Historia


El Císter y la fundación de la Orden del Temple


EL CÍSTER Y LA FUNDACIÓN DE LA ORDEN DEL TEMPLE

1.- Primeros pasos del Císter en Bourgogne y Champagne

La Orden del Císter y la Orden del Temple, dos órdenes religiosas tan distintas, por no decir tan opuestas, en sus actividades exteriores, la primera buscando la santificación de sus miembros a través de la oración, del trabajo y del apartamiento del mundo, la segunda buscando también la santificación de sus hijos a través de la oración, pero por medio de la actividad militar y guerrera contra los infieles en defensa y protección de los peregrinos primero y del reino de Jerusalén más adelante, van a nacer y tener su primer desarrollo y expansión casi simultáneamente y dentro del mismo clima de exaltación religiosa que puso en marcha la Primera Cruzada

El 27 de noviembre de 1095 el papa Urbano II hacia un llamamiento en Clermont a los caballeros de Occidente a tomar las armas en socorro de su hermanos, los cristianos de Oriente y en defensa de los peregrinos oprimidos y masacrados por los turcos y ponerse en marcha hacia Jerusalén. El 15 de agosto de 1096 se ponía en marcha el ejercito de los cruzados, que en el otoño e invierno de ese mismo año se concentraba en Constantinopla, cruzaba el estrecho de los Dardanelos en la primavera del 1097 y por fin el 14 de mayo de 1097 iniciaban el cerco de la ciudad de Nicea, ya en Asia Menor. Más de dos años de duros combates se necesitarán para alcanzar las murallas de Jerusalén, que finalmente, tras más de un mes asedio, será tomada al asalto el 15 de julio 1099; cinco días antes había muerto en Valencia el héroe castellano Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador.

Por los mismos días, el 21 de marzo de 1098, un monje, gentilhombre de Borgoña, abad de San Miguel de Tonnerre primero y luego fundador y abad del monasterio de Molesme, se traslada con un grupo de sus monjes a un lugar salvaje e inaccesible llamado Citeaux, Císter en castellano, sito a unos 22 kilómetros al sur de Dijon, la capital de Borgoña en busca de mayor pobreza y más estricta observancia de la regla de San Benito. Obligado Roberto por el arzobispo de Lyon y legado pontificio a retomar su oficio de abad de Molesme, los monjes del Císter eligieron como nuevo abad a Alberico que el 19 de octubre del año 1100 obtenía una bula del papa Pascual II que colocaba bajo la protección apostólica a la nueva abadía y aprobaba su carácter de exento de cualquier otra dependencia.

Alberico, segundo abad del Císter, rigió el nuevo monasterio hasta su muerte el 26 de enero de 1108; durante esos ocho años de su abaciazgo se instituyó y se llevó a la práctica un nuevo género de vida más acorde con la letra y el espíritu de la regla de San Benito. Ala muerte de Alberico fue elegido tercer abad del Císter el inglés Esteban Harding, que había tenido parte importante en la misma fundación del Císter, que mantuvo fielmente el espíritu y los ideales de sus predecesores y de los primeros monjes fundadores y que redactó, con la aprobación de sus hermanos la Carta Caritatis, que completaba los estatutos primitivos de Alberico y venía a regular las relaciones mutuas de las abadías madres con las abadías filiales que de ellas iban a nacer y de todas entre sí unidas por el vínculo de la caridad fraterna.

El año 1112, a los catorce años de su fundación llamaba a sus puertas un joven borgoñón de 22 años acompañado de una treintena de compañeros; se trataba del futuro San Bernardo de Claraval. La infancia o etapa fundacional del Císter había acabado; se habría ante la nueva Orden una nueva época de crecimiento y expansión prodigiosa, iniciada con la fundación de cuatro nuevas abadías en tan sólo los tres años siguientes: La Ferté (Saône-et-Loire) en 1113, Pontigny (Yonne) en 1114 y Claraval (Aube), a donde pasará Bernardo como primer abad, y Morimond (Haute-Marne) en 1115, las cuatro en Bourgogne y Champagne.

A la muerte de Esteban Harding el año 1136 eran ya setenta y cinco las abadías nacidas del frondoso árbol del Císter. Diecisiete años más tarde en 1153, los monasterios cistercienses en Occidente eran ya unos 350, de los cuales 160 procedían de Claraval y sus filiales.

2.- El conde Champagne y Hugo de Payns en los orígenes del Temple

Al mismo tiempo que en la Cristiandad occidental nacía, arraigaba y se expandía la Orden del Císter en Oriente, en Tierra Santa, sucedía algo parecido con otra Orden religiosa, llamada también a grandes destinos, aunque en límites temporales mucho más reducidos; nos referimos a la Orden del Temple.

El origen de la Orden del Temple está íntimamente ligado a la persona de su fundador e inspirador, un noble caballero llamado Hugo de Payns, que si no pertenecía a las filas de la primera nobleza francesa, sí que destacaba en el segundo rango de los señores feudales, dotados de un valioso señorío, al inmediato servicio de los duques y condes de esa primera nobleza casi soberana.

Hugo de Payns era señor de Montigny-Lagesse y gozaba también de abundantes posesiones en la comarca de Tonnerre (Yonne) en Champagne, lindando con Bourgogne, los dos condados que fueron la cuna y la tierra de la primera expansión del Císter; probablemente los Payns era una rama segundona derivada de los condes Troyes y emparentada por matrimonio con los Montbard, la familia de la madre de Bernardo de Claraval, pues resultaba usual en esta época que las familias de un mismo rango a un lado y otro de la frontera que separaba Champagne de Bourgogne enlazasen matrimonialmente

Alrededor del 1100, el año siguiente a la conquista de Jerusalén, Hugo de Payns se hallaba integrado en el séquito caballeresco de Hugo, conde Champagne, al que pudo muy bien acompañar el año 1104 en su peregrinación a Tierra Santa. Habiendo regresado a su tierra de Champagne, el conde y con él Hugo de Payns volvían, pasado el año 1113, de nuevo a Oriente, que debió abandonar rápidamente reclamado por su esposa que requería su presencia en Champagne. Será este mismo conde Hugo I de Champagne o de Troyes el que generosamente en junio de 1114 donará al Císter el lugar de Claraval con todas sus pertenencias campos, prados, viñas, bosques y aguas, donde se instalará el monasterio que tendrá por primer abad a San Bernardo.

Hay datos para mantener que fue entre los años 1113 y 1115 cuando en el séquito del conde de Champagne madura la decisión de fundar una nueva Orden, como nos consta por una carta que Ivo de Chartres, fallecido el 23 de diciembre del año 1114 ó 1115, dirigía al susodicho conde abriéndole su opinión contraria a que se uniera a una militia evangelica, a una militia Christi, ya que todavía se encontraba obligado por su estado matrimonial.

Parece lógico pensar que esta militia Christi de la que habla ya Ivo de Chartres el año 1114 o 1115 y a la que el conde de Champagne pretendía unirse era la misma Orden del Temple, que en 1120, obtendría la aprobación oficial del Patriarca de Jerusalén. y en la que el mismo conde Hugo ingresaría finalmente el año 1125.

La idea de fundar una Orden religiosa en la que sus miembros además de consagrar su vida a la oración y a la penitencia dedicasen su actividad a la defensa y protección de los peregrinos surgió y maduró en la mente de Hugo de Payns al contemplar cómo los peregrinos eran víctimas de toda clase de robos, vejaciones, heridas y muertes que les infligían los musulmanes durante sus desplazamientos entre los Santos Lugares.

También pudo acelerar la fundación de la Orden la reacción provocada por el desastre sufrido por un numeroso grupo de peregrinos que hacia la Pascua de 1119 se dirigían desde Jerusalén a las riberas del río Jordán, y que fueron asaltados y asesinados muchos de ellos, y el resto apresados y vendidos como esclavos, hecho que causó profunda impresión entre todos los latinos del reino de Jerusalén.

El caso es que el año 1120, según las últimas investigaciones, tuvo lugar el nacimiento de la Orden del Temple, cuando el Patriarca de Jerusalén Gormundo de Piquigny recibía y aceptaba los tres votos religiosos de pobreza, obediencia y castidad que Hugo de Payns con ocho compañeros más había pronunciado en su presencia.

Tanto la Orden del Císter y del Temple coinciden en sus orígenes no sólo en un mismo ambiente de cruzada y entrega al servicio divino, pero también en hombres de una misma área geográfica el condado francés de Champagne y en su conde Hugo I, donante del solar y tierras de Claraval y de cuyo séquito saldrá Hugo de Payns el fundador del Temple, y templario finalmente el mismo conde, sin olvidar los vínculos familiares que unían a las familias de San Bernardo y Hugo de Payns.

3.- Primer contacto de San Bernardo con el Temple

Dada la proximidad geográfica, la pertenencia a una misma clase social, su amistad coincidente con el conde Hugo de Champagne, los vínculos familiares existentes entre San Bernardo y el fundador del Temple Hugo de Payns y los profundos sentimientos religiosos de ambos grandes hombres resultaba casi imposible que no entrasen pronto en relación directa o indirecta.

El primer contacto de San Bernardo con el Temple será a través del conde Hugo de Champagne al que el año 1125 dirige una carta felicitándole por haber profesado en la nueva Orden del Temple: Si por causa de Dios te has convertido de conde en soldado raso y de rico en pobre en este tu aprovechamiento te felicitamos como es justo y glorificamos a Dios en ti porque se trata de una conversión, obra de la diestra del Excelso; a continuación no olvida los muchos beneficios recibidos del conde por su monasterio de Claraval y le expresa su más profundo agradecimiento.

Tampoco le oculta en su felicitación, entre muy educadas formas, su desilusión porque la Orden elegida no haya sido la propia de San Bernardo cuando le escribe: Oh, con qué alegre ánimo hubiéramos proveído lo mismo a tu cuerpo que a tu alma, si nos hubiese sido dado, que estuvieses entre nosotros, pero porque ya no es posible, sólo nos queda que oremos siempre por aquel que no podemos tener con nosotros.

Con todo en la felicitación expresada en la carta se deja sentir una como tibieza o reserva, que San Bernardo expresa con estas palabras referidas al ingreso del conde Hugo en la Milicia del Temple y que ya hemos citado anteriormente: Si causa Dei factus es ex comite miles, et pauper ex divite, in hoc profecto tibi, ut justum est, gratulamur, esto es, Si por causa de Dios te has convertido de conde en soldado raso y de rico en pobre en este tu aprovechamiento te felicitamos como es justo. Se deja sentir en toda la frase una duda acerca de si la tal profesión es la verdadera causa de Dios, como si San Bernardo por esas fechas no viera clara esa mezcla de monje y soldado, como si todavía no estuviera convencido que la actividad militar fuera el camino de la perfección religiosa y no estuviera ganado para la nueva Orden.

Porque a las obligaciones religiosas de la vida monacal y a la exquisita guarda de los tres votos de pobreza, obediencia y castidad había añadido Hugo de Payns con la aprobación del Patriarca la plena y preferente dedicación a la defensa y protección de los peregrinos, defensa y protección que exigía el uso de las armas, si se le quería dar algún sentido y eficacia. Esta unión o fusión de los deberes monacales y del uso de las armas en unas mismas personas era lo nuevo y lo inusitado en el modo de vida inaugurado por Hugo de Payns y sus compañeros.

Además esta novedad venía a chocar con toda la tradición de la Iglesia que repugnando el derramamiento de sangre declaraba irregular y suspenso de cualquier oficio clerical no sólo a cualquier clérigo que, aun en defensa propia, hubiera provocado heridas o muerte de otro ser humano, sino que incluso cualquier lugar sagrado donde se hubiera derramado sangre humana quedaba profanado y debía ser purificado antes de poder celebrar los oficios divinos.

Dada esta secular doctrina y práctica de la Iglesia frente a cualquier derramamiento de sangre por parte de clérigos y religiosos nada tiene de particular que San Bernardo participando de este mismo espíritu, meditara una y otra vez su decisión antes de tomar postura pública en favor de la forma de vida de la nueva Orden del Temple, como él mismo nos lo indica en su carta De laude novae militiae Christi, dirigiéndose a Hugo de Payns:

Una, dos y tres veces, si no me equivoco, me pediste, mi queridísimo Hugo, que os escribiese a ti y a tus conmilitones una misiva que os alentase y que contra la hostil tiranía, ya que no me era lícito con la lanza, emplease la pluma, asegurándoos que os será de no poca ayuda, si a los que no puedo con las armas, os ayudo con las letras. Me retrasé ciertamente un tanto, no porque me pareciese rechazable vuestra petición, sino para que no se tachase de precipitada y ligera mi aquiescencia....

Aunque San Bernardo justifica muy educadamente su no repuesta a las reiteradas peticiones de Hugo de Payns para que expresase públicamente su aprobación de la nueva Orden, este retraso del santo puede ocultar más bien las dudas que en un primer momento lo embargaban y la necesidad de una mayor clarificación.

4.- Viaje de Hugo de Payns a Europa

Durante los primeros siete años de vida de la Orden fundada por Hugo de Payns esta había limitado su presencia y actividades al limitado escenario de Tierra Santa, pero llegado el año 1127 su fundador y primer maestre decidió emprender un viaje por los reinos cristianos de Europa, acompañado de otros cinco caballeros templarios: Godofredo de Saint-Omer, Payen de Montdidier, Archibaldo de Saint-Amand, Godofredo Bisol y Rolando A juzgar por los resultados de este viaje parece que este fue emprendido con dos objetivos igualmente principales:

Primero, dar a conocer en Europa a la nueva Orden y consecuentemente promover la recluta de nuevos miembros y poner en pie en Occidente las estructuras económicas que permitieran el mantenimiento de aquellos luchadores que en Tierra Santa consagraban su vida a la defensa de los peregrinos y de los Santos Lugares. El Occidente cristianos debía proporcionar los medios tanto humanos como económicos y materiales que permitieran a la Orden del Temple cumplir sus fines en Oriente.

En segundo lugar poner fin a cualquier crisis de identidad, a cualquier duda sobre el carácter espiritual y religioso de su vocación; acabar con las vacilaciones que podían frenar y aun impedir el desarrollo de la nueva Orden. Esta ayuda o colaboración, que podemos calificar de doctrinal o teológica cabía buscarla en el Papa Honorio II (1124-1130) o en el hombre más influyente de todo Occidente, en San Bernardo, que ya aparecía como el oráculo de la Cristiandad. Parece que fue esta segunda vía la elegida por Hugo de Payns.

No tenemos ninguna noticia de que en el curso de su viaje, a su paso por Italia, el fundador del Temple se entrevistara con el Sumo Pontífice; con todo, tenemos como muy posible, e incluso como muy probable que esa entrevista tuviera lugar, pues, como investido con la representación del rey Balduino con que este le había investido parecía obligada la visita al papa para darle cuenta de la situación del reino de Jerusalén y de los problemas, deseos y peticiones de auxilio de su monarca; además Honorio II era un pontífice que seguí muy atento todo los relacionado con Tierra Santa.

En esta ocasión es lógico que el maestre de la nueva Orden expusiera al Papa el género de vida que habían profesado con la aprobación del Patriarca de Jerusalén del alto clero del reino de Jerusalén y solicitara la aprobación y confirmación pontificia, pero no hay noticia de ningún pronunciamiento del papa, ni positivo ni negativo. Es muy probable que difiriera la respuesta para un estudio más detenido o se emitiera a un concilio a celebrar en tierra francesa.

No conocemos el itinerario completo de Hugo, pero muy pronto las grandes donaciones que va a comenzar a recibir nos señalan el éxito de su misión en el aspecto económico. Su pertenencia a la nobleza francesa le abrían las puertas de todas las grandes casas condales del país franco; así encontramos una primera donación sin datar del conde Flandes, otra del conde de Blois el 30 de octubre de 1127; una tercera del conde Anjou, Fulco, el mismo que en su peregrinación en 1120 se había hospedado en el convento del Temple de Jerusalén, otorgada en presencia de Hugo de Payns antes de marzo de 1128.

El 31 de mayor de 1128 el maestre templario se encontraba en Le Mans actuando como árbitro en cierto litigio. Más tarde visitaba en Normandie al rey Enrique I, que le colmaba de dones y regalos; a continuaba pasaba a Inglaterra y Escocia; de regreso al continente, el 13 de septiembre de 1128, recibía personalmente una nueva donación.

Si grande era el éxito de la campaña del maestre en lo económico, no menor lo era en el ámbito del reclutamiento de caballeros y sargentos de armas para el nuevo género de vida que les proponía, pues ya en los documentos del año 1128 aparecen varios nombres de caballeros templarios recientemente aceptado por Hugo de Payns en Francia.

5.- El concilio de Troyes: el día de San Hilario, 14 de enero de 1129

Pero el mayor éxito de todo su viaje los va a obtener Hugo en el concilio de Troyes, donde va a lograr ver aprobado el nuevo modo de vida de la orden plasmado en la regla; de este modo vería cumplido el segundo gran objetivo del viaje. En efecto en el mes de enero de 1129 va a celebrarse en Troyes un concilio provincial conjunto de Bourgogne y Champagne, los dos condados francos del primer desarrollo del Císter y lugares de origen de San Bernardo y del fundador del Temple.

El concilio fue convocado y presidido por un legado pontificio, el cardenal Matero de Albano, y a él asisten los arzobispos de Reims y Sens con diez obispos sufragáneos de sus provincias eclesiásticas juntamente con abades y magnates laicos. Entre los abades figuran Esteban Harding de Citeaux, Hugo de Mâçon de Pontigny, San Bernardo de Claraval, Rainaldo de Vezelay, Rogerio de Trois-Fontaines, Guido de Molesme, Heriberto de San Esteban de Dijon y Guido de San Dionisio de Reims; y entre los laicos el conde de Champagne Teobaldo, en quien había recaído el condado por la renuncia de su tío, el conde Hugo, al profesar este en el Temple, el senescal de Champagne Andrés de Baudement y el conde de Nevers, que había tomado parte en la Primera Cruzada.

También asistió a las sesiones conciliares Hugo de Payns con algunos de su hermanos en la Orden, ya que en allí se iba a examinar, corregir o aprobar la primera redacción de la regla del Temple, la que había redactado y acordado su maestre fundador con sus compañeros. Hugo expuso ante los Padres conciliares la regla, las observancias y usos por los que venía rigiendo el Temple.

Los Padres examinaron cuidadosamente la regla que se les presentaba, hicieron algunas correcciones y la aprobaron y ordenaron que fuera puesta por escrito, lo que llevó a cabo por Juan Miguélez, que era el escribano del concilio. pero no consta que la redacción de esta primera regla fuera obra de San Bernardo. El tenor literal de la regla aprobada por el concilio de Troyes no ha llegado hasta nosotros; sabemos que casi toda ella estaba tomada literalmente de la regla de San Benito con sus mismas palabras y que constaba igualmente de 72 capítulos.

Además de la presencia personal de San Bernardo, como abad de Claraval es de notar la asistencia a este concilio de Troyes de otros cuatro abades íntimamente ligados con los orígenes del Císter, como son los de Molesme, el propio del Císter y el de Pontigny y el de Trois-Fontaines, que no dejarían de pesar decisivamente en las decisiones conciliares, sin contar con el influjo tan favorable al Temple del conde de Champagne, presente también en el concilio y en cuya capital se celebraba la asamblea episcopal.

Un indicio de este influjo cisterciense en las decisiones del concilio reflejado en esta primera regla del Temple es la distinción que ella se hace de dos clases de miembros: caballeros y sirvientes; estos últimos podían ser sargentos de armas o simples auxiliares para los servicios manuales o artesanales de las casas. Sólo los primeros, los caballeros, podían usar el manto o capa blanca, que les había dado como hábito el Concilio de Troyes; los sirvientes usarían un manto pardo.

6.- El concilio de Troyes y la regla del Temple

La primera regla de la que tenemos noticia, la presentada por Hugo de Pays ante el Concilio de Troyes en 1129, probablemente había sido redactada por el mismo Hurgo de acuerdo con el Patriarca de Jerusalén y correspondía a la experiencia vivida hasta esa fecha por los templarios de Palestina.

El concilio, tras detenido examen artículo tras artículo, la aprobó con los retoques pertinentes, añadiendo probablemente las normas referentes al reclutamiento y a la aceptación de donaciones y una rudimentaria normativa penal. Otros artículos quedaron en suspenso, remitiéndose el concilio al Papa o a la mayor experiencia en Oriente del Patriarca jerosolimitano.

El texto de esta primera regla no ha llegado a nosotros; la primera redacción que que contamos procede del año 1131 y está escrito en latín; contiene ya un revisión de la regla y la modificación de la misma por el patriarca Esteban de la Ferté, que refuerza la dependencia de la Orden de la autoridad patriarcal. Esta dependencia del patriarca, comprensible cuando la Orden se limitaba a Tierra Santa, va a mostrarse inconveniente cuando esta adquiera un carácter universal, y será eliminada en la revisión de la regla del año 1139, pasando la Orden a depender directamente del Sumo Pontífice.

Según esta regla, dividida en setenta y seis capítulos, los templarios, como monjes plenos que eran, además de la observancia de los tres votos y de la vida en común más estricita, estabna obligados al rezo completo del oficio divino en el coro, según la ley canónica y las costumbre de los maestres regulares de la Ciudad Santa de Jerusalén, esto es, de los canónigos regulares de la iglesia del Santo Sepulcro, rezos que sólo eran sustituidos cuando estaban en campaña o por razones de fuerza mayor por un número señalado de padrenuestros por cada hora del oficio divino.

La regla latina regulaba con todo detalle la práctica de la más estricta pobreza tanto en el vestir, como en la ropa de cama. como en la comida, en los ayunos y en las abstinencias; durante la comidas, siempre en el refectorio común, se guardaría riguroso silencio, oyendo devotamente en la comida y en la cena la lectura de las Sagradas Escrituras. También se regulan las penitencias que correspondían a las diversas faltas según la gravedad de las mismas.

En 1139, ya bajo el maestrazgo de Roberto de Craon (1136-1149), sucesor inmediato de Hugo de Payns, esta regla latina salida aprobada en su casi totalidad en el concilio de Troyes, fue objeto de una revisión en algunos puntos importantes con la aprobación del papa Inocencio II por la bula Omne datum optimum; como resultado se redactó la tercera regla ahora en lengua francesa, por ser la lengua materna de la mayoría de los templarios.

Dos fueron las modificaciones más notables introducidas en esta nueva revisión de la regla: la Sede Romana recibía a la Orden del Temple bajo su autoridad directa inmediata eximiéndola de cualquier clase de dependencia del Patriarca de Jerusalén, de los obispos diocesanos o de cualquiera otras autoridades eclesiásticas locales con parecidos privilegios respecto a la retención de diezmos y percepción de limosnas a los que gozaban otras ordenes religiosas igualmente exentas como los cluniacenses o los cistercienses.

La segunda gran novedad de esta regla francesa fue la creaciónn dentro de la Orden de una tercera clase o categoría de hermanos, los capellanes para la atención espiritual de las casas de templarios, lo mismo en Tierra Santa que en Europa. Estos hermanos capellanes eran miembros de pleno derecho de la Orden y gozaban de privilegios especiales en la vida cotidiana. Podían oír confesiones y absolver a los hermanos con poderes, en nombre del Papa, más amplios que los que gozaba un arzobispo.

Con estas dos grandes modificaciones: dependencia directa y única del Romano Pontífice y disponer de capellanes propios, miembros de la Orden, se puede decir que se superaba la regulación salida del concilio de Troyes y se abría un nuevo período en la configuración jurídica de la Orden del Temple.

Sin duda que San Bernardo recibió antes y después del concilio de Troyes y durante los tres años de presencia de Hugo de Payns en Europa (1127-1130) numerosas representaciones y peticiones en favor de la nueva Militia Christi, y entre ellas nada menos que una carta de Balduino II (1119-1131) recomendando a dos caballeros del Temple, Andrés y Gondemaro, y pidiéndole que obtuviera la aprobación papal para la Orden. Es muy posible que esta misiva hubiese sido inspirada al rey de Jerusalén por el exconde de Champagne, que había renunciado a su dignidad para convertirse en un pobre caballero templario. También durante estos mismos años fue cuando Bernardo de Claraval recibía las insistentes peticiones del maestre y fundador de la Orden para que escribiese a los miembros de esta una Sermo exhortatorius que les diese ánimos para seguir su especial vocación religiosa.

6.- La carta de San Bernardo "De laude novae militiae Christi"

Habiendo precedido tantos y tan poderosos ruegos como habían llegado hasta el abad de Claraval y con el apoyo de los acuerdos tomados en el concilio de Troyes a favor de la Orden se decidió por fin Bernardo a deponer las reservas y reticencias que hasta ese momento había mantenido y declarar públicamente su aprobación y apoyo al nuevo género de vida iniciado por el Temple, escribiendo una carta abierta a su maestre Hugo de Payns.

No consta la fecha en que fue escrita esta célebre carta; todo apunta a que fue redactada en data posterior al concilio de Troyes, 14 de enero de 1129, y antes de la muerte de Hugo el 24 de mayo de 1137; dentro del ámbito temporal comprendido entre estas dos fechas ciertas todo apunta a que la carta es muy poco posterior al concilio de Troyes, muy probablemente de los años 1130 ó 1131.

Muy laboriosa había sido la maduración de esta carta; para llegar hasta ella había tenido San Bernardo que superar anteriores dudas y vacilaciones sobre la legitimidad cristiana de la figura del monje-soldado; no logrará el santo esta superación sin una profunda reflexión acerca de la guerra justa y de la teología tradicional sobre el uso de las armas.

Por fin en la carta abierta De laude novae militiae, esto es Elogio de nueva milicia ya no duda San Bernardo en admitir y alabar la vocación de los nuevos monjes-soldados del Temple contraponiéndolos a los caballeros seculares entregados a toda clase de excesos y crímenes. El uso de las armas por los caballeros de la nueva milicia lo justifica San Bernardo con un doble argumento.

Para ello invoca el abad de Claraval en primer lugar el estado de necesidad o la prevalencia del mal menor, escribiendo: Ciertamente que no hay que matar infieles, si existe algún otro modo con el que se les pudiera apartar de los intolerables daños y opresión que ejercen sobre los cristianos. Pero hoy es mejor que pierdan la vida, que no dejar que el poder de los pecadores marque el destino de los justos, no sea que acaso los justos extiendan sus manos a la iniquidad.

El segundo argumento se apoya en la propiedad de Jesucristo sobre la Tierra Santa que él ganó derramando su propia sangre y no debe ser abandonada ni entregada a los infieles y paganos. La defensa de Tierra Santa no era lo mismo para San Bernardo que la de otra cualquier tierra; se trata de la defensa de los Santos Lugares y especialmente del Santo Sepulcro, que no puede ser puesto en manos de los infieles.

La defensa de Tierra Santa debe correr a cargo no de caballeros mundanos, ávidos de ganancias o de sangre, sino de milites Christi, soldados de Cristo, que proceden guiados por los motivos más nobles con fe profunda y desinterés absoluto. Estos son los templarios.

Por lo tanto, los nuevos milites Christi deberán reñir una doble batalla: una primera contra el espíritu del mal y contra sus propias pasiones como monjes que son, y otra segunda, como valientes soldados, contra los enemigos de Cristo, contra los infieles que amenazan a los cristianos, a los peregrinos y al Santo Sepulcro.

Con su carta De laude novae militiae Christi respondía San Bernardo implícitamente a las advertencias que Guido, prior de la Gran-Cartuja, había dirigido a Hurgo de Payas en una misiva probablemente del año 1128:

Nosotros no podemos realmente impulsaros a duras guerras y ostensibles combates, ni tampoco estamos en situación de inflamaros en la lucha espiritual, que constituye nuestra ocupación cotidiana, pero al menos sí que podemos avisaros. para que penséis en esto: Resulta en realidad apresurado acometer a los enemigos exteriores si antes no ha subyugado y señoreado a los interiores... Venzámonos nosotros primeramente a nosotros mismos, queridos amigos, sólo después podremos nosotros luchar con seguridad contra los enemigos exteriores. Purifiquemos nuestras almas de todos sus vicios y podremos después limpiar la tierra de los infieles.

A favor de su doctrina el prior de la Gran Cartuja aduce la cita de un pasaje de la carta de San Pablo a los Efesios, que sólo conoce una clase de lucha, la dirigida contra el Espíritu del mal, contra los demonios:

Revestíos de las armas de Dios para poder resistir a las asechanzas del Diablo. Porque nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino contra los Principados, contra las Potestades, contra los Dominadores de este mundo tenebroso, contra los Espíritus del Mal que están en las alturas.

La carta de Laude novae militiae Christi representa un gran cambio en el pensamiento de San Bernardo respecto de la guerra justa y la defensa de la Cristiandad y una nueva reflexión acerca del misterio de la muerte; con ella se abre una nueva etapa de su teología, que progresando en la línea esbozada en su carta conducirá años después al abad de Claraval a proclamar por Orden del papa Eugenio III el día Pascua, 31 de marzo de 1146, la segunda cruzada en Vézelay e iniciar la predicación de la misma cruzada por Borgoña, Lorena y Flandes así como por Renania y el resto de Alemania.

7.- Influjo de la carta de San Bernardo en la expansión del Temple

La inequívoca toma de posición de San Bernardo a favor de la nueva milicia del Temple resonó en toda la Cristiandad como un gran clarinazo de alistamiento, levantando oleadas de entusiasmo y provocando que muchos jóvenes caballeros acudieran a enrolarse en la Orden templaria, y otros muchos, que no querían o no podían asumir las obligaciones monacales de pobreza, castidad y obediencia, se ofrecieran a la defensa de los Santos Lugares por tiempo limitado como cruzados.

Entre las nuevas vocaciones templarias que respondieron al llamamiento de la carta de San Bernardo hay que contar a un tío materno del mismo santo, hermano de su madre Aleth, de nombre Andrés de Montbard, que nacido el año 1103 ingresó en la Orden el año 1129, marchando inmediatamente para Palestina, donde primero se convertiría en el senescal de la Orden y más adelante, de 1153 a 1156, llegaría a ser gran maestre de la misma. Tío y sobrino estuvieron toda la vida unidos por una estrecha amistad como lo demuestra la carta de San Bernardo que ha llegado hasta nosotros rebosante de expresiones de cariño y afecto y del deseo de poder ver y abrazar a su tío antes de morir:

Tu carta, que me enviaste recientemente, me. encuentro en postrado en el lecho; la recibí con mis manos tendidas; la leí con gusto, la releí con deleite, pero con mucho más gusto te hubiera visto a ti. Leí en ella el deseo que tienes de verme y leí también el temor que te embarga por el peligro de esa tierra, que el Señor honró con su presencia... Deseas verme y de mi voluntad, según tú dices, depende que el deseo se cumpla, pues sólo esperas mi mandato para ello. Y qué quieres que te diga: deseo que vengas y temo que vengas. Puesto así entre el querer y el temor, no sé qué elegir, lo que no satisface por igual a tus deseos y a los míos. No sé si atenerme a la gran opinión que reina acerca de ti, según la cual eres necesario en esa tierra y que tu ausencia acarrearía no poca desolación. Así no sé que mandarte, sin embargo deseo verte antes de morir; tú puedes mejor juzgar y calibrar, si puedes venir sin daño y sin escándalo de esas gentes... Una cosa te digo: si has de venir, ven pronto, para que no vengas y ya no me encuentres, pues yo ya estoy acabado y creo que ya no me quedaré mucho en este mundo... Al maestre y a todos vuestros hermanos templarios ya los del Hospital los saludamos a través de ti.....

Como ya preveía Bernardo, tío y sobrino no llegaron nunca más a encontrarse, pues el abad de Claraval fallecía en su abadía, poco después de escrita la mencionada carta, incluso aun antes de que su tío fuera elegido quinto maestre general del Temple ese mismo año 1153, sucediendo a Bernardo de Tremelay.

Del mismo modo que muchos jóvenes caballeros se enrolaban en la Orden del Temple o prometían participar en la defensa del Santo Sepulcro durante un tiempo determinado, muchos más que por su edad o su condición no podían seguir este camino se sintieron impulsados a contribuir a la misma empresa con la entrega de granjas completas y diversas heredades donadas a los templarios para que con sus productos sostuvieran a los hermanos templarios que luchaban en Palestina. Así en los años siguientes al concilio de Troyes y a la carta de San Bernardo van a surgir centenares de encomiendas templarias en toda Francia, en Flandes, en Inglaterra, en Escocia y también en la Península Ibérica.

Si Hugo de Payns pudo alcanzar, más allá de toda previsión o esperanza, los objetivos de su viaje a Europa de ver aprobada la nueva Orden del Temple por una asamblea episcopal como el concilio de Troyes y conseguir para ella nuevas y abundantes vocaciones, y junto con esas vocaciones, los medios económicos para su sustentación en Palestina, todo ello fue sólo debido a la inestimable ayuda que recibió de San Bernardo, que tras la publicación de la carta De nova militia Christi ya no regateó su apoyo a los nuevos monjes-soldados.

A pesar de estos lazos de íntima amistad y vínculos familiares de San Bernardo con el fundador del Temple y con varios de los primeros y más notables templarios nunca esa relación pasó más allá de revestir un carácter meramente personal, sin que nunca llegara a plasmarse en una vinculación orgánica ni de filiación entre la Orden del Císter y los Hermanos de la milicia de los pobres caballeros de Cristo, como solía llamarse inicialmente la Orden del Temple.

La relación entre el Císter y el Temple pasa toda ella por la avasallante personalidad de San Bernardo en los años en que este había alcanzado la cumbre de la fama y se había convertido en el oráculo de la Cristiandad, incluso con un influjo en la sociedad europea de su tiempo superior al del propio Pontífice de Roma.. Hoy día apenas resulta posible apreciar el tremendo impacto que la personalidad de Bernardo causaba en todos aquellos que lo conocieron. Desde que el año 1115 con tan sólo veinticinco años de edad fue designado como abad de Claraval hasta su muerte en 1153, durante casi cuarenta años, Bernardo fue el poder determinante en la vida religiosa y aun política de la Europa Occidental.

Es mucho ciertamente lo que el Temple le debió a Bernardo de Claraval; incluso es muy bien posible que sin el apoyo del santo cisterciense el grupo de caballeros dirigidos por Hugo de Payns no hubiera ido mucho más allá de aquellos nueve caballeros que Jacques de Vitry, obispo de Acre, nos presenta en su Historia orientalis sive Hierosolymitana, prometiendo un día en manos del Patriarca de Jerusalén vivir en pobreza; castidad y obediencia, conforme a la regla de los canónigos regulares, consagrando su vida a la defensa y protección de los peregrinos contra los ladrones y los salteadores de los caminos.

8.- Influjo cisterciense en la regla y usos del Temple

Aunque nunca se estableciera ningún lazo orgánico entre el Císter y el Temple, resulta evidente que las ideas religiosas y monásticas, que triunfaron y se expandieron en Europa con las centenares de nuevas abadías afiliadas a la gran familia cisterciense, no podían por menos de ejercer un fuerte influjo en la nueva Orden militar que había nacido y estaba creciendo al mismo tiempo que el Císter.

Hugo de Payns y sus compañeros tenían desde un principio una serie de ideas claras cuando pronunciaban los tres votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia en manos del Patriarca de Jerusalén: aspiraban a ser plenamente religiosos, hombres consagrados al servicio divino con un compromiso de por vida, y al mismo tiempo gastar su vida en la defensa y protección de los peregrinos, aun acudiendo, si era preciso, al uso de las armas. Querían ser monjes plenos, sin renunciar por eso al uso de las armas cuando la necesidad lo exigiera; el Patriarca de Jerusalén y su clero aprobaron esta nueva forma de vida.

Como monjes adoptaron como primera norma básica de su vida la regla de los canónigos regulares del Santo Sepulcro, que constituían el cabildo de la iglesia del Patriarca de Jerusalén que había aceptado sus votos. En este primer momento el influjo del Císter, sólo presente en Occidente, no alcanzaba todavía a este grupo de caballeros acogidos a la sombra del Patriarca.

Pero a partir de 1127, durante todo su viaje por Europa y a lo largo de sus años y especialmente durante la preparación del concilio de Troyes y el esbozo de la regla que Hugo de Payns debía presentar ante los padres conciliares para obtener su aprobación, el aire y las ideas de la ascética cisterciense y su modo de entender la vida religiosa, que comenzaban a respirarse en toda la Cristiandad y especialmente en Bourgogne y Champagne, alcanzaron también al fundador del Temple en un momento crucial como era el de la redacción de la primera regla, de tal modo que en la regla redactada hacia el año 1139 no se encuentra ninguna alusión a la regla de san Agustín seguida por los canónigos del Santo Sepulcro, conforme a la cual Hugo de Payns y sus compañeros habían pronunciado sus votos, según expresamente nos declara el arzobispo de Tiro, Guillermo, en su historia del reino de Jerusalén:

En el mismo año se pusieron en manos del señor Patriarca ciertos nobles caballeros, devotos de Dios, religiosos y temerosos del Señor, entregándose al servicio de Cristo según el estilo de los canónigos regulares y haciendo profesión de querer vivir perpetuamente en castidad, obediencia y sin nada propio.

Cabe dividir los 68 capítulos normativos de la primitiva regla en dos secciones fundamentales: por una parte los referentes a la guarda de los votos, a la vida en común, a la penitencia y a la vida religiosa y de piedad y por otro lado los referentes a su preparación para la misión militar y uso de las armas.

En el primer bloque no hay nada que desentone de una vida monástica rigurosa y ascética; si acaso alguna pequeña mitigación destinada a mantener las fuerzas corporales necesarias para su misión militar, como la prohibición de mantenerse de pie en la capilla durante todo el rezo del oficio divino o la mitigación de la abstinencia de carne autorizándola a tomarla tres veces a la semana.

La inspiración de todo este bloque hay que buscarla en la regla del patriarca del monacato occidental, San Benito de Nursia, que era también la regla de la gran familia del Císter, ya que los cistercienses no eran otra cosa que unos benedictinos reformados, y es en esta inspiración donde hay que buscar tanto el influjo personal de San Bernardo como el más general del Císter. Schnürer en un examen meticuloso, artículo por artículo, ofrece un elenco de hasta 30 artículos que formulan diversos preceptos tomados de la regla de San Benito, referentes todos ellos, como es natural, a la vida monástica.

Pero una vez muerto San Bernardo el año 1153 los distintos caminos seguidos por el Císter y el Temple: el primero en Oriente embebido en una angustiosa lucha por mantener la presencia cristiana en Tierra Santa y el segundo expandido con centenares de abadías por todo el Occidente y consagrado a una vida de recogimiento, oración y trabajo, hicieron que esos caminos se separaran. No hemos encontrado ni en la regla latina ni en la última formulación de los usos y costumbres del Temple, en la llamada regla francesa, ni una sola referencia al Císter ni a ninguna otra Orden religiosa, si no es al Hospital, bajo cuyo estandarte debían agruparse los templarios, que en la confusión del combate no fueran capaces de localizar el suyo propio.

Existe sí, el capítulo 429 de la regla francesa, que al tratar del templario que ha cometido una falta por la que debe ser expulsado del Temple, puede evitar la expulsión ignominiosa solicitando el paso a otra Orden. Algunos opinaban que sólo podía autorizarse el paso a la Orden de San Benito o de San Agustín y no a ninguna otra; el capítulo susodicho y corrige esta opinión autorizando el paso a cualquier otra Orden más estricta: ...pero no estamos de acuerdo con ellos, pues puede entrar en cualquier otra Orden más estricta para salvar su alma, si los hermanos de esa Orden así desean consentirlo....

Evidentemente este capítulo de la regla no se refiere bajo la fórmula Orden de San Benito únicamente a los benedictinos vinculados a Cluny o que han aceptado la reforma cluniacense en sus diversas formas, sino a todos que invocaban a San Benito como inspirador de su regla y modo de vivir, como era el caso de los monjes cistercienses, a los que ya hemos calificado de benedictinos reformados.

9.- La Orden del Temple inspiradora y modelo de las demás Órdenes militares

La novedad introducida por Hugo de Payns, el monje-soldado, y aprobada por Bernardo de Claraval no sólo condujo al nacimiento de una nueva Orden con esas características en el seno de la Iglesia, sino que a imitación del Temple, muy pronto otras nuevas Órdenes siguieron el mismo camino e imitaron la nueva forma de vida, tanto en Oriente como en España. El Temple no sólo fue la primera de las Órdenes militares, sino que a su imagen y semejanza se fundaron las demás; únicamente, más tarde, la Orden de Santiago en España se apartó de ese camino; la primera en imitar al Temple fue la otra gran Orden militar oriental, la del Hospital.

La Orden del Hospital había sido iniciada hacia el año 1048, mucho antes del nacimiento del Temple, por ciertos mercaderes de Amalfi que fundaron en Jerusalén un hospital destinado a la acogida y hospedaje de los peregrinos y enfermos, al que colocaron bajo la advocación de San Juan, el Limosnero, obispo de Alejandría del siglo VII, muy célebre por su misericordia para con los pobres y cuya festividad se celebraba el 23 de enero. El albergue estaba a cargo de piadosos varones, que emitían los habituales votos monástico s y vivían bajo la dirección de un prior, el cual a su vez dependía de las autoridades benedictinas establecidas en Palestina.

Con la llegada de los cruzados a Tierra Santa en 1099, el Hospital de Jerusalén tendrá un espectacular desarrollo y se convertirá en el gran centro de acogida con capacidad para albergar a más de 2.000 peregrinos; al gran hospital se le añadió una iglesia dedicada a San Juan Bautista.

A la vista del desarrollo e importancia adquiridos por la obra, su prior, el provenzal Gerardo de Tom, separará al Hospital de la tutela o dependencia de los monjes benedictinos de Jerusalén, fundando de este modo una nueva congregación con el nombre de Hermanos Hospitalarios de San Juan o también de Hermanos del Hospital de San Juan de Jerusalén. El mismo prior Gerardo de Tom redactará para sus hospitalarios una nueva regla inspirada en San Agustín, que fue aprobada por el Papa Pascual III el año 1113, confirmando con esta aprobación la total independencia del Hospital como nueva Orden religiosa.

Hasta aquí la nueva Orden no contemplaba ni en su regla ni entre sus actividades la necesidad de ofrecer a los peregrinos protección armada; su misión se limitaba a las tareas caritativas, como la asistencia y cuidado de los enfermos y el hospedaje de los peregrinos. El primer prior del nuevo Hospital, Gerardo de Tom, se cree falleció hacia el año 1118.

Fue el siguiente prior del Hospital, Raimundo de Puy (1118-1160), el que amplió el campo de actividades de la Orden; respondiendo a las mismas necesidades que habían dado lugar al nacimiento del Temple e imitando a los caballeros de la nueva Orden, decidió que no era suficiente hospedar y asistir a los peregrinos en sus necesidades materiales y sanitarias, sino que también era necesario protegerlos frente a los bandoleros que los asaltaban en su camino desde el puerto de Jaffa a Jerusalén.

En una nueva regla, que dio entrada a numerosos capítulos inspirados directamente en la regla templaria, se admitió junto a los hermanos, que prestaban su asistencia en el Hospital de San Juan, la existencia en la Orden de caballeros, que habiendo pronunciado también los tres votos religiosos de pobreza, castidad y obediencia, se encontrasen preparados para combatir y proteger a los peregrinos con la fuerza de las armas, si fuere preciso.

Nacía así, después del Temple y a su imitación, la segunda Orden militar, que no dejaba por eso de ser al mismo tiempo asistencial y hospitalaria. La nueva orientación militar, que haría de sus caballeros, émulos de los del Temple, se detecta ya en un documento de 1137 donde se constata la existencia en la Orden de un condestable, oficio estrictamente militar.

Años más tarde, también en Oriente, nacería otra tercera Orden militar, que seguiría una trayectoria muy parecida al Hospital. Fundada primero bajo la tutela de esta última Orden con carácter puramente hospitalario en una casa de Jerusalén hacia 1128 por un piadoso matrimonio alemán para acoger a los peregrinos, en 1190 adoptará nuevos estatutos, inspirados en su mayor parte en los de los templarios, donde aun conservando sus prácticas asistenciales dio plena cabida a la actividad militar. Su carácter militar será plenamente confirmado por el Papa Inocencio III el 19 de febrero de 1199.

Las dos Órdenes, la del Hospital de San Juan y la así llamada Orden Teutónica, habían nacido en Oriente a imitación y con fuerte inspiración templaria, pero sin ningún influjo ni contacto directo con el Císter, ya que este sólo estuvo representado en Tierra Santa por dos abadías de muy poca importancia y relativamente tardías, las de San Jorge de Jubín, cerca de Antioquía, y Belmont, en las proximidades de Tripoli, instaladas tardíamente, hacia 1210, por el antes abad cisterciense Pedro de Locedio, patriarca de Antioquía.

Muy distinto es el caso de las Órdenes de Calatrava y Alcántara en España, donde, aunque nazcan como Órdenes hispánicas, su imitación del Temple es a todas luces evidente, al mismo tiempo reciben también en sus orígenes el directo influjo cisterciense, no sólo el indirecto del Temple.

La penetración del Temple en España arranca de los años del viaje de Hugo de Payns con cinco compañeros a Francia, 1127-1130; ya en una fecha tan temprana como el 19 de marzo de 1128, diez meses antes del concilio de Troyes, nos encontramos en Portugal con un templario, Raimundo Bernardo, sin duda ganado para el Temple por el maestre Hugo meses antes ya en Europa, que recibe de la reina doña Teresa la donación del castillo de Soure con todo su término, 15 kilómetros al sur del río Mondego.

Tres años más tarde en Cataluña, en el condado de Barcelona, el 14 de julio de 1131 su conde Ramón Berenguer III, el Grande, se entregaba en cuerpo y alma al Temple en manos de Hugo de Rigaud, maestre templario de Provenza, al mismo tiempo que hacía donación a la Orden del fortísimo castillo de Grañena, a unos seis kilómetros al sur de Cervera.

Ese mismo año de 1131 el rey de Navarra y Aragón Alfonso I, el Batallador dictaba su testamento nombrado sucesores y herederos suyos en el reino a las tres Órdenes orientales: Hospital, Temple y Santo Sepulcro: A estos tres les otorgo todo mi reino y también el señorío que tengo en todo el territorio de mi reino, e igualmente el principado y los derechos que tengo sobre todos los hombres de mi tierra, tanto sobre clérigos como sobre laicos....

En el reino castellano-leonés de Alfonso VII tenemos que esperar hasta el año 1146 para encontrar el primer signo de la presencia del Temple en su territorio. Esta demora creemos que es debida más a nuestra falta de información que a una real falta de implantación templaria en el reino de Alfonso VII, ya que este monarca había asistido en Braga a la donación de Soure a los templarios el 19 de marzo de 1128 por su tía, la reina doña Teresa.

El Temple se implantaba en los reinos hispánicos al calor del entusiasta movimiento de apoyo que había suscitado la carta De laude novae militiae Christi del abad de Claraval; antes de la llegada del Temple en la Península no se conocía la unión en una misma vocación la de monje completo y la de soldado perfecto.

Sí que se conocían y habían nacido a partir de 1122 en el reino de Aragón las llamadas cofradías militares de Belchite, Monreal, Barbastro y Uncastillo, sociedades religiosas que agrupaban a sus miembros, para la lucha contra el Islam, pero sin que llegaran nunca a formar verdaderas Órdenes religiosas, porque entre el Temple de Hugo de Payns y las cofradías aragonesas existían diferencias muy notables.

Porque Hugo de Payns desde un primer momento escogió el camino de convertir a sus templarios en auténticos monjes al exigir de ellos la profesión monástica con los tres votos tradicionales de pobreza, castidad y obediencia y un género de recogimiento, oración y penitencia de acuerdo con su profesión de monje, aunque al mismo tiempo empuñaran las armasen defensa y protección de los peregrinos.

En cambio en las cofradías aragonesas sus miembros o socios no eran monjes ni religiosos, ni consagraban su vida con los tres votos monásticos; eran simple cofrades de una cofradía o hermandad, que en lugar de comprometerse a unas determinadas prácticas de piedad, de caridad o de limosnas adquirían voluntariamente la obligación de defender con las armas las fronteras zaragozanas del reino de Aragón.

Cuando veinte años más adelante surja también en España a imitación del Temple la primera Orden militar hispánica, la Orden de Calatrava, también aquí encontraremos la guía y el patrocinio del Císter a través de San Raimundo, abad del monasterio cisterciense de Fitero, pero tratar de las relaciones entre el Císter y las Órdenes hispánicas corresponde a otros de los ponentes de este curso.

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