Historia


Taifas y parias


TEMA XIII. TAIFAS Y PARIAS.

  • LAS PRIMERAS TAIFAS.

  • Al-Mansur murió en 1002 y sus dos hijos y sucesores en detentar el poder de al-Andalus, manteniendo en la sombra al califa omeya Hisham II, no supieron como él paliar esta situación con éxitos; el segundo, Sanchuelo, aún agravó aún más la reacción de los legitimistas omeyas, pues arrancó al califa su designación como próximo heredero al califato, y estalló un golpe de Estado, en el que Sanchuelo fue asesinado, y destronado Hisham II, proclamándose en su lugar otro omeya, al-Mahdí, en febrero de 1009.

    Al-Mahdí persiguió a los partidarios del régimen anterior amirí, es decir, de Almanzor y sus hijos, ostentosamente apoyados en los eslavos y en los beréberes nuevos, recién llegados a al-Andalus; ambos grupos salieron de Córdoba y empezaron a buscar un territorio donde y del cual vivir, iniciando así sus autonomías en taifas. Mientras, la guerra civil (fitna) ardía más o menos por todo el país, y sobre todo en Córdoba, donde hasta la abolición del califato, en 1031, se sucedieron trece proclamaciones califales de seis omeyas, alguno de ellos depuesto y tornado al trono en más de una ocasión, y de tres hammudíes, príncipes magrebíes que lograron también, a río revuelto, el cada vez menos ilustre califato de Córdoba, donde ellos también eran quitados y repuestos por segunda vez.

    El desmembramiento, a partir del 1009, de la unidad andalusí, dio lugar a la creación de una multitud de pequeños Estados de existencia efimera, los llamados “reinos de taifas” (de la palabra árabe taifa, “partido”, “bandería”), basados en afinidades de origen. En 1031, Córdoba, así como las ciudades fortificadas, pasaron a ser las capitales de gobernadores provinciales o aventureros. La España musulmana pasó a manos de una veintena de reyezuelos, los muluf al-tawaif (“reyes de taifas”), de origen arábigo-andaluz, beréber o eslavo. La vida política interna de las taifas fue confusa y poco brillante: presenta, según las crónicas, un conflicto perpetuo; intereses opuestos, rivalidades, enfrentamientos constantes entre andaluces y beréberes, eslavos contra los primeros o los segundos.

    Desaparecido el califato cordobés en 1031 y separados los dominios de Sancho el Mayor cuatro años más tarde, la Península se halla durante el siglo XI dividida en numerosos reinos enfrentados entre sí sin que, en muchos casos, la religión impida los enfrentamientos: en el lado musulmán cada reyezuelo lucha por la supervivencia o para ampliar sus dominios a costa de los vecinos y correligionarios, y para someterlos no duda en recurrir a la ayuda de los cristianos; por encima de estas guerras subsiste el enfrentamiento étnico-social entre los árabes-andalusíes y los recién llegados beréberes y eslavos. Determinados personajes de cada uno de estos grupos fueron proclamándose autónomos en distintos territorios, bien por llenar un vacío de autoridad en sus tierras y evitar ajenas intromisiones, como ocurrió sobre todo en el grupo andalusí, bien por salvarse y mantenerse en algún lugar, como hicieron los advenedizos eslavos y beréberes nuevos. En la zona cristiana se combate para rectificar y fijar fronteras, y reyes y condes se enfrentan entre sí por el control de los reinos musulmanes, cuyos dirigentes actúan y son en muchos casos vasallos de los cristianos, pagan sus servicios militares y les apoyan frente a otros monarcas cristianos.

    Divididos y en guerra constante, los musulmanes carecen de fuerza para hacer frente a los ataques de los cristianos, quienes, divididos a su vez, no disponen ni de hombres ni de recursos para proceder a una ocupación efectiva del territorio andalusí. Por ello, se limitan a realizar campañas de castigo, que proporcionan importantes beneficios económicos en forma de botín o de tributos pagados por los musulmanes para lograr el cese de las hostilidades y la protección cristiana frente a otros musulmanes y contra los demás cristianos interesados en lograr una parte de estas contribuciones o parias.

    La división en ambos campos y las guerras continuas que enfrentan a unos y otros indiscriminadamente no afectan por igual a cristianos y musulmanes. La población cristiana no sufre directamente los efectos de la guerra, que se desarrolla casi siempre en zonas fronterizas o en territorio islámico, mientras que los musulmanes se ven afectados por los ataques militares, por el saqueo y por el aumento de las contribuciones que los reyes exigen para pagar las parias. En líneas generales puede afirmarse que mientras al-Andalus se debilita económica y militarmente, los reinos cristianos salen fortalecidos de ese enfrentamiento, que se halla en la base de importantes revueltas de carácter social y religioso en al-Andalus que explican la facilidad con que fueron aceptados almorávides y almohades.

    Desde mediados de siglo, los reyes musulmanes se mueven en un círculo vicioso: incapaces de unirse frente a los cristianos, para evitar sus ataques necesitan pagar protección; ello se traduce en un aumento de la presión fiscal y da origen a un fuerte descontento popular, descontento que sólo podrá ser reprimido con la ayuda de tropas cristianas, es decir, con el pago de nuevas parias, que provocan a su vez nuevos levantamientos y que sirven a los cristianos para organizar sus dominios y preparar campañas de conquista.

    Entre ruptura y continuación, las taifas fueron un ensayo ilusorio de reproducir, a escala local, los esquemas políticos y administrativos del califato omeya, aunque sin atreverse a adoptar el título califal, grave problema legitimador que paliaron los soberanos taifas en algunos tiempos reconociendo a unos u otros califas o pretendientes, recurriendo a referencias simbólicas a un genérico califa Abd Allah, o incluso resucitando, como hizo la potente taifa de Sevilla, al califa omeya Hisham II, y esgrimiéndolo como emblema de su afán, no logrado, por recuperar bajo su cetro todo al-Andalus.

    Del desmembramiento de la España califal surgieron algunas grandes unidades territoriales: MARIA JESUS VIGUERA habla a lo largo del siglo de al menos 26 reinos. En el sur de la Península surgieron principados controlados por los beréberes, mientras que en la zona oriental de al-Andalus, desde Almería a Tortosa, la supremacía correspondió a los eslavos. En las ciudades del interior, se impusieron familias nobles andalusíes, de origen árabe o muladí. Muy pronto, la expansión de los más poderosos provocó una reagrupación de las taifas. En la segunda mitad del siglo XI sólo subsistían los reinos andalusíes de Sevilla, Córdoba (que se uniría a Sevilla en 1070), Zaragoza, Badajoz y Toledo; la beréber de Granada, y las eslavas de Valencia y Denia-Baleares, que han ido absorbiendo a las demás.

    En el partido árabe o andaluz se hallaban integradas algunas familias nobles descendientes de los conquistadores árabes del siglo VIII que consiguieron crear importantes principados. Entre ellos destacan Sevilla, que en la segunda mitad del siglo había crecido notablemente con la anexión de las taifas de Córdoba y del noroeste peninsular, convirtiéndose así en el más poderoso de los reinos de taifas, lo que no le impidió tener que pagar parias al rey de Castilla; al-Mutadid y su hijo al-Mutamid fueron grandes políticos, pero también mecenas de las artes, y se preocuparon especialmente por la poesía. En la Marca Superior, la taifa hudí abarcaba la mayor parte del valle del Ebro, además de Zaragoza y Huesca al este, Lérida, Tudela y Calatayud al oeste, así como el territorio que se extendía al sur en dirección a Valencia. El soberano hudí más conspicuo fue Ahmad I, que tomó el sobrenombre de al-Muqtadir bi-llah, quien fue famoso por sus construcciones y edificios públicos. Otros reinos menos importantes regidos por gobernantes árabes fueron los de Almería y el pequeño principado de Alpuente, conquistado por El Cid en 1087.

    La taifa beréber consiguió hacerse con importantes territorios, que abarcaron desde la Marca Media hasta la parte occidental y el sur de la Península. Toledo estuvo dominado hasta el 1085 por los Dhu-l-Nuníes; su pérdida en esa fecha a manos de Alfonso VI de Castilla “fue el mayor golpe que recibió el poder musulmán en al-Andalus, y abrió la puerta a los futuros éxitos cristianos de la Reconquista” (CHEJNE). El reino de Badajoz permaneció en lucha constante con los abbadíes de Sevilla, por lo que tuvo que acudir a la ayuda castellana a cambio del pago de un pesado tributo; a pesar de las continuas guerras, el reinado de Muhammad (1045-1068), llamado al-Muzaffar, excelente soldado, administrador y erudito, fue testigo de prosperidad y esplendor, y su corte fue visitada con frecuencia por científicos y estudiosos, siendo él mismo un amante de la buena poesía. La vida de los ziríes de Granada ha podido reconstruirse fácilmente gracias a las Memorias que dejó el cuarto y último soberano de dicha dinastía, Abd Allah (publicadas en castellano en la edición de E. GARCIA GOMEZ con el título de El siglo XI en primera persona): aun cuando el emir zirí de Granada consiguió imponer su autoridad a su hermano Tamin que actuaba en Málaga como soberano independiente, sería pronto barrido, junto con el resto de los reyezuelos de taifas, por la oleada almorávide de finales del siglo XI. En la taifa beréber se hallaban también incluidos los pequeños principados de Albarracín y Carmona.

    La taifa esclava constituyó el tercer gran partido de los conjuntos políticos que se formaron al producirse el desmembramiento del califato de Córdoba. Los clientes de los amiríes se establecieron en los bordes orientales de al-Andalus y en las Baleares. Al igual que otras dinastías, su misma existencia fue precaria, a menudo luchando entre ellos y con sus vecinos. Aparte de Almería, que pasó a ser una taifa árabe en 1041, y de Valencia, que cambió de dueño muchas veces, el reino más importante de la taifa eslava fue el de Denia y las islas Baleares. La fuerza marítima era una necesidad vital para este reino insular y esta fuerza le permitió llevar a cabo fructuosas incursiones en las costas de Italia, Francia y Cataluña. A pesar de que Denia fue anexionada en 1076 al reino de Zaragoza, las Baleares permanecieron independientes.

    Así pues, a través de la disgregación política de al-Andalus las taifas más ricas y poderosas fueron absorbiendo a los pequeños principados satélites, demasiado débiles para hacerles frente. El regreso al poder de un príncipe de ascendencia omeya, lo único que según R. ARIE hubiera permitido la reinstauración de la unidad andaluza, parecía algo quimérico a finales del primer tercio del siglo XI. El prestigio del Islam y sus esplendores militares, que en otros tiempos deslumbraron a las cortes cristianas de Pamplona, de Burgos y de León, se habían eclipsado. Desde 1055, un nuevo peligro había adquirido de repente grandes dimensiones: la Reconquista. Entre los monarcas cristianos enérgicos y conscientes de la necesidad de restaurar la unidad nacional a expensas del Islam, el más célebre, Fernando I, rey de Castilla y de León, tras sus éxitos en el campo de batalla frente a los príncipes musulmanes de Zaragoza, de Toledo y de Badajoz, se apoderó de varias fortalezas y obligó a los reyes de taifas a pagar tributo. Alfonso VI prosiguió con más ahínco si cabe la obra de su padre. Sus frecuentes incursiones contra territorio musulmán le proporcionó prestigio e importantes botines; consiguió sacar partido de las querellas que enfrentaban a los reyes de taifas, no sólo a base de exigirles parias sino también al conseguir arbitrar en las rivalidades que estallaban entre ellos.

    La amenaza cristiana podía ser combatida con la ayuda de los almorávides, pero ésta no interesaba a los reyezuelos islámicos, que veían en los nuevos auxiliares peligrosos competidores que les superaban en fuerza militar y que, en cuanto celosos defensores de la ortodoxia, contaban con el apoyo de los alfaquíes y de los creyentes, para quienes la actuación y el modo de vida de los soberanos de al-Andalus eran impropios de un musulmán. Pero en 1085 Alfonso VI, que desde hacía tiempo era protector de la taifa toledana, entró, tras cuatro años de asedio, pacíficamente en la ciudad del Tajo, anexionándose al mismo tiempo toda la provincia musulmana. Este hecho, que por sí mismo ya evidenciaba el peligro para la supervivencia de los reinos de taifas, las exigencias cada vez mayores del monarca castellano -que pedía la rendición de las fortalezas de la región que separaba el reino de Toledo de la taifa de Sevilla, y que impuso nuevos tributos, llegando incluso a nombrar fiscalizadores de las finanzas musulmanas- y la construcción de la fortaleza de Aledo, entre Lorca y Murcia, constituyen según las Memorias de Abd Allah, el rey zirí de Granada, el pretexto para que al-Mutamid de Sevilla, secundado por el propio Abd Allah y el soberano de Badajoz, llamen en su socorro a los almorávides.

    Los almorávides, nómadas saharianos, eran muy diferentes a los príncipes musulmanes andalusíes: llevaban el velo como sus hermanos los tuaregs, y eran defensores intransigentes de la doctrina malikí. La toma de Toledo había causado tan profunda impresión en el Magrib como en al-Andalus, de tal forma que el emir almorávide, Yusuf ibn-Tashufin, no pudo resistirse más a las reiteradas llamadas de ayuda de sus correligionarios españoles. De esta forma, Yusuf y sus aliados, los reyes de Sevilla, Badajoz y Granada, derrotaron a Alfonso VI en Zalaca o Sagrajas (1086), volviendo seguidamente Yusuf a Marruecos. Pero esta victoria no tuvo efectos graves por la falta de acuerdo entre los reyes hispanos y los almorávides, que sólo unos años más tarde se asentaron en la Península llamados por los alfaquíes y los creyentes musulmanes, que acusaban a los reyes de incumplir los preceptos coránicos y de cobrar impuestos ilegales.

    La decadencia político-militar de al-Andalus durante este período va acompañada de una pérdida de la importancia comercial alcanzada por el califato; aunque subsiste el comercio internacional con Oriente, el norte de Africa y el norte de la Península, tanto este comercio como el interior se ven afectados por las dificultades de transporte en épocas de inestabilidad y por la falta de una política comercial unificada. No obstante, las principales ciudades conservan su importancia y en ellas se escriben tratados de hisba como el escrito en Sevilla por Ibn Abdún que recuerda, por ejemplo, que el señor del zoco ha de ser andaluz (quizá se trate de una manera indirecta de recordar la inferioridad cultural de los beréberes) y entre sus obligaciones señala la vigilancia de artesanos y obreros de los que da una amplia relación que permite conocer las actividades artesanales-comerciales: desde la fábrica de serones, sogas, ronzales y cedazos hasta la realizada por los tintoreros de la seda.

    La misión del zabazoque va más allá del ámbito comercial y, así, ha de velar para que no haya estorbos ni edificios en los cementerios, para que los curtidores y pergamineros no extiendan sus pieles sobre las tumbas...; se ocupa de la limpieza de la mezquita, de mantener separados a los musulmanes y a los infieles; vela por el cumplimiento de las prescripciones religiosas hasta el punto de obligar a los gremios a tener un pregonero que les recuerde el momento de la oración; prohíbe los juegos y el vino, se opone a la actividad de prostitutas y putos..., según recuerda CHALMETA.

    La decadencia no afecta al mundo literario, artístico o científico que, en muchos casos, llegan a cotas muy superiores a las de épocas anteriores. La disgregación del califato no supone modificaciones substanciales en el arte, pero sí pueden observarse algunos cambios derivados de la nueva realidad social. Los omeyas basaban su poder en la religión y las mezquitas fueron el símbolo de esta autoridad y de la importancia alcanzada; los reyes de taifas deben su ascenso a razones militares y sus construcciones tenderán a reforzar militarmente las ciudades que controlan; al mismo tiempo, la rivalidad entre los diversos reinos se manifiesta en el terreno social: todos aspiran a superar a los demás reyes de taifas y a emular la corte califal para lo que necesitan construir palacios a imitación de Abd al-Rahmán III o Almanzor, que les sirvan de residencia y de centros de gobierno.

    De esta época pueden recordarse los palacios toledanos, de los que sólo se conservan algunos capiteles que dan idea de su riqueza decorativa; puede verse también una parte de las obras de fortificación emprendidas en el siglo XI, la llamada puerta de Bisagra. El palacio real de los tuchibíes de Zaragoza, la Aljafería, construida por al-Muqtadir (1047-1081) se conservó hasta el siglo XIX y en la actualidad sólo pervive un pequeño oratorio. Málaga, Granada y Almería han conservado sus palacios-fortalezas, las alcazabas..., y el espíritu abierto de las taifas se refleja, entre otros aspectos, en la aparición de representaciones humanas, tradicionalmente prohibidas en el Islam, como las que pueden verse en el tablero hallado en Gádor, cerca de Almería, en la pila de Játiva...

    Si en el terreno político la aparición de los distintos reinos de taifas a lo largo de las tres primeras décadas del siglo XI supone la caída del califato omeya, la desmembración de al-Andalus y el principio del fin del dominio musulmán en la Península, en el campo de las bellas letras se puede hablar, sin embargo, de auténtica eclosión literaria. La nueva configuración autonómica recogerá la herencia cultural del califato, la multiplicará y descentralizará en sus diversos Estados, y cuando éstos vayan cayendo en la última década del siglo, la prolongará todavía durante unos años en el nuevo al-Andalus almorávide.

    El ambiente de cultura y refinamiento creado por el califato, la riqueza de sus bibliotecas, la brillantez de sus maestros y el mecenazgo de sus gobernantes permitirán que, aun en sus últimos momentos, cuando ya los días de la institución omeya estén contados, Córdoba produzca una pujante generación de poetas y literatos que, hijos directos del califato, se verán, sin embargo, obligados a transplantarse, salvo algún caso aislado, a los nuevos reinos de taifas ante la cambiante y peligrosa situación política de la capital.

  • DOMINIO ALMORÁVIDE Y SEGUNDAS TAIFAS.

  • El Estado norteafricano hacia el que los musulmanes españoles dirigieron la mirada tras la caída de Toledo en 1085 había crecido hasta alcanzar grandes dimensiones en menos de medio siglo. Incluía no solamente la totalidad de Marruecos y Mauritania, sino también la cuenca del río Senegal, al sur, y la parte occidental de Argelia, en el norte. Dado que en el estado actual de nuestros conocimientos no es posible precisar con exactitud las causas fundamentales de tan rápido éxito, haremos un esbozo de la situación en el noroeste de Africa en este período.

    El movimiento almorávide se inició en un pueblo de criadores de camellos: las tribus beréberes nómadas que reciben la denominación genérica de Sinhaya. Su hogar fueron las estepas del Sáhara, pero luego algunas de esas tribus se dirigieron hacia el sur, a las cuencas del Senegal y del alto Níger. La historia del movimiento comienza con la peregrinación a La Meca de algunos notables de las tribus Sinhaya, dirigidos por su jefe Yahya ibn Ibrahim. A su regreso pasaron algún tiempo en Qayrawan, por entonces centro intelectual del norte de Africa (aparte de Egipto), donde quedaron muy impresionados por la doctrina malikí. El rigorismo de esta doctrina no contó sin embargo en un principio con demasiados adeptos entre los miembros de la tribu de los Sinhaya, por lo que los seguidores de la citada doctrina decidieron establecerse en un “retiro” o ribat, palabra de la que se derivará al-Murabitun, que se transformó en castellano en “almorávides”.

    Al principio, los almorávides llevaron una devota vida de reclusión, llena de dificultades y privaciones, pero enseguida se pasó a una actitud militante que logró aunar a todas las tribus cercanas bajo la nueva fe. Comenzó entonces una fase de expansión por todo el Magrib: para 1075 había nacido un nuevo y vigoroso imperio basado en el fervor religioso que llegó a tener un importante papel en el destino de al-Andalus, especialmente tras la conquista de Tánger, Ceuta y las áreas costeras del Magrib por el emir Yusuf ibn Tashufin, quien desde la nueva capital de Marraquech (Marrakús), fundada por él en 1062, extendió el dominio almorávide sobre las fértiles zonas de Marruecos y la mitad oriental de lo que hoy es Argelia.

    Esta expansión de los almorávides y el crecimiento de su poder se explica en parte por el hecho de que las regiones que conquistaron estaban en aquella época divididas en muchos pequeños y débiles Estados. Pero lo que dio a los almorávides su poder fue probablemente la combinación de objetivos religiosos y políticos, posibilitando así una cierta unidad entre las diversas subdivisiones de los Sinhaya. El rápido crecimiento de un imperio a partir de comienzos insignificantes ha sido un rasgo no infrecuente en la vida nómada; el paralelismo con el movimiento religioso y político de Mahoma en Arabia es evidente. Sin embargo, cabe observar algunas diferencias entre uno y otro fenómenos, además de sus distintos desenlaces. Una de ellas es que los almorávides encontraron un sistema jurídico ya elaborado y utilizaron en la medida de lo posible a los juristas malikíes existentes; otra, que reconocieron ser parte de una unidad mayor al profesar, siquiera nominalmente, obediencia al califa de Bagdad: Yusuf rehusó asumir el título de califa, alegando ser vasallo del califa abbasí, pero adoptó el de Príncipe de los Musulmanes, que en realidad venía a ser lo mismo que Príncipe de los Creyentes, reservado sólo al califa.

    Precisamente por entonces los reyes de taifas se enfrentaban a serios peligros al norte de la Península, pero pactaron con los reyes cristianos pagando tributos e incluso haciendo concesión de fortalezas y ciudades. Parece según esto que temían a los almorávides más que a los cristianos, con los cuales tenían mucho en común, y además debieron sentirse seguros mientras los cristianos estuvieron preocupados con sus propios problemas internos. Los almorávides se presentaban ante los hispanomusulmanes como reformadores y rigoristas, por lo que serán bien acogidos por los alfaquíes y por la mayoría de la población islámica sometida a una presión fiscal exorbitante. Restauración de la ortodoxia y supresión de los impuestos no autorizados por el Corán son las banderas almorávides; ello explica, por una parte, las dudas de los reyes de taifas en acudir a estos auxiliares para liberarse de los cristianos y, por otra, la constante presión de los alfaquíes, primero para que se pida su intervención, y más tarde para que procedan a unificar la Península expulsando del trono a los reyes que se han alejado de la verdadera fe. La época almorávide es la época dorada de los alfaquíes peninsulares, marcada por la intransigencia hacia los musulmanes tibios y hacia cristianos y judíos, que se ven obligados a emigrar para salvar la vida.

    Unicamente la desesperada situación creada por la caída de Toledo en 1085 pudo inducir a al-Mutamid de Sevilla y a los soberanos de Badajoz y Granada a llamar a España al emir de los almorávides. Para llegar a un acuerdo con Yusuf ibn Tashufin exigieron como condición el regreso de los almorávides a Africa tras el triunfo sobre los cristianos. Aunque Yusuf aún mostraba ciertas reservas para intervenir militarmente en los asuntos de al-Andalus, ante la presión de sus consejeros y de los eruditos religiosos de la Península consintió en venir, con la condición de que Algeciras fuera puesta a su disposición. En 1086 el ejército almorávide cruzó el estrecho y se reunió con las tropas andalusíes, al frente de las cuales se hallaba al-Mutamid de Sevilla. Musulmanes y cristianos de Castilla se enfrentaron en Zalaca (Sagrajas), cerca de Badajoz, el 23 de octubre del mismo año. Los musulmanes se apuntaron una completa victoria: los cristianos que no fueron muertos huyeron en el más completo desorden. Seguidamente, Yusuf, cumpliendo fielmente lo pactado, volvió a Marruecos.

    Aunque la victoria de Zalaca constituyó un revés para Alfonso VI, no alteró en lo fundamental la situación en España: es decir, la debilidad de los andalusíes y su incapacidad para rechazar los ataques de los cristianos a causa de su división interna -y seguramente otras causas de orden estructural. Alfonso VI no tardó en formar un nuevo ejército y en fortalecer su posición, y procedió a vengar la derrota de Zalaca y a hostigar de nuevo a los musulmanes con asombroso éxito. Penetró profundamente en territorio musulmán y llegó a las puertas de Sevilla ya en 1087, obligando a al-Mutamid a pedir de nuevo ayuda a Yusuf. Además, el castellano edificó la recia fortaleza de Aledo entre Lorca y Murcia, amenazando de este modo todo el este de al-Andalus, especialmente a las ciudades de Valencia, Lorca y Murcia, lo cual motivó también la llamada a Yusuf. El almorávide no se mostró reacio a volver a al-Andalus: tanto él como sus hombres se habían sentido fascinados por el lujo y las comodidades de al-Andalus, y, por otro lado, creían que estaban impulsando la causa del Islam mediante la lucha contra sus enemigos. Así pues, Yusuf volvió a la Península, desembarcando de nuevo en Algeciras, y, junto con los contingentes de al-Andalus, puso cerco a la fortaleza de Aledo. El sitio se prolongó durante varios meses, y se retiró cuando Alfonso VI acudió con un ejército de socorro. El monarca castellano decidió, no obstante, demoler la fortaleza por su extrema vulnerabilidad.

    Durante el sitio, Yusuf se había ido formando una idea de la situación política general de la Península. Así, pudo comprobar que, en la mayoría de los minúsculos Estados musulmanes, el control de los asuntos públicos estaba en manos de los miembros de la aristocracia arábigo-andaluza, los cuales, aun siendo musulmanes, no estaban profundamente vinculados a la religión islámica, sino fundamentalmente interesados en la poesía, la literatura y las artes en general. Por otra parte, Yusufa se dio cuenta de que tenía un apoyo muy considerable en el pueblo llano y en los juristas malikíes. Las aristocracias dominantes de los minúsculos reinos y principados se hallaban enfrentadas por demasiadas querellas como para poder resistir a Alfonso. El interés general de los musulmanes exigía que Yusuf unificara al-Andalus bajo su mando, y es posible que también le impulsaran en esta dirección sus propias ambiciones, unidas al carácter expansionista del sistema político almorávide. Una empresa tal ofrecía enormes posibilidades estratégicas, políticas, religiosas y económicas, y, en las circunstancias de confusión reinantes en al-Andalus, relativamente poco riesgo.

    Así, Yusuf decidió desembarcar en la primavera de 1090 en la Península, aprovechando la circunstancia de una nueva llamada, en esta ocasión de los alfaquíes andalusíes, indignados porque muchos reyes de taifas habían cedido a las peticiones cristianas de tributos retroactivos e incluso adquisición de nuevos territorios, y que por ello le habían autorizado a ocupar y administrar al-Andalus y a asumir el título de Príncipe de los Creyentes.

    Yusuf no perdió el tiempo en su decisión de destituir a los emires considerados traidores a la causa del Islam, irreligiosos, corruptos e impíos y culpables de haber recaudado impuestos ilegales. A fines de 1090 ocupó sin lucha Granada y en marzo de 1091 sometió Córdoba. Poco después puso sitio a Sevilla; en septiembre la ciudad y el propio al-Mutamid cayeron en su poder. La caída de Sevilla fue seguida por la de Badajoz en 1094 y Valencia en 1102. Granada se convirtió en la capital de la España almorávide. La llegada de los almorávides y la unificación de al-Andalus detuvieron el avance de los castellanos. En la batalla de Uclés (1108) los almorávides infligieron una nueva derrota a Alfonso VI, y dos años después, en 1110, incorporaron el reino taifa de Zaragoza, así como Lisboa y Santarem.

    De esta forma, a principios del siglo XII la España musulmana se había convertido en una provincia almorávide, gobernada desde Marrakús. Se nombraron jefes militares, con frecuencia familiares de ibn Tashufin, para las principales ciudades, y éstos mantuvieron a raya a los cristianos y colaboraron con los alfaquíes en la regeneración de la religión. Sin embargo, el poder de esta dinastía beréber no permaneció mucho tiempo en su cénit. Sus generales y demás oficiales y soldados quedaron deslumbrados por la cultura y el refinamiento material de al-Andalus, que sobrepasaba con mucho el de las ciudades del norte de Africa, y aún más el de las tierras esteparias de las que originariamente procedían. Esta admiración abrió paso, si no a una corrupción de las costumbres, sí al menos a un debilitamiento de la fibra moral. Cada uno de ellos comenzó a anteponer sus propios intereses a los generales, y los oficiales perdieron el control de sus subordinados. Se produjo una pérdida de cohesión en todo el sistema político. Las dificultades económicas se superpusieron al arrogante comportamiento de la soldadesca beréber hasta crear en sectores del pueblo llano una actitud de oposición; y esta actitud de oposición, evidenciada en el levantamiento de los cordobeses, alzados contra el gobernador por sus numerosos desmanes en el 1121, fue suficiente para producir un cambio en la suerte del régimen. El sucesor de Yusuf, Alí, tras el dictamen de los alfaquíes, en quienes mucho confiaba, dio la razóna los cordobeses, apagándose el alzamiento.

    En el exterior otros factores comenzaron a ser preocupantes. A la decadencia moral de los almorávides vino a sumarse cierto declive en sus fuerzas militares: la presión cristiana, si bien desigual y discontinua, reaparecía a medida que se relajaba el espíritu de yihad de los almorávides. De esta forma, los almorávides no pudieron reconquistar Toledo o ganarles nuevos territorios a los cristianos. Entre 1110 y 1120 los aragoneses se apoderaron de la mayor parte de la cuenca del Ebro, incluidas las ciudades de Zaragoza -en 1118, de donde Alfonso I el Batallador expulsó a muchos musulmanes y que se convirtió en su capital- y Tarragona. La dificultad de mantener en al-Andalus tropas magrebíes, y la escasez de un ejército andalusí, seguramente no fomentado por los almorávides para evitar conflictos, se puso de manifiesto cuando Alfonso el Batallador recorrió fácilmente el sur de al-Andalus, en 1125, e hizo regresar a miles de mozárabes que habían tenido que sufrir el odio de los alfaquíes y del populacho, repoblando con ellos los territorios de la orilla derecha del Ebro.

    Esta audaz expedición, que duró más de un año, causó gran sorpresa a las autoridades almorávides y les obligó a restaurar las fortificaciones de al-Andalus. Entonces los gobernadores tuvieron que ordenar más impuestos, lo que provocó tumultos y reclamaciones. Estas alteraciones y el descontento iban creciendo día a día, mientras los almorávides continúan su defensiva contra el avance cristiano. Esta actitud defensiva se exterioriza también en la expulsión de los mozárabes, que son desterrados hacia el Magreb en 1126.

    Al reducirse los efectivos militares en al-Andalus, pues se necesitaban en la lucha contra los almohades en el Magreb, los andalusíes se levantaron contra las autoridades y soldados almorávides que aún quedaban en la Península, expulsándolos y exterminándolos. Tal situación de rebeldía, latente casi desde el principio, se hizo manifiesta desde los últimos años del reinado de Alí, y se generalizó en los finales de la dinastía, cuyo poder fue sustituido por el de las autoridades locales andalusíes, que actúan, a falta otra vez de un Estado central, con total independencia desde 1140 y crean lo que se han llamado las segundas taifas, de corta vida por cuanto al-Andalus pasa casi en su totalidad en un plazo de diez años de manos de los almorávides al control de los almohades. Entre los reinos que merecieron tal nombre figuran los de Mértola, en el Algarve; Córdoba; Málaga; Valencia, donde se hizo con el poder ibn Mardanis -el rey Lope o Lobo de las crónicas cristianas- que se mantuvo frente a los almohades hasta 1172, con el apoyo de Castilla, Aragón y Barcelona; las Baleares, que se independizaron del imperio norteafricano en 1126 y resistieron a los almohades al menos hasta 1203 bajo la dirección de los Banu Ganiya almorávides, ...

    No existe unidad de criterio entre los autores sobre la valoración del período almorávide. Según DOZY, cuya opinión ha prevalecido durante mucho tiempo, Yusuf ibn Tashufin y sus generales eran semibárbaros, y los juristas malikíes, fanáticos de mente estrecha, siendo unos y otros responsables de que el brillo y el esplendor de la cultura de al-Andalus se transformaran en tinieblas, y de que los poetas y demás escritores se vieran privados de libertad de expresión. WATT considera que esta es una opinión demasiado unilateral, ya que se basa en unas fuentes que sólo recogen el sentir de la que había sido la clase dominante en el período anterior, la aristocracia arábigo-andaluza, que había perdido su poder en beneficio de la dinastía almorávide, apoyada por los alfaquíes y el pueblo llano. Hoy se sabe que, aunque los poetas mundanos apenas pudieron encontrar protectores, las artes decorativas tuvieron un período de florecimiento, así como las formas populares de poesía y canción.

    Por otra parte, parece que fue precisamente durante el período almorávide cuando los musulmanes andalusíes tomaron conciencia por primera vez del carácter específico de su religión y de su comunidad religiosa. Hasta aquel momento, el Islam había sido en al-Andalus muy a menudo, y quizá casi siempre, una religión formal y oficial, aceptada como algo natural pero sin ardiente entusiasmo. Por aquel entonces, sin embargo, se convirtió para muchos en una cuestión de profunda convicción interna. A esta acentuación del carácter religioso del Islam se debió sin duda el que los juristas malikíes hicieran la vida difícil a los judíos y a los cristianos. La oposición a la poesía y a la literatura pudo obedecer también al hecho de que fueran profanas y españolas y no suficientemente islámicas. Las aristocracias cristianas y la arábigo-andaluza compartían un ámbito cultural común muy extenso; prueba de ello es la gran facilidad con que los musulmanes aceptaron seguir viviendo en las ciudades en las que habían vivido (con garantías legales) después de que cayeran en poder de los cristianos.

  • DE LA UNIÓN ALMOHADE A LAS TERCERAS TAIFAS.

  • De nuevo, un movimiento religioso del Magreb vino a salvar a al-Andalus de las dificultades internas y de los cristianos. Los almohades tenían varias cosas en común con los almorávides: un origen beréber, una fuerte base religiosa y un desarrollo similar -ambos nacieron en el NW de Africa y ambos incluyeron posteriormente en sus imperios a al-Andalus-; además, los almohades tuvieron en al-Andalus un papel parecido al de los almohades y un abrupto final similar, abandonando a al-Andalus a sus antiguos y graves problemas, que contribuyeron al posterior declive y, finalmente, a la desaparición del poderío musulmán en la Península ibérica. Era natural, desde luego, que los beréberes que apoyaron a los musulmanes almohades fueran enemigos seculares de aquellos que apoyaron a los almorávides. Estos últimos eran nómadas del grupo de tribus denominadas Sinhaya, mientras que los primeros eran montañeses del Atlas pertenecientes a los Masmuda. Por otra parte, desde el punto de vista del investigador, son mucho más abundantes las fuentes que se refieren a los comienzos de los almohades.

    El fundador del movimiento almohade es conocido como Muhammad ibn Tumart, quien, nacido en un pueblo del Atlas al sur de Marruecos, visitó Córdoba como estudiante y posteriormente, desilusionado por la rígida ortodoxia malikí, marchó hacia el este pasando por Alejandría, La Meca y Bagdad. Allí entró en contacto con la teología ortodoxa de al-Gazali y con el mutazilismo, cobrando así un profundo celo reformador. La base de sus reformas fue una reelaboración del dogma islámico, en la que daba prioridad al tawhid, “unicidad” -o más bien, “defensa de la unidad”- de Dios, que es indivisible, ilimitado e indefinible; de esta doctrina básica procede el término Muwahhidun, “los defensores de la unicidad”, del que se deriva el castellano “almohade”. A pesar de que en sus comienzos los resultados de su predicación no fueron prometedores, rápidamente contó con numerosos partidarios, que fueron organizados de modo jerárquico. En 1121 ibn Tumart formuló su pretensión de convertirse en el Mahdi, el jefe guiado por la inspiración divina, cuyo linaje se extendía hasta el Profeta. De entonces procederían sus primeros enfrentamientos con los almorávides; jefe militar además de espiritual, encontró la muerte en una batalla en 1130.

    A partir de entonces ocupó su lugar su amigo y lugarteniente Abd al-Mumin, quien en un principio tuvo que limitarse a tácticas de guerrillas, pero que finalmente logró apoyo suficiente en las regiones montañosas y pudo aventurarse a bajar a las llanuras para enfrentarse al grueso de los ejércitos almorávides. De esta forma, Ceuta, Tánger y finalmente Marrakús (1147) cayeron en manos de los almohades. El éxito de Abd al-Mumin se basaba en el hecho de que los almorávides habían perdido el apoyo del pueblo, y estaban divididos por disidencias y revueltas tanto en el Magrib como en al-Andalus. Esta intranquilidad coincidió con las incursiones cristianas en los territorios musulmanes, y es probable que los propagandistas almohades estuviesen promoviendo más disturbios aprovechando la coyuntura.

    Tras la caída de Marrakús, el poderío almorávide desapareció, dando paso a la dinastía almohade, y, cuando la ciudad fue purgada y purificada de infieles, los almohades la hicieron su capital. Aunque Abd al-Mumin había intervenido en los asuntos de al-Andalus ya en 1145, con posterioridad a 1147, fecha de la conquista de Sevilla, no orientó sus principales esfuerzos militares a la recuperación de los dominios almorávides en la Península Ibérica, sino que se contentó con una actividad diplomática. Había comprendido que existían posibilidades de una expansión hacia el este de Africa mucho más allá de los límites alcanzados por los almorávides. A pesar de la amenaza cristiana que Roger II de Sicilia representaba, una campaña cuidadosamente preparada le permitió conquistar en 1151 la mitad de lo que hoy es Argelia; una campaña posterior, en 1159-60, le valdría la conquista del territorio de Túnez, incluidas las ciudades de Túnez, Qayrawan y Mahdiyya (la antigua capital fatimí) y de la costa norteafricana hacia el este, hasta la altura de Trípoli.

    Estas conquistas, y los problemas internos derivados de la consolidación de tan grande territorio, impidieron a los almohades preocuparse más profundamente de los asuntos de al-Andalus hasta 1171. Con la conquista del reino de Valencia y Murcia un año más tarde los almohades habían conseguido restaurar el imperio español de los almorávides. Los almohades prosiguieron y desarrollaron la labor de sus predecesores en suelo andaluz. Córdoba mantuvo su fama de ciudad consagrada al estudio. Sevilla alcanzó su máximo apogeo cuando los almohades la convirtieron en su residencia española preferida y la dotaron de numerosos edificios religiosos y civiles.

    La guerra santa (yihad) se reanudó en tiempos de los almohades, que en 1195 lograron una importante victoria sobre los castellanos con ayuda de los leoneses (entonces ambos reinos se hallaban separados), en Alarcos, no lejos de Calatrava. Sin embargo, aunque los almohades explotaron parcialmente esa victoria durante los últimos años del siglo XII y principios del XIII, carecieron al parecer de los recursos necesarios para realizar un cambio fundamental en el equilibrio de fuerzas entre la España cristiana y al-Andalus. Los cristianos, por otra parte, fueron espoleados a una mayor actividad por este revés, que se produjo precisamente en el momento en el que pensaban que la Reconquista iba haciendo poco a poco progresos. Los obispos y arzobispos jugaron un papel importante en la suavización de las diferencias entre los monarcas cristianos, en el arreglo de las disputas y en la superación de las mutuas desconfianzas. Se predicó la cruzada por el Papa Inocencio III (1211), lo cual permitió a los cristianos peninsulares contar con muchos refuerzos.

    Mientras tanto, la situación interna del Imperio almohade no era estable. Como los almorávides, los almohades carecían de un fuerte gobierno central, y distribuyeron la administración de las provincias entre familiares y jefes militares que a menudo se independizaron e incluso se rebelaron contra el gobierno central, y esto ocurría en ese momento en el norte de Africa. La relajación moral y los excesos sobre la población civil, que nunca había apoyado a los almohades en al-Andalus, hizo que cuando el gobernante almohade se dirigía a mantener a raya e incluso a acabar con los avances cristianos en la Península, dado que no podía contar con la lealtad de su propio ejército, y menos aún con la de los andaluces, fuera derrotado absolutamente en Las Navas de Tolosa (1212) por las fuerzas aliadas de Castilla, Aragón y Navarra, engrosadas con elementos portugueses, leoneses y franceses.

    La jornada de Las Navas representó una etapa decisiva para la Reconquista cristiana de los territorios musulmanes. Los almohades mantuvieron durante dos decenios más un poder cada vez más precario sobre las partes de la Península que dependían del Islam. Una crisis de sucesión en Castilla y dificultades internas en Aragón aplazaron hasta 1225 la continuación de la Reconquista. Por otra parte, empezaba a decaer el poderío almohade, socavado por las luchas dinásticas que imperaban en Marrakús y que dislocaban la organización gubernamental. Mientras al-Andalus se dividía una vez más en pequeños Estados independientes, principalmente en el este y el sur de la Península, dos soberanos de gran valor, Fernando III el Santo de Castilla y Jaime I el Conquistador de Aragón, organizaban la Reconquista. Si a las incursiones de leoneses y castellanos en 1225, que diezmaron las poblaciones musulmanas de Sevilla y Murcia, unimos el inicio de la conquista de Levante por los catalano-aragoneses, con la imposición de tributos anejos en un momento de deterioro económico sin par -persistente sequía, carestía y hambrunas- nos daremos cuenta del caos de al-Andalus en las fechas citadas.

    Este cúmulo de factores adversos incitaron aún más a la población hispanomusulmana contra los almohades, estallando una serie de sublevaciones en las regiones fronterizas de al-Andalus, cuyos habitantes eran el blanco de las incursiones cristianas. Un descendiente de los hudíes de Zaragoza extendió momentáneamente su dominio, al parecer con notable éxito, por el este y el sur de al-Andalus. Pero tras la unificación de León y Castilla, en la persona de Fernando III, en 1230, los cristianos tomaron una vez más la iniciativa, conquistando Córdoba en 1236 y Sevilla en 1248. Veinte años más tarde, coincidiendo con el final del Imperio almohade en el norte de Africa, la dominación musulmana había desaparecido de la Península Ibérica, con la única pero importante excepción del reino nasrí de Granada.

    El término “segundos reinos de taifas” no es en absoluto adecuado en palabras de WATT. Se produjo efectivamente una cierta ruptura en pequeños Estados gobernados por régulos, pero éstos no eran iguales a los “partidos o banderías unidos por afinidades étnicas” surgidos tras el desmembramiento del califato omeya: después de 1145, algunos de los gobernantes de los principados reconocieron la soberanía de los almohades, y otros la de diversos reyes cristianos, como ya comentamos en el caso de Valencia.




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    Enviado por:Funci
    Idioma: castellano
    País: España

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