Derecho


Principios que rigen la conducta de los Estados


PRINCIPIOS QUE DEBEN REGIR LA CONDUCTA DE LOS ESTADOS

  • INTRODUCCION

  • El tema que habremos de analizar se identificaba, en el período clásico, bajo el título: “Derechos y Deberes de los Estados”. En los enfoques más recientes se suele estudiar el punto en la forma de principios que rigen o deben regir la conducta de los Estados.

    Estos principios encuentran su fuente jurídica, en todos los casos, en la costumbre jurídica universal.

    Los podríamos agrupar en dos grandes categorías. Por un lado, los que tuvieron su origen en el derecho clásico por la vía del derecho consuetudinario. Por otro lado, aquellos otros que tuvieron una formulación más reciente por medio, fundamentalmente, del derecho convencional de los tratados. Nos referimos, en este último caso, de manera primordial, a la Carta de Naciones Unidas.

    La Carta, en su Capítulo I, bajo el título de “Propósitos y Principios”, enuncia las grandes reglas que habrán de inspirar la acción de la Organización. En la medida que la acción de la ONU será fruto del obrar de sus Estados Miembros, tales reglas devienen, en consecuencia, los principios que deben guiar la conducta de los Estados. El obrar concordante de todos los sujetos, en cumplimiento de tales principios, ha determinado que, además de su apoyo convencional, dichas reglas reconozcan, hoy, un soporte adicional en la costumbre jurídica universal y como tales, son aplicables, incluso, a los escasos Estados que no integran la ONU.

    En oportunidad de conmemorarse el 25 aniversario de la organización mundial, se consideró oportuno celebrarlo mediante la aprobación de una importante resolución de la Asamblea General en la cual se explicitaban los principios apenas enunciados en el Capítulo I de la Carta. Tal resolución llevó por título: “ Declaración sobre los principios de derecho internacional referentes a las relaciones de amistad y a la cooperación entre los Estados de conformidad con la Carta de las Naciones Unidas” y es más conocida como Resolución 2625 (XXV) de 1970.

    La mencionada resolución regula siete principios, que pueden considerarse fundamentales y sin pretensión que esta nómina revista carácter exhaustivo. Los principios contemplados en la Resolución 2625 son los siguientes:

  • La prohibición del uso y de la amenaza del uso de la fuerza.

  • La solución pacífica de las controversias internacionales.

  • El principio de no intervención.

  • La cooperación internacional entre los Estados

  • El principio de libre determinación de los pueblos.

  • El principio de la igualdad soberana de los Estados.

  • La buena fe en el cumplimiento de las obligaciones internacionales.

  • Según la categorización antes expuesta, realizaremos el estudio comenzando por los principios que ya estaban reconocidos por el derecho internacional clásico para concluirlo con aquellos otros de más reciente consagración.

  • PRINCIPIOS DEL DERECHO INTERNACIONAL CLASICO

  • Analizaremos los principios de soberanía, igualdad jurídica de los Estados y cumplimiento de buena fe de las obligaciones internacionales.

  • Principio de soberanía

  • El primer contacto que el estudioso del derecho suele tener con este principio suele ser en el ámbito del derecho público interno, ámbito en el cual el concepto de soberanía aparece asimilado al de supremacía. Desde el punto de vista jurídico, entidad alguna puede tener mayor jerarquía que el Estado.

    Por vía de consecuencia, el mismo concepto de soberanía, observado desde el exterior del Estado, se suele identificar con la noción de independencia. Es decir, la supremacía, consagrada en la esfera interna, se proyecta igualmente al ámbito internacional en el cual el Estado tampoco está subordinado jurídicamente a entidad alguna.

    Lo expuesto no significa que el Estado, en las relaciones internacionales, ejerza un poder sin restricciones. Admitir tal criterio de soberanía absoluta supondría tanto como negar la propia existencia del derecho internacional.

    El concepto de soberanía suele utilizárselo asociado a los distintos elementos del Estado. Así se suele hablar de la soberanía territorial (asimilada a noción de dominiun) y, por otro lado, en relación con la población se suele identificar con la idea de imperium.

  • Igualdad jurídica de los Estados

  • Desde el momento que se acepta que los Estados son soberanos -y como tales independientes- debe concluirse que necesariamente deben ser jurídicamente iguales sin admitirse superioridad de unos sobre otros.

    Ello no significa desconocer las desigualdades de hecho resultantes, fundamentalmente de las diferencias de poder entre los Estados. Tal realidad que en ocasiones se invoca para cuestionar el carácter jurídico de nuestra disciplina, en realidad no plantea una situación sustancialmente diferente a la que se da entre los sujetos en el ámbito de los derechos internos de los Estados.

    A menudo se invoca como excepción a esta regla una muy cuestionada solución consagrada en un importante órgano de las Naciones Unidas cual es el Consejo de Seguridad. En efecto aquí se consagra un estatuto que se suele calificar como de privilegiado a favor de los denominados miembros permanentes de dicho órgano. Tal solución respondió a exigencias políticas de las grandes potencias a la hora de establecer la estructura de los órganos principales de la organización mundial.

  • Cumplimiento de buena fe de las obligaciones internacionales

  • El principio enunciado aparece recogido expresamente en el campo del derecho de los tratados aunque, como principio general de derecho, su ámbito de aplicación es más amplio comprendiendo obligaciones emanadas de cualquier fuente de derecho

  • PRINCIPIOS ENUNCIADOS EN LA CARTA DE NACIONES UNIDAS

  • Habremos de analizar tres grandes principios: a) el relativo a la prohibición del uso o la amenaza del uso de la fuerza armada; b) el principio de libre determinación de los pueblos y; c) el principio de no intervención .

  • Prohibición del uso o de la amenaza del uso de la fuerza armada

  • La organización mundial fue creada con el fin de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra, que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles” (preámbulo de la Carta de las NU).

    Por lo expuesto no es de extrañar que la parte dispositiva de la Carta se abra estableciendo como primer propósito de la Organización “mantener la paz y la seguridad internacionales” (art. 1 para. 1).

    Esta disposición se complementa con una norma de fundamental importancia cual es la que enuncia el art. 2 para. 4 de la siguiente manera:

    “Los miembros de la Organización, en sus relaciones internacionales, se abstendrán de

    recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia

    política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de

    Naciones Unidas”.

    Por primera vez, la guerra es puesta fuera de la ley. A los efectos de aquilatar la trascendencia de la innovación introducida en esta materia, es conveniente hacer una breve reseña histórica.

    3.1.1 La guerra desde una perspectiva histórica

    La violencia física ha tenido un rol determinante en los más graves conflictos humanos, tanto individuales como colectivos -es decir, entre agrupaciones- desde la más remota antigüedad.

    Cuando a inicios de la edad moderna se conformaron los Estados nacionales, una de las primeras preocupaciones de los fundadores de nuestra disciplina fue, precisamente, los problemas de la guerra y de la paz.

    Ante la imposibilidad de eliminarla -se partía de la base de que la violencia estaba en la naturaleza humana- se procuraba restringir o limitar el recurso a la guerra.

    Así las doctrinas jusnaturalistas, en los siglos XV y XVI, introdujeron la noción de “guerra justa” la cual sólo podía ser declarada por el soberano y a condición de que dicho Estado hubiera sufrido un agravio serio por parte de aquel otro contra el cual se llevaría la acción armada.

    Posteriormente, con el advenimiento de las concepciones positivistas, se abandonaron aquellas restricciones y, por el contrario, se hizo de la potestad de declarar la guerra una de las manifestaciones características del ejercicio de la soberanía.

    En el siglo XIX, se comienzan a enfrentar, en los campos de batalla, grandes ejércitos con numerosas víctimas, lo que determinó se iniciara el proceso de elaboración de normas tendientes a atenuar los males de la guerra, dando lugar, así, a la formación del denominado “derecho internacional humanitario”, con reglas que regulan el desarrollo de las hostilidades.

    Al término de la I Guerra Mundial (1919), se creó la Liga o Sociedad de las Naciones como primera experiencia de una organización mundial con la finalidad de preservar la paz y seguridad internacionales.

    El Pacto de la Liga no se atrevió a tanto como prohibir la guerra. Apenas se permitió establecer procedimientos de solución de controversias a los cuales los Estados en conflicto deberían necesariamente recurrir antes de declarar la guerra.

    En el año 1928, se aprobó el Pacto Briand-Kellog, conocido asimismo como Pacto de Paris -el cual adquirió carácter multilateral- por el cual se prohibía el recurso a la guerra “como instrumento de política nacional”.

    Sea se afirmara que no se recurría a las armas como instrumento de política nacional o que los enfrentamiento no revestían importancia tal como para calificarlos de “guerra”, lo cierto es que las restricciones enunciadas fueron inoperantes al grado de desembocar, en definitiva, en el desencadenamiento de la II Guerra Mundial (1939-1945).

    Este conflicto finalizó con el uso, por vez primera, del arma atómica en Hiroshima y Nagasaki abriendo hacia el futuro el espectro de que, si sobrevenía una 3ª. Guerra Mundial, esta sería una guerra nuclear con una capacidad de generar muerte y destrucción, sin precedentes.

    Ello explica el porque la comunidad internacional se atrevió a dar el paso de colocar a la guerra fuera de la ley, a través de los textos de la Carta de la ONU, antes citados.

    3.1.2 Análisis del art. 2 para. 4 de la Carta

    Puede llamar la atención que el texto citado haya prescindido de la expresión clásica de “guerra” para utilizar, en su lugar, la de “fuerza”. La explicación radica en las razones antes anotadas. Es decir, en ocasiones se había pretendido eludir las restricciones a la guerra, bien invocando que no había mediado “declaración de guerra” -requisito formal que de acuerdo al derecho clásico marcaba el inicio de las hostilidades- bien que los enfrentamientos no revestían tal importancia como para merecer esa denominación.

    En consecuencia, se optó por la expresión más amplia de “fuerza” a efectos de abarcar cualquier hipótesis de conflicto armado.

    Cabe plantearse la interrogante si la palabra “fuerza” alude sólo a la fuerza armada o si, por el contrario, puede abarcar otras modalidades como la fuerza económica, etc.

    La conclusión a la que correspondería arribar es que sólo alcanza esta prohibición a la fuerza armada. Ello en virtud de que en el Preámbulo y otras disposiciones de la Carta, se hace referencia a la fuerza armada. Por lo demás, en la Conferencia de San Francisco hubo un iniciativa de la delegación de Brasil en el sentido de precisar que la expresión “fuerza” alcanzaba a la fuerza económica y tal iniciativa, en definitiva, no fue aceptada.

    Ello no significa que el uso de la coacción económica, en las relaciones internacionales, sea lícita sino que su prohibición caerá bajo otra regla cual es el principio de no intervención.

    A los efectos de reforzar el alcance de la prohibición, la norma impide no sólo el uso de la fuerza armada sino también los actos previos que pueden configurar la amenaza de su uso. A vía de ejemplo, alcanzarían el grado de amenaza ilícita, el ultimátum mediante el cual un Estado hace saber a otro que de no seguir éste una determinada conducta sufriría una acción armada del primero. Asimismo, encuadraría en esta prohibición la situación de un Estado que realiza una gran concentración de fuerzas militares en las fronteras con otro Estado respecto al cual mantiene un conflicto grave ó, en similares circunstancias, la realización de maniobras militares próxima a las costas de ese otro Estado.

    Según surge de la norma transcripta, el art. 2 para. 4 de la Carta no se limita a establecer la prohibición sino que formula un agregado que, lamentablemente, tiende a debilitar su alcance. Así se dice que a través de la amenaza o del uso de la fuerza no se atentará “contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, o en cualquier otra forma incompatible con los Propósitos de Naciones Unidas”.

    No es de extrañar, en consecuencia, se haya pretendido que el uso de fuerza armada que no atentare contra la independencia o la integridad territorial de otro Estado, no violaría la norma en estudio, tesis ésta que ha sido rechazada, expresamente, por la Corte Internacional de Justicia.

    De igual forma se ha argumentado que si la fuerza se usa en forma que no resulte incompatible con los Propósitos de la Carta, a vía de ejemplo, para restaurar la vigencia de los derechos humanos gravemente afectados en otro Estado, no se actuaría en violación de la Carta. Esta posición ha merecido, asimismo, el rechazo de la Corte que, de esa forma, ha dado a este principio un rol preeminente en relación con otros también consagrados en la Carta.

    En definitiva, en una lectura correcta del texto del art. 2 para. 4 ha primado la posición que entiende que la norma establece una prohibición de carácter absoluta, no sujeta a condición alguna.

  • La resolución Nº 2625 y el acto de agresión

  • La resolución mencionada establece, en este punto: “una guerra de agresión constituye un crimen contra la paz”.

    La definición citada debe inscribirse en el marco de los trabajos de la Comisión de Derecho Internacional en materia de responsabilidad internacional. En tal sentido, y a partir del reconocimiento de la existencia de normas de superior jerarquía denominadas normas de jus cogens, -de las cuales el principio a estudio es un caso paradigmático- la Comisión, al analizar el hecho ilícito, distinguió, en su momento, entre los de mayor gravedad a los que calificó como “crímenes” -los que suelen constituir violaciones, precisamente, a normas de jus cogens- de los restantes ilícitos, a los que denominó “delitos”

    Ejemplo destacado de crimen internacional constituye, en consecuencia, el acto de agresión.

    La resolución agrega que “todo Estado tiene el deber de abstenerse de recurrir a la amenaza o al uso de la fuerza para violar las fronteras internacionales existentes de otro Estado” así como para violar las líneas internacionales de demarcación, tales como las líneas de armisticio.

    Se excluye, asimismo, la posibilidad de aplicar represalias que impliquen el uso de la fuerza.

    Se formularon planteos en el sentido de reconocer la licitud del uso de la fuerza por cualquier Estado en apoyo de un pueblo que procura la descolonización en aplicación del principio de libre determinación de los pueblos. La Asamblea General no reconoció tal derecho. Apenas consagró una obligación negativa: la prohibición de hacer uso de la fuerza contra un pueblo que se encuentra ejerciendo tal derecho a la libre determinación.

    Una innovación importante fue la introducción del concepto de agresión indirecta concebida en los siguientes términos:

    “Todo Estado tiene el deber de abstenerse de organizar o fomentar la organización de fuerzas

    irregulares o de bandas armadas, incluidos los mercenarios, para hacer incursiones en el

    territorio de otro Estado.

    Todo Estado tiene el deber de abstenerse de organizar, instigar, ayudar o participa en actos de

    guerra civil o en actos de terrorismo en otro Estado o de consentir actividades organizadas

    dentro de su territorio encaminadas a la comisión de dichos actos, cuando los actos a que se

    hace referencia en el presente párrafo impliquen el recurrir a la amenaza o al uso de la

    fuerza”

    Esto no constituye más que aplicación del principio general del derecho según el cual lo que se prohíbe hacer en forma directa también alcanza a su ejecución en forma indirecta. De nada valdría establecer una prohibición muy firme a los Estados en esta materia si, en definitiva, la acción pudiera realizarse, sin obstáculos, de manera solapada o indirecta.

    Especial relevancia reviste esta prohibición en la medida, que muchas veces, lo que se presenta como una guerra civil, es decir, un conflicto interno, en realidad, esconde un conflicto internacional en el cual uno de los Estados actúa, en forma encubierta, dando apoyo a una insurrección en otro Estado.

    La resolución, en este punto, agrega: “El territorio de un Estado no será objeto de adquisición por otro Estado derivada de la amenaza o del uso de la fuerza. No se reconocerá como legal ninguna adquisición territorial derivada de la amenaza o del uso de la fuerza”.

    La disposición citada no es más que el corolario del principio a estudio y tiene su importancia en virtud de que, por la misma, un modo de adquisición de territorio admitido por el derecho internacional clásico, cual era la conquista, ahora es puesto fuera de la ley.

  • Excepciones a la prohibición del uso de la fuerza armada

  • El derecho internacional en vigor sólo admite dos excepciones a la prohibición del uso de la fuerza. Ellas son: a) la fuerza armada utilizada como sanción dispuesta o autorizada por la comunidad internacional y, b) la fuerza utilizada en ejercicio de la legítima defensa.

    En el primer caso la organización internacional que actúa por la comunidad internacional en su conjunto es la Organización de Naciones Unidas y dentro de ella, el órgano con potestades en la materia, de acuerdo a la Carta, es el Consejo de Seguridad.

    Ahora bien, la Carta prevé la posibilidad de que el Consejo de Seguridad aplique sanciones que, para las infracciones de mayor gravedad, pueden llegar, incluso, al uso de la fuerza armada. Tal previsión, contenida en el art. 42, suponía que los Estados Miembros, a los efectos de su aplicación, aportarían al organismo mundial los contingentes armados necesarios celebrando los acuerdos correspondientes con la ONU. Esos acuerdos nunca se llegaron a concertar, sobre todo por la resistencia de las grandes potencias a suministrar esas fuerzas armadas.

    En consecuencia, la única forma de llevar a la práctica esas previsiones es cuando el Consejo de Seguridad -a falta de fuerzas propias- autoriza a los Estados Miembros a hacer uso de la fuerza como sanción, en este caso claro está, bajo la autoridad de dicho órgano. Tal fue el marco jurídico que habría dado respaldo a la acción armada llevada adelante en 1991, en una coalición dirigida por EE.UU., en respuesta a la invasión por parte de Irak a Kuwait.

    Al término de la II Guerra Mundial, al tiempo que se elaboraba la Carta de la ONU, ya se avizoraba las dificultades que se habrían de afrontar para poner en marcha el sistema de seguridad colectiva a nivel universal, previsto en los arts.42 y ss., como se viene de exponer. En virtud de ello, los países latinoamericanos insistieron, en la Conferencia de San Francisco, en la necesidad de dotar a los Estados de un mecanismo de defensa alternativo cual es el sistema de legítima defensa.

    El instituto fue recogido por el art. 51 de la Carta de la ONU que establece:

    “Ninguna disposición de esta Carta menoscabará el derecho inmanente de legítima defensa,

    individual o colectiva, en caso de ataque armado contra un miembro de Naciones Unidas,

    hasta tanto que el Consejo de Seguridad haya tomado las medidas necesarias para mantener

    la paz y la seguridad internacionales. Las medidas tomadas por los miembros en ejercicio del

    derecho de legítima defensa serán comunicadas inmediatamente y no afectarán en manera

    alguna la autoridad y responsabilidad del Consejo conforme a la presente Carta para ejercer e

    en cualquier momento la acción que estime necesaria con el fin de mantener o restablecer la

    paz y la seguridad internacionales”.

    La expresión clave a retener, en la norma citada, es la que condiciona el ejercicio de la legítima defensa a la existencia “de ataque armado”.

    No obstante, han surgido posiciones que defienden el ejercicio de este derecho en forma más amplia sin supeditarlo a la existencia de un previo “ataque armado”. En tal sentido, argumentan que el concepto de legítima defensa ya era utilizado con anterioridad a la Carta y, en consecuencia, no podía estar condicionado a exigencias que recién surgen a partir de la sanción de la norma transcripta. Es más, agregan, el propio art. 51 señala que ese derecho es “inmanente”, es decir, anterior a la Carta.

    Por la vía referida se ha pretendido dotar de validez jurídica a formas denominadas como “legítima defensa preventiva” o “legítima defensa anticipada”, que resultarían de particular aplicación ante las modernas armas de destrucción masiva tales como las biológicas, químicas y, sobre todo, las armas atómicas, respecto a las cuales, esperar el desencadenamiento de un “ataque armado” para tener recién derecho de respuesta, podría significar tanto como condenar al Estado víctima a sufrir daños irreparables.

    Al respecto, cabe señalar lo siguiente. No cabría hablar de una legítima defensa anterior a la Carta en virtud de que, recién con ésta, el uso de la fuerza armada fue puesto fuera de ley. Mal podría, en consecuencia, ser necesario invocar una causa de justificación para sanear un ilícito que, en realidad, no existía. En todo caso, el concepto de legítima defensa podría haber sido usado, antes de la Carta de la ONU, más como una excusa política que como un argumento jurídico.

    Por otra parte, la expresión “inmanente”, utilizado por el art. 51, no tiene otro alcance que el de marcar el carácter meramente declarativo y no constitutivo del derecho que por dicha norma se consagra.

    Por último, no es exacto que la aparición de las modernas armas de destrucción masiva haga necesaria la admisión de la figura de la “legítima defensa preventiva”. En efecto, es sabido que existen técnicas que permiten detectar, en forma inmediata, el lanzamiento de artefactos que pueden ser portadores de armas de destrucción masiva y además, en tales casos, éstas pueden ser destruidas en vuelo antes de llegar a destino. En consecuencia, en estas situaciones, debe reputarse que el mero lanzamiento de dichos proyectiles configura el “ataque armado” habilitando el ejercicio de la legítima defensa.

    La norma prevé dos modalidades de legítima defensa. Por un lado, aquélla de carácter individual que es la ejercida por el Estado víctima del ataque armado. Por otro lado, la denominada legítima defensa colectiva -que quizás hubiera sido más propio definirla como legítima defensa de terceros- mediante la cual cualquier Estado puede concurrir en defensa del Estado víctima de la agresión a condición, claro ésta, que éste último solicite tal apoyo.

    Este instituto ha recogido del derecho penal interno algunos caracteres que regulan el ejercicio de la legítima defensa en ese ámbito tales como las reglas de la proporcionalidad entre el ataque y la reacción y la racionalidad del medio empleado. Asimismo se mencionan como reglas en la materia el carácter provisorio de la medida de defensa -hasta tanto el Consejo de Seguridad de la ONU tome intervención en el caso- así como la exigencia de una cierta inmediatez entre el ataque y la reacción.

    En definitiva, como expresara el Dr. Jiménez de Aréchaga, cualquier uso de la fuerza en las relaciones internacionales encuadra, necesariamente, en una de tres alternativas: uso de la fuerza como sanción, como legítima defensa o, por último, como un ilícito internacional. En este último caso se trataría de un ilícito de particular gravedad al cual la doctrina suele calificar como crimen internacional.

  • Casos recientes de uso de la fuerza en las relaciones internacionales.

  • Dos casos, relativamente recientes, son ilustrativos respecto a las alternativas antes expuestas sobre el uso de la fuerza armada. Además, presentan la particularidad de que ambos casos involucran a los mismos Estados y, casi, a las mismas Administraciones.

    Nos referimos a la acción armada contra Irak llevada adelante por una coalición de Estados, liderada por EE.UU bajo la Presidencia de. Bush (padre) en 1991 y una década más tarde la que mismo país, ahora bajo la conducción del Pte. Bush (hijo), encabezó también contra el régimen de Saddam Hussein en Irak.

    En el primer caso, la acción armada fue motivada por la invasión de Irak contra su vecino Estado de Kuwait. El Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, en su primer intervención en un asunto de gran trascendencia luego del fin de la guerra fría, adoptó importantes resoluciones con amplio respaldo y sin que su eficacia se viera frustrada por el ejercicio del derecho de veto. Así fue que, luego de condenar la acción de Irak contra Kuwait, dispuso el retiro inmediato de las fuerzas invasoras.

    Al no haber dado cumplimiento Saddan Hussein a las resoluciones del Consejo de Seguridad, éste órgano dictó una resolución por la cual se impuso a Irak sanciones que no implicaban el uso de la fuerza armada de acuerdo al art. 41 de la Carta, es decir, la obligación de todos los Estados miembros de romper relaciones diplomáticas e interrumpir -entre otras- las relaciones comerciales con el Estado agresor.

    Transcurridos seis meses, Irak seguía ocupando Kuwait revelándose, así, como ineficaces las sanciones dispuestas por la ONU. En virtud de ello, el Consejo de Seguridad dictó una nueva resolución por la cual se autorizaba a los Estados miembros a adoptar las “todas las medidas necesarias” para hacer cesar la agresión. En el lenguaje diplomático de la ONU, la expresión utilizada significaba una autorización al uso de la fuerza armada.

    Entonces, a principios de 1991, se conformó una muy amplia coalición de Estados, liderada por EE.UU., que en una acción armada relámpago de apenas dos meses obligó a Irak a retirarse de

    Kuwait.

    Se ha debatido si tal acción armada configuró una sanción indirecta si no dispuesta por el Consejo de Seguridad, de acuerdo al art.. 42 de la Carta, al menos autorizada por dicho órgano o si, por el contrario, se trató de un ejercicio de la legítima defensa colectiva prevista por el art. 51.

    Sea como fuere, lo cierto es que dicha acción armada fue ajustada a derecho y ello se reflejó en un muy sólido apoyo brindado no sólo por gran número de Estados sino también por parte de la opinión pública internacional.

    La segunda acción armada de EE.UU. contra Irak, en marzo de 2003, tuvo como antecedente el episodio de las “Torres Gemelas” de 11 de septiembre de 2001.

    En tal sentido se invocó el apoyo, al menos indirecto, que los terroristas internacionales habrían recibido de Saddan Hussein pero, fundamentalmente, la circunstancia de que Irak sería poseedor de armas de destrucción masiva, biológicas y químicas estando, además, próximo a elaborar su primera bomba atómica. En este aspecto, se hizo caudal, aunque sin mayor insistencia, de la teoría de la legítima defensa preventiva o anticipada.

    El Presidente Bush. trató de obtener el apoyo del Consejo de Seguridad de la ONU, como el que había obtenido anteriormente su padre, pero ante la amenaza del ejercicio del derecho de veto por alguno de sus miembros permanentes, desistió del respaldo de la Organización y optó por llevar adelante la acción armada fundado en la legítima defensa preventiva.

    En este caso, a diferencia de la primera acción armada, la coalición que logró formar EE.UU. la integraban un número reducido de Estados y, por sobre todo, se produjeron muy fuertes manifestaciones contra esta acción, en las principales ciudades del mundo, reflejo de la conciencia de que se trataba de una actividad contraria a derecho.

    Luego de una breve acción militar, se logró el derrocamiento del régimen de Saddan Hussein. Cabe precisar que, tiempo después, las fuerzas de ocupación de los EE.UU. reconocieron formalmente que, de sus investigaciones en el terreno, no surgía que Irak fuese poseedor de armas de destrucción masiva o estuviera en vías o en condiciones de poseerlas. Tampoco se lograron pruebas de vínculos del gobierno de Irak con la red terrorista que había actuado en el atentado de las Torres Gemelas.

    Además del rechazo a la tesis de la legítima defensa preventiva, de acuerdo a la doctrina mayoritaria, lo antes expuesto no hace más que confirmar la peligrosidad de esta concepción que llegó a poner en marcha una vasta operación militar -de graves y aún imprevisibles consecuencias- para revelarse, luego, que los fundamentos en que se apoyaba -por decir lo menos- eran erróneos.

    En apoyo de tales acciones se ha invocado, asimismo, que las graves acciones terroristas, como las del “11 de septiembre” ponen de manifiesto la inadecuación del derecho internacional en vigor ante las nuevas amenazas. Frente a lo expuesto cabe señalar que, de ser ello cierto, la vía apropiada no es la destrucción de las normas fundamentales del orden internacional -como surge de la acción de marzo de 2003 contra Irak- sino su reforma. Más grave aún resulta el hecho cuando esa actitud la asume una gran potencia responsable, como tal, de brindar ejemplo con su conducta de apego al orden internacional. De lo contrario, ¿cómo reclamar apoyo al ordenamiento jurídico a Estados o pueblos que se dicen perjudicados por dicho orden?

  • Principio de libre determinación de los pueblos

  • Entre los propósitos de las Naciones Unidas el art. 1º de la Carta incluye:

    ҬFomentar entre las naciones relaciones de amistad basadas en el respeto al principio de la

    igualdad de derechos y al de libre determinación de los pueblos (el énfasis nos corresponde) y

    tomar otras medidas adecuadas para fortalecer la paz universal” (parágrafo 2).

    Los primeros comentaristas de la Carta apenas hacían referencia al principio de libre determinación de los pueblos, atribuyéndole más un carácter político que estrictamente jurídico.

    No obstante, este principio se transformó en el fundamento jurídico de una las transformaciones de mayor trascendencia experimentada por la comunidad internacional en el último medio siglo y que tuvo a Naciones Unidas como ámbito privilegiado de manifestación. Nos referimos al proceso de descolonización.

    La situación de pueblos bajo dominación colonial parece remontarse al origen de los tiempos. Cambiaban los imperios aunque los pueblos sometidos solían ser los mismos.

    Incluso la Carta de Naciones Unidas lo asumía como un dato de la realidad al grado de destinarle algunos capítulos para regular lo que se denominó “régimen internacional de administración fiduciaria” y “territorios no autónomos”. Esta última era la forma peculiar como se identificaban a los territorios bajo dominación colonial.

    En esta materia la Carta se limitaba a imponer a las metrópolis algunas obligaciones tales como la de actuar en beneficio de sus colonias y, fundamentalmente, de sus poblaciones fomentando su desarrollo educativo y cultural de forma de que éstas pudieran asumir, paulatinamente, la gestión de sus asuntos aunque sin plantearse -siquiera a largo plazo- lo relativo a su independencia.

    El régimen previsto en la Carta, en este aspecto, ha sido calificado como de “administración colonial ilustrada” (parafraseando al régimen histórico francés conocido como “despotismo ilustrado”).

    La situación descripta experimentó un vuelco a partir del 14 de diciembre de 1960 con la aprobación por la Asamblea General de las Naciones Unidas, por consenso (sin votos en contra), de la Resolución 1514 (XV) denominada Declaración sobre la concesión de la independencia a los países y pueblos coloniales.

    La resolución comienza afirmando que “la sujeción de pueblos a una subyugación, dominación y explotación extranjeras constituyen una denegación de los derechos humanos fundamentales ...”

    Esta inserción del principio de libre determinación de los pueblos dentro del ámbito de los derechos humanos, tuvo confirmación por actos jurídicos posteriores. En efecto, tanto el Pacto de Derechos Civiles y Políticos como el Pacto de Derechos Económicos, Sociales y Culturales destacan la importancia de este principio al inscribirlo en el art. 1ro. de ambos documentos.

    La Resolución 1514 agrega: “la falta de preparación en el orden político, económico, social o educativo no deberá servir nunca de pretexto para retrasar la independencia”.

    Cabe recordar, al respecto, la reflexión del Dr. Jiménez de Aréchaga quien afirmaba que el buen gobierno no es un sustituto adecuado del gobierno propio.

    A los efectos de que los pueblos puedan ejercer su derecho a la independencia, “deberá cesar toda acción armada o toda medida represiva ...”. Hasta ese momento las luchas de liberación eran concebidas como conflictos internos de las metrópolis, asimilables a una guerra civil que procurara la escisión o separación de una porción del territorio de la potencia colonial y, como tal, asunto privativo de ésta y respecto a la cual los demás Estados, e incluso los organismos internacionales, se veían impedidos de actuar so pena de incurrir en violación del principio de no intervención.

    Por la resolución a estudio, en cierta forma se “internacionalizan” las luchas de liberación colonial. De entonces en más, las potencias coloniales ya no podrán escudarse en normas vinculadas en la soberanía nacional, la integridad territorial o la unidad nacional, para trabar la acción de la comunidad internacional.

    Es más, la Resolución 2625 al respecto señala que “el territorio de una colonia ... tiene ... una condición jurídica distinta y separada de la del territorio del Estado que lo administra ...”.

    En las situaciones sujetas a dominación colonial, deberán tomarse inmediatamente medidas para traspasar todos los poderes a los pueblos ... sin condiciones ni reservas, en conformidad con su voluntad y sus deseos libremente expresados ...”.

    A los efectos indicados, la Resolución 1541 (XV) de la Asamblea General dispuso que dicha consulta se haría por el sistema del sufragio universal de adultos dándole a los pueblos distintas alternativas las cuales, a su vez, fueron ampliadas por la Resolución 2625 de la siguiente manera: “el establecimiento de un Estado soberano e independiente, la libre asociación o integración con un Estado independiente o la adquisición de cualquier otra condición política libremente decidida por un pueblo constituyen formas del ejercicio del derecho de libre determinación de ese pueblo”.

    Se planteó la interrogante respecto a si los demás Estados podían concurrir en apoyo del pueblo bajo dominación colonial, que ejercía su derecho a la libre determinación, incluso mediante el uso de la fuerza armada. En tal sentido la Resolución 2625 se limitó a establecer una obligación negativa: “todo Estado tiene el deber de abstenerse de recurrir a cualquier medida de fuerza que prive a los pueblos ... de su derecho a la libre determinación.

    En relación con los demás Estados se estableció que “tales pueblos (aludiendo a los pueblos bajo dominación colonial) podrán pedir y recibir apoyo de conformidad con los propósitos y principios de la Carta”.

    El párrafo citado ha sido interpretado en el sentido de que es posible prestar apoyo en los planos político y económico pero no mediante el uso de la fuerza armada.

    La Resolución 1514, a los efectos de acallar los temores de algunos Estados frente a eventuales planteos irredentistas por parte de minorías o grupos separatistas, agregó una cláusula de salvaguardia según la cual “todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de Naciones Unidas”.

    Frente a la cláusula expuesta, se podrían suscitar dudas, en algún caso en particular, respecto al principio a aplicar, es decir, si el de libre determinación o el de unidad nacional e integridad territorial.

    La inquietud mencionada fue resuelta por la Resolución 2625 en el sentido de que debe darse prioridad al principio de integridad territorial siempre que el Estado en cuestión esté dotado “de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivos de raza, credo o color”.

    Luego de cumplida la misión del principio de libre determinación de los pueblos como fundamento del proceso de descolonización y habiéndose prácticamente agotado este proceso, surge la interrogante sobre la pervivencia del principio.

    En la actualidad los Estados nacionales se ven afectados desde dos ángulos opuestos, Por un lado, por encima de los Estados, los esquemas de integración económica o política tienden a sustraerles competencias. Por otro lado, paralelamente, desde dentro de los Estados proliferan los localismos de distinto tipo de comunidades que buscan identidades más firmes que las nacionales para oponerlas a los efectos disgregantes de la globalización.

    Es posible que en el futuro, el principio de libre determinación de los pueblos sirva de sustento a reivindicaciones como las expuestas por último que no necesariamente deben concluir en la independencia nacional sino que pueden manifestarse en aspiraciones limitadas a una mayor autonomía regional o local dentro de los Estados nacionales.

    3.3 Principio de no intervención

  • Introducción

  • La Resolución 2625 establece:

    “Ningún Estado o grupo de Estados tiene derecho a intervenir directa o indirectamente, y sea

    cual fuere el motivo, en los asuntos internos o externos de ningún otro. Por lo tanto, no

    solamente la intervención armada, sino también cualquier otra forma de injerencia o de

    amenaza atentatoria de la personalidad del Estado, o de los elementos políticos, económicos y

    culturales que lo constituyen, son violaciones del derecho internacional ...”.

    La disposición citada recoge casi a la letra el contenido del art. 18 de la Carta de la OEA. Esta norma, a su vez, ha sido fruto de la reivindicación denodada, de la mayoría de los miembros del organismo regional (Estados medianos o pequeños) frente a la presencia desequilibrante del miembro más poderoso: los Estados Unidos de América.

    El principio de no intervención aparece como un corolario de los principios de soberanía e independencia y de igualdad jurídica de los Estados.

    El principio constituye un obstáculo, no sólo a los actos de injerencia de Estados o grupos de Estados

    -como establece la disposición citada- sino también de organismos internacionales tales como la OEA (art. 2 lit.b de su Carta) e, incluso, las Naciones Unidas (art. 2 para. 7 de la Carta de la ONU).

    En consecuencia, mientras que los sujetos activos de los actos de intervención pueden ser cualquiera de los sujetos del derecho internacional, los sujetos pasivos serán siempre Estados.

    Lo que caracteriza el acto de intervención es “el acto de injerencia dictatorial”, como lo ha definido la CIJ, en el asunto Nicaragua.

    Los actos de intervención armada, en general, aparecen considerados bajo el principio de superior jerarquía relativo a la prohibición del uso de la fuerza, antes analizado. En consecuencia, el principio de no intervención, en los hechos, suele limitarse a otros actos de injerencia, ajenos al uso de la fuerza armada, tales como los actos de injerencia política o económica.

    En ocasiones resulta difícil distinguir un acto de intervención coactiva -y como tal prohibida- de la persuasión legítima que, a vía de ejemplo, en una negociación los Estados poderosos pueden ejercer sobre los más débiles.

    Es decir, el principio carecería de sentido si lo lleváramos al extremo de algún autor quien afirmaba -como una boutade- que en una sociedad internacional como la nuestra los Estados poderosos intervendrían sobre los débiles … por el mero hecho de su existencia.

    Tampoco es posible confundir la intervención ilícita, desde el punto de vista jurídico, con la que, a lo sumo, cabría considerar como violación del mismo principio desde el punto de vista político tal cual sería el comentario inoportuno de un Jefe de Estado sobre asuntos internos de otro Estado.

  • Actos de intervención externa e interna

  • La intervención en los asuntos externos se produce cuando se pretende incidir coactivamente en la conducción de la política exterior de un Estado.

    Por otra parte se viola este principio, en lo relativo a los asuntos internos, cuando se lesiona lo que se denomina el ámbito de jurisdicción doméstica de los Estados. Diversos criterios se han avanzado para identificar esa esfera amparada por este principio.

    El criterio empleado por el derecho internacional clásico ha sido el denominado criterio material según el cual habría ciertos ámbitos tales como la conducción económica, de educación, de seguridad social, etc., que son privativas de cada Estado.

    Contra el criterio material expuesto, se ha argumentado que toda vez que un Estado asume un compromiso internacional, en una materia determinada, pierde su autonomía para disponer de esa materia como le plazca. Así surge, más recientemente, el denominado criterio jurídico según el cual escapa al ámbito de jurisdicción doméstica todo asunto sobre el cual existen obligaciones internacionales para el Estado en cuestión respecto a otro u otros Estados. En consecuencia, este criterio revestiría un carácter esencialmente relativo. En un primer sentido, sería relativo a cada Estado en virtud de que, fundamentalmente por vía de tratados internacionales, los Estados pueden contraer más o menos compromisos internacionales.

    Pero también el criterio jurídico le da a la jurisdicción doméstica un carácter relativo en el tiempo en el sentido de que con el proceso de internacionalización creciente, la tendencia general es en el sentido de que los Estados asumen mayores compromisos internacionales y, en consecuencia, el ámbito de jurisdicción doméstica tiende a reducirse progresivamente.

    Un ejemplo de los cambios trascendentes operados en esta materia lo tenemos en materia de derechos humanos. En efecto, pocas décadas atrás gobiernos dictatoriales podían invocar el principio de no intervención para trabar cualquier propósito de otros Estados o de organizaciones internacionales para corregir las violaciones a esos derechos. Una actitud de ese tipo hoy día resulta impensable.

  • Actos de intervención lícita

  • Se ha invocado, como una modalidad admisible jurídicamente, la denominada “contraintervención”. Esta se produciría como represalia a una previa intervención ilícita. La CIJ ha considerado procedente tal forma de contraintervención a condición que se ajuste al criterio de la “proporcionalidad” entre el acto ilícito y lo que la Corte califica como “contramedida”.

    También se ha pretendido incluir entre las admisibles las intervenciones por una buena causa. En el caso Nicaragua, se pretendió que la intervención armada, contra el gobierno de este país, estaría justificada, entre otros motivos, por las violaciones de los derechos humanos en que ese gobierno habría incurrido. Al respecto, la CIJ afirmó que aún de haberse probado tales violaciones, no justifica el uso de la fuerza sino que su corrección se debe procurar por las vías previstas por las normas internacionales.

    Por lo demás, la experiencia demuestra que, por lo general, tras los plausibles propósitos que las grandes potencias suelen invocar para justificar los actos de intervención, se esconden muy prosaicos intereses nacionales.

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    Idioma: castellano
    País: Uruguay

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