Historia


Fascismo italiano


Tema 9. La caída del liberalismo: fascismo y nazismo

Lectura 21. El fascismo italiano

1. La instauración del régimen fascista.

A. Italia tras la Gran Guerra.

La primera excepción discordante con la aparente victoria de la democracia tras la guerra fue Italia: en 1922 Benito Mussolini logró el control del gobierno, dando paso al fascismo. Italia había entrado en la guerra junto a la Triple Entente porque el tratado secreto de Londres (1915) prometía a Italia ciertas comarcas austriacas y parte de las colonias alemanas y turcas. Sus tropas no brillaron mucho (en 1917 fueron vencidas en Caporetto) y la guerra agudizó el enfrentamiento entre izquierda y gobierno. El descontento por la forma de llevar la guerra, la escasez de alimentos, el estraperlo y la revolución en Rusia ayudaron a la izquierda radical a ganar adeptos en los centros industriales del norte. Las revueltas de Turín en agosto de 1917 (una manifestación espontánea de rabia popular más que un asalto revolucionario) aterrorizaron a las autoridades y a las clases moderadas. El gobierno adoptó duras medidas contra los socialistas, lo que empujó a éstos más a la izquierda, oponiéndose a cualquier compromiso con el Estado burgués.

Italia perdió en la guerra más de 600.000 hombres y fue a la Conferencia de Paz confiada en que se reconocieran sus sacrificios y se satisficieran sus aspiraciones territoriales. No tardó en verse decepcionada: recibió algunos de los territorios austriacos prometidos, pero ningún mandato sobre las posesiones alemanas o turcas. Los nacionalistas acusaron a la Conferencia de haber traído a Italia una “paz mutilada”. La llamada del gobierno a favor de la aceptación del acuerdo cayó en saco roto. El ejército estaba dispuesto a oponerse a la desmovilización y en los cuarteles se hablaba sobre la conveniencia de un golpe militar. En septiembre de 1919, d'Annunzio, un escritor de moda, teatral, aventurero y héroe de guerra, desafió el acuerdo de paz conduciendo a 2.000 soldados rebeldes a Fiume, en Istria. Era un golpe de opereta aplaudido por los nacionalistas, si bien no consiguió derribar al gobierno ni inspirar un golpe de estado.

Pero el gobierno era impotente ante acciones como ésta y d'Annunzio se quedó en Fiume algo más de un año, el tiempo que tardó el gobierno en actuar. La situación mostraba la división política que había en Italia y la escasa estabilidad, ya que la representación proporcional hacía casi imposible que ningún gobierno tuviese mayoría para desarrollar una política coherente. El sistema parlamentario italiano nunca había funcionado muy bien ni merecido gran estima antes de 1914. Ahora el respeto al Parlamento y a los débiles y cambiantes gobiernos de coalición era aún menor. La idea de un régimen autoritario resultaba atractiva a sectores cada vez más amplios.

En 1919-1920, los “años rojos”, hubo una oleada de huelgas por toda Italia tanto en la industria como en la agricultura. Su cima fue la ocupación de fábricas en los centros industriales del norte. Fue un estallido espontáneo y desorganizado que nunca llegó a ser un movimiento revolucionario. Su fracaso y el aumento del paro a medida que los efectos de la crisis se iban dejando sentir, desmoralizaron a la clase obrera. En enero de 1921 Bordiga y Gramsci formaron el Partido Comunista, convencidos de que sólo un partido revolucionario al estilo bolchevique podía realizar las aspiraciones de la clase obrera. Así, pues, en 1921 el movimiento obrero italiano estaba dividido, sin condiciones para ofrecer una oposición unida y decidida contra el peligro creciente de la extrema derecha. Pese a esta derrota de la izquierda, los industriales estaban muy preocupados y culpaban al gobierno por no haber tomado medidas más estrictas contra los huelguistas. También los propietarios de tierras criticaban duramente al gobierno por no haber acudido en su ayuda contra los aparceros y los jornaleros que se habían organizado formando sindicatos, tanto socialistas como católicos y que estaban en huelga por toda Italia.


En marzo de 1919, Mussolini fundó su primera banda armada (fascio di combattimento) formada en su mayor parte por militares retirados. La mayor parte de sus energías iban dirigidas a aterrorizar a socialistas y sindicatos. Los camisas negras se dedicaban a propinar palizas (y aceite de ricino) a sus enemigos políticos y a todo el que no les apoyara; incluso incendiaban y asesinaban. Los squadristi rompían huelgas, destruían las sedes de los sindicatos y echaban de sus puestos a los alcaldes y funcionarios municipales socialistas y comunistas legalmente elegidos. El escuadrismo proporcionaba a los desarraigados y a los confusos la sensación de que pertenecían a una élite, a las tropas de choque de una Italia nueva y más grande.

Esta campaña de violencia tuvo éxito. Se atacó a las cooperativas agrícolas y las ligas socialistas campesinas fueron destruidas, llegando a dominar los fascistas amplias zonas rurales del valle del Po, Emilia y Toscana. Algunos fascistas pensaban que esta violencia era excesiva y que había que convertirse en un partido responsable de centro. Pero los radicales disfrutaban con el uso del terror, que, según ellos, era parte de un auténtico culto revolucionario al autosacrificio, el heroísmo y el idealismo. Ambas alas del movimiento fascista compartían su odio al socialismo en todas sus formas y este antisocialismo fue lo que iba a dar a los fascistas un apoyo masivo.

El sector izquierdista y sindicalista destacaba desde su creación. Formaba la mayoría de las bases, ocupaba puestos importantes y marcaba directrices. El intento de atraer a los militares retirados no tuvo éxito, pues éstos seguían fieles a las organizaciones de militares retirados que el gobierno impulsaba. Pero muchos oficiales y tropas de élite se sentían atraídos por los fasci y le dieron al movimiento su aire militar, su recelo ante los programas, su radicalismo y su violencia. La pequeña burguesía acudía a los fasci para reavivar sus decaídos beneficios y recuperar su posición, y sus hijos se sentían atraídos por la emoción, la camaradería y la sensación de saber qué había que hacer. Mussolini recibió ayuda económica del mundo financiero, pero más por su capacidad de periodista anticomunista que como líder de los fasci. Esta asociación con los capitalistas fue otra razón para que el sector izquierdista del fascismo se alejara de Mussolini.

El fascismo, como refleja su primer programa, mezclaba nacionalismo furibundo y sindicalismo revolucionario. Defendía la anexión de Fiume y Dalmacia, un impuesto del 85% sobre los beneficios de guerra, un impuesto progresivo sobre la renta, la participación de los obreros en la gestión, y la incautación de las propiedades de la Iglesia. Mussolini esperaba ganarse el apoyo del ala derecha de socialistas y sindicalistas, así como los miembros desafectos de los partidos de centro, pero en las elecciones de noviembre de 1919 los fasci salieron tan mal parados que el movimiento parecía a punto de desaparecer. Su única esperanza era pasarse a la derecha, así que los puntos del programa con tintes socialistas fueron eliminados o suavizados.

La burguesía sufrió un gran sobresalto en 1920. Tras la ocupación de las fábricas por los obreros, en las elecciones municipales los socialistas lograron grandes avances. Los socialistas radicales hablaban de una revolución inminente. Por ello, las clases respetables buscaban protección contra el peligro rojo y los fasci estaban encantados de facilitarla, aunque despreciaban a los burgueses por egoístas, convencionales y cobardes. La mayoría aceptó cínicamente esta alianza con la burguesía, pero los idealistas pensaban que el fascismo se degeneraba al convertirse en un negocio para proteger los intereses de la burguesía. En 1920 el fascismo tenía más fuerza en el campo, donde había problemas similares. Muchos jornaleros se unieron a los fasci, atraídos por la promesa de protección contra los terratenientes, pero eran precisamente éstos quienes dominaban y controlaban el fascismo rural, con gran disgusto de los idealistas urbanos.


En 1921 estalló prácticamente una guerra civil entre los camisas negras fascistas y los camisas rojas socialistas. El primer ministro, Bonomi, débil socialista de derechas, que aceptó un “pacto de pacificación” con Mussolini, prohibió todas las bandas armadas, pero no había forma de hacer respetar la autoridad. Los demócratas retiraron su apoyo a Bonomi y el gobierno cayó. Los socialistas no se querían unir en una coalición antifascista pero cuando los fascistas aumentaron su violencia y el gobierno se vio incapaz de mantener la ley y el orden, socialistas y populares anunciaron que estaban dispuestos a respaldar a un gobierno antifascista, en un intento de poner fin a la violencia e ilegalidad que arrasaban el país. Esta postura fue torpedeada por el liberal Giolitti y, desesperados, los socialistas convocaron una huelga general antifascista en julio. Fue un error fatal, pues los fascistas rompieron la huelga. La burguesía aplaudió esta abrumadora derrota de la clase obrera organizada y militante. El único temor que le quedaba a Mussolini era que el octogenario Giolitti pudiera formar un gobierno que absorbiera a los fascistas. Por ello, apoyó a los radicales del movimiento que pedían marchar sobre Roma para derrocar al gobierno, al tiempo que negociaba con los políticos y manifestaba estar dispuesto a llegar a un compromiso.

B. De la marcha sobre Roma a la dictadura fascista (1922-1925).

A finales de octubre de 1922, Mussolini aceptó marchar sobre Roma. Como acción militar, la marcha estuvo mal planeada y se podría haber detenido fácilmente de haber habido una oposición seria. Como muestra de teatro político fue soberbia. En todo el norte las autoridades se rindieron a los fascistas y parecía que el Estado se desmoronaba. El ejército simpatizaba con los fascistas. Los políticos, excepto los comunistas y los socialistas, estaban dispuestos a aceptar a los fascistas creyendo que éstos respetarían la ley y que el país tendría algo de paz y tranquilidad. El rey, aunque no era amigo de los fascistas, pensaba que un gobierno dirigido por Mussolini era la única alternativa al derramamiento de sangre y la anarquía. Mussolini llegó a Roma en coche-cama desde Milán la mañana del 30 de octubre. Sus tropas celebraron un desfile victorioso por las calles de Roma. Tenían un aspecto lamentable, pues había diluviado durante dos días y apenas habían comido. Incluso este astroso espectáculo benefició a Mussolini, pues una demostración de fuerza excesiva podría haberse ganado la antipatía de los elementos más quisquillosos de la sociedad y no habría expuesto de forma tan clara la debilidad de sus oponentes.

El gobierno reacción tarde frente a la “marcha sobre Roma”, pretendiendo declarar el esta-do de guerra, pero el rey no lo aprobó. El gobierno dimitió y Mussolini fue nombrado primer ministro. Todo era legal, o casi todo. Italia seguía siendo un Estado constitucional. Mussolini presidía un gobierno de coalición y recibía del Parlamento poderes de emergencia durante un año para restablecer el orden e introducir reformas. Sólo había 32 diputados fascistas y el gabinete de Mussolini incluía a muy pocos fascistas (los más destacados quedaron fuera, muy disgustados), junto a dos populares, tres demócratas, un nacionalista y un liberal. Esto le aseguraba una mayoría parlamentaria, pero a sus seguidores más radicales les pareció una alianza demasiado conserva-dora. A los conservadores les alarmó que Mussolini, además de ser primer ministro y ministro de Interior, lo fuera también de Asuntos Exteriores, pues se consideraba que éste era un feudo conservador. Los fascistas radicales estaban molestos por la cautela de Mussolini y su disposición a llegar a un compromiso, y la izquierda estaba escandalizada por sus bravucones discursos en la Cámara, como el 16 de noviembre de 1922, en que dijo: “Podría haber convertido esta sala gris y triste en un campamento para mis legiones. Pero Mussolini aún no era lo bastante fuerte para establecer una dictadura y aún tenía que hacer ciertas concesiones a la democracia parlamentaria.


Los pasos decisivos para instaurar una dictadura permanente se dieron en diciembre. Se creó el Gran Consejo Fascista, en apariencia para facilitar el contacto entre partido y gobierno, pero pronto se convirtió en una institución más importante que el gobierno. A la vez, Mussolini hizo arrestar a los dirigentes comunistas; el Partido Comunista pasó a la clandestinidad y, aunque Gramsci se libró de la cárcel hasta 1926, se había iniciado la destrucción de la izquierda. Los radicales del propio partido fascista también fueron metidos en cintura. Se formó una milicia que disciplinó y absorbió a los squadristi y se convirtió en una fuerza ciegamente fiel a Mussolini.

En noviembre de 1923 se aprueba la Ley Acerbo: el partido que lograra más votos en unas elecciones obtendría 2/3 de los escaños. Los votantes a favor de esta ley confiaban en que Mussolini se alejara de los radicales y actuara como un político más responsable y convencional, con su gobierno legitimado por el proceso electoral. Los liberales apoyaron a los fascistas en las elecciones de 1924, con la esperanza de conseguir parcelas de poder bajo el nuevo gobierno. La intimidación y la violencia, una fuerte campaña de propaganda patrocinada por el gobierno, el apoyo de las grandes finanzas (como dijo Agnelli, eran “defensores del gobierno por necesidad”), pucherazos descarados y permitir a los fascistas votar más de una vez, dieron como resultado una abrumadora victoria del Bloque Nacional. Obtuvieron mejores resultados en el sur, donde se emplearon más a fondo la intimidación y el soborno, pero no consiguieron mayoría en las ciudades industriales del norte. No se podía hacer que la clase obrera abandonara sus lealtades tradicionales y, ante esta solidaridad, los fascistas se mostraban menos violentos y radicales.

Con el Parlamento dominado por los fascistas era evidente que el régimen estaba a punto de entrar en una nueva fase. Los liberales esperaban la vuelta a la normalidad y que se rechazara la violencia. Los fascistas se regocijaban de que por fin fuera posible plantar los cimientos de un auténtico Estado fascista, aunque había mucho desacuerdo sobre cómo debía ser ese Estado. Cuando el Parlamento se volvió a reunir, el socialista reformista, Matteotti, atacó duramente al gobierno y denunció que las elecciones habían sido un fraude. Pocos días más tarde Matteotti fue raptado y asesinado. El valor, la honradez y las destacadas cualidades de Matteotti eran respetados por todos y su asesinato causó escándalo. Apenas caben dudas de que este asesinato respondía a órdenes de Mussolini o de alguien muy cercano a él y los intentos de Mussolini de echar la culpa a los judíos, masones, banqueros y demás enemigos del fascismo no convencieron. Los fascistas moderados amenazaron con abandonar el gobierno si Mussolini no se libraba de los radicales. Éste tuvo que ceder y hubo destituciones de altos cargos y cambios de cartera.

La oposición también estaba confusa. Una huelga general habría asustado a la burguesía y hecho el juego a los fascistas. Algunos hablaban de arrestar a Mussolini, pero no había ningún candidato adecuado para organizar un golpe tan osado. El 12 de junio, los diputados de la oposición, excepto los comunistas, se retiraron del Parlamento, negándose a regresar hasta que se restablecieran la ley y el orden y se respetara la Constitución. Pero no formaron un parlamento alternativo ni una alianza eficaz que pudiera funcionar como opción creíble frente a los fascistas. En parte se debió al papa Pío XI, que prohibió a los populares cooperar con los socialistas.

Muchos fascistas radicales pensaban que Mussolini estaba siendo muy conciliador y que había llegado el momento de destruir a la oposición y establecer una dictadura definitiva. Les molestó mucho que la milicia fuera obligada a jurar lealtad al rey, medida pensada para calmar a nacionalistas y conservadores. Algunos advirtieron a Mussolini de que habría una “segunda oleada” de violencia si el gobierno no tomaba medidas y hubo manifestaciones en algunas ciudades importantes con el mismo fin. Mussolini decidió ceder y establecer una dictadura plena.


Antes de asesinar a Matteotti, Mussolini había planeado potenciar su autoridad reforzando los lazos con los partidos políticos de derecha y centro, que lo consideraban la mejor garantía contra el socialismo, y con las grandes finanzas, que aprobaban su liberalismo económico y su destrucción del movimiento sindical. Pero algunos políticos dejaron de apoyarle cuando abolió la libertad de prensa. Y los industriales estaban alarmados por las huelgas promovidas por los fascistas a causa de la alta inflación. Ante la disminución del apoyo y la actitud cada vez más amenazadora de los extremistas, Mussolini decidió establecer un “Estado totalitario fascista”.

En enero de 1925, Mussolini anunció que “yo y sólo yo asumo la responsabilidad política, moral e histórica de todo lo que ha ocurrido” y advirtió que “si dos elementos irreconciliables luchan entre sí, la solución está en la fuerza”. Eliminó del gobierno a los ministros no fascistas. En marzo encargó al radical Farinacci la dirección del Partido Fascista. La milicia fue movilizada y se produjeron numerosos arrestos. En octubre se prohibió el Partido Socialista. En enero de 1926, los diputados populares que intentaron ocupar sus escaños fueron expulsados de la Cámara. En octubre hubo otro atentado contra la vida de Mussolini. Un joven de 16 años, seguramente inocente, murió en el acto y su cuerpo fue arrastrado por toda Bolonia en una repulsiva exhibición de violencia fascista. El atentado sirvió de excusa para prohibir todos los partidos políticos. Gramsci fue encarcelado, muriendo más tarde. Italia era ya un Estado con un sólo partido político, pero aún había poderosos intereses a los que se tenía que enfrentar Mussolini: la Corona, la Iglesia, el Ejército, las grandes finanzas e incluso el Partido Fascista.

2. El Estado fascista y sus políticas.

A. Las bases del nuevo Estado fascista.

a. Los problemas internos del partido fascista.

Con Farinacci como secretario general se impuso una rígida disciplina al partido y éste fue sometido a una complicada burocracia, pero la dirección tenía poco control sobre los jefes provinciales. Farinacci despidió a muchos funcionarios públicos considerados no suficientemente fascistas. La violencia de los squadristi continuó, dirigida sobre todo contra los masones, acusados de formar un siniestro movimiento que controlaba a la clase media profesional.

Farinacci veía a los fieles del partido como guardianes del fascismo y, por ello, superiores al aparato estatal, que debía ser purgado. Mussolini, que había esperado ganarse a Farinacci, consideró su actitud como un desafío a su liderazgo. Lamentaba que quedaran revolucionarios una vez terminada la revolución y que, aunque el Parlamento, el funcionariado y el poder judicial estaban bajo el firme control del gobierno y la oposición había sido destruida, al partido todavía le pareciera necesario desafiar a funcionarios del Estado como los prefectos. En abril de 1926, Farinacci fue cesado y Mussolini defendió la superioridad del prefecto sobre el líder local del partido. En adelante ya no habría elecciones internas del partido, y los jefes locales serían nombrados por el secretario general. La prensa del partido también quedó bajo un estricto control. Los intransigentes como Farinacci proponían que el partido y el Estado se fusionaran, para que los militantes pudieran tener los instrumentos de la violencia institucionalizada en sus propias manos y el Estado se hiciera realmente fascista tras otras depuraciones. Mussolini prefería subordinar el partido al Estado y mantenerlo en reserva para usarlo cuando fuera necesario.

Los fascistas radicales fueron eliminados y los “revisionistas” pasaron a primer plano, pero esto no supuso el fin de la tensión entre el Duce y el Partido. Incluso los revisionistas estaban molestos por la subordinación del partido al Estado y criticaban la interferencia de los prefectos en sus asuntos. También les molestaba la carismática dictadura personal de Mussolini y preferían considerarlo como uno más de la élite del partido. El partido tendía a hacerse burgués, respetable y en muchas zonas apático. Los fascistas más ambiciosos desarrollaban su carrera dentro de la inmensa burocracia gubernamental. Las divisiones dentro del partido nunca fueron superadas.


b. Patronos, obreros y Estado corporativo.

Los fascistas siempre habían alardeado de la armonía de intereses entre el capital y los obreros. Ésta fue la base del acuerdo del Palazzo Chigi (1923), cuando Mussolini dijo a los industriales que el gobierno mantendría en orden a los trabajadores, pero les advirtió que tendrían que subirles el sueldo. Los industriales no cumplieron su parte y la militancia obrera no podía ser aplastada fácilmente. El líder sindical fascista Rossoni era demasiado radical para los industriales y demasiado moderado para los fascistas de tradición sindicalista. Hubo que admitir de mala gana que aún existía la lucha de clases. El acuerdo del Palazzo Chigi reconocía que patronos y obreros eran grupos separados y que un “sindicalismo integral”, en el que obreros y patronos se organizaran en sindicatos mixtos, era letra muerta. Las tensiones entre el capital y la fuerza obrera, intensificadas tras la crisis de Matteotti, eran tan grandes que Mussolini se vio forzado a tomar medidas y anunció que esas contradicciones se superarían con una mayor síntesis fascista.

El primer paso importante fue el pacto del Palazzo Vidoni (octubre de 1925) entre la Confederación Italiana de Industria (CII) y los sindicatos fascistas. El pacto sirvió de base a la ley sindical de 1926 que abolía el derecho de huelga y los comités de fábrica. Los sindicatos no fascistas eran ilegales. Los industriales se quejaron de haberse visto obligados a hacer importantes concesiones, pero en la práctica apenas suponían nada. Se creó una corporación de revisiones para examinar todas las disputas laborales antes de pasar a los tribunales. En 1937, sólo doce de estos casos se habían arreglado mediante fallo judicial. Se reconoció a la CII como representante oficial de los industriales y se le dio un asiento en el Gran Consejo Fascista, en las agencias de planificación económica del gobierno e incluso se le concedió un escaño en el Parlamento.

Mussolini introdujo, al menos en teoría, el Estado corporativo, si bien las corporaciones se crearon mucho después de que aquella palabra calificara al régimen. El sindicalismo de izquierdas, especialmente antes de 1914, aspiraba a que los sindicatos expropiasen a los empresarios y asumiesen la dirección de la vida política y económica. Un sindicalismo más conservador, respaldado y estimulado por la Iglesia católica, soñaba nostálgicamente con una resurrección de los gremios medievales, en los que maestros y oficiales habían trabajado, unos al lado de otros, en una supuesta edad de oro de la paz social. El sistema corporativo fascista no se parecía ni a uno ni a otro, pues en él se hallaba bien visible la mano del Estado, lo que ninguna de las viejas doctrinas corporativas contemplaba. Atravesó varias fases, pero, tal como al final se configuró en los años treinta, establecía la división de la economía en 22 áreas, a cada una de las cuales se asignaba una “corporación”. En cada corporación, los representantes de los grupos de organización fascista de los obreros, los empresarios y el gobierno, decidían las condiciones de trabajo, los salarios, los precios y los programas industriales; y se reunían en un consejo nacional, a fin de idear los planes para una autosuficiencia económica de Italia. No obstante, el papel del gobierno era decisivo y toda la estructura se hallaba bajo el mando del ministro de Corporaciones. Como último paso, las cámaras corporativas se integraron en el Estado propiamente dicho, de modo que en 1938 la Cámara de los diputados fue sustituida por una Cámara de Fascios y Corporaciones que representaba a las corporaciones y al partido fascista, siendo sus miembros seleccionados por el Gobierno y no estando sujetos a ratificación popular.

Según los fascistas, esto era mejor que la democracia, ya que en una sociedad avanzada, una legislatura debía ser un Parlamento económico, debía representar, no a los partidos políticos ni a los distritos electorales geográficos, sino a las ocupaciones económicas. El corporativismo debía acabar con la anarquía y con los conflictos de clase originados por el capitalismo libre. Ciertamente los conflictos sociales se acabaron, pero no por el sistema corporativo, sino por la abolición de los sindicatos independientes, la prohibición de las huelgas y la represión implacable.


En la Cámara de Fascios y Corporaciones el poder lo detentaba el elemento político, ya que sus funciones se reducían a aplicar las medidas dictadas por el Gobierno y la decisión la tenía, en último término, el Duce. Predominaban los patronos, pues los representantes de los obreros eran funcionarios de los sindicatos fascistas formados en instituciones especiales a los que accedían sobre todo los jóvenes burgueses. Las relaciones entre los representantes de los patronos y los jefes fascistas eran cada vez más estrechas, de modo que la simbiosis entre los elementos antidemocráticos, oligarquía de las grandes empresas y oligarquía burocrática era completa.

Hay un abismo entre la teoría del corporativismo y la práctica. La fachada corporativa no logra ocultar el dominio de los grandes intereses. El sistema representaba una forma extrema de control estatal sobre la vida económica dentro de un marco de empresa privada y de una economía capitalista, es decir, de una economía en que la propiedad seguía en manos privadas. Era la respuesta fascista a la democracia occidental y a la dictadura soviética del proletariado.

c. Las relaciones con la Iglesia.

Mussolini quería llegar a un entendimiento con la Iglesia, que, según esperaba, aumentaría enormemente su prestigio, y sería un gran apoyo para su Estado corporativo, que se parecía en teoría a las doctrinas sociales de la encíclica Rerum Novarum (León XIII, 1891) y que constituía la base de las enseñanzas sociales católicas. Las posibilidades de tal acercamiento no eran muchas. Desde la ocupación de Roma por tropas italianas en 1870, los papas se habían negado a reconocer al Estado italiano. Mussolini, cuyo primer panfleto se titulaba “Dios no existe”, y que seguía siendo anticlerical, no parecía la persona más apropiada para curar estas viejas heridas.

Pero había en el fascismo muchas cosas atractivas para la Iglesia: se oponía al Estado liberal aborrecido por el Vaticano y era el antídoto más eficaz contra comunismo y socialismo. Pío XI, cuyo pontificado comenzó en 1922, era un conservador mucho más rígido e inflexible que Benedicto XV. Por pura conveniencia, Mussolini permitió que se pusiera la cruz en colegios y lugares públicos, aceptó la enseñanza religiosa en las escuelas y salvó de la ruina al Banco de Roma, la banca del Vaticano. Pío XI devolvió los favores ordenando a los fieles que callaran durante la crisis de Matteotti. Pero al Papa le preocupaba que las aspiraciones totalitarias de Mussolini y el violento anticlericalismo de muchos de los fascistas pudieran llevar a la exclusión de la Iglesia y a un ataque a la Acción Católica, que él había reorganizado y sometido a un estricto control del clero y que estaba pensada para implicar a los laicos en la tarea de la Iglesia.

Las negociaciones entre el Estado y la Iglesia comenzaron en 1926 y concluyeron con la firma del Pacto de Letrán (febrero de 1929), que suponía importantes concesiones a la Iglesia. A la Acción Católica se le permitió ejercer su labor, con lo que sería la mayor organización fuera del control fascista. Se reconocía a la Iglesia como una institución autónoma y con gobierno propio. Daba a la Iglesia plena jurisdicción sobre los matrimonios entre católicos. Declaraba la enseñanza religiosa obligatoria en la enseñanza primaria y secundaria. El Tratado de Conciliación reconocía la plena soberanía de la Ciudad del Vaticano, la independencia de la Santa Sede y a la religión católica como la única religión del Estado. Además el Estado italiano acordaba entregar a la Santa Sede 750 millones de liras en metálico y un billón de liras en bonos del Estado.


Al principio, los fascistas obtuvieron grandes beneficios del Pacto de Letrán, pues hubo una oleada de apoyo popular al régimen. Pero pronto la Acción Católica se convirtió en el terreno de adiestramiento de una élite que se presentaba como alternativa a los fascistas y que se convertiría en la base del movimiento antifascista demócrata cristiano. Los fascistas radicales lanzaron un ataque coordinado contra la Acción Católica en 1931, que tuvo como resultado la pérdida de ciertos privilegios y su independencia, en especial dentro de su movimiento de juventudes. La Iglesia contraatacó colocando a destacados pensadores fascistas, como Gentile, en el Índice y el Papa dejó claro que no podía aprobar la idea del Estado totalitario, pues los derechos eran otorgados por Dios, no por el Estado, y la Iglesia jamás podría estar subordinada a ninguna autoridad creada por el hombre, y expresó su horror ante la herética insistencia de Mussolini en que sin el poder de Roma el cristianismo habría seguido siendo una secta oscura e impotente.

Pese a ello, las relaciones entre la Santa Sede y el Estado fascista fueron correctas y a menudo cordiales hasta que el estrechamiento de los lazos con la Alemania nazi produjo el enfrentamiento de la Iglesia con el racismo. Sin embargo, la Iglesia ya estaba muy comprometida con el fascismo. Celebró la guerra de Etiopía como una misión civilizadora e incluso como una cruzada. La guerra de España fue también aplaudida como una batalla contra las fuerzas del mal, encarnadas en la República. El Estado corporativo fue alabado y considerado como la forma más cercana a las enseñanzas sociales de la Iglesia y muchos aspectos del nuevo orden merecieron una aprobación expresa en la encíclica Quadragesimo anno de 1931. Muchos clérigos y laicos de Acción Católica señalaban con valentía la profunda incompatibilidad del cristianismo y el fascismo y, siendo la Iglesia la única institución capaz de desafiar las aspiraciones totalitarias del régimen, criticaban los numerosos compromisos y concesiones que la Iglesia hizo al fascismo.

B. La política económica y social.

La política económica presenta los mismos rasgos de improvisación y adaptación a las circunstancias que se aprecian en otros ámbitos. Faltos de una política coherente, los fascistas hablaban con grandilocuencia de la “fuerza de voluntad” como la clave del éxito y consideraban la vida económica como un campo de lucha en el que las disciplinadas huestes fascistas acabarían por triunfar. Así, estaba la “batalla por el trigo”, la “batalla por la lira” y muchas otras campañas y movilizaciones. Este lenguaje disfrazaba la contradicción básica dentro del pensamiento fascista entre el ideal de comunidad y la superación de la lucha de clases mediante el corporativismo, por un lado, y la fe en el liderazgo, la obediencia, la jerarquía y la economía controlada. Esta confusión también se daba en el rechazo a la economía de librecambio y, al mismo tiempo, la idea de que una economía planificada era inaceptable por socialista. El fascismo se hallaba enredado en unos curiosos nudos que no se podían deshacer apelando a una “mayor síntesis fascista”.

Al principio, la política económica fue liberal y minimizaba el papel del Estado. El ministro De Stefani desnacionalizó la compañía telefónica, los seguros y otras industrias nacionalizadas. Redujo el nivel marginal del impuesto sobre la renta, abolió los derechos reales, bajó los impuestos a la industria y dio más importancia a los impuestos indirectos, todo ello para fomentar la inversión productiva. Creía que las obras públicas no podían solucionar el paro, problema al que sólo se podía hacer frente mediante un ahorro riguroso, un presupuesto equilibrado y el libre juego de las fuerzas de mercado. Su oposición al proteccionismo le granjeó la hostilidad de los financieros y de la industria pesada, lo que favoreció su caída en 1925.


En agosto de 1926, Mussolini anunció una drástica política de deflación que incluía la revaluación de la lira, fijándose la libra esterlina en 90 liras, frente a las 154 de antes. Dado que Churchill había revaluado la libra el año anterior a un nivel alto poco realista, los efectos fueron dramáticos para los sectores exportadores de la industria y la agricultura, junto con los bancos que las financiaban. El coste de la deflación recayó sobre la clase obrera. Los empresarios apoyaban la revaluación, pero la mayoría consideraba que fue excesiva y hubo muchas protestas, especialmente por parte de la industria textil. Uno de los motivos de Mussolini para la revaluación de la lira era de prestigio. Era una demostración de que la fuerza de voluntad fascista triunfaba por encima de la plutocracia financiera internacional y sus parásitos judíos y masones. Estaba pensada para atajar la creciente especulación en contra de la lira y para reducir el precio de las importaciones que había subido debido a la política proteccionista introducida en 1925.

La “batalla por el trigo”, iniciada en 1925 por Mussolini trabajando con el torso desnudo al sol, se pensó para que el país se autoabasteciera de trigo y que los italianos fueran conscientes de las virtudes de lo rural y de la necesidad de aumentar el índice de natalidad para tratar de asegurar el “poder demográfico”. La primera campaña se libró en julio, cuando se impusieron aranceles proteccionistas sobre el trigo para recortar el flujo de importaciones (provocado por una mala cosecha en 1924) que estaba afectando gravemente a la balanza de pagos y al cambio de divisas. Los aranceles aumentaron en 1928 y en 1929, aun cuando ya había pasado la emergencia. En realidad sirvieron para favorecer a los grandes productores, pues los pequeños campesinos consumían prácticamente todo lo que producían. Aunque se consiguió disminuir las importaciones agrícolas, también lo hicieron las exportaciones, pues los productores se pasaron al trigo para beneficiarse de las medidas proteccionistas. Por tanto, el efecto sobre la balanza de pagos no fue tan impresionante como se había esperado. El elevado coste del trigo contrarrestaba los efectos deflacionistas de la política económica del gobierno y por ello la vida del hombre de la calle se hizo aún más difícil. La “batalla por el trigo” fue un éxito en el sentido de que, efectivamente, Italia se pudo autoabastecer, pero en términos económicos y sociales fue un desastre que ninguna de las inspiradoras fotografías del Duce, desnudo hasta la cintura, ayudando en la cosecha y transformado en el Primer Campesino de Italia, podía ocultar en absoluto.

En 1928 se emprendieron grandes proyectos de obras públicas. La desecación y el rescate de terrenos, dentro de la batalla por el trigo, fueron otro espectacular éxito de propaganda y la desecación de las marismas pontinas se consideró uno de los destacados logros del régimen. Por muy dignos que fueran esos esfuerzos, el caso es que no produjeron un aumento notable de la productividad agrícola, fueron enormemente caros en relación con el resultado y beneficiaron, sobre todo a los especuladores de terrenos y a los contratistas. El aspecto más beneficioso del programa de rescate de terrenos fue una importante reducción de la malaria. Pero nada se hizo para resolver el problema de los campesinos sin tierra. No se aplicaron las medidas previstas antes de 1922 en favor de los campesinos, los obreros agrícolas perdieron los beneficios adquiridos en 1919 (jornada de 8 horas y seguro contra el paro) y se generalizó el pago del salario en especie.

La “batalla demográfica” para incrementar la natalidad no tuvo éxito. El aumento de la población se debió en gran medida al que se había producido antes del fascismo y a la restricción de la emigración a EEUU y Sudamérica. Fue una suerte para el régimen que este programa fuera un fracaso, pues los campesinos seguían acudiendo en masa a las ciudades en busca de trabajo y ninguna glorificación sentimental de la vida de los aparceros bastaba para detener esta huida del campo, y el desempleo era un grave problema. La perdida batalla demográfica y el “ruralismo”, que no era más que un truco retórico, eran pruebas de un antimodernismo y un antirracionalismo que aún alentaban dentro del fascismo, lo cual era incompatible con el crecimiento económico y la preparación para la guerra. Mussolini que impuso eslóganes como “vaciad las ciudades” en 1926, alababa a una provincia especialmente retrasada diciendo que aún no estaba “infectada por las tendencias perniciosas de la civilización contemporánea” y aprobaba el altísimo índice de natalidad existente en los terribles barrios pobres de Nápoles y Palermo.


Pese a la parafernalia del Estado corporativo, el gran capital dirigía sus asuntos y cooperaba con el régimen porque le convenía. Mussolini necesitaba al gran capital si quería hacer una Italia grande y emprender sus aventuras imperialistas, pero había límites en cuanto hasta qué punto era capaz de dominar una estructura económica firmemente establecida. Las medidas que se introdujeron para lograr la autarquía y solventar los efectos de la crisis aumentaron las tendencias totalitarias del régimen, pero al mismo tiempo favorecieron los intereses de ciertos sectores e hicieron que la aspiración a una sociedad fascista homogénea fuera algo aún más lejano.

El gobierno desdeñaba los síntomas de la crisis económica, creyendo que era un problema de EEUU y que los pasos dados hacia la autarquía junto con la fuerza de voluntad fascista basta-rían para hacer frente a la situación. En 1930 la crisis cayó con toda su fuerza, agravada por la sobrevaloración de la lira, el elevado gasto público y los desequilibrios económicos estructurales. El paro creció espectacularmente y muchos trabajadores sólo tenían empleos de media jornada. Aunque los salarios de la industria se mantuvieron, en la agricultura y entre los trabajadores con salario mínimo los ingresos disminuyeron notablemente. La producción industrial se redujo en un 25% entre 1929 y 1932. Las empresas más pequeñas sufrieron en especial y volvió a aumentar la tendencia a la concentración a medida que las más grandes se tragaban a sus debilitados competidores. En 1935 la producción industrial alcanzó casi el nivel de 1929, pero la recuperación de las grandes empresas dejó atrás al de las pequeñas, muchas de las cuales seguían sin beneficios.

El gasto público se incrementó para estimular la economía y se subieron los impuestos sobre los bienes de consumo para paliar el coste de las obras públicas; pero a pesar de estas medidas, modestas pues la presión fiscal ya era muy alta, el déficit estatal creció alarmantemente. El gobierno defendió el elevado tipo de cambio aunque la libra esterlina fue devaluada en 1931 y el franco en 1933. Esto dañó aún más a las pequeñas industrias de exportación, como las textiles, y ayudó a la industria pesada, que pagaba las materias primas importadas con una moneda inflada.

En enero de 1933, el gobierno creó una nueva institución intervencionista. El Istituto per la Ricostruzione Industriale (IRI) compró acciones de empresas especialmente dañadas por la crisis y que estaban en manos de los grandes bancos. De esta manera, los bancos recibieron una inyección de capital líquido que les permitió operar con mayor eficacia. El IRI no era un intento del gobierno de dirigir la economía, sino que ayudaba a las empresas a dirigir sus propios asuntos como mejor les pareciera. Los empresarios que lo dirigían se oponían a cualquier intervención gubernamental en los mismos. El IRI se convirtió en una inmensa compañía pública de valores dedicada a financiar el programa de rearme y a fomentar la autarquía. Fracasó en el intento de racionalizar y concentrar la industria del acero que sólo se consiguió tras la caída del fascismo.

Los empresarios necesitaban la ayuda estatal para hacer frente a la crisis, pero no querían ser controlados por el gobierno. En 1932, Mussolini se autonombró ministro de Corporaciones, proclamó que el capitalismo estaba muerto y que el corporativismo era la única manera de superar las deficiencias del liberalismo económico. A partir de 1934 se crearon 22 corporaciones según grandes áreas de actividad económica. Su inmensa estructura burocrática disimulaba el hecho de que los grandes empresarios decidían los cupos y la asignación de materias primas. Los obreros obtuvieron la misma representación en las juntas de las corporaciones, donde perdían el tiempo en inútiles discusiones, mientras en las fábricas estaban más sometidos a los patronos. Pese a que se decía que era una forma nueva y revolucionaria de organización económica, pronto fue evidente que las corporaciones eran un fraude. En 1937, el Consejo Nacional de Corporaciones dejó de reunirse y en 1939 Mussolini entregó el ministerio de Corporaciones a una nulidad. Había dicho que las corporaciones eran “la institución fascista por excelencia” y que “el Estado fascista es corporativo o no es nada”, pero nunca fueron más que una cortina de humo.


C. El papel de las mujeres.

En mayo de 1927, Mussolini inauguraba la “batalla demográfica”. Tras suprimir los partidos no fascistas y clausurar los periódicos opositores, le tocaba el turno a la “defensa de la raza” y el incremento demográfico se asumía como base de la ética y la política. El destino de las naciones se vinculaba al poder del número. “¿Qué son 40 millones de italianos frente a 90 millones de alemanes y 200 millones de eslavos? Si Italia quiere contar para algo, debe asomarse al umbral de la segunda mitad de este siglo con una población no inferior a los 60 millones. Si disminuimos, señores, no haremos imperio, nos convertiremos en una colonia”.

Con las leyes demográficas el destino de la mujer italiana se reduce a la procreación: es “esposa y madre, y con eso basta; es más que mucho, es todo; el país quiere, más que sus brazos, sus lomos”. Su salario se recorta un 50% en las fábricas y un 30% en las oficinas respecto al masculino. Las campesinas son tratadas como siervas. El Duce apela al sociólogo Loffredo, para quien “la mujer que trabaja se encamina a la esterilidad” y se masculiniza; y pide a los médicos que desautoricen la idea de que la maternidad atenúa la belleza y apela a ellos contra la moda de adelgazar. Quiere demoler el prejuicio contra la mater abundante, la Venus Calipigia, toda pecho, barriga y nalgas, que es para el Duce el arquetipo de la raza.

Poco después del Pacto de Letrán, Pío IX publica la encíclica Casti connubi (1931), que remacha la superioridad del hombre y la subordinación civil y patrimonial de la mujer, evocando como un gran desastre toda pretensión de igualdad y recordando el único deber: la maternidad. La encíclica se entregaba a todos los recién casados, junto con un sobre con la efigie del Duce y 500 liras, más una póliza nupcial con un seguro y un préstamo del 10% por el nacimiento de un hijo, del 20% por el segundo, del 30% el tercero, etc. Por otra parte, ya a finales de 1927, se habían tomado medidas contra los solteros, con un gravoso impuesto sobre el celibato.

El decálogo de la niña italiana rezaba así: “A la patria se la sirve también barriendo la casa”. Mussolini juzga que “la mujer es, indiscutiblemente, menos inteligente que el hombre" (...) Yo soy más bien pesimista (...). Creo, por ejemplo, que la mujer no tiene gran capacidad de síntesis y que, por tanto, le están negadas las grandes creaciones espirituales”. Y aquí viene la famosa expresión misógina: “A una mujer no hay que dejarle construir no ya un templo, ni siquiera una cabaña”. En esta atmósfera de negación de las capacidades femeninas, el porcentaje de niñas que en 1934-35 cursaban estudios primarios era del 80%; pero solo el 16% pasaba al bachillerato y en torno al 10% a la Universidad. En cuanto al voto, Mussolini había liquidado, ya desde el principio, el asunto del voto para las mujeres, reivindicado tímidamente por las fascistas de primera hora: “Si la mujer ama a su marido, vota por él y por su partido. Si no le ama, ya ha votado en contra”. En 1931 confiesa a un periodista: “Si concediera a la mujer el derecho electoral, me pondría en ridículo. En nuestro Estado ellas no tienen cabida”. El artículo 578 del nuevo Código Penal, que entró en vigor en 1930, dejaba prácticamente impune el asesinato de la esposa por causa del honor, castigándolo con sólo 3, o a lo sumo 7, años de reclusión.


Para Mussolini, defensor de los burdeles, el estado de celo es normal. Quinto Navarro, su ayuda de cámara, cuenta que “durante veinte años, salvo algunos intervalos en la época de Clara Pettaci, Mussolini recibió casi con regularidad a una mujer distinta todos los días. No le gustaban las flacas, pero le importaba poco que fueran rubias o morenas, altas o bajas”. A la visitante de turno le decía: “Hasta ahora has visto al político, ahora verás al hombre” e iniciaba sin más el coito. Pero la campaña demográfica marchaba mal y Starace, el secretario del partido, despotricaba: “Si todos los órganos del partido funcionan, deben funcionar también los órganos genitales”. La batalla demográfica se perdió. Las parejas se embolsaban la prima de nupcialidad pero no querían tener muchos hijos. Mussolini se preguntaba: ¿es que los italianos no son viriles? En los diarios se anuncia un misterioso producto hormonal contra la impotencia ¿Tenía la arrogante juventud fascista algún problema? ¿Dónde se había metido la itálica virilidad?

D. Culto a la personalidad, propaganda e imperialismo.

Para devolver al fascismo algo de su dinamismo y su mito, para identificar a las masas con el régimen y también para satisfacer sus propias necesidades psicológicas, Mussolini prestó mucha atención al culto a la personalidad. Para ello le ayudó hábilmente Starace, secretario del Partido Fascista desde 1931. Starace era estúpido, adulador y corrupto. Se sabía que era violador y pederasta y tenía tratos con la prostitución y el tráfico de drogas, pero era un organizador muy capaz y estaba entregado a Mussolini. Starace introdujo el “saludo romano” y el grito de Viva il Duce! Organizaba enormes desfiles y manifestaciones para mayor gloria del fascismo y sus mártires y para adular a Mussolini. Fomentaba el uso de uniformes hasta el ridículo (los ministros tenían hasta veinte trajes para distintas ceremonias). El resultado fue que Mussolini se aisló cada vez más del pueblo. Después de 1932, los ministros se vieron casi reducidos a desempeñar el papel de meros ejecutores de su voluntad. El éxito en la guerra de Etiopía aumentó su popularidad y cayó cada vez más en su propio mito hasta convertirse casi en una caricatura de sí mismo.

La conquista de Etiopía le enfrentó con las democracias y le acercó a la Alemania de Hitler. La intervención italoalemana en la guerra de España, desde julio de 1936, consolidó la alianza de ambas potencias fascistas, que quedó sellada con la adhesión italiana al pacto anti-Komintern (noviembre de 1937) y con su retirada de la SdN (diciembre de 1937).

Esa política exterior en la que se mezclaban motivaciones económicas y de prestigio con ciertas dosis de improvisación y de exhibicionismo por parte de Mussolini, constituyó un factor de cohesión interna y un elemento de exaltación propagandística. De hecho, nunca fue tan visible como en esa etapa la adhesión al régimen, ni tan explícita la voluntad totalitaria de éste, acompañada de un creciente mimetismo con respecto a la Alemania nazi. En enero de 1938 se adoptó una legislación racial que expresaba la influencia nazi, en contraste con la escasa tradición antisemita en Italia. Se empezó a hablar de una supuesta raza ario-romana

Cuando, tras la invasión de Etiopía en 1935, la SdN le impuso sanciones económicas, Mussolini proclamó la política de autarquía para defender a Italia de sus enemigos y marcar una meta que pondría a prueba el valor de la nación. Pero el intento resultó un fracaso. La autarquía provocó un aumento de los precios que no se contrarrestó con salarios más altos. A las empresas privilegiadas se les garantizaba un suministro de hierro y acero, mientras que las más pequeñas se veían seriamente afectadas por las restricciones a la importación. La guerra de Etiopía y la intervención en la guerra de España tuvieron un efecto devastador para la balanza de pagos y los intentos de lograr la autosuficiencia no contribuyeron a aliviar este grave problema.

La política exterior expansionista y agresiva de Mussolini era otro intento de dirigir y dinamizar una sociedad que empezaba a mostrar una creciente falta de cohesión y una sensación general de resignación y cinismo. A los conservadores no les entusiasmaba la idea de la guerra y se alejaron cada vez más del régimen. La Iglesia se oponía al racismo del régimen. El rey estaba molesto por las pretensiones de Mussolini de ser tratado como su igual. Los terratenientes se quejaban de los altos impuestos y a los empresarios les molestaba la posición privilegiada de las grandes empresas. Pero la mayoría de los italianos todavía aceptaba el fascismo y sería erróneo suponer que el régimen se estaba desmoronando. La política belicosa de Mussolini un mero truco político para solventar las contradicciones y los conflictos internos: era un ingrediente esencial del fascismo; el aforismo de Mussolini de que “la guerra es para los hombres lo que la maternidad para las mujeres” es un ejemplo típico de su constante glorificación de la guerra.

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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 21




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Enviado por:Colocau
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