Historia


Unión y división política de los reinos occidentales


TEMA XIV. UNIÓN Y DIVISIÓN POLÍTICA DE LOS REINOS OCCIDENTALES.

  • LEÓN, CASTILLA Y PORTUGAL ENTRE LOS SIGLOS XI-XIII.

  • Entre los años iniciales del siglo XI y los finales del XIII los reinos de León y Castilla pasan por un proceso de acercamiento y distanciación política que culminará en la unión definitiva de Castilla y León en 1230, fecha a partir de la cual puede hablarse de unidad política pero no de fusión o identificación de leoneses y castellanos, que mantendrán sus diferencias durante cerca de un siglo reuniéndose en Cortes separadas, planteando a los monarcas problemas específicos de cada reino, reflejando sus puntos de vista diferenciados en obras literarias, historiográficas y jurídicas... No obstante, las distancias van disminuyendo y el proceso unificador se consolida definitivamente en los años finales del siglo XIII y los primeros del XIV, época en la que está afianzada la independencia de Portugal, reino desgajado de León, cuyos orígenes se sitúan en los primeros años del siglo XII.

    Las diferencias entre leoneses, castellanos y portugueses, las particiones del reino por los monarcas y los enfrentamientos entre los grupos nobiliarios, que se arrogan la representación de los intereses del reino, no impidieron que las fronteras sobrepasaran la barrera del Duero y se extiendan hasta el Atlántico y el Mediterráneo con la ocupación a los musulmanes del Algarve, Andalucía -excepto Granada- y Murcia. El proceso expansivo no es lineal: en el siglo XI las ampliaciones territoriales son escasas y de reducida importancia si se exceptúa la ocupación de Toledo cuyo interés procede de haber sido la capital del reino visigodo y, por ello, encarnar el ideal de unidad peninsular expuestos por los monjes mozárabes emigrados al reino astur-leonés en el siglo IX.

    Avances y retrocesos geográficos alternan hasta el primer cuarto del siglo XIII y la expansión choca no sólo con la resistencia de los musulmanes peninsulares y de sus auxiliares norteafricanos (almorávides a fines del siglo XI, almohades en la segunda mitad del XII y benimerines en los años finales del XIII) sino también con los intereses de los distintos reinos peninsulares, no siempre coincidentes, y, sobre todo, con las insuficiencias económicas y demográficas que no permiten dedicar los medios y las personas necesarias para la ocupación efectiva del territorio.

    Los cambios económicos durante este período no son menos importantes que los políticos: la guerra, el cultivo de los campos y el pastoreo son la base de la economía en el siglo XI y mantendrán su importancia a lo largo del período que estudiamos, pero lentamente surge una pequeña artesanía y se desarrolla un comercio interior y exterior gracias a los intercambios efectuados a lo largo del camino de Santiago, que es ruta de peregrinación y al mismo tiempo vehículo de intercambio cultural y comercial con el mundo europeo, cuyos productos invadirán los mercados hispanos en la segunda mitad del siglo XIII al abrirse al comercio los puertos atlánticos y mediterráneos y hacer posible que artículos de difícil transporte por tierra, por tanto caros, lleguen en barcos que abaratan considerablemente el coste final y permiten que artículos reservados a una minoría estén desde ahora al alcance de gran parte de los leoneses, castellanos y portugueses.

    La atracción de estos productos, flamencos e italianos fundamentalmente, en una sociedad que sólo puede pagarlos con el botín obtenido en la guerra y en una segunda fase con la exportación de lana y ganado, llevará a dedicar especial atención a la ganadería en perjuicio de la agricultura, hará imposible -al exportar la lana- el desarrollo de la industria textil, la más importante de la Edad Media, y terminará arruinando a numerosos propietarios de tierras y ganado a pesar de que los precios de sus productos suban continuamente: los artículos manufacturados que obtienen a cambio experimentan subidas mucho mayores. Los reyes del siglo XIII intentarán poner coto a esta sangría económica fijando precios y salarios y dictando leyes suntuarias que tienen, además de la finalidad económica (reducir gastos), un claro interés social: evitar que el uso de determinados vestidos o adornos lleve a la confusión entre nobles y plebeyos, mantener incluso en el aspecto externo las diferencia sociales.

    La sociedad hispánica, al igual que la europea, es una sociedad estamental dividida entre los que rezan (clérigos), los que defienden el territorio (nobles) y los que trabajan (labradores, puesto que el trabajo fundamental es el de la tierra), pero por debajo de esta clasificación aparecen diferencias internas basadas en la riqueza y en la posición que cada uno ocupa en la escala de valores sociales. El estamento clerical aparece dividido entre clérigos seculares y regulares o miembros de las Órdenes, y en él tienen cabida desde los obispos y abades de los grandes monasterios hasta el más humilde de los clérigos pasando por los canónigos, monjes, frailes, miembros de las Órdenes militares..., cada uno con sus intereses y su forma de vida.

    Dentro del grupo militar, junto a la gran nobleza, continuamente renovada con la incorporación de los familiares del monarca, encontramos nobles de segundo orden y simples escuderos, y en los concejos se desarrolla un tipo especial de nobleza: los caballeros populares o caballeros villanos que integran las milicias concejiles, alternan la guerra con el pastoreo y acabarán reservándose en exclusiva los cargos del municipio y la representación de éste en el exterior: en las Cortes, ante el monarca...

    Los que trabajan no serán sólo campesinos (labradores) sin que en las villas y ciudades la incipiente industria y el comercio darán lugar a la aparición de grupos burgueses; en la Universidad se forman los juristas que veremos junto a los reyes aplicando el nuevo derecho, el Derecho Romano, que, lentamente, sustituye al Derecho tradicional recogido en los Fueros locales o en las Fazañas de Castilla. Ni siquiera entre los labradores puede hablarse de la igualdad: junto a propietarios de las tierras que cultivan, hay campesinos dependientes que trabajan tierras ajenas y deben sumisión al propietario, y en el siglo XIII son numerosos los jornaleros, los trabajadores del campo que carecen de tierras y alquilan sus brazos temporalmente.

    Política, economía y organización social tienen fiel reflejo en instituciones como las Cortes, asambleas en las que están representados todos los estamentos, aunque no sean los centros de igualdad y libertad que han querido ver en ellas los hombres del siglo XIX. En estas asambleas colaboran en el gobierno el Rey y el Reino que llegan a acuerdos como los generalmente admitidos para la reunión leonesa de 1188 en la que Alfonso IX se comprometió a no tomar decisiones de interés general sin el consentimiento de los representados en Cortes. El cumplimiento de estos acuerdos dependerá de la relación de fuerzas entre el Rey y el Reino y de la división o unidad existente entre los dirigentes del Reino, que forman hermandades, ligas y asociaciones de clérigos, de nobles o de concejos, especialmente fuertes en los momentos de debilidad de la monarquía.

    La Iglesia interviene de múltiples formas en la historia de estos reinos: repoblando las tierras del Camino de Santiago por mediación de los monjes cluniacenses, zonas de difícil acceso en el interior gracias a los cistercienses, terrenos fronterizos con el Islam por obra de las Órdenes militares...; favoreciendo los estudios en las escuelas catedralicias de las que surgirán las universidades; interviniendo en la vida urbana desde los obispados y cabildos o gracias a la instalación en las ciudades de dominicos y franciscanos...; moralizando a la sociedad a través de las disposiciones de sínodos y concilios..., labores que habrán de ser estudiadas junto al papel económico que tienen el diezmo, las primicias, los derechos de mortuorio...

    Esta sociedad se distancia cada vez más del mundo romano aunque los intereses políticos llevan a resucitar el Derecho del Imperio, y el latín -reducido al mundo eclesiástico- es sustituido por las lenguas romances (castellano y portugués) que se convierten en lenguas administrativas y literarias, en vehículo de cultura en las que se escriben obras históricas, jurídicas, filosóficas, científicas como las traducciones del árabe de las obras clásicas griegas, o la extraordinaria producción de Alfonso X en prosa (castellano) y en verso (gallego-portugués).

    II. LA HERENCIA DE SANCHO EL MAYOR DE NAVARRA: FERNANDO I.

    Históricamente, el siglo XI se inicia en 1031-1035-1037, años en los que se rompe la unidad del mundo musulmán y el califato es sustituido por numerosos reinos de taifas (1031), enfrentados entre sí e incapaces de oponer una resistencia eficaz a los reinos cristianos, aunque también éstos se dividen al distribuir Sancho el Mayor sus dominios entre sus hijos y recuperar la independencia, convertidos en reinos, los condados de Castilla y Aragón (1035); el recién nacido reino de Castilla buscará en la guerra la recuperación de las fronteras de época condal y en Tamarón hallaría la muerte el leonés Vermudo III, al que sucede, al no dejar descendencia, Fernando I de Castilla en nombre de su mujer Sancha, hermana de Vermudo (1037), es decir, sobre la misma base legal que había utilizado su padre Sancho III para anexionarse el condado de Castilla.

    Al año siguiente, Fernando I era ungido en León y asumía el título de imperator que políticamente le situaba en una posición de preeminencia respecto de su hermano mayor, García Sánchez III de Navarra. Esta posición de Fernando entraba en contradicción, según JOSE MARIA MINGUEZ, con el espíritu del testamento de Sancho III quien, al conceder los estados patrimoniales de Navarra al primogénito García, trataba de otorgarle una cierta autoridad y primacía política sobre el resto de sus hermanos. Es posible que esta situación no fuese plenamente aceptada por el primogénito. Lo cierto es que, tras algunos incidentes entre ambos hermanos, García Sánchez inicia una serie de agresiones en la nueva frontera con Castilla provocando la reacción de los señores locales castellanos, que llegan a ocupar algunos castillos como Ubierna y Urbel, que tras el testamento de Sancho III permanecían bajo dominio navarro. Estos incidentes fueron deteriorando la relación entre Fernando I y García Sánchez III; deterioro que a pesar de los intentos de mediación de Santo Domingo de Silos y del abad Iñigo de Oña, desembocó en el enfrentamiento militar en Atapuerca en el año 1054. El resultado fue la derrota y muerte en el campo de batalla del rey navarro. Proclamado rey Sancho IV Garcés en el mismo campo de batalla, Fernando I solamente exigió la anexión del noroeste de la Bureba, donde está enclavado el monasterio de Oña. Estos éxitos convirtieron a Castilla en el eje del occidente de la Península. En 1055 se reunió el Concilio de Coyanza, en el que se tomaron importantes acuerdos sobre materias civiles y eclesiásticas. Posteriormente Fernando I reanudó la ofensiva contra el Islam, obteniendo con ella éxitos importantes, como la toma de Combra (1064).

    Los éxitos de Fernando I habían sido posibles en gran medida por la unificación de los reinos de Castilla y León; unificación que, superada la crisis estructural de finales del siglo X y principios del siglo XI, fortalecía la tendencia expansiva y la agresividad feudal del nuevo Estado. Sin embargo, las disposiciones testamentarias de Fernando I tomadas en una Curia Extraordinaria celebrada en León en el año 1063 parecían atentar contra la estabilidad política y social al fragmentar esa unidad. Efectivamente, estas disposiciones establecían la división en beneficio de sus tres hijos varones: Sancho, el primogénito, heredaba Castilla y las parias del reino de Zaragoza; Alfonso, el reino de León y las parias de Toledo; y el menor de los hermanos, García, heredaba Galicia más el territorio portucalense, con las parias de Sevilla y Badajoz. Las infantas Elvira y Urraca, por su parte, reciben el señorío sobre los monasterios de sus reinos.

    JOSE LUIS MARTIN hace hincapié en que, aunque las divisiones y uniones de Castilla y León -en 1065, primero, por parte de Fernando I, y 1157 por parte de Alfonso VII- son en gran parte reflejo de la situación económica, social y militar de los reinos, la personalidad y mentalidad de los reyes desempeña en ellas un papel importante. Fernando I de Castilla considera bienes propios, de los que puede disponer libremente, las tierras conquistadas o incorporadas por él. Por otro lado, la hegemonía castellana está contrarrestada por el título imperial que corresponde al leones Alfonso VI y que Fernando I refuerza entregándole el derecho de conquista sobre el reino musulmán de Toledo.

    La concesión de Toledo al monarca leonés y la vinculación de Badajoz y Sevilla a Galicia cortaban el paso castellano hacia el sur; por el oeste, Sancho perdía por decisión paterna Tierra de Campos, incorporada a León, y la expansión hacia el este, hacia el reino de Zaragoza, chocaba con los intereses de Navarra, reino al que Sancho el Mayor había incorporado tierras castellanas como los Montes de Oca y la Bureba. Ocupar estas zonas, restablecer las fronteras castellanas, será el objetivo de Sancho II, quien, en 1067, atacó Navarra y en 1068 derrotó a Alfonso VI en Llantada; la batalla no fue decisiva y ambos hermanos se unirán momentáneamente para destronar a García (1071). Derrotado en Golpejera (1072), Alfonso buscó refugio en Toledo, donde regresará meses después al ser asesinado Sancho cuando intentaba ocupar Zamora, defendida por la infanta Urraca en nombre de Alfonso. Con la muerte de Sancho, Alfonso reunifica los dominios paternos después de haber jurado en Santa Gadea que no había tomado parte en el asesinato de su hermano.

    Esta reunificación debió realizarse no sin problemas. A pesar del acatamiento formal de Alfonso VI como rey por parte de los castellanos, algunos indicios apuntan a una cierta oposición de sectores nobiliarios castellanos contra Alfonso VI y contra lo que él representaba: la recuperación de la hegemonía de León frente a Castilla, con un cierto desplazamiento de la nobleza castellana de los centros de poder. Los episodios novelescos del juramento exigido por Rodrigo Díaz a Alfonso VI en Santa Gadea o del ultraje de los infantes de Carrión -sólidos apoyos de Alfonso VI- a las hijas del héroe, que se presenta como la víctima de la envidia y de la injusticia del rey leonés, parecen rezumar un oscuro resentimiento de la nobleza castellana, en palabras de JOSE MARIA MINGUEZ, del que se hace eco la épica juglaresca de su entorno. Pero lo cierto es que el apoyo que Alfonso VI recibe de la nobleza leonesa en la lucha contra su hermano Sancho II y que continuará recibiendo a lo largo de todo su reinado, su abierta preferencia por alguno de los más altos linajes de la zona del Cea y del Pisuerga, las donaciones de excepcional importancia a los monasterios de Sahagún y de Carrión -particularmente al primero-, son hechos significativos de un nuevo basculamiento del centro de gravedad desde Castilla hacia León; basculamiento que ya se había manifestado con claridad durante el reinado de Fernando I y que ahora se consuma. Y este hecho obliga a revisar la tesis comúnmente aceptada de que la unificación castellano-leonesa se habría realizado bajo la hegemonía castellana.

    III. LA PRESENCIA AFRICANA Y EUROPEA: ALFONSO VI.

    Alfonso VI, rey de León y de Castilla (1072-1109), seguirá las directrices políticas de su padre frente a los musulmanes y las parias seguirán afluyendo al reino hasta que en 1085 Alfonso convirtió en realidad el viejo sueño de los monarcas leoneses: la ocupación de Toledo, ciudad en la que sería restablecida la sede primada como símbolo de la unidad eclesiástica de España mientras el título imperial utilizado por Alfonso reflejaba la unidad política. Será precisamente este factor externo, la enorme aportación de las parias y el consiguiente incremento de la capacidad financiera de la monarquía, la base según MINGUEZ de las grandes empresas alfonsinas, empresas que sin embargo no podrán llevarse a cabo sin la confluencia de una serie de factores internos entre los que la feudalización de la sociedad leonesa, irreversible ya en las últimas décadas del siglo X y consolidada en las primeras del siglo XI, es el más importante. La definitiva implantación en el espacio leonés de unas nuevas relaciones sociales de producción da coherencia estructural a todo el conjunto castellano-leonés, reactiva la colonización -especialmente al sur del Duero-, dinamiza la expansión política y proyecta, en forma de conquista militar, la agresividad interior del feudalismo hacia el exterior, es decir, hacia el espacio político andalusí que hasta ahora sólo se había visto afectado circunstancialmente por las acciones militares cristianas.

    El compromiso de la monarquía con estas estructuras feudales se hace patente con la adopción por parte del monarca del título de Imperator totius Hispaniae, al que Alfonso VI une también el de “emperador de las dos religiones”, título este último que el monarca hace efectivo con la toma de Toledo. La rendición de la ciudad y por extensión del reino de Toledo es un hecho transcendental en la historia de la expansión de los reinos cristianos. En primer lugar, con la conquista de Toledo se supera definitivamente la frontera del Duero que, a pesar de la paulatina incorporación política de la Extremadura, venía manteniéndose todavía como referencia imprescindible de orden militar. A partir de ahora va a ser el Tajo el baluarte defensivo más importante frente a la ofensiva almorávide que se insinúa en el horizonte. Asímismo, la anexión del reino -cuyo núcleo más importante, y el ocupado efectivamente por los cristianos, es el espacio comprendido entre el Sistema Central y la línea que une Guadalajara, Toledo y Talavera- constituye, según MINGUEZ, la primera dentellada de la sociedad feudal en el espacio político y social propiamente andalusí, lo que suscita problemas desconocidos hasta ahora relativos a la acción política de repoblación; la solución de estos problemas constituye un reto sin precedentes. Ya no se trata de incorporar comunidades campesinas escasamente articuladas entre sí y con una organización rudimentaria, como sucedía en la Extremadura del Duero. Ahora se plantea la integración de una ciudad cuya complejidad no tenía parangón con ninguna de las ciudades cristianas. Musulmanes, mozárabes y judíos constituían un mosaico étnico, religioso y profesional de vigorosos contrastes que inmediatamente se vieron agudizados por la heterogeneidad de la población recién llegada a raíz de la conquista; heterogeneidad económico-social -nobles, caballeros de las ciudades, campesinos, artesanos y mercaderes-, heterogeneidad étnica -castellanos y francos, no siempre bien avenidos-.

    En el campo musulmán, la ocupación de Toledo puso fin al círculo vicioso en que se movían los reinos de taifas: el pago de las parias era el precio para evitar los ataques cristianos, pero su cobro obligaba a aumentar la presión fiscal y ocasionaba protestas de la población y revueltas que sólo podían ser sofocadas con la ayuda cristiana, con el pago de mayores parias que exigían a su vez una mayor presión fiscal...; el círculo se rompe cuando las parias dejan de ser una protección eficaz; tras la conquista de Toledo, los reyes de Taifas piden ayuda a los almorávides norteafricanos cuyos ejércitos ponen en peligro las conquistas del siglo XI y unifican al-Andalus. Sólo Rodrigo Díaz, el Cid Campeador, será capaz de hacer frente a los almorávides en Valencia, reino sometido al pago de parias por Alfonso VI.

    A la penetración africana desde el sur se contrapone la entrada en los reinos cristianos de numerosos francos, europeos, que se instalan en los monasterios que jalonan el Camino de Santiago como artesanos, mercaderes y monjes o contribuyen a la defensa del territorio y a la repoblación de las ciudades situadas en el valle del Duero. Monjes y caballeros adquieren extraordinaria importancia en el reino y mientras entre los primeros se reclutan los abades y obispos de los monasterios y sedes, personajes como Raimundo de Borgoña o Enrique de Lorena se convierten en el brazo derecho del monarca, que les dará a sus hijas Urraca y Teresa en matrimonio, y con ellas los condados de Galicia y Portugal respectivamente. Además, en el aspecto cultural el contacto con Europa impulsó la introducción de la reforma cluniacense en los monasterios castellano-leoneses, la sustitución de la liturgia mozárabe por la latina y de la letra visigoda por la francesa o el aliento de la ruta jacobea.

    Los últimos veinte años del reinado de Alfonso VI fueron una continua sucesión de fracasos ante los almorávides, fracasos que se agravaron con la muerte en la batalla de Uclés (1108) del único hijo varón del rey castellano leonés. Quedó entonces como sucesora Urraca, viuda de Raimundo de Borgoña y madre de un niño de corta edad, Alfonso, que no estaba en condiciones de dirigir el ejército contra los almorávides. La situación militar hizo aconsejable un segundo matrimonio de Urraca y entre los posibles candidatos fue elegido a la muerte de Alfonso (1109) el rey de Navarra y Aragón, Alfonso el Batallador. De haberse afianzado el matrimonio y haber tenido hijos podría haber supuesto la unión de León, Castilla, Navarra y Aragón, pero jamás hubo entendimiento entre los esposos y contra ambos se levantaron, en defensa de los derechos de Alfonso Raimúndez -el hijo de Urraca y Raimundo de Borgoña- , un sector importante de la nobleza castellano-leonesa y el bloque borgoñón, constituido sobre todo por representantes de la más alta jerarquía eclesiástica -obispos, abades de los más importantes monasterios castellanos y leoneses-, vinculados a la reforma cluniacense que, a raíz de la apertura castellana a las corrientes procedentes del norte de los Pirineos, había adquirido en Castilla y León una enorme fuerza política e ideológica.

    La crisis se agrava y se complica por los continuos desacuerdos entre los cónyuges, que llegan con frecuencia a enfrentamientos armados y provocan la ruptura de la coherencia interna de los grupos políticos y vuelcos continuos y aparentemente anárquicos en las alianzas. Situación extraordinariamente propicia para la defensa de intereses particularistas de determinados sectores nobiliarios que tratarán de reafirmar su autonomía y desvincularse del control político de una monarquía asediada. Es ésta la postura del obispo compostelano, Diego Gelmírez. Pero quizás más representativo, por las consecuencias que se van a derivar a medio plazo, es el caso del condado de Portugal, que Alfonso VI había otorgado a otra hija suya, Teresa, casada con Enrique de Lorena. Aliados unas veces con Alfonso de Aragón contra la reina Urraca, apoyando en otras ocasiones a Urraca frente al conde gallego de Traba Pedro Fróilaz o frente al obispo Gelmírez, que eran los únicos que podían inquietar el poder de los condes de Portugal, éstos van a ir consolidando una autonomía que muy pocas décadas después desembocará en la independencia de Portugal por obra del hijo de ambos, Alfonso Enríquez.

    Tras varios años de guerra civil entre los partidarios de Urraca y los de su marido Alfonso y de enfrentamientos entre los clérigos francos y sus vasallos, que apoyan al monarca navarro para liberarse de la dependencia feudal, el matrimonio fue disuelto (1114) por el papa Pascual II -con el pretexto de ser primos segundos Alfonso y Urraca. Alfonso I se dedicará a partir de entonces a la lucha contra los musulmanes, lo que no le impedirá mantener bajo su control extensas zonas de Castilla. Por su parte, Urraca se disputa con su hijo Alfonso el dominio de Galicia y en concreto el de Santiago de Compostela, donde el obispo Gelmírez mantiene una posición ambigua hasta que el levantamiento de los burgueses (1116) le obliga a aceptar la autoridad de Urraca y a buscar el apoyo del conde de Traba, con el que la reina llega a un acuerdo por el cual Urraca gobernaría león y Alfonso Raimúndez Galicia y Toledo (1117). Tres años más tarde, Urraca aliada a Gelmírez se apoderó de Galicia y mantuvo su dominio sobre el reino hasta su muerte en 1126.

    Un año después de la muerte de Urraca, Alfonso Raimúndez, ya reconocido como Alfonso VII, llegaba a un acuerdo con el rey aragonés (paces de Tamara de 1127) por el que Castilla volvía a las fronteras fijadas por Sancho el Mayor, es decir, renunciaba a las zonas conquistadas por Sancho II y por Alfonso VI, a cambio de la devolución de las tierras castellanas retenidas por el monarca aragonés desde la época de su matrimonio con Urraca.

    En la zona occidental del reino, Alfonso VII lograba de Teresa de Portugal el reconocimiento de su autoridad, pero poco más tarde Teresa era expulsada por su hijo Alfonso Enríquez (1128), que sería el primer rey portugués. Sólo después de haber pacificado el reino y de haber resuelto los problemas fronterizos pudo el monarca castellano, tras casi cuarenta años de inactividad, reemprender las campañas contra los almorávides aliándose a los hispanomusulmanes sublevados, lo que le permitiría reinstaurar el sistema de parias y realizar algunas campañas en busca de botín.

    IV. DEL IMPERIO HISPÁNICO A LOS CINCO REINOS.

    Con Alfonso VII (1126-1157) entra a reinar en Castilla la Casa de Borgoña, patria del difunto padre del nuevo rey, sobre el cual gozaba de gran influencia y consejo el arzobispo de Santiago Diego Gelmírez, que había intervenido activamente en la política de estos años y que seguiría aconsejando al joven soberano para dominar la anarquía. Alfonso I el Batallador retuvo hasta su muerte, en 1133, algunas plazas castellanas. Al morir éste sin descendencia, aspiraba Alfonso VII a los tronos de Aragón y Navarra, ya que su madre era biznieta de Sancho el Mayor y, en tanto que los aragoneses elegían rey a Ramiro el Monje, Alfonso VII, adentrándose en la Rioja, obligaba (1135) al nuevo rey de Navarra a reconocerle el título de emperador, y marchaba hacia Zaragoza, tomando la ciudad. Reconocido también por el nuevo rey de Aragón, le devolvió la plaza.

    Cuando Alfonso VII adopta el título “emperador de España” -en una ceremonia de coronación celebrada en la ciudad de León en 1135 a la que asisten el rey de Navarra, los condes de Barcelona y de Tolosa y varios señores más del mediodía de Francia- lo hace con un sentido totalmente distinto al de sus antecesores: mientras para éstos el título imperial tiene un valor simbólico, Alfonso VII es por su origen y formación un rey plenamente feudal y se declara emperador porque sus dominios se extienden “del Océano alRódano” y porque es rey de reyes, porque entre sus vasallos feudales se encuentran los reyes de Navarra y Aragón -separados en 1134 a la muerte de Alfonso el Batallador-, los condes de Barcelona, reyes musulmanes, y el conde de Portugal que ha utilizado la guerra civil provocada por el matrimonio de Urraca y Alfonso para actuar en su condado con absoluta independencia, como un rey más, título que adoptará en fecha temprana.

    La disgregación del poderío almorávide posibilitó una reanudación de la ofensiva militar cristiana. Se ganaron diversas plazas en el valle del Tajo y se inició la penetración en La Mancha. En 1147 los castellano-leoneses, con la colaboración de soldados catalanes y de naves genovesas, tomaron el puerto de Almería. Pero esta brillante ejecutoria tenía también su reverso. En el horizonte se anunciaba la llegada de nuevos invasores norteafricanos, los almohades; Almería se perdió muy pronto. En la España cristiana, la unificación del reino de Aragón y del condado de Barcelona (1137), por una parte, y la consumación de la independencia de Portugal, por otra (1143), significaba la sustitución de la presunta hegemonía castellano-leonesa por un efectivo equilibrio entre los diversos reinos allí existentes.

    Por su origen, formación y título imperial, Alfonso VII debería haber sido un rey leonés, pero las circunstancias políticas le obligaron a dar preferencia a los intereses castellanos y a intervenir en el este al morir Alfonso el Batallador (1134), separarse Navarra y Aragón y pedir ambos reinos la intervención imperial para mantener su independencia y defender el territorio contra los musulmanes. Esta preferencia castellana perjudicó claramente a León, que vio como su expansión hacia el sur se frenaba por la independencia de Portugal, aceptada por el emperador en 1142, mientras que en el este Alfonso recuperaba las tierras cedidas a Navarra en 1127 y firmaba con el rey de Aragón-conde de Barcelona el acuerdo de Tudillén por el que se repartían el reino de Navarra, que sólo favorecía a Castilla, y los dominios musulmanes.

    Estas circunstancias así como la mentalidad feudal dominante pesaron, sin duda, en la nueva división de los reinos a la muerte de Alfonso VII entre sus hijos: Sancho III sería rey de Castilla, Extremadura y Toledo, y Fernando II (1137-1188) de León y Galicia. Desde 1157 León y Castilla volverían a ser reinos separados y con reyes propios, y así permanecerían hasta Fernando III el Santo (1217). Las pretensiones hispánicas al imperium van a ser a partir de entonces abandonadas por la Corona. Castilla y León lucharán entre sí y contra Portugal, sin desdeñar ningún tipo de alianzas y recurriendo si es preciso a los almohades, a los que tan pronto se pide ayuda como se les combate por medio de las milicias concejiles o de las Ordenes militares creadas en Castilla y León en la segunda mitad del siglo XII. Se había producido en la España cristiana un importante cambio, definido por MENENDEZ PIDAL como el tránsito “del Imperio Hispánico a los cinco reinos”: Castilla, León, Navarra, Aragón y Portugal.

    La frontera entre ambos reinos, la polémica Tierra de Campos, había sido atribuida a Castilla y el emperador intentaría suavizar las tensiones convirtiéndola en el Infantado, la dote de la infanta Sancha, hermana de Alfonso VII (1157). Pese a la mediación de Sancha, la frontera no fue aceptada y los reyes de León y de Castilla se reunirían en Sahagún (1158) para buscar un acuerdo sobre este punto, para fijar las respectivas zonas de influencia y futura conquista en territorio musulmán y para dividirse el recién nacido reino portugués. Los acuerdos fueron rotos por la muerte, este mismo año, del castellano Sancho III, al que sucedería un menor de edad, Alfonso VIII. Con el pretexto de tutelar a su sobrino Alfonso VIII, el rey leonés se tituló rex hispaniae. La minoría, unida a las luchas por el poder entre los nobles divididos en parcialidades dirigidas por los Lara y los Castro, permitirá a Fernando II ocupar Tierra de Campos (1159) aliándose a los Castro. Derrotados éstos en Castilla, Fernando concentrará sus fuerzas en la defensa de la zona sur del reino, amenazada por los almohades y por los portugueses, que llegaron a dominar prácticamente la totalidad de la actual Extremadura, lo que no impidió que se conquistara Alcántara (1166). La defensa de la frontera del reino se encomendó a las Ordenes militares del Hospital, Alcántara y Santiago, que recibieron cuantiosos bienes y rentas en Castilla, León y Portugal a cambio de defender los tres reinos y repoblar Extremadura y La Mancha.

    La preferencia dada por el monarca leonés a la frontera sur tiene mucho que ver con Castilla, reino al que se ha incorporado definitivamente Toledo, la sede primada. Mientras Castilla-León-Portugal han permanecido unidos, poco importa que Toledo sea castellano o leonés, pero al separarse los reinos quien controle Toledo tendrá indirectamente el control del clero, puesto que todas las sedes episcopales dependen de la sede primada. Contra esta intromisión eclesiástica habían reaccionado los portugueses y los catalano-aragoneses y navarros rechazando el primado toledano y restaurando las antiguas metrópolis de Braga y de Tarragona, y contra el riesgo de un control del clero leonés reaccionará Fernando II, ya que en sus dominios no existía un arzobispado del que pudieran depender las sedes leonesas, pues el arzobispo compostelano lo era en cuanto se había traslado a Santiago la antigua metrópoli emeritense, con carácter provisional, hasta que Mérida fuera ocupada por los cristianos. Si León no ocupaba Mérida, si la ciudad caía en manos de portugueses o castellanos, la independencia eclesiástica se vería amenazada y con ella la independencia política. Para León era mejor que Extremadura permaneciera en poder de los almohades, y Fernando II no dudará en aliarse a los musulmanes en 1169 para hacer frente a portugueses y castellanos.

    Castilla, por su parte, amenazada por León en el oeste y por Navarra y Aragón-Cataluña en el este -subsisten los problemas fronterizos con Navarra, y Aragón amenaza a los reinos musulmanes sometidos a las parias castellanas- no tardará en firmar la paz con los almohades (1173), que se convierten así en árbitros de la situación y rompen los pactos y alianzas cuando conviene a sus intereses, seguros de que los cinco reinos cristianos no se unirán mientras subsistan los problemas que los enfrentan. Entre 1160 y 1175, Castilla, León y Portugal sufren continuos ataques de los musulmanes y pierden la mayor parte de las zonas conquistadas en los últimos años de Alfonso VII.

    La unificación de los dominios musulmanes por los almohades a partir de 1172 obligó a poner fin a las querellas internas para hacer frente al peligro común, pero todos los intentos de consolidar las alianzas fracasaron, y sólo en 1197, tras un nuevo ataque almohade, se llegará a una nueva alianza, ratificada esta vez mediante el matrimonio del leonés Alfonso IX, sucesor de Fernando II en 1188, y la castellana Berenguela, hija de Alfonso VIII, que llevaría como dote la zona en litigio, la Tierra de Campos. Este matrimonio, disuelto por razones de parentesco en 1204, hará posible la unión política de ambos reinos en la persona de Fernando III, que recibiría de Berenguela el reino de Castilla al morir sin herederos Enrique I (1217) y sucedería a su padre Alfonso IX de León en 1230. Con esta unificación política se cerraba el período de uniones y separaciones iniciado en 1037 con la aceptación del castellano Fernando I como rey de León, cuyos sucesores no pudieron evitar la definitiva separación e independencia de Portugal.




    Descargar
    Enviado por:Funci
    Idioma: castellano
    País: España

    Te va a interesar