacerse propietario. Era de dere­cho natural y de ella, según los romanos, derivaba la fuente de la propiedad. En la época clásica además de las cosas del enemigo que no formaban parte del botín del Estado, podían ser objeto de ocupación la «insula in man nata”, los animales salvajes o indómitos «quae terra man codo capiuntur”, las

    cosas abandonadas por el propietario, las cosas preciosas depo­sitadas sobre las playas del mar. Todas se adquirían desde el momento de la efectiva toma de posesión. Sólo para la caza se discutía si el animal herido pasaba a ser propiedad del cazador que no hubiese cesado de perseguirlo, pero con Justiniano pre­valece la opinión de que era necesaria la captura.

    En lugar análogo a la ocupación se halla la adquisición del tesoro, esto es, de una «vetus depositio pecuniae” o de otros objetos preciosos, que hubieran sido escondidos y de los cuales no se puede identifican al antiguo propietario. En un tiempo correspondía por entero al propietario del fundo en el cual había sido hallado. Más tarde (siglo u d. de C.) le fue recono­cido a aquel que lo encontraba por casualidad (non data opera) en el fundo ajeno el derecho de recibir la mitad, correspon­diendo la otra mitad al propietario del fundo o al fisco, según que el fundo fuese privado o público.

    2. Accesión

    En base al principio «accesio credit pnincipali” el propie­tario de la cosa principal extendía sus derechos a cualquier otra cosa que hubiera venido a sumársele a ella, llegando a ser parte o elemento constitutivo, hasta tal punto de perder la propia individualidad. Si ésta, por el contrario, permanecía, el propietario de la cosa accesoria podía constreñir con la «actio ad exhibendum” al propietario de la cosa principal a realizar la separación y así a permitir la reivindicación. Cuando esto no era posible el propietario de la cosa accesoria tenía, al mé­nos en la edad justinianea el derecho a una indemnización.

    Los intérpretes agrupan los casos de accesión, entendida conjunción definitiva, en tres categorías: a) de bien mueble a bien mueble; b) de bien mueble a bien inmueble; e) de bien inmueble a bien inmueble.

    a) Se consideran en la primera categoría (de mueble a mueble):

    1) La «ferruminatio”, esto es: la unión directa de dos trozos de metal del mismo género, sin interposición de plomo

    (plumbatura), que por otro lado hacía a las partes separables. El propietario de la cosa principal adquiría definitivamente la accesoria;

    2) La «textura”, esto es: la accesión admitida por Justinia­no de los hilos ajenos entretejidos en una tela o en un vestido;

    3) La «tinctura”, la accesión del color a la tela que con él viene tintada;

    4) La «scniptura”, la accesión de la tinta al papel o perga­mino ajeno;

    5) La «pictura”, la accesión, muy discutida en el derecho clásico, de la tabla a la pintura.

    b) Se consideran en la segunda categoría (de mueble a in­mueble):

    1) La «satio”, 2) la «implantatio” y 3) la «inaedificatio”, esto es: la siembra, la plantación y la construcción realizadas sobre el fundo ajeno. En los tres casos operaba el principio ge­neral «superficies solo cedit”, según el cual tódo lo que era hecho por el hombre sobre el suelo correspondía a su propie­tario, desde el momento de la conjunción. Para los sembrados tenía lugar con la germinación y para las plantas con la plan­tación de las raíces; la adquisición entonces era definitiva. Los materiales de construcción, podían, por el contrario, reivindi­canse por el antiguo propietario cuando la conjunción perdía efecto. A quien de buena fe hubiese sembrado, plantado o edi­ficado sobre terreno ajeno le correspondía un de~eclio de re­tención por los gastos. Así, pues, al propietario de los materia­les utilizados por el propietario del suelo le fue concedido el resarcirse mediante una acción por el doble de su valor (actio de~ tigno iuncto). En el derecho justinianeo es también reco­nocido un ~”ius tollendi” para los materiales que fuesen sepa­rables sin daño del edificio y, por lo tanto de nuevo utiliza­bles.

    c) Se consideran en la tercera categoría (de inmuebles a inmuebles) los llamados incrementos fluviales, esto es:

    1) La «avulsio”, que tenía lugar cuando un desbordamien­to separaba una parte de un fundo y ésta se unía orgánica­mente a otro;

    2) La alluviom”, que era determinada por la lenta unión de diferentes partes de tierra al fundo ribereño;

    3) La «ínsula in flumine nata”, que se dividía, aunque el río fuese público, entre los fundos de las dos riberas, o de una sola, según la posición;

    4) El «alveus derelictus”, que era el lecho abandonado de un río y se dividía entre los terrenos de las dos orillas, según su frente o extensión, teniendo muy en cuenta la me­diana.

    El derecho justinianeo admitía, sin embargo, que si el río abandonaba el nuevo cauce, éste tornaba al viejo propietario.

    3. Especificación

    Se daba la especificación cuando una cosa era transforma. da en otra adquiriendo una nueva individualidad (speciem facere), como, por ejemplo, haciendo vino de la uva o una estatua del mármol. En la edad clásica los sabinianos consi­deraron que la «nova species” correspondía al propietario de la materia, y los proculeyanos, al realizador. Una doctri­na intermedia, que fue más tarde acogida por Justiniano, con­sideraba, sin embargo, que si la cosa podía o no ser reduci­da al estado primitivo, había que atribuirla en el primer caso al propietario, en el segundo al realizador, en tanto en cuanto no hubiere existido mala fe. Correspondía en todo caso a este último si la materia empleada era, aunque fuese en mínima parte, suya.

    4. Confusión y conmixtión

    La mezcla de líquidos (confucio) o de sólidos (conmixtio), pertenecientes a diversos propietarios, cuando ninguna de las cosas podía considerarse principal y no existía creación de una «nova speciea”, daba lugar, por lo general, a un régimen de copropiedad sobre la totalidad, pero que podía separarse con la «actio conununi dividundo” o con una «vindicatio pro

    parte”. La verdadera adquisición de la propiedad se tenía sólo en el caso de la conmixtión de monedas de diversos pro­pietarios «ita ut discerni non possent”. Ellas eran atribuidas al poseedor, el cual, sin embargo, era llamado a responder con la «actio furti” u otras acciones personales, según las rela­ciones entre las partes.

    5. Adqrnsición de los frutos

    Los frutos naturales mientras se encontraban unidos a la cosa principal no eran objeto de un derecho distinto, sino «pars” de la misma cosa. El «dominus ex jure quinitium” de la cosa los adquiría desde el momento de la separación, in­dependientemente de la toma de posesión. Lo mismo sucedía para el titular de la propiedad provincial o pretoria, para el arrendatario del «ager vectigalis” en el derecho clásico y el enfiteuta en el derecho justinianeo, y para el poseedor de buena fe, con tal de que ésta subsistiese en el momento de la separación. Sin embargo, en el derecho justinianeo, este último era obligado a restituir al propietario reivindicante los frutos «exstantes”, por lo que en realidad sólo hacía su­yos los frutos «consumpti”. Se daba, sin embargo, la «per­ceptio” para la adquisición por parte del usufructuario, del arrendatario y del acreedor pignoraticio (en el cómputo de los intereses y del capital) -

    6. Usucapidn

    La usucapión (llamada por los modernos, también, pres­cripción adquisitiva), es un modo de adquisición de la pro­piedad a través de la posesión continuada, legalmente justi­ficada, de una cosa por un período de tiempo determinado.

    En el derecho justinianeo resulta de la fusión de dos insti­tutos que tenían diverso origen y función: la «usucapio” y la «praescniptio longi temponis”.

    La usucapio (de usu capere) estaba ya determinada en las

    XII Tablas y consistía en la adquisición de la propiedad a tra­vés de la posesión (antiguamente llamada «usus”) de un fundo por dos años y de cualquier otra cosa por un ano. Era un modo de adquisición «murms civilis”, reservado a los «cives”. En principio estaba ligada a la garantía (auctonitas) que el enajenante de una «res mancipi” se veía obligado a prestar al adquirente de buena fe y que persistía hasta cuando, por el transcurso del tiempo fijado, la propiedad de este último llegaba a ser inatacable (usus autoritas fundi biennmn, certe­rarum rerum oniniuni annus est usus). Su función era la de no dejar por largo tiempo incierto el dominio, en el caso de que la cosa hubiera sido vendida «a non domino” o sin las formas prescritas. Con ella la «iii bonis haberes” se transfor­maba en «dominium ex iure quiritium”. Admitida más tarde también para las «res nec mancipi” y para cualquier posesión necesitada de protección, ella no se aplicaba, sin embargo, a los fundos provinciales, para los cuales desde el siglo u después de Cristo se introduce un nuevo medio, probablemen­te de origen griego, como es la «longi temporis praescniptio”.

    Con ella el poseedor de los fundos provinciales no llegaba a ser propietario, porque sobre ella no se admitía la propie­dad privada; sin embargo, él estaba facultado para rechazar con una ~”exceptio” toda reivindicación si hubiera poseido por diez o veinte años el fundo, según que el reivindicante habitara en la misma o en otra ciudad.

    Los dos institutos coexisten en la época clásica; después, desaparecida la distinción entre suelo itálico y provincial, se funden; en el derecho justinianeo la adquisición de los bienes muebles tiene lugar a los tres años y es llamada por todo ello «usucapio”, mientras la adquisición de los bienes in­muebles, que es llamada «longi temporis praescniptio”, tiene lu­gar a los diez o veinte años si las partes habitan en la misma provincia (ínter praesentes) o en provincias diversas (ínter absentes). La estructura de la «usucapio” clásica es, sin em­bargo, extendida a la «praescniptio”, que llega, asimismo, a ser adquisitiva, de tal forma que, no obstante la diversidad de nombre, el régimen es igual.

    Los requisitos necesarios para la usucapion y la prescrip­

    ción en el derecho justinianeo fueron reunidos por los intér­pretes en el exámetro: “res habili, titulus, fides, posessio, tempus”.

    Res habili. Estaban excluidos de la usucapion: el hom­bre libre; las cosas extracomerciales; las «res furtivae” y aque­llas sustraídas violentamente al propietario (vi possessae) en manos de cualquiera en las que se encontrasen; los presentes de los magistrados en las provincias; los bienes del fisco, del príncipe y de los menores; los inmuebles de las iglesias y fundaciones; los bienes de la dote, y toda otra cosa sobre la cual estuviera prohibida la adquisición o la enajenación. En el derecho clásico además no eran bienes usucapibles las «res mancipi” enajenadas por las mujeres sin la «autonitas” del tutor.

    Titulus. Era llamado más propiamente por los romanos «justa causa usucapionis”. Representaba la condición objetiva que era por si misma idónea para fundar el dominio, a no ser que hubiese intervenido una razón extrínseca, como la falta de forma o la adquisición «a non domino”. La causa justificativa de la posesión se indicaba con la partícula «pro” y la más antigua era aquella «pro emptore”, para las cosas compradas, a la cual se sumaron la «pro donato”, «pro dote”, «pro soluto”, «pro derelicto”, para los bienes recibidos a tí­tulo de donación, de dote, de pago, de legado, o que habían sido abandonados por quien no era propietario. En el an­tiguo derecho cualquier ciudadano podía usucapir «pro he­rede” la cosa hereditaria que todavía no había sido poseída por el heredero; y en el derecho justinianeo, cuando alguno pos error se creía heredero o el heredero creía heredada una cosa ajena. En suma: el epígrafe «pro su” indicaba genérica­mente la posesión por un justo título aunque no se hallase plenamente especificado.

    Fides. Junto al elemento objetivo del justo título era necesaria la idea de no dañar con la propia posesión el de­recho ajeno. Este elemento subjetivo, no exigido en la edad más antigua, es llamado «bona fides”. De aquí que se ha­mara «possessio bonae fidei” a la causa que conducía a la usucapion. Bastaba que existiese en el momento inicial de

    la posesión, y no ya por todo el tiempo de la adquisición (mala fides superveniens non nocet).

    Possessio. Era la material determinación de la cosa con el ánimo de mantenerla como propia. Así, pues, no usucapían los que tenían la obligación de restituir la cosa, como el usu­fructuario, el acreedor pignoraticio, el inquilino. Ella debía ser continua. La interrupción (usurpatio), aunque fuese mo­mentánea, obligaba a comenzar el período de usucapión. El heredero, sin embargo, aunque comenzaba una nueva pose­sión, podía computar a los fines de la duración de la posesión aquel tiempo iniciado ya por el difunto (successio posses­sionis). A continuación se admite que también los adquirentes a título particular pudieran computar la posesión iniciada por el titular (accessio possessionis), toda vez que existiera buena fe en el momento de la adquisición. En el derecho jus­tinianeo la usucapion era interrumpida desde el comienzo de la litis promovida por el propietario.

    Tempus. Era el período de tiempo que debía transcurrir para que tuviese lugar la adquisición, y del cual ya hemos especificado los términos. Sobre la base de la prescripción a los treinta años de todas las acciones sancionadas por Teodo­sio II, Justiniano admite también una «praescniptio” longis­simi temponis”, que prescindía de la «iusta causa”, exigiendo tan sólo la buena fe inicial. Se cumplía por lo general a los treinta años y con ella se podía adquirir la propiedad de algunas cosas, por otra parte no usucapibles (“res furtivae”, litigiosas, etc.).

    B) Monos DERIVATIVOS DE ADQUIRIR LA PROPIEDAD

    A diferencia de cuanto sucede en el derecho moderno, en el derecho romano, al menos en toda la época clásica, la sim­ple voluntad de las partes no era suficiente para transferir la propiedad entre vivos. De la voluntad podía nacer tan sólo una obligación para realizar la transferencia, como en el con­trato de compraventa, pero para que la propiedad cesara en un titular y se consiguiera por otro era necesaria la realiza-

    ción de determinados actos, referidos a este fin, como en el derecho clásico, según la naturaleza particular de las cosas, eran la «mancipatio”, la rin iure cessio” y la «traditio”. Pos­teriormente quedó, sin embargo, solamente la «traditio”, que llegó a ser el acto traslaticio general para cualquier cosa.

    Era principio general que «nemo plus iunis in alium tran­ferre potest quam ipse haberet”. Así, pues, el enajenante de­bía por lo general ser el propietario de la cosa, pero también podía enajenar válidamente quien lo hiciera por voluntad del «dominus” (por ejemplo, el «proeurator”), o por la fa­cultad reconocida por el derecho y en los limites de ésta (pon ejemplo, el tutor). En algunos casos, por el contrario, el pro­pietario no puede vender por propia incapacidad (por ejem­plo, los dementes, pródigos y pupilos) o por una prohibición de enajenación que grava la cosa en sí (por ejemplo, fundo dotal, cosas litigiosas).

    1. «Manc.i patio”

    La rmancipatio” era un modo antiquísimo solemne y tí­pico del «ius civile”, para adquirir la propiedad de las «res mancipi” y reservado a quien le había sido concedido el “ius conunercii”. En la época clásica consistía en una ceremonia simbólica (imaginaria venditio), que se realizaba en presen­cia de cinco testigos y de un portador de la balanza (libri­pens), todos ellos ciudadanos romanos púberes. El adquirente (mancipio accipiens), ante la presencia de la cosa y del ena­jenante (mancipium dans), teniendo en la mano un pedazo de bronce (randusculum), pronunciaba una fórmula por la cual declaraba que la cosa era suya según el derecho de los quirites, habiéndola adquirido con aquel bronce y con aquella balanza. Así, pues, golpeaba la balanza con el pedazo de bronce y daba éste al ~rlij~y~resi% en lugar del precio. Tal ceremonia se eleva a una é oca muy remota, en la cual la compraventa era la causa más común de transmisión del do­minio y el bronce pesado (aes rude), a falta de moneda acu­ñada, era el único medio de cambio. En la época histórica

    llega a ser una formalidad abstracta que fue aplicada, con oportunas modificaciones en el formulario, más que para la adquisición de la propiedad a cualquier título (donación, do­te, etc.), a muchos otros negocios diversos por su calidad y fin, como, por ejemplo, para la adquisición de la «manus” sobre la mujer mediante la «coemptio”, la emancipación de los hijos, el testamento, la garantía y la extinción de una obligación, etc.

    Si el enajenante era «dominus ex jure quinitium” al mo­mento se transfería la propiedad, pero por otra parte él, para el cumplimiento de la usucapion en favor del adquirente, era considerado como garantizador (auctoritas), para el caso de que un tercero pretendiera ser propietario de la cosa, y con la «aetio autoritatis”, era llamado a responder por el doble del precio.

    A la «mancipatio” se pueden sumar contextualmente al­gunos pactos accesorios (leges mancipii) que, según el pre­cepto de las XII Tablas «cum nexum faciet mancipiumque uti lingua nuncupassit ita ius esto”, vinculaban a las partes como si fuesen de derecho (por ejemplo, detracción del usu­fructo). Sin embargo, en cuanto «actus legitimus”, no per­mitía ni términos ni condiciones.

    La publicidad y la prueba eran aseguradas por la presen­cia de los testigos. Hacia el final de la república se acostum­braba a redactar un documento que tenía, sin embargo, mera función probatoria, en cuanto la ceremonia debía ser siem­pre realmente realizada.

    En el siglo iv después de Cristo, la «mancipatio” desapare­ce junto a la distinción entre «res mancipi” y «nec mancipim'. En los textos clásicos utilizados por los compiladores justinia­neos su nombre es sistemáticamente substituido por el de «tra­ditiøx'.

    2. «In. jure cessio”

    La «in jure cessio” era un modo de adquisición de la pro­piedad consistente en un simulado proceso de reivindicación,

    realizado sobre el esquema de la antiquísima degis actio sa­cramento in rem”, conocido acaso en la época de las XII Ta­blas. El adquirente y el enajenante se presentaban ante el tribunal (in iure), donde el primero, haciendo de actor, rei­vindicaba la cosa como si fuese suya, y el segundo no se opo­nía (cedere). A falta de contradicción, pues, el magistrado pronunciaba la «addictio” en favor del presunto reivindi­cante, que llegaba así a ser públicamente reconocido como efectivo propietario «ex iure quinitium”.

    La «in jure cessio” era también un negocio solemne del «ius civile”, reservado a personas «sui iunis” que tuvieran el «commercium”; pero a diferencia de la «mancipatio” se apli­caba también a las «res nec mancipi”. Prácticamente era uti­lizada para la adquisición de las «res incorporales”, y así, pues, para la constitución de servidumbres, usufructo, etc., pero servía también para fines diversos (adopción, manumi­sión, transferencia de la tutela, etc.). Como «actus legitimus” no requería ni términos ni condiciones. Aún a finales del siglo III después de Cristo es utilizada, pero después desapa­rece. En los textos clásicos los compiladores justinianeos sus­tituyeron el nombre de ella por el de «traditio”, o bien eli­minaron las palabras rin jure”, dejando sólo la palabra «ces­sio” o cedere, que asumieron así el significado de transferencia.

    3. «Traditio”

    La «traditio” era un acto no formal, de derecho natural, que en la época clásica transmitía la propiedad sólo de las «res nec mancipi”. En el derecho justinianeo llegó a ser, sin embargo, un modo general de adquisición para cualquier cosa.

    Ella consistía en la entrega de la cosa por el enajenante al adquirente, en base a una relación reconocida por el de­recho como idónea para justificar la transferencia de la pro­piedad (numquam nuda traditio tnansfert dominium, sed it, si venditio aut aliqua justa causa praeeessenit). Sus elementos eran por lo tanto el traslado de la posesión y la preexistencia de una causa justificativa, llamada «justa causa traditionis”,

    como, al igual que la venta, podía ser la donación, la dote, el pago, etc. Si faltaba o era «iniusta”, esto es: no reconocida por el derecho, como en las donaciones entre cónyuges, la propiedad no se transfería. La adquisición podía estar sumi­da a términos o condiciones suspensivas.

    La toma de posesión fue por largo tiempo entendida en sentido material (corporalis traditio) - Para las cosas muebles era necesaria la efectiva transferencia de mano a mano; para las inmuebles, la entrada personal en el fundo o en la casa. Pero ya la jurisprudencia clásica introdujo en algunos casos algunas atenuaciones, de aquí el elemento espiritual, esto es:

    la voluntad de transferir y de adquirir que acabó, con frecuen­cia, por tener mayor importancia que la propia aprensión de la cosa. En el derecho justinianeo, preludiando al derecho moderno, se llegó a reconocer en otros casos el paso de la propiedad por mutuo consentimiento. La doctrina medieval reasumió unos y otros en la llamada «traditio ficta”, que, según la terminología de los intérpretes, comprende:

    La «traditio symbolica”, esto es: la consigna de las llaves de un negocio como equivalente de ia entrega de la mer­cancía;

    La «traditio longa manu”, esto es: la indicación de la cosa a distancia.

    La «traditio brevi manu”: cuando alguno, poseyendo la cosa por otro título (por ejemplo, usufructo), comenzaba con el consentimiento del propietario a poseerla como propia.

    El «constitum possessiorium”: cuando, a la inversa, el pro­pietario, con el consentimiento del adquirente, continuaba detentando la cosa en nombre de él bajo otro título.

    Difundido el uso de la redacción de documentos para ates­tiguar la transferencia, se admite que la propia consignación (traditio instrumentorum) del documento sustituyera a la de la cosa, especialmente en las donaciones.

    Para los bienes inmuebles, venidas a menos las exigencias de las antiguas formas solemnes, bajo la influencia provin­cial se afirmó siempre más la necesidad del acto escrito y de su inscripción en los archivos públicos (insinuatio apud acta), como tutela de las partes y de los tercerós. Y es de esta fon.

    malidad de la que en el derecho justinianeo se hizo depen­den la adquisición de la propiedad inmobiliaria.

    5. Pérdida de la propiedad

    Hacían perder la propiedad: la pérdida de la capacidad jurídica del sujeto; la disminución de la capacidad del obje­to, si la cosa llegaba a hacerse incomerciable o si era des­truida; la enajenación regularmente realizada; el paso legal de la cosa a otro propietario y el abandono.

    Respecto a esta última se discutía entre Sabinianos y Proculeyanos si la propiedad cesaba por el acto del abandono o en el momento por el cual los otros la adquirían por la ocupación. Justiniano recoge la primera solución. En el de­recho justinianeo, admitida la posibilidad de una propiedad temporal, ésta se perdía al finalizar el término o al venifi­carse la condición resolutoria (revoca reale).

    No se perdía por el contrario por prescripción extintiva.

    6. Defensa de la propiedad

    El propietario normalmente es también poseedor de la cosa. Por este título en el derecho romano eran de su com­petencia los interdictos posesorios, para defenderse de todos los obstáculos que pudieran oponérsele al disfrute de su po­seeson.

    Disponía así, pues, de numerosas acciones que le permi­tían defenderse de cualquier lesión o daño a su derecho.

    La más típica y general acción de defensa de la propiedad que la distinguía de todo otro derecho, era la «reitándicatio”, esto es: la acción real y civil con la cual quien era propieta­rio exigía el reconocimiento de su señorío frente a cualquiera que poseyese ilegítimamente la cosa, para que se la restitu­yesen o le pagaran el precio. La estructura de la «reivindica. tio” sufrió varias transformaciones en el paso de las antiguas «legis actiones” al procedimiento del último período, pero

    mantiene siempre su carácter de acción ejercitable tan sólo por quien fuera propietario. En un principio se dirigía sólo contra quien detentaba la cosa, pero más tarde también contra quien hubiese dolosamente cesado de poseerla. Para conse­guir que el demandado presentase la cosa «in jure”, cuando se había ocultado o agregado a otra, era necesaria la «áctio ad exhibendum”, que tenía así, pues, función preparatoria. Si el demandado no se oponía a la reivindicación el magis­trado consentía al actor el apoderarse de la cosa. Si sucedía lo contrario se llegaba a la «litis contestatio” y el actor debía dar pruebas de su derecho. Demostrado éste, si el demandado no restituía voluntariamente, se procedía a la «litis aestima­tio”, mediante un juramento deferido al actor sobre el valor de la cosa (iusiurandum in litem), ya que dada la estructura del proceso clásico toda condena debía ser pecuniaria. Sólo en el procedimiento «extra ordinem” del último período se admite la condena sobre la cosa objeto de la controversia, con una relativa ejecución directa. Pero también en el sis­tema precedente el condenado podía liberarse restituyendo la cosa con todas las accesiones. El respondía, asimismo, de los frutos y de los daños, en diferente medida según que hu­biera sido poseedor de buena o mala fe; siendo la condena más dura en el derecho justinianeo. Por el contrario, el pro­pietario debía resarcirlo por los gastos necesarios y útiles, también en diferente medida según que el poseedor hubiera sido de buena o mala fe; siendo el resarcimiento más cuantio­so en el derecho justinianeo.

    Otra acción fundamental para la tutela de la propiedad era la «actio negativa” o «negatoria”, también civil, mediante la cual el propietario afirmaba la inexistencia de un derecho que otros pretendiesen ejercitar sobre la cosa (por lo general a título de servidumbre o usufructo). Bastaba, sin embargo, que el propietario probase su propiedad; mientras que le correspondía al demandado demostrar el fundamento de su pretensión. Si esta demostración no tenía éxito, el propietario podía exigir que fuese garantizada para el futuro mediante una «cautio de amplius non turbando”.

    Aún más fuerte que la tactio negativa” era la sactio ?`Y hibitonia”, acaso justinianea, con la cual el propietario afii­maba la propia facultad de prohibir a otros el ejercicio de un derecho sobre la cosa.

    Contra las pequeñas perturbaciones de la propiedad, es­pecialmente determinadas por las relaciones de vecindad, co­rrespondían al propietario otros medios, esto es:

    a) La «o peris novi nunciatio”, o denuncia de obra nueva, probablemente de origen civil, pero largamente reelaborada por el pretor, la cual podía ser ejercitada por cualquiera que considerara tener derecho para oponerse (ius prohibendi) a que fuese conducida a término una obra nueva, bien que fuera ésta una construcción o una demolición, considerada lesiva o perjudicial para el propio interés. Consistía en un acto extrajudicial realizado con una intimidación formal so­bre el lugar del trabajo (in re praesenti). A ello debía seguirle la demostración judicial del derecho. El «nuntiatus” debía en este tiempo interrumpir la obra, salvo que el pretor le concediese la facultad de continuarla bajo garantía de remo­ción para el caso en que el «mmtiatus” llegara a probar su pretensión.

    b.) La «cautio damni injecti”. Es un instituto pretorio, con dudosos orígenes civiles. El propietario de un fundo que temía por un daño que todavía no había acaecido (infectum) a causa de un edificio en ruinas en el fundo contiguo o por trabajos en él realizados, podía dinigirse al pretor, para ob­tener que el propietario del edificio o quien realizaba el trabajo se obligara con una promesa solemne (cautio) de re­sarcir el daño si éste se verificaba. Si el vecino se negaba a hacer la promesa, el pretor otorgaba al requirente la posesión del inmueble (missio in possessionem ex primo decreto), y si después de un año la promesa no se había hecho, confir­maba la posesión con una «nússio ex secundo decreto” que constituía «justa causa usucapionis”, y, aún, un caso de pro. piedad pretoria. Con Justiniano esta posesión se cambió en dominio.

    c) El «mterdicmum quod vi ant clam”. Era un medio pre­torio que tendía a obtener en el plazo de un año la remoción de obras que uno mismo sobre el suelo propio o ajeno hu­biera realizado ilícitamente contra la prohibición del intere­sado (vi) o a ocultas (clam).

    d) La “actio aquae pluvzae arcendaem. Era una acción civil, ya conocida por las XII Tablas y con posterioridad muy extendida, especialmente en el derecho justiniáneo, que com­petía al propietario de un fundo para regular el régimen de las aguas de lluvias provenientes del fundo vecino.

    e) La «actio finium regundorum” Era en el derecho jus­tinianeo una acción para obtener entre vecinos la regulación de los confines que se hubieran borrado o fueran objeto de litigio. El juicio tenía carácter divisorio y finalizaba con la «adiudicatio”, que en este caso, sin embargo, era tan sólo de­clarativa.

    Para la tutela de la propiedad provincial, hasta cuando ella desapareció, se van adaptando oportunamente las accio­nes civiles que competían exclusivamente al ~”dominus” quini­tarjo. Así, el poseedor de un fundo estipendario o tributario, tenía una «actio in rem”, análoga a la «reivindicatio”.

    Para la tutela de la propiedad pretoria es, sin embargo, creada, como se ha dicho, la «actio puhliciana”, esto es: urna acción real pretoria que era en sustancia una «reivindicatio” basada sobre el presupuesto ficticio de que el poseedor «ex. iusta causa” hubiese ya usucapido la cosa.

    En el derecho justinianeo fueron concebidas diversas for­mas de la «reivindicatio” para la tutela de algunas obliga-'ciones que tenían eficacia real, principalmente para regular la revocación del dómmmo.

    7. Las servidumbres

    Para los clásicos eran servidumbres sólo las limitaciones de la libertad de un fundo en favor de otro. En el derecho justinianeo esta noción es ampliada hasta llegar a compren-

    den, más allá de algunas limitaciones legales, otros derechos sobre cosa ajena, dispuestos no ya en beneficio de un fundo (praedium), sino en favor de una persona. Por tanto los com­piladores justinianeos, alterando los textos clásicos, distinguie­ron las «servitutes” en dos categorías y calificaron de «servu­tutes praediorumn” o «rerum” las verdaderas y antiguas ser­vidumbres y llamaron «servitutes personarum” al usufructo y a los derechos análogos de uso, habitación y obra, que para los clásicos habían sido figuras autónomas de derechos reales sobre cosas ajenas.

    Uegaron así a ser comunes a ambas categorías algunas reglas que habían sido acuñadas bien para las unas o bien para las otras:

    a) «Nemeni res sua servit”. Establecida para las servidum­bres prediales, expresaba el principio de que no podía existir una servidumbre en favor del propietario de la cosa, porque ella ejercitaba cualquier facultad «iure dominii”. De ésta de­rivó, como veremos, la extinción de la servidumbre por con-fu sión.

    b) «Servitus in faciendo consistere nequit”. También es­tablecida para las servidumbres prediales, expresaba el prin­cipio —absolutamente fundamental— de que el deber del propietario de la cosa gravada por la servidumbre podía con­sistir sólo en ~ permitir una actividad ajena sobre la cosa (pati) o en la abstención del ejercicio de determinadas fa­cultades (non facere). Si, en efecto, la persona del propietario hubiera sido obligada a un comportamiento activo se hubie­ra dado no un derecho real sobre la cosa, sino un derecho de crédito en favor de él.

    o) «Servitus servitutis esse non potest”. En un principio la máxima hablaba de «fructus servitutis” y expresaba la im­posibilidad de establecer un usufructo sobre una servidumbre. La generalización fue debida al derecho justinianeo.

    A) LAS ~ERVIDiJMBRES PREIIIALEs

    Las servidumbres prediales eran derechos reales sobre cosa ajena, consistentes en la sujeción permanente de un fundo, llamado sirviente, en beneficio de otro fundo, llamado domi­llante. Eran consideradas inherentes a los fundos y de ellas inseparables; así que, una vez constituidas, si no intervenía una causa extintiva, subsistían independientemente de la su­cesión de diversas personas en la propiedad de los fundos. Cualquiera que fuese propietario del fundo dominante o del sirviente, era, en cuanto tal, titular o gravado de la serviduni­bre, la cual se transmitía, activa y pasivamente, con el fundo mismo. En cuanto constituidas para beneficio no de una per­sona sino de un fundo, las servidumbres podían ser ejercidas sólo en los límites de la utilidad objetiva de éste. Eran indi­visibles, debían tener una causa perpetua y no podían estar (al menos en el derecho clásico) constituidas para un tiempo determinado o bajo condición. Su ejercicio debía ser posible, lo que a rnenud9 exigía la contigüidad o la vecindad de los fundos.

    Las servidumbres romanas eran típicas, esto es, respondían a tipos fijos, cuyo número fue poco a poco aumentando pero que tan sólo en algunos aspectos accesorios podían ser modi­ficadas por la voluntad de las partes (modus servitutis).

    Los tipos más antiguos fueron las servidumbres de paso (iura itinerum, cconsideradas como iter, actus y via), y de acueducto, cosas que eran catalogadas entre las «res mancipi”. Pero cuando surgieron nuevas figuras, ellas fueron, sin em­bargo, consideradas como «nec mancipi”. En la época clásica fueron agrupadas en «servitutes praediorum rusticorumm y «servitutes praediorum urbanorum”, pero el criterio distinti­vo, fundamentado sobre la naturaleza de la relación jurídica, no fue siempre claro del todo.

    Se consideraban entre las rústicas, además de las cuatro arriba señaladas, las servidumbres de tomar agua (s. aquae haustus); de pasto (s. pecoris pascendi); de abrevadero (s.. pe­conis aquam adpulsus); de cocer la cal y de extraer arcilla o

    arena para las necesidades del fundo dominante (s. calcis coquendae, s. cretae exlmimendae, e. harenae fodiendae).

    Se consideran entre las servidumbres urbanas: las que re­gulan la salida de las aguas de la lluvia y los desagües (iura stillicidiorum), como las servitus cloacae”; las de sostén y de alero (iura panietmn), como la aervitus tigni inunittendi”, y las que tenían como fin asegurar luces y vistas (iura lu­minun), como la servitue altius non tollendi”.

    Las servidumbres prediales se constituían: por la voluntad de los propietarios de los predios; por disposiciones de últi­ma voluntad; por adjudicaciones y por prescripciones adqui­sitivas.

    En toda la época clásica, para los predios situados en sue­lo itálico era necesario un hecho expreso y formal: la «man­cipatio” o la «in iure cessio” para las servidumbres «nianci­pi”, y la «in iure cessio” para todas las demás. La constitu­ción podía hacerse también por el acto civil de la enajena. ción de un predio, mediante la «deductio”, esto es: la reserva de la servidumbre en favor del enajenante. Para los predios provinciales, que no exijían de los modos civiles, se suplió ésta mediante pactos seguidos de estipulaciones (pactiones et stipulationes), que después fueron en el derecho postclásico, desaparecidas las formas solemnes y la distinción entre pro. piedad itálica y provincial, el modo general de constitución de cualquier servidumbre; mientras la constitución por ido­ductio” fue admitida también en las transferencias de la pro­piedad realizadas simplemente por ttraditio”. En el derecho justinianeo se acabó, en efecto, por admitir que el consenti­miento tácito (patientia) al disfrute de la servidumbre era suficiente para constituirla.

    Por disposición de última voluntad el testador podía ini-poner válidamente servidumbres entre los predios dejados a los herederos o legatarios diversos. En el derecho justinianeo, también sin disposición expresa se reconoce como título cons­titutivo el estado de dependencia eventual existente entre pre­dios diversos antes de la muerte del único propietario.

    Por adjudicación en los juicios divisorios «conununi divi­dundo” y tfamiliae erciecnndae”, el juez podía, cuando fuera

    necesario, constituir una servidumbre entre los predios resul­tantes de la división.

    Antiguamente las servidumbres «mancipi” podían ser, aca­so porque eran consideradas corporales, usucapidas; pero esto fue prohibido por una «lex Scribonia” del final de la repúbli­ca, y hasta que no se extendió el concepto de posesión, aun a las cosas incorporales, las servidumbres no pudieron cons­tituirse «usu”. En el derecho justinianeo, reconocida plena­mente la «possessio” de los derechos, se admite que las ser­vidumbres pudieran adquinirse igualmente por «longi tempo­ns praescniptio”, mediante el disfrute tenido durante diez años entre presentes y veinte entre ausentes.

    Acción típica de defensa de las servidumbres era la «vm­dicatio servitutis”, llamada por Justiniano «actio confessoria”, en contraposición a la «actio negatonia”. Refeníase al propie­tario del, predio dominante, pero fue extendida aún al enfi­teuta, al superficianio y al acreedor pignoraticio. Era ejercida sólo contra el propietario del predio sirviente y tendía al re­conocimiento de la servidumbre. Para la tutela de las servi­dumbre podían ser utilizados también numerosos interdictos que el pretor concedía para regular la relación entre dife­rentes predios, en especial en materia de paso y de agua.

    En el derecho justinianeo se admite también la constitu­ción de servidumbres prediales en favor no ya de un predio, sino de una persona, llamadas por esto «servitutes personales” o también, por los modernos, servidujnbres irregulares.

    B) EL USUFRUCTO Y LOS DERECHOS ANkOCOS

    El usufructo (usus fructus) era un derecho real consisten­te en la facultad de usar de una cosa ajena y percibir todos los frutos, sin cambiar la estructura y función económica de ella (ius alienis rebus utendi fruendi salva rerum substantia).

    Podía constituirse indiferentemente sobre cosas muebles o inmuebles, con tal de que fuesen inconsumibles.

    Este instituto, en un principio, había tenido función ali­menticia, y así, pues, a diferencia de las servidumbres predia­

    les, era constituido en favor de una persona (en el derecho justinianeo también de personas jurídicas), llamada cfruc­tua”ius” o «usufructua”ius”.

    El propietario de la cosa gravada por el usufructo (do­minus propietatis) conservaba sobre ella la «nuda proprietas”, que podía ser por él, asimismo, enajenada sin que ello va­riase el derecho del usufructuario. Este, sin enibargo, aun teniendo la plena disponibilidad material de la cosa (ius in corpore), era considerado como simple detentador y, por lo tanto, no podía nunca adquirir la propiedad por usucapión.

    El derecho del usufructuario (a veces concebido como «pare domiii”) comprendía todo posible goce que fuese com­patible con el derecho del propietario de que la cosa no fue­se destruida o transformada. El usufructuario no podía ena­jenar su derecho, pero a él le estaba permitido el ceder a otros el ejercicio. Debía procurar la conservación ordinaria de la cosa y sólo en el derecho justinianeo le fue concedida la facultad de realizar innovaciones para mejorar el rédito.

    El usufructuario adquiría los frutos naturales con la per­cepción y los civiles a medida que devengaban. Cuanto exce­día del concepto de «fructus” (y así, pues, los hijos de la es­clava, las accesiones, etc.) correspondía al propietario.

    El usufructo era constituido, por lo general, por el le­gado. A él le fueron más tarde asimiladas también las formas de constitución de las servidumbres prediales, esto es, en el derecho clásico la «in jure eessio”, la adjudicación y la «de­ductio” en el momento de la enajenación de la cosa, y en el derecho justinianeo, aún también, cualquier acuerdo tácito. Eh algunos casos era dispuesto por la ley (por ejemplo, en fa­vor del «pater” sobre el peculio adventicio) -

    El propietario podía constreñir al usufructuario a prome­terle solemnemente usar de la cosa `~vir bonus” y restituirla al cesar del usufructo en las mismas condiciones en las cua­les la había recibido (cautio usufructuaria).

    Para la defensa del usufructuario existía una «actio in rem”, llamada por los clásicos «vindicatio” (o petitio usu­fructus), análoga a la «vindicatio servitutis”, y por Justima­

    no tactio confessoria usufructuas. El ejercicio de hecho era tutelado por algunos interdictos.

    Como derecho constituido en favor de una persona el ~usu­fructo se extinguía principalmente con la muerte del usufruc­tuario o su «capitis denuinutio”, (máxima y media en el de­recho justinianeo, aunque mínima en el derecho clásico), siempre que no hubiera sido fijado un plazo más corto. Para las personas jurídicas no podía durar más de cien años. Se extinguía asimismo: por renmmcia, por destrucción o trans­formación de la cosa (intenitus o mutatio”, por finalizar el término o realizarse la condición resolutoria, por el «non usus” y, en suma, por la «consolidatio”, esto es: cuando el usu­fructuario adquiría la propiedad de la cosa.

    En el principio de la edad imperial, en contraposición con la esencia del instituto, pero por razones prácticas, se admite también una forma especial de usufructo sobre cosas inconsu­mibles, llamado «quasi usufructuas. El quasi usufructuario adquiría la propiedad de las cosas consumibles, obligándose con la «cautio” a restituir al final de la relación una cantidad igual y del mismo género de las cosas recibidas.

    Identificados con el usufructo, con el cual, sin embargo, presentan variantes, tenemos los derechos de uso, habitación y obra.

    El «usus”, en principio, era el derecho real de usar de una cosa ajena sin percibir los frutos (uti potest, fruí non potest). Más tarde se le reconoce al usuario la facultad de hacer suyos aquella cantidad de frutos que le fuesen necesa­rios a él y a su familia; y hasta tratándose del usus” de una casa, de poner en alquiler las estancias sobrantes. Se consti­tuía y extinguía como el usufructo.

    La «habitatiom', fue configurada como figura autónoma sólo por Justiniano, confundiéndose antes con el uso o el usufruc­to. Consistía en el derecho real de habitar una casa o darla en alquiler. No se extinguía por el no uso ni la «capitis deunmu­tio”.

    Las «operae”, se distinguían en obras de los esclavos y obras de los animales y consistían en el derecho de obtener ventajas de las unas y de las otras, sirviéndose de ellas di-

    rectamente o dándolas en arrendamiento. Eran constituidas, por lo general, por el legado, y en derecho clásico era punto discutido si se trataba de usufructo o de uso. Justiniano llegó a hacer de ella una figura autónoma de derecho real.

    Hipótesis inversa al «nana” era la del «fructus sine usu”, esto es: el derecho de percibir los frutos sin usar de la cosa. Repudiada como imposible por los clásicos, es admitida por los justinianeos, que concedieron un «uti” limitado a la exi­gencia del «fruti”.

    8. La enfiteusis y la superficie

    La enfiteusis y la superficie son dos institutos que tuvie­ron origen y desarrollo diversos, pero que presentan nota­bles analogías de estructura y funciones en el derecho justi­nianeo, donde se realiza su total evolución. Inspirados ambos en la superación de la concepción clásica del dominio, son considerados derechos reales que limitan un derecho de pro­piedad ajena y así, pues, «jura ñu re aliena”, pero, al mismo tiempo, pueden ser concebidos como casos de propiedad liuni­tada.

    A), Eru~rrEusus

    La enfiteusis es un instituto que tiene origen griego, pero también notables rasgos romanos de la «possessio” del «ager ptiblicus” y especialmente en la «locatio” del «ager vectiga­lis”, esto es: de los terrenos «municipia” o «coloniae” que eran concedidos a particulares tras el pago de un respectivo canon (vectigal). El derecho del concesionario era transmisi­ble a los herederos y tutelado por una acción real análoga a la «reivindicatioz., llamada «actio in rem vectigalism.. Los po­seedores llegaron así, pues, a ser titulares de un derecho real en parte análogo a la posesión de los predios estipendiados y tributarios, con los cuales por otra parte no se confunden. En­tretanto, a partir del siglo iv después de Cristo, se difunde en

    las provincias orientales, bajo el impulso de exigencias eco­nómicas, el uso de conceder, en un principio sobre las tierras de dominio de los emperadores y. más tarde, también sobre las tierras privadas, derechos de goce más o menos perpetuos ~íus perpetuum y ms emphvteuticanium, aunque este último llegó a desaparecer), por los cuales los concesionarios paga­ban una anualidad respectiva (canon'~ y se obligaban al me­joramiento de los terrenos. Se discutía, al igual que por loe «aoni vectigales”, si se trataba de arrendamiento o venta. Una célebre constitución del emperador Zenon aproximadamente del año 480, eliminó la cuestión, estableciendo que el contrato de enfiteusis no era ni arrendamiento ni venta, sino que te­nía estructura propia. Justiniano, en suma. f'undió la enfiteu­sis con la «locatio”~ de los «aøni vectigales”,.

    Fu el derecho instinianeo la enfiteusis es un derecho real, enajenable y hereditario ene atribuye el pleno disfrute de mm predio con la ol'li~aci6n de no ¿Ieterioranlo ir de pagar un canon anual invariable.

    El enfitenta. ene por la amnlitud de su derecho era taun­hén llamado «dommnns”, adenida los frutos en ei momento de su separación, como un propietario, del cual ejercitaba generalmente todas las facultades con el solo límite de no deteriorar el predio. Podía, así, adquirir e imponer servidumn­bree, gravarlo con prenda e hipoteca y con todo otro derecho real. Quedaba a su cargo, sin embargo, todo gasto ir cargas.

    El enfiteuta podía enajenar a toda persona idóiiea y sol­vente y debía denunciar al propietario toda transferencia que no fuese por herencia a fin de que éste pudiera elegir entre el ejercicio de un derecho de prelación en las mismas condi­ciones (ius portimiséos) o un porcentaje a su favor del dos por ciento sobre el precio o valor de la enfiteusis (laude­mmm).

    El derecho se constituía por contrato; por acto de última voluntad (legado o donación «mortis causa”); acaso por ad­judicación y usucapion. Era esencialmente perpetuo pero po­día estar sometido a término o a condición resolutoria.

    Como tutela de sus derechos el enfiteuta tenía la «actio ñu

    retn vectigalis” y normalmente todas las acciones competentes del propietario, pero no la protección interdictal.

    La enfiteusis cesaba: por la destrucción del predio; con­fusión de los sujetos; liberación renuncia; cumplimiento del término o realización de la condición: «non nene” a lo que le correspondía una «sucapio libertatis”~ y. en fin, por la pérdi­da de los derechos. Ello sucedía: por el deterioro grave del predio: por no haber cumplido la obligación que tenía de no­tificar la enajenación llevada a cabo y por la falta del pago del canon por tres afios consecutivos (dos para los fundos eclesiásticos).

    B” SUPERFICIE

    Según el “ius civile” del derecho del propietario se ex­tendía «iure accessionis” a todo lo que era erigido sobre el suelo (superficies solo cedit'”. Sin embargo, bien pronto por las exigencias de la urbanización se llegó a reconocer, en un principio sobre el suelo público, después sobre el privado, la posibilidad de conceder a otros el derecho de construir por sus propios medios y disfrutar por cierto tiempo o a perpe­tuidad del edificio, tras el pago correspondiente, que podía ser anual o único. La propiedad del edificio correspondía, sin embargo, al propietario del suelo y el concesionario y sus herederos tenían tan sólo el derecho de usar en base a la relación que era generalmente considerada un arrendamien­to del suelo o una venta del derecho de disfrute, por lo que la~ acciones ejecutables entre el «dominus soli” y el “con­ductor” eran tan sólo personales. A continuación, cuando el pretor protege al arrendatario de la superficie con un inter­dicto posesorio de «superficibus” (y acaso también con una acción real), comenzó la transformación del derecho del arren­datario, el cual antes que titular de un derecho de obliga­ción va siendo considerado como titular de un derecho real. Se discute si la tutela real de la superficie, esto es, la «actio mn rem” mencionada en el Digesto, era clásica o justinianea. Con todo ello, es tan sólo en el derecho justinianeo donde tal

    instituto se determinó específicamente, aunque manteniendo algunos puntos inciertos.

    Las «superficies” (de super facere), es considerada, ~iite., como un derecho real enajenable a los herederos, que atri­buía al titular la facultad de construir sobre el predio o edi­ficio ajeno y de gozar de la construcción, corrieñtemente tras el pago de una respectiva anualidad (solarium).

    La superficie aparece, pues, como entidad distinta del sue­lo, al cual ella le pava de manera análoga a una servidumbre, mientras la posición del superficiario se asenleja a la del pro­pietario. A él le fueron extendidas activa y pasivamente las acciones y los remedios que correspondían a los propietarios o eran ejercitables contra ellos por las relaciones de vecindad.

    La superficie se constituía: por legado; por adjudicación; por usucapion y especialmente por «traditio” o, acaso también, por simple convención.

    Era susceptible de sér condicionada a término o condición resolutoria. Una vez constituida podía ser transferida por he­rencia o por «traditio”. El superficiario podía usar personal­mente del edificio o darlo bajo cualquier titulo en disfrute a otros; conseguirle o imponerles servidumbres; gravarlo con prenda o hipoteca; alterarlo y destruirlo.

    El derecho de superficie se extinguía en general por las mismas causas de la enfiteusis, salvo, acaso, por la falta de pago del canon.

    9. La prenda y la hipotec*z

    La prenda y la hipoteca tenían en común la función de asegurar, mediante la preconstitución de un dereého real so­bre la cosa del deudor, el cumplimiento de una obligación que no había sido realizada a su tiempo. Al vinculo personal de la obligación y a las eventuales garantías personales se sumaba esta especial forma de garantía que recaía directamente so­bre una cosa (obligatio rei o res obligata).

    En contraposición a los derechos reales hasta aquí exami­nados, dirigidos a asegurar el disfrute de una cosa, la prenda y la hipoteca son llamados derechos reales de garantía.

    La forma más antigua de garantía real “ius civili”, había sido la fiducia cian creditoreu”, que consistía en la transferen­cia al acreedor de la propiedad de una cosa del deudor me­diante la tmancipatio” o la «in iure cessio”. Un pacto regu­laba la restitución de la cosa cuando hubiera sido satisfecha la deuda y el deudor cumplidor podía retenerla con la «actio fiduciae”. Para tal instituto, que desaparece junto a las formas solemnes y no llegó nunca a dar vida a una nueva figura de derecho real, la cosa era transferida en propiedad, aunque por lo general permanecía en las manos del deudor a título de precario o de arrendamiento.

    Derechos reales de nueva especie se dieron, por el contrario, con la prenda y más tarde con la hipoteca, con los cuales, aun sin transferencia de la propiedad, se creó un vinculo real en favor del acreedor.

    En un principio la prenda consistía simplemente en la transferencia material (datio pignoris) de una cosa mueble o inmueble del deudor al acreedor, el cual la detentaba hasta que su crédito no hubiera sido satisfecho.

    Hacia el final de la república esta relación de hecho fue tutelada por el pretor, ora protegiendo la posesión del acree­dor, ora dando al deudor una acción para la restitución de la cosa después de extinguida la obligación. Posteriormente se admite la constitución de la prenda por simple convención sin transmisión de la cosa (conventio pignoris o pignus conventum, que en época más tardía fue llamada hypotheca) -

    Esta forma de constitución se afirmó desde un principio en el arrendamiento de los predios rústicos. Era corriente con­venir que las cosas introducidas por el arrendatario para el cultivo (invecta et illata), constituyeran garantía del alquiler y el pretor concedió al arrendador adeudado la facultad de tomar la posesión con el «interdictum Salvianum” y de recu­perarla frente al tercero con la «actio Serviana”. Esta acción fue más tarde extendida a cualquier constitución en garantía («actio quasi Serviana”, llamada también «hypothecaria” o «pignoraticia in rem”), ya sea en caso de la «datio” como de la «conventio pignoris”, y de aquí que prenda e hipoteca

    llegaran a ser derechos reales que el acreedor podía hacer valer “erga omnes”.

    Prácticamente la única diferencia entre la prenda ir la hi­poteca era aquella por la cual en la primera el acreedor ob­tenía rápidamente la posesión de la cosa, y en la segunda al momento del eventual incumplimiento, lo que la hacía par. ticularmente apta como garantía sobre los inmuebles.

    En su estructura pretoria la prenda y la hipoteca repre­sentaban tan sólo un «ius possidendi”, actual o en potencia, en favor del acreedor, el cual adquiría el derecho de poseer ia cosa hasta que no hubiese sido satisfecha la deuda, pero no la de hacerla propia o de venderla en caso de incunipli­miento. Para tal fin fue necesario durante mucho tiempo cl consentimiento del deudor determinado en pactos especiales, llamados, respectivamente, «pactum commissorium” y ~tpactum de distrahendo pignore”. Este último, desde la edad de los Severos, es considerado implícito en toda constitución de ga­rantía, salvo pacto en contrario. Más tarde, Constantino pro­hibió el pacto comisorio como demasiado g#avoso para el deudor, mientras Justiniano acabó por considerar el derecho de venta (ms distrahendi) como un elemento esencial e in­derogable de la relación.

    La prenda y la hipoteca eran derechos accesorios que pre­suponían un crédito civil o natural, aunque condicionado a término o condición que garantizar.

    Se podía dar en prenda e hipoteca toda cosa enajenable, corporal o incorporal, presente o futura, y aún estaba permi­tida la prenda de crédito (pignus nominis) y la prenda de prenda (subpignus), que eran en realidad formas de cesión del crédito y del derecho de prenda. Se podía también cons­tituir en garantía una «universitas rerum”, como un rebaño y la totalidad del patrimonio.

    Tanto el derecho de prenda como la hipoteca eran indi­visibles y se extendían a todas las accesiones de la cosa.

    La prenda y la hipoteca se constituían por la voluntad privada; por la disposición del magistrado o por las leyes.

    Por la voluntad privada se constituían mediante la con­vención, sin formalidad alguna, o bien, principalmente tra­

    tándose de la hipoteca, también por el legado. Podía ser hecha por el deudor o por un tercero a su favor. En el derecho post-clásico se difundió el uso de hacer constar la constitución de ellas en un documento escrito que era inserto en las actas de un magistrado (apud gesta). Tal forma no era obligatoria, pero la prenda así constituida, que se llama «publicum”, go­zaba de particulares privilegios, los cuales se vieron extendidos en el derecho justinianeo al acto escrito firmado por tres tes­tigos, por el cual tomaba vida una prenda «quasi publicum”.

    Por la disposición del magistrado, la prenda se constituía en el caso de que se fuese a dietar una sentencia (pignus ñu causa iudicati captum). En el derecho justinianeo también la «missio in possessionem” fue considerada como «praetorium pignus” o prenda judicial.

    La constitución por ley (pignus tacitum o hypotheca táci­ta), se desarrolló particularmente en el derecho postclásico y, en general, vinculaba a todo el patrimonio del deudor (por eiemplo, en favor del fisco por los impuestos, de la mujer sobre los bienes del marido por la dote, de los pupilos sobre los bienes de los tutores, etc.).

    El acreedor pignoraticio no tenía derecho a usar de la cosa sin el consentimiento del pignorante; si así lo ejercitaba cometía «furtum”. Si se trataba de cosas fructíferas adquiría los frutos con la «perceptio”~, pero debía cargarlos en la cuen­ta de los intereses y capitales (antichresis). La propiedad o «possesso ad usucapionem” le correspondía al pignorante, que podía válidamente enajenar la cosa.

    • Satisfecho el crédito, la prenda debía ser restituida al pro­pietario. El emperador Gordiano en el 239 ¿1. de C.. estableció, sin embargo, un “ius retentionis” en favor del acreedor que tuviera otros créditos no garantizados (prenda gordiana).

    En el caso de incumplimiento el acreedor podía apoderarse de la cosa, si no la tenía va en sus manos y, después de dos años de la intimidación hecha al deudor venderla restituyendo el sobreprecio (hyperocha). Si no encontraba comprador, po­día, después de una última intimidación, adjudicársela (impe. tratio domini), pero con la obligación de restituir el sobre-

    precio de la estima judicial y dejando al deudor la facultad de poder rescatarla en el plazo de dos años.

    En la prenda la consigna material de la cosa excluía que ella pudiera corresponder a más acreedores; ello no ocurre en la hipoteca. Se aplicaba entonces la regla “prior in tempore potior in iure”, por la cual el segundo garantizado podía hacer valer sus derechos sólo después de que hubiese sido satisfecho el primero, el tercero después del segundo y así sucesivamente.

    Sin embargo, en el derecho justinianeo, la hipoteca resul­tante de un acto público o firmado por tres testigos prevale­cía con respecto a las otras. Existían también algunas otras causas de prioridad legales.

    La prenda y la hipoteca se extinguían normalmente con la total extinción de la obligación o con la venta de la cosa. Igualmente por la destrucción de ella y por la confusión de los sujetos; venta de la cosa por parte del primer acreedor; renuncia expresa o tácita (restitución de la cosa); prescripción adquisitiva en favor del adquirente de buena fe y, en suma, una vez que ¿1 fue admitido, por el reconocimiento del pacto commsono.

    10. La posesión

    El ejercicio de hecho de un poder sobre la cosa erá llama­do por los romanos «possessio”, de «potis sedeo”. En la época arcaica este ejercicio era también calificado como «usus” y pa­rece que este término indicaba una noción más amplia, con referencia a cualquier otro poder.

    ~La posesión es esencialmente una relación de hecho, con la cual, sin embargo, se conjugan algunas determinadas con­secuencias jurídicas y cuya existencia es por lo tanto regulada por el derecho. Bajo este aspecto es así, pues, una relación jurídica.

    Corrientemente propiedad y posesión están reunidas en la misma persona, de aquí que la posesión haya sido considerada como imagen exterior y posición de hecho de la propiedad.

    Pero la propiedad puede encontrarse desunida de la pose­sión y la posesión de la propiedad. Por ello los romanos con­sideran a la propiedad y a la posesión como entidades con­ceptuahnente distintas (nihil commune habet proprietas cun possessiones); y calificaban a la primera como «res iuris”, mientras que a la segunda la llamaban «res facti”, en cuanto presuponía una relación de hecho con la cosa, en la cual el elemento material de la detentación era considerado en pri­mer plano respecto al substratun jurídico.

    En efecto; en algunos casos el ordenamiento jurídico pro­tegía a la posesión independientemente de la propiedad, con­sideraba, esto ea: el estado de hecho prescindiendo del estado de derecho y así, pues, aun en contra de éste. Cuando se ha­blaba de posesión se hacía abstracción del derecho de poseer.

    La tutela de la posesión, que es tutela de la paz social, se afirmó en época muy antigua, probablemente para la defensa de los ~~possessores” del «ager publicus”, y fue plasmada y des­arrollada por el pretor, con la idea de impedir las arbitrarias perturbaciones del estado de hecho, debiendo cada uno con­seguir el reconocimiento de sus propias pretensiones por vía judicial. Ella representó así, pues, una progresiva reducción de la defensa privada, que fue elñninada del todo en el derecho justinianeo, salvo que fuera para defenderse de una violencia momentaflea.

    No toda posesión disfrutaba, sin embargo, de la misma pro­tección; antes bien, existían situaciones en las cuales ésta f si­taba. Para que la protección fuera acordada era necesario que el poseedor de la cosa tuviese intención de tenerla como pro­pia (animus res sibi habendi, animus possidendi).

    Si esta intención faltaba se tema la pura y simple deten. tación que los romanos llamaban «possessio naturalis” o «cor­poralis”. Casos típicos de simple detentación eran las situa­ciones en que se encontraban aquellos que hubieran recibido la cosa en arriendo, comodato o depósito. La posesión del detentador no disfrutaba de protección pretoria. Se conside­raron como excepciones en el derecho clásico la posesión del acreedor pignoraticio, la del depositario de lo embargado y la del precarista (esto es, de aquél que había obtenido tpraeci­

    bus? la cosa para un disfrute y que era en cualquier momento revocable); y en el derecho justinianeo la posesión del usu­fructuario, del superficiario y del enfiteuta. En estos casos, en efecto, aunque era en rigor sólo una simple detentación sin intención de tener la cosa como propia, por razones históricas y prácticas, le es dada. la protección de defensa contra los terceros.

    La «possessio” propiamente dicha se tenía cuando alguno, además de detentar la cosa no importa la forma a través de la cual la hubiere obtenido, se comportaba frente a ella como propietario. Esta «possessio” se llamaba «iusta” si el poseedor no la había adquirido en su relación con el adversario por la violencia, clandestinamente o por concesión precaria (nec vi nec clan nec praecario); si la había conseguido de otra ma­nera era sin justa” o «vitiosa”. Pero no obstante aunque fuese «iniusta”, tenía su protección frente a terceros porque la po­sesión era tutelada por sí misma, haciendo abstracción del de­recho de poseer (nihil refert juste aut iniuste quis possideat). En este sentido la tutela posesoria se extendía también al la­drón y al ratero, en cuanto ella no estaba subordinada a la demostración de un justo título.

    La «possesaio” tutelada por el pretor se calificó por los an­tiguos intérpretes como «possessio ad interdicta”, y cmt~ndo estaba fundada sobre una «iusta causa” como «possessio civilis”.

    La .mpossessio civnis” disfrutaba al máximo de la protec­ción, porque no sólo estaba tutelada por los interdictos, sino aun por la .~”actio publiciana”, y por medio de la usucapión terminaba por transformarse en propiedad. Por ello es llama­da por los intérpretes «possessio ad usucapionem” y en cuanto la usucapiÓn exigía la buena fe era llamada también «posaes­sio bonae fidei,.

    Pero—repetimos——la «possessio” en cuanto relación de he­cho era protegida independientemente de la existencia de una causa justificativa, que podía ser necesaria para que de la po­sesión nacieran ulteriores acciones y efectos (por ejemplo la ~”actio publiciana” y la «usucapión”), pero no para obtener la protección interdictal, que era exigida en consideración del estado de hecho y solamente por él.

    Los requisitos para `la adquisición de la posesión eran, por una parte: un elemento material, esto es, la relación física con la cosa (possessio corpore), y por otra: un elemento es­piritual, esto es, la intención de tener la cosa como propia (animus poasidendi). Ambos requisitos debían concurrir, ya que cualquiera de los dos por sí mismos eran insuficientes para determinar el estado de hecho que el pretor tutelaba (adipis. cimur possessionem corpore et animo, neque per se corpore, neque per se animo) -

    itl elemento material fue en un principio entendido en un sentido realista (corpore et tactu), pero desde la edad clásica se comenzó a admitir, y desde entonces más profusamente, que él se daba en tanto que la cosa se encontrara a disposi­ción de aquel que intentaba poseerla, análogamente a cuanto ya hemos visto para la «traditio”.

    n cuanto a la necesidad del elemento espiritual, llevaba como consecuencia que no pudieran adquirir la posesión ni os dementes ni los menores.

    La posesión podía tener' lugar también por medio de inter­mediarios, como los «fiimfamilias”, los propios esclavos y los procuradores y, al menos en el derecho justinianeo, también por cualquier persona extraña y libre. Pero en general era ne­cesaria la «scientia” de la persona en favor de la cual se rea­lizaba la adquisición, o cuando menos su ratificación.

    La cosa debía tener una individualidad propia y ser objeto del comercio. Dados los requisitos necesanos para su naci­miento, toda posesión se configuraba como una adquisición originaria, aunque la cosa fuese transmitida a otro a través de ~a tradición o sucesión; así, por ejemplo, el heredero para l1e~ar a ser poseedor de las cosas heredadas debía tomar po­sesión «ex novo”.

    La doble exigencia del elemento material y espiritual era necesaria para la conservación de la posesión; de aquí que se perdiera al mantenerse sólo uno de los dos elementos. Sin embargo, no se tardó mucho en admitir que ella podía ser conservada aun sin la relación material con la cosa. Bastó en un principio que cualquier tercero la detentase «nostro nomi­ne”, como el arrendatario o el depositario. Más tarde, ya en

    el derecho clásico, se admite que ella podía ser retenida msolo animo”, cuando la .cposaesaio corpore” era momentáneamente impedida. Tal principio se va extendiendo tanto, que, en el derecho justinianeo la base realista de la posesión puede de­cirse que se abandona. La posesión, por otra parte, se perdía por la muerte del poseedor y por la pérdida de la capacidad del objeto y del sujeto.

    La defensa de la posesión queda determinada en el dere­cho clásico mediante los «interdicta”, esto es: órdenes proviso­rias que el pretor daba sobre la petición del interesado en base al presupuesto de que fuesen verdaderas las circunstancias aducidas, salvo la posterior demostración de éstas en un juicio normal. En el derecho justinianeo estos interdictos, aunque conservando su nombre, se transformaron en acciones pose. sonas.

    Los interdictos se indicaban, por lo general, con. las pala­bras iniciales de cada uno y me dividían en dos categorías prin­cip ales:

    A) «Interdicta retinendae possessionis”. Ellos defendían la posesión contra cualquier turbación o molestia realizada a quien poseía la cosa. En el derecho clásico eran do~x.a) «uti possidetis”, para los inmuebles, que servía para mantener en la posesión actual a quien la hubiera conseguido “neo vi neo clan nec praecario” respecto al adversario; b) «utrubi”, para las cosas muebles, que otorgaba la posesión a quien la hisbiese poseído “nec vi nec clan nec precario” respecto al adversario por la mayor parte del último año.

    Respecto a los terceros existía también la «vitiosa posseasio”. En el derecho justinianeo substancialmente el “utrubi” era identificado al «uti possidetis”, y no se exigía la duración má­xima.

    B) clnterdicta recuperandae possessionis”. Defendia a aquel que había sido desprovisto violentamente de la posesión de un predio o de una casa (deiectio) - En el derecho clásico eran dos: a) “de vi cottidiana” y b) “de vi armata”, según que el despojo hubiera tenido lugar con simple violencia o a mano armada, en cuyo caso el que despojaba debía restituir

    siempre la cosa sin poder oponer la «exceptio vitioaae posees­sioni”, aunque el despojado la hubiera tenido bajo la relación de “vi”, “clan” o «praecario”. En el derecho justinianeo esta «exceptio” es extendida a todo despojo y los dos interdictos “on fundidos en un único interdicto «unde vi”.

    Otros interdictos tutelaban situaciones particulares. Entre estos existían algunos llamados «adipiscendae possessionis”, que servían para adquirir la posesión que no se había tenido todavía, como para las cosas sobre las cuales se hubiera con­venido la prenda (interdictum Salvianum).

    Análogamente a la propiedad, que admitía el condominio, as' en la posesión se admitía la coposesión, esto es: que varias personas pudieran tener en común la posesión de una misma cosa por partes alieuotas indivisas pero determinadas en la totalidad (certa pars pro indiviso).

    En suma; se pone en relieve que la posesión, dada su es­tructura, no habría podido existir más que sobre cosas corpo­rales. Sin embargo, en el derecho clásico, la tutela posesoria es extendida al ejercicio de hecho del usufructo y de algunas servidumbres.

    En estos casos se hablaba de «quasi possessio”, que, sin embargo, era todavía concebida como posesión de las cosas al finalizar el ejercicio del usufructo o de la servidumbre, no como posesión del derecho relativo. Esta noción se va más adelante alterando en la edad clásica y justinianea, en las que se consideran a veces como objeto de posesión también a las “res incorporales”, esto es, a los derechos (possessio iuris). La génesis y los límites de esta especial figura de po. sesión son objeto de controversia.

    DERECHOS DE OBLIGACIONES

    CAIÇ~ITULO 1

    NOCIONES GENERALES

    1. Concepto de obligación

    La obligación era considerada por los romanos como un vínculo jurídico (vínculum inris), por el cual una persona eri~ constreñida a realizar una prestación en favor de otra (obliga­tio est inris vinculum quod necessitate adstringimur alicuius solvendae rei secundum nostrae civitatis jura). En la concep. ción primitiva este vínculo tenía carácter efectivo, como se desprende no sólo ya de la palabra «obligare” (de “ligare”), sino de toda la terminología correspondiente: nectere”, iads­tringere”, «solvere”, «liberare” y principalmente de la forma más antigua de garantía, el ~”nexum”, que, como se verá, con­sistía en el sometimiento de la persona física del .”obligatus”. Este era llamado «debitor” o también «reus”; mientras la per­sona que tenía derecho a exigir la prestación llamábase “cre­rjjtor”.

    Se discute si el origen de las obligaciones debe hallarse en la responsabilidad penal “ex delicto” o bien, como parece más probable, en un acuerdo (ex contractu). Como quiera que sea, es cierto que en un principio y por largo tiempo el .robligatus” respondía con la propia persona. Gradualmente se fue desarrollando, sin embargo, una concepción patrimonial de la obligación, hasta que se reconoce que sólo el patrimonio constituía la garantía del crédito ~bona debitoris non corpus obnoxium esse) y que sólo contra el patrimonio, ya nunca niás contra la persona, debía referirse el procedimiento ejecu­tivo. Esta evolución habíase ya realizado al final de la repúbli­ca y conoció etapas anteriores la abolición del “nexum” or­

    denada por la dex Poetelia” del año 326 a. de C., y así, pues, la introducción de la venta en bloque del patrimonio del deudor en caso de incumplimiento (bonorum benditio). Sin embargo, la ejecución judicial sobre la persona permanece siempre como subsidiaria, aun en el derecho justinianeo.

    El concepto de wbligatio” se mantuvo asm, pues, para sig­nificar la obligación jurídica que recae sobre un sujeto y sólo en sentido traslativo es usada la misma palabra para indicar el deber jurídico al cual él quedaba obligado, que más pro­piamente llamáhase “debitumn”. El derecho del acreedor se indicaba con las palabras «creditum” o “fornen”.

    La obligación jurídica se actuaba mediante la acción, que representaba el elemento dinámico y la posición avanzada de la obligación. A diferencia de la «actio in rem”, que tutelaba los derechos reales y era considerada ~”erga onmes”, para las obligaciones se tenía una «actio in personam”, contra una persona detenninada, que era la del obligado.

    La noción de «obligatio” permanece por largo tiempo cir­cunscrita a las singulares figuras de las obligaciones típicas re­conocidas por el antiguo “ms civile”, y tan sólo para ésta% los clásicos, con un rigorismo estrecho, hablaban de “obliga-tus”. Sin embargo, así como junto a la propiedad quintana el pretor dio vida a algún nuevo tipo de propiedad como fue la propiedad «iii bonis habere” o propiedad pretoria, así junto

    las obligationes” de derecho civil el mismo pretor va poco a poco reconociendo y protegiendo una serie de relaciones en las cuales, aun no existiendo una verdadera y propia “obliga­tio”, él concedía igualmente una “actio”, no ya civil pero sí honoraria. Así, pues, estas relaciones, en las que no existía un “opertere” sino tan sólo una “actione teneri” fueron en fin, consideradas como cobligationes”. La igualdad es completada

    el derecho justinianeo, donde, sin embargo, precisamente por la equiparación que había tenido lugar, se quiere distinguir las .mobligationes civiles” de las “obligationes praetoniae”, te­niendo en cuenta el origen histórico diverso, el cual ya había perdido toda importancia práctica.

    2. Objeto de las obligaciones

    Llámase objeto de las obligaciones al acto que el deudor debe realizar en favor del acreedor y del cual éste puede pretender su cur~mplimiento. Según el esquema de la fórmula de la acción este objeto podía consistir en un “dare oportere”, esto es: en la obligación de transferir la propiedad u otro derecho sobre una cosa; en un «Lacere” o “non Lacere oporte­re”, esto es:, en la obligación de cumplir o no cumplir cual­quiera otra actividad no consistente en un “dare”; y, en fin, en un .~”praestare oportere” (de «prae stare”, estar garantizado), que indicaba en un principio la garantía, y más tarde la res­ponsabilidad por el incumplimiento de la obligación (praes­tare dolmn, culpam, etc.”. Después “praestare” fue utilizado también en un sentido general tanto para el “dare” cuanto para el ¿acere”, de donde deriva el término para designar al objeto de la obligación.

    Para que la obligación fuese válida la prestación debía tener determinados requisitos:

    a) «Esser possibile”, material y jurídicamente en el mo­mento en el cual era contraída la obligación; de no ser así ésta era nula (impossibilium nulla obligatio est); la inmpoeibi. lidad debía ser objetiva y absoluta.

    b) “Esser lecita”, esto es, “non contra bonos mores~.

    c) “Esser determinata”, o determinable en base a elemen­tos objetivos previstos desde el nacimiento de la obligáción, como podía ser la voluntad (arbitnium) de un tercero. Por lo general así, pues, no podía ser dejada a la voluntad del acreedor o del deudor la determinación de su contenido, salvo en algunos negocios para los cuales se admite que una de las partes pudiera determinar según la equidad (arhitnium bom vid).

    d) “Presentar un interés”, para el acreedor, valorable en dinero.

    Con referencia a la prestación las obligaciones podían ser, según la terminología de los intérpretes: simples, genéricas, alternativas, divisibles e indivisibles.

    Simples: Eran las obligaciones que tenían por objeto la prestación de una cosa individualmente determinada (species), como tal esclavo o tal fundo. Si la cosa perecía por caso for­tuito antes de la prestación, la obligación se extinguía (peremp­tione rei certae debjtor liberatur).

    Genéricas: Eran las obligaciones que tenían por objeto la prestación de una cosa determinada tan sólo en el género (genus), prescindiendo de su individualidad, como, por ejem­plo, un esclavo cualquiera o también una cosa fungible. En tal caso la selección del objeto o de la calidad, si no había sido por otra parte convenida, correspondía al deudor. En el derecho justinianeo éste no podía dar el objeto de peor cali­dad, al igual que si, por el contrario, la elección correspondía al acreedor, éste no podía exigir la mejor; así que se mantuvo el criterio de la especificación de una calidad media. Salvo que el «genus” no fuese muy restringido, valía para estas obligaciones el principio «genus perire non censetur”, así que la pérdida de las “res” objeto de la obligación no libraba al deudor.

    Alternativas: Eran las obligaciones por las cuales el deudor se libraba exigiendo una de entre dos o más prestaciones de­terminadas (plures res sunt in obligatione una tantum in so­lutione). También aquí, por lo general, si no habla otra cosa convenida, la selección correspondía al deudor, el cual, sin embargo, tenía el derecho de cambiarla (“ius variandi”), hasta el momento de la prestación; si correspondía al acreedor, éste podía cambiarla hasta el momento de la “ditis contestatio”~ en• el derecho clásico y aún después de ella en el justinianeo; si eta remitida a un tercero, éste no podía ya cambiar la selec­ción hecha, pero hasta que no hubiera sucedido la obligación se consideraba como condicionada y así, pues, se extinguía si el tercero no quería o no podía elegir. Si una de las presta­ciones no podía llegar a realizarse, la obligación se concen­traba sobre las otras y así, pues, quedaba una sola obligación

    -ile se hacía simple; sin embargo, si la selección correspondía al deudor éste podía, en el derecho justinianeo, librarse pa­~do la valía de la prestación considerada imposible de rea­lizar. Si también la última llegaba a hacerse imposible por

    la misma circunstancia del caso fortuito el deudor era liberado; pero se reconoce al acreedor el derecho de ser resarcido en cualquier momento si una de las prestaciones hubiese llegado a ser imposible por culpa del deudor.

    De la obligación alternativa ha de distinguirse la “obliga­ción simple c~n facultad de solución alternativa” en la cual una sola prest~cmon era deducida como obligación, pero ci deudor podía liberarse cumpliendo otra.

    Divisibles: Eran las obligaciones en las cuales la prestación podía ser cumplida por partes. Esto sucedía especialmente en las obligaciones consistentes en un «dare”, salvo que se trata­se de la constitución de una servidumbre.

    Indivisibles: Eran, por el contrario, las obligaciones con­sistentes en un “facere” o «non Lacere”. La distinción entre divisibles e indivisibles tenía gran importancia principalmente cuando existían varios acreedores o deudores de una nusma obligación, como, por lo general, sucedía por la división “ipso jure” de los créditos y débitos hereditarios entre varios cohe­rederos. En las divisibles, si existían varios deudores, cada uno se libraba cumpliendo «pro parte” la prestación; y si existían varios acreedores, cada uno no podía exigir más allá de la parte que le correspondía. En las indivisibles, por el contra­rio, cada uno de los acreedores podía exigir a cada uno de los deudores el total cumplimiento de la prestación.

    3. Sujetos de las obligaciones

    En toda obligación se dan al menos dos sujetos contrapues­tos: el deudor y el acreedor. Normalniente tales sujetos eran individualmente y para siempre, determinados desde el mo­mento mismo en el cual nacía el vínculo; los romanos, en efecto, no admitían que se pudiera tener una obligación sobre sujeto indeterminado o variable. Así, aun cuando la deternii­nación de uno de los sujetos tuviera lugar en un momento posterior, en realidad era desde ese momento cuando la obli­gación se consideraba nacida.

    Sin embargo, en algunos casos extremos la determinación de uno de los sujetos podía depender de encontrarme ellos en una relación directa con una cosa (obligationes propter rem'” o con una persona. Así, la responsabilidad naciente del delito privado cometido por un «films familias” o por un esclavo (en el derecho justinianeo sólo por éste) recaía sobre quien tenía la potestad en ese momento en el cual se había realizado la acción delictiva (noxa caput sequitur); pero si el conside­rado responsable no quería resarcir el daño podía liherarse consignando al culpable (noxae deditio). Así, la «actio quod metus causa” podía ser ejercitada contra cualquiera que po­seyese la cosa dañada con la violencia (actio in rem scripta),

    así la obligación de pagar el «tributum”, el «stipendio” y el «vectigal” incumbía a cualquier poseedor de los predios gra­vados.

    Una misma obligación podía recaer activa o pasivamente sobre varios sujetos, esto es: podían ser varios los deudores o los acreedores. Según el modo por el cual la relación era regulada se distinguían las:

    A) Obligaciones parciarias, así llamadas por los intérpre­tes porque en ellas el derecho de cada uno de los deudores estaba limitado a una parte (pro parte, pro rata) de la pres­tación total, así que en realidad se tenían tantas obligaciones autónomas fraccionadas cuantos eran los acreedores o los deu­dores, lo cual exigía la divisibilidad de la prestación.

    B) Obligaciones solidarias, llamadas así por los intérpre­tes porque cada uno de los acreedores tenía el derecho de exi­gir a cada uno de los deudores la prestación en su totalidad (iii solidum).

    Las obligaciones solidarias son subdivididas por los intér­pretes en:

    a) Obligaciones solidarias comulativas, en las cuales cada uno de los acreedores podía pretender por entero la presta­ción sin que el pago efectuado a uno liberase al deudor res­pecto a los otros acreedores, por lo que cada uno de los deu­dores era obligado a cumplir la prestación en la totalidad sin que ello liberase a los otros deudores. Este duro régimen en-

    contraba aplicación especialmente en la responsabilidad por delito o por acto ilícito. Aunque aquí existía en realidad una pluralidad de obligaciones las cuales, antes que fraccionarse, sin embargo, se acumulaban.

    h) Obligaciones solidarios electivas, llamadas también obli­gaciones correales (de con-reus~ en las cuales cada uno de los acreedores podía exigir la total prestación (obligaciones correa­les a~ivas), y cada uno de los deudores era obligado a ella (obligaciones correales pasivas), pero que una vez cumplida la prestación en favor de uno de los acreedores o bien la obli­gación por uno de los deudores, se extinguía en la relación de todos. Se tenía así, pues, una sola obligación y. una sola acción, pero cada acreedor podía tomar la iniciativa para el cumplimiento de la obligacin total o cada uno de los deudores podía extinguir por sí solo la total obligación. La correlación activa y pasiva nacían por lo general de un contrato, princi­palmente de la «stipulatio”, o por un legado dispuesto en favor de varios beneficiarios o que recaía gravosamente sobre vados herederos. Todas las causas extintivas que se referían al objeto de la obligación surtían efecto en las relaciones de todos los acreedores o deudores; si, por el contrario, la extin­ción iba referida hacia uno de los sujetos, ello mio perjudicaba o beneficiaba a los otros. Teniendo cada uno derecho u obli­gación a la prestación total, en el derecho clásico no había posibilidad de resarcimiento entre los coacreedores y los co­deudores, salvo que éste naciera de la relación preexistente entre los sujetos (mandato, sociedad, comunidad, etc.). Al final del s. IV d. de C. se admite el «beneficium cedendarum actionum”, esto es, que el deudor, antes de extinguir la obli­gación podía pretender que el acreedor le cediese la acción contra los otros deudores. En el derecho justinianeo una serie de acciones tuteló a los codeudores y a los coacreedores para el regreso o la repartición y se acabó por admitir el «benefi­cium divisionis”, es decir, que el acreedor no podía pretender de cada uno de los codeudores más que una parte idéntica, con lo que la correlación pasiva se transformó en una especie de mutua garantía.

    4. Fuentes de las obligaciones

    «Causae obligationun” o, en el lenguaje moderno, fuentes de las cbligaciones, eran los hechos jurídicos de los cuales el derecho hacía depender el nacimiento de una obligación. Eran numerosas, pero dada la tipicidad de las «obligationes”, no infinitas. Poco a poco fueron reconocidas las figuras singula­res y desde el final de la edad republicana se hace una primera clasificación, por la cual se decía, como m~s tarde enseñó Gayo, que las obligaciones nacían «ex contractu”, o “ex de­licto”, según que se fundamentaran sobre un acuerdo recono­cido válidamente para producir un vinculo obligatorio o fuesen producidas por un hecho ilícito, por el cual el culpable debía pagar una pena pecuniaria a quien hubiera sido lesionado. Junto a estas dos fuentes fundamentales fueron reconocidas «varmae causarum figurae”, que no entraban en ninguna de las precedentes categorías.

    En la compilación justinianea, además de esta división tri­partita de Gayo, se encuentra también una cuatripartita que se considera de origen bizantino, pero que encierra notables síntomas clásicos, según la cual las obligaciones nacían: «ex contractu”, «ex delicto” (o «ex maleficio”), «quasi ex contrae-tu” y «quasi ex dehicto” (o «quasi ex maleficio). Bajo estas dos «quasi”, esto es: las dos últimas, son comprendidas respec­tivamente algunas obligaciones derivadas de una relación lí­cita que podía asemejarse a uno de los contratos, pero sin que hubiera existido un acuerdo; y algunas obligaciones derivadas de un hecho ilícito pero que no entraban en la consideración de delitos, pero por las cuales se estaba obligado igualmente ~m pagar una pena pecurnana.

    Además de estas fuentes existía la de la ley, por la cual po­día directamente nacer la existencia de un vínculo obligatorio.

    De cada una de las cuatro fuentes tradicionales hablaremos particularmente a continuación. Por ahora basta tener pre­sente que la fuente de más importancia y al mismo tiempo frecuente, era el contrato.

    5. Cumplimiento de las obligaciones

    El cumplimiento consistía en la exacta ejecución de la prestación. En cuanto se rompía el vínculo se decía que había «solutio”. Si no tenía carácter personal la «solutio” podía ser realizada por un tercero por cuenta del deudor, y aunque estuviese incapacitado o no lo deseara de buen grado. Debía ser realizada en favor del acreedor o de persona autorizada por éste o por la ley. Esta persona podía ser designada, desde el nacimiento de la obligación por contrato, en la doble figu­ra del «adstipulator”, que respecto al deudor era como un acreedor adjunto, y del “adiectus solutionis causa” un simple ejecutor autorizado.

    La prestación debía ser cumplida integralmente en el lu­gar, en el término y con las modalidades establecidas. Salvo que el término fuese puesto en interés del acreedor, el deudor podía anticiparlo. Si no era fijado o no estaba implícito en la naturaleza misma de la obligación (por ejemplo, construir un edificio), ésta debía cumphirse inmediatamente.

    No se podía constreñir al acreedor a aceptar una prestación parcial, salvo determinación judicial, mil el deudor podía, sin el consentimiento del acreedor, cumplir una prestación diver­sa aunque ella fuese de mayor valor. Este «ahiud pro alio sol­vere” fue llamado por los intérpretes «datio in solufum”. En el derecho clásico se di~cutía si, efectuada con el consentimien­to del acreedor, se extinguían la obligación «ipso iure” (Sa­biniani) u “ope exceptionis” (Proculeyanos). Justiniano acogió la tesis sabiniana y admitió también una “datio in solutum ne­cessaria”, para cuando el deudor tuviera sólo bienes inmuebles que no conseguía vender.

    Desde los tiempos de Marco Aurelio y principalmente en el derecho justinianeo, el heredero podía obtener la reducción, con el consentimiento de la mayoría de los acreedores deter­minado por el valor de las cuotas, de todas las deudas here­dadas de modo proporcional (pactum quo minus solvatur).

    A algunos deudores (cuando fuesen socios, padres e hijos, prometientes de dotes, militares, etc.), les estaba concedido el

    no ser obligados a pagar más que dentro de los límites de sus posibilidades (taxatio in id quod facere potest~. Este lla­mado «beneficium competentiae”, es extendido por Justiniano

    nuevos casos, lo cual permite por otra parte la deducción de aquello que era necesario para el sustento del deudor. La obligación, sin embargo, no se extinguía, y mejorando las condiciones de quien se había aprovechado del «beneficiumm, era obligado a pagar el resto.

    Si el deudor tenía más deudas hacia el mismo acreedor le correspondía a él declarar cuál de ellas deseaba extinguir con un determinado pago; faltando su indicación, el acreedor po­día referir el pago a la 41çue quería, pero, no obstante, debía himitarse a ciertos criterios, que fueron poco a poco siendo más rigurosos.

    El cumplimiento se probaba a través de testigos o por medio de los recibos dados por el acreedor (apocha), los cuales en el derecho justinianeo tenían plena eficacia liberatoria si no habían sido impugnados en el plazo de treinta días con la “exceptiO non numeratae pecuniae”.

    6. Incumplimiento de las obligaciones

    El incumplimiento de una obligación podía verificarse por culpa del deudor o sin ella.

    Se daba el segundo caso por la destrucción de la cosa o, por lo general, por la sobrevenida imposibilidad de la prestación debida a una “vis maior” o “casus fortuitus”, esto es: cual­qllier acontecimiento «cui resisti non potest”. Salvo que ci deudor no hubiese voluntariamente asumido el riesgo de la obligación entonces se extinguía (obligatio resolvitur).

    Si por el contrario el incumplimiento era imputable al deudor (per eum stare quominus praestet~ él respondía en medida tal según el grado de su responsabilidad y la natura­leza de su obligación.

    La responsabilidad existía siempre en caso de dolo al cual era equiparada la “culpa lata” (magna culpa dolus est), pero a menudo se respondía también en caso de culpa leve, que

    podía darme por un acto positivo (culpa in faciendo) o también por omisión (culpa iii omittendo). La “culpa lata” era una extrema negligencia, “id est non intelligere quod omnes in­telhigunt”; mientras la «culpa levis” consistía en no usar la formal diligencia del hombre medio considerado en abstracto o, como decían los romanos, del «dihigens paterfamilias”. Esta determinación de los grados de culpa fue en gran parte debida a Justiniano que introdujo también, en algunas relaciones, una medida de culpa atenuada, llamada por los intérpretes «culpa mu concreto”, porque era comparada a la diligencia que el cul­pable solía usar en sus cosas (diligentia quam sumís); en con­traposición a ella se llama “culpa in abstracto” a la culpa leve.

    Por lo general en el derecho justinianeo, si la obligación era en beneficio exclusivo del deudor o de ambos contrayentes, la responsabilidad se extendía hasta la culpa leve o en con­creto; y si era en interés sólo del acreedor quedaba limitada

    -, la culpa lata. Del dolo no sólo se respondía siempre, sino que era nulo también el «pactum de dolo non praestando”. El deudor respondía también del hecho ajeno si no~ había elegido con diligencia (culpa in ehigendo) o no había vigilado (culpa in vigilando), a las personas de las cuales se había va­lido para el cumplimiento de la prestación.

    Con respecto a la «custodia”, esto es, la responsabilidad para la conservación de las cosas que debían ser restituidas, el deudor respondía independientemente de su culpa (responsa­bilidad objetiva).

    Una consecuencia de la responsabilidad del deudor era que la obligación se perpetuaba (quotiens culpa intervenit debi­toris perpetuad oMigationem). La «perpetuatio obhigationiss significaba que el acreedor, aunque hubiera sido considerada imposible la prestación, podía proceder para obtenerla por el valor de ella (aestin-iatio), y a veces por su interés (id quod interest). En el derecho justinianeo el resarcimiento no podía ser superior del doble del valor de la prestación si ésta~ en verdad., no dependía del delito.

    Un caso particular de incumplimiento era la «mora”, esto es: la dilación voluntaria del deudor en el cumplimiento de la prestación. Para que se diese la «mora” era necesario no

    sólo que la obligación fuese válida y exigible, sino también que el acreedor, al menos en el derecho justinianeo, hubiese intimidado al deudor para el cumplimiento de ella con una «interpellatio”. Esta en algunos casos no era necesaria, como en las obligaciones por delito y especialmente para las que tenían una fecha determinada (dios interpellat pro hoznine).

    La “mora” perpetuaba la obligación; así, pues, si la cosa ~recía naturalmente después de la mora, el deudor quedaba obligado igualmente a la prestación, salvo que probara que la cosa hubiera perecido igualmente estando en posesión del acreedor. De no ser así, se veía obligado al resarcimiento del daño causado por la “mora” y de los frutos producidos por la cosa «post moram”.

    La “mora” cesaba (purgatio morae) con el ofrecimiento de que se iba a realizar la prestación en su totalidad.

    Al igual que la dilación del deudor (mora lii solvendo) podía darse una dilación del acreedor (mora in accipiendo) cuando éste, sin causa justa, se negaba a aceptar la prestación. Desde el momento de la oferta el peligro de la pérdida no dolosa de la cosa recaía sobre el acreedor y en el derecho jus­tinianeo el deudor podía liberarse de la obligación depositando la cosa «in publico”.

    Entre los efectos de la dilación del deudor, si la obligación tenía por objeto una suma de dinero, existía el de hacer ven­cer los intereses (usarae), que habían sido establecidos por el juez (officio iudicis) - En el derecho clásico esto sucedía tan sólo en los «iudicia bonnae Lides” y la tasa legal era del doce por ciento, reducido al seis por ciento por Justiniano, que por otra parte prohibió el anatocismo, esto es: el interés s~bre los intereses, y las «usurae” que sobrepasarán el total del capital.

    Los acreedores insatisfechos tenían derecho para hacer res­cindir los actos que el deudor hubiera realizado en fraude de sus intereses. Ello podía tener lugar en el derecho clásico con dos medios: el tinterdictum fraudatorium”, que se ejecutaba contra el tercero para obligarle a restituir cuanto hubiese ad­quirido del deudor, si estaba complicado en el fraude, y. acaso una «restitutio iii integrumm”, o bien una «actio iii factum”. En

    el derecho justinianeo estos diversos medios se fundieron en una sola acción, a veces indicada con el nombre de .cactio Pau­liana”, dirigida a la rescisión de los actos fuaudulentos para los acreedores. Presupuestos de la acción eran: el «consilium fraudis”, esto es: que el deudor, en el momento en el cual había cumplido el acto, hubiera estado consciente de realizar con ello algún perjuicio a sus acreedores; el «eventum damni”, que se daba cuando, habiéndose procedido a la venta de los bienes del deudor (bonorum venditio), ellos fueron insuficientes para satisfacer a todos los acreedores; y la «scientia fraudis” por parte del adquirente, no necesaria, sin embargo, cuando el acto era a título gratuito. La acción se dirigía sólo contra el adqui­rente y se podía ejercer dentro de un año de la «venditio”; frente a sus herederos y después del año se concedía, sin em­bargo, una «actio in factum” en la medida del enriquecimiento.

    7. Transmisión de las obligaciones

    Por su naturaleza de vínculo personal, en un principio las obligaciones eran absolutamente intransmisibles, tanto que no pasaban, ni activa ni pasivamente, ni tan siquiera a los here­deros. La sucesión hereditaria en las deudas y en los créditos es, sin embargó, admitida, en la mayor parte de las obligacio­nes, en una época muy remota, pero fuera de este caso no era posible, en el sistema del «ius civile”, cambio alguno en los sujetos de la relación.

    Habiéndose considerado primordial 4 carácter patrimo­nial de la obligación, las necesidades del comercio hicieron nacer varios medios para realizar transferencias del crédito de un sujeto a otro.

    La primera de ellas es la «delegatio”, esto es: la estipulación entre el cesionario y el deudor con autorización del acreedor cedente. El objeto de la obligación no llega a variar pero el «vinculuin iuris” primitivo se extingue y nace otro por lo que, formalmente al menos, no hay cesión, sino extinción de una obligación y nacimiento de otra.

    Más práctico era, sin embargo, constituir al cesionario pro­curador por cuenta del acreedor con la intención de que él ejercitase el derecho de éste en su propio beneficio, de aquí que era llamado «procurator in rem suam”. Pero aun este procedimiento tenía sus inconvenientes, porque como titular del crédito hasta el momento de la «litis contestatio” quedaba siempre el acreedor cedente, con la doble consecuencia de que entretanto, si se recibía directamente el pago se extinguía el mandato por él conferido al cesionario; mandato que por otra parte era siempre revocable.

    Tutelando la posición del cesionario los emperadores clá­sicos y Justiniano mismo, acabaron con hacer de este proce­dimiento un auténtico instituto autónomo. En tal momento se dispone, que si el cesionario le hubiera hecho al deudor una «denuntatio” de la cesión, éste no podía ya pagar al acree­dor cedente. Por otra parte, con una serie de acciones se aseguró al cesionario la realización de su derecho no ya sólo como procurador, sino también como efectivo titular del cré­dito (actio utilis suo nomine).

    Por lo general se podía hacer la cesión de cualquier crédito y ésta podía tener lugar por las causas más varias (venta, dote, donación, etc.). Si era hecha a título ~oneroso el cedente res­pondía de la existencia del crédito (vertun nomen) pero no, sin embargo, de su cumplimiento (bonun nomen). En el de­recho postclásico y justinianeo para impedir las vejaciones se prohibió la «cessio iii potentiorem”, esto es, la cesión a per­sonas de rango más elevado que el del acreedor originado; y para impedir las especulaciones de los “redentores litiumn” se sancionó que el deudor no fuese obligado a pagar al cesio­nario más de cuanto éste hubiera dado al cedente.

    Existían algunos casos de cesión obligatoria, como en el ya recordado de la cesión de las acciones en las obligaciones correales.

    En cuanto a la transmisión de las deudas podía general­mente realizarme tan sólo con una nueva obligación asumida por parte de quien fuese a hacerse cargo de ella (expromissio).

    Llámase causa de extinción de la obligación a cualquier he­dio jurídico por el cual el vínculo pierde su fuerza como tal. Algunas causas operaban «ipso iure”, anulando directa y defi­nitivamente a la obligación con todas las relaciones accesorias; otras, por el contrario, fundamentadas sobre la protección que en determinadas circunstancias el pretor concedía al deudor, operaban «ope exceptionis”. La distinción, basada como tantas otras sobre el dualismo del «ms civile - ius praetorium” y so­bre el mecanisu~uo del procedimiento formulario, no tiene va­lor sustancial en el derecho justinianeo.

    La obligación se extinguía normalniente, como ya hemos visto, por el cumplimiento. En el derecho quiritario parece, sin embargo, que aún en este caso, si la obligación había sido constituida por un contrato solemne, para obtener la cesación del vínculo era necesaria una análoga e inversa solemnidad, como fue la «solutio per aes et libram”, respecto a las obliga­ciones contraídas “per aes et libram”, y la «acceptilatio” para las obligaciones contraídas «verbis”.

    La «solutio per aes et libram”, consistía en mm acto formal del «isis civile”, que se desarrollaba con el mismo rito de ~a .mmancipatio”. El deudor pronunciaba una fórmula por la cual se proclamaba independiente y liberado del vínculo y golpean­do la balanza con un trozo de bronce lo consignaba al acreedor «veluti solvendi causa”. En un principio era un acto de pago efectivo por cada obligación, después se transformó en un me­dio formal y simbólico, aplicable a pocos casos, hasta que des­apareció en la edad postclásica.

    La «acceptilatio” (de ¿acceptum ferre”, considerar recibi­da), consistía en una respuesta del acreedor, que sobre la pre­gunta del deudor (“haberne acceptum”), declaraba el haber recibido el pago (.uhabeo”). En un tiempo sirvió para extin­guir, después de efectuado el pago, las obligaciones contraídas «verbis”, pero, más tarde, se transformó también en una sima­ginaria abeolutio”, llegando a ser un medio formal de remisión de la deuda, tanto para los contratos cverbi” cuanto, mediante

    una anotación en los libros de contabilidad del acreedor, para los contratos «litterism.. A fin de que pudiera ser empleada tam­bién para las otras obligaciones, se acostumbraba a cambiar éstas en un contrato «verbis” por medio de una «stipulatio”, que fue llamada Aquiliana, por el nombre del jurista republi­cano Aquiio Gayo el cual fue el primero en sugerir tal pro­cedimiento. En el derecho justinianeo, desaparecida la antigua «obligatio hitteris”, quedó sólo la «acceptilatio verbis”.

    Además de éstas el «ius civile” conocía otras numerosas cau­sas de extinción que operaban «ipso jure”.

    La «novado”, que era la constitución, mediante un contra­to formal, de una nueva relación de obligación destinada a sustituir y anular la precedente (prioris debiti in aliam obliga­tionem transfusio atque translatio). La nueva obligación del derecho clásico debía tener idéntico objeto (idem debitum); así, pues, el nuevó elemento podía consistir en el cambio de la modalidad de la prestación o en el cambio de la persona del acreedor (delegatio) o del deudor (expromissio). En el dere­cho justinianeo podía reahizarse sólo por la «stipulatio”; y se superó el principio del «idem debitum” reconociéndose po­sible el cambio aún del objeto. Para juzgar cuando se tenía una novación o bien la constitución de una nueva y diversa obligación, nacida junto a la antigua, era necesaria la indaga­ción sobre el «animus novandi”, esto es: la intención de las partes, que con Justiniano debía declararse explícitamente.

    La sobrevenida imposibilidad del cumplimiento, de la cual el caso más común era la destrucción de la cosa debida. Para que la obligación se extinguiese era necesario, sin embargo, que la Imposibilidad no fuese imputable al deudor, ya que de otra forma la obligación se mantenía.

    La «conf usio”, esto es: la conjunción en la misma persona, generalmente por sucesión hereditaria, de la condición del deu­dor y el acreedor;

    El «concurszss causarun”, que se daba cuando el objeto de la prestación consistía en una cosa individualmente determi­nada (species), la cual entraba en el dominio del acreedor por otra causa. En el derecho justinianeo la extinción fue limitada sólo a las causas lucrativas, esto es, a aquellas que no hubiesen

    reportado al acreedor onerosidad alguna; en otro caso, el deudor permanecía obligado por el valor de la cosa (aestima­tio);

    El «contrw-ius consensus”, que implicaba la voluntaria res­cisión por ambas partes de un contrato consensual, como la compraventa, antes de que hubiera habido ejecución (re adhuc integra);

    La «ca~pitis deminutio” del deudor, contra la cual, sin em­bargo, el pretor concedía al acreedor algunas acciones para ha­cerle posible la consecución de su derecho;

    La muerte de uno de los sujetos, cuando ésta, excepcional­mente, extinguía la acción, como sucedía principalmente en las obligaciones «ex delicto”;

    Las causas especiales de extinción inherentes a las obliga­£aones.

    En el derecho clásico existía otra causa de extinción “ip so iure” que era la «litis contestatio” que determinaba en el pro­cedimiento formulario una especie de novación de la relación deducida en juicio, extinguiendo la antigua obligación, cual­quiera que ella fuese, y haciendo surgir en su lugar una nueva, consistente en el deber de someterse a la condena del juez, sin que por otra parte dejaran de ser consideradas las garantías de la antigua. Perdido, por el cambio del procedimiento, el carácter formal de la «litis contestatio” ésta causa de extinción desaparece en ej derecho justinianeo.

    Sin embargo, por él es considerada entre las causas de ex­tinción «ipso iure” la compensación, que en el derecho clá­sico, mantenida la autonomía de cada una de las obligacionc, en el procedimiento formulario, había sido considerada por el pretor tan sólo en los juicios de buena fe y operaba sólo en casos particulares (por ejemplo, para los «argentarii”, es de­cir, en las relaciones bancarias).

    La «compensatio”, consistía en un «debiti et crediti ínter se contributio” que tenía lugar cuando entre dos personas co­existían relaciones recíprocas de deuda y de crédito, por lo que el derecho de una quedaba un tanto neutralizado por lo que ella debía a la otra.

    Para que la compensación pudiera operar dpso jure” era

    necesaria, además de la identidad de lús sujetos, la validez y la exigibilidad de los respectivos créditos y la homogeneidad de las prestaciones. No permitían la compensación las obliga. ciones nacidas por depósito, violencia, hurto, los créditos del fisco y los derivados del mutuo o legados en favor de los municipios. Sí se admitieron, en compensación, las obligacio­nes naturales.

    Las causas de extinción cope exceptionis” eran numero­sas y se referían a los vicios del contrato (exceptio metus e doli) o a institutos especiales (por ejemplo, exc. sc. Vellaeani, exc. sc. Macedoniani, exc. rei iudicatae, etc.). Entre las que tenían una significación más singular recordamos:

    El «pactum de non petendo”, el cual consistía en un acuer­do entre el deudor y el acreedor, por el cual este último se obligaba a no exigir la prestación. Era un modo de remisión no formal, que tenía una función análoga a la de la «acceptila­tio”, de la cual nacía tan sólo una «exceptio” (exceptio pacti conventi). En el derecho justinianeo se denominaba «iii rem” o «in personam” según que favoreciese a los coobligados y a los herederos del deudor o tan sólo a la persona de este último.

    La prescripción treintenal de todas las acciones sancionadas por Teodosio II y acogidas por Justiniano.

    9~ Garantías de las obligaciones

    Para asegurar el cumplimiento de la obligación o para re­forzar el vínculo podían añadirse otras relaciones eventuales

    y accesorias, que los intérpretes llamaron garantías y llegaron

    a distinguir en réales y personales.

    Las garantías reales eran; la «fiducia”, el «pi gnus” y la «hypoteca”, de las cuales ya se ha tratado al hablar de los de­rechos reales.

    Las garantías personales podían ser prestadas por el mismo deudor o por un tercero.

    Las garantías personales prestadas por el deudor eran las arras, la cláusula penal, el juramento y la constitución del dé­bito propio.

    Las arras (arrha confirmatoria), consistían en ¡ma suma de dinero o un objeto que el deudor consignaba al acreedor obligándose a no reclamarla en el caso de incumplimiento. Ser­vían, en especial en la compraventa, para ratificar la realiza­ción del contrato. Al deudor incompetente y requirente el acreedor podía oponer una «exceptio pacti conventi”. En el derecho posiclásico y justinianeo, por la influencia oriental,

    asume carácter de penalidad por la que si el que la había re­cibido no deseaba el cumplimiento a su vez de la prestación, podía liberarse de ella restituyendo el doble (arrha poeniten­tialis).

    La cláusula penal, consistía en un acto añadido a un ne­gocio de buena fe o en una estipulación (poenae stipulatio), con la cual el deudor se obligaba, principalmente, a dar una suma de dinero u otro objeto, determinándose así preventiva­mente la medida de su responsabilidad. Podía ser añadida también a una disposición testamentaria.

    El juramento, prestado por un menor de veinticinco años, servía como garantía accesoria para la obligación contraída por él. Si no cumplía, después de haber hecho juramento, caía en la infamia y perdía la posibilidad de exigir la «in in­tegrum restitutio”.

    El «constitutum debiti propri”, era la promesa hecha por el mismo deudor de cumplir según nuevas modalidades una prestación en dinero u otra cosa fungible ya debida. Esta promesa, extendida por Justiniano a cualquier objeto era tu­telada por una. «actio de pecunia constituta” a la cual quedaba ligada una acción penal por la mitad de la deuda.

    Las garantías personales prestadas por un tercero (ínter­cessiones) eran de diversos tipos, según que la obligación del tercero sustituyera a la del deudor en la forma ya vista de la «expromissio”, o bien, se acumulase a la del deudor, ya sea por medio de un vínculo solidario, en cuyo caso el tercero no se distinguía de un común codeudor, ya sea por medio de una obligación independiente y subsidiaria. Reenviando a cuanto ya se ha dicho sobre las obligaciones solidadas, veamos aqui las garantías personales subsidiarias prestadas por un tercero, que eran independientes: la «adpromissio”, en sus tres formas

    de «sponsio”, didepromissio” y «fideiussio”, el «constitutum debiti alieni” y el mandato de crédito.

    La «sponsio”, «fidepromissio” y «fideiussio”, tenían en co­mún la característica de ser obligaciones contraídas «verbis” (mediante una interrogación oral por parte del acreedor a la cual correspondía una respuesta también oral del fiador), y la de añadirse a una obligación precedente del deudor.

    En el derecho clásico tenían también diversidad de régi­men, debido a la mayor antiguedad de las dos primeras. Por ejemplo la «sponsio” como negocio solemne del «ius civile” quedaba reservada sólo para los ciudadanos; por otra parte, la «fldepromissio” podía añadirse exclusivamente a una obliga­ción contraída «verbis” que obligaba al fiador aunque la obli­gación principal fuese nula, y duraba sólo dos años y no era transmisible ni activa ni pasivamente, a los herederos.

    La «fideiussio”, surge posteriormente, en la época repu­blicana, y acabó por suplantar las formas precedentes, llegando a ser en el derecho justinianeo la única figura de «adpromis­sio”.

    En su evolución la «fideiussio”, transmisible a los herede­ros y que puede garantizar cualquier obligación, consistía en una asunción total o parcial de la obligacin principal por parte del fiador. En un principio el acreedor podía exigir la presta­ción indiferentemente al deudor principal o al fiador y, si éstos eran vados, a uno cualquiera, ya que todos ellos eran conside­rados solidariamente. Al fiador no le competía acción alguna de regreso, pudiendo solamente, si era llegado el caso, actuar con la acción de mandato o de gestión de negocio. A continua­ción se precisó mejor el carácter accesorio y subsidiado de la «fideiussio”, por la cual se responde solamente en el caso del incumplimiento de la obligación principal y por la parte efec­tivarnente incumplida, por lo que el acreedor deberla referirse primero contra el deudor (beneficimn excussionis), y, sólo en el caso de su insolvencia o ausencia, contra el fiador. Se intro­duce por otra parte el «beneficium divisionis” para el caso de que existieran más fiadores solventes entre los cuales fuera posible fraccionar lis deuda. Por último, con el ya señalado «beneficium cedendarum actionum”, el fiador que pagaba por

    cuenta del deudor podía hacerse ceder del acreedor la acción contra el obligado principal.

    El «constitutum debiti alieni”, era análogo al del débito propio y consistía en un pacto por el cual alguno se obligaba a pagar una deuda ajena en el momento en el cual se cumplía el plazo, según nuevas modalidades que lo hacían indepen­diente de la obligación principal y ésta no se consideraba re­novada. La obligación nueva no se acumulaba con la antigua y en el derecho justinianeo se aplicó también a este caso el «beneficium divisionis” que asemejó el «constitutum” a la «fi­deiussio”.

    El «mandatum pecuniae cedendae”, llamado por los intér­pretes «mandato cualificado”, no era más que un caso de man­dato a través del cual el fiador (mandante) daba encargo al acreedor (mandatario), de dar en préstamo una suma de dine­ro al deudor. Con ello el acreedor tenía acción tanto contra el deudor por el préstamo, como contra el fiador por el manda­to; así, pues, para recobrar su préstamo, podía dirigirme contra uno u otro. Con la extensión también en este caso del «benefi­cium excussionis” y del «beneficium divisionis” el «mandato cualificado” acabó en el derecho justinianeo por asemejarse a la «fideiussjo”.

    En torno al final de la edad imperial, aun las mujeres «sui inris” podían libremente prestar garantía en favor de un ter­cero. Pero en el año 46 d. de C. a raíz del senado-consulto Ve­leyano que les prohibía de «intercedere pro aliis”, esto es, de garantizar en cualquier modo una deuda ajena, podían a través de una «exceptio senatoconsulti Velleani” concedida por el pre­tor, paralizar la exigencia del garantizado, con lo que fue prác­ticamente anulada la garantía misma.

    Justiniano declaró nulas «ipso iure” las intercesiones de las mujeres en favor del marido y las que no estuvieran redactadas en instrumento público firmado por tres testigos; pero aun en tal caso podía ser opuesta la «exceptio”.

    CAPITULO II

    LAS OBLIGACIONES DEL CONTRATO

    1. El contrato en general

    El contrato, que fue acaso la fuente originaria de las obli­gaciones, fue siempre la figura más importante sobre la cual se elaboró la mayor parte de la doctrina.

    La noción de contrato, no definida por los textos romanos, sufrió desde su origen hasta el derecho justinianeo una pro­gresiva transformación, que determinó la primacía del elemento del acuerdo de la voluntad (conventio), respecto al elemento de la forma del negocio (negotium contractum), que en un principio y por largo tiempo fue considerada primordial.

    Todavía en el derecho clásico los contratos eran sólo los propios del «ius civile” y del «ms gentium” y consistían en figuras típicas, cada una de las cuales debía responder a deter­minados requisitos; por otra parte, aun siendo el acuerdo de la voluntad el vínculo obligatorio, el contrato no surgía del todo. El pretor y el derecho imperial, sin embargo, reconocie­ron cada vez más intensamente, valor a los «pacta”, esto es: a los acuerdos no revestidos de formalidades que estaban priva­dos de toda eficacia según el derecho civil. Por otra parte, en la época clásica y más intensamente con Justiniano, junto a las figuras típicas de los contratos reconocidos por el derecho civil fueron admitidas nuevas figuras atípicas llamadas «con­tratos innominados”, hasta que se llega a admitir en la prácti­ca que de cualquier acuerdo de la voluntad por una causa no reprobada por el derecho pudiera surgir una obligación.

    Según que de la relación naciera un vínculo obligatorio en favor de una sola de las partes o de ambas, los contratos se dis­tinguían en «unilaterales”, como en el mutuo y «bilaterales” (o sinalagmáticos) como en la compraventa. En estos últimos

    cada una de las partes era al mismo tiempo deudora y acree­dora, por lo que nacían acciones reciprocas.

    A veces, el contrato unilateral, cuando la parte acreedora tiene ella misma algunas obligaciones, se llama bilateral im­perfecto. Por otra parte se distinguen los contratos a título oneroso de los a título gratuito, según que la causa justifica­tiva del contrato estuviera o no fundada sobre un beneficio de ambos contrayentes o de uno solo. Todos los contratos bilate­rales eran a título oneroso y todos aquellos a título gratuito eran unilaterales, pero no siempre sucedía lo contrario.

    Algunos contratos son llamados por Justiniano .tcontractus bonae fidei” en cuanto la acción que los tutelaba daba vida en el derecho clásico a un «iudicium bonae fidei”, en el cual el juez valoraba la relación según los principios de la buena fe y de la equidad, teniendo en rigurosa cuenta el comportamien­to de las partes y de cualquier circunstancia que se diera, aun­que ésta fuese irrelevante para el «ius civile”, como el dolo de alguno de los contrayentes o la existencia de pactos añadidos a la relación principal. Estaban sometidos a este régimen par­ticular, entre los contratos, la compraventa, el arrendamiento, la sociedad, el mandato, el depósito, el comodato, la fiducia y los contratos innominados. Sin embargo, la cualificación no tenía gran valor práctico ya que cualquier acción debía, según el derecho justinianeo, ser juzgada, «ex bono et aequo”.

    Los contratos que según el derecho clásico eran fuentes de «obligatio” se dividían en cuatro categorías, según que la obli­gación se contrayese:

    a) «Verbis”, esto es, mediante el pronunciamiento de fórmulas solemnes. Eran «contratos verbales”: el «nexum”, la «sponsio”, la stipulatio”, la «dotis dictio” y la «promnissio iu­rata liberti”.

    b) «Litteris”, esto es, mediante determinadas formas de escritura. Eran «contratos literales”: el «nomen transcrípti­cium”, los «chirographa” y los «singrapha”.

    c) «Re”, esto es, mediante la entrega de una cosa. Eran ~”contratos reales”: la diducia”, el «mutuo”, el «comodato,, el «depósito” y la «prenda”.

    d) «Consensum”, esto es, mediante un acuerdo de las vo­luntades que creaba una obligación bilateral. Eran «contra­tos consensuales”: la “compraventa”, el «arrendamiento”, la «sociedad” y el «mandato”.

    Tal clasificación se mantiene en el derecho justinianeo y así, pues, estudiaremos individualmente cada una de estas ca­tegorías después de que hablemos de los «contratos innomina­dos” y de los «pacta”.

    Es necesario, sin embargo, determinar algunas acciones so­bre los contratos en favor de terceros y sobre la representación en los contratos.

    El carácter personal del vínculo hacía que, por lo general, fuese nulo el contrato en favor de un tercero extraño al ne­gocio (alteri nemo stipulari potest). Sólo indirectamente se podía constreñir al obligado a realizar la prestación en favor de un tercero mediante la cláusula penal, pero el tercero no tenía derecho alguno ni ninguna acción. Lo mismo sucedía ~i la obligación debía surtir efecto «post mortem”, en las rela­ciones de los herederos de las partes contrayentes (obligatio ab heredis persona incipere non potest). Ya en el derecho clá­sico y más extensamente en el derecho justinianeo se admitie­ron, sin embargo, algunas excepciones, especialmente cuando la prestación en favor de un tercero representaba un cierto in­terés para el otorgante y se acabó, por otra parte, por recono­cer la validez de cualquier contrato en favor dei los herederos.

    En cuanto a la representación, ella no era generalmente ad­mitida en el derecho clásico más que por medio de los hijos y los esclavos sometidos a la «potestas” del «paterfamilias”, por lo que ellos adquirían necesariamente los créditos derivados de los negocios en los cuales hubieran intervenido, pero no los débitos, salvo cuando se hubieran obligado en los negocios de terceros en ejecución de una orden o de un encargo de él reci­bido o bien en los límites del peculio. Para estas hipótesis el pretor va creando ¡ma serie de acciones que los intérpretes llamaron ~”actionis adiecticiae qualitatis”, con las cuales el «pater” era obligado a responder cuantas veces las deudas con­traídas, por los que están bajo su patria potestad, derivaran de los negocios realizados con su autorización o que le habían pro-

    porcionado beneficios. Así, pues, en medio de la «actio quod iussu” el «pater” respondía de la totalidad del débito (in so­lidem) siempre que hubiera autorizado al tercero a contratar con el hijo o el esclavo; igualmente respondía por la «actio exersitoria” por las deudas contraídas por el hijo o por el es­clavo por él puestos al frente de un negocio marítimo, o por la «actio institoria” si a ellos les había confiado la gestión de un negocio comercial. En otros casos, sin embargo, la obligación del «pater” quedaba limitada a cierta medida; así, si él había concedido al hijo o al esclavo un peculio respondía a través de la «actio le peculio” sólo de la cuantía de éste; si más tarde había consentido que del peculio se hiciera objeto de especu­lación comercial, respondía en mayor medida a través de la «actio tributoria”. Por último, con la «actio de in rem verso” el «pater” era llamado a responder en todos los otros casos en los cuales su patrimonio se hubiera beneficiado del negocio y del cual la deuda derivaba y en la medida del enriqueci­miento.

    Sin embargo, las exigencias del comercio desde la época clá­sica, y en mayor medida a continuación, hicieron superar el principio «per extraneam personam nihil adquirí potest”, por lo que de un lado, para las deudas, se extendieron y adaptaron algunas de las acciones ya recordadas en los casos de represen­tación cuando fuera realizada ésta por personas libres y aje­nas al negocio (actio quasi institoria, ad instar o ad exemplum institoriae), y del otro, para los créditos, se admite, especial­mente en el derecho justinianeo, que la persona en nombre de la cual alguien había negociado, pudiera dirigir ¡ma acción hacia los terceros; sin que por otra parte ni para los débitos, ni para los créditos, llegaran a ser desestimadas las acciones en contra y en favor del representante.

    2. Los contratos verbales

    Elemento esencial y constitutivo de los contratos verbales era el pronunciamiento de los «verba”, que debían ajustarse a los esquemas fijados por la tradición, alterados los cuales no

    nacía la obligación. Se formaban mediante una demanda y una respuesta (ex interrogatione et responsione), o por una declaración unilateral (uno loquente). Todos ellos eran for­males y comprendían el «nexum”, la «sponsio”, la «stipulatio”, la «dotis dictio” y la «promissione iurata liberti.

    1.0 El «nexum”, era la forma más antigua de contrato, que, como va se ha visto, consistía en el sometimiento de la persona del deudor o de uno de los «fihiufamilias” al acreedor por me­dio de una fórmula solemne pronunciada en el curso de un acto «per aest et libram” análogo a la «mancipatio”, si bien no se identificaba plenamente con ella. Servia como garantía de un préstamo y hasta que éste no se hubiera extinguido o no hubiera intervenido la «solutio per aes et libram”, el «obliga­tus”, permanecía en idéntica condición a la del esclavo y el acreedor podía tenerlo encadenado o hacerle trabajar para su propio beneficio. Abolido ci sometimiento o enajenación per­sonal con la «lex Poetehia” del año 326 a. de C., el «nexum decae rápidamente hasta llegar a desaparecer del todo aun en su función de contrato.

    2.0 La «sponsio” y la stipulatio”, pueden considerarme como formas diversas de un único instituto. Como el «nexum”, también la «sp onsio” era antiquísima y en un principio acaso tenía sólo una función de garantía. Como instituto del «ius ci­vile” quedaba reservado tan sólo a los ciudadanos. Consistía en una demanda del futuro acreedor (por ejemplo, «centum dare spondeo”) a la cual el futuro deudor respondía: «spon­deo”. Habiendo tenido lugar la pronunciación de la palabra el vívculo obligatorio quedaba constituido; pero el rigor forma­lista era de tal naturaleza que ningún otro verbo podía ser uti­lizado eficazmente. Ya en la remota edad republicana se ase­mejó a ella la «stipulatio”, que introducida «jure gentium” y así, pues, accesible también a los «peregdni”, y no legada a un rigorismo tan estrecho, acabó por sustituirla casi enteramente.

    La «stipulatio” se extiende y se hace, en efecto, en todo el mundo romano la forma más general y difundida del contrato; era susceptible de diversas aplicaciones, ya sea para la garantía y tutela de las diferentes relaciones, ya sea en el derecho preto.

    rio y justinianeo, para la constitución de derechos reales como las servidumbres, el usufructo y el uso. Cualquier verbo podía ser usado en la «stipulatio”; ejemplo: «debis?”, «dabo” — «fa­cies?”, «faciam” — «promittis?”, «promitio” —fideiubes?”, «fideiubeo”, y estaba permitido aun el empleo de la lengua griega.

    La estructura de la «stipulatio exigía la presencia del in­terrogante (stipulator, reus stipulandi) que llegaba a ser acree­dor, y del respondente (promissor, reus promnittendi) que lle­gaba a ser deudor; por otra parte, dada la oralidad, no podía ser realizada por quien no podía hablar u oir (mudos, sordos), o por quien no estuviera en grado de entender como los de­mentes y los menores de edad.

    Pregunta y respuesta debían especificarse sin interrupción de tiempo (continuus actus) y debían ser perfectamente con­gruentes, sin divergencia de forma ni sustancia ya que si no era nulo todo el acto.

    En el derecho clásico, sin embargo, el consentimiento llegó a tomar mayor relieve que la «soilemnia verba” y así, pues, el formalismo se fue atenuando, hasta que en el derecho post-clásico y justinianeo se admitió que la «stipulatio” podía ser hecha «qualibuscuuque verbis” igualmente no solemnes y que valiera, en caso de discrepancia sustancial entre la pregunta y la respuesta, la parte de la declaración que podía salvarse.

    A este progresivo relajamiento de la forma solemne coope­ró en mucho el uso difundido desde el final de la república, de acompañar la estipulación oral con un documento escrito (instrumentum), que sirviese de prueba. Tal documento no debería de haber tenido valor alguno cuando hubiera faltado la efectiva pronunciación de las palabras; pero, por otra parte, se fue admitiendo gradualmente que salvo casos excepcionales él diera absoluta fe de la estipuación realizada. A ello se llegó, sin embargo, tan sólo en la edad postclásica.

    La «stipulatio” cuando tenía por objeto una suma de dine­ro (certa pecunia) u otra cosa determinada (certa res) se de­nominaba «certa”; pero si faltaba ésta determinación o por el contrario la prestación consistía en un «facere” se denomi­naba «incerta”. Esto trajo una diversificación en las acciones

    que surgían, llamadas respectivamente ccondictio certae pe­cumae” y “condictio certae rei” para la tstipulatio certa”, y «actio ex stipulatu” para la «incerta”.

    Dado el carácter formalista de la «stipulatio” el vínculo obligatorio nacía con la pronunciación de las palabras inde­pendientemente de la causa. En tal sentido era un negocio abs­tracto; sin embargo, con la «exceptio non numeratae pecuniae” cuando el prometiente se había obligado sin que después el otorgante le hubiese dado la suma en préstamo y con la «ex­ceptio dolis” en cualquier otro caso, el deudor convenido podía paralizar la exigencia del acreedor que quisiera hacer valer una «stipulatio” carente de justo título o que tenía un título inmoral.

    Como aplicaciones particulares de la «stipulatio” nos encon­traremos: la «fidepromissio”, la «fideiussio”, la «dotis promi­ssio”, la «stipulatio poenae” y la «stipulatio Aquiliana”, etc.

    Se hace necesario distinguir las estipulaciones convencio­nales, libremente realizadas por las partes, y las necesarias, por­que eran nnpuestas por el pretor o por el juez como garantía contra los daños y las perturbaciones, llamadas por ello «sti­pulationes cautionales” o «cautiones”, como la ccautio usu­fructuaria”, la «cautio damni infecti”, la «cautio de amplius non turbando”, etc.

    3~o La «dotis dictio”, era una promesa oral y solemne de dote, «uno loquente”, hecha al marido por la mujer «sui iuris” o bien por el padre, por el abuelo paterno o por el deudor de él . Exigía el uso de palabras determinadas y podía usarse para cosas muebles o inmuebles sin que, por otro lado, se conozca bien cuáles fueron todos sus efectos. Pierde vigencia con las otras formas solemnes en la edad postclásica y desaparece en el derecho justinianeo, en el cual permaneció sólo el negocio no formal del .tpactum dotis”.

    4.' La .rpromissio iurata libertim', era el único caso por cl cual, por la supervivencia del antiguo derecho sagrado, surgía por el juramento una obligación civil. Consistía en una prome­sa, confirmada por el juramento, con la cual el liberto se obli­

    gaba, “uno loquente”, hacia el señor para realizar obras y en­tregar dones por la manumisión recibida.

    3. Los contratos literales

    En los contratos literales el elemento esencial y constitutivo de la obligación era la redacción de una escritura. Se consi­deraban en esta categoría, en el derecho clásico, el «nomen transcripticium”, los «chirographa” y los «singrapha”, en lu­gar de los cuales en el derecho justinianeo se encuentra indi­rectamente reconocida una hipótesis de obligación: «scriptura”.

    1.0 El «fornen transcripticium”, consistía en un registro del crédito (miomen) hecho por el acreedor en su libro de en­tradas y salidas (codex accepti et expensi). Para que fuese una «obligatio hitteris”, y no una simple anotación de una obliga­ción preexistente de cualquier otra forma contraída, era ne­cesario que el cambio de la causa (transcriptio a re in per,so­nam) o de la persona del deudor (transcriptio a persona mu personani) trajese consigo una nueva obligación.

    Reservada generalmente sólo a los «cives” podía tener por objeto exclusivamente una suma de dinero y no admitía con­dición alguna. Existen muchas inseguridades sobre el fun­cionamiento y la estructura de tal instituto, el cual desaparece completamente hacia el final de la edad clásica.

    2.0 «Chirographa” y «singrapha”, eran las formas de las obligaciones literales propias de los peregrinos. Consistían en una testificación de la deuda redactada respectivamente en un ejemplar único firmado por el deudor, o en un ejemplar do­ble firmado por ambas partes. Tal testificación, siempre que no hubiera sido hecha una «stipulatio” tenía valor constitu­tivo independiente.

    Tanmbién estas formas de «obligatio litteris” desaparecie­ron en la edad postclásica, en la que por otro lado, el docu­mento testificador de la estipulación realizada tiende a des­vincularse más y más de la efectividad del acto.

    En el derecho justinianeo, en lugar de las antiguas obliga­ciones «litteris” se encuentra tan sólo una obligación genenca:

    «scriptura”, que nacía siempre que alguno se hubiera decla­rado por escrito deudor de una suma no recibida y no hubiera, dentro de los dos años, impugnado la validez de la obligación con la «querela non nurneratae pecumae”.

    4. Los contratos reales

    Elemento esencial de los contratos reales era la entrega de una cosa al deudor, el cual estaba obligado a restituirla. El hecho constitutivo de la obligación era precisamente el paso de la cosa del acreedor al deudor, con los diferentes efectos según el tipo de contrato, pero siempre con el acuerdo para la resti­tución, aunque, sin embargo, ésta podía quedar subordinada en algunos casos a que se dieran determinadas circunstancias. Se consideraban como contratos reales: la «fiducia”, el “mutuo”, el «comodato”, el «depósito” y la «prenda”.

    1.0 En la «1 iducia”, una parte transmitía a la otra, a tra­vés de la forma de la «mancipatio” o de la «in iure ceasio~s, la propiedad de una cosa, con la obligación de que ésta debía ser transferida al transmitente al realizarse determinadas circuns­tancias o que debía ser utilizada para un fin específico. Tal ne­gocio tuvo en un principio una gran aplicación para los fines más diversos, aún fuera de las relaciones patrimoniales, como era por ejemplo para la tutela y la adquisición de la «nianus” s9bre la mujer. En el campo patrimonial se distinguía la «fi­ducia cum creditore pignoris iure” para constituir una garan­tía real, y la «fiducia cum amico” a título de depósito, como­dato, etc. Del «pactum fiduciae”, nacía en favor del constitu­yente una «actio fiduciae”, que llega a ser civil y era infamante. Servía para obtener la restitución de la cosa (salvo que no se hubiera transmitido al esclavo con la “fiducia” sino que hubie­ra sido manumitido) y contra toda violación del pacto. La «fi­ducia” desaparece en la edad postclásica cuando pierden im­portancia las formas solemnes de transferencia de la propiedad.

    2.' El mattuo” (mutuum), era el contrato real por el cual una de las partes (mutuante, mutuo dans) consignaba a la otra (mutuario, mutuo accipiens) una determinada canti­dad de dinero y otras cosas fungibles, transfiriendo la propie­dad y con acuerdo de que le debía ser restituida una cantidad igual en género y calidad (tantundem).

    El mutuo requería la efectiva transferencia de la propiedad y así, pues, el mutuante debía ser propietario de la cosa ob­jeto del mutuo, pero no era necesario la entrega directa ya que bastaba que ella fuese puesta a disposición del mutuario. Por otra parte la «datio” debía fundamentarse sobre la concorde voluntad de las partes para constituir el mutuo, de tal ferina que éste no nacía si existía algún equívoco sobre la causa de la transferencia.

    Dada la naturaleza del contrato el mutuo podía consti­tuirse sólo sobre cosas fungibles y era absolutamente unilate­ral, porque la obligación gravaba sólo al mutuante, y era gra­tuito, porque no se podía obligar a restituir una cantidad superior a la recibida. Si se quería establecer interés (usumae) era necesario crear una obligación independiente mediante una «stipullatio usurarum” que proporcionaba al acreedor una acción separada. Del mutuo nacía solamente una acción para la restitución de la cantidad dada y ésta era la «actio (o con­dictio) certae creditae pecuniae” para ¡ma suma de dinero, y la ~”condictio certae rei” para toda otra cantidad deter­minada de cosas fungibles. Esta última fue llamada por los justinianeos también «eondictio triticaria”, del mutuo de grano (triticumn). Para evitar la necesidad de ejercer dos accio­nes distintas una para el capital y otra para los intereses se acostumbraba a confirmar la obligación del mutuo junto a la que constituía la obligación de los intereses, en una estipula­ción única (stipulatio sortis et usuraruxn) -

    Una figura especial de mutuo era la “pecunia traiecticia” o «foenus nauticum” para sumas destinadas a ser transportadas a través del mar en dinero contante o cambiadas en mercan­cías. En este llamado préstamo marítimo, el riesgo corría a cargo del mutuante, antes que del mutuario, el cual quedaba obligado a restituir tan sólo si la nave llégaba felizmente a su

    destino; los intereses podían ser establecidos por simple pacto y aun en una medida superior a la tasa legal.

    El senadoconsulto Macedomano del siglo 1 d. de C. prohi­bió dar dinero en calidad de mutuo a los .cfiliusfami]ias” los cuales podían así, pues, con una «exceptio senatoconsulti Ma­cedoniani” paralizar el requerimiento de quien le hubiera pres­tado dichas sumas. La obligación, sin embargo, era válida si el hijo hubiera recibido el préstamo en representación del padre o por una autorización tácita de él. Diversas mitigaciones fue­ron poco a poco siendo acogidas, bien para favorecer la capa­cidad de los «fili”, bien para la tutela de los acreedores.

    3.' El «comodato” (utendum dare o comnmodatum), era el contrato real por el cual una de las partes (comodatario) consignaba a la otra (comodante) un bien mueble o inmueble, aunque inconsumible (no consumible), a fin de que ésta usara gratuitamente de ella en el modo convenido y después la res­tituyera.

    También en el comodato el contrato nacía por la entrega de la cosa, pero antes que la propiedad se transfería la simple detentación y por ello podía ser hecho por cualquier poseedor. La gratuidad era una nota esencial del comodato; algunas ve­ces, sin embargo, se configuraba como un arrendamiento de la cosa. El comodatario estaba obligado a no excederse en el uso de la cosa dentro de los límites normales o pactados para no incurrir en un «furtttm mus” y a restituirla en el término con­venido o a exigencia del comodante con todas las accesiones y los eventuales frutos. Su responsabilidad por la conservación de la cosa se extendía, en el derecho clásico, hasta la “custo­dfa”, y en el derecho justinianeo hasta la culpa leve y algunas veces «in concreto”, pero no respondía por el deterioro deriva­do del uso.

    El comodato era un contrato bilateral imperfecto. De él na­cía en favor del comodante para recuperar la cosa una “actio cominodatis, en un principio ~min factum” y después “ni ius, que daba lugar a mm juicio de buena fe. Igualmente le compe­tía al comodatario una tactio comodati contraria”, para cuan­do la cosa le hubiera sido arrebatada intespectivamente o en

    otras hipótesis particulares para las cuales le es concedida el dime retentionis” por los gastos extraordinarios.

    40 El “depósito” (depositum), era el contrato real por el cual una de las partes (depositante) consignaba una cosa mue­ble a otra persona (depositario) que se obligaba a custodiarl;m gratuitamente y a restituirla cuando le fuese exigidá.

    El elemento constitutivo del contrato de depósito era la entrega de la cosa de la cual, sin embargo, el depositante trans­fería al depositario tan sólo la simple detentación y así, pues, era mdiferente que él fuese o no propietario. La función del contrato de depósito consistía en la custodia (servandum dare, custodiendum dare), de tal forma que el depositario no podía hacer uso de la cosa, ya que si no cometía «furtum nene”. La gratuidad era un elemento esencial del depósito ya que si no se transforma en arrendamiento de obra. Sin embargo, se ad­mite que pudiera pactarse una compensación a título de ho­norarios, antes que de prestacmon.

    El depositario debía restituir la cosa con todas las accesio­nes y los eventuales frutos a petición del depositante auh an­tes del término convenido. Por la pérdida o el deterioro de la cosa respondía, en el derecho clásico, sólo en el caso de que hubiera habido dolo, lo cual se eqmparó a la «culpa lata”, y, en el derecho justinianeo respondía hasta la “culpa iii con­creto”; pero si había hecho uso de la cosa era responsable aún en el caso fortuito.

    El depósito era un contrato bilateral imperfecto. El depo­sitante tenía contra el depositario la «actio depositi” que podía ser ~sin factumn” o «in ius” y daba lugar a un juicio de buena fe y llegaba a considerar infame al condenado. A su vez el de­positario podía ejercer la «actio depositi contraria” por los gastos y los daños eventuales producidos por la cosa. En el de­recho clásico se tenía también el «ius retentionis”, pero ello deja de ser considerado en el derecho justinianeo, debiendo restituir la cosa en cualquier momento y en su totalidad.

    Figuras especiales del depósito eran: «el depósito necesa­rio”, el “depósito irregular” y el «secuestro”.

    a) El depósito necesario, llamado .omiserable” por los co­mentadores, era el constituido en un caso de necesidad por tu-

    multo, incendio, naufragio u otra calamidad. No siendo libre la elección del depositario; éste en caso de que no cumpliera la restitución, era condenado al doble del valor (in duplum) -

    b) El depósito irregular, era un depósito de dinero u otra cosa fungible sobre la que le estaba permitido el uso al de­positario, generalmente un banquero, que se obligaba a res­tituir otro tanto y eventualmente con intereses. En el derecho clásico no se diferenciaba del mutuo.

    e) El secuestro, era el depósito de una cosa, aunque fuese inmueble, realizado por varias personas «in solidum”, hacia ¡ni tercero que llamábase «sequester”, el cual debía restituirla a una de ellas al cunmplirse una condición, o por la decisión de un juez. El secuestratario antes que la simple detentación te­nía la posesión de la cosa defendida por los «interdicta” y es­taba obligado a restituirla por la «actio sequestrataria”.

    5.' La «prenda” (pignus), era el contrato real por el cual una de las partes (pignorante) consignaba a la otra (pignora­tario) una cosa en garantía de un crédito, con la obligación para el que la recibía de restituirla cuando el crédito le hu­biera sido satisfecho.

    Hemos hablado ya de la 1trenda bajo su aspecto de derecho real de garantía. Aquí traemos en consideración el vínculo contractual por el cual el pignoratario, llamado acreedor pig­noraticio en cuanto titular del crédito garantizado, se obligaba a restituir la cosa y por ello llegaba a ser al mismo tiempo deu­dor de la cosa hacia el pignorante. Elemento constitutivo de la obligación de la prenda era la «datio” que transfería la po­sesión y era defendida por los `ónterdicta” del pignoratario, el cual, sin embargo, no podía hacer uso de la cosa ya que si no caía en «furtum nene”. El pignoratario respondía por la conservación de la cosa hasta la «culpa leve” y acaecida la ex­tinción del crédito garantizado debía restituirla con todas las accesiones y los frutos eventuales, salvo que éstos no hubieran sido computados en cuenta a los intereses y al capital del cré­dito garantizado (antichresis). Ya hemos visto, hablando de la prenda como derecho real, como venía regulada la relación en el caso del incumplimiento de la obligación.

    El contrato de prenda era bilateral imperfecto, esto es: la obligación recaía toda ella sobre el pignoratario pero, el pig­norante podía ser obligado a responder hasta de “culpa leve” por la inidoneidad de la cosa para servir de garantía y por los gastos necesarios pagados por el pignoratario. Por lo tanto del contrato de prenda nacían dos acciones: una a favor del pig­norante contra el pignoratario para recuperar la cosa después que se hubiera extinguido el crédito garantizado, llamada tac­tio pignoraticia in personam” (para distinguirla de la «iii rem” que correspondía al acreedor pignoraticio para la defensa de su derecho real), y otra en favor del pignoratario contra el pig­norante llamada «actio pignoraticia contraria”.

    5. Los contratos consensuales

    En los contratos consensuales la “obligatio” nacía del sim­ple acuerdo de las partes (consensus), cualquiera que fuese la forma en que se hubiese manifestado. Este valor del ~onsen­timiento como elemento constitutivo de un «contractu” fue reconocido a través de toda la época clásica sólo para cuatro figuras típicas tfel «ms gentitun”. Pero aunque en el derecho justinianeo se reconoce valor contractual a otros acuerdos vo­luntarios, éstos no fueron comprendidos en la categoría tra­dicional de los contratos consensuales, que permaneció así, pues, limitada a la compraventa, arrendamiento, sociedad y mandato.

    Por la absoluta libertad de la manifestación del consenti­miento se conseguía que estos contratos pudieran ser conclui­dos también entre personas no presentes en el mismo lugar (lii-ter absentes), de viva voz, por carta, personalmente o «per nun­cmum”.

    Las acciones derivadas de los cuatro contratos consensua­les, daban lugar a juicios de buena fe.

    1.0 Compraventa (emptio venditio) .—Era el contrato con­sensual por el cual, una de las partes (venditor) se obligaba a consignar una cosa a otra persona (emptor) y ésta se obligaba a pagarle en correspondencia una suma de dinero (pretium).

    Para entender la compraventa romana era necesario tener bien presente que el contrato no implicaba la transferencia de la propiedad de la cosa vendida, como, sin embargo, sucede en el derecho moderno, sino que generaba tan sólo dos obliga­ciones recíprocas, por las cuales de un lado el vendedor tenía el derecho al precio, y, de otro, el comprador tenía el derecho a recibir la cosa. Era así, pues, un contrato bilateral por

    cual nacían dos acciones distintas y contrarias para la reali­zación de los respectivos créditos del vendedor y del compra­dor, pero no efectos reales.

    Para que el contrato fuese perfeccionado bastaba el consen­timiento de las partes sobre la cosa y sobre el precio.

    El consentimiento podía manifestarse de cualquier modo, pero era corriente que se confirnmara el contrato con arras `y documentos escritos, que, sin embargo, tenían mera función probatoria. En la época postclásica, no obstante, si se había convenido realizar un acto escrito, el contrato se perfecciona-ha solamente si, en efecto, él era realizado.

    El objeto de la compraventa llamábase «merx”. La mer­cancía podía ser cualquier cosa mueble o inmueble, corporal o incorporal, presente o futura. Para las cosas futuras se distin­guía la «emptio spei” y la «emptio reí speratae”, según que el objeto radicase en la esperanza de que la cosa se produjese, o bien en la cosa misma que se esperaba que se produjese. En el primer caso, aunque la esperanza no se verificase el comprador estaba obligado a pagar el precio, porque sustancialmente ha­bía adquirido la posibilidad de su existencia; en el segundo, el contrato se consideraba condicionado a la efectiva realización de la cosa. La inexistencia del objeto o su consideración de in­comercialidad hacían nula la venta en el derecho clásico. En el caso de la pérdida parcial de la cosa antes del contrato éste se restringía y se refería, pues, a la parte existente con la re­ducción proporcional del precio. Para las cosas fuera de co­mercio, en cuanto —como ya se ha dicho— la venta no signi­ficaba transferencia de dominio sino sólo creación de obliga­ciones, se admite en el derecho justinianeo que si el compra­dor ignoraba tal incomercialidad el vendedor debía indemni­zarle. Igualmente el vendedor estaba obligado a resarcir el «id

    quod interest” al comprador en el caso de la venta de cosa aje. na, y por ello no se producía la nulidad del contrato.

    El precio debía ser determinado (certumn) o determinable y consistir en una suma de dinero ya que de no ser así había do­nación y no compraventa. Si era remitido al arbitrio de un ter­cero el contrato se consideraba en el derecho justinianeo como condicionado. En el derecho clásico no era necesario que fue­se proporcionado al valor de la cosa (iustuxn) en cuanto «na­tura liter licere contrahentibus se circumvenire”, con tal de que no existiese ánimo doloso y siempre que la venta no signi. ficara un precio irrisorio con el fin de enmascarar una dona­clon prohibida, como entre los cónyuges solía darse. En el de­recho justinianeo se dispuso, sin embargo, que cuando el pre­cio de un inmueble fuese inferior a la mitad del precio justo (laesio enorniis), el vendedor podía obtener la rescisión deI contrato al menos de que él comprador no prefiriese reinte­grar la totalidad.

    Perfeccionado el contrato con el consentimiento sobre la cosa y sobre el precio y si no existían algunas otras condicio­nes, el riesgo por la pérdida fortuita de una cosa pasaba al Comprador (periculum rei venditae statim ad emptorem per­tinet), por lo que éste estaba obligado a pagar el precio aun­que la cosa hubiérase perdido antes de la entrega y aunque el vendedor no fuese el propietario; por otra parte, sin embargo, le correspondía a él todo incremento de la cosa que hubiera te­nido lugar entre la conclusión del contrato y la entrega, «naln et conunodum eius esse debet cuius periculum”. Cuando, sin embargo, el objeto hubiera consistido en cosas fungibles, to­davía no separadas de las del vendedor, el riesgo recaía sobre este ultimo hasta el momento de la separación.

    Del contrato, hemos dicho, nacían dos acciones: una del comprador contra el vendedor (actio empti), y otra del ven­dedor contra el comprador (actio venditi). El contenido de es­tas dos acciones determinaba las recíprocas obligaciones.

    El vendedor estaba obligado, principalmente, a consignar la cosa. Esto es entendido literalmente en el sentido de que su obligación no era sólo aquella de transferir la propiedad de la cosa, sino que se limitaba a transferir sólo la «vacua posees-

    sio” o la pacífica posesión (habere licere), lo cual tenía lugar mediante la «traditio”. Esta, en el derecho clásico, si la cosa era «nec mancipi” y de absoluta propiedad del vendedor, hacia ciertamente que el comprador llegara a ser propietario en tan­to en cuanto la compraventa constituía «justa causa traditio­nis”. Si por el contrario era una «res mancipiz., con la ctradi­tio” el comprador adquiría sólo la posesión hasta la usucapion, dando lugar en éste intervalo a la particular situación prote­gida por el pretor que se llamó «in bonis habere”, y de la cual ya hemos hablado al examinar la propiedad pretoria. No parece, en efecto, que el vendedor pudiera ser constreñido a realizar la «mancipatio” o la «in iure cessio”. En el derecho justinianeo, desaparecida la distinción entre «res mancipi” y «nec mancipi” y las formas solemnes para la transferencia de la propiedad, la «traditio” siempre que la cosa fuese del ven­dedor, transfería en todos los casos la propiedad al comprador. Se discute si en el derecho clásico para tal adquisición era necesario o no el pago del precio o al menos una garantía por parte del comprador; tal pago parece, sin embargo, exigido en el derecho justinianeo, salvo cuando el vendedor se hubiera confiado a la honestidad del comprador.

    En un principio, consignada la cosa, el vendedor no tenía ninguna otra obligación, aunque hubiera entregado una cosa que no le fuera propia y aunque la tal hubiera sido reivindica­da por el propietario (evictio).. Si había realizado la «manci­patio” respondía, sin embargo, con la «actio auctoritatis”. Para crear un vínculo de garantía cuando no existiera «mancipatio o la cosa fuese «nec mancipi” se introdujo el uso de añadir a la compraventa algunas «stipulaciones” accesorias para el caso de evicción, la más común de las cuales llega a ser la «stipu­latio duplae”, con la cual el vendedor se obligaba a devolver el doble del precio. La difusión de estas garantías accesorias fue tal que acabaron por ser consideradas como elemento es­tructural del contrato, así que el vendedor no sólo fue obliga­do a consignar la cosa, sino, también, a garantizar al compra­dor el resarcimiento en caso de evicción total o parcial de la cosa y respondía con la «actio empti” hasta el doble. Además de por la evicción el vendedor respondía de los vicios ocultos

    de la cosa. También en este caso se acostumbró, en un princi­pio, a garantizar al comprador con determinadas estipulacio­nes, con frecuencia añadidas a aquellas para la evicción. Más adelante, para la venta de los esclavos y de los animales los ediles curules, que ejercían la jurisdicción sobre los mercados, concedieron al comprador una «actio redhibitoria” para exi­gir el cumplimiento del contrato o, si así lo prefería, una «actio aestimatoria” o «quanti minoris” para la reducción proporcio­nal del precio.

    Estas acciones fueron más tarde extendidas por Justiniano a cualquier cosa y aun a las inmuebles, mientras que en el dere­cho clásico se había admitido que los vicios ocultos pudieran ser reclamados mediante la «actio empti”, lo que sirvió para actuar contra todas las obligaciones del vendedor.

    La obligación del comprador era la de pagar el precio transfiriendo la propiedad de las monedas. Por otra parte, si el precio no era pagado, él estaba obligado al pago de los intere­ses desde cuando le hubiera sido consignada la cosa, indepen­dientemente de la mora.

    Entre los principales pactos que se podían añadir a la com­praventa recordamos;

    La «lex commissoria”, con la cual el vendedor se reservaba la posibilidad de declarar resuelto el contrato y exigir la cosa si el precio no le había sido pagado en los términos fijados;

    La «in diem addictio”, con la cual el vendedor se reservaba el derecho de rescindir el contrato si dentro de un cierto tér­mino hubiera recibido una oferta mejor;

    El «pactum displicentiae,”, con el cual el comprador se re­servaba la facultad de restituir la mercancía y pretender la restmtucion del precio si dentro de un cierto plazo no hubiera resultado de su agrado;

    El «pacturn de retro emendo” y «de retro venciendo”, con los cuales el vendedor y el comprador, respectivamente, se re­servaban por un cierto tiempo, el derecho de readquirir del comprador o de revender al vendedor la misma cosa por el mismo precio.

    2.0 Arrendamiento (Iocatio conductio) .—Era el contrato consensual en virtud del cual una de las partes se obligaba a

    proporcionar el goce de una cosa (locatio rei) o bien la presta­ción de una serie de servicios (locatio operarum) o de una obra determinada (locatio operis), contra la obligación por parte de la otra de un correlativo en dinero que llamábase «merces”, «pensio” o «canon”.

    En la «locatio rei” y en la “operarum” la parte que entre­gaba la cosa o prestaba los servicios llamábase «locator” y la que recibía «conductor”.

    En la «locatio operis” los términos eran invertidos ya que llamnábase «conductor” a quien estaba obligado a realizar la obra y «locator” a quien la recibía, acaso porque por lo ge­neral tenía la propiedad de la materia con la cual la obra era realizada.

    La «locatio reí” podía tener como objeto cualquier cosa mueble o inmueble, aunque ciertamente inconsumible o, tam­bién, el ejercicio de un derecho real sobre cosa ajena como el usufructo o la superficie. Si era una casa, el «conductor” lla­mábase «inquilinus”, y si era un fundo, «colonus”. El «loca­tor” estaba obligado a hacer que el «conductor” no fuese per­turbado en el disfrute (uti fm) de la cosa, pero el «conduc­tor” era simple detentador en nombre del «locatori', y sin em­bargo, a él le estaba concedido, excepcionalmente, el `cinter­dictum de vi armata” toda vez que hubiera sido `tdeiectus” con la fuerza de las armas, del fundo arrendado. En todo caso él era titular tan sólo de un derecho de obligación que podía ejer­citar exclusivamente contra el arrendador. Así es que si éste vendía la .cosa, el adquirente no estaba obligado a reconocer el derecho del arrendatario, el cual, sin embargo, podía actuar contra el arrendador, para el resarcimiento. Sólo en este senti­do era verdadera la máxima «emptio tollit locatum. El arren­dador estaba, en efecto, obligado a dejar al arrendatario la cosa por el tiempo convenido, que podía ser determinado o indeterminado (locatio perpetua) o, también, para siempre (lo­catio in perpetmn); a responder por la evicción de la cosa; a mantener la cosa en condiciones de servicio normal, sin cam­bios, y a pagar los impuestos.

    El arrendatario estaba obligado a pagar el precio pactado, que tratándose del arrendamiento de un fundo podía consis­

    tir en una parte de los frutos (pare quota), o en una cantidad preestablecida de víveres (pare quanta). En el primer caso se tenía la «colonia partiaria”, que más propiamente se asemeja­ba al contrato de sociedad.

    El arrendatario debía usar de la cosa con la diligencia de un buen padre de familia, y restituirla al finalizar el contrato sin deterioros que no fueran derivados del uso normal. Res­pondía también de la «custodia”. En el derecho clásico si abandonaba el fundo sin una causa justa antes del plazo esta­ba obligado al pago total de la contraprestación, y en el dere­cho postclásico tan sólo del daño realizado. Hacía suyos loe frutos de la cosa con la percepción si el arrendador era pro­pietario; podía subarrendar si no se había pactado lo contra­rio; tenía derecho al resarcimiento en el caso de que no lle­gara a gozar por una causa imputable al arrendador y a la re­misión o al reembolso del precio en el caso de un inipedi­mento derivado de fuerza mayor. En el derecho clásico tenía facultad para ser reembolsado por los gastos necesarios, y en el derecho justinianeo aun por aquellos que fueran considera­dos útiles.

    Si el arrendamiento era a plazó determinado se resolvía, salvo en los casos de desestimiento acordado, al finalizar tal plazo; pero si el arrendatario continuaba gozando de la cosa sin que el arrendador se opusiera se daba entonces una «melo­catio” tácita, con variada duración. Si era a plazo indetermi­nado, por lo general, se transmitía a los herederos y cesaba por la rescisión de una u otra parte.

    Dado que la compraventa romana no era traslativa de la propiedad, a veces era difícil distinguirla del arrendamiento.

    La «locatio operantm”, tenía por objeto servicios general­mente de carácter manual análogos a aquellos propios de los esclavos (operae illiberales), por lo que las actividades profe­sionales como las del maestro, del médico, del abogado ~operae liberales) no se incluía en ella y, por largo tiempo, quedaron sin la protección jurídica, la cual fue determinada tan sólo en la edad imperial por la «eognitio extra ordinem” con él re­conocimiento de un derecho a los «honorarium”. En la `docatio operamum” el arrendador debía realizar las «operae” convem­

    das personalmente y por ello su obligación no se transmitía a sus herederos. La obligación del arrendatario consistía en el pago de la contraprestación establecida y pasaba a sus herederos por lo que la muerte de él no extinguía la relación establecida.

    La «locatio operists”, consistía en el cumplimiento por parte del arrendatario con trabajo propio o ajeno, de una obra de­terminada sobre la cosa del arrendador. El concepto de obra era muy vasto y podía consistir en la transformación, manipu­lación, restauración, limpieza, custodia, transporte de la cosa y, aun en la instrucción de un esclavo. Si la cosa hubiera sido del arrendatario en lugar de arrendamiento había compra­venta; por ello no se daba en la construcción de un edificio, en la cual los materiales podían ser puestos por el arrendata­rio y el suelo por el arrendador de la obra. El arrendador es­taba obligado a realizar la obra convenida según el contrato y si éste o la naturaleza de la obra lo permitía podía realizarla a través de otros o subarrendarla. La obra debía ser hecha en el tiempo fijado o necesario y en el lugar establecido. El arren­datario respondía sólo de la culpa y a veces de la custodia. El arrendador estaba obligado a pagar la contraprestación una vez realizado el trabajo, salvo que hubiera sido convenido de otra forma. El contrato se extinguía con la ejecución de la obra y por la muerte del arrendatario tan sólo si había sido determinado en consideración a su calidad personal.

    El arrendamiento era un contrato bilateral del cual nacían obligaciones a ambas partes y así, pues, dos acciones distintas:

    • La «actio locati”, que correspondía al arrendador contra el arrendatario, y

    La «actio conductis”, que correspondía al arrendatario con­tra el arrendador para la regulación, ambas, de toda preten­sión derivada de la relación creada.

    Una aplicación particular de estas acciones es realizada por la jurisprudencia con respecto a la regulación de las averías consiguientes en el transporte marítimo, que era uno de los tantos casos de la «locatio operis”. Partiendo del complejo de normas consuetudinarias del derecho marítimo Mediterráneo que toma el nombre de «lex Rhodia de iactu” y que regulaba la

    indemnización correspondiente a los propietarios de las mer­cancías arrojadas al mar para aligerar y llevar a cabo el sal­vamento de la nave, se concede a ellos la «actio locati” contra el armador y a éste la «actio conducti” contra los propietarios de las mercancías salvadas, para que contribuyesen en una par­ticipación proporcional, al daño derivado del abandono y he­cho en interés común.

    El mismo principio es extendido a cualquier sacrificio su­frido por las mercancías o por la nave en interés comun.

    3•O Sociedad (societas) .—Era el contrato consensual en virtud del cual dos o más personas (soci) se obligaban entre ellos a poner en común bienes o prestaciones personales para conseguir un fin licito y para ellos ventajoso.

    La voluntad concorde de dar vida a la sociedad y de mante­nerla llamábase «affectio societatis” o «animus co&indae so­cietatis”. La sociedad creaba un «ius quódammodo fraternita­tic” entre los socios, derivado de la forma más antigua de so­ciedad legítima como era el «consortium” familiar. Este se es­tablecía automáticamente entre los «filifamilias” sobre el pa­trimonio paterno indiviso a la muerte del «pater”, o como re­flejo de él era creado entre extraños. Era un instituto del «ms civile” reservado a los «cives”, y que decayó en la época anti­gua, siendo suplantado por la «societas” del `“ius gentium”, en la cual confluirán diversas figuras tanto por su origen como por sus funciones. Los dos tipos principales de sociedad eran:

    La «socíetas omnium borwrum”, en la cual los socios ce­dían sus patrimonios con todos los bienes presentes y futuros, y

    La «societ4zs unius negotii”, en la cual las aportaciones eran hechas para una determinada actividad.

    Si su finalidad iba dirigida a un lucro pecuniario se llama­ban «societates quaestuariae”.

    Cada socio se veía obligado al cumplimiento de las aporta­ciones prometidas. Tales aportaciones podían ser de diferen­te significación entre socio y socio y de diferente naturaleza, en tanto en cuanto uno podía aportar bienes y otro prestacio­nes de trabajo; pero todos debían obligarse a una prestación. La prestación efectiva no era, sin embargo, necesaria para el

    perfeccionamiento del contrato, toda vez que éste era «consen­su contrahitur nudo”. Los bienes conferidos podían consistir en cosas, créditos y uso de cosas. Para las cosas, en el derecho clásico era necesario que fuesen utilizados los modos de trans­ferencia de la propiedad idóneos para establecer sobre ellas el condominio con los otros socios en las cuotas establecidas, excepto que fuese en la «societas omnium bonorum” donde bastaba el simple consentimiento para realizar la transferen­cia. Las ganancias y las pérdidas podían ser diversamente dis­tribuidas según fuesen acordadas y si faltaba el acuerdo se dividían en partes iguales cualquiera que fuese la proporción de las aportaciones. Alguno de los socios podía estar exento de las pérdidas, pero no podía ser excluído de las ganancias, ya que si no se caía en las «societas leonina”, que era nula.

    Cada uno de los socios, salvo pacto en contrario, podía rea­lizar por sí solo los actos de administración para el fin social. Los efectos recaían sobre él, pero tenía la obligación de con­siderar como comunes las adquisiciones hechas y por otra parto el derecho de ser indemnizado por los consocios por las pér­didas que hubiera sufrido en la administración de la sociedad. El tercero que había negociado con él no podía dirigirse con­tra los otros socios, salvo en el derecho justinianeo, a pesar de que las ganancias hubieran recaído en la sociedad. La respon­sabilidad de cada uno de los socios hacia los respectivos con­socios, que en el derecho clásico se limitaba tan sólo al dolo, es extendida en el derecho justinianeo hasta la culpa sin con­creto”.

    A cada uno de los socios le competía contra los otros la «actio pro socio” para el cumplimiento de las obligaciones derivantes de la relación creada entre ellos. La condena que re­cayese sobre algún socio portaba, ciertamente, a la infamia para el que la sufría, pero no se extendía más allá de tales límites (beneficium competentiae). Para la división de las cosas co­munes se podía ejercer la «actio cominuni dividumdumz'.

    La sociedad se disolvía:

    “Ex personisi', principalmente por la muerte o la `ccapitim deminutio” de uno de los socios;

    “Ex rebus”, por la pérdida o consideración de que la cosa objeto de la sociedad está fuera del comercio o, también, por­que se ha alcanzado el fin de ella, e, igualmente, por la imposibilidad o ilicitud del fin;

    «Ex voluntates', por el desacuerdo de las partes (dissensus); por abandono de uno de los socios (renunciatio), con tal de que no fuera por cauca dolosa o intespectiva, y por finalizar el plazo determinado;

    «Ex actione”, por la transformación de la sociedad median­te «stipulatio” o, bien, por el ejercicio de la «actio pro socio”.

    4.~ Mwid ato (mandatum) .—Era el contrato consensual en virtud del cual una de las partes se obligaba a realizar gratui­tamente una gestión que le había sido conferida por otra per­sona. Para los actos realizados por un tercero gracias a su ini.­ciativa y posteriormente aprobados por el interesado, la rati­ficación (ratihabitio), equivale al mandato.

    Quien confiaba la gestión llamábase «mandans” o «doini­nus negotii”; quien iba a realizarla «is qui mandatuni susce­pit” (mandatario) o «procurator”. El mandato y la procura eran en el derecho clásico institutos distintos en tanto en cuan­to que el mandato era la gestión de un servicio singular y se agotaba cuando ésta era realizada; y la procura, por el contra­rio, consistía en confiar por largo tiempo, generalmente al pro­pio “liberto”, la administración del patrimonio total con las más amplias facultades (procurator omniun bonorum). Desde el derecho clásico se reveló la tendencia a considerar al procu. rator” como un mandatario general hasta que en el derecho justinianeo los dos institutos aparecen fundidos y para alguna de las facultades más sobresalientes del antiguo procurator” se exigió un mandato especial, tal como, por ejemplo, para enajenar, presentarse en juicio, etc.

    El mandato podía tener por objeto cualquier gestión, con tal de que no fuese ilícita o inmoral, y podía consistir en ci cumplimiento de una actividad jurídica (adquirir o vender, presentarse en juicio, dar en mutuo, etc.) o de hecho (desem­peñar una administración, construir un edificio, transportar una cosa, realizar una plantación, lavar ropa, etc.). Por lo ge­neral era conferido en interés del mandante o de un tercero,

    pero en ambos casos podía estar íntimamente ligado tambi&i a un interés del mandatario.

    La gratuidad era elemento esencial del mandato y debido a ella se diferenciaba del arrendamiento, de la aceptación que estaba determinada por el «officium”, y de la «anúcitia”. Sin embargo, a veces, se introduce la costumbre de retribuir al mandatario con una remuneración a título honorífico (hono­rarium, munus, salarium), que si se había convenido, podía ser exigida con una «actio in factum” o por medio del procedi­miento «extra ordinemi.

    El mandatario estaba obligado a cumplir el mandato; a no excederse de los límites y de las instrucciones recibidas y, a falta de éstas, a actuar de acuerdo con los intereses del man­dante; a entregar todas las adquisiciones hechas, transfirien­do el dominio con sus frutos respectivos; a restituir lo no gas­tado; a entregar los intereses percibidos y a rendir cuentas de tal manera que nada quedase como beneficio suyo. Podía rea­lizar el mandato no ya personalmente y su responsabilidad, que en el derecho clásico qtiedaba limitada al dolo, fue exten­dida en el derecho justinianeo hasta la culpa leve.

    El mandante estaba obligado hacia el mandatario por los gastos por él contraídos; por las pérdidas sufridas y por los intereses de las sumas anticipadas y debía, asimismo, asumir las obligaciones pasivas por él contraídas en la realización del mandato.

    En las relaciones con los terceros, ya que no estaba admi­tida la representación, el mandatario adquirí; derechos y asu­mía obligaciones personales; sin embargo, como ya hemos vis­to, fueron dadas acciones útiles al tercero contra el mandante y también se concede a éste la facultad de actuar contra el tercero.

    De este contrato, que era bilateral imperfecto, nacían:

    La «actio mandati directa”, para el mandante contra el mandatario y, al menos en el derecho justinianeo;

    La «actio mandati contraria”, para el mandatario contra el mandante.

    La condena en la primera de las dos acciones era infamante.

    El mandato se extinguía poi~ el cumplimiento de la gestión; por la voluntad común; por la revocación del mandante; por la renuncia del mandatario y por la muerte de una “le las partes. Tan sólo en el derecho justinianeo se reconoció validez al mandato consistente en una gestión que babia de cumplirse después de la muerte del mandante (mandatum post mortem). En cuanto a la revocación y la renuncia si la realización de la gestión no se había comenzado el mandante estaba obligado al pago de los gastos anticipados del mandatario y éste por los daños que podían derivarse en perjuicio del mandante.

    Por otra parte, lo primero surgía efecto desde el momento en el cual el mandatario hubiese tenido conocimiento de la revocacion.

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    6. Los contratos innominados / Do `t L~~-4

    Es la categoría de contenido más rico y variado en tanto en cuanto son infinitas las relaciones que abarca. Los contra­tos innominados eran convenciones que producían obligaciones y se transformaban en contrato cuando una de las partes había realizado la prestación a la cual se había obligado; desde aquel momento la otra parte quedaba obligada para la ejecución o tramitación de la suya. Ello le aproxñnaba a los contratos reales en los cuales la obligación nacía de la prestación realizada por un sujeto, pero divergían de ellos por su origen histórico y porque, por lo general, tenían el fin de obtener una cosa di­versa o también diversa prestación.

    Por otra parte, el reconocimiento de los efectos obligato­rios de tales convenciones como contratos es muy tardío, acaso tan sólo sea propio de la edad justinianea. En el derecho clá­sico, siendo considerados como contratos solamente las figu­ras típicas reconocidas por el «ius civile” y por el «ms gen­tium”, a quien había realizado la prestación le correspondía, si la otra parte era incumplidora, una «condictio”~ para recu­perar aquello que había dado, o una «actio doli” para ob­tener el resarcimiento del daño derivado de la prestación he­cha y nada más. Sin embargo, en algunos casos, que podían ser

    considerados junto a las figuras de los contratos ya reconoci­dos, se concede una «actio in factum” para obligar a la otra parte al cumplimiento de la obligación y, también, al mismo fin, una `tactio civilis incerti”, en la cual, no teniendo el com­promiso un nombre específico, se le determinaba mediante una premisa (praescriptio), por lo que se llamaba `cpraescriptis verbis agere”.

    Habiéndose perfilado una noción de contrato que compren­día toda convención lícita, ellas fueron asumidas entre los con­tratos, y más tarde en el derecho justiniatieo, las innumerables hipótesis de contratos innominados, algunos de los cuales tien­den a su vez a configurarae como figuras típicas, fueron sub­divididas en cuatro grupos, tomando como fundamento el di­ferente contenido de las recíprocas prestaciones que implica. ban:

    1) «Do ut des.—Es la transmisión de una cosa para ob­tener otra;

    2) «Do ut faciasi,.—Ea la transmisión de una cosa a cam­bio de una actividad;

    3) «Fado itt des”.—Es el cumplimiento de una actividad para obtener la transmisión de una cosa;

    4) «Facio itt facias”.—Es el cumplimiento de una activi­dad a cambio de otra actividad.

    Cuando una de las partes había realizado su prestación tenía derecho a exigir de la otra el cumplimiento de la con­traprestación mediante la «actio praescriptis verhis”, acción general para todas las convenciones, que a veces, en las fuen­tes justinianeas, se encuentra mencionada también con otros nombres y que era de buena fe. Por otra parte, si la presta­ción realizada consistía en una «datio”, podía exigir la cosa mediante la rescisión del contrato, y, si se trataba de un mjus­tificado retraso, la contraprestación con la `ccondictio ex poeni­tentia” o bien, cuando la otra parte fuese incurnplidora, con la “condictio causa data causa non secuta”.

    Los contratos innominados que principalmente asumieron un aspecto típico fueron: la permuta, el contrato estimatorio, la transación y el precario.

    La Permuta~ (permütatio) .—Ella se daba cuando una parte transfería la propiedad de una cosa a la otra, la cual se obliga­ba a transferir la propiedad de otra cosa. En el derecho clá­sico los Sabinianos quedan considerarla como compraventa; pero, sin embargo, prevaleció la tesis negativa de los Procule­yanos. Profunda era, efectivamente, la diferencia entre los dos institutos, no obstante desempeñar una función análoga; pdn­cipahnente porque el requisito de la compraventa era el pre­cio en dinero, ya que si nó no implicaba la transferencia de la propiedad y se perfeccionaba tan sólo con el consentimien­to, mientras que en la permuta la obligáción nacía mediante la transferencia de la propiedad de una cosa y se perfecciona­ba por la transferencia de otra. Si alguno se obligaba solamen­te a dar o bien daba una cosa ajena el negocio así realizado era nulo. A la permuta fueron, por otra parte, asimiladas las re­glas de la compraventa sobre la evicción, los vicios ocultos y el riesgo a cargo del acreedor. En el derecho justinianeo la per. muta es comprendida entre los contratos «do ut des” y pro­vista de la «actio praescriptis verbis” en lugar de la «actio ¡u factuzn” o de la simple «condictio” correspondiente en el de­recho clásico a quien había entregado la cosa.

    El contrato estimatorio (aestimatum) .—Se daba cuando una de las partes consignaba una cosa a la otra a fin de que la vendiese, y ésta se obligaba a dar el valor determinado o bien a restituir la cosa invendida. Se discutía en el derecho clásico si se trataba de venta, mandato o, bien, arrendamien­to de cosa o de obra. Parece que el pretor concedió ya una «actio in factum” llamada «de aestimato” en favor del pro­pietario de la cosa. En el derecho justinianeo, a través de la «actio praescriptis verbis” podía obligarse al cumplimiento du la prestación que se había determinado.

    La transacción (transactio) .—Era una convención a través de la cual las partes ponían fin a un litigio comenzado o evi­taban su nacimiento, haciendo concesiones recíprocas. En el derecho clásico ella era causa de actos abstractos con los cua­les las partes realizaban transferencias (mancipatio) o asu­mían obligaciones (stipulatio); pero de la convención deter­minada como simple pacto no nacía nada más que una «ex-

    ceptio pactis. Por otra parte, podía ser realizada tan sólo antes de la sentencia del juez. En el derecho justinianeo fue comprendida entre los contratos innominados y provista de una actio praescriptis verbiss” correspondiénte a la parte cumplidora y podía ser realizada sólo hasta que no existiese una sentencia definitiva.

    El Precario (precarium) .—Era un negocio por el cual una de las partes concedía gratuitamente el uso de una cosa ~ de un derecho a otra, la cual se obligaba a restituir la cosa o a cesar en el uso de ella a petición del concedente. La posesión del precarista se consideraba viciada en las rela­ciones del concedente de tal forma que éste en el derecho clásico podía obtener la restitución de la cosa con el dnter­dictum de precario”, además de, naturalmente, con la «rei vindicatio” que le correspondía en cuanto era propietario. Sin embargo, de la relación no nacían efectos obligatorios. Estos fueron reconocidos sólo con el derecho justinianeo cuando el precario fue encuadrado entre los contratos innomi­nados, pudiendo entonces el concedente hacer valer su de­recho de obligación contra el precarista mediante la tfactio praescriptis verbis”.

    7. Los pactos

    El «pactio” o .cpactum”, es definido en las fuentes roma­nas como el acuerdo de dos o más personas (duoruni plurium­ve ¡u idem placitum et consensus). Sin embargo, según el antiguo derecho romano, semejante acuerdo podía generar «obligatio” sólo si era realizado en las formas indicadas por el «ius civile” o por una de las causas reconocidas por el «inc gentium”, ya• que de otra forma no producía efecto, y de aquí proviene la máxima «nuda pactio obligationem non parit”.

    No obstante, el derecho pretorio y el imperial reconocie­ron cada vez más intensamente cierta protección a los pactos que no fuesen contra las leyes o en fraude de una de las par­tes, concediendo así una cexceptios en favor del contratante

    cuando la otra parte actuaba judicialmente en contradicción a los acuerdos determinados (exceptio pacti conventi). Ello sucedía generalmente cuando el pacto se adhería a un con­trato principal, pudiendo ser concluido en el momento del contrato (ex continenti), o posteriormente (ex intervallo). En este segundo caso tenía, sin embargo, eficacia sólo si se daba en favor del contratante. El más típico de ellos era el «pac­tum de non petendo”, con el cual, como ya hemos visto, el acreedor se comprometía a no exigir al deudor el pago. Para los pactos accesorios “ex continenti” a un contrato, que daba lugar a un juicio de buena fe en el que debía el juez valorar «ex fide bona” el comportamiento de las partes y, así, pues, sus acuerdos, el actor y el contratante podía hacerlos valer directamente. En otros casos el pretor concedió una acción, por lo general sin factum”, con el fin de asegurar la protec­ción a las relaciones que tenían su fundamento tan sólo so­bre un acuerdo de las partes, independientemente de la exis­tencia de un contrato al cual se había adherido.

    En el derecho postclásico y justinianeo se dio aún mayor reconocimiento a los «pacta”, que aunque eran accesorios a tma «stipulatio”, fueron considerados inherentes a ella, y fue, por último, concebido como «pactum tacitum” cualquier acto del cual fuese posible deducir una determinada voluntad. Por otra parte, por la desaparición del procedimiento formulado, por la fusión entre el derecho civil y pretorio y por la ampli­tud conseguida por la noción del contrato, los pactos fueron sustancialmente asimilados a los contratos y cada uno de ellos es estimado como un auténtico «pactum”.

    Los «pacta” tenían, sin embargo, una función más amplia que la de los típicos contratos, pudiendo crear no sólo rela­ciones de obligación sino, aún, constituir algunos derechos reales. En el derecho justinianeo, la parte que hubiese rea­lizado la prestación a la cual estaba obligada por el «pactum” podía siempre, si faltaba una acción particular de tutela de la relación, exigir el cumplimiento de la contraprestación me­diante la «actio praescriptis verbis”, en cuanto el pacto valía como contrato innominado.

    Entre los pactos más importantes recordamos, por haber­lós ya descrito, además del «pactum de non petendo”; el «pac­tumn hypothecae”; los pactos para la constitución del usu­fructo y de las servidumbres; el «constitutum debiti alieni” y el de «debiti propri”; los pactos accesorios a la compraventa y, entre los que en seguida veremos, el «pactum donationism, nacidos todos ellos en épocas diversas, desde la edad clásica al derecho justinianeo, y con diferentes protecciones.

    Particular mención se hará aquí de algunos otros pactos que creaban relaciones especiales como el juramento volun­tario, el compromiso y el «receptum”.

    Se daba el juramento voluntario (iusiurandum volunta­rium) cuando las partes litigantes se ponían de acuerdo para dirimir la controversia haciéndola depender del juramento de una de ellas. Para la realización del pacto quedaba espe­cificada una «exceptio” y una «actio in pactum”.

    Se daba el compromiso (compromissum) en tanto en cuan­to las partes se ponían de acuerdo para someter la decisión de una controversia a un tercero, llamado «arbiter”. En el derecho clásico, para constreñir a las partes a observar el compromiso existían estipulaciones penales; mientras en el derecho justinianeo fueron concebidas una texceptio” y una «actio in factum” que proporcionaron eficacia al pacto en sí mismo.

    Se daba el «receptum” cuando, mediante un pacto, una de las partes asumía una responsabilidad; así, en el «recep­tum arbitri”, cuando alguno se obligaba a actuar como árbi­tro en una controversia; en el «receptum argentarii” (fundi­do por Justiniano con el «constitutum debiti”), cuando un banquero se obligaba a pagar una suma por cuenta de un cliente; en el «receptum nautarum”, «cauponums, «stahula­riorum”, cuando los armadores de una nave, los posaderos o los encargados de las caballerizas asumían una responsabili­dad particular por la sustracción o el daño de las cosas a ellos confiadas. En todos estos casos ya en el derecho clásico el pretor concedía a través de su edicto una acción para hacer cumplir las responsabilidades a quien se había comprometido.

    8. Las promesas unilaterales

    Por cuanto ya hemos visto hasta aquí resulta que las obli­gaciones derivadas del contrato exigían un acuerdo de las voluntades Tan sólo y excepcionalmente en el caso de la «do-tic dmctio” y de la «promissio iurata liberti” se daban pro­mesas unilaterales, «uno loquente”, que se consideraban entre los contratos por la solemnidad de la forma. A estas dos ex­cepciones se pueden, sin embargo, sumar otras dos, que en cierto sentido significarían para ellas lo que los «pacta” sig­nifican pará los contratos, y éstas son el «votum” y la «polli­citatio”, que no son ciertamente contratos, sino promesas uni­laterales, y de las cuales, excepcionalmente, nacía una obli­gación.

    El «votum” era una promesa unilateral hecha a una di­vinidad, en la cual el sacerdote parece que podía actuar con­tra el que prometía para obligarlo a la prestación prometida.

    La «pollzcztatw” era una promesa unilateral de edificar una construcción pública o de entregar una suma a una ciu­dad por una «iusta causa”, como, por ejemplo, por haberle sido otorgado o que se le va a otorgar un honor (ob honorem decretum vel decernendmn), o un gesto de liberalidad. Ella podía ser obligada a su cumplimiento mediante la «cognitio extra ordsnem” y la obligación nacía, según la causa, desde el momento de la promesa o bien desde aquel en el cual se había comenzado su incumplimiento Se discute si era nece­saria la aceptación. La obligación se transmitía en algunos casos a los herederos.

    CAPITU~LO III

    LAS OBLIGACIONES NACIDAS «QUASI EX CONTRACITJ”

    Como ya hemos señalado, la denominación de esta cate­goría de obligaciones se atribuye a los justinianeo8, que bajo

    tal forma comprendieron diferentes figuras de obligaciones las cuales derivaban de hechos lícitos y podían ser identifi­cadas a algunos de los contratos. Entre ellos, sin embargo, te­nían de común tan sólo el hecho de no ser ni contratos, ni delitos. De ellas se dice que nacían «quasi ex contracta” y los intérpretes terminaron por llamarlas «quasi contratos”. En­tre ellas, en el derecho romano, se encontraban: la gestión de negocios, la tutela, los legados «per damnationemz. y «si­nendi modo”, el pago de lo indebido, la comunidad inciden­tal y la «interrogatio in iure”.

    a) La gestión de negocios (negotiorum gestio) consistía en la asunción de la administración de uno o más negocios ajenos sin que se hubiera recibido el mandato para ello. La persona que administraba llamábase «negotiorum gestor”; aquella en cuyo interés era realizada la administración ce llamaba «dominus negotii”.

    Reconocida en un principio para los casos particulares, fue protegida por el pretor con una «actio negotiormn gesto-mm”, que era de buena fe y considerábase «directa”' cuando estaba dirigida contra el gestor; «contraria”, cuando era di­rigida contra el «dominus”. Tal instituto fue recogido en el sus civile” y, no obstante faltar el acuerdo contractual fue siempre equiparado en sus efectos a la figura del manda­to, con el cual tenía muchos presupuestos en común.

    De la relación, que era bilateral, nacían obligaciones reci­procas. El gestor estaba obligado a llevar a cabo el negocio que había comenzado: a dar cuenta de él; a transferir al «dominus” todos los efectos. Su responsabilidad se extendía generalmente hasta la culpa leve, pero se restringía al dolo y a la culpa lata si el negocio no permitía retardo alguno (necessitate urguente), y se extendía, aún, al caso fortuito si era de aquellas gestiones a las que el «domninus” estaba acos­tumbrado a realizar. El «dominus” estaba obligado a su vez a reconocer la gestión que le hubiera sido realizada con utilidad; a librar al gestor de las obligaciones asumidas con motivo de la gestión; al resarcimiento por los gastos y los daños presentes y futuros.

    Se consideraban requisitos esenciales:

    a) uno o varios, actos de administración que podían con­sistir en una actividad jurídica o material y referirse a todo el patrimonio del «dominus,;

    b) la inalienabilidad del negocio realizado;

    c) la falta de mandato;

    d) la utilidad del «dominus”_, entendida en el sentido de que él debería de haber realizado el acto, pero no de que tal acto debía de dar necesariamente un resultado útil.

    Por lo general, era por otra parte exigido: el «animus allena negotma gerendi”, esto es, la intención del gestor de realizar la administración no en beneficio propio, sino en beneficio ajeno. Sin embargo, se admite en el derecho justi­nianeo que cuando hubiera sido realizada en interés del pro­pio gestor, pero que igualmente hubiera sido beneficiosa aun para el «dominus,~, la gestión fuera considerada en los lími­tes del enriquecñnjen~0 que hubiera presupuesto Si el ido­mninus” estaba en conocimiento de la gestión comenzada y no se opoma a ella, ésta se transformaba en mandato. Si, por el contrario, se daba la gestión «prohibente domino”, en el derecho clásico se discutía en qué medida correspondía la acción al gestor; pero en el derecho justinianeo le es negada del todo. En todo caso la «rátihabitío” de la gestión equiva­lía al mandato.

    Un caso particular de gestión se daba cuando alguno to­maba a su cargo el entierro de un muerto, no pietatis cau­sa”, sino sustituyendo a quien estaba obligado, pudiendo en tal caso exigir de éste el reembolso de los gastos que tuvieron lugar, con la «actio funeraria” ejercitaMe aunque hubiera sido expresamente «prohibitio” el entierro.

    b) La tutela de los impúberes daba lugar, por lo que se refiere a la cuestión patrimonial, a una relación de gestión de negocio en la cual el tutor actuaba como gestor. La ac­ción correspondiente al pupilo contra el tutor, que llamábase «actio tutelaei”, era sustancialmente tina «actio negotiorum gestornm,,; y hasta que no se admite una «actio tutelae” con­traría, ejercitable contra el pupilo por los honorados de la

    gestión, el tutor frente a él ejercitaba una «actio negotiorum gestorum”. En el derecho justinianeo las obligaciones recí­procas fueron encuadradas, como la «negotiorum gestio”, en­tre las que nacían iquasi ex contractu”.

    Lo mismo se puede decir para las obligaciones derivadas de la gestión de los tutores del demente, del pródigo, del me­nor de edad, que en el derecho clásico se hacían valer con una «actio negotiorum”, probablemente concedida oficialmen­te, y en el derecho justinianeo mediante una «actio in per­sonam” dirigida contra el heredero. De todo ello hablaremos mejor al tratar de las sucesiones.

    c) El pago de lo indebido (indebiti solutio) se daba cuan­do alguno, considerándose obligado a entregar una suma o una cosa, la hubiera transferido a la persona que se conside­raba acredora. Habiéndosé transferido la propiedad y no pu­diéndose así, pues, ejercitar la «reivindicatio”, le era conce­dida, a quien había pagado, una «actio in personann” bajo el nombre de «condictio indebiti”. La relación nacida del he­cho del pago se consideraba, pues, como una obligación, que según Gayo se constituía «re”, como en el mutuo. El funda­mento de la obligación de Justiniano es, por el contrario, situado en el indebido enriquecimiento de quien había reci­bido la prestación no debida y que estaba obligado a resti­tuirla con las accesiones y los frutos. El pago podía ser inde­bido por falta o nulidad del crédito; porque contra él se había opuesto una «exceptio”; porque debía ser realizado por otra persona o a una persona diversa; porque tratándose de una obligación bajo condición (condicionada), ésta, sin embargo, no era verificable. En tales casos, no obstante, como veremos en las obligaciones naturales, el pago indebido era irrepeti­ble y así, pues —al menos en el derecho justinianeo—, si ha­bía sido realizado sin error, considerado como una donación.

    Por analogía con el pago indebido pueden ser cómpren­didas entre las obligaciones nacidas cuasi contrato otros ca­sos, en los cuales se daba una «datio” que hubiera llevado, a quien había recibido la transferencia de la propiedad, a un enriquecimiento injustificado por falta o ilicitud de la

    causa. En tutela de la obligación así nacida es determinada una ccondictio”, la cual se cualificaba diversamente en las diferentes hipótesis. Recordamos aquí:

    La condictio ob causam datorum”: llamada también por los justinianeos .scondictio causa data causa non secuta”, ejercitable cuando se había transferido la propiedad de tma cosa en vista de una contraposicÍón que más tarde no había sido realizada, como en los contratos innominados, o de un suceso que después no se había verificado;

    La «condictio ob turpem vel ininstam causam”: ejercita­ble cuando se había entregado para una causa desaprobada por la ley, o bien para que otros realizaran un acto contrario a la. moral o al derecho, o para que se abstuviese de cumplir­lo mediante una compensación. La inmoralidad debía ser sólo de quien hubiese recibido, por otro lado en «pan causa tun­pitudinis melior est condicio possidentis”;

    La «condictio sine causa”: ejercitable cuando se había dado para una relación inexistente, imposible o cesada.

    d) La “comunidad incidental de bienes” (communio in­cedens), que ya hemos visto al tratar del condominio o co­propiedad como un derecho real, era fuente de relaciones obligatorias entre aquellos que sin su propia voluntad, por herencia u. otra causa, se vieran cualificados como copropie­tarios de una misma cosa; en una situación análoga así, pues, a la que se daba en la cpmunidad establecida por un con­trato de sociedad. Aun en este caso la «actío communi di­vidundo”, o tratándose de coherederos la «actio familiae er­ciscundae”, servía para regulan la división de los beneficios, de los gastos y de los daños; a ella se afiade en el derecho justinianeo la «actío negotiorum gestorum”. Las obligaciones recíprocas (praestationes personales) entre copropietarios en la comunidad incidental de bienes son consideradas por Ju~­tiiano como derivadas del cuasi contrato.

    e) La dnterrogatw in jure” consistía, en el derecho clá­sico, en una pregunta hecha bien por el pretor o por el actor en la fase Sn ¡une” del proceso, al contratante, sobre una circunstancia importante para la decisión de la controversia.

    El contratante quedaba vinculado por su mresponaio”. En el derecho justinianeo, desaparecida la distinción entre la fase «in iure” y la «apud iudicemt, la pregunta podía ser hecha en cualquier momento del proceso y llegaba a ser un medio de prueba válido para todo caso, considerándose la respuesta como fuente de una obligación “cuasi ex contractu” que li­gaba al contratante al actor.

    CAPITULO IV

    LAS OBLIGACIONES NACIDAS DEL DELITO

    1. Nociones generales

    Junto al contrato y en contraposición, sin embargo, a él, la otra gran fuente de las obligaciones era, en el derecho ro­mano, el «delicttun”.

    En la edad primitiva el acto delictivo hacía legítima la venganza privada, que más tarde quedó limitada al talión. Después, la venganza fue sustituida por una “composición”, en un principio voluntaria y después legal, que se transfor­mó en pena pecuniaria, fija para cáda tipo de delito, im­puesta por el juez sobre la acción del ofendido y en favor de éste. Del delito nacía, pues, una «obligatio”, que ligaba al ofensor y al ofendido y tenía como objeto tina pena pecu­niaria de carácter privado que habría de ser pagada a la parte lesionada, la cual tenía por otro lado derecho a proce­der para obtener el resarcimiento cuando hubiera habido también un daño patrimonial.

    También otros muchos delitos llegaron a ser considerados desde la época remota como lesivos de un interés de la co­lectividad, dando lugar a una pena pública, la cual podía ser corporal o patrimonial, y esta última dispuesta en favor del erado. La esfera de los delitos públicos, que llamábanse «en­mina”, se fue poco a poco extendiendo y absorbió más tarde

    muchos de los antiguos delitos castigados con la pena priva-”la, dejando a véces existir a ésta junto a la pena pública.

    La categoría de los delitos privados, que llamábanse «le­licta” o .,maleficia”, se va, por consecuencia lógica de lo an­terior, reformando, así que en la edad clásica y justinianea sólo comprendía cuatro figuras de culpabilidad: el hurto, la rapiña, el daño y la injuria, en las que la represión fue de­jada a la iniciativa de la parte lesionada, a cuyo favor se extendía una pena pecuniaria. Ella constituía el residuo de la antigua «composición” y tenía una función punitiva, bus­cando principalmente la expiación, mientras que con los otros medios el ofendido buscaba el resarcimiento del daño sufrido. Sólo en el derecho justinianeo, cuando para casi todos los delitos fue establecida u~a pena pública, la antigua pena pnm­vada asume igua~mente ~a función de resarcimiento.

    El estudio de los «cnimina” corresponde principalmente al derecho público romano, mientras que es objeto de nuestro estudio sólo los «delicta” en tanto en cuanto son fuentes de obligaciones, esto es: aquellos actos ilícitos que se continua­ron considerando lesivos tan sólo de un interés privado.

    Como en todo acto ilícito, se exigía, para que existiese «lelictumnz', y así, pues, obligación, la lesión de un derecho y la voluntariedad del acto, esto es: la culpa.

    Las obligaciones nacidas del delito tenían la característica de la acumulatividad, ya que si varios eran los culpables de un mismo delito cada uno era obligado por la totalidad de la pena; y de la intransmnisibilidad, por la que no se trans­fería ni activa ni pasivamente a los herederos. Sin embargo, la intransmisibilidad activa, esto es, aquella en favor de los herederos del ofendido, es más tarde limitada a aquellos ca­sos en los que era más evidente la función vindicativa de las acciones (actiones vindicatam spirantes), mientras la intrans­misibilidad pasiva, esto es, aquella que recaía sobre los he­rederos del ofensor, es mantenida, concediéndose, sin embar­go, al ofendido la facultad de actuar para obtener cuanto le hubiera sido dañado por consecuencia del delito. Para todas las obligaciones nacidas del delito imperaba, por otra parte, el principio por el cual si el acto delictivo había sido come-

    tido por un dilius-famnilias” o por un esclavo, de él respon­día aquel que tuviera la potestad en el momento en que fuera ejercida la acción, que pon tal motivo llamábase tactio noxali”. El que ejercía la potestad podía, no obstante, libe­rarse de la obligación abandonando al culpable a la venganza del ofendido (noxae debitio), y de no ser así sufría la pena pecuniaria. Esta facultad se mantuvo hasta el derecho justi­nianeo para los esclavos, mientras que desde la época clásica los .dilii” tuvieron que responder personalmente, razón por la cual Justiniano abolió para ellos la «deditio” y admitió la acción directa. El principio de la .tactio noxalis se aplica­ba también a los daños cometidos por los animales domés­ticos sin culpa del patrón.

    Las acciones con las cuales se podía actuar eran penales, neipersecutonias y mixtas. Con las actionea poenales” se exi­gía el pago de la pena pecuniaria privada. Con las «actiones reipensecutoriae” se exigía el resarcimiento de lo ilícito en el campo de los contratos. Las unas y las otras, al menos en el derecho clásico, se podían acumular. Las «actiones mnixtae” iban dirigidas a exigir al mismo tiempo el resarcimiento y la pena. El valor clásico de esta distinción fue en parte .1-terado en el derecho justinianeo por intnoducirse el concepto de que la pena, calculada en un múltiplo del valor de la cosa en el momento del delito, comprendiese también el re­sarcinuefltO.

    2. Ellwrto

    La noción del hurto (furtunm) fue para los romanos más amplia que lo es en el derecho moderno. Ella, después de la edad republicana, comprendía, en efecto, no sólo la subs­tracción fraudulenta de una cosa mueble ajena (funtum rei), sino también el uso ilícito (funtum usus) o la apropiación indebida (furtum posaessionis) de una cosa mueble que se detentase con el consentimiento del propietario. Las diferen­tes hipótesis son expresadas por los romanos con la palabra «contrectatio”, que significaba desde la separación material

    (amnotio) a la simple manifestación de un canibio de la yo­Imitad respecto a una cosa que desde un cierto momento se deseaba poseer para sí (intervetere possessionem).

    El hurto se fundamentaba sobre un elemento objetivo que era precisamente la «contrectatiot, y sobre un elemento sub­jetivo, llamado animus furandi”, que se manifestaba en la dolosidad del acto y en el fin de lucro.

    De aquí proviene la definición: «furtum est contrectatno rei fraudolosa lucni faciendi gratia vel ipsius rei ve1 etiam usus eius possessionisve”.

    El acto debía ser contrario a la voluntad del titular de un derecho sobre la cosa, ya fuese éste el propietario (invito domino), o bien cualquiera que tuviera interés en la conser­vación de ella como el arrendatario, el comodatario, el acree­dor pignoraticio...

    Se admite también que el mismo propietario respondiera de hurto si había sustraído la cosa propia a quien tenía so­bre ella un derecho real o de retención por la posesión de buena fe. No fue, sin embargo, aceptada la opinión de que se pudiera cometer el hurto de un inmueble. Sí era posible, no obstante, el hurto de una persona libre.

    Se daban diversos tipos de hurto que implicaba cada uno de ellos una diversa responsabilidad. La más importante dis­tinción, conocida ya por las XII Tablas, era aquella entre «furtum manifestum”, cuando el ladrón era cogido en fla4 grante delito, y el «furtumn nec manifestumi'. Si era reali­zado el hurto de noche, el ladrón podía ser matado aunque se hallara desarmado; si de día, tan sólo si iba armado y la persona robada hubiera pedido socorro infructuosamente. Este último elemento fue exigido en el derecho justinianeo también para poder matar al ladrón nocturno.

    Antiguamente, para el ladrón manifiesto existía la pena capital; en las XII Tablas, el azotamiento y la «addictio” al robado; más tarde, la pena del cuádruple del valor de la cosa, si se exigía con la «actio furti manifesti”, mientras en todo otro caso se tenía derecho a la pena del doble con la actio furti nec manifesti”. En algunos casos particulares la pena se elevaba hasta el triple o el cuádruple y recaía tam­

    bién sobre los que hubieran ayudado al ladrón en la reali­zación de su delito. La «actio furti” se podía igualmente ejer­citar contra los instigadores y los cómplices. Para recuperar la cosa el lesionado podía ejercitar la ireivindicatio” o bien la «condictio furtiva”, la primera como una acción real al es que era propietario, y la segunda como una acción perso­nal que implicaba al ladrón la obligación de restituir la cosa robada (ésta era un tanto anormal respecto a las otras «con­dictiones” en cuanto no era concebible la obligación de dar una cosa de la cual el acreedor fuera ya propietario).

    En el derecho justinianeo la «actio furti” es la única ac­ción que había conservado estricto carácter penal, permane­ciendo distinta de las acciones de resarcimiento y acumulables con ella para obtener la pena pecuniaria, que era del cuá­druple para el hurto manifiesto, y del doble en todo otro caso y contra cualquier persona. La «actio furti” llevaba .t la infamia al condenado. Le correspondía también a los he­rederos del que hubiera sufrido el hurto, pero no se ejercía contra los herederos del ladrón, hacia los cuales, por otra parte, se tenia el derecho de dirigir la «condictio furtiva” en cuanto se les hubiera prevenido.

    3. La r~piim

    La rapiña (vi bona rapta) se diferenció del hurto hacia el final de la república, constituyendo una hipótesis de él agravada por la violencia ejercitada por el ladrón, con el auxi­lio. de otros o bien solo. De ella nacía una «actio vi bonorum rapto~um” que implicaba una pena del cuádruple del valor de la cosa si ella era ejercida en el plazo de un año, y del «simplum” si más tarde del año. La acción era infamante para el condenado, y en el derecho clásico tenía carácter exclusi­vamente penal, siendo distinta de las acciones para el resar­cimiento y con ellas acumulable; sin embargo, en el derecho justinianeo asume carácter mixto, comprendiendo al resar­cimiento dentro del mismo cuádruple, del cual tres cuartas par­tes eran consideradas como pena y un cuarto como resarcmuen­

    • to. Por otra parte, en el derecho clásico, el robado que ha­bía ejercitado la actio furth podía igualmente ejercer Ja «actio vi bonorum raptorum”, al menos dentro de ciertos 11-mites que no son bien conocidos; en el derecho justinianeo sólo hasta la concurrencia del cuádruple. Igualmente del cua­druple se respondía por las cosas de las cuales se hubiesen apoderado violentamente aprovechándose de un desastre (in­cendio, naufragio, etc.).

    4. EIdOAO

    El daño (damnum iniunia datum) era la figura más ge­neral del delito privado y la fuente más significativa de las obligaciones nacidas de un acto ilícito. Puede defiuirse como:

    la lesión o destrucción de la cosa ajena realizada con dolo

    o culpa; y se diferencia del hurto, principalmente, en que no presupone provecho alguno para el que lo realiza, y de la injuria en que no lleva consigo una ofensa personal sino perjuicio patrimonial. El desenvolvimiento de este delito pro­cede de la Lex Aquilia, del siglo iii o u a. de C., la cual completó algunas figuras particulares ya existentes en las XII Tablas (“actio de pauperie”, por los daños producidos por los cuadrúpedos; «actio de pastu pecoris”, por los daños producidos en el pasto sobre el fundo ajeno; “acto de ar­bonibus succisis”, por la corta de los árboles y el daño a las plantaciones; actio de aedibus incensis”, por el incendio de una casa). La Lex Aquilia establecía en tres capítulos:

    1) que quien hubiera «iniuria” matado a un siervo ajeno o a un animal perteneciente a un rebaño ajeno debía al propie­tano el valor máximo que tuvieran en el último año; 2) que quien en calidad de tadstipulator” hubiera por fraude libe­rado al deudor, debía al acreedor el valor del crédito; 3) que quien hubiese «iniuria” infligido daños a cosas ajenas debía al propietario el valor que ellas tuvieran en el último mes.

    Partiendo del primero y del tercer capítulo, la junispru­dencia amplió notablemente la esfera de aplicación de la ley ya sea con la introducción de nuevas hipótesis del daño y la

    concesión de acciones en casos y a personas no previstas, ya sea con la extensión de la valoración del daño al interés directo o indirecto que la cosa tenía para el propietario.

    Para la aplicación de la ley se exigía: e) una acción po­sitiva que hubiera proporcionado un daño, no bastando la simple omisión; b) que la acción fuese realizada «iniunia”, esto es, no en el ejercicio de un derecho o por autorización del propietario, ni por necesidad o legítima defensa; c) que existiese dolo o al menos culpa, aunque ésta fuese mínima (in lege Aquilia et levissima culpa venit); d) que existiese un «damnum corpori datum”, esto es, materialmente ocasio­nado por la gente y de tal naturaleza que dañara directa­mente a la cosa; e) que existiese un nexo de causalidad entre la acción y el daño.

    Pero ya en el derecho clásico y aún más en el derecho justinianeo se admite que se pudiera actuar con acciones úti­les o «in factum” por los daños realizados no «corpore” o no «corpori”, esto es, indirectamente.

    La «actio legis Aquiliae” correspondía sólo al propietario de la cosa, pero, al menos en el derecho justinianeo, fue con­cedida una «actio in facturn”, creada sobre el modelo de la anterior, al poseedor de buena fe, al acreedor pignoraticio, al usufructuario, al usuario y al colono. Si el demandado confesaba, la acción llevaba a la condena «in simplusn”; si, por el contrario, negaba sin fundamento (infitiatio), la con­dena era «in duplum”, según el principio «lis infitiando cres­cit iii duplum”, acaso sancionado por la ley misma para esta acción y más tarde extendido también a otras. En el derecho justinianeo se consideró como auténtica negativa el no pagar espontáneamente, y de aquí que cuando era necesario ejer­citar la acción la pena era siempre «in duplum” y compren­día tanto a la pena como al resarcimiento. En suma, en el derecho justinianeo, fue concedida urna «actio in factum ge­neralis”, que análogamente a la «actio praescniptis vermes en materia contractual, asume, en sustancia, la función de una acción de resarcimiento por cualquier daño extracontractual así, pues, producido por culpa de alguien.

    5. La injuria

    La injuria (iniunia), entendida en el sentido específico, era una lesión física infligida a persona libre o esclava, o cual­quier otro hecho que significara un ultraje u ofensa (contu­melia). La noción se fue ampliando hasta llegar a compren­der no sólo los golpes, los ultrajes al pudor, las difamaciones verbales o escritas, la violación de domicilio sino cualquier lesión al derecho de la personalidad, y el impedimento al uso de una cosa pública.

    Las injurias se consideraban «atroces” cuando asumían par­ticular gravedad por la naturaleza del hecho (ex facto), por el lugar (ex loco), o por la posición social del ofendido (ex persona).

    Las lesiones personales ya fueron determinadas por las XII Tablas, la cual admitía por la separación de un miembro o la inutilización de un órgano (membrum ruptum), el talión, esto es, una venganza igual, salvo la composición voluntaria; y sancionaba por la fractura de un hueso (os fractum) una composición fija de trescientos ases si había sido causada en un hombre libre, y de ciento cincuenta si a un esclavo; y para las lesiones menores una indemnización de veinticinco. Más tarde el pretor, con un edicto general y algunos de ca­rácter particular, sustituyó en estos casos y concedió en otros una «actio iniuniarum” llamada «aestimatio”, con la cual cl ofendido recibía una pena pecuniaria por él mismo estimada en relación a la ofensa recibida, salvo eventuales reducciones aportadas por el juez, el cual juzgaba «ex bono et aequo”. En las mjunas atroces la «aestintatio” era hecha por el pre­tor. La condena era infamante y la acción no se transmitía ni activa ni pasivamente a los herederos.

    Las injurias atroces infligidas a un esclavo se considera­ban hechas al señor, el cual actuaba por sí mismo. Igualmen­te se podía actuar por sí mismo por las ofensas hechas a los hijos que estuvieran bajo su propia potestad, a la mujer, a la prometida, a la memoria o al cadáver de la persona de la cual se fuese heredero, mientras en algunos casos era concedido

    el actuar también a la persona libre de toda potestad. A veces las acciones se acumulaban.

    Por otra parte, a partir de la «lex Cornelia de iniuriis” del último siglo de la república y para casos siempre más nume­rosos en la edad imperial, la represión pública concurre con la persecución privada. El ofendido tenía así abierta urna do­ble vía: «criminaliter agere vel civiliter”. En el derecho justi­nianeo la «actio inuriarum” pierde el carácter de acción ex­clusivamente penal, para comprender, aún, el resarcimiento del daño.

    CAPITULO y

    LAS OBLIGACIONES NACIDAS DEL CUASI DELITO

    En la clasificación cuatripartita de Justiniano sobre las fuentes de las obligaciones son calificadas como nacidas del cuasi delito algunas obligaciones que derivan de hechos con­siderados ilícitos por el pretor, y por los cuales se incurría en una pena pecuniaria. Los casos recordados por Justinia­no son:

    1.0 «Ej fusum et deiectiim”, que se daba cuaiido desde un edificio fuese lanzada a un lugar público cualquier cosa por la cual se hiciera un daño. La acción correspondía contra el inquilino, y cuando fuesen varios todos ellos eran considera­~dos solidarios. La pena era el doble del valor del daño rea­lizado a las cosas y dependía de la estima judicial para las heridas hechas a un hombre libre, y se elevaba a cincuenta mil sestercios (o cincuenta áureos en el derecho justinianeo) por la muerte. En el derecho justinianeo se exigía, sin em­bargo, la culpa.

    2.0 «Possitum et sus pensum”, que se daba cuando era ex­puesta o suspendida al exterior de un edificio una cosa que podía caer en suelo público ocasionando un daño. La acción

    correspondía a cualquier ciudadano y se ejercitaba contra los inquilinos solidariamente. La pena era de diez mil sester­cios (o diez áureos). También en este caso se exigía en el de­recho justinianeo la culpa.

    3~o «Si iudex litem suam fecerit”, que se daba cuando el Juez por dolo, y más tarde también por negligencia, hubiera emitido una sentencia fraudulenta o errada. Se podía ejercer en contra suya una acción para el resarcimiento del valor del litigio.

    4•o Responsabílí~-j,~,,~ del «nauta”, «caupo” e «stabularium”. Independienteme~~~ de la responsabilidad contractual asumi­da con el ~”receptum”, los armadores, posaderos y encargados de las caballerizas respondían con el doble del valor por los hurtos o daños cometidos por sus propios dependientes sobre las cosas de los clientes, aunque ellas no hubieran sido con­signadas. La responsabilidad se hacía derivar de la «culpa n eligendo”.

    A estos cuatro casos se pueden sumar otros no considera­dos por los justinianeos entre las obligaciones «quasi ex de­licto”, pero cuyos elementos son análogos:

    a) Responsabilidad del agrimensor que, como árbitro de una controversia o en una división o en un dictamen pericial, hubiera asignado partes no correspondientes o dado medidas falsas (actio adversus mensorem qui falsum modum dicit). Era necesario el dolo y se respondía del daño;

    b) Responsabilidad por el soborno doloso del siervo (ac­tio servi corrupti), que fue extendida en vía legal también al soborno del «films familias”. La pena era del doble del daño efectivo;

    c) Responsabilidad por la violación dolosa del sepulcro (actio sepulchri violati). La pena era, generalmente, determi­nada por el arbitrio del juez;

    d) Responsabilidad por «cahsnnia”, esto es: cuando se hubiera recibido dinero para molestar a algunos con procesos o bien para ábstenerse de ellos. La pena era del cuádruple de la suma recibida;

    e) Responsabilidad del recaudador de contribuciones (publicanus) que sin un motivo justo se hubiera apropiado de algunas cosas del contribuyente. La pena era rin duplums en el plazo de un año, e rin simplum” después del año.

    CAPITULO VI

    LAS OBLIGACIONES NATURALES

    Hemos visto hasta aquí que la característica principal de toda obligación era la de estar provista de una acción, me­diante la cual podíase constreñir al obligado al cumplimiento de su prestación. Estas obligaciones, cuálquiera que fuese su origen, eran denominadas en el derecho justinianeo con el nombre de «obligationes civiles” para distinguirlas de las otras relaciones que se denominaban «obligationes naturales tantum”.

    Estas eran las relaciones en las cuales, por incapacidad de los sujetos o por otras razones, faltaba una acción de tutela de la relación misma, pero de la cual nacían algunos efectos jurídicos, el más importante de los cuales era el de derecho, para aquel que hubiera recibido la prestación, de retenerla (solutio retentio), sin que pudiera ser obligado a la «condic­tio indebiti).

    El ámbito en el cual este principio se desarrolló desde el derecho clásico fue en el de las obligaciones de los esclavos hacia un extraño o hacia el «dominus”, y en el de las obliga­ciones entre el «paterfamilias” y los «filii” o de los «fihi” en­tre ellos. Estas obligaciones eran civilmente nulas, pero cuan­de había existido una relación que en otras condiciones ha­bría dado lugar a una obligación jurídicamente válida enton­ces se decía que existía una «obligatio naturalis”.

    En el derecho justinianeo fueron también encuadrados en ej. concepto de «obligatio naturahis” otros casos, muy hetero­géneos, en los cuales, y al igual que en el derecho clásico, sc

    ~:dmitia la «solutio retentio” para las preexistentes relaciones dc obligación. Recordamos:

    a) Los préstamos contraidos por el «filiusfamilias” en contra del senadoconsulto Macedoniano;

    b) Las obligaciones asumidas por el pupilo sin «autoritas iuioris”;

    c) Las obligaciones extinguidas por «capitis deminutio” aunque ésta fuese «mínima”, por “ditis contestatio”, por injus­ta absolución y acaso por prescripción, así como las obligacio­z'es nacidas del nudo pacto.

    Entre los efectos jurídicos más destacados que producen las obligaciones naturales, además de la «solutio retentio” tene­inos: el que podían ser compensadas y servir como fundamen­to de una relación jurídica accesoria como es la prenda, la hi­poteca y la fianza. En suma, sí la invalidez no dependía de la incapacidad de las partes, la obligación natural podía ser trans­formada en una obligación válida mediante la novación o el reconocimiento del débito.

    La «solutio retentio”, sin una precedente obligación ni tan siquiera natural, se daba también en algunos casos en los que el pago había sido hecho porque se le consideraba impuesto por un deber moral o social. Ello sucedía, por ejemplo, cuan­do la mujer se hubiera determinado una dote porque se creía obligada a ehld; cuando el liberto hubiera prestado servicios o hecho donativos al señor sin que se viera obligado; cuando se hubieran prestado alimentos «pietatis respectu” sin que se vieran obligados por ley alguna. Las prestaciones realizadas se consideraban irrepetibles. En el derecho justinianeo se tien­de a encuadrar estos casos entre las obligaciones naturales, pero la falta de un vínculo preexistente hace que sean califi­cados por los herederos como «obligaciones naturales impro­pias”.

    `AUSAS GENERALES DE LA ADQUISICION

    Los manuales romanísticos acostumbran a reagrupar las su­cesiones y las donaciones bajo un único título que comprende las causas generales de la adquisición. También el código ci­vil vigente (italiano) ha vuelto a la tradicional sistemática ro­snana, situando las donaciones en el libro de las sucesiones

    • (libro II) del cual integra el título V, mientras el código de 1865 consideraba a las donaciones entre los contratos.

    La razón de esta sistematización radica en el hecho de que tanto las sucesiones «mortis causa”, cuanto las donaciones son causa de adquisición que pueden aplicarse a todo derecho pa­trimonial, ya sea real, ya sea obligatorio, esto es: que ambas son título justificativo de la adquisición. Ellas —es necesario ad­vertirlo— no agotan, sin embargo, toda la tabla de causas ad­quisitivas de la propiedad, debiéndose incorporar entre ellas, por lo tanto, también a la dote, que es, no obstante, convide-rada dentro del derecho de familia.

    CAPITULO 1

    SUCESIONES

    1. Noción de «sztccessio”

    «Successio” es el término que en el derecho romano clási­co indicaba la «sustitución, gracias a un hecho único, y en las mismas circunstancias de una persona, en el complejo de sus relaciones patrimoniales, por otra” (Bonfante), esto es, que el sucesor se sitúa en la misma posición jurídica que el causante (de cuius).

    De esta noción es fácil destacar cómo en el derecho romano

    clásico el término «successio” tenía un significado absoluta­mente específico que indicaba una sucesión en la universalidad del patrimonio, que se realizaba generalmente «mortis causa”, y entre vivos solamente en el caso de la persona reducida a la esclavitud, en la «adrogatio”, y en la «conventio in manum” de la mujer «sui inris”. El significado genérico que ella asume en el derecho moderno, en el cual también es aplicable a los negocios traslaticios de carácter particular, tiene corresponden­cia sólo en el derecho justinianeo en el que, por sus especifi­cas características, es designada como «successio in universmn ms”. -

    La sucesión puede ser dispuesta por el «de cuius” por tes­tamento, y entonces tenemos la sucesión «testamentaria”; pue­de ser también, cuando falta el testamento, dispuesta por la lev, y tenemos entonces la sucesión «legítima”, y puede darse igualmente una sucesión «contra el testamento” siempre que las disposiciones de la ley prevalezcan sobre la voluntad del difunto.

    Existe controversia en la doctrina acerca de si en el derecho romano prevalecía la sucesión legítima o la testamentaria. Mientras Bonfante, partiendo de su concepción política sobre la familia romana, considera que análogamente a cuanto suce­día en el derecho público en el cual tenía aplicación general w~l sistema de la designación en la sucesión de las cargas, preva­lecía la sucesión testamentaria respecto a la legítima; Arangio Ruiz, observando que en el pueblo más afín en cuanto a la raza y en las concepciones familiares al pueblo romano, esto es, en Grecia, la primacía es del derecho sucesorio exclusivo de los descendientes, considera que análogo principio preva­lecía igualmente en el derecho romano

    En realidad es de consideram que en el derecho clásico la sucesión testamentaría prevalece sobre la legítima y que las influencias griegas habían principalmente ejercido su influen­cia sobre el derecho romano post-clásico, en el cual la prima­cía ile la sucesión legítima sobre la testamentaria es indudable.

    Una característica peculiar de la sucesión romana (heredi­tas, de heres} ea aquélla en virtud de la cual la sucesión se realiza sólo en cuanto sea atribuído a alguno, por la ley o por

    la voluntad del testador, el título de heredero, y éste es el mo­tivo por el cual la cheredis institutio” es «caput et fundaman­tum” del testamento. La sucesión hereditaria romana puede definirse por lo tanto como: «la adquisición de un título per­sonal, el cual es condición necesaria y suficiente para situarse en la misma posición jurídica del difunto en orden al patrimo­nio y a las responsabilidades privadas de él” (Bonfante.

    En la costumbre la sucesión testamentaria prevalece por largo tiempo, y no puede negarse que esta prevalencia tuvie­ra una sanción jurídica en el principio legal de difícil solución «nemo pro parte testatus pro parte intestatus decedere potest”, que excluye la posibilidad de aceptar la sucesión legíthna siempre que exista un testamento, esto es, un nombramiento de los «heres”, en el cual el testador haya atribuido aunque sólo sea una parte de los bienes propios. Una excepción era, sin embargo, observada en favor de los militares para los cua­les las dos sucesiones podían coexistir. En el derecho justinia­neo el principio clásico desaparece por completo.

    La sucesión, entendida como la posibilidad de subrogarse el heredero en la misma posición jurídica del difunto, hace ciertamente que él llegue a ser titular no sólo de los derechos, sino también de las obligaciones. Se daba, en sustancia, una confusión entre los dos patrimonios hasta tal punto que el heredero estaba obligado al cumplimiento de las obligaciones aún más allá del total del activo de la herencia (ultra vires hereditatis). En este caso loé romanos hablaban de «hereditas damnosa”.

    Para aliviar las graves consecuencias que el principio de la confusión de los patrimonios producía, pasado el tiempo fue­ron afirmándose los institutos en favor de aquellos que eran llamados a suceder necesariamente (heredes sui et necessari) Vide pág. 219. Tales institutos son:

    a) El «beneficium abstinendi”, por el cual el auus”, que se abstenía de tomar los bienes hereditarios no adquiría los derechos, pero no era tampoco responsable de las obligaciones;

    b) El «beneficium separat,iones”, por el cual en el caso de que el heredero estuviese cargado de deudas propias, los acree-

    dores del difunto tenían la posibilidad de exigir la separación de los dos patrimonios;

    c) El «beneficium inventarii”, introducido por Justinia­no, y por el cual todo heredero podía obtener la separación del patrimonio del difunto del suyo propio y de no ser obligado «ultra vires”, con tal de que garantizase con un inventario a los acreedores del difunto.

    La transferencia al heredero de todas las relaciones patri­moniales del difunto sufría, sin embargo, una excepción en lo que se refería al usufructo, al uso, la habitación, los privile­gios personales, las «actiones vindictam spirantes” y la pose­sión, haciendo de ellas una relación jurídica de mero hecho.

    2. Requisitos de la sucesión

    Los requisitos exigidos para que pudiera tener lugar la su­cesión hereditaria eran los siguientes:

    1.0 La muerte del «de cuius”, esto es, del testador;

    2.0 La capacidad del difunto para determinar un herede­ro. En el derecho clásico esta capacidad pertenecía solamente a los ciudadanos romanos «sui inris”. En el derecho justinia­neo fue reconocida también para los «films familias”;

    3~Ó La capacidad de suceder. En el derecho clásico se exi­gía ser ciudadano y persona «sui iuris”. Los siervos y los «fi­lifamihias”, si quedaban instituídos por el testamento, suce­dían necesariamente al «paterfamilias”;

    4•0 La delación. Es necesario distinguir entre «delación” y «sucesión”, siendo la primera un presupuesto de la se­gunda.

    La «delatio”, era la posibilidad de poner a disposición del llamado a suceder, la propia herencia (delata hereditas intelli. gitur quam quis potuit adeundo consequi); mientras que la sucesión era el fenómeno de la efectividad de la subrogación del heredero en la misma posición jurídica del difunto.

    Según que la «delatio” tuviera lugar por testamento o fue­se determinada (con consentimiento o sin él) por la ley, los romanos hablaban de «delatio testamentaria” y de «delatio le-

    gitima” y así, pues, de la «successio testamentaria” y «legiti­ma”. Como ya se ha dicho, podía alguna vez la sucesión legíti­ma prevalecer sobre la testamentaria y así tenía lugar la que suele hlamarse “sucesión legítima contra el testamento”. Tal Instituto es, sin embargo, de época bastante reciente.

    La delación siempre tuvo en el derecho romano, aún en el de la época postclásica, carácter estrictamente personal y era por lo tanto inalienable e intransmisible a los herederos. Pero si el heredero habla aceptado la herencia, sus herede­ros le sucedían a él, más no eran considerados como sucesores del causante. Ahora bien, si el heredero no había aceptado la herencia, los bienes que la constituían no podían ser de ningún modo transferidos a sus herederos («hereditatem —dice Jus­tiniano- nisi fuerit adita, transmitti nec veteres concedehant nec nos patimur”).

    Más tarde, el pretor y los emperadores aportaron algunas excepciones a esta regla entre las cuales la más notable fue la introducida por el mismo Justiniano la cual consentía, en el caso de que el heredero hubiese muerto antes de la aceptación o de la renuncia de la herencia, que sus - herederos pudieran, dentro del plazo de un año, realizar por sí mismos estás exi­gencias, es decir, la aceptación o la renuncia.

    En torno a la adquisición de la herencia los romanos dis­tinguían:

    a) A los «heredes necessarii”, esto ea: a aquellos que su­cedían necesariamente sin necesidad de aceptación o sin la posibilidad de la renuncia. A tal categoría pertenecían los esclavos instituídos herederos por el «dominus” y contempo­rátieamente manumitidos; los hijos varones y las hembras así como sus descendientes sometidos a la «potestas” del “de cuius” (llamados “heredes sui et necessarii”). La situación par­ticularmente gravosa de estos herederos que no podían en modo alguno renunciar a la herencia fue atenuada por el pretor con la introducción del «beneficium abstinendi” del cual ya he­mos hablado.

    b) A los «heredes extranei o voluntarii”, que eran todos los herederos que no estaban obligados a recibir la herencia necesariamente.

    Para que tuviera lugar la sucesión en orden a esta segunda categoría era necesario que los herederos aceptaran la heren­cia, esto es: era necesaria la aceptación (aditio hereditatis). Ella no estaba subordinada a término alguno, pero el pretor introdujo el llamado «spatium deliberandi” (abolido más tarde por Justiniano una vez que fue introducido el instituto del be­neficio a título de inventario), por el cual, a exigencia de los acreed-ores del difunto, le era fijado al heredero un t~rmi­no de tiempo para aceptar.

    La aceptación exigía los siguientes requisitos:

    1.0 La capacidad de hacer:

    2.0 La existencia ¿le una voluntad seria y determinada, esto es: la necesidad del pleno conocimiento de la existencia de la herencia y de su contenido.

    Ella no tenía, sin embargo, necesidad de declaración algu­na en fornia solemne, siendo suficiente que el heredero ini­ciase de hecho la gestión del patrimonio hereditario (pro he­rede gestio) la cual se tomaba como manifestación tácita de la voluntad. No obstante, en la época más antigua se acostumbra­ba a acudir a la forma solemne de la toma de posesión, acom­pañada por el pronunciamiento de una forma llamada «cre­tio”, y el testador ponía generalmente un plazo dentro del cual el heredero debía aceptar por medio de ella. Aun la simple declaración de la aceptación sin formalismos (aditio nuda yo­luntate o sola animi destinatione) era suficiente para la conse­cución de las mismas relaciones jurídicas de ia .scretio” o de la “pro herede gestio”.

    3. Renuncia a la hererzeta

    Igual que la aceptación tampoco la renuncma a la herencia estaba sujeta a formas particulares. Ella es, sin embargo, irre• tractable, pero el pretor concedía los medios necesarios pars cuando ella hubiera sido obligada con dolo o violencia o se hubiera conseguido de un menor de edad sin la «auctorita~ tutoría”.

    Para que tuviera lugar la sucesión en orden a esta segunda categoría era necesario que los herederos aceptaran la heren­cia, esto es: era necesaria la aceptación (aditio hereditatis). Ella no estaba subordinada a término alguno, pero el pretor introdujo el llamado «spatium deliberandi” (abolido más tarde por Justiniano una vez que fue introducido el instituto del be­neficio a título de inventario), por el cual, a exigencia de los acreedores del difunto, le era fijado al heredero un térmi­no de tiempo para aceptar.

    La aceptación exigía los siguientes requisitos:

    1.0 La capacidad de hacer:

    2.0 La existencia de una voluntad seria y determinada, esto es: la necesidad del pleno conocimiento de la existencia de la herencia y de su contenido.

    Ella no tenía, sin embargo, necesidad de declaración algu­na en forma solemne, siendo suficiente que el heredero ini­ciase de hecho la gestión del patrimonio hereditario (pro he­rede gestío) la cual se tomaba como manifestación tácita de la voluntad. No obstante, en la época más antigua se acostumnhra­ha a acudir a la forma solemne de la toma de posesión, acom­pañada por el pronunciamiento de una forma llamada «cre-tío”, y el testador ponía generalmente un plazo dentro del cual el heredero debía aceptar por medio de ella. Aun la simple declaración de la aceptación sin formalismos (aditio rinda yo­luntate o sola animi destinatione) era suficiente para la conse­cución de las mismas relaciones jurídicas de ja «cretio” o de la “pro herede gestio”.

    3. Renuncie a la herencia

    Igual que la aceptación tampoco la renuncia a la herencia estaba sujeta a formas paniculares. Ella es, sin embargo, irre­tractable, pero el pretor concedía los medios necesarios para cuando ella hubiera sido obligada con dolo o violencia o se hubiera conseguido de un menor de edad sin la «auctoritas tutoría”.

    4. La herencia yacente

    Cuando los herederos voluntarios no habían todavía acep­tado la herencia ella quedaba evidentemente sin titular. Este fenómeno era llamado por los romanos con el término .shere­ditas iacet”, y las cosas hereditarias eran consideradas sin due­ño (res nullius). Sin embargo, bajo algunos aspectos, no siendo suficiente esta concepción para resolver algunas situaciones, Justiniano acabó por darle a la herencia yacente una estruc­tura que se aproxima mucho a la figura de la persona jurídica, considerando a ella misma titular del derecho inherente a la herencia, hablando así, pues, de ~”personam vicem sustinet de­functis”. Otras veces, se encuentra a la herencia yacente consi­derada como representante del heredero en el sentido de que es él mismo el que adquiere derechos y acciones durante la yacencia «subatinet personam personam heredia”).

    5. .cUsmxu~pio pro herede”

    El instituto de la usucapion tenía importancia muy en par­ticular en lo referente a las sucesiones y daba lugar a lo que los romanos llamaban «usucapio pro herede”. Se trataba, en sustancia, de la usucapion de los bienes hereditarios hecha por la persona que estuviera en legítima posesión de ellos, de ma­nera ininterrumpida durante un año. Ella merece particular mención porque se identifica casi plenamente con los modos de adquirir la herencia. Se exigía que el poseedor tuviese la «testameiitifactio” pasiva, esto es, la capacidad de ser herede­ro. La «usucapio pro herede” podía darse aun cuando existie­ra un heredero verdadero y propio que no hubiera aceptado la herencia; ello determinaba que el adquirente se situase en una posición contraria respecto al heredero mismo el cual po­día evitar esta usucapion tan sólo con la aceptación de la he­rencia. La posesión ilegítima del adquirente que en principio era reconocida como válida a los fines de obligar al heredero a aceptar, poco a poco acabó por provocar una reacción contra

    el instituto hasta tal punto que en el tiempo de Adriano se es tableció que la «usucapio” fuese revocable en caso de mala fe, esto es, cuando el adquirente conocía que la cosa era ajena. A esta característica se refería la figura justinianea que es considerada como norma común por la que se exigía en el poseedor, como para toda usucapión, la buena fe.

    6. «Hereditatis petitio”

    La característica de la sucesión que implicaba la posibili­dad de subrogarse en la posición jurídica del «de cuius”, hacía ciertamente que los romanos no estimaran suficiente como tu-tela de la posición del heredero solamente la concesión de las acciones singulares relativas a las especificas relaciones jurídi­cas en las cuales el heredero había subrogado al difunto. Por lo tanto, al heredero le fue reconocida la posibilidad de ejer­cer, en defensa de esta cualidad, una acción de carácter gene­ral llamada: «hereditatis petitio”, la cual tendía al reconoci­miento de la situación de heredero y al restablecimiento de la situación jurídica en plena conformidad con ella. Ella tenía, pues, carácter universal y, asimismo, estructura, fórmula y ré­gimen procesal idéntico del todo a la ~”reivindicatio-”.

    Puesto que la «hereditatis petitio” tendía, como ya se ha dicho, como objetivo principal, al reconocimiento del título de heredero toda vez que él había sido impugnado, en su origen fue admitida sólo contra todo aquel que, en calidad de here­dero aparente, poseyese la herencia (possessor pro herede); pero esta concepción fue ampliándose en el sentido de que lle­gó a ser así considerada capaz de ser ejercida, no ya sólo contra aquel que poseíá la herencia sin pretensión de ser heredero (possessor pro possessore), sino también contra el poseedor hereditario, cuando éste se negara a otorgar, contestando a la petición del heredero auténtico, esta cualidad. Naturalmente hasta que no fuese reconocida la tal cualidad de heredero eran suficientes las acciones específicas para las relaciones semejan­tes.

    La posición del poseedor de frente a la .rhereditatis petito”

    no era siempre la misma. En efecto, al final del 5. C. Gioven­ciano (año 129 d. C.), mientras el poseedor de buena fe res­pondía frente al heredero en los límites del enriquecimiento, el poseedor de mala fe se veía obligado a hacerlo por la tota­lidad. Para los frutos, la pérdida de la cosa y los gastos se apli­caban las normas comunes.

    7. Derecho de acrecer

    El carácter absorbente de la sucesión testamentaria excluia a la legítima, de tal forma que la parte de la herencia de la cual el testador no había dispuesto iba automáticamente a au­mentar aquella otra determinada por testamento.

    A esta hipótesis, que era característica de la estructura ro­mana de la sucesión, se sumaba también esta otra, más cono­cida porque ha pasado a la moderna legislación, por la cual, y partiendo de la concepción de igualdad de todos los llamados a la sucesión, la parte de aquel que no hubiera podido o que­rido aceptar la herencia iba a aumentar la de los otros cohere­deros (concursu partes fiunt). En la sucesión legítima el dere­cho de acrecer operaba sin más en favor de aquellos que se en­contraban en la misma posición de aquel que no había podido aceptar; esto es: tenían la posibilidad los herederos del here­dero de subrogarse a él con las limitaciones ya expuestas a propósito de la herencia (véase supra p. 219).

    En la sucesión testámentaria este derecho de acrecer encon­traba un límite en la conjuntiva (coniunctim): «coniunctim heredes instituit aut coniunctim legan hoc est: totam heredita­tem et tota legata singulis, partes autem concursu fien”.

    Si no existía la conjuntiva la cuota vacante, mientras en el derecho moderno se devuelve a los herederos legítimos, en el derecho romano reeáe Éobre todos los otros coherederos testa­mentarios, toda vez que, como se ha dicho, si existían herederos testamentarios no podían existir herederos legítimos.

    Este principio tuvo una excepción por obra de la dei Julia et Papia”, la cual estableció que las cuotas vacantes de los in­

    capaces, llamadas caduca”, fueran adquiridas por todos los coherederos testamentarios independientemente de la conjrm­tiva y, más tarde, con Caracalla, que ellas pasaran al fisco.

    El sistema de los «caduca” fue abolido por Justiniano.

    Los gravámenes sobre la cuota vacante, propios de la su­cesión hereditaria, pasaban a los herederos en proporción a las cuotas definitivamente adquiridas.

    8. Las colaciones

    Este instituto tuvo, en el período clásico, la función de di-minar la situación favorable en la que se encontraban los hijos emancipados respecto a los que estaban- sujetos a la patria «po-testas”, dado que aquellos habían tenido la posibilidad de formar su propio patrimonio. El pretor les obligaba a aportar a la masa hereditaria cuanto hubieran adquirido después de la emancipación si es que querían optar a la herencia paterna. Naturalmente el instituto estaba íntimamente ligado con la sucesión pretoria, de la cual hablaremos más adelante, que re­presentaba la posibilidad de que fuesen llamados a la sucesión todos los hijos independientemente del hecho de estar suje­tos o no a la potestad del padre y así, pues, comprendía tam­bién a los emancipados que estaban excluídos de la sucesión civil. Junto a la «collatio bonorum” el pretor introdujo también la «collatio dotism..

    El instituto sufrió una profunda transformación que se con­cluyó con Justiniano,. ella dio lugar al instituto moderno por el que se sancionó la obligación de asignar toda donación hecha por el ascendente al descendiente y que se aplicó tanto a la su­cesión legítima como a la testamentaria.

    9. División de la herencia

    Tanto en la sucesión legítima como en la testamentaria mientras los créditos eran fraccionados entre los varios cohe­rederos en proporción a las cuotas hereditarias, sobre las co-

    sas corporales se llegaba a constituir una comunidad en la cual cada uno de los coherederos participaba en proporción a su propia cuota. Esta comunidad cesaba por medio de la di­visión; la cual podía ser voluntaria cuando todos los cohere­deros estaban sobre ella de acuerdo, o judicial, para obtener la cual era necesario ejercer una específica acción llamada «actio familiae erciscundaem. Si -la división no se refería a la totalidad de la herencia sino tan sólo a determinados objetos de ella era, por el contrario, ejercida la «actio communi divi. dundo”.

    Como ya se ha dicho, una característica de las acciones di­visorias era la• de que no conducían a la condena de una ¿e las partes (condenmnatio), pero sí a la atribución de las cuotas (adiudicatio).

    CAPITULO II

    LA SUCESION TESTAMENTARIA

    1. Concepto y caracteres

    El testamento era el negocio de última voluntad a través del cual cualquier persona podía disponer de sus cosas para después de su propia_muerte (mentís nostrae insta contestatio in íd sollemniter facta ut post mortem nostram valeat; vohm­tatis nostrae insta sententia de eo quid post mortem ana fien velit).

    En la definición del instituto clásico es necesario abstenerse a toda referencia patrimonial toda vez que la esencia del tes­tamento romano es la designación o institución del heredero mientras las determinaciones de carácter patrimonial consti­tuían un elemento accesorio que el testamento podía o no con­tener, estando su finalidad íntimamente ligada con la institu­ción del heredero.

    La conciencia social romana consideraba al testamento

    como el acto más importante de la voluntad del ciudadano. Por lo tanto, la sucesión testamentaria estaba mucho más difun­dida que la sucesión legítima y se presentaba así, pues, en la práctica aunque no desde un punto de vista estrictamente ju­rídico, como preeminente.

    De estas características deriva el fenómeno típico del de­recho romano llamado «favor testamenti”, constituido por la tendencia de la jurisprudencia en el intento de salvar a toda costa el testamento y, en la legislación, de emanar normas que tiendan a favorecer este instituto.

    El testamento, precisamente por su carácter de transmisión de la potestas” familiar, no se encuadra perfectamente en el derecho romano más antiguo en los institutos de derecho pri­vado y es acaso más fácil comprender su esencia refiniéndose al instituto, muy en uso en el derecho público romano, de la de­signación del sucesor por parte del predecesor. A esta caracte­rística es necesario sumarle algunas otras para revelar la es­pecífica individualidad de él. Ellas determinan que es un:

    a) acto «inris civilis”, esto es: el acto regulado y reconoci­do por el derecho civil y accesible tan sólo a los ciudadanos romanos;

    b) acto esencialmente personal, lo que significa 9ue exclu­ye la posibilidad de que él pueda ser realizado a través de un representante o de un simple intermediario;

    c) acto formal, esto es: que es necesario que la voluntad sea manifestada específicamente en los modos establecidos por la ley;

    d) acto unilateral, lo que implica que él es eficaz sólo por la exclusiva voluntad del disponente y la aceptación de la he­rencia no es exigida para la existencia jurídica del acto, sino que es solamente necesaria a los fines de. la adquisición por parte del heredero;

    e) acto mortis causa, quiere decir que su fin es el de crear una relación jurídica después de la muerte. Es así, pues, un acto en el cual la muerte actúa no como condición de eficacia, sino como condición de existencia;

    f) acto revocable, en el sentido de que el disponente pue­de cambiar su voluntad «usque ad vitae supremum exitum”.

    2. Diversas formas de testamento

    El derecho quinitanio conocía tres formas de testamento. Las más antiguas eran las llamadas “calatiis coinitiis”, e “iii procinctu”. La primera se efectuaba delante del pueblo reuni­do en los comicios curiales: la segunda, por el contrario, se realizaba ante el pueblo en armas ante la inminencia de la batalla. Esta forma pública demuestra toda la importancia so­cial que le fue reconocida al testameñto.

    Junto a estas dos formas citadas, y dada la complejidad para su realización porque necesitaba de la agrupación de mucho público, fue desarrollándose en el derecho romano arcaico una forma más simple. Quien quería hacer testamento por temer una muerte próxima tenía la posibilidad de enajenar en vida su patrimonio por medio de la tmancipatio” a un amigo, que además de convertirse en propietario, por causa del negocio realizado, dejaba al testador disfrutar de sus bienes mientras viviera y sólo a su muerte los transfería a la persona que el testador había designado. Este acto fue llaniado damiliae emancipatio” y aquel que adquiría el patrimonio por la dispo­sición conforme a la voluntad del que moría llamábase cfami­liae eiflptor”.

    De esta forma, que no representaba sino una aplicación de la «mancipatio” nace el testamento típico en el viii civile, para toda la edad clásica, llamado “testamentum per aes et libnam”. El se desarrollaba ante la presencia de cinco testigos, del «Ii­hripens” y del damiliae emptor”. Naturalmente la fórmula solemne del testamento no era la misma que en la (mancipa­tío” toda vez que la fórmula de este negocio tenía aspecto traslaticio tan sólo a favor del adquirente, mientras que en el testamento era necesario asegurar el ef~cto traslaticio en favor del heredero. Por lo tanto, el valor jurídico prevalente de la fórmula no estaba en la «mancipatio” verdadera y propia, sino en la «nuneupatio”, esto es, en la fórmula a través de la cual el testador tendía a asegurar los efectos de su última voluntad. Más tarde, se admitió la posibilidad que el testador pudiera

    redactar un documento escrito (tabulae testamenti) el cual era presentado a los testigos y firmado por ellos.

    Un desarrollo posterior en torno a esta materia de la suce­sión testamentaria nos es ofrecido por el pretor el cual intro­duce el testamento llamado pretorio, que además de presentar una gran simplicidad en la forma (no era necesaria la tmanci­patio” y bastaba que se efectuara delante de siete testigos), daba la posibilidad de instituir heredero a cualquier persona aun no estimada por el dus civile”, toda vez que el pretor de­claraba conceder la «bonorum possessio” a aquel que era deten­niinado como heredero en un documento suscrito como mínimo por siete testigos.

    Y es tal la importancia de esta innovación realizada por el derecho pretorio que, mientras que en un principio el testa­mento civil prevalecía sobre el pretorio, ya con Antonino Pío se observa el fenómeno contrario y si coexistían los dos testa­mentos se llegaba a considerar que él tenía mayor eficacia y que el testamento posterior aún podía revocar al precedente in­dependiente de su naturaleza.

    En el periodo postclásico se admite también la validez del testamento ológrafo, esto es: del testamento escrito por el pro. pio puño del testador prescindiendo de la existencia de tes­tigos.

    Con el derecho justinianeo existe, por lo tanto un testamen­to oral, realizado ante la presencia de siete testigos y un tes­tamento escrito en el cual la presencia de éstos se linuita al momento de la consigna del testamento y de la declaración de que él contiene las disposiciones de última voluntad.

    Junto a esta forma de carácter privado nace en la época clásica también el testamento en su formulación pública (tea­tamentum apud acta), y judicial (testatnentum pnincipi oMa. tum).

    Particular mención es necesario hacer del testamento mi­litar (testamentum militis), que se presenta como un «ms sin­giilare”. Por razón de las concesiones realizadas por algunos emperadores (César, Tito, Domiciano, Nerva y Trajano), los militares tenían la facultad de hacer testamento «quomodo ve­lint vel quomodo possint”. Con Justiniano el testamento mi-

    litar asume una nueva característica: la de privilegio de ca­rácter subjetivo aplicable a todos los militares, y ello es man­tenido sólo para los militares sin expeditionibus occupati”, llegando a ser así una forma extraordinaria nacida por las par­ticulares contingencias en las cuales el militar podía encon­transe.

    3. La capacidad de testar y de recibir por testamento

    La capacidad puede refenírse tanto a quien hace testamen­to, y entonces tendremos la «Testamenti factio” activa, como a aquel que es llamado a recibir, dando lugar ésta a la tTesta­menti factio” pasiva.

    Tal capacidad de testar puede depender de impedimentos naturales (no podían testar los dementes, los impúberes, loe sordomudos en los testamentos orales), y de impedimentos ju­rídicos (eran incapaces los esclavos, los extranjeros, los «capite deminutii, los «fiifamiias”, los pródigos y, en el nuevo dere­cho, los reos de libelo difamatorio, los apóstatas y los mani­queos). En el derecho justinianeo los «filifamilias” tienen, sin embargo, la capacidad de testar cuando se trata del peculio castrense y cuasi castrense.

    En el derecho antiguo eran incapaces de- testar también las mujeres; con el Emperador Adriano les fue concedida esta facultad, pero siempre con el auxilio de la autonitas” de su tutor.

    Todo el que hacia testamento debía tener la capacidad de testar en el mismo momento en el que se efectuaba la redac­ción del testamento. Los impedimentos que sobrevenían se consideraban de forma diversa según que fuesen naturales o jurídicos. Pero, mientras que los impedimentos naturales so­brevenidos no ejercían ninguna influencia sobre el testamento ya determinado, los jurídicos lo invalidaban.

    De la «testainenti factio” pasiva quedaban excluidos los extranjeros, los hijos de los tperduelles” (culpables de alta traición), los reos de libelo difamatorio, los apóstatas y los

    maniqueos; los esclavos del testador, por el contrario, podían ser instituidos herederos pero debían ser manumitidos al mis­mo tiempo como no fuese que se tratara de esclavos ajenos en cuyo caso el que adquiría era el señor.

    En cuanto a las personas inciertas, esto es, a aquellas cuya existencia se halla dependiente de un acontecimiento futuro e incierto, como por ejemplo, los «nasciturus”, en un principio se les reconocía la incapacidad para ser designados herederos, pero más tarde, en el derecho clásico, fue hecha una excepción en favor de los - hijos nacidos después de la constitución del testamento (postumi sui). Con Justiniano tal capacidad fue reconocida en favor de las corporaciones y de los «postumi alieni”.

    La incapacidad de las mujeres para recibir más de una determinada medida o cantidad fue abolida por Justiniano.

    La capacidad para suceder debe de existir no tan sólo en el momento de la institución del testamento sino también en el momento de la delación y de la adquisición (Tría moinenta).

    Diferente de la falta de la «testamenti factio” pasiva era considerada por los rçmanos la falta de la «capacitas” que se determinaba por algunas leyes que prohibían, a aquellos que se hallaban bajo las condiciones por ellas establecidas, de «ca­pero mortis causa”. Mientras que, en efecto, faltando la «testa­menti factio” la herencia era transferida a aquellos que eran titulares por cualquier otra causa, faltando la «capacitas” las cuotas no asignadas (caduca) pasaban a las personas determi­nadas por la Ley. Por otra parte, mientras para la «testamen­ti factio” era exigida su existencia ya sea en el momento de la formulación del testamento, ya en el momento de la muerte del testador, y, aun, en el momento de la aceptación de la heren­cia, la «capacitas” se refería al momento de la aceptación y podíase aún adquirir con posterioridad a ésta.

    El caso má~ importante de falta de «capacitas” era el pre­visto por la lex Julia et Papia, que, para favorecer los matri­monios, prohibía de «capone” la herencia y los legados a los «coelibes”, comprendidos entre determinados limites de edad, concediendo, sin embargo, a ellos cien días para contraer ma­tnisnonio por el cual adquirían la capacidad.

    El requisito de la tcapacitas” perdió su fuerza en el derecho justinianeo.

    Diferente de este instituto es el de la indignidad como con­secuencia de una sanción civil, consistente en la pérdida del le­gado, -que castigaba al heredero o al legatario que se hubiera confesado culpable de determinados actos contra el difunto. Se trata, así, pues, de una situación totalmente subjetiva y la cuota del indigno no era entregada a los otros herederos sino que revertía al fisco.

    4. Contenido del testamento

    El contenido del testamento, consistente, en un principio, según la teoría ampliámente admitida por la doctrina, en la institución del heredero, fue en el derecho romano ampliándo­se más y m~s hasta llegar a comprenden en el momento de máximo desarrollo aún los eventuales desheredamientos, los légados, las manumisiones de los esclávos, el nombramiento del tutor y, por último, los fideicomisos. Sin embargo, en el «ms civile” permaneció siempre como préeminente la chere­dis institutio” que era llamada «caput et fundamentum totius testamenti”, por lo cual, cuando ella faltaba, ninguna disposi­ción testamentaria tenía valor. Tal principio fue derogado por el pretor y la legislación imperial, reconóciendo validez a las disposicionés testamentarias aun a falta de la institución de heredero, y este fue el réghnen acogido por Justiniano, el cual, sin embargo, en homenaje formal a la norma del «ms civile”, se consideró como codicilo cualquier acto - de última voluntad que no contuviese la institución de heredero.

    - La característica de la institución de heredero era la de designan a aquel `que debía situanse en la misma posición ju­rídica del difuüto. Ella era así, pues, m~s bien determinante de un «status” que no de ñn beneficio' patrimonial, toda vez que la herencia podía sen simplemente onerosa. Dada esta ca­racterística y la importancia fundamental que asumía en el derecho romano, la institución de heredero debía ser hecha en forma solemne (sóllemni mores) con la fórmula: “Titius he­res esto”.

    Estos requisitos formales, a los cuales los romanos le daban tanta importancia, desaparecieron en la época postclásica por una ley de Constancio del ~339 ~ Gr., en la cual se disponía que la voluntad podía manifestarse cquibuscumque verbis”. La norma no asume solamente una importancia formal, en cuan­to no siendo posible determinar la figura del heredero en base al título solemnemente atnibuída acabaron por prevalecen los intereses patrimoniales, en el sentido de que era considerado heredero aquel que era designado a suceder en la parte más importante del patrunomo.

    El testador podía designar también varios herederos ya sea atribuyendo específicamente a cada uno una parte (henes cum parte), ya sea determinándolos conjuntamente (benes sine par­te), en cuyo caso todos ellos reciben por partes iguales. El complejo hereditario era llamado por los romanos cas” y po­día dividinae en fracciones que tenían cada una nombre propio.

    Podía suceder que el testador distribuyera todo el complejo hereditario o bien sólo una parte, o también que en la distri­bución se excediese de los propios límites de la totalidad. En estos dos últimos casos se producirá el fenómeno del aumento (derecho de acrecer), y el de la reducción de las cuotas here­ditarias.

    Un régimen particular, que deriva de la concepción que tenían los romanos de la institución de heredero, tenía la «ini. titutio heredi ex re certa”. Con este término se determinaba el caso en el cual uno hubiera sido nombrado heredero, pero se hubiese al mismo tiempo determinado la parte para la cual este título tenía valor. A falta de otros coherederos y por el carácter ahsorvente de su posición de heredero, la jurispru­dencia romana, frente a las contradicciones insanables entre la situación general del heredero y la singularidad de la desig­nación, consideró que la determinación de la “res” no había tenido lugar y el designado era así, pues, estimado heredero por entero. Sólo con la introducción del fideicomiso fue posi­ble remediar tal consecuencia que no tenía en cuenta la vo­luntad del difunto, en cuanto el disponente podía imponer al heredero «ex re certa” el contentarse sólo con ésta, restituyen­do ei resto de la herencia a los herederos legítimos.

    Hemos visto cómo en el derecho romano fue principio ge-

    - neral el de intentar salvar por todos los medios la voluntad del testador. Naturalmente que esta voluntad debía ser seria, efec­tiva y completa, pero si la forma usada no identificaba lo ex­teriorizado con el pensamiento auténtico del testador le co­rrespondía a los juristas romanos llevar a cabo la realización de la auténtica voluntad y la prevalencia de ésta sobre la forma exterior (falsa demonstratio non necet), “plenius voluntates testantium interpretamur”.

    Al testamento le podían ser añadidas condiciones. El régi­men de alguna de ellas presentaba ciertas particularidades dignas de mención. La condición potestativa negativa por ejem­plo (si Capitolium non ascendenis), que podía consideranse ve­rificada sólo a la muerte del individuo, haría prácticamente

    - inactuable la disposición testamentaria. Para evitar este re­sultado, que se manifestaba en realidad contrarío a la volun­tad del disponente, los romanos introdujeron una .ccautio” par­ticular llamada ~”muciana” (del jurisconsulto Quinto Mucio) con la cual el heredero obligado adquiría la herencia, pero se comprometía a restituirla siempre que hubiera realizado el acto prohibido por el testador.

    Así, por cuanto se refiere a las condiciones imposibles loe jurisconsultos sabinianos determinaron que ellas deberían te­nerse “pro non seriptae” y que el heredero ohuigt~do entrase sin más en la posesión de la herencia.

    Para las condiciones ilícitas y deshonestas, por el contra­río, el pretor para evitar que el heredero obligado fuese indu­cido a realizarlas para conseguir la posesión de la herencia, l”is dispensaba del cumplimiento. Más tarde, el régimen de ellas se hace análogo al de las condicioneg imposibles.

    La condición resolutiva no podía ser añadida a la institu­ción testamentaria y lo mismo sucede para el término inicial o final.

    5. Las sustituciones

    El testador podía determinar en el testamento la hipótesis de que si el heredero por él designado no pudiera sucederle,

    le sücediera otro que él también determinaba. La sustitución podía ser:

    1) «Vulgan”; así llamada porque era la más difundida, se daba cuando el testador instituía un segundo heredero para el caso en que no pudiese serlo el primero designado. La susti­tución como era natural excluía el derecho de acrecen en cuanto la cuota no asignada al primer heredero revertía en el segundo.

    2) «Pupilar”; era aquélla con la cual el «pater familias” nombraba un spstituto del «filiusfamilias”, impúber, para el caso de que éste muriese antes de haber alcanzado la pubertad.

    3) «Cuasi pupilar”; introducida por Justiniano era aquella que se hacía en nombre de un disponente demente y sin inter­valos de lucidez, para el caso de que éste llegara a morir en estado de locura. En este tipo de sustitución no era exigido, contrariamente a lo que sucede para la sustitución pupilar, que el testador fuese el «paterfamilias”.

    6. Invalidez del testamento

    El testamento podía ser nulo cipso jure”, o anulable. Los romanos tenían en esta materia una terminología muy varia y así hablaban de “non iure factum”, «irritum”...

    Eran causas de nulidad del testamento: la incapacidad del testador en el momento de la redacción del testamento; la falta de las formalidades prescritas y la pérdida de la capaci­dad pon la «capitis deminutio” (exceptuando a los prisione­ros de guerra y a los beneficiarios del «ius postlimini” y de la «fictio legis Corneliae”).

    Cuando el heredero moría antes del testador o perdía la capacidad o revocaba la herencia, los romanos hablaban de testamento «destitutum” o «desertum”.

    Dada su naturaleza de negocio jurídico de última voluntad era obvio que el testador podía modificar siempre esta voluntad hasta el momento de su muerte (ambulatoria est voluntas de. functi usque ad vitae supremun exitum), y que no tuviese efi­cacia alguna la cláusula de irrevocabilidad del testamento. En el período más antiguo, dada la primacía de la sucesión tea-

    tamentania respecto a le legítima, aquel que hubiera hecho testamento podía anular tal disposición sólo mediante la re­dacción de un testamento posterior. El derecho pretorio mo­dificó sustancialmente este “n~incipio, llegando a no conside­ran como tal al heredero instituido en un testamento siempre que el testador hubiera, por otra parte, demostrado que aquél no quería mantener la .tbonorum posseseio” y se la concedía, por el contrario, a los herederos “ab intestato”.

    Una importante innovación en esta materia fue introduci­da en la época romano-helénica, por virtud de la cual el tes­tamento posterior, aunque fuese imperfecto, el cual se re­fiere a los herederos legítimos no considerados en el primer testamento, era considerado válido y apto para revocar el tes­tamento anterior. Esta validez deducida de un criterio inverso a aquel del «favor testamenti”, es índice de que en el derecho justinianeo la sucesión legítima prevaleció sobre la testamen­tana. -

    7. Los legados y los fideicomisos

    Al igual que la herencia y la donación también el legado era en el derecho romano un modo general de adquisición, pero mientras la herencia tenía, como hemos visto, un carác­ter estrictamente jurídico, el legado tenía carácter patrimonial. Esto significa que el legatonio no entra, respecto a la cosa lega­da, en la misma situación jurídica que el difunto, sino que él es un puro y simple adquirente a título patrimonial. En el derecho romano clásico, por tal característica, el término «suc­cessio” no le es nunca atnibuído a los legados y es tan sólo en el período justinianeo cuando se habla de «successio in res sin~ gulas”. El legado era definido pon los romanos como: cdonatio quaedam a defuncto relicta ab herede praestanda”, esto es, «un acto unilateral de liberalidad, pon virtud del cual el difunto desea beneficiar a una persona a cargo de otros beneficiados por la herencia” (Bonfante).

    El testador llamábase “autore” y debía tener la «testamen­ti factio”; y aquel que era gravado para el legado llamábaec «oneratO”.

    El objeto del legado podía ser cualquier entidad patrimo­nial y así, pues, cosas corporales o incorporales, presentes o fu­turas, singulares o complejas, propias o ajenas, transferencia de relaciones jurídicas existentes o constitución de derechos “ex novo” y aun modificación de las relaciones existentes.

    En el legado de cosa ajena, que a primera vista puede pa­recer extraño, se exigía que el autor conociera la aliena­hilidad de la cosa y entonces el legado implicaba la obligación a cango del «onenato” de adquirir la cosa de los terceros a quie­nes pertenecía para consignarla al legatario o de pagar la «aes­timatio” de ella.

    Los romanos conocían igualmente algunos tipos singulares de legados. Así era llamado clegatum optionis”, el que atri­buía al legatario la elección entre varias cosas; «legatum par­titionis”, el que tenía pon objeto una cuota de la herencia;

    - degatum dehiti”, el que se refería a una deuda del testador hacia el legatonio (tal legado era, sin embargo, válido sólo en el caso de que el legatario encontrase así reforzada su propi; situación y tuviese por lo tanto interés en actuar “ex testa­mento”, antes que “ex prístina obligatione”); degatum libena­tionis”, cuyo objeto era la extinción de una deuda que el lega­tario tenía hacia el testador; «legatum de alimentos”, el que recaía sobre todo lo que era necesario para el sostenimiento de una persona.

    En el derecho romano clásico se conocían diversas formas de legados, los cuales tenían cada uno su propia estructura y efectos:

    1.0 Legado «per vindicationem,,; era el legado traslativo de propiedad o constitutivo de “ius in re aliena”. Por ~l el objeto del legado pasaba a la muerte del testador inmediata­mente a disposición del legatario, el cual quedaba legitimado para el ejercicio de las acciones reales. Dadas sus características con él podían transmitirse solamente cosas de absoluta pro­piedad del autor tanto al momento de la redacción del testa­mento como al momento de su muerte.

    2.0 Legado «per damnationem”; era aquel con el cual se constituía una obligación sobre el heredero y en favor del le-

    gatanio. El podía tener por objeto aún cosas ajenas o futuras. El legado «per vindicationemi, invalidado por falta de

    algunos requisitos, por determinación del senado-consulto Ne­roniano (mitad del siglo primero) podía tener valor como le­gado «pen damnationemi.

    S.~' Legado .tsinendi modo”; con él se creaba simplemente la obligación al heredero de permitir toman al legatario la cosa legada.

    4~o Legado «per praeceptionem”; era el realizado en favor de uno de los coherederos, el cual quedaba autorizado a re­tirar (praecipene) de la masa hereditaria la cosa legada.

    La posterior evolución histórica ideñtifica los cuatro tipos de legados reduciéndolos sustancialmente a dos: legado de propiedad o de derechos reales, y legados de obligaciones.

    Por obra de Justiniano tiene lugar un nuevo proceso de fusión en un único tipo del cual denivábase tanto la cactio in rem”, como la «actio in personam”.

    8. La sustitución fideicomisaria

    Un instituto que merece especial mención es el de la susti­tución fideicomisania mediante la cual el testador imponía al heredero o al legatorio la obligación de restituir a su muerte, total o parcialmente, la herencia o el legado a un tercero que había sido designado (Biondi). -

    Tal instituto adquiere especial consideración por cuanto concierne a la transmisión de la herencia (herencia fideiconu­sdnia), la cual fue tan sólo admitida por la jurisprudencia y, en la legislación, por el senado-consulto Trebelliano, ya que no era posible, de acuerdo coü los auténticos principios del «ius civile”, realizar la transferencia de la cualidad de here­dero al fideicomisario; pudiendo ella resolverse tan sólo me­diante la venta (nummo uno) de los específicos objetos de la herencia.

    Dada la particular estructura de este instituto era, sin em­bargo, Éecesanio que el heredero fiduciario- aceptase la heren­cia toda vez que el heredero fideicomisario debía necesaria-

    mente sucederle (ordo successivus). Es lógico que no teniendo interés en adquirir la herencia el heredero fiduciario podía no aceptarla haciendo inútil la institución fideicomisania. El senado consulto Pegasiano, cuida de reservar al heredero fidu­ciario una cuarta parte de la herencia.

    Justiniano derogó formalmente el senado consulto Pegasia­no, pero, en realidad introdujo un sistema mixto en el sentido de que el fideicomisario era considerado como heredero por su parte, peno el fiduciario tenía al mismo tiempo el derecho de retener un cuarto, en el caso de que hubiera aceptado. De este modo se creaba un interés en el heredero fiduciario para aceptan la herencia.

    Particular aplicación del fideicomiso hereditario es la que constituye el llamado «fideicomiso familiar” cuyo fin era el que se mantuviese en el seno de la familia, por un tiempo in­definido, la herencia o determinadas cosas. Justiniano esta­bleció que los bienes fueran considerados libres después de la cuarta generación, habiendo pasado ello, con algunas nota­bles limitaciones, a nuestro Código Civil (Italiano).

    9. Adquisición y efectos del legado

    Estando el legado en íntima relación con la sucesión tes­tamentaria, cuando ésta no se llegaba a realizan, el legado pendía toda su eficacia. Sin embargo, los romanos, para miti­gar estas inicuas consecuencias derivadas de una concepción eminentemente rígida de la sucesión testamentaria, distinguían el «dies cedens”, que llegaba a la muerte del testador, a través del cual al legatario le era asegurada una cierta situación ju­rídica para una futura adquisición, y el «dies veniens” que se daba en el momento de la aceptación de la herencia.

    El legado se consideraba adquirido en el pi-unen caso y po­día, pon lo tanto, transmitinse a los herederos; pero tan sólo en el segundo caso podía ser exigido. Este era el expediente que hacía posible la transmisión del legado a los herederos.

    Acerca de la necesidad de la aceptación del legado, para que fuese posible su disposición, mientras que ningún pro-

    blema podía nacer para el legado «per damnationem” y para los otros tipos que necesitaban para su actuación la iniciativa del heredero condicionado, para el legado «per vindicationem”, sucedía que para los Sabinianos, era sin duda alguna operativo de la transferencia de la propiedad, mientras que para los Pnoculeyanos era necesaria la aceptación por parte del heredero condicionado y opinaban que en el intervalo la cosa era «res nullius”.

    En cuanto a la responsabilidad del heredero condicionado, mientras en el derecho clásico respondía por d dolo y, más tarde, aún por las negligencias, en el derecho justinianeo la extensión de esta responsabilidad se mantuvo sólo para el caso en el que él recibiese un beneficio de la disposición testamen­taria.

    En el derecho clásico la “actio ex testamentio” era igual a las que conducían a una condena del doble (infitiando cres­cit in duplum) -

    En el derecho romano más antiguo no encontraba límite alguno la facultad de disponer a través del legado, por lo que podía suceder que repartido todo el patrimonio hereditario en legados, la herencia se redujese a un “inane nomen here­dis”. Sin embargo, en el curso del derecho romano se nota una evolución tendente a limitan tal facultad de disposición.

    Entre las muchas leyes emanadas en este sentido, la más notable e importante es la «lex Falcidia” (del año 40 a.

    la cual estableció que sólo las tres cuartas partes del patrimo­nio hereditario calculado al neto, podían sen asignadas en legados, prescnibiéndose que en caso de excedencia deberían se~r éstas debidamente reducidas. Una - cuanta parte del activo del ~iatrimonio hereditario era así, pues, reservado al heredero (quanta Falcidia). -

    En cuanto a la nulidad del legado ella podía acontecer ¿pse iure”, si era por causas reconocidas por el “ius civile” (como por ejemplo, el legado de las cosas «extra commercium); ope exceptionis”, si era el pretor el que lo invalidaba por medio de la «exceptio doli”.

    La jurisprudencia romana en esta materia, negaba la po­sibilidad de aplicación de la convalidación sucesiva, por lo

    cual el legado inicialmente nulo permanecía como tal aun­que más tarde la causa de su invalidez llegara a desaparecer (regula Catoniana).

    Como acto de última voluntad el legado era esencialmente revocable. Mientras en un principio era exigida la revocación del testamento que contenía el legado, en tiempos posteriores los romanos reconocieron la posibilidad de revocan el legado aisladamente con una manifestación de la voluntad (ademptio legati o translatio legati) que podía sen formulada quibus­cumques verbis” o con una acción de la que se desprendiese inequívocamente tal voluntad de revocación. Igualmente el legado podía ser revocado en tanto en cuanto concurrieran las circunstancias de absoluta enemistad e ingratitud.

    En el derecho romano clásico podía, entre los diferentes legatarios, darse el derecho de acrecer (en el legado «per vm­dicationem” si él era dejado «coniunctium”, y en el legado «per pnaceptionem” de cualquier forma).

    En el derecho justinianeo tal derecho de acrecer fue siem­pre reconocido.

    El legado en favor del heredero o del mismo heredero con­dicionado llámase «prelegado” y se cumplía mediante el le­gado “per praceptionem.

    CAPITULO III

    LA SUCESION «AB INTESTATO”

    La sucesión intestada es una de las materias en las que apa­rece con más nitidez el dualismo entre derecho civil y dere­cho pretorio, y la sustancial primacía de éste sobre aquél. Se hace, pues, preciso distinguir entre la sucesión civil y la pre­toria.

    1. LA SUCESIØW CIVIL

    -~

    Las XII Tablas considerabaa çm. el orden de los suce

    cuando no había sido hecho te~t.wmcnto, era el siguiente :1W «sui”, los «adguatis~ y los “gentiluma

    «Sui heredes”, eran las peraoa que se encontraban bajo ~ la patria potestad o la «manus” del ~cpater familias” en el mo­mento de su muerte. Sustancialmente esta sucesión era típica de la familia romana en tanto que tenía estricta cuenta del ligamen de la «potestas”, prescindiendo de cualquier~j~culo de sangre. Ya hemos visto como ellos sucedían necesariamente y como fueron más tarde introducidas ciertas modifica~uee con el fin de evitar esta grave limitación.

    La posición del suus” como «here necessanius” tenía ab. pecial significación aun en lo referente al testamento en cuaud~ to no le era lícito al testador olvidar a los «sui”, sino que debía contarlos entre los herederos o desheredarlos. La «praetenitio” del «suus” anulaba el testamento.

    Siempre que no existiese esta categoría de sucesores, le co­rrespondía heredar al «adgnatus proximus”, teniéndose, aun,,4 en este caso, más en cuenta el ligamen en sí que el vínculo ~ de sangre.

    Cuando faltaban los «adgnati” le sucedían los «gentiles”, ~ esto es, aquellos que formaban parte del complejo familiar de un mismo jefe.

    Según el “ius civile” a una categoría determinada no podía sucederle otra diferente (in legitimis heneditatibus successio non est), por lo cual cuando el «agnatus proxisnus” no acepta­ba (para el suus” tal fenómeno no podía danse porque era he­redero forzoso) la herencia no revertía en los “gentiles” sino que quedaba vacante.

    2. LA SUCESLON PRETORIA Y SUS POSTERIORES

    DESARROLLOS

    El sistema del “ius civile” que no tenía en cuenta el vinculo de sangre, esto es, que automáticamente excluía de la herencia

    al hijo emancipado y a la mujer que no estuviese «in manu”, condujo al pretor a introducir un nuevo sistema fundamentado sobre el vínculo de sangre, el cual, por la misma naturaleza del derecho pretorio, no podía considerar herederos a los que quedaban excluidos de la sucesión legítima, aunque no obs­tante instituía en favor de ellos la posibilidad de adquisición, protegida por el mismo pretor, de los bienes hereditarios (bo­norurn possessio), que para los hombres libres no sujetos por tanto a la potestad, olvidados en el testamento, era llamada bonorum possessio contra tabulas”.

    Las categorías determinadas por el pretor eran cuatro:

    1.0 «Libeni”.—Enan los hijos, se hallasen o no sujetos a la patria potestad. La «bonorum possessio” concedida por este titulo llamábase bonorum possessio unde liberia. La sucesión se da por estirpes y no por jefes según el sistema acogido en el derecho moderno.

    2.0 «Legitiini”x—Siempre que faltase la categoría de los hijos eran llamados a la sucesión aquellos que se incluían en

    la sucesión propia del derecho civil, dejando fuera a la cate­goría de los «sui” que eran considerados ya dentro de la ca­tegoría de los «liberia. Peno puesto que la categoría de los “gen­tiles” había desaparecido pronto, ya que se hallaba ligada a institutos arcaicos, esta categoría de los «legitinii” se encon­traba prácticamente compuesta por los «adgnati”. La «bono-ruin possessio” correspondiente se llamaba «bonorum posaessio unde legitiniii”.

    3~o «Cognati”.—Faltando las precedentes categorías la «ho­nonum possessio” revertía en los parientes de sangre del “de cuius” y precisamente en los descendientes, ascendientes, cola­terales hasta el sexto grado aun por vía de la mujer, y al sép­timo en los descendientes de primos hermanos (bonorum po. ssessio unde cognati).

    4~O «Vii- et uxor”.—Ya que el marido y la mujer tenían entre ellos un derecho recíproco de sucesión (houorum posse­ssio unde vir uxor).

    En el derecho pretorio era, pues, posible la sucesión entre las órdenes y los grados en el sentido de que siempre que los

    llamados de una categoría no adquirieran la .chonorum posee­ssio”, ella revertía en loe llamados de la categoría siguiente, y, en la misma clase, en los grados sucesivos.

    Posteriores reformas fueron introducidas por los Senado­Consulto Tertuliano (del tiempo de Adriano) y Orficiano (del 178 de C.).

    Por el pi-linero de ellos la madre cuando tuviese tres hijos si era «ingenua” y 4 si era «libertas', era llamada a la sucesión de los hijos con preferencia sobre los «adgnati”; por el se­gundo eran, por el contrario, los hijos llamados a la suce­sión de la madre con preferencia a la categoria ~determinada de los sucesores. ~ ¿L ~ LLes”)

    Una reforma fundamental en esta materia fue la introdu­cida por Justiniano con las novelas 118 (año 543) y 127 (año 548) que establecieron cinco clases de sucesores:

    1.0 Descendientes; comp nendiéndose en esta categoría tam­bién a los descendientes por parte de la mujer en cualquier grado que estuviesen;

    2.0 Ascendientes; que concurrían a la sucesión juntamen­te co~i la categoría anterior;

    30 Hermanos y hermanas;

    40 Colaterales;

    5.~ Cónyuge superviviente; en concurrencia con los otros sucesores y tan sólo como usufructuario en el caso de que exis­tiesen hijos.

    CAPITULO IV

    LA SUCESION LEGITIMA CONTRA EL TESTAMENTO

    La prevalencia absoluta de la sucesión testamentaria sobre la sucesión legítima encuentra una gran limitación en este ins­tituto. En la época más arcaica no se concebía la posibilidad de limitar la voluntad del difunto, el cual estaba obligado,

    existiendo los “heredes ini” a desheredarlos explícitamente en el testamento, ya que si no éste era nulo.

    Tal principio no imperaba para los emancipados que fue­ran «heredes sui”, y fue introducido en su favor por el pretor en el sentido de que la «praetenitio” de ellos les conducía a la consecución de una «bononum possessios que acostumbraba a calificarse «contra tabulas”.

    El sistema de la necesidad del desheredamiento para la ex­clusión de los “heredes sui” no constituía, sin embargo, dere­cho alguno en favor de los «sui” emancipados en la sucesión del padre, en cuanto la falta de desheredamiento explícito les proporcionaba plena ventaja ya que se creaba así la situa­ción idónea para. introducir la sucesión «ab intestato praeto. ría” que les situaba en la primera categoría de los sucesores.

    Siempre que el testador, sin motivo justificado, no dejase parte de su patrimonio a determinados familiares, los roma­nos, bajo la ficción de que el testamento había sido reali­zado por una persona en estado de demencia, admitían la po­sibilidad de la impugnación por medio de una acción particu­lar llamada «accusatio o querella inofficici teetamenti”. A tra­vés de este medio nace, en sustancia, el instituto de la legíti­ma, esto es, de la necesidad de que una parte del complejo he­reditario fuese reservada a los más próximos sucesores.

    La legítima fue en un principio reservada sólo a los descen­dientes y ascendientes, pero más tarde se extendió a las otras categorías de sucesores; pero siempre recayendo en la más próxima y excluyendo a las restantes. Ella fue fijada en un cuarto de la totalidad de la herencia. Ello era posible sola mente anulando el testamento, y es éste el motivo por el cual, siempre que el testamento hubiera sido rescindido por no ha­ber tenido en cuenta a los herederos legítimos, ellos sucedían según los principios de la sucesión intestada y no en la medida propia de la legítima. Justiniano llegó a admitir que, en la hipótesis de que el testador hubiera dejado la legítima inferior de lo que les correspondía, el intestado no pudiera exigir la anulación del testamento sino sólo la concesión de la legítima.

    La dote y las donaciones del «de cuius” que hubieran día-

    minuido la legítima podían ser anuladas por medio de la «que­rella inoffjcjosae donationi e dotis”.

    Una reforma importante en esta materia fue la introducida por Justiniano con la novela 115 (año 542), en el sentido de que fueran taxativamente establecidos los motivos por los cua­les podía llegar a darse la «exheredatio”, y que fueran eleva­das las cuotas del complejo hereditario reservadas a los here. dei-os más próximos. A.~ ~ ~w&C~O ~ t4~ ~

    CAPITULO V

    LAS DONACIONES

    1. CONCEPTO Y REQUISITOS

    La donación —ya hemos dicho— era una causa general de adquisición, en cuanto cualquier relación era suficiente para que fuese realizada y tenía como elemento esencial, la gratui­dad de la transferencia. Ella puede así, pues, definirae como «cualquier acto a través del cual alguien (donante, donator) en favor de otro (donatario) y sin contraprestación alguna, entre­gaba parte de su propio patrimonio”.

    Los requisitos para su existencia eran los siguientes:

    1) Enriquecimiento de un patrimonio en detrimento de dtro.

    2) Existencia de un espíritu de liberalidad (animus do­nandi).

    Cualquier acto que tuviera o hubiera tenido estos dos re­quisitos era considerado por los romanos como efectivo de «donationis causa”; era en otros términos, una donación. Es así, pues, evidente que bajo el título de la donación podían transferí-se derechos reales, se podía obligar a entregar alguna cosa, o se podía renunciar a una obligación del donatario hacia el donante.

    Se distinguían pcir lo tanto las “donaciones reales”, las «do­naciones obligatorias” (promesas de donar) y las «donaciones liberatoria.”.

    Para cada una de ellas era necesario el uso de las formas prescritas en concordancia a la naturaleza del derecho que se deseaba transferir. Así para transferir en donación la propie­dad de una “res mancipi” era necesaria, en el derecho clásico, la «mancipado”, mientras que en el derecho justinianeo bas­taba la simple «traditio”; para obligarse a dar alguna cosa a título de donación era necesaria, en la época clásica, una «sti­pulatio”, mientras en el derecho justinianeo era suficiente un simple pacto, y para rescindir una obligación solemne en el derecho clásico se exigía la «acceptilatio”.

    Podemos, pues, determinar que una auténtica donación de la totalidad del patrimonio (donación universal) no exis­tía en el derecho romano clásico, a no ser bajo la forma de donación obligatoria, ya que para la transferencia de los dere­chos singulares era necesario el uso de las formas con-naturales a los derechos mismos. Ella fue, no obstante, introducida en el derecho justinianeo.

    Las donaciones podían ser puras o simples o bien sujetas a una modalidad (sub modo) en el sentido de que al donata­rio le podía ser impuesta una determinada prestación, que no debía, sin embargo, identificarse a una contraprestación, equi­valente a la donación, ya que si no, no habría donación, ni a una condición, pues si fuese así la donación estaría indisolu­blemente unida al cumplimiento o no cumplimiento de la con­dición misma. Fue, sin embargo, admitido que el donante y sus herederos pudieran perseguir al donatario incumplidon, y a este respecto, en el derecho justinianeo, fue concedida la «ac­tio praescniptis verbis”.

    Igualmente no podía considerarse como auténtica dona­ción la “donación remuneratoria” a no ser que consistiese en donativos que el donante no se hallaba obligado a entregar como contraprestación a los servicios o beneficios recibidos por parte del donatario.

    2. LAS DONACIONES «INTERVIVOS”

    Las donaciones podían ser entre vivos (ínter vivos), y a con­secuencia de la muerte.

    Las donaciones «ínter vivos”, como medios que encubrían el peligro de explotación no fueron bien vistas por los roma-nos. La primera ley que se ocupó de ellas fue la «lex Cincia de donis et munenibus” del año 204 a. C., que vetó la posibilidad de hacer o recibir donaciones que sobrepasen una cierta me­dida (ultra modum) excepto que ellas tuvieran lugar entre parientes de sangre (cognati) hasta un cierto grado. La «ler Cincia” era, sin embargo, un típico ejemplo de ley imperfecta, esto es, de norma privada de sanción, en tanto en cuanto no implicaba ni la nulidad de la donación hecha en d~sestima de sus normas ni penas para los transgresores (~”prohibet, ex­ceptis quibusdam cognatis, et si plus donatum sit, non rescin­dit”). La defensa de la prohibición de la ley Cincia era así, pues, confiada a una «exceptio”, válida solamente para parali. zar aquellas donaciones cuyo objeto no se hallaba aún bajo la disponibilidad jurídica del donatario. La ineficacia de la «lex Cincia” era, por otra parte, agravada por el hecho de que, en los tiempos de Severo y Caracalla, la «exceptio legis Cm­ciae” asume un carácter personal por virtud del cual los he­rederos del donante no podían oponenla. Esto es lo que se de­nominaba «morti Cincia removetur”.

    La «lex Cincia” consideraba —como se ha visto— a los cónyuges entre las “personas exceptae”, a aquéllas, queremos decir, entre las cuales era lícito donar «in infinitum”. Sin em­bargo, nace en la costumbre (que fue más tarde sancionada por Ji legislación augustea) la prohibición de la donación en­tre cónyuges para evitan que el afecto conyugal hubiere im­pulsado al más indulgente de ellos a empobrecense en favor del otro. La necesidad de determinar los límites de esta prohibi­ción condujo a los juristas a una minuciosa investigación so­bre el concepto de la donación y es ésta la razón por la cual asume gran relevancia en el derecho romano tal institución.

    La prohibición conducía a la absoluta nulidad de las do­naciones, pero como todos los institutos demasiado rígidamente concebidos, ella expenimentó algunas excepciones (por ejem­plo, para las donaciones «honoris causa”, esto es, las que la mujer hacía al marido para sostener los gastos de un cargo pú­blico; para las «mortis causa” que estaban condicionadas a la premoriencia del donante; para las «divortii causa”, las cua­les, por otra parte, pon estar hechas en el momento del di­vorcio, caían fuera sustancialmente del campo de las dona­ciones entre cónyuges).

    La más importante de las derogaciones en torno a las conse­cuencias de la prohibición fue la aportada por una «oratio” de Severo y Canacalla del año 206 d. C. que introdujo una for­ma de consolidación de la donación si el cónyuge llegaba a morir sin revocarla. En sustancia ella hace puramente perso­nal, y así, pues, limitado al donante, el “ius poenitendi”, es de­cir, el derecho de revocar y anular las donaciones hechas.

    Hemos puesto de relieve cómo en el derecho romano clá­sico la donación no se consideraba como negocio jurídico en sí mismo, sino cómo ella podía constituir la causa jurfdca de cualquier negocio todas las veces que él tuviera el fin práctico de enriquecer a un contrayente para empobrecer al otro. Ella adquiere, sin embargo, propia autonomía cuando más tarde es prescrito por los emperadores Constanciq~~Cloro y Constan­tino, un requisito especial para aquellas donaciones que supe­raran cierta medida (500 sueldos), consistente en la «insinua­tío”, esto es, en la redacción de un documento y en la transcrip­ción de éste en los registros públicos. Las donaciones de poco valor consideráronse perfectas con la simple promesa. Fue así sustituido el originario criterio de que la forma del .tnegotium donationis” fuera determinada por el objeto de la donación, por el que tenía presente sólo el criterio del valor.

    La revocación de la donación por -ingratitud fue introduci­da en el período clásico para las donaciones hechas por el II­berto al señor. Ella fue extendida, después de uji largo pro­ceso que se desarrollé en el período postclásico, por Justinia­no a todas las donaciones hechas por el se~íor al liberto, míen-

    tras se admitió igualmente la revocación por la supervivencia de los hijos.

    3. LAS DONACIONES «MORTIS CAUSAi

    En el caso de que la donación hubiera estado condicionada al hecho de que el donante pnemoniera al donatario, la dona­ción llamábase «montis causa”. Dado el carácter de causa ge­neral de adquisición de la donación, los medios procesales que el donante tenía a su disposición, en el caso de que el donata­rio le hubiera premuerto, para asegurar la restitución de la cosa donada, eran, o la «mancipatio” con el «pactum fiduciae”, el cual lo situaba en condiciones de poder ejercer la «actio fi­duciae”, o la estipulación de la restitución de la cosa, la cual lo legitimaba para una «actio ex stipulatu”. A estos medios Justiniano le añade la «condictio incerti”, la “aedo pro.escrip­tis verbis” y la “reí vindicatio”.

    Una identificación parcial entre los legados y las «mortis causa donationes”~ que se dio en el derecho clásico, fue exten­dida por Justiniano a todos los casos de donación «mortis causa”, lo que dio posibilidad para que ellas, además de por los motivos ya vistos para las donaciones «intervivos”, pudie­ran revocarse como cualquier negocio de última voluntad si es que había habido arrependizniento (ex poenitentia).

    B I B L IOG R A F Í A

    INTRODUCCION E INSTITUCIONEs

    ALBEETAR1O: Introduzio~j sto,rica alio studio del “liritto romano. Milano, 1935. “11 Diritto romano”, Miltín, 1940.

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    Bonpajrera: ¡st. di dir. rom., 10.8 ej. Roma, 1943.

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    LoNGo GX: Dwitto romano. Tormo, 1939.

    PÁccHto~qI: Corso di ¿ir. ram., 2.' ej., 2 yola. Tormo. 3.' ed. bajo el titulo: Manuale di ¿ir. rama. Tormo, 1935.

    Voci P.: ¡st. di dir. rom., 3.' ej. Milano, 1954.

    TRATADOS GENERALES HISTORICO.DOGMATICOS

    Bern: Dinitto romano, L Padova, 1935.

    Bom~sxqTe: Corso di ¿ir. ram. 1. Div. di Fwni,glie, Roma, 1925; II. Propi€td. Parte 1, 1926; Parte II, Roma, 1928; III. Din. reali, Roma, 1933; IV. Successiouii (Porte generale). Cittá Castello, 1930.

    FettziNt: Mamwle di Pandette, 3.' ej~ Milano, 1908.

    Lanco G.: Din. ram., vol. III: Fmniglia, vol. IV: Din. reali. Roma, 194041.

    HISTORIA DEL DERECHO ROMANO E HISTORIA DE LAS FUENTES

    AaArqcto Ruiz: Stonia del ¿ir. ram., 6.8 ej., Napoli, 1950.

    Borqps~rerz: Storia del ¿ir. ram., 4.' ej., 2 yola. Milano, 1934.

    Cosva: Le Ionti del din. ram. Tormo, 1929. Storia del ¿ir roen. privwlo dalle origint elle compiiazioni giustinianei, 2.' eJ. Tormo, 1925.

    DERECHO PROCESAL CIVIL

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    W~ENGEIt: Istiluzimzi di proced. civile ram. Milano, 1938 (traJ. italiana).

    INDICE ALFABETJC0~ANALITIC0

    Págs. Págs.

    Abdic~tio tutelae 95 Actio tutelae 96
    Acceptilatio 160 Actio venditi 180
    Accesion 112 Actiones adiecticiae qualitatis 85
    Accessio possessionis 118 Actiones ficticiae 66
    Aceptación de la herencia 220 Actiones in factum 66
    Aceptación del legado 240 Actiones in rem e in personam 65

    Acrecer, derecho de 223 Actiones poenales 205
    Actio 64 Actiones utiles 66
    Actio ad exhibendum 124 Actus 100; 128
    Actio aquae pluviae arcendae. 108; 126 Actus legitimus •.. 120
    Aetio auctoritas 183 Addictio 32; 70
    Actio certae creditae peeuniae 176 Adgnatio 42; 78; 241

    Actio communi dividundo. 110; 189; 225 Adiectus solutionis causa 154

    Actio contlucti 187 Aditio nuda voluntate 220
    Actio confessoria 130 Adiudicatio 71
    Actio de arboribus succisis 208 Adoptio 80
    Actio de pastu pecoris 208 Adplumbatio 112
    Actio de pauperie 208 Adquisición originariá y derivativa. 50
    Aetio de peculio y de in rem verso 85 Adrogatio 81
    Actio de tigno iuncto 113 Adstipulator 154
    Actio dedhibitoria 184 Aequitas ¡1
    Actio doli 59 Affectio maritalis 86
    Actio empts 182 Afinidad 44
    Actio exercitoria 85 Agri vectigalis 133
    Aetio ex stipulatu 91; 173 Alveus derelictus 114
    Actio familiae erciscundae 225 Alluvio 113
    Actio finiuni regundorum 126 Ambitus 106
    Actio funeraria 200 Animus aliena negotia gerendis 200
    Actio furti 206 Animus donandi 245
    Aetio iniuriarum 211 Animus novandi 161
    Actio institoria.• 85 Animus possidendi 141
    Actio iudicati 74 Animus societatis 188
    Actio legis Aquiliae 209 Anulabilidad 57
    Aedo locati 187 Annus lugendi 87
    Aedo negatoria 124 Anticresis 139 ;179
    Actio negotiorum gestohm 199 Apocha 155
    Actio pigneraticia 137 Apelación 74; 76
    Aedo praescriptis verbis 92 Aqueductus 100
    Actio prohibitoria 125 Arrendamiento 184
    Actio pro socio 190 Arrha 144
    Actio publiciana 126 Arrha sponsalicia 89
    Aedo quanti minoris 184 Auctoritas tutoris 94
    Aedo quasi institoria 85 Avulsio 113
    Aedo quasi serviana 137 Beneficium abstinendi 217
    Actio quod iussu 85 Beneficium cedendarum actionum... 165
    Actio quod meros causa 60 Beneficium competentiae 92
    Aetio rationibus distrahendis 96 Beneficium divisionis 165
    Actio serviana 137 Beneficium excussionis 165
    Aetio suspecti tutori~ 96 Beneficium inventarii 217
    Aetio tributoria 85 Beneficium separationis 217

    Págs. Págs.

    Bienes parafernales 93 Condiciones suspensivas y resoluto.

    Bona fiJes 117 rias 55
    Bonorum distractio 75 Condictio 65
    Bonorum possessio 75 Condictio certae pecuniae 173
    Bonorum possessio contra tabulas ... 242 Condictio cartee rei 173
    Bonorum venditio 75 Condictio furti 208
    Banus paterfamilias 156 Condictio incerti 173
    Caduca 223 Cóndictio ob causam datorum 202.
    Capacidad 230 Condictio ob iniustam causam 202
    Capacidad jurídica 26; 41 Condictio sine causa 202
    Capacidad para testar 229 Condominio o copropiedad 109
    Capacidad para recibir 229 Confarreatio 80
    Capitis deminutio 40; 162 Confusión 114; 161
    Causa donationis 245 Constitución Antoniniana 6; 38
    Cautio damni 125 Constituciones imperiales 13
    Cautio Muciana 233 Gonstitutum debiti alieni y pro.
    Cautio nc uxoriae 92 pri 164;166
    Cautividad 31 Constitutum possessoraum 122
    Cauto usufructuaria 131 Contractus 167
    Caza Contractus bonae fidei 168
    Celibato Contrario consenso 162

    Cesión 158 Contratos consensuales 180
    Contratos en favor de terceros 169
    Chirographa 174 Contratos innominados 192

    Qudadanaa 36 Contratos literales 174
    Cl6usula penal 164 Contratos reales 175
    Codex Gregorianus 12; 14 Contratos verbales 180
    Codex Hermogenianus 12; 14 Contratos unilaterales y bilaterales 167
    Codex Justiniani 15 Contubernium 29
    Codex Theodosianus 12; 14 Conventio in manum 79
    Coclibes 230 Corpora ex cohaerentibus 102
    Coemptio 80 Corpora ex distantibus 102
    Cognación 31; 42; 79 Corpus Turia Civilis 14
    Cognitio extra ordinem Cosas accesorias 102
    Colaciones 224 Cosas consumibles e inconsumibles 101
    Colonato Cosas divisibles e idi•ibl 102
    Coflatio dotis 224 Cosas fungibles y no fungibles 101
    Commixtio 114 Cosas las 98
    Cümmunio incidens 202 Cosas muebles e inmuebles 101
    Comodato 177 Cosas simples y compuestas 102
    Compensación 162 Costumbre 8
    Compilaciones de Justiniano 15 Cretio 220
    Compromissum 197 Cuasi contrato 198
    Concepción 27 Cuasi delito 211
    Coñcubinato Cuasi possessio 145
    Concurso 161 Culpa 62; 155
    Condemnatio 71 Culpa in concreto 156
    Condena penal 32 Culpa late 155
    Condición 54 Culpa levis 155
    Condición imposible Cura 94
    Condición potestativa negativa 233 Cura minorum 97
    Condición social 43 Curator ventris 27
    Condiciones positivas y negativas ... 55 Custodie 186
    Condiciones potestativas, causales y Damnum iniuria datum 208
    mixtas 55 Daño... . 62; 208

    Págs. Págs.

    Datio in solutum 154 Exceptio doli 163
    Dediticii 38 Exceptio legis Cinciae 72; 247
    LJeductio servitutis 129 Exceptio pacti 156; 196
    Deductio usufructus 131 Exceptio vitiosae possessaonas 144
    Defensa de la propiedad 123 Excusatio tutelae 95
    Delación 218 Exheredatio 245
    Delegación 158 Extinción de las obligaciones 160
    Delito 203 Familia 78; 85
    Demonstratio ~ 71 Favor libertatis 28
    Depósito 178 Favor testamenti 226
    Depósito irregular 179 Ferruminatio 112
    Derecho clásico 6 Fictio legis Corneliae 31
    Derecho de la Pandectas 15 Fideicomiso 235
    Derecho Juitinianeo 7 Fideicomiso de familia 238
    Derecho postclásico 7 Fideiussio 165
    Derecho quiritario 5 Fidepromissio 165
    Derecho real y personal 98 Fiducia 137; 175
    Derecho republicano 5 Filiación legítima 79
    Dies cedens 238 Filiación natural 79
    Dies veniens 238 Filius familias 79
    Diffarreatio 88 Foenus nauticum 176
    Diligencia 156 Fragmente vaticana 14
    Distancias legales 107 Fructus pereipiendi 103.
    División 224 Frutos 103
    Divorcio 88 Fuentes de la obligación 153
    Dolo 59 Fuentes del derecho 7
    Dominium 30 Fundaciones 46
    Donación entre cónyuges 90; 248 Furtum 205
    Donación nupcial 93 Garantías de las obligaciones 163
    Donatio 245 Gayo, instituciones 14
    Donatio mortis causa 249 Gentiles 241
    Donado sub modo 247 Genus 149
    Dote 90 Gestión de negocio ajeno 199
    Dote adventicia 91 Habitatio 232
    Dote profecticia 91 hecho jurídico 48
    Dada dictio 91; 173 Heredia institutio 231
    Edad 43 Hereditas 215
    Edicto del magistrado Hereditas ab intestato 240
    Edicto del príncipe 12 Llereditas iacens 220
    Edietum perpetuum 10 Hereditas legitime 241
    Edictum repentinum 10 Hereditas petitio 222
    Edictum traslaticium ., 10 Heras necesa”ius 217; 219
    Effusum et deiectum 211 Heras suus 217
    Ejecución patrimonial 74 Heras voluntarios 219
    Ejecución personal 74 Hipoteca 136
    Elementos del negocio 54 Honor matrimonii 87
    Emancipación 38; 74 Hyperocha 139
    Emptio rei speratae y emptio spei 181 Immissio 108
    Enfermedad 42 Impedimentos matrimoniales 87
    Enfiteusis 133 Inipetratio dominii 139
    Error 58 Implantatio 113
    Esclavitud 28; 84 In Diem addictio 184
    Escritura 113 ln iure cessio 120
    Evicción 183 Inaedificatio 113
    Exceptio 72 Infamia 44

    Págs. Págs.

    ¡nf itiatio 75 Latini iuniani 34; 38
    Injuria 210 Legado de alimento 236
    Insinuatio apud acta 248 Legado de cosa ajena 236
    Instituciones justinianeas 14 Legados 235
    Instrumentum dotale 91 Legatum debiti 236
    Instrumentuna fundi 104 Legatum optionis 236
    Insule in flumine date 111; 114 Legatum partitionis 236
    Intentio 71 Legatum par damnationem 236
    Intercessio 164 Legatum par praeceptionem 237
    Interdicta 77 Legatum per vendicationem 236
    Interdicta recuperandae possessio. Legatum sinendi modo 237
    nis 77; 142; 144 Legis Actiones 68
    Interdicta retinendae possessionis. 77; 144 Legítima 244
    Interdictum de glande legenda 108 Legitimación 79
    Interdictum fraudatorium 157 Lex 10
    lnterdictum quod vi aut clam 126 Lex Aebutia 67
    Interdictum Salvianum. ... 137; 145 Lex Aelia Sentia 34
    Interdictum unde vi 145 . Lex Aquilia 209
    Interdictum uti possidetis 144 Lex Atilia 95
    Interdictum utrubi 144 Lex Cincia 247
    Interés 157 Lex commissoria 184
    Istterpolación 17 Lex Cornelia de confirmandis teste­-
    Interpretado prudentium 9 mentas 11
    Intestabilitas 44 Lex XII tabularum 8
    Invalidez del negocio jurídico 57 Lex Falcidia 239
    Inventto 112 Lex Fuf ja Caninia 34

    100; 128 Lex Iulia y Papia Poppaea ... 87; 230

    Iter ad sepulchrum 107 Lex Iunia Norbana 33
    Iudicium rei uxoriae 92 Lex Petronia 84
    Iurisprudentia 9 Lex Plaetoria 41; 94; 97
    Iusiurandum in litem 124 Lex romana Visigothorum 14
    tus adcrescendi 109 Libertos 32; 43
    Ita eivie 5; 22 Libripens 119; 227
    lite commercii 27; 37 Límites de la propiedad 106
    Tus commune 24 Ljtis aestimatio 124
    tus connubii 27; 37; 87 Litis contestatio 73; 1~4
    lite emphyteuticarium 134 Litus maria .100
    Tus extra.ordinem 23 Mancipatio 100; 119
    Tus gentium 6; 23 Mancipium 39

    Tus honorarium 6; 23 Mandata 12
    Tus naturale 23 Mandato 166; 190
    Tus perpetuum 134 Manumisión 82
    Ius prohibendi 110 Manus 39; 79
    ms publicum y privatutu 22 Matrimonio 85
    Ita respondendi 9 Minoría de edad 94
    Tus scriptum y non scriptum 8 Missio ¡u possessionem 125
    Tus sepulchri 99 Modus 54
    Tus singulare 24 Mora 156
    Tus tollendi 113 Mores maiorum 8
    Tus vendendi 83 Mosaicarum et romanorum legua”
    Tus vitae ac necia 82 Collatio 14.
    beta causa traditionis 183 Muerte de la persona 27
    liaste causa usucaptonts 116 Mutuo 176
    Iustitia 21 Nacimiento de la persona 27
    Latini coloniarii 34; 37 Nascituri 27

    Págs. Págs.

    Negocio jurídico 51 Possessio civilis 142
    Negocios abstractos 53 Possessio dell'ager publlcus 141
    Negocios ínter vivos y naortis causa 53 Possessio itria 145
    Negocios itria civilis e iuris gentium 53 Possessor pro herede 222
    Negocios solemnes 53 Possessor pro possessore 222
    Negocios unilaterales y bilaterales 53 Postliminium 31
    Nexum 171 Postumj 230
    Nomine transcripticia 171 Potioris nomtnatto 95
    Nominatio iudicis 70 Praescriptio bugí tempane 113
    Novación 161 Praescriptio longissimi tempane 117
    Novelas de Justiniano 15 Praeteritio 241
    Noxae deditio 30; 83 precario
    Nulidad del negocio 57 ~ 240
    Nuncius 60 Prenda 136; 179
    Objeto del legado 236 Pretor peregrino y urbano 10
    Obligaciones alternativas 149 Prisión de guerra 31
    Obligaciones correales 152 Privilegium 24
    Obligaciones divisibles e indivisibles 150 Processo per formulas 70
    Obligaciones genéricas 149 Procura 190
    Obligaciones parcianias 151 Procurator in ram suam 159
    Obligaciones epropter ram” 151 Pródigos 42
    Obligaciones solidarias 151 profesiones 43
    Obligaciones de dotar 90 Pro herede gestio 221
    Obligatio 146 promesa unilateral 198
    Obligationes consensus 169 Promissio iurata liberti 173
    Obligationes littenis 168 propiedad 103
    Obligationes re 168 Quarta Falcidia 239
    Obligationes verbis 168 Querelle inofficiosae donationis 245
    Obra nueva 125 Querelle inofficiosae testamenti 244
    Obras de esclavos y animales 132 Rapiñe 207
    Ocupación 111 Ratificación 190
    Ordo iudiciorum privatorum 67 Receptum 197
    Pacto 195 Regla Catoniana 240
    Pactum de non distrahendo pignore 180 Rei vindicatio 123
    Pactum de non petendo 163; 196 Religión 45
    Pactum displicentiae 184 Remancipatio 88
    Pago 154; 201 Renuncie a la herencia 220
    Pandectas 15 Representación ~0; 170
    Parentesco 42 Res communes 100
    Paterfamilias 82 Res corporales e incorporales ... 98; 99
    Patria potestas 82 Res derelictae 99
    Peculio 84 Res extra commerctum 99
    Peregnini 37 Res in patrimonio y extra patnimo.
    Periculum rei venditiaá 182 nium 99
    Perpetuatio obligatonis 156 Res mancipi y nec manctpt 100
    Persona jurídica 46 Res nullius 99
    Persone sui itria y alieni itria 39 Res publicae 100
    Pesca 111 Res sacrae 99
    Pignus ¡u causa iuducati captum. 77; 139 Res santae 99
    Pintura 113 Res universttatts 100
    Plebiscito 8 Resarcimiento 156
    Pollicitatio 198 Responsabilidad contractual 154
    i”opulus romanus - 46 Restitutio in integrum 97
    Posesion 118; 140 Restitución de la dote 91
    Positum et suspensum 211 Retentio 92

    Págs. Págs.

    Retroactividad de la condición 56 Sustitución vulgar 234
    Satio 113 Syngrapha 174
    Sc. Tnventianum 222 Término 54; 56
    Sc. Macedonianum 177; 214 Tesoro 111; 112
    Sc. Orphitianum 243 Testamenti.factio 229
    Sc. Tertullianum 243 Testamento 225
    Sc. Velleianum 166 Testamento apud acta 223
    Secuestro 179 Testamento calatis comitiis 227
    Segundas nupcias 87 Testamento ¡u procinctu 227
    Senatus consulta 12 Testamento militar 228
    Sentencias de Pablo 14 Testamento par aes et libram 227
    Separatio bonorum 217 Textura y tinctura 113
    Servidumbre 126 Tiempo 62; 118
    Servidumbres personarum y praedio. Traditio . 121
    rum 127 Traditio ficta 122
    Sexo 42 Transacción 194
    Sociedad 188 Translatio legati 240
    Sociedad leonina 189 Turpitudo 45
    Solutio 154; 201 Tutele 94
    Solutio retentio 214 Tutele dativa, impuberum, legittima,
    Sponsio 165; 171 mulierum y testamentaria 94; 95
    Status familiae, civitatis y libertatis 26 Universitas 46
    Stipulatio 171 Usucapio 115
    Stipulatio duplae 183 Usucapio pro herede 221
    Subpignus 138 Usufructo 130
    Sucesión 215 Usure 157
    Sucesión ab intestato 240 Usus 80
    SuCesiÓfl Contra el testamento 243 Venta 32; 180
    Sucesión testamentaria 225 Vicios ocultos 32; 184
    Sucesión universal 216 Vindicatio 125
    Superficie 135 Vindicatío servitutis 130
    Sustitución 233 Vindicatio ususfructus 131
    Sustitución fideicomisania 237 Violencia 59
    Sustitución pupilar y cuasi pupilar 234 Voluntad 51

    INDICE GENERAL
    lid—

    INTRODUCCION 5
    1. El derecho romano y sus períodos históricos 5
    2. Las fuentes del derecho romano 7
    3. Las fuentes de conocimiento del derecho romano y
    el Corpus Inris 1.3
    4. Nociones y divisiones romanas del derecho 21

    PARTE GENERAL

    Capitulo 1.—LOS SUJETOS DEL DERECHO 26
    1. Generalidades 26
    2. Principio y fin de la persona física 27
    3. Status libertatis y esclavitud 28
    4. Status civitatus
    5. Status familiae 38
    6. Capitis deminutio 40
    7. Limitaciones de la capacidad 41
    8. Las personas jurídicas 46

    Capítulo ll.—TEOR[A DE LOS HECHOS JURIDICOS 48
    1. Los hechos jurídicos 48
    2. Adquisición y pérdida de los derechos 50
    3. Los negocios jurídicos 51
    4. Condición, Término y Modo 54
    5: r~~iljd€~ de los negocios jurídicos 57
    6. `La representación 60
    7. Los actos ilicitos 62
    8. El tiempo , 62

    Capítulo m.—EL PROCEDIMIENTO CIVIL ROMANO 63
    1. Nociones Generales 63
    2. El proceso “per legis actiones” 68
    3. El proceso “per formulas” 70
    4. La ccognitio extra ordinexn” 75
    5. Los procedimientos especiales 77

    EL DERECHO DE FAMILIA

    Capítulo 1.—LA FAMILIA ROMANA 78
    1. Generalidades 78
    2. Estructura de la familia romana 79
    3. El «paterfamilias” y sus poderes 82

    Capítulo II.—LA FAMILIA NATURAL 85
    1. El matrimonio 85
    2. Los esponsales 89
    3. El concubinato 90

    Capitulo m.—EL REGIMEN PATRIMONIAL ENTRE LOS CON­

    YIJGES 90
    1. Ladote 90
    2.. Los bienes parafernales 93
    3. La donación nupcial 93

    Capítulo IV.—LA TUTELA Y LA CURATELA 94

    1. Generalidades 94
    2. La tutela de los impúberes 94
    3. La tutela de las mujeres
    4. La curatela de los dementes, pródigos y de los
    menores 97

    DERECHOS REALES

    1. Nociones Generales 98

    Capítulo 1.—LAS COSAS 99

    Capitulo 11.—LA PROPIEDAD 103

    1. Generalidaades 103

    2. Limitaciones legales de la propiedad 106

    3. Copropiedad
    4. Modo de adquisición de la propiedad 111
    5. Pérdida de la propiedad 123
    6. Defensa de la propiedad 123
    7. Las servidumbres 126

    8. La enfiteusis y la superficie 133
    9. La prenda y la hipoteca 136
    10. La posesión 140

    DERECHOS DE OBLIGACIONES

    Capítulo 1.—NOCIONES GENERALES 146
    1. Concepto de obligación 146
    2. Objeto de las obligaciones 148
    3. Sujetos de las obligaciones 150
    4. Fuentes de las obligaciones 153
    5. Cumplimiento de las obligaciones 154
    6. Incumplimiento de las obligaciones 155
    7. Transmisión de las obligaciones 158
    8. Extinción de las obligaciones 160
    9. Garantías de las obligaciones 163

    Capitulo 11.—LAS OBLIGACIONES NACIDAS DEL CONTRATO 167
    1. El contrato en general 167
    2. Los contratos verbales 170
    3. Los contratos literales 174
    4. Los contratos reales 175
    5. Los contratos consensuales 180
    6. Los contratos innominados 192
    7. Los pactos 195
    8. Las promesas unilaterales 198

    Capítulo 111.—LAS OBLIGACIONES NACIDAS «QUASI EX CON.

    TRACTU” 198

    Capítulo IV.—LAS OBLIGACIONES NACIDAS DEL DELITO 203
    1. Nociones Generales 203
    2. El hurto 205
    3. La rapiiía 207
    4. El daño 208
    5. La injuria 210

    Capítulo V.—LAS OBLIGACIONES NACIDAS DEL CUASI-DE­

    LITO 211

    Capítulo VI.—LAS OBLIGACIONES NATURALES 213

    Pdgina

    LAS CAUSAS GENERALES DE ADQUISICION

    Capítulo 1.—LAS SUCESIONES 215
    1. Noción de “successio” 215
    2. Requisitos de la sucesión 218
    3. Renuncia a la herencia 220
    4. Herencia yacente 221
    5. Usucapio pro herede” 221
    6. flereditatis petitio” 222
    7. Derecho de acrecer 223
    8. Las colaciones 224
    9. División de la herencia 224

    Capítulo 11.—LA SUCESION TESTAMENTARIA 225
    1. Concepto y caracteres 225
    2. Diversas formas de Testamento 227
    3. La capacidad de testar y de recibir por testamento 229
    4. Contenido del testamento 231
    5. Las sustituciones 233
    6. Invalidez del testamento 234
    7. Los legados y los fideicomisos 235
    8. La sustitución fideicomisaria 237
    9. Adquisición y efectos del legado 238

    Capitulo m.—LA SUCESION “AB INTESTATO” 240
    1. La sucesión civil 241
    2. La sucesión pretoria y sus posteriores desarrollos 241

    Capítulo IV.—LA SUCESION LEGITIMA CONTRA EL TESTA­

    MENTO 243

    Capítulo V.—LAS DONACIONES 245
    1. Concepto y requisitos 245
    2. Las donaciones “inter vivos” 247
    3. Las donaciones “mortis causa” 249

    BIBLIOGRAFIA 250
    INDICE ALFABETICO-ANALITICO 251

    Aeabáa. de Imprimir esta obra

    SINOPSIS DE DERECHO ROMANO, d. LUIGI ARU7 RICCARDO ORESTANO, en los Talleres Grj.flcos LUIS PEREZ de Madrid, el día 30 do agosto de t964, festividad de Santa Rosa de Lima




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    Enviado por:Enrique Centelles
    Idioma: castellano
    País: España

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