Historia
Romanización de la Península Ibérica
Curso: 4º Grupo: A
ÍNDICE
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Introducción: los pueblos indígenas en la península Ibérica antes de la romanización
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Fases de la romanización
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Organización administrativa de la Hispania romana
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Bibliografía
Introducción: los pueblos indígenas en la península Ibérica antes de la romanización
La península Ibérica carecía de unidad política: existían enormes diferencias entre unos grupos y otros, tanto en su organización social como en la económica. Sobre estos pueblos actuaron los colonizadores fenicios, griegos, cartagineses (instalados en el Mediterráneo) y celtas (establecidos, a su vez, en el norte y centro).
A pesar de la diversidad existente de pueblos indígenas, se pueden reunir en tres grupos importantes:
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Los íberos: eran descendientes de las comunidades prehistóricas de la costa mediterránea y ocupaban esta área y el sur de la península. Tenían una agricultura y una ganadería muy desarrolladas. Explotaban minas y vendían los metales a los navegantes del Mediterráneo. Las ciudades estaban gobernadas por un rey y utilizaban la moneda para comerciar con los griegos
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Los celtíberos. Eran el resultado de la fusión de algunos pueblos indígenas de la Meseta con los invasores indoeuropeos. Se dedicaban sobretodo a la agricultura y al pastoreo y vivían en aldeas fortificadas. Tenían un rey o jefe militar que ellos elegían.
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Los pueblos del norte. Se situaban al norte del valle del Duero, tenían gran influencia de la cultura celta y su nivel de desarrollo era menor que el de los otros pueblos. Mayoritariamente recolectaban alimento y en la ganadería de cabras y cerdos. Se organizaban en tribus y vivían en poblados fortificados llamados castros.
Fases de la romanización:
El comienzo de este proceso data del año 218 a.C., cuando las legiones romanas de Cneo Cornelio Escipión desembarcaron en Ampurias, en la costa catalana, para enfrentarse con sus enemigos cartagineses, ocupantes de las zonas costeras y de parte del interior.
En una primera fase se procedió a la conquista militar —de la zona cartaginesa hasta el 206 a.C., de la zona interior durante el siglo II a.C. y del resto en el siglo I a.C.—, no exenta de dificultades debido al valor y ansia de independencia de los indígenas, con continuas rebeliones.
En una segunda fase, iniciada cuando aún gran parte de lo que será Hispania no había sido conquistada, se procedió a una asimilación cultural del territorio. Esta no fue total en las últimas regiones sometidas (área cantábrica) ni siquiera en el siglo V cuando se debilitó la presencia romana presa de las invasiones bárbaras, a pesar de llevar 500 años de dominación —muchas veces más nominal que efectiva—, debido al escaso interés por controlar y poblar zonas deprimidas y marginales. Allí pervivieron estructuras gentilicias (clanes) e idiomas (por ejemplo el euskera), así como el sentimiento de identidad que permitiría su supervivencia frente a los visigodos y el islam, posibilitando el nacimiento de los futuros reinos y condados cristianos. Una de las consecuencias del prestigio de Roma y de lo romano será la aspiración a la ciudadanía, conseguida a duras penas por los indígenas basándose en dinero o en premio a su fidelidad. Ello, junto a la suavización de los términos en que se acordaron las distintas rendiciones a manos de las legiones y el tiempo transcurrido desde aquellas, fueron creando un clima propicio a la aceptación de lo romano. Punta de lanza de todo esto fue la llegada de inmigrantes de origen romano e itálico, que se fueron estableciendo en ciudades (municipia civium romanurum, coloniae civium romanorum), creando así focos tanto de difusión cultural como de control político y administrativo: Itálica (Sevilla), Corduba (Córdoba), Emerita (Mérida), Barcino (Barcelona), entre otros. La política colonizadora de Julio César y de Augusto en el siglo I a.C. fue el impulso definitivo a esta labor, iniciada tímidamente dos siglos atrás con la llegada de soldados y comerciantes, suponiendo ahora no sólo el asentamiento de veteranos de las legiones —emparejados con las mujeres indígenas— sino también nuevas remesas desde la propia Italia, en busca de nuevas tierras y mejores condiciones de vida. El clima de paz y la lejanía de los frentes bélicos contribuyó decisivamente a la mejora de la economía y, con ello, a la aceptación definitiva de Roma.
Un hito en el proceso romanizador fue la concesión por el emperador Vespasiano (69-79) del ius latii o derecho de ciudadanía latina, para todos los hispanos libres de origen indígena. Tal medida fue ampliada en el 212 por el emperador Caracalla al convertir a todos los habitantes libres del Imperio en ciudadanos romanos mediante la Constitutio Antoniniana. En Hispania, para esas fechas, casi por unanimidad, la población se `sentía' romana.
Organización administrativa de la hispania romana:
Inicialmente el territorio fue dividido en 2 provincias: Hispania Citerior (la más cercana geográficamente a Roma, que comprendía el este y noreste peninsulares) e Hispania Ulterior (la más alejada de la metrópoli). Durante doscientos años no se cambió, excepto en los límites geográficos, acrecentados por las conquistas (correspondiendo el centro y norte a la primera y el oeste y noroeste a la segunda).
Sin embargo, Augusto en el 27 a.C. dividió la Ulterioren dos nuevas provincias —Lusitania, Bética— y llamó Tarraconense a la Citerior.
El emperador Caracalla a comienzos del siglo III desgajó de la Tarraconense la provincia Hispania Nova Citerior Antoniniana—futura Gallaecia—, que comprendía el noroeste peninsular. Su sucesor de principios del siglo IV, Diocleciano, creó la Cartaginense (centro y este peninsulares, más las islas Baleares) desgajada también de la Tarraconense. A fines del siglo IV las Baleares pasan a ser provincia insular llamándose Balearica. Por otro lado, el norte de África fue englobado en ese siglo como parte de Hispania con el nombre de Mauritania Tingitana, con capital en Tingis (actual Tánger). Consecuencia de todo ello, en el siglo V Hispania se componía de 7 provincias.
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