Psicología


Las malas palabras; Ariel Arango

LAS MALAS PALABRAS

Virtudes de la obscenidad

El lenguaje de la voluptuosidad íntima

En Las Malas Palabras el lenguaje obsceno es sometido por primera vez a la mirada escrutadora del psicoanálisis que nos descubre su último secreto. Y nos revela así el enorme valor que estas voces interdictas tienen en la vida amorosa de hombres y mujeres tanto como en la “cura de las palabras” ideada por Freud. A la vez el, el autor nos guía en un apasionante viaje a través de la literatura, donde oímos el rico elenco de las “malas” palabras en boca de Rabelais, Quevedo, Mozart, Voltaire, el marqués de Sade, Joyce, Lawrence… Una obra llena de sorpresas, verdaderamente subyugante.

CAPÍTULO: Las Malas Palabras

Porque a pesar de todo cuanto se haga y diga,
nuestras semejanzas con el salvaje son todavía
mucho más numerosas que nuestras diferencias…

Sir James G. Frazer
(La rama dorada, Cap. XXIII, 1922)

I

Nos sentimos sorprendidos cuando descubrimos que los pueblos primitivos tienen prohibido pronunciar ciertas palabras. Son las llamadas palabras tabú. Tabú es una palabra de origen polinesio. Tiene dos sentidos opuestos: sagrado o consagrado; e inquietante, peligroso, prohibido o impuro. Es todo lo que habitualmente nos despierta un «temor sagrado». El antropólogo Sir James George Frazer (1854-1941) enseña en su obra magna, The Golden Bough (1922), que:

Incapaz de diferenciar entre palabras y objetos, el salvaje imagina por lo general que el eslabón entre un nombre y el sujeto u objeto denominado no es una mera asociación arbitraria e ideológica sino un verdadero y sustancial vínculo…

Los nombres personales; los nombres de parientes, especialmente los de las personas más íntimamente relacionadas por la sangre como esposos, suegros, suegras, yernos, nueras, cuñados; los nombre de los muertos; de reyes y otras personas sagradas, y los nombres de los dioses caen bajo la interdicción de este singular tabú. No existe comunidad primitiva donde no impere alguna de estas prohibiciones: Desde Siberia a la India meridional; desde los mongoles de Tartaria a los tuaregs del Sahara; desde el Japón al África oriental; en las Filipinas, en las islas de Nicobar, de Borneo, de Madagascar y Tasmania, y en múltiples tribus del continente americano desde el Atlántico al Pacífico. La violación del tabú constituye un acto de impiedad que origina severas consecuencias. Perturba y conmueve profundamente el alma del primitivo. Las sanciones van desde la pena de calabozo, como en Siam, hasta la pena de muerte entre los guajiros de Colombia o en Madagascar, donde se juzga a los culpables por felonía, un crimen capital. En tiempos antiguos en Tahití seguían el camino del patíbulo no sólo el temerario que pronunciaba la palabra prohibida sino toda su familia… Incluso en la civilizada Grecia antigua estaba prohibido pronunciar el nombre de los sacerdotes que intervenían en los misterios eleusinos en honor de la diosa Démeter, divinidad de la vegetación y la tierra. Luciano (c.130-c.200), escritor satírico griego, relata cómo observó arrastrar ante el tribunal policíaco a un impúdico que había osado nombrar a tales augustos personajes. Los antiguos romanos tampoco estaban exentos del tabú. Como compartían también la creencia en la virtud mágica de los nombres, el de la deidad protectora de Roma se conservaba en profundo secreto.

Indudablemente, frente a la concepción materialista que los salvajes tienen de la naturaleza de las palabras, experimentamos una indefinida pero segura sensación de superioridad. Sabemos que las palabras son sólo el nombre de las cosas. Admitimos que se prohíba realizar ciertas acciones, pero… ¡nombrarlas! Es como si durante el imperio de la famosa «ley seca» en los Estados Unidos se hubiera prohibido no sólo vender whisky sino también leer en voz alta el marbete de las botellas. Sentimos asombro pero también paternal comprensión por estas curiosas peculiaridades de la mente primitiva, porque como hombres civilizados distinguimos certeramente entre la realidad y las palabras… ¿O no?

II

Vi baccio mille volte. La mia anima baccia la vostra, mio cazzo, mio cuore sono innamorati di voi. Baccio el vostro gentil culo e tutta la vostra persona.

La cita corresponde a una carta amorosa de diciembre de 1745 (Lettres d’amour de Voltaire á sa niéce, París, 1957), escrita en italiano por Voltaire (1694-1778), el filósofo francés. Traducida al castellano significa:

Te beso mil veces. Mi alma besa la tuya, mi pija, mi corazón están enamorados de ti. Beso tu lindo culo y toda tu persona.

Sin duda la carta nos sorprende. Por supuesto que es natural y propio de una gran tradición expresar la pasión amorosa epistolarmente, aunque tal vez no lo sea tanto entre filósofos. Pero no estamos acostumbrados a la manifestación franca de sentimientos obscenos, al menos entre gente respetable. Hemos aprendido que el erotismo puede insinuarse pero no declararse abiertamente en el lenguaje. Por ello la palabra pija nos conmueve fuertemente, más todavía que la inquietante palabra culo. No tenemos el hábito de su lectura en escritos serios y experimentamos una sensación de turbadora sorpresa, de malestar indefinido, de rechazo, tal vez de vergüenza y acaso… ¿también de placer?

Existen otras palabras aceptadas, tal vez sea mejor decir toleradas, para mencionar las partes impúdicas del cuerpo. Sustituyamos, entonces, pene por pija y trasero por culo, y releamos el texto así modificado:

Te beso mil veces. Mi alma besa la tuya, mi pene, mi corazón están enamorados de ti. Beso tu lindo trasero y toda tu persona.

Hemos modificado sólo dos palabras pero la atmósfera de la antigua y genuina carta se ha esfumado. Ha perdido fuerza, intensidad, y sin duda, también voluptuosidad. Ya no nos perturba ni incomoda de la misma manera. Y obviamente no deja de ser curiosa esta transformación. Las palabras pene y pija como trasero y culo son sinónimos. Se refieren a las mismas partes de nuestra anatomía. No obstante es muy diferente nuestra valoración emocional de los distintos términos. Es más: pija y culo son palabras prohibidas. No pueden ser mencionadas en una conversación respetuosa. Tampoco impunemente reproducidas por los periódicos, la radio o la televisión. Es inimaginable, además, oírlas en labios de una maestra o un profesor en escuelas o colegios. El Código Penal vigila, y la norma pende amenazante, sobre el hombre civilizado. Éste es un hecho que, por supuesto, aumenta nuestra curiosidad. Si se refieren a los mismos aspectos de la realidad, ¿por qué unos términos son prohibidos y otros no? Aunque tal vez sea más exacto preguntar, dada la omnipresencia de la veda sexual, ¿por qué los términos pene y trasero son menos censurados que pija y culo?

De cualquier forma nuestras breves reflexiones nos han deparado un interesante descubrimiento: en nuestra sofisticada cultura contemporánea existen también las palabras prohibidas. Determinados paisajes de la realidad pueden nombrarse con ciertos términos, pero no con otros. Existen, pues, palabras interdictas; sabemos de vocablos condenados. Hemos descubierto así, nada más y nada menos… ¡palabras tabú en nuestro mundo civilizado! Y están al alcance de nuestros ojos y oídos sin necesidad de hacer ningún largo viaje a un país desconocido. ¡Con cuánta razón se ha dicho que lo último que descubriría el habitante del fondo del mar sería el agua! Las palabras existen y las hemos calificado de antiguo en forma harto reveladora. Las llamamos: las «malas» palabras.

CAPÍTULO: La Libertad

Sigo siendo un liberal de viejo cuño.

Sigmund Freud
(Carta a Arnold Zweig, 26 de noviembre de 1930)

I

Los juristas gustan de enseñar que el derecho penal ha evolucionado desde las prohibiciones tabú, pasando por las venganzas colectivas como la faida de los antiguos germanos, la ley del talión, «ojo por ojo, diente por diente», la compensación de ofensas mediante un sistema de pagos, hasta llegar, finalmente, a las formas racionales de los códigos civilizados. Para ellos, por lo tanto, el tabú no alimenta ya la vida jurídica, y su estudio corresponde, únicamente, a la historia del derecho.

Esta interpretación del desarrollo del derecho criminal es, sin duda, optimista. Pero también exagerada. Y luego de nuestro estudio, además, insostenible. La condena legal de las «malas» palabras constituye su refutación rigurosa. Es evidente que el pensamiento primitivo está muy arraigado aún en nuestro ser y que «nuestras semejanzas con el salvaje son todavía mucho más numerosas que nuestras diferencias». ¡El tabú sobrevive aún, lozanamente, en el código penal!

Freud lo sabía muy bien:

De todas las creencias erróneas y supersticiosas de la humanidad, que se suponen que han sido superadas, no existe ninguna cuyos residuos no se hallen hoy entre nosotros, en los estratos más bajos de los pueblos civilizados o en las capas superiores de la sociedad culta. Lo que una vez ha llegado a estar vivo se aferra tenazmente a conservar su existencia.

Y el tabú de las palabras es un ejemplo.

Las malas palabras aguardan aún su libertad para ocupar su lugar en el vocabulario legítimo de la vida cotidiana. Y sin malicia. Sólo así perderán su carácter traumático y alucinatorio y recuperarán su inocencia. Y no serán más ni «buenas» ni «malas», sino simplemente palabras. La palabra no tendrá ya entonces magia, porque toda magia es hija del espanto, y se disolverá, además, su grosera naturaleza material para volver a ser sólo el nombre de las cosas.

Las voces obscenas deben disfrutar, pues, de plena libertad en el lenguaje hablado y escrito de colegios y universidades; en la radio, los periódicos y la televisión. Y deben incorporarse, también, a los ascéticos diccionarios de las taciturnas academias del idioma.

Y es que liberando el lenguaje liberamos también el alma. Sólo así podrá el hombre zafarse de la cruel y arcaica coacción psíquica del tabú, recobrar su independencia moral y ampliar con ella, además, su inteligencia.

La condena de las «malas» palabras constituye una reliquia de nuestro pasado ancestral que lleva en sí las huellas de las terribles prohibiciones que le dieron origen. Es, propiamente, una pieza arqueológica en nuestro mundo civilizado. Es necesario, por lo tanto, superar esta inercia moral. Nuestra salud mental y física lo exige. El lenguaje obsceno no debe ser ya más perseguido, atávicamente, por la ley y, por el contrario, debe ser objeto de tutela.

El ser humano tiene derecho a la obscenidad porque tiene derecho a pensar, sentir y expresar francamente sus emociones eróticas; porque tiene derecho a gozar lujuriosamente de la pasión amorosa; porque tiene derecho a su integridad mental y física evocando, fielmente, sus fantasías y recuerdos incestuosos; porque tiene derecho a desarrollar su inteligencia sin censuras…

Los descubrimientos del psicoanálisis no dejan dudas sobre la legitimidad de esta exigencia. Y no admiten tampoco excusas. Y esta pretensión constituye una alta demanda moral, porque en el lenguaje obsceno se revela la esencia misma de nuestro ser, la ipsa hominis essentia. Con él se expresa en su forma más pura y transparente, sin velos y sin pudores, el misterioso y eterno instinto que existe desde el origen de la vida, porque es la vida misma que nos brinda, con el prodigio de los hijos, el don de la inmortalidad, y que hace que el hombre en el éxtasis de su pasión encuentre reposo a su inquietud, se descubra, como nunca, a sí mismo, y reciba en el voluptuoso mensaje de sus entrañas la arrobadora certeza de cumplir con su destino.

Por Ariel C. Arango (Psicoanalista y escritor)

Website: www.arielarango.com




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Enviado por:Ariel Arango
Idioma: castellano
País: Argentina

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