Historia
La sociedad urbana en los reinos hispánicos
TEMA XXI. LA SOCIEDAD URBANA EN LOS REINOS HISPÁNICOS.
ARTESANOS Y MERCADERES.
I.1. Introducción.
Hacia el año 1000 se observa en Europa, incluyendo a los reinos peninsulares, un progreso notable motivado por diferentes causas que se complementan entre sí: cambio climático favorable a la producción agrícola, cese o disminución de la amenaza militar al estabilizarse en Europa normandos y magiares y al dividirse los musulmanes en la Península, y utilización de mejores utensilios y técnicas de trabajo agrícola que permiten poner en cultivo nuevas tierras. El incremento en términos absolutos y relativos de la producción se traduce en una mejor alimentación, que da lugar a una expansión demográfica difícil de evaluar, pero manifestada de múltiples modos: ampliación o nueva construcción de iglesias y murallas, puesta en cultivo de tierras marginales o abandonadas, migraciones a veces de carácter militar y en otros casos en forma de peregrinaciones a Santiago de Compostela o a Jerusalén... PIERRE BONNASIE, en su estudio sobre Cataluña entre los siglos X-XI ha reunido los signos del progreso en tres grandes apartados: la fiebre de las construcciones que afecta a las iglesias y a los centros urbanos en los que comienzan a surgir barrios extramuros o burgos; el bienestar de los ricos que pasan de la satisfacción de sus necesidades al gusto por lo superfluo, por los gastos de prestigio, por el lujo que se manifiesta en la forma de vestir, de comer o de divertirse y en el avance intelectual que refleja el interés por los libros, religiosos ante todo, en la creación de escuelas catedralicias o monásticas... que derivarían en el siglo XIII en la creación de las universidades...
El progreso material no es sólo cuantitativo sino ante todo cualitativo: la roturación de nuevas tierras exige y lleva consigo la desecación de pantanos, tala de bosques y construcción de caminos a través de los cuales entran en contacto núcleos de población hasta entonces aislados y que ahora pueden intercambiar sus productos, con lo que puede abandonarse el cultivo de plantas, como la vid, en tierras poco aptas pero que habían tenido que ser utilizadas en épocas anteriores, ya que la única forma de obtener vino -necesario en la liturgia cristiana y en la alimentación- era producirlo localmente. Desde el momento en que existen excedentes -al aumentar los rendimientos y la superficie cultivada- y es posible transportarlos y hallar quienes se interesen por ellos, servirán para obtener por compra o cambio todo aquello que no interesa o no se puede producir en el territorio.
La comercialización de los excedentes agrícolas pudo realizarse en principio de forma directa: cada propietario vendería y compraría personalmente; pero a medida que aumenta el número de productos comercializables y la distancia entre las regiones productoras, se hace precisa la existencia de mercaderes, de personas que viven fundamentalmente del comercio. A través de estos mercaderes, que se instalan junto a los posibles clientes en las cercanías de castillos y ciudades, la ciudad recupera su función económica; sin perder su carácter administrativo, religioso o militar se transforma en lugar de intercambio, en mercado, en punto de contacto de economías complementarias al que pronto acuden los mercaderes internacionales y en cuyas proximidades surgen barrios o burgos en los que no tardan en instalarse artesanos, liberados del trabajo agrícola al aumentar la población y el rendimiento de la tierra y no ser necesaria su colaboración. El mercado deja de ser exclusivamente agrícola y en las ciudades se inicia la fabricación de objetos manufacturados destinados a atender la demanda de las comarcas próximas y a la exportación cuando la calidad y el precio hacen atractivos los productos.
I.1. Los artesanos y su organización.
En todo el territorio hispánico puede observarse el surgimiento de estos nuevos burgos y de sus habitantes, artesanos y mercaderes, que, sin dejar de ser laboratores, de vivir de su labor o trabajo, ya no son labradores, pero adquieren verdadera importancia sólo en las zonas costeras del Mediterráneo o del Atlántico en contacto comercial con el mundo europeo. En Castilla y León hubo artesanos y mercaderes pero casi nunca tuvieron la importancia necesaria para controlar la ciudad y ésta estuvo en manos de los guerreros-pastores, de los caballeros villanos, de los nobles o de los clérigos, cuyo interés fundamental era la producción y exportación de lana para disponer del dinero que exigía la compra de los artículos traídos por los mercados internacionales. El interés de estos dirigentes explica que se favoreciera la ganadería y la exportación de sus productos, que no se estimulara la artesanía, que no hubiera una burguesía fuerte, pues ésta tiene sus mejores representantes en los mercaderes-exportadores que en las ciudades del interior no llegaron a existir.
Aunque la artesanía no desaparece totalmente de las ciudades y concejos castellano-leoneses, y a pesar de que los campesinos fabriquen los artículos que necesitan, desde los arados hasta el calzado y vestido, sólo puede hablarse de una artesanía en sentido estricto cuando se organizan, en la segunda mitad del siglo XI, los núcleos urbanos del Camino de Santiago y se establecen en ellos zapateros -de este oficio se dictan en 1259 en la ciudad de Burgos unas ordenanzas en las que se fija el tipo de materiales que debían emplear, las fiestas o días no laborables y la cantidad que los maestros estaban obligados a dar para lo que hoy llamaríamos obras asistenciales, en esta caso el hospital de San Martín-, sastres, herreros, pelliteros, carpinteros, cuchilleros, caldereros, campaneros, plateros, tejedores... y mercaderes atraídos por el mercado potencial de los peregrinos jacobeos. Al desaparecer su privilegiada situación geográfica en el siglo XIII, estas ciudades artificiales desaparecieron como centros económicos y perdieron importancia del mismo modo que la perdió el Camino de Santiago.
Tampoco en los concejos alejados del Camino existió una artesanía fuerte -si exceptuamos las industrias de construcción naval, en la que destacan los centros del Cantábrico y la ciudad de Sevilla en el sur; la creación de las atarazanas de Sevilla fue obra de Alfonso X, en 1252. En la mayoría de los fueros se menciona a los menestrales o artesanos, pero ni su número ni su importancia fueron considerables. Producen generalmente para el consumo local y socialmente apenas cuentan, como sucede, por ejemplo, con los tejedores, cuya existencia está atestiguada por las noticias sobre paños fabricados en ciudades como Zamora, Avila, Segovia, Palencia, Albarracín, Jaca, Huesca, Zaragoza o Tarazona, paños de baja calidad que, al menos durante este período, no pudieron competir con los importados de las ciudades francesas y flamencas. Lo mismo podríamos decir de industrias como la del cuero o los tintes que funcionan en lugares como Zaragoza, Jaca, Uncastillo, Daroca..., que producen poco más que para el mercado local.
La escasez de los documentos sobre artesanos y mercaderes y las disposiciones contrarias a la formación de hermandades o gremios que se encuentran en diversas Cortes castellanas han llevado a afirmar la no existencia de estas corporaciones o a reconocerles solamente un carácter religioso (celebración de la fiesta del patrono o de misas por los cofrades difuntos) y social (ayuda a los necesitados, a viudas y huérfanos), pero la prohibición no se refiere a los gremios en sí sino a las asociaciones concertadas para encarecer los productos o a monopolizar el mercado; de hecho, ya a fines del siglo XII existía un gremio de tejedores en Palencia y una asociación de tenderos en Soria, que conocemos por documentos del siglo XIV en los que se alude y se confirman los estatutos, ordenanzas o buenas costumbres recibidas en época de Alfonso VIII.
I.3. Mercados y ferias en la Corona de Castilla.
La existencia de mercados y de mercaderes en León y Castilla está suficientemente probada para los siglos X y XI. El número de unos y otros aumenta desde mediados del siglo XI siguiendo los mismas pautas que en Europa: a los mercados locales y regionales, de carácter fiundamentalmente agrícola-ganadero y de periodicidad semanal, siguen pronto las reuniones comerciales organizadas y protegidas por el poder público y la instalación de tiendas permanentes en la mayor parte de las ciudades y concejos. El mercado agrícola, generalmente semanal, se mantiene, pero en las ciudades se desarrolla un mercado diario. La posibilidad de obtener y comprar productos de otras zonas hace que surjan los mercados anuales celebrados en fecha fija y que reciben el nombre de ferias, conservado hasta la actualidad aunque hayan perdido su carácter comercial y sólo conserven el aspecto festivo que acompañaba a las transacciones entre mercaderes. Los mercados anuales aparecen regulados en numerosos fueros, pero éstos dedican especial atención al mercado semanal de carácter meramente regional o comarcal y en algunos casos sólo ciudadano, que tiene como misión suministrar alimentos a los habitantes de la ciudad y dar salida a los productos artesanos.
La organización del mercado diario está copiada en todas partes de la del zoco o azogue musulmán. En él se vende carne, pescado, hortalizas, aceite... en las condiciones señaladas por cada fuero. Las tiendas son en algunos casos monopolio del señor de la tierra a quien corresponde dictaminar dónde debe construirse y cómo. En otras zonas son de carácter municipal. Junto a las tiendas se hallan los almacenes o lugares de depósito: alfóndegas o alhóndigas, con aposentamiento para los mercaderes y lugares para exponer las mercancías. Se copia igualmente el sistema de la alcaicería musulmana, entendiendo por tal los almacenes y tiendas propiedad del rey, que las alquila a los comerciantes.
El mercado periódico no puede realizarse sin garantías de tranquilidad y paz, no sólo en el lugar estricto de celebración sino también en el viaje, por lo que se llega a crear un derecho particular. La monarquía y los concejos se transforman en protectores de los mercaderes, hacen que se sancionen con mayores penas los delitos cometidos en el mercado, prohiben el uso de las armas, ordenan que no se detenga a nadie en día de mercado..., es decir, garantizan la paz del mercado. Los funcionarios encargados de controlar o dirigir estos mercados son el zavazoque, que tiene la misión de controlar pesos y calidades, mantener el orden e intervenir y entender en las disputas y diferencias que se produzcan, aunque en muchos concejos esta misión es realizada por jueces y alcaldes; el sayón, que es el encargado de percibir las caloñas o multas; los impuestos que recargan la entrada de mercancías son cobrados por el telonero, portazguero o portero. La reglamentación es estricta en todos los casos. Se concentra todo el comercio en el mercado para hacer más fácil la policía y asegurar la percepción de los impuestos y multas.
Es difícil precisar cuándo comienzan a existir mercados organizados y protegidos por los monarcas. Se sabe de la existencia de algunos por datos encontrados en los fueros, como el mercado que en 1095 se celebraba en Valladolid o anteriormente, en 1085, en Sahagún. En el siglo XII se conoce el mercado semanal del monasterio de Vega, cerca de Sahagún, y los de Logroño y Palencia.
Los productos comercializados pueden agruparse en cuatro grandes apartados: de origen animal, vegetales, minerales y artículos manufacturados. Entre los primeros figura el pescado, en el que se incluyen sardinas, truchas, sollos, merluzas, ostras, peces de río, anguilas, barbos, besugos, congrios, fanecas, langosta, lamprea, pulpo, raya, salmón..., muchos de los cuales llegan en forma de salazones a localidades del interior, aunque, como es lógico, su presencia sea mayor en los concejos del litoral, donde además se cuenta con un claro proteccionismo tendente a favorecer a sus vecinos, que pagan un portazgo inferior al de los forasteros. Los animales cuya venta regulan los fueros y portazgos son el asno y el buey, de precio inferior al caballo, yegua y mulo. Siguen en importancia la cabra, el carnero, la oveja, el cerdo y la vaca; en último lugar, el conejo, el ciervo, la gallina, el ganso, la liebre, la paloma y la perdiz. De gran interés son las normas que regulan la venta de la carne: la caza ha de ser vendida en lugares públicos, se prohíbe la mezcla de carnes, la venta de la deteriorada y la entrega de un tipo de carne por otra.
Abundan las disposiciones referentes al pan, cuya entrada está exenta de impuestos por ser artículo de primera necesidad; se especifican las multas a los molineros y panaderos que lo adulteraran, se indica la ganancia correspondiente a cada uno, el precio de venta, el número de panes que han de cocer en cada hornada, el lugar de venta, el peso... El vino es junto con el pan uno de los productos más documentados, especialmente en cuanto se refiere a la posibilidad de fraude por parte de los taberneros. En algunos casos a éstos se les retira la licencia durante un año (cuando no quieren venderlo o no lo hacen de acuerdo con las medidas puestas por el concejo). A veces durante las ferias y mercados se prohibe vender vino para evitar excesos que pudieran repercutir sobre la paz del mercado. Se fija el precio de venta según su calidad, y se indican los derechos de portazgo, que son elevados en las regiones productoras para los que pretendan hacer la competencia al vino local -en Segovia, el privilegio de la “vieda” impide que se venda vino hasta agotarse la producción local- y nulos en los lugares donde escasea.
Entre los productos manufacturados los más importantes son los tejidos de origen europeo, cuyos tipos y cualidades aparecen detallados en las Cortes de 1268, a las que nos referiremos más adelante. Junto a los paños figuran los colorantes y productos químicos utilizados en la fabricación textil: aloe, alumbre, zumaque, azul, palo brasil, cochinilla, grana y minio, de gran valor a juzgar por el alto recargo con que figuran en los portazgos. Los metales son objeto de un comercio de relativa importancia tanto en estado natural como en forma de artículos elaborados: plomo, cobre, estaño, latón, hierro... armas, calderos, sartenes, escudillas, herraduras, instrumentos de labranza. La venta y el portazgo están estrictamente regulados así como la actividad de plateros y herreros.
Los beneficiarios de este renacimiento comercial son indirectamente todos los pobladores, pero de un modo especial los monasterios e iglesias, a los que el rey concede el control del comercio o exime de determinados impuestos, lo cual los coloca en situación privilegiada para vender sus productos -nadie puede vender mientras ellos no lo hagan- o comprar artículos que necesitan. Como simples ejemplos citaremos que la catedral de Osma recibe el diezmo de los portazgos de San Esteban de Gormaz, Osma y Soria desde 1154; en Burgos, donde confluyen mercancías del Cantábrico, a través del puerto de Castro Urdiales, del Alto Ebro y de La Rioja, la catedral recibió ya en 1120 el diezmo del portazgo de Castro, ampliado en 1192 con el diezmo del pan y armas y de todos los productos que llegaran a este puerto; otro diezmo correspondía al monasterio de San Juan, y la catedral recibía asimismo el diezmo del portazgo de la ciudad y de otras poblaciones cercanas; desde el siglo XI la catedral de Pamplona percibe derechos sobre el pescado que se importa en la ciudad y sobre los animales que se venden en el mercado; en la zona del Tajo los grandes beneficiarios son las sedes episcopales y las órdenes militares; en Galicia, Portugal y La Rioja los monasterios e iglesias reciben numerosos privilegios y exenciones comerciales...
Las ferias, aunque necesitan para subsistir la autorización real, no son ni pueden ser creación de los monarcas. Con ellas ocurre lo mismo que con las ciudades: sólo prosperan las que surgen en zonas especialmente aptas por su riqueza o por su situación estratégica. En otro caso quedan reducidas a mercados semanales de carácter local. La feria tiene su origen por tanto en un mercado que adquiere por circunstancias geográficas, económicas y políticas una mayor importancia. El comercio que en ellas se efectúa es al por mayor entre mercaderes, no entre mercader y particular. Superan el cuadro regional o local por el origen de los mercaderes que acuden a ellas y por las mercancías que se negocian, generalmente productos industriales o de lujo. Para que las ferias adquieran importancia es preciso que haya libertad de comercio, que exista una relativa debilidad económica de los consumidores -si hay un fuerte poder adquisitivo general se crean centros permanentes como en las ciudades hispanomusulmanas. Como factor geográfico importante las ferias se desarrollan en los puntos de contacto de economías complementarias: tierras fronterizas con el Islam, zonas marítimas del Atlántico a las que llegan comerciantes ingleses y de Lorena, y Camino de Santiago.
Como instituciones propias de la feria figuran la paz de la feria y del camino, es decir, la garantía ofrecida por el poder público, y las franquicias privilegios (prohibición de detener a los mercaderes, exención de determinados impuestos...). Entre las primeras ferias documentadas figuran la de Valladolid, creado por Alfonso VII en 1152, y a ella se unirían en el siglo XII las de Sahagún, Palencia, Madrid, Sepúlveda, Cuenca, Cáceres, Coria, Carrión..., cuyas fechas de celebración no son fijadas de un modo arbitario sino de acuerdo con un plan perfectamente organizado para evitar las coincidencias y permitir el desplazamiento de los mercaderes de unas a otras. La impresión que se tiene al ver el mapa de estas ferias es que al comenzar el buen tiempo se iniciaban en las ciudades del Camino de Santiago, de donde pasaban en plena primavera y comienzos del verano a las localidades situadas en interior, en las zonas de frontera y en el Atlántico, para terminar hacia septiembre de nuevo en el Camino de Santiago en dirección a Europa.
La existencia de estas ferias, a las que pueden acudir y se desea que acudan mercaderes y productos del exterior, exige la creación de puertos o puestos de control que conocemos por los acuerdos de las Cortes de 1268 -en las que para facilitar los intercambios comerciales interiores y exteriores, fueron unificados los pesos y medidas-: desde Fuenterrabía, San Sebastián, Castro Urdiales, Laredo, Santander, Avilés, Ribadeo, Vivero, Betanzos, La Coruña, Santa Marta de Ortigueira, Cedeira, El Ferrol, Bayona de Miño, Guarda, Pontevedra, Padrón y Noya se controla el comercio marítimo procedente del Norte; Huelva, Cádiz, Vejer, Sevilla y Jerez son los puertos andaluces, y Cartagena, Alicante y Elche controlan la salida y entrada de mercancías desde el reino de Valencia. En cuanto al comercio con Portugal, sabemos por documentos de la época de Sancho IV que se efectúa por las aduanas de Moya, Serpa, Morón, Castelrodrigo, Valencia, Fermoselle, Villarino de los Aires y Pereña . Dichos documentos nos informan además de los productos importados y exportados y de los derechos que sobre el comercio recibe el monarca en forma de sisas, diezmos y, más tarde, alcabalas, que gravan la compraventa de artículos en el mercado.
EL COMERCIO INTERNACIONAL CATALÁN.
II.1. El comercio interior y exterior en la Corona de Aragón.
Como indica JULIO VALDEON, el conocimiento de los problemas económicos y sociales de la Corona de Aragón es muy desigual. No obstante, es preciso señalar que la Corona de Aragón estaba integrada por diversos núcleos (Cataluña, Aragón, Valencia y, desde su incorporación a mediados del siglo XIV, Mallorca), que mantenían su individualidad, no sólo a nivel institucional, sino también en su estructura económica y social. En todos ellos predominaban las actividades económicas de carácter agrícola, pero en el reino de Aragón, país sin salida al mar, el ruralismo era ciertamente aplastante. Por el contrario, en Cataluña, Valencia y Mallorca la agricultura era cada vez menos importante con relación a la pujanza de la artesanía y el comercio.
Abundaban las salinas, tanto interiores -ante todo, en la zona del Sistema Ibérico- como litorales. En los siglos XIV y XV prosperó la explotación de las minas de hierro, localizadas en la región pirenaica y prepirenaica y en las estribaciones del Sistema Ibérico. Las industrias de transformación tuvieron un desarrollo irregular, pero pujante en Cataluña y Valencia. En el reino de Aragón sólo cabe destacar el trabajo de las pieles, centrado en Zaragoza, y algunos centros textiles, como Jaca, Huesca y Albarracín, en los que se elaboraban paños muy toscos. En Mallorca eran importantes el trabajo del cuero y la fabricación de vidrio, si bien el primero entró en crisis tras su incorporación a la Corona de Aragón. El reino de Valencia albergó una actividad industrial de relativa importancia, en auge en los siglos XIV y XV, siendo las principales ramas de esta actividad la textil, la tintórea, la de los curtidos, la del mueble, la cerámica y la platería.
En los condados catalanes el desarrollo de la agricultura facilitó no sólo la existencia de un mercado consumidor sino también la inversión de capital en rudimentarias industrias que, en principio, servirían para atender a las necesidades locales y que a partir del siglo XIII suministrarían los productos para un activo comercio, que seguramente se iniciaría a finales del siglo XI, según atestiguan los Usatges al poner bajo la constitución de paz y tregua a los navíos desde el cabo de Creus hasta Salou en una extensión de doce leguas y al garantizar a los mercaderes la paz del mercado. En el siglo XIII aparecen los primeros gremios que agrupan y organizan a estos artesanos. La industria textil era sin duda la actividad más importante; sus materias primas eran la lana, pero también el algodón, importado del Mediterráneo oriental, y la seda, originaria de Valencia. Junto a la industria textil destacaban la elaboración de joyas, el trabajo del coral, de productos metálicos en las forjas pirenaicas, la fabricación de papel, jabón, vidrio y, naturalmente, la construcción naval en la que destacan los puertos de Tortosa, Valencia, Barcelona y Mallorca.
El aumento demográfico catalán y los privilegios concedidos por los condes a las ciudades dieron lugar a una gran prosperidad económica manifestada en la difusión de los mercados y en la aparición de gran número de artesanos cuyas profesiones comienzan a indicar los documentos a fines del siglo XI. En el XII se mencionan talleres u obradores -lo que indica un trabajo en común- textiles, de curtido, de forja y herrería, de carpintería... en ciudades como Barcelona, Gerona, Urgel, Montblanc, Lérida y Vic entre otras poblaciones.
Junto a las actividades industriales o artesanales se desarrollan las comerciales, facilitadas por la proximidad al Mediterráneo y por la pacificación de los condados desde mediados del siglo XI. La importancia de estos mercaderes se observa en el hecho de que sufraguen, en parte, mediante préstamos, la conquista de Tortosa en el siglo XII del mismo modo que financiarán, en el XIII, la ocupación de Mallorca. Estos mercaderes tienen su residencia, sus tiendas, en las ciudades y realizan frecuentes viajes fuera de los condados aunque en un primer momento su actividad se desarrolla en las ferias y mercados que existen en todas las ciudades.
Generalmente, cuando se habla del comercio de la Corona de Aragón los historiadores aluden sólo al comercio catalán a larga distancia, al que tiene como origen, destino o etapa final el norte de Africa, Siria, Grecia o Europa, pero al lado de este comercio internacional existe un comercio interno menos brillante, pero no de menos importancia, que ha sido dado a conocer en los últimos años por MIGUEL GUAL, al que debemos la edición y estudio de los aranceles aduaneros de Valencia, Alcira, Burriana-Sagunto-Játiva-Bihar, Zaragoza, Alagón-Gallur, Sádaba, Canfranc, Candanchú, Ribera del Ebro, Perpiñán, Puigcerdá, Valle de Querol, Colliure, Tortosa, Barcelona, Tamarit y Cambrils, es decir, de lugares representativos de todos los territorios de la Corona. Uno de los más completos es el peaje de Barcelona de 1222, en el que figuran más de cien productos y entre ellos la pimienta, lino, algodón, cominos, incienso, canela, laca y diversas especias importadas de Oriente; entre los productos locales se encuentran la cera, cueros y pieles de bueyes, conejos y corderos; lana y tejidos de fabricación local e importados; productos alimenticios como sal, aceite, azúcar, miel, harina; artículos como hierro, alquitrán, madera, naves, papel, plomo... La cantidad que se paga en concepto de impuesto al comprar estas mercancías varía proporcionalmente al valor del artículo, mientras que las variaciones son menores en los derechos de paso. En este mismo arancel puede verse la existencia de diversas tiendas y talleres, entre los que se citan las droguerías o especierías, pañerías, zapaterías, panaderías y tabernas...
El arancel de 1271 contiene las ordenanzas dadas por los consellers de Barcelona para fijar las cantidades que debían cobrar los corredores o intermediarios en las ventas y evitar los fraudes. El corredor lo pagan a medias entre comprador y vendedor después de haber sido pesada y pagada la mercancía, en cuya venta actúa numerosas veces como intermediario el posadero que alberga al mercader. Los 126 productos incluidos en las ordenanzas son una muestra bastante completa de la actividad comercial barcelonesa, en la que también se incluye el dinero, que puede ser vendido igual que cualquier otro producto prestado en Barcelona y devuelto en cualquier otro lugar.
En los aranceles de Valencia (1243 y 1271) se hallan exentos de peaje y de hospedaje los naturales y vecinos de la ciudad así como los vendedores de productos como lanzas, hierro labrado, acero, vestidos, ropa de cama, hilos, lana o lino hilado, objetos de madera (cajas y barcos) o de tierra (ollas y cántaros), herraduras... Las facilidades dadas para la importación de estos artículos elaborados hacen pensar que Valencia no disponía en este momento de una artesanía capaz de atender a las necesidades locales y se veía obligada a facilitar la importación de estos productos para tener abastecido el mercado.
Los productos sometidos al pago del peaje en Colliure coinciden en muchos casos con los existentes en Barcelona o Valencia. A juzgar por el arancel de 1249, en el Rosellón existía una industria pañera, aunque sus productos no gozaban, por su calidad, de mucha estima; el bajo arancel podía deberse también, no obstante, a medidas de protección de la industria local. Entre los productos comercializados figuran el pescado salado, las sardinas, las ruedas de molino, zapatos, cerámica, jarcias de naves, fibras vegetales...
La más antigua de las lezdas o peajes conservados es la que regula el tráfico por el Ebro, que data de época de Alfonso el Casto (1162-1196) y se conserva en una confirmación de Jaime I (1252). Los barcos que navegan entre Tudela y Tortosa pagan este peaje que se repartiría proporcionalmente a la importancia de las ciudades.
Cuando se habla de expansión económica de la Corona de Aragón en la Baja Edad Media se piensa, habitualmente, en la fabulosa actividad mercantil desarrollada a lo largo del Mediterráneo, que marchó en cierto modo paralela a la presencia militar y política catalano-aragonesa en todo el Mare Nostrum. Los historiadores catalanes e italianos han hecho de la expansión mediterránea un asunto puramente catalán, y aunque realmente la iniciativa y el peso recayeron sobre los catalanes, es preciso recordar que sin la unión de aragoneses y catalanes en 1137 la política expansiva habría sido mucho más difícil; el comercio no es una actividad económica pura, los mercaderes necesitan un apoyo político-militar y éste aumenta al unir sus fuerzas catalanes y aragoneses. Unidos Aragón y Cataluña, la Corona incorporará a sus dominios Lérida, Tortosa y Teruel; Jaime I y sus vasallos procederán a la conquista de las Baleares y de Valencia y establecerán un protectorado sobre Túnez y, más tarde, Pedro el Grande incorporará Sicilia, Jaime II Cerdeña y en el reinado de Pedro el Ceremonioso entran a formar parte de la Corona los Ducados de Atenas y Neopatria y se reincorporan Sicilia y las Baleares, separadas en los reinados anteriores. Con la entrada de Alfonso el Magnánimo en Nápoles y el establecimiento de un protectorado sobe los déspotas del Epiro termina la expansión política de la Corona en la Edad Media, expansión que continuarán los Reyes Católicos con su intervención en Italia en defensa de los intereses de la Corona de Aragón.
Se han señalado numerosas causas a esta expansión. Entre ellas, se concede un lugar preponderante a las económicas, hasta el punto de afirmarse que la política expansiva no fue obra de la monarquía sino de los burgueses, de los poderes económicos. Cataluña en general y Barcelona en particular, enriquecidas por el desarrollo agrícola, por el comercio de esclavos y por el tráfico del oro musulmán, disponía en el siglo XII, y aun antes, de una marina dedicada al comercio y al corso, actividades que se veían perjudicadas por los piratas musulmanes de Almería, las Baleares y Tortosa. La conquista de estas plazas en el siglo XII por Alfonso VII de Castilla, Ramón Berenguer III y Ramón Berenguer IV de Barcelona contará con el apoyo de barceloneses, pisanos y genoveses interesados en mantener activos el comercio y la navegación mediterráneos. Algo parecido podría decirse al hablar de la ocupación de Mallorca, de Valencia, Sicilia o en los intentos de Jaime II de ocupar Almería, para facilitar el comercio o evitar, al menos, las trabas puestas en las rutas comerciales por los corsarios-mercaderes musulmanes del norte de Africa, donde los catalanes terminarán instalándose como mercaderes a lo largo del siglo XIII.
La actividad marítimo-comercial aparece regulada desde fecha temprana, al menos en Barcelona, por las Ordenanzas de la Ribera (1258), en las que se definen los derechos y obligaciones de los marineros y mercaderes. La redacción fue realizada por los representantes de los últimos y por un delegado del monarca. La cohesión y organización del grupo comercial barcelonés fueron reconocidas oficialmente por Pedro el Grande en 1279 al autorizar a los mercaderes de la ciudad a elegir dos jueces encargados de solucionar las dificultades que surgieran entre ellos. Estos jueces, cuya elección fue autorizada en Valencia en 1283 y en Mallorca en 1343, recibían el nombre de cónsules de mar. Las normas por las que se rigen datan del siglo XII, aunque los textos conservados sean del siglo XIV. Las primeras disposiciones relativas a la navegación y a los navegantes proceden de Pisa y están fechadas en 1161. Poco más tarde normas semejantes, actualizadas por los prácticos, estarán vigentes en Venecia. Las Ordenanzas de la Ribera no serían más que la aplicación de este derecho marítimo mediterráneo al caso de Barcelona.
Entre 1260 y 1270 los barceloneses procederían a una nueva redacción de las Ordenanzas, conocidas ahora como Libro del Consulado, que serviría de pauta al Consulado de Valencia creado en 1283, fecha cuya significación es preciso recordar. La autorización dada a los mercaderes valencianos para organizarse debe ponerse sin duda en relación con la ayuda prestada por éstos al rey en su lucha contra Francia y el pontificado. Los mercaderes valencianos perfeccionaron las costumbres recibidas y añadieron entre 1336 y 1343 diversos epígrafes y mejoras que llevaron a Pedro el Ceremonioso a extender esta nueva forma legal a Mallorca (1343), a Barcelona (1348), a Tortosa (1363) y a Gerona (1385). Perpiñán tendrá su Consulado en 1388 y Sant Feliu de Guíxols en 1443.
En su forma actual el Llibre del Consolat del Mar habría sido redactado en la segunda mitad del siglo XIV y aceptado en todo el Mediterráneo como código marítimo. Los primeros capítulos del Llibre se refieren a la construcción y reparación de naves y regulan minuciosamente los derechos y obligaciones de los accionistas interesados en la empresa cuando la nave no fuera propiedad de una sola persona. Otros temas tratados son las obligaciones del patrón y los marineros, las condiciones de los fletes, las normas de carga y descarga de los géneros y la forma de compensar los daños causados en la maniobra, las reglas de anclaje de la nave en rada, en playa o en puerto, las relaciones entre el patrón, los mercaderes y los pasajeros embarcados... En cuanto a los marineros, no son simples asalariados, sino que se les permite comerciar y se obliga al patrón a transportar gratuitamente sus mercancías hasta una cantidad determinada; su contrato de trabajo no puede ser anulado sino por hurto, riña o desobediencia al contramaestre, y en ningún caso se puede despedir a un marinero para contratar a un pariente del patrón o a otro marino que se ofrezca a realizar el trabajo por menor precio. Las comidas que reciben mientras se hallan embarcados son, aparte del bizcocho, carne tres días por semana y menestra en los demás a mediodía, y por la tarde queso, cebolla o sardina u otro pescado, y vino tres veces por la mañana y tres por la tarde. Entre sus obligaciones se incluyen además de las específicas del marino las de cortar madera para reparar la nave, cargar y descargar la nave, llevar a bordo el equipaje de los mercaderes... Las relaciones entre el patrón y los mercaderes que fletan la nave son complejas. El primero, una vez comprometido a transportar una mercancía, está obligado a cumplir su promesa o a pagar los perjuicios que del incumplimiento se deriven. No puede modificar el destino de la nave ni sus aparejos o tripulación sin licencia de los mercaderes, de los que obtiene a cambio el dinero necesario para reparar la nave si el patrón no puede hallarlo de otra forma y los víveres necesario para la tripulación cuando ésta carece de ellos y los posee el mercader.
Al lado de la regulación normativa, otras instrumentos técnicos al servicio del comercio fueron la letra de cambio, el seguro marítimo y las sociedades mercantiles. Respecto de estas últimas son de destacar en el mundo catalán las de comanda o propiedad compartida, es decir, aquellas en las que hay un socio capitalista y un gestor encargado de negociar con los bienes del primero; este tipo de sociedad se concierta por un plazo determinado o, la que ahora nos interesa, por un viaje concreto; en ocasiones el mercader se embarca en operaciones para las que carece de dinero y se ve obligado a recurrir al préstamo.
Junto al Consulado de Mar, que podríamos llamar gremio de mercaderes y marinos existente en las ciudades más importantes de Cataluña, Valencia y Mallorca, existen en la Corona de Aragón consulados en el extranjero que agrupan a todos los súbditos de la Corona situados en los distintos países. En principio son los representantes del monarca en las zonas situadas fuera de su dominio, pero ya desde 1266 Jaime I renunció al nombramiento de estos cónsules a favor de la ciudad de Barcelona, aunque esta concesión no afectó a los consulados de Túnez y Bujía que siguieron bajo el control directo del monarca.
II.2 Las rutas del comercio internacional catalán.
Se han señalado diez rutas importantes de este comercio internacional: la de Languedoc y Provenza, de las Islas (Córcega, Cerdeña y Sicilia), del Tirreno, del Adriático, del Imperio bizantino, de las islas del Levante cristiano (Creta, Chipre y Rodas), de Egipto, de Siria, del norte de Africa, del Atlántico europeo y del Atlántico norteafricano, que pueden reducirse a cinco: la ruta del Africa Menor o Norteafricana; del Mediterráneo occidental; del Imperio bizantino y de las islas griegas; de Ultramar (Siria y Egipto) y de Occidente.
Ruta del Africa Menor.
La ruta norteafricana parece haber sido la primera cronológicamente y la más importante del comercio catalán. El gran comercio con el norte de Africa se inicia a comienzos del siglo XIII, como lo atestigua la disposición de 1227 de Jaime I de reservar a las naves catalanas el transporte de mercancías entre Barcelona y Berbería; en los años siguientes el monarca acuña monedas de oro de tipo musulmán para facilitar este comercio a sus súbditos. La actividad comercial se interrumpió momentáneamente a partir de la conquista de Valencia, debido a la ayuda que los norteafricanos pretenden prestar a los valencianos, pero la interrupción fue corta y Jaime I no dudará en pedir al papa Inocencio IV que la Cruzada no tenga en cuenta las tierras tunecinas en las que desde mediados de siglo hay un consulado de catalanes y desde 1254 una milicia catalano-aragonesa al servicio de los reyes tunecinos mandada por Guillén de Montcada.
El carácter oficial de estas compañías y el papel militar y económico que desempeñaba su jefe ha sido puesto de relieve por DUFOURCQ, según el cual el rey percibía una parte del sueldo de las tropas, adelantaba la primera soldada a los voluntarios que aceptaban formar parte de las milicias y utilizaba éstas no sólo para defender los intereses de los mercaderes sino también para administrar y alquilar las alhóndigas o almacenes propiedad de la Corona, que comercia como cualquier mercader. La actividad diplomática, el funcionamiento de las milicias y la actividad comercial están unidas o, dicho de otro modo, la presencia en el norte de Africa depende del rey, de sus representantes (embajadores, alcaides y jefes de las milicias) y de los mercaderes; éstos actúan por cuenta propia en algunos casos, y en otros son representantes de sociedades y se establecen de modo prácticamente fijo en el norte de Africa; no faltan los dueños de pequeños barcos que se desplazan de acuerdo con la posibilidad de hallar carga y, por último, existe otro grupo de mercaderes que llegan con un cargamento y permanecen en el territorio norteafricano hasta vender sus mercancías y comprar el cargamento de vuelta.
En todas las ciudades del litoral desde Ceuta a Túnez parece haber existido una pequeña colonia de mercaderes cuya actuación está coordinada por el rey, a cuya diplomacia deben importantes ventajas, como la supresión del derecho de naufragio, es decir, del derecho de los habitantes de la costa a apoderarse de los barcos hundidos y de sus mercancías. La mayor parte de los mercaderes son catalanes y mallorquines y su volumen anual de negocio ha sido calculado por DUFOURCQ en 400-500.000 dinares anuales, cuya importancia podemos calcular teniendo en cuenta que un dinar equivale a veinte sueldos barceloneses y que cuatro sueldos son más que suficientes para cubrir los gastos de una persona por día.
Los productos norteafricanos más cotizados eran el oro y los esclavos; el primero era conducido desde Tombuctú hasta el Mediterráneo (Ceuta, Túnez y Trípoli) a través de las rutas caravaneras, en cuyos puntos terminales hallamos siempre a mercaderes catalanes que compran en el norte de Africa esclavos negros, rescatan -cobrando una comisión- cautivos cristianos o venden esclavos musulmanes comprados en la Península. Otros productos de interés son el marfil, incienso, cera, atún, coral, dátiles, azúcar, pimienta, ámbar, alumbre, y, desde el siglo XIV, cereales que se obtienen a cambio de paños de lujo procedentes de Europa, de madera, hierro, esparto para la construcción naval, de plomo, estaño, cobre, sal y aceite. Los derechos de aduana son prácticamente iguales en todas partes: las mercancías vendidas deben pagar una tasa del diez por ciento; el dinero introducido por los mercaderes paga el cinco por ciento y las exportación es libre, al menos oficialmente, y lo mismo podemos decir de los productos de primera necesidad que llegan a los puertos norteafricanos en los que corre libremente el dinero de Barcelona, el dinero de Jaca y loas reales de Mallorca y de Valencia.
B) Ruta del Mediterráneo Central.
El interés económico llevó al rey aragonés a establecer sobre Túnez y Tremecén una especie de protectorado político garantizado por las milicias catalanoaragonesas, que serían igualmente útiles cuando Pedro el Grande iniciara su intervención en los asuntos sicilianos. Los enemigos de Carlos de Anjou expulsados o fugitivos de Sicilia hallaron en estas milicias catalanas del norte de Africa una ayuda inestimable, lo que, junto al deseo de controlar el comercio de Túnez, llevará al angevino a orientar a este territorio la cruzada oficialmente dirigida por Luis IX (San Luis) de Francia en 1270. Las consecuencias de esta cruzada ya fueron descritas: firma de un tratado comercial entre Sicilia y Túnez con exclusión de los mercaderes catalanes, entrega de un tributo anual en reconocimiento del vasallaje tunecino respecto al monarca siciliano y disolución de las milicias catalanas. Un año más tarde Jaime I había logrado restablecer la situación y firmar un nuevo tratado comercial con los tunecinos, pero la situación era ambigua, puesto que subsistía la presencia siciliana y ésta podía afectar al comercio con Túnez, con las islas del Mediterráneo y con Oriente. Con el pretexto de intervenir en Túnez contra los musulmanes, Pedro el Grande organiza una armada que, en 1282, desembarcará en Sicilia llamada por los sicilianos, sublevados contra los Anjou.
La ruta del Mediterráneo central y el acceso a Bizancio, a las islas griegas, a Siria y a Egipto están amenazados por Carlos de Anjou, que aspira al trono de Constantinopla, se ha hecho coronar rey de Jerusalén y utiliza Sicilia y Túnez como plataforma económica y política para convertir en realidad sus aspiraciones, a las que se oponen los catalanes no sólo para defender el comercio tunecino y su acceso a la ruta de las especias sino también porque el trigo siciliano es necesario para el abastecimiento de Barcelona, cuyo rápido crecimiento se ve amenazado por la escasez de alimentos; el trigo aragonés transportado por tierra es excesivamente caro; enviado por la ruta del Ebro, llegaba en cantidades reducidas y obligaba a distraer gran número de barcos al no permitir el río la utilización de naves de gran tonelaje. La intervención de Pedro el Grande en Sicilia dio a la Corona de Aragón el dominio político y económico del Mediterráneo central y solucionó momentáneamente los problemas de avituallamiento de Barcelona.
Cuando la presión internacional obligue a Jaime II a renunciar a Sicilia (1295), la isla quedará en manos de su hermano Federico y los mercaderes catalanes mantendrán sus relaciones comerciales. A cambio de esta renuncia, el monarca aragonés obtuvo del Papa los derechos sobre Cerdeña, que sería conquistada en 1323 por iniciativa en gran parte de los mercaderes interesados en controlar el trigo sardo, y, de paso, eliminar o quitar fuerza a dos peligrosos competidores, Pisa y Génova, que tienen en la isla uno de sus centros comerciales. En la anulación de estos rivales la Corona de Aragón cuenta con la ayuda inestimable de otra república italiana, Venecia, pero esto le supone entrar en una guerra endémica que se extiende a lo largo de toda la Edad Media y desemboca en las guerras hispano-francesas de la Edad Moderna. En la ocupación de Cerdeña parece haber asimismo desempeñado un papel de primera importancia el monarca, al que interesaba el control económico-político de las de las minas de plata de Vila de Chiesa y sobre todo de las salinas de Cagliari, según ha probado hace algunos años el historiador italiano CIRO MANCA. Sicilia y Cerdeña exportan fundamentalmente trigo y reciben de Cataluña sal, hierro, alquitrán, aceite, frutos secos y paños. Los catalanes, desde sus bases sicilianas y sardas, actúan igualmente como transportistas y realizan un lucrativo comercio de armas.
La sal, desde que se produce en las salinas hasta su venta al consumidor, experimenta un alza superior a sesenta veces el precio originario, y los armadores de barcos dedicados al transporte de la sal obtienen en cada operación beneficios del ciento por ciento y pueden alcanzar en un año un beneficio del setecientos por ciento. Posiblemente fueron estas ventajas -el comercio de la sal pudo servir para la primera acumulación de capitales europeos que posibilitará la aparición del capitalismo en la época moderna- las que llevaron a los monarcas aragoneses a mantener el monopolio real sobre las salinas y a intentar obtener los mayores beneficios posibles mediante una política racional consistente en incrementar en lo posible la producción, estabilizar los precios y dar facilidades a los exportadores adminiendo en el puerto de Cagiliari a mercaderes de todas las nacionalidades. Los objetivos se cumplen durante los primeros treinta años, pero hacia 1350 la producción experimentó sensibles descensos motivadas por las sublevaciones sardas y por la peste negra, que restaron brazos a las salinas. Los ingresos de la Corona, mermados por la disminución de la sal, hubieron de gastarse en la defensa de la isla, en la guerra contra Génova en el Mediterráneo y contra Castilla en la Península. El alza vertiginosa de los salarios obligó a incrementar el precio de la sal, que dejó de ser competitiva en el mercado internacional. Por otra parte, las apremiantes necesidades económicas de la Corona obligaron a los reyes a utilizar en otros menesteres los ingresos de las salinas, con lo que éstas se vieron desprovistas de financiación y obligadas a recurrir al préstamo de particulares, concedido a cambio de la asignación de cupos de sal a bajo precio. En pocos años, el monopolio de la exportación y los beneficios de la Corona pasaron de hecho a manos de los prestamistas.
C) Ruta de Bizancio y de las islas griegas.
Esta ruta, puramente comercial en apariencia, está igualmente mediatizada por la política como las dos anteriores y no es ajeno al interés comercial en esta zona el intento de aproximarse a Chipre mediante el matrimonio de Jaime II con María de Lusignan, hermana del rey de Chipre; la conquista efímera de Morea por el infante Fernando de Mallorca y el establecimiento de los almogávares en Atenas y Neopatria no tuvieron repercusiones comerciales de importancia, pero la rivalidad con Génova servirá para conseguir la alianza de Venecia. Aragón actuará en muchos momentos al servicio de los venecianos para mantener lejos del Mediterráneo oriental a las naves genovesas y recibirá a cambio una participación en el comercio de esta zona, materializada en acuerdos como el firmado en 1290 entre el emperador Andrónico II y el cónsul de los catalanes Dalmau Suñer, por el que el primero autoriza a los mercaderes de Barcelona, Aragón, Cataluña, Mallorca, Valencia y de las demás tierras del rey de Aragón a comercial con el Imperio pagando a la entrada y a la salida de sus mercancías una tasa del tres por ciento y anula el derecho de naufragio reconocido tradicionalmente a los habitantes de las zonas costeras. En 1320 la tasa de aduanas se redujo al dos por ciento.
Las islas griegas fueron tempranamente visitadas por los mercaderes catalanes, como lo atestigua el matrimonio de Jaime II con María de Lusignan, negociado por mercaderes; a pesar de resultar fallido, las relaciones con Chipre se mantendrían. En Rodas, la presencia de la Orden de San Juan, dirigida en muchos momentos por maestres catalanes o aragoneses, dio a los mercaderes un lugar de privilegio. Los catalanes exportan paños de lana, aceite, hierro, mercurio, cera, miel, azafrán y tejidos de lino, y compran algodón, azúcar, esclavos y especias.
D) Ruta de ultramar.
La ruta de las especias fue, junto con la del oro, la vía comercial más importante de la Edad Media. Bizancio es uno de los puntos terminales de la ruta de las especias, pero más importantes aún son los puertos de Siria y Egipto y hasta ellos llegan los mercaderes catalanes y sus cónsules, nombrados por Barcelona desde 1266, pero catalanes y mallorquines jamás alcanzaron la importancia de genoveses y venecianos.
Las relaciones con ultramar no fueron sólo de tipo comercial; en ellas hubo también motivos piadosos y humanitarios, como atestigua el hecho de que entre 1327 y 1372 los monarcas aragoneses utilizaran los viajes de mercaderes para solicitar del sultán egipcio el cuerpo de Santa Bárbara. El sultán Abu-al-Fatah respondió a la petición poniendo como condición que el monarca hiciera caso omiso de las normas emanadas por la Santa Sede y enviara a Egipto gran número de barcos mercantes con los artículos prohibidos por Roma: armas, hierro, naves y material para su construcción así como alimentos. En 1382 los mercaderes intervendrían ante el sultán mameluco de Egipto para obtener la libertad de León V de Armenia, al que Juan I de Castilla nombraría más tarde señor de Madrid.
E) Ruta de Occidente.
El comercio con el norte de Africa, las islas del Mediterráneo, Bizancio, Siria y Egipto proporciona numerosos artículos que los mercaderes catalanes negocian en el mundo europeo: los productos orientales son cambiados en las ferias de Champagne por paños flamencos que más tarde serían distribuidos por Roma, Gaeta, Nápoles, Palermo y el norte de Africa. Está documentada la presencia de mercaderes catalanes en Flandes e Inglaterra y a lo largo de la ruta que une Marsella con Burdeos; en Languedoc y Provenza la presencia catalana es de tal importancia que el catalán se convierte en la lengua comercial de estas regiones. Uno de los centros más importantes del comercio catalán fue la ciudad de Sevilla, donde los barceloneses obtuvieron numerosos privilegios durante los reinados de Alfonso X y Sancho IV. Este comercio con Castilla se vio gravemente perjudicado a partir del siglo XIV por la alianza establecida entre genoveses y castellanos. El comercio de Marruecos quedaría en manos de Génova y, en gran parte, también el de Castilla.
En la segunda mitad del siglo XIV misioneros y comerciantes catalanes y mallorquines se establecieron en las Islas Canarias, convertidas en el gran centro de exportación de esclavos.
Para su actuación los mercaderes disponían de informaciones detalladas recogidas en los libros de mercaduría, de los que se conservan ejemplares en Cataluña y en Mallorca, en los que se mencionan los productos comerciales, se describen sus clases y procedencia, las formas de descubrir los fraudes, las monedas, pesos y medidas utilizadas en cada zona, los jornales, el coste de los fletes, las tasas mercantiles y aduaneras... Según el llamado por GUAL Primer manual hispánico de mercadería, los catalanes traficaban con Damasco, Trípoli, Alejandría, El Cairo, Constantinopla, Chipre, norte de Africa, Génova, Montpellier, Pisa, Sicilia, Narbona, Carcasona, Limoges, Ipres, Brujas, París y Saint-Homer entre otras ciudades.
MOZÁRABES, MUDÉJARES Y JUDÍOS.
La clasificación social de trabajadores, defensores y clérigos permite englobar a todos los pobladores de los reinos hispánicos, pero la relación sería incompleta si no se tuviera en cuenta la existencia de grupos humanos que, dedicándose al cultivo de los campos, a la clerecía, a la artesanía, al comercio o a la administración, se diferencian de quienes realizan estos trabajos por su cultura, su origen étnico o su religión. Entre ellos se encuentran los mozárabes, cristianos que han vivido bajo el dominio musulmán y conservan entre los cristianos el idioma árabe y la cultura y liturgia heredadas del mundo visigodo; los mudéjares o musulmanes que han permanecido en los territorios ocupados por los cristianos, y los judíos, que mantienen sus diferencias religiosas y viven en sus propios barrios, las juderías o aljamas, apartados incluso físicamente de los cristianos.
III.1. Los mozárabes.
Los mozárabes, muy numerosos en territorio islámico hasta el siglo XII, se trasladan masivamente a territorio cristiano al aumentar la inseguridad y en muchos casos se integran de tal manera que no es posible distinguirlos de sus coterráneos, o fijan su residencia en el antiguo reino de Toledo, donde conservan su organización y su forma de vida por haber pasado en bloque la taifa musulmana al reino de Castilla en 1085, al ser ocupada la ciudad. Aquí forman durante años un grupo diferenciado, tienen sus propias iglesias, conservan su rito y su cultura y se les reconoce un fuero específico, el Liber Iudiciorum o Fuero Juzgo, de época visigoda, y jueces propios.
Aunque en muchos aspectos no se diferencian del resto de los toledanos -JULIO GONZÁLEZ ha podido escribir con razón que mozárabes, castellanos y francos (cada uno tiene su propio fuero en Toledo) se ven mezclados en lo económico, en lo militar y en lo religioso, en oficios, dignidades y noblezas, en casas y tierras, en fortunas y desgracias- no es menos cierto que los mozárabes ofrecen, entre otras peculiaridades, la de expresarse en árabe, lengua que consideran como propia y utilizan en la vida diaria y en los actos jurídicos -se conservan numerosos documentos escritos en árabe-; conocen y hablan también el romance y sus clérigos dominan el latín, la lengua litúrgica del cristianismo, lo que les permite actuar de intermediarios entre los cristianos y los musulmanes y actuar en muchos casos como traductores cualificados; conservan sus libros desde época visigoda y mantienen un tipo de letra, la visigótica o mozárabe, incluso en el siglo XII cuando en todas partes este tipo de letra ha dado paso a la carolina, símbolo de los nuevos tiempos, de la vinculación de los cristianos no al mundo visigodo sino al romano tras la reforma litúrgica gregoriana.
III.2. Los judíos.
Las comunidades judías.
Comunidades judías había en todos los reinos cristianos. Según J. L. LACAVE, en Castilla la judería más grande, no sólo en número, sino también en importancia económica y cultural, era Toledo, a distancia de las demás. En Andalucía destacaban Sevilla, Córdoba, Jerez y Jaén, que entonces comenzaban a rehacerse y engrandecerse. En Extremadura, Cáceres, Plasencia y Badajoz. En el norte, Burgos, y entre ésta y Toledo había una serie de juderías de similar tamaño e importancia: Palencia, Sahagún, Villadiego, Carrión de los Condes, Valladolid, Medina del Campo, Peñafiel, Avila, Segovia, Soria, Medinaceli, Guadalajara, Cuenca, Huete y Talavera. Al oeste había pocos judíos, siendo de mención León, Salamanca y Zamora. Fuera de éstas, había otras menores: Haro, Miranda de Ebro, Vitoria, Ayllón, Maqueda, Ocaña, ... En el siglo XIV se incrementaron las juderías rurales, sobre todo en Andalucía y Extremadura.
En Navarra había tres juderías grandes: Tudela, Pamplona y Estella; luego, otras más pequeñas, como Olite, Tafalla, Peralta, Puente la Reina, ... En Aragón y Cataluña, Zaragoza y Barcelona desempeñaban un papel similar a Toledo en Castilla. Dentro de Aragón eran también notables Calatayud, Huesca, Teruel, Jaca, Monzón, Barbastro, Daroca, Tarazona y Alcañiz. En Cataluña descollaban asimismo Gerona, Perpignan, Lérida, Tarragona y Tortosa y, en el siglo XIV, también florecieron Vic, Manresa, Cervera, Tárrega, Santa Coloma de Queralt, Montblanc y Besalú, entre otras. En el reino de Valencia destacaba la capital, Valencia, y junto a ella Castellón de la Plana, Játiva y Murviedro o Sagunto. Finalmente, hemos de citar la judería de Mallorca, de gran esplendor económico y cultural en el siglo XIV, y Murcia.
Por regla general poblaban las juderías medianas y pequeñas humildes artesanos y pequeños comerciantes. Oficios habituales eran los de sastre, zapatero, joyero, herrero, pellejero, guarnicionero, alfarero y tintorero. Junto a ellos, los tenderos, que comerciaban con telas y paños. Solía haber, asimismo, en todas las juderías algunos adinerados e intelectuales, más numerosos en las aljamas grandes, sin que faltaran los médicos y algunos rabinos y estudiosos de la Torá o ley judía, estos últimos generalmente mantenidos por la comunidad. Todos ellos, siempre que podían, además de ejercer su oficio procuraban adquirir algún terreno, sobre todo viñas, que por lo común ellos mismos labraban y cuidaban.
No siempre vivían agrupados, pero en esta época el barrio judío solía estar en el centro de la ciudad, junto al castillo del señor del lugar y, allí donde había catedral, alrededor o no lejos de ella. En las juderías medianas y pequeñas no era frecuente que los judíos se dedicaran al préstamo, aunque siempre había alguno que daba dinero a crédito para comprar grano u otras mercancías. Desde luego los grandes prestamistas y los grandes financieros y arrendadores de impuestos estaban en las grandes aljamas como Toledo, Zaragoza, Barcelona o Burgos.
La institución jurídica que agrupaba a todos los judíos de un lugar y regía la vida interna de la judería recibía el nombre de aljama (en hebrero: cahal), equivalente al de municipio entre los cristianos. Al frente de la aljama, en Castilla, estaban los ancianos (viejos, suelen decir los documentos), los adelantados, que en hebreo se llaman muccademín, y los jueces, en hebreo dayyanim. Los ancianos y los adelantados eran individuos pertenecientes a familias distinguidas y en sus manos estaba la administración de la aljama, la gestión de los impuestos y a veces también la administración de la justicia. Por su parte el juez era un cargo político decisorio, equivalente al alcalde en el municipio. No se le exigía ser precisamente muy entendendo en las leyes rabínicas, pero estaba obligado a asesorarse con los rabinos para dictar sentencia. Con lo dicho se entiende naturalmente que las querellas entre judíos se dirimían por sus tribunales propios y sus leyes propias, es decir, las talmúdicas, aunque quien se considerase perjudicado tenía derecho de apelar al tribunal real.
Los rabinos, aunque no formaban parte de los dirigentes de la aljama en sentido estricto, estaban autorizados a tomar cuantas medidas creyesen oportunas, incluso las más drásticas, para mantener la disciplina religiosa y la moralidad de la comunidad, y su influencia sobre sus convecinos era, desde luego, muy grande. Citemos también como cargos más o menos fijos el bedín, una especie de policía de la aljama, los servidores de la sinagoga y el sohet o matarife.
Por encima de las aljamas estaba el rab mayor, cargo que instauró Alfonso el Sabio y que tenía autoridad sobre todos los judíos del reino; sus funciones se relacionaban con la justicia y con el reparto de impuestos entre aljama y aljama. A partir del siglo XIV son cada vez más frecuentes las asambleas de representantes de todas las aljamas del reino de Castilla, que en el siglo XV se convirtieron en una institución fija para el ordenamiento de los intereses comunes de la población judía, tanto respecto a los impuestos como a los asuntos judiciales o cualquier otro asunto grande o pequeño, religioso o político.
En Aragón y Cataluña la organización interna de las aljamas era más compleja y más evolucionada. No había asambleas conjuntas como en Castilla y cada aljama era totalmente autónoma y se preciaba de serlo. En el modo de regirse, los judíos del reino aragonés estaban mucho más apegados que los castellanos a las leyes locales e imitaban con frecuencia la manera de gobernarse de los municipios. Así, la aljama de Barcelona tenía al frente un Consejo de los Treinta, a imitación del Consejo de Ciento municipal. Los cargos dirigentes de la comunidad recibían los nombres de adelantados (neemanim), secretarios (berorim), claveros, tesoreros, tasadores, etc., cada uno con su función propia, por lo general similar a las funciones que hemos descrito para los dirigentes castellanos.
La aljama vigilaba estrechamente el cumplimiento religioso de los habitantes de la judería, así como sus costumbres y su moralidad, y se encargaba de dictar el herem o anatema contra aquel miembro cuyo comportamiento se juzgara pernicioso para el conjunto. El herem suponía un terrible castigo, sobre todo moral, para el que lo sufría: los demás judíos estaban obligados a hacerle el vacío y no era posible para él ningún tipo de vida en comunidad ni desde el punto de vista religioso ni desde cualquier otro. La aljama perseguía especialmente al malsín, un tipo especial de delator, a quien los judíos españoles, por privilegios otorgados por los reyes, podían incluso condenar a muerte, cosa impensable en otros países.
La aljama cobraba sus propios impuestos, casi siempre gravando la carne y el vino, ordenaba los precios del mercado de la judería y en general vigilaba su vida económica. También regulaba la construcción en el barrio judío, autorizaba la apertura de nuevas tiendas, prohibía el juego de dados o el lujo, etc. También se preocupaba de la asistencia a los pobres y de la enseñanza en su primer nivel. Los hijos de los ricos aprendían con profesores particulares y estudiaban Talmud, poética, filosofía, medicina, astronomía y otras ciencias. Las academias talmúdicas de los grandes rabinos no estaban lógicamente destinadas a proporcionar una educación popular.
En las juderías hispanas era general en esta época la monogamia, pero en los círculos influidos por la civilización musulmana se encontraban todavía individuos que tomaban dos esposas o tenían concubinas y esclavas. Por todas partes había también judíos que no hacían mucho caso de las prescripciones religiosas, bien por escepticismo, bien por negligencia o ignorancia.
La sociedad judía estaba dividida en dos clases sociales: un grupo formado por unas cuantas familias, la aristocracia, y la masa de humildes artesanos y tenderos. Aquellos tenían el poder en las aljamas, las gobernaban imponiendo su criterio, estaban muy influidos de averroísmo y su estilo de vida, más bien disoluto, no era muy apropiado para un judío desde el punto de vista de la religión. Hasta entonces esto no estaba mal visto por las masas, pero en la segunda mitad del siglo XIII, con el surgimiento de la Cábala, aparecieron una serie de reformadores religiosos y sociales, que fustigaron sin contemplaciones la vida licenciosa de los judíos cortesanos y su tibieza religiosa. De esta manera se acentuaban las tensiones en el seno de la propia comunidad hebraica: en las juderías españolas comenzaban entonces las luchas sociales, que serían muy intensas en el siglo XIV. Estas fisuras de la comunidad hebraica la debilitaron grandemente, facilitando el ataque de sus enemigos.
De la convivencia a la expulsión.
Cristianos y judíos habían venido conviviendo pacíficamente hasta los años finales del siglo XIII en los diversos reinos de la Península. Numerosos hebreos habían ocupado puestos claves en la maquinaria gubernamental, tanto del reino castellano-leonés como de la Corona de Aragón, y desempeñado un papel de primera magnitud en el orden intelectual, según se puso de manifiesto en la denominada Escuela de Traductores de Toledo. En sus manos estaba con frecuencia la recaudación de impuestos y en general lo que hay llamamos Hacienda Pública. Por otra parte, la necesidad de atraer pobladores a los reinos cristianos y la urgencia de contar con artífices en menesteres especializados (el comercio del dinero, el conocimiento de lenguas, la práctica de la medicina, etc.) explican que los judíos, muchos de los cuales habían huido de al-Andalus al producirse las invasiones de almorávides y almohades, fueran no sólo tolerados en la España septentrional, sino incluso bien recibidos.
Los monarcas cristianos habían protegido decididamente a los israelitas, considerándolos posesión particular (eran los servi regis); aunque a veces el rey concedía a algunos nobles, obispos o abades el especialísimo derecho de tener judíos, semejante concepto, derivado de las enseñanzas de los Padres de la Iglesia, se define explícitamente en el Fuero de Teruel: Los judíos son siervos del rey y pertenecen al tesoro real. En numerosos fueros, como en el de Salamanca, se les equipara a los cristianos y de sus relaciones con éstos se ocupan el Fuero Real y las Partidas que, reconociéndoles la libertad de culto, les prohiben hacer proselitismo y confundirse con los cristianos, aunque justo es reconocer que en Castilla y León no se aceptaron las duras disposiciones antisemitas del Concilio de Letrán de 1215, que, entre otras cosas, ordenaban que los israelitas llevaran un signo distintivo -la rodela, una ruedecita de paño amarillo. Alfonso X prohibirá en las Cortes de 1258 que los judíos utilicen nombres cristianos, vistan pieles blancas, calzas bermejas o paños teñidos y utilicen sillas de montar, frenos o espadas plateadas o doradas, pero no puede hablarse de animadversión hacia ellos: las disposiciones en el vestir rigen en líneas generales para todos los no nobles, y de ellas quedan exceptuados las judías y los judíos varones que el rey designe. El monarca llegará incluso a mandar que sean quemados los libros hebreos contrarios a la ortodoxia mosaica. Estas mismas Cortes intentan reducir los abusos de los prestamistas, y fijan el interés en un 33%; diez años más tarde, sin duda por presión de los deudores, el interés oficial descendió al 25% y se dictaron medidas para evitar fraudes: los contratos y préstamos habrían de hacerse ante el escribano del concejo y en presencia de testigos cristianos y judíos, y tanto el prestamista como el deudor se comprometerían a no incluir ni aceptar cláusulas secretas, a no exigir ni pagar un interés mayor en forma de trabajo, de cereales o de cualquier otra manera. Se fija además el tipo de juramento que cada uno debe hacer según las creencias de cada uno: la religión no es todavía una barrera e igual validez se concede al juramento hecho por un cristiano en nombre de su Dios que al prestado por un judío o un musulmán poniendo por testigo al Dios de Moisés o a Alá. El comercio del dinero enriqueció sobremanera a algunos judíos que de un modo natural se convirtieron en prestamistas del monarca, en cobradores de impuestos y en administradores de la Hacienda real. Así, desde 1257 hasta 1280 el cobro de los impuestos está en manos del judío Cag de la Maleha, que se verá involucrado en la pugna entre Alfonso X y Sancho IV y perderá la vida al inclinarse hacia el heredero.
La protección a los judíos es aún más visible en Aragón, donde Jaime I llega a darles tierras, cuenta con ellos para repoblar Mallorca y Valencia y los utiliza ampliamente en la administración pública, medidas que alternan con diversos intentos de convertirlos mediante la predicación o las disputas teológicas con los dominicos; el cambio se inicia, como en Castilla, a fines del siglo, cuando Jaime II aumenta considerablemente la presión fiscal sobre los judíos, muchos de los cuales acabarán emigrando.
A escala popular, la inquina antijudía estuvo amortiguada, tanto por la expansión generalizada que vivieron los reinos cristianos durante los siglos XI-XIII, como por el hecho de que en esas centurias apenas atizaran los predicadores el fuego antisemita. La convivencia de la población hebrea con las mayorías cristianas en el mundo ciudadano hispano de esta época tuvo una tónica generalizada de normalidad que se prolongaría todavía durante algún tiempo, a pesar del estallido de numerosos conflictos en otras partes de Occidente. Pero en el siglo XIII la situación de los judíos empieza a estar condicionada por las normas emanadas de la Iglesia que exige a judíos y musulmanes llevar signos que los distingan claramente de los cristianos, les prohibe ocupar cargos que les poder sobre los seguidores de Cristo o les ordena encerrarse en sus barrios el Viernes Santo para que su presencia no sea considerada una provocación por quienes recuerdan que sus antepasados dieron muerte al Señor. Estas disposiciones serán integradas y actualizadas en las leyes civiles y en las disposiciones de concilios y sínodos como el celebrado en Zamora en 1313 o en Valladolid nueve años más tarde, en los que se recoge cuanto se había dispuesto sobre los judíos en el reino de Castilla; en Zamora se hacen públicas las disposiciones del concilio de Vienne de 1311 para poner en su sitio a los judíos que aunque deberían ser proscritos son mantenidos tan solamentre porque son omes, y responden a la tolerancia cristiana dando por galardón... el que da a su huésped... la serpiente en el regazo et el fuego en el seno, es decir, buscando privilegios que les permitan mandar sobre los cristianos; entre las prohibiciones se repite la de aparecer en público el Viernes Santo, día en que deberán permanecer encerrados en sus casas porque non puedan façer escarnio de los christianos por la memoria de la passión de Jesu-Cristo.
Es evidente, como recuerda JULIO VALDEON, que la hostilidad de los cristianos a los judíos hundía sus raíces en elementos estrictamente religiosos. Pero la animosidad antisemita se alimentaba día a día como consecuencia de los continuos roces que surgían entre los miembros de ambas comunidades. La presencia frecuente de individuos israelitas en la maquinaria hacendística regia, la participación hebraica en tareas recaudatorias y, por encima de todo, la práctica del préstamo usurario por adictos a la ley mosaica, constituían motivos de fricción permanente. Judío y recaudador-arrendador de impuestos se convirtieron en sinónimos para la gran masa de la población, y el factor diferencial religioso, prácticamente ignorado en los años anteriores, pasa a primer plano, pero el proceso es lento y las primeras protestas no se dirigen contra los judíos en general sino sólo contra los recaudadores y arrendadores según puede verse en las Cortes castellanas: en 1288, en momentos de dificultad política, Sancho IV anula los arrendamientos concedidos a Abraham de Barcelona, perdona las deudas de los súbditos y se compromete a confiar el cobro de los impuestos no a los judíos sino a los representantes de las ciudades, pero en 1295 se había vuelto a la situación anterior y de nuevo los concejos pedirán que no se arrienden los impuestos porque no anden judíos nin otros omes revoltosos. La mención de otros omes sitúa, según JOSE LUIS MARTIN, el problema en su verdadera dimensión; las quejas no se dirigen en este momento contra los judíos en cuanto tales sino como recaudadores y se extienden a cuantos intervienen en el cobro, y de modo especial a los clérigos y nobles que por su fuero escapaban a la justicia ordinaria en caso de fraude y gozaban por tanto de impunidad. La queja se repite años más tarde durante la minoría de Fernando IV en la que se pide a los tutores que sean alejados de estos cargos los ricoshombres, infanzones, caballeros, clérigos y judíos.
Si la actuación de algunos judíos como administradores, arrendadores y recaudadores de los impuestos públicos se halla en la base del odio a los hebreos, el cobro de los préstamos hechos a los particulares fue causa de nuevos roces: en principio, los pleitos entre cristianos y judíos se resuelven con la intervención de un juez cristiano y otro judío, pero cuando las cuestiones pendientes son de tipo económico y el deudor cristiano se halla en dificultades para pagar, el acuerdo es difícil y más todavía en el caso frecuente de que el prestamista sea al mismo tiempo recaudador de impuestos y como tal investido de autoridad. El problema pasa de la esfera particular a la nacional cuando los judíos se niegan a pagar los impuestos que ellos como grupo deben al rey alegando que no les es posible hacerlos efectivos mientras, a su vez, no cobren las deudas que los cristianos tienen con ellos; el monarca, que necesita el dinero y los préstamos de los judíos, favorece a los prestamistas y exige el pago inmediato de las deudas, lo que provoca numerosas confiscaciones de bienes y la ruina de algunos deudores; al mismo tiempo, esta medida real provoca malestar en las autoridades locales cuya jurisdicción sobre los judíos es prácticamente nula desde el momento en que existe un juez especial para los judíos. Las Cortes insisten una y otra vez en que sea el juez local el encargado de resolver los pleitos con los judíos, aunque siempre teniendo en cuenta las normas legales hebreas.
La anárquica minoría de Alfonso XI (1312-1350) fue perjudicial para los judíos: los nobles que aspiraban a ser tutores del monarca no estaban en condiciones de enajenarse el apoyo de las ciudades y éstas les arrancaron la promesa de no conceder cargos a los judíos en ningún puesto de la administración, de confiar la solución de los pleitos entre cristianos y hebreos al alcalde local que se regiría única y exclusivamente por el fuero municipal. La personalidad jurídica de los hebreos desapareció al acceder los tutores a que el testimonio de un judío no tuviera validez en juicios civiles o criminales cuando fuera contrario a un cristiano cuyo testimonio, en cambio, tendría plena validez contra los judíos. La indefensión jurídica significó para algunos hebreos la ruina al no poder reclamar legalmente sus deudas, y el odio de los cristianos llegó a exigir, de acuerdo con las enseñanzas de la Iglesia, que se obligara a los judíos a llevar perfectamente visible una rodela de paño amarillo según la traían en Francia. La separación entre las dos comunidades religiosas y el desprecio y el odio a los judíos es evidente en estos años y explica la conversión de algunos, la adopción de nombres cristianos por otros y la emigración de no pocos judíos, algunos de los cuales volverían a Castilla cuando Alfonso XI, al hacerse cargo personalmente del reino -en 1325- nombró un almojarife judío y restableció en sus funciones a los destituidos en años anteriores.
La situación se agravaba en períodos de crisis. La depresión generalizada que vivieron los reinos hispánicos, y el occidente de Europa en general, desde finales del siglo XIII, sirvió para reavivar la animadversión hacia los judíos, en especialmente en aquellos países en que éstos ocupaban puestos destacados en la vida política y social. El antijudaísmo funcionaba así como una válvula de escape de las tensiones sociales de aquel tiempo. Sin negar por ello su singularidad, la hostilidad contra los judíos adquirió el tinte de un conflicto social, sin duda en gran medida alentado desde el púlpito, pero también desde el poder político, como sucedió en el bando trastamarista en el transcurso de la guerra fratricida entre Enrique II y Pedro I.
Las arremetidas contra la población hebrea fueron in crescendo a lo largo de la decimocuarta centuria, lo mismo en tierras navarras que catalanas o castellanas. El primer chispazo de violencia generalizada se produjo en Navarra. Las persecuciones antisemitas llevadas a cabo por los pastorelos en el sur de Francia en los primeros años del siglo ejercieron, sin duda, su influencia. En 1328, coincidiendo con la muerte del monarca Carlos IV y la crisis dinástica abierta, bandas de matadores de judíos, alentadas por predicadores incendiarios (como el franciscano Pedro Olligoyen) se lanzaron al asalto de las aljamas del reino navarro. La judería de Estella fue arrasada, sufriendo otras grandes pérdidas, y sólo se salvaron Pamplona y Tudela debido a la vigilancia ordenada por las autoridades.
La propagación de la Peste Negra, a mediados del siglo XIV, propició el rebrote del antijudaísmo en tierras hispánicas. La idea de que los hebreos habían sido los causantes de la difusión de la epidemia, al corromper el aire y envenenar el agua, circuló por toda Europa, dando lugar en algunas regiones a sacudidas antijudías, particularmente en el valle del Rin. En la Península Ibérica la violencia antihebraica generada por la llegada de la mortífera epidemia se destacó en Cataluña. La hostilidad popular que se respiraba en el Principado contra los prestamistas hebreos contribuyó, sin duda, a la favorable acogida del rumor que hacía de los judíos los iniciadores de la peste. El barrio judío de Barcelona fue asaltado a los pocos días del inicio de los estragos de la epidemia en la ciudad (el 17 de mayo de 1348). Pedro el Ceremonioso procuró contener la avalancha, pero no pudo impedir que se produjeran ataques contra otras aljamas judaicas, como Montblanc, Tárrega, Cervera, Villafranca del Penedés y Lérida. No hay noticias, en cambio, de que la oleada antisemita se propagase hacia tierras aragonesas o valencianas. Tampoco se conocen progroms en la Corona de Castilla a consecuencia de la Peste Negra. Pero la violencia antijudía de las tierras catalanas, aunque imposible de medir en términos cuantitativos, había supuesto un nuevo y peligroso paso en la escalada contra los israelitas de la Península Ibérica.
En la Corona de Castilla la saña antijudaica encontró un preciso aliado en el pretendiente al trono Enrique de Trastámara. Frente a la política filojudía del monarca Pedro I, su hermanastro aireó en su propaganda el antisemitismo. Con motivo de la guerra fratricida entre ambos (1366-1369), numerosas juderías de Castilla -Toledo, Nájera, Miranda de Ebro, Valladolid, Segovia, Avila...- fueron víctimas de tropelías. Llegado al trono, Enrique no pudo prescindir sin embargo de los servicios de recaudadores, administradores y prestamistas judíos, y dio satisfacción a los castellanos ordenando que los hebreos llevaran en adelante los signos distintivos y prohibiéndoles desempeñar cargos en la casa del rey. A partir de entonces se generalizó el clima antijudío. En las reuniones de Cortes de esos años los procuradores del tercer estado elevaron al monarca súplicas muy duras contra la comunidad judía y sus prácticas, particularmente en todo lo relacionado con asuntos económicos, con peticiones como que los hebreos no llevaran buenos paños, ni cabalgaran en mulas ni tuvieran nombres cristianos. En las Cortes de 1380, bajo Juan I, las medidas sociales contra los judíos fueron completadas al prohibirles ejercer cargos en las casas de nobles y eclesiásticos, con lo que disminuiría considerablemente su influencia.
Este clima antisemita desembocó en los progroms de 1391. Las matanzas, iniciadas en Andalucía tras las predicaciones del arcediano de Ecija Ferrán Martínez aprovechando la minoría de edad de Enrique III, se propagaron prácticamente por todos los reinos peninsulares y tuvieron una importancia decisiva en el futuro de los judíos hispanos. No sólo perecieron muchos israelitas, sino que los bienes de las aljamas saqueadas fueron objeto de la rapiña de los asaltantes. Pero su mayor y más importante consecuencia fue la conversión masiva de judíos al cristianismo. Numerosos hebreos adoptaron esta postura simplemente para salvar su vida, pero sin el menor convencimiento religioso. De esa forma surgía en el horizonte de los reinos hispánicos un nuevo problema, el de los conversos o cristianos nuevos. Libres de las trabas administrativas, sociales y económicas puestas a los judíos, los conversos sustituyeron en muchas ocasiones a aquéllos como recaudadores y arrendadores, enlazaron con la pequeña nobleza urbana, accedieron a los cargos reservados a ésta y ocuparon altos cargos eclesiásticos, como el converso burgalés Pablo de Santa María, obispo de Cartagena e inspirador de un Ordenamiento contra los judíos, aprobado en 1412, por el que se prohibía a los hebreos todo contacto con los cristianos, la práctica de sus oficios tradicionales y el cambio de residencia, al tiempo que se les obligaba a llevar signos externos claramente denunciadores de su condición. Fernando de Antequera aplicaría este Ordenamiento en la Corona de Aragón en 1414. Un año más tarde, Benedicto XIII confirmaba con su autoridad las disposiciones del Ordenamiento y añadía otras nuevas como la prohibición de leer, enseñar y dar a conocer los libros sagrados hebreos, la orden de cerrar las sinagogas existentes...Tampoco faltaron los asaltos populares contra las juderías, como el ocurrido en Córdoba en 1406. Pero a pesar de tantos obstáculos, los judíos peninsulares, hablando en términos generales, pudieron recuperarse del bache en la primera mitad del siglo XV y alcanzar lo que L. SUAREZ ha denominado una parcial reconstrucción.
Las medidas antijudías fueron suavizadas por Juan II bajo la privanza de Alvaro de Luna, quien se sirvió de los hebreos contra los infantes de Aragón, asignándoles nuevamente puestos clave de la maquinaria gubernamental. Enrique IV mantuvo la política favorable a los judíos y, a petición de las Cortes (1462), los autorizó a comerciar de nuevo con los cristianos y a ejercer el antiguo oficio de prestamistas para evitar la despoblación de los lugares de realengo. Estas medidas no pudieron evitar la emigración de gran número de judíos ni la aprobación de nuevas leyes contra los hebreos en época de los Reyes Católicos, a pesar de que los judíos colaboraron activamente como prestamistas, recaudadores de impuestos y avitualladores de las tropas castellanas durante la guerra de Granada.
El Decreto de expulsión promulgado en marzo de 1492 por los Reyes Católicos es todavía hoy objeto de diferentes interpretaciones. A la propaganda antijudía realizada durante el último siglo habría que unir el maximalismo religioso cristiano que comenzaba a ser considerado como un elemento religioso importante para la homogeneidad e integración política de los reinos peninsulares gobernados por los nuevos soberanos; una monarquía centralizada, como la de los Reyes Católicos, requería una base religiosa uniforme y ésta, lógicamente, tenía que proporcionarla la fe cristiana. Pero junto a estas razones espirituales es preciso situar otras de índole material: el deseo de ocupar los bienes de los expulsados, a los que se dio un plazo de tres meses para vender sus propiedades y transformar el dinero en letras de cambio, puesto que se les prohibía sacar oro y plata, y el interés de los reyes por eliminar a una comunidad cuya sola presencia perturbaba la tranquilidad de los reinos.
El número de judíos expulsados ascendió a 160.000, a los que habría que añadir la cifra de 240.000 que aceptaron el bautismo para evitar el exilio y la pérdida de sus bienes. Estas cifras son suficientemente expresivas de la importancia alcanzada por los judíos en los reinos de Isabel y Fernando. Los desterrados hallaron refugio en Italia, Alemania, norte de Africa y Portugal; a este último reino se calcula que llegaron unos 90.000 judíos a los que se obligó a pagar una cantidad por establecerse o por el simple derecho de paso y a los que finalmente se obligó a bautizarse o a abandonar el país en 1496. Dos años más tarde se tomaban idénticas medidas en el reino navarro.
Las consecuencias de aquella sangría social fueron, sin duda alguna, nefastas para la historia peninsular a comienzos de la llamada Edad Moderna. Según H. KAMEN, la expulsión habría mermado “a la clase media urbana y a los sectores comerciales de la población, y como resultado los extranjeros se adelantaron a ocupar los puestos vacantes por los judíos... Ciertamente, el decreto de 1492 acabó con el problema judío; pero creó un problema converso sólo comparable a las grandes persecuciones de 1491”. En la actualidad existe un consenso generalizado sobre los efectos negativos de la medida política para el futuro económico de la Corona castellana.
III.3. Los mudéjares.
Los textos eclesiásticos equiparan a judíos y musulmanes cuando toman medidas para mantenerlos alejados de los cristianos, pero la situación de unos y otros es totalmente diferente: entre los primeros abundan los recaudadores, prestamistas y comerciantes y los segundos son en casi su totalidad pequeños artesanos y campesinos que han permanecido en la tierra al ser ésta conquistada por los cristianos, pues aunque las capitulaciones no impiden la permanencia de los dirigentes de la sociedad, éstos no tardarían en buscar refugio en Granada o en el norte de Africa. El estatuto jurídico varía en función de las capitulaciones que les permitieron mantenerse en sus tierras, pero en líneas generales puede hablarse de tolerancia y respeto a sus normas jurídicas y a su religión.
La mayor parte de este grupo social estaba asentada en el campo y antes de la conquista de Granada en territorios pertenecientes en su mayoría a la Corona aragonesa. Las comunidades urbanas de mudéjares, las famosas “morerías”, formaban parte del tejido social de ciudades situadas, sobre todo, en el valle del Ebro y el antiguo reino valenciano (F. J. FERNANDEZ CONDE). Como ejemplo de la situación de los mudéjares en la Corona de Aragón puede verse el reciente estudio de JOSEFA MUTGÉ sobre la aljama sarracena de Lérida, que llegó a tener a mediados del siglo XIV cerca de diez mil habitantes; el gobierno de la aljama corresponde a los adelantados, cuya misión define un documento de 1297; cada año se eligen dos personas, previo el consentimiento del batlle real, con poderes para ordenar internamente cuanto se refiera al bien de la aljama, corregir a los sarracenos, condenar y castigar en delitos menores según la sunna y los fueros, fijar penas y caloñas de las que el monarca recibirá dos tercios...; el cadí es el juez de la comunidad y como tal administra justicia y decide en cuestiones morales y religiosas, y entre sus ayudantes figuran el salmedina encargado de la vigilancia del mercado y el alamín, con funciones que varían considerablemente de unas comunidades a otras. Los sarracenos de Lérida se dedican a la construcción, al trabajo de la tierra, de los metales y de la madera; trabajan la lana, el lino y la seda; son curtidores, zapateros..., y, en menor número, practican el comercio dentro y fuera de la ciudad como el Mahomet de Concha que cuando decide ir a comerciar fuera de los dominios de Jaime II -el documento es de 1300- cede su herrería con todos sus utensilios a uno de sus operarios; están documentados tratantes de ganado, barberos y médicos y no faltan personas que están en condiciones de ejercer de intérpretes por sus conocimientos del árabe y del romance.
Muchas de las conquistas castellanas del siglo XIII fueron acompañadas de pactos que preveían la permanencia en el reino de los musulmanes una vez ocupadas las fortalezas y alejado el peligro militar; los reyes no tienen el menor interés en expulsar a los musulmanes, ya que los necesitan para mantener poblado el territorio y los acogen bajo su protección, aunque, a veces, dicten normas obligándoles a cortarse el pelo de una forma determinada (Cortes de 1268) o les obliguen a llevar trajes diferentes de los que utilizaban los cristianos y a que portasen un distintivo. Permanecerán en el reino hasta su expulsión, a comienzos del siglo XVII, agrupados en unas noventa morerías, entre las que destacan Burgos, Palencia, Segovia, Avila, Valladolid, Soria..., contabilizándose entre finales del siglo XV y principios del XVI aproximadamente 20000 mudéjares, sin incluir a los granadinos ni a los moros esclavos o a los moros de merced o de rendición, cautivos por los que se espera un rescate o el cambio por cautivos cristianos.
Después de la conquista de Granada (1492) y liquidado definitivamente el poder político nazarí en la Península, la integración de los nuevos contingentes de mudéjares -una parte importante de ellos reducida a la esclavitud- comienza a plantear dificultades en los propios reinos castellanos. Es evidente que este grupo social no podía equipararse ni económica ni socialmente al de los hebreos y, por consiguiente, tampoco podía provocar los mismos sentimientos que las minorías judías en otros grupos urbanos. Pero, en cualquier caso, la política religiosa de los Reyes Católicos, de clara inspiración unificadora, dejó en una situación delicada a estos musulmanes sometidos que habían preferido quedarse en la Península en vez de emprender el camino del exilio. La imposición de la conversión forzosa como alternativa a la expulsión, dictaminada por Isabel y Fernando (1502), les colocaba en una posición muy complicada con las secuelas propias de los convertidos a la fuerza. El celo indebido de algunos predicadores provoca a finales del Medievo alguna sublevación, que preanunciaba la gran rebelión morisca de la segunda parte del XVI y las subsiguientes expulsiones masivas.
V. Textos en Páginas 151-153 TOMO II UU.DD. UNED.
V. Textos Páginas 437-437 TOMO II UU.DD. UNED.
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