Economía
Mecanismo de los precios
Como Funciona el mecanismo de los Precios
Cuando se estudian los efectos de cualquier medida de carácter económico a implantar, es forzoso que examinemos no sólo los resultados inmediatos que su adopción producirá sino también los resultados a largo plazo; no sólo las consecuencias primarias, sino también las secuelas secundarias, y no sólo sus efectos sobre un sector determinado de intereses, sino sobre toda la colectividad. De ello se desprende que es absurdo e induce a error concentrar nuestra atención meramente sobre un aspecto concreto de la economía por ejemplo, analizar lo que ocurre en una industria dada, sin tomar en consideración también lo que sucede en las demás. Ahora bien, las principales falacias de la ciencia económica precisamente encuentran su origen en el pertinaz y perezoso hábito de fijar la atención tan sólo en determinada industria. o en un proceso económico aislado. Tales sofismas no sólo saturan los falsos razonamientos de los «sobornados» portavoces de los intereses particulares, sino que se descubren en Ala dialéctica de algunos economistas que paan por profundos.
En la falacia de considerar casos aislados basa fundamentalmente su doctrina la escuela de la producción para el consumo, no por los beneficios», con sus ataques al motejado vicioso. «sistema de precios. El problema de la producción, afirman los partidarios de esta doctrina, esta resuelto. (Este sensacional error según veremos, es también el punto de partida de muchos arbitristas monetarios y excéntricos propugnantes del «reparto de bienes».) Los hombres de ciencia, los expertos en productividad, ingenieros, técnicos, etc., lo han resuelto. Ellos podrían producir casi todo lo imaginable en cantidades enormes y prácticamente ilimitadas. Pero ¡ay!, el mundo no está gobernado por ingenieros atentos sólo a la producción, sino por hombres de negocios, exclusivamente preocupados por los beneficios. Son los hombres de negocios quienes dan órdenes a los ingenieros, no al contrario. Estos empresarios producirán lo que sea, siempre que obtengan algún lucro; pero si no es así, dejarán de producir, aunque las necesidades de muchos queden insatisfechas y el mundo reclame insistentemente más productos.
Encierra tantas falacias este razonamiento que no es posible desenmascararías todas de una vez. Ahora bien, el sofisma central, según venimos reiterando, arranca de considerar tan sólo una industria determinada e incluso varias, como si cada una de ellas existiese aisladamente. La realidad es que todas se hallan íntimamente relacionadas y una resolución de importancia que se adopte en relación con cualquiera de ellas quedará afectada por las decisiones que se aprueben respecto de las demás, influyendo, a su vez, sobre éstas.
Entenderemos mejor cuanto antecede si nos percatamos del básico problema que han de resolver conjuntamente los hombres de negocios. Para simplificaarlo, en la medida de lo posible, consideremos las cuestiones que debe abordar un Robinsón Cruzo en su isla desierta. Al principio sus necesidades parecen innumerables. Está empapado por la lluvia, tiembla de frío, tiene hambre y sed. Necesita de todo: agua potable, alimentos, un techo bajo el que guarecerse, protección contra los animales, fuego, un lecho blando donde descansar. Le es imposible satisfacer todas esas necesidades de una vez, por carecer de tiempo, energías o recursos. Ha de atender, por el momento, la necesidad más perentoria. Lo que más le agobia es la sed. Practica una excavación en la arena para recoger el agua de la lluvia o construye algún recipiente rudimentario. Sin embargo, una vez ha conseguido reunir alguna cantidad de agua, ha de procurarse alimentos antes de poder perfeccionar su primera obra. Puede ensayar la pesca, pero para esto necesita anzuelo e hilo o una red y debe comenzar intentando procurarse estos utensilios. Todo cuanto hace retarda e impide la realización de alguna otra cosa, cuya urgencia le es tan sólo ligeramente inferior. Constantemente se enfrenta con el problema de tener que elegir entre distintas aplicaciones de su tiempo y trabajo.
Una familia de Robinsones suizos tal vez encontrará más fácil de resolver este problema. Tiene más bocas que alimentar, pero cuenta también con más brazos para la tarea. Puede practicar la división y especialización del trabajo. El padre caza, la madre prepara la comida y los niños recogen la leña. Pero ni siquiera esta familia podría conseguir que cada uno de sus miembros se dedicara constantemente a una misma función, por muy urgente que fuera la necesidad común atendida, sin tener en cuenta la urgencia de las restantes necesidades todavía por satisfacer. Cuando los niños han logrado reunir un buen montón de leña, no se les puede seguir empleando en incrementar aún más dicho montón, sino que ha llegado el momento de destinar uno de ellos a buscar, por ejemplo, más agua. También, pues esta familia se enfrenta constantemente con el problema de tener que elegir entre distintas aplicaciones del trabajo que puede realizar y, si tienen la suerte de poseer escopetas, aparejos de pesca, un bote, hachas, sierras, etc., con el de elegir entre aplicaciones alternativas del trabajo que pueden desarrollar y del capital que poseen. Sería estúpidamente absurdo que el miembro de la familia dedicado a recoger leña se quejase de que con la ayuda de su hermano le seria más hacedero reunir más leña, por lo que aquél debería colaborar en esta tarea en lugar de procurar la pesca necesaria para el sustento de la familia. Queda así claramente' evidenciado que tanto en el caso de un individuo como en el de una familia aislados, una actividad u ocupación determinada solo puede incrementarse a expensas de
todas las demás.
Ejemplos de carácter elemental, como el examinado, suelen ser ridiculizados como «economía crusioniana». Desgraciadamente, aquellos que con mayor ahínco los ridiculizan son quienes más necesitan ser aleccionados; quienes no comprenden el principio que se trata de ilustrar, ni siquiera en esta forma simplificada; aquellos, en fin, que pierden completamente el sentido de orientación que el aludido principio les hubiera facilitado, cuando se disponen a analizar las desconcertantes complicaciones de la gran sociedad económica moderna.
Volvamos ahora al asunto desde el punto de vista de esa gran sociedad económica moderna. ¿ Cómo se resuelve en ella el problema de la existencia de múltiples aplicaciones alternativas del trabajo y del capital, para atender a millares de necesidades y deseos diferentes, con distinto grado de urgencia en su cumplimiento? Se soluciona, precisamente, mediante el mecanismo de los precios que acomoda día a día las variaciones constantes e interdependientes entre si de todos los elementos que intervienen en la fijación de los precios: costos de producción beneficios y precios propiamente dichos.
Los precios se fijan de acuerdo con la relación existente entre la oferta y la demanda e influyen a su vez sobre ambas. Cuando la gente necesita mayor cantidad de determinado artículo ofrece más por él. El precio sube aumentando los beneficios de los que fabrican dicho artículo. Como ahora produce mayor provecho fabricar este artículo que otros los que ya fabrican aumentan su producción atrayendo más gente a este negocio. El incremento que experimenta la oferta reduce el precio y el margen de beneficios que terminan por descender al mismo nivel general (considerados los riesgos respectivos) de las otras industrias. o puede darse el caso de que decaiga la demanda de dicho artículo o que se ofrezca tan abundantemente que su precio descienda a un nivel en el que su elaboración produzca menos beneficios que la de otras mercancías e incluso pueden producirse pérdidas efectivas en su fabricación. En este caso los empresarios «marginales» es decir los menos eficientes o aquellos cuyos costos de producción son los más elevados serán desplazados. Tan sólo continuarán fabricando el producto los empresarios más eficientes, que operen además con los costos de producción más bajos. En consecuencia la oferta de tal producto descenderá o al menos dejará de aumentar.
Este proceso da origen a la creencia de que los precios se hallan determinados por los costos de producción. La doctrina, expuesta de esta forma, no es cierta. Los precios vienen determinados por la oferta y la demanda y la demanda lo está por la intensidad con que la gente necesita cierta mercancía y por su capacidad para ofrecer algo a cambio. Es cierto que la oferta hállase determinada en parte por los costos de producción. Pero lo que ha costado producir una mercancía en el pasado no puede determinar su valor actual. Este dependerá de la actual relación entre la oferta y la demanda. Ahora bien, la cantidad fabricada de un artículo está en función de las perspectivas que los hombres de negocios consideren respecto del costo de producción que tal mercancía tendrá en el futuro y del precio de venta que habrán de fijarle. Estos cálculos influirán en la oferta futura del producto. Existe, por consiguiente, entre el precio de una mercancía y su coste marginal de producción, una constante tendencia a igualarse, pero esto no significa que el costo marginal determine directamente el precio.
El sistema de empresa privada en régimen de libertad económica puede compararse a un gran mecanismo de millares de máquinas controladas cada una de ellas por su propio regulador automático; pero conectadas de tal forma que al funcionar ejercen entre si una influencia recíproca. Casi todos hemos observado alguna vez el «regulador automático de una máquina a vapor. Generalmente consta de dos bolas o pesas que reaccionan por la fuerza centrífuga. Al aumentar la velocidad, las bolas se alejan de la varilla a la que están sujetas, estrechando o cerrando automáticamente una válvula de estrangulación que regala la entrada de vapor, con lo que disminuye la aceleración del motor. Si, contrariamente, marcha con excesiva lentitud, las bolas caen, la válvula se ensancha y aumenta la aceleración. De esta forma, cualquier desviación de la deseada velocidad pone por sí misma en movimiento fuerzas que tienden a corregir la anomalía.
Es precisamente de esta forma como se regulan las respectivas ofertas de miles de artículos diferentes, bajo el sistema económico de empresa privada en régimen de libre competencia de mercado. Cuando la gente necesita mayor cantidad de determinada mercancía, su propia demanda competitiva eleva el precio del producto. El aumento de beneficios que se produce para aquellos que lo fabrican estimula un incremento en la producción. Otros empresarios abandonan incluso la fabricación de otros artículos para dedicarse a la elaboración de aquel que ofrece mayores garantía. Ahora bien esto aumenta la oferta del producto al mismo tiempo que reduce la de algunos otros. El precio de aquél disminuye por consiguiente en relación con los precios de otras mercancías desapareciendo el estímulo existente para el incremento relativo de su fabricación.
De igual forma si disminuye la demanda de algún artículo su precio y el beneficio que se obtenía en su elaboración descenderán y en consecuencia su producción declinará.
Esta última contingencia es la que escandaliza a quienes no comprenden el «mecanismo de los precios» por ellos denunciado. Le acusan de crear escasez. ¿Por qué preguntan indignados los empresarios han de interrumpir la fabricación de zapatos en el momento en que su producción deja de rendir beneficios? ¿Por qué han de guiarse exclusivamente por sus propios intereses? ¿Por qué han de guiarse por el mercado? ¿Por qué no producen zapatos «a plena capacidad» utilizando los modernos procedimientos técnicos? El mecanismo de los precios y la empresa privada concluyen los filósofos de la «producción para el consumo» engendran una especie de «economía de la escasez».
Los anteriores interrogantes y conclusiones derivan de la falacia de prestar atención tan sólo a una industria aislada de ver el árbol y no reparar en el bosque. Hasta llegar a un límite determinado es necesario fabricar abrigos, camisas, pantalones, viviendas, arados, puentes, leche y pan. Sería absurdo amontonar zapatos innecesarios simplemente porque podemos producirlos mientras centenares de otras necesidades más urgentes quedan por satisfacer.
Ahora bien en una economía equilibrada una industria determinada sólo puede ampliarse a expensas de otras industrias.
No se olvide que en cualquier momento los distintos factores de la producción existen siempre en cantidades limitadas. Una industria sólo puede ampliarse desviando hacia ella trabajo terreno y capital que, de otra suerte se emplearían en industrias distinta Cuando determinada industria restringe o deja de aumentar su producción, no significa necesariamente que se haya originado una disminución neta en la producción global. La reducción en este sector puede meramente haber liberado trabajo y capital para permitir la expansión de otras industrias, Por consiguiente, es erróneo concluir que una contracción en la producción de una industria signifique necesariamente una contracción en la producción total.
En resumen, todo se produce a condición de que nos privemos de alguna otra cosa. Los propios costos de producción podrían definirse, en efecto como aquello de que nos desprendemos (el ocio v los placeres, las materias primas susceptibles de aplicaciones distintas) para crear el objeto fabricado.
De cuanto queda expuesto se deduce que tan esencial es para la salud de una economía dinámica dejar morir las industrias agonizantes, como permitir la expansión de las industrias florecientes. Aquéllas retienen trabajo y capital que deberían ser trasladados a industrias más prósperas. Unicamente el vilipendiado mecanismo de los precios es capaz de resolver el problema enormemente complicado de decidir con precisión, entre los miles de mercancías v servicios diferentes, qué cantidad y en qué proporción deben producirse. Estas ecuaciones, de otro modo desconcertantes se resuelven casi automáticamente por el mecanismo de los precios, beneficios y costos de producción. Es más, aplicando tal sistema se resuelven incomparablemente mejor de lo que podría haberlo hecho cualquier grupo de funcionarios.
Porque así como cada consumidor, mediante este sistema, articula su propia demanda y emite un voto espontáneo o una docena de votos cada día, los burócratas, en lugar de fabricar los objetos deseados por los consumidores, resolverían el problema pretendiendo decidir qué objetos serían más convenientes para aquéllos.
No obstante, aunque los burócratas no entienden el mecanismo casi automático del mercado, se muestran siempre preocupados por ¿1. Constantemente están tratando de mejorarlo o corregirlo, de ordinario en interés de algún grupo influyente o descontentadizo. En los capítulos siguientes iremos examinando algunos de los resultados de su intervención.
La Estabilización de los Precios
Los intentos de mantener permanentemente los precios de determinados artículos por encima de los niveles naturales del mercado han fracasado con tanta frecuencia, tan desastrosamente y de manera tan notoria, que los insinceros grupos influyentes y los burócratas sobre los que aquellos presionan raras veces manifiestan abiertamente ese propósito. Sus objetivos declarados particularmente cuando comienzan a reclamar la injerencia estatal, suelen ser más modestos y, en apariencia, mas convincentes.
No aspiran, según dicen, a elevar de un modo permanente el precio del producto X por encima a de su nivel natural. Ello, conceden, sería injusto para los consumidores. Pero dicho artículo se está vendiendo ahora, com9 es notorio, muy por de bajo de su nivel natural. Los fabricantes no pueden continuar así por más tiempo. A menos que se actúe con rapidez, veránse obligados cesar en el negocio. Entonces se producirá.. una escasez real y los consumidores tendrán que pagar precios exorbitantes por aquel artículo. Las evidentes ventajas de que el consumidor disfruta ahora acabarán por resultarle caras, pues el actual precio bajo «temporal» no puede durar. Ahora bien, no podemos permitirnos esperar que las determinadas fuerzas naturales del mercado o la «ciega» ley de la oferta y la demanda vengan a corregir tal situación, pues para entonces los fabricantes se habrán arruinado y sobrevendrá una gran escasez. El Gobierno debe actuar. Lo que ha de hacerse es corregir las violentas y absurdas fluctuaciones del precio. No se trata de elevarlo sino de estabilizarlo.
Son varios los métodos comúnmente propuestos a tal fin. Entre los más frecuentes figuran las subvenciones estatales, que permiten al agricultor mantener las cosechas apartadas del mercado.
Tales créditos son solicitados del Congreso a base de razonamientos que parecen convincentes a la mayoría de los oyentes. Se arguye que las cosechas afluyen todas de golpe al mercado, en la ¿poca de recolección que es precisamente el período en que los precios son más bajos y que los especuladores aprovechan para comprar los productos, almacenarlos y obtener mayores precios cuando vuelva la escasez. Por ello se alega que los agricultores resultan perjudicados y que ellos y no los especuladores deberían beneficiarse de los mejores precios.
Este argumento no es válido ni en la teoría ni en la práctica. Los tan vilipendiados especuladores no son enemigos del agricultor, sino por el contrario, esenciales para su bienestar. El riesgo que deriva de la fluctuación de los precios agrícolas ha de ser asumido por alguien y quienes en realidad le han hecho frente, modernamente sobre todo, han sido principalmente los especuladores profesionales. En general, cuanto más diestramente actúan en su propio interés, más ayudan al agricultor. Porque los especuladores sirven a sus intereses precisamente en proporción a su capacidad para prever los futuros precios y cuanto mayor sea su seguridad al avizorar el futuro, menos violentas y extremadas son las fluctuaciones.
Por ello incluso si los agricultores tienen que lanzar toda su cosecha de trigo al mercado en un solo mes, el precio en ese mes no será necesariamente más bajo que en cualquier otro (con un margen de diferencia, debido al costo del almacenaje). Porque los especuladores, con la esperanza de un mayor beneficio, realizarán en esa ¿poca la mayoría de sus compras, y seguirán comprando hasta que el precio se eleve tanto que no vislumbren la posibilidad de futuros beneficios y venderían en cuanto creyeran que había perspectivas de perdida. De esta manera se provoca la estabilización del precio de los productos agrícolas durante todo el año.
Precisamente porque existe una clase profesional de especuladores quienes corren esos riesgos. Por eso tienen que afrontarlos agricultores y harineros, quienes pueden protegerse por medio del mercado. En condiciones normales, por lo tanto, cuando los especuladores cumplen bien su tarea, las ganancias de agricultores y harineros dependerán principalmente de su destreza y laboriosidad y no de las fluctuaciones del mercado.
La experiencia demuestra que, por tiempo medio, el precio del trigo y otros productos no perecederos permanece invariable a lo largo de todo el año, si se exceptúan los gastos de almacenaje y seguro. En efecto, cuidadosas investigaciones llevadas a cabo han revelado que el promedio de alza mensual, tras la ¿poca de recolección, no ha sido suficiente para compensar tales gastos de almacenaje, por lo que los especuladores han subvencionado realmente a los agricultores. Claro que esta no era su intención; fue tan sólo el resultado de una persistente tendencia optimista por parte de los especuladores. (Esta tendencia parece afectar a cuantos operan por su cuenta, bajo un régimen económico de intensa competencia: como clase están constantemente, contra su intención, subvencionando a los consumidores. Esto es particularmente cierto dondequiera que existan perspectivas de grandes ganancias especulativas. Como los jugadores de lotería, en su conjunto, pierden dinero porque cada uno tiene, sin base racional, la esperanza de conseguir uno de los escasos premios mayores, y así se ha calculado que el total del trabajo y capital invertidos en la prospección de oro o petróleo excede del valor total del oro o petróleo extraídos.
El caso es distinto sin embargo, cuando el Estado interviene y adquiere las cosechas o facilita al agricultor el crédito necesario para mantenerle apartado del mercado. Esto se hace a veces a fin de disponer, como se denomina pretenciosamente, de un «granero siempre normal». Ahora bien, la historia de los precios y de los excedentes anuales de las cosechas indica, como hemos visto, que tal función ya la realizan bastante bien los mercados organizados bajo el signo de la iniciativa privada en régimen de libre concurrencia. Cuando el Estado interviene, l «granero siempre normal» se convierte, en realidad, en un «granero siempre político». Se estimula al agricultor, con el dinero del contribuyente, a retener excesivamente sus cosechas. En su deseo de asegurarse el voto de los campesinos, los dirigentes que inician esta política o los funcionarios que la llevan a cabo colocan siempre el denominado precio «justo» de los productos agrícolas por encima del que fijaría el libre juego de la oferta y la demanda. Así se provoca el retraimiento de los compradores. El granero «siempre normal» tiende, por lo tanto, a convertirse en un granero <siempre anormal». Cantidades excesivas permanecen fuera del mercado, con la consecuencia de asegurar temporalmente un precio más alto del que hubiese regido en circunstancias normales, pero solamente a costa de provocar más tarde un precio mucho más bajo. Porque la escasez artificial creada este año mediante el escamoteo de parte de la cosecha implica un excedente artificial para el siguiente año.
Nos apartaría demasiado de nuestro objetivo la descripción detallada de lo que realmente ocurrió cuando fue aplicado este programa, por ejemplo, al algod6n norteamericano. Almacenamos en tal ocasión toda la cosecha de un año; destruimos el mercado exterior de nuestro algodón y estimulamos enormemente el cuítivo de esta planta en otros países. Aunque estos resultados hablan sido previstos por quienes se oponían a la política de restricción y cr¿ditos, una vez producidos, los burócratas responsables se limitaron a replicar que de todos modos hubiera ocurrido lo mismo.
La política de subsidios va generalmente acompañada o inevitablemente lleva implícita una política restrictiva de la producción es decir, una política de escasez. En casi todo esfuerzo por «estabilizar el precio de un artículo se tiene en cuenta, ante todo interes de los productores. El objetivo real perseguido es un alza inmediata de precios. Para que esto sea posible se impone ordinariamente, con carácter obligatorio, una restricción proporcional de productividad a todo individuo o empresa sujetos a control. Ello provoca varios efectos inmediatos, a cuál más nocivo. Suponiendo que el control pudiera imponerse a escala internacional, se registraría una reducción de la total producción mundial. Los consumidores de todo el mundo disfrutarían de una cantidad menor del pro<1ucto en cuestión de la que dispondrían si las medidas restrictivas no se hubiesen aplicado. El mundo sé empobrece exactamente en esa proporción. Como los consumidores se ven obligados a pagar precios más altos por aquella mercancías, justamente falta tal diferencia para adquirir otros productos.
Los partidarios de medidas restrictivas suelen replicar que la menor producción se registraría de igual manera en una economía de mercado. Pero hay una diferencia fundamental, según hemos visto en el capítulo precedente.
En una economía de mercado en régimen de libre competencia quedan eliminados por la caída de los precios los empresarios que trabajan con mayores costos. En el caso de un producto agrícola, los desplazados son los agricultores menos competentes, los que cuentan con peor equipo o los que trabajan peor la tierra. Los agricultores más capacitados, que trabajan campos más feraces, no tienen que restringir su producción. Por el contrario, si la caída del precio responde a unos costos medios de producción inferiores y se refleja en una mayor oferta, la desaparición de los agricultores marginales que trabajan terrenos pobres permite aumentar su producción a los agricultores que disponen de tierras feraces. Por ello, a la larga, es posible que no se registre reducción alguna en la producción de esta mercancía. Ahora bien, el articulo es entonces producido y vendido a un precio permanentemente más bajo.
Si es esta la consecuencia los consumidores del producto seguirán tan bien abastecidos como antes; pero a causa de satisfacer un precio menor, dispondrán de un sobrante para invertirlo en otros bienes, del que antes carecían. Por consiguiente, la situación de los consumidores habrá notoriamente mejorado. Ahora bien, el incremento de sus inversiones en otros bienes producirá un aumento de empleo en otros sectores, capaz de absorber a los antiguos agricultores marginales en ocupaciones en las que sus esfuerzos sean más lucrativos y eficientes.
Una restricción uniformemente proporcional (para volver al tema de la intervención estatal) significa, de una parte que a los empresarios eficientes y que trabajan a costos reducidos no se les permite producir cuanto quieren a bajo precio y de otra, que los empresarios menos eficientes y que operan a costos mayores son artificialmente mantenidos en sus negocios. Ello incrementa el costo medio de la producción. que alcanza así una eficiencia menor. El empresario marginal, mantenido artificialmente en un sector de la producción, continuó a reteniendo terreno trabajo y capital que podrían ser aplicados con mayor provecho y eficacia en otras producciones.
Carece de sentido elegir que como resultado del plan de restricciones se ha conseguido por lo menos elevar el precio de los productos agrícolas y que «los campesinos cuentan con mayor capacidad adquisitiva». Por cuanto silo han logrado ha sido tan sólo a costa de restar idéntica capacidad adquisitiva 4 comprador de la ciudad. (Todo ello ha sido ya examinado al analizar el tema de la «paridad » de los precios. Subvencionar al agricultor para que disminuya la producción o facilitarle igual cantidad de dinero en pago de una producción artificialmente restringida equivale a obligar a los consumidores o contribuyentes a satisfacer emolumentos a personas por no hacer nada. En ambos supuestos los beneficiarios del sistema mejoran su «capacidad adquisitiva»; pero en ambos casos alguien pierde una cantidad absolutamente igual. La pérdida definitiva que registra la comunidad es una menor producción por cuanto se mantiene a quieres nada producen. Como la riqueza es menor como existen menores disponibilidades para todos los salarios e ingresos reales forzosamente quedan reducidos. bien sea mediante la devaluación de la moneda o bien por un mayor costo de la vida.
Ahora bien cuando se intenta mantener alto el precio de una mercancías agrícola y no se impone restricción artificial alguna a su producción los excedentes no vendidos con precio recargado, continúan acumulándose hasta que finalmente se derrumba el mercado de ese producto, apareciendo precios mucho más envilecidos que si el programa de control nunca se hubiera puesto en vigor. O bien los productores no sujetos al plan de restricciones, estimulados por el alza artificial en los precios, incrementan enormemente su propia producción. Esto es lo que ocurrió con los. programas de restricción del caucho en Gran Bretaña y del algodón en Norteamérica. En uno y otro caso el colapso de precios alcanzó finalmente magnitudes catastróficas, a las que nunca se habría llegado de no haberse aplicado la planificación restrictiva. El plan con tantos bríos iniciado para «estabilizar» los precios, provoca una inestabilidad incomparablemente mayor que la que pudieran haber ocasionado las libres fuerzas del mercado.
Naturalmente se nos dice que los controles internacionales de mercancías que se proponen ahora evitarán todos estos errores. Esta vez se fijarán precios «justos» no sólo para los productores, sino también para los consumidores. Las naciones productoras y consumidoras van a convenir, abandonando toda intransigencia, cuáles son esos precios justos. Los precios fijados implicarán necesariamente asignaciones y cupos «justos» para la producción y el consumo entre las naciones y sólo los cínicos se atreverán a vaticinar improbables disputas internacionales por este motivo. Finalmente, merced al mayor de los milagros, este mundo de posguerra, plagado de controles y coerciones supranacionales, será también ¡un mundo de «libre» comercio internacional!
A estos efectos, no estoy seguro de lo que entienden por comercio libre los planificadores estatales, pero podemos estarlo de algunas de las cosas que no incluyen en aquella expresión. No incluyen la libertad del hombre corriente para comprar y vender, tomar y conceder préstamos al tipo o interés que prefiera y donde considere más conveniente. No incluyen la libertad del sencillo ciudadano para cultivar la cantidad que desee de determinado fruto; de ir y venir a voluntad; de establecerse donde mas le agrade, llevando consigo su capital y otros bienes. Más bien se refieren, sospecho, a la libertad de los burócratas de disponerlo todo por él, diciéndole que si les obedece dócilmente, será recompensado con un aumento de su nivel de vida. Ahora bien, si los planificadores triunfan en su intento de relacionar la idea de la cooperación internacional con la de un creciente dominio del Estado en el control de la vida económica, parece eventualidad más que probable que la planificación internacional seguirá el modelo utilizado en el pasado, en cuyo caso el nivel de vida del hombre sencillo declinará junto con sus libertades.
Intervención Estatal de los Precios
Hemos visto ya cuáles son algunas de las consecuencias de los esfuerzos estatales para fija los precios de los artículos por encima de los niveles a los que hubiese conducido el mercado libre. Veamos ahora algunos de los resultados de los intentos oficiales para mantener los precios de los artículos por debajo del natural nivel del mercado.
Esta última tentativa la realizan en nuestros días casi todos los gobiernos en épocas de guerra. No examinaremos aquí si es acertado intervenir los precios en caso de contienda bélica. En la guerra total, toda la economía ha de estar necesariamente dominada por el Estado y las complicaciones que habríamos de considerar nos llevarían demasiado lejos de la cuestión principal que interesa a este libro. Ahora bien, la regulación de los precios en tales épocas, acertada o no, en casi todos los países se prolonga, por lo menos durante largos períodos cuando la guerra ha cesado y ha desaparecido la excusa original que la motivara.
Veamos, primero, lo ocurre cuando el Estado trata de mantener el precio de un artículo o de un pequeño grupo de ellos por debajo del que alcanzaría en el mercado de libre competencia.
Cuando el Gobierno pretende fijar precios máximos tan sólo para algunos artículos, suele elegir ciertos productos básicos, alegando que es esencial que los pobres puedan adquirirlos a un coste, razonable. Supongamos que los productos elegidos para este propósito sean el pan, la leche y la carne.
El argumento esgrimido para mantener bajos los precios de estos artículos es, en líneas generales, el siguiente: si dejamos la carne a merced del mercado libre, el precio experimentará elevación por efectos de la disputada demanda, de forma que sólo los ricos podrán comprarla. La gente no tendrá carne, en relaci6n a sus necesidades, sino tan sólo en proporción a su poder adquisitivo. Si mantenemos el precio bajo, todos podrán obtener una parte justa.
Lo primero que hay que resaltar en tal argumentación es que si fuera válida, habría que calificar la política adoptada de inconsistente y medrosa. Porque si el poder adquisitivo, .más que la necesidad, determina la distribución de carne a un precio de mercado natural de 65 centavos la libra, también lo determinaría, aunque quizá en grado ligeramente inferior, al precio legal máximo de, verbigracia, 50 centavos la libra. De hecho, el argumento <poder adquisitivo más bien que necesidad» conserva fuerza dialéctica mientras se cobra cualquier cantidad por la carne. Quedaría enervado tan sólo en el caso de que fuese regalada.
Ahora bien, los planes para tasar los precios suelen comenzar como esfuerzos para <impedir que suba el coste de la vida y sus patrocinadores suponen inconscientemente que el precio fijado por el mercado en el momento de comenzar la intervención tiene algo de especialmente sacrosanto y <normal». El precio de partida se considera, razonable» y cualquiera por encima de él, <no razonable, con independencia de los cambios en las condiciones de producción o demanda sobrevenidos desde que fue establecido por vez primera.
Al discutir este tema carece de sentido suponer un control de precios que fijase éstos exactamente donde los situaría en cualquier caso el mercado libre. Esto sería como si no existiera dicho control. Debemos suponer que el poder adquisitivo de las gentes es mayor que la oferta de bienes disponibles y que los precios son mantenidos por el Estado por debajo de los niveles que alcanzarían en el mercado libre.
Ahora bien, no es posible mantener el precio de una mercancía por debajo de su nivel de mercado sin que, al mismo tiempo, se produzcan dos consecuencias, En primer término, un; incremento en la demanda del artículo intervenido. Puesto que resulta más barato, el público se ve tentado y puede comprarlo en mayor cantidad. En segundo lugar, una reducción en la oferta. Al comprar más la gente, las existencias acumuladas desaparecen más rápidamente del comercio. Pero, además, la producción se contrae. Los márgenes de beneficios son reducidos o eliminados, con lo cual los productores marginales desaparecen. Incluso los más eficientes pueden llegar a experimentar pérdidas. Esto ocurrió durante la guerra, cuando la Oficina de Administración de Precios obligó a los mataderos a sacrificar y elaborar la carne por menos de lo que les costaba el ganado vivo y el trabajo de sacrificarlo y manipularlo.
Por consiguiente, en el mejor de los casos, la consecuencia de fijar un precio máximo a un artículo determinado será provocar su escasez. Esto es precisamente lo contrario de lo que los gobernantes pretendían, pues precisamente los artículos objeto de tasa son los que más desean mantener en abundante alerta. Ahora bien, cuando limitan los salarios y beneficios de quienes ]os fabrican, sin intervenir al mismo tiempo los de aquellos que producen artículos de lujo o semilujo, desalientan la producción de artículos de primera necesidad sometidos a tasa y estimulan la fabricación de mercancías menos esenciales.
Algunas de estas consecuencias terminan por aparecer con toda claridad a los gobernantes, quienes entonces adoptan nuevos sistemas y controles en un intento de eludirías. Entre ellos figuran el racionamiento, el control de costos los subsidios y la fijación general de precios. Examinemos sucesivamente cada uno de ellos.
Cuando aparece la escasez de cualquier producto, a causa de la fijación de su precio por debajo del de mercado libre los consumidores ricos son acusados de «haberse apoderado de más de lo que en justicia les corresponde», O, si se trata de materia prima indispensable para un proceso de fabricación, se culpa a las empresas particulares de «acaparar». El Gobierno adopta ent9nces una serie de normas disponiendo quién tendrá prioridad para adquirir tal mercancía, o a quién y en qué cantidad será adjudicada o cómo ha de ser racionada. Si se adopta el sistema de racionamiento cada consumidor puede disponer sólo de determinado suministro máximo, sin consideración a cuanto se halle dispuesto a pagar por mayor porción.
En una palabra si se establece un sistema de racionamiento, ello significa que el Gobierno instaura un doble sistema de precios o un doble sistema monetario, en el cual cada consumidor ha de poseer cierto numero de cupones o «puntos» además de una determinada cantidad de dinero. O lo que es igual el Gobierno trata de hacer mediante el racionamiento parte de lo que en un mercado libre habría hecho a través de los precios. Digo sólo parte porque el racionamiento simplemente limita la demanda, sin estimular al mismo tiempo la oferta como hubiera hecho un precio más elevado.
El Gobierno puede tratar de asegurar el aprovisionamiento extendiendo su control a los costos de producción de un artículo. Para mantener bajo el precio de la carne al detalle, por ejemplo puede fijar su precio al por mayor, el precio en matadero, el del ganado vivo y el de los piensos, más los salarios de los braceros del campo. Para mantener bajo el precio de la leche, puede intentar fijar los salarios de los repartidores, el precio de los envases el de la leche en las granjas y el de los piensos. Para contener el precio del pan, puede fijar los salarios en la industria panadera el precio de la harina los beneficios de los harineros, el precio del trigo y así sucesivamente.
Pero a medida que el Estado extiende esta intervención de los precios extiende también las consecuencias que en un principio le llevaron por este camino. Suponiendo .que tenga suficiente decisión para fijar esos costos y sea capaz de hacer cumplir sus resoluciones, no consigue otra cosa sino provocar la escasez en los diversos factores mano de obra, piensos, trigo, etcétera que intervienen en la producción de los artículos resultantes. Así los gobernantes se ven obligados a implantar controles en círculos cada vez más amplios cuya consecuencia final conduce a la fijación general de precios.
El Estado puede intentar solucionar la dificultad apelando a los subsidios. Reconoce, por ejemplo que cuando mantiene el precio de la leche o la mantequilla por debajo del nivel del mercado o del nivel relativo en que fija otros precios puede producirse una escasez por defecto de los inferiores salarios o márgenes de beneficios en la producción de leche o mantequilla comparados con otras mercancías. Por consiguiente, el Estado trata de desvirtuar los efectos pagando un subsidio a los productores de leche y mantequilla. Prescindiendo de las dificultades administrativas que todo ello implica y suponiendo que el subsidio sea suficiente para asegurar la producción relativa deseada de leche y mantequilla, es notorio que si bien el subsidio es pagado a los productores, los realmente subvencionados son los consumidores. Porque los productores en definitiva, no reciben por su leche y mantequilla más de lo que obtendrían si se les permitiese aplicar un precio libre a tales productos; pero en cambio, los consumidores los obtienen a un precio muy por debajo al del mercado libre.. Están, pues, siendo subvencionados en la diferencia es decir, en el importe del subsidio pagado aparentemente a los productores.
Ahora bien, a menos que el artículo así subvención nado se halle también racionado, serán quienes dispongan de mayor poder adquisitivo los que podrán adquirirlo en mayor cantidad. Ello significa que tales personas están siendo más subvencionadas que los económicamente más débiles. Quién subvenciona a los consumidores dependerá de la forma en que se articule el régimen fiscal. Ahora bien, resulta que cada persona en su papel de contribuyente se subvenciona a sí misma en su papel de consumidor; Y resulta un poco difícil determinar con precisión en este laberinto quién subvenciona a quién. Lo que se olvida es que alguien paga los subsidios y que no se ha descubierto aun el método para que la comunidad obtenga algo a cambio de nada.
La intervención de los precios puede a menudo revestir apariencias de éxito durante un corto período. Puede dar la impresión de funcionar bien durante cierto tiempo, particularmente en épocas de guerra, cuando se halla apoyada por el patriotismo y el ambiente de crisis. Ahora bien, cuanto más se prolonga, tanto mayores son las dificultades. Cuando los precios son mantenidos arbitrariamente bajos por imposición estatal, la demanda excede crónicamente a la oferta. Hemos visto que si el Estado intenta evitar la escasez de un artículo determinado reduciendo también los precios de la mano de obra, las materias primas y otros factores que intervienen en su costo de producción provoca al propio tiempo la escasez de todos ellos. Pero de continuar por el camino emprendido, los gobernantes no sólo se verán obligados a extender cada vez más el control de precios de arriba abajo en sentido «vertical», sino que considerarán indispensable implantarlo «horizontalmente». Si racionamos un artículo y el público no puede conseguirlo en cantidad suficiente, aunque disponga de capacidad adquisitiva procurará sustituirlo por otro. El racionamiento de todo artículo que se hace escaso provoca, en resumen, un aumento de la demanda de los no racionados. Si suponemos que el Gobierno tiene éxito al combatir los mercados negros (o al menos consigue impedir se desarrollen en escala suficiente para anular los precios legales), la persistencia en el control de precios debe llevarle al racionamiento de un número cada vez mayor de mercancías. Ahora bien, el racionamiento no se detiene en los consumidores. Durante la guerra no se limitó a dicho sector. De hecho se aplicó en primer término a la distribución de materias primas a los productores.
La consecuencia natural de un control general de precios que trata de perpetuar determinado nivel histórico de precios es forzoso que en definitiva conduzca a la implantación de un sistema económico totalmente planificado. Los salarios habrán de ser mantenidos bajos, tan rígidamente como los precios. La mano de obra tiene que racionarse tan implacablemente como las materias primas. El resultado final será que el Estado no sólo habrá de ordenar a cada consumidor la cantidad exacta de que puede disponer de cada artículo, sino también a cada fabricante la cantidad de materia prima y mano de obra que le está permitido utilizar. No sería posible tolerar ni la competencia en la oferta de salarios ni en los precios de los materiales, Todo ello conduciría a implantar una petrificada economía totalitaria, con todas las empresas y todos los obreros a merced de! Estado, y la pérdida final de todas las libertades tradicionales que hemos conocido. Porque, como Alexander Hamilton advirtiera en las páginas de El Federalista, hace siglo y medio, «el dominio sobre la subsistencia del hombre equivale al dominio sobre su voluntad».
Estas son las consecuencias de lo que cabría denominar control de precios «perfecto», prolongado y «apolítico». Como quedó tan ampliamente demostrado en un país tras otro particularmente en Europa, durante la segunda guerra mundial, algunos de los mas crasos errores de los burócratas quedaron mitigados gracias al mercado negro. Fue cosa corriente en muchos países europeos que la gente sólo pudiese atender a sus necesidades elementales favoreciendo el mercado negro. En algunos países éste floreció a expensas del mercado con precios fijos legalmente reconocidos, hasta que el primero pasó a ser de hecho el mercado. Sin embargo, al mantener nominalmente los precios tope, las autoridades trataban de demostrar que su intención, ya que no la del equipo de inspectores, era honesta.
No debe suponerse que no hubo perjuicios por el hecho de que el mercado negro suplantara finalmente al mercado legal. Los hubo, por cierto, y con un doble matiz: económico y moral. Durante el período de transición las empresas de gran envergadura y plenamente arraigadas, con una considerable inversión de capital y dependiendo en gran medida del mantenimiento de su prestigio ante el público, se ven forzadas a restringir o interrumpir producción. Vienen a ocupar su lugar empresas improvisadas que disponen de poco capital y menos apariencia en la producción. Estas nuevas firmas carecen de eficacia si se las compara con aquellas a las que desplazan, producen artículos inferiores y fraudulentos a costos muy superiores de los que las empresas antiguas hubieran necesitado para continuar su producción. De este modo se premia la falta de honestidad. Las nuevas firmas deben su misma existencia o desarrollo a la circunstancia de no importarles violar la ley, sus clientes conspiran con ellas y, como consecuencia natural, la desmoralización se extiende a toda actividad mercantil.
Ocurre muy raras veces, además, que las autoridades encargadas de fijar los precios hagan algún esfuerzo honesto simplemente para preservar el nivel de precios existente al iniciar la intervención. Declaran que su intención es <mantener las cosas en su lugar. Sin embargo, muy pronto, so pretexto de <corregir desigualdades o <injusticias sociales, inician una fijación de precios discriminatoria que sólo tiende a favorecer a los grupos con influencia política en detrimento de los demás.
Como el poder político depende hoy en día primordialmente de los votos, los grupos que las autoridades. tratan más frecuentemente de favorecer son los obreros y agricultores. Al principio se afirma que los salarios y el costo de la vida no guardan relación entre sí; que los salarios pueden elevarse fácilmente sin que se eleven los precios. Cuando se pone de manifiesto que los salarios pueden incrementarse tan sólo a expensas de las ganancias, los burócratas comienzan a argüir que los beneficios eran ya demasiado considerables y que una elevación de salarios sin la correspondiente subida de precios todavía permitir una ganancia razonable, Como no existe nada parecido a una tasa uniforme de los beneficios, como la ganancia es variable en cada empresa el resultado de esta política es eliminar los negocios con escaso margen de rentabilidad, desalentando o reteniendo la producción de determinados artículos. Ello significa desocupación, descenso en la producción y, descenso del nivel de vida.
¿En qué se basa todo el esfuerzo para fijar unos precios máximos? Ante todo, en la falta absoluta de visión respecto de los motivos que determinan la elevación de los precios. La causa real consiste o en la escasez de artículos o en el exceso de dinero. Los precios topes legales no pueden remediar ninguna de las dos cosas. En realidad, según acabamos de ver, su efecto queda limitado a intensificar la escasez de productos. Lo que procede respecto al exceso de dinero será tratado en un capítulo posterior. Ahora bien, uno de los errores que conduzca a la fijación de precios constituye el tema fundamental de este libro. Así como los interminables planes para elevar los precios de ciertas mercancías favorecidas son el resultado de pensar sólo en los intereses de los productores a quienes inmediatamente afectan, olvidando a los consumidores, los planes para mantener bajos los precios mediante disposiciones legales son el resultado de considerar solamente los intereses de la gente como consumidores y prescindir de los que como productores les atañen. Y el apoyo político a tales programas procede de una confusión semejante en la mentalidad publica. La gente no quiere pagar más por la leche, la mantequilla, el calzado, los muebles, el alquiler de sus viviendas, las entradas del teatro o los diamantes. Siempre que el precio de cualesquiera de estos bienes se eleva sobre el nivel anterior, el consumidor se indigna y cree que está siendo despojado.
La única excepción radica en el artículo que cada uno produce: entonces comprende y aprecia la razón de su alza. Pero siempre está dispuesto a considerar su propio negocio como caso de excepción. «Mi propio negocio -dice- es peculiar y el público no lo comprende. La mano de obra se ha encarecido; el precio de las materias primas también se ha elevado; esta o aquella materia prima ya no se importa y debe fabricarse más cara en nuestro país. Además, ha crecido la demanda del producto y debe permitirse a los fabricantes aumentar los precios lo necesario para estimular una expansión que satisfaga la demanda.» Y así por el estilo. Como consumidor todo el mundo compra cien productos diferentes; como productor suele producir uno solo y puede ver la injusticia de mantener bajo el precio de ese producto. Y del mismo modo que cada fabricante desea un mayor precio para su producto, cada obrero desea un sueldo o salario más elevado. Cada uno puede percatarse, como fabricante, de que el control de precios restringe la producción en su sector, pero casi todos se resisten a generalizar esta observación, pues ello significaría tener que pagar más caros los productos de los demás.
Cada uno de nosotros, en una palabra, tiene una múltiple personalidad económica. Somos productores, contribuyentes y consumidores. La política que propugne dependerá de la postura particular que se adopte en cada momento. Porque cada cual es unas veces el Dr. Jekyll y otras Mr. Hyde. Como productor desea la inflación (pensando principalmente en sus propios servicios o productos); como consumidor desea la limitación de los precios (pensando principalmente en lo que ha de pagar por los productos ajenos'. Como consumidor puede abogar por los subsidios o aceptarlos de buen grado; como contribuyente se lamenta de tener que pagarlos. Toda persona piensa que podría manejar las fuerzas políticas de forma que le permitan beneficiarse de la subvención más de lo que pierde con el impuesto o aprovechar el alza de sus propios productos (mientras los costos de sus materias primas sean mantenidos legalmente bajos) y al mecanismo tiempo beneficiarse como consumidor con el control de precios. Ahora bien, la inmensa mayoría se engaña a sí misma. Porque no sólo ha de registrarse, en el mejor de los casos, tanta pérdida como ganancia con esta manipulación estatal de los precios; forzosamente se originarán mayores pérdidas que beneficios, pues toda intervención de los precios desorganiza y desalienta la ocupación y la producción.
Leyes del Salario Mínimo
Hemos examinado anteriormente algunos de los perniciosos resultados que producen los arbitrarios esfuerzos realizados por el Estado para elevar el precio de aquellas mercancías que desea favorecer. La misma especie de daños derivase cuando se trata de incrementar los sueldos mediante las leyes del salario mínimo. Esto no debe sorprendernos, pues un salario es en realidad un precio. En nada favorece la claridad del pensamiento económico que el precio de los servicios laborales haya recibido un nombre enteramente diferente al de los otros precios. Esto ha impedido a mucha gente percatarse de que ambos son gobernados por los mismos principios.
Las opiniones acerca de. 105 salarios se formulan con tal apasionamiento y quedan tan influidas por la política, que en la mayoría de las discusiones sobre el tema se olvidan los más elementales principios. Gentes que serían las primeras en negar que la prosperidad pueda ser producida mediante un alza artificial de los precios y no vacilarían en afirmar que las leyes del precio mínimo en vez de proteger, perjudican las industrias que tratan de favorecer, abogarán no obstante, por la promulgación de leyes de salario mínimo e increparán con la máxima acritud a sus oponentes.
No obstante, deberla quedar bien sentado que una ley de salario mínimo, en el mejor de los casos, constituye arma poco eficaz para combatir el daño derivado ('e los bajos salarios y que el posible beneficio a conseguir, mediante tales leyes, sólo superará el posible mal en proporción a la modestia de los objetivos a alcanzar. Cuanto más ambiciosa sea la ley, cuantos más obreros pretenda proteger y en mayor proporción aspire al incremento de los salarios, tanto más probable será que el perjuicio supere los efectos beneficiosos.
Lo primero que ocurre cuando, por ejemplo, se promulga una ley en virtud de la cual no se pagará a nadie menos de treinta dólares por una semana laboral de cuarenta y ocho horas, es que nadie cuyo trabajo no sea valorado en esa cifra por un empresario volverá a encontrar empleo. No se puede sobrevolar en una cantidad determinada el trabajo de un obrero en el mercado laboral por el mero hecho de haber convertido en ilegal su colocación por cantidad inferior. Lo único que se consigue es privarle del derecho a ganar lo que su capacidad y empleo le permitirían, mientras se impide a la comunidad beneficiarse de los modestos servicios que aquél es capaz de rendir. En una palabra, se sustituye el salario bajo por el paro. Se causa un mal general, sin compensación equivalente.
La única excepción se registra cuando un grupo de obreros recibe un salario efectivamente por debajo de su valor en el mercado. Esto puede ocurrir sólo en circunstancias o lugares especiales donde las fuerzas de la competencia no funcionen libre o adecuadamente; pero casi todos estos casos especiales podrían remediarse con igual efectividad, más flexiblemente y con menor daño potencial, a través del actuar de los sindicatos.
Cabe pensar que si la ley obliga a pagar mayores salarios en una industria dada, pueda ésta elevar sus
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Enviado por: | RSK |
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País: | Guatemala |