Historia
Reinado Isabel II
EL REINADO DE ISABEL II (1833-1868): CARLISMO, REVOLUCIÓN Y LIBERALISMO
El reinado de Isabel II (1833-1868): carlismo, revolución y liberalismo.
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El carlismo y la guerra civil.
Entre la muerte de Fernando VII el 29 de septiembre de 1833 y el estallido de la guerra sólo transcurren cuatro días. El 1 de octubre Don Carlos María Isidro proclama desde Portugal sus derechos dinásticos (Manifiesto de Abrantes). El día 3 se produce la primera proclamación de Don Carlos, en Talavera. En el bando carlista se alinearon los absolutistas más intransigentes, como los antiguos firmantes del Manifiesto de los Realistas Puros de 1826. Todos los Manifiestos iniciales en apoyo de Don Carlos revelan que los objetivos del levantamiento eran dos: la defensa del derecho sucesorio masculino a favor del Infante.
Socialmente, estaba encabezado por una parte de la nobleza y por miembros ultraconservadores de la administración y del Ejército. A ellos se unieron la mayor parte del bajo clero, especialmente el regular; también la mayoría del campesinado e importantes sectores del artesanado. Llama la atención la escasa proporción de generales que se alineó con el carlismo (apenas unos 80, entre los 577).
En el aspecto geográfico, el carlismo triunfó sobre todo en las zonas rurales, y especialmente en el Norte, en el País Vasco, Cataluña y el Maestrazgo aragonés y valenciano. Una de las razones de ese arraigo fue la defensa de los fueros.
El bando cristino era mucho más variado. Se unieron en él los sectores moderados y parcialmente reformistas del absolutismo, encabezados por el jefe des gobierno, Cea Bermúdez; los liberales moderados, los progresistas e incluso los revolucionarios, muchos de ellos recién retornados del exilio.
Los grupos sociales que respaldaban al gobierno incluían la plana mayor del Ejército, la mayoría de los altos cargos de la Administración y las altas jerarquías de la Iglesia. Además, el apoyo fue casi total en las ciudades, tanto por parte de la burguesía de negocios como de las llamadas capacidades. También apoyaban al bando cristino los aún escasos obreros industriales y una parte del campesinado, el del Sur peninsular.
Mientras el bando cristino contó desde el principio con el reconocimiento y, desde abril de 1834, el apoyo diplomático y militar de Portugal, Inglaterra y Francia (Cuádruple alianza). La superioridad en hombres y material de los cristinos, son embargo, no se tradujo en la práctica: la guerra se prolongó entre otras causas por las dificultades del gobierno de María Cristina para financiar la lucha, ante la falta de recursos fiscales.
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Primera fase: Los carlistas, bajo la dirección militar del general Zumalacárregui, consiguieron derrotar repetidas veces a los ejércitos cristinos, aprovechando la táctica defensiva y su superior conocimiento del terreno. Don Carlos decidió intentar la toma de Bilbao para conseguir una capital para su Estado. El sitio fracasó y en él murió Zumalacárregui, lo que a la larga demostró ser una gravísima pérdida parra el mando carlista.
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Segunda fase: Corresponde al periodo de 1835 a 1837 y coincide con el momento más revolucionario y crítico en el bando cristino. Los carlistas intentaron romper su aislamiento mediante varias expediciones hacia el Sur. Los ejércitos cristinos apenas pudieron oponer resistencia, en parte por la mala dirección militar y en parte por la falta de recursos económicos. En el verano de 1837 Madrid estuvo a punto de ser tomada por los carlistas, pero Don Carlos dudó antes de atacar e intentó un pacto con la regente. Cuando se quiso iniciar el ataque, era demasiado tarde: el ejército carlista, agotado, debió retirarse hacia el Norte.
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Tercera fase: Comprende el periodo 1837-1840, y es una etapa de resistencia carlista. La guerra terminó en agosto de 1839, con el llamado abrazo de Vergara entre los generales Espartero y Maroto: se pactó la rendición carlista, pero con el reconocimiento de los grados y empleos de los vencidos, lo que equivalía en la práctica a reconocer un resultado de tablas, más que una victoria cristina. También se incluyó el compromiso de respetar los fueros. Un núcleo carlista, dirigido por el general Cabrera, resistirá hasta la toma de Morella, su plaza fuerte, por las tropas de Espartero, en mayo de 1840.
La victoria de los cristinos se debió sobre todo a su superioridad material, al poco apoyo popular a la causa carlista al sur del Ebro y al nulo respaldo material y diplomático exterior que tuvo Don Carlos. Su derrota y su exilio significaron el definitivo fin del absolutismo. La guerra produjo un descalabro humano y económico enorme, que contribuyó a retrasar aún más el desarrollo del país.
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Los comienzos de la revolución: el Estatuto Real y el Ministerio Mendizábal.
La regencia de María Cristina se inicia con una corta fase de transición entre octubre de 1833 y enero de 1834. El jefe de gobierno, Cea Bermúdez, publicó un manifiesto en el que dejaba más o menos claro que las únicas reformas que estaba dispuesto a emprender eran las administrativas, y manifestaba su intención de defender el régimen frente a “toda innovación religiosa o política que se intente suscitar en el Reino o introducir de afuera para trastornar el orden establecido”. Insistía en mantener “religiosamente la forma y las leyes fundamentales de la Monarquía, sin admitir innovaciones peligrosas, aunque halagüeñas en sus principios. Al excluir a los reformistas, dejaba al bando cristino, en plena guerra civil. Fue entonces cuando los capitanes generales de Cataluña, Llauder, y de Castilla, Quesada, enviaron sendos manifiestos a la reina gobernadora aconsejando la sustitución de Cea. La presión surtió efecto: en enero María Cristina sustituyó a Cea por Martínez de la Rosa, que había regresado del exilio recientemente.
Desde 1834 el régimen inicia una tímida evolución hacia la apertura política, pero María Cristina, Martínez de la Tosa y Toreno, fueron reacios a acometer las drásticas reformas necesarias para sanear la Hacienda, relanzar la actividad económica, democratizar el régimen y ganar la guerra.
El cambio más importante fue la aprobación, en abril de 1834, del Estatuto Real. Se trataba de una carta otorgada, que seguía el modelo que Luis XVIII había impuesto en Francia en 1817. En sus 50 artículos se regulaban unas nuevas Cortes, su estructura, la forma y tiempo de su reunión y sus limitaciones. Era una concesión de la Corona, y por tanto excluía cualquier mención a la soberanía nacional. Se establecían unas Cortes bicamerales, con un Estamento de Próceres y un Estamento de Procuradores. El primero lo componían representantes de la nobleza, clero y miembros ricos de las clases burguesas. Los puestos eran de designación real y vitalicios, lo que la convertía en una cámara muy conservadora, con el fin de limitar las reformas que pudieran plantearse. La segunda cámara era electiva, pero mediante un sufragio censitario muy restrictivo e indirecto.
El Estatuto Real sólo dejaba participar en la vida política a los propietarios, marginando a la gran mayoría del país: se calcula que apenas había 16.000 españoles que reunieran las condiciones necesarias para poder votar.
Lo curioso es que los miembros de las Cortes fueron más liberales que los ministros, elegidos siempre entre los más moderados por la Regente. Poco a poco fueron cristalizando las dos alas del liberalismo: una moderada, más acorde con la actuación de los gobiernos y contraria a los cambios radicales y a la ruptura con el pasado, y otra progresista, más reformista y partidaria de restaurar la Constitución de 1812.
Los gobiernos moderados de Martínez de la Tosa y Toreno se ciñeron al Estatuto Real, evitaron los cambios en el sistema fiscal, lo que dejó al ejército sin recursos para la guerra, y sostuvieron la censura de prensa. En las grandes ciudades la tensión fue en aumento. En el verano de 1834 el cólera se propagó por varias ciudades. Los disturbios del verano de 1835, nuevas quemas de conventos y el incendio de una fábrica en Barcelona, llevaron a manifestaciones populares, a la exigencia de cambios reales y a la formación de Juntas revolucionarias en varias ciudades. En esta situación, la Regente se vio obligada a aceptar la dimisión de Toreno y a nombrar a Mendizábal jefe de gobierno en septiembre.
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El gobierno de Mendizábal.
Con la llegada de Mendizábal, se inició propiamente la revolución liberal. En los pocos meses que estuvo al frente del gobierno emprendió reformas fundamentales, para lo cual asumió personalmente las carteras de Estado, Guerra, Marina y Hacienda. Su programa incluía la reforma de la Ley Electoral de 1834 para ampliar el derecho al voto y establecer la elección directa; el restablecimiento de la libertad de imprenta y otros derechos fundamentales; la resolución del problema del clero regular, la reforma a fondo de la Hacienda y la recuperación del crédito público para ganar la guerra.
Mendizábal estableció un reclutamiento forzoso que permitió alistar 47.000 hombres y ampliar la rebautizada Guardia Nacional, reorganizada para apoyar al Ejército. Para conseguir fondos recurrió a los empréstitos extranjeros y a los impuestos extraordinarios; restableció la Ley de supresión de conventos de 1820. Su principal medida, fue el inicio de la desamortización, base para el posterior arreglo de la Deuda y para la reforma fiscal.
Al principio tuvo el respaldo mayoritario de las cámaras, y en enero de 1836, tras rechazar en parte su proyecto de Ley Electoral, que ampliaba el derecho al voto hasta 65.000 electores, el Jefe de Gobierno consiguió que la Regente disolviera las Cotes y convocara nuevas elecciones. Aunque la nueva cámara era de mayoría progresista, las tensiones fueron en aumento, hasta que en mayo la Regente volvió la espalda a Mendizábal y se negó a aceptar los cambios de mandos militares propuestos por el líder progresista, quien se vio obligado a dimitir.
La Regente nombró a Istúriz Jefe de Gobierno, pero el nombramiento fue rechazado por las Cortes, lo que llevó a aquél a pedir a Mª Cristina el decreto de disolución del Estamento de Procuradores. Ante lo que se consideró un intento de la Regente de acabar con las reformas y volver a una línea conservadora, las protestas se extendieron por varias ciudades. En Zaragoza el general Evaristo San Miguel se sublevaba contra el gobierno. A comienzos de agosto, la mayoría de las capitales se habían sumado a la proclamación de la Constitución de 1812 y a la desobediencia al gobierno de Istúriz. El 12 de agosto la guarnición de la Guardia Real de La Granja se pronunció a favor de la Constitución de 1812 y exigió el cambio de gobierno a la Regente, que si vio obligada a acceder. Ese mismo día era restablecida la Constitución de Cádiz.
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La revolución liberal y la Constitución de 1837. El fin de la Regencia de María Cristina.
Tras el llamado motín de los sargentos de La Granja María Cristina encargó formar gobierno a los progresistas, con José María Calatrava al frente y Mendizábal en Hacienda. Se convocaron nuevas elecciones y las Cortes se abrieron en octubre bajo la presión en la calle del pueblo y del ejército.
El gobierno progresista emprendió un amplio programa de reformas, con tres objetivos básicos: la instauración de un régimen liberal; el impulso de la acción militar para ganar la guerra; la elaboración de una nueva Constitución. Se restableció la legislación de Cádiz y del Trienio: la abolición definitiva del régimen señorial, de las vinculaciones y del mayorazgo. Se sustituyó el diezmo por un impuesto de culto y clero, se estableció la libertad plena de imprenta, y se reanudaron la desamortización y la reforma de la Hacienda. En el aspecto militar, el gobierno reforzó las competencias de las autoridades provinciales encargadas de suministrar armas y provisiones al Ejército y entregó el mando al general Espartero.
Las Cortes iniciaron rápidamente el debate y aprobación de una nueva constitución que actualizara la de Cádiz y sirviera en el futuro igualmente para gobiernos moderados y progresistas.
La Constitución de junio de 1837, tenía importantes concesiones a los moderados. Reconocía la soberanía nacional y realizaba una prolija declaración de derechos individuales, pero reforzaba el poder ejecutivo, atribuido a la Corona, y otorgaba conjuntamente el legislativo a las Cortes con el Rey. Se establecían dos cámaras, la de Diputados, por elección directa y por sufragio censitario, y el Senado, cuyos miembros eran elegidos por el Rey entre ternas propuestas por los electores. Pero éstos podrían ser objeto de censura por las Cortes.
EN octubre de 1837 los moderados ganaron las elecciones. EN los siguientes tres años se sucedieron gobiernos moderados que abandonaron la política reformista: la desamortización se ralentizó, se evitó el desarrollo de las leyes sobre derechos individuales, se sustituyó a los principales militares progresistas y se intentó cambiar la ley electoral para disminuir el censo. Los moderados ganaron las elecciones a Cortes, pero fueron perdiendo las municipales porque la vieja Ley de Municipios, permitía el voto de todos los vecinos y daba ventaja a los progresistas.
Mientras el general Espartero, de talante progresista, se convertía en un héroe popular, el conflicto entre moderados y progresistas se radicalizó con la pretensión del gobierno moderado, apoyado por María Cristina, de modificar la Ley de Ayuntamientos para permitir la elección de alcaldes por la Corona y establecer un sufragio restringido.
Los progresistas, al ser aprobada la reforma de la Ley, promovieron una ola de protestas en todo el país en el verano de 1840, y pidieron la intervención de Espartero, pero Espartero rehusó. La Regente firmó entonces el polémico decreto de Ayuntamientos, y el resultado fue la insurrección de la Milicia Nacional y del Ayuntamiento de Madrid el 1 de septiembre, levantamiento que pronto se extendió por todo el país. Fue entonces cuando Espartero decidió intervenir y presentó a la Regente un programa de gobierno revolucionario. María Cristina no quiso aceptarlo y presentó su renuncia como Regente el 12 de octubre de 1840, marchando después al exilio.
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La regencia de Espartero y la posterior reacción moderada (1840-1844).
La renuncia de María Cristina creó un problema constitucional. Finalmente el general Espartero asumió una regencia unipersonal en mayo de 1841, iniciando un periodo que culminaría con su fracaso y caída en 1843.
Una de las razones de tal fracaso estuvo en la división del partido progresista entre los más radicales.
Una segunda causa del fracaso fue su política económica: el gobierno amplió la desamortización en beneficio de los propietarios, lo que le alejó del apoyo popular, e intentó llevar al país hacia el libre comercio con lo que se enfrentó a los industriales textiles y a los trabajadores.
El personalismo de Espartero y su talante militarista fueron otros factores de su fracaso. Ya en 1841 sofocó violentamente un intento de pronunciamiento moderado. El intento se saldó con la ejecución de los generales Montes de Oca y Diego de León y un posterior recorte de los privilegios forales vascos. Por el contrario, en 1842 la oposición le vino de su izquierda. La imposición de la política centralista de los progresistas y el temor a que un acuerdo de libre comercio con Inglaterra pudiera hundir la industria textil catalana, produjo disturbios y manifestaciones en Barcelona, que acabaron por generar una verdadera insurrección popular en 13 de noviembre. La Milicia tomó la ciudad y se enfrentó a las tropas del capitán general, Van Hales. Fue el propio Espartero quien dio la orden el 3 de diciembre de iniciar el bombardeo.
El general fue criticado en las Cortes por todos los grupos, y su imagen quedó seriamente dañada ante la opinión pública.
En 1843, tras unas nuevas elecciones, que dejaron a Espartero sin apoyos, se formó una auténtica coalición antiesparterista. Un último intento de estabilizar la Regencia llevó a Espartero a encargar gobierno al progresista Joaquín María López, pero el programa que éste presentó, de respeto a la Constitución y de limitación de los poderes del regente, fue rechazado por Espartero, lo que obligó a López a dimitir. La insurrección generalizada en el verano de 843 contra el general fue dirigida por miembros del partido progresista en defensa de la Constitución y frente a lo que se consideraba la tiranía de Espartero, pero triunfó por el apoyo moderado, cuando el ejército, dirigido por el general Narváez, se pasó a los insurrectos. Espartero, aislado, decidió abandonar el país y se embarcó el 12 de agosto hacia Londres.
Tras el triunfo, las propias divisiones del partido progresista precipitaron en su contra los acontecimientos. Ante la falta de alternativas, los diputados y senadores votaron el adelantamiento de la mayoría de edad de Isabel II, que fue proclamada Reina el 8 de noviembre de 1843. Una nueva insurrección en Barcelona más radical y popular aún que la del año anterior, fue reprimida con excepcional dureza por el joven general Prim. Tras la dimisión de López en noviembre, el intento de su sucesor, Salustiano Olózaga, de emprender un programa progresista y de disolver las Cortes, fue respondido con un auténtico golpe palaciego de los moderados, que obligaron a la Reina a declarar públicamente que el Jefe de Gobierno le había forzado a firmar la disolución de las Cámaras. Olózaga fue depuesto y con él cayó definitivamente lo que quedaba del partido progresista.
Desde diciembre de 1843 el nuevo Jefe de Gobierno, González Bravo, emprendió una política claramente regresiva. Ordenó la disolución de las Milicias, aumentó el tamaño del ejército hasta 100.000 hombres y restableció la ley Municipal de 1840. Se dieron órdenes de detención contra los principales políticos progresistas, la mayoría de los cuales consiguió huir; los clubes y periódicos de izquierda fueron cerrados. Se sucedieron intentos de sublevación militar en Cartagena y Alicante. El 1 de mayo de 1844 la Reina nombró presidente de gobierno al general Narváez.
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El reinado de Isabel II: sus principales características políticas. Moderados y progresistas.
El reinado de Isabel II presenta unas características comunes que se mantienen invariables a lo largo de veinticinco años. En primer lugar, la permanencia de un régimen de monarquía liberal de tendencia conservadora. La Constitución establecía un régimen basado en la participación política exclusiva de una oligarquía de propietarios, miembros de la vieja aristocracia, burguesía agraria, mercantil, industrial y financiera, altos mandos del ejército y funcionarios de alto nivel. El sufragio restringido excluía al resto del país. Además, era un régimen de gobiernos autoritarios, defensores, con un sistema bicameral que limitaba la tendencia a las reformas profundas y que restringía las libertades individuales y colectivas.
En segundo lugar, la reina Isabel apoyó invariablemente a los sectores más conservadores, y se alineamiento y la incapacidad de la Reina para conectar con el país real provocaron el alejamiento progresivo respecto de su pueblo y la caída de la monarquía en 1868.
EN tercer lugar, una constante del reinado fue la presencia permanente de militares entre los gobernantes del país: Narváez, Espartero, O' Donnell, y, en segundo plano, pero no menos protagonistas, Fernández de Córdova, Serrano, de la Concha, Prim, etc. La participación en la vida política se debía a varias causas. Por un lado, estaba el mesianismo y la mitificación del militar victorioso en un país que había pasado medio siglo en guerra. Por otro lado, la debilidad de un sistema parlamentario en el que los partidos eran grupos de presión que sólo luchaban por el ejercicio del poder, no respetaban el juego parlamentario y recurrían a los militares para acceder al gobierno mediante el pronunciamiento. En tercer lugar, existía en los medios políticos la convicción de que la presencia de un militar al frente del ejecutivo, en vez de un civil, garantizaba mucho mejor un gobierno fuerte y el mantenimiento del orden.
Sin embargo, que los militares participaron en la vida política a título individual, encuadrados como líderes de los partidos y no como jefes del ejército, aunque se sirvieran de sus tropas para acceder o mantenerse en el poder.
Pero acostumbraron a la sociedad española a una permanente confusión entre su papel militar y político, sólo a través de vías constitucionales, sino mediante el pronunciamiento, que se convirtió casi en su método habitual de acceder al gobierno.
Una cuarta característica del sistema isabelino es la presencia exclusiva en la vida parlamentaria de partidos burgueses: hasta 18, como la Unión Liberal (grupo de centro) o el partido demócrata (progresista radical). Al margen de la vida parlamentaria quedaban los republicanos, ilegales. Pero, en la práctica, sólo los moderados y progresistas contaban, y entre ellos se repartieron los gobiernos a lo largo de todo el reinado.
El partido moderado representaba básicamente los intereses de los grandes propietarios, y especialmente de los terratenientes. Era partidario de los principios de lo que se llamó el liberalismo doctrinario. Rechazaba la soberanía nacional, ante la que postulaba la soberanía compartida. Los moderados propugnaban una monarquía y un gobierno con amplios poderes; y unos poderes locales también controlados por el Rey, quien debería elegir a los alcaldes. Defendían también un sufragio muy restringido.
Además, en su actividad política los moderados defendieron una legislación favorable a los intereses de los terratenientes: predominio de los impuestos indirectos sobre los directos, proteccionismo ante los productos extranjeros, un sistema educativo basado en la moral católica y en la formación de los grupos dirigentes… Y, por encima de todo, la defensa del orden.
Por tanto, limitaron los derechos individuales y, sobre todo, los colectivos: prensa, opinión reunión y asociación.
En realidad, el partido lo formaba un grupo muy limitado de notables procedentes de la oligarquía terrateniente, nobles y burgueses, así como altas jerarquías del Ejército y de la Administración. Ni mucho menos gozaban del apoyo popular: era un grupo de poder que sólo actuaba como partido en época de elecciones.
El partido progresista representaba, dentro de la defensa de la monarquía liberal, la tendencia reformista y los intereses de la alta burguesía financiera e industrial, más que de la terrateniente. Sus principios eran los del liberalismo progresista. Sus miembros defendían la soberanía nacional, con un poder legislativo que debía corresponder exclusivamente a las Cortes, y un poder ejecutivo fuerte, entregado a la Corona y a un gobierno que debía estar sometido al control de las Cámaras. Eran partidarios de Cortes bicamerales, pero con un Senado electivo y renovable, más acorde con el principio de soberanía nacional. Defendían que los poderes locales fueron de elección popular, y un sufragio más amplio, aunque manteniéndose partidarios del sufragio censitario.
El partido progresista se apoyaba en las clases medias urbanas: comerciantes, pequeños fabricantes, empleados públicos, profesionales liberales, oficiales del Ejército. Rechazaban los cambios revolucionarios y querían evitar verse mezclados con los trabajadores manuales y los campesinos. Pero también reclamaban un gobierno eficaz y un Estado moderno, y estaban por tanto a favor de los cambios. Eran partidarios de la libertad entendida en un sentido burgués: defendían el desarrollo de los derechos individuales: pero no eran tan favorables a los derechos colectivos:
En el terreno económico el partido progresista reclamaba una legislación que permitiera el desarrollo de los sectores mercantiles e industriales: defendían una política de librecambio, que estimulara el comercio e impulsara a la industria a introducir innovaciones. Curiosamente, esa defensa del librecambio alineó a los industriales textiles catalanes con el moderantismo, pese a su coincidencia mayor con el ideario progresista.
El partido progresista actuaba más en la calle, mediante clubes políticos, tertulias y sociedades secretas. El carácter restrictivo de la Constitución de 18 no le dejó otra vía para acceder al poder que el pronunciamiento, la formación de Juntas revolucionarias y la movilización popular. Pero los campesinos y obreros industriales, que confiaron en el progresismo, quedaron decepcionados desde 1854, cuando el gobierno progresista salido de la revolución apoyó los intereses de los patronos y no los populares. Desde entonces progresismo y radicalismo urbano se distanciaron, y los trabajadores de las ciudades volvieron sus ojos al partido demócrata, fundado en 1849 como una escisión a la izquierda del progresista, y al republicano.
Una última característica del régimen isabelino fue la exclusión de la gran mayoría del país.
El régimen liberal supuso una degradación continua de sus condiciones de vida.
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La evolución política: la Década moderada (1845-184). La Constitución de 18.
Con el gobierno del general Narváez se inicia la Década moderada. Narváez controló la vida política tanto como jefe de gobierno como cuando dejó de presidir el gabinete, bajo gobiernos ajenos. Fue en parte el artífice de la Constitución de 1845 y de algunas de las principales reformas legales del periodo. Supo, además, controlar al Ejército y mantenerlo alejado de la vida política, salvo al final de la década.
Los primeros meses del gobierno de Narváez presentan una continuidad con la línea política llevada por González Bravo. Las medidas a asegurar el control absoluto del poder político por los moderados -detenciones, cierre de clubes y periódicos, aplastamiento de intentos de rebelión, como la del general Zurbano, y una dura represión en las calles-, fueron simultáneas a la convocatoria de lecciones a Cortes y a la elaboración de una nueva Constitución que permitiera establecer un sistema político acorde con los principios del moderantismo.
La Constitución de 1845 es en realidad un texto nuevo que estudio en vigor hasta 1869. Sus contenidos básicos son los siguientes:
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El principio de soberanía compartida: el poder legislativo reside en las Cortes con el Rey.
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Una declaración de derechos muy teórica.
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La exclusividad de la religión católica, con el compromiso del Estado de mantener el culto y clero.
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La eliminación de los límites que la Constitución de 1837 había establecido respecto de los poderes del Rey.
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Un Senado de miembros vitalicios nombrados por la Corona entre las altas categorías de la nobleza, la Iglesia, el Ejército, la Administración y quienes posean grandes fortunas.
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Ayuntamientos y Diputaciones sometidos a la Administración central, con alcaldes y presidentes elegidos por el Rey.
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El poder de la Corona para disolver el Congreso, con la obligación de volver a convocarlo en el plazo de tres meses.
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La supresión de la Milicia Nacional.
La Constitución era un texto claramente conservador, que excluía alternativas en el poder y beneficiaba al partido moderado y a al oligarquía. La Ley Electoral de 1846 concretó esa realidad, al establecer unas rentas mínimas para poder votar que limitaron el sufragio a sólo 99.000 electores en un país de 12 millones de habitantes, en contraste con los 635.000.
Durante la Década moderada continuó el desarrollo legislativo del Estado liberal en un sentido conservador. Ya en 1844 se suspendieron las ventas de bienes desamortizados y se devolvieron a la Iglesia los no vendidos. Se fijaron fuertes fianzas para poder publicar periódicos, en un intento de controlar a la prensa; la posterior Ley de Imprenta restringió la libertad de publicar y estableció la censura. En el mismo año se fundó la Guardia Civil. Desde su fundación adoptó algunas de las características que aún hoy conserva: disciplina militar, ubicación rural en Casas Cuartel, actuación por parejas, etc. Se utilizó en labores de policía, ayuda y socorro, y en casos de situaciones catastróficas, pero sobre todo en la defensa del orden y de la propiedad, finalidad esencial para la que fue creada.
Una de las tareas en que más empeño pusieron los gobiernos moderados fue la de la unificación y codificación legal. Las medidas de reorganización de la Administración encaminadas a reforzar el centralismo, a través del fortalecimiento de Gobernadores Civiles y Militares y de las Diputaciones. Otro hito importante fue la reforma de la Hacienda en 1845, que eliminó el viejo sistema fiscal y refundió los numerosos impuestos existentes en cuatro tributos esenciales.
La firma del Concordato de 1851 por el gobierno de Bravo Murillo significó la normalización, de las relaciones entre el Estado y la Iglesia Católica.
El Concordato incluía, por parte de Roma, la aceptación de las ventas de bienes desamortizados ya realizadas ye l reconocimiento diplomático de la monarquía isabelina. A cambio, el Estado restituía a la Iglesia el resto de sus bienes, establecía una dotación de culto y clero en el presupuesto y reservaba a los religiosos la supervisión de la educación y la vigilancia y censura en materia doctrinal. El Concordato también regulaba la jurisdicción eclesiástica y la intervención del Estado en los nombramientos de la jerarquía.
En cuanto al desarrollo político de la Década, en los primeros años el mayor problema fue el matrimonio de la Reina, finalmente casada con su primo Francisco de Asís. Otro conflicto serio fue la llamada segunda guerra carlista. En 1846, tras fracasar el intento de casar a Isabel II con el pretendiente carlista, se produce una insurrección en Cataluña. La falta de recursos y la incapacidad de extender la guerra llevó el intento al fracaso, pero durante tres años las partidas permanecieron en el Principado, gracias al apoyo que recibían de la población campesina.
En 1848 se produce en España una ola de levantamientos, manifestaciones y protestas revolucionarias. Se debieron más a la crisis económica que a motivaciones políticas. La respuesta de Narváez fue pedir y obtener plenos poderes de las Cortes, suspender las garantías constitucionales y emprender una durísima represión en las calles, culminada con docenas de fusilamientos. El resultado del fracaso revolucionario fue acentuar la división entre los progresistas, una parte de los cuales creó en 1849 el Partido Demócrata. Sus principios fundacionales eran la defensa de los derechos individuales, del sufragio universal y de una apertura del sistema a las clases populares.
La crisis política del moderantismo se precipitaría tras el intento por parte de Bravo Murillo, jefe de gobierno entre 1851 y 1852, de reformar la Constitución. Hombre ultraconservador y desconfiado de la política de partidos, presentó un proyecto de reforma que prácticamente significaba la eliminación de la vida parlamentaria, para entregar todo el poder al gobierno en un sistema que hubiera significado casi la vuelta al absolutismo. La dureza de su propuesta consiguió unir en su contra a todos los grupos del moderantismo, además de los escasos diputados progresistas. Tres semanas después, Bravo Murillo tuvo que dimitir. Desde entonces se sucedieron varios gobiernos, cada vez más ineficaces, aislados y que provocaron el descontento ante la corrupción, las intrigas políticas y el descrédito de los ministros. El recuerdo de la represión de 1848 alentó a los progresistas y demócratas a unir sus fuerzas para recurrir una vez más al pronunciamiento militar frente a un gobierno, el de Sartorius, que a fines de 1853 había disuelto las Cortes y gobernaba de forma dictatorial.
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El bienio progresista (1854-1856)
El Bienio progresista comenzó con la revolución de 1854. Fue un golpe de Estado que triunfó gracias al respaldo popular, conseguido mediante una hábil propaganda. El inicial pronunciamiento del general Leopoldo O' Donnell fracasó tras un enfrentamiento con las tropas gubernamentales en Vicálvaro; pero los rebeldes se reagruparon y publicaron una proclama llamada Manifiesto de Manzanares, que consiguió un respaldo masivo y provocó la revolución en julio. El Manifiesto, prometía un estricto cumplimiento de la Constitución, cambios en la Ley electoral y de Imprenta, la reducción de los impuestos y la restauración de la Milicia Nacional. Apoyado por otros jefes militares y con la población en las calles, el golpe triunfó, e Isabel II encargó el 26 de julio formar gobierno al viejo general Espartero, con O' Donnell como Ministro de la Guerra.
Las primeras medidas combinaron las recompensas por el triunfo -el “autoascenso” de los militares golpistas, el nombramiento de altos cargos afines a los sublevados- Con la recuperación de instituciones y normas de la etapa progresista: la Ley de Milicias de 1822, la Ley Municipal de 1823, la llamada a sus puestos a los concejales progresistas etc.
En las elecciones a Cortes Constituyentes apareció una nueva fuerza política, la Unión Liberal. La idea había surgido entre moderados aperturistas convencidos de la necesidad de ampliar la base social del régimen; y entre progresistas cercanos al moderantismo.
Era un partido con vocación de centro con hombres como Joaquín María López, el general O'Donnell y Posada Herrera. A lo largo del Bienio fue creciendo su influencia al tiempo que se constituía poco a poco en la única alternativa al progresismo, con O'Donnell como líder. Después fue evolucionando hasta convertirse en la práctica en un partido conservador, aunque manteniendo unas formas centristas.
En 1854, el partido era aún lo suficientemente ambiguo como para conseguir que muchos candidatos progresistas se presentaran en sus listas, lo que les permitió ganar claramente las elecciones. La coalición de unionistas y progresistas pasó a dominar abrumadoramente las Cámaras.
Los progresistas actuaron en defensa fundamentalmente de los intereses económicos de la burguesía urbana y de las clases medias.
Partidarios de reformas limitadas y muy alejados de los intereses populares, acabaron chocando tanto con los movimientos obreros y urbanos como con lo moderados. Las principales reformas fueron una serie de leyes encaminadas a sentar las bases de la modernización económica del país: La Ley de Desamortización, la Ley de Ferrocarriles, y la Ley de Sociedades Bancarias y Crediticias.
La Constitución de 1856 era la imagen del pensamiento progresista. Sus principios básicos eran la defensa de la soberanía nacional; una declaración de derechos individuales detallada y precisa, con especial énfasis en la libertad de imprenta y en la libertad religiosa; y la limitación de los poderes de la Corona y del gobierno controlados por las Cortes. Los Ayuntamientos y Diputaciones pasaban a ser electivos, se restablecía la Milicia Nacional, y se retornaba a un Senado elegido por sufragio, con un censo de 700.000 votantes. La Constitución nunca llegó a tener vigencia.
De entre todas las medidas adoptadas por los gobiernos progresistas del Bienio destaca la Ley de Desamortización General de 1 de mayo de 1855, conocida como Desamortización de Madoz. Declaraba la venta en subasta pública de toda case de propiedades rústicas y urbanas pertenecientes al Estado, a la Iglesia, los propios y baldíos de los Municipios y todos los bienes que permanecieran amortizados.
La segunda ley importante de los progresistas fue la Ley General de Ferrocarriles de junio de 1855, cuyo objetivo era promover la construcción ferroviaria, hasta entonces casi inexistente. Permitió que los especuladores y financiaron hicieran enormes fortunas jugando en la Bolsa con las acciones ferroviarias. Por su parte, la Ley de Sociedades Bancarias y Crediticias contribuyó a facilitar la inversión ferroviario y permitió el ungimiento de un mercado financiero moderno, promoviendo la entrada de capitales y un clima de euforia en las Bolsas.
Una de las claves del fracaso del Bienio, fue el permanente clima de conflictividad social. Las causas fueron múltiples: la epidemia de cólera de 1854, el alza de precios del trigo causada por la guerra de Crimen, las malas cosechas, las tensiones entre el gobierno de las promesas hechas al inicio del periodo.
Los enfrentamientos callejeros se hicieron especialmente graves en Barcelona.
En los primeros meses del año de 1856 se sucedieron violentos motines en el campo castellano y en las principales ciudades del país. El gobierno perdió el apoyo de las Cortes, y muchos diputados progresistas se pasaron a la Unión Liberal. Finalmente la Reina aceptó en julio la dimisión de Espartero y encargó formar gobierno al general O'Donnell. La rendición de los sublevados puso fin a la experiencia progresista.
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El primer periodo de la Unión Liberal (1856-1863)
La Unión Liberal fue el partido que controló la vida política en los doce años que van desde 1856 a la revolución de septiembre de 1868, la “Gloriosa”. Era un partido conservador, convencido de la necesidad de mantener el orden y partidario de retornar a una vida parlamentaria que devolviera el prestigio a las instituciones. Incluía a militares como O'Donnell o Serrano y a miembros de los viejos partidos como Alonso Martínez, Ríos Rosas o Cánovas. Contó con el respaldo de la burguesía y de la mayor parte de los terratenientes, y con la oposición fuera de las Cortes de demócratas y republicanos.
Desde 1863 la crisis económica llevó a los gobiernos a una actitud cada vez más intransigente y empujó a la oposición a los sectores progresistas del partido, hasta culminar en la revolución de 1868, que arrastró consigo a la Corona.
Tras un breve periodo de gobierno de O'Donnell, la Reina encargó formar gobierno al general Narváez. Éste, suspendió la desamortización, anuló todas las disposiciones de libertad de imprenta y cuantas se opusieran al Concordato, y restableció el impuesto de consumos. Se volvía a una política claramente conservadora.
1856 y 1857 fueron de nuevo años de malas cosechas, agravadas por lo últimos efectos de la guerra de Crimen. En medio de la recesión agrícola, industrial y financiera, que provocó el empobrecimiento y la contracción de mercados, el gobierno reprimido durante las protestas y prohibió de nuevo las asociaciones obreras. En materia legal, desarrolló una importante legislación financiera, se multiplicó la moneda en circulación y se continuó la política d obras públicas y construcciones ferroviarias para reactivar la economía. También se organizó la estadística del Estado y en 1857 se hizo el primer Censo demográfico. También se aprobó la Ley de Instrucción Pública, la llamada ley Moyano, que estableció el sistema educativo vigente en el país hasta bien entrado el siglo XX.
El talante conservador y represivo de Narváez acabó minando su apoyo en las Cortes. Una vez sofocados los brotes de violencia, en julio de 1858 la Reina optó por llamar al general O'Donnell, dando así comienzo al llamado “gobierno largo” de la Unión Liberal. O'Donnell era un hombre algo más abierto que Narváez, pero tan autoritario como él en la práctica.
Otra figura clave fue el ministro de Gobernación, Posada Herrera, responsable del aparato electoral que aseguraba a su partido mayorías cómodas en las Cortes, a través del control de las listas electorales, la propaganda y la presión de los caciques del partido en provincias. Su sistema fue un ensayo del de la Restauración vigente a partir de 1874.
El gobierno de la Unión Liberal careció de una línea política clara. Todo su programa político consistía en el disfrute del poder, la salvaguardia obsesiva del orden y la ambición de hacer más eficaz el funcionamiento de la Administración. La propia ausencia de principios explica porqué la Unión Liberal se dividió en 1863, el gobierno consiguió actuar con cierta estabilidad, en parte mediante el control de las Cortes, pero sobre todo gracias a la prosperidad económica de aquellos años, que permitió a los ministros dedicar toda su atención a las obras públicas. Fue la etapa dorada de la especulación y la construcción ferroviaria, de la aparición y crecimiento de las sociedades de crédito y de los bancos, de una nueva expansión de la industria textil catalana y del surgimiento de los primeros altos hornos en Vizcaya y Asturias.
Sólo dos perturbaciones alteraron el clima político. En abril de 1860 los carlistas intentaron un golpe de Estado en San Carlos de la Rápita. El otro incidente, mucho más grave, fue la insurrección campesina de Loja, en junio de 1861.
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La política exterior de la Unión Liberal.
A lo largo de todo el siglo XIX España había carecido de una política exterior seria. La continua inestabilidad del régimen absolutista y del sistema liberal hicieron que la política interior absorbiera por completo la atención de los gobiernos. A la falta de unos objetivos claros en política exterior se unió la escasa capacidad de los diplomáticos españoles: las embajadas eran ocupadas por políticos de prestigio, y no por expertos. El resultado es que fue fácil para los gobiernos extranjeros manejar nuestra acción exterior. Así, los ingleses consiguieron que el gobierno de Espartero intentara emprender una política de librecambio, mientras que los gobiernos moderados fueron fácilmente influidos por Francia en sentido contrario.
El gobierno de la Unión Liberal emprendió entre 1858 y 1866 una activa y agresiva política exterior, cuyo objetivo esencial era desviar la atención de los españoles de los problemas internos y exaltar la conciencia patriótica, en pleno auge del nacionalismo en Europa. La intervención en cinco conflictos bélicos y el envío de tropas expedicionarias contó con el apoyo de las Cortes, la prensa y una buena parte de la opinión pública.
La primera intervención fue la expedición hispano-francesa a Indochina (1858-1860). Fue un paseo militar, pero no reportó nada concreto a nuestro país, y sí a los franceses, que iniciaron así su control de la región.
La guerra contra Marruecos (1859-1860) tuvo como pretexto la destrucción en Melilla de establecimientos españoles, pero respondía realmente a un intento de expansión colonial en el Norte de África. Tras dos victorias en el valle de Castillejos y en Wad-Ras, el ejército expedicionario dirigido por Prim y Zavala tomó Tetuán y puso cerco a Tánger. Pero la amenaza de una intervención de Inglaterra, que no quería permitir una expansión española tan cerca del Estrecho, obligó a aceptar un acuerdo de paz.
La tercera aventura fue la intervención en la expedición a Méjico de 1862 emprendida por tropas francesas, inglesas y españolas para castigar el impago de la deuda por parte del gobierno mejicano. Una vez desembarcadas las tropas, los franceses manifestaron su intención de derrocar al gobierno de Juárez y poner en fu lugar al archiduque Maximiliano, ante lo cual el general Prim decidió retirar sus tropas. La decisión ocasionó la ruptura de relaciones con Francia y provocó una fuerte irritación a o'Donnell, pero tuvo que aceptarla ante la aprobación de la Reina.
Otras dos intervenciones exteriores fueron la fallida recuperación de la colonia de Santo Domingo en 1861, y la guerra contra Perú y Chile, que terminó en 1866 sin ningún resultado positivo.
En conjunto, la actuación exterior española de aquellos años no fue más que un alarde militar, una política de prestigio que en nada influyó en el equilibrio de poder internacional.
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La crisis final del reinado (1863-1868)
Hacia finales de 1862 el gobierno de la Unión Liberal empezaba a estar desacreditado. Los progresistas, ante la evidencia de que el sistema electoral y la postura de la Reina no les permitiría acceder al poder, se habían retraído de la vida parlamentaria. Los moderados eran cada vez más conservadores. La Unión Liberal se descomponía, ante la falta de objetivos políticos y el desgaste que producía el ejercicio del poder. Demócratas y republicanos y un sector importante del progresismo, comenzaban a recalar desde la prensa y mediante la acción conspirativa un cambio del régimen, poniendo en cuestión a la propia Reinal.
Tras dos gabinetes de transición, de nuevo el general Narváez se hizo cargo del gobierno en septiembre de 1864. Con la vuelta a un ministerio conservador y represivo se abrió el proceso que dio al traste con la monarquía borbónica. Fue decisiva la crisis económica y el agravamiento consiguiente de la situación social y política. Los primeros síntomas de la crisis se produjeron en 1864: comenzaron a detenerse las construcciones ferroviarias, faltaron inversiones extranjeras, los precios cayeron. Al detenimiento de la actividad contribuyeron dos causas esenciales: el déficit de las empresas ferroviarias (las líneas construidas no daban el beneficio esperado), y la falta de algodón, debida al estallido de la Guerra de Secesión estadounidense y al bloqueo nordista, que hizo caer en picado la producción textil catalana y disparó los precios. Su resultado fue la pérdida de capacidad adquisitiva, el hundimiento del mercado y la extensión de la crisis a todos los sectores. A ello se añadió el derrumbamiento de la Bolsa en 1866 lo que provocó la ruina de muchos pequeños inversores.
A esta situación vino a sumarse el clima de descontento político generalizado y la actitud cada vez más autoritaria de Narváez y O'Donnell al frente del gobierno.
En octubre de 1864 el Ministro de Fomento, Alcalá Galiano, dictó una Real Orden prohibiendo la difusión desde las cátedras de ideas contrarias a la religión católica, la monarquía hereditaria y la Constitución vigente.
La polémica creció hasta que en la primavera la decisión del gobierno de vender parte del Patrimonio nacional para cubrir el déficit y resarcir a la Reina con el 25% de las ventas, fue contestada por Cautelar con un durísimo artículo en el que denunciaba la ilegalidad de las compensaciones a la Corona y la irregularidad de las ventas.
El gobierno decidió expedientar a Cautelar y ordenó al Rector que le retirara de su cátedra. El Rector, Montalbán, rehusó y presentó su dimisión en solidaridad con Cautelar. En la noche del 10 de abril de 1865 se produjo el enfrentamiento entre varios miles de estudiantes y las fuerzas del orden, con una carga indiscriminada que causó nueve muertos y un centenar de heridos. Las protestas por la matanza de la noche de San Daniel se generalizaron y la reina optó en junio por llamar de nuevo a O'Donnell, para encargarle formar nuevo gobierno en sustitución de un desacreditado Narváez.
En enero se produjo un intento de pronunciamiento del general Prim en Villarejo de Salvanés. El golpe fracasó, pero Prim consiguió huir para seguir conspirando desde su exilio en París. Pero el intento más serio fue la sublevación de los sargentos del cuartes de San Gil, el 22 de junio de 1866. La rápida respuesta militar fue dirigida por el propio O'Donnell y por Serrano.
El saldo final fue de unos 60 muertos y ovarios centenares de heridos, a los que hubo que añadir los cientos de deportados y los 66 suboficiales y oficiales fusilados por rebelión.
A tan dura acción siguió una ola de protesta por todo el país. La respuesta gubernamental, de nuevo bajo la jefatura de Narváez desde julio de 1866, fue la represión, mantuvo las Cortes suspendidas, cerró todos los periódicos críticos y persiguió no sólo a los sectores de la oposición, sino incluso a cualquier miembro de la Unión Liberal o moderado que cuestionara la actuación del gobierno.
En agosto de 1866, dos meses después de la sublevación de San Gil, los progresistas, demócratas y republicanos firmaron el pacto de Ostende. Su programa se limitaba al destronamiento de la Reina, a quien consideraban principal culpable de la situación y a la convocatoria de unas Cortes por sufragio universal. En 1867 tras la muerte de O'Donnell, la propia Unión Liberal, convencidos sus miembros de la inviabilidad del gobierno represivo y del hundimiento de la monarquía isabelina, se sumó al pacto.
Nombre:
Curso: 2º Bach. Humanidades Nº: 2
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Enviado por: | Kurnicova |
Idioma: | castellano |
País: | España |