Filosofía y Ciencia


Los Problemas de la Filosofía


1. MATERIA, APARIENCIA Y REALIDAD.

En la vida diaria aceptamos como ciertas muchas cosas que, después de un análisis más riguroso, nos aparecen tan llenas de evidentes contracciones, que sólo un gran esfuerzo de pensamiento nos permite saber lo que realmente nos es permitido creer. Cualquier información sobre lo que nuestras experiencias inmediatas nos dan a conocer tiene grades posibilidades de error.

Bertrand Russell, durante el libro, nos pone como ejemplo los distintos conceptos a los que asignamos a una mesa y diversos objetos. Con ellos nos quiere demostrar los distintos puntos de vista que tienen.

Al igual que él ve y siente las cosas que él tiene en frente, cualquier otra persona podría ver y sentir las mismas cosas.

Él en especial se concentra en su mesa:

La mesa es oblonga, oscura y brillante, para el tacto pulimentada, fría y dura; si la golpea, produce un sonido de madera. Cualquier persona que vea, toque u oiga ese sonido, afirmará dicha descripción, pero en el momento en que tratamos de ser más concisos empieza la confusión. Aunque la mesa parezca “realmente” del mismo color, las partes que reflejan la luz parecen mucha más brillantes que las demás, e incluso algunas parecen blancas. Sabemos que si nos desplazamos los reflejos de la luz se distribuirán a otras partes de la mesa; de ahí podemos afirmar que si en un mismo momento hay varias personas observando la mesa desde distintos puntos de la habitación, no habrá dos personas que vean exactamente la misma distribución de colores y que todo cambio de punto de vista lleva consigo un cambio en el modo de reflejarse la luz.

La mayoría de los designios prácticos, esas diferencias carecen de importancia, pero por ejemplo, para un pintor adquiere una importancia fundamental: el pintor tiene que habituarse a ver las cosas tal como se le ofrecen. Aquí tiene ya su origen la distinción entre “apariencia” y “realidad”, entre lo que las cosas parecen ser y lo que en realidad son. El pintor necesita conocer lo que las cosas parecen ser; el hombre y el filósofo necesitan conocer lo que son; pero el filósofo desea este conocimiento con mucha más intensidad que el hombre práctico, y le inquieta mucho más el conocimiento de las dificultades que se hallan para responder a esta cuestión.

Sabemos igualmente que aun desde un punto de vista dado, el color parecerá diferente, con luz artificial, o para un ciego para el color, o para quien lleve lentes de color, mientras que en la oscuridad no habrá en absoluto color, aunque para el tacto y para el oído no haya cambiado la mesa. Así, el color no es algo relacionado a la mesa, sino algo que depende de la mesa y del espectador y del modo como cae la luz sobre la mesa.

Lo mismo puede decirse de la estructura del material. A simple vista se pueden ver sus fibras, pero al mismo tiempo la mesa aparece pulida y lisa. Si la miramos a través del microscopio veríamos asperezas, prominencias y depresiones, y toda clase de diferencias, imperceptibles a simple vista. ¿Cuál es la mesa “real”? Naturalmente nos inclinaremos a elegir la que vemos por el microscopio; pero esta impresión cambiará si utilizamos un microscopio de mayor potencia aumentativa. De esta manera desconfiamos de nuestros sentidos y por lo cual volvemos a estar de nuevo en el principio.

Otro tema es la forma de la mesa; aunque la mesa es “realmente” rectangular, parecerá tener, desde casi todos los puntos de vista, dos ángulos agudos y dos obtusos; aunque son de la misma longitud, el más cercano parecerá el más largo. No se observan estas cosas al mirar la mesa, ya que la experiencia nos ha enseñado a construir la forma “real” con la forma aparente, y la forma “real” no es lo que vemos, es algo que deducimos de lo que vemos.

Si consideramos el sentido del tacto, la mesa nos da siempre una sensación de dureza y sentimos que resiste a la presión; pero la sensación que sentimos dependerá de la presión que ejerzamos sobre la mesa y también de la parte del cuerpo con que la ejerzamos.

Así resulta que la mesa real, si es que realmente existe, no es la misma que experimentamos directamente por medio de la vista, el oído o el tacto. De ahí surgen, a la vez, dos problemas realmente difíciles:

1º- ¿Existe en efecto una mesa real?

2º- En caso afirmativo ¿qué clase de objeto puede ser?

Para poder examinarlos nos serán de gran utilidad poseer algunos términos simples; daremos el nombre de datos de los sentidos a lo que nos es inmediatamente conocido en la sensación: así, los colores, sonidos, olores, durezas, etc. Daremos el nombre de sensación a la experiencia de ser inmediatamente conscientes de esos datos.

El color es aquello de que somos inmediatamente conscientes, y esta conciencia misma es la sensación. Es evidente se que conocemos algo de la mesa es preciso que sea por medio de los datos de los sentidos que asociamos con la mesa sea los datos de los sentidos.

A la mesa real, si es que existe, la denominaremos un “objeto físico”. Por tanto hemos de considerar la relación de los datos de los sentidos con los objetos físicos. El conjunto de todos los objetos físicos se denomina “materia”. Así, planteamos de nuevo nuestros dos problemas del siguiente modo

1º- ¿Hay, en efecto, algo que se pueda considerar como materia?

2º- en caso afirmativo ¿cuál es su naturaleza?

El primer filósofo que consideró los objetos inmediatos de nuestros sentidos como no existiendo independientemente de nosotros fue el obispo Berkeley (1685-1753). Los argumentos que emplea son de valor muy desigual: algunos, importantes y vigorosos; otros, confusos y sofísticos. Pero a Berkeley corresponde el mérito de haber demostrado que la existencia de la materia puede ser negada sin incurrir en el absurdo, y que si algo existe independientemente de nosotros no puede ser objeto inmediato de nuestras sensaciones.

Entendemos comúnmente por materia algo que se opone al espíritu, algo que concebimos como ocupando un espacio y radicalmente incapaz de cualquier pensamiento o conciencia.

Otros filósofos, a partir de Berkeley, han sostenido que, aunque la mesa no dependa, en su existencia, depende del hecho de ser vista por algún espíritu. Sostienen esto, como lo hace Berkeley, principalmente porque creen que nada puede ser real salvo los espíritus, sus pensamientos y sentimientos. Podemos presentar como sigue el argumento en que fundan su opinión: “Todo lo que puede ser pensado, es una idea en el espíritu de la persona que lo piensa; por lo tanto, nada puede ser pensado excepto las ideas en los espíritus: cualquiera otra cosa es inconcebible, y lo que es inconcebible no puede existir”.

Según la opinión de Russell, tal argumento es falso: e indudablemente los que los sostienen no lo exponen de un modo tan breve y tan crudo. Pero el argumento ha sido ampliamente desarrollado en una forma o en otra, y muchos filósofos han sostenido que no hay nada real, salvo los espíritus y sus ideas. Dichos filósofos se denominan “idealistas”.

Berkeley y Leibniz admiten que hay una mesa real, pero Berkeley dice que consiste en ciertas ideas en el espíritu de Dios, y Leibniz afirma que es una colonia de almas. Así, ambos responden al primero de nuestros problemas y sólo divergen sus opiniones de las del común de los mortales en la contestación al segundo problema.

Es evidente que este punto, en el cual los filósofos están de acuerdo, es de importancia vital y vale la pena de considerar las razones de esta aceptación, antes de pasar al problema posterior, sobre la naturaleza de la mesa real.

Antes de proseguir adelante, bueno será, considerar lo que hemos descubierto hasta aquí. Nos hemos percatado de que si tomamos un objeto cualquiera, lo que los sentidos nos dicen inmediatamente no es la verdad acerca del objeto, sino solamente la verdad sobre ciertos datos de los sentidos, que, por lo que podemos juzgar, dependen de las relaciones entre nosotros y el objeto. Así, lo que vemos y tocamos directamente es simplemente una “apariencia”, que creemos ser el signo de una “realidad” que está tras ella.

A su vez, también sabemos las opiniones de Berkeley y de Leibniz respecto a la mes; Leibniz afirma que es una comunidad de almas; y Berkeley dice que es una idea en el espíritu de Dios. La grave ciencia nos dice que es una colección de cargas eléctricas en violenta agitación.

¿Existe una mesa que tenga una determinada naturaleza intrínseca y que siga existiendo cuando no la miro, o es la mesa simplemente un producto de mi imaginación, una mesa-sueño en un sueño muy prolongado?

Este problema es de mayor importancia. Pues si no estamos seguros de la existencia de los objetos, no podemos estar seguros de la existencia de otros cuerpos humanos, y por consiguiente, de sus espíritus. Así, si no pudiéramos estar seguros de la existencia de objetos nos hallaríamos aislados en un desierto.

Aunque dudemos de la existencia de la mesa, no dudamos de la existencia de los datos de los sentidos que nos han hecho pensar que hay en efecto una mesa; no dudamos de que cuando miramos, aparecen un determinado color y una forma determinada, y si ejercemos una presión experimentamos una determinada sensación de dureza. Todo esto, que es psicológico, no lo ponemos en duda.

Descartes (1596-1650), el fundador de la filosofía moderna, inventó un método que puede emplearse siempre con provecho (el método de la duda metódica). Resolvió no creer en nada que no viera muy claro y distintamente ser cierto. Dudaba de todo lo que era posible dudar hasta alcanzar alguna razón para dejar de dudar. Aplicando este método se convenció gradualmente de que la única existencia de la cual podía estar completamente cierto era la suya propia.

Al inventar el método de la duda y mostrar que las cosas subjetivas son las más ciertas, prestó Descartes un gran servicio a la filosofía.

“Pienso, luego soy”, dice algo más de lo que es estrictamente cierto.

Nuestros pensamientos y nuestros sentimientos particulares son los que tienen una certeza primitiva. Y esto se aplica a los sueños y alucinaciones lo mismo que a las percepciones normales: cuando soñamos o vemos un fantasma, evidentemente tenemos las sensaciones que pensamos tener; pero por diversas razones admitimos que a estas sensaciones no les corresponde ningún objeto físico. Así, la certeza de nuestro conocimiento respecto a nuestras propias experiencias no debe ser limitada por la admisión de casos excepcionales. Por consiguiente, tenemos aquí, una sólida base donde apoyar la investigación del conocimiento.

Si un mantel tapa la mesa, no tendremos acerca de la mesa datos procedentes de los sentidos; por consiguiente, si la mesa no fuese otra cosa que una colección de datos de los sentidos, habría dejado de existir, y el material estaría suspendido en el aire, permaneciendo en el lugar que ocupaba antes la mesa.

Una razón de importancia por la cual sentimos que hemos de creer en un objeto físico además de los datos de los sentidos, es que tenemos necesidad del mismo objeto para diversas personas. Lo que es inmediatamente presente a la vista de uno, no es inmediatamente presente a la vista de otro; todos ven las cosas desde puntos de vista diferentes y por lo tanto las ven también diferentes. Si ha de haber objetos comunes y públicos, debe de haber algo por encima y más allá de los datos de los sentidos y particulares que se presentan en las diversas personas.

Debe admitirse que no podemos jamás demostrar la existencia de cosas distintas de nosotros mismos y de nuestras experiencias. No resulta ningún absurdo de la hipótesis de que el mundo consiste en mi mismo, en él mismo, en sus pensamientos, sentimientos y sensaciones, y que todo lo demás es pura imaginación. En el sueño, un mundo realmente complicado puede parecer verdadero y, sin embargo, al despertar, hallamos que era ilusión; es decir, hallamos que los datos de los sentidos en el sueño no parecen haber correspondido a los objetos físicos que hubiéramos deducido naturalmente de ellos. No es lógicamente imposible la suposición de que toda la vida es un sueño, en el cual nosotros mismos creamos los objetos tal como aparecen ante nosotros.

Es fácil ver que se llega a una mayor simplicidad suponiendo que hay realmente objetos físicos. Si un gato aparece en un determinado momento en un lugar de la habitación y en otro momento en otro lugar, es de suponer que se ha movido de un lugar al otro. Pero si es un mero agregado de datos de los sentios, no puede haber estado en lugar alguno cuando yo no lo miraba; así, tendremos que suponer que no existía durante el tiempo en que no lo miraba, sino que surge súbitamente en otro lugar. Si el gato existe lo mismo si lo veo que si no, podemos comprender por nuestra propia experiencia cómo se le despierta el hambre, entre una comida y la siguiente; pero si no existe cuando no lo miro, parece raro que el apetito aumente durante su no existencia lo mismo que durante su existencia. Si el gato consiste únicamente en datos de los sentidos, salvo la de cualquier persona, no puede ser un dato de los sentidos para dichas personas.

Pero la dificultad en el caso del gato no es nada en comparación con la que resulta en el caso de seres humanos. Cuando un individuo habla, es muy difícil suponer que lo que oímos no sea la expresión de un pensamiento, como sabemos que sería si emitiéramos nosotros los mismos sonidos. Ocurren cosas similares en el curso de los sueños, en los cuales nos equivocamos al creer en la existencia de otras personas. Pero los sueños son más o menos sugeridos por lo que denominamos la vida despierta, y son susceptibles de ser mejor o peor explicados mediante principios científicos, si admitimos que hay realmente un mundo físico. Hay realmente objetos distintos de nosotros mismos y de nuestros datos de los sentidos, que tienen una existencia independientemente de que los percibamos o no.

Hallamos una creencia formada en nosotros en cuanto empezamos a reflexionar, lo que se podría denominar una creencia instintiva. Los datos de los sentidos se toman instintivamente por el objeto independiente, mientras que el razonamiento muestra que el objeto no puede ser idéntico a los datos de los sentidos.

Admitiremos, que el mundo exterior realmente existe, y que no depende totalmente de que lo percibamos de un modo continuo. Todo conocimiento debe fundarse en nuestras creencias instintivas, y si éstas son rechazadas, nada permanece. Pero, algunas creencias son más fuertes que otras, y muchas se han enredado con otras creencias que no son realmente instintivas, sino que forman parte de lo que creemos por instinto.

La mayoría de los filósofos creen que la filosofía puede darnos el conocimiento del universo como un todo y de la naturaleza de las realidades últimas.

Es racional creer que nuestros datos de los sentidos son realmente signos de la existencia de lago independiente de nosotros y de nuestras percepciones. Es decir, que por encima y más allá de las sensaciones de color, dureza ruido, etc., existe algo más, por lo cual estas cosas son la apariencia. El color de existir si se cierran los ojos, la sensación de dureza deja de existir si se separa el brazo del contacto de la mesa, el sonido deja de existir si se deja de golpear la mesa. Pero cuando todas estas cosas desaparecen, no deja de existir la mesa, porque la mesa existe de un modo continuo.

La cuestión que se plantea es la siguiente: ¿cuál es la naturaleza de esta mesa real, que persiste independiente de la percepción que se tiene de ella?

La física ha llegado a la opinión de que todos los fenómenos naturales deben ser reducidos a movimiento. La luz, el calor y el sonido son debidos a movimientos ondulatorios, que se transportan desde el cuerpo que los emite hasta la persona que ve la luz, siente el calor y oye el sonido. Lo que tiene este movimiento es “materia ponderable”, es lo que el filósofo denominaría materia.

“La luz es una especie de movimiento ondulatorio”, lo cual es falso; lo que entendemos por luz precisamente es lo que el ciego no podrá nunca comprender, ni nosotros podremos jamás describirle.

Cuando se dice que las ondas son la luz, lo que se quiere referir realmente es que las ondas son la causa física de nuestras sensaciones de luz.

El espacio que vemos no es el mismo espacio que percibimos mediante el sentido del tacto; sólo por la experiencia aprendemos a tocar los objetos que vemos o a recorrer con la vista los objetos que tocamos. Pero el espacio de la ciencia es neutral en relación con el tacto y la vista; no puede ser, pues, ni el espacio del tacto no el espacio de la vista.

El espacio real es peculiar del sujeto percibiente. En los espacios peculiares de diferentes personas el mismo objeto parece tener diferentes formas: el espacio real, en el cual tiene su forma real, debe de ser diferente de los espacios privados. Por consiguiente, el espacio de la ciencia no es idéntico a ellos, y las formas de sus conexiones requieren una investigación.

Los objetos físicos pueden ser considerados como la causa de nuestras sensaciones. Estos objetos físicos se hallan en el espacio de la ciencia que podemos denominar espacio “físico”.

Nuestros datos de los sentidos en nuestros espacios peculiares, ya sea en el espacio de la vista o en el espacio del tacto. Si existe un espacio común que lo abraza todo, en el cual se hallan los objetos físicos, las posiciones relativas de los objetos físicos en el espacio físico deben corresponder mejor o peor a las posiciones relativas de los datos de los sentidos en nuestros espacios peculiares.

Admitiendo que haya un espacio físico y que corresponda a los espacios privados ¿qué podemos saber de él? Podemos conocer lo que es preciso para asegurar la correspondencia. Es decir, no podemos saber nada de lo que es en sí mismo, pero podemos saber qué clase de ordenación de objetos físicos resulta de sus relaciones espaciales.

Podemos conocer del espacio físico todo lo que un ciego de nacimiento podría conocer, mediante los otros hombres, del espacio visual; pero este algo que n ciego de nacimiento no podrá saber nunca del espacio visual, no lo sabemos tampoco del espacio físico. Podemos conocer las propiedades de las relaciones necesarias para asegurar la correspondencia con los datos de los sentidos, pero no podemos conocer la naturaleza de loa términos entre los cuales se establecen las relaciones.

El correr del tiempo es un guía notoriamente inseguro en relación con el tiempo que transcurre para el reloj. Cuando nos aburrimos o sufrimos una pena, el tiempo pasa lentamente; cuando tenemos una ocupación agradable pasa con rapidez; cuando dormimos pasa casi como si no existiera. Así, en cuanto el tiempo está constituido por la duración, es tan necesario como en el caso del espacio distinguir entre tiempo público y privado.

El orden es verdadero en el espacio físico, mientras que la forma sólo se supone que corresponde al espacio físico en tanto que es necesario para la conservación del orden.

La ciencia nos dice que la cualidad de distinguir entre datos de los sentidos y objetos físicos es una cierta especie de movimiento ondulatorio, y esto nos resulta familiar porque pensamos en los movimientos ondulatorios en el espacio que vemos.

¿Existe otro método para descubrir la naturaleza intrínseca de los objetos físicos?

La hipótesis más natural sería afirmar a primera vista que, aunque los objetos físicos, no pueden ser exactamente semejantes a los datos de los sentidos, pueden serles más o menos parecidos. Según esta opinión, los objetos físicos tendrían realmente colores y podremos acaso ver un objeto del color que realmente tiene. Generalmente, el color que un objeto parece tener en un momento dado será muy semejante desde diferentes puntos de vista; podemos suponer que el color “real” es una especie de color medio, intermedio entre los varios matices que aparecen desde los diferentes puntos de vista.

Es completamente gratuito suponer que los objetos físicos tengan colores, y, no es justificado hacer semejante suposición. Argumentos exactamente análogos se aplicarán al resto de los datos de los sentidos.

Como muchos filósofos han sostenido que lo que es real debe ser en cierto modo mental, o por lo menos, que cualquier cosa de la cual podemos conocer algo debe ser en cierto modo mental. Estos filósofos se denominan “idealistas”. Los idealistas nos dicen que lo que nos aparece como materia es realmente algo mental; o como dice Leibniz, un conjunto de espíritus más o menos rudimentarios, o como dice Berkeley un conjunto de ideas en los espíritus que “perciben” la materia.

2. EL IDEALISMO.

La palabra idealismo es empleada por diferentes filósofos en un sentido algo distinto, la doctrina según la cual todo lo que existe, debe ser en cierto modo mental. Esta doctrina, tiene formas diferentes. La doctrina es tan extendida y tan interesante en sí misma, que aun una brevísima exposición filosófica debe dar cuenta de ella.

El sentido común considera los objetos materiales en general como algo radicalmente diferente de los espíritus y del contenido de los espíritus y que tiene una existencia capaz de persistir aun cuando los espíritus desaparezcan.

El idealismo no puede ser rechazado como evidente absurdo.

Aun si los objetos físicos tienen una existencia independiente, deben diferir en realidad mucho de los datos de los sentidos y sólo pueden tener una correspondencia con los datos de los sentidos, análoga a la que un catálogo tiene con los objetos catalogados. De ahí que el sentido común nos deje en una completa oscuridad en lo que se refiere a la verdadera naturaleza intrínseca de los objetos físicos.

Si algún filósofo cree haber alcanzado la verdad acerca de los objetos físicos, no puede proporcionar una base sólida para objetar su opinión.

Los argumentos en que se apoya el idealismo son, argumentos derivados de la teoría del conocimiento, es decir, de un análisis de las condiciones que deben satisfacer las cosas para que seamos capaces de conocerla. La primera tentativa seria la del obispo Berkeley. Probada en primer lugar, que no podemos suponer que nuestros datos de los sentidos tengan una existencia independiente de nosotros, sino que deben estar “en” el espíritu, en el sentido de que su existencia no persistiría si no hubiese un acto de ver, de oír, de tocar, de oler, de gustar. Hasta aquí sus afirmaciones eran casi válidas, aunque no lo fueran algunos de sus argumentos. Pero de esto pasa a sostener que los datos de los sentidos son los únicos objetos de cuya existencia pueden asegurarnos nuestras percepciones, y que ser conocido es estar “en” un espíritu. De ahí concluía que nada puede ser conocido jamás sino lo que está en algún espíritu.

Da el nombre de “idea” a todo lo que es inmediatamente conocido, como lo son los datos de los sentidos. Pero el término no se limita por completo a los datos de los sentidos. Tenemos también un conocimiento inmediato de tales cosas en el momento de recordarlas o imaginarlas. A todos estos datos inmediatos los denomina “ideas”.

Así, aparte los espíritus y sus ideas no hay nada en el mundo ni es posible que cualquiera otra cosa sea conocida, puesto que todo lo conocido es necesariamente una idea.

Hay en este argumento algunas falacias que será bueno aclarar. En primer lugar, hay una confusión engendrada por el uso de la voz idea- consideramos una idea como algo que está en el espíritu de alguien.

Pero esta noción de una existencia “en” el espíritu es ambigua. Decimos que tenemos una persona en el espíritu, es decir, que tenemos en el espíritu el pensamiento de esa persona.

Cuando Berkeley dice que el árbol debe estar en nuestro espíritu para que podamos conocerlo, todo lo que tiene derecho a decir es que el pensamiento del árbol debe estar en nuestro espíritu.

Berkeley tenía razón al considerar los datos de los sentidos que constituyen nuestra percepción del árbol, en el sentido de que dependen de nosotros, tanto como del árbol, y no existirían si el árbol no fuese percibido.

Es necesario probar que por el hecho de ser conocidos los objetos deben ser mentales. Esto cree haber hecho Berkeley. Este problema es el que debe ocuparnos ahora.

Dos cosas completamente distintas hay que considerar cuando una idea se presenta al espíritu. Tenemos: por una parte la cosa de la cual nos damos cuenta (ejemplo: la mesa), y por otra el hecho mismo de darnos cuenta en el momento actual, el acto mental de aprehender la cosa. El acto mental es indudablemente mental; pero ¿hay alguna razón para suponer que la cosa aprehendida es en algún modo mental? Nuestros argumentos referentes al color no prueban que sea algo mental. Probaban que existía un color determinado, en una luz determinada, si un ojo normal se coloca en un punto determinado en relación con la mesa. No probaban que el color esté en el espíritu del que lo percibe.

La opinión de Berkeley, sólo puede ser digna mediante una confusión entre la cosa aprehendida y el acto de aprehenderla. Pueden ser denominados “idea”

La distinción entre el acto y el objeto es de vital importancia en nuestra aprehensión de las cosas, puesto que nuestra capacidad de adquirir conocimientos está ligada a él. Entrar en relación de conocimiento con otros objetos distintos de sí mismo, es la característica esencial del espíritu. El conocimiento de los objetos consiste esencialmente en una relación entre el espíritu y algo distinto de él; es lo que constituye la capacidad del espíritu y algo distinto de conocer objetos.

Enunciamos una mera tautología si entendemos por “en el espíritu” como equivalente de “ante el espíritu”, es decir, si hablamos simplemente de ser aprehendidas por el espíritu.

Si la materia fuese esencialmente algo que no pudiéramos conocer, la materia sería algo de lo cual no podríamos saber si existe, y que no tendría para nosotros importancia alguna. Si la materia no está compuesta por espíritus o ideas mentales, es algo imposible, una pura quimera.

No hay razón alguna para que lo que no puede tener una importancia práctica para nosotros, no puede ser real. Si incluimos la importancia teórica, todo lo real. Si incluimos la importancia teórica, todo lo real es de alguna importancia para nosotros, puesto que, como personas deseosas de conocer la verdad del Universo, Tenemos algún interés por todo lo que el Universo contiene. Pero si incluimos esta clase de internes, no es verdad que la materia carezca de importancia para nosotros, aunque no podemos conocer que existe, y preguntarnos si en efecto existe, puesto que se halla enlazada con nuestro deseo de conocimiento y tiene la importancia de satisfacerlo o impedirlo.

La palabra “conocer” se usa en dos sentidos diferentes: 1º En primera acepción es aplicable a la clase de conocimiento que se opone al error, en cuyo sentido es verdad lo que conocemos. Así se aplica a nuestras creencias y convicciones (lo que denominamos juicios). Esta clase de conocimiento puede ser denominada conocimiento de verdades. 2º En la segunda acepción de la palabra “conocer”, se aplica al conocimiento de las cosas ( lo que denominamos conocimiento directo). En este sentido conocemos los datos de los sentidos.

3. CLASES DE CONOCIMIENTO

Del conocimiento de las cosas distinguiremos dos clases; el conocimiento de cosas, cuando es de la especie que hemos denominado conocimiento directo, es esencialmente más simple que cualquier conocimiento de verdades, y lógicamente, independientemente de aquél. No obstante, el conocimiento de las cosas por referencia, implica siempre algún conocimiento de verdades que constituya su fuerte y su fundamento.

Tenemos conocimiento directo de algo cuando sabemos directamente de ello. En presencia de la mesa, conocemos directamente los datos de los sentidos que constituyen su presencia (color, forma, etc.).

Los datos de los sentidos que constituyen la apariencia de la mesa son cosas de las cuales se tiene un concepto directo, cosas que son inmediatamente conocidas, exactamente como son.

El conocimiento de la mesa, como objeto físico, no es un conocimiento directo. Es obtenido, a través del conocimiento directo de los datos de los setitos que constituyen la apariencia de la mesa.

La mesa es “el objeto físico que causa tales y cuales datos de los sentidos”; todo nuestro conocimiento de la mesa es realmente un conocimiento de verdades, y la cosa misma que constituye la mesa no nos es conocida en absoluto.

Todo nuestro conocimiento, lo mismo el conocimiento de cosas que el de verdades, se funda en el conocimiento directo. Es importante considerar de qué clase de cosas tenemos un conocimiento directo.

La primera extensión que debemos considerar es el conocimiento directo de la memoria.

Este conocimiento inmediato de la memoria es la fuente de todo nuestro conocimiento referente al pasado. Sin él no podríamos tener ningún conocimiento del pasado por inferencia, puesto que no sabríamos nunca que hay algo pasado que deducir.

El conocimiento directo puede ser denominado autoconciencia, que es la fuente de nuestro conocimiento de los objetos mentales. Sin el conocimiento directo del contenido de nuestro propio espíritu, seríamos incapaces de imaginar los espíritus de los demás, y por consiguiente, no podríamos llegar nunca a conocer que, en efecto, tienen espíritus.

La conciencia de nosotros mismos es la conciencia de pensamientos y sentimientos particulares.

Es difícil ver cómo podríamos conocer esta verdad (“Yo conozco directamente este dato de los sentidos”), ni aún comprender lo que significa, si no tuviéramos el conocimiento de algo que denominamos “yo”. Aunque el conocimiento directo de nosotros mismos parece probable, no es prudente afirmar que sea indudable.

Podemos resumir, pues, como sigue todo lo que hemos dicho en relación con el conocimiento directo de las cosas que existen. Tenemos un conocimiento, de la sensación, de los datos de nuestros sentidos exteriores, y en la introspección, de los datos de los que podemos denominar el sentido interno: pensamientos, sentimientos, deseos, etc.

Además de nuestro conocimiento directo de las cosas particulares que existen, tenemos un conocimiento directo de lo que denominamos universales, es decir, ideas generales. Toda frase completa debe contener al menos una palabra que represente una idea universal.

Aprehender los universales se denomina concebir, y los universales que aprehendemos se denominan conceptos.

Entre los objetos de los cuales tenemos un conocimiento directo no hemos incluido los objetos físicos ni los espíritus de los otras personas, porque nos son conocidas por lo que denominamos “conocimiento por referencia”.

Denominaremos referencia “ambigua a la frase de la forma “un esto o aquello”, y referencia “definida” a la frase de la forma “el esto o aquello”. Varios problemas están en conexión con la definición ambigua.

En el caso en que sabemos que hay un objeto que corresponde a una referencia definida, aunque no tengamos un conocimiento directo de este objeto. Es una materia que concierne exclusivamente a las referencias definidas. Por consiguiente, diremos que un objeto es “conocido por referencia”cuando sabemos que hay un objeto, y no más, que tiene una determinada propiedad, y generalmente se sobreentenderá que no tenemos un conocimiento directo del mismo objeto.

Diremos que tenemos “meramente un conocimiento por referencia” de esto o aquello cuando, aunque sepamos que esto o aquello existe, y aunque nos sea posible tener un conocimiento directo del objeto que, de hecho, es “esto o aquello” no conocemos ninguna proposición de la forma “a esto o aquello” en la cual a sea algo de lo cual tengamos un conocimiento directo.

Cuando decimos “esto o aquello existe” queremos decir que hay justamente un objeto que es esto o aquello.

La referencia necesaria para expresar el pensamiento variará con las personas, o, para lo misma persona, con el transcurso del tiempo. La única cosa constante es el objeto al cual se aplica el nombre..

Si queremos obtener una referencia que sepamos que se puede aplicar, nos veremos obligados a referirnos, en algún momento, a algún objeto particular del cual tengamos un conocimiento directo. Tal referencia está implicada en toda mención del pasado, del presente y del futuro, o del aquí y del allá.

Todos los nombres de lugar (Londres, Inglaterra, Europa, La Tierra)implican igualmente, cuando los empleamos, referencias que descansan en una o varias peculiaridades de las cuales tenemos un conocimiento directo. La lógica no se refiere meramente a lo que existe, sino a todo lo que podría existir o ser, no envuelve referencia a elementos peculiares de carácter actual.

Hay una jerarquía análoga en el mundo de los universales. Muchos universales sólo nos son conocidos por referencia. Pero el conocimiento relativo a lo que puede ser conocido por referencia puede reducirse, en última instancia, al conocimiento relativo a lo que puede ser directamente conocido.

El principio fundamental en el análisis de las proporciones que contienen referencias es el siguiente: Toda proposición que podamos entender debe estar compuesta exclusivamente por elementos de los cuales tengamos un conocimiento directo.

La importancia principal del conocimiento por referencia es que nos hace capaces de ir más allá de los límites de nuestra experiencia privada. A pesar del hacho de que no podemos conocer verdades que no estén compuestas de términos que hayamos experimentado por un conocimiento directo, podemos tener un conocimiento por referencia de cosas que no hemos experimentado jamás. Teniendo en cuenta la extraordinaria estrechez de nuestra experiencia inmediata, este resultado es vital, y en tanto que no se comprende, una gran parte de nuestro conocimiento debe permanecer misteriosa y, por lo tanto, incierta.

Es obvio que si se nos pregunta por qué creemos que el sol saldrá mañana contestaremos naturalmente: “porque ha salido todos los días”. Tenemos la firme creencia de que saldrá en el futuro porque ha salido en el pasado.

Asociamos, por el hábito, las cosas que vemos, con determinadas sensaciones táctiles que esperamos de su contacto. La gente inculta que sale al extranjero se sorprende al principio hasta el punto de no creerlo, cuando descubre que su lengua materna no es comprendida.

Este género de asociación no se limita al hombre; es también muy fuerte en los animales. Los animales domésticos esperan su alimento cuando ven la persona que habitualmente se lo da. Sabemos que estas expectativas están sujetas a error. El hombre que daba de comer todos los días al pollo, a lo último le retuerce el cuello, demostrando con ello que hubiesen sido útiles al pollo opiniones más afinadas sobre la uniformidad de la naturaleza.

El mero hecho de que algo haya ocurrido un cierto número de veces produce en los animales y en los hombres la esperanza de que ocurrirá de nuevo. Así, nuestro instinto nos proporciona ciertamente la creencia de que el sol saldrá mañana, pero es posible que no nos hallemos en mejor posición que el pollo, al cual, sin que lo esperara, le han retorcido el cuello.

El problema que vamos a analizar aquí es el de si hay alguna razón para creer en lo que se ha denominado “la uniformidad de la naturaleza”. La creencia en la uniformidad de la naturaleza es la creencia de que todo le que ha ocurrido u ocurrirá es un caso de alguna ley general que no tiene excepción alguna. La ciencia admite que las leyes generales que tienen excepciones pueden ser reemplazadas por leyes generales que carecen de ellas. Pero las leyes del movimiento y la ley de la gravitación que dan cuenta del hecho de que muchos cuerpos caen, dan cuenta también del hecho mediante el cual los proyectiles y los aeroplanos pueden elevarse; así, las leyes del movimiento y la ley de la gravitación no están sujetas a excepciones.

El problema que realmente nos hemos de plantear es el siguiente: Cuando dos cosas se han hallado frecuentemente asociadas y no conocemos ejemplo alguno en el cual haya ocurrido la una sin la otra, el hecho de que ocurra una de ellas ¿no da, en un caso nuevo, un fundamento suficiente para esperar la otra?. Nuestra respuesta dependerá de todas nuestras esperanzas relativas al futuro, de todos los resultados obtenidos por la inducción y de todas las creencias en que se funda nuestra vida cotidiana.

El hecho de que dos cosas se hayan hallado con frecuencia unidas jamás separadas, no basta para probar que se hallarán también unidas en el próximo caso. Lo más que podemos esperar es que cuanta mayor sea la frecuencia con que se hayan unidas en otra ocasión.

El principio que estudiamos puede ser denominado principio de la inducción y sus dos partes pueden ser formuladas como sigue:

  • Cuando una cosa de una cierta especie, A, se ha hallado con frecuencia asociada con otra cosa de otra especie determinada, B, y no se ha hallado jamás disociada de la cosa de la especie B, cuanto mayor sea el número de casos en que A y B se hayan hallado asociados, mayor será la probabilidad de que se hallen asociados en un nuevo caso en el cual sepamos que una de ellas se halla presente.

  • En las mismas circunstancias, un número suficiente de casos de asociación convertirá la probabilidad de la nueva asociación casi en una certeza y hará que se aproxime de un modo indefinido a la certeza.

  • El principio se aplica tan sólo a la comprobación de nuestra esperanza en un nuevo caso particular, pero necesitamos saber también si existe una probabilidad a favor de la ley general. La probabilidad de la ley general aumenta con la repetición; podemos repetir las dos partes de nuestro principio en lo que se refiere a la ley general, en los términos siguientes:

  • Cuanto mayor es el número de casos en que una cosa de la especie A se halla asociada con una cosa de la especie B, tanto más probable es que A se halle siempre asociado con B.

  • En las mismas circunstancias, un número suficiente de casos de asociación de A con B hará casi cierto que A se halle siempre asociado con B, y esta ley general se aproximará indefinidamente a la certeza.

  • El hecho de que las cosas dejen con frecuencia de confirmar nuestras esperanzas, no es una prueba de que éstas no se realizarán probablemente en un caso determinado o en una clase determinada de casos.

    El principio inductivo es igualmente incapaz de ser probado recurriendo a la experiencia.

    Todos los argumentos que se refieren al futuro o a las partes no experimentadas del pasado o del presente, suponen el principio de la inducción, de tal modo que no podemos usar jamás la experiencia para demostrar el principio inductivo sin incurrir en una petición de principio.

    Los principios generales de la ciencia y la de que todo acontecimiento debe tener una causa dependen también completamente del principio de la inducción, como las creencias de la vida cotidiana. Todos estos principios generales son creídos porque la humanidad ha hallado innumerables ejemplos de su verdad y ningún ejemplo de su falsedad; pero esto no proporciona la evidencia de que serán verdaderos en el futuro, si no admitimos el principio de la inducción.

    Tenemos la impresión de que todo lo que creemos debe ser susceptible de prueba, o por lo menos de ser demostrado como sumamente probable. Por regla general, la razón ha sido olvidada, o no ha sido jamás conscientemente presente a nuestro espíritu.

    Más pronto o más tarde llegaremos a un punto en el cual no será posible hallar una razón ulterior y donde se hará casi evidente que es imposible descubrirla.

    El principio de inducción es constantemente empleado en nuestros razonamientos, ya consciente, ya inconscientemente; pero no hay un razonamiento que, partiendo de un principio más simple, evidente por sí, nos conduzca al principio inductivo como a su conclusión. Y lo mismo ocurre para los demás principios lógicos.

    Una vez admitido cierto número de principios lógicos, el resto puede ser deducido de ellos; pero las proposiciones deducidas son a menudo tan evidentes como las que han sido admitidas sin prueba.

    Sólo los que tienen la práctica de las abstracciones pueden aprender el principio general sin el auxilio de los ejemplos.

    Además de los principios generales, constituyen otra especie de verdades evidentes por si las que derivan inmediatamente de la sensación. Podemos denominarlas “verdades de percepción”, y los juicios que las expresan pueden ser llamados “juicios de percepción”.

    Hay dos clases de verdades de percepción inmediatamente evidentes en último análisis, ambas especies tal vez coincidan. En primer lugar, lar que afirman simplemente la existencia de los datos de los sentidos, sin analizarlos en modo alguno; se trata de una especie de juicio intrínseco de percepción. La otra clase se ofrece cuando el objeto de la sensación es complejo, y lo sujetamos a cierto grado de análisis. Se trata también de un juicio de percepción.

    Otra clase de juicios intuitivos análogos a los de la sensación, son los juicios de memoria. Hay algún peligro de confusión sobre la naturaleza de la memoria, porque el hecho de la memoria de un objeto puede ir acompañado de la imagen del objeto, y, sin embargo, no puede ser la imagen lo que constituye la memoria.

    El caso de la memoria suscita una dificultad, pues es notorio que se equivoca, y esto proyecta una duda sobre la confianza que podemos tener en los juicios intuitivos en general. La memoria es digna de confianza en proporción de la vivacidad de la experiencia.

    La primera respuesta a la memoria engañosa, es que la memoria tiene diversos grados de evidencia, y que éstos corresponden a los grados de su confianza en la memoria de acontecimientos recientes y vivaces.

    Parece que hay casos d una creencia muy firme en una memoria completamente falsa. En estos casos, lo que es realmente recordado es algo distinto de lo que es falsamente creído.

    Los grados de evidencia son importantes en la teoría del conocimiento, puesto que si las proporciones pueden tener algún grado de evidencia sin ser verdaderas, no será necesario abandonar toda conexión entre la evidencia y la verdad, sino simplemente decir que la proposición, más evidente debe ser retenida, y la menos evidente rechazada.

    4.CONOCIMIENTOS A PRIORI Y UNIVERSALES.

    En el capitulo anterior hemos visto que el principio de la inducción es necesario para la validez de todos los argumentos basados en la experiencia, no es a su vez susceptible de ser probado por la experiencia, y es creído sin vacilación pro todo el mundo. El principio de la inducción no es el único que posee estos caracteres. Hay un número de otros principios que se emplean en argumentos, que se fundan en lo que es experimentado.

    Algunos de estos principios tienen incluso una evidencia mayor que el principio de la inducción, y el conocimiento que tenemos de ellos el mismo grado de certeza que el conocimiento de la existencia de los datos de los sentidos.

    En nuestro conocimiento de los principios generales, lo que ocurre es que, en primer lugar, nos damos cuenta de alguna aplicación particular de principio; luego nos damos cuento de que la particularidad carece de importancia y que hay una generalidad que podría ser afirmada con la misma legitimidad.

    El principio lógico es lo siguiente; “Supongamos conocido que si esto es verdadero, lo es también aquello. Si suponemos también conocido que esto es verdadero, de ahí se sigue que aquello lo es también”.

    Siempre que algo que creemos es invocado para probar alguna otra cosa, en la cual creemos en consecuencia, nos servimos de este principio. De hacho es imposible dudar de la certeza del principio, y su evidencia es tan grande que a primera vista parece casi trivial.

    Es preciso conceder por lo menos algunos principios para que un argumento o prueba sea posible. Sin razón satisfactoria, tres de ellos han sido tradicionalmente escogidos con el nombre de “leyes del pensamiento”

    1º- El principio de identidad: “Lo que es, es”.

    2º- El principio de contradicción: “Nada puede, a la vez, ser y no ser”.

    3º- El principio de exclusión de medio: “Todo debe ser o no ser”.

    El nombre “ley del pensamiento” es impropio, pues no es lo importante el hecho de que pensemos en concordancia con estas leyes, sino el hecho de que las cosas ocurran de acuerdo con ellas.

    Una de las mayores controversias de la historia de la filosofía es la de las dos escuelas denominadas respectivamente “empirista” y “racionalista”. Los empiristas (representados pro Locke, Berkeley y Huma) sostienen que todo nuestro conocimiento deriva de la experiencia. Los racionalistas (representados por Descartes y Leibniz) sostienen que, además de lo que conocemos por la experiencia, hay ciertas “ideas innatas” o “principios innatos” que conocemos independientemente de la experiencia.

    Es preciso admitir que los principios lógicos nos son conocidos y que no pueden ser a su vez probados por la experiencia, porque toda prueba los supone. Por tanto los racionalistas tenían razón.

    La palabra innato no se emplea ya para indicar el conocimiento de los principios lógicos. La palabra a priori es menos susceptible de objeciones y más usual en los autores modernos.

    Hay otro punto muy importante, en el cual los empiristas tenían razón contra los racionalistas. Nada puede ser conocido como existente sino por medio de la experiencia. Los racionalistas creían que podían deducir la existencia de esto o aquello en el mundo real. En esta creencia estuvieron equivocados. Todo el conocimiento que podemos adquirir a priori en relación con la existencia parece ser hipotético. Todo conocimiento de que algo existe debe depender en parte de la experiencia. Cuando algo es conocido de un modo inmediato, su existencia es conocida sólo por la experiencia; cuando se prueba que algo existe se requieren a la vez para la prueba la experiencia y los principios a priori. El conocimiento se denomina empírico cuando se funda total o parcialmente en la experiencia. Así, todo conocimiento que afirma la existencia es empírico, y el conocimiento exclusivamente a priori que se refiere a la existencia, es hipotético.

    Toda la matemática pura es apriorística, como la lógica. Esto lo han negado los filósofos empíricos, que sostienen que la experiencia es la fuente de nuestro conocimiento de la aritmética, lo mismo que de la geografía.

    El hecho es que en simples juicios matemáticos como “dos y dos son cuatro” y también en muchos juicios de la lógica, podemos conocer la proposición general sin inferirla de ejemplos. De ahí que haya una real utilidad en el procedimiento de la deducción, que va de lo general a lo general, o de lo general a lo particular, así como en el procedimiento de la inducción, que va de lo particular a lo particular, o de lo particular a lo general.

    Las proposiciones generales conocidas a priori, (“dos y dos son cuatro”), y las generalizaciones empíricas, (“todos los hombres son mortales”). En relación con las primeras, la deducción es el modo justo de razonamiento, mientras que, en lo que se refiere a las últimas, la inducción es siempre teóricamente preferible y garantiza una mayor confianza en la verdad de la conclusión, ya que las generalizaciones empíricas son más inciertas que sus casos particulares.

    Manuel Kant es generalmente considerado como el más grande de los filósofos modernos. No interrumpió jamás sus enseñanzas de filosofía en la Prusia oriental. Su contribución más original fue la invención de lo que denominó la filosofía “crítica”, investiga cómo es posible este conocimiento, y deduce varias consecuencias metafísicas sobre la naturaleza del mundo. Kant merece crédito por dos razones: primero, por haberse dado cuenta de que tenemos un conocimiento a priori que no es puramente “analítico”, es decir, de tal naturaleza que su opuesto sería contradictorio; segundo, por haber hecho evidente la importancia filosófica de la teoría del conocimiento.

    Se denominan “analíticos” porque el predicado es obtenido por el mero análisis del sujeto. Antes de Kant se pensaba que todos los juicios de los cuales podemos estar ciertos a priori eran de esta especie; que todos tenían un predicado que era sólo una parte del sujeto, del cual era afirmado.

    Huma (1711-1776), que precedió a Kant, descubrió que en muchos casos que se habían supuesto anteriormente analíticos, y especialmente en el caso de la causa y el efecto, la conexión era realmente sintética. Antes de Hume, por lo menos los racionalistas habrían supuesto que el efecto podría ser lógicamente deducido de la causa. Hume arguyó que esto no será posible, de ahí dedujo la proposición mucho más dudosa, según la cual nada puede ser conocido a priori sobre la conexión de la causa y el efecto Kant experimentó gran perturbación ante el escepticismo de Hume, y trató de hallarle una respuesta. Se dio cuenta de que todas las proposiciones de la aritmética y la geometría son “sintéticas”, es decir, no son analíticas: en todas estas proposiciones, el análisis del sujeto no puede revelar el predicado.

    Kant sostenía que en toda nuestra experiencia hay dos elementos que distinguir: uno debido al objeto (“objeto físico”) y otro debido a nuestra propia naturaleza. Hemos visto al hablar de la materia y de los datos de los sentidos, que el objeto físico es diferente de los datos de los sentidos asociados, y que los datos de los sentidos deben ser considerados como el resultado de la interacción entre el objeto físico y nosotros mismos. Kant consideró que el material bruto dado en la sensación (el color, la dureza, etc.), es debido al objeto, y lo que aportamos nosotros es la ordenación en el espacio y el tiempo y todas las relaciones entre los datos de los sentidos que resultan de su comparación o de considerar a una como la cusa y a otro como el efecto o de cualquiera otra consideración.

    El problema del conocimiento apriorístico nos dice que la lógica y la aritmética son contribuciones nuestras, y que no resuelve el problema.

    Aparte las doctrinas especiales sostenidas por Kant, es muy corriente entre los filósofos considerar lo apriorístico como en cierto modo mental, como algo que se refiere mejor al modo como pensamos que a un hecho del mundo exterior.

    Esta creencia es un resultado subsiguiente de la reflexión psicológica, que presupone la creencia en el principio de contradicción. La creencia en el principio de contradicción es una creencia relativa a cosas, no sólo relativa a pensamientos. Así, el principio de contradicción se refiere a cosas no meramente a pensamiento; y aunque la creencia en el principio de contradicción mismo no es un pensamiento, sino un hecho que concierne a las cosas del mundo. Si lo que creemos, cuando creemos en el principio de contradicción, no fuera verdad de las cosas del mundo, el hecho de que nos viéramos obligados a pensarlo como verdadero no impediría que el principio de contradicción fuese falso. Esto prueba que le principio de contradicción no es una ley del pensamiento.

    Un argumento análogo se puede aplicar a todos los juicios a priori. Muchos filósofos, siguiendo a Kant, han sostenido que las relaciones son obra del espíritu, que las cosas en sí mismas no tienen relaciones, pero el espíritu las reúne en un ACRO de pensamiento y produce así las relaciones que juzga que poseen.

    Sin embargo, esta opinión parece prestarse a objeciones análogas a las que hemos suscitado antes frente a Kant.

    El problema del que nos vamos a ocupar ahora es muy antiguo, puesto que fue introducido en la filosofía por Platón. La “teoría de las ideas”, de Platón, es una tentativa por resolver este gran problema. La teoría que defenderemos en lo que sigue es, en un sentido amplio, la de Platón, sólo con las modificaciones que el tiempo ha demostrado ser necesarias.

    La palabra será aplicable a un número de objetos particulares porque participan todos en una común naturaleza o esencia. Esta pura esencia es lo que Platón denomina una “idea” o “forma”. La “idea” de justicia no es idéntica con algo que sea justo; es algo distinto de las cosas particulares, de lo cual las cosas particulares participan. No es fugaz y cambiante como los objetos de los sentidos; es eternamente ella misma, inmutable e indestructible.

    Así Platón se ve conducido a un mundo suprasensible, más real que el mundo ordinario de los sentidos, el mundo inmutable de las ideas, la única que da al de los sentidos el pálido reflejo de realidad que puede pertenecerle. El verdadero mundo real, para Platón, es el mundo de las ideas; pues todo lo que podemos tratar de decir sobre las casa del mundo de los sentidos, se reduce a indicar que participan en tales y cuales ideas, las cuales, por consiguiente, constituyen toda su peculiaridad. La base de la teoría está en la lógica, y como fundada en la lógica debemos considerarla aquí.

    La palabra idea ha adquirido varias acepciones susceptibles de desorientarnos si las aplicamos a las “ideas” de Platón. Usaremos la palabra universal en lugar de la palabra idea, para indicar lo que quiere decir Platón. La esencia de esta especie de entidad de que habla Platón consiste en ser opuesta a las cosas particulares que se dan en la sensación. Un universal será algo que puede ser compartido por varios particulares y tiene los caracteres que distinguen la justicia y la blancura de los actos justos y de las cosas blancas.

    No es posible hacer una frase sin emplear por lo menos una palabra que designe un universal.

    Aun entre los filósofos,. Podemos decir que sólo los universales enunciados mediante adjetivos y sustantivos han sido con mucha frecuencia reconocidos, mientras que los enunciados por medio de verbos y preposiciones han sido usualmente descuidados. Este descuido ha tenido un efecto considerable sobre la filosofía.

    La primera teoría que fue defendida por Spinoza, y sostenida hoy por Brandley y otros filósofos, se denomina monismo; la segunda, fue defendida por Leibniz, pero no es muy corriente hoy, se denomina monadismo, porque cada una de las cosas aisladas se denomina mónada. Estas dos filosofías opuestas, por muy interesantes que sean, resultan de una atención indebida a una clase de universales, la representada por adjetivos y substantivos, detrimento de los verbos y las preposiciones.

    Berkeley y Hume no llegaron a percibir una posible contradicción de su negación de las “ideas abstractas”, porque, lo mismo que sus adversarios, pensaban sólo en las cualidades e ignoraban completamente las relaciones como universales. Tenemos aquí otra razón en la cual los racionalistas parecen haber estado en lo cierto frente a los empiristas.

    Podemos pensar en un universal, y nuestro pensamiento existe entonces en un sentido perfectamente ordinario, como cualquier otro acto mental. La ambigüedad de la palabra idea que notamos en aquel momento, es también aquí la causa de la confusión.

    Hallaremos oportuno hablar sólo de cosas existentes cuando están en el tiempo, es decir, cuando podemos indicar algún tiempo en el cual existen (sin incluir la posibilidad de que existan en todo tiempo). Así, existe pensamientos y sentimientos, objetos espirituales y físicos. Pero los universales no existen en esta sentido; diremos que subsisten o que tienen una esencia, donde “esencia” se opone a “existencia” como algo intemporal.

    En relación don el conocimiento de un hombre en un momento dado, los universales, como los particulares pueden dividirse del siguiente modo: los que son conocidos directamente, los que son conocidos por referencia y los que no son conocidos ni directamente ni por referencia.

    Consideremos en primer lugar el conocimiento directo de los universales. Es evidente que conocemos directamente universales como las cualidades de que dan ejemplo los datos de los sentidos. Un procedimiento análogo nos proporciona el conocimiento directo de cualquiera otro universal de la misma especie. Los universales de esta especie pueden ser denominados “cualidades sensibles”. Pueden ser aprehendidos con un esfuerzo de abstracción menor que los otros, y parecen menos alejados de los particulares que los otros universales.

    Las relaciones más fáciles de aprehender son las que existen entre las partes diferentes de un complejo de datos de los sentidos. Otra relación de la cual adquirimos un conocimiento directo es la de semejanza.

    Volviendo al problema del conocimiento apriorístico, nos hallamos frente a él en una situación muchísimo más satisfactoria. Volvamos a la proposición “dos y dos son cuatro”. Esto sugiere una proposición que es preciso tratar de establecer; es decir: Todo conocimiento apriorístico se refiere exclusivamente a las relaciones entre universales. Esta proposición es de la mayor importancia y nos ayudará muchísimo para la solucion de las dificultades que hallábamos precedentemente en relación con el conocimiento apriorístico.

    Un procedimiento para descubrir a qué se refiere una proposición es preguntarnos qué palabras es preciso entender para ver lo que significa la proposición. Una vez advertido lo que significa aun no sabiendo todavía si es verdadera o falsa, es evidente que debemos tener un conocimiento directo de los cosas, cualesquiera que sean, a las cuales se refiere realmente la proposición. Así, aunque nuestra afirmación general implique afirmaciones sobre pares particulares, tan pronto sabemos que hay en efecto pares particulares, no afirma pro sí misma ni implica que tales pares particulares existan, ni afirman, nada sobre ningún par particular actual. La afirmación se refiere al universal “par”, no a este o aquel par.

    Lo que parecía misterioso es que parecía anticipar y gobernar la experiencia. Pero podemos ver ahora que se trataba de un error. Ningún hecho que se refiere a algo capaz de ser experimentado puede ser conocido independientemente de la experiencia.

    Así, aunque nuestra proposición general sea apriorística, todas sus aplicaciones a cosas particulares actuales implican la experiencia y contienen, por lo tanto, un elemento empírico.

    De este modo vemos que lo que parecía misterioso en nuestro conocimiento apriorístico, se fundaba simplemente en un error. La diferencia entre una proposición general apriorística y una generalización empírica no proviene del sentido de la proposición, sino el género de prueba en que se fundan. En el caso de la proposición empírica, la prueba cosiste en los ejemplos particulares.

    Es una proposición general cuya verdad es innegable, y no obstante, por la naturaleza misma del caso, no podremos jamás dar un ejemplo de ella.

    Esta posibilidad de conocer proposiciones generales, de las cuales no podemos dar ejemplos, es con frecuencia negada, porque no se percibe que el conocimiento de tales proposiciones sólo requiere el conocimiento de relaciones entre universales en cuestión. Ahora bien; el conocimiento de estas proposiciones generales es absolutamente vital para una gran parte de lo que se admite.

    Tampoco podemos conocer jamás una proposición de la forma, “esto es objetos físico”, en la cual “esto” sea algo inmediatamente conocido.

    Podemos considerar en conjunto las fuentes de nuestro conocimiento tal como han aparecido en el curso de nuestros análisis. Debemos distinguir, en primer lugar, conocimientos de cosas y conocimiento de verdades. De cada uno se dan dos clases, conocimiento inmediato y conocimiento derivado. Nuestro conocimiento inmediato de las cosas, que denominamos conocimiento directo, comprende dos especies, según que los objetos conocidos sean particulares o universales. Entre los particulares, tenemos conocimiento directo de los datos de los sentidos y de nosotros mismos. Entre los universales, no parece que haya un principio por medio del cual podemos decidir qué es lo que puede ser conocido directamente. Nuestro conocimiento derivado de las cosas, que denominamos conocimiento por referencia, implica siempre el conocimiento directo de algo y el conocimiento de alguna verdad. Nuestro conocimiento inmediato de verdades puede denominarse conocimiento intuitivo, y las verdades de este modo conocidas pueden denominarse verdades evidentes por sí. Entre estas verdades se hallan lo que es dado en la sensación, y también ciertos principios abstractos lógicos y aritméticos, y ciertas proporciones éticas. Nuestro conocimiento derivado de verdades comprende todo lo que podemos deducir de las verdades evidentes por sí.

    5. VERDAD Y PROBABILIDAD.

    Nuestro conocimiento de verdades, a diferencia de nuestro conocimiento de cosas, tiene un contrario que s el error. En lo que se refiere a las cosas, podemos conocerlas o no, pero no hay un estado positivo de espíritu que puede ser denominado conocimiento erróneo de las cosas. Todo lo que conocemos directamente debe ser algo; podemos sacar inferencias falsas de nuestro conocimiento directo, pero el conocimiento directo mismo no puede ser engañoso.

    Existe un dualismo en lo que se refiere al conocimiento de verdades. Podemos creer lo falso lo mismo que lo verdadero. Como las creencias erróneas son con frecuencia afirmadas con la misma energía que las verdaderas, resulta un problema difícil el de saber cómo distinguirlas de las creencias verdaderas. ¿Qué entendemos por verdadero o falso?

    Al intentar descubrir la naturaleza de la verdad, hay tres puntos, tres requisitos, a los cuales toda teoría debe satisfacer:

    1º- Nuestra teoría de la verdad debe ser tal que admita su opuesto, la falsedad. Muchos filósofos han fracasado por haber construido teorías según las cuales todo nuestro pensamiento debe ser verdadero, y tienen una gran dificultad para hallar lo falso.

    2º-Parece evidente que si no hubiera creencias no podría haber falsedad, ni verdad, en el sentido en que la verdad es correlativa de la falsedad. En efecto: la verdad y la falsedad son propiedades de las creencias y de las afirmaciones, no contendría tampoco verdad ni falsedad.

    3º- pero es preciso observar que la verdad o la falsedad de la creencia depende siempre de algo que es exterior a la creencia misma.

    Así, aunque la verdad y la falsedad sean propiedades de las creencias, son propiedades que dependen de la relación de las creencias con otras cosas, no de ciertas cualidades internas de las creencias.

    El tercero de los requisitos nos lleva a la adopción del punto de vista según el cual la verdad consiste en un cierta forma de correspondencia entre la creencia y el hecho.

    Hay una gran dificultad para este punto de vista, o mejor, dos grandes dificultades. La primera consiste en que no hay razón alguna para suponer que sólo es posible un cuerpo coherente de creencias. En materias más científicas, es evidente que haya a menudo dos o más hipótesis que dan cuanta de todos los hechos conocidos sobre algún asunto.

    La coherencia no define la verdad, porque nada prueba que sólo pueda haber un sistema coherente.

    La otra objeción a esta definición de la verdad es que supone conocido lo que entendemos por “coherencia”, mientras que, de hecho, la “coherencia” presupone la verdad de las leyes lógicas.

    Por estas dos razones, la coherencia no puede ser aceptada como algo que nos dé el sentido de la verdad.

    Lo que entendemos por “hecho” y cuál es la naturaleza de la correspondencia que debe existir entre la creencia y el hecho, para que la creencia sea verdadera.

    De acuerdo con nuestros tres requisitos, debemos buscar una teoría de la verdad que: 1º, admita que la verdad tiene un contrario, a saber, la falsedad; 2º, haga de la verdad una propiedad de la creencia; 3º, una propiedad que dependa totalmente de la relación de la creencia con las cosas exteriores a ella.

    La necesidad de admitir la falsedad hace imposible considerar la creencia como la relación del espíritu con un objeto singular, del cual se puede decir que es lo que es creído. Si la creencia fuese esto, hallaríamos que, como el conocimiento directo, no admitiría la oposición de lo verdadero y lo falso, sino que sería siempre verdadera.

    La relación implicada en el juicio o la creencia debe ser considerada como una relación entre carios términos, no sólo entre dos.

    Entenderemos lo que distingue un juicio verdadero de uno falso, en todo acto de juicio hay un espíritu que juzga y los términos sobre los cuales juzga. Denominaremos al espíritu el sujeto, y a los términos los objetos del juicio.

    El sujeto y los objetos juntos se denominan partes constitutivas del juicio. Es preciso observar que la relación de juicio tiene lo que se denomina un “sentido” o “dirección”.

    Esta propiedad de tener un “sentido” o “dirección” es una de las que la relación de juicio comparte con todas las demás relaciones. El “sentido” de las relaciones es la última fuente del orden y de las series y de un legión de conceptos matemáticos.

    Hemos dicho de la relación denominada “juicio” o “creencia” que enlaza en un complejo total el sujeto y los objetos.

    Cuando se produce un acto de creencia, hay un complejo en el cual la “creencia” es la relación unitiva, y el sujeto y el objeto son colocados en un cierto orden por el “sentido” de la relación de creencia. Pero esta relación no es la relación que crea la unidad del complejo total constituido por el sujeto y los objetos.

    Por otra parte, cuando una creencia es falsa no hay tal unidad compleja, compuesta sólo de los objetos de la creencia.

    La creencia es verdadera cuando corresponde a un determinado complejo que le es asociado, y falsa en el caso contrario. Admitamos que los objetos de la creencia sean dos términos y una relación, de tal modo que los términos estén colocados en un cierto orden por el “sentido” de la creencia. Si están unidos en un complejo por la relación, la creencia es verdadera; de lo contrario, es falsa.

    Si el resto de los elementos, tomados en el orden en que están en la creencia, forman un complejo unitario, la creencia es verdadera; de lo contrario, es falsa.

    Aunque la verdad y la falsedad sean propiedades de las creencias, son en algún sentido propiedades extrínsecas. Esta correspondencia garantiza la verdad, y su ausencia la falsedad. Así, damos cuenta simultáneamente de dos hechos: a) de que la creencia depende del espíritu en cuanto a su existencia; b) que no depende del espíritu en cuanto a su verdad.

    Los espíritus no crean la verdad ni la falsedad. Crean las creencias, pero una vez creadas éstas, el espíritu no puede hacerlas verdaderas o falsas.

    Una creencia no puede ser denominada conocimiento si es deducida de un proceso de razonamiento falso, aunque las premisas de que se ha deducido sean verdaderas.

    El conocimiento es lo que es deducido de un mido cálido de premisas conocidas. Esto es una definición circular; supone que conocemos ya lo que entendemos por “premisas conocidas”.

    “El conocimiento derivado es lo deducido de un modo válido de premisas conocidas intuitivamente”.

    El conocimiento intuitivo en el cual se funda nuestra creencia es el conocimiento de la existencia de los datos de los sentidos derivados del acto de mirar el impreso que da la noticia.

    Debemos admitir como conocimiento derivado todo lo que resulta del conocimiento intuitivo, aunque sea por simple asociación, con tal que haya una conexión lógica válida, y la persona de que se trata puede darse cuenta de esta conexión mediante la reflexión. Hay muchos caminos por medio de los cuales pasamos de una creencia a otra. Pueden ser denominadas “inferencias psicológicas”. Admitiremos la inferencia psicológica como un medio de obtener conocimientos derivados, a condición de que sea posible descubrir una inferencia lógica paralela a la inferencia psicológica.

    La principal dificultad en relación con el conocimiento no surge en lo que respecta al conocimiento derivado, sino al conocimiento intuitivo.

    Nuestra teoría de la verdad nos proporciona la posibilidad de distinguir ciertas verdades como evidentes por sí, en un sentido que asegura la infalibilidad. Cuando una creencia es verdadera hay un hecho correspondiente, en el cual los diversos objetos de la creencia forman un complejo simple.

    Hay teóricamente, dos vías mediante las cuales se le pueden conocer: 1ª, por medio de un juicio, en el cual se juzga que sus diversas partes están enlazadas tal como en efecto lo están; 2ª, por medio del conocimiento directo del hecho complejo mismo, el cual puede ser denominado percepción, aunque no se halle confinado a los objetos de la sensación. Es preciso observar que esta segunda vía por la cual conocemos un hecho complejo es sólo posible cuando hay en efecto tal hecho, mientras que la primera, como todo juicio, está expuesta al error. La segunda vía nos da un todo complejo y, por consiguiente, sólo es posible cuando sus partes tienen, en efecto, esta relación que hace que se convienen para formar el complejo. La primera vía, por el contrario, nos da las partes y el todo separados, y exige sólo la realidad de las partes de esa manera y se produzca, sin embargo, el juicio.

    Podemos decir también que la verdad es evidente, en el primero y más absoluto sentido, cuando tenemos el conocimiento directo del hecho que corresponde a la verdad. Todos los hechos mentales y todos los hechos referentes a los datos de los sentidos tienen el mismo carácter privado: sólo hay una persona para la cual puedan ser evidentes en nuestro sentido.

    Muchos espíritus pueden tener un conocimiento directo de los mismos universales: por consiguiente, una relación entre universales puede ser conocida de un modo directo por muchas personas diferentes.

    En el conocimiento derivado nuestras últimas premisas deben tener algún grado de evidencia, y asimismo su conexión con las conclusiones que se deducen de ellas. Tomemos un fragmento de un razonamiento geométrico.

    Según lo que hemos dicho, es evidente que lo mismo en lo que respecta al conocimiento intuitivo que al conocimiento derivado, si admitimos que el conocimiento intuitivo es digno de fe en proporción a su grado de evidencia, habrá una gradación en el grado de confianza que merecen desde la existencia de los datos de los sentidos bien precisos y las verdades más simples de la lógica y la aritmética hasta los juicios que parecen sólo algo más probables que sus opuestos.

    En lo que se refiere a la opinión probable, podemos recibir una buena ayuda de la coherencia, pero que puede servir con frecuencia como criterio. De este modo adquieren su probabilidad muchas hipótesis científicas. Lo mismo se aplica a las hipótesis filosóficas generales.

    6. LOS LIMITES Y EL VALOR DE LA FILOSOFIA.

    La mayoría de los filósofos se declaran capaces de probar, por un razonamiento metafísico a priori, ciertas cosas como los dogmas fundamentales de la religión, la racionalidad esencial del Universo, el carácter ilusorio de la materia, la irrealidad de todo mal, y así sucesivamente.

    El gran representante ha sido Hegel (1770-1831). La filosofía de Hegel es muy difícil, y los comentadores difieren sobre su verdadera interpretación. Su tesis principal es la de que toda parte de todo es evidentemente fragmentaria, e incapaz de existir sin el completo que le presta el resto del mundo. Según Hegel, mediante una pieza de la realidad, lo que ha de ser la realidad total.

    Esta insuficiencia esencial aparece, según Hegel, lo mismo en el mundo del pensamiento que en el mundo del pensamiento que en el mundo de las cosas. En el mundo del pensamiento hallamos que si olvidamos su insuficiencia, nos hallamos envueltos en contradicciones; estas contradicciones cambian de idea originaria y de su antítesis. La nueva idea hallaremos que no es del todo completa, sino que pasa a una nueva antitesis, con la cual es preciso combinarla en una nueva antitesis. Pro este camino avanza Hegel hasta alcanzar la “idea absoluta”, que no tiene opuesto ni necesita ulteriores desenvolvimientos.

    Hegel a la conclusión de que la realidad absoluta forma un solo sistema armonioso, que no está en el espacio ni en el tiempo, ni contiene el mal en ningún grado, completamente racional y espiritual.

    La naturaleza de un hombre está constituida por sus recuerdos, y el resto de sus conocimientos, por sus amores y sus odios, y así sucesivamente; sin los objetos que conoce, ama u odia, no podría ser lo que es. Es esencial y evidentemente un fragmento.

    Podemos tener un conocimiento directo de una cosa, aunque conozcamos sólo muy pocas proposiciones sobre ella, teóricamente no tendríamos necesidad de conocer una sola. Así, el conocimiento directo de una cosa no implica el conocimiento de su “naturaleza” en el sentido anterior. Y aunque el conocimiento directo de una cosa se halle incluido en nuestro conocimiento de una proposición cualquiera sobre ella, no está incluido en ella el conocimiento de su “naturaleza”. De ahí: 1º, el conocimiento directo de una cosa no implica lógicamente el conocimiento de sus relaciones; 2º, el conocimiento de algunas de sus relaciones implica el conocimiento de todas ellas ni el conocimiento de su naturaleza en el sentido anterior.

    El espacio y el tiempo nos proporcionan una buena explicación de ello. El espacio y el tiempo parecen ser infinitos en extensión e infinitamente divisibles. Si nos trasladamos a lo largo de una línea recta en una dirección cualquiera, es difícil creer que llegaremos a alcanzar un punto final más allá del cual no haya nada ni aun el espacio vacío; del mismo modo, si nos transportamos imaginariamente en una u otra dirección del último, más allá del cual no haya ni tan siquiera un tiempo vacío.

    Así, el espacio y el tiempo parecen infinitos en extensión.

    Kant dedujo la imposibilidad del espacio y el tiempo, y los declaró puramente subjetivos; y luego muchos filósofos han creído que el espacio y el tiempo son mera apariencias, que no pertenecen al mundo de lo que realmente es.

    La matemática no se ha contentado con mostrar que el espacio es posible; ha demostrado también que muchas otras formas del espacio son igualmente posibles, hasta donde la lógica lo puede probar.

    Parecía antes que la experiencia ofrecía a la lógica solo una clase de espacio, y la lógica mostraba que esa clase de espacio era imposible. Ahora, la lógica presenta varias clases de espacios como posibles, y la experiencia decide sólo parcialmente sobre ellos.

    La tentativa de determinar el Universo mediante principios a priori ha fracasado, la lógica, en lugar de ser una barrera para las posibilidades, se ha convertido en la gran liberadora de la imaginación. Así, el conocimiento de lo que existe se halla limitado a lo que podemos aprende de la experiencia, no a lo que podemos experimentar actualmente de un modo efectivo.

    Principios como la ley de la gravitación se prueban o llegan a ser altamente probables. Así, nuestro conocimiento intuitivo, que es la fuente de todo nuestro conocimiento de verdades, es de dos clases: el conocimiento puramente empírico, que nos da cuenta de la existencia y de algunas propiedades de las cosas particulares de las cuales tenemos un conocimiento directo, y el conocimiento puramente a priori, que nos da la conexión entre los universales nos da el conocimiento empírico. Nuestro conocimiento derivado depende siempre de algún conocimiento puramente a priori.

    La característica esencial de la filosofía es la critica, la cual examina críticamente los principios empleados en la ciencia y en la vida diaria, inquiere las incongruencias que pueden hallarse en estos principios, y sólo los acepta si, como resultado de la investigación crítica no aparece razón alguna para rechazarlos.

    Cuando hablamos de la filosofía como critica del conocimiento, es necesario imponerle ciertas limitaciones. Si adoptamos la actitud del completo escepticismo, y pedimos ser compelidos a entrar de nuevo en el circulo del conocimiento, nuestra demanda es imposible, y nuestro escepticismo no puede ser refutado jamás. Pues toda refutación debe empezar por algún fragmento de conocimiento del cual participen los que discuten

    Contra este absoluto escepticismo no es posible presentar ningún argumento lógico.

    Algunos conocimientos, como el de la existencia de nuestros datos de los sentidos, parecen absolutamente indubitables. En relación con estos conocimientos, la crítica filosófica no exige que nos abstengamos de creer. Pero hay creencias que mantenemos hasta el momento en que empieza la reflexión, pero que se desvanecen desde el momento en que las sujetamos a una investigación estricta.

    La critica a que nos referimos no es aquella que decide rechazarlo todo, sino que considera cada pieza del conocimiento aparente y sus títulos, y una vez terminada esta consideración, conserva todo lo que sigue apareciendo como un conocimiento.

    Para concluir, la pregunta de Russell es: ¿cuál es el valor de al filosofía?

    La filosofía parece resultar, en parte, de una falsa concepción de los fines de la vida, y en parte de una falsa concepción de la especie de bienes que la filosofía se esfuerza en obtener. Las ciencias físicas son útiles a innumerables personas que las ignoran totalmente: así, el estudio de las ciencias físicas no es solo o principalmente recomendable por su efecto sobre el que las estudia, sino más bien por su efecto sobre los hombres en general. Esta utilidad no pertenece a la filosofía. Si el estudio de la filosofía tiene algún valor para los que no se dedican a ella, es solo un efecto indirecto, por sus efectos sobre la vida de los que la estudian.

    El hombre “practico” es el que solo reconoce necesidades materiales, que comprende que el hombre necesita el alimento del cuerpo, pero olvida la necesidad de procurar un alimento al espíritu.

    El valor de la filosofía debe hallarse exclusivamente entre los bienes del espíritu, y solo los que no son indiferentes a estos bienes pueden llegar a la persuasión de que estudiar filosofía no es perder el tiempo.

    La filosofía aspira primordialmente al conocimiento que nos da la unidad y el sistema del cuerpo de las ciencias.

    Muchos filósofos han pretendido que la filosofía podía establecer la verdad de determinadas respuestas sobre estos problemas fundamentales. Una vez mas, el valor de la filosofía no puede depender de un supuesto cuerpo de conocimientos seguros y precisos que puedan adquirir los que la estudian.

    La filosofía es capaz de sugerir diversas posibilidades que amplían nuestros pensamientos y nos liberan de la tiranía de la costumbre. Rechaza el dogmatismo algo arrogante de los que no se han introducido jamás en la región de la duda liberadora y guarda vivaz nuestro sentido de la admiración, presentando los objetos familiares en un aspecto no familiar.

    La contemplación filosófica no divide el Universo en dos campos hostiles (los amigos y los enemigos, el bien y el mal). La contemplación filosófica, cuando es pura, no intenta probar que el resto del Universo sea afín al hombre. Se adquiere cuando el deseo de conocer actúa por si solo, mediante un estudio en el cual no se desea precisamente que los objetos tengan tal o cual carácter.

    La verdadera contemplación filosófica halla su satisfacción en toda ampliación del no yo, en todo lo que magnifica el objeto contemplado, y con ello el sujeto que lo contempla. En la contemplación, todo lo personal o privado, todo lo que depende del hábito, del interés propio o del deseo perturba el objeto, y la unión que busca el intelecto.

    La imparcialidad es la misma cualidad del espíritu que en la acción se denomina justicia, y en la emoción s este amor universal que puede ser dado a todos y no sólo a aquellos que juzgamos útiles o admirables. Así, la contemplación no sólo amplia los objetos de nuestro pensamiento, sino también los objetos de nuestras acciones y afecciones.

    Para resumir nuestro análisis sobre el valor de la filosofía: la filosofía debe ser estudiada, no por las respuestas concretas a los problemas que plantea, puesto que, por lo general, ninguna respuesta precisa puede ser conocida como verdadera, sino más bien por el valor de los problemas mismos; porque estos problemas amplían nuestra concepción de lo posible, enriquecen nuestra imaginación intelectual y diminuyen la seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación; pero, ante todo, porque por la grandeza del Universo que la filosofía contempla, el espíritu se hace a su vez grande, y llega a ser capaz de la unión con el Universo que constituye su supremo bien.

    INDICE

  • Materia, apariencia y realidad .................................................... 1

  • El idealismo ................................................................................... 7

  • Clases de conocimiento ................................................................ 9

  • Conocimientos a priori y universales ......................................... 14

  • Verdad y probabilidad ................................................................. 19

  • Los limites y el valor de la filosofía ............................................. 23

  • Los Problemas de la Filosofia




    Descargar
    Enviado por:Morena
    Idioma: castellano
    País: España

    Te va a interesar