Hildegard von Bingen fue una monja benedictina alemana del siglo XII que, entre otras actividades a las que se dedicó, destacó como compositora, escritora mística, visionaria y poetisa. Vivió en una zona estratégicamente situada, en el corazón de Alemania, relativamente próxima, por el norte, a Coblenza o Colonia; por el este, a Maguncia, Wiesbaden o Frankfurt; por el oeste, a Tréveris o Luxemburgo; y por el sur, a Worms, Mannheim o Heidelberg.
Nació en 1098 en Bermersheim vor der Höhe, cerca de Alzey, en el Palatinado. Murió en el Rupertsberg (o “monte de Ruperto”), muy cerca de la localidad de Bingen del Rhin, patronímico por el que hoy se le conoce, el 17 de septiembre de 1179.
Procedente de la nobleza, era la décima hija de Hildeberto y Mechtild, quienes la destinaron al servicio de la Iglesia al cumplir los ocho años, haciéndole ingresar como novicia en el convento de clausura benedictino de Disibodenberg, localidad situada a orillas del río Nahe. Según parece, en este cenobio recibió una excelente educación de mano de su entonces abadesa, hermana del conde Meginhardo, Jutta von Spanheim.
Le fue impuesto el velo a los quince años, lo que quiere decir que profesó como monja en 1113. En estos años llevó una vida de estudio, tranquila y sin incidentes, hasta que aparecieron sus primeras visiones y revelaciones. A la muerte de Jutta, en 1136, Hildegard le sucedió como monja superiora del monasterio de Disibodenberg. Fue por entonces (hacia 1141) cuando Hildegard sintió el encargo divino de poner por escrito el contenido de sus visiones —tarea en la que le ayudó su querido secretario, el monje Volmar—, las cuales recogió en su obra titulada Scivias, o lo que es lo mismo, Sciens vias Domini (“El que conoce los caminos del Señor”).
Su comunidad crecía demasiado para el convento de Disibodenberg, de modo que, junto a otras veinte hermanas (“veinte muchachas de la nobleza nacidas de ricos padres”), decidió mudarse, entre 1147 y 1150, al Rupertsberg, una colina en el valle del Rhin cerca de Bingen. Gracias al apoyo de varias de las familias de las que procedían sus hermanas, y sobre todo de la aristocrática e ilustre familia Von Stade (a la que pertenecía Richardis, su discípula más amada) fundó el nuevo monasterio independiente de San Ruperto, dedicado también a la Virgen y a los santos Felipe, Santiago y Martín.
En su nuevo convento, que nutrió con una espléndida biblioteca procedente de San Maximino de Tréveris, Hildegard permaneció ya el resto de su vida, acrecentándose cada vez más su fama de erudita. Años más tarde la encontraremos citada documentalmente como “abadesa”, en unas cartas de protección redactadas por el emperador Federico I Barbarroja en 1163. De esa misma década datan los cuatro largos viajes de predicación o misiones (religiosas y diplomáticas) que Hildegard llevó a cabo, desde Rupertsberg, a lo largo de Alemania. Desde ahí emprendió la reforma de otros varios conventos y la fundación de una nueva casa filial en Eibingen (1165), en la orilla opuesta del Rhin, muy cerca de Rüdesheim.
En una larga carta de la abadesa de Bingen a los prelados de Maguncia (1178) se alude al intenso cultivo de la música vocal e instrumental bajo su dirección en el convento de Rupertsberg. Probablemente durante aquel tiempo se instituyó la para entonces innovadora costumbre de celebrar las principales festividades eclesiásticas vistiendo velos blancos, anillos y tiaras muy elaboradas en su diseño, representando de esta manera las monjas el papel de novias de Cristo.
La interesante vida de esta mujer excepcional mantiene el interés hasta el final de sus días. A pesar de su prestigio extendido por toda Europa, parece que Hildegard y sus hermanas tuvieron serias dificultades (y se pusieron en entredicho) con el cabildo de Maguncia en los últimos años de su vida al haber enterrado en su cementerio a un excomulgado. Pero la abadesa apeló con éxito a su arzobispo.
Hildegard murió habiendo rebasado la barrera de los ochenta años, hecho excepcional para la época. Buena parte de las noticias sobre su persona las debemos a su biógrafo, Godofredo de Disibodenberg. Tras su fallecimiento se iniciaron los procesos necesarios para elevarla a los altares. Se le atribuyeron varios milagros en vida e incluso otros después de su muerte. Durante los siglos XIII y XIV, acrecentada su fama, se intensificaron los esfuerzos para declararla santa: varios papas, como Gregorio IX e Inocencio IV, ordenaron un proceso de información con vistas a estudiar su posible canonización. Más tarde harían lo propio Clemente V y Juan XXII. Pero los intentos para formalizar su canonización quedaron en nada, a pesar de lo cual, merced a su excelente reputación, extendida especialmente por toda Alemania, las diócesis alemanas aprobaron su culto (el cual, según parece, se remontaba ya al siglo XIII). En el siglo XV su nombre se incorporó al martirologio romano y se instituyó su fiesta el 17 de septiembre.