Historia
Cultura Ibérica
LA CULTURA IBÉRICA
1. INTRODUCCIÓN.
-ASPECTOS ETNO-GEOGRÁFICOS.
Durante los últimos siglos de la primera mitad del primer milenio a.C., el litoral mediterráneo de la Península Ibérica y la parte meridional del Atlántico experimentan una paulatina transformación cultural que lleva desde las culturas de finales de la Edad del Bronce a la que de manera tradicional venimos denominando “cultura ibérica”.
Ibero es el nombre que los griegos dieron a nuestro país y a nuestros habitantes. Sus primeros contactos fueron con los pueblos del litoral mediterráneo, a los que llamaron iberos, y aunque más adelante extendieron el nombre de Iberia a toda la península, diferenciaron a sus pueblos llamando celtas a los habitantes del interior y de la costa atlántica y manteniendo el nombre de iberos para los pueblos de la costa oriental. Los romanos conservaron la diferenciación entre iberos y celtas al referirse a los dos grandes grupos que poblaban la península, a la que llamaron Hispania, basándose en la denominación fenicia.
El origen de la cultura ibérica se remonta al siglo VI a.C. y comprende tres etapas: una primera fase de formación (Ibérico Antiguo), desde comienzos del siglo VI a.C. hasta los años 540-530 a.C.; un período de plenitud (Ibérico Pleno) que se prolonga desde finales del siglo VI a.C. hasta el siglo III a.C., siendo aún los pueblos independientes; y una última fase (Ibérico Reciente o Final), ya bajo el dominio romano, desde fines del siglo III a.C. al siglo I a.C. El proceso de romanización que se inicia en el último siglo a.C. determina el final de la cultura ibérica.
Los datos de las fuentes griegas y romanas acerca del territorio ibero se corresponden, en su mayoría, con los hallazgos arqueológicos. Así la cultura ibérica abarcaría desde el Languedoc, en Francia, hasta Andalucía, comprendiendo el Rosellón francés, Cataluña, la franja oriental de Aragón, el País Valenciano y Murcia. Para nosotros es difícil establecer los límites entre los diferentes pueblos ibéricos dadas las deficiencias de la información y la inexistencia de fronteras fijas, pero sí se pueden distinguir cuatro áreas geográficas de diferente clima y ecología: Cataluña, el valle del Ebro, la zona de Valencia y del sudeste y, por último, Andalucía.
Los iberos no formaron nunca una unidad política (diferían entre sí en función de su ubicación en el litoral o en el interior, de su mayor o menor grado de urbanización, de su forma de gobierno monárquica o aristocrática, de su dedicación prioritaria a la agricultura, ganadería, minería o comercio, etc.), su sociedad estaba basada en ciudades, entendiendo como tales unas agrupaciones generalmente pequeñas, que a su vez se unían formando tribus o pueblos de diversa extensión geográfica. La única información que tenemos para definir estas tribus o pueblos ibéricos son las fuentes grecolatinas. Avieno, Hecateo, Polibio, Tito Livio y Estrabón definen una serie de unidades tribales, lo que nos permite dibujar su mapa “político”, aunque en algunos casos la ubicación es difícil. Así tenemos a los sordones en el Rosellón y a los indigetes en Ampurdán, formando núcleos relativamente extensos alrededor de la ciudad griega de Emporion. Hacia el interior, en la zona del Pirineo y prepirineo, encontramos a los bergistanos en el curso alto del río Llobregat; a los ceretanos en la Cerdaña, los andosinos en Andorra y los airenosos en el valle de Arán. Volviendo a la costa, aparecen los layetanos, en los territorios de la actual ciudad de Barcelona y de las comarcas vecinas del Maresme y el Vallés; los cosetanos en el campo de Tarragona y los ilercavones en la zona de la desembocadura del Ebro, extendiéndose hasta las proximidades de Sagunto.
En la Cataluña central encontramos a los ausetanos alrededor de la ciudad de Ausa, actualmente Vic, y que probablemente se extendían hasta la ciudad de Gerona; los ilergetes en las llanuras de Lérida y parte de la actual provincia de Huesca, y los lacetanos entre éstos y los layetanos. En la zona de Aragón se localizan los iacetanos, vinculados a la ciudad de Jaca, y al sur los sedetanos y suessetanos. Volviendo al litoral, en las costas de Levante, tenemos a los edetanos, que ocupaban la zona central valenciana y la ciudad de Edeta (Liria); a los contestanos entre el Júcar y el Segura, con ciudades como Saitabi (Játiva) e Ilici (Elche), y a los mastienos en la zona de Murcia. Entre contestanos y mastienos encontramos a los deitanos. En la zona montañosa del alto Guadalquivir se encuentran los oretanos, que evidencian una gran influencia libio-fenicia apoyada por las colonias comerciales. Los bastetanos ocupaban un extenso territorio, la Andalucía oriental, con centro en la ciudad de Basti (Baza), y por fin los turdetanos en el área de la Andalucía central.
Aparte de los nombres de las diferentes tribus y de la relación que tuvieron con los ejércitos romano y cartaginés, las fuentes clásicas nos cuentan muy poco acerca de los pueblos ibéricos. Es a través de la arqueología como se ha podido conocer el urbanismo de sus ciudades, la distribución de sus casas, su cultura material y, a partir de ellas, deducir su modo de vida. Nos hallamos así con grandes diferencias entre los hallazgos efectuados en la zona meridional, más rica y compleja, y la zona septentrional, menos evolucionada, cuyo límite se sitúa en torno al río Júcar. También se aprecia la diferencia entre los pueblos de la costa, más abiertos a las corrientes extranjeras y por tanto más desarrollados, y los del interior, más cerrados y ubicados por lo general en territorios más pobres.
-FUENTES ESCRITAS.
Como de toda cultura protohistórica, también de la ibérica se conocen ya referencias escritas indirectas, a través de los escritores griegos y latinos que describieron el país y sus costumbres, bien por sí mismas, bien en relación con los sucesos bélicos que tuvieron lugar durante la ocupación cartaginesa primero y romana después. Existen asimismo fuentes directas, escritas por los propios iberos, que no pueden aún utilizarse porque su lengua es todavía desconocida y no puede ser objeto de traducción.
Las noticias más antiguas acerca de Iberia y los iberos pueden datarse entre los siglos VI y IV a.C., hacen referencia sobre todo a aspectos geográficos relacionados con los temas de la mitología griega y nos han llegado en recopilaciones realizadas por autores posteriores.
Hallamos ya el nombre de "Iberia" en Herodoto (siglo V a. C.) cuando refiere que los foceos "descubrieron el Adriático, el Tirreno, Iberia y Tartessos". Con el texto vamos recorriendo esquemáticamente, de este a oeste y de norte a sur, la costa mediterránea según la bordean en sus veloces naves estos marinos griegos. Suponemos que bajo el nombre de Iberia Herodoto se refiere, de una manera ya genérica, a distintos pueblos de la costa oriental de la Península que engloba bajo este nombre único.
En los siglos siguientes los geógrafos griegos denominan Iberia a la costa del levante y del sur peninsular habitada por los Iberos, en contraposición a la "Céltica" del oeste, que pueblan gentes célticas. La división tiene un carácter en parte étnico y lingüístico.
El historiador Polibio, que en el siglo II a. C. narró las guerras de Roma contra Cartago en España, sigue este uso aún restringido en sus primeros libros: distingue a los iberos de la costa de aquellos pueblos que habitan la Meseta. Pero en sus últimos libros, escritos después del año 146 a. C., con el nombre de Iberia se refiere ya a toda la Península. Pues el nombre corresponde, en griego, con el que la conquistadora Roma da a toda la península: "Hispania". No posee ya tanto una definición étnica sino geográfica.
Estrabón señala, por ejemplo, que, “según los antiguos”, Iberia ocupaba la zona extendida entre el Ródano y el Istmo. Escimno de Quíos se refiere a Iberia como una región en donde los focenses habían fundado dos factorías, Agde y Rhodanoussia. Rufo Festo Avieno denomina genéricamente “iberos” a todos los pueblos de la costa desde el río Júcar hasta el Ródano, que denomina Orano. Entre ambos ríos cita a varios pueblos englobados dentro de la confederación tartesia. Para Hecateo de Mileto, Iberia es el nombre con que se designa las poblaciones occidentales, y confunde iberos y tartesios -aunque tal identificación parece hoy la más correcta-. Hasta Polibio, Iberia es el nombre de la Península, e iberos los habitantes de sus costas. Detrás quedaban los bárbaros, los pueblos sin nombre.
-HISTORIA DE LA INVESTIGACIÓN.
El inicio de los estudios modernos acerca de los iberos va unido al interés que por el origen vasco tuvieron los eruditos del siglo XVIII. El planteamiento del problema del “vascoiberismo” se debe a Alexander von Humboldt, quien, en 1821, sentó la tesis de los vascos como descendientes de los iberos.
En la segunda mitad del siglo XIX habría que destacarse tres hitos de gran relevancia en la historia de la investigación de la cultura ibérica: la exhumación por Luis Maraver y Alfaro, en 1867, de la necrópolis de Almedinilla; el descubrimiento, hacia 1870, en una colina de la provincia de Albacete conocida como el Cerro de los Santos, de un impresionante conjunto de estatuas ibéricas en piedra; y el hallazgo casual, por unos trabajadores del campo, de la Dama de Elche una mañana del 5 de agosto de 1897.
En los albores del siglo XX se produjeron las excavaciones de Osuna y Almedinilla, en 1903 y 1904, por parte de los hispanistas y arqueólogos franceses Arthur Engel y Pierre Paris; la excavación de la necrópolis ibérica de Galera por Cabré en 1918; se realizaron estudios sobre armamento ibérico, y, en 1932, apareció la Etnología de la Península Ibérica de Bosch Gimpera, que marca un hito en el estudio de los pueblos primitivos de la Península por la capacidad de síntesis de su autor, su seriedad científica y su sugestiva y brillante fuerza de exposición.
En los años 40 aparecen estudios aislados (entre los que sobresalen los de García y Bellido); en los 60 habría que destacarse los trabajos de Antonio Blanco, así como la monografía de Antonio Arribas (Los Iberos); en la década de los 70 tienen lugar las excavaciones en Baza (Granada; 1971), por Francisco Presedo Velo, y en Pozo Moro (Pozo Cañada, Albacete; 1973), por Martín Almagro Gorbea, así como el espectacular hallazgo, en 1975, de 1486 fragmentos de esculturas cuidadosamente enterrados en una zanja ,cubierta por grandes losas, situada en la base de la ladera del Cerrillo Blanco que mira hacia Porcuna.
Ya en los años 80 y 90 se producen excavaciones de poblados, necrópolis, santuarios, estudios de materiales (cerámica, escultura), que abren nuevas líneas de trabajo. Además, la celebración de congresos y exposiciones supondrá un enorme empuje a la difusión de la cultura ibérica. Puede decirse, para concluir, que esta última experimentará, en los últimos años del siglo XX, un avance espectacular en todos los órdenes.
2. POBLADOS.
El tipo básico de habitación entre los iberos fueron los poblados situados en lugares de fácil defensa, como las cumbres o llanuras altas de colinas que presentaban acceso fácil tan solo por uno de sus lados. Sabemos que cultivaban las tierras de los llanos cercanos a los poblados, pero desconocemos las características del poblamiento rural disperso. Dentro de los poblados se evidencian diferentes grados de urbanización, según se localicen en las zonas ricas de la costa o en núcleos de montaña.
Una de las características comunes a todos los asentamientos es la presencia de murallas que refuerzan las defensas naturales. Se desconocen casos de doble o triple recinto; siempre se trata de murallas únicas que rodean el poblado o que, en algunos casos, dada la situación estratégica del mismo, se limitaban a las zonas de fácil acceso. Estaban construidas íntegramente de piedra, de paramento liso, y a veces contaban con torres cuadradas. El lado exterior presentaba a menudo forma de talud. Para la construcción de la parte baja y de los ángulos, donde se concentraba el mayor esfuerzo de la edificación, se utilizaban piedras grandes, destinándose para el resto mampostería, lajas e incluso en algunos casos adobe o tapial.
Situados en lugares de vigilancia de las rutas comerciales, fluviales y de la llanura costera, donde se ubicaban los centros coloniales que tan profundamente influían en el mundo ibérico, los poblados debían adaptar su estructura urbana al terreno.
Las casas ibéricas son, por lo general, muy uniformes. No se observan diferencias apreciables que respondan a grupos sociales distintos. Las plantas son alargadas, rectangulares, con la entrada en uno de los lados menores; tienen de una a cuatro habitaciones, pero siendo lo normal dos o tres. Los materiales utilizados en su construcción son la piedra, raramente tallada en sillares y unida en seco, rellenándose los intersticios con barro; el adobe, para la parte superior de los muros, y la madera y el ramaje de la región. Se edificaban sobre un plano horizontal uniforme, por lo que en muchos casos, dada la pendiente que solían tener los poblados, se rebajaba la roca en parte o totalmente para conseguir la uniformidad del terreno, en una sola casa o en toda la calle. A veces, dado lo extremo de la pendiente, se utiliza el recorte como pared posterior del edificio, a la que se adosan las vigas de madera del techo. El desnivel entre las calles se salva con escaleras, también excavadas en la roca.
El suelo de estas casas es, por lo general, de tierra endurecida al ser pisada repetidamente y por la superposición de los restos de ceniza de los hogares, que se expandían sin cesar. En ciertos casos, los pisos se asientan sobre un lecho de piedras o de fragmentos de cerámica que lo impermeabilizan, y también pueden hallarse parcial o totalmente enlosados. Como el nivel del piso de las viviendas no siempre se correspondía con el de la calle, a menudo se accede a él por medio de uno o dos escalones.
Las paredes son toscas y comunes a varios edificios. Se construían con un zócalo de piedra en seco, sobre el que se levantaba una pared de adobe o tapial. Las puertas eran de madera (así como el mobiliario), y no se tienen noticias de la existencia de ventanas o de cualquier abertura en las paredes. Los techos se hacían con materias vegetales impermeabilizadas con recubrimiento de barro y estaban sostenidos por vigas de madera, cuyos troncos se descubren a veces entre las ruinas de las edificaciones. Normalmente esos techos eran de una sola pendiente, siguiendo el modelo mediterráneo; pero en los lugares más fríos y montañosos debieron ser a dos aguas.
Basándonos en los trabajos de Carmen Olaria y Francesc Gusi encontramos varios tipos de trazados urbanísticos más o menos característicos:
En primer lugar, los poblados de vía central, donde, como su propio nombre indica, una vía o calle central recorre longitudinalmente el área del poblado a modo de centro axial, colocándose las viviendas a sus lados, como se documenta en el interesante establecimiento de Puntal dels Llops (Olocau, Valencia).
Un segundo tipo serían los poblados en terraza escalonada. En ellos los trazados de las vías principales se disponían transversalmente a la ladera, adecuándose a sus curvas de nivel; a ambos lados se sitúan las viviendas escalonadas, que a tramos se interrumpen para dejar paso a las angostas y empinadas vías que recorren sagitalmente el desnivel, en algunas casas tan acentuado que se hace necesario salvarlo por medio de pequeños tramos de peldaño. El Cerro de la Cruz (Almedinilla, Córdoba) constituye un claro ejemplo de este tipo de trazado.
En tercer lugar, los poblados de planta radial-cónica. Éstos vienen determinados por la misma morfología cónica del cerro, el cual ofrece su cota más elevada en la zona central (acrópolis), de la cual irradiarán los trazados de las vías de acceso, paso, prolongándose en rampas; las casas se disponen a ambos lados de los accesos radiales y por lo general se hallan rodeadas por una muralla. Pertenecientes a este tipo son los poblados de Puig Castellar (Santa Coloma de Gramanet, Barcelona) y de Puig de la Nao (Benicarló, Castellón).
Los poblados de parrilla serían un cuarto tipo y estarían constituidos por un trazado pseudo-ortogonal a partir de una amplia vía central, de hasta cuatro metros de ancho, de la cual parten otros accesos secundarios dispuestos transversalmente. De igual modo que los anteriores también éstos suelen aparecer amurallados. Poblados con planta en forma de parrilla serían el de Covalta (Albaida, Valencia) y el de La Bastida de les Alcuses (Mogente, Valencia).
Por último, encontramos otros modelos como los poblados con amplio espacio central (como los documentados en Molí d´Espigol en Tornabous, Lérida, y en Moleta del Remei en Alcanar, Tarragona); los poblados “rupestres” o parcialmente excavados en la roca; los poblados sin trazado urbano específico; y, finalmente, los recintos fortificados.
A continuación nos detendremos en seis poblados concretos: Alt de Benimaquia, La Quéjola, Puntal dels Llops, El Oral, Puente Tablas y el Cerro de Sant Miquel.
En primer lugar el poblado de Alt de Benimaquia (Denia, Alicante). Es este un poblado de vía central (el asentamiento se organiza a partir de una estructura urbanística de calles rectas que articulan hiladas de departamentos a sus lados, parte de cuyas construcciones se adosan directamente a la muralla), que puede situarse cronológicamente en el Ibérico Arcaico y Pleno (siglos VI-III a.C.). La excavación del yacimiento, que ejercía un gran control sobre una vega muy fértil, fue realizada en los años 60 por H. Schubart, del Instituto Alemán de Arqueología, D. Fletcher y J. Oliver. El poblado está fortificado por una muralla de 100 metros de longitud, y una anchura de 1´5-2 metros, en ángulo recto, que cierra un espacio triangular, y con una altura conservada de hasta 2´8 metros (es posible que alcanzara los 4 metros). La muralla se realizó en piedra y estaba rematada con barro. Presenta adosados seis torreones rectangulares, de aparejo semejante a la muralla.
La cultura material del enclave se define por la existencia de un repertorio cerámico donde predominan las producciones a torno, en las que destacan las ánforas, los recipientes tipo pithos y vajilla de mesa, con platos y cuencos, que dejan sentir el peso de la influencia fenicia, aunque el conjunto se aleja de los ajuares hallados en enclaves coloniales. Junto a las cerámicas a torno coexiste un importante conjunto de cerámicas realizadas a mano que alcanza porcentajes cercanos al 25-30 % del total.
Una de las principales novedades que se documentan en Benimaquia es la localización de una amplia área destinada a la producción de vino (se han identificado al menos cuatro lagares), donde se han documentado plataformas para el pisado de la uva, cubetas para la recogida del mosto con abundantes semillas de vid (más de siete mil), y una estructura circular, posiblemente para el prensado.
La interpretación de los excavadores lleva a considerar Benimaquia como el hábitat donde un jefe local se establece de forma destacada y donde se pueden observar los elementos determinantes para ostentar y acrecentar su prestigio, por ejemplo, las poderosas fortificaciones o el control de la producción del vino, bebida de destacada importancia en los contextos político-ceremoniales mediterráneos de consolidación del poder aristocrático.
En las cercanías del poblado se halló una estela que recuerda a las decoradas, pero que se fecha en época más tardía (siglo VI a.C.). En ella aparece un personaje, quizá un posible jefe o aristócrata, que porta en su mano izquierda un cuchillo afalcatado y en la derecha un puñal con antenas atrofiadas.
Analicemos ahora el poblado de La Quéjola (San Pedro, Albacete). El poblado, de planta rectangular (150x50 metros aproximadamente) y amurallado (el cinturón murario medía aproximadamente 1´30 metros de grosor por 4 metros de altura), con una pequeña torre junto al único punto de acceso, ocupaba una pequeña extensión de casi una hectárea. Ello permite incluirlo en el grupo de los pequeños oppida iberos. Fue construido, y este aspecto lo consideramos de gran interés, de una sola vez, de acuerdo con un plan preestablecido con planos claramente trazados desde el principio. Ello encaja bien con una intencionada, desde el principio, especialización económica en torno al vino, de hecho su almacenamiento en cantidades claramente excedentarias en relación con la población allí asentada, tal y como ha podido documentar la excavación, excede con mucho un autoconsumo. La existencia de este plan preestablecido, acometido en un corto intervalo de tiempo, ha sido percibido también en otros importantes poblados de similar cronología, caso de El Oral y, ya para mediados de aquel mismo siglo V a.C., de El Puig de la Nao, en Benicarló, entre otros ejemplos.
La excavación de su interior, sólo posible en la parte oeste del poblado a causa del arrasamiento de la otra mitad, permitió documentar hasta un total de 16 departamentos, todos adosados a la muralla a excepción de uno, perteneciente ya a la alineación central del poblado. La parte excavada permitió documentar un total de ocho casas con funciones muy diferentes: un “espacio singular” (casa nº 2); tres almacenes anfóricos (casas nº 1, 6 y 8); dos espacios para actividad industrial (casas nº 3 y 4); un cuerpo de guardia (casa nº 7) y, por último, la casa nº 5, que no llegó a excavarse. Todas ellas, a excepción de la casa nº 8, están adosadas a la muralla con un resaltable carácter comunal.
El motivo inicial de la excavación del yacimiento fue el descubrimiento fortuito de un timiaterio (quemaperfumes) que consiste en una figura en bronce de una imagen femenina totalmente desnuda, que ha sido interpretada como una posible representación de una hetera en relación con el culto a Astarté. Esta imagen desnuda (que aparece con una flor de loto en la cabeza y portando una paloma en la mano) se relaciona, en el marco de la mentalidad ibérica, como una servidora de la divinidad y una protectora de la comunidad.
El desarrollo de las excavaciones permitió identificar, con bastante probabilidad, el lugar concreto de aparición del timiaterio y observar como éste correspondía con la parte norte de la citada casa nº 2, el espacio sacro (aproximadamente 6x4 metros). La citada estancia presentaba adosada otra segunda, igualmente singular, que hacía aconsejable un estudio de conjunto.
La primera estancia (al norte) corresponde con el espacio sacro propiamente dicho. Tenía en su interior una sencilla compartimentación materializada mediante el alzado de un ligero muro medianero, con vano central, carente de valor estructural dentro de la construcción, lo que determina una única finalidad: provocar dos espacios claramente diferenciados dentro de la misma estancia. La puerta, centrada en la pared oeste (hacia la calle), estuvo originalmente enmarcada por dos columnas de madera que no se han conservado, aunque sí, en cambio, sus dos pseudocapiteles que las coronaban. Desde un primer momento el vano quedó cegado de manera intencionada configurando, así, una típica “puerta ciega”, cuestión ésta nada anómala en ambientes sacros mediterráneos. De hecho, el citado muro medianero venía a morir al centro del vano dificultando, todavía más, un potencial acceso por este punto. Dado el adosamiento de esta habitación a la muralla, así como por tener casas a ambos lados, surge la necesidad de admitir una entrada por el techo. El otro departamento, adosado al sur del anterior, presentaba una doble compartimentación, esta vez estructural, con una entrada desde la calle. Destacaríamos su segunda estancia por su gran tamaño (5x4,5 metros) y por ser en ella donde apareció una gran cantidad de vajilla de mesa pintada, así como la práctica totalidad de pithoi, también pintados, apoyados en la pared adosada a la estancia sacra, lo cual, por cierto, imposibilitaba un posible vano en este punto.
En tercer lugar nos detendremos en el poblado de Puntal dels Llops (Olocau, Valencia). Se inserta este yacimiento costero dentro del modelo de poblados de calle o vía central, se encuentra fortificado (está delimitado por una muralla, en el extremo norte de la cual se levanta una torre) y presenta el aspecto de una aldea medieval. Se construyó a fines del siglo V a.C.
Resulta muy interesante el estudio de este yacimiento por ser uno de los primeros ejemplos del análisis microespacial de un poblado ibérico. Sus casas, que se adaptaban a la topografía y al medio, eran simples, rectangulares y de una sola estancia, y entre ellas las había sin finalidad específica -posiblemente dormitorios-, o destinadas a actividades domésticas (molino y hogar), preparación de alimentos, depósitos de municiones (glandes), lugar de culto (gran número de bustos de terracota) y posible celebración de actos públicos (thymiateria, vasos importados, asador, exvotos, etc.). Las placas y masas amorfas de plomo encontradas en algunos departamentos permiten suponer también la existencia de actividades metalúrgicas. Podemos decir que este poblado era un fortín, casi un castillete, donde la muralla facilitaba el control del territorio (su economía se basaba en la agricultura y la ganadería). El poblado fue destruido y abandonado a principios del siglo II a.C.
Pasemos ahora al poblado de El Oral (San Fulgencio, Alicante). Se trata, con seguridad, del yacimiento mejor estudiado de la Contestania gracias a la meticulosa excavación dirigida por Lorenzo Abad y Feliciana Sala, con una detallada publicación de los resultados.
Su superficie no alcanza las dos hectáreas, pero, según lo que la parte excavada demuestra, el poblado se estructura con calles rectas y bien trazadas, casas moduladas con regularidad, y una distribución funcional perfectamente planificada (se ha considerado como un poblado con planta de parrilla). Se halla asentado en una plataforma escasamente elevada sobre la desembocadura del Segura, con muralla en todo su contorno y dos grandes torres cuadrangulares en su lado más accesible (lienzo septentrional) flanqueando la entrada principal, tal vez única, del poblado. Adosadas a las murallas, que se ajustan, regularizándolo, al perímetro de la eminencia natural, hay una fila de casas, algunas de ellas destinadas a talleres, fundamentalmente fraguas para el trabajo metalúrgico; conforman así una periferia, con una dimensión artesanal que parece bastante acusada, separada por calles regulares de los núcleos principales, situados en el centro. La manzana cercana a la puerta, que ha sido la más ampliamente excavada, consta de casas generalmente de varios ambientes y distribuidas algunas según un sistema que recuerda al de las casas griegas de Olinto; bordean y conforman la manzana dando a las calles las fachadas principales, y dejan en el centro un espacioso patio o corral común donde se instaló, en una esquina, un horno seguramente comunitario. El número de casas excavadas por el momento permite afirmar la existencia de un modelo básico constituido por dos habitaciones: una más grande casi siempre con hogar donde se desarrollaría la vida diaria, y otra más pequeña al fondo como almacén que, eventualmente, podría servir de área de reposo. A partir de este modelo también se construyen viviendas complejas, con un mayor número de habitaciones para funciones diversificadas dentro del conjunto de actividades domésticas. Al lado de la que se piensa era la casa principal se encuentra la estancia sagrada del poblado. En el suelo tiene dibujada una especie de piel de toro abierta, pero con las patas alargadas, lo que nos remite al mundo fenicio. La figura está dibujada en barro. Todas las casas sin excepción están provistas de un equipamiento doméstico -hogares, bancos de trabajo, vasares, umbrales decorados, etc.- de enorme interés por su variedad y excelente conservación. El poblado, según el estudio provisional de los materiales recuperados, debió de fundarse ex novo a fines del siglo VI a.C., y quedó abandonado al cabo de no mucho tiempo, quizás un centenar de años.
A continuación el poblado de Plaza de Armas de Puente Tablas (Jaén). Este yacimiento arqueológico (que se inserta, cronológicamente, entre los siglos VI a.C. y IV-III a.C.) es bien conocido en el campo de la investigación como uno de los asentamientos protohistóricos más interesantes de Andalucía. En 1983, el equipo del departamento de Prehistoria del Colegio Universitario de Jaén, dirigido por los doctores A. Ruiz y M. Molinos, inicia una serie de trabajos arqueológicos en el yacimiento que se continuarán sistemáticamente desde 1985.
Podemos empezar hablando de la posición estratégica del yacimiento: se encuentra próximo a un río (el Guadalbullón, al que controla), con tierras fértiles para el cultivo y posibilidades de explotación de las afloraciones de hierro, y está bien comunicado, puesto que hay que tener en cuenta que el Guadalbullón atraviesa toda la Campiña conectando el Subbético con el Río Guadalquivir.
El oppidum de Puente Tablas ofrece las características propias del asentamiento ibérico representativo del Alto Guadalquivir. Nos encontramos ante una meseta con un perímetro amurallado aproximado de 6 hectáreas; es la propia topografía la que caracterizó el poblado: la zona escarpada (parte occidental) no presenta restos defensivos por la propia estructura natural del cerro, mientras que la zona llana debía ser protegida, para lo cual se construye una espectacular muralla.
En cuanto a su urbanismo, el oppidum de Puente Tablas deja ver tres zonas distintas en el espacio interior del sitio. En el centro de la meseta existió una trama urbana con las casas dispuestas en manzanas a lo largo de calles paralelas que corrían en dirección a la parte mas larga de la meseta, es decir de este a oeste; al este, entre la trama urbana y la muralla, se definió un espacio de carácter comunal, donde se rompía la dirección del conjunto de calles paralelas y pudieron existir estructuras como aljibes; por último al oeste, también entre el caserío y la zona que caía en pendiente sobre el río hubo una zona de carácter singular, que atribuimos al espacio de residencia aristocrático. La zona se separó además del resto de las residencias del poblado por una calle transversal a las que discurrían en dirección este-oeste, que en su proyección se dirigía a la puerta del poblado.
En lo que respecta a la muralla, puede decirse que es de mampostería de características similares a la de Tejada la Vieja, datada en la primera mitad del siglo VII a. C., hasta ahora la más antigua documentada en esta zona de la campiña, pues las conocidas son del siglo VI a. C. En algunos puntos conserva más de cinco metros de altura, y se localiza en tres lados (norte, este y sur). Carece de zanja de cimentación, y en algunos puntos corta los estratos del Bronce final, lo que ha resultado de gran interés para su datación. Esta es la razón de recurrir a su refuerzo mediante un sistema de bastiones cuadrados de diferentes tamaños (con camino de ronda en su parte superior), de los cuales se han excavado ocho, pero su número puede duplicarse cuando se excave en su totalidad. En la zona sureste se crea un pasillo de acceso limitado por dos torres que constituye por el momento el único paso conocido al interior. En cuanto a su técnica constructiva, el alzado exterior es de mampuestos y vertical, y sobre el se añadió una segunda pared en talud, enfoscada de barro y enlucida de cal. Sobre esta base se advierte, como en Tejada, un alzado de adobe. También es similar la estructura entre los dos paramentos. La muralla parece que se reestructuró en el siglo III a.C.
Por último mencionar el esquema de las viviendas. Éste se concretaba en una entrada, zaguán y una estructura de tres habitaciones longitudinales, seguramente con un patio abierto. Los tejados eran provisionales y se construían de madera. Los pilares que soportaban la techumbre también eran de madera y se apoyaban en una base de piedra, con lo que se aislaba la humedad. Se documentan asimismo hornos, probablemente de pan, y pozos en espacios abiertos.
Finalmente, destacar el poblado ibérico del Cerro de Sant Miquel. El Tossal de Sant Miquel (Llíria, Valencia ), excavado entre los años 1933 y 1953, es conocido sobre todo por su colección de vasos decorados y por los textos escritos que acompañan estas decoraciones, constituyendo el mayor archivo epigráfico ibérico. La ciudad, identificada con Edeta por el geógrafo Estrabón, ocupó en su momento de máximo esplendor, entre los siglos IV al II a. C., más de diez hectáreas, extendiéndose prácticamente por todo el cerro. Presenta un trazado urbanístico propio de los poblados en ladera donde las edificaciones se disponen, adosadas a la pared rocosa, a lo largo de terrazas artificiales. Su
aspecto escalonado se acentúa al tener las viviendas varias plantas (básicamente dos) y cubiertas planas. Las calles se adaptan, pues, a la topografía. En el siglo II a.C., después de la conquista romana, fue destruida e incendiada, cayendo, a lo largo de ese siglo y el siguiente, en un gradual abandono.
Las escenas pintadas en la cerámica de Edeta (que constituyó la llamada cerámica tipo Llíria, y que pudo servir, probablemente, como contenedor de almacenamiento), dispuestas en friso y en las que
participan siempre varios personajes, plasman actividades muy concretas de un sector de la sociedad: la aristocracia. Muestran un mundo placentero, como las cacerías, y militar, donde la guerra, duelos y juegos competitivos reflejan la importancia del caballero. Las damas entrenadas, las procesiones y danzas reflejan el carácter festivo y religioso de estas ceremonias colectivas donde siempre participan mujeres que, por su atuendos y atributos, representan a damas de alto rango. Así, las escenas de la cerámica muestran, en un contexto urbano, a la clase privilegiada edetana de finales del siglo III y principios del II a.C. inmortalizada por unos artesanos y artistas especializados que trabajaban a su servicio. En la base de la sociedad se encontraba el campesinado, que no aparece reflejado en la icnografía, dedicado a la explotación del entorno de la ciudad.
LA CULTURA IBÉRICA EN EL SUR DE LA ACTUAL PROVINCIA DE CÓRDOBA.
-EL CERRO DE LA CRUZ (ALMEDINILLA).
Se trata de un yacimiento interesante por su fortuna arqueológica. En el año 1867 Luis Maraver y Alfaro, conservador del Museo Arqueológico de Córdoba (pese a lo cual, mal historiador y aún peor arqueólogo), llevó a cabo excavaciones arqueológicas en la necrópolis de los Collados, situada en las inmediaciones del Cerro de la Cruz, en Almedinilla. De forma probablemente muy apresurada afloraron más de 250 tumbas de época ibérica, que Maraver catalogó como romanas, en las que se pudo documentar unos ricos ajuares formados, principalmente, por armas: falcatas, lanzas, puñales, puntas de flecha, etc. La batalla que surgió con el bélico descubrimiento, hizo que, más tarde (a comienzos del siglo XX), el hispanista Pierre Paris tuviera arrestos para subir la cumbre del Cerro de la Cruz. Allí, Paris no encontró nada romano sino lo ibérico puro, con algunas exportaciones de cerámica ática del siglo IV a.C. Aún menos encontró tumbas en la necrópolis, lo que el hispanista francés atribuye a los picos, las palas, las espuertas, con cuya técnica excavó Maraver y Alfaro, agotando la cosecha de difuntos ibéricos.
El yacimiento del Cerro de la Cruz constituye un cerro aislado de casi mil metros de altura situado en el ángulo sureste de la provincia (en el término municipal de Almedinilla) y más enmarcado en la problemática de la Andalucía oriental -donde podemos hablar de Bastetania- que relacionado con el resto del territorio provincial -en buena medida integrado en el marco de lo que debió ser Turdetania-. Se asienta en el área geográfica de la Sierra de las Subbéticas, que se continúan por territorio jiennense y granadino. Ocupa uno de los típicos anticlinales calizos que conforman la orografía de esta zona. Ésta se encuentra digitada entre los valles de los ríos Zagrilla, Salado (Priego) y Caicena (Almedinilla), donde, por tanto, abundaba el agua, el hábitat era húmedo y frondoso (la vegetación, mediterránea, era diferente a la de hoy debido, en gran medida, a la deforestación), y la fauna rica y diversa (lobos, nutrias, jabalíes, etc.)
Debido a la expoliación de materiales que se estaba llevando a cabo en el lugar, a partir de 1985 un equipo dependiente de la Universidad de Córdoba y subvencionado por la Junta de Andalucía inició excavaciones arqueológicas de forma sistemática en el Cerro de la Cruz. En sucesivas campañas (1985, 1987 y 1989), dirigidas por Desiderio Vaquerizo, fueron aflorando los vestigios de un poblado ibérico en ladera, dispuesto en terrazas escalonadas excavadas a veces en la propia roca natural. El poblado ibérico del Cerro de la Cruz, que ocupa su ladera suroeste, debió iniciarse en el siglo V a.C. (época a la que pertenece la necrópolis), si bien la mayor parte de los restos del mismo pertenecen ya al siglo II a.C. Fue destruido de forma violenta por los romanos en el año 120 a.C. (fue incendiado, dejándose que ardiera varios días), desconociéndose las circunstancias que pudieron motivar esa acción.
Analizando ya el poblado, habría que mencionar, en primer lugar, que las técnicas observadas en él responden en líneas generales a las de la arquitectura ibérica: así, el empleo del adobe, tapial y piedra como principales materiales para el alzado de los muros (blanqueados mediante sucesivas capas de cal); la excavación parcial de estructuras en la roca de base y la utilización de gravas, arena o morteros especiales para lograr su horizontalidad; la disposición de cubiertas elaboradas mediante materiales lígneos de diferente grosor y textura, revestidos después por barros impermeabilizantes; el empleo de bloques de piedra más o menos rectangulares o cilíndricos para apoyo de los pies derechos utilizados como soportes de las techumbres; la construcción en el interior de las viviendas de bancos corridos y la aparición de gran diversidad de sistemas pavimentales, etc.
En cuanto al modelo urbanístico, nos hallamos ante un típico caso de adaptación a la topografía del terreno, que da como resultado una disposición urbanística en terrazas escalonadas, de manera que las calles se disponen de forma más o menos concéntrica (disposición de los espacios de tránsito de tipo “radial-cónico”), comunicadas entre sí mediante rampas perpendiculares de acceso que, en algún caso, han podido documentarse.
Continuando con las calles éstas presentan una anchura prácticamente uniforme -en torno a los tres metros, que equivaldrían a unos ocho pies-, y mostraban grandes semejanzas con las calzadas romanas. Se construían con tres capas sucesivas de piedra y se regularizaban con tierra y cerámica machacada , y había también calles secundarias o callejas utilizadas como basureros. Respecto a las rampas, hasta el momento sólo puede afirmarse que nos encontramos ante un sistema de hábitat que salva las acusadas pendientes mediante rampas que discurren en sentido Este-Oeste, siguiendo la línea de la ladera y muy probablemente en zigzag. Cada cierto trecho -tal vez condicionado por el cierre de una manzana o de un aterrazamiento- facilita el acceso rápido, aunque sin duda más fatigoso dada su cuesta mucho más pronunciada, de una terraza a otra a través de callejones trazados con una disposición radial en relación con la cima del cerro que serían utilizados fundamentalmente por las personas.
En cuanto a las casas, las estructuras documentadas hasta el momento en el Cerro de la Cruz no responden a un modelo de planta único, sino que se compartimentan en una o varias estancias siempre con tendencia regular, de dimensiones igualmente variables, que se comunican entre sí por medio de puertas y ventanas y que abren desde el espacio principal a una de las calles trazadas siguiendo las curvas de nivel, a la manera de rampas que distribuían la circulación por el poblado de una manera racional y cómoda, eliminando buena parte de la pronunciada pendiente que caracteriza esta ladera sur del cerro. En todos los casos las viviendas o estructuras documentadas están orientadas al Sur, ligeramente Suroeste, lo que favorecería el uso de las habitaciones delanteras para vivienda o trabajo, mientras se reservan las traseras, mucho más umbrías y protegidas, para almacenes y despensas. Eran, por tanto, casas polifuncionales, típicas del mundo agrícola (la economía era esencialmente agropecuaria, aunque también se basaba en el control del territorio y, quizás, en el comercio): por un lado cumplían funciones de habitabilidad y por otro de almacenamiento y trabajo.
Aunque son escasos los ejemplos de que disponemos, en el yacimiento de Almedinilla las habitaciones principales suelen rondar y en bastantes casos superar apreciablemente los veinte metros cuadrados, las estancias secundarias cuentan con unos diez metros cuadrados, y las estancias de servicio poseen una superficie variable entre los tres y los siete metros cuadrados.
Las casas contaban con dos y hasta tres plantas para aprovechar el terreno y, a veces, disponían de un sótano excavado en la roca para el almacenamiento de ánforas. Se utilizaban zócalos altos de piedra para la parte superior (segunda planta) y zócalos bajos para el sótano. En la parte alta se ubicaba la habitación y la inferior era la destinada al almacenamiento y el trabajo. Se han hallado molinos de mano, para moler el grano, así como una cisterna de unos cuatro metros de profundidad, que tenía en su centro un brocal o boca de pozo para recoger agua con un cubo; además, contaba con un rebosadero de plomo que constituía un sistema de recogida de agua del tejado.
Otras unidades de gran calidad que han sido halladas en el Sector Central (Estancia O) son: una cisterna de forma oval que ha sido totalmente excavada en la roca y revestida después por una hilada de piedras que, por último, fueron revocadas con un enlucido de cal y arena de gran calidad y muy bien acabado. Debió quedar protegido tan sólo por una cubierta de madera; y un molino, que destaca entre todos los documentados por su magnífico estado de conservación, recuperado in situ: el primero, un molino harinero en el que la piedra macho, de forma cónica y con un orificio central de sección rectangular posiblemente para fijarla al techo, se conserva aún in situ, dispuesta sobre una plataforma de adobe, de unos 25 centímetros de altura y bordes redondeados, sobre la cual se vació una especie de canal para la recepción de la harina. La piedra hembra pudo recuperarse en el entorno inmediato, fragmentada pero completa, lo que permitió observar su cara interior biselada y tres orificios exteriores, también de sección rectangular, que servirían para embutir los maderos destinados a hacerla girar. Sobre el canal de la plataforma de base, y en torno a toda la estructura, pudo recogerse gran cantidad de grano calcinado que ha sido recuperado mediante flotación y sometido a la más moderna analítica, así como un numeroso lote de piezas cerámicas de pequeño tamaño, encuadrable en el concepto que podríamos definir como “vajilla doméstica”. El grano molido (yero) era el de una leguminosa parecida a la algarroba utilizada en época de hambruna para la alimentación, y se determinó que había sido cosechado en un sistema de barbecho.
En cuanto a la habitación lateral, ésta se encuentra en un magnífico estado de conservación y pudo funcionar como un almacén, con gran cantidad de ánforas dispuestas en una estantería.
Por lo que se refiere a las pesas de telar, estos objetos se concentran en grandes depósitos como el documentado en la Estancia Ñ/E, que contenía un total aproximado de unas 100 piezas. Se ha calculado que un telar capaz de servir para manufacturas textiles debía requerir entre 65 y 70 pesas; no obstante, la mayor parte de los existentes necesitaron al parecer de un número muy inferior de piezas.
Tanto en el caso de Ñ/E como en el de AB los telares estuvieron situados en espacios del núcleo habitacional bien elegidos, de acuerdo con dos criterios básicos: el que la estructura no estorbara y que se dispusiera de una buena iluminación. Sin embargo, en el resto de los casos esos posibles telares se localizan en pasillos muy estrechos o en habitaciones traseras donde debió llegar poca luz salvo que lo hiciera desde el techo.
En buena parte de estos depósitos las pesas presentan marcas impresas, quizá como indicativo de los talleres en que fueron fabricadas, o quién sabe si como marca de propiedad. Destacan, por ejemplo, las pesas del Espacio Ñ/E, con un círculo impreso en el que aparecen dos figuras en pie y enfrentadas.
Se han encontrado en las casas, asimismo, restos de vigas quemadas hechas de álamo y encina, restos de esteras de esparto que cubrían los suelos para hacerlos más cómodos, y trozos de techos vegetales sobre los que se puso una capa de barro para impermeabilizarlos y hacer, así, que el agua corriera.
En el sector Norte del poblado se dieron otras estancias prácticamente idénticas. En una de ellas se almacenaba un telar con sus pesas de telar, debajo de las cuales aparecieron dos monedas romanas, datables en torno al 130 y 140 a.C., que nos dieron la fecha aproximada de la destrucción del poblado. En otro ángulo de la estancia había un molino de doble muela y tracción manual, muy desarrollado.
Otro tipo de estancia básica (en la parte baja del poblado) sería la constituida por una casa de una sola habitación, excavada en la roca, con bancos para sentarse y un soporte en la parte inferior para sujetar la techumbre. En el exterior de la vivienda había unos rebajes en el suelo para la fabricación del lino.
Eran casas de dos plantas (se han encontrado medias vigas y/o troncos cortados a la mitad sobre los que iría la planta superior). En una de las casas se halló un arriate donde se sembró una parra para conseguir sombra.
Todo el cerro apareció plagado de cisternas, algunas de las cuales no revestidas pues pudieron utilizarse como silos (otras hipótesis hablan de pozos artesianos). En varios puntos del poblado se observaron sótanos que sirvieron como almacenes de ánforas (en botón o con fondo de saco, bien conservadas e inestables), y vasitos para coger agua o vino y que, posiblemente, caían dentro. El volumen de material y piezas, así como sus formas, es enorme: ánforas de salazón llegadas desde la costa, pucheros, platos, picos, palas, fuentes, ensaladeras, objetos de adorno personal (collar púnico, fíbulas de bronce, peines con decoraciones impresas, broches, etc.), etc. Son en gran parte piezas que imitan a las formas griegas (ascos).
4. LOS RECINTOS FORTIFICADOS IBÉRICOS EN ANDALUCÍA.
Entre los trabajos más importantes para el estudio del tema destacan: Recintos y fortificaciones ibéricos en la Bética, de Juan Bernier Luque y Javier Fortea Pérez, que constituye un repaso historiográfico que revolucionaría el estudio en este campo y que, aunque ha sido ya superado, no resulta del todo obsoleto; La guerra en la Antigüedad. Una aproximación al origen de los ejércitos en Hispania; La guerra en el mundo ibérico y celtibérico (ss. VI-II a.C.), de Pierre Moret y Fernando Quesada Sanz, donde se pone de relieve el carácter guerrero de los iberos (la guerra era una de las señas de identidad del pueblo ibero, de ahí sus espacios amurallados), o, finalmente, Les fortifications ibériques. De la fin de l´Age du Bronze à la conquete romaine, de Pierre Moret.
A continuación señalaremos las principales características de las fortificaciones ibéricas:
1) La fortificación en el mundo ibérico no responde a una problemática de carácter militar hasta fines del siglo III, ya en el marco de las Guerras Púnicas y los primeros escarceos con Roma.
2) La organización militar y la concepción básica de la guerra en este mundo se basan en la razzia (que exigía un gran conocimiento del terreno) y en el combate personal (donde se ponía de relieve el valor personal, y que podía realizarse a pie o a caballo).
3) En consecuencia, la mayor parte de fortificaciones revelan una concepción rudimentaria de arquitectura defensiva: un simple obstáculo para frenar un eventual ataque.
4) Dadas, además, la inexistencia de acrópolis y de ejército regular, la fortificación ibérica debe interpretarse básicamente como una idea de prestigio del grupo.
5) Los principales modelos que triunfan en el Mediterráneo de la época son griegos, conforme a tres conceptos clave:
- Poliorcética: ciencia que reúne los conceptos tácticos y estratégicos destinados a la preparación de la guerra, defensiva y ofensiva, orientada a la disputa de un territorio o ciudad. Literalmente significa "estudio de la conquista de ciudades".
- Proteichisma: conjunto de obras defensivas de una ciudad, situadas en un punto concreto del trazado murario (básicamente consiste en la colocación de un muro delante de la muralla con la intención de impedir o estorbar el paso).
- Epikampion: se trata de las obras avanzadas en relación a la muralla, destinadas a dificultar la utilización de ingenios militares por parte del enemigo y facilitar salidas sorpresivas del ejército propio a través de puertas o poternas.
6) Aun cuando los iberos puedan usar en sus fortificaciones sistemas modulares foráneos, sus murallas y torres suponen una adaptación de lo aprendido fuera, dotándolas de matices locales que afectan a toda la cultura ibérica.
7) Como material básico se utiliza la piedra, pero también el adobe y el tapial, con refuerzos de madera, cal o tierra.
8) Existía, no obstante, un número de asentamientos que escapan de la regla general y presentan variedad de modelos defensivos.
9) En algunos casos el ordenamiento modular de las defensas se inscribe en el mismo plan de conjunto que regula la ciudad, tal y como ocurre en el poblado ibérico de Puig de Sant Andreu (Ullastret, Gerona).
10) El sistema de muralla más característico era el de “dientes de sierra” o “muralla en cremallera” (muralla compuesta de dos o más lienzos retranqueados entre sí, unidos por otro lienzo de menor longitud. En cierto modo la ejecución de cremalleras puede sustituir a los cubos de muralla en lo que se refiere a los ángulos conseguidos para batir eficazmente los muros).
11) En cuanto a las torres, tuvieron una evolución bien definida: torres circulares, pseudo-ovaladas, rectangulares o cuadrangulares, abiertas con doble codo, etc.
Por lo que respecta a los orígenes de las fortificaciones en la Península Ibérica, habría que destacarse dos centros de enorme importancia arqueológica: Ampurias y Ullastret (ambos en Gerona). En el caso de la primera, la estratigrafía indica una fecha dentro de la primera mitad del siglo IV a.C. para la muralla de la Neápolis. Si bien hay pruebas de la existencia de una muralla más antigua, de incierta datación, la fecha del siglo IV a.C. debe coincidir con la de la ciudad o poblado indigete de Indica. Estrabón asegura que, en su origen, Emporion fue un ciudad doble, indigete y griega, dividida por una muralla. Tito Livio afirma que ambas se hallaban rodeadas por una muralla común; la parte griega se hallaba junto al mar, y tenía unos cuatrocientos pasos, mientras que la parte interior indígena tenía una longitud de tres mil pasos. La muralla de la ciudad indigete debió haberse construido con la misma técnica “ciclópea” que la griega. En cuanto a Ullastret (poblado que se alza aislado a unos treinta metros sobre una llanura pantanosa al sudoeste de Emporion), para proteger el recinto, se construyó una poderosa muralla de más de tres metros de grosor, en la parte sur-sudoeste (más accesible); su frente oeste, de casi cuatrocientos cincuenta metros de longitud, se halla descubierto, y en algunos lugares alcanza los cuatro metros de altura. Sobre un zócalo de grandes bloques trapezoidales y cuadrangulares (éstos en la parte alta) se alzaron los lienzos horizontales por hiladas de sillares cuyo tamaño disminuye con la altura. A lo largo de la muralla pueden apreciarse diferentes técnicas constructivas. Algunos lienzos muestran sólo bloques ciclópeos, pulimentados a escoplo para rebajar su superficie; esta técnica se aplica prácticamente en todas partes de la muralla. Ésta se protegió con varias torres circulares y dos rectangulares situadas a intervalos de unos treinta metros.
Veamos ahora algunos modelos defensivos: 1) Puertas con proteichisma, epikampion y poternas, que buscan mantener alejadas las máquinas de guerra, como arietes y torres de asalto, y facilitar salidas por sorpresa (por ejemplo, en el poblado de Puig de Sant Andreu en Ullastret, Gerona -ss. IV-III a.C.-, o en Kastraki, en la Argólide, Grecia); 2) Puertas con proteichisma y epikampion (por ejemplo, en el poblado de Puig de Sant Andreu, en la fortaleza del Euryalo en Siracusa, o en la puerta de Aegosthènes); 3) Torres Pentagonales, que se ubican cronológicamente en los siglos IV-III a.C., y que fueron diseñadas para colocar sobre ellas las catapultas (por ejemplo, en Akraiphia, en Beocia; en Paestum, en Salerno; en el poblado de La Serreta, en Alcoy, o en el de Castellet de Banyoles, en Tivissa); 4) Torres avanzadas o albarranas (por ejemplo, en el poblado de Puig de Sant Andreu, o en la fortaleza de Aegosthènes).
Por otra parte, referir que en el sur de la Península se conocen fortificaciones espectaculares desde el Bronce Final. Uno de los primeros ejemplos (conocido de manera superficial) es el del Camino del Tarajal (Priego, Córdoba), donde se instalaron unas torres rectangulares ataludadas; o el poblado del Cerro del Castillo (Carcabuey, Córdoba), donde se halló la urna “Tipo Cruz del Negro”, y que representa un yacimiento de primera importancia para el conocimiento del Bronce Final en el sureste de la provincia de Córdoba.
A continuación, analizaremos algunos de los más relevantes recintos de la Subbética.
En primer lugar, aquellos que se insertan en el grupo de los grandes oppida (plural de oppidum). El concepto de oppidum latino conlleva una idea de fortificación, pero siempre dependiendo de la superficie y de la posición geográfica del asentamiento. Desde una perspectiva de superficie, un oppida correspondería a un asentamiento de segunda categoría, por debajo de la urbs, de mayor magnitud y verdadero centro urbano. Por otra parte, también tendría que diferenciarse del castella o castrum, término asociado a una fortificación en altura de pequeñas dimensiones. Otra gran particularidad consiste en que en el mundo ibérico el concepto de oppidum rompe el estrecho ámbito del poblado o del asentamiento, para alcanzar una serie de territorios circundantes que dependen de él, tanto económica, como políticamente.
Dentro de estos oppida, destacaremos, en primer lugar, el de Puente Tablas (Jaén). El oppidum de Puente Tablas ofrece las características propias del asentamiento ibérico representativo del Alto Guadalquivir. Nos encontramos ante una meseta con un perímetro amurallado aproximado de 6 hectáreas; es la propia topografía la que caracterizó el poblado: la zona escarpada (parte occidental) no presenta restos defensivos por la propia estructura natural del cerro, mientras que la zona llana debía ser protegida, para lo cual se construye una espectacular muralla.
Es ésta una muralla de mampostería de características similares a la de Tejada la Vieja, datada en la primera mitad del siglo VII a. C., hasta ahora la más antigua documentada en esta zona de la campiña, pues las conocidas son del siglo VI a. C. En algunos puntos conserva más de cinco metros de altura, y se localiza en tres lados (norte, este y sur). Carece de zanja de cimentación, y en algunos puntos corta los estratos del Bronce final, lo que ha resultado de gran interés para su datación. Esta es la razón de recurrir a su refuerzo mediante un sistema de bastiones cuadrados de diferentes tamaños (con camino de ronda en su parte superior), de los cuales se han excavado ocho, pero su número puede duplicarse cuando se excave en su totalidad. En la zona sureste se crea un pasillo de acceso limitado por dos torres que constituye por el momento el único paso conocido al interior. En cuanto a su técnica constructiva, el alzado exterior es de mampuestos y vertical, y sobre el se añadió una segunda pared en talud, enfoscada de barro y enlucida de cal. Sobre esta base se advierte, como en Tejada, un alzado de adobe. También es similar la estructura entre los dos paramentos. La muralla parece que se reestructuró en el siglo III a.C.
A continuación el Cerro de las Cabezas (Fuente Tójar, Córdoba). Se trata de un oppidum de unas dieciocho hectáreas, que cuenta con otro asentamiento donde se ha excavado una necrópolis, y que se encuentra completamente amurallado. Al respecto habría que referir que el cinturón murario presentaba fragmentos de distintas épocas (la más antigua del siglo VI a.C.), incluso romana.
En cuanto al nombre de Fuente Tójar, una gran lápida, de la que no se conserva pista, nombrando a un sujeto “iliturgicolensi” (Iliturgicola fue el antiguo nombre del lugar) sirvió de base a la derivación de Tójar a partir del “turgi” toponímico.
En tercer lugar la fortificación de La Almanzora (Luque, Córdoba). Constituye éste un enorme recinto de colosales murallas que, debido a su valor estratégico extraordinario, fue aprovechado incluso en la Guerra Civil (trincheras). Aunque se desconoce su cronología exacta, es posible que date del siglo IV a.C.
Las murallas de grandes bloques en suave talud se cimentan con lajas que rellenan las juntas. En toda la cumbre se observan restos que nos dan idea de permanencia de esta fortificación y su aprovechamiento en tiempos romanos. Restos de pavimentos de mármol, mosaico, fustes de columnas, se extienden por encima de la fortificación ibérica.
En los dos puntos más dominantes de la ciudad se encuentran dos recintos, verdaderamente colosales, con bloques de más de dos metros de longitud. Pero aparte de la monumentalidad de la fábrica, algo todavía más digno de destacar es que uno de los recintos tenga una puerta formada por tres grandes bloques, cuyo vano es superior en altura a una talla humana media.
En el centro de la campiña se ubicaba el recinto ibérico de Torreparedones (Castro del Río-Baena, Córdoba), vital para conocer la protohistoria en el sur de la Península Ibérica.
El lugar constituye una alta meseta de rectángulo redondeado con una extensión de unas diez fanegas y en el saliente, al noroeste, está el castillo. Sus dimensiones son de unos trescientos cincuenta por trescientos metros. Pudo tener unas ochocientas casas y tres mil doscientos habitantes.
Yacimiento de primera categoría, despliega después de Ategua las mayores murallas ibéricas de la provincia, murallas de sillares pequeños, característicos, con torreones redondos como en Osuna. La vemos en la parte Sur, formando un gran recinto que sale de la principal curva a nivel y se cierra por otra muralla de unos cinco metros de altura, de doscientos metros, en forma cóncava.
Cerámicas griegas, campanienses, ibéricas y romanas se encuentran por todas partes. Aparte de las murallas mencionadas, se observa un recinto que rodea la posición del castillo de forma rectangular con sillares de 0´80 por 0´50, al parecer fortificación sobre la que el castillo fue levantado.
Los estudios de Pierre Moret han desvelado un posible módulo púnico, la torre junto a la entrada NE (325-275 a.C.). Otros autores hablan de filiación griega (pie jonio antiguo: 29´5-30 centímetros; pie helenístico: 27´5 centímetros; codo posible de origen púnico: 0´52 centímetros).
Tras los grandes oppida, analizaremos los asentamientos intermedios de funcionalidad indeterminada.
En primer lugar la fortificación y recinto del Cerro Minguillar (Baena, Córdoba). Se trata de una ciudad ibérica de entre tres y cuatro hectáreas rodeada de una gran muralla destruida en su mayor parte. La parte conservada que mira al Norte alcanza más de tres metros de altura y está formada por bloques rectangulares de 1´20 por 0´70, cimentados unos con otros con lajas menores. Excavada de mala manera a finales del siglo XIX, fue identificada con la Iponuba de Plinio.
Ha sido considerado como uno de los más formidables yacimientos romanos y prerromanos de España. Estatuas romanas de mármol de Carrara, espléndidos vasos de cerámica ática de Kerch, acreditan una antigüedad por lo menos del siglo IV a.C. Pero existen cerámicas más antiguas quizás del Bronce Final, y toda una gama de ibéricas grises y pintadas, campanienses y de barniz rojo.
A continuación, el recinto de Torre Alta (Priego, Córdoba). Parece que aquí se trasladaron los habitantes del Tarajal; conserva parte de su muralla, incluso una puerta en codo. Su cronología no se sabe con exactitud, pero se piensa que es posterior al siglo IV a.C.
Mencionar asimismo el recinto de Los Castillejos (Priego, Córdoba), hoy desaparecido.
En el término municipal de Nueva Carteya (Córdoba) encontramos también un gran número de recintos fortificados: el de Plaza de Armas, el de El Higuerón, el de Charconero, el de Sastre, el de la Tejuela, o el de las Vistillas. Analizaremos el recinto de Plaza de Armas y el de El Higuerón.
De forma alargada Este-Oeste, la fortificación y el poblado de Plaza de Armas debió durar hasta la época árabe (se ocupó ya en época Orientalizante). El papel de los recintos del Caserón del Portillo (Cabra, Córdoba), Charconero, Sastre y San Nicolás (Cabra, Córdoba), a menos de dos mil metros y rodeando la plaza, pudiera corresponder a puestos defensivos avanzados.
Aproximadamente de 500 por 200 metros de superficie, la Plaza de Armas presenta al Norte la parte más débil, por lo que aquí se observan doble y triple hilera de murallas, mientras que al Sur una muralla talud la rodea hasta el extremo Este de su recinto alargado, doblando aquí, posiblemente, una entrada.
Aquí mismo se encuentra protegida por el doblez del muro la mina de agua subterránea con bóveda de altura de más de dos metros obstruida con innumerables restos, pero que aún conserva su extraño manantial en la cumbre (sirvió el recinto de caput aquae).
En cuanto al recinto de El Higuerón, su estructura está integrada por un cuadrado de 20 por 17 metros de lado en la cúspide del cerro de la Higuera y por una serie de lienzos amurallados con bastiones que lo rodean algo más abajo.
La mayor atención constructiva se ha vertido en el recinto superior, formado por hiladas isódomas cuyos bloques, en algunos casos, llegan a medir 1´65 de longitud por 45 centímetros de altura. Las caras de los sillares están bastante bien encuadradas y su unión se realiza en seco sin acuñamiento.
El perímetro amurallado exterior y sus siete bastiones rectangulares están construidos con un talud de aproximadamente 18º. Su planta es la de un polígono irregular. Ninguno de los cuatro bastiones de las fachadas occidental y meridional tiene la función de guardar puertas.
Tras las excavaciones realizadas, se fechó este fortín ibérico a finales del siglo V o inicios del IV a.C., si bien se detectó que continuó habitado, al menos, hasta el siglo III d.C., tiempos de la Roma imperial, como acreditó la presencia de "terra sigillata" y de cerámica de paredes finas en los estratos excavados.
Vistos los oppida y los asentamientos intermedios, habría que mencionar otros modelos de recintos, tales como las torres (destacándose la Torre de la Fuencubierta, situada a mitad de camino entre Torredonjimeno e Higuera de Calatrava, en Jaén; la Torre del Morchón, en Priego, Córdoba; o Fuente Pilar, en Luque, Córdoba) o los asentamientos rurales, sin fortificar (como Cerro del Puerto).
Para concluir, refiramos cuáles son las interpretaciones más aceptadas:
- Phryktoria: sistema helenístico de torres de comunicación y defensivas, construidas con aparejo ciclópeo. En relación visual unas con otras, creaban redes de comunicación para alertar al núcleo urbano más próximo en caso de ataque, por ello se suelen encontrar lindando con las fronteras territoriales. Habitualmente tenían planta cuadrada y paredes en talud. Estaban construidas de tal forma que podían soportar ataques muy intensos. Fue un sistema común en el mundo griego que había sido transmitido por los púnicos.
- Turres Hannibalis: formaron parte de un complejo sistema de defensa y comunicaciones relacionadas con la dominación púnica destinado en último término a proteger la salida del mineral de Sierra Morena hacia la costa.
- Ver Sacrum: costumbre itálica (umbro-sabina), por la cual en momentos de crisis se expulsaría a los miembros más jóvenes para que fundaran colonias en las inmediaciones. A ello respondería la creación de ciudades como Ipolcobulcula o Iliturgicola.
Según Pierre Moret, para un momento posterior al siglo III a.C. habría que distinguir entre torres y granjas fortificadas. Su desarrollo tendría lugar en estrecha relación con la conquista romana, y su permanencia como esquema constructivo durante los primeros años del imperio vendría a demostrar que la colonización del suelo hispano se habría desarrollado en aparente pie de guerra todavía muchos años después de finalizada aquella.
5. EL MUNDO FUNERARIO IBÉRICO.
Muchas necrópolis ibéricas quedaron vacías por ser el objeto de deseo y atracción de expoliadores que buscaban material para vender.
El análisis exhaustivo del registro funerario está permitiendo una primera aproximación a la estructura de la sociedad ibérica, en un intento que está proporcionando resultados muy desiguales, seguramente porque los ajuares no parecen responder a una rígida normalización, y la necrópolis ibérica reparte indistintamente armas u objetos sin un aparente ritmo ritual.
En el mismo orden de cosas, está empezando a cobrar fuerza la posibilidad de que las necrópolis ibéricas no reflejen en realidad a la totalidad de la población, es decir, que en ellas no se enterraran sino las clases socialmente más pudientes -las gentes inferiores lo harían fuera de las mismas o, lo que es también probable, no se enterrarían-, o aquéllas que hubiesen participado de la propiedad como un bien excluyente.
Por otra parte, de manera bastante generalizada, la situación de las necrópolis con respecto a los poblados -a una distancia que puede variar entre los 100 y los 500 metros- suele coincidir con una zona bien aireada, de forma que los humos de las hogueras cinerarias no produjeran molestias a los habitantes de aquéllos y que los ritos pudieran ser seguidos sin dificultad desde los mismos, y en terrenos de escasa productividad agrícola.
Para terminar, se ha podido comprobar -en aquellas necrópolis que han sido bien y suficientemente documentadas- que las áreas de deposición funeraria se enmarcan en límites precisos, hecho que les debió conferir un cierto carácter sacral y que, en muchas de ellas, ha provocado superposiciones cuyo análisis estratigráfico vertical favorece siempre su interpretación cronológica. De la misma manera, se empieza a hablar de una disposición espacial de los enterramientos perfectamente calculada que, a todas luces, debe relacionarse con criterios sociológicos aún por precisar en todos sus extremos.
En cuanto al ritual, el único rito funerario fue el de la cremación, de la que parecen excluirse tan sólo los niños con edades inferiores a un año, enterrados mediante inhumación del cadáver frecuentemente en el subsuelo de las casas.
Antes de la cremación, los difuntos serían acondicionados con sus mejores galas, expuestos y velados (honrados socialmente) y trasladados a la necrópolis tal vez acompañados de cortejos más o menos formales cuya verdadera entidad se nos escapa, pero que, en esencia, forman parte de un ceremonial de implicaciones casi universales: el ritual funerario comprende varios momentos, públicos y privados, en la casa y junto al sepulcro: el vestido y adorno del cadáver, la exposición y el acompañamiento del difunto, el banquete y la fiesta fúnebre, el transporte y el enterramiento del cadáver, los periódicos sacrificios de circunstancia por el muerto. La ejecución de estos actos del ritual restablece la normalidad social, disminuyendo el dolor y reintegrando al núcleo familiar golpeado en la comunidad.
Posiblemente durante la cremación, y después de forma periódica, se celebrarían banquetes rituales, en los que se sacrificarían, o al menos consumirían, determinadas víctimas animales al tiempo que se realizarían libaciones en honor del difunto.
Una vez realizada la cremación, y por lo menos cuando el enterramiento era de carácter secundario -es decir, si los restos se enterraban en lugar distinto al de aquél en que habían sido quemados-, los huesos se retiraban -sin necesidad de ser lavados- y a veces envueltos en un paño (que en ocasiones envolvía a la propia urna), eran depositados en un recipiente cinerario, por lo general cerámico.
Por fin, se procedía a su deposición en la tumba propiamente dicha, acompañándolos del ajuar personal del difunto -hubiera sido o no quemado con él- y, al parecer, de toda una serie de ofrendas que se suelen interpretar como elementos destinados a hacer más llevadero, más fácil y más familiar su viaje una vez traspuesto el umbral de la muerte.
Por lo que respecta al ajuar del difunto, éste está constituido por el conjunto de objetos depositados en la tumba junto a los restos cremados de aquél, al que acompaña en su viaje al Más Allá. A veces, como antes se dijo, parte de estos objetos eran quemados o rotos en la pira funeraria y posteriormente se colocaban definitivamente en la tumba.
El ajuar se dispone junto a la urna que contiene las cenizas y restos óseos del difunto. La cantidad y calidad de las piezas depende de la riqueza y categoría social del individuo enterrado. En cuanto a su composición, el ajuar está formado, generalmente, por vasos cerámicos, que pueden ser indígenas y de importación (cráteras, copas, platos, vasos, etc.); elementos de la panoplia ibérica, como las falcatas, lanzas, escudos, puñales, soliferrea (en singular, soliferreum: lanza de hierro de unos dos metros de largo); elementos de uso personal como fíbulas o imperdibles, joyas, agujas, alfileres o terracotas en formas diversas. Excepcionalmente, en las tumbas más ricas se incluyen joyas fabricadas en metales preciosos. Pero parece que el oro y la plata se reservan, sobre todo, para los vivos.
Por otro lado, hemos de hacer una diferenciación, dentro del mundo funerario, entre la Turdetania (sector centro-occidental de Andalucía) y la Bastetania (sector oriental). Y es que en la Turdetania no se ha encontrado ningún enterramiento ibérico, siendo romanas las necrópolis conocidas; en cambio, en la Bastetania, las necrópolis fueron abundantes y riquísimas. Quizá en el sector centro-occidental de Andalucía enterraban a sus muertos en las aguas, lo que explicaría la inexistencia de necrópolis.
Los enterramientos cuentan con una serie de tipologías que son las siguientes: 1) Enterramientos turriformes; 2) Tumbas de cámara; 3) Pilares-estela; 4) Estructuras tumulares principescas; 5) Cistas y simples hoyos con urnas; 6) Empedrados tumulares.
1) Enterramientos turriformes: interpretados como tales a partir del descubrimiento espectacular de Pozo Moro (Chinchilla, Albacete), consistían generalmente en una torre monumental realizada con sillares zoomorfos de esquina y decorada con frisos esculpidos en relieve, con representaciones figuradas que ofrecen un carácter heroizador, ritual o simplemente conmemorativo; su cronología abarca toda la etapa ibérica, entre el siglo VI y el I a.C., con lo que se convierten en uno de los elementos donde mejor se detecta el proceso romanizador experimentado por las elites indígenas tras la conquista; se documentan como norma habitual en puntos estratégicos de cruce de caminos o de control de importantes rutas comerciales -siempre aislados de sus respectivos poblados, si bien no resulta extraño que a partir de ellos surgieran verdaderas necrópolis-, y se interpretan como monumentos funerarios pertenecientes a los individuos más importantes de la sociedad ibérica, régulos o monarcas, que, además, debieron ostentar un carácter sacro.
Analizaremos, en primer lugar, la necrópolis de Pozo Moro, descubierta en 1970 por el arqueólogo Carlos Daudén Sala y excavada, entre otros, por Martín Almagro Gorbea. La necrópolis se había dispuesto en derredor de un anterior monumento funerario, una alta torre de un príncipe ibero enterrado en ese lugar hacia el año 500 a.C.
Rodeada de una especie de acera de unos dos metros de ancho formada por guijarros de cuarcita negros y blancos se halló la base del monumento, cuadrangular de 3´65 metros de lado, formada por tres hileras de sillares en escalera de piedra arenisca. Sobre esta base una torre con relieves en sus cuatro caras y unos leones con sus fauces abiertas adosados en sus esquinas (constituían un símbolo del poder y vigor del príncipe, y protegían la tumba). Todo ello se encontró muy deteriorado y sus piezas muy dispersas. Con una altura probable de unos cinco metros, su hipotética reconstrucción debida al profesor Almagro Gorbea, aunque en lo fundamental ha sido acertada, está muy controvertida en sus detalles y sobre todo en cuanto a su altura.
Como se dijo, una secuencia de relieves de estilo muy arcaico decoraba los cuatro muros de la torre. Éstos narran episodios míticos muy extraños que parecen aludir a los orígenes del lugar y de la dinastía: dobles jabalíes y seres serpentiformes (los jabalíes devoran gusanos que nacen del mundo de ultratumba); un banquete monstruoso con una divinidad sentada de doble cabeza (una divinidad bicéfala a la que se le ofrece en sacrificio un jabalí en un altar, y que está apunto de devorar a pequeños personajillos); un personaje caminando con una gran rama sobre su hombro, en la que anidan aves; una diosa desnuda sentada, de la que brotan grandes flores de loto; un guerrero, y un acto de amor sagrado.
En el interior del basamento se hallaron fragmentos de sillares rotos y debajo un suelo de arcilla roja quemada que correspondería al piso preparado para realizar la ceremonia ritual de la cremación del cadáver, perteneciente a un caudillo o régulo ibero, como ya antes se dijo. En el centro de esa capa de arcilla apareció un círculo de tierra negra formada de cenizas y huesecillos procedentes de la cremación, y entre ellos se recogieron restos del ajuar también quemado: objetos de oro, plata, bronce, hierro, huesos y junto a ellos un kylix ático del círculo del Pintor de Pithos, un lekythos y restos de una figura de bronce perteneciente al asa de un oinochoe griego. Todo este ajuar lo fecha Almagro Gorbea en torno al 500 a.C. y se puede contemplar, junto al monumento, en el Museo Arqueológico Nacional de Madrid.
La construcción del monumento funerario en zona tan alejada del mar parece, según Martín Almagro, que se realizó por obreros foráneos del medio peninsular, siguiendo la inspiración oriental, obra quizá de artesanos de la colonia fenicia de Cádiz, pero realizada in situ, ya que se utilizó piedra local.
A continuación nos detendremos en el Conjunto de Cerrillo Blanco (Porcuna, Jaén).
Cerrillo Blanco es una pequeña colina situada aproximadamente a tres kilómetros al norte de la actual ciudad de Porcuna. Su nombre se debe a una de sus peculiaridades: el tono claro del terreno, que lo distingue de los cerros colindantes, además de tratarse de la cota más alta de la zona.
La necrópolis estaría asociada a la antigua ciudad de Ipolca, capital de los túrdulos, y fue utilizada desde el siglo VII a.C. hasta el siglo II a.C. Después de la conquista romana la ciudad pasaría a llamarse Obulco, pero manteniendo más de un siglo su carácter ibero.
Con anterioridad a 1975 ya se habían realizado dos hallazgos: el llamado Oso de Porcuna (escultura de bulto redondo en piedra. Tiene carácter tosco y falta de técnica, ya que no se busca la estética sino la protección -de ahuyentar y defender- de la tumba) y una figura de toro sentado (con muchos elementos orientales en su factura) de gran calidad y cronología muy alta.
En 1975 se produjo el espectacular hallazgo de 1486 fragmentos de esculturas cuidadosamente enterrados en una zanja ,cubierta por grandes losas, situada en la base de la ladera del Cerrillo Blanco que mira hacia Porcuna. El entonces director del Museo de Jaén, Juan González Navarrete, tras una rapidísima y eficaz actuación de recuperación de algunas esculturas que se encontraban ya en manos de comerciantes, así como de numerosos fragmentos esparcidos en el mismo olivar, inició los primeros trabajos arqueológicos en el yacimiento y la catalogación del conjunto escultórico una vez trasladado al Museo. Con la participación de Constantino Unguetti Álamo, realiza un primer tratamiento consistente en la recomposición de esculturas uniendo fragmentos del excepcional rompecabezas (todas ellas muy incompletas, aunque de calidad fuera de lo común, con temas iconográficos nuevos).
De las campañas de excavación realizadas en 1978 y 1979, bajo la dirección de Oswaldo Arteaga Matute, resultó la identificación del Cerrillo Blanco como una necrópolis, adscrita al cercano núcleo urbano de Los Alcores, cuya actividad funeraria abarca desde época tartésica (siglo VII a.C.) hasta tiempos prerromanos (siglo II a.C.). No se encontraron vestigios de edificación monumental a la que debían haber estado asociadas las esculturas, por lo que éstas habrían sido destruidas en otro lugar, más o menos cercano, y trasladadas hasta el Cerrillo Blanco para ser enterradas en el siglo V a.C.
El enorme realismo de las piezas, la técnica de modelado y modulado de los rostros, las alusiones a ciclos míticos, las escenas cotidianas y de monomachia que ofrecen un primer marco de referencia cultural, deben provenir, con toda probabilidad, de Grecia (sea directamente o a través de intermediaciones); sin embargo, el delicado material pétreo en que está trabajado todo el conjunto (una calcarenita conocida como piedra de Santiago) procede de canteras locales, y todos los elementos representados (vestidos, armas, animales, etc.) son también autóctonos, con sorprendente fidelidad a los modelos reales.
La etapa culminante de este taller llega en la segunda mitad del siglo V a.C., fecha en la que según Pilar León debe rebajarse al conjunto. En su opinión, los artífices del estilo de Porcuna son escultores locales versados y conocedores de las técnicas y estilos griegos que en ningún momento pierden de vista su propio horizonte cultural (conocen soluciones artísticas trascendentales: escorzo, interpretación de la anatomía a través del vestido, etc.).
La capacidad de describir y analizar más al servicio de lo ornamental que de lo funcional y estructural es una característica constante no sólo en el taller de Porcuna, sino en la escultura ibérica en general.
De todo el conjunto de figuras, hay que destacar un primer grupo, de guerreros, que se diferencia de otras figuras más heterogéneas. Dentro de los guerreros se distinguen ocho estatuas mayores de bulto redondo que serían: guerrero de la armadura doble, guerrero inacabado con casco, guerrero de la espada larga, jinete desmontado y caballo junto a guerrero atravesado por una lanza, guerrero caído con ave, guerrero con caetra colgada al hombro y guerrero asido por la muñeca.
Se trata de varones armados, aunque descalzos, que se disponen en lucha personal de dos en dos constituyendo una serie de monomachias o duelos singulares organizados sobre basas únicas. Presentan una complejidad técnica desconocida hasta entonces en la Península Ibérica. La representación de esta lucha o batalla es interpretada por Negueruela de diversas maneras: que sea, bien la representación de una batalla real contra un pueblo próximo, bien un certamen o batalla mítica, o bien un combate ritual.
Hay un verismo atroz en la plasmación de los rigores del combate en todos los grupos, como si el escultor se hubiera esmerado en reflejar la guerra tal cual es; y es que el escultor de Cerrillo Blanco ha intentado siempre darle movimiento y vida a la figura representada, consiguiendo siempre una grandiosa armonía. Por tanto, estos grupos escultóricos tienen un estudiado y perfectamente ejecutado movimiento, incluso en las figuras que parecen que no lo tienen.
Así, por ejemplo, uno de los guerreros (que aparece representado con una túnica corta, sujeta por un ancho cinturón y que acaba en pico en la parte del cuello y también en la inferior, espinilleras, una especie de pectoral con refuerzos en la parte de las clavículas, y el típico escudo circular ibérico, realizado en material orgánico -la caetra-) se muestra atravesando al enemigo en el suelo con una lanza que le entra por la boca y le sale por la espalda.
A pesar de que estas figuras se han emparentado temática y estilísticamente con el mundo griego, la vestimenta y panoplia que presentan tiene claros paralelos con el mundo hispánico (iberos y celtas).
Este tipo de representaciones no es exclusivo de Porcuna, sino que se han documentado en otros lugares. Así, por ejemplo, podría destacarse el Torso de Guerrero que se halló en Elche (Alicante). Se trata de un resto escultórico que muestra el torso de un guerrero vestido con túnica con escote de pico sobre el que lleva una coraza muy parecida a las esculturas que hemos analizado de Porcuna. Esta coraza, integrante de la panoplia de la aristocracia ibérica, está decorada con una cabeza de lobo finamente esculpida y con una simbología apotropaica. La destreza del escultor nos permite ver el complicado entramado de correas que sujetan la coraza tanto por los hombros -correas exquisitamente decoradas- como por los costados -más sencillas-. Habría que mencionar aquí que el lobo constituye un elemento emblemático en el mundo ibérico, pues como máximo depredador dentro de la fauna ibérica posee una triple función: constituir un componente heráldico; atemorizar al enemigo, y poseer un valor psicopompo (simboliza el traslado de las almas al Más Allá).
Sin embargo, no sólo guerreros aparecen entre las esculturas de Porcuna. Así, se han hallado representaciones de grifos (también de grifomaquias, lo que supone un muy importante componente mitológico), y de escenas cotidianas que cuentan con paralelos exactos en las estelas griegas del siglo IV a.C. (varón con manípulo, dama con niño, personaje con dos cápridos, jóvenes pugilistas, cazador de liebre con mastín, fragmento de pierna, pie con bota, cazador con perdices, cabeza con tocado, etc.)
Dejando a un lado Porcuna y volviendo a Elche, apareció una esfinge (cuerpo de león y cabeza de mujer) cabalgada por la figura del difunto, al que transporta, en claro acto psicopompo, mientras que entre sus garras delanteras contiene una figura femenina acampanada y de alas plegadas sobre el cuerpo, que parece representar a una divinidad que tiene un clarísimo paralelo en algunas terracotas púnicas de Cartago y de Ibiza, identificadas con la diosa púnica Astarté-Tanit, que con igual iconografía se ha representado sobre la cubierta de un sarcófago también de Cartago.
En Estepa (Sevilla) aparecieron representados guerreros ya ataviados a la romana, y en el sillar de esquina de un posible monumento funerario hallado en Osuna (Sevilla) y fechado en el siglo II a.C. aparecen, en relieve, dos figuras: un guerrero armado con un gran escudo oval o scutum y una falcata con empuñadura en forma de cabeza de caballo (es posible que se trate de la representación de una escena de combate real o quizá de un certamen gladiatorio en honor de un difunto de alto rango); y un personaje femenino, una doble auletis, que toca el doble aulós (un instrumento aerófono fabricado con madera dura, tubo cónico, siete orificios y dos lengüetas que el músico accionaba soplando).
En Villaricos (Almería) se han hallado representaciones del Dios de los animales (Potnia/ Potne Théron/ Epona). Éstos suelen ser dos animales rampantes que, en el mundo Ibero, son casi siempre dos caballos.
Por último, referir dos importantes relieves aparecidos en Jaén y en Osuna (Sevilla). En Jaén se halló el relieve llamado “Danza bastetana” (en él se muestran frontalmente ante el espectador siete figuras que se distinguen por su escala y su indumentaria. Los tres personajes de nuestra derecha visten la típica túnica larga, ceñida por un largo cinturón. Podría tratarse de mujeres. Los cuatro personajes de la izquierda, con túnica corta igualmente ceñida, son varones. Uno y otro grupo se distribuyen estrictamente en dos espacios distintos, aunque contiguos. El tamaño decreciente hacia los lados puede indicar no tanto una perspectiva como sí una jerarquización de edad: los adultos y los niños. Podría tratarse de un grupo familiar que se ofrece y se presenta jerárquica y colectivamente ante la divinidad); en Osuna apareció el relieve de la “escena del beso”, que muestra dos bustos, uno masculino y otro femenino, besándose (indica la importancia del matrimonio). Una imagen atípica en la iconografía ibérica...
2) Tumbas de cámara: las tumbas de cámara (uno de los tipos de enterramientos más frecuentes y característicos de la arquitectura funeraria ibérica) se excavan bajo tierra y reproducen la idea de la casa, como morada funeraria para la vida en el Más Allá. Las tumbas de cámara ibéricas documentadas en la Península Ibérica lo ha sido en Galera, Toya, Castellones de Ceal, La Guardia, Baza, La Bobadilla y Archena.
Analizaremos, en primer lugar, Toya (Peal de Becerro, Jaén).
Hallada en 1908 por un campesino cuando se encontraba arando, la necrópolis de Toya fue excavada en los años 20 del siglo pasado. Los elementos arquitectónicos la relacionan con Grecia, Asia Menor, Egipto, y en especial con las culturas etrusca y fenicia. J. Cabré dedujo en su estudio que correspondían a una tribu hispano-andaluza del siglo V al II a.C., que vivía bajo el dominio económico de los cartagineses.
La necrópolis, a la que se accede por una rampa curva descendente, es casi cuadrada, aproximadamente de cinco metros de lado. Está dividida en tres naves, una central y dos laterales, subdividiéndose estas últimas en otros dos ámbitos cada una. Algunas mesas sirvieron para colocar las urnas cinerarias y otras piezas cerámicas, que conformaban el ajuar hallado. Son curiosas las puertas que forman un arco que arranca apuntado y se trunca en su vertiente por un dintel, adquiriendo por ello gran valor arquitectónico.
Las grandes piezas calizas traídas de la cantera que hay detrás del cerro del Castillo de Toya se conservan bastante bien, colocadas una sobre otra sin ningún tipo de argamasa, es decir, montadas en seco, aunque algunas han sido ya sustituidas por piezas nuevas.
Carece de elementos decorativos, si bien cabe destacar la moldura de la cornisa que corre por lo alto de algunas paredes, o el perfil de las puertas que tienden a formar un arco apuntado.
Entre los objetos encontrados como ajuar podemos relacionar una figura de cuadrúpedo de piedra caliza, conocida como la “Bicha de Toya”, expuesta en el Museo Arqueológico Nacional, en muy buen estado; varias cajas de calizas para guardar cenizas; una crátera griega, importada de la Italia Meridional con figuras rojas sobre fondo negro, que representa al dios del vino, Baco, desnudo, al que dos genios alados van a imponer un collar, y varios platos y vasos de estilo igualmente griego.
Pasemos ahora a la necrópolis de Tútugi (Galera, Granada).
Aunque el descubrimiento data de 1914, la necrópolis ibérica de Tútugi es conocida a nivel arqueológico desde el año 1920, fecha de la publicación de la Memoria de las excavaciones practicadas en la campaña de 1918 por Juan Cabré y Federico de Motos.
La Necrópolis de Tútugi abarca un área aproximada de 1.500 metros en sentido Este-Oeste y 800 metros Norte-Sur al Norte del río de Orce, frente al actual pueblo de Galera.
Cabré y Motos dividieron en tres zonas la superficie total de la necrópolis. Las dos primeras se encuentran al Norte del Cerro del Real, ubicación de la ciudad y separada de ésta por el río Orce y la vega contigua. Mientras que la Zona III se ubica al Este del poblado en una pequeña cañada, denominada del Metro, interponiéndose en medio la cañada de la Desesperada.
Cabré y Motos realizan una síntesis de los sistemas de sepulturas definiendo nueve tipos: 1) Hoyos; 2) Inhumaciones de niños en vasija; 3) Hoyos recubiertos con yeso; 4) Cistas que contienen urnas cinerarias; 5) Cámaras tumulares en forma de aljibe con muros de piedra, adobe o mampostería; 6) Cámaras tumulares de planta rectangular o cuadrilátera y con corredor lateral de entrada; 7) Cámaras tumulares de planta semicircular con corredor; 8) Cámaras tumulares de planta circular con corredor; 9) Cámaras con nichos y hornacinas labradas en la roca.
Todos estos tipos son fácilmente reconocibles en el terreno, necesitando sólo, en algunos casos, una limpieza y consolidación de las estructuras, mientras que en otros es necesario la reexcavación de los túmulos.
El ajuar hallado suele consistir en cráteras griegas.
En Villargordo (Jaén) se encontró una urna funeraria (para contener el cuerpo del difunto) de piedra caliza blanquecina que consta de dos partes: la caja propiamente dicha y su tapadera.
La tapa es una losa algo más grande que las paredes de la caja, por lo que sus bordes sobresalen de los límites de ésta. Sobre su parte superior está presentada en bajorrelieve una cabeza de lobo en su parte central. Consta de un morro estrecho de forma redondeada y de una zona facial más amplia donde se sitúan los ojos, ovalados, de cejas resaltadas y lacrimal resaltado. Las orejas son anchas y apuntadas, de lóbulo interno indicado mediante un surco en forma de V. De la parte posterior de la cabeza surgen dos brazos terminados en manos humanas de anchos dedos que abrazan los laterales de la tapadera.
La caja propiamente dicha tiene forma prismática y consta de cuatro paredes lisas ligeramente convergentes hacia la base. Se apoya sobre un baquetón de forma semicircular, y todo ello sobre dos patas terminadas en pezuñas con cuatro dedos gruesos y apuntados de falanges diferenciadas, patas que comienzan en los codos del animal. La cara frontal de la caja presenta un potente saliente a modo de pómulo circular dividido en ocho planos y de centro liso.
En general la caja esta bastante bien conservada, aunque la tapa presente en su parte delantera signos de deterioro posiblemente realizados por un arado. Sus dimensiones son: longitud máxima: 88cm.; altura: 66 cm., y grosor: 43 cm.
A continuación la Necrópolis de Baza (Granada). Ésta fue exhaustivamente excavada en los años 70 por Francisco Presedo Velo (descubriendo en ella tumbas de cámara), quien publicó los resultados en La Dama de Baza.
Dentro de ella cabe destacar las tumbas 43 y 155. La primera constituía una cámara con rebancos donde se observa un ajuar complejo: cráteras de campanas griegas, copas, platos, urnas, etc. En la tumba 155, además de juegos completos de ascuas, cerámica (ánforas de cerámica decoradas, platos ibéricos, urnas a torno pintadas, tapaderas de cerámica), diversos objetos de metal en pésimo estado de conservación y chimeneas en sus cuatro esquinas (que habrían servido para arrojar alimentos y efectuar libaciones para inmiscuir al difunto en las ceremonias conmemorativas), se halló una de las esculturas más importantes para la historia del arte primitivo de Iberia.
La escultura, que representa a una mujer sedente en un trono con respaldo de aletas, se encuentra en buen estado de conservación. Fue tallada en un bloque enterizo de piedra gris -actualmente roto- con un peso de 800 Kg. aproximadamente. El bloque es de caliza microcristalina, y sus dimensiones debieron ser considerables, ya que la altura máxima de la estatua es de 1'30 m. y la anchura de ala a ala del trono, de 1'03 m. La figura va estucada y pintada en su totalidad, y sin duda la policromía que conserva es el mayor mérito artístico y arqueológico de la Dama de Baza, ya que la eleva a la categoría de ejemplar único dentro de la escultura española antigua. El análisis estratigráfico nos muestra la existencia de una sola capa de color sobre la solución de yeso en agua que se le aplicó una vez tallada. Los pigmentos empleados son: azul egipcio (silicato artificial de cobre), rojo bermellón (cinabrio), ocre (tierra natural) y negro (carbón animal de huesos). Todos ellos fueron aglutinados con yeso. A pesar de la rigidez de su actitud destacan las calidades de los adornos y la pintura.
La figura va cubierta con un manto de la cabeza a los pies y lleva una túnica sobre dos sayas. La cofia de la cabeza deja asomar unos espectaculares pendientes, así como el cabello, rizado y negro. El cuello está oculto bajo los collares, y en la mano izquierda aparece la cabeza de un pichón o una paloma (posible asociación con una divinidad). Los pies, calzados con unas babuchas rojas, descansan sobre un cojín.
En cuanto al trono, representa un sillón de madera cuya parte derecha, entre el travesaño y el brazo, presenta un agujero que es en realidad la urna funeraria que revela la finalidad de la estatua.
La Dama de Baza puede encuadrarse dentro de la segunda Edad del Hierro, que se desarrolló en España vivificada por el influjo de los colonizadores mediterráneos, especialmente griegos, en el siglo IV a.C., y tiene sus paralelas en el Mediterráneo occidental, principalmente en la Dama de Elche.
Centrémonos ahora en otra joya del arte ibero, la Dama de Elche. Fue hallada en Elche el 4 de agosto de 1897 (de forma casual), y hasta el año 1941, que se canjeó por otra obras de arte, estuvo en el Museo del Louvre. Ya en España fue expuesta en el Museo del Prado, pero actualmente se encuentra en el Museo Arqueológico Nacional.
Sobre su origen cultural y datación hay vivas polémicas (desde su descubrimiento ha habido explicaciones de lo más dispares al respecto: se ha identificado como romana, como mora, como un retrato de Isabel la Católica, como una dama o un Apolo con cuernos de carnero y mirada perdida, y, finalmente, como ibérica), pero parece más evidente cada día que se trata de una obra cercana a la era romana entre el siglo IV a.C. y mediados del siglo I a.C., desechándose así la idea de que sea un reflejo del arte arcaico griego del siglo VI a.C., como frecuentemente se ha explicado.
La Dama de Elche se ha considerado siempre -hasta que apareció la Dama de Baza- la pieza cumbre del arte ibérico. Se piensa que puede representar a una gran dama de la aristocracia ibérica perfectamente enjoyada, aunque otras hipótesis apuntan a que ambas Damas -la de Elche y la de Baza- son una versión ibérica de la diosa cartaginesa Tanit, equivalente púnica de la Astarté fenicia, versión semita de la Ishtar babilónica, diosa protectora de la fecundidad, de los animales, del hombre y de la vida en sus más variados aspectos (traída al Occidente por los fenicios, fue muy venerada entre íberos y turdetanos, como lo indican las numerosas estatuillas de estas diosas aparecidas en varios lugares).
Acusa la influencia griega en sus diversos elementos. Los rodetes para meter el pelo los llevaban algunas terracotas áticas del siglo IV a.C. La distribución del ropaje sobre el cuerpo recuerda los mantos de una terracota de Rodas, hallados en Baleares (el manto se abre para dejar a la vista el pecho y los adornos). La ejecución del rostro, bien conseguido, es de perfil griego, con gran realismo y encanto.
Todos los amuletos que lleva sobre el pecho son de origen fenicio y aparecen en los collares que forman el Tesoro de Aliseda, obra de artistas indígenas que trabajaban hacia el año 600 a.C. Son los mismos que además se repiten en la Dama de Baza y en otros exvotos ibéricos tanto en piedra como en bronce. Precisamente la mezcla de elementos procedentes de diferentes orígenes es una de la características del arte ibérico.
La Dama de Elche era muy probablemente una escultura sedente, pero falta toda la mitad inferior desde la Antigüedad. El hueco que lleva en la espalda era para guardar las cenizas del difunto.
Por último, en la Necrópolis de Castellones de Ceal (Hinojares, Jaén) se ha hallado una tumba de cámara (tumba XI), que se encontraba violada, por lo que las armas que almacenaba habían sido muy machacadas, y únicamente quedaba lo que debió ser un rico ajuar de guerrero, a juzgar por la superestructura del enterramiento, una punta de lanza y regatón y una espada.
3) Pilares-estela: los pilares-estela son un ejemplo de las tumbas aristocráticas ibéricas que simbolizan privilegios sociales y deseos de trascender tras la muerte. Se trata del monumento más emblemático de la aristocracia ibérica.
La estructura básica de un pilar-estela consta de un pilar cuadrado que sustenta un capitel, que puede estar decorado con ovas, volutas e incluso con personajes femeninos o masculinos tallados en relieve. El pilar se corona con una escultura en bulto redondo de un toro, un león, un lobo, un carnero, una cierva o un ser fantástico, como la sirena, el grifo o la esfinge (siempre en posición agazapada o vigilante). El monumento podría estar dispuesto sobre un basamento o una estructura escalonada (por tanto, su estructura sería la siguiente: basamento escalonado, columna o pilar, el capitel y, sobre él, el remate escultórico). En cuanto a sus dimensiones medias, se calcula que oscilan entre los dos y tres metros de altura. Su talla exige la participación de artesanos especializados, que están familiarizados con repertorios del lenguaje escultórico y modelos de la arquitectura funeraria del Mediterráneo antiguo. El proceso de trabajo es laborioso, desde el desbastado inicial de los bloques, su labra y acabado hasta el ajuste y disposición final, según patrones conocidos por los distintos talleres artesanales. En cualquier caso, existen distintos tipos de pilares, con formas, decoraciones y tamaños variables. Aparecen concentrados principalmente en el área del sureste peninsular (provincias de Murcia, Albacete, Alicante y sur de Valencia) y se extienden desde comienzos del siglo V a.C. hasta mediados del siglo IV a.C.
El pilar-estela, como otros monumentos de las necrópolis ibéricas, reúne distintos significados, desde su evidente carácter funerario y conmemorativo como construcción que señala una tumba; su voluntad de perpetuar el recuerdo del difunto en la sociedad y el deseo, por tanto, de trascender tras el paso al Más Allá, hasta su función de exaltación y exhibición del poder de las elites.
Como ejemplo podríamos destacar, en primer lugar la Esfinge de Agost (Alicante), uno de los mejores ejemplos de hasta qué punto influyó el arte griego en el ibérico. Salvo algunas variantes, como la forma de disponer la cola, seguramente por imperativos del material empleado, se ajusta perfectamente a los prototipos griegos de mediados del siglo VI a.C. Seguramente tendría la misma función que en Grecia: servir de portador de las almas al más allá, por lo que estaría en una tumba. Rasgos de estas esfinges son sus alas, su carácter rampante y que están apoyadas en sus patas traseras.
Otro ejemplo sería el constituido por el célebre Grifo de Redovan (Alicante), que fue hallado a finales del siglo pasado y vendido al Museo del Louvre, donde permaneció hasta 1941, en que, incluida en la serie de obras de arte canjeadas por el gobierno francés y español, pasó al madrileño Museo Arqueológico Nacional junto con una cabeza humana.
La Cabeza de Grifo, tenía las fauces abiertas y terminaban en una especie de pico, los ojos abiertos presentaban pupilas redondas, enormes cejas geométricas formadas por grandes cintas con rodeas a los lados; con una palmeta oriental que une ambas cejas. Es de tipo frecuente en lo fenicio, chipriota y griego arcaico. Tuvo cuernos de los que solo queda el arranque. Los detalles citados la colocan no muy lejos del año 500 a.C.
Esta Cabeza de Grifo es de una sabiduría técnica que no se halla sino en obras de la categoría de la Dama de Elche y algunas más como la esfinge de Bogarra y las figuras sedentes del Llano de la Consolación y de Verdolay.
En cuanto a las representaciones escultóricas de leones, éstas fueron muy frecuentes en toda la Cultura Ibérica y, particularmente, en la provincia de Córdoba. Así, en el Cerro del Minguillar (Baena) se han documentado seis ejemplares; en el Cortijo de Vado Fresno (Albendín, Baena), un ejemplar; en Los Aguilones (Manga-Granada, Bujalance), un ejemplar; en Cabra, una pequeña leona tallada en caliza blanca, de formas bastantes cúbicas y cronología alta; en Castro del Río, un ejemplar; en Quintos y Lavadero (Córdoba), un ejemplar; en Fernán Núñez, un ejemplar; en Montoro, un fragmento de león; en Nueva Carteya, tres ejemplares; en La Rambla, un ejemplar, y en Santaella, cuatro ejemplares.
Otras representaciones zoomorfas que han sido halladas son las siguientes: las tres ciervas recuperadas en el Cerro de San Cristóbal (Baena), exentas, en posición de echadas y, sin duda, relacionadas también con monumentos funerarios; el cánido hallado en La Rambla; la loba procedente del cerro de los Molinillos (Baena), que aparece amamantando a sus cachorros y bajo su pata se observa un carnero (posiblemente se utilizó esta escultura para defender una cueva); los toros descubiertos en Monforte del Cid (Alicante), en Porcuna (Jaén) y en Osuna (Sevilla), de diferente tipología y con simbología orientalizante, etc.
Dentro del conjunto de pilares-estela destacaremos, en primer lugar, el del poblado de Coimbra del Barranco Ancho (Jumilla, Murcia). Contamos aquí con un grupo escultórico, seguramente perteneciente a un único monumento funerario tipo pilar-estela, en terminología del profesor Almagro Gorbea. Apareció en la zona B (baja) de la necrópolis.
El conjunto de esculturas se exhumó durante la campaña de excavaciones de 1981, y se documentaron 18 metros cuadrados de superficie. El lote, esto es, cipo (pilar), toro y fragmento de gola con decoración vegetal aparecieron juntos en una pequeña superficie de apenas 1´40x1 metro. El cipo estaba caído y tumbado, es decir, perpendicular a su posición original ligeramente inclinado hacia el este, pero puesto con cierto esmero. Encajado en él hacia el este se colocó el cuerpo del toro y, a unos 17 centímetros hacia el norte, se dispusieron los cuartos traseros y el cuello. Pegado a la cara oeste estaba el trozo de gola con decoración pseudo-vegetal. Según la Dra. Muñoz Amilibia estas esculturas sirvieron para protegerlo.
El único fragmento alejado de este grupo era la nacela (zapata) decorada con los guerreros muertos/tumbados, que se localizó dos metros hacia el sureste de la cabecera del cipo siguiendo la inclinación natural del monte. Su ubicación era vertical, con lo que uno de los guerreros quedaba en pie, literalmente clavada en una estructura triangular de piedras por encima del encachado de piedra de la tumba 2 y al sureste de la cubierta pétrea de la sepultura 11. Da la impresión de que rodó desde un punto superior y quedó allí detenido más que ser su posición fruto de una colocación intencionada.
En síntesis, poseemos una basa, el pilar, la gola bipartita y el animal, un toro, que coronaría el monumento. El pilar estaría labrado por sus cuatro caras con cuatro imágenes.
En la Necrópolis de los Villares (Albacete), se encontraron esculturas de jinetes o guerreros a caballo en la cúspide de los túmulos, lo cual demostraba el dominio de tales sepulcros. Los jinetes o guerreros aparecían representados a medio camino entre lo civil y lo militar, con arte diferencial.
Tras los enterramientos se efectuaba un banquete, y se colocaba el jinete o guerrero (que remataba la tumba), que servía como elemento de señalización externa.
Por último, la necrópolis de El Cigarralejo (Mula, Murcia). Cuenta el yacimiento con poblado, santuario y necrópolis. Esta última, situada al NE del cerro, tiene una extensión aproximada de 2000 metros cuadrados y se han localizado en ella más de 500 tumbas. Las tumbas más antiguas se remontarían a finales del s. V a.C. Los ajuares reflejan una comunidad rica y próspera, con cerámicas de importación, cerámicas ibéricas, algunas con representaciones figurativas, plaquitas de hueso, piezas de vidrio y, sobre todo, armas metálicas típicas de guerreros (falcatas, abrazaderas metálicas de las fundas de las falcatas, escudos con abrazadera o varilla, realizados con nervio trenzado y seco o con madera chapeada, lanzas con dos puntas, soliferrea, etc.). Un hallazgo destacado en este yacimiento son las representaciones de équidos, con 160 exvotos identificados en el Santuario, que incluyen yeguas, potrillos y asnos, ricamente decorados. También hay representaciones de carros. La riqueza de algunas de las tumbas como la 277 ha hecho que se interpreten como principescas. Se han recuperado, además, numerosos fragmentos arquitectónicos, de esculturas zoomorfas (leones, bóvidos, grifos, pájaros, serpientes y caballos) así como fragmentos antropomorfos que incluyen dos cabezas masculinas, tres cabezas femeninas, una dama estante, una dama sedente y otros. Algunas de estas piezas pertenecerían a monumentos turriformes y pilares-estela.
6. LA RELIGIOSIDAD IBÉRICA.
Se ha avanzado mucho en este campo en los últimos años; hasta hace poco tiempo sólo se tenían claras pocas cuestiones: que se trataba de una religión politeísta y ligada a la naturaleza (la ubicación de los santuarios se llevaba a cabo en las zonas donde abundaba el agua, los llamados “Sacra Loca Iberica”).
Hoy se sabe que frente a nuestra concepción actual de un espacio religioso bien definido (un templo que albergue la imagen de la divinidad) y perfectamente separado de la vida profana o cotidiana, en el mundo ibérico esto no era así. Hemos de imaginarnos una diversidad y una relación mayor, e incluso más espontánea, de lo sagrado con los diversos espacios de la naturaleza y con todas las esferas de la vida. Algunas manifestaciones del espacio sagrado ibérico se parecían más al ambiente festivo y abierto en torno a una ermita, con procesiones, devotos, fiestas, comidas, altares, danzas, contacto con la naturaleza...
El campo, las cuevas, las montañas, las fuentes, la casa, la ciudad o el cementerio pueden convertirse en espacios sagrados donde se desarrolla el pacto de los hombres con los dioses o los antepasados a través de rituales complejos, individuales y colectivos. Los iberos tuvieron diversas formas de espacio religioso. Conocemos pequeñas capillas dentro de las casas; santuarios relacionados con las ciudades; santuarios intercomunitarios a los que acceden gentes de diversas ciudades; y santuarios, generalmente costeros, relacionados con el comercio.
Los santuarios ibéricos se caracterizan por la gran riqueza de exvotos que acumulan (en piedra, bronce, terracota, con formas antropomorfas, etc.). No faltan santuarios en los que los exvotos representan no al humano sino al animal (sobre todo al caballo, al asno o al mulo, de enorme importancia en esta Cultura Ibérica.
En primer lugar, destacaremos el Santuario de La Quéjola (San Pedro, Albacete).
El santuario en este caso está constituido por una simple capilla, ubicada en la parte norte de la casa nº 2 del poblado. El motivo inicial de la excavación del yacimiento fue el descubrimiento fortuito de un timiaterio (quemaperfumes) que consiste en una figura en bronce de una imagen femenina totalmente desnuda, que ha sido interpretada como una posible representación de una hetera en relación con el culto a Astarté. Esta imagen desnuda (que aparece con una flor de loto en la cabeza y portando una paloma en la mano) se relaciona, en el marco de la mentalidad ibérica, como una servidora de la divinidad y una protectora de la comunidad.
A continuación pasaremos a Illeta dels Banyets (Campello, Alicante).
Aparecieron en este poblado ibérico dos templos religiosos. Por lo que se refiere al llamado templo A, se trataría de un pequeño edificio (aún así el mayor de los dos), con su eje mayor y puerta orientados hacia el oeste, dando a una calle del poblado. La fachada presentaba una puerta de 6 metros de anchura con dos columnas de piedra caliza, y planta octogonal; tras ella, un pequeño espacio de la misma anchura que la fachada y unos 1,20 metros de profundidad, que da acceso a tres naves, la central más ancha que las laterales. Parece que el edificio se cubría con un tejado a dos aguas, formado de ramas o troncos. Se hallaron abundantes restos cerámicos, quizá debido a la función de almacén que en algún momento pudo haber desempeñado el edificio; igualmente, se halló un resto escultórico, una cabeza masculina que quizá correspondiese a una figura que alcanzaría 1,5 m. de altura, y que se ha interpretado como una posible imagen de culto, que se encontraría situada al fondo de la cámara central.
Al oeste del templo anterior se halló otra construcción igualmente interpretada como templo (el B), del que se conocen dos fases. Se trataría de un recinto que encerraría un espacio a cielo abierto, en el que se hallaría un pequeño altar en piedra caliza, seguramente destinado a quemar perfumes. Aquí se rendía culto a una divinidad masculina y otra femenina.
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Enviado por: | Lariosman |
Idioma: | castellano |
País: | España |