Historia


Mundo colonial y no europeo


Lectura 11. El mundo colonial y no europeo

La supremacía económica y militar de los países europeos no había sufrido un desafío serio desde hacía mucho tiempo, pero entre finales del siglo XVIII y finales del siglo XIX no se había intentado convertir esa supremacía en una conquista, anexión y administración formales. Entre 1880 y 1914 ese intento se realizó y la mayor parte del mundo fuera de Europa y del continente americano se dividió en territorios que quedaron bajo el gobierno formal o bajo el dominio político informal de uno u otro de unos pocos estados, en especial­ Gran Bretaña, Francia, Alemania, Italia, Países Bajos, Bélgica, EEUU y Japón.

Dos grandes zonas del mundo fueron casi totalmente divididas: el Pacífico y África. El Pacífico, sin ningún estado independiente, se repartió entre británicos, franceses, alemanes, holandeses, norteameri­canos y japoneses. En 1914 África pertenecía a los imperios británico, francés, alemán, belga, portugués y, marginalmente, a España; las únicas excepciones eran Etiopía (que pudo contener a Italia, la más débil de las potencias imperia­les), la insignificante república de Liberia y una parte de Marruecos que todavía se resistía a una conquista total.

La mayoría de los grandes imperios tradicionales de Asia se mantuvieron independientes, aunque las potencias establecieron en ellos “zonas de influencia” (China) o incluso una administración directa que en algunos casos (como en el acuerdo anglorruso sobre Persia en 1907) cubría todo el territorio. Si conservaron su independencia fue porque resultaban convenientes como los estados-colchón de Siam -Tailandia- (que dividía las zonas británica y francesa en el sureste asiático) o Afganistán (que separaba al Reino Unido y Rusia), por la incapacidad de las potencias imperiales rivales para acordar una fórmula divisoria, o por su gran extensión. De todas formas, el Reino Unido anexionó Birmania a su imperio indio y estableció o reforzó una zona de influencia en el Tibet, Persia y el golfo Pérsico; Rusia penetró más profunda­mente en el Asia central y, con menos éxito, en la Siberia del Pacífico y en Manchuria; los Países Bajos establecieron un control más estricto en regiones remotas de Indonesia. Por su parte, Francia conquistó Indochina, iniciada en el reinado de Napoleón III; y Japón se hizo con Corea y Taiwán a expensas de China (1895) y con otros territorios más modestos a expensas de Rusia (1905).


Sólo el continente americano pudo sustraerse a ese proceso de reparto. En 1914, como en 1830, era un conjunto de repúblicas soberanas, excepto Canadá, las islas del Caribe y algunas zonas del litoral caribeño. Sólo EEUU tenía un status político y una economía poderosa. Las demás repúblicas eran, desde el punto de vista económico, dependencias del mundo desarrolla­do. Pero ni siquiera EEUU, que afirmó cada vez más su hegemonía política y militar en esta amplia zona, intentó seriamente conquistarla y administrar­la. Sus únicas anexiones fueron Puerto Rico (a Cuba se le permitió una independen­cia nominal) y la zona del canal de Panamá. En Latinoamérica la dominación económica y las presiones políticas necesarias se realizaron sin una conquista formal. Por otra parte, ni Gran Bretaña ni ningún otro país tuvieron razones de peso para enfrentarse a EEUU desafiando la “doctrina Monroe”.

Ese reparto del mundo era la expresión más espectacular de la progresiva división del planeta en fuertes y débiles. Entre 1876 y 1915, casi un 25% de la superficie del planeta se repartió en forma de colonias entre unos pocos países. Gran Bretaña incrementó sus posesiones unos 10 millones de km2. Francia 9, Alemania algo más de 2,5 y Bélgica e Italia algo menos. EEUU obtuvo unos 250.000 km2 de nuevos territorios, sobre todo a costa de España (Puerto Rico, Filipinas), extensión similar a la que consiguió Japón a costa de China, Rusia y Corea. Portugal amplió sus colonias africanas en unos 750.000 km2; y España consiguió algunos territorios áridos en Marruecos y el Sahara occidental. Más difícil es evaluar las anexiones de Rusia, ya que se hicieron a costa de los países vecinos y continuando un proceso multisecular de expansión territorial del Estado zarista. Los Países Bajos se limitaron a ampliar su control sobre islas que le “pertene­cían” desde hacía tiempo.


1. El imperialismo en África.

La división del territorio africano entre las potencias europeas es posterior a 1880, consagrándose formalmente en la Conferencia de Berlín de 1884. Sin embargo, entre 1830 y 1880 es, según David Fieldhouse (Economía e imperio), el momento en que se “gestaron las fuerzas” que iban a llevar al reparto del continente. La visión que ofrecen los mapas puede resultar, pues, un poco engañosa. Es la época en que se efectúa la gran tarea de explorar el interior del continente, tomando contacto con los diferentes estados africanos.

La situación del África precolonial era muy diversa, pero distaba mucho de parecerse a un conglomerado de tribus salvajes sin organización ni tradición política, que sólo con la llegada de los europeos hubieran accedido a la civilización. Es cierto que por influencia del comercio esclavista o por debilitamiento del Imperio otomano, muchos de estos estados habían perdido gran parte de su antiguo esplendor. Pero, a pesar de todo, verdaderos imperios o estados, con muchos siglos de historia se mantenían en vigor a la llegada de los europeos. En el Magreb coexistían el sultanato de Marruecos, las regencias berberiscas de Argelia, Túnez y Trípoli y el reino de Egipto, dirigido por el macedonio Muhamad Alí hasta 1848. En el África occidental y ecuatorial, el reino de Dahomey, así como el del Congo, lograron impresionar a los viajeros occidentales por sus ejércitos, riquezas y organización; y en el África austral, eran importantes los reinos de Zanzíbar o el de los zulúes, que agrupaba a principios del siglo XIX las regiones de Natal, Orange, Transvaal y Mozambique.

La presencia europea en África anterior a 1880 constaba de algunas posesiones costeras por parte de viejos imperios coloniales (portugueses y holandeses -bóers­- en el África austral) o de recientes instalaciones como las de Liberia y Costa de Marfil. Durante el siglo XIX esta presencia se amplió a través de otros dos grandes ejes de penetración, en África del norte y en Senegal, así como con la entrada de Gran Bretaña en África del Sur.

A. El África mediterránea.

El dominio europeo del norte de África tuvo su principal expresión en la conquista de Argelia por los franceses y en el control de Egipto, por Francia e Inglaterra, como lugar estratégico de paso hacia India a través del canal de Suez.

Egipto, región autónoma dentro del imperio turco, conoció en las décadas de 1850 y 1860 un cierto progreso occidentalizador. El gobierno egipcio modernizó su administración, su sistema judi­cial y la ley de la propiedad, cooperando con los franceses en la construcción del Canal de Suez (1859-1869), estimuló la navegación por el mar Rojo y permitió que intereses británicos y franceses construyesen ferrocarriles. Egipto se incorporó al mercado mundial y el jedive Ismail se occidentalizó (construyó en El Cairo un teatro de la ópera, donde se estrenó en 1871 la ópera de Verdi, Aida, escrita a petición del jedive).

Las mejoras costaban dinero, que se pedía prestado a Inglaterra y Francia. El gobierno egipcio no tardó en verse en apuros, remediados temporalmente en 1875 con la venta de acciones del Canal a los británicos. Pero en 1879 los intereses bancarios europeos impusieron la abdica­ción de Ismail y su sustitución por Tewfik, controlado por los acreedores europeos. Esto provocó una insurrección en Alejandría (1881) liderada por el coronel Arabi, la primera expresión de nacionalismo árabe. Una escuadra británica bombardeó la ciudad y tropas británicas desembarcaron en Egipto en 1882, derrotando a Arabi y tomando a Tewfik bajo su protección (las tropas, enviadas por poco tiempo, no se retirarían hasta 1956). Egipto se convirtió en protectorado británico. Los ingleses protegían al jedi­ve contra el descontento en su propio país, las pretensiones turcas y las atenciones de otras potencias europeas rivales.

La incorporación de Argelia al dominio de Francia comienza en 1830 con la toma de la ciudad de Argel y tardaría treinta años en ocupar los territorios del interior, debido al estado casi permanente de guerra en que mantuvieron a los ejércitos franceses las tribus bereberes. Es una de las razones que explica, en virtud de una actitud “subimperialista” de los colonos que, para dotar de mayor seguridad a esta colonia, la presencia francesa se extendiera hacia Túnez y Marruecos, a partir de los años 1880. Argelia es el ejemplo clásico de colonia de poblamiento, instalándose allí no sólo franceses sino también numerosos españoles. Los colonos europeos eran unos 800.000 hacia 1914. Uno de ellos, casado con una mallorquina, combatiente del ejército francés muerto en la 1ª G.M., fue el padre de Albert Camus, quien lo dejó reflejado en su libro autobiográfico (y póstumo), El primer hombre.

Contra la política fran­cesa Gran Bretaña utilizó las inquietudes de España e Italia y esbozó una liga mediterránea para la defensa del statu quo que condujo a los acuerdos mediterráneos de 1887, que bloquearon la expansión europea en la zona durante más de diez años. Hacia 1900 las iniciativas alemanas relanzaron la cuestión. Sus ambiciones en el Próximo Oriente (viaje de Guillermo II en 1898) y los proyectos de ferrocarril Berlín-Bagdad (1899-1903) provocaron inquietud en Gran Bretaña y la revisión de su política secular. Al mismo tiempo, las potencias mediterráneas (Italia, España y Francia), decepcionadas por los resultados de su política colonial (desastre de Adua en 1896, pérdida de Cuba en 1898, retirada de Fachoda en 1­898), dirigieron sus ambiciones hacia el Mediterráneo próximo.

Para hacer frente en el Mediterráneo oriental a la amenaza alemana, Gran Bretaña aceptó que se replanteara el statu quo en el occidental, con una doble condición: que el estrecho de Gibraltar permaneciera bajo su control y que el régimen aduanero de Marruecos no se modificara. Los acuerdos franco-británicos de 1904 anunciaban el protectorado francés sobre el imperio jerifiano de Marruecos (1912). Gran Bretaña sostuvo a Francia durante las crisis de Algeciras (1905) y Agadir (1911); ésta, tras el acuerdo naval de 1912, debía asegurar la defensa del Mediterráneo. Los acuerdos franco-italianos (1901-1902) preludiaban la ocupación italiana de Libia (1911-1912).

B. La apertura del África negra.


Durante siglos los europeos sólo conocieron de África negra sus costas (de Oro, de Marfil, de los Esclavos), a las que desde un interior inagotable habían llegado millones de esclavos, así como las agitadas aguas de ríos enormes (Nilo, Congo, Níger, Senegal), cuyas fuentes eran tema de románticas especulaciones. Las costas de Senegal, por ejemplo, eran un lugar frecuentado por comerciantes ingleses y franceses, desde donde ejercían un comercio triangular de traslado de esclavos a las Antillas y, desde aquí, de azúcar hacia Europa. La política del francés Faidherbe (1854-1865) como goberna­dor del Senegal tuvo importantes consecuencias: estable­ció la prioridad del eje Senegal-Níger-lago Chad y además contribuyó a crear el cuadro administrativo que gestionará la posterior coloniza­ción francesa en África.

Las poblaciones negras nativas eran agrícolas o pastoriles, sin lenguaje escrito ni Estados duraderos, pero con notables formas artísticas y con un recuerdo de grandes reinos en tiempos pasados. Había también blancos que hablaban árabe en la costa oriental y europeos asentados en el África del Sur. Aquí, la colonización de la re­gión de El Cabo por parte de la Compañía Holandesa de las Indias se remonta al siglo XVII. Se trata de una precoz colonia de poblamiento europea que en 1806 es transferida a Inglaterra. Los colonos, holandeses calvinistas conocidos como bóers (“campesinos”), se dedicaban a la agricultura y ganadería y eran grandes defensores del esclavismo. La entrada de la colonia surafricana bajo dominio británico causó constantes problemas a los bóers. Con la abolición del esclavismo en 1833, buena parte de los bóers abandonan El Cabo y emprenden su­cesivos viajes (el Great Trek entre 1834 y 1848) o desplazamientos desde su primitivo asentamiento hacia los territorios de Natal, Orange y Transvaal. Las disputas con los británi­cos, que controlaban las salidas al mar y comenzaban a mostrar in­terés por los yacimientos de oro y diamantes descubiertos desde 1867, ocasionaron varios enfrentamientos, conocidos como las guerras bóers, de las que la más dura fue la segunda, desarrollada entre 1899 y 1902.

Misioneros, exploradores y aventureros fueron los primeros en abrir este mundo a Europa. La famosa pareja Livingstone y Stanley es un buen ejemplo del rumbo de los hechos. Livingstone llegó al África suroriental en 1841 como misionero médico. Se entregó a una obra humanitaria y religiosa, sin pretensiones políticas ni económicas, en amistosas relaciones con los nativos; hizo muchos viajes y descubrimientos y se encontraba en el interior de África como en su casa. Pero el periódico Herald de Nueva York, ante el rumor de que se había perdido, envió al inquieto periodista Stanley a buscarle. Éste lo encontró en 1871; poco después moría Livingstone, con grandes honores de los nativos. Stanley era un hombre de la nueva era: al ver las grandes posibilidades de África se fue a Europa en busca de socios. En 1878 encontró a un hombre con las mismas ideas, Leopoldo II, rey de los belgas. Leopoldo era en el fondo un promotor. Formosa, Abisinia, Mozambi­que, Filipinas, habían atraído sucesivamente su fantasía, pero era la cuenca del Congo, en África central, lo que decidiría desarrollar. Stanley era el hombre que buscaba y los dos fundaron en Bruselas, con unos pocos financieros, una Asociación Internacional del Congo en 1878. Era una empresa puramente privada; el gobierno y el pueblo belgas no tenían nada que ver.

Se consideraba que todo el interior de África era una “tierra de nadie”, abierta a los primeros “civilizados” que llegaran. Stanley, al volver al Congo en 1882, firmó en dos años tratados con más de 500 jefes que, a cambio de naderías, ponían sus huellas en los misteriosos papeles y aceptaban la bandera de la Asociación. El explorador alemán Peters, que trabajaba en el interior de Zanzíbar, firmaba tratados con los jefes del África Oriental. El francés Brazza, que partía de la costa occidental y distribuía la tricolor por todos los pueblos, reivindicaba al oeste del río Congo un territorio más grande que Francia. Los portugueses pretendían unir sus viejas colonias de Angola y Mozambique, para lo que necesitaban una zona considerable del interior, con el apoyo inglés. En todos los casos, los respecti­vos gobiernos europeos dudaban todavía si inmiscuirse en cuestiones con los salvajes africanos, pero se veían impulsados por pequeñas minorías organizadas de entusiastas colonizadores y se enfrentaban con la probabilidad de que, si se equivocaban, luego sería tarde.

La ocu­pación inglesa de Egipto (1882) propició el expansionismo francés en el Magreb y el África subsahariana y tropical. La conversión de Ale­mania en gran potencia y su creciente demanda de colonias también aceleró los acon­tecimientos. Finalmente, la actuación en la cuenca del Congo de Leopoldo II acabó siendo el catalizador de las fuerzas im­perialistas en África. Para evitar conflictos entre las grandes potencias, Leopoldo II y Bismarck convocaron la Conferencia de Berlín (1884-1885), a la que acudieron la mayoría de los países europeos y EEUU, y donde se sentaron las bases de la política a seguir en África.

La Conferencia convirtió los territorios de la Asociación del Congo en un Estado libre, bajo auspicios internacionales, y delegó el gobierno del nuevo Estado (con un territorio de más de 2 millones de km2), en Leopoldo. Se estableció además la internacionalización del río Congo, la libertad de comercio en el Congo para las personas de cualquier nacionalidad, la supresión del comercio de esclavos y la prohibición de imponer tarifas aduaneras. Leopoldo actuó en el Congo de acuerdo con su sola voluntad. Su decisión de hacerlo rentable le llevó a extremos injustos. El Congo era una de las pocas fuentes de abastecimiento de caucho del mundo y los nativos fueron obligados mediante una coacción inhumana a sangrar los árboles de caucho, árboles que se destruían sin ser re­puestos. Mediante la devastación de los recursos de aquel pueblo y esclavizando a sus hombres, Leopoldo extrajo un ingreso principesco que gastaba en Bruselas, pero nunca logró que la empresa fuese rentable. Consumido por las deudas, obtuvo un préstamo del reino de Bélgica con la condición de que a su muerte, si la deuda estaba sin pagar, el Congo pasaría a ser belga. Eso fue lo que ocurrió en 1908.


La Conferencia de Berlín de 1885 también estableció ciertas reglas de juego para la expansión en África: una potencia con posesiones en la costa tenía derechos prioritarios en el interior; la ocupación debía materializarse mediante administradores o tropas; y cada potencia debía informar qué territorios consideraba como propios. Inmediatamente se produjo una tremenda lucha por la ocupación “real”, lo que la literatura periodística coetánea denominó The Scramble of Africa, esto es, la pe­lea por el continente. En efecto, el reparto fue una consecuencia de la lucha, con episodios de rebatiña, entre las potencias occidentales no sólo por apropiarse de espacios, sino de evitar que los rivales hicieran lo mismo. Ser fuerte en África era sinónimo de potencia en Europa. En 15 años se parceló todo el continente. Las únicas excepciones fueron Etiopía y Liberia, fundada en 1822 como colonia para esclavos norteamericanos emancipados y, en la práctica, protectorado de EEUU desde siempre.

En todas partes se repetía un proceso similar. Primero, en algún lugar de la selva, aparecía un puñado de hombres blancos, con sus inevitables tratados; para conseguir lo que deseaban, los europeos, por lo general, otorgaban al jefe unos poderes que según las costumbres tribales no poseía: transmitir la soberanía, vender la tierra, hacer concesiones mineras. Las autoridades coloniales apoyaron a los jefes para poder actuar a través de ellos y de las formas tribales existentes; era el extendido siste­ma del “gobierno indirecto”.

El trabajo era el gran problema, dado que los africanos no tenían la misma concepción que los europeos. Abandonada la esclavitud, éstos recurrieron al trabajo forzado. Para construir el ferrocarril, reaparecieron sistemas como la corvea feudal o la mita incaica. También se usaron métodos más indirectos. El gobierno colonial imponía una contribución a pagar en dinero, de modo que el nativo tenía que trabajar para obtenerlo. O bien asignaba tierras a los europeos de forma que la tribu local ya no pudiera seguir subsistiendo con las tierras que le quedaban. O se trasladaba a toda la tribu a una reserva, como los indios de EEUU. Mientras las mujeres cultivaban los campos o atendían a los niños, los hombres tenían que acudir a los blancos en busca de trabajo por una paga insignificante. Se hizo todo por desarraigar a los africanos y poco por ayudarles. La antigua sociedad tribal o rural se hundió.

Las condiciones mejoraron algo en el siglo XX, a medida que se elaboraban unas tradiciones de administración colonial ilustrada. Los funcionarios coloniales llegaron incluso a actuar a veces como amortiguadores o protectores de los nativos contra las ambiciones del hombre blanco. Lentamente surgió una clase occidentalizada de africanos (los jefes y sus hijos, los sacerdotes católicos y los pastores protestantes, los dependientes de los almacenes, los empleados del gobierno), algunos de los cuales estudiaban en las universidades de Oxford, París o EEUU. Por lo general, se oponían a la explotación y al paternalismo; si querían la occidentalización, era a un ritmo y con un objetivo propios. Según avanzaba el siglo XX, el nacionalismo en África (como en Asia y en el imperio turco) se hizo más evidente e intenso.

Mientras tanto, los europeos se enfrentaron peligrosamente entre sí. Los portugueses se hicieron con grandes extensiones en Angola y Mozambique. Los italianos se apoderaron de las áridas Eritrea (1890) y Somalia (1893), junto al mar Rojo; luego intentaron penetrar hacia las fuentes del Nilo, pero los etíopes les derrotaron en Adua en 1896; aquella primera victoria africana contra los blancos disuadió a los italianos durante 40 años de invadir Etiopia. Italia, Portugal y España podían disfrutar de sus posesiones en África gracias a los recelos de los principales competidores -Gran Bretaña, Francia y Alemania- que preferían que los territorios perteneciesen a una pequeña potencia antes que a uno de sus grandes rivales.

Los alemanes fueron los últimos en la carrera colonial, en la que Bismarck era reacio a entrar. En la década de 1880 se oían en Alemania todos los argumentos imperialistas habituales. Los alemanes establecieron colonias en África oriental (Tanganica), occidental (Camerún y Togo) y del sudoeste (Namibia) y proyectaban formar un cinturón alemán de Camerún a Tanganica, con la anexión del Congo y las colonias portuguesas.


Los franceses controlaban gran parte del África occidental desde Argelia, pasando por el Sahara y el Sudán occidental, hasta la costa guineana (Guinea, Costa de Marfil, Dahomey), así como parte del Congo y Madagascar (1895); ocupaban también Obok, en el mar Rojo, y tras la derrota italiana en 1896, su influencia en Etiopía aumentó; aspiraban a formar un cinturón francés desde Senegal hasta el golfo de Aden: en 1898 el gobierno francés envió al capitán Marchand hacia el este del lago Chad para hacerse con el Alto Nilo, en el Sudán meridional, que ninguna potencia ocupaba todavía realmente.

Estos dos cinturones este-oeste, el alemán y el francés, tropezaban con el cinturón norte-sur de los británicos “desde El Cabo hasta El Cairo”. Desde El Cabo Cecil Rhodes había penetrado hacia el norte por Bechuana (Botswana) y Rhodesia (Zimbabwe, Zambia). Uganda y Kenia eran ya británicas. Desde El Cairo, los británicos apoyaban las antiguas pretensiones egipcias al Alto Nilo; en 1898 el genera1 Kitchener derrotó a los musulmanes de Sudán cerca de Jartún y siguió Nilo arriba: en Fashoda encontró a Marchand. La consiguiente crisis puso a Inglaterra y Francia al borde de la guerra. Era una prueba de fuerza, no sólo en cuanto a sus proyectos africanos, sino también en cuanto a su posición en todas las cuestiones internacionales. Los franceses, preocupados por su inseguridad ante Alemania en Europa, se echaron atrás y ordenaron a Marchand que se retirase de Fashoda. Pero la presencia alemana en el África oriental impidió la formación de un imperio en Áfri­ca que fuera territorialmente continuo. Ninguna de las dos grandes potencias lo logró, aunque en el caso de Gran Bretaña, su presencia estaba asegurada en los cuatro mares que circundan el continente africano.

Apenas lograda esta pírrica victoria, los británicos se implicaron en una situación más dura, en el sur del continente: la guerra de los bóers. Las pequeñas repúblicas bóers de Orange y Transvaal se resistían a ser incorporadas al imperio británico. En la década de 1880 se descubrieron diamantes y oro en el Transvaal; pero esta república bóer se negó a aprobar la legislación que querían las empresas mineras británicas. En 1895 una dura expedición represiva dirigida por Jameson y apoyada por Rhodes, primer ministro de la colonia del Cabo, que generó indignadas protestas en Europa, fracasó (el emperador alemán Guillermo II felicitó al presidente del Transvaal por haber expulsado a los invasores) y en 1899 Gran Bretaña declaró la guerra a las dos repúblicas, tardando tres años en someterlas. Tras unos años de anexión de los territorios derrotados, en 1909 el Parlamento británico vota la South Africa Act, que reunifica ambas colo­nias bajo la denominación de Unión Surafricana, con un status semiindependiente dentro del imperio británico (como Canadá, Australia y Nueva Zelanda). La tra­dición de segregación racial de los bóers acabaría por imponerse a través de partidos afrikaners, y se prolongó en la práctica del apartheid hasta fines del siglo XX.

La crisis de Fashoda y la guerra bóer revelaron a los británicos la gran impopularidad de que gozaban en Europa. Todos los pueblos y gobiernos europeos eran pro-bóers; sólo EEUU, embarcado entonces en una conquista similar de Filipinas, mostraban cierta simpatía por los británicos. Éstos empezaron a reconsiderar su posición internacional.

2. El imperialismo en Asia y Oceanía.

El continente asiático, a diferencia del africano, era mucho mejor conocido por los europeos y, además, estaba gobernado en gran parte por sólidas estructuras políticas, con dinastías imperiales de tradición plurisecular, como sucedía en China y Japón. Por otra par­te, los viejos imperios coloniales, como el portugués, español y holan­dés, disponían de enclaves y amplias posesiones en Asia (Indonesia, Filipinas, Goa), a los que se añadía la presencia de Gran Bretaña en In­dia desde 1763. Varios son los ámbitos en los que se desarrolla la acción de las potencias occidentales (incluidos EEUU y Rusia) en Asia: India y territorios contiguos, Asia central y Siberia, la península de Indochina y el mar de la China.

El continente de Oceanía, en cambio, fue un espacio en el que la pe­netración europea se efectuó según los esquemas más generales de la colonia de poblamiento, propia de la formación de las “nuevas Euro­pas”. Tanto en Australia como en Nueva Zelanda, la colonización eu­ropea supuso la casi total desaparición de la población aborigen del continente de Oceanía, así como la organización de sus estructuras económicas y sociales al estilo europeo. Todo este proceso fue realiza­do en el marco del Imperio británico.

A. Las Indias orientales holandesas, la India británica y la Indochina francesa.

Eran las colonias ideales. Exportaban ricos y variados recursos naturales que no competían con los europeos (la primitiva industrialización de la India había sido aniquilada por los ingleses). Eran tan grandes que tenían muchas actividades internas (comercio, seguros, banca, transportes), que, al estar dominadas por europeos, aumentaban notablemente sus beneficios. En ellas los nativos aprendían con rapidez, pero les separaban la religión y el idioma, lo que facilitó el gobierno de los europeos. Estaban regidas por una administración más o menos culta, en la que los puestos más destacados y mejor pagados se reservaban a los europeos. De ahí que las familias acomodadas de las metrópolis viesen sus imperios como tierras de oportunidad para sus hijos. Por último, ninguna potencia extranjera desafiaba directamente la autoridad de los colonizadores.


En 1815 los holandeses ocupaban poco más que la isla de Java. En las décadas siguientes, los ingleses entraron en Singapur, la península malaya y el norte de Borneo. En la década de 1860, los franceses aparecieron en Indochina. En la de 1880 los alemanes se anexionaron Nueva Guinea oriental y las islas Marshall y Salomón. En última instancia, fueron los recíprocos recelos de estas tres potencias los que permitieron a los holandeses crear un imperio isleño de casi 1,5 millones km2, teniendo que sofocar revueltas internas en 1830, 1849 y 1888. Los holandeses introdujeron una especie de trabajo forzado, el “sistema de cultivo”, en el que las autoridades exigían a los campesinos, a manera de impuesto, una determinada cantidad de ciertas cosechas como azúcar o café. Como una importante cuestión política, patrocinaron la instrucción en los idiomas nativos: esto preservaba las culturas nativas de la desintegración, pero significaba también que las ideas occidentales de nacionalismo y democracia penetraban más lentamente.

India pasó a ser colonia británica en 1763, a raíz de la guerra de los Siete Años. Pero su control lo ejerció durante un siglo la Compañía de las Indias Orientales, que monopolizaba el comercio británico con el océano Índico. La base principal de operaciones era la región de Ben­gala, con su capital en Calcuta, aunque poco a poco se fue exten­diendo el control británico sobre el territorio, muy poblado, pero políticamente fragmentado. La rebelión fue reprimida con una carnicería, pero forzó a los ingleses a cambiar de política: la Compañía y el imperio mogol fueron suprimidos e India se convirtió en una colonia gobernada directamente mediante un gobernador general y un cuerpo de funcionarios civiles (el In­dian Civil Service), que dirigió el proceso de transformación de India mediante la construcción de ferrocarriles, el establecimiento de centros educativos al estilo occidental y la especialización de su economía de forma complementaria a la británica. Los ingleses empezaron a proteger los intereses de las clases altas de la India, apoyaron a los terratenientes indios, se hicieron más indulgentes con la “superstición” india y, en vez de abolir los estados indios que iban incorporando, los conservaron como protectorados, perdurando así hasta el fin de la dominación británica (1947) más de 200 estados, con sus rajás y maharajás. Para dar adecuada cima a esa jerarquía, la reina Victoria fue proclamada en 1877 emperatriz de India.

Los oficios nativos manufactureros de la India se hundieron ante la industrialización moderna reforzada por el poder político. A finales del siglo XIX, India exportaba algodón en rama, té, yute, aceite de semillas, índigo, trigo, e importaba manufacturas británicas. Los negocios prosperaban: la India llegó a tener la más densa red ferroviaria fuera de Europa y EEUU. Se desarrolló una clase de indios occidentalizados (hombres de negocios, colaboradores de la administración...) que hablaban inglés (desde 1835 se favorecía la instrucción en inglés) y a menudo se educaban en Inglaterra. Éstos exigían una mayor participación en los asuntos de su país. En 1885 se creó el Congreso Nacional Indio, básicamente hindú; y en 1906, la Liga Musulmana, portavoz de los intereses de la minoría musulmana. El nacionalismo se hizo cada vez más antibritánico y se volvió también contra los príncipes, los capitalistas y los hombres de negocios indios como cómplices del imperialismo. En la 10 G.M., bajo la presión nacionalista, los ingleses dieron más representación a los indios, especialmente en los asuntos provinciales, pero la lentitud de ese movimiento hacia el autogobierno no logró vencer el sentimiento antibritánico.

Al mismo tiempo, se produce la expansión territorial británica sobre todo el espacio indio, llegando por el norte y el oeste hasta los confines de las posesiones que controlaba Rusia en Asia central, estableciéndose Afganistán como “colchón” entre ambas potencias. Por la parte oriental, fue la búsqueda del mercado chino y la necesidad de asegurar Bengala, lo que obligó a Gran Bretaña a ocupar Birmania. Así, el Imperio británico abría una vía terrestre hacia China y evitaba, con Siam (Tailandia) de estado-tapón, una mayor expansión de Francia en el sur de Indochina (Cochinchina). La presencia británica en Asia se completaba con sus posesiones en Malaisia, en donde Singapur era el centro de los intereses británicos en la región.

El otro polo de atracción de las potencias occidentales en Asia fue la península de Indochina, donde el protagonismo durante un siglo le corresponde a Francia. Su presencia en Asia es novedosa, dado el escaso interés que hasta entonces habían tenido los franceses por establecerse en Extremo Oriente. Sin embargo, a fines del siglo XIX se consideraba Indochina como la perla del imperio colonial de Francia. El proceso de ocupación territorial comenzó en la zona de Saigón y el delta del río Mekong (Cochinchina), como mecanismo de protección de las misiones católicas allí establecidas, pero también para tener una base desde la que participar en el comercio con China, especialmente el de la seda. Hacia 1885-1887 se completa la formación de la Indochina francesa con la ocupación de Camboya, Annam y Tonkín. Con ello quedaba configurado el imperio colonial francés en Asía, establecido sobre un territorio con fuertes resistencias y constantes revueltas contra la ocupación occidental, lo que se convertirá en una constante histórica hasta la guerra de Vietnam.

B. Expansión rusa y conflicto de intereses con los británicos.

El imperio ruso había ocupado el Asia septentrional desde el siglo XVII, llegando en 1860 a orillas del mar del Japón, donde fundaron Vladivostok (“Señor del Oriente”), la más remota de todas las ciudades eslavas. La co­lonización efectiva de una Siberia poblada por poco más de millón y medio de habitantes se produjo entonces con la incorporación de unos cinco millones de inmigrantes rusos. La construcción de diversas vías de comunicación, de las que las más conocida es el ferrocarril Transiberiano, terminado en vísperas de la guerra ruso-japonesa, integró toda la Siberia central y oriental en la Rusia europea.

Rusia era un imperio continental que buscaba una salida al mar, dominio de los occidentales (en particular, los británicos). Rusia presionaba por tierra contra el imperio turco, Persia, la India y China, mientras que los británicos (y otros) llegaban a esos países por mar. Su avance a mediados del siglo XIX se produjo principalmente por las áridas y escasamente colonizadas regiones del Asia occidental. Los británicos, que veían el posible peligro ruso para su colonia de la India, habían sostenido ya dos guerras afganas para conservar el Afganistán como tierra de nadie entre Rusia y la India. En 1864 los rusos tomaron Tashkent, en el Turkestán; diez años después llegaban hasta la India, pero tuvieron que permanecer alejados por un acuerdo anglo-ruso que adjudicaba una larga lengua de tierra al Afganistán y separaba así por 30 kms los imperios indio y ruso en las altas tierras del Pamir.


Los avances rusos en el Turkestán, al este del Caspio, incrementaron la presión sobre Persia (Irán), que ya la había sentido al oeste del Caspio, donde ciudades persas como Tiflis y Bakú habían pasado a ser rusas. Pero la presión también venía de los británicos: en 1864 una compañía británica terminaba el primer telégrafo persa como parte de la línea de Europa a la India y siguieron otras inversiones e intereses británicos. El petróleo adquirió importancia hacia 1900. Británicos y rusos concedieron préstamos al gobierno persa, con la garantía los derechos aduaneros persas. Persia estaba perdiendo el control de sus propios asuntos. En 1905 estalló una revolución nacionalista persa contra todos los extranjeros y contra el gobierno servil del sha, promulgándose una Constitución (abolida peco después), pero sin resolverse la cuestión de la independencia real. En 1907 la rivalidad terminó con un acuerdo anglo-ruso sobre Persia, que reconocía una zona de influencia rusa en el norte y una británica en el sur.

C. La apertura de China al Occidente: anexiones y concesiones.

La obsesión del mundo occidental por conocer y penetrar en China era muy vieja (recuérdense las andanzas de Marco Polo). De China venían no sólo valiosos productos (seda, especias), sino muchos de los inventos que hicieron posible la superioridad técnica de Europa. Pero desde fines del siglo XV, China experimentó un proceso de ensimismamiento que la hizo más inaccesible aún a las relaciones con Occidente, a pesar de las misiones jesuíticas que se instalaron allí, pero que no tardaron en ser suprimidas. Hacia fines del siglo XVIII los británicos comenzaron a intentar la apertura de los puertos chinos al comercio con Occidente. China fue el mayor pastel por el que compitieron las potencias imperialistas en el siglo XIX.

China era el mayor imperio asiático, con unos 400 millones de habitantes y una organización política sólida, apoyada en la dinastía imperial y en una burocracia de mandarines muy cualificada y orgullosa de su superioridad. No en vano, China se calificaba a sí misma como el “Imperio del Centro”. El resto del mundo era periferia poco civilizada, dado que los extranjeros eran considerados, sin excepción, como “bárbaros”. De hecho, el Imperio chino careció de ministerio de asuntos exteriores o similar hasta mediados del siglo XIX. Las relaciones con el resto del mundo no eran consideradas prioritarias.

La primera fase de la apertura de China comenzó en 1839 con la primera guerra del opio. Gran Bretaña, que había perdido con la independencia de las colonias de América del Norte su lugar de aprovisionamiento de té, comenzó a importarlo de China. Para hacer frente a este flujo comercial, quiso pagarlo con cargamentos de opio, producido en India, al que los chinos eran tan aficionados como los ingleses al té. Ante la creciente oposición del Imperio chino a este comercio, Gran Bretaña empleó su fuerza naval: la cañonera Némesis destruyó con facilidad a los “juncos” chinos. La consecuencia fue la firma del tratado de Nanking (1842), según el cual China cedía a Gran Bretaña la isla de Hong-Kong y, además, admitía el libre comercio en cinco puertos, de los que el más importante seguía siendo Cantón, convertido, en expresión de Pierre Renouvin, en el “torno” de entrada de las mercancías occidentales en el mercado chino. Fue la primera fase de lo que los chinos llamaron los “tratados desiguales”, que en 1844 también hubieron de firmar con EEUU y Francia.

En 1856, Gran Bretaña y Francia se unieron en una segunda guerra para obligar a los chinos a recibir a sus diplomáticos y negociar con sus comerciantes: la no ratificación del tratado de Tientsin (1858) lleva a la ocupación de Pekín por 17.000 soldados que saquean el Palacio de Verano del emperador (gracias al botín se implantó en Europa y EEUU la moda del arte chino). Se inicia entonces un progresivo asalto a la fortale­za del Imperio chino, trenzado de diferentes tratados, como el de Pekín (1860), en los que se ponía de manifiesto su debilidad. Mientras tanto, los manchúes tardaron 14 años en sofocar la revuelta de los Taiping (1850-1864), con alguna ayuda europea, interesada en tener un gobierno en China con el que hacer tratados para legalizar sus exigencias y obligar a su cumplimiento en todo el país.

Este sistema de tratados favorecía a los extranjeros. Abrió a los europeos más de doce ciudades, incluidas Shanghai y Cantón, como “puertos de tratado”; en ellas se les permitía establecer colonias propias, ajenas a las leyes chinas. Los europeos que viajaban por China estaban sujetos sólo a sus propios gobiernos. Cañoneras europeas y norteamericanas empezaron a controlar el río Yangtsé. Los chinos tuvieron que pagar, además, grandes “indemnizaciones de guerra”. Accedieron a no imponer ningún derecho de importación superior al 5%, con lo que China se convertía en un mercado abierto para los europeos; para administrar y recaudar los derechos de aduanas se introdujo un cuerpo de expertos europeos.


Mientras el centro de China era penetrado mediante los “tratados”, en su periferia se le arrancaban regiones enteras. Los rusos bajaron a lo largo del río Amur, establecieron su provincia marítima (Vladivostok, 1860). Los japoneses, suficientemente occidentalizados para sumarse a la carrera imperialista, reconocieron en 1876 la independencia de Corea. Los ingleses se anexionaron Birmania en 1886. Los franceses en 1883 asumieron un protectorado sobre Annam y, junto con Tonkin, Cochinchina, Laos y Camboya, formaron poco después la Indochina francesa (1887). Aunque no eran territorios propiamente chinos, China era el país con el que habían tenido sus más importantes relaciones políticas y culturales.

E1 imperialismo japonés miraba hacia el continente chino y hacia el sur. En 1894 Japón entró en guerra con China por disputas sobre Corea. Los japoneses vencieron pronto, pues estaban equipados con armas, preparación y organización modernas. Obligaron a los chinos a firmar el tratado de Shimonoseki (1895), por el que China cedía Formosa y la península de Liaotung (que baja desde Manchuria hasta el mar, donde estaba Port Arthur) al Japón y reconocía la independencia de Corea (que pasó al área de influencia japonesa).

Aquel rápido triunfo japonés precipitó una crisis en el lejano Oriente. Todos estaban asombrados de que un pueblo de color se hubiese hecho tan fuerte y mostrase tal aptitud para la guerra y la diplomacia modernas. Rusia, Alemania y Francia le exigieron abandonar la península de Liaotung. Los japoneses, aunque indignados, cedieron. En China muchos se sintieron humillados por la derrota ante Japón. El gobierno chino, situado ante lo inevitable, empezó a proyectar frenéticamente la occidentalización. Se consiguieron enormes empréstitos de Europa, garantizados por los derechos aduaneros. Pero las potencias europeas no querían que China se consolidase demasiado pronto y tampoco habían olvidado el súbito surgimiento japonés. El resultado fue una atropellada arrebatiña de nuevas concesiones en 1898.

Los alemanes lograron un arriendo por 99 años de Tsingtao y derechos exclusivos sobre la península de Shantung. Los rusos, un arriendo de la península de Liaotung, con Port Arthur, y el derecho de construir ferrocarriles en Manchuria para enlazarlos con su sistema transiberiano. Los franceses cogieron Kwangchou y los ingleses Weihaiwei, además de confirmar su zona de influencia en el valle del Yangtsé. EEUU, donde un poderoso “lobby” luchaba en favor de la penetración económica, defendieron la política de “puertas abiertas”: China debería seguir territorialmente intacta e independiente y las potencias con concesiones especiales o zonas de influencia deberían mantener el 5% marcado por la tarifa china y permitir la actividad de los comerciantes de todas las naciones sin discriminación. Esta política no se proponía dejar China para los chinos (frente al posible expansionismo de Japón o Rusia), sino asegurar que todos los extranjeros la encontrasen literalmente abierta.

Si imaginamos un país en el que barcos de guerra extranjeros patrullan por sus ríos, los extranjeros andan por todo el país sin someterse a sus leyes, las ciudades importantes tienen colonias extranjeras ajenas a su jurisdicción, en las que se concentran todos los negocios y la banca, los extranjeros deciden la política aduanera, recaudan los ingresos y remiten gran parte del dinero a sus propios países, las autoridades nacionales colaboran, en parte, con esos extranjeros y, en parte, son sus víctimas, podremos comprender cómo se sentían los chinos, cultos o pobres, a finales del siglo XIX y por qué el término “imperialismo” ha llegado a ser sinónimo de abominación para tantos pueblos del mundo.


Una sociedad secreta china, a la que los occidentales llamaron bóxers (boxeadores), se rebeló en 1899: arrancaron las vías del ferrocarril, atacaron a los chinos cristianos, sitiaron las legaciones diplomáticas y mataron a unos 300 extranjeros. Las potencias europeas, con Japón y EEUU, enviaron tropas contra los insurgentes, que fueron dominados. Los vencedores impusieron controles más severos aún al gobierno chino y una fuerte indemnización.

Por otra parte, tras esta rebelión, los funcionarios manchúes intentaron hacerse más poderosos mediante la occidentalización, y, al mismo tiempo, un movimiento revolucionario que aspiraba a expulsar a los manchúes y también a los extranjeros se extendía rápidamente por todo el país, sobre todo por el sur, bajo la dirección de Sun Yat-sen, fundador en 1905 del Guomindang (“Partido nacional del pueblo”) con su programa de los “tres principios”: nacionalismo, soberanía del pueblo y reforma económica. En 1911 estalló la primera revolución china, que acabó con la dinastía manchú y estableció la república, si bien los problemas seguirán en pie hasta el triunfo de la revolución socialista de Mao Zedong (1949).

3. El imperialismo de EEUU: el far west y el corolario Roosevelt.


La conquista del oeste, por parte de EEUU es el ejemplo más acabado de la potencia coloni­zadora de la población europea inmigrante en las “nuevas Europas”. Confluyen en ella problemas muy diferentes. La expansión hacia el oeste comienza poco después de la independencia, con la adquisición de Luisiana a Francia (1803) y Florida a España (1820), que pronto se fue­ron poblando con nuevos colonos procedentes del este y que consideraban que su destino manifiesto era ocupar todo el subcontinente norte. En la década de 1840, gracias a la debilidad del gobierno de México, la petición de entrada en la Unión del estado de Texas, y la influencia de la “fiebre del oro” de California (1848), se configuró casi definitivamente el territorio de EEUU, completada en 1867 con la adquisición de Alaska y posteriormente de las islas Hawai, hasta formar los 50 estados actuales. El procedimiento seguido para la colonización del espacio fue muy simple. Dado que las tierras se consideraban propiedad del gobierno federal, cuando éstas se ha­llaban suficientemente pobladas, sus habitantes podían solicitar el in­greso como un nuevo estado en la Unión.

La colonización efectiva con la puesta en cultivo de estos inmensos territorios se acometió durante la segunda mitad del siglo XIX, tras la Guerra Civil (o de Secesión), que no sólo bloqueó la escisión de los estados esclavistas del sur, sino que aceleró la integración en la Unión de los territorios del medio oeste. La construcción del ferrocarril, con la unión en 1869 de las líneas de Central Pacific (procedente de San Francisco) y Union Pacific (procedente de Chicago), desempeñó un papel fundamental en la apertura de los mercados del este a la producción agrícola y ganadera de las Grandes Praderas, pero también fue el camino por el que muchos inmigrantes europeos iban llegando a los inmensos espacios del Medio y Lejano Oeste, hasta entonces habitados por tribus indias.

Como se sabe bien por el cine o la literatura barata, la ocupación de estos territorios no fue pacífica, sino obra de pequeñas escaramuzas y algunas batallas dirigidas por veteranos de la Guerra Civil, como el general Custer y su Séptimo de Caballería, cuya fama posterior no hace justicia a su muerte, en la batalla de Little Bighorn (1874), a manos de cheyenes y sioux acaudillados por Caballo Loco (véase, por ejemplo, el film Murieron con las botas puestas, de R. Walsh). Con todo, la lucha contra los indios continuó cada vez con mayor intensidad. Hacia 1890 el gobierno federal declaró oficialmente el final de la frontera y también el de la resistencia de los indios americanos al avance de pioneros, colonos y ganaderos, después de la masacre de Wounded Knee y el asesinato de Toro Sentado, viejo jefe de los sioux, o del envío a una reserva de Oklahoma de Chief Joseph, el líder de los pacíficos nez percé, que confesó en el momento de su rendición: “Estoy cansado. Mi corazón está enfermo y triste”. Había terminado la conquista del oeste y comenzaba el mito de la frontera.

En 1893, Frederic Turner escribía (aunque no se publicó hasta 1920) su conocida obra The Frontier in American History, en la que se consideraba la frontera como el factor decisivo en la configuración de EEUU y su cultura: sentido individualista, emprendedor, igualitario y pragmático, lo que le permitiría calificar a EEUU como la “tierra de las oportunidades”, al menos para los blancos. Mientras tanto, los “indios americanos” supervivientes (alrededor de millón y medio), recluidos en reservas, comenzaron a su vez a elaborar la explicación poética de su derrota: los dioses les habían vuelto la espalda y se habían hecho blancos.

Por otra parte, para América Latina, compuesta por un gran número de repúblicas débiles e inestables, crónicamente empeñadas entre sí en disputas fronterizas, EEUU se convirtió en la potencia imperialista más temida al sur de su frontera (“la amenaza yanqui”). En 1823 la llamada “doctrina Monroe” (“América para los americanos”) declaraba que los intentos de las potencias europeas por intervenir en América serían considerados como actos hostiles a EEUU. Pero fue este país el primero en amenazar desde el exterior a una de las nuevas repúblicas: entre 1845 y 1848 se anexionó Texas y todo el territorio hasta la costa de California, al norte de río Grande (unos 2 millones de km2), a costa de Méjico.

En la década de 1890 se incrementó el imperialismo de EEUU. En 1895, en una explícita reafirmación de la “doctrina Monroe” el presidente Cleveland prohibió a los británicos tratar directamente con Venezuela sobre una disputa de límites relacionada con la Guayana británica, y los británicos tuvieron que aceptar un arbitraje internacional. Sin embargo, cuando la vecina Colombia se enfrentó con una revolución en el istmo de Panamá, EEUU apoyó a los revoluciona­rios y, sin consultar con nadie, reconoció a Panamá como república independiente (1903) EEUU procedió a construir el canal de Panamá (inaugurado en 1914) mientras el país se convirtió de hecho en un protectorado de EEUU.

Entre tanto, los restos del imperio español (Cuba, Puerto Rico, Filipinas) se veían agitados por disturbios revolucionarios por la independencia. Las simpatías de EEUU estaban con los revolucionarios, ya que tenía 50 millones $ invertidos en Cuba y necesitaba el azúcar cubano para mantener su nivel de vida. Una Cuba dócil y en orden era vital para los intereses estratégicos de EEUU en el Caribe y, a través del canal de Panamá, en el Pacífico. Los periódicos excitaron los sentimientos de indignación moral contra la “barbarie” de las autoridades españolas y bastó una excusa (el hundimiento, en misteriosas circunstancias, del acorazado Maine) para declarar la guerra a España, y ganarla, en 1898. Filipinas y Puerto Rico fueron anexionadas a EEUU. Cuba se constituyó como una república independiente, pero sometida a la Enmienda Platt, por la que EEUU se reservaba el derecho a supervisar sus relaciones con el extranjero y a intervenir en importantes cuestiones. Cuba se convirtió así en otro protectorado de EEUU. El derecho de intervención en Cuba fue ejercido varias veces en las dos décadas siguientes, hasta que el desarrollo del nacionalismo cubano y los cambios en el imperialismo norteamericano condujeron a la supresión de la Enmienda Platt en 1934. En cuanto a Filipinas, no recibirá formalmente la independencia hasta 1946, y Puerto Rico obtendría cierto grado de autogobierno en 1952.

En 1904 el presidente Th. Roosevelt afirmaba que la debilidad o el mal comportamiento “que desemboca en una general relajación de los lazos de la sociedad civilizada pueden... requerir la intervención de alguna nación civilizada” y que la doctrina Monroe podía obligar a EEUU “al ejercicio de un poder de policía internacional”: era el llamado “corolario Roosevelt” a la doctrina Monroe. Siguió un cuarto de siglo de “diplomacia del dólar”, en el que EEUU intervino repetidas veces, militarmente o por otros medios, en el Caribe y en toda América Latina: Santo Domingo (1904-22), Nicaragua (1909-12), Honduras (1910-12), Guatemala (concesiones territoriales para la United Fruit en 1906), Haití (1914-33), etc. El corolario Roosevelt, como la Enmienda Platt, creó tanto resentimiento en América Latina que EEUU acabó repudiándolo.

3. La organización de los imperios y las resistencias coloniales.

El control de los inmensos territorios sometidos obligó a las potencias coloniales a organizar unos sistemas de administración y gobierno de las colonias o, caso de ser posible, recurrir a la fórmula del protectorado, que supone la existencia de un gobierno indígena, teóricamente independiente, que acepta mantenerse bajo la tutela de la potencia extranjera. Se trata de una dependencia aparentemente atenuada de la metrópoli, ya que las antiguas instituciones autóctonas son reconocidas y mantenidas, pero el gobierno local está sometido, de hecho, a la autoridad de la metrópoli. Es el caso utilizado en el norte de África (Marruecos, Túnez, Egipto) y en zonas del sureste asiático (Camboya).

Lo más frecuente era que las potencias colonizadoras se hicieran directamente cargo del gobierno de los nuevos territorios, al margen del nivel de autonomía que, en algunos casos, les pudiera llegar a conceder. El gobierno directo por parte de los organismos metropolitanos, con el fin de explotar los recursos naturales, representa el grado máximo de dependencia de las poblaciones autóctonas que, sin embargo, estaban sometidas a un régimen jurídico diferente al de los colonos europeos, no gozando de la condición de ciudadanos.

Otra modalidad era la concesión de la explotación y administración de un territorio colonial a una compañía privada. La empresa mercantil establecía en la colonia un cuerpo de administración y hasta un ejército propio, contentándose la metrópoli con cubrir la operación al nivel diplomático y protegerla eventualmente con su flota. Son ejemplos la Asociación Internacional Africana en el Congo (1879) y la Royal Niger Company (1886).

Por último están los sistemas de tratados, concesiones o zonas de influencia que se dan en áreas demasiado extensas (Persia, China) para ser convertidos en colonias. Las potencias europeas forzaron a China a firmar tratados abusivos que les permitían el control de un determinado territorio o puerto. Formalmente, la independencia del país quedaba intacta, pero en su respectiva zona de influencia los europeos eran los dueños del país.

A. Los dos modelos básicos de régimen administrativo.

La formación de las administraciones coloniales fue una tarea lenta, pero constituye el necesario complemento de todo el esfuerzo de ocupación territorial desplegado desde principios del siglo XIX y, más intensamente, a partir de 1880. Los sistemas administrativos básicos se pueden reducir a dos: a) la anexión de la colonia y su integración como parte de la administración metropolitana, reconociéndose a los colonos (blancos) derechos políticos análogos a los ciudadanos del pais imperialista, y b) la asociación de la colonia a la metrópoli, lo que permite establecer un gobierno indirecto (indirect rule) y, en general, “responsable”, lo que significa que existen parlamentos o consejos locales ante los que debe responder el titular del gobierno ejecutivo de la colonia y que, por tanto, se practica el principio anglosajón del “autogobierno” (self-government). En líneas generales, cada uno de estos modelos identifica a uno de los dos grandes imperios coloniales, Francia y Reino Unido respectivamente.

El régimen administrativo del Imperio británico se basó con frecuencia en el establecimiento de dominios, fórmula adecuada para el gobierno de los territorios de las “nuevas Europas”, en general colonias de poblamiento ocupadas por la masiva inmigración de procedencia europea y, en especial, de origen británico. En Canadá, Australia, Nueva Zelanda o la colonia de El Cabo se fueron constituyendo durante la segunda mitad del siglo XIX sistemas de gobierno local, apoyados en cámaras de representantes, que disfrutaban de amplias facultades en lo relativo a su régimen interior. Sólo dos ámbitos les estaban vedados: las relaciones exteriores y la política de defensa. El titular del gobierno lo desempeñaba un gobernador, cuyo nombramiento correspondía a la Corona inglesa.

Un caso especial fue la administración de India, en la que convivían diferentes modelos. Diversos estados indígenas estaban sometidos al régimen de protectorado; pero el conjunto de India dependía directamente de la Corona británica, cuya titular en 1877, la reina Victoria, fue proclamada emperatriz de India. Pese a los intentos del nacionalismo indio, manifestados a través del partido político Congreso Nacional, de conseguir para su país un régimen de gobierno semejante al resto de los dominios de la Corona británica, la dependencia directa de India respecto de Londres permanecerá en vigor hasta la independencia. India era considerada la “Joya de la Corona”, la frontera del Imperio británico.

El sistema de gobierno del imperio francés condujo, en general, a la conversión de las colonias en departamentos al estilo de la administración de la metrópoli. Es lo que sucedió en Senegal, Argelia, las Antillas o Cochinchina. Esta integra­ción conllevó la participación de la población de la colonia, limitada generalmente a los colonos de origen europeo, en el sistema político francés (incluida la elección de representantes en la Asamblea Nacio­nal). En otras partes predominó la administración directa (Madagascar) o el régimen de protectorado, como en el norte de África. En la época de entreguerras adquirirá mayor fortaleza este sis­tema de administración directa, con el agrupamiento de grandes re­giones territoriales del imperio colonial, en la búsqueda de una mayor integración del mismo en el sistema político francés.

El caso de Argelia es paradigmático, donde hasta 1870 se oscila en­tre la asimilación y la asociación, conviviendo, por tanto, un sistema de administración civil, en la zona repoblada por europeos y uno militar que se ocupaba del traspaís. Napoleón III aspiró a crear un “reino ára­be”, asociado a la Corona francesa, pero fracasó en su intento. A partir de 1871 se retorna a la política de asimilación, de modo que la colo­nia argelina es dividida en tres departamentos, lo que coloca los asun­tos argelinos en dependencia directa del gobierno de París. Pero sólo los colonos europeos y los judíos gozan de derechos políticos, mien­tras que queda excluida la mayoría de la población indígena musul­mana. Esta segregación política será el origen de muchos conflictos durante todo el siglo XX, antes y después de la independencia argelina.

B. Resistencias y conflictos.

La ocupación de los territorios coloniales, pese a la superio­ridad tecnológica y bélica de las potencias ocupantes, no estuvo exenta de una gran variedad de resistencias locales y además de motivos de conflicto. Las resistencias al imperialismo comenzaban en la propia metrópoli, con sectores de la población y partidos políticos contrarios a la carrera imperialista.

En general, la izquierda europea, tanto los partidos radicales como los socialistas, mantuvo una posición crítica cuando no de lucha directa contra los gobier­nos metropolitanos, sobre todo por lo que suponía de apoyo al milita­rismo. Es el caso de figuras como Clemenceau o Jaurés en Francia, los laboristas en el Reino Unido o los socialdemócratas en Alema­nia. En sucesivos congresos de la Internacional Socialista se aproba­ron resoluciones antiimperialistas (Ámsterdam 1904, Stuttgart 1907). La denuncia del imperialismo como una práctica propia del capitalismo monopolista forma parte de la mejor tradición socialista de la época de preguerra, como revelan las obras de Kautsky, Hilferding y Lenin. La izquierda era antiimperialista por principios. La libertad para la India, Egipto o Irlanda, por ejemplo, eran objetivos del movimiento obrero británico. La izquierda no flaqueó en su condena de las guerras y conquistas coloniales, con frecuencia con el riesgo cierto de sufrir una impopularidad temporal (como cuando en el Reino Unido se opuso a la guerra de los bóers). Los radicales denunciaron los horrores del Congo, de las plantaciones de cacao en las islas africanas, y de Egipto. No obstante, antes de la Internacional Comunista (1920), los socialistas occidentales hicieron poco por organizar la resistencia de los pueblos coloniales frente a sus dominadores, salvo en raras ocasiones como el caso de la Indonesia holandesa. Su análisis de la nueva fase imperialista del capitalismo, consideraba la anexión y la explotación coloniales como una caracterís­tica de esa nueva fase, indeseable como todas ellas, pero no fundamental. Eran pocos los socialistas que, como Lenin, centraban ya su atención en el “material inflamable” de la periferia del capitalismo mundial.

Aparte de esta corriente anticolonia­lista europea, conviene tener en cuenta algunas de las resistencias de­sarrolladas en el seno de las colonias. Las formas de oposición eran muy variadas. En general, el instrumento aglutinaba las resistencias era la defensa de valores de carácter cultural o religioso que la presencia europea ponía en peligro. También adquirieron gran desarrollo las sociedades secretas. Pero la oposición violenta, el enfrentamiento bélico, al avance de los europeos es lo más frecuente, tan­to en los casos más mitificados a través del cine y la literatura, como la lucha de los colonos blancos americanos contra las tribus indias, como en los menos conocidos pero no menos épicos, el caso de los zulúes en el África austral o los maoríes en Nueva Zelanda. La resistencia zulú fue una de las que más conmovió la opinión pública, dada la derrota infligida en 1879 al ejército británico (véase, por ejemplo, el film Zulú, de Cy Enfeld). Pero la oposición de los zulúes no fue la única. Los enfrentamientos bélicos fueron frecuentes, especialmente en las regiones del África mu­sulmana. En Sudán, las tropas británicas del general Gordon, derrotadas frente a las del Mahdi sudanés en 1884, no logran reconquistar el territorio hasta la batalla de Omdurman, ganada por Kitchener en 1898; en Abisinia, los ejércitos italianos reciben una seve­ra derrota en la batalla de Adua (1896); y en Marruecos, tanto el ejér­cito francés como el español vivieron en un clima de conflicto hasta 1926, en que tiene lugar la operación conjunta hispano-francesa del desembarco de Alhucemas, que pone fin a la resistencia de las tribus rifeñas dirigidas por Abd el Krim.

En el continente asiático, la oposición a la ocupación extranjera toma formas, con frecuencia, de revueltas internas y de apelación a los valores tradicionales como signo distintivo frente a los intentos de aculturación de las administraciones coloniales. Es el caso de la re­vuelta de los cipayos en India o la guerra de los bóxers en el Imperio chino.

Los cipayos eran soldados indios encuadrados en el ejército britá­nico bajo la dirección de la Compañía de las Indias Orientales. Su leal­tad comenzó a resquebrajarse a partir de la tendencia de las autorida­des británicas a arrebatar el gobierno de diversos estados indios a sus legítimos herederos. Esto provocó una situación de descontento que explotó por un motivo trivial: el cambio de cartuchos hechos con pa­pel engrasado con grasa de vaca y cerdo, lo que era doblemente lesivo, desde el punto de vista cultural, para hindúes (por el carácter sagrado de la vaca) y musulmanes (por su repudio del cerdo). En 1857 estalló un motín en el ejército de Bengala, que se convirtió en revuelta en todo el norte de India, con grandes dosis de violencia y masacres, finalmente dominada al cabo de un año. Las consecuencias de esta “gran rebelión”, fueron enormes en cuanto al sistema de gobierno de India. Pero la revuelta reveló también hasta qué punto los valores europeos chocaban con la tradición cultural autóctona, tal como manifiesta el virrey lord Lytton pocos años después, al observar que los conceptos políticos occidenta­les (libertad, tolerancia, imperio de la ley) son para la población de India “fórmulas misteriosas de un sistema de administración extraño y artificial”.

La rebelión de los bóxers en China, ya citada, tiene lugar en 1900. Fue un mo­vimiento denominado por los chinos como “de los puños armoniosos” y “bó­xer” por los occidentales, dado que sus miembros practi­caban el boxeo chino, una forma de adiestramiento físico y ritual. Estaba dirigido por una sociedad secreta y pretendía expulsar a los extranjeros y acabar con la política de concesiones hechas en los diferentes “tratados desiguales”. Su orientación xenófo­ba revela que amplios sectores sociales del Imperio chino (incluida la emperatriz) eran contrarios a la apertura de China al exterior y demandaban una política más nacionalista, tras la humillante derrota del ejército chino a manos de Japón en la guerra de 1895. Los bóxers pretendían asaltar las legaciones extranjeras asentadas en Pekín, que fueron sitiadas durante casi dos meses (véase el film 55 días de Pekín, de Nicholas Ray), pero este objetivo fue impedido tanto por la pasividad del ejército imperial como por la llegada de refuerzos internacionales. Esta nueva derrota aceleró la descomposición del milena­rio imperio chino, el “Reino del Centro”, brevemente gobernado por Pu-Yi, el “último emperador”.

Además de la oposición bélica, comenzó a forjarse una oposición política. Las minorías dirigentes de la pobla­ción nativa, formadas a menudo en universida­des occidentales, desarrollaron una incipiente conciencia nacional, que permitió la creación de movimientos y partidos políticos defensores de la independencia política de las colonias. Comienza así un proceso de nacionalismo colonial que culminará con la descolonización a partir de la 2ª G.M. El ejemplo más pre­coz de esta oposición política al dominio colonial es el de India, donde se funda en 1885 el primer partido político autóctono: el Partido del Congreso Nacional Indio, el que luego guiarán Gandhi y Nehru. Aunque la orientación política de este movimiento comenzó siendo de carácter moderado y colaboracionista, con reconocimiento del papel jugado por Gran Bretaña en la transformación de la India, su evolución se encaminó hacia una progresiva reivindicación de autogobierno. En 1906 se declaró favorable a la au­tonomía interna de India y en 1920 daría el paso hacia la reclamación de la independencia.

El ejemplo de India tardó en ser imitado en otros lugares, de modo que hasta la época de entreguerras no se configuran de forma efecti­va movimientos similares de oposición política, aunque tímida y mo­derada, al dominio colonial. Sin embargo, como sucede con el proceso de expansión colonial, también las líneas maestras del camino inver­so de la descolonización se están forjando en este periodo.

C. La guerra ruso-japonesa y sus consecuencias.

Hacia 1900, Rusia y Japón se enfrentaban en Manchuria y Corea. Japón necesitaba apoyar sus fábricas con materias primas y mercados en Asia; aspiraban, con ayuda de su modernizado ejército y marina, a ser una gran potencia en la zona; y veían, además, que parte de los frutos de su victoria contra China en 1895 se habían esfumado en favor de su rival, Rusia. En efecto, Rusia había logrado de China una concesión para construir un ferrocarril a través de Manchuria. Por otra parte, el gobierno ruso necesitaba la expansión para sofocar la crítica al zarismo en el interior, y veía con temor el auge japonés en su frontera oriental.

La guerra estalló, sin declaración previa, en 1904 con el ataque naval japonés al puerto ruso de Port Arthur. Ambos bandos enviaron grandes ejércitos a Manchuria: en la batalla de Mukden participaron 624.000 hombres (la mayor cifra hasta entonces), venciendo los japoneses. Éstos también vencieron, con su moderna escuadra, a la anticuada flota rusa en el estrecho de Tsushima. Rusia fue derrotada. En 1905, con la mediación del presidente de EEUU, Theodore Roosevelt (dueño de Filipinas y con crecientes intereses en China, a EEUU le convenía que ningún bando alcanzase una victoria excesivamente clara en el lejano Oriente), se firmó la paz de Portsmouth: Japón recuperaba Port Arthur y la península de Liaotung, una posición preferente en Manchuria (que en 1910 será anexionada por Japón, así como Corea) y la mitad sur de la isla de Sajalín, convirtiéndose en una nueva gran potencia.

La victoria japonesa tuvo tres consecuencias importantes. Primera, el gobierno ruso, frustrado en su política exterior en el Asia oriental, volvió a fijar su atención en Europa y reanudó su activo papel en los Balcanes, lo que contribuyó a las crisis internacionales que desembocaron en la 1ª G.M. Segunda, la guerra debilitó tanto el prestigio y el poderío militar del gobierno zarista, y la opinión rusa se enfadó tanto por la incompetencia con que se había dirigido la guerra, que el malestar popular salió a la superficie produciendo la revolución de 1905, preludio de la gran revolución de 1917. Tercera, los dirigentes de los pueblos sometidos llegaron a la conclusión, dado el precedente japonés, de que era posible en poco tiempo dejar de ser “atrasados” y desembarazarse de los europeos, controlando por sí mismos el proceso de modernización y preservando sus características propias. Así, en Persia (Irán) (1905), Turquía (1908) y China (1911) estallaron revoluciones nacionalistas, en la India y en Indonesia la agitación creció; después de la 10 G.M. se intensificaría la autoafirmación de los asiáticos.

Los sucesivos conflictos que tenían lugar en la región de los Balcanes, la rivalidad anglo-alemana o el impenitente revanchismo francés respecto de la derrota de Sedán, familiariza­ron a las potencias europeas con la idea de que, en un futuro no muy lejano, habría que recurrir a la guerra como medio último de la política, según la fórmula de Clausewitz. La intuición de que una época se acaba­ba y otra comenzaba era muy común en la Europa de finales del XIX que, precisamente, acuñó la expresión fin de siècle para referirse a un periodo que, de creer al protagonista de El retrato de Dorían Gray, de Oscar Wilde, también debería significar el fin du globe. La Europa de principios del siglo XX intuía que se avecinaba un tiempo de grandes conflictos, incluso de naturaleza diferente a las guerras tradicionales, de carácter limitado. Las guerras modernas se­rían cada vez más “totales”. Era lo que había pronosticado H. G. Wells en La guerra de los mundos, en 1898. Y algo de esto fue lo que sucedió a partir del verano de 1914, con el estallido de una guerra que comenzó siendo europea y acabó siendo mundial. Con ella terminó una época de la historia del mundo y alumbró otra bien diferente. La 10 G.M., la revolución rusa y la revuelta de Asia pusieron fin a la supremacía mundial de Europa y transformaron tanto la “civilización” europea que el mundo del siglo XX iba a ser muy diferente del siglo XIX.

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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 11




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Idioma: castellano
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