Filosofía y Ciencia
Historia de la filosofía española
Índice Pág
Introducción................................................................................ 3
Tiempos Primitivos....................................................................... 4
Época Pagana............................................................................... 5
Época cristiano-romana.............................................................. .. 6
La edad media............................................................................. .. 7
Época visigótica.......................................................................... .. 11
Acción de los musulmanes en la cultura española..................... .. 13
Los Múzarabes............................................................................ .. 14
Filosofía hispano-hebraica............................................................ 20
Estados cristianos del norte hasta el siglo XIV............................ 24
El renacimiento en España.......................................................... 26
El siglo de Oro.............................................................................. 29
Aristotélicos...................................................................... 29
Los platónicos................................................................... 31
El misticismo y los místicos............................................... 33
Los ascéticos..................................................................... 36
El protestantismo.............................................................. 37
Los naturalistas................................................................. 46
Los eclécticos.................................................................... 48
El siglo XVII................................................................................. 50
Los escolásticos................................................................. 50
Escolásticos independientes y eclécticos.......................... 51
Ascéticos........................................................................... 52
Degeneración de la Mística.............................................. 52
Sensualismo y naturalismo............................................... 53
Escuela crítica................................................................... 54
El siglo XVIII............................................................................... 57
Escuela crítica................................................................... 57
Los sensualistas................................................................ 58
Los escolásticos................................................................. 59
Extinción de la Mística...................................................... 60
Los eclécticos.................................................................... 61
El siglo de las luces..................................................................... 64
Escuela teológica y tradicionalista................................... 64
Escolásticos rígidos.......................................................... 65
Escolásticos moderados.................................................... 66
El kantismo....................................................................... 71
El hegelialismo................................................................. 72
Los Krausistas................................................................... 73
El positivismo.................................................................... 78
La teosofía......................................................................... 80
Siglo XX....................................................................................... 84
Conclusión................................................................................... 85
Bibliografía.................................................................................. 86
Introducción
Me parece muy conveniente comenzar este trabajo, sobre la historia de la filosofía en España, definiendo la palabra filosofía, según aparece en la Real Academia de la Lengua Española:
1. (Del griego filosof¿a , a través de, del latín philosophia. ) f. Ciencia que trata de la esencia, propiedades, causas y efectos de las cosas naturales.
2. Conjunto de doctrinas que con este nombre se aprenden en los institutos, colegios y seminarios.
3. Facultad dedicada en las universidades a la ampliación de estos conocimientos.
4. fig. Fortaleza o serenidad de ánimo para soportar las vicisitudes de la vida.
moral. La que trata de la bondad o malicia de las acciones humanas.
natural. La que investiga las leyes de la naturaleza.
Tiempos primitivos
España se civilizó por la costa, el país que primero ejercitó el comercio y adquirió cultura fue la Bética. Los extranjeros llegaron a España atraídos por el aliciente de los metales preciosos que recibían en abundancia, a cambio de objetos de escaso valor. Para regularizar sus expediciones establecieron factorías y para su resguardo y defensa, las fortalecieron y presidiaron. El Norte se civilizó mucho más tarde, sabemos por Estrabón que lusitanos, gallegos y cántabros vivían en completa barbarie.
La cultura literaria de Andalucía produjo los poemas épico-míticos de Geryón y de Gárgoris, los heroicos que cantaron la expedición de los andaluces a la conquista de Córcega y Cerdeña, los testimonios de poesía gnómica, epitalámica, funeraria y cosmogónica, así como los ensayos de poesía dramática.
Andalucía, con su alfabeto fonográfico propio, anterior a la invasión fenicia, puede disputar el honor de haber inventado la escritura al Egipto, a Babilonia y a la China, que a la vez se ufanan de tan gloriosa invención.
Alguna luz arroja sobre las creencias religiosas el estudio de los carmina mágica, destinados a evocar los espíritus y a formular las contestaciones de los oráculos. Convienen tales observaciones con el aserto de Filóstrato, el cual asegura la creencia en la vida futura y por eso los turdetanos celebraban los funerales con cánticos de victoria, corroborando su confianza en la inmortalidad.
La civilización andaluza es antiquísima y el griego Asclepíades la juzgaba tan antigua e inmemorial que la supuso posterior en muy breve lapso a la catástrofe tradicionalmente conocida con el nombre de «el diluvio universal».
El adelanto de la Bética facilitó su latinización. Al acercarse las legiones de la república, el andaluz se sentía más cerca de la ilustración romana que de la barbarie peninsular.
En tiempo del imperio no interrumpió la Bética sus progresos. Se enorgullecía con sus urbes unidas entre sí por amplias carreteras, poseía las únicas seis ciudades libres que hubo en España, y la densidad de su población se eleva por Orosio a muchos millones de habitantes. Los turdetanos aprendían latín de los invasores y griego de Asclepiades; celebraban ostentosas representaciones teatrales, y si bien en el idioma triunfaron los latinos, ellos contagiaron el Parnaso clásico con sus dos formas de versificación, la aliteración y la rima embrionaria.
3. Época pagana
Nota característica de las aetas argentea de la civilización romana es que la mayor parte de sus hombres ilustres son españoles, y principalmente andaluces. Lucio Anneo Séneca, cordobés, hijo de Marco A. Séneca, el retórico, poseyó la inteligencia más extraordinaria de este período literario. Tuvo una vida accidentada, fue desterrado por Claudio y vuelto ocho años después a Roma para instruir a Domiciano, fue elegido por Agripina para que su hijo saliese de la niñez aconsejado por tal maestro, acumuló grandes riquezas y excitó la envidia de su discípulo el emperador. Séneca, temiendo por su vida, hizo donación de su hacienda al tirano: pero ya fue tarde y fue condenado a muerte.
En Séneca se admira la profundidad del pensamiento y la dignidad.
Las ideas filosóficas del gran andaluz y la solemnidad de su lenguaje, despiden reflejos de amargura, matices de aquella inmensa tristeza que abrumaba las almas entre los horrores de la orgía imperial.
Séneca tiende a reducir la filosofía a la moral, la originalidad de su pensamiento estriba en su anhelo de llegar al conocimiento y a la perfección por sí mismo.
El sabio es superior a los dioses: éstos son buenos por naturaleza, el sabio se hace bueno. La razón es la revelación divina; la filosofía está en nosotros y consiste en conocer las cosas, no en jugar con los vocablos, así el conocimiento propio eleva el alma a lo absoluto. Dios se muestra en la conciencia, y viéndose el individuo en su razón suprema, se convence de la inmortalidad.
Contemporáneo de Séneca y natural de Cádiz, brilló Moderato que gozaba de sólido prestigio en su tiempo e intenta conciliar a Platón con Aristóteles. Menos español que Séneca, no aportó nada al conocimiento de las primeras causas ni envía ningún aura de regeneración a la amanerada oratoria de las escuelas. Su espíritu romano se deleita en los clásicos maestros; tiene su ideal en el pasado; su preceptiva trasciende a culto y, aceptando la perfección consumada, se limita a actuar de inteligente pedagogo.
Al cerrar esta etapa no se puede dudar de la existencia de una filosofía española y añadir que en todo el mundo no existió más filosofía que la de este inmortal andaluz, pues ni los epicúreos ni los estoicos supieron dilatar el molde forjado por los maestros helénicos.
4. Época cristiano-romana
Apenas cristianizada la península ibérica, florecen las heterodoxias, aunque ninguna con carácter nacional.
De las ideas de Prisciliano, únicamente se sabía lo que cantaban sus enemigos.
Los priscilianistas daban enseñanza oral y reservaban ciertas doctrinas esotéricas para los perfectos. Prisciliano lo niega en el Apologético citado, mas hay indicios en el himno de Algirio que Jesús dijo secretamente a los apóstoles, en algunas abraxas y en las reuniones secretas de los afiliados.
Esta observación es importante, porque de lo contrario no podría explicarse la incoherencia de ciertas afirmaciones de Prisciliano. Hay que pensar que esas opuestas sentencias se hallaban armonizadas por vínculos que no conocemos. Una de estas contradicciones, probablemente aparentes, es la de no admitir distinción de personas en la esencia divina, sino sólo en los atributos, siendo el mismo Dios unas veces Padre, otras Hijo y otras Espíritu Santo, habiendo, por consecuencia de esta indivisibilidad, padecido las tres personas muerte en la cruz y admitir que el hijo era inferior y posterior al padre, el cual no tuvo hijo hasta que lo engendró.
Prisciliano aceptaba escrituras apócrifas. Según él, el canon bíblico no estaba cerrado y en el tercer libelo se esfuerza en demostrar que los mismos libros aceptados conceden autoridad a los apócrifos. Confesaba que estos últimos contenían doctrinas heréticas; pero pensaba que el buen juicio podía separar lo bueno de lo malo, es decir, que recomendaba en cierto modo el ejercicio del libre examen. Opinaba además que no existe sólo la revelación escrita, sino que hay otra revelación perpetua del Verbo, siendo el grado supremo de la fe el conocimiento de la Divinidad de Cristo. Reminiscencia acaso de los dogmas del mazdeísmo, existe en la metafísica de Prisciliano un dualismo muy interesante. Según esta metafísica, el diablo no es obra divina, sino producto de las tinieblas, por lo cual nunca fue ángel. Y como le atribuye la creación de los cuerpos, le parece absurda la resurrección de la carne. Al lado de los cuerpos está el mundo de los espíritus, que, aunque dotados de una común esencia, poseen individualidad propia en consonancia con las aptitudes de su cuerpo.
Cada facultad anímica corresponde a un personaje del antiguo testamento, creencia que debe de ser simbólica por más que hoy no poseamos la clave del simbolismo. Las almas prometen luchar con valor en la vida y, descendiendo por los siete círculos celestes, en cada uno de los cuales habita una inteligencia, llegan al mundo inferior, donde el diablo las encarcela en cuerpos cuyos miembros dependen cada uno de un signo del Zodiaco. Purgaban así las almas la falta primitiva, y, como el mal es sombra, Cristo lo vence mostrándose a los hombres bajo una forma fantástica y clavando en la cruz el signo de su servidumbre.
Protesta con indignación el autor del cargo que se le dirige de rendir culto a los demonios y traza una demonología que difiere en parte de la gnóstica. Con no menos ardor se defiende del dictado de encantador, cargo que acaso le achacaran sus enemigos porque el pecado de la magia se condenaba con la pena de muerte. Al defenderse, desenvuelve cierto panteísmo, según el cual, una sustancia única se reparte entre los seres, coparticipando todos de la esencia divina, y torna al dualismo persa admitiendo la creación de los seres por dos principios, uno masculino y femenino el otro, que se subdistinguen en la naturaleza de Dios.
La moral de Prisciliano descansaba en el ascetismo con absoluto menosprecio de los goces mundanos. Practicaran o no sus prosélitos esa austeridad, él atribuye la animadversión de sus enemigos a que la conducta de los priscilianistas era una reprobación de la licencia en que los contrarios vivían.
Fue inmenso el número de eclesiásticos y seglares que se afiliaron al priscilianismo en todas las regiones de España.
Prisciliano, elevado por los suyos a la sede de Ávila, consultó con los prelados de su partido el remedio para acabar con la discordia reinante en la Iglesia española y, al tener conocimiento del rescripto de Graciano, marchó a Roma, haciendo de paso muchos prosélitos en las Galias, entre ellos a Eucrocia, con cuya hija, Prócula, se dice mantuvo relaciones amorosas.
Llegado a Roma, negóse S. Dámaso a oírle y él entonces le dirigió el Libelo ad Damasum, solicitando también que el obispo de Mérida, su enemigo, compareciese ante el Tribunal de S. Dámaso, y, si se negase por cualquier consideración, que ordenara el papa la reunión de un concilio provincial para fallar la controversia entre Idacio y él. Dirigióse después al emperador y consiguió la derogación del rescripto imperial.
Se devolvieron sus iglesias a los priscilianistas y comenzó la persecución de éstos a los ortodoxos en tales términos, que Ithacio, el obispo portugués, que más se había señalado contra aquéllos, se vio precisado a huir de la península. Ocurrió entonces la proclamación del español Clemente Máximo, que, después de destronar a Graciano, compartió con el andaluz Teodosio el poder imperial. Ithacio le presentó un hábil escrito contra los priscilianistas. El emperador remitió la decisión al Sínodo bordelés. Allí fue condenado y depuesto Instancio. Prisciliano apeló al emperador, el cual nombró juez de la cuestión al prefecto Evodio. Terminado el proceso, se mandó abrir otro nuevo en que el acusador no fue ya Ithacio, sino Patricio, oficial del fisco. Por la sentencia se condenó a muerte a Prisciliano y a los principales sectarios. Todos ellos fueron degollados en Tréveris en tanto que los menos importantes se vieron desterrados y algunos apedreados por el pueblo.
El sangriento castigo de los heterodoxos priscilianistas indignó a S. Martín Turonense, el cual se dirigió a la corte, y, a cambio de comulgar con Ithacio y los demás instigadores del emperador, consiguió la revocación del rescripto. Efectuóse una reacción contra los antipriscilianistas, llamados también ithacianos, se atribuyó su conducta a animosidades personales, e Ithacio fue excomulgado y depuesto de su silla; Idacio, su principal secuaz, tuvo que renunciar la mitra, y Rufo, otro de sus más ardientes partidarios, acusado de prestar fe a un impostor que embaucaba con falsos milagros al pueblo, perdió también su obispado.
Animados los priscilianistas, trajeron a España los restos de sus mártires, los de Prisciliano entre ellos, y les tributaron culto de santos; constituyéronse en sociedades secretas, jurando no revelar a nadie lo que en ellas aconteciese; nombraron obispos y produjeron un cisma que sumió a la Iglesia española en la más completa anarquía. Tal era la confusión, que los mismos heterodoxos propusieron a S. Ambrosio renunciar sus opiniones, si hallaba fórmula de avenencia. S. Ambrosio escribió desde Milán a los obispos españoles aconsejándoles que recibiesen en su comunión a los gnósticos y maniqueos convertidos. Reunióse un concilio en Toled, donde los priscilianistas declararon haber abandonado los errores de su secta; pero continuaron firmes en sus libros y prácticas.
A pesar de sus desventuras, el priscilianismo no se extinguió. En vano Honorio rompió contra los priscilianistas, les condenó a perder sus bienes y sus derechos civiles, declaró libre al siervo que delatase a su señor e impuso multas a los funcionarios públicos remisos en perseguir la herejía. Ya a mediados del siglo V, Santo Toribio, obispo de Astorga, se aplicó a arrebatar de manos de los fieles todos los libros priscilianistas y, comprendiendo que todavía este remedio era ineficaz, remitió al papa San León el Magno el Communitorium, enumeración de los errores consignados en los libros apócrifos, y el Libellus, donde refutaba el priscilianismo. San León aconsejó la celebración de un concilio nacional, o, si esto era imposible por el estado de guerra en que ardía la península, un Sínodo de obispos gallegos. Celebróse el Sínodo, llamado de Aquis Caelenis, mas los heterodoxos, aun aparentando admitir la Assertio fidei, perseveraron en sus doctrinas y prácticas, hasta mediado el siglo VI. El priscilianismo se enterró en el concilio bracarense, donde por última vez condenaron diez y siete cánones las proposiciones de gnósticos y maniqueos. Como se ve, la doctrina de Prisciliano nada tiene de original ni de español. Se reduce a un sincretismo de la idea gnóstica oriental y poseía su parte exotérica y su esoterismo sólo comunicable a los perfectos.
Contemporáneo del priscilianismo, brotó el origenismo en España. Dos presbíteros bracarenses llamados los dos Avito salieron el uno para Jerusalén y el otro para Roma. El primero se impregnó de las doctrinas de Orígenes y, vueltos ambos a España, convirtió al otro, que había adoptado las doctrinas platónicas de Mario Victorino. Comenzaron la propaganda del origenismo, extremando las ideas del maestro y estableciendo que todo estaba realmente en el pensamiento divino antes de poseer existencia exterior. La sustancia era una sola desde el ángel al demonio, de donde se deducía que no podía haber penas eternas y aun el mismo diablo acabaría por salvarse, pues su esencia, que era la de Dios, quedaría buena, así que el fuego consumiera la parte accidental, que era la mala.
5. Filosofía en la Edad Media
Los grandes filósofos paganos prepararon a la humanidad para el cristianismo, y sobre la ciencia, así como sobre la fe, existe, a juicio de San Clemente, un conocimiento supremo, la gnosis, en que se contiene toda la verdad. La gnosis es la revelación del Verbo, la soberana intuición del principio divino, y su eficacia llega tan profunda que anonada las pasiones y promueve el desprecio de los placeres, pues todo se reduce a miseria y sombra ante el éxtasis de la divina contemplación.
En los Padres occidentales, ninguno puede igualarse con San Agustín. Considerado como filósofo, señala el apogeo de la filosofía patrística, resucitando el platonismo, y, cimentando en él la idea cristiana, da a la nueva doctrina una sólida base psicológica. Representa en la patrística la síntesis de las grandiosas concepciones debidas a los Padres orientales y el espíritu práctico de los occidentales.
La ciencia profana se hallaba reducida a las artes liberales.
Si el platonismo había sido el instrumento de la Iglesia durante el período de consolidación y fijación de los dogmas, el aristotelismo debía guiarla para la explicación, propaganda y organización interior de sus principios. La Escolástica, así llamada por ser la filosofía que se enseñaba en las escuelas, esencialmente dogmática, sirvió a la Iglesia para educar a los bárbaros.
El escolasticismo es una filosofía teológica, prestó eminente servicio a la especulación, facilitando su labor con los minuciosos y sutiles análisis, con los rigores de su dialéctica; puliendo y perfeccionando hasta increíbles extremos el instrumento de la filosofía, sin que por esta sincera confesión, pueda oscurecerse que la exageración de la agudeza excediese, cuando faltó materia de investigación, las fronteras de lo razonable, perdiéndose en laberínticos extravíos que sus mismos maestros condenaron y trataron de corregir. Tales abusos motivaron el descrédito de la escuela, los ataques de los sensualistas, las ironías del racionalismo y hasta las burlas de los poetas.
Santo Tomás, discípulo de Alberto Magno, noble de origen, profesó rebosando fe y amor a Dios en la orden de Santo Domingo. En ambas Sumas, la Suma teológica y la Suma contra los gentiles, Santo Tomás prueba a armonizar el realismo con el nominalismo, colocándose en el punto de vista genuinamente aristotélico, esto es, en el conceptualismo.
Sin desconocer que Santo Tomás sirve de columna al neo-escolasticismo, preciso es confesar que Duns Escoto abre desconocidos horizontes a la Escuela. En sus manos la filosofía escolástica vuelve sobre sí misma, reconoce su insuficiencia histórica, y procura rehacerse con ansia de avanzar en la indagación de la verdad.
Raimundo Lulio, en el siglo XIII, patentiza con su intento de la máquina de pensar la falta de realidad del formalismo escolástico. Rogerio Bacon (1214-92), doctor admirabilis, acusado de nigromante, sufrió tenaces persecuciones. Matemático y físico superior a todos los de su tiempo, defendió los fueros de la razón, predicó la necesidad de estudiar todas las ramas científicas y preconizó la experimentación, considerando la escolástica como una abstracción ineficaz para la ciencia. La lucha se recrudece entre nominalistas y realistas; Walter Burleigh (1275-357), doctor planus et perspicuus combate al franciscano Guillermo de Ocam (m. 1357), doctor invencibilis, defensor de los reyes contra los pontífices y excomulgado por Juan XXII.
San Bernardo inicia la idea mística haciendo condenar ciertas proposiciones de Abelardo, y el minorita Juan de Fidanza, vulgarmente conocido por San Buenaventura, doctor seraphicus, inspirándose en la filosofía agustiniana, es el ingenuo intérprete de tan grandioso movimiento. Más semejante a los antiguos Padres que a los doctores medioevales, San Buenaventura enseña que en Dios radica el principio y el fin de la Ciencia, y que ésta no es más que una iluminación divina realizable por los cuatro grados: exterior, interior, luz superior y unión con Dios.
Si el misticismo miraba con desconfianza a la escolástica, no recelaba ésta menos de la ortodoxia mística. Los místicos tudescos son los primeros en ir reduciendo el dogma cristiano a una forma cuyo fondo ha de descubrir la indagación especulativa. Tal es el sentido de Ruys Broeck, de Eckart, de Suso y demás pensadores místicos germánicos, sentido que invade a los dominicos, inspira a los valdenses y al fin se condensa en Tauler.
Iniciado el misticismo por San Bernardo, sublimado por San Buenaventura, llevado a la práctica por Tauler y divulgado por la Imitación de Cristo, había llegado a su apogeo y era sonada la hora de conciliarlo, templado el ardor del combate, con las enseñanzas del tomismo escolástico.
6. Época visigótica
La etapa visigótica pasaría inadvertida sin la colosal figura de San Isidoro.
Antes del arzobispo de Sevilla no se registra en la esfera del pensamiento más que apasionadas controversias teológicas.
Las cartas de Liciniano, Carthaginis Sparthariae Episcopus, y de Severo, obispo de Málaga, acusan el primer monumento filosófico del reino visigótico. El diácono Epifanio les escribió pidiéndoles las obras de San Agustín para combatir a un obispo materialista, y ellos contestaron excusándose de enviar las obras y remitiendo, en cambio, una completa refutación del materialismo con argumentos teológicos y de razón.
El sistema filosófico de estos dos obispos andaluces podría resumirse diciendo que en la realidad coexisten tres naturalezas: la de Dios, sin cualidad ni cantidad, sin espacio ni tiempo; la de los espíritus, que son cualitativos y no cuantitativos, tienen tiempo y carecen de espacio, y la de la materia, que tiene espacio y cantidad. No deja de ser curioso el argumento extraído de la relación extensiva, y fundado en la imposibilidad de medir la grandeza del alma por el tamaño del cuerpo, porque las almas de los pequeños no podrían contener tantas imágenes de ríos, montes astros, etc. Las doctrinas de estos prelados parecen ser el tránsito de la patrística a la escolástica.
Cuando la Iglesia creyó necesitar una enseñanza uniforme para la juventud, todas las miradas se volvieron a Isidoro, cuya autoridad era universalmente reconocida. De este deseo general, interpretado concretamente por su discípulo Braulio, arzobispo de Zaragoza, nació las Etimologías, suma colosal y perfecta de la ciencia contemporánea, el testamento de un mundo y la cuna intelectual de otro.
No pudo el sapientísimo sevillano corregir su obra pro invalitudine; mas no por eso dejó de legar un monumento asombroso a la posteridad. Comienza en las Etimologías u Orígenes por la exposición del trivium y el quatrivium; trata luego de la Medicina, de Legislación, de Cronología y de Bibliografía; expone la doctrina católica, la división de las lenguas; bosqueja una constitución social; traza un largo catálogo de palabras de oscuro sentido; se emplea en las ciencias naturales y en la Cosmografía; plantea los principios de la Agricultura, y concluye hablando de la indumentaria y de las costumbres.
Incalculables beneficios recibió la ciencia de Isidoro. En sus libros teológicos se crea el método y surge una ciencia nueva de los antes dispersos estudios; los famosos Concilios de Toledo no son desde entonces más que el desenvolvimiento de su idea, el reflejo de aquella luz que desde Sevilla iluminaba el mundo; todos los glosarios de la Edad Media se calcaron en el modelo isidoriano y la Filología extrae aún en nuestro siglo algo provechoso de monumento tan antiguo cual las Etimologías.
San Isidoro fortificó a la Iglesia contra la herejía, inició la unidad legislativa, sometió la monarquía a la Iglesia, despertó en los nobles visigodos el amor a la ciencia, mejoró las costumbres de los clérigos y compendió toda la ciencia de Europa. Consistió la misión de San Isidoro en salvar todo el saber de una sociedad expirante y transmitirlo a otra nueva sociedad, aún no educada ni instruida. Su enorme sabiduría fue la soldadura de dos edades.
La Escuela de Sevilla, primer faro encendido en Europa para iluminar la mente y los pasos de la humanidad sumida en la barbarie, tuvo carácter enciclopédico, porque todo había que enseñarlo a pueblos que todo lo ignoraban. Tal renombre adquirió en el mundo, que jóvenes de lejanos países acudían a sus aulas y hubo necesidad primero de ampliar el edificio destinado a la enseñanza, y posteriormente de edificar nueva, vasta y suntuosa fábrica donde pudiera albergarse su numerosa clientela discente. Gracias a San Isidoro y a la Escuela de Sevilla, España precedió a todas las naciones europeas en la extirpación de la barbarie y en señalar al mundo los caminos de la civilización.
Los discípulos de Isidoro dieron preferencia a los temas teológicos o disciplinarios, sin dejar nada de valor para la indagación filosófica.
7. Acción de los musulmanes en la cultura española
En la Edad Media, se abre un abismo entre la brillante civilización hispano-musulmana, así como entre la levantina y el atraso, barbarie pudiera decir, del resto de la península, donde imperaba el elemento visigodo.
Durante los siglos XII y XIII, los árabes españoles aportaron a Castilla reminiscencias helénicas, aprendidas por ellos en Constantinopla y demás escuelas orientales.
La posesión de Alejandría puso a los árabes en contacto con el pensamiento helénico. En el momento culminante de la filosofía mahometana, se proyecta, la sombra del fanatismo.
En el reinado de Muhammad, aparece por primera vez la filosofía entre los árabes españoles. En los comienzos de este reinado se suscitó una querella entre alimes y alfakíes cordobeses, contra el sabio andaluz Abu Abd-al-Rahman Baki-ben-Machalad, que había estudiado con los más famosos doctores de Oriente y enseñaba las doctrinas de Abu-Bakri y de Abi-Xuaiba, también famoso andaluz. El Rey Muhammad mandó que uno y otro bando disputaran en su presencia, y declaró que no se debía impedir la enseñanza de Baki.
La filosofía musulmana y hebrea se propuso idénticos problemas que la cristiana. La cristiana, más teológica, entra en la pendiente del dualismo y descuida la ciencia por atender a la moral, y la oriental, más filosófica, propende al panteísmo y, prefiriendo el conocimiento, desatiende algo las normas de la moralidad, transigiendo con las debilidades humanas.
Por otra parte, el Korán no era reputado sólo como código religioso, sino que se le consideraba también civil y político, y había que deducir de sus sencillos preceptos todo el derecho público y privado. Medios para ocurrir a esta necesidad ofrecieron las traducciones siriacas de las obras de Aristóteles que los árabes encontraron al derramarse, como conquistadores por el Asia. Formóse así una escolástica musulmana, en la que, a diferencia de la cristiana, tanto por las especiales aptitudes del pueblo arábigo, como por haber conocido, aunque de segunda mano, la física aristotélica y por las circunstancias que precedieron a la introducción de la filosofía en la corte de los califas, predomina la tendencia hacia el estudio de las ciencias naturales, en que los pensadores árabes hicieron notables adelantos, si bien mezclados con aquellos ensueños tan propios de la fantasía oriental y de las escuelas místicas en que aprendieron durante el reinado de Muhammad I.
El cordobés Farah, viajando por Oriente, se contagió de las ideas de los cadries, que aprendió de Chaid, místico negador de atributos corpóreos en la Divinidad. Trajo a Córdoba la doctrina, formó discípulos y sufrió la persecución ortodoxa, pero el misticismo se agarra a las mentes orientales como el muérdago a la encina y se propagó a despecho de la represión.
En tiempo de Abd-al-Rahman III, en el siglo X, floreció el cordobés Muhammad b. Abd-al-Lah, b. Masarria, había estudiado en las traducciones de ciertos libros griegos, por los árabes atribuidos a Empédocles. Acusado de impiedad, emigró a Oriente, donde se familiarizó con las diferentes sectas, y acaso se afilió a la sociedad secreta de los islamitas. Volvió a su país afectando una gran devoción, y logró reunir una numerosa escuela disfrazando la novedad con el ascetismo y dando una enseñanza exotérica y otra esotérica. Pero los teólogos, alarmados, mandaron quemar sus obras.
Ibn-Masarria extrajo de los esoterismos profesados en Persia la doctrina de las emanaciones, es decir, de la evolución de una forma, dando a esta dicción el sentido peripatético, en serie de cinco derivaciones substanciales.
Abu Ali al Husain b. Abd Al-lah, conocido entre los cristianos por Avicena. La patria de este famosísimo médico ha dado margen a reñida controversia, diciéndole unos nacido en Khamaithen (Persia), otros hijo de Arabia, quiénes de Córdoba y muchos de Sevilla.
Avicena en su magna compilación titulada Al Chafah, y en su compendio Al Nayah ordenó el aristotelismo arábigo, mezclando algunas ideas del idealismo plotínico, tales cual las emanaciones, procediendo la variedad de la unidad y correspondiendo a Dios el conocimiento de lo universal, así como a las criaturas sólo el de las ideas particulares.
Si no como filósofo en toda la plenitud del concepto, puede citarse como psicólogo y moralista a Ibn Hazan al Tahiri misántropo y asceta, lanzado del ministerio a la miseria y fallecido en Niebla. Para este pensador cordobés, la ciencia es don divino. La inteligencia limitada del hombre no alcanza los atributos del Creador. Las ciencias abstractas vigorizan al entendimiento fuerte y abaten al débil. Consiste la virtud en temer a Dios y dominar las pasiones.
El aragonés Avempace, nombre que parece corrupción de Ibn-Baya, también apodado Ibn-al Zayag, terminó sus días en África, muriendo envenenado en Fez en 1138. Dejó escritas numerosas obras de Medicina, de Matemáticas y otras materias; comentó los trabajos de Física y Zoología, de Aristóteles, y entre los libros originales que dejó escritos, quedan El alma, El régimen del solitario y otros de dudosa autenticidad. El régimen del solitario -dice Avempace- debe ofrecer la imagen del Estado modelo, es decir, de un Estado en que no hacen falta autoridades, médicos ni leyes; porque siendo buenos todos los asociados, no cometen yerros, disfrutan de salud y se rigen por la ley del amor. Para esto es preciso que el solitario se deje guiar por el alma racional y no por la animal; sin embargo, no cree bastante la razón para ascender al sufismo, antes bien, profesa la necesidad de la divina cooperación. En su Risala Aluida, o carta de despedida, vuelve por los fueros de la filosofía y combate el fanatismo de Al Gazal.
Abd-ul-Malik B. Zuhr. B. Abd-ul-Malik. B. Maruan B. Zuhr al Aiiadi, médico de Iusuf el almuravide y del almuhade Abd-al-Mumin. Su Introducción a la Medicina, se tradujo al hebreo y al latín. Compuso, además, el Iktisad, tratado de los alimentos y los medicamentos; el Kitab al agdiia, y unos Comentarios al Taisir. Fue también uno de los grandes poetas eróticos musulmanes y redactó su epitafio en verso. Puede considerarse como el verdadero precursor del animismo de Sthal y no fue la menor de sus glorias enseñar a Averroes.
Muhammad B. Abd-ul Malik Ben Tufail-al Kaisi (Abu-Bakr), accitano y probablemente originario de Marchena, una de las mayores inteligencias que ha producido España, después de haber sido katib del ualí de Granada y visir del Rey Abu Iaqub b. Iusuf, murió el 1185 (J. C.) en Marruecos. Por razón de su cargo, debió de residir mucho en Sevilla. Así lo comprueba el hecho de que León Africano y otros autores lo crean natural de la capital de Andalucía. Si el otro Ibn Tufail, escritor sevillano, era hijo del filósofo, según se lee en algunos barnamah, se robustecería el indicio, no así si se tratara de simple homónimo sin entronque de consanguinidad. Sábese que escribió de medicina, aun cuando no se conservan las obras, y con respecto a sus conocimientos astronómicos, se afirma que había hallado el medio de prescindir de las excéntricas y los epiciclos ptolemaicos.
Su obra capital es Risala de Hay Ibn Yukdan, publicada en árabe por Pococke (1671), con una versión latina titulada Philosophus autodidactus. Ashwell, Keith y Ockley publicaron sendas traducciones al inglés; Pritius y Eichorl al holandés y Gauthier al francés. El Sr. Pons dio a la luz una traducción española (1900). La epístola, o mejor, novela filosófica, presenta un solitario nacido de la tierra y alimentado por una gacela. Hay, así se llamaba, no tenía, como parece natural, más que conocimientos sensibles. En el progreso de las facultades psíquicas de Hay, estudia Tufail el origen de los conocimientos humanos. Comparando esta concepción con la de Bacon, que supone una estatua, a la cual se iba gradualmente excitando por la adquisición de los sentidos, nos resulta la concepción del filósofo andaluz muy superior a la del filósofo inglés, por cuanto éste parte de la hipótesis absurda de un ser enteramente sin conciencia, mientras que Tufail, más cerca de la realidad, hace el estudio sobre un alma racional, pero desligada de prejuicios. Hay se aflige considerándose inferior a los seres que lo rodean, pero observa que él dispone de recurso para dominarlos. Al morir la gacela, estudia el cadáver para ver dónde estaba aquella vida que la ha abandonado y trata de averiguar por qué la abandonó. Descubre el fuego y halla que el calor es la vida de los animales y, si faltaba, éstos perecían. Observa que el reino animal es uno, el vegetal otro, pero también uno, y lo mismo el mineral, y así toda la creación forma una unidad. La idea de la corporeidad se descompone en otras dos, ligereza y gravedad, adelantándose al mismo Hegel, que estima el peso como esencia de los cuerpos. Se eleva Hay a la idea de extensión y, por fin, a las de materia y forma, integrantes de todo ser natural. Analiza los elementos naturales, el cielo y los astros, la unidad del mundo y llega a la conclusión de que lo creado supone un creador inmaterial. De aquí pasa al éxtasis y comprende que la esencia en sí no es distinta de la del Ser.
En esto, Asal, un místico, se trasladó a la isla de Hay y le enseñó a hablar. «Y cuando Asal oyó de su boca la descripción de aquellas verdades, y de aquellas esencias separadas del Mundo sensible, conocedores del Ser verdadero con sus gloriosos atributos; cuando le hubo explicado lo que él vio, en el estado de unión con Dios, tocante a los goces de los que a tal estado ha llegado, y las penas de los que han sido privados de él, no dudó Asal de que todas las cosas que se contenían en su ley relativas al mandamiento de Dios y a sus ángeles, a sus libros, a sus mensajeros, al último día, a su paraíso y a su fuego son símiles o alegorías de lo que había visto Hay ben Yukdan, y se abrieron los ojos de su corazón, se iluminó su inteligencia, percibió la perfecta conformidad entre los dictados de la razón y las enseñanzas de la tradición, se le hicieron más asequibles los métodos de la interpretación mística y ya no hubo dificultad alguna en la Ley divina que no se aclarase, ni puerta cerrada que no se le abriese, ni cosa profunda que no se le allanase, llegando a ser una de las primeras inteligencias. Entretanto, miró a Hay ben Yukdan con ojos de admiración y reverencia y tuvo por seguro que era uno de los Santos de Dios de aquellos que no tienen temor ni experimentarán dolor. Se puso por esto a su servicio, se decidió a imitarle y a acoger sus advertencias en lo tocante a las prácticas legales ordinarias que había aprendido en su secta.»
Tufail se propone conciliar la fe con la razón, justificando la primera por la segunda y nos ofrece delicadezas de análisis, algunas de las cuales apenas se comprenden en aquellos tiempos.
El pensamiento de Tufail, como todos los nobles sistemas idealistas, va derecho al panteísmo, si bien no comparto la opinión de Menéndez y Pelayo al establecer que Tufail no es panteísta de un modo abstracto y dialéctico, sino teosófico. Puede que las últimas páginas parezcan un himno sagrado o el relato de una arcana iniciación religiosa, acaso eco o manifestación de aquella filosofía oculta o «celeste» profesada por los orientales, singularmente por los persas, pero yo veo en el procedimiento del maestro hispano-arábigo algo muy semejante al método de los racionalistas panenteístas, pues comienza por la noción confusa de su personalidad, va despertando por grados y mediante el análisis la conciencia de sí y de lo que le rodea, construye por su propio esfuerzo toda su ciencia subjetiva, llega como Krause a la intuición racional del Ser de toda realidad, fuera del cual, nada es ni puede ser, y allí conquista la Ciencia sin interposiciones entre el Ser y el Conocer. La multiplicidad no tiene existencia por sí, sino en el Ser, es decir, no pasa de apariencia, al través de la cual el filósofo contempla la verdad increada y absoluta.
Tufail es un pensador sincero. Su buena fe rechaza las atenuaciones de Averroes y Gabirol. Esclavo de su verdad, llega sin pestañear al término a que la dialéctica lo empuja y de ahí los sinsabores que amargaron sus últimos años.
La influencia de Tufail se advierte en casi todos los especuladores árabes, hebreos y aun cristianos, posteriores a él; sin embargo, no dejó discípulos en el sentido concreto del vocablo. Su mismo hijo Abd-ul-Malik ben Tufail, nacido en Sevilla, no continuó la indagación metafísica y consagró su perspicaz inteligencia al estudio del Korán, que, dice Codera, «comentó sabiamente».
Averroes que puede llamarse el Avicena de Occidente y cuyo verdadero nombre es Abu-l Ualid Muhammad b. Ruchd, nació en Córdoba, de noble familia; estudió en Sevilla el Fik'h, o sea el Derecho canónico musulmán, Medicina y Filosofía, viviendo honrado de los príncipes y de sus conciudadanos hasta los últimos días de su vida, en que el fanático monarca le privó de sus dignidades y lo desterró a Lucena. Allí permaneció hasta que los notables de la ciudad de Sevilla pidieron enérgicamente que se le levantase el destierro. Al fin el pensador partió a morir a Marruecos.
Averroes, como filósofo, es un perfecto aristotélico, hasta tal punto, que él no creía posible añadir nada a lo escrito por el estagirita. Escribió tres clases de comentarios a la obra de Aristóteles: los grandes comentarios, los resúmenes y los comentarios medios. Tales comentos, emprendidos por consejo de Ibn Tufail para complacer a Yusuf ben Yaqub, muestran portentosa y enciclopédica erudición y no pocas ideas originales. Al exponer la doctrina aristotélica mézclala, sin darse cuenta, con elementos del neo-platonismo alejandrino; pero es tal su admiración por Aristóteles, que, como afirma con sobrada razón D. Federico de Castro, hasta cuando expresa pensamientos originales, cree de buena fe que sólo está exponiendo la idea del maestro. Así sucede con la teoría del entendimiento separado, que vino a fijar la característica del averroísmo. El entendimiento activo ejerce dos acciones diferentes sobre el pasivo: una, antes que éste se perfeccione, y otra, que consiste en atraer el entendimiento adquirido, el cual viene a perderse, porque lo mas fuerte triunfa de lo más débil, sin que esta conjunción salga de los límites de la vida, pues sólo vive eterno el entendimiento universal. La teoría produjo gran sensación en el mundo cristiano; muchos escolásticos la aceptaron, otros la combatieron y así duró la polémica hasta que León X expidió una bula condenando las opiniones de Averroes.
En cuanto a las ideas fundamentales, Averroes considera la creación un movimiento que supone una materia prima. Dios sólo conoce lo universal, la ley, y su mente se halla siempre in actu. Al atacar el problema del origen de los seres, combate la opinión de los mutacalines o escolásticos, coincidente con la de los cristianos, como Juan Filopón, según los cuales, la posibilidad de ser creado sólo reside en el agente. Tampoco acepta la explicación del mundo por desdoblamiento. Dios no puede reducirse a mero motor. Estudia las dos opiniones intermedias, que convienen en considerar la generación de los seres como una transmutación, y expone la doctrina aristotélica.
Averroes en materia de moral, cree en la libertad del alma, si bien, puede éste recibir formas contrarias y el predominio de la razón, suprema ley ética.
El averroísmo se propagó fácilmente entre los hebreos y cundió por las escuelas europeas, resplandeciendo singularmente en Padua y en Francia.
7. Los muzárabes
Aparte de los españoles que se refugiaron en las montañas del Norte, el resto de la población quedó sometida a los invasores. En este período hay que distinguir los muzárabes o cristianos que vivían en estados musulmanes y los mudejares, o musulmanes que vivían en tierra de cristianos.
A los muzárabes se les permitió permanecer en sus hogares y cultivar sus tierras, pagando a los musulmanes la quinta y a veces la décima parte de la renta de los bienes inmuebles. Sólo se confiscaron las haciendas a los cristianos que las abandonaron. Se les consintió el culto privado de sus creencias y se respetaron sus templos, aunque con la prohibición de construir otros nuevos. Concedióseles gobernarse por sus jueces y leyes propias, con la intervención del cadí para la aplicación de la sentencia en caso de pena capital y en otros graves.
Los siervos de la gleba fueron lentamente adquiriendo la libertad. La emigración de judíos y algunas revueltas de cristianos en terrenos fronterizos, dieron por resultado el enriquecimiento de muchos de los conquistadores, los cuales, faltos de mujeres, establecieron pronto cruzamientos con los cristianos, dando origen a una raza mestiza. La progresiva fusión de ambos pueblos provocó normas consuetudinarias de convivencia, engendradoras de saludable tolerancia, que levantaron el nivel moral de la conciencia en cristianos y musulmanes, tanto más hombres, cuanto menos exclusivos.
No dejó de haber, obstinada lucha de creencias, puestos en contacto dos pueblos tan diferentes, señalándose principalmente los reinados de Abd-al-Rah'man II (822-52), en que los faquíes exacerbaron la intransigencia de la fe musulmana, mientras los monjes cristianos exhortaban al martirio por la creencia en Cristo; y el de Muhammad I (852-86), en que siguieron los martirios; pero desde el de Abd-al-Rah'man III, que comienza en 912, hasta la llegada de los intransigentes almuravides en 1086, los muzárabes gozaron de tranquilidad en el territorio ocupado por los conquistadores, viendo respetados sus templos, sus escuelas y bibliotecas.
Los muslimes sancionaron el culto, reconociendo los jalifas la personalidad de los obispos. Sonaban las campanas de los templos, existían conventos de frailes y monjas, se permitió predicar en las plazas y se celebraron concilios.
No siempre desposeyeron los musulmanes a los cristianos de sus templos, como los castellanos habían de hacer con ellos en pos de la victoria, antes bien, en Córdoba se conformaron con habilitar para su culto una parte de la basílica de San Vicente, y, más adelante, compró Abd-al Rahman I por fuerte suma el resto, dándose el edificante ejemplo de que un mismo techo cobijase a las dos religiones y confundiese las plegarias de los que la naturaleza creó hermanos y la opinión convirtió en enemigos.
No decayó entre los muzárabes, por lo pronto, ni el estudio de la lengua, ni el recuerdo de los escritores del segundo período de la monarquía visigótica, antes bien, volvieron los ojos a las grandes y próximas tradiciones de sus creencias, representadas por San Isidoro.
El latín de los muzárabes no era el puro de la aetas aurea, ni siquiera el de los tiempos visigóticos. Más corrompido que éste, sufre las influencias regionales, y los escritores arábigos hablan de la aljamia de Murcia, de Valencia, &c.
Frente al atavismo de los elementos vivos intelectuales, hay que colocar la parte del pueblo muzárabe que iba desvirtuando su fe, su lengua, sus tradiciones, y tanto por la asistencia a las escuelas árabes, como por sentir el influjo de las artes y las ciencias, que se desarrollaron con el poderío del jalifato, se confundió del todo con la civilización musulmana en nuestra Península, contribuyendo con su ingenio al mismo progreso mental del pueblo dominador.
En estos cristianos la cultura árabe, más que por influencias, procedió por absorción, y los resultados se notaron claramente, mostrando la literatura medioeval cristiana los elementos semíticos que había lentamente recibido.
Ni árabes ni muzárabes sintieron en España la influencia directa de la literatura griega: pero en cambio pasaron a ellos las tradiciones científicas de la Escuela de Alejandría, por cuya tradición la enciclopedia aristotélica cobra nueva forma y sobrevive en toda la Edad Media
Los muzárabes habían olvidado casi por completo su filiación cristiana, halagados por la política de los jalifas. Para provocar la reacción escribió el abad Speraindeo su Apologético contra Mahoma, del cual sólo se conoce un fragmento conservado por San Eulogio. Apóstol de los muzárabes y gloria de Andalucía, señaló el punto de partida de la literatura apologética entre los cristianos sometidos. Amamantados en su escuela los cordobeses Eulogio y Álvaro, combatieron la teología musulmana.
Educado Eulogio en el cultivo de las letras latinas, emprendió un viaje, en el que logró la adquisición de numerosos códices, entre ellos los que contenían las obras de Virgilio, Horacio, Juvenal, San Agustín, los himnos de la Iglesia visigótica, las poesías sagradas de Adhelelmo, y con tan rico tesoro emprendió a su vuelta a España la restauración de los estudios literarios de la cultura clásica, si bien subordinando éstos al prestigio de la religión cristiana. Este fin puede reconocerse en las obras de Eulogio Memoriale sanctorum. Documentum martyriale, Epistola a Wiliesindo y Apologeticum Sanctorum Martyrum, escritas desde 851 a 857, las más de ellas en la cárcel, durante la época de la persecución, ya para contrarrestar falsas afirmaciones, como la de la inutilidad de los martirios, ya para despertar la fe o fortalecerla.
Entre los mismos cristianos ortodoxos se suscitó alguna interesante controversia de matiz puramente filosófico o literario, tal cual la polémica que entre sí sostuvieron Álvaro y Juan de Sevilla. El cordobés sostenía que sólo debía mirarse el fondo de las obras, pues jamás los Santos se cuidaron de las galas del estilo; el sevillano contesta citando los Padres que han sido modelos de elegancia en el decir. Álvaro temía que la cultura pagana desvirtuase el cristianismo; Juan creía necesario valerse de las letras clásicas para vencer a las literaturas heréticas de Oriente.
8. Filosofía hispano-hebraica
Cuando los visigodos se convierten al catolicismo, las leyes eclesiásticas invaden la legislación civil y se dictaron leves adversas a la abominable secta judia.
La cultura científica de los musulmanes y la de los judíos difieren poco; no así la filosófica y la literaria en que los judios se muestran como caracteres más propios y originales. Los antecedentes históricos y filosóficos del pueblo hebreo le daban mayor aptitud que a los árabes para la especulación. La gloria de la filosofía hebraico-española nos pertenece por entero.
Abundan los tratadistas de filosofía moral, a los cuales atribuímos secundario interés. Nuestro estudio versará con predilección sobre los lógicos y metafísicos.
Al fallecer Sahadias, presidente de la Academia Babilónica de Sorah, que admite la fuerza de la razón al lado de la fe y niega lo que estima absurdo, por ejemplo, la existencia de Satanás, los judíos españoles fundaron en Córdoba una Academia, que en tiempo de Al Mutamid se trasladó a Sevilla; más tarde a Lucena, y, temerosa de los almuravides, buscó refugio en Toledo.
El entusiasmo del fundador, R. Moseh ben Hanoc, maestro oriental, despertó la adormecida intelectualidad de sus hermanos, prestó calor al movimiento la protección de los jalifas y brotó aquella numerosa pléyade de gramáticos y comentadores que levantaron los pilares científicos del estudio de su lengua.
Aben-Asdai, célebre médico y secretario latino de Abd-al-Rahman III, discípulo de Aben-Hanoc, difundió entre los rabinos españoles los libros de los escolásticos musulmanes orientales.
La filosofía hebraico-hispana tendría derecho a la atención, o mejor a la admiración del mundo, aunque no ostentase más nombre que el de Selomoh ben-Gabirol Jehudah (1021-70), conocido entre los árabes por Abicebrón, nombre que también le aplican Alberto Magno y Santo Tomás, y entre los judíos por Sefardí, el español. A los diez y nueve años compuso el Mechabereth, gramática en verso, y poco después el Azharoth (exhortaciones), exposición del mosaísmo para las sinagogas.
Muerto muy joven, dejó numerosas composiciones que pasaron al rezo judaico y se conservan como tesoros de rica inspiración melancólica y dolorosa aunque esperanzada. Su poema más importante, titulado La corona real, es esencialmente filosófico y de muy varios conocimientos. En sus ritmos las abstracciones toman cuerpo y cobran, vida por la fantasía del poeta.
No está labrado este poema sobre textos del Talmud al modo de otras varias producciones judías de la decadencia, sino sobre el área amplísima de la inspiración personal. El genial arranque de tan completo espíritu, mezclando lo lírico y lo épico, lo poético y lo didáctico y atravesando las esferas sensibles y las metafísicas, nos conduce hasta el principio fundamental y primario de todas las cosas, ante el cual se detiene por la imposibilidad de penetrar en él, después de haber recorrido cuanto la mente puede especular de lo visible y lo invisible.
A los veinticuatro años se reveló filósofo en Thikkum Meddoth Hannephes y en Mibchar Hapininim, tratado de filosofía moral, ambos escritos en árabe y traducidos al hebreo por Jehudah ben Thibón. Mucho se ha discutido si pertenece a Gabirol el Libro del alma, y aunque parece lo probable, todavía no ha recaído definitivo fallo de la critica. La obra filosófica capital de Aben Gabirol es La fuente de la vida, admirablemente vertida al español por el inolvidable y sapientísimo D. Federico de Castro. El neoplatonismo, sea que Gabirol directamente lo conociera o que lo hallara en los libros apócrifos, atribuidos a Empédocles, Pitágoras y otros filósofos griegos, fecunda el fondo de este admirable libro; así como la veneración a Platón influye hasta en elegir la exposición dialogada; pero el pensador descubre una parte hermosamente original en que, abandonando a Plotino, establece que en las substancias lo inferior es la forma y lo superior la materia, llegando a la unidad de ambas, mas sin confundirlas en la voluntad divina.
La creación consta del elemento fundamental, hyle o materia universal, substantivo y, por su unidad, sostén de la diversidad en los seres. La materia puede ser corporal, simple; es decir, sin forma, o mixta, y siempre la forma se apoya en ella. La forma universal no existe en sí, sino en otro y perfecciona la esencia. Por eso llamamos forma a lo visible y la materia permanece oculta a nuestra mirada, combinándose de tal suerte ambos conceptos, que la materia de las substancias inferiores sirve de forma a las superiores. Claro está que las palabras materia y forma son términos aristotélicos de origen, pero en Gabirol se hallan, si vale decirlo así, alejandrinizados. Las formas corpóreas, y esto no lo halló en el estagirita, son imágenes de las psíquicas que pueblan nuestros sueños, y tales ensueños son a su vez imágenes de las formas inteligibles que yacen en el fondo de nuestra mente. Tanto la materia universal, cuanto la forma universal, proceden de la voluntad divina por libre decreto, modificación en la que Gabirol se aparta y distingue de los neoplatónicos y de su concepto de la unidad de la esencia. La Voluntad o representación de la relación existente entre el Creador y lo Creado.
El gabirolismo en que se ha visto la coniunción entre las doctrinas hebreo-alejandrinas y las platónico-cristianas, influyó en Avempace y en Tufail, algo entre los suyos, pero más profundamente entre los filósofos cristianos.
Sem Tob Falaquera, discípulo de Gabirol, compuso un florilegio de La fuente de la vida. Escribió además El investigador, en que presenta a un joven preguntando a un asceta cuáles serán los mejores guías para marchar por la senda de la virtud y éste le designa los mejores concediendo el primer lugar a Gabirol.
En las sinagogas de Toledo se había desencadenado un viento de ignorancia y de fanatismo contra la labor filosófica y especialmente contra la obra de Gabirol, que duró mucho tiempo, después de fallecer el filósofo. El reproche mayor asestado a la doctrina del egregio andaluz, consistía en el carácter universal y humano de sus enseñanzas.
El ilustre filósofo andaluz Moseh-ben-Jehudah, conocido por Abi-Hamohathikim, padre de los traductores, prestó inmenso servicio a la cultura hispano-hebraica dando a conocer obras interesantes, entre ellas los comentarios de Abu-Chemed a Aristóteles, obras de Geometría, las Tablas astronómicas de Alphragani y la Física latina de Juan Isaac. Escribió Moseh una obra original de Hidrostática con el extraño título de Se juntarán las aguas, en que resuelve la cuestión de por qué el mar no inunda la tierra.
Si una de las columnas de la filosofía hispano-hebrea fue el malagueño Ben-Gabirol, la otra, no menos sólida e insigue, fue el cordobés Moseh ben Maimum, conocido por Maimónides (1135-204) primus qui inter hebraeos nugari desiit. Créese que estudió en Sevilla, porque aprendió del famoso astrónomo sevillano Geber (Muh b. Yabir b. Afla) y del célebre médico generalmente conocido por Abenzoar. Fingió ser mahometano por necesidad y, cuando marchó a África, confesó su verdadera religión. Escribió Maimónides varias obras teológicas y de medicina, arte que cultivó con brillantez, pues sus aforismos no alcanzaron menor autoridad que los de Hipócrates, y llegó a ser médico de Saladino, y otras filosóficas, de que trataré sucintamente. Los tratados de Maimónides se hallan en hebreo o en árabe, con igual pureza en uno que en otro idioma.
Maimónides parece destinado a dar unidad a las opuestas direcciones de la filosofía. Su propósito mira a la conciliación de la Biblia y la Filosofía, para lo cual, aunque escolástico, combate a veces a Aristóteles. Y como siempre los ortodoxos desconfían de esas armonías entre la ciencia y la religión, cuando se popularizó el Moré nebouchim o Guía de los extraviados, dijo un rabino de Toledo: «Esa obra fortifica las raíces de la Religión, pero destruye sus ramas». El Moré nebouchim, especie de Suma teológico-filosófica hebrea, dirigido a los que allá en su conciencia estiman absurdas o contradictorias las enseñanzas de la Biblia, mas, retenidos por el hábito de la fe, no se atreverían a abjurar, comprende un sistema de interpretación bíblica, la teogonía y la cosmogonía, una explicación del don de profecía, y termina con el estudio de la libertad y la Providencia.
Sostiene Maimónides la distinción entre la esencia divina y la humana, exponiendo que las mismas cualidades no son en Dios semejantes a como son en la humanidad.
Al tratar de la psicología, marca sus disentimientos con Aristóteles, su maestro. Conserva la jerarquía de inteligencias procurando identificarla con las categorías angélicas y no resuelve con nitidez el problema de la inmortalidad del alma. Tampoco se decide sobre el tema de la creación, si bien parece inclinarse a la creación ex nihilo.
En el Sepher-hamadah trata de la moral, incluyendo en ella la higiene y la economía, porque no podemos amar a Dios sin conocerlo, ni conocerlo sin ser dueños de nosotros mismos, por lo cual debemos cuidar de nuestra salud, casarnos cuando podamos subvenir a las exigencias del estado y comenzar la caridad por nosotros.
Jehudah Mosca, que, por mandato del Rey Sabio, tradujo el libro árabe De la propiedad de las piedras; Bechah bar Moseh el zaragozano, apologista de Maimónides; Iitshaq, autor de las tablas alfonsinas; Iitshaq-ben Latiph, teólogo, filósofo y médico; Salomón-ben Adereth, célebre por el citado decreto que dio en unión de Ascher, prohibiendo el estudio de la filosofía hasta los veinticinco años y autor de notables trabajos jurídicos; Bechaii, hijo del alemán Ascher, pero nacido en España y excelente comentarista, así como sus siete hermanos, y Jedahyah Hapenino, que dio a la filosofía su Carta, su Examen del siglo y su Vanidad de vanidades del mundo, obra esta última a que debió su renombre; a la teología, diversos comentarios, y a los pasatiempos, las Delicias del rey, explicación del ajedrez.
Moseh Cordobero ben Jacob, insigne cordobés, nació en 1505, y sus obras son las más perfectas de cuantas los rabinos escribieron en el siglo XVI. De filosofía, escribió su Tamarindo de Débora; de liturgia, tres libros, y de cábala, cuatro. En su obra capital, el Paraíso de los granados, nos revela la clave de la cábala. Él mismo extractó este libro, cuya fama le valió la jefatura de las sinagogas de Saphet, en otro que llamó Jugo de granadas, porque era como la substancia de aquél. Más tarde, completó el Paraíso con el Casco de las granadas.
El pensamiento español crea escuelas, influye en los investigadores, extiende sus raíces por toda Europa y abre sus flores hasta en la misma Suma de Santo Tomás.
Por la altura de las ideas, por la magnitud de los pensadores, por la trascendencia de las doctrinas, por el sello peculiar y por la comunidad de orientación, puede a mi juicio afirmarse que en tan gloriosa etapa no sólo hubo filósofos españoles, sino una filosofía completamente nacional, al menos de aquella parte de la nación que se preocupaba de la filosofía.
9. Estados cristianos del Norte hasta el siglo XIV
Los cristianos que no quisieron someterse a la condición de muzárabes o de apóstatas de la fe, como los muladíes, no tuvieron más remedio que evacuar el territorio conquistado por los árabes y refugiarse en las montañas del Norte de la Península.
En tal situación y en tiempos tan bárbaros, no habían de prosperar entre ellos las ciencias ni las artes: pero, sin embargo, parece que esos cristianos llevaron consigo alguna parte de la cultura tradicional, derivada de la escuela sevillana.
A raíz de la invasión nacieron diversas heterodoxias ya con carácter nuevo. Estos movimientos religiosos no han transmitido a la posteridad más nombre que el del sevillano Migecio. Opinaba que las personas de la Trinidad no eran formas divinas, sino que representaban personas efectivas históricas distintas de Dios, tales como David, Jesucristo y San Pablo, doctrina que cimentaba en cuatro pasajes evangélicos.
Increpaba Migecio a los sacerdotes, pues si se llamaban pecadores, siendo santos, mentían, y si eran pecadores, no debieran acercarse al altar. Las ideas de Migecio fueron combatidas en libro lleno de ultrajes personales por el mitrado de Toledo, Elipando, que no debió de poseer gran ciencia ortodoxa, cuando desliza proposiciones adopcionistas, llegando más adelante a ser condenado por hereje. El adopcionismo o suposición de que Jesucristo en cuanto hombre era hijo adoptivo de Dios, tomó en España el nombre de felicianismo por haberlo iniciado el obispo de Urgel, Félix, creído francés por algunos, pero positivamente español. Sostenían los adopcionistas españoles la unidad de personas en Cristo, distinguiéndose en esto de los orientales; sólo que llamaban a Jesucristo hijo natural de Dios según la Divinidad y adoptivo según la humanidad. Félix convirtió a Elipando y éste a Ascario, acaso obispo bracarense, conquistando muchos prosélitos por las regiones cantábricas. La esencia de la doctrina nos es conocida por el fragmento de una carta de Elipando a su discípulo el abad Fidel, que reproduce Beato en su Apologético.
Sobre las huellas de la escuela isidoriana y recuerdos de Boecio, Pedro Compostelano a mediados del siglo XII, según Menéndez y Pelayo, o del XIV, según Bonilla, escribió Consolatione Rationis alternando la prosa y el verso. No deja de haber en esta obra, cuyo manuscrito, de difícil lectura, se guarda en la Escurialense, cierta influencia de la filosofía arábiga. Pedro Compostelano supone que se le aparece en sueños el Mundo y la Naturaleza en forma de hermosas Jóvenes y le invitan a los placeres que a cada una corresponde, pero de pronto surge la Razón, más bella y modesta, la cual se encara con las dos anteriores apariciones y dirigiéndose luego al autor, le recuerda la enseñanza de las artes liberales, personificadas en siete hermosas vírgenes, y la felicidad de la práctica de las virtudes teologales y cardinales. El autor, no sin protesta, se resuelve a abandonar el Mundo y la Naturaleza, porque la felicidad que uno y otra pueden granjearle es parecida a la imagen de los sepulcros blanqueados, según la Razón le recuerda. En esto, los Pecados capitales entablan una lucha con las Virtudes y la Razón se erige en arbitro de los contendientes. Es una obra desprovista de originalidad y de valor filosófico al tenor de las muchas alegorías didácticas que se componían en su tiempo.
En 1106 el rabino Moseh recibía las aguas del bautismo y con ellas el nombre de Pero Alonso, después de probar su celo en los Dialogi contra los errores judíos y sarracenos. Su erudición juvenil en las ciencias orientales, se puso a contribución del cristianismo en su edad madura. De esta inclinación brotaron el libro De Scientia et Philosophia y la famosa Disciplina clericalis, la más [94] importante invasión del apólogo oriental en nuestra literatura.
Don Álvaro Pérez, más conocido por Álvaro Pelagio, nació a fines del siglo XIII. Su libro de Planctus ecclesiae alcanzó extensa reputación. Escribió además la Apología Sum. Pont. joannis XXII, a quien representó como Nuncio en Portugal, y la Summa Theologica. Su justa fama le elevó al episcopado de Silves, en el Algarbe, y acaso por esta circunstancia figura como portugués en el Dictionnaire Historique. Otros biógrafos lo han considerado gallego, mas Ortiz de Zúñiga nos informa que nació en Sevilla, donde vivía su familia, oriunda del NO., y donde quiso ser enterrado, según consta de su testamento. Falleció en 1349.
10. El Renacimiento en España
Entre la Filosofía escolástica y la Filosofía moderna, está la Filosofía del Renacimiento.
Más tarde que en el resto de Europa, se sintió en España la honda sacudida del Renacimiento, que penetró en la península por dos puertas. Por la región levantina, la mejor preparada por su historia, y por la floreciente Sevilla, la mejor dispuesta por su mentalidad.
A fines del siglo XIV apunta en España algo así como la aurora del Renacimiento. Propenden a desaparecer los apólogos y cuentos, y en los libros de los moralistas se recopilan las enseñanzas de Aristóteles, Cicerón, Séneca y demás filósofos paganos, en vez de las máximas orientales. Las Vidas de los filósofos, de Diógenes Laercio, pasando por el latín, constituyeron el fondo del libro De los dichos y sentencias de los philosophos, versión castellana de un original latino, y de este libro copiaron a su sabor Santillana, Fernán Pérez y la mayoría de los tratadistas castellanos.
Las numerosas traducciones de escritos clásicos peor o mejor hechas en los días de Juan II se erigieron en modelos indiscutibles, y la prosa, especialmente la didáctica, se convierte en pobre remedo o en sintaxis latina bárbaramente adaptada a nuestro idioma.
Al expirar la Edad Media, crece el prestigio de Platón, apenas conocido en España.La filosofía medioeval no se compadece con el reverdecer de las ciencias naturales ni con la nueva idea del mundo dilatada por los inverosímiles descubrimientos.
El impulso del Renacimiento era irresistible; la joven savia se filtraba por todas partes, la fiebre se propagó a príncipes y magnates, y notables humanistas extranjeros, como Pedro Mártir y Lucio Marineo Sículo, que vinieron a desbastar nuestra aristocracia, surgiendo multitud de humanistas, igualmente en la Iglesia, como el Arzobispo de Sevilla e inquisidor general Don Alonso Manrique, y los Prelados de Granada y Osuna, que en el siglo, donde brillaron el ilustre marqués de Tarifa y adelantado de Andalucía, Don Fadrique Enríquez de Rivera, gloria de Sevilla y vastago de una familia de literatos y mecenas: Don Pedro Girón; el marqués de los Vélez; Don Rodrigo Ponce de León; el prócer sevillano Don Rodrigo Tous de Monsalve.
Todo movimiento ideológico o político se personifica en un hombre, y el renacimiento español encarnó en la gigantesca figura de Antonio Martínez de Cala y Xarana del Ojo, conocido por Antonio de Nebrija. Enciclopedista y polígrafo como todos los genios de la época, padre del humanismo, autor de la medida más exacta de un grado terrestre, historiador, botánico, teólogo, filósofo, médico, jurisconsulto, «lo mismo, como decía Luis Vives, podía ser llamado lo uno que lo otro», porque toda la ciencia de su tiempo fue propiedad suya y no hubo disciplina en que no señalara la garra del león.
Aunque apenas escribió en materia filosófica más que el Vafre, dicta Pilosophorum latinis reddita, publicado por su hijo, influyó más eficazmente que ningún coetáneo en el despertar de la conciencia reflexiva española, pues con tenaz ardor defendió la libertad científica en su valiente Apología contra los fanáticos que intentaban entregarle a la Inquisición, propugnó los principios fundamentales de la sana crítica y puso en evidencia la ignorancia y mala fe de sus adversarios.
Entre los admiradores de Erasmo formaban Vives; el canónigo Pedro de Lerma, condenado en 1537 a recorrer las poblaciones del reino abjurando en cada una de once proposiciones predicadas y obligado por miedo a la Inquisición a morir en extrañas tierras; el doctor complutense Mateo Pascual, que sufrió confiscación de bienes por sus dudas acerca del Purgatorio; Luis Núñez Coronel, de fervoroso escolástico, convertido en ardiente renacentista, y el profesor Juan de Vergara, que, así como Bernardino Tovar, sufrió prolongada clausura en los calabozos inquisitoriales, al par de otros escritores tocados de luteranismo, como Alfonso Valdés. No consta dónde nació este último, ni se puede afirmar que fuese clérigo. Sí se sabe que, acompañando a la corte, asistió a la dieta de Worms y que no formó favorable juicio de los protestantes. En sus conocidas cartas censura con dureza a Lutero, y únicamente disculpa la exasperación de los alemanes por la reprobable conducta del clero, lamentando que el Papa no hubiera procurado corregir el desorden.
Vuelto a España se puso en comunicación con Erasmo, tornándose en tan adicto y fanático secuaz, que aun algunos erasmistas hubieron de reprenderle la exageración. En 1527, con motivo del saqueo de Roma por los imperiales, publicó el Diálogo de Lactancio, en que, después de relatar aquella empresa, traza la apología del emperador, sin ofensa del Papa, a quien supone engañado por sus consejeros.
El dominico Juan de Torquemada (1388-468), siniestro apellido, que parece arrastrar una maldición de antipatía, poseyó el arte de hacer repulsiva su ciencia, mucho más teológica que filosófica, privándola de todo atractivo y amenidad y aterrorizando al lector con la sequedad y aspereza de su ardor polémico. Su contradictor Alonso Tostado (1400-552), tampoco cultiva la filosofía propiamente dicha, sino sus aplicaciones en Cuestiones de Filosofía moral, donde estudia las virtudes teologales y cuál sea la soberana entre las morales, decidiéndose por la prudencia. Acendrado peripatético, fustiga siempre que halla ocasión a los estoicos y senequistas, ora combatiendo sus teorías de las pasiones, ora justificando el temor, ora condenando el suicidio.
En todo este movimiento influyó poderosamente el libro de ese nebuloso personaje ulisiponense, conocido por Pedro Hispano, que unos identifican con el Papa Juan XXI; otros hacen fraile dominico, sin haber conseguido demostrarlo, y algunos, como Pedro Ciruelo y D. Juan Pablo Forner, consideran doble, es decir, un Pedro Hispano profeso en la Orden de Santo Domingo y otro sacerdote, ambos filósofos. De todas suertes, las Summulae logicales de Pedro Hispano sirvieron de manual a los escolares, de guía a los maestros y dieron lugar a profusos comentarios, algunos de tan reputados tratadistas como Jean Buridan (Sum. París, 1487). Estampan varios historiadores, no he podido comprobarlo, que los bárbaros versos latinos empleados para mnemotecnia de las cuatro figuras del silogismo en sus modos legítimos proceden sin antecedentes de las Súmulas de Pedro Hispano. La doctrina responde al criterio logicista de la época, siendo la Lógica la alma mater de todo el conocimiento, según correspondía al escolasticismo cristiano, que no necesitaba un principio, ya evidente por la revelación. Con todo, las Summulas no pasan de un epítome de Dialéctica.
En aquellos días de decadencia para la Metafísica, no prosperaban sino filósofos de segundo orden y podían ocupar la primera línea tan modestos pensadores como algunos de cuyas obras daré sumarísima noticia, aunque por razones de método invada un poco la jurisdicción del siglo XVI, sacrificando la cronología en aras de la analogía de ideario. Impresas muchas en el extranjero, rarísimos los ejemplares con títulos en mal latín que copio, no todos los cuales he visto ni creo que existan ya.
Entre los amigos de Erasmo, sin que pueda llamársele erasmista, figura el valenciano Juan Luis Vives, si español de nacimiento, extranjero en su mentalidad, como estudiante en París, profesor en Lovaina y preceptor de la princesa María, hija de Enrique VIII de Inglaterra, y una vez que volvió a España se casó en Burgos. En vista de tal contratiempo, emigró de nuevo a los Países Bajos.
Sus obras propiamente filosóficas se reducen a De prima philosophia, sive de intimo naturae opificio, de carácter netamente ontológico, y De anima et vita, obra psicológica. Las demás se reducen a crítica, metodología o filosofía aplicada. Vives atacó rudamente la idea Nihil novum sub sole, o sea, la creencia de que todo lo dijeron los antiguos sabios. In pseudo dialecticos combate sin piedad el escolasticismo.
La metafísica de Vives, más que en especulación sobre el principio fundamental, consiste en desbrozar y simplificar su estudio. Así tiene de la sustancia el pobre concepto del estagirita, que la confunde con la forma y sólo la estima sujeto determinado y concreto de los accidentes, así llamados por referirse a ella.
Hay en las cosas materia y fuerza activa. A las energías naturales repartió Dios parte de su sabiduría y poder, según los oficios que deben desempeñar.
En el concepto del alma se aparta del aristotelismo, pues no cree al cuerpo informado substancialmente por el espíritu, sino cual mero albergue de éste Renueva también el polianimismo de los griegos.
Dios creó los seres para el bien. Todas las cosas poseen una finalidad de que no se dan cuenta. El hombre es superior a los demás seres, porque tiene conciencia de su fin.
El verdadero ser reside en Dios, porque nada existe sobre Él y en Él radican todos los bienes. De aquí arranca su teodicea. No existe beneficio comparable al de la religión, y claro está que Vives no llama religión sino al catolicismo, a cuyas plantas arroja la sabiduría.
Lejos de conceder al común sentir la fuerza probatoria que otros pensadores le otorgan, siente por la conciencia popular la más profunda despección. Seguramente, de haber alcanzado nuestros días, no habría sido Vives entusiasta del sufragio universal.
El pensamiento de Vives recorrió dos períodos: el primero, decididamente escolástico; el segundo, ampliamente neoplatónico.
En cuanto a la educación de la mujer, opina Vives que la doncella debe vivir recoleta sin dejarse ver de ningún varón ni salir de casa, sino en rarísima ocasión y, aun en este caso, acompañada de sus padres o de personas de notoria experiencia y honorabilidad. Todas estas ideas, tan en pugna con la concepción moderna, expuestas en la Institutio feminae christianae, así como las del P. Martín de Córdoba, pasaron a La Perfecta Casada de su imitador Fray Luis de León.
11. El siglo de Oro
11.1. Aristotélicos
Aristóteles, logró un digno traductor y representante en el humanista Juan Ginés de Sepúlveda. Nacido en Pozo Blanco, de familia noble venida a menos, se ordenó de sacerdote y después de escribir contra Erasmo y Lutero se encargó de la educación del príncipe Felipe, más adelante Felipe II. Nada escribió de filosofía fundamental. De filosofía aplicada dio a la estampa Apología pro libro de justis belii causis (1550), donde después de propugnar la esclavitud como hecho natural sostiene la justicia de la guerra para esclavizar y De regno et officio regis en que diserta sobre las formas de gobierno dentro de la ortodoxia aristotélica. Falleció ciego, no dejando una reputación de filósofo comparable a la justísima de humanista.
Su paisano el cordobés Rodrigo de Cueto, influido por Pedro Hispano, dio a la publicidad su Primus tractatus Summularum, anticipándose a la docencia aristotélica que Antonio Gouvea esparcía en Portugal.
Fernán Pérez de Oliva, profesor de filosofía en París, rector de la Universidad salmanticense, es el primer prosista importante del siglo XVI. Dotado de viva imaginación y profundo humanista, enriqueció la lengua española con felices adaptaciones de voces y giros latinos. Su principal obra, el Diálogo de la dignidad del hombre, uno de los más preciosos monumentos de la prosa española, se desenvuelve entre tres interlocutores: Aurelio, Antonio y Dinarco. El fondo pertenece a la más noble filosofía; el estilo, grave y correcto, modela con facilidad las ideas y las cláusulas ruedan con majestuosa armonía. También despierta legítimo interés el Razonamiento que hizo en Salamanca el día de la lección de oposición de la cátedra de Filosofía moral. Se le clasifica entre los aristotélicos, pero su representación de la Trinidad en la esencia del alma transciende a platonismo al través de San Agustín.
Aunque principalmente teólogo resplandeció el jesuíta sevillano Diego Ruiz de Montoya, profesor de Teología en el renombrado Colegio de San Hermenegildo de su patria. Ocupó altos cargos en su Orden y gozó de tal prestigio que cuando el Cabildo hispalense congregó una Junta de los más eminentes teólogos de las comunidades religiosas, se dio por unanimidad la presidencia al P. Diego, firmando y acatando todos su dictamen sobre los puntos sometidos a su deliberación.
Cuéntase que, habiendo Felipe III exigido a los ciudadanos de Sevilla un nuevo e ilegal tributo, que la población se resistió a pagar, el duque de Lerma, en nombre del rey, escribió al P. Ruiz de Montoya rogándole que persuadiese a los sevillanos a la aceptación del impuesto, prometiéndole en cambio obtener del Papa el permiso para la publicación de su obra De auxiliis divinae gratiae. Contestó el jesuíta con todo respeto que prefería dejar inédita la obra mejor que abogar por un gravamen a su juicio injusto.
Inicia sus comentarios tomísticos con el voluminoso libro De Trinitate (Lyon, 1625), dentro de la más pura ortodoxia y precedido de elegante proemio. En Lyon (1629) dio a la estampa su comento Ac disputationes, relativo a las quaestiones XXIII y XXIV ex prima parte Sancti Thomae, que comprende los tratados De Praedestinatione, ac reprobatione hominum, & Angelorum, seguido de copioso índice rerum et verborum, y el mismo año en París el Comentario referente a la doctrina de la ciencia, de las ideas y de la verdad. Trata en la primera parte extensamente de la scientia Dei, de la concordia praescientiae cum libertate, de libertatis indifferentia quae per Dei praescieníiam non laeditur, y de la ciencia condicionada; siguen los tratados de ideis y de veritate, donde se proclama la eternidad e inmutabilidad de la verdad (art. 7 y 8) y se cierra con el estudio de vita Dei. En fin, el libro De Providentia desenvuelve el concepto fundamental de la providencia divina, sigue con el tratado que titula De Praedefinitionibus, combate los errores de los que llama semipelagianos y entra de lleno en el estudio de la Predestinación.
José Herrera, agustino y natural de Sevilla, habiendo pasado a Nueva España para la conversión de los indios en 1557, se graduó en la Universidad de Méjico y obtuvo allí cátedra de Prima de Teología. Cuando regresó a España, su fama le llevó a explicar una cátedra en la Universidad de Osuna, donde se supone que falleció.
Dejó un manuscrito titulado Summa Philosophiae Scholasticae. Aunque este trabajo se desenvuelva por el método y dentro del sentido escolástico, no se mostró el P. Herrera intolerante, pues siendo conventual en su patria y llamado por la Inquisición a deponer en el proceso instruido a Fr. Luis de León en 1572, se manifestó conforme con el procesado en las ideas expuestas acerca de la Vulgata.
11.2. Los platónicos
Encierra el platonismo algo de oriental no muy compatible con el extremo occidente. La Edad Media ignoró al divino filósofo y apenas libó de su doctrina tenues gotas extraídas de los escritos de San Agustín, de los musulmanes o pasadas por el doble tamiz del areopagita y de Marsilio Ficino.
En nuestra península tuvo vislumbres el Doctor Iluminado pero nada auténtico se conoció hasta que en la aurora del Renacimiento vertió Pedro Díaz, y no directamente, el Timeo. Abundaban las traducciones de Aristóteles.
Tan claro representante de la tradición platónica habría enriquecido el tesoro del pensamiento español con sus Dialoghi de Amore que proclaman el amor por origen de la vida e inspirados en Ibn Gabirol, refunden el misticismo alejandrino con el semítico e influyeron en los poetas, oradores y novelistas españoles del siglo áureo.
La cópula con Dios produce la felicidad. Del abarbanelismo, si se permite el vocablo, emergió toda esa estela perceptible en la literatura de la época y conocida por platonismo erótico.
Los que juzgan ser bastante un gran talento y sembrar sus obras de pensamientos dignos de consideración, podrán discernir el título de filósofo a Fray Luis Ponce de León; pero mi criterio, más restricto, se resiste a concederlo a aquellos escritores, sean cuales fueren sus méritos, que no se proponen la solución del problema filosófico. Fray Luis no tiene ojos sino para la religión, al servicio de la cual pone las aficiones platónicas, genuinas de su orden y que desde su insigne fundador se han conservado en ella, mientras los agustinos fueron lo que antes eran. Cristiano ante todo, vierte, no como propia investigación, sino subordinadas al punto de vista religioso, ideas aisladas con propensión platónica y, como toda dirección académica, apuntando más o menos al panteísmo oriental.
Fray Luis no llegó a escalar las vertiginosas alturas de la mística ni su propensión a la unidad suspira por la compenetración con Dios hasta el anonadamiento.
Aunque la doctrina coincida con la platónica, no concierta sistemáticamente, o sea a modo filosófico, pues, por más que proteste del abatimiento de la escolástica, en sus ideas sobre lógica se señalan las huellas de la Escuela. En La Perfecta Casada contradice la tesis de la República de Platón. Poca fe parece tener en el órgano de la filosofía, en la razón humana, cuando declara que los deseos «de hecho la engañan; y, quitándole las riendas de las manos, la sujetan a los deseos del cuerpo, y la inducen a que ame y procure lo mismo que la destruye. Constantemente fijó su pensamiento en el orden religioso, al cual subordina el científico, estima al sage, que dicen los franceses, por encima del savant y, entre las fuentes del conocer, atribuye excepcional valor al sentido íntimo.
No transige Fray Marcelino Gutiérrez en que se considere platónico al Maestro León y hay momentos en que el lector se inclina a darle la razón
El P. Marcelino apura su claro entendimiento para librar a Fr. Luis del carácter platónico, sosteniendo que en las ideas del poeta no halla más que ciertos influjos platónicos igual que de otras escuelas. Tanto empeño pone en su tesis que parece considerar mancilla la filiación platónica, inexplicable inconsecuencia en un hijo de S. Agustín, el gran platónico del cristianismo. En realidad, Fr. Luis, siempre firme en la religiosidad, se nos presenta siempre indeciso en la reflexión filosófica.
La más popular de sus obras prosadas, La Perfecta Casada, recuerda la Institutio feminae christianae, de Vives, y el Jardín de las nobles doncellas, del P. Martín de Córdoba, pues a una y otra imitó Fr. Luis. Cada capitulo desenvuelve un texto del Libro de los Proverbios, sujeción que impide el desarrollo de un plan metódico, robando fruto y deleite a la lectura. En la mente de Fray Luis el matrimonio es estado inferior al de celibato, según el sentido íntimo de la idea cristiana, y además de la finalidad procreadora de la especie, encierra una misión económica, «porque para vivir no basta gozar hacienda, si lo que se gana no se guarda». La educación de la mujer debe concretarse al oficio doméstico, sin aventurarse en otras vías.
11.3. El misticismo y los místicos
La primera reivindicación de la personalidad filosófica nacional se debe a los místicos.
La escolástica envolvía en su impersonalidad las iniciativas, mas el misticismo, como no se apoya en una revelación oficial para todos los hombres, sino en una revelación individual, irradiada del Ser divino a cada estado personal de éxtasis, abre cauce a las iniciativas particulares o de esos individuos mayores llamados pueblos.
Si se analiza la génesis del misticismo, se halla en un estado subjetivo congruente con pérdida de la inocencia intelectual. Cuando no puede sostenerse el dogma, porque frente a él hay otro, brota el escepticismo; pero, como afirmar que no se puede afirmar es ya una afirmación, no pudiendo permanecer en la negación absoluta, se infiere que, no mereciendo completa confianza nuestros medios de conocer, hay que arrojar esos instrumentos inútiles para salir de ese estado que hizo decir a V. Cousin que el misticismo es la desesperación de la razón humana y unirse sin intermediarios al objeto del conocimiento, identificándose ambos términos.
En aquellas épocas cual el siglo de la Reforma, en que la duda, la inquietud, se apoderan de las almas, el misticismo llena un vacío del corazón, así como, por apoyarse en una revelación individual e inmediata, se torna sospechoso a los siempre desconfiados ojos de la ortodoxia.
El ascetismo nace de la voluntad, el misticismo requiere un estado especial, la gracia.
El ascético busca una finalidad práctica: la salvación; utiliza la virtud a guisa de instrumento para salvarse, sin concederle valor substantivo. Es en esencia un egoísta, sólo atento a su bien particular, que procuraría, por cualquier medio, si estuviese seguro de su eficacia.
No practica el bien por amor, sino por conveniencia; no puede llorar de contrición, sino temblar de atrición.
El místico ama, contempla y no reflexiona; no piensa en su salvación por interés, sino en la fusión con el amado; no se preocupa de la conducta y se entrega por entero hasta el sacrificio de la personalidad.
Muchos de nuestros escritores religiosos comienzan ascéticos y, cuando su espíritu se engrandece, se convierten en místicos. La orden religiosa de más pronunciado misticismo es en España la carmelita; la menos mística y más ascética, la férrea Compañía de Jesús.
Sin disputa el hombre ha nacido para la acción, no para el éxtasis. La contemplación misma debe considerarse como un acto enderezado al fin humano. La propensión a la vida mere-contemplativa supone una disminución de la personalidad. El estado místico se presenta a título de anormalidad psíquica y fisiológica; va saturado de sentimentalismo y exige un recogimiento interior que se siente en el alma cual si tuviera otros sentidos que sustituyen a los externos.
La esencia de la Mística en Filosofía reside en el conocimiento por ministerio de la intuición y en Teología por la unión íntima con Dios, a la cual se asciende por tres vías: purgativa o ascética (depuración previa), iluminativa y sintética.
La Literatura ascética, mucho más abundante que la mística, forma en Castilla una cadena no interrumpida desde Séneca hasta hoy.
La mística carece de antecedentes en Castilla. El misticismo no es español. Nuestro espíritu propende al positivismo; nuestra filosofía, a la moral y a la política, y nuestra novela es enteramente realista.
La situación política de España, la Inquisición y el despotismo favorecían su aparición, porque el arrobo aleja al hombre de la sociedad y brinda un refugio a todas las almas generosas y ardientes mal avenidas con las asperezas del medio social. De ahí su oposición con el ambiente contemporáneo, las ansias de reforma, tácitas o expresas, que a todos los místicos devoran y hasta la constante animadversión al clero, a la que éste y la Inquisición correspondieron con mal disimulada ojeriza.
En España, la poética de los trovadores presta adecuada forma al deliquio amoroso e imprime su sello en las producciones de nuestros místicos, harto propensos al conceptualismo, bien provengan de la fuente bíblica, como Laredo, San Juan de la Cruz y Jacinto Verdaguer; bien de la doctrina neoplatónica, como Fray Luis de León y Luis de Ribera, bien como Santa Teresa y Sor Gregoria, comiencen por el misticismo bíblico y adopten luego singularísimas formas. Es verdad que los alejandrinos alumbraron un venero de misticismo en cuyas aguas bebió el Maestro León, pero el sentimentalismo germinó con preferencia en el Cantar de los Cantares.
La filosofía mística española resulta de una fusión del neoplatonismo con el cristianismo, si bien no con acentuado carácter reflexivo, sino nutriéndose del sentimiento y dejándose llevar de la intuición.
Esta filosofía, original en su modo español, se desborda en dos direcciones opuestas, idealista exaltada la una y naturalista la otra. Ambas coinciden en que la intuición o vista inmediata del ser es la fuente del conocimiento; pero ambas se diferencian fundamentalmente en que la una encauza la revelación personal directa por las vías de la revelación universal consignada en la Buena Nueva, en tanto que la otra exagera la unidad, o mejor, la simplicidad, hasta considerarla incompatible con su propio contenido, viéndose obligada a establecer en la materia el principio de la diversidad.
Encierra la filosofía mística un elemento antropológico predominante en Santa Teresa, que aspira a la unión con Dios por el amor y la voluntad, a un connubio místico que nos hace amar en Dios a las criaturas, y otro ontológico el de San Juan de la Cruz, que procura la unión por la esencia y llega al anonadamiento, a la renuncia de la personalidad.
Santa Teresa de Jesús, llamada en el siglo Teresa de Cepeda y Ahumada, profesó en la Orden Carmelita, fundó muchos conventos, sufrió contrariedades y luchó por la conquista de las almas, mientras sus hermanos guerreaban en América. Tenían por antecedente los escritos teresianos ciertos libros como el Tercer Abecedario espiritual, obra de abundante erudición y doctrina, una de las fundamentales para el estudio de la mística hispana, publicada en 1527 por Fray Francisco de Osuna.
La primera obra publicada por la Santa, a se tituló El discurso de la vida e imita las Confesiones de San Agustín, cuyos admirables libros leyó según nos refiere ella misma.
Ya el libro despertó sospechas de iluminismo que motivaron un proceso en la Inquisición. El carácter de esta producción es de psicología mística y poco teológico, pues cuando se plantea algún tema transcendental procede como por tanteo y deja ver su inseguridad tanto en la materia como en el lenguaje.
El camino de la perfección contiene enseñanzas para sus religiosas y responde a la ética del misticismo. Los conceptos del amor de Dios, que ha llegado a nosotros muy incompleto, es un arrebato de amor divino en que explana las ideas místicas que la animaban. El mismo sentimiento que campea en los citados libros inunda los versos, auténticos los menos, y las epístolas de la Santa. Su misticismo se inspira en La Imitación de Cristo y en otros místicos anteriores, singularmente en Bernardino de Laredo y en el Cartujano, con no escasos influjos de las hagiografías y libros caballerescos.
Santa Teresa refleja su carácter en El castillo interior o Las Moradas, al pintar la hermosura del espíritu, la fealdad del pecado y cómo la oración es la llave del castillo interior. Dios, según la Santa, se comunica directamente al alma por visión intelectual.
En Las Moradas se notan las exaltaciones de su juventud, pues antes de ser monja trató, en colaboración con su hermano Rodrigo, de componer libros de caballería, y este carácter resalta en la obra, que forma una especie de libro místico de caballería. Es el tratado de la ontología mística.
Juan de Yepes y Álvarez, conocido por San Juan de la Cruz (1542-91), carmelita y amigo de Santa Teresa, gimió preso en un convento de descalzos en Toledo. Sufrió allí crueles tormentos, incluso el de verse insultado y azotado por sus cofrades, y hubo de evadirse por una ventana que daba sobre el río y retirarse al corazón de Sierra Morena. Arrastrado por las ficciones propias de la época, se engolfa en una bucólica mística y semi-esotérica, cuyo fondo es el desprecio del mundo y la unión con Dios por el amor. La forma resulta obscura para el público en general por el sentido simbólico del lenguaje, y las imágenes proceden del Cantar de los Cantares. La Noche obscura del alma y cuanto San Juan escribió en prosa, se destinó a servir de clave para la explicación de sus poemas.
Yepes extrema la tesis teresiana. Para lograr a Dios se impone la renuncia de la naturaleza humana. Cuando las facultades se anonadan, recibe el alma luz de Dios, pero esta luz se convierte en tinieblas, noche obscura del alma, porque ésta no puede soportar tanto resplandor. El espíritu vive en la vida de Dios, sólo separado de ella por un velo.
En la Subida al Monte Carmelo censura a los que sólo piensan en tener bellos oratorios e imágenes.
11.4. Los ascéticos
Durante la Edad Media escasean en España los tratados religiosos. En cambio abundan los morales mezclando con la idea cristiana dos elementos paganos que extraían de los moralistas antiguos, principalmente de Séneca, y otros de origen claramente oriental. El Oracional, de Alonso de Cartagena; El vencimiento de sí mismo, de Madrigal, y algún otro análogo despiertan exiguo interés para la filosofía y para la literatura.
En cambio en los siglos XVI y XVII se cuentan por millares los libros de devoción y surgen autores de cierta importancia.
De Fray Luis de Granada, orador no superado ni igualado siquiera en la iglesia de España, sólo interesan para este estudio las siguientes obras:
Libro de la oración y meditación, libro de sensibilidad, no reflexivo y verdadera obra de espontáneo artista. En sus meditaciones, por el fondo ascéticas, va apuntando el germen del misticismo que florecerá en Guía de Pecadores, libro de carácter ético y acaso el más firme de estilo de cuantos compuso Fray Luis; consta de dos libros: el primero es una hermosa excitación a la virtud; el segundo, una guía para practicarla. El éxito fue inmenso, y la admiración de los doctos la tradujo a varias lenguas. Lo mismo la Guía que el tratado de la Oración y meditación (1554), obra elocuentísima, y constante apelación al sentimiento, se incluyeron en el Índice y no se reimprimieron sino cuidadosamente expurgados. San Pedro de Alcántara confesó que su libro de Oración y Meditación era un simple compendio de la obra de Fray Luis.
Memorial de la vida cristiana. En estas ardientes páginas se salvan las lindes del ascetismo y se penetra en las luminosas vías de la mística. Fúndense allí y aún más claramente en las Adiciones las enseñanzas tomísticas que bebió en su Orden con las intuiciones platónicas, indefectibles en toda exaltación mística, siendo a la vez un libro de filosofía cristiana y un vademecum de filosofía religiosa popular, es decir, un tratado del amor divino.
Introducción al Símbolo de la fe. En esta obra, desarrollo estético de la prueba ontológica de la existencia de Dios, se desenvuelve una completa teodicea. Propúsose el autor trazar una propedéutica o preparación para la teología y algo parecido en el fondo al posterior intento de Chateaubriand en El genio del cristianismo. A la exposición de la ontológica sigue la prueba llamada física y presenta una cosmología apologética de intensa energía descriptiva, no sin analogías con las Armonías de la Naturaleza, por Bernardino de Saint Pierre.
El gran Fray Luis se nos presenta con un pie en la ascética y otro en la mística. Como los místicos, cree que sólo Dios puede calmar la infinita sed del alma humana; pero, como los ascéticos, procura llegar a El por el estudio, la oración y la virtud, no por la sublimación de las potencias que las conducen al éxtasis, pues si la voluntad y la razón formadas para el bien y la verdad tienden por naturaleza a Dios, belleza suprema, y a abismarse en un océano de amor, no debe prescindirse de la vida activa porque la práctica de la virtud es también una oración.
11.5. El protestantismo
La edad moderna se abre con un nuevo factor de las contiendas religiosas, el protestantismo, cuyas salpicaduras no respetaron la blanca veste de la ortodoxia hispánica. A petición de los reyes de España el Papa Sixto IV dio en 1478 una bula permitiendo la creación de un tribunal independiente de la jurisdicción episcopal, del Tribunal de la Inquisición, instituido para velar por la pureza de la fe católica.
Sevilla, la ciudad más importante del reino y la más expuesta a las herejías por el carácter universal de su cultura, pues las Universidades no estudiaban más que teología ortodoxa, fue preferida para establecer el famoso Tribunal, que en la capital de Andalucía se instaló en primero de Enero de 1481.
El establecimiento de la Inquisición no despertó el menor disgusto en el centro ni en el norte de España. Unicamente los aragoneses y los andaluces vieron con pena su instalación. Los aragoneses protestaron tumultuariamente, cosa extraña, porque la Inquisición no constituía ya una novedad para ellos. Que en Andalucía, y especialmente en Sevilla, cayó mal la innovación, se comprueba por las dos cartas siguientes que se conservan en el Archivo municipal de la ciudad y que parcialmente reproduzco por ser documentos históricos poco conocidos.
La derivación del erasmismo al protestantismo, apuntada en Alfonso de Valdés, se representa por su hermano Juan. La primera etapa de la vida de Juan de Valdés es tan oscura como la de su hermano. Créese que nació en Cuenca y no ha podido comprobarse si estudió en la universidad complutense. Dedicó su mocedad a aprender las lenguas clásicas, aprendió más tarde el hebreo y alternó tan doctas enseñanzas con la lectura de libros de caballería, a que fue extremadamente aficionado. Por mediación de Alfonso entró en relaciones con Erasmo, del cual recibió muestras de afecto, y en 1528 compuso solo o en colaboración con su hermano, punto aún no resuelto por la crítica, El Dialogo de Mercurio y Carón, libro de adulación a Carlos V.
Valdés marchó a Roma en 1531. Parece probable que allí se convirtiera al protestantismo, cuyas doctrinas no eran bien conocidas en España. Pasó en 1531 a Napóles, donde fijó su residencia, dedicándose hasta su fallecimiento (1541) a la predicación de las doctrinas luteranas.
Inició entre sus amigos el estudio de las epístolas de San Pablo, y formó con ellos una congregación que llegó a contar hasta tres mil afiliados. Compuso entonces Valdés el Alfabeto cristiano, diálogo entre el autor y su discípula, la duquesa viuda de Trajetto, donde recomienda, como en un tiempo los krausistas.
La obra de Valdés que mejor refleja su pensamiento es la titulada Ciento y diez consideraciones divinas. Resulta de su lectura que Valdés era antitrinitario, puesto que, después de interpretar la afirmación bíblica de que el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, dice en otro lugar: «entiendo que esta imagen de Dios estaba en la persona de Cristo en cuanto al alma, antes de su muerte». Es decir, que Jesús se hallaba respecto a Dios en idéntica relación que el hombre antes del pecado original. El hombre, según Valdés, ha perdido por el pecado algo de la imagen divina, mas por los méritos del Salvador, puede recobrar aquella parte de la imagen de Dios correspondiente al espíritu. De esta manara el hombre llega, merced a Cristo, a asemejarse a Dios como Cristo, si bien éste sea cabeza y los hombres miembros. Estos hombres sólo conocen a Dios por la criatura, lo que equivale a conocer a un pintor por sus cuadros, o bien por los libros sagrados, o sea como a un autor por sus escritos, mientras que debemos conocerlo por Cristo, que es como conocer al emperador por su retrato o por sus familiares. Verdad que en algunos pasajes llama a Cristo hijo de Dios, mas no se olvide que Valdés considera hijos de Dios a los que se dejan dirigir por él (Cons. III). Acaso Valdés, al modo de otros pensadores, supondría a Cristo una entidad intermedia entre Dios y el hombre.
La moral de Valdés, severa y de rigoroso ascetismo, manda refrenar los sentidos. La carne es enemiga de Dios y no menos la razón natural y la voluntad. El hombre debe renunciar a discernir cuál sea su deber. Dios lo moverá a obrar; la criatura ha de permanecer en quietud hasta sentir la inspiración divina.
Entre todos los protestantes que vivieron fuera de España no hay figura más interesante que la de Miguel Servet, oriundo de Aragón y nacido en Tudela hacia 1510 u 11. Hijo de un notario de Villanueva de Sixena, aprendió humanidades, estudió jurisprudencia en Tolosa, asistió a la dieta de Augsburgo, conoció allí a Melanchton, y, extremando cada día más su heterodoxia, se retiró a Basilea y Strasburgo. Publicó en 1531 el tratado De Trinitatis erroribus, algo desordenado y de poco recomendable latinidad.
Era Servet uno de esos espíritus entusiastas que engendró el Renacimiento. Erige la Biblia en suma de toda ciencia y regla única de las creencias humanas. El fundamento del cristianismo, la clave de la salvación, es la fe en Jesucristo, Hijo de Dios; pero que «no era Dios por naturaleza, sino por gracia». Negada así la divinidad de Jesucristo, que en algún pasaje intenta defender, aunque dándole el sentido indicado, rechaza el Espíritu Santo en cuanto persona de la Trinidad, limitándolo a representar la energía o voluntad divina.
Aguantó Servet los anatemas que, al aparecer su libro, le asestaron católicos y protestantes. No solamente no rectificó nada de sus declaraciones, sino que, excitado por las objeciones de sus adversarios, publicó también en Haguenau dos diálogos sobre la Trinidad, añadiendo un apéndice intitulado De justicia regni Christi et de Charitate (1532). Arranca Servet en este tratado del siguiente principio: la filiación de los cristianos con Dios es imposible sin una participación de naturaleza con Cristo. Sienta en el primer diálogo la preexistencia en la divinidad de todos los hijos de Dios, y dedica el segundo a la naturaleza de Cristo. No es exacto en cuanto al fondo, si bien lo parezca en la parte formal o material, como afirman Tollin, Dardier y Menéndez y Pelayo, que la cuestión de la Trinidad ocupe en este tratado secundario lugar, pues si detiénese principalmente en la explicación de la esencia del Cristo, es porque de este concepto depende, según el autor, que no pueda ser considerado como persona de la Trinidad. Jesús es el verbo. Dios antes de la creación no era luz, porque no resplandecía; pero Dios creó por medio de su verbo: Ecee tam verbo creat: ecce hic Logos et Elhoim et Christum. La conclusión final es que Cristo no es una criatura, sino partícipe de todas las criaturas: pariceps omnium creaturarum. El Espíritu Santo no era persona en la Ley antigua. Empapado en el platonismo, Servet subordina Cristo a Platón.
La cristología de Servet se desliza siempre obscura. En realidad su Cristo no es Dios, ni hombre; es el centro de un mundo ideal situado entre el Creador y la creación, por lo cual se encuentra, sin darse cuenta, fuera del cristianismo y, a su juicio, del panteísmo, pero no se libró de penetrar en este sistema, última fase de todos los idealismos.
El apéndice consta de cuatro capítulos en que trata de la justificación, del reino de Cristo, de la ley comparada con el Evangelio y de la caridad. Acentúase aquí la diferencia entre las ideas de Servet y el luteranismo, pues defiende el libre albedrío y afirma la necesidad de las buenas obras para la salvación. Por la fe se llega a la caridad; pero sólo en ésta reside la perfección. (Fides est ostium et charitas est perfectio.) El creía decir la última palabra.
En 1546 escribió a Calvino proponiéndole tres cuestiones principales:
1ª, si Jesús era hijo de Dios y cómo se explica la filiación; 2ª, cómo ha de entenderse el reinado de Cristo en el hombre y la redención de éste por Cristo; 3ª, en qué concepto el Bautismo y la Cena son sacramentos de la Nueva Alianza y si el primero debe ser recibido en la edad de la razón. Irritado Servet por el tono magistral de la respuesta de Calvino, le escribió unas treinta cartas en duro e insultante lenguaje, epístolas que hoy conocemos por haberse añadido al libro Christianismi Restitutio.
Por molestar más a su enemigo, le remitió un ejemplar de la obra de Calvino Institutiones relligionis Christianae, con las márgenes llenas de notas insultantes y despeetivas.
No contento con esto, le envió el primer borrador de su Christianismi Restitutio, añadiéndole que allí podía aprender muchas cosas que ignoraba y que él mismo estaba dispuesto a ir a Ginebra para explicárselas. Con esto llegó a su colmo el furor de Calvino, el cual no contestó; pero escribió a su amigo y colaborador Guillermo Farel una carta, cuyo autógrafo se conserva en la Biblioteca Nacional de París, en que decía: «Si viene, le juro que no ha de salir vivo de mis manos» (Nam si venent, modo valeat mea auctoritas, vivum exire nunquam patiar).
En Enero de 1553 dio a luz Servet la Restitución del Cristianismo, editada en Viena por su cuenta y en secreto, pues no halló impresor que se decidiera a estampar la obra, en la cual presumía haber descubierto el verdadero fondo de la Biblia.
La doctrina de este célebre tratado, en cuanto panteística, se opone a la concepción cristiana en su sentido histórico. El Hijo de Dios es Dios por ser la forma divina. El Logos era la representación o razón ideal de Cristo que estaba en la mente de Dios. El Logos, como palabra, se manifestó en la creación y en todo el Antiguo Testamento; como persona, se manifestó en Cristo. Siendo, pues, el Verbo el arquetipo, contiene realmente todas las formas de los cuerpos, y como Cristo es la Idea, contemplando a Cristo, vemos a Dios. La luz divina, en cuya comparación todo es materia crasa y penetrable, inunda por entero lo creado. La esencia de Dios lo llena todo, es universal y omniforme, manifestándose ya a modo pleno, lo cual sólo se verifica en Jesucristo, ya a modo parcial, es decir, a modo corporal, a modo espiritual o en cada cosa según sus propias ideas específicas e individuales. La derivación panteísta está claramente expresada y se nota marcadamente el influjo de los filósofos neoplatónicos, de los cuales aduce textos en apoyo de su doctrina. Dios, unidad simplicísima de la que irradian los principios activos de la realidad y el conocimiento, tenía en sí ab aeterno todas las representaciones, reluciendo en el Verbo.
En el mundo no hay realidad, todo es sombra, mera apariencia, formas accidentales que se funden en Dios. En Dios todo es uno y todos los seres son modos o subordinaciones de Dios. Así como el Verbo es la manifestación divina, el Espíritu Santo es la comunicación, el modo divino acomodado a las criaturas.
La moderación de Servet le atraía continuamente las simpatías de los ginebrinos y aun del Tribunal. Decidió éste que Calvino y otros teólogos visitasen al procesado y procurasen convencerle. La inutilidad de este empeño movió el ánimo de los jueces a dirigir consulta a las iglesias evangélicas y a los Consejos de los Cantones protestantes.
Llegaron las contestaciones de las iglesias, todas hostiles a Servet; tardó el Tribunal tres días en discutirlas y se sentenció al procesado al suplicio de la hoguera. Pasado el primer estupor que la noticia produjo, Servet llamó a Calvino y le pidió perdón de aquello en que personalmente le hubiera ofendido. Poco después se le leyó la sentencia. Servet pidió que sustituyeran el fuego por el hacha Llegado el instante de la ejecución, se le condujo al montículo de Champel, donde debía sufrir la cremación. La leña, que era verde y se hallaba humedecida por el rocío matinal, ardía con lentitud. Dos horas duró el horrible suplicio. Algunos espectadores conmovidos trajeron leña seca para abreviarlo y poco después sólo quedaban cenizas del gran pensador que había descubierto la pequeña circulación de la sangre. Yo he visitado con profunda emoción el apartado lugar, al borde del camino de Beau-Séjour, donde una inscripción en sencillísimo munumento expiatorio, recuerda la tragedia, uno de los mayores crímenes de la intolerancia religiosa.
Los dos focos de mayor intensidad que encendió el luteranismo en España, radicaron en Valladolid y en Sevilla, más grave el segundo por la superior importancia de la población y el heroísmo de los conversos. Uno de los primeros propagadores de la reforma en Castilla fue un canónigo llamado Agustín de Cazalla, el cual aprendió la nueva doctrina en los viajes que, siguiendo al emperador, realizó por Alemania y por Flandes, aunque otros autores creen que recibió la sugestión de D. Carlos de Seso, pues Cazalla era hombre débil, pedante, como todos los doctores universitarios de su tiempo, y quizá se deslumhró con la ilusión de ser el Lutero español.
Don Carlos de Seso, pundonoroso militar, casado con una descendiente de Don Pedro I, oyó predicar en Italia la doctrina de la justificación. Convencido por las razones que escuchó, se afilió secretamente a la Reforma y, vuelto a España, comenzó a propagar sus ideas, siendo su primer catecúmeno el P. Pedro de Cazalla, hermano de Agustín.
Aceptaron las ideas luteranas la madre y hermanas de Cazalla; la beata Francisca de Zúñiga; la familia de los Rojas; la hermosa Doña Ana Enríquez, hija de los marqueses de Alcañices, y las monjas del monasterio de Belén, en Valladolid. Reuníanse los protestantes de esta ciudad en casa de la madre de Cazalla, Doña Leonor de Vivero y, en verdad, parece inexplicable que allí admitiesen católicos, según se desprende de la declaración de uno de los concurrentes, Francisco de Coca, el cual confirma la asistencia de varias personas que no comulgaban en las ideas de los congregados y hasta les reprendían su conducta. Es difícil compaginar esta circunstancia con el misterio indispensable, dado lo mucho que exponían si llegaban a ser descubiertos por la Inquisición.
La esposa de uno de los congregados, inquieta por no saber lo que hacía su marido, acechó sus pasos y, convencida de que en aquella reunión se trataba de algo contrario a su religión, participó el caso a su confesor. Negóse este sacerdote a intervenir en el asunto; mas la mujer, reflejo en su ignorante fanatismo del espíritu castellano de entonces, prefirió perder a su esposo y dio cuenta de todo a la Inquisición. Ignoro por qué el señor Usoz juzga inverosímil un hecho relatado en los anales de la ciudad y confirmado por una relación manuscrita, auténtica y contemporánea de los acontecimientos.
El Inquisidor general, Valdés, deseoso de poseer pruebas, púsose al habla con varios catecúmenos, los cuales, por indicación del prelado, rogaron a sus «ensoñadores» que les diesen instrucciones escritas para mejor estudiarlas. Estos escritos en poder del Inquisidor, preparábase la captura de todo el grupo disidente, cuando el Obispo de Zamora prendió al propagandista Cristóbal de Padilla, delatado por algunos vecinos como hereje.
Fue tan público el suceso, que los protestantes de Valladolid se pusieron sobre aviso, salvándose los más previsores por medio de la fuga y cayendo los demás en poder de la Inquisición. No escaparon mejor los fugitivos, pues se mandó tomar los puertos, y todos, sin más excepción que Juan Sánchez, el antiguo criado de Pedro de Cazalla, se vieron sorprendidos y llevados entre arcabuceros a Valladolid. Era tan adicto el centro de España a su ortodoxia y tan enemigo de reforma, que la muchedumbre insultaba a los presos durante el camino, pidiendo para ellos la hoguera, y hubo necesidad de introducirlos de noche en Valladolid, a fin de que el pueblo no los matase a pedradas. La caza de los disidentes logró completo éxito, pues hasta el único fugitivo que logró burlar la persecución, Juan Sánchez, fue preso en Flandes por el alcalde de corte Don Francisco Castilla y remitido a los inquisidores de Valladolid (1558).
Termináronse las actuaciones en breve espacio, no tan breve que el emperador tuviera el gusto de ver morir a los herejes, pues falleció en 21 de Septiembre de 1558 y el primer auto de fe no se celebró hasta el 21 de Mayo de 1559. En esta solemnidad fueron quemados siete herejes; Cazalla y otros once relajados abjuraron públicamente del protestantismo, consiguiendo así conmutar la hoguera por el garrote; catorce reos fueron condenados a penas de degradación, cárcel y sambenito perpetuo y otras menores, y se quemaron los huesos de Doña Leonor de Vivero, madre de Cazalla, fallecida años antes, mas se desenterraron sus huesos para este efecto, mandándose también arrasar las casas en que se habían celebrado reuniones heréticas.
El deseo de averiguar si se hallaba complicado en aquellos sucesos el Arzobispo de Toledo Fray Bartolomé Carranza, contra el cual habían depuesto Cazalla y otros procesados, que habían tenido confidencias con el Arzobispo, movió a la Inquisición a dilatar la sentencia de los demás protestantes, que no fueron ejecutados hasta el auto de fe de 8 de Octubre de 1539.
Por consecuencia de este segundo auto, fueron quemados vivos Don Carlos de Seso y Juan Sánchez; agarrotados otros diez reos, hombres y mujeres, entre ellos Pedro de Cazalla y Fray Domingo de Rojas; quemada en estatua Juana Sánchez, que se había suicidado en la prisión, y castigados con otras penas varios delincuentes.
Sevilla, después de haber sido la corte turdetana, la ciudad querida de César, desde el tiempo de los visigodos venía siendo la capital intelectual de España. San Isidoro la había erigido en cabeza de la ciencia cristiana, y de la tradición de su enseñanza se nutrieron la cultura visigótica, la mozárabe y la hispano-latina del tiempo de la reconquista.
En el siglo XVI era la capital más populosa del continente europeo. Su privilegiado suelo le brindaba la riqueza de sus productos; su industria, floreciente sobre toda ponderación, llegó a contar 16.000 telares de seda que prestaban trabajo a 130.000 obreros.
Disfrutaba el monopolio del comercio americano, y sus comerciantes dictaban leyes para las Indias.
Satisfechas con amplitud sus necesidades materiales, nada estorbó la expansión de su vigorosa intelectualidad. Su escuela de pintura, con Murillo y con Velázquez al frente, no halló rivales en Europa. Martínez Montañés, el primer escultor del mundo, llenó sus templos de maravillas artísticas y la ciudad se ornó con magníficos edificios. Fue la primera población de la monarquía castellana que tuvo imprenta, así como había sido la primera de España que tuvo reloj; allí se erigió la primera biblioteca importante, la Colombina; se creó un gabinete de plantas, animales y productos naturales de América; se instauró un museo botánico; se publicaron en número increíble tratados y disertaciones acerca de ciencias exactas y naturales, asi como de aplicaciones a la higiene, a la medicina, &c., y formaba contraste con la rutina de las universidades la actividad creadora de la gloriosa Casa de Contratación.
Correspondió a tal florecimiento de las ciencias matemáticas y físicas el cénit de las filosóficas y teológicas sublimadas por los pensadores de que hablaré en su oportuno lugar.
El mismo vuelo llevaba su escuela poética con el divino Herrera, rey sin rival de los poetas líricos españoles; Cetina y Arguyo, los mejores sonetistas de la península; Baltasar de Alcázar, modelo no igualado de gracia y de ingenio; Lope de Rueda, creador del teatro; Juan de la Cueva, que preparó el terreno a Lope de Vega e inició en España el drama histórico; Diego de Ojeda, el primero de los poetas épicos... y en los demás géneros literarios no dieron menor fama a la ciudad del Betis los grandes didácticos Pero y Luis de Mejía; Juan de Mal-lara, padre del folk-lorismo nacional; los grandes historiadores de América Bartolomé de las Casas, Francisco de Jerez y López de Gomara; los geniales novelistas como Mateo Alemán, y hasta el mismo Cervantes, que en Sevilla pasó su niñez y lo mejor de su vida, formando en aquella atmósfera la superioridad de su espíritu.
Al intenso anhelo de vida intelectual respondieron las Academias y doctas tertulias, a que asistió lo más selecto de la población y en cuyo seno se comunicaban mutuamente los hombres de saber, sin distinción de clases sociales. Entre los varios focos de cultura del siglo XVI en Sevilla brillaron sucesivamente las reuniones de Mal-lara y de Pacheco. La celebridad de la academia de Pacheco llamó allí a los mejores literatos de España. Espinel, Góngora, Vélez de Guevara, Céspedes, Cervantes. Lope de Vega, Alarcón, todos pagaron su tributo a la hegemonía literaria hispalense. Y aún se añadieron en esta centuria otros dos núcleos, docentes, cuyas rivalidades perduraron hasta la oportuna clausura de los Colegios Mayores: el Colegio de Santa María de Jesús, cuna de la Universidad hispalense, y el de Santo Tomás, de indeleble recuerdo.
Necesarios eran tales antecedentes para comprender la importancia del movimiento religioso en esta región; porque donde se piensa, se estudia y se trabaja es más fácil el desenvolvimiento de todas las ideas, los fervores ortodoxos son más intensos, las disidencias más hondas y el espíritu se adhiere con mayor fe a lo uno o a lo otro.
La semilla esparcida por Rodrigo de Valer no había sido estéril. Oyó aquellas predicaciones un canónigo llamado don Juan Gil, conocido por el Dr. Aegidius, que desempeñaba la magistralía del cabildo catedral. Convencido por las razones de Valer, solicitó su amistad y se dedicó en unión suya al estudio de las cuestiones teológicas. Separados por la prisión de Valer, halló Gil un nuevo confidente en el Dr. Constantino Ponce, el cual facilitó a Egidio libros protestantes, y uno y otro comenzaron a predicar embozadamente el luteranismo, deslizando en sus sermones las nuevas doctrinas con el mayor disimulo posible; si bien Egidio, menos cauteloso, comenzó a inspirar sospechas. Sus enemigos, excitada su envidia porque Carlos V quiso hacer justicia a su talento e instrucción, proponiéndolo para Obispo de Tortosa, lo denunciaron ante el Santo Oficio, alegando ciertas proposiciones heréticas sacadas de sus sermones y la obstinada defensa que de su amigo Valer había hecho con extraordinario valor.
Por consecuencia de la delación, cayó preso y, estando en la cárcel, escribió un tratado acerca de la justificación
Egidio siguió tan luterano como antes y sosteniendo relaciones con los correligionarios de Valladolid. A la vuelta de un viaje a la dicha ciudad le sorprendió la muerte (1556), mas si libró su vida de las llamas, no así sus restos, como veremos más adelante. Los escritos de Egidio comentando lugares bíblicos, se han perdido para la posteridad.
Al conocer la prisión de Egidio, el Dr. Juan Pérez de Pineda, rector del colegio de la Doctrina de Sevilla y cuya verdadera patria se ignora, pues no se ha probado que naciera en Montilla, huyó a Ginebra, donde publicó sus versiones del Nuevo Testamento y de los Salmos, más los Comentarios a San Pablo, de Valdés, poniendo la data en Venecia. De los Salmos puede decirse que no hay versión en prosa española que aventaje a la del doctor andaluz.
Dio más tarde a la estampa opúsculos religiosos y la Epístola Consolatoria, dedicada a sus correligionarios perseguidos, obra notable por la sinceridad de los sentimientos y ecuanimidad reflejada en lo sereno de su estilo.
Casi coincidiendo con la muerte de Egidio, volvió Constantino Ponce a Sevilla y fue elegido por el cabildo para desempeñar la magistralía que Egidio había dejado vacante. En posesión de su cargo, no obstante los obstáculos puestos por el provisor Ovando, que, escarmentado con el caso de Egidio, tenía barruntos, ya que no convicción, de la heterodoxia del candidato, dedicóse Constantino de nuevo a la predicación solapada de las doctrinas protestantes, comenzando su pugna con los jesuítas recientemente establecidos en la capital. Dado el escaso conocimiento de la doctrina reformista que tenían los españoles, no era difícil el disimulo con que el magistral predicaba.
No faltó, sin embargo, quien le acusara ante la Inquisición, y, aunque nada se pudo probar por entonces, asustado Constantino, trató de ponerse a salvo solicitando entrar en la Compañía de Jesús. Los padres de la Compañía le negaron la entrada y Constantino tembló, presintiendo la próxima ruina. El azar la precipitó más de lo que que él esperaba. Temiendo que registrasen su casa, había ocultado sus libros y papeles en casa de una viuda llamada Isabel Martínez, afiliada a las congregaciones secretas que los discípulos de Valer y de Egidío iban estableciendo con ferviente entusiasmo.
Encarcelada la viuda en la Inquisición, se decretó el embargo de sus bienes, y un alguacil se presentó en la casa para hacerlo efectivo, mas el hijo de la viuda, creyendo que no buscaban las alhajas de su madre, sino los libros de Constantino, se atemorizó, derribó el tabique que los escondía, y así todos los trabajos inéditos del magistral cayeron en poder de la Inquisición. Convicto y confeso, fue encerrado Constantino en el Castillo de Triana, en cuyos calabozos murió a los dos años de encierro. Sus huesos sufrieron la cremación algún tiempo después.
La existencia de la Iglesia secreta fue denunciada por una mujer a quien, por error del encargado de repartir libros, entregaron un ejemplar de la Imagen del Anticristo. La conducción de libros a Sevilla corría a cargo de un mozo llamado Julián Hernández y vulgarmente Julianillo, arriero de oficio, el cual trasportaba en toneles desde Ginebra ejemplares del Nuevo Testamento y escritos de propaganda. La mujer en cuyas manos había caído la Imagen del Anticristo, al ver en la portada la figura del Papa arrodillado a los pies del demonio, sospechó que el contenido del libro no debía de ser ortodoxo, y lo entregó a la Inquisición, refiriendo cómo había venido a su poder. Huyó Julianillo, pero fue alcanzado en Adamuz (Córdoba) y traído a la cárcel de Sevilla.
Grande fue el asombro de los inquisidores al conocer el gran número de prosélitos que el luteranismo había reclutado en la capital. Era uno de ellos D. Juan Ponce de León, hilo del Conde de Bailén, tan entusiasta por sus ideas, que visitaba a menudo los quemaderos de la Inquisición para ir perdiendo el miedo a los horribles suplicios que le esperaban. Era otro D. Cristóbal de Losada, uno de los más afortunados médicos de su tiempo, el cual quedó como Pastor de la grey a la muerte de Egidio. Figuraban también entre ellos Fernando de S. Juan, rector del Colegio de la Doctrina, y el famoso predicador D. Juan González. Entre los monjes de San Isidro había hombres tan insignes como Cipriano de Valera; Antonio del Corro; García Arias, llamado el Maestro Blanco; Arellano y el historiador conocido por el pseudónimo de Reinaldo González de Montes. Pertenecían a la congregación damas tan insignes como Doña María Bohórquez, docta en humanidades, y hasta algunas monjas.
Descubierto por la Inquisición el lugar de las reuniones, que era la casa de Doña Isabel de Baena, no fue difícil dar con los demás asociados, elevándose a unas 800 personas el número de los procesados. Los monjes de San Isidro trataron de huir; mas no todos consiguieron salvarse, y alguno de ellos, Fray Juan de León, cayó preso en un puerto de Zelanda. Comenzaron los procesos por Fray Gregorio Ruiz, acusado de predicar la doctrina de la fe y las obras en sentido luterano. Llenáronse los calabozos de procesados, y aunque se hicieron algunas tentativas de evasión, no pudo escaparse más que Francisco de Zafra beneficiado de la parroquia de San Vicente. Todos los reos se mostraron serenos y firmes en sus convicciones hasta última hora.
Parece que en 1569 los emigrados españoles imprimieron en Inglaterra un Nuevo Testamento en lengua española y un Psalterio parafraseado.
Reseñadas las vicisitudes del Dr. Pérez de Pineda, pasemos a otro de los más notables emigrados, de Casiodoro de Reina, fraile sevillano, a quien ignoro con qué fundamento considera granadino el Sr. Menéndez y Pelayo. No existe prueba documental hasta hoy de cuál fuera el lugar de su nacimiento; pero hallo su nombre entre los Hijos ilustres de Sevilla del P. Valderrama y otros biógrafos, y esta misma es la opinión de Pellicer. Contra tales autoridades me parece de escaso valor el documento de Simancas que le llama morisco granadino y que probablemente se referirá a su oriundez.
Muchos autores al tratar de otro sevillano fugitivo, de Reinaldo González Montano, se empeñan en que este nombre es seudónimo. No existen datos auténticos para afirmarlo ni para negarlo, pero no repugna aceptar que fuera un nombre verdadero. Este apreciable estilista publicó en Heidelberg el año 1558 un curioso libro titulado Sanctae Inquisitionis Hispanicae Artes aliquot detectae, ac palam traductae (Algunas artes de la Inquisición española descubiertas y puestas a luz). La relación de los tormentos con que el Santo Oficio atormentó a sus correligionarios está hecha con soltura y animación. Como obra literaria, es un libro estimable y entretenido, que tuvo entusiasta acogida y se tradujo inmediatamente a los principales idiomas europeos. La opinión de que el autor fue Casiodoro de Reina, no parece sostenible por ser de muy diferente latinidad.
11.6. Los naturalistas
Alonso de Fuentes docto y elegante poeta, dio a la estampa el Libro de los quarenta cantos en verso y prosa, dedicado al marqués de Tarifa y dividido en cuatro partes: bíblica, romana, extranjera e hispano-cristiana. Cada canto se compone de diez romances prolijamente comentados. Varios de estos romances han sido incluidos en el Romancero de D. Agustín Durán.
También es sevillana la primera edición de la Summa de Philosophia natural, de Alonso de Fuentes, impresa en 1545. Está redactada en forma de diálogo entre dos caballeros, uno italiano, Etrusco, y otro andaluz los versos libres que llama italianos tienen distinta medida, propendiendo al octosílabo. Los que llama sueltos españoles ofrecen tal polimetría, que he preferido ponerlos en forma de prosa para su mejor inteligencia.
Conciliar a Platón con El Evangelio dentro de la filosofía de la naturaleza parece haber sido el norte del pensador andaluz. La substancia divina, según Fuentes, es la unidad que, sin ser número, contiene todo número. La creación no es arbitraria, sino conforme a razón, pues el poder es inseparable del saber. Admite la creación de una materia informe donde todo se hallaba cual el árbol en la semilla.
Bueno es advertir que no han sido Huarte y el Bachiller Sabuco los primeros que, adelantándose a la ciencia extranjera, pusieron en el cerebro el órgano material de la inteligencia, y explicaron la diferencia de ingenios por la diversidad de temperamentos. Fuentes lo había escrito mucho antes que ellos, llevándoles de ventaja su más profunda concepción, pues les supera al pensar que no son las potencias anímicas dependientes del organismo, sino su ejercicio, adelantándose al célebre símil de Leibniz, como observa el Sr. Castro, con otro más adecuado.
La obra esta dividida en cuatro partes. La primera comienza por la noción de substancia.
Explica en la segunda parte la creación primitiva de la materia, donde el cielo y la tierra y los diversos elementos estaban confundidos, explanando esta idea con todo el saber astronómico, cosmográfico y físico del tiempo, y preocupándose también de si los malos espíritus pueden hacer milagros, a propósito de lo cual cita el caso de lo ocurrido a Magdalena de la Cruz la Cordobesa.
Explicado el movimiento, el ruego y la tierra, combate en la tercera parte el arbitrarismo en la creación.
Y en la cuarta desenvuelve la relación de los sentidos con el alma, de la de ésta con el cuerpo y del entendimiento con la razón.
Funda Pereira coincide con Descartes en la absurda teoría de los animales máquinas, a la que Descartes se vio arrastrado por la concepción mecánica de los cuerpos, y que descubre el punto acaso más débil y vulnerable de su concepción filosófica. Pereira defiende el automatismo de los irracionales afirmando que el animal no puede sentir; porque si siente, juzga; si juzga, raciocina, en cuyo caso no habría diferencia entre el animal y el hombre, lo que es absurdo. Las obras admirables de los animales no se explican tampoco por mero instinto, porque o éste es parte de la razón o es inexplicable.
El misticismo, en su dirección naturalista, exagerando la unidad, o mejor, la simplicidad, hasta considerarla incompatible con su propio contenido, se ve obligado a establecer en la materia el principio de la diversidad. Mas si la materia es la fuente de la variedad, lo será para todo, las almas mismas deberán recibir de ella el principio de distinción, y de este modo quedan las almas, por lo menos en esa relación, sujetas a la materia. Por aquí el misticismo se precipita en el cauce materialista, enlazándose ambas tendencias en el Br. Sabuco, que localiza las facultades intelectuales en el cerebro, señalando a cada una su lugar y forma, contando con influencias estelares e iniciando una especie de determinismo, y en Juan de Dios Huarte, médico navarro que en su Examen de Ingenios exagera la doctrina hasta dar ciertos consejos a los padres para que los hijos salgan varones y nazcan ingeniosos.
En 1587 publicó el Br. Miguel Sabuco y Álvarez su Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no conocida ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos, la cual mejora la vida y salud humana, poniendo por autor en la portada el nombre de su hija Dª Oliva Sabuco de Nantes, que nada tenía de docta. Esta superchería, llevada a cabo por motivos familiares, ha tenido tres siglos y medio engañados a los tratadistas. Ignoro si Feyjóo, Castro, Morejón y cuantos, impulsados por inconsciente galantería, han ensalzado los méritos de la obra, recogerán algo de sus hipérboles al verlas caer sobre las sienes de un varón. El libro, a guisa platónica, adopta la forma de coloquio [248] entre tres pastores filósofos en vida solitaria, nombrados Antonio, Velonio y Rodonio. Cree modestamente el autor que «este libro faltaba en el mundo, así como otros muchos sobran. Todo este libro faltó a Galeno, a Platón y a Hipócrates en sus tratados De natura humana y a Aristóteles cuando trató De anima y de vita et morte. Faltó también a los naturales, como Plinio, Eliano y los demás, cuando trataron De homine. Esta era la filosofía necesaria, y la mejor y de más fruto para el hombre, y ésta se dejaron intacta los grandes filósofos antiguos». Leído lo que precede, horroriza y aterra pensar lo que hubiera sido de la humanidad, de no haberse impreso la obra de Sabuco. Procuraré resumir la doctrina.
En pos de dos proemios, extensísimo y dividido en dos partes el segundo, desarrolla su doctrina en diez y ocho capítulos (quince en la primera edición) y cinco artículos más, empedrando el texto con inagotable copia de sentencias latinas.
Comienza por estudiar qué es ingenio y cuántas diferencias se hallan de él en la especie humana, así como de hombres inhábiles para la ciencia; pondera el influjo del temperamento; establece las condiciones del cerebro «para que el ánima racional pueda hacer con él sus razones y silogismos»; añade que las tres almas (vegetativa, sensitiva y racional) son sabias per se y que las diferencias de ingenio dependen de tres solas calidades, calor, sequedad y humedad, sin que por eso se infiera la mortalidad del alma; explica la ciencia correspondiente a cada ingenio y a cada facultad anímica; y la manera de engendrar hijos sabios.
La variedad de ingenios «no nace, pues, del ánima racional, porque en todas las edades es la misma, sin haber recibido en sus fuerzas y substancia ninguna alteración, sino que en cada edad tiene el hombre vario temperamento y contraria disposición, por razón de la cual hace el ánima unas obras en la puericia, otras en la juventud y otras en la vejez, de donde tomamos argumento evidente, que, pues una misma ánima hace contrarias obras en un mismo cuerpo, por tener en cada edad distinto temperamento, que cuando de muchachos, el uno es hábil y el otro necio, que han de tener cada uno temperamento diferente del otro, al cual por ser principio de todas las obras del ánima racional, llamaron los Médicos y Filósofos naturaleza, de la cual significación se verifica propiamente aquella sentencia: «Natura facit habilem». No exigua porción de las observaciones de Huarte sobre la variedad de ingenios y estudios que a cada uno convienen, están cimentadas en la conocida obra De Disciplinis, de Vives.
Huarte se presenta como complementador y perfeccionador del médico y filósofo de Pérgamo que hasta en la Ética hizo depender las cualidades morales del temperamento y condiciones fisiológicas.
Dábase gran importancia a refranes y proverbios. Hállanse en gran número en casi todos nuestros escritores. El marqués de Santillana hizo una colección de los que «se decían por las viejas tras el huego»; el riojano Juan de Espinosa trabajó una colección de seis mil proverbios vulgares, que no dio a la imprenta; Blasco de Garay publicó en el siglo XVI una extensa carta en refranes; Pedro de Vallés, una colección de 4.400, otra Hernán Núñez de Guzmán, otra de 6.000 Jerónimo Martín Caro y Sejudo y, aunque no pertenece por la cronología a este siglo, aunque sí espiritualmente, debemos mencionar, como una de las más interesantes, la publicada en 1616 por Don Juan Sorapan de Rieros, médico de Granada. Los refranes que colecciona Sorapan se refieren a la higiene y están explicados con ingenio en agradable forma literaria.
11.7. Los eclécticos
Pedro Simón Abril, nacido en Alcaraz de la Mancha en 1530, publicó Introductio ad Logicam Aristotelis (Tudela, 1572), tradujo los tratados lógicos, éticos y políticos de Aristóteles y los diálogos platónicos Gorgias y Cratilo y adaptó al idioma español el tecnicismo del Organon. Preocupa más a Abril la forma que el fondo filosófico; así, lamenta la pérdida de los grandes maestros antiguos «los quales nos ensenaron en Latín y en Griego, dota y descretamente, las cosas tocante a esta facultad (la Lógica). Lleuonoslos el tiempo y, sepultando todas las buenas letras, trúxonos en lugar dellos vn puro barbarismo, vnos malos escritores de lógica, los quales no entendiendo el lenguaje y artificio de aquellos primeros graues escritores, inuentaron una lógica monstruosa: la qual con grandísimo daño de los buenos entendimientos ha reynado muchos años en las escuelas públicas.» En los Apuntamientos de cómo se deben reformar las doctrinas y la manera de enseñarlas, señala tres vicios generales y comunes, a saber: la enseñanza en lenguas extrañas, la mezcla de disciplinas y el afán de estudiar por resúmenes para adquirir pronto títulos sin ciencia, defecto éste de que aún adolecemos, y especifica luego los vicios de cada materia particular, incluyendo la teología.
Francisco Vallés, médico, fallecido en 1592, comentó los cuatro libros aristotélicos de los Meteoros (Alcalá, 1558), la Física (id., 1562), publicó Controversiarum medicarum et philosophicarum (1564), en cuyos dos primeros libros trata las materias comunes a filósofos y médicos, o sea los elementos y las propiedades de los cuerpos, y critica las discusiones silogísticas, y, además de otros trabajos ajenos a nuestro estudio, su tratado De sacra philosophia (León, 1588).
Comienza este comentando pasajes bíblicos y exponiendo opiniones de filósofos helenos, trata de los nombres que tenían los animales en el principio del mundo y, después de considerar el alma humana cual emanación de la divinidad, entra en asuntos más peculiares de la medicina. Sostiene en sus obras que la materia prima se reduce a una ficción, propia de gentes rudas, y que, acéptese el concepto de Platón o de Aristóteles, no es nada. Se aferra a la tesis peripatética de los tres principios y considera las nociones de materia y forma, principios del ente natural.
Añade que los principios son los elementos que están en potencia en las cosas, jamás en acto; que la forma de la cosa es su esencia, conforme al aforismo peripatético Forma est essentia rerum; coloca el principio de individuación en la cantidad y cree que por la contrariedad innata la generación existe, pues supone corrupción de una substancia y transformación ocupando las nuevas el lugar que las anteriores les han cedido, aun sin necesidad de materia común.
A tan superficial concepto, ya combatido por Isaac Cardoso, se opone una mortal objeción. Si ex nihilo, nihil, se impone aceptar una materia común que, metamorfoseándose, sostenga y explique la rotación eterna de la vida. Niega la creación ex nihilo, suponiendo que los cuerpos de los cuatro elementos preexistian a la creación de la luz, generándose todo de la vis repugnandi o ley de contrariedad, sucediéndose los seres unos a otros, como queda dicho.
No estima que la característica del hombre consista en la racionalidad, pues, siendo el sentido inseparable del intelecto, también los brutos se pueden considerar racionales (bruta omnia rationabilia etiam...), sino en la capacidad de aprender.
Antonio de Guevara, no vizcaíno según afirma Ticknor, pues en tres pasajes declara ser montañés, cronista del emperador, obispo de Guadix y de Mondoñedo y autor de la disparatada Década de los Césares, se conquistó dilatado renombre. Si no la mejor, es la más conocida de sus obras el Relox de Principes, a que va incorporado el Libro de Marco Aurelio (1529). Fitzmaurice Kelly dice que el Relox de Principes es una «novela didáctica, cuyo héroe es Marco Aurelio». Completamente inexacto. Se trata de dos obras distintas, que pudieran muy bien correr separadas. Guevara anunciaba su Marco Aurelio como traducción de códice florentino, lo cual le valió acerbas censuras y le enredó en apasionadas controversias.
12. El siglo XVII
12.1. Los escolásticos
A Pedro Hurtado de Mendoza, natural de Valmaseda y rígido escolástico, se debe Disputationes a Summulis ad Metaphysicam (Valladolid, 1615).
Por más que conste a la posteridad que el cisterciense Ángel Manrique (1577-649) tenía preparados para la impresión Commentaria et Disputationes in Universam Summam divi Thomae Aquinatis, como se perdió el manuscrito, sólo puede predicarse de él que leyó a Escoto y a Santo Tomás en las aulas salmantinas y fue maestro de Caramuel, si bien éste combatió algunas doctrinas de su maestro, tal como el origen del principio de individuación que Manrique ponía en la causa eficiente creada.
Miguel de Molina (1659-93) nació en Sevilla, tomó la sotana de la Compañía de Jesús y escribió un Cursus Philosophicus, fechado en 1689, o sea cuatro años antes de su fallecimiento.
Fray Tomás de Ortiz, nacido en Sevilla, profeso en la regla de Santo Domingo y fallecido en 1640, se distinguió por sus grandes conocimientos filosóficos.
Miguel Vázquez de Padilla (1559-624), según la Biografía Eclesiástica, nació en Sevilla, como había establecido el P. Valderrama. Entró en la Compañía de Jesús y leyó teología en Córdoba y después en Roma, con general aplauso. Desempeñó a su regreso las cátedras de Teología de Salamanca y Granada, donde también acreditó su vasto saber y dio a la estampa De Augustissimo Trinitatis Mysterio (Lyón, 1617), dejando dispuesto para imprimirse Commentaria in Primam Partem D. Thomae.
Alonso de Sotomayor, carmonense, que vistió el escapulario de la Merced y disfrutó opinión de erudito en las Sagradas Letras, mereciendo ser preconizado para la Sede arzobispal de Cerdeña y en 1663 promovido al Obispado de Barcelona, dejó escrito Commentaria in 3. P. Divi Thomae M. Fr. Joannis Prudencio et opera Conceptione M. Saavedra, vita que S. P. Ar. Petri Nolasci a M. Colombo y Synodales Episcopatus Barcinonensis.
El P. Tomas Muniessa (1627-96), jesuita, nacido en Alacón, residente muchos años en Barcelona y muerto en Parma, ayudado pecuniariamente por la duquesa de Villahermosa, dio a la estampa Disputationes scholasticae de essentia et atributis Dei in communi et in particulari, et de Ente supernaturali in genere (Barcinone, 1687); De Myst. inc. et ench. Prostat in limine conspectus operis, in tres tractatus annuos, pro scholis dilucide, ac concinne digesti, et finem facit index alphabeticus (Barcinone, 1689); Disputationes scholasticae de gratia actuali, habituali, justificatione et merito (Cesaraugustae, 1694) y Disputationes scholasticae, de providentia Dei, de fide divina et de baptismo, sin contar las obras de asuntos teológicos, ascéticos y biográficos.
El dominico Juan de Santo Tomás, fallecido en 1644, publicó, a más de las obras teológicas, Ars Logica (Alcalá, 1631-2, 2 tomos), Philosophia Naturalis (1633-5, 4 tomos) y Cursus philosophicus thomisticus (sin pie de imprenta).
Tomás de Llamazares, acérrimo escotista, propugnó su escuela en el Cursus philosophicus, philosophia scholastica ad mentem Scot, nova et congruentiori addinentibus methodo disposita (Lyón. 1670); compiló Apotegmas en romance, notables dichos y sentencias de Santos Padres de la Iglesia, de filósofos y otros varones ilustres (Lyón, 1670) y publicó otros libros teológicos.
Juan de Flores, hijo de Sevilla y de linajudos padres, profesó en la orden Seráfica en 1653, a los diez y siete años de su edad. Desempeñó cátedra «dejando pruebas de su sabiduría en escritos sobre materias filosóficas y teológicas». Así se expresa D. Justino Matute, según el cual, se distinguió también en la predicación. Falleció y recibió sepultura en Belalcázar, a la edad de cincuenta años. No conozco sus escritos y me limito a mencionar su nombre.
Pedro de la Serna (1583-642) en el siglo y de Jesús María en el claustro, nació en Sevilla y profesó en la orden de la Merced, alcanzando las categorías de Provincial y Definidor. Su obra filosófica se titula Commentaria in Logicam Aristotelis (Sevilla, 1624). Compuso otros libros teológicos y de varia índole. Fue hombre de gran inteligencia y eminente teólogo.
12.2. Escolásticos independientes y eclécticos
Rodrigo de Arriaga (1592-667) en sus Disputationes theologicae y su Cursus philosophicus, alardea de sutil en el comento del Ángel de las Escuelas y de cierta, aunque relativa, independencia, brote natural de su agrio carácter. Sin salir de la Escuela, se acerca algo al cartesianismo en la proposición probabile est quantitatem non distingui a materia prima y hasta se encara con Santo Tomás. En lo demás, ninguna originalidad, no obstante los propósitos manifestados en el prólogo de su Cursus.
El P. Francisco Castillo Calderón, educado en el tomismo, pero ecléctico por temperamento, escribió Exorcismus Pneumatis Macro-cosmi Phisyco theologicus contra Etnicos Philosophos Pseudo-Trismegistos et Anti Platones, &c. (Praga, 1677).
El P. Gaspar Hurtado (1575-646), jesuita, moralista, teólogo, procesado por la Inquisición y absuelto, publicó en 1641 su Tractatus de Deo, sólo notable por haberse adelantado a la concepción cartesiana en considerar la extensión, la capacidad de llenar un espacio por razón de tener cuantidad, como característica de los cuerpos.
Juan de Lugo (1585-660), a quien se tuvo por madrileño hasta que Matute comprobó su naturaleza sevillana, ingenio precocísimo, entró en la Compañía de Jesús y regentó cátedras de filosofía y teología en España y en Roma. Consiguiendo al fin la mitra y el capelo. Siguió en sus obras la dirección suarista, no sin cierta libertad de juicio, sobre todo en la ética. San Alfonso de Ligorio lo reputaba la primera autoridad después de Santo Tomás y los ocho tomos impresos de sus obras forman un monumento de la teología española. Además de las impresas en repetidas ediciones, dejó muchas manuscritas y otras anónimas y pseudónimas.
Pedro Fernández de Torrejón, en su Philosophia antiqua ex Arist. et D. Thom. ad libros de ortv et interitv, expositivis dispvtationibvs envcleata (Alcalá, 1641), sostiene que la materia y la forma no son dos entidades actualmente essentes et existentes. El acto o la forma, según interpreta Bonilla, cuyas son estas palabras, no es algo que se añade o imprime a alguna entidad para su perfección, sino una esencia constitutiva -quidditas constitutiva- como la blancura en lo blanco, el alma en el hombre: por lo cual, es de la razón del acto que de ningún modo presuponga aquel predicamento, del cual se dice acto; porque si la blancura presupusiese lo blanco, no sería el acto ni la forma de lo blanco, y lo mismo en otras cosas. Luego el acto dice relación a la potencia, es decir, a aquella que llamamos lógica y que verbalmente se expresa con vocablos terminados en able, como generable, alterable, &c.
12.3. Ascéticos
El P. Juan Eusebio Nierenberg (1590-658), de origen bávaro, prosista desigual, en cuyos períodos se pierde aquel fino sentido de la armonía tan desenvuelto en los clásicos del siglo XVI y singularmente en Fray Luis de Granada, a pesar de pertenecer a la orden ignaciana, no nos parece un simple ascético. Acaso por su estirpe teutónica posee en su disciplina espiritual no sé qué de soñador que nos lo presenta, más que como un ascético, como un decadente del misticismo. Por su mejor obra se reputa De la hermosura de Dios, tratadito de moral cristiana donde junta las enseñanzas platónicas con las aristotélicas, y emplea la prueba ontológica de la existencia de Dios, formulada por San Anselmo y poco grata a las escuelas. El Aprecio y estima de la divina gracia no pasa de una exposición del congruismo, tomada en el fondo del P. Suárez. Sin detenernos en producciones ascéticas de exiguo valor filosófico, mencionaremos Las obras y los días, empalagoso manual para uso de señores y príncipes, y Las centurias de dictámenes prudentes y reales, colección de máximas, paganas muchas de ellas, sin enlace entre sí, al modo de La Rochefoucauld.
El P. Nierenberg es metódico y a veces presenta relativas bellezas; pero falta en él la nota personal y, como consecuencia, la originalidad y la energía. Por su ignorancia y la de su tiempo en las ciencias naturales, tanto en la Curiosa filosofía y cuestiones naturales (1630) cuanto en De oculta filosofía (1634), acoge supersticiones y patrañas de las más vulgares. Abusa mucho de los lugares comunes y tampoco posee el buen gusto de prescindir de inoportunos juegos de palabras.
12.4. Degeneración de la Mística
El siglo XVII, como etapa de decadencia, nada crea ni apenas sostiene los sistemas de la edad de oro, limitándose a extraer las últimas consecuencias de ellos, y así como la Escolástica decadente halla su postrera expresión en las extravagancias del «Ente dilucidado», así la mística decae desde las cumbres de los místicos áureos hasta la peligrosa doctrina del quietismo, renovación del nirvana y clara manifestación del origen oriental de las doctrinas de los iluminados.
El venerable Juan de Palafox (1600-59), perseguido por los jesuitas, en sus Discursos espirituales (1641) y su Varón de deseos (Madrid, 1653), donde declara las tres vías de la vida espiritual; Sor María de Agreda (1602-65) con la Mística ciudad de Dios, aunque su carácter la inclinaba más al ascetismo que a la iluminación; Doña Constanza Ossorio (1565-637), tan superior a ambos, como reconoce respecto a la última el Sr. Serrano Sanz, con su Huerto del celestial Esposo (Sevilla, 1686), y sobre todo Sor Gregoria Parra, en el claustro Gregoria Francisca de Santa Teresa, la primera poetisa mística de España, que en sus Memorias y elegantes ritmos reverdece los grandes tiempos de la mística, nos muestran la senectud del movimiento neoplatónico cristiano que llenó de gloria el siglo XVI.
Pero todos estos místicos se desenvolvieron dentro de la ortodoxia y sólo el primero mereció excomunión, no por la doctrina, sino por el odio de los Jesuitas. No así Miguel de Molinos (1627-97), clérigo aragonés que publicó entre aplausos de muchos y censuras de los jesuitas, su Guía espiritual que desembaraza el alma y la conduce al interior camino para alcanzar la perfecta contemplación (1675).
El misticismo degenera en quietismo, doctrina cuyo abolengo ascendería a los contemplativos orientales y, dentro de la concepción cristiana, hasta el origenismo, pasando después por las máximas de Evagrio, escritas en la soledad del desierto; por los hesicastas, y aun por los begardos o perfectos, nacidos de la más austera interpretación de la regla de S. Francisco.
12.5. Sensualismo y naturalismo
De la filosofía naturalista sólo puede citarse a Isaac Cardoso (1615-86) a pesar de haber nacido en Portugal, por haber adoptado la nacionalidad española, estudiado en España, residido en Valladolid ejerciendo la Medicina y luego en Madrid como facultativo del rey, hasta que la Inquisición le procesó por judaizante. Huyó entonces a Venecia, donde cambió su nombre de Fernando por el de Isaac y falleció en Verona. Su Philosophia libera (Venecia, 1673), dividida en siete libros, estimada en las universidades y hasta en los conventos, sostiene que la materia prima (vaginam et anforam formarum) sólo existe en nuestro pensamiento y que los principios de todo compuesto natural no son lógicos ni gramaticales, sino naturales.
Consecuencia de la doctrina expuesta primero por Fuentes y después por Sabuco y Huarte, vio la luz El sol solo y para todos sol de la Filosofía sagaz y anatómica de ingenios (Barcelona, 1637), de Esteban Pujasol, inspirada, según nos informa, en un pasaje de Aristóteles, y con idea de que todos «se apliquen a lo bueno resistiendo a lo malo y perjudicial». Divide la obra en cuatro libros. Comienza tratando de la anatomía humana, tomando la mayoría de las definiciones de los Orígenes isidorianos, sigue a la fisiognómica la Astrología. Y señalando los pronósticos de las enfermedades. Por más que Castro en su tendencia apologética nos presente al presbítero de Fraga como precursor de la Craneoscopia y de Gall, y que la inagotable bondad de Carracido, reconociendo las escasas condiciones literarias del autor, celebre su inventiva, no logro convencerme del valor positivo de tanta arbitraria afirmación y deficientes observaciones, ni acierto a concordar, en éste cual en otros casos, el materialismo de la doctrina con la psicología católica del presbítero que somete su libro a la corrección de la Iglesia; pero tampoco debe olvidarse este conato, si no por su mérito intrínseco, en concepto de eslabón para la historia de la ciencia.
12.6. Escuela crítica
D. Nicolás Antonio (1617-84),en Sevilla, estudió Humanidades y Teología, ejerció el profesorado en el Colegio de Santo Tomás, estudió leyes en Salamanca y regresó a Sevilla, atraído por las copiosas bibliotecas particulares y la conventual del convento de San Benito. Allí trabajó hasta 1669 en que fue nombrado representante del rey en Roma. Residió en la ciudad eterna veinte años entregado en cuerpo y alma al estudio. La biblioteca que comenzó a reunir en Sevilla y terminó en Roma, constante de treinta mil cuerpos, casi competía con la Vaticana.
Su obra inmortal, la que consumió su vida y, nunca bastante estimada por la ciencia y por la patria, le aseguró el puesto altísimo que su nombre ocupa; su preciosa Bibliotheca, hállase dividida en dos partes: la primera, Bibliotheca vetus, abraza la historia literaria española desde Augusto hasta nuestro siglo de oro, y se desenvuelve en forma narrativa; la segunda, Bibliotheca nova, está dispuesta en forma de diccionario y acompañada de varios índices que facilitan su manejo, pudiéndose buscar los autores por sus nombres, sus apellidos, sus patrias, sus facultades, &c. A esta segunda parte se añadieron las notas donde el mismo autor consignaba las noticias de los más modernos escritores hasta la fecha en que murió.
Dejó manuscrita una Censura de las historias fabulosas, en que expone y juzga las crónicas inventadas en el siglo XVI, preparando así el advenimiento de la crítica histórica. Todas sus Cartas y aprobaciones de libros, ya impresas, denotan la serenidad y alteza de su juicio, así como la pureza, corrección y naturalidad que las exalta a modelos literarios de su género.
Ni las superficiales apologías de Fernández Guerra, ni el primoroso trabajo de D. Juan Valera, me han convencido de que D. Francisco de Quevedo (1580-645) merezca ser incluido en el número de los filósofos. Ni apenas se preocupó de temas filosóficos, ni inventó sistema, ni perfeccionó sistemas ajenos, ni comentó con sabiduría, ni sus escritos más o menos filosóficos gozan de valor científico. Continuamente hay que estar en la brecha contra la superficialidad de llamar filósofos a todo hombre de talento o predicador de pensamientos hondos y originales. La filosofía no consiste en la alteza ni en la profundidad de las máximas. La filosofía es un conocimiento especial, una rama científica, distinta de las otras e independiente de la clarividencia, es organismo, es reflexión lógica, sostenida, y todo pensamiento, por elevado que vuele, carece de valor filosófico si no se halla sistematizado.
Y no sólo faltan en Quevedo tales condiciones, sino que por su complexión espiritual, podía serlo todo, poeta, crítico, novelista, teólogo y sobre todo un humorista..., menos filósofo. Requiere este carácter serenidad de espíritu, imparcialidad, ecuanimidad, y condiciones tan esenciales como antípodas del ánimo irascible, apasionado, vehemente, característico de Quevedo.
Educado en el escolasticismo le atrae las derivaciones éticas y políticas genuinas de su temple batallador.
La gran variedad de asuntos tratados por Quevedo le dan carácter de polígrafo, y hacen difícil sorprender en su obra una ley de unidad, pues la misma concepción estoico-pesimista de la vida al modo cristiano, es sello de la época, visible en todos los contemporáneos, si bien más o menos acentuado según la personalidad de cada uno.
El tratado de La Providencia de Dios, imponente aparato teológico, cuajado de citas, muestra a cada instante la imitación de Séneca .Quevedo no terminó más que la primera parte, o sea el discurso de la inmortalidad del alma, en que explota el tratado De Anima del P. Suárez. La segunda, donde trata de Dios y su Provincia, queda interrumpida cuando anuncia la comprobación de la doctrina en las vidas de ilustres personajes antiguos. Se suele considerar tercera parte el tratado de las aflicciones de Job, totalmente ascético y teológico.
Revélase el estrecho espíritu ortodoxo de Quevedo en su odio atávico a los hebreos. Cuando Olivares concibió la idea de transigir con los israelitas de Salónica para procurar fondos al erario, a la vez que el nuncio, el Consejo de Estado, la Inquisición y todo el pueblo de Madrid, levantó su voz Quevedo contra la raza deicida, combatiendo todo contacto y conversación con la grey mosaica, en la alegoría de la isla de los Monopantos.
Quevedo no es un filósofo ni su labor superficialmente filosófica brinda la más leve novedad. En su discurso predomina el escolasticismo, tal vez el suarismo, no sin levadura pagana. La cuna y la sepultura no pasa de exposición popular, siguiendo a Séneca, de la moral estoica, sazonada con referencias teológicas. Análogo al anterior, el libro Las cuatro partes del mundo y los cuatro fantasmas de la vida contiene el concepto de la ética que profesaba Quevedo. Tratado de vulgarización es no menos la citada introducción sobre Inmortalidad del alma, exposición de la filosofía de las Escuelas. Ignoro hasta qué punto sea lícito estimar este opúsculo elaboración de la conciencia reflexiva ni flor de la sinceridad. Quevedo se dejaba arrastrar por el pesimismo, y la profunda convicción de la inmortalidad trae ya una sonrisa del Cielo, un resplandor anticipado de la luz eterna que disipa negruras, consuela dolores, cura desalientos e infunde inquebrantable optimismo garantizado por Dios y la certeza de la eternidad.
Escribió Saavedra opúsculos de menor interés, tales como las Locuras de un loco y la Introducción a la política y razón de Estado del Rey católico Don Fernando, que dejó sin concluir, y forma un curioso tratado de derecho político, inspirado en la doctrina del estagirita, con la particularidad de que reconoce la inmanencia del poder en la república.
Como Góngora y Ledesma habían personificado la corrupción del gusto poético, el gracianismo simboliza la decadencia de la prosa. Era Gracián un jesuita aragonés y penetró en la república de las letras con el tratado El Héroe (1637), en que indica los medios para la formación de un héroe, y se expresa en cláusulas secas y cortadas, perdiéndose en laberinto de sutilezas. Queriendo justificar la innovación, redactó el código de la escuela en su preceptiva intitulada Agudeza y arte de ingenio (1642), inspirada en la «Acutezze» de Peregrini. Comienza por un Panegírico al arte; sigue un discurso sobre la ciencia de la agudeza ilustrada, en que afirma que producir la agudeza es «empleo de cherubines y elevación de hombres que nos remontan a extravagantes jerarquías»; continúa desbarrando acerca de las clases y formas de la agudeza, y multiplica las citas de oradores «ocultamente elocuentes», estampando desatinos como el de «que con muchas crisis conglobadas se hace un discurso satírico», y que «doblar el desacierto es doblar el concepto». Claro se ve que el Arte de agudeza es una retórica conceptista. Su mayor defecto nace del exclusivismo de escuela, si de escuela puede blasonar semejante extravío, pues reduciendo todas las facultades artísticas a una sola, el fruto de la tentativa no podía ser más que la monstruosidad.
13. El siglo XVIII
13.1. Escuela crítica
Llámase escuela crítica la falange de hombres inteligentes que, atento el oído al movimiento cultural exótico, del cual apenas llegaban vagos rumores a la península, se hicieron eco de las innovaciones científicas y del espíritu liberal procedente de Francia.
El benedictino Benito Jerónimo Feyjóo (1676-764) ejerció positiva influencia, en el pensamiento de sus contemporáneos. Su perspicacia comprendió el abismo que nos separaba del resto de Europa. Era un hombre estudioso, de buen sentido, honradamente patriota, y sintió dolor inmenso al notar el aislamiento de España y la ignorancia en que yacía nuestro pueblo con relación al adelanto de los demás países. El generoso intento de sacudir la pereza intelectual española, que tal será siempre el mérito de Feyjóo, se tradujo en el Teatro crítico, reunión de disertaciones sobre puntos importantes de la filosofía y del estado social en las cuales predomina el pensamiento de los naturalistas. Feyjóo se presenta con sentido crítico, casi adoptando la actitud de un Bacon español, dispuesto a romper lanzas con la dialéctica y la cosmología de las escuelas y a ahuyentar las absurdas creencias o prejuicios que bullían en los cerebros de sus compatriotas. La natural reacción contra toda iniciativa, motivó la publicación de muchos trabajos contra la obra del P. Feyjóo.
El 1739 suspendió el P. Feyjóo la publicación del Teatro, cuando ya llevaba ocho tomos, y emprendió la de las Cartas eruditas, estudios de orden análogo al Teatro, pero más de carácter práctico por referirse con predilección a la moral y a los temas religiosos. La serie de Cartas se cerró en 1760 con el quinto volumen.
Feyjóo sería una figura simpática aunque fuera sólo por la libertad e intrepidez con que atacó las preocupaciones reinantes en aquel tiempo de postración y servilismo. No importa que las obras del benedictino hayan perdido su valor en nuestro siglo por los adelantos científicos modernos, ni que cometiese inexactitudes, ni que calcase los diccionarios franceses. Al fin y al cabo, gran didáctico es el que destierra supersticiones y fomenta el amor a la ciencia. Feyjóo, en efecto, contribuyó como pocos a la saludable regeneración que se notó en los tiempos de Carlos III, y eso que no edificó nada en sustitución de lo que demolía. Su crítica, nada profunda, taló la maleza sin arrancar las raíces.
Feyjóo nada supo de la antigüedad y se inspiró siempre en la Enciclopedia francesa y en el Diccionario de Bayle. Su falta de profundidad y de severo criterio filosófico, le tuvo en perpetua indecisión, ni se decidió por la escolástica, ni por los innovadores.
13.2. Los sensualistas
Como el espíritu humano no podía ya descansar sobre el artificio escolástico y los sistemas idealistas se habían oscurecido en España, la inquietud investigadora acogió sedienta el sensualismo inglés y francés, cuyas doctrinas prendieron con tal vigor que, sin reparar su índole materialista y atea, la aceptaron eclesiásticos de todas las órdenes y personas religiosas que juzgaban, sin duda de buena fe, cohonestar la profesión de doctrinas irreligiosas con alardes de ortodoxia y aparente respeto a la revelación. La sinceridad que presidiera a sus declaraciones materia es que, oculta en el interior de la conciencia, no permite ajena inspección.
En la difusión del sensualismo por España, influyó el portugués Luis Antonio Verney, que en su Verdadero método de estudiar para ser útil a la república y a la Iglesia (1760) combate el aristotelismo, deprime la silogística, rechaza la ontología y los fundamentos de la ética, refiere las ideas a las sensaciones, presenta la reflexión actuando únicamente sobre los datos sensibles, forma las ideas relativas por la comparación de las simples, y las universales por la consideración de cosas semejantes en conjunto, prescindiendo de las diferencias. El jesuita valenciano Antonio Eximeno y Pujades (1729-808), entusiasta de Locke y de Condillac, anatematiza el aristotelismo y cae de lleno en la lógica sensualista que anima su tratado De studiis philosophicis et mathematicis instituendis (1789), librito de unas 300 paginas, y en sus Institutiones philosophicae et matematicae (1796), sólo parcialmente conocida, pues sólo se imprimieron dos volúmenes que comprenden la dialéctica, la metafísica, la moral y el derecho. No obstante sus aficiones sensualistas, asienta que el alma humana es substancia, es decir, entidad subsistente por sí y distinta del cuerpo (II, 1. IV, c. I). Mas no puede evitar su repugnancia a la metafísica, como se nota en el título del Tractatus Primus de la Dialéctica: De rebus quas vulgo metaphysicae vocant.
La idea es para Eximeno una sensación renovada, pues todo acto anímico va unido a una sensación placentera o desagradable. Ninguna idea, incluyendo la de Dios, procede de otras fuentes que los sentidos. Todas las percepciones permanecen en la retentiva y se enlazan unas con otras, y con todas las impresiones recibidas en el cerebro. La actividad del espíritu consiste en comparar, enlazar y ordenar las sensaciones elevadas a ideas. Comparadas las ideas individuales, el espíritu abstrae la nota común y extrae las ideas generales.
En dos campos opuestos figuró el franciscano Juan de Nájera. Acérrimo atomista en su primera época, defendió la doctrina en su libro Maignanus redivivus (Tolosa, 1720), mas, arrepentido de sus opiniones, se revolvió contra la escuela de Descartes y formuló una completa retractación en aras de la escolástica con su segundo libro Desengaños filosóficos (Sevilla, 1737). El Maignanus es una disertación fisicoteológica, dividida en tres partes, una general, otra de disputaciones referentes a la Eucaristía y dos apologías en que responde a las objeciones del P. Palanco y a las Dr. Lessaca.
Un teólogo atomista, Alexandro de Avendaño, decidido innovador, publicó los Diálogos philosoficos en defensa del atomismo y respuesta a las impugnaciones aristotélicas del R. P. M. Francisco Palanco, &c. (Madrid, 1716), precedido de extenso prólogo o censura, escrito por el Dr. Diego Matheo Zapata, que, en el párrafo 182, proclama a Platón «príncipe de nuestra filosofía atomística». En pos del preliminar firmado con el nombre de Francisco de la Paz, «profesor teólogo» y la respuesta, conversan Aristotélico y Atomista, dedicando los siete primeros diálogos a refutar las tesis del Sr. Palanco y los cuatro últimos a vindicar la doctrina maignanista.
D. Diego Matheo López de Zapata, médico murciano, autor de varios libros de su facultad, enconado adversario del estagirismo y franco atomista, dio a la estampa El Ocaso de las formas aristotélicas, cuyo título excusa de indicar su índole filosófica. De esta obra póstuma sólo vio la luz el primer tomo. Perseguido por la Inquisición, Zapata, acaso el más serio crítico del aristotelismo en su época, sufrió prisión en Cuenca y salió a la vergüenza en solemne auto público de fe.
13.3. Los escolásticos
Continúan los franciscanos sosteniendo el matiz escotista, los dominicos el tomismo, los jesuitas el suarismo, pero nada adelanta ni varía en los escolásticos puros.
Las figuras de mayor relieve son los polemistas, es decir, que en este período todo el esplendor de la filosofía tradicional se reduce a una pirotecnia de ingenio.
Distínguese entre los suaristas de esta etapa Pedro de Céspedes (1682-762), de aristocrática estirpe hispalense. Profesó en la Compañía, presidió el Colegio de Teólogos de la Concepción y escribió su Curso de Filosofía, que dictó después a sus discípulos de Granada.
De ilustre alcurnia el jesuita José Fernando de Silva (1750-829), que ingresó de novicio a los quince años y llegó a los más elevados puestos en su orden, dejó entre sus innumerables producciones, escritas ora en latín, ora en italiano, pues en los días de la expulsión se imprimieron en Italia, relativas a teología, historia y aritmética, una sobre filosofía física en dos tomos, aún no impresa, titulada: Adversaria philosophica, desenvolviendo, con arreglo a los conocimientos de la época, los conceptos vulgares acerca de la electricidad y las causas de los terremotos.
Tomista, como buen dominico, el eruditísimo y excelente orador D. José de Muñana (1669-721) dejó un elegante apologético titulado Dignitas Philosophiae accla mata et vindicata (Sevilla, 1702), pero su actividad mental recayó con preferencia sobre las investigaciones históricas.
Distínguese entre los aristotélicos decadentes el suarista asturiano Luis de Lossada (1681-748), S. J., no por su originalidad relativa, pues en nada disintió de las Escuelas, sino por la preferencia, insólita entre los escolásticos, concedida a los avances de las ciencias físicas en su tiempo, mas respetando siempre la cosmología aristotélica. Sus Institutiones Dialecticae (1721) y su Cursus Philosophicus (1724-30-5), merecieron elogios de Feyjóo, y dos de sus Cartas, firmadas con seudónimo, en defensa de los PP. bolandistas, fueron recogidas por la Inquisición.
No abandonaron los aristotélicos su puesto en el torneo empeñado entre atomistas y antiatomistas, de que hablé en el articulo anterior; antes bien, ganoso de romper una lanza, contestó a Avendaño el médico y catedrático de la Universidad de Alcalá D. Juan Martín de Lessaca con el Colirio filosófico-aristotélico y el libro titulado Formas ilustradas a la luz de la razón, con que responde a los diálogos de D. Alexandro Avendaño y a la censura del Doctor Don Diego Matheo Zapata (Madrid, 1717), donde combate el atomismo y patentiza la inconsecuencia de Martín Martínez y sus amigos, admitiendo dos cosmologías contradictorias: la aristotélica, completada por los escolásticos, y la atomística. Lástima que la pesadez del estilo convierta en fatigosa su lectura.
Al grupo antiatomista se afilió el Dr. Bernardo López de Araujo y Azcárraga, autor de Centinela médico-aristotélica contra escépticos (Madrid, 1725). Llama «centinela» a la obra, porque, como médico, sojuzgaba obligado a descubrir en los libros su utilidad o inutilidad o el daño que pudieran ocasionar. Dedica las mayores censuras al pirronismo y defiende la indefendible enseñanza que entonces se daba en las escuelas españolas. Martínez y Feyjóo respondieron con sendas refutaciones.
A la opuesta margen de los adalides de la innovación, se yergue la interesante figura del sabio monje, natural de Espera (Cádiz), Fray Fernando de Ceballos (1732-802), poniendo el pecho contra el torrente de los tiempos y erigiendo con sus solas fuerzas una enciclopedia frente a la enciclopedia de los pensadores franceses. La Falsa Filosofía es un monumento notabilísimo, y, sin juzgar su pensamiento filosófico, hay que admirar el natural talento del autor y su copiosa ciencia, que. Su estilo se desborda vivo, nervioso, y parece vibrar como la hoja de una espada. Escribió, además, Insanias o las demencias de los filósofos confundidos por la sabiduría de la Cruz (Madrid, 1878), especie de compendio en forma epistolar de La Falsa Filosofía; El juicio final de Voltaire (Sevilla, 1856, 2 tomos); Ascanio o discurso de un filósofo vuelto a su corazón, y otras sobre temas no filosóficos o en defensa de sus obras citadas. Comienza el jerónimo andaluz por indagar en el notable y original Aparato de su Falsa Filosofía el origen de los librepensadores (protestantes, enciclopedistas, teístas, &c.), desde la Sagrada Escritura, al través de todas las herejías, hasta su tiempo, denunciando ante el poder público y la conciencia general las peligrosas consecuencias de sus teorías que destruyen las virtudes personales y las familias, porque la filosofía deja de serlo si no contribuye al bien de la sociedad.
13.4. Extinción de la Mística
La mística decadente produjo los admirables escritos de Sor Gregoria Parra, de cuyo análisis prescindo, porque la autora, no presintiendo su publicación, realizada en homenaje póstumo por el Dr. Torres Villarroel, carece de esa nota de generalidad indispensable para salvar los límites del subjetivismo. Su admirable inspiración poética, limpia de afectaciones retóricas, del conceptismo y culteranismo propios del mal gusto literario de su tiempo, forma áurea soldadura entre dos siglos.
La precipitación y desfavorables condiciones en que se imprimió mi Diccionario de Escritores de la provincia de Sevilla, hasta sin poder corregir las pruebas por mí mismo, motivó el desliz de erratas hijas del descuido. Aprovecho la ocasión para enmendar un pequeño error cometido en la biografía de esta religiosa. Nació el 9 de Marzo de 1653, hija de D. Diego García de la Parra y Dª Antonia de Queynogue, de flamenca oriundez. Tomó el velo del Carmen en el convento llamado de las Teresas de Sevilla el 1 de Abril de 1668. Compuso un Coloquio en verso, muy celebrado, para la beatificación de San Juan de la Cruz. Fue sacristana, tornera, y Priora en los conventos de Puente Don Gonzalo y Sevilla. En el último falleció el 27 de Abril de 1736. Aunque cronológicamente corresponde a dos siglos, el XVII y el XVIII, su alma pertenece al XVI, así como su estilo, pues ni en Góngora ni en ninguno de los grandes romancistas áureos se encuentra nada superior al romance: Celos me da un pajarillo. La incomprensible resistencia que las comunidades femeninas oponen al conocimiento público de sus producciones literarias, ha originado la pérdida de casi todos los escritos de esta celeste religiosa, sin más excepción que las joyas salvadas por Torres.
13.5. Los eclécticos
El eclecticismo busca ahora la conciliación entre la filosofía presente y oficial de las Escuelas y la del porvenir.
El profesor de anatomía Dr. Martín Martínez (1684-734), siempre vacilante, atraído por su profesión médica al experimentalismo y no atreviéndose a romper con la escolástica dominante, en su Philosophia scéptica (1730), recopilada en diálogos, sostiene que el método aristotélico merece preferencia para los estudios teológicos, pero luego llama telarañas a las cuestiones metafísicas, declara incognoscible la esencia de los cuerpos, y propugna para los estudios de su facultad el método de los novadores, llamados corpusculares, procurando conciliar la nueva filosofía con el Peripato.
El médico D. Andrés Piquer y Arrufat (1711-72) representa el eclecticismo entre la corriente sensualista y la escolástica, pero eclecticismo erudito con todos los recursos científicos de la antigüedad y de su tiempo. Parece una encarnación del bon sens de Boileau aplicado a la filosofía. Su Lógica moderna o arte de hablar la verdad y perfeccionar la razón (1757), es en el fondo completamente aristotélica, admitiendo las innovaciones de la época en orden a la metodología. Reconoce dos elementos básicos: la sensibilidad, que domina a la razón y hasta prescinde de ella en la Ética, y la razón, que, en la Física, apenas sirve para generalizar después de la experimentación. Él mismo confiesa en la Introducción que la Lógica de Aristóteles es la única y verdadera, y de ella ha «procurado formar el principal fondo de la suya». Leyendo esto, no comprendo cómo Menéndez Pelayo y Bonilla, en su febril vivismo, llaman a Piquer «declarado vivista», lo cual no empece para que Piquer admire y cite con frecuencia a Vives, sin que de eso se desprenda la realidad del vivismo ni que Piquer sea un secuaz de tan dudoso sistema.
Y es lo curioso que, arrancando del sensualismo, encomiando la observación en su Discurso sobre el mecanismo (1757), se revuelve contra Locke y dice de su Ensayo que «tan lejos está de pertenecer a la lógica, que parece haberse escrito contra ella». En el segundo libro de la suya estudia Piquer las causas más frecuentes de error, recordándonos, sin mención especial, los ídolos de Bacon, y ensalza el eclecticismo.
Repite esta idea en el Prólogo del Discurso sobre la aplicación de la Philosophia a los asuntos de Religión. Sostiene que ni los Padres, ni los Concilios, ni los Papas necesitaron de la filosofía, que ningún sistema es simpliciter necesario a la teología, pero que el eclecticismo es muy acomodable y congruente.
Al estudiar la «cosa divina» que, según Hipócrates, suele mezclarse en las dolencias, explica el valor del elemento impropiamente llamado espíritu, porque en la realidad es cuerpo, aunque sutilísimo. En este punto conviene su descripción con el fluido que los físicos llaman éter; pero añade que los filósofos antiguos le llamaban alma del mundo. Si se refiere a la nous platónica, confunde ambos conceptos, así como al decir que este espíritu corpóreo es de naturaleza celeste y «que quando el hombre muere, por lo común se destruye la travazón de este espíritu con las materias elementales que le dan fomento», trae a la memoria el cuerpo astral de los teósofos, con los cuales también coincide al repetir aquel concepto de Sydenham, que al modo que con la vista percibimos al hombre exterior, compuesto de partes sensibles, así con el entendimiento debemos contemplar un hombre interior, compuesto de una serie y fábrica de espíritus, dispuesta con orden para las acciones.
En su Filosofía moral para la juventud española (1755), merece atención el tratado de las pasiones, de las que intenta minuciosa disección. Protesta a cada paso de su catolicismo, rechaza que otra secta pueda llamarse verdadera religión de Jesucristo y recomienda a los soberanos que la católica romana «se guarde en todos sus dominios con inviolable santidad y pureza», procurando que la juventud aprenda el aristotelismo para que forme la base de sus conocimientos, antes de estudiar otros sistemas.
Contra las doctrinas de Piquer lanzó Fr. Vicente Calatayud sus Doce cartas contra el discurso del Dr. Piquer sobre la aplicación de la Filosofía a los asuntos de religión (1758-9), que por la índole de la controversia, llamó vivamente la atención. Pertenecía este sacerdote al oratorio de S. Felipe Neri y había confiado a las prensas sus Dissertationes theologicae scholastico-dogmaticae, trabado muy metódico, aunque poco original, muy fácil de consultar por ir seguido de tres índices, uno Ad propositiones damnatas, otro bíblico y otros de cosas notables.
El emeritense D. Juan Pablo Forner (1756-97) su formación filosófica fue dirigida por su tío D. Andrés Piquer y, no sé si por ser cierto o por halagar a Floridablanca, declara haber compuesto a la edad de veinticuatro años cinco discursos filosóficos, lo cual, según él, demuestra el progreso de España bajo la tutela de aquel ministro. Escribió la comedia El Ateísta para combatir el enciclopedismo. Su ideal es concertar la tradición con los adelantos, pero resultó antipática la escolástica a su carácter artístico, siempre más literato que filósofo.
Exequias de la lengua castellana, sátira menipea, firmada con el pseudónimo Ldo. D. Pablo Ignocausto, con golpes de prosa y verso, se considera la obra maestra de Forner. El empleo del verbo arribar, no digo que esté del todo mal, pero desprende tufillo francés un tanto inoportuno, tratándose de propugnar la pureza del idioma.
D. Juan Bautista Muñoz rebatió las doctrinas de la Escuela y profesó un eclecticismo basado, como el de Vives, y después el del eminente onubense D. José Isidoro Morales, en el culto a las humanidades, pero no es la filosofía, aunque la enseñó en la universidad valenciana, su más legítimo título para pasar a la posteridad.
El jesuita barcelonés Antonio de Codorniu (1699-719), autor de obras de varia índole, en su Índice de la filosofía moral cristiano-política, busca la conciliación entre el cristianismo, el senequismo y el aristotelismo. Para la felicidad personal se le antoja admirable la firmeza estoica, mas como no vivimos sólo para el egoísmo, sino que somos solidarios en la vida social, necesitamos la ética del Liceo.
D. Antonio Xavier Pérez y López (1736-92), a cuya merecida fama acaso ha perjudicado en el público la vulgaridad de sus apellidos, fue pensador original, eminente jurisconsulto y hombre de excepcionales méritos, de quien publicó extensa y admirable biografía el irreemplazable maestro D. Federico de Castro. Nació en Sevilla; perteneció al claustro universitario; fue Diputado por la Universidad en la Corte, donde ejerció la abogacía; alcalde Mayor de Motilla del Palancar, y Académico de la Real Sevillana de Buenas Letras. Falleció el 17 de Octubre de 1792 en humilde lecho del Hospital general de Madrid. Escribió: Discurso sobre la honra y la deshonra legal (Madrid, 1781); Teatro de la legislación universal de España e Indias (ídem, 1791), enciclopedia jurídica dispuesta por orden cronológico y alfabético en 28 tomos, «injustamente pospuesta por muchos abogados a otras de mérito y calidad harto inferiores» (Castro), y Principios del orden esencial de la Naturaleza.
14. El siglo de las luces
14.1. Escuela teológica y tradicionalista
De la escuela teológica se ausentó el Evangelio, invocando su angustia al Jehová que abrasaba ciudades, exterminaba pueblos y había de recibir con agrado los holocaustos de la persecución y de la hoguera.
Esta escuela nacida del terror, y no exenta de precursores en la España de los siglos XVII y XVIII, cuyo pensamiento era tesis latente y familiar, reclutó en la España del XIX un adepto tan vigoroso de elocuencia cuanto anémico de lógica en la ilustre persona del extremeño D. Juan Donoso Cortés (1809-53), primer marqués de Valdegamas. Terminó en Sevilla sus estudios de jurisprudencia el precoz filósofo a los diez y nueve años y pronto se dio a conocer como humanista, poeta y publicista; se lanzó a la política y en 1849 abjuró en las Cortes de sus ideas liberales. De todas sus obras se tiró edición en 1891.
Donoso recrea, admira y, al terminar la lectura de sus rotundos párrafos, hasta se siente la tentación de aplaudir, mas nada deja en el espíritu que no se deshaga con la espuma del oleaje oratorio.
Inflamada en el mismo espíritu e impresa en el mismo año que la de Donoso, salió a luz Consideraciones sobre la Iglesia en sus relaciones con el Estado (Madrid, 1851), por el Conde, del Valle de San Juan, dedicada al rey (¿a qué rey en esta fecha?) y precedida del retrato del autor. Al ver la imagen de un hombre en mangas de camisa, deshecho el nudo de la corbata, con faja, sombrero calañés, la chaqueta de alamares a un lado y el puro a medio fumar entre el índice y el dedo del corazón, jamás se figuraría nadie contemplar el retrato de un conde, de un filósofo ni de un hombre político. Y sin embargo, de todo tenía el autor de este ya rarísimo libro. Comandante de voluntarios realistas en 1833, emigrado en 1840, progresista en 1843, revolucionario en Cartagena, fugitivo en Argel y fundador de un diario democrático, El Pueblo, llegó desengañado a retraerse de la política y escribir este libro, declarando en el prólogo: «No más partidos: la iglesia de Dios quiere que ocupe mis ocios». En efecto. Después de proclamar la urgencia de restablecer el principio de autoridad y de una breve teodicea ortodoxa, que trata de comprobar en la historia, defiende a la Iglesia de cuantos cargos se han acumulado contra ella, cerrando el libro primero con la apoteosis del cristianismo.
El segundo se halla dedicado a combatir el protestantismo y termina encomiando a la Compañía de Jesús. La tesis fundamental es la contraria de Espinosa. Sostenía este filósofo que todos los males sociales dependen de la obstinación del clero en invadir la potestad civil. Nuestro conde, por el contrario, afirma que el sacerdocio se une al imperio para mejorar la condición de los gobernados y hacer más justos a los gobernantes. En toda la obra fulguran los anatemas del neófito absolutista contra el jansenismo, el volterianismo, el jacobinismo y la enciclopedia.
El tradicionalismo se extinguió, ahuyentado por el renacimiento escolástico. Su último y poco honroso acto público, aparte del mérito subjetivo, consistió en la renuncia que D. Cándido Nocedal presentó de su sillón en la Academia de Ciencias Morales y Políticas; porque, sin duda influida por el demonio, al dictaminar en 1868 sobre el libro La libertad de pensar y el catolicismo, de D. José Lorenzo de Figueroa.
El conde José de Maestre, con el encanto de su estilo que hizo de las Soirées de Saint-Pétersbourg una de las lecturas favoritas de mi adolescencia, popularizó la escuela teológica, creadora de un sensualismo religioso, que opuso la fe colectiva a la razón, empresa que arrebató a la fe su base racional. Condenadas por la Iglesia algunas de sus proposiciones, desapareció de Europa y de España, pero dejó su veto a la razón para conocer los primeros principios, veto reconocido por el positivismo, última evolución de la tesis sensualista.
14.2. Escolásticos rígidos
La agudeza crítica de Alvarado resalta a cada momento en la sagacidad con que descubre el flaco del contrario y la destreza con que lo expone a la compasión o a la burla del público. Véase cómo retrata y se mofa de esa superficialidad llamada filosofía ecléctica:
Zahiere sin piedad a persona tan respetable como el Dr. D. Manuel Custodio a causa de rivalidades entre dominicos y jesuítas. Parece que los primeros habían escrito algo contra la devoción al Corazón de Jesús, y los segundos azuzaron a Custodio para que acusara a los tomistas de apologizadores del tiranicidio. Publicó el Dr. Custodio La Devoción del Sagrado Corazón de Jesu-Christo explicada y defendida contra los Autores de la carta refractaria por el Licenciado Farfán (Cádiz, 1790). Con tal motivo la emprende Alvarado contra el firmante, descubriendo el seudónimo y satirizando hasta su figura.
Dentro del escolasticismo rígido, no sin clara inclinación suarista, según característica de, su religión, el ignaciano P. José Mendive (1836-906) escribió Institutiones philosophiae scholasticae ad mentem Divi Thomae ac Suarezii, que estuvo muy en boga en los seminarios y algunas universidades, así como su voluminosa Institutiones theologiae dogmatico-scholasticae (1895, en 6 tomos). De la primera se había tirado una edición española en 1882, a que algunos otorgan preferencia. Es uno de los mejores libros que ha producido su escuela en los últimos tiempos.
También sumó su nombre a los muchos escritores católicos obstinados en impugnar los famosos Conflictos entre la Ciencia y la Religión, del profesor Draper, prologados por D. Nicolás Salmerón en la edición española. La vindicación de Mendive (1897), de que se han tirado varias ediciones, se halla animada del nervosismo polémico.
Cuando el primer Gabinete de la restauración borbónica dejó sin cátedra a los profesores tildados de librepensadores, el Gobierno proveyó la vacante de D. Nicolás Salmerón, trayendo a la cátedra de Metafísica a D. Juan Manuel Orti y Lara (1826-90), que ya había explicado esa materia, excelente persona, muy conocida por sus ideas ultramontanas y como redactor de periódicos derechistas. Sus escritos filosóficos son tres trataditos de Psicología, de Lógica y de Ética, unas Lecciones sumarísimas de Metafísica y Filosofía natural, según la mente del Angélico Doctor Santo Tomás de Aquino (1887), Introducción a la Filosofía, Principios del Derecho natural, El racionalismo y la humildad (1862), Krause y sus discípulos, convictos de panteísmo (1864) y otros de menor importancia o variantes de los mismos temas. Todos sus libros se inspiran en Santo Tomás con estrechísimo criterio, ninguna novedad ni nota original aportan y repiten lo que Liberatore y el P. Prisco, traducido por D. Gabino Tejado, apuntan contra las doctrinas racionalistas. Esto no obstante, su patria, la villa de Marmolejo, le dedicó un centenario el 29 de Octubre de 1926. Hizo bien, pues si no la altura filosófica, la austeridad de su vida, la sincera devoción y consecuente apego a sus ideales, su aplicación y laboriosidad, merecían ese piadoso y solenme recuerdo.
Al Obispo de Jaén, D. Manuel González Sánchez (1825-96), natural de Sevilla, elocuente, famoso por sus elogiadas pastorales, se debe La filosofía católica comparada con la racionalista (Sevilla, 1874).
D. Alejandro Pidal y Mon (1846-913), que en su libro Santo Tomás de Aquino (1875) se muestra elocuente apologista y sostuvo reñida controversia con Menéndez y Pelayo, defendiendo el tomismo, y D. Manuel Polo y Peyrolón (1846-918), también apologista en su Elogio de Santo Tomás de Aquino (1880) y formidable polemista e impugnador del darwinismo, cierran el cuadro de los más conspicuos escolásticos.
14.3. Escolásticos moderados
La filosofía ecléctica anterior al eclecticismo por antonomasia de Cousin, y más tarde la de Cousin mismo, invadían las aulas y nutríase con traducciones y exégesis de obras eclécticas el ansia de la juventud. Semejante irrupción tropezó con la protesta del canónigo Jaime Balmes (1810-48), natural de Vich. La otra más leída de Balmes es, sin duda, El protestantismo comparado con el catolicismo en sus relaciones con la civilización europea (1844), donde contesta a la Historia de la civilización europea publicada por Guizot. Sigúele en aura popular el precioso y casi improvisado compendio de lógica práctica titulado El criterio (1845), apellidado por Torras codech del seny, donde estudió las fuentes del conocer y la marcha de las facultades psíquicas, libro, aunque calificado por Menéndez y Pelayo de «juguete literario y lógica familiar», de lo mejor pensado y orgánico que existe. Mas la esencia del pensamiento de Balmes reside en la Filosofía fundamental (1846), obra básica, pues las demás revisten carácter polémico, cuyo objeto, nos dice el autor, es examinar las raíces del árbol de la ciencia con cuantos materiales extranjeros se ofrecieron afines a su espíritu. Estos libros, que causaron profunda impresión en las ideas del clero, no merecieron simpatía de los escolásticos. Y es que el contradictor del eclecticismo, mal aprisionado en las mallas de la escolástica, es también un ecléctico. En efecto, aunque de filiación tomista y debiendo bastante de sus ideas al P. Fernando de Ceballos y al P. Francisco de Alvarado, indiscutibles maestros suyos, atraído por la filosofía contemporánea, propende al racionalismo armónico de Leibniz y pudiera decirse, con Menéndez y Pelayo, que algo del ontologismo de Fox Morcillo reflorecía en su espíritu. Rechaza el intelecto agente o abstractivo de Aristóteles; coincide en ocasiones con la escuela teológica; admite el punto de partida de Descartes y casi su famoso Cogito ergo sum; tampoco le satisface la especie impresa del estagirita: utiliza los análisis de Reid y sus discípulos; conviene con Suárez en confundir la esencia y la existencia; contra la opinión de Santo Tomás sostiene que «la existencia es el acto que da el ser a la esencia», mas, separándose también en la teoría del alma de los brutos, halla redundante el segundo miembro de la definición de la unidad (Ens indivisum in se et divisum ab aliis) formulada por los escolásticos.
Al tratar del punto de partida de la ciencia, después de haber sostenido, como escolástico, que el Yo, para ser conocido de sí propio, no disfruta de otro privilegio sobre los seres distintos de él sino el de presentar inmediatamente los hechos que pueden conducir a su conocimiento, por lo «que el Yo en sí mismo, considerado como sujeto, no es punto de partida para la ciencia, aunque sea su punto de apoyo» (F. Fund. I, 44). Se contestó a sí mismo (id., IV, 79): «La realidad permanente del Yo, considerada en sí misma y prescindiendo de las cosas que pasan en ella, es un hecho que sentimos en nuestro interior y expresamos en todas nuestras palabras: Si a esta presencia, a esta experiencia interna se le quiere llamar intuición del alma, nosotros tenemos intuición de nuestra alma... o es necesario admitirla o renunciar al testimonio de toda conciencia».
Lo particular no da el todo, sino que no puede verse más que en el todo. La epagogé que, según Aristóteles, no puede tener lugar sino por el agotamiento de los casos particulares, no se logra nunca, y en todo caso nos conduciría a la nada. El ente no tiene valor, ni aun lógico, sino como una abstracción del ser, no como la abstracción de unas cuantas cosas, que a la sumo formarían un género o una especie: no por lo que quitásemos, sino por lo que dejáramos. El ente no es más que el ser pensado antes de pensar sus cualidades, una posición del entendimiento, sin otro valor que el discursivo cuando no se aparte de la vista racional que sucesivamente traduce en el tiempo.
El ente, abstractamente tomado, lleva envuelta su propia negación, es contradictorio en sí mismo y tiene que llevar al cabo por esta su negación interna a hacer desaparecer el propio supuesto al ser plenamente determinado, enteramente definido y circunscrito. Mas en este nuevo aspecto obtenido, no mirando derechamente a su objeto, sino de espaldas a él, apartándolo cuanto es posible de nuestros ojos, es el ser visto otra vez como mera posición lógica, como mera forma, como pura idealidad; acto sin agente, pensamiento sin quien piense, filosofía sin filósofo, idea sin substancia, como antes era materia sin concepto.
Ni se salva este panteísmo lógico, que va de apariencia en apariencia en vez de realidad en realidad, de negación en negación en vez de afirmación en afirmación positiva, con la distinción entre el ser puro por abstracción (el ente) y el ser puro por simplicidad (Dios), que sirve o para mostrar la imposibilidad de la hipótesis o para conducirnos a un dualismo irresoluble, cuya última expresión es un escepticismo lógico y moral. Si el concepto del ente en común, según el P. Zeferino González (F. F., II, p. 16,) «no incluye la realidad completa, absoluta y total del ser, sino más bien un principio, un grado y como un aspecto parcial de la realidad completa, pues que sólo incluye una parte, por decirlo así, de la esencia o realidad de las naturalezas de las cuales se produce», y por el contrario, cuando referimos este concepto a Dios, diciendo que es el Ser puro y universal, queremos significar, no solamente que este Ser no es una abstracción del entendimiento, sino principalmente que encierra en sí toda la realidad y todas las perfecciones posibles (ser universal), y por consiguiente, todo el ser real, positivo y concreto, que excluye por lo mismo todo no ser puro, toda mezcla de imperfección o potencialidad, es claro que el ente, que no es más que un principio, un grado y como un aspecto parcial de la realidad completa, sólo en el ser puro universal que encierra en sí toda la realidad puede ser visto y comprendido, luego no es la idea primera, y si, por el contrario, nos decidimos porque el ente se opone a Dios como lo potencial puro a lo actual puro, como el no ser al ser, entonces todo lo que descubrimos mediante la idea del ente es precisamente lo contrario de lo que es, lo que estimemos como realidad es la mentira, lo que estimemos como bien es el mal, y como todo lo que pensemos tenemos que pensarlo mediante la idea del ente, entre Dios y el hombre hay una barrera infranqueable. La conciencia no me dice que yo soy un ente, un algo indiferente a ser o no ser, sino un ser real en quien es y tiene razón inmediata todo lo que soy. Mis propiedades lo son de mí como ser de propiedades esencialmente, o como Yo soy, sin lo que no se sabría de quién hablo cuando dijera: Yo soy esto o lo otro, y las propiedades de que hablo serían anejas, allegadas, no propiedades del que las es, o mediaría algo para tal anexión, y así indefinidamente sin ser ni mostrar Yo lo que soy, sino siendo siempre distinto y otro de Entidad a Entidad, donde yo sería un incógnito abstracto, y las propiedades también pensándose sin saber a quién ni de quién son tales como se dicen.
Cuando las cosas existen en Dios, no son nada distinto de Dios; están representadas en la inteligencia infinita, la cual, con todas sus representaciones, es la misma esencia infinita. Comparar, pues, la existencia finita de las cosas con su esencia, en cuanto se halla en Dios, es variar radicalmente el estado de la cuestión y buscar la relación de la existencia de las cosas. El ente, no siendo por sí más que un algo indeterminado, para ser esto o aquello necesita de algo que lo saque de esa indiferencia, que lo determine; este algo es la esencia (aquello por que una cosa es la propia que es y no otra); pero el ser así esenciado, no es todavía más que un ser posible, que determinadamente no se puede actualizar más que de aquella manera, aunque muy bien pudiera no actualizarse; para que sea efectivamente (físicamente) lo que puede ser, se necesita de una causa que le dé la actualidad que no tiene; esta actualidad es la existencia. Pero se olvida aquí que tanto la existencia como la esencia son puros conceptos, que no se refieren a nada real; que, como el ente, son indiferentes a ser o no ser. No hay, pues, diferencia en que se diga: Pedro es racional o Pedro existe actualmente; porque si en el primer caso afirmo que no puedo concebir un Pedro sin ser racional, porque no puedo concebir un Pedro que no sea hombre; en el segundo afirmo igualmente que no puedo concebir a Pedro sin existencia actual, porque no puedo concebir un Pedro que no sea individuo humano. Mas ni en uno ni en otro caso, afirmo la realidad del ser de Pedro ni, por consiguiente, que se den en él las propiedades que se le atribuyen. Otra cosa sería si afirmara esta realidad: entonces Pedro no podría ser visto como racional sin ser antes conocido como existente. Del Pedro que no existe, no puede decirse que sea racional, ni que no lo sea. Lo que sucede es que, considerado el ser sin ser, puede considerarse el ser sin esencia y la esencia sin existencia, lo que es pensar al revés; pero pensando a derechas, el ser que es no puede ser concebido sin esencia ni su esencia sin existencia.
Confundiendo, como lo hace Balmes, la unidad con la simplicidad, entendida ésta como la indistinción interna no halla esta unidad en el mundo corpóreo en cuanto es objeto de nuestra sensibilidad. Lo extemo consta esencialmente de partes, de donde resulta que la unidad real o la simplicidad no la hallamos en el mundo corpóreo en cuanto es objeto de nuestra sensibilidad. El alma, que se manifiesta en actos que se distinguen y hasta se contradicen, no es simple, y por consiguiente, no es uno al menos para nuestra inteligencia, por más que los actos le sean considerados cada uno de por sí.
Fácilmente se comprende que si un ser es y deja de ser no va a otra cosa, sino a la nada; no muda, concluye; para que un ser mude es necesario que permanezca siendo; por eso se dice que la muerte es el término de la mudanza. Del concepto de no ser es imposible que salga el ser. Para que a un ser A se le pueda aplicar el principio de causalidad, es preciso que... antes no existiese A; hay, pues, una duración asignable en que no había A. Del no A absoluto jamás saldría el A, no habría ni siquiera concepto, pues que el pensamiento de negación pura no es pensamiento. Hay imposibilidad de concebir un comienzo sin algo preexistente. Hallamos en nuestras ideas el ser como absoluto y el no ser como relativo.
Balmes, el primero entre los apologistas modernos, profundamente religioso, tan amplio en sus conceptos que se asfixiaba en la estrechez escolástica, hasta sintiendo antipatía por su tecnicismo, se nos muestra más preocupado del triunfo de su idea religiosa que de la consecuencia filosófica, más polemista que investigador. Por eso no ofrece un sistema de cerrada arquitectura y recurre antes a la sutileza que a la visión profunda, término de constante y desinteresada meditación.
El P. Zeferino señala en Balmes la tendencia al escepticismo objetivo y al fideísmo de Jacobi. En efecto, sí no poseemos certeza más que de la fenomenología subjetiva y la que creemos, o mejor, queremos tener en la realidad externa, no se apoya más que en una necesidad íntima o instinto, el sentimentalismo llama a las puertas del alma y cede el paso al escepticismo objetivo. Esta inexorable consecuencia se acentúa más en Balmes, poeta, escritor político, alma vibrante y saturada de generosos sentimientos.
Balmes, aun dentro del escolasticismo, da una de las rarísimas notas originales del pensamiento español, durante todo el siglo XIX sometido a exótica tutela. Demuestra su recia constitución filosófica llamando, como Sócrates, al hombre hacia su interior. Detestaba la balumba de citas y aforismos, tan en auge en su tiempo, y eso que ninguno hubiera podido amontonarlas con tanta novedad, pues era, según creo, el único español entonces al corriente de la filosofía francesa y, sobre todo, de las escuelas alemanas, de las que se señaló en su Historia de la Filosofía por ser el primer expositor. Mas Balmes, filósofo popular, según característica del espíritu práctico de su región, la cual antes que los demás pueblos latinos había sustituido el latín por el romance para la exposición científica, facilitando así la difusión didáctica por todas las capas sociales, desdeñaba la erudición y decía: «Enseñar pensamientos está bien; pero vale más enseñar a pensar. Hagamos fábricas, no almacenes». Contribuyó poderosamente a su popularidad aquel estilo y aquella prosa, incorrecta, es verdad, cuajada de galicismos y ayuna de arte, pero diáfana, transparente, que infundía sin nubes el pensamiento, compenetrando su alma con el lector. Por tal claridad de exposición, Balmes hizo accesibles a todas las inteligencias los problemas y se erigió en educador de cuantos españoles de su tiempo fijaron los ojos en el cielo de la filosofía.
El sacerdote catalán, catedrático de Filosofía y religión en el Instituto de Barcelona, D. Salvador Mestres, compuso Ontologia o Metafísica pura universal y general, obra de mayor aliento. Dentro del círculo escolástico, presenta como matiz especial el influjo de los filósofos italianos, singularmente de Antonio Rosmini, aún sustentador del aforismo medieval scientia ancilla theologiae, y de Pascual Gallupi, que en sus Elementi di filosofía intentó restaurar el esplritualismo cristiano. Las docencias de tales maestros prendieron en su cerebro durante su estancia en Rímini y Bolonia, donde había profesado la filosofía, la teología y los cánones. Su marcada preferencia por el método psicológico indujo a algunos críticos a afiliarle entre los que confunden la filosofía con el sentido común, es decir, de los que, sin salir de la propedéutica, descansan en los umbrales de la ciencia reflexiva y no se arriesgan a lanzar una mirada al interior.
El sacerdote D. Antonio Comellas y Cluet, ardiente polemista cuyo busto se alza sobre una columna en una plaza de Berga, su ciudad natal, ofrece un caso de autodidactismo muy digno de atención. Su obra, propiamente filosófica, se titula Introducción a la filosofía, o sea doctrina sobre el ideal de la ciencia . Poca novedad brinda en la marcha de la investigación, si bien luzca originalidad en la metodología. Su labor ha sido muy estimada y algunos le otorgaron preferencia sobre Jaime Balmes, opinión que no comparto. También figuró en la legión de contradictores de Draper con su Demostración de la armonía entre la religión católica y la ciencia .
D. José María Quadrado y Nieto (1819-96), menorquín, historiógrafo, arqueólogo y vate romántico, de quien en concepto de escritor traté en mi Historia de la Literatura española, se alistó en las huestes derechistas de su tiempo. Animóle la íntima amistad de Balmes, con quien intelectualmente se compenetró, pero ortodoxo por encima de su propio criterio, al condenar el romano Pontífice las teorías tradicionalistas, desertó de la escuela. No cultivó directa e intensamente la filosofía. Seguro de la verdad revelada, con férrea convicción nacida de inquebrantable fe, se sentía tranquilo respecto al desenvolvimiento ulterior de su existencia más allá de la tumba y se preocupaba poco o nada de problemas para él definitivamente resueltos. Por eso se ha dicho que sus escritos y los de Balmes deben considerarse complementos mutuos y que Quadrado, apologista católico antes que ninguna otra cosa, escribía sobre los asuntos de la tierra con los ojos puestos en el cielo.
14.4. El kantismo
Desempeñó cátedras de Teología, Filosofía, Taquigrafía, Geografía, Astronomía, Cosmografía, Literatura e Historia. La Filosofía era su afición, su vocación decidida. Durante vida de profesor combatió el escolasticismo, entonces dominante en las aulas, sustituyendo.. Su pensamiento se inclinaba a la Filosofía de Wolf, que había desenvuelto con originalidad el sistema de Leibniz.
Tampoco permanecía extraño a las ciencias físicas. Tradujo El Mundo físico y el Mundo moral de A. Libes, enriqueciendo con notas la versión. Publicó un cuaderno acerca de los rumores esparcidos entre el vulgo, y en su tiempo casi todo el mundo era vulgo en materias científicas, de peligrosas aproximaciones entre la Tierra y la Luna. Su folleto sobre El Barco de vapor, escrito durante una enfermedad, muestra la noble impaciencia del científico.
Con las añoranzas de Kant sentidas en Heidelberg por el profesor Vischer y propagadas por Lange, vino de Alemania a España en pleno apogeo del krausismo el cubano D. José del Perojo y Figueras (1852-908), hombre activo, emprendedor y apasionado de la filosofía. Sus estudios sobre Kant y los filósofos contemporáneos, Schopenhauer, la antropología y el naturalismo y objeto de la filosofía en nuestros tiempos, fueron recogidos con otros de literatura y política en la obra Ensayos sobre el movimiento intelectual en Alemania (1875), obra incluida en el Índice de libros prohibidos por la Iglesia. De filosofía publicó además Haeckel juzgado por Hartmann (1876) y La ciencia española bajo la Inquisición (1877). A su bibliografía debe añadirse traducciones de Kant, Draper y otros autores.
Fundó la Revista Contemporánea, desde la cual riñó descomunal batalla, negando la realidad de la ciencia y la filosofía española, secundado por el Sr. Revilla, con el entonces joven Menéndez y Pelayo. Al fin, ¡oh paradoja del destino!, el heterodoxo puesto en entredicho acabó sus días siendo diputado maurista, y su revista, heterodoxa y avanzada, murió en manos de D. José de Cárdenas, de un hombre de la derecha.
D. Manuel de la Revilla y Morera (1846-81), hombre de talento claro y no profundo, dotado de palabra tan fácil como su pluma, publicó estudios de filosofía islámica e india harto ligeros y se inició en la especulación dentro del cenáculo krausista. En esta época escribió libros en colaboración con González Serrano y un programa de literatura con D. Francisco Giner. De pronto, se desvió de la escuela y abrazó el neo-kantismo, dedicándose a zaherir cuanto pudo al krausismo y a negar la realidad de una filosofía española, en unión con D. José del Perojo, desde la Revista Contemporánea.
No tenía el neo-kantismo otro valor que el de un puente por donde los krausistas poco convencidos pudiesen derivar al positivismo, y así aconteció con muchos, incluso D. Nicolás Salmerón.
Firmes y consecuentes, los andaluces Giner de los Ríos, Federico de Castro y Francisco de P. Canalejas no siguieron a Salmerón, Sales y demás neo-spencerianos, permaneciendo leales custodios del credo panenteísta, sin renunciar a su representación personal dentro de la escuela. Parecía que el racionalismo, como ejército derrotado que busca un punto de apoyo en que rehacerse, se replegaba sobre Kant para resistir y avanzar de nuevo.
14.5. El hegelianismo
El idealismo absoluto de Hegel penetró en nuestra península por las márgenes del Guadalquivir, merced a la iniciativa de un eminente profesor.
D. José Contero y Ramírez, nacido en Osuna, de padres artesanos, se elevó por su talento y constancia a la cátedra de Metafísica de la Universidad sevillana. Su nombre va unido a la fundación del Ateneo de Madrid, y Labra y otros hombres eminentes han enaltecido su memoria. Sócrates del hegelianismo le llama Menéndez y Pelayo, pues, en efecto, su enseñanza no pasó de oral: pero formó numerosos discípulos que resistieron el arrollador empuje del krausismo y continuaron la obra del maestro hasta nuestros días.
Oyó las explicaciones de Contero y afilióse a su escuela D. Antonio María Fabié y Escudero (1832-99), hombre de gran inteligencia y escogida erudición que, por méritos propios, llegó a los altos puestos del Estado y de las letras. Sus trabajos filosóficos son: Examen crítico del materialismo moderno (1875) y Estado actual de la Ciencia y el Derecho (1879); pero la literatura y la historia ocuparon la mejor parte de su actividad mental.
Por más que D. Francisco Pi y Margall (1824-90) pertenezca principalmente a la esfera política y no cultivara la especulación, sus libros Filosofía del Progreso (1868), Filosofía popular (ídem), Solución del problema social (1869) y, sobre todo, sus Estudios sobre la Edad Media, donde hace abierta profesión de panteísta, nos lo muestra afiliado a la izquierda hegeliana, aceptando con impasibilidad hasta las más extremas consecuencias de la doctrina. El hábito de escuela le hace notar en primer lugar la antítesis, circunstancia favorable en general para el ministerio de la crítica, que ejerce Pi con rigor sobre la moral del cristianismo; estima antropomórfica la idea histórica de Dios, y no considera la transcendencia de esta vida como inmortalidad del alma individual, sino fusión de las vidas particulares en la colectiva.
En Pi la filosofía se transfiguraba en acción y por eso poseyó el cerebro más revolucionario de su generación. Aunque socialista por influencia del Maestro y campeón del socialismo en sus controversias con Castelar, siempre rechazó las inevitables consecuencias cesaristas de la idea hegeliana y flotó entre esa doctrina y la libertaría, más acorde con su desiderátum federalista que bajaba del encéfalo al corazón desbordándose del convencimiento e irrumpiendo en la esfera de la pasión. Tenía muy alta mentalidad para detenerse en la prosa del socialismo. Como todos los verdaderos liberales repugnaba la estatolatria.
La innegable poesía del hegelianismo sedujo a D. Emilio Castelar (1832-99) desde los días de la juventud, y aunque derivó cada vez más a la derecha, no sabría yo decir si por sincera convicción o por maniobra política, jamás perdió el sello de su iniciación filosófica.
Homero del hegelianismo, cantó la idea y empapó en aquella vasta concepción sus sueños políticos. La impresión de realidad sufrida en la gobernación del país, separó su mente del corolario social y cesarista, acentuó su individualismo que no lograba acomodar en las mallas de la escuela, no se satisfizo ni con el concepto sajón de la libertad y se postró ante la democracia francesa, lenta y gradualmente progresiva.
D. Antonio Benítez de Lugo (1841-97), hegeliano y catedrático del Doctorado de la Facultad de Derecho en Sevilla, su patria, dejó entre sus obras Filosofía del Derecho o estudio fundamental según la doctrina de Hegel (1872), exposición clara y fiel del sistema.
En la escuela de Contero se formó también el catedrático sevillano D. Diego Álvarez de los Corrales (1826-65), propagador elocuente del hegelianismo, si bien los escritos que dejó no aborden la filosofía pura, pues sus dos obras se refieren la una a Doctrinas de los escritores españoles de Derecho internacional en el siglo XVI (1859) y la otra a la Teoría de la Moneda y su fabricación (1863).
El publicista más influyente de España en su época, el que movía a su arbitrio las masas populares, el sevillano Roque Barcia (1823-85), poeta, polígrafo, director de La Justicia Federal y alma de la insurrección de Cartagena en 1873, dejó entre sus numerosas obras, la mayor parte políticas: Las armonías morales, La verdad social. Teoría del infierno o ley de vida y La filosofía del alma humana (París, 1856), a que acompaña el tratado Generación de las ideas. Aunque no puro hegeliano, aquí lo sitúo por mostrarse francamente panteísta. Funda la unidad de las ideas en la unidad de la esencia. Todo es uno. Los seres son modificaciones del Ser y así las ideas son expresiones parciales de la Idea. Tal concepto facilita la formación del organismo científico, basando cada afirmación en otra más alta hasta alcanzar la afirmación cúspide, la total del conocer de que dependen las particulares en cuanto formas parciales de ella.
El hegelianismo español lanzó su postrer suspiro al apagarse el incendio revolucionario. El europeo se liquidó en la guerra mundial y soportó por epitafio el tratado de Versalles.
14.6. Los krausistas
Si se reputa justa la tesis de los que creen en la realidad de una filosofía española o por lo menos andaluza (Castro), caracterizada por esa tendencia armónica que señalan sus grandes pensadores, desde Séneca hasta Fox Morcillo y Pérez López, no podrá extrañarnos la rapidez con que prendió y se propagó en España el sistema de Krause, nacido como un realismo racional, un armonismo donde se confundieran el panteísmo, que considera la unidad separada de su contenido, y el dualismo, que se detiene en la interior discreción del todo, según la fórmula: todo es y está en el Ser, el ente infinito y absoluto que, por contenerlo todo, no se queda en unidad abstracta y vacía.
D. Manuel de la Revilla, después de desertar del krausismo; Perojo, Menéndez y Pelayo, otros mil vociferaban contra la exposición proclamando que los krausistas destrozaban el idioma con sus logomaquias.
No adornaban a Krause personales condiciones difusas. Ni elocuente como Hegel, ni brillante escritor como Schopenhauer, nómada y perseguido, su filosofía, como su breve y dolorosa existencia, se arrastró penosamente por las universidades alemanas, mas no creo se halle tan olvidado cuando poco antes de la gran guerra se reimprimieron sus obras en Leipzig.
Comisionado por el Gobierno español para estudiar filosofía en Alemania, marchó a esta nación D. Julián Sanz del Río (1814-69), hombre austero, natural de Torrearévalo (Soria) y educado en Granada, profundo pensador, un tanto tocado de propensión mística y ya algo conocedor del krausismo, pues desde 1837 se había popularizado el Curso de Derecho natural, de Ahrens, que tradujo al español en 1851 D. Ruperto Navarro y Zamorano. Oyó en Heidelberg las explicaciones del eminente penalista Gustavo Roeder, de Leonhardi y de Schliepacke y, reintegrado a la Universidad Central, explicó la cátedra de Historia de la Filosofía, hasta que en 1867 se la arrebató el marqués de Orovio, ministro de Fomento, por el delito de negarse a suscribir una profesión de fe religiosa y dinástica. La revolución de 1868 reparó aquel error, brindándole el rectorado de la Universidad, que D. Julián, ajeno a las sugestiones de la vanidad, el interés o la ambición, se negó rotundamente a aceptar.
Cultivó D. Julián la filosofía, más como hombre que en concepto de especialista, considerando la ciencia uno de los medios de realizar el fin humano, el Bien por el Bien. No trajo nada nuevo a la indagación reflexiva. Su aporte consistió en un sincero entusiasmo por la ciencia, una honradez científica a toda prueba y el mérito de haber atraído a la filosofía la juventud de su tiempo, enseñándola a pensar con método y pureza de intención. Aun no habiendo recibido enseñanza directa del Maestro, lo tengo por el más hondo y enterado de todos los discípulos del filósofo de Nobitz.
Sinceras sus profundas convicciones, seguro de prestar alto servicio a la juventud, a su patria y, sobre todo, a la Verdad, dejó fundada en la Universidad de Madrid una cátedra de Sistema de la filosofía que, en estos tiempos de utilitarismos, yace olvidada, y milagro el curso que cuenta con algún oyente. Ganó en oposición esta cátedra D. Tomás Tapia, ex-sacerdote, que había escrito Ensayo sobre la filosofía fundamental de Balmes, mas la disfrutó breve tiempo. Sucumbió prematuramente y en 1884 pasó a explicar la materia el respetable D. José de Caso y Blanco, nacido en 1856, que desempeñó su cargo hasta Diciembre de 1926, renunciándolo a causa de su avanzada edad.
El óbito de Sanz del Río señaló un momento crítico en la escuela. Todos los ojos se tornaron a D. Nicolás Salmerón (1838-908), andaluz, tan extremado en la pasión como en la poderosa inteligencia que denunciaba su profunda mirada, luminosa, aun en la fotografía; pero este predilecto evangelista conservó apenas tres o cuatro años la fidelidad. Lanzado al destierro por el pronunciamiento de Sagunto que derribó aquella sombra de república pilotada por monárquicos más o menos vergonzantes, se familiarizó en París con las direcciones experimentalistas señaladas por Comte y Littré y, perdiendo de vista el punto cúspide de la intuición racional, negó la visión total del Ser y de los seres en y bajo Él, entrando de lleno en las vías del positivismo. La declaración terminante de su evolución se pronunció en el prólogo al libro Filosofía y Arte de don Hermenegildo Giner. Allí se confesó monista, negando la dualidad radical de espíritu y cuerpo, y sostuvo ya que la evolución de lo inconsciente debe explicar la producción de la conciencia.
D. Fernando de Castro y Pajares (1814-74), franciscano, luego presbítero secular, catedrático de Historia en el Instituto de San Isidro y más tarde en la Universidad Central, aunque sólo escribió de filosofía su Memoria Testamentaría, donde expone el ilusorio proyecto de una religión universal donde cupieran Buda, Cristo, Mahoma y todos los grandes reformadores, sabios y artistas, y una Introducción al estudio de la Historia o Filosofía de la Historia, no creo equivocarme mucho si lo clasifico entre los krausistas de la derecha, pues sus obras históricas dejan trascender los efluvios del realismo racionalista.
Natural de Lucena, la villa hebrea, D. Francisco de P. Canalejas y Casas (1834-83), inteligencia de primer orden, espíritu abierto y, como buen andaluz, elocuente y artista; Si bien profesó con gusto por complexión y por exigencia de su cátedra la ciencia literaria y no poco se distrajo con la política y el foro, consagró a la filosofía su más asidua labor y al fin permutó su cátedra de Literatura por la de Historia de la filosofía. Sus publicaciones filosóficas son: Cartas a Campoamor sobre el panteísmo, Introducción al estudio de la filosofía platónica. Ley de relación interna de las ciencias filosóficas (1858), Del estado actual de la filosofía en las naciones latinas (1861), Las doctrinas del Doctor Iluminado Raimundo Lulio (1870), Teodicea popular (1872), Estudios críticos de filosofía, política y literatura (1872) y Doctrinas religiosas del racionalismo moderno, La voluntad (1874).
Comenzó Canalejas militando en la extrema izquierda de la escuela; mas, influido en su edad madura por la lectura de filósofos y teólogos alemanes, singularmente de Schleiermacher, fue adoptando ese tono de misticismo de los germanos, que todos son o místicos o escépticos, acercándose al lulismo, y terminando su carrera filosófica a cierta distancia del punto de partida, sin perder nunca el sello original.
Poeta, insigne estilista y catedrático de Filosofía en Cádiz, siguió análoga orientación el sevillano D. Romualdo Álvarez Espino (1839-95) en sus compendios de Antropología psicológica (1873) y Psicología, Lógica y Ética (1876), pero no llegó a intentar la absurda conciliación del catolicismo con el panenteísmo, manteniéndose en un sentido cristiano semejante al de los krausistas alemanes. Toda España aplaudió sus artículos firmados con el pseudónimo «Christian». Fue un hombre bueno, inteligente y menos afortunado de lo que tenía derecho a esperar.
Formó en la izquierda D. Vicente Romero Girón (1835-900), especializado en materia jurídico penal, que era a su vez nota característica de la escuela; espíritu liberal y republicano, a quien vieron con pena los que le estimaban, rebajarse a ser ministro de la restauración en 1883. Circunscrito a la esfera del Derecho, publicó en colaboración con el almeriense D. Alejo García Moreno, también krausista en sus comienzos, aunque ignoro si derivó más tarde hacia el positivismo, y algunos jóvenes, yo entre ellos, el monumento jurídico titulado Colección de las Instituciones políticas y jurídicas de los pueblos modernos.
D. Manuel Sales y Ferré (1843-910), catalán y catedrático de Historia en Sevilla, afiliado a la izquierda krausista, dio forma a los manuscritos que dejó Sanz del Río sobre la Filosofía de la Muerte, dando a luz su arreglo en 1877, y dedicó su actividad con preferencia a la historia, la geografía, la arqueología y la sociología. Ya hemos referido en qué circunstancias renegó del krausismo y se lanzó a la corriente spenceriana. Cuando llegó a la cátedra de Sociología en Madrid propugnó sus nuevas ideas y alardeó de ellas en su discurso de ingreso en la Academia de Ciencias Morales y Políticas (1907), explicando los Nuevos fundamentos de la moral sobre la base de la solidaridad humana, sometiéndola a modalidades históricas, teoría toto coelo distante del imperativo categórico de Kant, aceptado por el racionalismo armónico.
D. Joaquín Arnau e Ibáñez (1850-90), natural de Rubielos de Mora y catedrático de Metafísica en Valencia figuró en la izquierda krausista y dio a los tórculos un Ensayo de filosofía fundamental (1889).
Se necesita la larga convivencia, la constante colaboración e íntimo trato que nos unió muchos años para columbrar su mérito y rendir a su memoria la ofrenda de cariñosa admiración que incesantemente le tributo. Y no sólo superó a todos sus condiscípulos en fidelidad a la ortodoxia, sino que corrigió viciosas exposiciones de Ahrens y de Tiberghien en temas tan fundamentales como el punto de partida de la ciencia, piedra angular de toda la construcción sistemática de Krause.
La vista interior del Yo, llegando a ella por eliminación de accidentes y cualidades, sólo podía recaer sobre un ser potencial, una abstracción, lo que equivaldría a cimentar en el vacío. Castro insiste en presentar, no una intuición, sino una percepción directa e inmediata, revelación primera y más íntima de la personalidad racional, pensada antes y sobre toda ulterior determinación, conteniendo en su unidad indivisa la idea, el juicio y el raciocinio, la cual, por su certeza, para el sujeto absoluta, y en cuanto primer conocimiento racional, constituye el punto de arranque de la ciencia y el principio del conocer subjetivo o ciencia de nosotros, ya que no el principio absoluto del conocimiento científico.
La influencia del eminente maestro se sintió tan intensa que despertó aficiones, reveló vocaciones, formó numeroso apostolado y merece la pena de señalarse el hecho de que todos sus discípulos cuando intentaron oposiciones a cátedras salieron triunfantes de la prueba y casi todas las aulas de Andalucía y Extremadura repitieron como fieles ecos su enseñanza. Tal aconteció con Romero Castilla, con Álvarez Espino, con tantos más ilustres profesores, entre los cuales merece especial distinción D. Antonio López Muñoz (n. 1849), onubense, poeta, elocuente orador, consumado lógico, que por su propio esfuerzo se elevó desde modesta cuna a catedrático en Granada y en Madrid, repetidas veces ministro, embajador, y ha ceñido la corona condal. Su Filosofía elemental es, a mi juicio, el libro más claro, más artístico, y más orgánico de cuantos análogos han visto la luz en España.
D. José de Castro y Castro, nacido en Sevilla en 1863, hijo y sucesor de D. Federico, en la cátedra hispalense de Lógica fundamental, continúa la enseñanza de su padre y es ya quizás el último profesor de una escuela que casi monopolizó la enseñanza oficial. En el ejercicio de su doctorado leyó un discurso, cuyo manuscrito se halla en la Universidad de Madrid, sobre la Teoría heliocéntrica de Alfonso Belhaw. Ha publicado Psicología de la célula. Haeckel, Richet, Binet (Sevilla, 1889), un excelente compendio de Historia de la Filosofía (Sevilla, 1890), y el discurso inaugural de 1902-3, acerca del Concepto de la Lógica, reproducido por el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza, con anotaciones del autor y elogiado por D. Francisco Giner de los Ríos en una nota sobre la Dialéctica platónica de Lutaslowski.
A uno de los predilectos discípulos de Castro, el malogrado Rafael Álvarez Surga (1848-72), poeta, historiador y orientalista, esperanza perdida para la filosofía y las letras, consagro aquí un piadoso y harto merecido recuerdo. Sus producciones se hallan recogidas en un volumen póstumo. La Revista de Filosofía le dedicó un número necrológico y, durante varios años, se conmemoró su aniversario.
D. Francisco Giner de los Ríos (1839-915), rondeño y discípulo inmediato de Sanz del Río, perpetuó la austeridad del maestro, la devoción a la ciencia y la propensión pedagógica. No expuso su pensamiento en forma de sistema total, ni hacía falta, porque el fondo se hallaba siempre en Krause, si bien, pensando por su cuenta, modificaba en ciertos accidentes la ortodoxia, como por ejemplo, al tratar de la división del arte en bello, útil y compuesto, sosteniendo que semejante distinción no puede realizarse en el Arte, sino en las producciones artísticas.
Giner es el pedagogo de la escuela, y por más que su sistema educativo no pueda adaptarse por guisa perfecta a la actual modalidad social, ni su ideal concierte con las vulgares ideas acerca del bien y la misión humana, no ha dejado de señalar el procedimiento para hacer hombres.
Su hermano Hermenegildo (1847-923), simpático gaditano, de inteligencia más flexible que profunda, dejó una inmensa bibliografía que consta de más de 120 obras entre originales y traducidas. De ellas sólo corresponden a la Filosofia unos Elementos de Ética, arreglados de Tiberghien (1872) y aumentados en 1873 con nociones de Biología; Filosofía y Arte (1878), algunos resúmenes de Psicología, Lógica y Ética, traducciones y programas. Excelente orador y convencido republicano, dejó tan grata memoria en el Parlamento como entre sus amigos.
Discípulo de D. Fernando de Castro, a quien aventajó en radicalismo, D. Francisco J. Barnés (1834-92), uno de los hombres más sinceros y nobles que he conocido en mi vida, ahorcó los hábitos por no ejercer un sacerdocio disconforme con los dictados de su conciencia. Con criterio krausista bastante radical explicó Historia en el Instituto de Lorca y en las Universidades de Oviedo y Sevilla. En el cementerio de San Fernando de esta última capital, se halla su tumba cubierta por una lápida, cuya leyenda dejó escrita, donde compendia la historia religiosa de su conciencia y deja consignada su profesión de fe.
El precoz y malogrado Emilio Reus y Bahamonde (1859-91) halló entre sus proezas financieras y afortunados escarceos políticos, tiempo para sus aficiones filosóficas y nos sorprendió con Estudios sobre la filosofía de la creación (1876), de que sólo dio a luz el primer tomo. En la primera parte, titulada Crítica, examina las revelaciones religiosas y trata de refutar el transformismo. En la segunda, Filosófica, se proponía, según anuncia en el prólogo, resolver todos los problemas fundamentales. Él mismo nos resume la doctrina del volumen impreso en estas palabras: «Hay tres hechos irreductibles (sic), el instinto de la planta, el instinto y la inteligencia del animal y la razón y la libertad humanas.» No habiendo traspasado la frontera de la crítica, sólo por conjetura podemos clasificar el autor entre los espiritualistas, harto influido por la derecha krausista, influjo más patente e inequívoco en su Teoría orgánica del Estado (1880). Lo mismo que en su primera obra, sucedió a Reus en la seguada, La Biología (1879), pues sólo el primer volumen salió a la publicidad. Recoge en él, considerándolo propedéutico, los datos suministrados hasta entonces por la historia de la ciencia y deja entrever su criterio que Costa temió se resolviera en un trasnochado animismo remozado con savia lotziana. Recapitularé el contenido doctrinal de la obra. La vida no es una esencia, sino un hecho. La biología es ciencia positiva porque estudia cómo se manifiesta ese hecho, mas, siendo la vida ley de ciertos seres, la biología, que inquiere su causa, es metafísica. Así, pues, la fuente de conocimiento debe ser la conciencia y su garantía el método realista.
14.7 El positivismo
Las tres direcciones generales del positivismo; la francesa o clásica; la alemana, que traslada el estudio filosófico a la fisiología, pasando por la experimentación al monismo, y la inglesa, fruto de la escuela escocesa y del comtismo, fecundado por la teoría transformista y con acentuado carácter psicológico, hallaron representación en nuestro país.
El positivismo de Comte se inoculó antes que en la península en los españoles residentes en Francia. Ninguno más ortodoxo que D. José Segundo Flórez, nacido en 1789 en San Miguel de la Torre, fraile exclaustrado, profesor en algunos seminarios, periodista residente en París y amigo del apóstol. No tengo noticia de que publicara más que obras históricas, nada de filosofía y unas ¡Lecciones de Religión y moral! (1863).
Figuró entre los más ardientes positivistas el abogado catalán D. Pedro Estasén y Cortada, especializado en materias económicas y comerciales. Sus conferencias en pro del positivismo, explicadas en el Ateneo de Barcelona, alarmaron a ciertos elementos y provocaron una escisión de la Sociedad, seguida de la fundación del llamado Ateneo libre. Recogió sus conferencias en el volumen El positivismo o sistema de las ciencias experimentales (1877).
El positivismo catalán, ha rondado siempre más cerca de Comte y de Littré que de Spencer. En general aconteció lo mismo en toda la península hasta después de la restauración borbónica. El positivismo francés, no desligado aún del materialismo, su claustro materno, y desposado con el darwinismo, venía trabajando en Madrid desde 1876 en la revista Anales de Ciencias Médicas y, cuando parecía arrollado por el doble empuje de los racionalistas y los espiritualistas católicos, se galvanizó con el contacto de la filosofía de H. Spencer.
Comenzó en Madrid la difusión del spencerianismo por los jóvenes médicos D. Carlos Cortezo y D. Luis Simarro y Lacabra, romano de nacimiento, que lo exaltaron en las discusiones del Ateneo. Hombre de gran talento práctico el primero, renunció a las lides filosóficas y se conquistó una inmensa reputación profesional en tanto que su evolución a la derecha le elevó a la poltrona ministerial. Romántico el segundo y discípulo de Charcot, Magnan y Bell, continuó trabajando en la escuela positivista, creó la «Asociación para el progreso de las ciencias», ganó la cátedra de Psicología experimental en la Universidad de Madrid y en el Boletín de la Institución Libre de Enseñanza publicó La teoría del alma, según Rehmke (1897), Sobre el concepto de la locura moral (1900) y La iteración (1902). Sus demás escritos son de materia profesional o se refieren a pedagogía y a fisiología del sistema nervioso. Con el concepto clásico no puede su Teoría moderna sobre la fisiología del sistema nervioso (1878) reputarse bibliografía filosófica, mas en el moderno concepto monista, no existiendo el alma en cuanto ser substantivo y distinto del cuerpo, sino en cuanto función del organismo y por ministerio del sistema nervioso, no puede negarse el título de filosóficas a las obras de Simarro. Hombre bueno, persuasivo y afectuoso, tanto contribuyó su carácter como su talento y conocimientos amplísimos a la divulgación de la psicología experimental, beneficio que nunca le agradecerá bastante la cultura española contemporánea.
Entre los primeros aficionados al estudio de la doctrina spenceriana se distinguió el publicista sevillano D. Rafael González Janer (1839-90), el cual, entre los numerosos escritos de sociología que insertó en la Revista Contemporánea desde 1882 a 89 y en otras, dio a la publicidad La idea racional de Spencer o reflexiones sobre la filosofía moral de Spencer (Madrid, 1890).
Más o menos sumisos, ofician en el ara positivista don Augusto González Linares (1845-904), de quien antes he hablado, autor de Ensayo de una introducción al estudio de una Historia Natural y otras producciones científicas; D. Melitón Martínez, con La filosofa del sentido común, y Pompeyo Gener (1849-919), con La mort et le diable (París, 1880), prólogo de Littré, traducidos al español el siguiente año.
Gener era un espíritu integralmente extranjero. Vivió casi siempre en extrañas tierras. De España, no habitó más que Barcelona. Nunca leyó sino autores exóticos. Artista, impresionable, distinguido, no podía ser su filosofía subordinada, ni su política socialista. Es un positivista individualista y anticristiano que enunció antes que Nietzsche ciertas ideas del pensador de Röcken, aunque su individualismo, latino al fin, carezca de esa fuerza brutal y arrolladora.
Salvador Calderón y Aranda, nacido en 1856, con Estudios de la Filosofía natural (1870), en colaboración con D. Enrique Serrano Calderón, había intimado con Mr. Léonard en Nicaragua, donde fundaron el Instituto occidental, magnífica creación científica dotada de abundante y escogido material. Ignoro por qué causa los católicos exaltados se amotinaron un día al grito de ¡muera el Instituto!, asaltaron el edificio, destrozaron el material docente y de investigación y agredieron a los profesores, que milagrosamente salvaron sus vidas. También fue Calderón uno de los catedráticos a quienes la restauración borbónica lanzó de sus cátedras, devueltas años después por el ministro D. Luis Albareda.
Aunque encuadrado por su método en el grupo que podríamos titular de filósofos naturalistas, sumo al positivismo el libro La circulación de la materia y de la energía en el universo (Jerez, 1890), porque su autor, D. Manuel Crespo y Lema, inspector de ingenieros de la armada, no niega el mundo metafísico, limitándose a afirmar spencerianamente su incognoscibilidad. Acepta el Sr. Crespo como evidencias físicas la existencia del átomo material indivisible y su movimiento al par que la realidad de un tiempo y de un espacio infinitos. Al resplandor de tales postulados, estudia la constitución de la materia, los agentes físicos y sus relaciones recíprocas, el sistema solar, la historia de la Tierra, la estructura y la vida del universo. Emprende en la segunda parte la revisión de los principios de las ciencias físicas, estableciendo la necesidad de una nueva hipótesis comprensiva, armonizadora de las ya ideadas para cada ciencia particular y fundada en los dos estados de la materia, el de completa disociación con grandes velocidades atómicas, o sea el éter imponderable, y el de grupos geométricos estáticos mantenidos por la presión etérea, o sea, la materia ponderable.
14.8. La teosofía
Teosofía y espiritismo proceden por iguales métodos: la observación y la experiencia; punto en que el espiritismo se distingue, porque la observación alucina menos que la experiencia u observación provocada. En lo substancial se notan muchas y capitales coincidencias, sólo que la teosofía presenta un organismo más complicado. El hombre está compuesto, según el espiritismo, de tres elementos: espíritu, materia y perispíritu o mediador plástico. La escuela ocultista da a estos elementos los nombres de cuerpo material, alma y cuerpo astral que, en el fondo, no es más que la imaginación. No hay para qué detenerse en subdivisiones del concepto de cuerpo, ni en particularidades de ramas. Los principios inferiores, según los teósofos, iluminados por el alma, forman un elemental y flotan alrededor del planeta en el mundo invisible. En cambio, los principios superiores evolucionan en plano más elevado. Los elementales no han estado encarnados y equivalen a los espíritus folâtres de los kardecianos. Para éstos, la comunicación favorece a los espíritus elevados dándoles ocasión de beneficiar a los inferiores, encarnados o libres; para los ocultistas, sólo es licita la evocación en ciertas ocasiones y hasta nos pone en peligro de perpetrar un crimen, haciendo perder al ser, bruscamente atraído a la tierra, el fruto de su progreso al alejarse de ella. Por eso los teósofos huyen de la experimentación y propagan sus doctrinas sin demostraciones prácticas
Unos y otros admiten la fenomenología misma, aun cuando difieran en la explicación. Si una mesa se levanta y suenan golpes en el interior, los espiritistas interpretan que un espíritu, por ministerio del fluido del médium, actúa sobre la mesa; y los ocultistas, que el cuerpo astral del médium sale inconscientemente y levanta el mueble, ya por sí, ya con ayuda de un elemental o del cuerpo astral de los presentes. Si la mesa responde de un modo inteligente a las cuestiones propuestas, los primeros creen que se manifiesta un espíritu; los segundos, que el cuerpo astral lee en el inconsciente del consultante o interpelante, el cual responde sin darse cuenta. Si la mesa se levanta sin contacto, opinan los primeros que el espíritu actuante aprovecha el fluido del médium, y los segundos, que el hecho se verifica por obra del cuerpo astral de los presentes, del médium y aun con la cooperación de los elementales. Si el médium se duerme, los primeros interpretan que los espíritus se valen de su fluido para producir los fenómenos; los segundos, que en el estado cataléptico, el cuerpo astral sale más completamente del material. Si brillan luces en torno del médium, los primeros entienden que son fosforescencias producidas por el espíritu para manifestarse; los segundos, que la vida del médium se sale por los vacíos o plexos simpáticos y se hace visible. Si ocurre un fenómeno de aporte, según los espiritistas, los invisibles desmaterializan los objetos, los traen al través de las paredes y los rematerializan; según los ocultistas, el cuerpo astral del médium va al lugar en que están los objetos, los desmaterializa y los rematerializa súbitamente habiéndolos transportado con la ayuda de los elementales. Si se materializa un espíritu, lo ejecuta, en la doctrina kardeciana, con todo lo que constituye la vida del médium y de los asistentes, y en la ocultista, el cuerpo astral del médium se une a un elemental y a los astrales de los presentes; este conglomerado toma la forma de la idea que domina al médium y la sugestión mental determina la aparición, que gozará de todas las propiedades de los cuerpos materiales. Así pudiera continuarse comparando los fenómenos de una y otra escuela, que, como se ve, coinciden en lo esencial.
La teosofía es de por sí una filosofía crítica y ecléctica que busca en la comparación de los diversos mitos religiosos aquella unidad de sentido que da vida a todas las confesiones particulares. Su procedimiento es analítico y comparativo.
La teosofía no puede disimular su naturaleza oriental y carece de antecedentes en España, salvo en los pensadores de raza semítica o discípulos de maestros orientales. Martínez Pascual no vivió en España ni influyó para nada en su mentalidad. Los místicos únicamente presentan antecedente histórico, porque sus doctrinas proceden del neoplatonismo, mas apenas constituyeron un fenómeno pasajero, cual las sectas de alumbrados y demás concreciones del iluminismo. Siendo España la más occidental de las naciones europeas, sólo podrá ser teósofa cuando se haya convertido todo el resto del mundo.
Uno de sus primeros, si no el primero de sus adeptos, fue D. Francisco Montoliú Togores, ingeniero catalán, abogado y profesor en el Instituto de Alfonso XII, de Barcelona, donde falleció en 1892. La lectura de la Revue-Théosophique le inició en las ideas ocultistas y, enamorado de ellas, aprendió el inglés en tres meses; se disgustó con su familia, que desaprobaba la nueva confesión y, con el pseudónimo «Nemo», tradujo varias obras teosóficas, publicando además la revista titulada Estudios teosóficos, en Barcelona (1892). Al lado de Montoliú surge otro teósofo, convertido casi en la misma época, pero que personalmente no conocía ni tenía la menor relación con el anterior. Era éste D. José Xifré y Hamer, español, nacido en París.
Había conocido en París y en Londres a Madame Blavatsky, mesías femenino del evangelio ocultista; se afilió a su doctrina, y trabó íntima amistad con ella. Esta señora le habló de Montoliú y le puso en relación con él. Juntos ambos, crearon el grupo español de la Sociedad Teosófica. El 10 de Mayo de 1892 falleció Montoliú, acompañado hasta sus últimos momentos por su amigo, el cual, para continuar su obra, fundó en Madrid la revista Sofía, cuya dirección confió a D. José Melián, comerciante, natural de Canarias, que la rigió hasta su emigración a Sud-América para asuntos particulares.
Al morir Montoliú se dividió el grupo español en dos ramas: la de Madrid y la de Barcelona, constituida en 1893.
Otra rama se formó en Alicante, mas desapareció en breve plazo y ha resucitado ya en nuestro siglo.
Por el mismo tiempo se constituyó la de Valencia, denominada Rama Kutumi, cuyo presidente, D. Bernardo de Toledo, fue desterrado por sus ideas republicanas y marchó a los Estados Unidos. Se nombró presidente honorario a D. Manuel de Toledo y Muñoz; miembros honorarios, D. José Xifré y la señorita Constanza Arthur; secretario, D. Manuel García y García; tesorero, D. Manuel Morales Alcaide, y bibliotecario, D. Juan A. Campillo. Esta rama desapareció al poco tiempo.
La rama barcelonesa fue presidida por D. José Plana, médico militar que falleció hacia el 1914. En 1901 se reformó el reglamento y se constituyó la segunda directiva en esta forma: presidente, D. José Roviralta, médico; vicepresidente, D. José Plana y Dorca; administrador, D. José Granes; secretario, D. José Querol; vocal 1º, D. Ramón Maynadé, y vocal 2º, D. Jacinto Plana. Esta rama, acaso la más activa, publicó el periódico Antakarana y constituyó en la capital de Cataluña una Biblioteca Orientalista, bajo la dirección del Sr. Maynadé, que se convirtió en editor de obras teosóficas en España.
Se crearon pequeños núcleos en torno de algunos teósofos, distinguiéndose entre éstos D. Viriato Díaz Pérez, autor de varios trabajos publicados en Sofía; D. Rafael Monleón y Torres (1853-900), restaurador del Museo Naval; D. Tomás Dorestes, que dio conferencias privadas en el Ateneo de Madrid, exponiendo el organismo ideal de la teosofía, y D. Manuel Treviño. El crítico D. Eduardo Gómez Baquero, «Andrenio», explicó una conferencia titulada El nuevo budismo, impresa en 1889.
La literatura teosófica no ha sido prolífica en España durante la pasada centuria. Sus publicaciones se redujeron a versiones de obras extranjeras.
Señaláronse varios matices dentro de la teosofía española y aun algunos de sus adeptos, como D. Arturo Sardá y D. Antonio Ballesteros, se mantuvieron en completa independencia.
En 1919, se instauró en la calle de las Sierpes un Centro de estudios teosóficos con carácter propagandista, desde cuya tribuna se dio un curso de diez conferencias.
La Revista Teosófica sevillana reanudó en Enero de 1922 su suspendida publicación.
Málaga no conoció oficialmente la teosofía hasta 1925, en que se instituyó el grupo Matreya, por D. José Palma. En fin, Almería hasta el 28 de Marzo de 1926, en que se estableció el grupo Morya, por D. Miguel Gabín, no tuvo noticia de la nueva doctrina, para cuya difusión la dotaba de favorables condiciones su posición oriental y la tradición de sus frecuentes comunicaciones con África durante la Edad Media, dándose el caso curiosísimo de que su folk lore conserve tradiciones y costumbres orientales, tales cual la de pesar con oro los enfermos y otras varias, recogidas algunas por D. Federico de Castro.
15. Siglo XX
El movimiento ideológico teosófico ha logrado evidentes progresos y constituido buen golpe de sociedades y núcleos propagandistas, y así como el espiritismo compensa el descreimiento en las masas populares, la teosofía sirve de contrapeso en la mesocracia intelectual al acaso excesivo espíritu analítico de las ciencias positivas.
Durante el período comprendido entre 1916-1942, en España tuvo lugar la creación de la creación de la Sección de Pedagogía, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Complutense, gracias al prestigio y a la gestión de M. García Morente. El historial de la Complutense, pionera y alentadora, ha sido el más decisivo en la consolidación de esta disciplina académica, pues en el curso 1934-1935 se incluyeron en su plan de estudios dos asignaturas: Filosofía de la Educación. Fundamentación filosófica de la Pedagogía y Filosofía de la Educación. El vendaval de la guerra civil marchitó esta tierna planta.
En este mismo periodo escribió el catedrático de Metafísica de la Complutense, José Ortega y Gasset, alguna de sus principales obras de contenido filosófico educacional. Entendiendo el proceso educativo como un invento de la razón vital. La Pedagogía de la natura naturans y de las funciones de la regulación es una Pedagogía de selecciones internas; la natura naturans prepara paraa la vida creadora, no para la vida hecha; fortalece la vida viviente, sin cuidarse únicamente de la vida adaptativa y de la vida mecánica, que es la natuta naturans.
16. Conclusión
En cada época de la historia, cada edad de la vida y aun en cada pueblo, destaca una dimensión temporal, pero nunca puede olvidarse del todo alguna.
Hay una concepción rectilínea de la historia que contempla el progreso de las ciencias y otra inspirada en la naturaleza, que cada uno repite con pequeñas diferencias, el paso de las estaciones.
La Historia de la Filosofía parece seguir un desarrollo cíclico. En cierto modo avanza, pero a la vez repite bajo nuevos parámetros viejos problemas que en el fondo son los mismos en toda la historia de la humanidad.
El pasado de algún modo muere y es sustituido por el presente, pero éste nace ya grávido del pretérito par poder alumbrar un futuro distinto, que lleva en sus entrañas la historia, nunca del todo sobrepasada, pero tampoco nunca repetida tal y como fue.
17. Bibliografía
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BOWEN,J (1994): Historia de la Educación Occidental. Herder. Madrid.
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Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española. (2000).
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MÉNDEZ BEJARANO, M (1927): Historia de la filosofía en España hasta es siglo XX. Renacimiento. Madrid.
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NAVARRA CORDÓN, J.M y CALVO MARTINEZ, T (1988): Historia de la filosofía. Anaya. Madrid.
-
VARIOS (1998): Fisolofía de la Educación Hoy. Dykinson. Madrid.
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Enviado por: | Candido |
Idioma: | castellano |
País: | España |