Historia


Napoleón Bonaparte


NAPOLEÓN

BONAPARTE

ÍNDICE

Breve Biografía Pág. 3

Época Pág. 6

Los Ejércitos Pág. 10

Vida Privada Pág. 14

Las Batallas Pág. 16

Bibliografía Pág. 22

Opinión Personal Pág. 23

DE CÓRCEGA A SANTA ELENA

A los 25 años ya era general, y diez años después se autoproclamó emperador. Aunque la misma rapidez con que subió se repitió en su caída, Napoleón dejó un legado tan excepcional que pasó a la historia casi antes que el destierro acabara con su vida.


      En un tranquilo callejón lateral, situado en una plaza diminuta, se levanta la casa, muy modesta, en la que nación el 15 de Agosto de 1769 Naboulio (también Napolione), hijo del abogado Bonaparte. Ajaccio, la ciudad hoy tan vital, al igual que el resto de Córcega, era francesa hacía apenas un año, y con durante mucho tiempo reinó una cierta confusión sobre la fecha, se habló incluso del 5 de Febrero y del 7 de Enero de 1768, el más grande de los franceses habría venido al mundo, según esto, siendo genovés.

      La disputa es sin duda ociosa, porque, evidentemente, Napoleón por su origen no es ni genovés, o sea italiano, ni francés, sino corso, y porque las condiciones y rivalidades corsas contribuyeron a determinar su vida en medida asombrosa. La vivienda, muy reducida al principio, y después, durante el ascenso de Napoleón, ampliada interiormente cada vez con mayor generosidad, no estaba a disposición exclusiva de los Bonaparte. Estos la compartían con la también muy respetada y ambiciosa familia corsa de los Pozzo di Borgo, y los dos compañeros de juegos juveniles, Naboulio y ClarlesAndré Pozzo di Borgo, aunque siguieron siendo amigos al principio, se separaron pronto, porque Pozzo luchó del lado de Paoli y de los ingleses por la independencia de Córcega mientras que los Bonaparte se declararon partidarios de Francia. Desde esa fecha (1793), Napoleón persiguió a Pozzo de país en país, mientras este, a su vez, en su condición de diplomático secreto, atizaba sin cesar entre Londres y San Petersburgo el odio contra Napoleón y finalmente, maquinó el plan diabólico de desterrar al emperador de los franceses indefenso tras Waterloo, a Santa Elena, una isla lluviosa y perdida en medio del océano Atlántico, donde murió lentamente bajo la férula de un duro gobernador.

      Pero fue un triunfo muy superficial el que los Pozzo di Borgo lograron sobre los Bonaparte. El palacio que edificaron a trece kilómetros al noroeste de Ajaccio, sobre una colina, con los escombros de las Tullerías, está adornado incluso con las famosas rejas del parque de aquella antigua residencia, e intenta transplantar a Córcega el brillo de la metrópoli, con columnas de la parisiense Place du Carrousel y un grupo escultórico de mármol del ayuntamiento de París, incendiado en 1871.

UN JOVEN OFICIAL CORSO

Pero el auténtico vencedor fue Napoleón, pues mientras el nombre de Pozzo di Borgo únicamente lo conocen los historiadores y los taxistas que van y vienen a diario entre Ajaccio y el Chateau de la Punta, el de Napoleón -como un fenómeno excepcional incluso entre los grandes conquistadores- entró muy pronto en la historia. Incluso los historiadores poco proclives a los excesos no encuentran con quién equipararlo a lo largo de los milenios de historia, a excepción del impetuoso Alejandro de Macedonia y del romano Julio César.

      Desde el punto de vista familiar corso, la base de partida no fue mala para Napoleón. No le faltaban relaciones, porque el padre era una especie de síndico de las ligas aristocráticas corsas, ennoblecido más tarde, y la madre, Letizia, tenía en el obispo (y futuro cardenal) Fesch un pariente sumamente influyente. Napoleón, sin embargo, no se esforzó por hacer carrera en Córcega, sino en Francia, lo que nadie ha lamentado más que los propios corsos. En efecto, poco les ha quedado de toda su gloria francesa. Los pocos turistas que llegan atraídos por Napoleón apenas cuentan comparados con las masas humanas ávidas de mar. Pero si Napoleón, con todo su genio militar, se hubiera interesado por la causa corsa, si él se hubiera convertido en el jefe del ejército de Pasquale Paoli, el héroe de la libertad, Córcega posiblemente mantendría en la actualidad la independencia lograda entonces y la obra de Napoleón aún perviviría.

      Pero el destino de los corsos, de esa raza dura y dotada, no fue precisamente contentarse con su pequeña isla. Durante un siglo emigraron a Francia, al siguiente al norte de África y solo hoy, cuando ya es casi demasiado tarde, se acuerdan de su hermosa patria.

      Así pues, Napoleón, tras una serie de pequeñas escaramuzas contra británicos y paolistas en Córcega, marchó primero al sur de Francia y obtuvo el mando de un batallón en Tolón. Los británicos defendían con su poderosa flota este puerto de guerra francés, importante todavía hoy, pero el joven oficial de Córcega reconoció con su genio militar los dos punto que le darían al ejército de la revolución francesa la supremacía sobre los ingleses y lo conquistó. Los británicos perdieron sus posiciones, que se habían vuelto insostenibles, y la reconquista de Tolón se convirtió en un punto de inflexión en los combates de los años 1793/1794. El joven corso fue nombrado general de brigada nada menos que a los 25 años y Francia ganó un nuevo héroe.

      En las revoluciones hay carreras fulgurantes, y la de Napoleón era de lo más prometedora cuando el más poderoso y temido hombre de Francia, Maximilien de Robespierre, fue destituido en julio de 1794. Esto acaeció medio año después del nombramiento de Napoleón como general y le costó su temprana fama, pues Napoleón había sido amigo de Robespierre.

GENERAL DE LA REVOLUCIÓN

      

El genial guerrero había apostado políticamente por el caballo equivocado y, de repente, se vio privado de su influencia y separado del ejército. Se necesitaba una intriga muy elaborada o mejor aún, emparentarse por casamiento con la influyente camarilla de Barras, el adversario de Robespierre, para que Napoleón volviera a salir a flote. Se casó con Josephine Beauharnais, una mujer hermosa aunque ya no muy joven del círculo de Barras, y obtuvo el mando supremo de las tropas que, debido a los disturbios internos, habían sido concentradas en París para proteger la Asamblea Nacional. Un despiadado fuego de artillería sobre las filas de los contrarrevolucionarios proporcionó la victoria a Barras y a sus partidarios, y a Napoleón uno de esos títulos que tan baratos resultan de obtener en las revoluciones. Fue designado salvador de la República y de la Patria, por esa fidelidad estrecha de miras a las directrices políticas, nombrado en 1796 comandante en jefe de las tropas revolucionarias que se desplegaban en Italia contra Austria.

      Para entender esta evolución hay que tener presente que Francia, tras siglos de monarquía y de hegemonía de la nobleza, carecía de un cuerpo de oficiales burgués. Pese a unos cuantos generales eficientes, entre los partidarios de la revolución no existía la poderosa tradición militar de la que disponían sus enemigos, los exiliados políticos, ni mucho menos la de la, por aquel entonces, poderosa Austria. Con el ímpetu revolucionario de los soldados, que por su mal equipamiento eran llamados los sansculottes (los sin pantalones), encajaba mejor este general de la nada que los cansados duques que una generación antes tuvieron que aceptar una derrota tras otra contra Federico II. Napoleón no decepcionó a sus tropas ni a los gobernantes de París. Con fuerzas valerosas, pero casi siempre inferiores, derrotó en una serie de brillantes batallas a los austriacos en diferentes puntos del norte de Italia, demostrando también, sobre todo en Lodi y en Arcole, un enorme valor personal. Esto lo convirtió con rapidez en el ídolo de sus tropas, que no tardaron en convencerse de que bajo su mando eran invencibles. Al endeudado gobierno lo atrajo a su causa enviando a Francia dinero obtenido por la fuerza y un rico botín en tesoros artísticos. Tras la paz victoriosa de Campo Formio, que en el año 1797 dio el golpe de gracia a la República de Venecia y reportó a Francia la orilla izquierda del Rin, ahora había que alcanzar a Inglaterra. Pero el reino insular era invulnerable gracias a su flota, así que decidió atacarlo en Egipto, lo que pareció muy conveniente a los aduladores de París, puesto que eso suponía alejar de la capital al admirado general.


      Aniquilada su flota por Nelson en Abuquir, Napoleón combatió a pesar de todo tan valerosa como inútilmente en el país del Nilo y, cuando ya no consideró necesaria su presencia, se embarcó rumbo a Francia, donde las cosas no iban precisamente bien. Contratiempos militares y decisiones políticas erróneas habían privado a Francia de los frutos de los éxitos militares que Napoleón había conseguido con el ejército de Italia, y los franceses saludaron al militar, que había desembarcado por sorpresa en Fréjus procedente de Egipto, como al ansiado salvador. Napoleón solo preciso un mes para derrocar al gobierno en funciones con la ayuda de su hermano Lucien y buenas cabezas como Talleyrand y Fouché. Cuando se disipó la polvareda levantada por el golpe de estado del 18 Brumario (9 de Noviembre), aunque nominalmente había tres cónsules, el segundo y el tercero tenían voz pero no voto y el primero, que naturalmente se llamaba Napoleón Bonaparte, había sido investido de plenos poderes para los próximos diez años. A la revolución siguió la frase del Consulado durante la cual el joven Estado se fortaleció, regresaron innumerables exiliados políticos y Francia promulgó una nueva Constitución y desarrolló una nueva administración de carácter centralista.

LA ÉPOCA QUE ABARCA DESDE FINALES DEL SIGLO XVIII HASTA ENTRADO EL XIX FUE ,SIN DUDA, UNA ÉPOCA DE GRANDES CONVULSIONES A NIVEL HUMANO Y SOCIAL.

DESDE ESTA SECCIÓN INTENTAREMOS ACLARAROS UN POCO ESTE PANORAMA HISTÓRICO

La complejidad del Romanticismo, el gran movimiento cultural que desde finales del siglo XVIII hasta mediados del XIX invade la literatura, las artes, el pensamiento filosófico, la mentalidad, las costumbres y los gustos de la civilización occidental, no se presta a una definición unívoca y coherente.  En efecto, son múltiples y, a menudo, contradictorias las tendencias que entroncan con el concepto general de Romanticismo, con manifestaciones bastante diferentes según cuáles sean los países involucrados en diversa medida por el fenómeno.

         El origen del término se remonta al adjetivo inglés romantic, neologismo introducido después de mediados del siglo XVII para indicar, en un sentido primordialmente peyorativo, el contenido sentimental  y aventurero, apartado de la realidad, de los antiguos romances, con particular referencia a las reelaboraciones populares y en prosa de la materia épica y caballeresca. Sin embargo, a partir de comienzos del siglo XVIII, la palabra asume su otro sentido objetivo de «pintoresco» o «sugestivo», designando específicamente los escenarios naturales afines a los descritos en los romances: ambientes selváticos, lugares desiertos y desolados, ruinas antiguas y misteriosas.  La segunda acepción va prevaleciendo progresivamente, trasladándose pronto de la realidad paisajística a los estados de ánimo que las vistas naturales pueden provocar en el contemplador.  Paralela de alguna manera a la evolución de la palabra es la evolución de una nueva sensibilidad histórica y cultural, que se suele orientar hacia la categoría crítica del «prerromanticismo».  Entre las manifestaciones iniciales de esta actitud, especialmente en lo que respecta a la compenetración entre naturaleza y sentimientos humanos, se señalan las composiciones de los poetas «nocturnos» ingleses (J.  Thomson, E Young y T Gray).  Otro carácter significativo que surge del temperamento prerromántico es una concepción del hecho literario como modo conjunto de sentir y de vivir, que conduce a la revaloración de los genios poéticos del pasado más conformes con los dictados de la «naturaleza», contra los malentendidos y limitaciones de origen racionalista.  Es determinante a este propósito la difusión del teatro de Shakespeare (incluso a través de las polémicas en torno a las excesivamente edulcoradas traducciones setecentistas), con su mundo de poderosas pasiones y de ardiente espíritu de aventura.  En un sentido análogo de plena y genuina libertad expresiva, se captan brotes prerrománticos en diversos momentos de la literatura europea del siglo XVIII.  Junto a la fe ingenua en la virtud que inspira las novelas sentimentales del inglés S. Richardson se alinean, en Francia, el abandono a los impulsos del corazón de ciertas obras dramáticas y narrativas de Marivaux, las inquietudes interiores de los frutos más persuasivos del abate Prévost, hasta llegar a la exaltación de la naturaleza y de la espontaneidad primitiva que con mucha mayor resonancia marca la producción de Rousseau.

         Al propio tiempo, junto a estas tendencias que entran en la revaloración de la interioridad individual, se va afirmando en el prerromanticismo un creciente interés por las formas literarias que pueden referirse al alma de todo un pueblo: de ahí la recuperación de la peculiaridad cultural de cada nación, que en las zonas «nórdicas» coincide con el rechazo de la tradicional mitología clásica.  Así se explica el éxito que tuvieron en Inglaterra las mixtificaciones pseudobardas encontradas en los presuntos Poemas de Ossian (1 760 y siguientes) por J. Macpherson, las Reliquias de antigua poesía inglesa, a cargo de T Percy (1765), la ficticia fuente medieval imaginada por H. Walpole para la elaboración de su Castillo de Otranto (1764) que inaugura el género de la «novela gótica».  En Alemania, el redescubrimiento del patrimonio étnico, legendario y musical, va enriqueciéndose paulatinamente con nuevos contenidos y originales adquisiciones conceptuales: la exaltación del sentimiento como esencia de la inspiración poética (Klopstock) y la interpretación del arte como «acción y movimiento» contra toda pretensión preceptista externa (Lessing con su redescubrimiento de Shakespeare) preparan el camino a la impetuosa erupción del Sturm und Drang, antecedente inmediato del romanticismo.  Se han encontrado elementos de protorromanticismo también en la historia literaria italiana, por ejemplo, en las teorías de Vico sobre la fantasía como facultad preeminente de los pueblos en estado primitivo y en los anhelos antitiránicos del libertarismo de Alfieri.  Sin embargo, precisamente en el mundo alemán, el Sturm und Drang sienta las premisas más radicales para la afirmación de un movimiento romántico consciente e históricamente definido, a través de una serie de reivindicaciones programáticas: la identificación entre la energía vital del hombre y la fuerza creativa de la naturaleza, la poesía como «lengua madre» del género humano y, a la vez, específica de cada pueblo, el genio como libre intérprete de la belleza artística en su multiforme esencial. Estas afirmaciones entroncan hasta tal punto con la poética del Romanticismo que, a menudo, provocarán en el extranjero la impresión de una identidad sustancial entre los dos movimientos. En cambio, como subrayan los mismos forjadores de la escuela romántica alemana en sus primeras enunciaciones teóricas, las diferencias son bastante marcadas y, en gran parte, debidas a los factores que, en el transcurso de unos pocos años, modifican profundamente las condiciones históricas de las dos experiencias sucesivas.  Un primer elemento distintivo es el que resulta de las repercusiones europeas de la Revolución Francesa, que, por un lado, con los excesos del Terror, empuja a los espíritus románticos a una visión más interiorizada de la relación entre cultura y vida social,- por otro lado, con su carga pasional, coloca en crisis de manera definitiva el mito ilustrado de la razón.  Resulta también fundamental el desarrollo del idealismo filosófico postkantiano, que, a través de la afirmación de la potencia creadora del espíritu, descubre la profunda unidad de naturaleza e historia, de fantasía, pensamiento y acción, ofreciendo un sólido asidero especulativo a las instintivas aspiraciones románticas.  En el mismo sentido -es decir, hacia la adquisición de un naturalismo más evolucionado- actúa el ejemplo sublime de la poesía de Goethe, en cuya «tranquila grandeza» los ánimos románticos no pueden dejar de reconocer una voz espontánea de la naturaleza.

         En este renovado contexto histórico-cultural se registra, con la fundación en Berlín de la revista Athenáum (1 798-1800) por parte de los hermanos E  y A. W. Schlegel, la partida de nacimiento oficial del romanticismo en Alemania.  Es prácticamente contemporáneo el programa poético añadido a las Baladas líricas (1 798) de W. Wordsworth y S. T Coleridge, «manifiesto» de la nueva escuela en Inglaterra.  A principios del siglo XIX el movimiento se propaga a los países escandinavos; a continuación, a Francia, por iniciativa de Madame de Staél, con el análisis de la cultura alemana en Allemagne (1810 y ediciones sucesivas) y con la traducción (1813) del Curso de literatura dramática, de A. W. Schlegel; en Italia, con la Carta semiseria de Grisostomo, de G. Berchet (1816), y con los debates suscitados en torno a la «Biblioteca Italiana» por un artículo de la Staél sobre las traducciones y recogidos animosamente por el «Conciliatore».  Y en poco tiempo, la oleada romántica invade el resto de Europa, involucrando incluso a la América tanto anglosajona como latina.
         Es indudable, pues (aunque la cuestión fue y sigue siendo objeto de enconadas discusiones), la función predominante desempeñada por Alemania en la fundación programática y en el desarrollo de la nueva escuela.  No obedece al azar que algunos aspectos peculiares de la sensibilidad romántica sólo se definan con palabras específicamente alemanas, sin equivalente en las lenguas románticas: considérese Sehnsucht, que indica la melancolía existencias provocada por un deseo, perennemente insatisfecho.  Si el primer Romanticismo dirige sobre todo su atención a la literatura, para una correcta valoración del fenómeno es indispensable tener presente que la expresión literaria es entendida por los románticos en sentido global, como una manera de sentir, de interpretar la existencia, de actuar en la sociedad humana.  Sólo partiendo de este supuesto previo se pueden pergeñar las connotaciones ideológicas esenciales del movimiento.  El Romanticismo se opone ante todo al Clasicismo, identificado con el Racionalismo setecentista, en el hecho de que rechaza la fe absoluta en la razón (capaz de garantizar la comprensión total de la realidad) y denota el culto de la «objetividad» del arte antiguo propugnado por las poéticas neoclásicas.  La oposición no obedece tanto a opciones de orden ideal o estilística, sino que responde a una motivación más «profunda»: la conciencia de la pérdida irrevocable de aquel equilibrio «ingenuo» entre hombre y naturaleza establecido por los griegos bajo el símbolo orgánico de los mitos; en consecuencia, se convierte en absurda la imitación del arte clásico e impracticable la creación de un nuevo clasicismo.  De aquí derivan algunos fundamentos estéticos en los que se puede reconocer la influencia más penetrante del pensamiento idealista.  La poesía romántica tiene carácter trascendental, en el sentido de que su objeto preeminente es, en último análisis, el propio poetizar («poesía de la poesía») en esta continua tensión dialéctica, es la manifestación de una creatividad del espíritu que, de otro modo, no se podría plasmar adecuadamente en ninguna forma acabada.

          En resumen, el arte humano refleja como un espejo la perfecta obra artística constituida por el universo, única realización posible de lo infinito en lo finito.  Sin embargo, incluso en su función superior de «revelador» e intérprete del devenir universal, el poeta advierte su limitación humana, lo que le permite ejercer sobre su creación poética aquel control crítico que se ha designado con el nombre de «ironía romántica» y que, en la embriagadora confrontación entre absoluto y contingente, le procura una especie de fascinante dolor. La aspiración perenne a los valores del infinito determina, además, un progresivo desplazamiento de los intereses de la literatura a las artes que parecen más próximas a la organicidad de la naturaleza: en la conciencia artística (o, por lo menos, en la teorización estética) del Romanticismo avanzado, especialmente alemán, la pintura y, sobre todo, la música adquieren un relieve cada vez más dominante.  Una vez perfilado el fondo, por así decir, «teórico», se pueden indicar las tendencias más genéricas y normales que, incluso a juicio de la gente común, se suelen atribuir al movimiento.  Entre los valores tradicionalmente considerados propios del Romanticismo figuran la afirmación del sentimiento, la propensión a la fantasía, el individualismo, la vida vivida como una lucha continua, la batalla del individuo y de los pueblos por la conquista de la libertad y de los derechos civiles, el choque entre las culturas históricas concurrentes, dentro del ámbito de una visión dialéctica que concede preponderancia al ímpetu de las pasiones sobre la frialdad de la razón.

         Estos componentes de orden general, pero también epidérmico, forman un cuadro que tiene muy poco de homogéneo y que tiene aplicaciones prácticas muy diversas, que llegan a desembocar en auténticas antinomias histórico-culturales.  Por una parte, el ansia de infinito y la incurable insatisfacción procurado por la realidad concreta empujan a los ánimos románticos a la evasión en el espacio y en el tiempo, a menudo a través del sueño, del inconscientes de lo sobrenatural, si bien es igualmente poderosa la tendencia hacia la construcción de una sociedad más libre, al propio tiempo, la afirmación de criterios político-ideológicos más avanzados, como la recuperación historicista del pasado medieval y el vigoroso impulso dado al moderno concepto de nación.  Si el culto de la patria étnico y de la tradición popular induce a muchos románticos (especialmente en Alemania y Francia) a sostener posiciones legitimistas o francamente reaccionarias, en los pueblos oprimidos por el dominio extranjero (y en los espíritus nobles que los secundan) es casi constante la convergencia entre Romanticismo y lucha por la libertad.  Hay múltiples derivaciones y grandes salidas conclusivas del movimiento en la historia de la cultura. La corriente turbia y un tanto mística del Romanticismo «negro» (que, en definitiva, se remonta al filón «gótico») abre el camino a la filosofía de la naturaleza, tanto como a las ciencias animistas y protopsicológicas, hasta llegar a las amplias aplicaciones del ocultismo esotérico.  Del marcado interés por el patrimonio cultural propio de cada nación deriva, en cambio, una adquisición romántica más duradera (y aparentemente opuesta): el desarrollo de las investigaciones histórico-etnológicas y la fundación de la filología moderna.  Pero, en definitiva, las numerosas facetas que forman la poliédrica fisonomía del Romanticismo se pueden reducir a la antítesis fundamental que señala su evolución histórica.  Mientras que las tendencias «evasivas» desembocan en una literatura de carácter lírico-subjetivo que ya anuncia el decadentismo, el interés por la realidad práctica se dirige hacia un estilo objetivo y lúcidamente descriptivo, que anticipa el gran movimiento del Naturalismo.  En estos caminos opuestos se reflejan los dos principales espíritus del Romanticismo como términos de una contradicción fundamental que, con predominio alternativo, aparecerá en la cultura europea hasta nuestros días.

La mayor unidad de campaña de las guerras era el cuerpo de ejército, pero únicamente los franceses utilizaron tales formaciones en la Península. El cuerpo constaba de dos o más divisiones subdivididas en brigadas. Estas se componían a su vez de varios regimientos, cada uno de ellos con uno o más batallones formados por diversas compañías.

En 1812, los franceses abolieron esta estructura en las fuerzas que mantenían en España; a partir de ese año, la mayor unidad táctica fue la división. Una división francesa o española típica tenía 4.000 soldados de infantería más una batería de artillería. Las de Wellington, sin embargo, solían incluir un par de brigadas británicas, con varios batallones de portugueses agregados, lo que ascendía a un total de 6000 soldados de infantería aproximadamente, más la artillería.

Los regimientos de infantería napoleónicos constaban de entre uno y cinco batallones, pero la mayoría de los que intervinieron en los distintos teatros de operaciones tenían dos. Los batallones se dividían a su vez en varias compañías de unos 100 hombres cada una. Una de ellas era de infantería ligera y otra se componía de granaderos. Estos últimos, situados normalmente detrás del batallón, eran los hombres más corpulentos y con más experiencia, mientras que la compañía ligera estaba formada por soldados ejercitados más ágiles que hacían de avanzada y se encargaban de realizar escaramuzas. El grueso de la unidad lo constituían compañías de fusileros o «centrales» en las que figuraban desde veteranos hasta reclutas recién incorporados a filas.

Los regimientos de caballería constaban de varios escuadrones de unos 100 hombres cada uno. Formaban brigadas y divisiones que solían contar con baterías de artillería.

El arma más corriente de la infantería durante el periodo napoleónico era el mosquetón de chispa, ánima lisa y carga por la boca. Medía alrededor de un metro de largo, pesaba de seis a siete kilos y se le podía adaptar una bayoneta de hasta cuarenta centímetros de longitud.

Disparaba un proyectil de plomo que pesaba unos treinta gramos. Para cargarlo había que realizar una complicada maniobra de hasta veinte movimientos consecutivos. El soldado tomaba un cartucho del cinturón que llevaba a la cadera y le quitaba la tapa con los dientes. A continuación, vertía un poco de pólvora del mismo en la cazoleta del mosquete e introducía el resto en el fondo del cañón con ayuda de una baqueta. Luego escupía la bala (que mantenía en la boca con la tapa del cartucho) dentro del cañón y volvía a utilizar la baqueta para apretar el proyectil contra la carga de pólvora. Al accionar el gatillo, una chispa encendía el explosivo de la cazoleta que, a su vez, detonaba el del cañón. La pólvora húmeda, el pedernal desgastado y los fogones bloqueados causaban numerosos fallos de tiro y, en el entusiasmo de la batalla, era muy normal perder la baqueta, con frecuencia por olvidar sacarla del cañón antes de apretar el gatillo.

Por tanto, las formaciones utilizadas en el campo de batalla se disponían de manera que cada hombre pudiera emplear su arma de fuego con eficacia. Para lograr mejor este objetivo, se desplegaban las tropas en líneas de orden cerrado. Se había demostrado que las formaciones con un fondo de tres individuos como máximo resultaban prácticas, mientras que, en las de más profundidad, los soldados de la cuarta fila y de las siguientes no podían ver al enemigo y tenían que disparar «a ciegas». Por otro lado, además de prestar un servicio mínimo a la formación, las filas de detrás constituían un blanco excelente para el adversario.

Debido a estos factores, la infantería pesada se desplegaba casi siempre en formaciones de tres en fondo, pero tal disposición variaba de acuerdo con las circunstancias. En terrenos difíciles, por ejemplo, en los que la caballería no podía actuar y su potencia cobraba menos importancia, las tropas de a pie se desplegaban en dos únicas filas que aportaban gran seguridad.

De especial importancia para el despliegue de las tropas de manera que todos los individuos pudieran emplear su arma era la utilización de columnas. Tales formaciones permitían una libertad de maniobra muy superior a la de las líneas. A una columna estrecha y compacta le era mucho más fácil mantenerse alineada que a una delgada barrera de hombres de cientos de metros de longitud

No obstante, el orden mixto apenas se empleó en la Península; los comandantes franceses preferían utilizar sólo columnas, a pesar de que, como es lógico, presentaran una acusada inferioridad frente a las formaciones en línea del adversario desde el punto de vista de la potencia de fuego. Destinada en realidad a la acción de choque, la columna sólo permitía disparar a unas cuantas docenas de hombres, de los miles que a menudo la componían, mientras que todos los soldados de la línea enemiga podían ver el blanco. Debido a esta desigualdad de fuerzas, no es de extrañar, por tanto, que las columnas quedaran prácticamente destruidas cada vez que se enfrentaban a formaciones en línea.

FORMACIONES DE LOS BATALLONES DE INFANTERÍA

Cada compañía solía estar desplegada en tres filas. La posición de las compañías de éste variaba; en este cuadro aparecen al frente de la columna, pero los granaderos se hallaban muy a menudo en la parte de atrás a manera de cuerpo de reserva. Evidentemente, las tropas ligeras se desplegaban casi siempre formando una cobertura encargada de realizar escaramuzas.

Una vez atenuada la acometida de las fuerzas francesas, los aliados sólo tenían que ocuparse de las columnas que consiguiesen avanzar. «Muy deprisa, sin estudiar la posición y sin tiempo para averiguar si había algún medio de atacar por los flancos», señalaba Bugeaud, «marchamos hacia adelante hasta toparnos de lleno con la verdadera oposición». A medida que las columnas francesas avanzaban, se metían cada vez más bajo el fuego de sus adversarios: la artillería, situada por encima de ellas, las bombardeaba, mientras que los fusileros y, cuando estaban más cerca, los mosqueteros de la cobertura de tropas ligeras aliadas las acribillaban con fuego emboscado antes de retirarse para dar paso a la infantería pesada que les apoyaba.

Al descubrir una línea totalmente intacta frente a ellos, a los comandantes franceses no les quedaba más remedio que volver a desplegar a sus tropas bajo el fuego enemigo o tratar de atravesarla. La mayoría elegían esta última opción, aunque no fuese en absoluto aconsejable. Las columnas no podían competir con las líneas en un enfrentamiento con mosquetería y, como pudo comprobar Bugeaud, se arriesgaban a ser acribilladas a balazos.

Aunque sea cierto que los franceses apenas podían hacer nada contra las medidas adoptadas por Wellington para proteger sus líneas del fuego de la artillería, resulta incomprensible que las tropas ligeras sufrieran tan desastrosas consecuencias. Aparte de contar con numerosos efectivos, la infantería ligera francesa poseía una capacidad de improvisación extraordinaria. Sin embargo, en la Península, los comandantes franceses muy raras veces utilizaron compañías de línea que no fuesen de voltigeurs para realizar escaramuzas. De hecho, incluso los batallones de infantería ligera se desplegaban siempre en formaciones de orden cerrado

Sin embargo, esta flexibilidad táctica se empleó en muy pocas ocasiones. Con demasiada frecuencia, la infantería francesa avanzaba hacia líneas enemigas totalmente intactas en densas y estrechas columnas y sin el apoyo de las divisiones ligeras, la artillería y la caballería. Los sucesivos escarmientos no impidieron a comandantes perspicaces e inteligentes como Soult mantener tan contraproducente práctica, a pesar de la oposición de muchos jóvenes oficiales. Pero la historia de la guerra está llena de fenómenos similares: en los conflictos francoprusianos o en el de la Secesión de Estados Unidos, los generales cargaron repetidas veces con una infantería agrupada en estrechas formaciones o una caballería que sólo blandía sables contra tropas cuyas armas eran más certeras y fáciles de cargar de lo que un soldado de la época de Napoleón hubiera imaginado nunca.

FORMACIONES DE CABALLERÍA

El asalto de la caballería consistía normalmente en la carga de los sucesivos escuadrones del regimiento, desplegado cada uno de ellos en dos líneas de soldados situados uno al lado del otro. Por tanto, un regimiento de cuatro escuadrones atacaba en una formación de ocho líneas, dispuestas una a continuación de otra. Cada una de éstas tenía un frente de entre cuarenta y cincuenta hombres. No obstante, en terrenos adecuados y con espacio suficiente, podía desplegarse toda la unidad en una única línea; en tal caso, el frente era del orden de doscientos sables.

Consideremos, Por último, la artillería. La napoleónica era de dos tipos:
montada y de a pie. En el caso de la primera, los soldados iban a caballo junto a las piezas mientras que las baterías de a pie avanzaban andando. La montada tenía, por tanto, mayor movilidad que la otra y su función principal consistía en apoyar de cerca de la caballería.

Una batería típica constaba de seis piezas; por lo general, varios cañones con uno o dos obuses. La trayectoria del proyectil de los primeros era casi horizontal, mientras que en el caso de los segundos llegaba a describir un arco bastante alto. Los obuses se clasificaban por el calibre, y los cañones, por el peso de la bala que disparaban.

Las piezas de artillería napoleónicas eran prácticamente una versión a gran escala de los mosquetes de ánima lisa y se cargaban de forma muy similar. No tenían ningún mecanismo para amortiguar el retroceso y, después del disparo, los soldados debían volver a situarlas en la posición inicial. Los proyectiles consistían en balas metálicas redondas y en bolsas y botes de metralla. Estos dos últimos se empleaban fundamentalmente para disparar contra individuos y contenían diminutas bolas de metal o, cuando faltaban éstas, clavos de herradura, cristales, piedrecillas, etc. Los obuses podían arrojar también balas metálicas huecas, de forma esférica, cargadas con explosivo y de las que sobresalía una espoleta. Ésta era encendida por la explosión de la carga propulsara depositada en el cañón del obús y estaba colocada de manera que ardiese durante todo el tiempo que el proyectil tardara en situarse sobre el objetivo. En ese momento detonaba el explosivo, que se dispersaba en todas las direcciones. Para obtener buenos resultados, los artilleros tenían que ser muy hábiles y calcular perfectamente todos los detalles; en numerosas ocasiones, el proyectil caía a tierra antes de hacer explosión. Este tipo de balas tenían también gran capacidad incendiaria, que se utilizó con mucha frecuencia.

Por muy simples que puedan parecer las armas de la época napoleónica, comparadas con las guiadas por láser de hoy día, eran totalmente mortíferas si se sabían utilizar bien. Las balas de unos treinta gramos de peso arrojadas por los pequeños mosquetes que se empleaban normalmente causaban espantosas heridas y, disparadas de cerca, eran capaces de atravesar a tres hombres seguidos. Un buen tiro no sólo podía matar un caballo o a un hombre, sino que además hacía pedazos el blanco y penetraba a través de hasta veinte filas de infantería. En acciones cuerpo a cuerpo, las bayonetas de las tropas de a pie y los sables y lanzas de la caballería causaban terribles daños. . Un ejemplo es la batalla de Borodino, que tuvo lugar más de cien años antes, en los sangrientos combates de un solo día, resultaron muertos o heridos alrededor de 70.000 soldados franceses y rusos.

A PESAR DE LO QUE PUEDA PARECER, NAPOLEÓN BONAPARTE TAMBIÉN ERA UN SER HUMANO COMO CUALQUIER OTRO, CON SUS VIRTUDES Y DEFECTOS, AUNQUE QUIZÁS, ESTA SEA SU CARA MENOS CONOCIDA. ESTE FRAGMENTO EXTRAÍDO DE UN TEXTO DE UN LIBRO (MIRAR BIBLIOGRAFÍA) CORRESPONDE AL TRANSCURSO DE UNA MAÑANA HASTA LAS NUEVE.

Napoleón, está en la aurora del Imperio, está en plena posesión de sus facultades corporales y espirituales. Está bien de salud, salvo algunas molestias bastante frecuentes que siempre sintió: catarros, ronquera, pequeños forúnculos y ligeros reumatismos. Sin embargo, Bourrienne, le ha visto llevarse la mano al costado derecho y a veces, por la noche, desabrocharse el chaleco e inclinarse sobre el brazo del sillón con un suspiro de dolor. En estos últimos años ha engordado sin hincharse todavía. Sus miembros y su rostro se han llenado de carne. Ha perdido aquel tono oscuro, aquellos pómulos salientes, aquellas órbitas hundidas y todo lo que tenía de agudo y de cortante su fisonomía de cónsul.

Ahora está hermoso. Sus rasgos suavizados tienen a veces la serenidad y el color de un mármol antiguo. Los ojos conservan su vivacidad, sus fulgores y aquel mirar que penetra a los seres y que a menudo, como si se volviera para adentro, parece sumirle en los sueños de un poeta o en las combinaciones de un jugador. Y cuando sonríe, con una sonrisa joven y cándida, su rostro parece bañado de luz.

Emana de él una especie de magnetismo que domina a todos los que se le acercan, tanto a sus compañeros de armas como Lannes, Caffareli, Junot, Duroc o Marmont, como a la gente de más edad, llenos de experiencia y recovecos, con sus miras propias y sus designios secretos, como Fouché, Talleyrand y Cambacérés. Su voz los domina a pesar suyo. Ascendiente del genio quizá, pero también efecto de un encanto personal muy humano, muy directo, cuya fuerza conoce él mismo, ejerciéndola con un arte innato. Procura seducir; sus abandonos, sus brusquedades y sus dulzuras están llenos de cálculo. En su presencia la gente se olvida y cede. Pero lejos de él cesa la magia y todos vuelven a pensar en sí mismos.

Napoleón ha arreglado su vida cotidiana con el orden de un geómetra. Tanto si está en París como en Saint-Cloud o en Fontainebleau, sus costumbres son las mismas y hasta en el campo practica lo esencial de las mismas. En sus castillos exige una distribución de habitaciones y de muebles idéntica a la de las Tullerías. Hace colocar sus libros de la misma manera. Su acompañamiento inmediato no se separa de él

-Soy un animal de costumbres-dice.

Detecta el cambio de personas a su alrededor, y a menudo cierra los ojos a las faltas para mantener en sus puestos a los ministros, generales y servidores privados. Con estos últimos, por lo demás, es con quienes más fácil se muestra, porque sabe que con ellos no necesita recordar su rango y calcular actitudes y palabras con vistas al mundo exterior. A los ayudas de cámara, porteros y camareros les regaña, les avergüenza, a veces con palabras muy fuertes, pero se interesa por sus existencias, por sus necesidades y por sus familias. Con ellos olvida pronto su mal humor. Cuando se muestra injusto, se rehabilita diciéndoles una frase amistosa acompañada a menudo de un espléndido regalo.

Se hace despertar entre las seis y media y siete de la mañana. Duerme profundamente, ordinariamente sin sueños. Tiene la maravillosa facultad de adormilarse dondequiera que esté y por el tiempo que quiere. No le cuesta abrir los ojos y, casi siempre alegre, pregunta a Constant si hace buen tiempo. Luego bromea con él, le hace rabiar, le obliga a contarle la pequeña crónica del castillo. Le divierten los comadreos, las intrigas y las peleas de los criados.

Manda abrir la ventana, pues como un buen hijo del sol ama la luz y el aire de la mañana. Se levanta canturreando uno de sus aires favoritos: el Mónaco o Malbrouk. Envuelto en su bata, con la cabeza atada con un pañuelo, bebe a sorbitos una taza de té o de hojas de naranjo. Inmediatamente se mete en el baño, que quiere muy caliente. Méneval le lee los despachos y los diarios franceses. Si no se baña, cosa rara porque lo cree un remedio contra el estreñimiento, muy tenaz en él, se sienta junto a la chimenea y da un vistazo al correo, tirando al suelo todo lo que cree sin interés.

Su primer médico, Corvisart, o su cirujano ordinario, Yvan, entran seguidamente. Napoleón quiere mucho a Corvisart. Lo acoge con frases irónicas a las que el doctor replica sin desconcertarse.

-¿Ya estáis aquí, gran charlatán? ¿Vais a matar mucha gente hoy?

-No mucha, señor-responde Corvisart con aire malicioso. Es un champañés de cabellos y patillas blancos, con la barba hundida en la chorrera.

Napoleón le gasta bromas sobre la medicina, afirma que es un arte conjetural y que él no cree en ella. No por esto deja de tomar con toda exactitud las drogas prescritas por el doctor, pues le importa mucho su salud y es aprensivo. Bruscamente le hace también preguntas graves:

-¿Qué es la vida? ¿Cuándo y cómo la recibimos? ¿Todo esto es algo más que misterio?

Corvisart responde como puede, a veces con ingenio. Napoleón, riendo, le tira de las orejas y empieza a afeitarse. Se afeita él mismo, delante de un espejo que sostiene el mameluco Roustan, y se lava la cara y las manos con una brocha. Constant le frota todo el busto y se lo inunda de agua de colonia. Es una costumbre de Egipto.

-Más fuerte- le dice a veces Napoleón, -más fuerte, como si fuera un asno.

Entre las personas de su intimidad se pasea desnudo, sin el menor sentimiento de pudor, como un griego antiguo. El ayuda de cámara le viste y le calza: camiseta de franela, camisa de tela muy fina, medias de seda blanca, zapatos con hebillas de oro o pequeñas botas guarnecidas de cortas espuelas de plata, pantalón de cachemira blanco, chaleco de la misma tela cruzado por el cordón de la Legión de Honor y casaca de coronel de cazadores montados de la Guardia, de paño verde, con cuello y adornos escarlata. Napoleón ha adoptado este traje desde 1801, en que lo vio doblado sobre una butaca en casa de su hermano en Mortefontaine.

-Quiero probármelo-dijo. -Es hermoso este traje. Ninguno me parece mejor, salvo mi uniforme de oficial de artillería.

¡El uniforme de artillero, el que más quiere, el primero... !

El domingo y los días de ceremonia se pone el uniforme de granadero de infantería. "Hombre de ayuda de cámara", se deja hacer como un niño mientras le visten, silbando entre dientes o hablando con Duroc, Méneval o alguno de los íntimos llegados a la sala de espera y a quienes hace entrar.

A las nueve en punto aparece en el salón, donde tiene lugar su reunión matinal......

Como se puede ver la vida de Napoleón, lo poco que se comenta no es muy fuera de lo común.

SIN DUDA ALGUNA, LAS BATALLAS Y CAMPAÑAS ACONTECIDAS DURANTE EL PERIODO NAPOLEÓNICO, SON UNOS DE LOS TEMAS QUE MAS ATRAEN A LOS AFICIONADOS Y ADMIRADORES DE BONAPARTE.
DESDE ESTA SECCIÓN, INTENTAREMOS DAR CUENTA DE TODAS LAS MAS REPRESENTATIVAS. SOBRE TODO BATALLAS COMO WATERLOO, TRAFALGAR, EL GOLPE DE ESTADO DE L 18 DE BRUMARIO, LOS COMBATES CON LA GUERRA DE GUERRILLAS PERO DE LA QUE MÁS HABLAREMOS SERÁ DE LA QUE QUIZÁS MÁS INFLUYENTE EN LA HISTORIA DE ESPAÑA, LA BATALLA DE BAILÉN. NAPOLEÓN CONFIÓ MUCHOS DE SUS EJÉRCITOS A GENERALES COMO DUPONT, SOULT, SAINT-CYR, VILLENEUVE...

A mediados de mayo de 1808, toda España se había alzado en armas contra los franceses.  Distintas juntas dirigían la sublevación en Murcia, Aragón, Asturias, Andalucía y Galicia.  La capacidad militar de estas regiones era muy variable, pero las principales fuerzas españolas se concentraban en el noroeste y en el sudoeste.  Los franceses, por su parte, contaban con un gran contingente de tropas alrededor de Madrid (con líneas de comunicación que se extendían hasta Bayona), con Junot (aislado en Portugal) y con varios destacamentos en Cataluña.  Por tanto, ocupaban en general el centro del país, mientras que las fuerzas de las juntas se mantenían en la periferia.  No obstante, la población se oponía en todas partes a los invasores con pequeñas acciones, como atacar a grupos aislados de soldados, asaltar a los correos, interrumpir el aprovisionamiento, etc.  Poco a poco, las fuerzas imperiales se dieron cuenta de que sólo controlaban las partes de la Península sometidas por sus bayonetas y de que los mensajeros y los convoyes de abastecimiento necesitaban la protección de una
gran escolta para poder llegar a su destino.
Sin embargo, una serie de noticias inexactas y la lentitud de las comunicaciones, así como el hecho de haber conseguido reprimir el levantamiento del Dos de mayo, habían hecho creer al virrey del emperador, Murat, que la oposición a la ocupación francesa se limitaba a unos cuantos brotes de insurrección aislados, fáciles de sofocar con la intervención de algunas columnas.  Hasta bien entrado julio, siguió enviando partes optimistas a Francia; de ahí que, desde el principio de la campaña, Napoleón siempre estuviera mal informado sobre la verdadera naturaleza del conflicto.

Para acabar con lo que creía que eran simples focos aislados de rebelión, el emperador trazó un plan que Murat puso en práctica durante la última semana de mayo.  Una gran fuerza de reserva se quedaría en Madrid, mientras que el general Dupont avanzaría hacia Córdoba y Sevilla.  El mariscal Moncey, con el apoyo de una columna de las tropas de Duhesme, en Cataluña, tenía que aplastar la insurrección en Valencia y Cartagena, a la vez que el mariscal Bessiéres se ocupaba de mantener las líneas de comunicación en el norte y destacaba fuerzas para dominar a los rebeldes de Santander y Zaragoza.

De acuerdo con estas instrucciones, Dupont avanzó con 13.000 hombres hasta llegar a Andújar el 5 de junio.  Al comprender que el levantamiento era general, continuó hacia Córdoba, donde multitud de campesinos se estaban armando bajo el mando de don Pedro de Echavarri. Éste, que contaba con un ejército compuesto por 12.000  voluntarios civiles y 1.400 soldados regulares, más ocho cañones, se dio cuenta de que la defensa de Córdoba era de vital importancia desde el punto de vista político, Y, sin dudarlo un momento, preparó todas sus fuerzas para enfrentarse a Dupont en el puente de Alcolea, sobre el Guadalquivir.
En este primer combate de la guerra, los españoles sufrieron una gran derrota.  Aunque los hombres de Dupont eran en su mayoría reclutas recién incorporados a filas, poseían una capacidad de choque muy superior a la de sus inexpertos y desorganizados oponentes.  La totalidad de las fuerzas de don Pedro fueron puestas en fuga en cuestión de minutos y se dispersaron sin reagruparse para defender Córdoba.  Unas cuantas balas perdidas que llegaron hasta la vanguardia de Dupont sirvieron de excusa al general imperial para rechazar la capitulación de la ciudad y urgir a sus hombres a tomarla por asalto.

Los horribles sucesos que tuvieron lugar entonces se repetirían muchas veces en los años siguientes.  Los franceses irrumpieron en Córdoba sin ningún respeto hacia la vida o las propiedades de sus habitantes: saquearon la ciudad, violaron a las mujeres y mataron a docenas de civiles.  En venganza, las bandas de rebeldes masacraron a los soldados franceses rezagados y de avanzada.  Las atrocidades cometidas por ambos bandos estaban empezando a dar un carácter brutal a la guerra.
 
 
La batalla de Bailén

Tras entrar en Córdoba, Dupont se encontró de pronto totalmente aislado en una región plagada de rebeldes.  Asaltado por las dudas, al ver que sus correos eran asesinados y no había señales de refuerzos, prefirió abandonar la ciudad y retirarse hacia el este.  Pero, en vez de buscar refugio en los desfiladeros de las montarías, se quedó en las tierras llanas de] Andújar, decidido a cumplir su misión.  Alarmado entonces por el avance de un ejército de 34.ooo españoles bajo el mando de] general Castaños, destacó varias columnas para salir al encuentro de la ayuda que Murat pudiera haberle enviado.

Tal como esperaba, los refuerzos ya estaban en camino, y el 27 de junio el general Vedel llegó a La Carolina con 6000 soldados de infantería y 600 de caballería.  Pero Dupont no supo aprovechar las nuevas fuerzas que acababa de recibir.  En vez de utilizarlas para defender su posición, desplegándolas en los pasos de las montañas a fin de mantener las comunicaciones y la línea de retirada, o de destinarlas a la ofensiva, uniéndolas a las que ya tenía para atacar inmediatamente a Castaños en las llanuras, mandó a Vedel a Bailén, mientras que él siguió inactivo en Andújar con el grueso de las tropas.  Para colmo, cuando Madrid envió la división del general Gobert a fin de impedir que volviese a interrumpirse el contacto con Dupont, éste ordenó al recién llegado que reforzara la absurda posición de Andújar.  Por tanto, el 7 de julio, el comandante en jefe francés tenía más de 20.000 hombres desocupados, mientras que su adversario, confundido por la inactividad del enemigo, acababa los preparativos para el asalto al otro lado del Guadalquivir.

Para llevar a cabo la ofensiva, el general Castaños dividió sus fuerzas en tres columnas.  La primera, compuesta por 12.000 hombres bajo su propio mando, marcharía hacia Andújar; la segunda contaba con 8.000 soldados a las órdenes de Coupigny y tenía que dirigirse hacia Villanueva, y, por último, el general Reding se encargaría de tomar Mengíbar con unos 10.000 hombres.  Convencido de que sólo había I4.000 franceses en Andújar, Castaños pensaba inmovilizarlos simulando un ataque frontal, mientras que las otras dos columnas se abalanzarían sobre la retaguardia por el este.  Creía, además, que las unidades imperiales que obstaculizaban el avance de Reding y Coupigny eran pequeños destacamentos que se limitaban a guardar los flancos y no podrían impedir el attaque débordante.

Los españoles iniciaron la ofensiva contra la línea desplegada de Dupont el I4 de julio e hicieron retirarse a los pelotones franceses del río en Mengíbar.  En vez de concentrarse y aprovechar la dispersión de las columnas enemigas para destruirlas, el general francés, más decidido aún a mantenerse a la defensiva al saber que el ataque de Moncey en Valencia había sido rechazado, se limitó a realizar un ligero cambio en la distribución de sus fuerzas, reforzando la posición de Vedel en Bailén con elementos de las unidades de Gobert que habían quedado en La Carolina.

Al día siguiente, Castaños intensificó el asalto, pero sus esfuerzos no sirvieron más que para poner de manifiesto el gran error que había cometido al calcular las fuerzas de Dupont.  Asimismo, Reding se encontró con que su oponente era toda la división de Vedel, en vez de un pequeño destacamento encargado de proteger los flancos, y se apresuró a abandonar el combate.  El ataque de Castaños, sin embargo, fue tan intenso, que el comandante en jefe francés tuvo que pedir refuerzos a Vedel. Éste, creyendo que el asalto de Reding había sido tan breve por falta de hombres, dejó sólo dos batallones en Mengíbar y marchó con el grueso de sus tropas en ayuda de Dupont durante toda la noche.  Cuando el 16 de julio por la tarde llegó a Andújar descubrió que Castaños se había limitado a repetir la acción del día anterior y que las operaciones de Coupigny en Villanueva continuaban siendo meros conatos de ataque.

Sin  embargo, las noticias de Mengíbar eran desastrosas.  Reding había utilizado sus 10.000 hombres para dispersar a las reducidas fuerzas francesas que se quedaron allí y se encontraba ya al otro lado del Guadalquivir.  El general Gobert había intentado evitar la caída de la posición enviando los pocos refuerzos de que disponía; pero, a últimas horas de la tarde, cayó mortalmente herido y sus tropas tuvieron que retroceder hacia Bailén.  El flanco izquierdo francés había sido rebasado.

Una vez más, a pesar de contar con más hombres que los españoles y mejor artillería y caballería, Dupont vaciló en tomar la iniciativa.  En vez de caer sobre Castaños y arrollar todo el ejército enemigo de oeste a este, volvió a dividir sus fuerzas: él trataría de retener Andújar, mientras que Vedel tenía que volver atrás con sus fatigados hombres y reagrupar todas las tropas que quedasen en el flanco izquierdo para contener a Reding.

Pero, el llegar a Bailén, Vedel descubrió horrorizado que el sucesor de Gobert, Dufour, había evacuado la cuidad para dirigirse a La Carolina, donde una columna española parecía amenazar los pasos de las montañas y, por tanto, las comunicaciones del ejército francés con Madrid.  Creyendo que la fuerza hostil era la de Reding, Vedel avisó a su comandante en jefe y se apresuró a marchar con sus exhaustas tropas en ayuda de Dufour.
Al avanzar tan precipitadamente hacia el norte, sin pararse a comprobar cuál era la verdadera posición del enemigo y las fuerzas con las que contaba en realidad, Vedel ponía en peligro todo el ejército de Dupont sin advertir que estaba cometiendo un grave error que iba a tener fatales consecuencias.  La columna que amenazaba La Carolina no era en absoluto la de Reding; estaba formada por varios centenares de inexpertos reclutas encargados de intimidar el flanco izquierdo francés como mejor pudieran.  El general español se hallaba todavía en Mengíbar, donde había reagrupado a sus hombres tras la victoria sobre Gobert.  Por consiguiente, cuando, al mediodía del 18 de julio, se encontró con Dufour, Vedel descubrió que la fuerza que amenazaba los pasos era insignificante.  Poco después recibió órdenes de volver a Andújar y, con sus hombres totalmente agotados, emprendió el camino de regreso para reunirse con Dupont.

Para entonces, los españoles también estaban avanzando.  Reding y sus tropas, a quienes se había unido la columna de Coupigny, habían reanudado la marcha el 17 de julio al mediodía.  Convencido de que el grueso del ejército enemigo se hallaba todavía en Andújar, Castaños decidió seguir su plan original.  Envió a Reding a Bailén y, por la tarde, al no encontrar ninguna resistencia, éste había ocupado la ciudad con todas sus fuerzas y estaba listo para atacar a la retaguardia de Dupont con las primeras luces del alba.  Creyendo que las unidades hostiles que quedaban en el nordeste eran simples restos de las tropas derrotadas en las acciones anteriores, no advirtió el avance de Vedel con 11.000 hombres.  Sin embargo, antes de que amaneciese comenzaron los combates al oeste de Bailén.  El comandante en jefe francés, alarmado por la tardanza de Vedel, se había decidido por fin a retirarse de Andújar y su vanguardia había chocado con la avanzada de Reding.
En respuesta al inesperado movimiento de Dupont, Reding se apresuró a destacar 14.000 hombres y veinte cañones en una posición bastante fuerte a lo largo de las Iineas situadas al oeste de Bailén y, para mayor seguridad, destinó varias unidades a vigilar el camino que comunicaba con La Carolina.  Mientras tanto, el comandante de la vanguardia de Dupont, Chabert, subestimando la potencia de las tropas que tenía ante sí, abrió fuego con su única batería y mandó 3.ooo hombres al ataque.  Muy inferiores en número a sus oponentes y obligados a actuar en una zona donde convergía el fuego de ambos bandos, estos soldados fueron contenidos enseguida por los españoles y, tras una encarnizada lucha,hubieron de retirarse con considerables bajas.

En ese momento llegó Dupont y se hizo cargo de la situación.  Temeroso de que Castaños cayese sobre su retaguardia en cualquier instante, procedió a enviar sus tropas al asalto poco a poco, según iban llegando al campo de batalla.  No se dio cuenta de que un ataque de tales características era demasiado temerario, ya que los soldados llegaban agotados y muy desperdigados, tras haber marchado durante toda la noche por caminos abruptos y sinuosos.  A pesar del valor con que actuaron todos sus hombres en una lucha propia de dragones y cuirassiers, los españoles consiguieron rechazar dos ataques más y, a las doce y treinta de la mañana, con Castaños aproximándose por detrás, Dupont se hallaba en una situación desesperada.  Agrupando a sus exhaustos reclutas alrededor del único batallón de soldados aguerridos que le quedaba, se dispuso al combate en un último intento por romper la línea de Reding.  Como en los asaltos anteriores, consiguió avanzar considerablemente y estuvo a punto de dispersar gran parte de las fuerzas españolas.  Pero, desgraciadamente, no tenía reservas para aprovechar el avance conseguido y, tras otra enardecida lucha, tuvo que retirarse hasta el pie de las colinas.  Con todas sus tropas desmoralizadas y exhausto, Dupont estaba perdido.  El ruido proveniente del ataque de la vanguardia de Castaños a la columna encargada del bagaje señaló el fin de la batalla y, mientras sus soldados suizos se pasaban en masse al enemigo, se dio por vencido.

Mientras tanto, Vedel había seguido marchando lentamente hacia Bailén desde el este, hasta que una de las brigadas de Reding se interpuso en su camino.  Consiguió hacer retroceder a esta fuerza, pero, al ver que había cesado el fuego, detuvo su avance en espera de instrucciones.  Tras largas negociaciones, Dupont aceptó rendirse con los 8.2oo hombres que le quedaban y ordenó a Vedel que depusiese las armas. Éste capituló de inmediato e incluyó en la vergonzosa rendición a las tropas que mantenía en La Carolina y en otras posiciones más al norte.
Con esta derrota, 20.000 soldados imperiales fueron hechos prisioneros, a muchos de los cuales les hubiera resultado fácil huir.  Los términos de la capitulación estipulaban que todas las tropas francesas serían embarcadas de regreso a Francia, pero sólo se hizo esto con Dupont y sus generales.  De los soldados rasos, no volvieron a su patria ni siquiera la mitad.
Como cabe suponer, la derrota provocó las iras de Napoleón. «Nunca ha habido en el mundo nadie tan estúpido, tan inepto y tan cobarde», gritaba enfurecido, «los informes de Dupont dejan muy claro que todo se debió a su
inconcebible incapacidad». No obstante, independientemente de las causas que la provocaron, la derrota de Dupont en Bailén tuvo consecuencias peores.  La noticia se extendió por toda la Península, e incluso por toda Europa, y, además de poner en duda la aparente invencibilidad de los franceses, fomentó la oposición a la tiranía de Napoleón.

BIBLIOGRAFÍA

  • Texto extraído del libro "la ulcera española" escrito por David Gates.

  • Texto propiedad intelectual de Hermann Schreiber

  • ©Texto propiedad intelectual de Octave Aubry. Perteneciente al libro "La vida privada de Napoleón”

"LA VIDA PRIVADA DE NAPOLEÓN""

Octave Aubry

ANAYA

"LA VIDA Y LA ÉPOCA DE JOSÉ BONAPARTE"

Rafael Abella

PLANETA

Biografia de Jose Bonaparte en su corto periodo como Rey de españa

(De aquí he extraído varia información de su hermano Napoleón)

Internet:

  • Varias páginas buscadas en http://www.altavista.magallanes.net/

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