Historia
Sociedad y estado argentino
SOCIEDAD Y ESTADO - SEGUNDO PARCIAL
“De la oligarquía roquista al peronismo”.
La Argentina de la “generación del 80”
Entre 1810 y 1880, la Argentina vivió un largo y accidentado proceso de construcción de una unidad política estable.
El conflicto, en principio, se vinculó con una cuestión espacial, surgida en las postrimerías del período colonial. Por un lado, una ciudad puerto abierta al exterior, por el otro, el Interior, en el cual erigían sistemas de poder conformados sobre la autoridad de los caudillos. En el terreno específicamente económico, mientras Buenos Aires era el centro de un espacio económico integrado de manera creciente con el mercado exterior, las economías de las distintas regiones del interior estaban estructuradas sobre la base de un modo de producción precapitalista. Estas dos realidades generaban soluciones económicas contrapuestas: librecambio y control exclusivo de los recursos aduaneros era la posición de Bs. As.; proteccionismo y reparto de las rentas provenientes del comercio exterior constituían la base del programa de quienes defendían los intereses del interior.
A grandes rasgos, puede afirmarse que, tras los primeros veinte años de inestabilidad que siguieron a los acontecimientos de 1810 y 1816, el período siguiente, que abarcó aproximadamente dos décadas, estuvo dominado por la figura del caudillo bonaerense Juan Manuel de Rosas. Su régimen se caracterizó por una descentralización autonomista, a partir de la cual las provincias que en ese momento constituían lo que se llamaba Confederación Argentina, se reservaban para sí la máxima capacidad de decisión.
Esta forma de gobierno finalizó con la victoria de Justo José de Urquiza sobre Rosas en la batalla de Caseros.
Se produjo durante casi una década la coexistencia armada de dos proyectos políticos: Bs. As. y la Confederación, cuya capital era la ciudad de Paraná. El enfrentamiento culminó con el triunfo de Bs. As. en la batalla de Pavón.
El establecimiento del Estado Nacional en la Argentina no se dio de un día para el otro. Gradualmente se fue conformando un proceso que se remonta a poco más de un siglo. Oszlak sostiene que la condición de ser Estado, la estatidad, supone adquirir una serie de propiedades:
Capacidad de externalizar su poder.
Capacidad de institucionalizar su autoridad.
Capacidad de diferenciar su control a través de la creación de un conjunto funcionalmente diferente de instituciones públicas.
Capacidad de internalizar una identidad colectiva.
Pero la formación del Estado Nacional supone tanto la constitución de la nación, en donde se conjugan elementos materiales e ideales, como un sistema de dominación, es decir un mecanismo que articule el conjunto de relaciones sociales que se dan dentro del ámbito delimitado por el Estado nacional.
En el caso concreto del proceso histórico desarrollado en América Latina, el proceso de Independencia constituyó un punto de partida. En el proceso que condujo hasta la definitiva organización nacional, se fueron superando las contradicciones en la articulación entre los elementos que conformaron el Estado Nacional: economía nacional y sistema de dominación.
Para los sectores económicos dominantes que encontraban la oportunidad de impulsar el desarrollo capitalista, las condiciones que se daban eran limitantes de los nuevos desafíos que se les presentaban.
En este contexto, el Estado nacional era la instancia que les permitiría crear las condiciones para superar el “desorden y el atraso”. El “orden” no significaba volver a formas anteriores de relaciones sociales; por el contrario, aparecía como un cambio profundo de las mismas. Si un Estado estaba en condiciones de imponer el orden y promover el progreso, era entonces un Estado que tenía la capacidad de “institucionalizar su autoridad, diferenciar su control e internalizar una identidad colectiva”:
A partir del triunfo del ejército de Bs.As. sobre el de la Confederación en la batalla de Pavón, se hace un nuevo intento de organización, contando con el apoyo de las instituciones y recursos de Bs.As. y la subordinación económica y política de las provincias interiores.
El nuevo pacto de dominación se basó en cambiantes coaliciones intraburguesas, en las que se alternaban las fracciones políticas dominantes de Bs.As., a las que gradualmente se integraban sectores del interior.
A partir de Pavón, durante dos décadas más se produjo el paulatino desplazamiento de las prov. como eje y escenario del proceso político, para dar lugar a otros mecanismos de representación, negociación y control, tales como el Congreso Nacional, los partidos, la oligarquía y el ejército nacional.
Se había logrado la unificación pero bajo un liderazgo porteño y se iniciaba un proceso que a costa de exterminar cualquier intento de rebelión localista lograría una autoridad centralizada y constituiría un poder nacional.
La consolidación del estado nacional y todas las transformaciones económicas y sociales necesarias para definir al nuevo país en el marco de la adaptación al mercado mundial se llevaron a cabo y tuvieron su mayor expansión bajo las presidencias de Mitre(1862-1868), Sarmiento(1868-1874) y Avellaneda (1874-1880).
En este período por un lado, se terminó de delinear el régimen representativo liberal que dio forma a una elite dirigente de carácter nacional; por otro, permanecieron como elementos constitutivos de la vida política los enfrentamientos entre las autoridades nacionales y los grupos sociales. Las herramientas de construcción del sistema representativo liberal pasaron fundamentalmente por el sufragio, que se reglamentó en 1863. Podían votar los mayores de 18 años pero debían inscribirse previamente en los registros electorales. El voto no era obligatorio y secreto sino que era optativo y público.
El juego electoral que debió desplegarse para configurar el nuevo orden político, si bien cumplió un importante papel, fortaleció en su dinámica la construcción de una representación asentada sobre relaciones asimétricas, formalizadas desde redes políticas que, a través de la manipulación y la cooptación, incorporaron a diferentes actores.
La etapa que se inicia en 1880 y se extiende hasta 1916 se la reconoce por su estilo político como el régimen conservador u oligárquico; por su vinculación con el mercado externo como la Argentina agroexportadora y por los cambios en la composición demográfica como la época de la inmigración masiva.
Según las ideas de la época, el desorden político constituía un obstáculo para la expansión económica; el orden se transformó en un requisito indispensable que debía garantizar aquel que gobernara.
La Argentina se insertó en la economía mundial sobre la base de la exportación de productos agropecuarios. La concreción de ese proyecto implicaba la puesta en producción de las tierras fértiles de la Pampa húmeda a través de la llamada “campaña del desierto”, la apertura al capital extranjero, la construcción de una estructura ferroviaria y portuaria adecuada y la implementación de una política migratoria que facilitara la llegada de mano de obra en abundancia para cubrir el déficit de un país poco poblado.
Es Estado tuvo un papel activo en el proceso, que abarcó desde la promoción de la inmigración hasta las inversiones en operaciones de riesgo poco atractivas para el sector privado.
Favorecidos por esa generosidad del Estado, a cuyo frente estaban ellos mismos, la burguesía agraria de la Pampa húmeda se adecuó a las nuevas realidades económicas emergentes. En parte de la región del Litoral donde la producción podía trasladarse fácilmente por los ríos, se impulsó el desarrollo de la agricultura. En la prov. de Bs.As. se mantuvo un régimen basado en la gran propiedad orientado, primero, a la cría del ganado lanar, pero luego, tras la aparición del frigorífico, dedicado a la explotación del vacuno destinado a la exportación. A partir de la necesidad de pastos artificiales, las tierras terminaron destinadas a cereales, forrajes y pastoreo, concretándose la vinculación entre agricultura y ganadería.
Estas transformaciones, centradas en las prov. de Bs.As., Sta. Fe, Entre Ríos y Córdoba, acentuaron las diferencias con el interior, incapacitado para incorporarse al nuevo esquema de funcionamiento del mercado mundial. Hubo, sin embargo, algunas excepciones: Tucumán prosperó alrededor de la producción de azúcar y Mendoza a partir de la elaboración de vino.
La nueva realidad del país al iniciarse el siglo XX, mostraba las dimensiones de los cambios: aumentó cuatro veces la población, entre la cual se encontraban muchos extranjeros; aumentó diez veces los km. de las líneas férreas; aumentó dos veces el PBI per cápita en dólares constantes; se presenció un aumento de las exportaciones argentinas que superaron las de EE.UU., Australia y Canadá.
Al compás de la expansión económica y de la inmigración masiva se conformó una sociedad nueva, abierta y flexible, con una clase media numerosa. El Estado fue el responsable del rumbo tomado por la sociedad, a partir de la adopción de una serie de medidas fundamentales: la Ley del Registro Civil y de Matrimonio Civil, la Ley del Servicio Militar Obligatorio, y la Ley 1420 de enseñanza laica, gratuita y obligatoria. De esta forma se concretó el control directo sobre los ciudadanos y se trató de asegurar la incorporación de la enorme masa de inmigrantes. La República Argentina se vio dotada de una interpretación histórica, de tradiciones y de símbolos en disposición para ser transmitidos a nativos e inmigrantes.
Desde el gobierno central se aseguró el control de las provincias evitando situaciones de oposición, a tal punto que la intervención federal se transformó en una práctica política.
A partir de la primera presidencia de Roca, el funcionamiento político se asentó en un partido único, el Partido Autonomista Nacional, cuyo jefe era el presidente de la República. Su núcleo era la llamada Liga de Gobernadores, un conjunto de ciudadanos que ejercían el control dentro de sus provincias. La Liga, era asimismo, la que designaba los miembros del Poder Legislativo.
La autoridad del Estado Nacional se consolidó a través de diversas medidas tales como la federalización de Bs.As., la unificación de la legislación monetaria, la prohibición de emisión de moneda por parte de las provincias, la supresión de las milicias provinciales, la limitación del poder de la Iglesia Católica: se desarrollo así un claro proceso de secularización de la vida social.
En 1880 se creó el Partido Autonomista Nacional que controló el gobierno hasta 1916. En este grupo de dirigentes, que los opositores denominaron oligarquía, confluyeron sectores sociales que provenían de las tradicionales familias patricias y otros de las nuevas familias que se enriquecieron en el siglo XIX.
El grupo dirigente constituyó mecanismo para mantenerse en el poder: presencia electoral en todas las provincias, y una eficaz maquinaria electoral caracterizada por el control de las listas de electores, la intervención en las mesas receptoras de votos y el uso de diversas formas de fraude. Sin embargo, el unicato mostró sus limitaciones para canalizar las propuestas de una sociedad que estaba en proceso de profundos cambios.
La esfera pública se constituyó en un ámbito clave de participación, la prensa escrita, la actividad asociativa, la cultura de la movilización política se instituyeron como instancias de mediación entre el poder político y sectores de la sociedad civil.
En 1890 se produjo la ruptura, en un contexto de crisis, en el que se conformó una coalición opositora donde participaron fuerzas políticas de diferente signo: los tradicionales opositores al PAN y un grupo nuevo que ingresó en la escena política: la Unión Cívica.
Botana señala tres hechos significativos de este proceso:
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La división de la clase gobernante que medió sus conflictos a través de enfrentamientos violentos.
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El resultado de la lucha revolucionaria que puso en marcha un nuevo tipo de organización política, independiente de los recursos del estado.
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El propósito ideológico de las nuevas oposiciones que puso en tela de juicio la legitimidad del régimen.
El desafío para los dirigentes de la denominada Generación del 80 consistía en integrar un territorio, construir su identidad nacional, para lo cual era necesario un gobierno ordenado y estable. Las dificultades se centraron alrededor de:
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EL desarrollo de la urbanización y las actividades industriales, que dieron lugar a la aparición de las ideas anarquistas y socialistas.
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El accionar de la Unión Cívica Radical, la cual se estructuró como el primer partido político organizado, en condiciones de incorporar sectores sociales nuevos en un registro que incluía algunos miembros de la elite pero también desde profesionales liberales hasta chacareros.
La oposición era encabezada por la Unión Cívica, que se dividió en Radical, bajo el liderazgo de Alem y Bernardo de Irigoyen, y Nacional, conducida por Bartolomé Mitre. El programa del radicalismo planteó la vigencia de la Constitución, y levantó la bandera de la moral electoral al propiciar la limpieza del sufragio y criticar el fraude electoral y las corrupciones de los comicios.
Ante esta situación de descontento, el presidente electo en 1810, Roque Sáenz Peña, promulgó dos años más tarde tras un largo debate la ley que lleva su nombre, que instauraba el sufragio universal secreto y obligatorio para los varones sobre la base de los padrones elaborados con los registros de matriculación militar. Así, se aseguraba la representación de las minorías.
Sin duda esta reforma electoral se enmarca en el proceso de modernización estatal.
Aprobada la ley en 1912, las primeras elecciones legislativas en el mismo años depararon una sorpresa para quienes habían llevado adelante la reforma, ya que lejos de constituir una modesta minoría, el radicalismo se impuso en Sta. Fe y en la Capital Federal.
Para enfrentarla, la clase dirigente tradicional trató de crear un partido moderno, capaz de movilizar a la opinión pública y ganar las elecciones presidenciales sobre la base de las distintas agrupaciones provinciales. Se fundó así, en 1914, el Partido Demócrata Progresista. Sin embargo, los dirigentes políticos de Bs.As. y de la Capital Federal, tomaron distancia del proyecto elaborado en el Interior y prefirieron plantear su propia alternativa. Se frustró así la posibilidad de crear un partido conservador.
Divididos entonces los conservadores, los radicales triunfaron ajustadamente en los comicios de 1916: Hipólito Yrigoyen fue entonces el primer presidente elegido por medio del sufragio universal.
La democracia radical(1916-1930)
La sociedad argentina se desarrolló escindida en dos sentidos: por una parte, el país moderno del Litoral se diferenció con claridad del resto; por otra, las clases altas tomaron distancia de la sociedad que habían creado.
Las circunstancias de la vida política argentina se vieron considerablemente modificadas por la ley Sáenz Peña: para muchos habitantes del país el sufragio universal fue un auténtico medio de liberación.
Las primeras muestras de la consecuencia de la ley pudieron verse en los comicios provinciales de 1914. Los importantes triunfos radicales en algunas de las pcias. crearon resquemores en el gobierno y en sectores allegados.
Las luchas entre los sectores renovadores liderados por Lisandro de La Torre, que querían romper con un pasado que consideraban pleno de errores, y los grupos más conservadores que estaban representados por el gobernador de Bs.As., Ugarte, son parte de los elementos a considerar para analizar el triunfo radical de 1916. Resultó muy complicado mantener al Partido Demócrata Progresista como un partido estable y duradero que permitiera confrontar en elecciones limpias con la creciente popularidad de los radicales.
Después de varias idas y vueltas asumió la fórmula Yrigoyen-Luna para el período 1816-1822. Llegan al triunfo con sólo un voto más de lo necesario, 152 votos, lo que significaba que no controlaban todos los resortes del poder. Era éste uno de los mayores desafíos que se les presentaba: poder controlar la situación inicial de fragilidad en la que se encontraban y modificar prácticamente la nula relación entre el Parlamento y el sistema de partidos políticos. Una de las respuestas que encontró Yrigoyen fue la de intentar limitar el control a partir de las intervenciones federales de las pcias. Pero las críticas no tardaron en llegar.
En el primer período del gobierno de Yrigoyen, que se extendió hasta octubre de 1922, los enfrentamientos entre conservadores y radicales se fueron exacerbando, agravados por una situación económica perturbada por el impacto de la guerra europea desencadenada en 1914, que se manifestó en el país a través de serias dificultades para mantener la continuidad del comercio internacional y de una inflación que afectó la distribución del ingreso en perjuicio de las clases asalariadas.
Se ponía de manifiesto la vulnerabilidad de la economía, al caer tanto los precios como el volumen de las exportaciones y al iniciarse un proceso de retiro de los capitales de Gran Bretaña y otros países europeos. Todas éstas eran manifestaciones de cómo estaban afectados lo motores que habían logrado el gran crecimiento del período anterior: las exportaciones y el ingreso de capitales.
A partir de esta situación es que comienzan a cumplir un papel fundamental las inversiones de EE.UU. pero las diferencias entre las inversiones británicas y las estadounidenses, estaban dadas en que sus productos, excepto por las maquinarias agrícolas, no generaban exportaciones, es decir, divisas. Tampoco nuestros productos tradicionales tenían posibilidades de ser colocados en el mercado norteamericano, autosuficiente en alimentos.
Así resultó complicado para Yrigoyen manejarse con cierto equilibrio en las llamadas relaciones económicas triangulares: Gran Bretaña, EE.UU. y Argentina, que caracterizaron al período.
La política gubernamental ante los conflictos originados por las consecuencias de la guerra experimentó un brusco giro a partir de 1919. Los radicales en el poder dejaron de posicionarse como árbitros entre las partes. El vuelco hacia la represión se manifestó en los acontecimientos de la “Semana Trágica”, enero de 1919, originados en una huelga que se desencadenó en el ppal. Establecimiento metalúrgico de la capital.
Desde ese momento se desplegó una realidad en la que, por un lado, se abordaron los conflictos sociales por la vía de la utilización de las fuerzas armadas. El caso de la represión en la Patagonia, en 1921, es el más conocido. Esta actitud que tomó el gobierno no hizo más que debilitar el apoyo que había tenido Yrigoyen. Toda esta situación contribuyó a que se fueran organizando los sectores de derecha, que tuvieron en la Liga Patriótica su expresión más destacada. Confluyeron en ella tanto sectores conservadores como radicales.
Uno de los intentos renovadores del primer período del gobierno radical fue el surgimiento de la Reforma Universitaria, movimiento estudiantil surgido en Córdoba en 1918 y que se extendió por el país y por toda América. Se exigía la representación estudiantil en el gobierno de la institución, la reforma de los métodos de examen y el fin del nepotismo en el nombramiento de los profesores. El apoyo del gobierno a las demandas de los estudiantes, poniendo en práctica y extendiendo a la UBA muchas de sus demandas, mostró la conexión de los radicales con las expectativas de la clase media en ascenso.
El sucesor de Yrigoyen, Marcelo Torcuato de Alvear, si bien perteneciente a la UCR, era miembro de una de las flias. más ricas del país. De allí que las clases propietarias experimentaran un sentimiento de alivio ante su triunfo electoral.
A pesar de iniciar su mandato en condiciones difíciles, originadas en la depresión económica que se produjo a partir de 1921 a nivel internacional, el gobierno de Alvear se vio favorecido por la mejora de la situación que caracterizó a los años centrales de la década. La prosperidad general ocultaba el hecho de que la posición de Argentina en los mercados mundiales se estaba tornando difícil.
La actividad industrial experimentó una sostenida expansión vinculada sobre todo al aumento de las inversiones estadounidenses.
La política de Alvear se diferenció de la de su correligionario en lo que se refiere a su relación con el Parlamento. Cuidó las relaciones y además no dispuso intervenciones federales por decreto. Sus apoyos estuvieron en quienes se habían opuesto a Yrigoyen y cuestionado su accionar, lo que fue generando que los grupos favorables al caudillo radical se fueran armando y reorganizándose en oposición al gobierno. Es así como las dos corrientes, personalistas, partidarios de Yrigoyen, que veían una desviación conservadora en el gobierno, y los antipersonalistas, partidarios de Alvear, que cuestionaban el manejo del partido como el culto a un caudillo, fueron dando cuenta de una división que ya era una realidad en la UCR.
En 1828, con un ataque creciente de los conservadores en su persona y sin el apoyo de Alvear Yrigoyen volvió a la presidencia tras un triunfo electoral aplastante.
El segundo gobierno de Yrigoyen se vio atravesado por una serie de tensiones que afectaron su gestión.
En ese escenario inestable se manifestaron dos cuestiones de importancia, una de orden nacional y otra proveniente del exterior:
El gobierno llevó adelante un proyecto de nacionalización del petróleo. Se trataba de crear un monopolio nacional de los recursos petroleros, prohibiendo a las empresas extranjeras incluso la explotación del subsuelo. El debate se extendió a la sociedad y la situación se complicó por la existencia del gobierno soviético, que ofreció petróleo por precios por debajo de los niveles internacionales a cambio de productos agrícolas. Lo cierto es que tras el alzamiento del 6 de septiembre de 1930, el tema desapareció e incluso la agencia comercial soviética fue disuelta al año siguiente.
La crisis mundial que se inició con el crack de la Bolsa de Nueva York en octubre de 1929, se manifestó con fuerza en la Argentina ya antes de esa fecha, en razón de la caída de los precios de los productos agropecuarios en el mercado mundial.
A partir de estos elementos fue creándose un clima favorable a quienes buscaban la interrupción del orden constitucional.
El clima del golpe militar iba creciendo. Entre los jóvenes se hacían fuertes las ideas nacionalistas, anticomunistas y antijudías, y se fueron agrupando en diversos círculos para enfrentar a quienes alteraban el orden.
La crisis invadió el gobierno y el partido. Así es como no llamó la atención que el 6 de septiembre de 1930, un grupo del ejército liderado por el general José Félix Uriburu concretara un golpe militar, obligara a Yrigoyen a renunciar y lo llevara a Martín García donde fue confiado prácticamente hasta su muerte.
Del golpe restaurador al triunfo del peronismo (1930-1943)
La década del 30 estuvo caracterizada, a nivel internacional, por una profunda crisis económica cuyas consecuencias fueron de enorme importancia para todos los países del mundo, en cuanto produjo el derrumbamiento del orden liberal vigente. En el caso específico de América Latina, ésta se vio afectada por la caída de los precios de los productos primarios que constituían la base de su inserción en el comercio internacional. Prácticamente todos los países se vieron inmersos en una depresión. Se fue conformando un nuevo patrón de acumulación basado en el desarrollo de una industria sustitutiva de importaciones que modificó de manera progresiva las estructuras productivas nacionales.
En el terreno político, durante los años 30 se manifestó asimismo una dramática crisis del liberalismo: el ascenso del fascismo en Italia en 1922 había sido un llamado de atención respecto del clima de la posguerra, pero el triunfo de Hitler en 1933, en un país de la importancia de Alemania mostró hasta qué punto la situación se había modificado.
Estos problemas se manifestaron con fuerza sobre los diferentes regímenes políticos latinoamericanos: entre 1930 y 1932 se produjeron intervenciones militares en naciones tan distintas como Argentina, Brasil, Bolivia, Ecuador, Chile, Perú, Guatemala, Honduras y El Salvador. Podría afirmarse que la incapacidad de las elites tradicionales para superar la crisis, el temor a los estallidos sociales y la influencia de las ideas corporativas provenientes del fascismo europeo, confluyeron para acentuar el papel de los militares en la coyuntura.
Los jefes del golpe, unidos por una profunda hostilidad a Yrigoyen, estaban sin embargo divididos en el tema crucial de los objetivos más amplios del golpe de Estado. Había dos grupos bien definidos: los nacionalistas, encabezados por el general Uriburu, presidente del gobierno provisional, y los conservadores liberales, dirigidos por el general Augusto P. Justo. Los primeros se proponían suprimir las elecciones y los partidos políticos, creando un sistema de estilo corporativo, muy en la línea del fascismo italiano. Los liberales, en cambio, consideraban que su tarea era restaurar la Constitución, sólo que liberando a la sociedad de la “demagogia” yrigoyenista.
La inicial hegemonía de los partidarios de Uriburu tuvo corta vida: su incomprensión de la vida social lo llevó a convocar a elecciones, en abril de 1931; en la provincia de Bs.As., que dieron triunfo a los recién defenestrados radicales. Este error de proporciones condujo inmediatamente al abandono de sus proyectos corporativistas y la convocatoria a elecciones generales. Las mismas se realizaron en noviembre de 1931; los radicales fueron excluidos y Justo se impuso en comicios que no se destacaron por su limpieza. Se inauguraba así una época de fraude que posteriormente fue denominada como la “década infame”.
En un sentido amplio, puede afirmarse que estas elecciones devolvieron el poder al amplio conjunto de grupos que lo habían controlado antes de 1916: los exportadores de la pampa húmeda y la burguesía agraria de las pcias. con el respaldo del ejército.
La corrupción en diferentes niveles de gobierno y el fraude electoral establecieron las restricciones que experimentó la democracia durante el gobierno de Justo. La violencia política se transformó en una práctica; así el Senado aprobó una ley que reprimía el comunismo, se instaló la tortura sistemática y los malos tratos en las cárceles como medidas habituales para los presos políticos; se aplicó la Ley de Residencia para expulsar a los militantes comunistas; se desarrolló la represiva Sección Especial como dependencia estable del Ministerio del Interior.
El carácter que asumió la vida política, económica y social durante los años 30 ha generado entre los historiadores un debate conceptual acerca de la denominación de esta etapa como “restauración” o “reconstrucción oligárquica”. Los que adhieren al concepto de restauración conciben que la oligarquía derrocó al gobierno radical con el propósito de retomar la dirección económica de la sociedad y restaurar el régimen oligárquico que había signado la etapa 1880-1916.
Otra perspectiva historiográfica sostiene que la burguesía agraria constituyó el sector dominante de la economía argentina desde los años 1880 hasta 1945, aunque en este período se sucedieron diferentes modos de dominación política. En este sentido, el golpe de 1930 significó la falta de legitimidad de un sistema de dominación, en una coyuntura en la cual la organización de la economía basada en la exportación de productos agropecuarios estaba mostrando signos de agotamiento. El concepto de reconstrucción oligárquica para definir el nuevo sistema de dominación que comenzó a articularse en 1930, parece entonces más adecuado. Esta perspectiva acentúa la idea de que los cambios que se habían desarrollado en la sociedad argentina impidieron a la burguesía agraria restaurar el régimen oligárquico tal como se mantuvo durante “el orden conservador”.
En esta década, el ejército emergió como un nuevo actor político en la sociedad argentina. Por los años 30, precisamente este sector concibió que la democracia dirigida por los sectores políticos profesionales había llevado a la anarquía y a la crisis de los valores nacionales; por ello, era el momento en que el ejército por sus condiciones, debía restablecer el orden.
Los militares, encontraron en la Iglesia Católica un interlocutor válido. Ésta se constituyó como otro actor creciente presencia en la vida política y social argentina; en esa coyuntura entendió que el poder militar era la mejor solución para subsanar los efectos perversos del capitalismo, la democracia liberal y el socialismo.
La Acción Católica, creada en 1928, se constituyó en un verdadero grupo de presión a favor del clero, convirtiéndose en el grupo laico más importante que bregó por difundir las ideas centradas en un fuerte antiliberalismo y nacionalismo. Se inició así una etapa en la historia argentina signada por las fluidas y estrechas relaciones entre Estado, Ejército e Iglesia.
En la década del 30 la caída de los precios de los productos de exportación no sólo obligó a comprimir las importaciones sino que afectó también la capacidad de recaudación fiscal del gobierno, dado que los impuestos sobre el comercio internacional proveían la mayor parte de los recursos. El control de los cambios, destinado a frenar la depreciación del peso centralizando todas las operaciones con divisas, marcó el comienzo de un intervencionismo estatal que en este terreno estuvo en condiciones de incidir sobre los precios de éstas.
Otras manifestaciones de la creciente presencia del Estado en la economía fueron:
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La puesta en marcha de las Juntas Reguladoras, destinadas a defender los distintos sectores económicos en crisis, especialmente aquellos vinculados a la exportación.
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La creación en 1935 del Bco. Central, con el objetivo de regular la cantidad de moneda y el crédito, adaptándolo a las necesidades de la actividad económica.
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La implementación de una política de obras públicas que apuntaló el proceso de desarrollo industrial. En este sentido, se creó la Dirección Nacional de Vialidad.
Tal vez el acontecimiento más significativo de la década en el terreno económico fue el “pacto Roca-Runciman” firmado en 1933 entre Gran Bretaña y Argentina.
Por una parte, GB, en el marco de las restricciones experimentadas por el comercio internacional, estableció un sistema de preferencias imperiales en la Confederación de Ottawa de 1932, por el cual se reducían las compras de carne a la Argentina en beneficio de los miembros de la Commonwealth como Australia y Nueva Zelanda. Por otra, los ingleses aspiraban a recuperar posiciones en un mercado en el que la presencia norteamericana estaba ganando posiciones de manera rápida desde la Guerra.
Frente a esta acumulación de problemas, el gobierno de Justo envió una misión encabezada por el vicepresidente de la Nación, Julio Argentino Roca(h). Las negociaciones culminaron con un acuerdo.
Los dos objetivos que se había planteado el gobierno eran los siguientes: mantener sus exportaciones de carne en el mercado británico y aumentar la participación de los productores locales en el control de las exportaciones.
El primero de los mismos se alcanzó de manera razonable; el segundo, en cambio, no se logró materializar.
Sin duda, uno de los acontecimientos más importante de este período es el salto hacia delante experimentado por la industria, resultado de las dificultades experimentadas por el comercio exterior. Ante la caída del poder de compra de las exportaciones se desarrolló una industrialización sustitutiva de importaciones que se centró en la producción de bienes de consumo.
El crecimiento industrial significó un aumento sustantivo de la clase obrera. Las condiciones de vida del sector no se modificaron de manera sustancial respecto de la situación histórica. No existió un apolítica laboral específica y los sectores patronales impusieron sus condiciones. En un contexto en el que el salario real estaba estancado, las condiciones de trabajo eran deficientes y existía un problema habitacional de dimensiones importantes, en la sociedad se gestaba un clima de descontento social. En líneas generales el costo de vida tendió a aumentar, mientras los salarios se mantuvieron o disminuyeron.
En 1930, las dos tendencias obreras, sindicalistas y socialistas, habían creado la Confederación General del Trabajo(CGT).
Entre 1935 y 1936, un grupo de gremialistas socialistas tomó por asalto la CGT y expulsó a los sindicalistas, que se separaron formando la Unión Sindical.
La CGT experimentó un gran crecimiento hasta 1943, pero gran parte de los trabajadores no estaban integrados en ella y, en su interior, los enfrentamientos entre socialistas y comunistas eran constantes. Las disidencias internas terminaron por dividir a la CGT en 1943: la CGT N°1, encabezada por Domenech, que nucleaba a ferroviarios, tranviarios y cerveceros, y la CGT N°2, encabezada por el socialista Pérez Leirós, que agrupaba a obreros de la construcción, gráficos, empleados de comercio, metalúrgicos, madereros y a La Fraternidad.
La principal diferencia radicaba en que los integrantes de la CGTN°2 aspiraban a que la Confederación tuviera una participación más activa en las cuestiones de política nacional e internacional, mientras que la CGTN°1 sostenía una actitud de prescindencia política, limitándose a las reivindicaciones específicamente gremiales y a una buena relación con el gobierno.
En 1938 la fórmula triunfante en los comicios fue la de Roberto M. Ortiz y Ramón S. Castillo. La victoria electoral fue el resultado de un fraude reconocido incluso por los vencedores: se trataba de impedir por todos los medios el triunfo de la UCR, que había levantado su abstencionismo en 1935. Ortiz tomó conciencia del nivel de la crisis de legitimidad del régimen y se propuso modificar desde el poder las prácticas políticas. Esta postura, que se manifestó en intervenciones federales a las pcias. en las que se realizaran comicios fraudulentos chocó con los sectores más conservadores de la coalición gobernante, dispuestos a continuar con el statu quo, que se resumía en la expresión “fraude patriótico”.
La continuidad de la misma se frustró como consecuencia de la enfermedad del presidente que lo obligó primero, en julio de 1940, a delegar sus funciones en el vicepresidente, y más tarde, en junio de 1942, a formalizar su renuncia. Se generó entonces una profunda crisis.
Frente a los sucesos de 1939, el gobierno proclamó su neutralidad respondiendo a los intereses de los grupos probritánicos que podían continuar así abasteciendo al Reino Unido, pero también al clima proeje que existía entre las fuerzas armadas.
El caso es que la guerra introdujo serias dificultades en el comercio exterior, favoreciendo en consecuencia la continuidad de la industrialización sustitutiva e incluso la presencia de exportaciones manufactureras argentinas en el mercado latinoamericano. Resultado de esta nueva situación fue el intento por parte del gobierno de impulsar el llamado “Plan Pinedo”, una alternativa estratégica de desarrollo económico que no se centraba exclusivamente en el sector primario, que promovía la intervención del Estado en la economía y medidas como la financiación de un mercado a largo plazo y una reforma financiera, la industrialización exportadora y especializada en materias primas nacionales y un acercamiento a EE.UU. El fracaso en el trámite de su aprobación parlamentaria mostró en gran medida la “ilegitimidad de un régimen político”. Es decir, lo que se cuestionaba, en última instancia, era el sistema de dominación política.
En 1935, un grupo de jóvenes radicales creó la agrupación Fuerza de Orientación Radical de la Joven Argentina(FORJA), que pretendía recuperar las tradiciones populares proponiéndose influir en el pensamiento político argentino para la realización nacional. Este grupo, que se identificaba como heredero de Yrigoyen y cuestionaba el liderazgo de Alvear en el partido, propuso una doctrina nacionalista y luchó por un pensamiento argentino e hispanoamericano sin influencias europeas.
En el terreno político, la Segunda Guerra Mundial contribuyó al surgimiento de un plano inclinado de deterioro del gobierno que terminó en una nueva intervención militar, en esta ocasión para impedir las elecciones que estaban programadas para septiembre de 1943.
La época de Perón (1943-1955)
El 4 de junio de 1943 se produjo un golpe militar que derrocó sin dificultad alguna a Ramón Castillo que fue encabezado inicialmente por el general Arturo Rawson. Luego, Pedro Pablo Ramírez, ministro de guerra del presidente depuesto fue nombrado presidente.
Se constituyó un gabinete casi exclusivamente compuesto por militares, dentro del cual controlaba la situación una logia, el Grupo de Oficiales Unidos (GOU). Las medidas adoptadas iban claramente en el sentido de restaurar un supuesto orden perdido; para ello se imponía cada vez con más fuerza una política de represión de sindicatos, partidos políticos y estudiantes universitarios.
Uno de los problemas más serios y de más graves consecuencias de cara al futuro lo constituyó el enfrentamiento con los EE.UU. la actitud argentina frente a la guerra frustró la intención norteamericana de forzar a los países latinoamericanos a participar en el conflicto y dio lugar a una tensión creciente. Para los dirigentes políticos del país del Norte, acabar con los militares fascistas argentinos se transformó en un objetivo importante.
El conflicto internacional repercutió en el frente militar: la decisión de Ramírez de abandonar la neutralidad condujo a su desplazamiento, reemplazado por quien parecía el hombre del GOU, Edelmiro Farrell. Sin embargo, la realidad era que quien se estaba transformando en la figura más influyente del gobierno era el coronel Juan Domingo Perón.
Perón desarrolló una política social importante como parte de una estrategia de búsqueda de apoyos civiles para el régimen militar. Frente a sus colegas, Perón argumentaba a favor del desarrollo de una política social para enfrentar la amenaza del comunismo. El nuevo hombre fuerte iba ascendiendo posiciones dentro del gobierno: con el ascenso de Farrell fue designado ministro de Guerra, y más tarde vicepresidente de la Nación. Sin embargo, estaba lejos de disponer de un apoyo generalizado dentro de las fuerzas armadas. Mientras tanto, el gobierno perdió toda iniciativa: declaró la guerra al Eje cuando el conflicto finalizaba y frente a la presión de la opinión pública y de los militares que cuestionaban a Perón, forzó a su renuncia a principios de octubre.
Ante esta situación se produjo un acontecimiento de enorme significación: los partidarios del coronel, que había sido encarcelado, se movilizaron y el 17 de octubre una multitud de trabajadores provenientes del cinturón industrial del Gran Bs.As. se reunió en Plaza de Mayo reclamando la liberación de Perón. El giro de los acontecimientos determinó que la oposición perdiera fuerza: Perón recuperó la libertad y los militares que lo cuestionaban salieron de escena.
A los pocos días, el presidente Farrell anunció la realización de elecciones presidenciales para febrero de 1946. Los sectores sindicales que se nucleaban alrededor de Perón se unieron en el llamado Partido Laborista y también se contó con el apoyo de una facción minoritaria de la UCR, que aportó el compañero de fórmula de Perón, Hortensio Quijano. Los opositores al régimen militar conformaron la llamada Unión Democrática, cuyos candidatos fueron José Tamborini y Enrique Mosca, que provenían del sector alvearista del radicalismo. Apoyados por el embajador de los EE.UU, Braden, se insistió en la caracterización de Perón como agente del nazismo, lo que dio lugar a un nuevo nivel de enfrentamiento en el que los partidarios del coronel pudieron esgrimir el eslogan de “Braden o Perón”.
En las elecciones de 1946, Perón obtuvo el 54% de los votos. Sin embargo, Perón había ganado, pero el peronismo estaba todavía por construirse.
La doctrina peronista se elaboró sobre la base de tres principios fundamentales: la justicia social, que se centraba en una distribución más justa de la riqueza nacional; la independencia económica, tendiente a lograr una mayor autonomía con respecto a los países desarrollados; y la soberanía política, plasmada en una posición alternativa frente al conflicto de la Guerra Fría entre los EE.UU. y la URSS.
El modelo del Estado peronista buscaba el apoyo total de la sociedad, lo que se dio en denominar “la peronización” de la misma; objetivo que iba de la mano con otro, tendiente a reducir a su mínima expresión a la oposición. Dentro de este esquema, el control del gobierno se extendió, por ejemplo a la prensa.
Un elemento central en el proceso lo constituyó la política educativa peronista. El sistema educativo argentino vivía una crisis de crecimiento. El peronismo introdujo cambios que se orientaron por una parte a la democratización del sistema: la expansión de la matrícula en todos los niveles, la mejora de los salarios docentes y la construcción y equipamiento de numerosos edificios escolares.
Esta política pudo llevarse a cabo con éxito debido a las medidas redistributivas del ingreso que produjeron aumentos de salarios y el mejoramiento del nivel de vida de los sectores obreros como así también, al importante nivel de inversión en educación que mantuvo el gobierno.
La manipulación del sistema educativo era parte integrante de una política más amplia destinada a la generación de consenso.
La centralización del sistema educativo se convirtió en condición indispensable para el logro de la democratización económica y política.
Sin embargo, el sistema planteó grandes resistencias a estos cambios. Entonces, el peronismo centró su estrategia educativa de masas en acciones predominantemente no escolarizadas. Entre estas acciones, merecen destacarse el accionar de las Unidades Básicas, la creación de escuelas sindicales, el accionar de la Fundación Eva Perón, la organización de grandes actos de masas para asistir al discurso coloquial del “líder”, la utilización de los medios de comunicación masivos y la difusión del deporte.
El disenso político quedó recluido al ámbito parlamentario donde también se tomaron algunas medidas para acallar la oposición. El punto culminante de esta avanzada fue la reforma de la Constitución Nacional realizada en 1949, entre cuyas medidas se introdujo la posibilidad de la reelección presidencial.
Uno de los primeros intentos de elaborar una interpretación más global del peronismo lo constituyó la obra de Jorge A. Ramos, quien desde el marco teórico de la izquierda, utilizó el concepto de “bonapartismo” para caracterizarlo. Perón se transforma en líder a partir de un movimiento masivo y espontáneo en el que la clase obrera se movilizó.
La interpretación clásica sobre el peronismo la elaboró Germani, dentro del marco teórico de la llamada “teoría de la modernización”. El peronismo constituyó una vía no democrática y autoritaria en la transición a esa modernidad.
El análisis de Germani fue muy influyente y dio origen a numerosas variaciones; entre ellas podemos nombrar la obra de Torcuato Di Tella, quien enmarca el peronismo dentro de los populismos de América Latina. El populismo es el régimen que surge como el resultado de la existencia de grupos campesinos y trabajadores urbanos, ansiosos por obtener una participación mayor en la distribución del ingreso y en la toma de decisiones políticas sin poseer el marco organizativo para manifestar sus intereses de clase. La novedad de su interpretación radica en el énfasis puesto en la importancia de la existencia de una elite que dirija la movilización de estos sectores.
El verdadero punto de ruptura en la interpretación sobre el peronismo fue el libro de Murmis y Portantiero. Para estos autores el peronismo no puede ser entendido como una ruptura completa con el pasado sino que es consecuencia del proceso que vive la Argentina en la década del 30. La formación de una alianza policlasista compuesta por trabajadores, sectores de las Fuerzas Armadas y sectores industriales, generadas por el desarrollo industrial producido en la década anterior, fue la base de sustentación del movimiento peronista.
Laclau elabora un análisis general sobre el populismo desde una perspectiva marxista, llevando la discusión a un nuevo terreno: el de la ideología.
El populismo, se caracterizó por su interpelación “democrático-popular” al sujeto “pueblo”. La fractura en la hegemonía tradicional oligárquica se reflejó en una crisis en el discurso político dominante y una nueva posibilidad discursiva hizo su aparición: el autoritarismo democrático.
¿Es posible hablar de Estado de Bienestar en América Latina? Según Villanueva, la acción del peronismo en el ámbito social no se limitó a medidas caritativas hacia los sectores más humildes sino que comprendió la incorporación al sistema político de los más carenciados. Para eso el Estado desarrolló una serie de tareas que se engloban en el término de Seguridad Social.
Durante los años 40, y más precisamente durante los gobiernos peronistas, hubo una clara política de intervención estatal, anticipada en la política social.
Entre las medidas que se adoptaron, pueden enumerarse: la ley de despidos que estableció la indemnización por despidos sin causa; el establecimiento del seguro social y las jubilaciones; el Estatuto del Peón, que procuró mejorar las condiciones de vida y de trabajo de los sectores rurales; la creación de Tribunales de Trabajo, etc.
En el ámbito de la Salud, la medicina social, definida como eminentemente preventiva, se transformó en uno de los pilares del peronismo. El Estado realizó una oferta sanitaria amplia para incidir permanentemente en el medio social, económico y cultural, a fin de combatir sus males y problemas.
La política oficial tendió a cubrir los derechos de los sectores sindicalizados, pero una gran proporción de trabajadores no estaban incorporados al sistema gremial. De hecho, la mitad de los empleados del Estado no estaban afiliados a ningún sindicato. Las políticas sociales implementadas por el peronismo mantuvieron su carácter sectorial atendiendo a las demandas de aquellos grupos sindicalizados con capacidad de presión sobre las autoridades, lo que evidentemente sectorializó el alcance de las políticas oficiales.
El peronismo no puede ser cabalmente comprendido si se deja de lado la figura de Eva Perón. “Evita” fue el canal de comunicación entre el gobierno y los sectores populares no sindicalizados. A través de la fundación Eva Perón se realizaron gran cantidad de obras dirigidas a los sectores más necesitados. Para Romero, Evita se transformó en la encarnación del Estado de Bienestar.
La Fundación fue un complemento de la política de justicia social propiciada por el Estado Nacional.
El peronismo, desde sus orígenes, impulsó la movilización de las mujeres, las causas de esta movilización han sido explicadas a partir de las necesidades del gobierno peronista de ampliación de sus bases de sustentación social. El sufragio femenino, otorgado en 1947, consolidó su inclusión en las políticas del Estado.
El discurso peronista negó la validez de la separación, formulada por el liberalismo, entre el Estado y la política, por una lado, y la sociedad civil por el otro. La ciudadanía debía ser redefinida en función de la esfera económica y social de la sociedad civil.
Para Plotkin la integración de las mujeres a la vida política era importante para el régimen por dos motivos. En primer lugar, Perón necesitaba ampliar su base política y el electorado femenino proveía territorio fértil para la obtención de nuevos votos. Pero en segundo lugar, Perón percibía a las mujeres como misionarias potenciales que podrían esparcir el mensaje peronista en los hogares, facilitando de esta manera la obtención de la codiciada “unidad espiritual”.
La economía en la Argentina peronista:
Durante los gobiernos de Perón la política económica se centró en una industrialización sustitutiva y descansó en dos pilares: la nacionalización de la economía controlada por parte del Estado y la búsqueda del pleno empleo de los trabajadores elevando su nivel de vida. La intervención estatal en la vida económica y social fue planificada a través de los Planes Quinquenales.
El primer Plan Quinquenal, que abarcó los años 1947-1951, planteó como objetivo fundamental la transferencia de recursos desde el agro hacia la industria. Para tal fin se creó el IAPI (Instituto Argentino para la Promoción del Intercambio). La función de este organismo era monopolizar las exportaciones; el Estado compraba la producción agraria pagando precios fijos, y vendía luego esos productos a precios internacionales que estaban más altos. Con la diferencia obtenida se otorgaban créditos a la industria.
El Estado, en su nuevo rol interventor, actuó como inversor directo en determinadas ramas de la industria creando compañías estatales o de capitales mixtos.
Otro punto decisivo en la política económica del gobierno peronista fue la nacionalización de empresas, como el Banco Central y las empresas de ferrocarriles y teléfonos.
Durante los años 47 y 48, el PBI aumentó considerablemente permitiendo una redistribución del ingreso entre los sectores populares.
Sin embargo, en los finales de la década del 40 se modificó totalmente el panorama económico. La recuperación de los países europeos y la inundación de sus mercados con granos norteamericanos provocó un serio declive en las exportaciones argentinas, que no podían colocar la producción agropecuaria a raíz de la política implementada por el Plan Marshall de subsidiar a sus exportaciones.
Como en otros países latinoamericanos, se llegó a un punto en el que se hicieron evidentes los límites del modelo económico industrial basado en una economía que seguía apoyada en los ingresos derivados de la producción agropecuaria.
La crisis económica se reflejó en una saturación del mercado de trabajo, al disminuir la demanda de mano de obra, y en una creciente inflación por la persistencia en el aumento de salarios mientras la producción de bienes decaía.
El Segundo Plan Quinquenal, aplicado en 1953, implicó un decisivo cambio de rumbo. El mismo tenía varios objetivos: aumento de la producción agraria en detrimento de la industrial, reducción de las importaciones, contención del gasto público, reducción de la intervención estatal en la economía y apertura a los capitales extranjeros.
Sin embargo, las dificultades económicas no pudieron ser revertidas. La caída de los precios agrícolas en el mercado mundial obstaculizó la acción del IAPI, y la situación de la industria no era mucho mejor: los empresarios no habían realizado nuevas inversiones en tecnologías, de manera que éstas se volvieron ineficientes y obsoletas.
Para resumir, podemos afirmar que a pesar de los objetivos propuestos, los logros de la nueva política económica fueron modestos: se redujo la inflación y se equilibró la balanza de pagos, pero se apreciaron cambios más sustanciales en el agro y la industria.
El Estado peronista y el movimiento obrero:
Uno de los pilares de la política peronista fue su relación con los obreros a través de los sindicatos.
La crisis económica produjo un congelamiento de los sueldos que derivó en el inicio de un período de huelgas y movilizaciones obreras. La respuesta del gobierno fue el retiro de las estructuras sindicales de los dirigentes gremiales que apoyaron esas medidas de fuerza.
En los últimos años se produjo un fuerte debate historiográfico acerca del tipo de vinculación entre la clase obrera y el peronismo.
La interpretación más tradicional es la del sociólogo Germani que plantea una diferencia fundamental entre viejos y nuevos sectores obreros. Estos últimos, tenían escasa experiencia gremial; no se concebían a sí mismos como integrantes de una clase, prevaleciendo en ellos un acentuado individualismo.
Frente a estos nuevos obreros, los viejos tenían una alta conciencia de clase y anteriores prácticas sindicales. Según esta diferenciación, Germani plantea que las nuevas masas obreras pudieron ser manipuladas a su gesto por el Estado al no contar con experiencias previas políticas y sindicales.
Esta interpretación fue cuestionada por nuevos enfoques que en su conjunto niegan la división del movimiento obrero planteando, por el contrario, la homogeneidad de su accionar.
Entre esas nuevas interpretaciones puede mencionarse la de Murmis y Portantiero que consideran que el apoyo al peronismo provino de un movimiento obrero unificado, consciente de su posición de clase obrera marginada de la redistribución de los ingresos.
Un aporte fundamental para el análisis de la cuestión lo constituyen los trabajos de Torre, quien aborda la relación entre Perón y los sectores obreros antes del 17 de octubre. Señala la importancia de la iniciativa estratégica de Perón al convocar a los dirigentes sindicales formados en la difícil época de los años 30. De allí su denominación de “vieja guardia sindical”.
Finalmente James analiza la relación afirmando que tanto social como políticamente el peronismo logró el control de los trabajadores. Este autor advierte sobre la necesidad de evitar el análisis exclusivamente en función de la manipulación y el control social. La eficacia de la ideología oficial dependió en forma decisiva en su capacidad para asociarse con las percepciones y la experiencia de la clase trabajadora. Entre los obreros existía receptividad, sustentada en la sensación de haber recobrado dignidad y el respeto propio. Por lo tanto, para James, la clase trabajadora fue constituida por Perón; su propia identificación como fuerza social y política dentro de la sociedad nacional fue, al menos en parte, construida por el discurso político peronista.
El Estado peronista y la Iglesia:
La relación del peronismo con la Iglesia también ha concitado el análisis de los historiadores.
El vínculo armónico que caracterizó al primer gobierno se centraba en la aplicación, por parte del gobierno, de las ideas del catolicismo social: la noción de armonía social reemplazó a la de lucha de clases sostenida por la izquierda.
La llegada de Perón fue percibida como el contexto propicio para lograr un “nuevo orden católico”, ni liberal ni comunista, sobre todo, cuando el presidente comenzó a actuar en ese sentido, apelando a las encíclicas y recurriendo a un universo semántico y simbólico similar al del catolicismo social. Parecía, entonces, que el Estado volvía a su esencia católica.
Sin embargo, esta relación de armonía comenzó a deteriorarse en el segundo gobierno de Perón, cuando el estado impulsó una mayor intervención en la sociedad ocupando áreas que hasta el momento se encontraban en manos de instituciones religiosas. De manera especial, la Fundación Eva Perón fue la que produjo la mayor resistencia por parte de la Iglesia, que la veía como una competidora en el ámbito de la caridad social. Igualmente rechazadas fueron las iniciativas del gobierno por captar a los jóvenes y a las mujeres.
Pero el quiebre definitivo recién se cristalizó en 1954. El gobierno acusaba a la curia y a las instituciones vinculadas con la Iglesia, como el crecientemente creado Partido Demócrata Cristiano y a la Acción Católica, de ser los principales opositores a su gobierno y de incentivar movilizaciones antigubernamentales aprovechando las festividades religiosas. La Iglesia criticaba las medidas anticlericales del gobierno y lo consideraba responsable de incentivar la oposición a la institución religiosa.
La caída de Perón:
La oposición política comenzó a despertarse incentivada por la fuerte conflictividad social que aglutinaba a sindicalistas, que luchaban por aumentos salariales, e industriales, que querían volver al esquema proteccionista anterior. Otros sectores influyentes de la sociedad, como la Iglesia contribuyeron a profundizar la crisis del régimen.
El período peronista estuvo atravesado por un fuerte conflicto cultural que enfrentó a la oligarquía y al pueblo. Lo popular combinaba las dimensiones trabajadora e integrativa. No se apoyó en un modelo cultural diferente del establecido, sino que trató, de manera diferente y más amplia, de apropiarse de él, de participar de algo juzgado valioso y ajeno. En esa perspectiva, la oligarquía era quien pretendía restringir el acceso a esos bienes y excluir al pueblo.
Inversamente, desde la oposición, la resistencia a las prácticas políticas de l peronismo se combinaba con la indignación con la manera en que se llevó adelante el proceso de democratización social.
Las Fuerzas Armadas se constituyeron paulatinamente en el centro de la oposición. En junio se produjo un intento fallido que incluyó un bombardeo aéreo sobre la ciudad de Bs.As. Finalmente, en septiembre, un nuevo golpe militar liderado por Isaac Rojas, Pedro Aramburu y Eduardo Lonardi destituyó a Perón y estableció un gobierno de facto.
“Autoritarismo y democracia” Marcelo Cavarozzi.
I. El fracaso de la “semidemocracia” y sus legados:
En 1955 una insurrección militar puso fin al gobierno peronista; asimismo tuvo éxito en desmantelar el modelo político prevaleciente durante los diez años anteriores. El modelo peronista, basado en la relación directa entre líder y masas, había hecho de Perón el depositario único de la representación del pueblo.
Los líderes del golpe caracterizaron al régimen peronista como una dictadura totalitaria y, en consecuencia, levantaron los estándares de la democracia y la libertad, proponiéndose como objetivo el restablecimiento del régimen parlamentario y el sistema de partidos. Este objetivo, sin embargo, se frustró recurrentemente: en 1962 los militares derrocaron al presidente Frondizi; en 1966 los militares volvieron a intervenir para derrocar a otro gobierno constitucional, esta vez el de Illia.
Argentina pos 1955: una comunidad política desarticulada:
El derrocamiento del gobierno peronista en 1955 fue promovido por una amplio frente político que incluyó a todos los partidos no peronistas, los representantes corporativos e ideológicos de las clases medias y las burguesías urbana y rural, las Fuerzas Armadas y la Iglesia.
Muchos antiperonistas creyeron que la mera denuncia de los “crímenes de la dictadura”, acompañada de un proceso de reeducación colectiva, resultaría en una gradual reabsorción de ex peronistas por partidos y sindicatos “democráticos”. Esta ilusión no duró mucho: el peronismo sobrevivió a la caída de su gobierno y se constituyó en el eje de un vigoroso movimiento opositor.
El corolario de la exclusión del peronismo fue particularmente complejo. En primer lugar, introdujo una profunda disyunción entre la sociedad y el funcionamiento de la política en la Argentina, que resultó en la emergencia paulatina de un sistema político dual. El principal resultado de este dualismo fue que los “dos bloques” principales de la sociedad, el sector popular y el frente antiperonista, rara vez compartieron la misma arena política para la resolución de conflictos y el logro de acuerdos basados en mutuas concesiones. El sector popular quedó privado de toda representación tanto en las instituciones parlamentarias semidemocráticas como en la maquinaria institucional del Estado.
Las presiones ejercidas por el sector popular fueron de carácter extra institucional. La misma se redujo a la capacidad de desestabilizar, desde afuera del escenario político oficial, a cada uno de los regímenes civiles y militares que se sucedieron durante el período.
Originalmente, el bloque social que enfrentó a los sectores populares se expresó plenamente a través del frente formado por los partidos no peronistas y los militares “democráticos” triunfantes en 1955. Poco a poco, sin embargo, esta situación se fue alternando y partidos no peronistas y militares comenzaron a expresar contenidos disímiles y, a veces, antagónicos. Esto se debió a dos razones. La primera fue que los militares “democráticos” de 1955 fueron perdiendo progresivamente su “vocación democrática”. Este deslizamiento autoritario de los militares los llevó a enfrentarse con los partidos. La segunda causa fue que los partidos no peronistas se transformaron en el principal canal de expresión de una compleja interacción entre dos controversias que dominaron la escena política argentina luego de la caída de Perón.
La primera de estas controversias se definió en torno al rol del gobierno con respecto a la erradicación del peronismo. Las diferentes posiciones en ese sentido comprendieron un espectro que iba desde el “integracionismo”, el cual postulaba una gradual reabsorción del peronismo en la vida política; hasta el “gorilismo”, con su nunca abandonado propósito de “extirpar completamente el cáncer peronista “ de la sociedad argentina. La segunda controversia estuvo vinculada al modelo socioeconómico que reemplazaría al que había prevalecido durante el período 1945-1955.
A partir de 1956 fueron emergiendo gradualmente tres posiciones divergentes en el campo del antiperonismo: la del populismo reformista, la desarrollista y la liberal. La primera alentó la posibilidad y conveniencia de promover simultáneamente los intereses de la clase obrera y la burguesía urbana. Esta posición combinaba elementos reformistas y populistas y sólo formuló dos críticas importantes a las políticas económicas del peronismo. Por una parte sostuvo que las políticas de Perón habían desalentado la producción agropecuaria y argumentó que se había fracasado en la promoción de la industria pesada y el desarrollo de la infraestructura económica, y que le Estado había expandido desproporcionadamente sus gastos corrientes, retrasando la inversión en obras públicas.
Las consignas del populismo reformista fueron promovidas por el radicalismo. En 1956 el partido se dividió; un ala, la Radical Intransigente o frondizista, era partidaria de una gradual legalización del peronismo; la otra, los radicales del pueblo, permanecieron cercanos a la posición proscriptiva, más dura, de los militares.
Sin embargo, cuando el líder de los Intransigentes, Arturo Frondizi, fue elegido presidente en 1958, redefinió radicalmente la orientación económica del partido, articulando una posición distinta, la desarrollista.
Los desarrollistas sostuvieron que el estancamiento económico de la Argentina se debía principalmente a un retardo en el crecimiento de las industrias de base. Tal debilidad sólo podía superarse mediante un proceso de “profundización” que abarcara la expansión de los sectores productores de bienes de capital e intermedios, y de la infraestructura económica. Los desarrollistas abogaron por un cambio sustancial en las políticas relacionadas con el capital extranjero, aplicadas en el país desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El desarrollismo sostuvo que, dado que los recursos locales de capital eran insuficientes para lograr la deseada “profundización”, se requería una incorporación masiva de capital extranjero de la economía.
El programa desarrollista no cuestionó los aspectos centrales del proceso de industrialización sustitutiva inaugurado en los años treinta. Por el contrario, los políticos desarrollistas impulsaron tanto la aceleración como la ampliación cualitativa del proceso de industrialización.
Los liberales no sólo criticaron el modelo de conciliación de clases; cuestionaron también la premisa según la cual el desarrollo industrial debía constituir el núcleo dinámico de una economía cerrada.
La imagen del mercado pasó a constituir la piedra fundamental de la posición liberal. Por una parte, implicaba la apertura de la economía argentina y su reintegración al mercado internacional, mediante la reducción de los aranceles y la eliminación de otras “distorsiones” que protegían a los sectores artificiales. Por otra parte, suponía una drástica reducción de la intervención del Estado en la economía y la restauración de la iniciativa del sector privado.
A partir de 1955, los partidos políticos, organizaciones corporativas y corrientes ideológicas, a través de los cuales se expresaron el reformismo populista, el desarrollismo y el liberalismo, entraron en numerosas alianzas y conflictos. Tanto los apoyos que tales partidos e instituciones recibieron como las oposiciones que suscitaron tuvieron que ver con dos factores: 1- Las predicciones de las consecuencias que previsiblemente tendría la implementación de las políticas económicas alternativas en relación con los intereses económicos de cada clase o sector social; y 2- El modo en que la retórica, las plataformas y la ideología de cada partido o corriente aludieron a la cuestión del peronismo.
Uno de los rasgos sobresalientes de la disyunción que recorrió al antiperonismo a lo largo de este período fue que cada uno de los resultados sucesivos estuvo determinado por el sentido en que, alternativamente, oscilaron los liberales. Al mismo tiempo, sin embargo, los liberales ejercieron sólo una influencia mínima en el curso de la economía y la política. Entre 1964 y 1966, a diferencia del período frondizista, el énfasis renovado puesto por los liberales en sus objetivos económicos no desembocó en otra alianza con el ala desarrollista del espectro político. A esa altura, los liberales ya estaban convencidos de que para alcanzar sus objetivos económicos y políticos debían romper sus vínculos con el establishment partidario no peronista.
Los sindicatos peronistas en la oposición:
El régimen militar fracasó rotundamente en sus intentos de erradicar al peronismo de la clase trabajadora. Asimismo, el régimen no logró imponer su proyecto de crear un sistema de afiliación y representación sindical múltiple, destinado a reemplazar las pautas establecidas por la ley peronista de los años 40. Sin embargo, a pesar de que no cuajaron, estos intentos produjeron cambios importantes en el interior del movimiento obrero a partir de 1955.
Los líderes sindicales peronistas que habían controlado los sindicatos hasta 1955 se vieron, salvo contadas excepciones, desplazados de la escena sindical, y nunca recuperaron su anterior influencia. En segundo lugar, el frustrado proyecto de los militares creó las condiciones del surgimiento de un movimiento sindical peronista enteramente diferente que ganó cierta independencia frente a Perón y fue capaz de desarrollar su propia estrategia política.
Sin embargo, Perón no desapareció de la escena política argentina. Su figura emergió como el principal símbolo del retorno.
Una circunstancia importante fue que las connotaciones ideológicas del peronismo se fueron librando en parte de su influencia. Un peronismo menos subordinado a la autoridad de Perón, y reflejando más directamente el peso relativo de las fuerzas sociales que lo constituía, se transformó en un peronismo crecientemente proletario.
El símbolo unificador de la recuperación de la época de oro perdida lo constituía, por supuesto, el retorno de Perón a la Argentina... y al poder. Se transformó, más bien, en un mito que cumplía dos funciones. En primer lugar, permitió a los líderes sindicales interpelar a los obreros como obreros peronistas, y por lo tanto rescatar una de las raíces de su identidad colectiva. En segundo lugar, la proclamada adhesión a un objetivo político que, en el contexto de la Argentina de 1955-1966 era considerado inalcanzable por todos los sectores políticos importantes liberó a los sindicalistas de la responsabilidad de reconocer las consecuencias y corolarios políticos más concretos que tenía su estrategia.
Las prácticas políticas del movimiento sindical combinaron dos elementos: un patrón de esporádicas penetraciones en los mecanismos de representación parlamentaria que se manifestó a través de la limitada, aunque significativa, capacidad de los líderes sindicales para influir sobre la conducta electoral de los trabajadores y una acción de desgaste a largo plazo que se ejerció contra regímenes políticos que excluyeron al peronismo.
Las administraciones del período 1955-1966, tanto civiles como militares, resultaron debilitadas por los efectos que produjo uno de sus propios axiomas operativos, es decir, la exclusión del peronismo de la escena política legal.
La estrategia del movimiento sindical peronista tuvo una ventaja importante: su poder se materializó en buena medida a través de las acciones de otros actores. Esto permitió a los sindicalistas disociarse de las consecuencias indeseables de los ciclos de golpes y repliegues de los militares. La estrategia sindical tuvo además otras dos características. Por una parte, que el movimiento sindical promoviera el logro de sus objetivos a través de otros actores dio lugar a que los objetivos de estos “intermediarios” interfirieran o modificaran parcialmente los propios del movimiento sindical. Por otra parte, que el poder del sindicalismo se manifestara principalmente a través de la imposición de restricciones a las acciones de otros actores, ocultó su incapacidad para formular un diagnóstico propio de la crisis estructural que afectaba a la economía argentina desde fines de la década del 40 y para proponer respuestas.
Los militares del período posterior a 1955: nuevos estilos de intervención política:
A partir de 1955, durante una primera etapa, los militares desarrollaron un estilo de intervención tutelar que resultó en: la exclusión del peronismo del proceso electoral y de las instituciones representativas del Estado y el ejercicio de presiones y de su poder de veto sobre las medidas e iniciativas políticas del gobierno constitucional instalado en 1958, con el propósito de imponer sus propias preferencias en los asuntos públicos. Por supuesto, todo esto se hizo en nombre de la democracia. El peronismo, y luego de 1959, el comunismo fueron equiparados con la “antidemocracia”.
A menudo, el disenso interno y la fragmentación surgieron cuando distintos sectores de las FA no estuvieron de acuerdo en relación a cuestiones tales como el alcance y la naturaleza de las presiones que se ejercerían sobre las autoridades constitucionales, o las políticas que se aplicarían con respecto a los sindicatos y al partido peronista. La fragmentación militar alcanzó su punto más crítico entre loa los 1959-1963, a raíz de confrontaciones entre facciones opuestas. La victoria de una de estas facciones militares en 1963, los azules, y la emergencia del general Onganía como indiscutido hombre fuerte del Ejército abrió el camino a una profunda revaluación de la estrategia política de los militares. En consecuencia, las prácticas de intervención tutelar fueron rápidamente abandonadas. Uno de los principales corolarios de la doctrina de “seguridad nacional” implementada entre 1963-1966, fue que las FA deberían asumir la responsabilidad única en el manejo de los asuntos públicos, con la consiguiente exclusión de las partidos políticos y la abolición de los comicios y los mecanismos parlamentarios.
En 1966 los grupos liberales recibieron con beneplácito la posición antipartidista adoptada por las FA. Por lo tanto, el golpe militar y la posibilidad de fundar un régimen no democrático, permanente y estable, aparecieron ante los liberales como una opción tentadora.
Lo que resultó en parte paradójico, sin embargo, en 1966, fue que las consignas de los militares liderados por Onganía fueron acogidas con beneplácito no sólo por los liberales sino también por el sindicalismo peronista y la corriente hegemónica dentro de él, o sea el vandorismo. Los dirigentes sindicales redescubrieron rápidamente ingredientes de la ideología peronista que resultaban consonantes con los esquemas de militares como Onganía.
II- El predominio militar y la profundización del autoritarismo.
El golpe de 1966: la suplantación de la política por la administración:
En junio de 1966, la culminación de la tarea de “profesionalización” de las FA encarada por el líder triunfante de los enfrentamientos militares de 1962-1963, el general Onganía, coronó la coincidencia implícita de liberales y sindicalistas en apoyo al golpe militar que derribó a Illia.
La centralidad que ocupó en la propuesta de Onganía la temática de la renovación y simplificación de la política argentina no fue casual. Respondió a la convicción de que el problema de la Argentina era un problema fundamentalmente político, y que de lo que se trataba era barrer con la complicada, ineficiente y eventualmente peligrosa intermediación de los circuitos partidarios, parlamentarios y corporativos. En el plano de la economía la fórmula del gobierno de Onganía no resultó demasiado novedosa. Consistió principalmente en reeditar, con algunas modificaciones, las recetas desarrollistas ensayadas entre 1959 y 1962, presumiblemente liberadas de los límites impuestos por las modalidades políticas prevalecientes hasta 1966.
Aparte de los éxitos económicos alcanzados hasta la primera mitad d e 1969 el gobierno se anotó una serie de importantes triunfos políticos: los partidos cayeron en un pozo de irrelevancia e inactividad, los sindicatos fueron forzados a aceptar sucesivamente la abolición, en la práctica, del derecho a huelga y la intervención gubernamental de los gremios industriales más importantes como resultado del “Plan de Acción” de comienzo de 1967, y Perón fue convirtiéndose en una especie de muerto político aparentemente despojado de todas las armas que había utilizado tan eficazmente entre 1955-1966 para desestabilizar a los gobiernos.
Sin embargo, durante los dos años y medio transcurridos entre fines de 1966 y mediados de 1969 hubo dos espacios en los cuales fueron dándose fenómenos novedosos. El primero fue la creciente gravitación que fue adquiriendo el mayor perfilamiento de las corrientes internas dentro de las FA. Las tensiones y conflictos internos de los militares y los contactos con personajes externos clave perdieron legitimidad y pasaron a tener lugar cada vez más subterráneamente. La consecuencia previsible fue que el caudillo militar de los tres años previos fue quedando progresivamente aislado de sus camaradas de armas.
El segundo espacio en el que se produjeron modificaciones significativas fue el de una serie de ámbitos de la sociedad civil que, hasta 1966, habían sido dominados, en buena medida, por la lógica de negociaciones y presiones extra institucionales, pero controladas.
Las medidas antisindicales tomadas a partir de fines 1966 no liquidaron a los gremios ni a sus dirigentes, tampoco era ésa su intención, sino que los forzaron a aceptar dócilmente las políticas gubernamentales.
En 1968 comenzó a insinuarse un proceso que se profundizó a partir de 1969, por el cual se resquebrajaron las complejas ligazones, que desde principios de la década, habían mantenido articulado un sindicalismo relativamente unificado con eje en el poderoso dirigente del gremio metalúrgico, Augusto Vandor. La ruptura por parte del gobierno del diálogo con los vandoristas privó casi totalmente a éstos de una de las dos patas en las que se apoyaba su estrategia, es decir la negociación con el Estado. Esto último desvalorizó el argumento vandorista de que una postura menos intransigente producía mejores resultados. La desvalorización de la estrategia vandorista permitió que en marzo de 1968 una heterogénea combinación que incluía a peronistas duros, “independientes” progresistas y a marxistas ajenos a la ortodoxia del partido comunista, se impusiera al vandorismo y designara a Raimundo Ongaro, un obrero gráfico, secretario general de la CGT. En parte debido a la represión oficial y en parte como resultado de sus tácticas erráticas, la CGT de los argentinos, tal fue el nombre que adoptó la entidad dirigida por Ongaro, fue perdiendo rápidamente la adhesión de la mayoría de los sindicatos que originariamente la habían integrado.
A partir de 1969 se superpusieron dos crisis: por un lado, la del régimen militar autoritario, crisis cuyo despliegue pasó a ser gobernado por el entrecruzamiento de los conflictos internos de las FA y las interrelaciones entre un gobierno cada vez más acorralado y un frente de oposiciones políticas que fue progresivamente convergiendo en torno a la persona de Perón; por el otro, la crisis de la dominación social, que se expresó a través de la incertidumbre acerca de la continuidad de prácticas y actitudes antes descontadas como naturales de clases y sectores subordinados.
Es en ese sentido que se puede afirmar que en 1969 se abrió un período inédito en la historia argentina, en el que resultó profundamente cuestionada y corroída la autoridad de muchos de aquellos que “dirigían” las organizaciones de la sociedad civil, sobre todo en los casos de quienes aparecían más directamente “garantizados” por el Estado. Dentro de esta categoría quedaron incluidos los dirigentes sindicales más propensos a la negociación y más dependientes de la tutela estatal, los profesores y autoridades de las universidades y escuelas, la jerarquía conservadora de la Iglesia Católica y los gerentes y empresarios.
Desde el Cordobazo hasta la defenestración del efímero sucesor de Onganía, el general Levingston, la agudización de la crisis del régimen militar jugó de modo de acentuar la seriedad de las amenazas a las bases mismas de la dominación social. El empecinamiento de Onganía en procurar el imposible salvataje de su esquema, primero, y el intento de Levingston de “profundizar” la “Revolución Argentina” dándole un carácter más nacionalista y movilizador, después, no sólo terminaron por alienarle definitivamente el apoyo del grueso de sus camaradas, sino que, además, sirvieron para acentuar la crisis social al superponer, y a veces fusionar, las contestaciones antiautoritarias con las primeras manifestaciones de otros tres tipos de cuestionamiento:
Aquellos centrados en las políticas económicas liberales.
Aquellos que, en un primer momento, reclamaron la liberalización política del régimen militar, para pasar luego a exigir una plena democratización con la celebración de elecciones sin proscripciones ni condicionamientos.
Aquellos que, sobre todo desde el ámbito de la incipiente guerrilla peronista, plantearon el objetivo de promover la insurrección popular armada para instaurar un orden social y político alternativo de carácter no parlamentario y “socialista nacional”.
La operación implementada por el tercer presidente militar, el general Lanusse, partió precisamente de reconocer al limitado margen de iniciativa del gobierno, desplazando el eje de la política del plano de la crisis social al de la dilucidación de las características específicas del régimen que remplazaría a la dictadura militar.
La reorientación y rearticulación de la crisis no resultaron ajenas a la operación gubernamental inaugurada por Lanusse. La asunción de la presidencia por éste permitió al gobierno recuperar, en parte, la capacidad de determinar cuáles serían los campos en los que se librarían las batallas políticas de la sociedad argentina.
El gobierno recuperó parcialmente la capacidad de fijar los parámetros de la acción política a costa de renunciar a cualquier cuota de iniciativa que hubiera podido mantener, cediéndola irreversiblemente, por ende, a oposiciones que no controlaba.
Los años de Lanusse resultaron bastantes diferentes a los dos anteriores. No tanto porque las turbulencias políticas disminuyeran sino, más bien, porque la política fue adquiriendo un carácter más pautado. Es decir, se pasó de una situación en la cual el gobierno fue desbordado y las acciones sociales quedaron sin un cauce definido, a otra en la que dichas acciones se fueron “organizando” en torno a nudos generados a partir de las iniciativas de actores políticos más o menos constituidos. En el caso de los actores que poblaban el campo de la oposición, éstos se propusieron objetivos muy disímiles; sin embargo, todos compartieron una orientación común: el percibir la crisis social abierta en 1969 como el terreno apto, o como un instrumento, para alcanzar, de diferentes maneras, los objetivos propios.
Se puede afirmar que en la Argentina de 1971 a 1973 las prácticas de los agentes políticos, y particularmente de aquellos que componían el campo de la oposición política, contribuyeron a reabsorber o conjurar la crisis social. Todos estos agentes, incluso aquellos que se definían como los instrumentos del “cambio de estructuras”, se situaron frente a las acciones sociales de carácter contestatario tratando de enhebrar a sus lógicas, es decir, las lógicas orientadas casi exclusivamente a la conquista del poder político. Durante esos años, esas lógicas se enfrentaron en dos planos diferentes: por una parte se dieron luchas entre el gobierno militar y las oposiciones que, en una proporción abrumadora, concluyeron en triunfos para estas últimas; por la otra, se fueron perfilando propuestas alternativas en el campo de la oposición que, por lo general, no trascendieron el terreno de las consignas y las confrontaciones ideológicas.
La naturaleza de la crisis política entre 1971/1973 contribuyó a debilitar la autonomía de las contestaciones celulares de carácter antiautoritario.
Retorno de Perón y fracaso de su proyecto de institucionalización política:
A pesar de todas las diferencias que separaban a Perón del Onganía de 1966, el viejo líder retornó al poder en 1973 compartiendo uno de los puntos esenciales del diagnóstico original de la “Revolución Argentina”, es decir, que el problema de la Argentina era de carácter político.
La fórmula de Perón apuntó a crear un doble arco de articulaciones de los actores sociales y políticos. El primero consistió en el intento de reedición de los acuerdos entre asociaciones gremiales de trabajadores y empresarios que habían comenzado a estructurarse durante el último para de años del anterior gobierno peronista. Como en aquella ocasión, se convocó a las entidades gremiales confederales, la CGT y la Confederación General Económica (CGE) para que acordaran los niveles generales de aumentos salariales, comprometiéndose a respetarlos durante su vigencia y a someterse al arbitraje final del Estado en caso de eventuales desacuerdos.
Distinta era la situación en el campo sindical. En él, la conducción vandorista, que seguía al frente de la CGT, había perdido terreno desde 1968 a favor de grupos de oposición y activistas de planta quienes le reprochaban a la vieja camada dirigente sus claudicaciones frente al Estado y las patronales. La campaña electoral que culminó con la elección de la fórmula Cámpora y Solano Lima reafirmó la declinación de los sindicalistas y el auge de la izquierda peronista, dentro de la cual los Montoneros habían anunciado expresamente que su objetivo era la exterminación física de los dirigentes sindicales.
En definitiva, el acuerdo entre sindicalistas y empresarios, el Pacto Social, fue firmado a los pocos días de llegado Cámpora a la presidencia, estableciéndose en él un moderado aumento de salarios y su posterior congelamiento, además de la suspensión de los mecanismos de negociación colectiva salarial por le plazo de dos años y su reemplazo por un compromiso del Ejecutivo de implementar medidas para mantener el poder adquisitivo del salario.
El rescate del Parlamento como ámbito de negociación y la propuesta implícita de crear un sistema de partidos representativo iba en contra del movimiento del peronismo de la primera época. Sectores del peronismo sostuvieron posiciones diametralmente opuestas; sin embargo, todos ellos coincidieron en sus condenas a la “partidocracia” y a los formalismos de la democracia liberal. Fue por ello que los principales apoyos que encontró Perón a su proyecto de revitalización del Parlamento y los partidos estuvieran fuera del peronismo; ellos fueron el radicalismo, con cuyo líder, Balbín, Perón celebró una reconciliación histórica a fines de 197, y los grupos más importantes de la derecha y la izquierda parlamentarias, la Alianza Popular Federalista y la Alianza Popular Revolucionaria.
Finalmente, la propuesta de Perón contempló la redefinición del rol de las FA. Para ello procuró, por un lado, preservar una esfera de autonomía corporativa, lo que también introdujo un importante cambio con respecto a las “fuerzas armadas peronistas” que se había pretendido crear entre 1946 y 1955. Por el otro lado, y como contrapartida complementaria de lo anterior, Perón, aprovechando la inercia generada por la derrota política de los militares, procuró que éstos se subordinaran efectivamente a las autoridades constitucionales del Estado.
El complejo andamiaje político - institucional de Perón fue apoyado por algunos sectores minoritarios del peronismo político y sindical, por la mayoría de los aliados del peronismo en el FREJULI y por la principal oposición partidaria, la UCR.
Sin embargo, el esquema no llegó a implantarse ni siquiera mínimamente y el sucesivo desmoronamiento de sus engranajes no sólo enhebró el proceso de licuación del gobierno peronista, sino también el de la desarticulación política del campo popular.
Sobre el trasfondo de la intensificación del terrorismo guerrillero y paraestatal, se fueron proyectando episodios que, además de dilucidar enfrentamientos, fueron minando la viabilidad del gobierno constitucional y, por ende, del régimen democrático; la salvaje limpieza de los sectores de izquierda, el Navarrazo, el alejamiento de Gelbard, el Rodrigazo, la defenestración de López Rega y su camarilla y la renuncia del ministro de Economía Cafiero ante el sabotaje sindical a su programa fueron uno de los más importantes ejemplos de dicha secuencia.
Hacia mediados de 1975 ya habían sido excluidos de la lucha por el poder la izquierda peronista y los sectores empresariales y políticos vinculados a Gelbard. A esa altura, la camarilla agrupada alrededor de López Rega intentó liquidar al único contendiente de peso que se le oponía dentro del peronismo, o sea, la dirigencia sindical. Por un lado, se procuró contener mediante un retraso salarial la desenfrenada carrera de precios y salarios desatada en 1974. Por el otro, se trató de lograr la involucración de las FA con la pretensión de que los militares se convirtieran en el sostén principal de un régimen político que tendiera inexorablemente a la liquidación completa de las instituciones parlamentarias y de las libertades públicas. La operación política concebida en torno al Rodrigazo resultó un descalabro total que culminó con la defenestración de López Rega y de sus asociados más cercanos y el irreparable deterioro de la figura de Isabel Perón.
Durante el lapso que medió entre el Rodrigazo y la caída de Isabel en marzo de 1976 se fue considerando aceleradamente el síndrome de una sociedad desgobernada. El plano más visible del proceso fue la descomposición misma del gobierno peronista; éste perdió totalmente el contacto con la sociedad quedando despojado de toda posibilidad de regular o influir sobre los procesos sociales.
Pero por otra parte, la imagen de caos y desgobierno no fue simplemente el resultado de las torpezas y la ineficacia del gobierno y la parálisis de los actores ligados a él. A partir de mediados de 1975 dicha imagen fue fomentada deliberadamente por las FA y la cúpula empresarial liberal que reaparece espectacular y exitosamente con la creación de la APEGE (Asamblea Permanente de Entidades Gremiales Empresariales). En efecto, unos y otros formularon críticas cada vez más demoledoras.
El golpe de 1976: revolución burguesa en contra de los proletarios... y de los burgueses:
Mientras en 1955 y 1962 los militares se limitaron a impedir la continuación de regímenes políticos a los que se oponían, ya en 1966 la ideología golpista fue más allá y propugnó la instalación de un régimen no democrático sostenido, en última instancia, por las FA. En 1976, finalmente, la ideología del golpismo fue todavía más revolucionaria. Al proyecto de establecer un gobierno de las FA, y no meramente apoyado por ellas, se agregó la visión de la necesidad de producir un cambio profundo en la sociedad argentina.
El desafío de la guerrilla y la aguda crisis social que durante años se superpuso con dicho desafío fueron interpretados por los militares como la manifestación de una sociedad enferma cuyos orígenes se remontaban a 1945, e incluso a 1930. Desde esta visión el populismo y el desarrollismo modernizante aparecieron como las dos caras de una misma moneda.
Para el diagnóstico de los militares de 1976, una de las pruebas más contundentes de los límites del desarrollismo, y en definitiva de su confluencia con la premisa básica del populismo, fue el hecho de que el desarrollismo no dejó de propiciar un pacto con el sindicalismo peronista, demandándole o imponiéndole sacrificios, pero al mismo tiempo sentando las bases para la creación y expansión de su formidable poder organizativo.
En síntesis, para los militares de 1976 el desarrollismo se transformó en el correlato del populismo.
Los respectivos ministros tuvieron que ejecutar sus políticas en el contexto de administraciones cuyos titulares, Frondizi y Onganía, no compartían los preceptos del liberalismo. Durante la década del 60, las políticas de los ministros liberales fueron a menudo saboteadas por otros sectores de los propios gobiernos y, además, fueron implementadas bajo la permanente espada de Damocles que pendió sobres sus ejecutores.
En la Argentina de mediados de 1970 la ideología liberal tuvo una virtud adicional que resultó fundamental para garantizarles audiencias más nutridas y predispuestas dentro de las FA. Por primera vez en la historia argentina contemporánea, los viejos preceptos liberales, es decir, la reivindicación del mercado como mecanismo exclusivo de asignación de recursos y la crítica de las industrias “artificiales” y del “excesivo” intervencionismo estatal, tendieron a armonizarse con el pensamiento militar, proporcionando una filosofía fundante a una reformulada Doctrina de Seguridad Nacional. El liberalismo había sido la única corriente consecuentemente antiperonista y, además, había virado consonantemente con la profundización antidemocrática que los militares habían protagonizado a partir de 1958. Sin embargo, de las doctrinas liberales se desprendía una serie de consecuencias que habían repugnado tradicionalmente a los militares: el redimensionamiento industrial, la revigorización del mercado de capitales y la crítica de las prácticas nacionalistas y estatistas. En 1975/1976, finalmente, los liberales pudieron articular un discurso en el que se integraron tres núcleos temáticos que hasta entonces habían permanecido dispersos y que definieron la matriz del orden a erradicar; la subversión, caracterizando como tal no simplemente a las acciones guerrilleras sino también toda forma de activación popular, todo comportamiento contestatario en escuelas y fábricas y dentro de la familia, toda expresión no conformista en las artes y en la cultura, y, en síntesis, todo cuestionamiento a la autoridad; la sociedad política populista: el peronismo, los sindicatos, las oposiciones “complacientes(es decir los radicales y la izquierda parlamentaria), y el Estado tutelar; y por último, la economía urbana apoyada en la dinámica del sector industrial.
El recetario liberal de 1976 enfatizó la idea de un Estado fuerte. Partiendo de una crítica del Estado democrático populista desarrollista como un Estado débil sometido a los vaivenes de las excesivas demandas sectoriales e incapaz, en el límite, de poner coto al caos y a la subversión, los liberales reivindicaron la necesidad de que el Estado subordinara los privilegios sectoriales y los y las garantías individuales a la “razón de guerra” contra la subversión, sus aliados y las costumbres sociales y comportamientos económicos que constituían su “caldo de cultivo”. Las FA, por ende, fueron presentadas como “responsables principales y últimas del destino nacional”.
La revolución en serie que proponían los liberales exigía, en principio, que el Estado se disciplinase a sí mismo, eliminando empresas públicas y empleos “superfluos”, desmantelando sistemas de subsidio y absteniéndose de fijar precios sociales para sus servicios. Sin embargo, la reforma del Estado avanzó muy lentamente; los mandos militares permanentemente sabotearon las iniciativas de Martínez de Hoz sometiendo al frustrado reformador a numerosos vetos a sus propuestas de achicamiento del Estado. Asimismo, encararon proyectos que resultaron en incrementos significativos del gasto público, como la construcción de estadios para el campeonato mundial de fútbol de 1978. En cambio, el ministro de economía tuvo más éxito en difundir la consigna acerca de la conveniencia de destruir los “viejos” hábitos de trabajadores y empresarios. En el caso de los trabajadores, la apelación a la idea de mercado, es decir de un universo en el cual sus componentes son átomos, y se conciben como tales, respondió al propósito de destruir los mecanismos mediadores, principalmente los sindicatos y las estructuras de representación obrera en las plantas. Los efectos de la irrupción del Estado fueron particularmente perjudiciales para el movimiento obrero. Esto se debió, en buena medida, a las modalidades de constitución de la clase trabajadora argentina como sujeto colectivo. Mucho más que en el caso de otras clases sociales, la fuerza de la clase obrera depende de sus posibilidades de actuar colectivamente. Por lo tanto, un proceso de atomización que debilita la capacidad de asociación trae como resultado el reducir considerablemente más el poder de negociación de los trabajadores que el de los empleadores.
El objetivo más global de la transformación económica proyectada por los liberales fue el de modificar el sistema todo de relaciones sociales. Para ello, por lo tanto, también había que reformar a los empresarios. La estrategia adoptado fue la de la instauración de un sistema económico de libre mercado a través, principalmente, de la apertura del mercado interno a la competencia exterior, partiendo de la constatación de que bajo un sistema de protección, las actividades productivas locales gozan de un margen de protección excedente que hace del precio de competencia de la oferta externa un límite superior virtual pero no efectivo.
El hito crucial, de todas maneras, lo constituyó la adopción de la política de tipo de cambio futuro pautado en diciembre de 1978; dicha política apareció como el desiderátum en materia de política antiinflacionaria y terminó llevando a la economía argentina a un callejón sin salida que la sumió en la crisis más profunda de su historia.
El fracaso no hizo más que resaltar la resistencia del viejo modelo, el de la economía semicerrada y el Estado asistencialista, a ser destruido.
El fin del autoritarismo: viejos y nuevos dilemas:
Como ya había sucedido entre 1970 y 1973, los conflictos dentro del ejército, a los que se sumaron las pugnas entre esta arma y la Marina comandada por el ambiciosos almirante Emilio Massera, llevaron a los militares a quebrantar las normas que se habían dado a sí mismos para pautar las sucesiones presidenciales en el contexto del gobierno de facto. Asimismo, los gobernantes autoritarios dieron un nuevo ejemplo de su incapacidad para redefinir el curso de las políticas económicas que probaran su agotamiento, sin hacer estallar sus delicados equilibrios internos.
La única sucesión ordenada producida dentro del régimen militar, es decir, el reemplazo del general Videla en marzo de 1981, sólo sirvió para precipitar la ya inevitable defenestración de Martínez de Hoz y el abandono de las políticas económicas de disciplinamiento y reforma implementadas a partir de 1978. Este hecho abrió un convulsivo proceso durante el cual los sucesores de Videla, los generales Viola y Galtieri, pretendieron, cada uno de acuerdo a su estilo, ignorar que la suerte del régimen militar estaba atada al éxito de su política económica.
El inesperado desenlace de las elecciones de octubre de 1983, en las cuales la UCR vencería por primera vez en su historia al peronismo, frustraría las intenciones de las FA de enterrar el tema de las violaciones de los derechos humanos.
En 1975, en un contexto de severa pérdida de eficacia de las herramientas de política económica, se había desatado una crisis aguda que resultaba incontrolable para el gobierno peronista. En ese año se quebró el proceso de crecimiento ininterrumpido del PBI iniciado en 1946, la inflación alcanzó el récord histórico del 182% anual, y las exportaciones cayeron un 50% con respecto al año previo. Describiendo una parábola casi perfecta, durante los dos últimos años del gobierno militar, los indicadores económicos tornaron a reproducir la situación de mediados de la década anterior. La inflación se descontroló nuevamente, alcanzando el 343% anual; el PBI cayó hasta casi un 7%; por último, los saldos de la balanza de pagos se tornaron crecientemente negativos.
La desarticulación del pacto fiscal:
En la coyuntura de 1975 ya estaban prácticamente deshechos los mecanismos a través de los cuales el sector público generaba, gestionaba y transfería recursos financieros. Los principales mecanismos a los que me refiero eran: el sistema impositivo; el “contrato intergeneracional” sobre el que descansaba el sistema de jubilaciones y pensiones; el financiamiento de la infraestructura pública; y los subsidios al sector productivo privado. El fracaso de la reforma económica intentada por el gobierno militar en 1978 hizo reaparecer los síntomas de la crisis que ya se habían manifestado 6 años antes. Sólo que en 1981-1983 esos síntomas reaparecieron significativamente agravados, al incrementarse y tornarse totalmente inmanejable al déficit fiscal. Tanto la política antiinflacionaria basada en la sobrevaluación del peso, como los elevados gastos en obras públicas y en compras de armamentos se financiaron preferentemente a través del aumento de la deuda externa. La deuda, medida en millones de dólares corrientes, casi se cuadruplicó durante los años en los que Martínez de Hoz recurrió al enfoque monetario del balance de pagos, es decir 1978-1981.
En la coyuntura de 1981-1982 confluyeron factores externos e internos para hacer estallar la crisis. Las manifestaciones más directas de los factores externos se vincularon a la suba de los tipos de a nivel internacional y a la brusca interrupción de la afluencia de nuevos capitales a la región.
A su vez, el factor interno más importante tuvo que ver con la acelerada deslegitimación que sufrió el gobierno militar desde 1981.
A ello se sumó una fuga masiva de capitales que alcanzó una magnitud sin precedentes gracias a la apertura financiera.
Por el otro lado, se produjo la licuación de una porción significativa de la deuda privada al ser transferidas las deudas externas e internas de las empresas al sector público.
III- El agotamiento de la matriz estado-céntrica y la emergencia de la sociedad de mercado: 1983-1996.
El hito demarcatorio asociado a la coyuntura de 1982-1983 fuera un cataclismo que combinó fracasos en tres frentes tan decisivos como el económico, el político y el militar. La derrota argentina en la guerra de Malvinas y la crisis abierta en toda América Latina por la declaración unilateral de moratoria de la deuda externa mexicana dos meses más tarde fueron dos eventos de tremenda importancia.
A partir de la coyuntura de 1982-1983 se ha desplegado una matriz social alternativa, a la que se puede definir preliminarmente como de una sociedad de mercado. El proceso de expansión de la sociedad de mercado se ha caracterizado por la desorganización y desarticulación de los comportamientos económicos, políticos y culturales estructurados en torno al Estado durante le siglo previo, especialmente a partir de 1930. El rasgo dominante de la matriz societal previa, a la que en el texto defino como matriz estado céntrica (MEC), fue la incorporación de las masas a las distintas arenas sociales y la integración. Los mecanismos de integración más importantes fueron la inclusión de espacios moldeados por las políticas públicas; la movilización política, tanto la inducida “desde arriba” como la contestataria; y el ingreso en los mercados de trabajo.
Las dos características centrales de la MEC fueron la regulación política de los mercados y la expansión de los niveles de participación política; sin embargo, aunque la participación se amplió, al mismo tiempo quedó sujeta a diversos mecanismos de control político-estatal. El despliegue de la MEC no eliminó las diferencias de clase, ni tampoco implicó necesariamente una reducción de las disparidades de riqueza e ingreso. Pero sí promovió la incorporación de los sectores medios y populares urbanos, y en el caso argentina también de los rurales, a las arenas de las cuales habían sido excluidos en la etapa oligárquica, es decir, las arenas del régimen político y de la ciudadanía regulada por las políticas estatales.
Desde mediados de la década del 70se tornó evidente que la MEC argentina estaba agotándose. Primero estallaron sus mecanismos internos: se disolvieron los consensos implícitos en torno a los mecanismos de acción estatal; se evaporaron las autolimitaciones a los comportamientos políticos más destructivos e intolerantes y, finalmente, se agudizaron tanto la crisis fiscal como la inflación.
A principios de la década del 80, la crisis argentina reafloró al compás de las disensiones internas de los altos mandos, para tornarse finalmente irreversible con la derrota en la guerra de Malvinas y la explosión de la deuda.
La primavera democrática y su ocaso:
Alfonsín articuló una doble ruptura con el pasado; esto le permitió postularse creíblemente como pivot de la transformación de algunos de los rasgos centrales de la política argentina. El primer quiebre fue hacia adentro de su propio partido, la UCR, donde después de más de una década de operar como oposición interna a la cúpula balbinista que había controlado el partido desde 1957, la desplazó al vencerla en una seguidilla de elecciones internas a lo largo de todo el país; la muerte del viejo caudillo Balbín ciertamente favoreció a Alfonsín.
La UCR pasó a disputar al peronismo un terreno que siempre le había cedido: el campo del pueblo, es decir, el de los sectores populares que habían apoyado consistentemente al peronismo desde 1945. Quienes temían que el peronismo repitiera la debacle de 1974-1976, que había legitimado la irrupción militar autoritaria, vieron reforzadas sus prevenciones frente a la preeminencia que asumieron en el peronismo figuras que reiteraban tácticas violentas y antidemocráticas.
Quizá la imagen que articuló más el dudoso posicionamiento del peronismo en el campo de la democracia fue la denuncia efectuada por Alfonsín de un supuesto Pacto Militar - Sindical, circunstancia que nunca llegó a ser demostrada plenamente. La idea del Pacto, sin embargo, resultaba creíble pues en 1983 los militares tenían buenas razones para preferir a los peronistas, ya que éstos aparecían más predispuestos que los radicales a aceptar una legislación que bloqueara toda posibilidad de castigo de las transgresiones a las normas constitucionales y las violaciones a los derechos humanos que las FA habían cometido.
En el campo de la economía, la UCR utilizó como argumento central de la campaña electoral la postulación que la grave crisis económica que afectaba a la Argentina desde 1981 era el resultado de las políticas calificadas como ortodoxas aplicadas durante el gobierno de Videla.
Cuando Alfonsín y sus correligionarios asumieron el gobierno, quedaron presos en la trampa montada por la operación discursiva desplegada durante la campaña. En última instancia, el nuevo gobierno democrático negó la crisis por la que estaba atravesando el Estado. Alfonsín, y todavía en mayor medida los miembros de su partido, se transformaron en los cautivos políticos y psicológicos de la MEC. Fracasaron en percibir que el nuevo contexto tornaba totalmente improductivas a las políticas estado - céntricas y le restaba efectividad a los reflejos populistas.
Una vez asumido el poder, el gobierno radical descansó inicialmente en la premisa que era posible un retorno a la “normalidad perdida”.
En la cuestión militar, los radicales fueron más innovadores que en el plano económico. El gobierno decidió promover un juicio a las juntas que habían presidido el régimen autoritario hasta 1982. Asimismo, resolvió encargar a la justicia ordinaria del juzgamiento de los casos de desapariciones y torturas promovidos por particulares en contra de oficiales y suboficiales individuales.
Durante el primer año del gobierno de Alfonsín, la crisis económica, y la inefectividad de las políticas gubernamentales para superarla, ocupó el primer plano pues la situación empeoró rápidamente.
El deterioro económico agudizado presagiaba ya a fines de 1984 la caída en la hiperinflación.
A pesar de la adversa situación, las medidas estabilizadoras, conocidas como el Plan Austral, alcanzaron un cierto éxito inicial. En sólo algunos meses, las tasas inflacionarias y el nivel del déficit fiscal fueron reducidos. significativamente. El congelamiento de precios y salarios concitó un apoyo significativo, a pesar de las reiteradas críticas de peronistas, sindicalistas y algunas franjas del empresariado. El efecto favorable del Plan Austral reforzó el prestigio de Alfonsín.
El partido radical en su conjunto fue marginado del Ejecutivo y del aparato estatal, y asimismo sufrió las consecuencias del lugar más que secundario que ocupó el Parlamento en esa etapa. El eje del sistema político pasaba por el presidente y el gobierno se hacía fundamentalmente por decretos.
De todos modos, el éxito tuvo muy corta vida. Alfonsín sobrestimó el grado de maleabilidad de la economía.
Ya durante 1987, menos de dos años después del lanzamiento del Plan Austral, eran evidentes los signos de su fracaso. El Plan perdió toda consistencia y se transformó en una típica política de parches. Entre las ambigüedades propias, las obstrucciones peronistas en el Parlamento y las de los gremios empresariales y de trabajadores dentro y fuera del gobierno, la gestión alfonsinista perdió capacidad de iniciativa, abriendo paso al retorno de la vieja Argentina: la de la inflación, la pugna distributiva salvaje y el bloqueo de las corporaciones a la gestión de gobierno.
También a comienzos de 1987, los militares reaparecieron en la escena política. La crisis militar de Semana Santa socavó irreversiblemente la autoridad del presidente tanto en un área clave de todo proceso de consolidación democrática como en su capacidad más general de inspirar confianza a la población. Los planteos posteriores a la Semana Santa de 1987 acentuaron el desgaste del presidente que se vio obligado a recurrir a soluciones ad hoc como la ley de Obediencia Debida; éstas aparecieron ante la población como concesiones que, al mismo tiempo, no satisfacían a los militares.
El firmamento del ocaso del alfonsinismo, y por ende de la primavera democrática, fue surcado por una estrella fugaz: la Renovación Peronista. Este nuevo agrupamiento postuló la democratización interna de un movimiento que, desde su surgimiento, se había caracterizado por el verticalismo y la violencia como modalidad de solución de los conflictos. Inicialmente, Herminio Iglesias y sus seguidores controlaron casi sin contrapesos el aparato partidario. Las derrotas sucesivas de los renovadores tuvieron lugar en una serie de congresos partidarios que consolidaron la imagen de un peronismo carente de reglas y sometido al imperio de la prepotencia.
Por un tiempo, los grupos herministas se aferraron a sus cargos partidarios y llevaron al partido a la que fue su derrota electoral más catastrófica, la de noviembre de 1985 de la Cámara de Diputados. Y, precisamente, en 1985 los renovadores decidieron romper con las autoridades partidarias presentando listas propias en las elecciones parlamentarias. Sus triunfos relativos en el marco de una derrota claramente atribuible a la conducción oficial marcaron el eclipse definitivo de Herminio Iglesias y el comienzo de un nuevo retorno del peronismo.
La primera tarea que la Renovación debió enfrentar fue la de reforzar el ala propiamente política del partido. Ello implicaba prácticamente la formación de una clase política dentro de un partido que se había caracterizado por su débil estructura.
Una vez lograda la primera, y decisiva, victoria sobre la ortodoxia herminista, la estrategia de los renovadores apuntó a separar economía y política. La Renovación se postuló como el otro pilar de la estabilización democrática, con la aptitud para constituirse en la opción al radicalismo en el juego de la alternancia institucional.
El núcleo del discurso de los renovadores en materia económica fue la caracterización del Plan Austral como una continuidad de las políticas del gobierno militar arguyendo que, amén de materializar la sumisión a los dictados del FMI y a los intereses de los acreedores externos, aquel resultaba ineficaz para activar la economía. Los renovadores no reconocieron que, independientemente de sus logros temporarios y posteriores recaídas, los problemas que buscaba atacar el Plan, es decir las tasas inflacionarias superiores al 100% anual y el déficit fiscal que superaba al 10% del producto, eran indicadores de la crisis irreversible de la MEC.
En suma, los renovadores dieron en lo político una muestra del compromiso firme con la construcción del sistema democrático. En lo económico, en cambio, la Renovación se mantuvo, en un doble sentido, dentro de las tradiciones del peronismo. Por una lado, obstruyó la gestión del gobierno sin proponer, al menos públicamente, alternativas viables; por el otro, reiteró las recetas anticuadas e inaplicables del populismo de la década del 40.
Si bien el gobierno radical evitó el cataclismo hasta que sobrevino la explosión inflacionaria de 1989, en realidad el golpe de gracia lo recibió en 1987. En esas elecciones los radicales perdieron la mayoría de las gobernaciones en juego.
La experiencia negativa de la UCR, empero, sería aprovechada por sus principales adversarios partidarios, y especialmente por el segundo presidente democrático, Carlos Menem.
En 1987, la avalancha de votos peronistas, el triunfo de A. Cafiero en Bs.As. y los éxitos, no tan previsibles, de candidatos de la Renovación en Entre Ríos, Mendoza, Chubut y Misiones opacaron otro resultado, ciertamente menos sorpresivo, la reelección de Menem en La Rioja. La contundencia de este triunfo reforzó sus intenciones de disputar la candidatura presidencial de su partido. La candidatura de Menem implicó una ruptura del frente renovador que se alineó mayoritariamente detrás de Cafiero.
Finalmente, las internas se celebraron en julio de 1988 y Menem logró derrotar holgadamente a Cafiero convirtiéndose en el candidato oficial del peronismo. La principal causa de la victoria de Menem tuvo que ver con la habilidad de éste para lograr que su mera persona evocara una serie de contenidos y mensajes políticos que capturaron los humores del momento y se instalaron hábilmente en dos carriles: de un modo u otro, Menem apeló convincentemente a la identidad peronista, al mismo tiempo que recurría a un estilo político enteramente opuesto al de la transición de 1983; además supo encarnar un pronunciado viraje en las opiniones y sentimientos de los argentinos en relación a la política.
Devaluación de la política e hiperpresidencialismo:
El corolario de los quince años de fracasos que mediaron entre 1975-1989 fue una profunda retracción colectiva con respecto a la política; en otras palabras, la política se devaluó.
El proceso de despolitización de la segunda mitad de la década del 80 implicó una reversión de las tendencias de politización estatista que habían predominado durante más de medio siglo. En otras palabras, durante esa coyuntura se amplió el espacio disponible para la implementación de reformas radicales en la dirección de una nueva matriz que combinara menos “Estado” y “más” mercado.
A partir de 1989, cada elección marcó la reconquista por parte del peronismo del predominio electoral que había disfrutado entre 1946 y 1976. Pero a diferencia del período de 1955, a partir de 1989, el éxito menemista descansó en la demostración de su efectividad para recuperar la estabilidad a partir de la reconstrucción del principio de autoridad política.
Apenas fue elegido, Menem dejó en claro que su principal objetivo era la estabilización de la economía y que su programa abandonaría los postulados nacionalistas y estatistas tradicionalmente apoyados por su partido. El reemplazante de Néstor Rapanelli, el ministro de economía renunciante, fue un contador que había colaborado con Menem en el gobierno riojano, Erman González. Éste se reveló como un funcionario tenaz dedicado a recortar el gasto público, a pesar de la resistencia de numerosos sectores, como los empleados públicos, los maestros y la mayoría de la población de las provincias más pobres. Las medidas también incluyeron restricciones a la oferta monetaria, la reducción de la inversión pública a niveles bajísimos y una política cambiaria que apuntó a estabilizar el dólar en términos absolutos. El efecto combinado de las políticas fue la profundización de la recesión y una caída pronunciada de la producción industrial.
El plan de González tuvo un segundo componente de efectos prácticos y simbólicos de extraordinaria importancia: las privatizaciones. El principal indicador de la decisión con la que se encaró el programa de las privatizaciones fue una ruptura dramática con una práctica peronista de más de cuatro décadas: se anunció que el programa abarcaría a las grandes empresas de servicios públicos que habían sido creadas o nacionalizadas durante el primer gobierno peronista. Fueron convocadas las licitaciones de dos de las más importantes, ENTEL y Aerolíneas Argentinas.
Las privatizaciones constituyeron uno de los eslabones que conectaron dos aspectos esenciales de la estrategia política de Menem.
El primero de dichos aspectos fue el achicamiento del Estado. La política de privatizaciones fue uno de los pilares que permitieron articular y reforzar un mensaje dirigido a los capitalistas nacionales y extranjeros. Este mensaje coincidió sustancialmente con las recomendaciones que el FMI y el Banco Mundial habían formulado por un largo tiempo. Las acciones del gobierno y la creciente capacidad de los medios para conformar una agenda de temas terminaron por focalizar el discurso político alrededor de las prescripciones del llamada Consenso de Washington.
A partir de 1985 el secretario del Tesoro de los EE.UU., James Blaker, vinculó prácticamente la cuestión de la deuda argentina y latinoamericana con el recetario aintiestatista: el diagnóstico propuesto por el plan que llevó su nombre postuló que la insolvencia de los países de América Latina era una consecuencia directa de la MEC, es decir del intervencionismo estatal y sus inevitables ineficiencias.
El Estado debería achicarse radicalmente limitándose a cumplir las funciones básicas de mantenimiento del orden y la seguridad pública, y acometer la reforma estructural.
El mensaje del achicamiento del Estado tuvo, además, otro tipo de audiencia: los sectores medios y populares. Los argentinos recibieron el mensaje de que la privatización de los servicios públicos permitiría el reemplazo de beneficios mediocres y crecientemente deteriorados por bienes y servicios producidos por el sector privado.
Durante 1990, y especialmente cuando Cavallo finalmente accedió al ministerio de economía a principios de 1991, la adopción de una estrategia de libre mercado condujo a bruscos recortes de los servicios y de los subsidios del Estado y a la privatización de prácticamente todas las empresas públicas. Los grupos empresariales más grandes de la Argentina, junto a inversores extranjeros fueron los beneficiarios de las privatizaciones. Muchas de estas privatizaciones se caracterizaron por la corrupción con la que fueron implementadas.
La siguiente operación del presidente fue su convincente postulación de que la efectividad de las medidas de estabilización y reforma económica requerían el restablecimiento de una autoridad política fuerte y ejercida sin grandes pudores. Este fenómeno tuvo dos dimensiones claramente diferenciables. Por un lado implicó la recuperación parcial de la capacidad del Estado para inducir, a través de castigos y recompensas, a los actores sociales, y a los individuos a que sujetaran sus comportamientos a reglas.
El otro aspecto del reforzamiento de la autoridad política bajo Menem estuvo vinculado directamente a un proceso de “represidencialización” del sistema político argentino y de intensificación de las orientaciones antipolíticas. Menem se posicionó como outsider de la política.
El éxito del estilo antipolítico de Menem fue uno de los factores que contribuyó a la represidencialización del sistema.
El aumento del desequilibrio de fuerzas entre los poderes del Estado se combinó con otro proceso del cual también se benefició el nuevo ocupante de la presidencia: la creciente fraccionalización y consiguiente pérdida de prestigio de los partidos políticos frente a la opinión pública. Esta última tendencia se manifestó de manera más aguda en la UCR. Las luchas entre las facciones del radicalismo, o sea las denominadas “internas”, se hicieron visibles a fines del gobierno de Alfonsín y se tornaron despiadadas durante la década del 90.
Otro factor que contribuyó a minar el atractivo de la UCR fue la reticencia del ex presidente Alfonsín a ver menguado su protagonismo dentro del partido y de la escena política.
La tendencia declinante de los radicales se reforzó a partir de fines de 1993 cuando Alfonsín, una vez que asumió nuevamente la presidencia del partido, redefinió drásticamente la estrategia de la UCR en relación al gobierno. Alfonsín accedió a que su partido prestara el consenso legislativo para reformar la Constitución y abrir las puertas, por ende, a la posibilidad de la reelección presidencial. El acuerdo peronista - radical, conocido como el Pacto de Olivos, produjo una verdadera debacle de la UCR en las elecciones de convencionales constituyentes de 1994, en las que alcanzó solamente casi un 20%.
La grave crisis de la UCR se acentuó aún más en las elecciones presidenciales de 1995, en las cuales la conjunción de un débil candidato presidencial, el ex gobernador de Río Negro, Massaccesi, y una campaña desacertada, llevaron a que la UCR obtuviera sólo el 17% de los votos, siendo superada por lejos por el triunfante presidente reelecto, Menem y la coalición de centroizquierda bautizada como FREPASO,
Economía y política de la desestatización argentina:
“El desencanto con la democracia”: Durante la década del 80 se produjo en la Argentina, así como en otros países de América del Sur, un fenómeno de aprendizaje colectivo que contribuyó a la revalorización de la democracia y de los atributos de ésta, necesariamente antitéticos del autoritarismo.
El imperio de la ley, los equilibrios resultantes del juego de las instituciones representativas y la previsibilidad de las políticas estatales se transformaron en virtudes esenciales de la política para la mayoría de la ciudadanía argentina.
A partir de mediados de los 80, comenzó a agotarse la euforia despertada por la clausura catastrófica de la dictadura militar y su reemplazo por una democracia política que se inauguró con el vasto respaldo de la ciudadanía. Como consecuencia, segmentos mayoritarios de la ciudadanía llegaron a la conclusión de que la democracia no solucionaba, por sí sola, los problemas sociales y económicos que se agudizaron durante aquella década. Como consecuencia de ello se extendió el síndrome del desencanto con la democracia, que se fue intensificando en la medida que la crisis económica y social pareció tornarse irreversible.
En la Argentina, así como en Perú, Bolivia y Brasil, apareció un síndrome que podría ser definido como de desorden de la política. El rasgo predominante de este síndrome no fue la inestabilidad política y los riesgos de quiebre democrático. Más bien, lo que define el síndrome de desorden de la política es la pérdida casi absoluta de la capacidad del gobierno, y de la acción política en general, para afectar el curso de los procesos económicos y sociales. Éstos, entonces, quedan librados a los espasmos de la especulación financiera y de la falta de confianza.
“Una respuesta al desorden: el hiperpresidencialismo”: Hacia fines de la década del 80 y principios de la siguiente se definió una respuesta política al desorden que implicó el abandono parcial de las expectativas iniciales con respecto a los contenidos progresivos de los procesos de democratización. Esta respuesta se vinculó a la aparición del fenómeno del hiperpresidencialismo.
El primer aspecto del hiperpresidencialismo está vinculado a la recomposición parcial de la capacidad política del Estado a través de la reconcentración de la autoridad en el ejecutivo. Esta reconcentración de autoridad descansa en un sentido común dominado por le rechazo a la política partidaria y parlamentaria y, a la vez, alimenta dicho sentido común. La reconcentración de la autoridad en el ejecutivo se ha apoyado en los siguientes elementos:
La emergencia o reforzamiento de roles tecnocráticos estratégicos, especialmente en el ámbito de las políticas económicas.
La pasividad o baja autonomía de los congresos.
La transferencia formal de responsabilidades a los niveles provinciales y municipales.
El debilitamiento del Poder Judicial.
El segundo aspecto del hiperpresidencialismo fue la promoción de estilos de hacer política que resultan funcionales con la apatía y el repliegue de la política.
En el marco del hiperpresidencialismo, en tercer lugar, resultó minimizado el espacio de la negociación. Ésta quedó sometida al efecto de pinzas del decisionismo centrado en el ejecutivo, por un lado, y la transformación de la política en un espectáculo que alimenta sensaciones de participación, más que prácticas más o menos reales, por el otro.
“El retorno de la demanda política en el contexto de estabilidad económica y reconstrucción de la autoridad”: Uno de los principales pilares del éxito de Menem fue su capacidad para presentarse como el principal articulador del proceso de reconstrucción de la autoridad pública.
Sin embargo, a partir de su reelección y especialmente durante 1996, emergieron nuevas demandas asociadas con la reversión de las tendencias de mayor desigualdad económica y marginación sociocultural y con el desmantelamiento de la red de protección estatal.
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Enviado por: | NaNuNiTa |
Idioma: | castellano |
País: | Argentina |