Derecho


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TEORÍA DEL DERECHO II

LECCIÓN 3

A. EL PENSAMIENTO JURÍDICO EN ROMA.

Los romanos, dado su carácter de pueblo eminentemente práctico y poco inclinado a la meditación y a la especulación desinteresada, no dieron vida a sistemas filosóficos originales. Tras la conquista de Grecia intentaron encontrar solución y satisfacción a sus problemas filosóficos en las doctrinas griegas. Éstas tuvieron muchos seguidores en Roma, y aunque al principio fueron combatidas por los conservadores, hallaron un gran eco en la juventud romana del siglo II a.C.

Justamente, la vocación por la vida práctica que caracterizaba a los romanos había determinado en ellos un interés por el Derecho, que los griegos no habían tenido jamás en la misma medida. La ciencia jurídica es creación romana. Y en la actividad jurídica práctica los romanos infundieron una sabiduría en la que podría reconocerse una implícita, no declarada filosofía. Pero a una verdadera y propia reflexión filosófica, incluida también la relacionada con el Derecho y la justicia, no llegaron sino hasta el instante en que se introdujeron en Roma las doctrinas filosóficas griegas. De éstas tomaron las tesis más significativas acerca del Derecho y la justicia, la sociedad y el Estado, fundiendo frecuentemente elementos recibidos de las distintas doctrinas griegas, que se conoce con el nombre de eclecticismo, a la que ya todas las corrientes filosóficas griegas, a excepción del epicureísmo, se venían orientando, y que se adaptaba particularmente al temperamento de los romanos. Éstos, en efecto, buscaban en la filosofía, sobre todo, una guía para la vida práctica y no dejaban de buscar en diversas fuentes lo que les parecía aceptable para tal fin.

Sin embargo, no faltaron tampoco en Roma seguidores de las doctrinas griegas originarias, alcanzando gran predicamento el estoicismo, que se adaptaba perfectamente a la mentalidad austera dominante de la sociedad romana. También tuvo seguidores aislados el epicureísmo, a pesar de las prevenciones existentes en contra suya. Algunos seguidores del epicureísmo fueron expulsados de Roma por sus ideas. Predicaban la existencia desde el punto de vista práctico, y fueron los inventores del contractualismo.

A1. La influencia estoica en la doctrina romana.

El estoicismo era una doctrina filosófica que proclamaba que todos somos hermanos y participamos del mismo mundo natural. La participación en la naturaleza hacía iguales a todos los hombres.

La filosofía estoica encontró en Roma mucha más fortuna que el epicureísmo. Sin embargo, el estoicismo romano no es el estoicismo dogmático y riguroso hasta la paradoja de Zenón, Cleantes o Crisipo, sino que está siempre más inclinado hacia el eclecticismo. Característica del estoicismo romano es su acentuada inspiración religiosa patente sobre todo en Lucio Aneo Séneca a través de la cual concluye en una doctrina de fraternidad y de amor universal muy distinta de la de los antiguos estoicos.

Zenón y Crisipo proclamaban la igualdad, pero reservada a los sabios, de los “torpes” no se preocuparon, y para ellos “torpes” eran todos aquellos que no fueran completamente sabios, es decir, que no vivieran plenamente según la razón.

Sin embargo, en Séneca el panteísmo estoico significa que los hombres son iguales y consanguíneos por el solo hecho de ser hombres, porque participan de una única esencia divina: “somos miembros de un gran cuerpo: la naturaleza nos ha hecho parientes; ella nos ha inspirado el amor recíproco y nos ha hecho sociables; ella ha establecido lo equitativo y lo justo, y de su esencia divina deriva que es peor hacer el mal que recibirlo”.

Para Epicteto todos los hombres son hermanos porque todos son hijos de Dios.

El emperador Marco Aurelio Antonio repite la idea de que todos los hombres somos parientes entre sí, y es propio del hombre amar a sus semejantes “aun a aquellos que le golpean”. Reafirma que la naturaleza del hombre es racional y social, y que la patria del hombre es el mundo. También quien obra mal es nuestro pariente porque participa del mismo pensamiento y destino divino. Todos somos miembros, no simples partes, del sistema de los seres racionales.

A2. Séneca, la sociabilidad humana.

Lucio Anneo Séneca (4 a.C.-65 d.C.), hijo de Marco Anneo Séneca. Natural de Córdoba, donde ejerció la abogacía granjeándose un gran prestigio. Fue preceptor de Nerón, pero al cabo de unos años de influencia efectiva sobre los negocios públicos cayó en desgracia. Acusado de haber tomado parte en una conjura, tuvo que poner fin a sus días por orden del emperador. Su personalidad ha sido diversamente juzgada, y es cierto que su vida no estuvo siempre en armonía con sus enseñanzas.

En Séneca aparece la idea de un estado de naturaleza anterior a toda organización jurídica. Pero esta condición natural del hombre está concebida por él de forma distinta a como la había configurado Epicuro. Para los epicúreos, tal condición era un estado salvaje, en el que todo individuo vivía aislado de los demás y estaba a merced del más fuerte, y del que los hombres aspiraban a salir, cosa que hicieron a través del pacto, del cual nació la sociedad. Según Séneca, por el contrario, en los orígenes de la Humanidad existía una “edad de oro” (saeculum aureum), en la que gobernaban los sabios. Éstos impedían la violencia, protegiendo a los más débiles de los más fuertes, y satisfaciendo todas las necesidades del género humano; su poder, aunque absoluto, no ofrecía peligros porque eran moralmente perfectos. Todos se comportaban bien, y para administrar la sociedad no era necesario el ejercicio de la fuerza ni, por tanto, las leyes. Éstas se hicieron necesarias solamente cuando, a causa de la corrupción, surgieron las tiranías.

Se advierte que Séneca, en su mitológica reconstrucción de los orígenes de la sociedad, atribuye a la ley, no tanto la función de regular la conducta de los individuos, cuanto delimitar el poder que gobierna. La ley nace como remedio contra la tiranía más que como instrumento para impedir la mala conducta de los individuos.

Esta afirmación de Séneca contribuirá a manterner vivo en las doctrinas del Medievo el principio aristotélico de la soberanía de la ley que derivará en la Edad Moderna en el principio del “Estado de derecho”, del Estado que se somete a las leyes por él mismo establecidas, autolimitando su propio poder.

A3. Cicerón, estadista y filósofo del derecho.

Marco Tulio Cicerón nació en el año 106 a.C. en Arpino. Realizó sus primeros estudios en Roma. Continuó su formación en Grecia, Rodas, y Asia Menor. Vuelto a Roma, continuó su actividad forense, a la que se había consagrado con éxito desde joven, dedicándose a la vida política y alcanzando los más altos cargos, como el de cónsul. Además fue un grandísimo orador. Envuelto en las luchas civiles de la época del segundo triunvirato, fue asesinado por sicarios de Marco Antonio en el año 43 a.C.

No fue un pensador original, sino que práctico el eclecticismo: su doctrina toma fuentes diversas, platónicas, aristotélicas y estoicas. Sin embargo, poseído por un sincero y apasionado interés por la filosofía, y, gracias a su capacidad de sistematización y a su talento como escritor, dio un gran impulso a los estudios filosóficos en Roma.

La vastísima cultura jurídica de Cicerón y su misma experiencia práctica de orador forense y de hombre político le llevaron a ocuparse frecuentemente de problemas filosóficos del Derecho y del Estado, hasta el punto que se le puede considerar como el primer auténtico filósofo del Derecho. Su método consistía en aceptar las soluciones de los problemas sobre los que estaban de acuerdo las distintas escuelas, ya que en su opinión el consenso general era el mejor criterio de verdad.

Sus obras más importantes son De officis, De legibus (incompleta), De republica.

Al tratar de la justicia Cicerón acude a las fuentes griegas. Pero en su concepción de la misma se percibe también claramente el bagaje de la tradición jurídica romana, que la hace aparecer más como principio de Derecho, y a veces como regla de conducta social, que como auténtica virtud ética según la tradición griega. Ocasionalmente, es cierto, Cicerón se inclina, siguiendo a Platón, a entender la justicia como virtud total, calificándola de “virtud única señora y reina de todas las virtudes”. Frecuentemente, sin embargo, pone de relieve su naturaleza intersubjetiva, considerando como principio esencial de la misma el dar a cada uno lo suyo y como característica suya la sociabilidad. Así formula la definición de la justicia como “disposición (habitus) del espíritu, que respetando la utilidad común, atribuye a cada uno su valor (dignitas)”.

La teoría de Cicerón sobre la ley está desarrollada en su obra De legibus, la primera y verdadera obra de filosofía del Derecho en la historia del pensamiento. El tema de esta obra es el principio u origen (fons) del Derecho cuyo conocimiento no se alcanza en el Derecho positivo, si no en lo más profundo de la filosofía; para explicarse la naturaleza del Derecho, es necesario investigarla en la naturaleza del hombre.

Y por “naturaleza del hombre” Cicerón entiende la razón. En efecto, “la ley es la razón suprema ínsita en la naturaleza, que manda lo que se debe hacer y prohíbe lo contrario. Razón que, realizándose en el pensamiento del hombre, es precisamente la ley”. Y de esta ley suprema, igual en todos los tiempos, existente antes de cualquier ley escrita o de la formación de cualquier Estado, hay que tomar el punto de partida para encontrar el principio o la fuente del Derecho.

El Derecho no nace de las leyes positivas: “es completamente erróneo considerar justo todo lo que ha sido establecido en las costumbres o en las leyes de los pueblos”. Por esto, no son leyes las de los tiranos, y las leyes tiránicas no devienen tampoco justas por el consentimiento de los ciudadanos. “Único es el Derecho que tiene unida a la sociedad humana, y única es la ley que en él tiene su fundamento, ley que consiste en la recta norma de mandar y de prohibir, y el que no la reconoce es injusto, esté o no escrita en algún lugar”. Si el Derecho estuviera fundado en las leyes positivas, podría ser Derecho robar, cometer adulterio, falsificar testamentos, y cualquier otra acción que fuera aprobada por el voto o el decreto de la masa. Y si no existiera una norma natural no podríamos distinguir una ley buena de otra mala.

La inspiración de Cicerón es decididamente iunaturalista. Pero la doctrina del Derecho natural está desarrollada por él de forma bastante explícita. La ley, dice, no es ni una invención de los hombres ni una deliberación del pueblo, sino que es algo eterno, destinado a gobernar todo el mundo con la sabiduría de su mandato y de su prohibición. La ley es la recta razón divina.

Cuando Cicerón se expresa hablando de Derecho, establece que “el Derecho de naturaleza (naturae ius) es aquel que no ha sido producido por ninguna opinión, sino que una fuerza lo ha impreso (insevit) en la naturaleza”.

“Hay una ley verdadera, razón recta conforme con la naturaleza, presente en todos, invariable, eterna, capaz de guiarnos con sus órdenes al deber, y de disuadirnos con sus prohibiciones de obrar mal… A esta ley no es posible que se le quite valor o en algo se derogue, ni puede ser abrogada; de esta ley no nos podemos desvincular por obra del senado o del pueblo… Ella no es distinta en Roma en Atenas, no es diferente ahora o en el futuro; todos los pueblos, en todo tiempo, serán regidos por esta única ley eterna e inmutable; y único maestro común, por así decirlo, y soberano de todos será Dios; de esta ley él solo es autor, intérprete y legislador; y quien no le obedezca renegará de él mismo, y, rechazando su naturaleza de hombre, por esto mismo incurrirá en las máximas penas, aunque pudiera escaparse de otras sanciones”.

La ley natural es, en definitiva, la ley que el hombre se da a sí mismo. El hombre que acepta y se da a sí mismo esa ley natural es un hombre autónomo.

La mayor aportación de Cicerón a la filosofía jurídica es precisamente su tratamiento de las leyes ocupándose del Derecho positivo. Cicerón ve en el Derecho positivo realizarse la aequitas (principio moral, pero que se realiza positivamente en forma jurídica). “El Derecho civil es la aequitas establecida por aquellos que pertenecen al mismo Estado a fin de que ellos obtengan lo que es suyo”. Y la aequitas es aquello que, en circunstancias iguales, reclama igual tratamiento jurídico paria iura”.

Cicerón recoge y clarifica ese otro valor fundamental del Derecho que es la certeza, o sea, la capacidad que tiene el derecho de permitir a los ciudadanos prever con seguridad el comportamiento que en relación con sus acciones tendrán los otros ciudadanos y los órganos del Estado (para los que sería posible toda clase de arbitrios si no se estableciera mediante el Derecho cuáles deben ser necesariamente las consecuencias de los actos de los componentes de la sociedad). “Todo deviene incierto si de allí se aleja el Derecho”, afirma. Y del conocimiento de esta propiedad del Derecho hace que derive su función de garantía de la libertad, por la que se impide el arbitrio del más fuerte: “seamos esclavos de las leyes para poder ser libres”.

A4. Las bases del cristianismo.

Los últimos tiempos de la Edad Antigua se caracterizaron por el anhelo de trascendencia, por la búsqueda continua de lo divino, de lo preeminente, así como por el interés exclusivo por el último destino del alma, por su salvación, por la necesidad del hombre de encontrarse con Dios, de identificarse con la divinidad.

Al encuentro de esta necesidad de la Humanidad de aquel tiempo acudió el mensaje cristiano. La buena nueva (euangélion) anunciada por Jesús no tiene por objeto una renovación de la sociedad terrena y de sus instituciones, sino el advenimiento de una realidad mística: el “reino de Dios”. Al extenderse el cristianismo llevó consigo profundas transformaciones morales también en sentido social y, por tanto, jurídico, aunque la llamada originaria de Jesús a sus discípulos era de naturaleza absolutamente religiosa y espiritual, sin ninguna implicación social o política, y mucho menos jurídica. Se trataba de una exhortación a la transformación de todos los valores, al cambio total del modo de pensar (metánoia), restándole toda importancia a las cosas del mundo, y a tender únicamente a la patria celeste santificándose, olvidando la propia realidad empírica de los hombres para fundirse en la mística unidad divina, para unirse con Dios.

Es la respuesta más radical a las aspiraciones de religiosidad de la Humanidad de aquel tiempo y por la que, en efecto, fue arrastrada. No se trataba ya de observar mezquina y literalmente la ley divina como habían hecho los fariseos. Se trataba de encontrar a Dios en el interior de la propia alma. Uniéndolo en un supremo impulso de amor, confiándose a él, más allá de los esquemas de cualquier ley o de las abstracciones de toda doctrina. El legalismo de los fariseos (la ley del Talión y la Torá judaica) aparecía así como una presuntuosa y orgullosa pretensión de exigir de Dios el respeto jurídico de un pacto. Mientras Jesús enseñaba a abandonarse humildes y fieles al amor del Padre, y a no jactarse ante Dios, ya que la medida de la justicia de Dios no es la misma que la de la justicia humana, y la razón del hombre es incapaz de comprender una realidad en la que todos los valores humanos son trascendidos.

Es por esto que el Evangelio es anunciado y está dirigido a los “pobres”, a la gente del pueblo humillada y despreciada por la aristocracia político-religiosa de los doctores de la ley y de los fariseos, a aquellos que en el mundo no tienen nada y que, por tanto, carecen de motivos para aficionarse a los bienes (materiales y morales) del mundo.

El cristianismo tuvo una rapidísima difusión. En menos de un siglo ya estaba en Roma. La dominación romana entró en conflicto con el cristianismo ya que éste promovía indiferencia al poder romano, y extendía por primera vez el igualitarismo, estableciendo que todos eran iguales ante Dios, pobres o ricos. Esto cayó muy bien entre los pobres, pero sin quererlo provocó un enfrentamiento con el derecho romano. Era un peligro potencial.

Esa ley de Dios tenía un carácter revelado y el pensamiento cristiano era voluntarista. Si se sigue el Decálogo se llega a la unión con Dios.

B. EL CRISTIANISMO Y EL PREDOMINIO DE LA VOLUNTAD.

B1. San Pablo.

La concepción de la “justicia” entendida místicamente, como perfección religiosa y como santidad, inspiró la polémica contra el legalismo judaico que recorre las cartas de San Pablo.

La mística de San Pablo trastoca totalmente el legalismo del Antiguo Testamento que vinculaba racionalmente al hombre con Dios, y a Dios con el hombre, a través de un contrato que establecía las condiciones de la convivencia de los hombres entre sí y con Dios sobre un plano meramente jurídico, limitando y circunscribiendo la libertad de los contratantes, contemplados desde una perspectiva totalmente mundana, terrena, como interesados en lograr un fin precisamente terreno: la salvación material del pueblo de Israel o del género humano. En el Antiguo Testamento la ley estaba ligada a la carne, a la condición mundana y a los fines mundanos del hombre. Pero con Cristo la carne es vencida y triunfa el espíritu. Las cosas del mundo son superadas por Dios, el hombre es redimido del pecado, de la carne, de su condición terrenal. “Yo por la ley he muerto a la ley, por vivir para Dios”.

Según San Pablo, no se hace uno justo por el cumplimiento de la ley, sino solamente por la fe en Jesucristo. “Por las obras de la ley nadie será reconocido justo”. Por la ley solamente se tiene conocimiento del pecado. Ella está en función del pecado, es la señal del pecado. No se hace uno justo en virtud de las obras de la ley, sino gratuitamente por la gracia de Dios a través de la redención de Jesucristo, cuya “ley” (que no es propiamente tal) es una ley nueva, la ley de la fe, ley del espíritu de vida de Jesucristo que nos libera de la ley del pecado y de la muerte. Los que viven según el espíritu, y en los que habita el Espíritu de Dios, no tienen necesidad de ley.

Y esta “ley” de la fe no es en realidad ley. Ella se resume en el amor a Dios y en el amor al prójimo amado por amor a Dios. Ésta no es una norma que deba obedecer la voluntad, sino un impulso espontáneo del alma arrastrada por la fuerza sobrenatural de la fe. Es la tesis que inspira la carta de San Pablo a los Gálatas, en la que se expone la antítesis entre fe y ley -ley de cuya maldición nos ha rescatado Cristo.

En las cartas de San Pablo a los Gálatas la ley siginifica para él mundo, carne, naturaleza, y por tanto, pecado, servidumbre, muerte.

Por consiguiente el tema central de la doctrina de San Pablo es la infravaloración de la ley, que él refuta en virtud de su superación en la fe y en el amor inherentes a la gracia.

B2. El orden divino y el orden humano.

Las primeras generaciones cristianas conservaron el desinterés por el derecho y todo lo ligado a la vida terrenal. Su oposición a vivir conforme a las leyes les convertía en elementos asociables y subversivos. La diferencia entre los primeros cristianos y la sociedad de su tiempo acentuó la antítesis entre cristianismo y Derecho. Una incompatibilidad de tipo moral después fue política, de tal forma que fueran perseguidos por el Estado romano como rebeldes a las leyes. Esas persecuciones acrecentaron en los cristianos la hostilidad hacia el Estado y su derecho, que fueron considerados siempre más como manifestaciones del mal, como reino e instrumento del demonio.

Entretanto se había formado una sociedad cristiana que dio vida a una institución: la Iglesia que acabó por establecer un derecho (reglas de vida y de coexistencia entre los propios miembros, jerarquía, órganos legislativos y administrativos, sanciones). La infravaloración inicial del derecho fue reduciéndose al mismo tiempo que se creaba un derecho cristiano.

A la indiferencia e incluso repulsa, propia de los tiempos evangélicos y subapostólicos hacia el Estado y el Derecho, le sustituyó el conflicto entre la Iglesia y su Derecho de un lado y el imperio y el Derecho imperial de otro.

Los cristianos se dan a sí mismos una ley propia, distinta de la romana y a la que atribuyeron autoridad divina. Estimaron que era lícito y justo desobedecer las leyes que no estuvieran conformes a ella.

Se inició así el proceso de insertación de la doctrina cristiana en la vida terrena y social, que concluirá influyendo sobre el mismo Derecho del Estado Romano.

La “juridificación” de la sociedad cristiana y de la Iglesia tuvo importantes y beneficiosos efectos, porque difundió principios de amor y de benevolencia en las relaciones entre los hombres, pero hizo pasar a un segundo plano la mística religiosidad, que habían constituido la esencia del cristianismo evangélico.

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Enviado por:El Angel Caido
Idioma: castellano
País: España

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