Literatura


La lluvia amarilla; Julio Llamazares


La lluvia amarilla tiene en común muchas cosas con Luna de Lobos, amén del paisaje que es también septentrional, húmedo y frío. Es también la historia de una decadencia imparable. Si en las montañas leonesas asistimos al final de un mundo imposible, el de la resistencia republicana frente al franquismo (y no es una lucha ideológica tanto como el enfrentamiento de la disidencia con el status quo), en este caso es de la tradición rural ante la modernidad. Lucha igual de desesperada y perdida de antemano.

El narrador es el último hombre de Ainielle, el que ha resistido hasta el final el proceso de la despoblación. El libro comienza con la descripción de lo que él imagina una comitiva de hombres de los pueblos cercanos que llegarán, tras el invierno, con la casi completa certeza de encontrarlo muerto. Recorrerán las calles, llegarán hasta la que saben su casa, la descerrajarán de un disparo y, por fin, le descubrirán "al fin encima de la cama, vestido todavía, mirándoles de frente, devorado por el musgo y por los pájaros".

Para llegar a este amargo final hay que antes conocer un largo proceso que se inicia, o que se desencadena, cuando los últimos habitantes del pueblo, salvo él y su mujer, lo abandonan, tras vender la última cosecha y marchar a Biescas. Él hace siempre lo mismo cada vez que una familia se marcha: esconderse hasta que parte, incapaz de asumir la soledad.

Finalmente, su mujer -Sabina- comienza a dar muestras de demencia. De noche abandona la casa y deambula por el pueblo. Una mañana la encuentra colgada de una viga, a partir de entonces estará sólo.

A él también le asalta la locura. Primero es un retrato de Sabina, un retrato en el que antes no se había fijado demasiado, pero que ahora le obsesiona. Desde él su mujer muerta le observa y él, poco a poco, comienza a darse cuenta de que se está demenciando. Finalmente opta por recoger cuántos recuerdos de ella encuentra por la casa y los entierra dentro de una maleta.

Esto sucede en 1961, que es una de las pocas fechas que aparecen en la novela, lo que da que pensar en una despoblación muy temprana, en el caso de Ainielle y del pirineo de Huesca en general, como así debió de ser, aunque en otras partes tardara algo más.

Todavía volverá a la civilización, a Biescas, a comprar tabaco y otras cosas. Por las calles la gente ya le mira con sorpresa, saben que ha muerto Sabina, saben que es el último de Ainielle.

Aquel día, en Biescas, se entera de que Bescós, un anciano al que cuidaba las ovejas en Ainielle había muerto y que sus hijos venderían las ovejas. También recoge una carta, de Andrés, su hijo, que se ha casado en Alemania y tiene ya dos hijos.

"Por supuesto que jamás le contesté ¿Qué podía haberle escrito? ¿Contarle que su madre se había muerto y que yo era ya un fantasma solitario en medio del olvido y las ruinas?"

En el camino hacia la locura nuestro hombre todavía trata de crearse rutinas, como arreglar su casa de los desperfectos del invierno, o visitar el pueblo, entrar en las casas, algunas ya muy deterioradas, otras todavía como acabadas de abandonar, con las camas hechas...

En una casa, la de los Acín, le sucede una desgracia. Esta familia había sido de las primeras en marcharse, tenían un hijo deforme, monstruoso, al que no sacaban nunca de casa, y que murió con diez años. Su presencia ha dejado maldita la casa y estando sentado en su dintel una víbora le muerde la mano. Rápidamente consigue hacerse un torniquete y sajar la herida, pero el veneno ha hecho parte de su efecto. Sufrirá una larga agonía, tras aplicarse un remedio a base de ortigas y barro. Durante varios días delirará en solitario, asistido tan sólo por la presencia fantasmal de su mujer muerta, Sabina.

En la página 75 y siguientes está magistralmente narrada lo que es la progresiva decadencia de un pueblo abandonado, el proceso mediante el que las lluvias van socavando los tejados y luego enmoheciendo y pudriendo las vigas, pandeándolas y provocando el derrumbe de los techos, que arrastran consigo las paredes medianeras y al final sólo quedan los muros, si son fuertes, que se van desmoronando poco a poco. Durante años él y los últimos ocupantes se esforzaron en combatir este proceso, reparando tejados, sustituyendo vigas, suturando grietas, pero el proceso, imparable, terminó por superarles

Un momento impresionante de este proceso de decadencia mental, de coqueteo con la locura es cuando, en su soledad, el personaje comienza a verse visitado por su madre. No por el fantasma de su madre (como lo fue por el fantasma de Sabina), sino por la presencia real de su madre muerta, que se manifiesta en la cocina. Desaparece pero pronto volverá, a veces sola, otras con Sabina, en ocasiones con más compañía.

Y él convive con los desaparecidos hasta que un día descubre que ya forma parte de ellos, que ha atravesado la frontera, y sólo le queda esperar, mientras interioriza su historia, a que lleguen algún día los hombres de Biescas y le entierren como a los demás...

La metáfora impregna el lenguaje cotidiano formando una complejísima red interrelacionada y superpuesta entre el individuo que emite el enunciado y aquél que lo recibe. Debemos tener en cuenta que hay muchas cosas (especialmente algunos términos abstractos) que no pueden decirse si no es mediante una metáfora. Las definiciones tradicionales de la metáfora (gr. metaphorá, de metaphérein «transportar»; lat. metaphora y, por calco, translatio, de transferre, «transportar») pueden resumirse en la sustitución de una palabra por otra cuyo sentido literal posee cierta semejanza con el sentido propio de la palabra en sustitución. Siguiendo la teoría de Saussure, un significado equivale a un significante, definiéndose, pues, el signo lingüístico como el resultado de la combinación del concepto y de la imagen acústica. Pero esta relación entre el significado y el significante se convierte en arbitraria y, cuanto más, en alegórica. Entre significado y significante se puede establecer una relación paradigmática que provoca que un determinado elemento se pueda sustituir por todos aquellos que puedan aparecer en su contexto. Así pues, si pasamos estas teorías al plano de lo material, es decir, al plano de lo literario y, concretamente, al tema que nos ocupa, podemos observar que la metáfora del «amarillo» funciona como un elemento paradigmático en la narración, aunque no de forma sistemática. En consecuencia, el «amarillo» es aquel `ente' metafórico que, por definición, transfiere a los objetos las cualidades que, por identificación, le son propias. El color «amarillo» se erige dentro del texto de la misma forma en que se manifiesta triunfalmente en los Naturaleza muerta de Vincent Van Gogh, donde, como nos dijo el pintor, el desafortunado color es una imagen de la muerte tal como nos habla el gran libro de la naturaleza. Del mismo modo, el color «amarillo» es el color tabú para la gente del teatro, porque Molière murió enfundado en un traje «amarillo»; y, además, simboliza la locura, ya que los locos en la Edad Media iban vestidos de color «amarillo» para ser diferenciados del resto de la población. El «amarillo» es también símbolo de la tristeza, de todo lo que es purulento. En nuestro caso, La lluvia amarilla es un complicadísimo entramado de metáforas que se relacionan entre ellas rozando, en ocasiones, la «metáfora impresionista».2 De esta suerte, todo se encenderá de amarillo en la novela, matizándose el contorno narrativo con el dominio de la `superstición', la `locura' y la `tristeza'.

La lluvia amarilla de Julio Llamazares cuenta la última noche de Andrés de Casa Sosas, el último habitante de un pueblo abandonado del Pirineo oscense. Como novela es heredera del cambio que sufrió el género en el año 1976, ya que carece de técnica experimental en el sentido amplio del término, es decir, no estamos ante un continuo ir y venir en el hilo narrativo, y se dedica a plasmar una historia dentro de los tópicos convencionales que conocemos. Así pues, la novela de Llamazares deja de lado el experimentalismo para buscar una mayor linealidad narrativa. Por otro lado, La lluvia amarilla bebe y se forja en lo rural, en relación con obras como Los santos inocentes (1981) de Miguel Delibes, donde, al igual que en la novela de Llamazares, no sólo observamos la historia de unos campesinos que sufren un sinfín de desgracias, sino que estamos ante la interpretación más exacta del efecto rural que se fragua en la posguerra. A Julio Llamazares y a su obra, en el seno de este panorama literario, podríamos enclavarlo dentro de una generación de escritores que se han denominado sesentayochistas por la posible influencia que hallamos en ellos de ese espíritu del Mayo del 68. Estamos ante unos escritores que han abandonado el experimentalismo radical y buscan, más bien, una voz personal que empape el relato. La lluvia amarilla dentro de este tipo de literatura se destaca por un cierto propósito trascendente, ya que sobre la delicadísima tela de araña de la anécdota, Llamazares construye una novela corta en la que sobresale un excelente ejercicio léxico.

Con todo, La lluvia amarilla se construye mediante la técnica de la analepsis o flash-back ya que el narrador nos cuenta aquello que vivió en el pasado, creando un encadenamiento de revelaciones que dan conjunto a la obra. Con ello, el tiempo de la historia en el que se encuentra enclavada la novela se sitúa en un período cercano al de los años cincuenta y, prácticamente, la totalidad de la década de los sesenta. La precisión temporal no se puede establecer de forma muy fidedigna, ya que el mismo narrador-personaje no nos desvela desde qué punto del espacio-tiempo nos está contando cada una de las historias que va recordando en la agonía. Sin embargo, encontramos una leve referencia al tiempo que nos delimita de forma un tanto más concreta los años en que Andrés de Casa Sosas sufre el acoso del tiempo y de la soledad: «Si mi memoria no mentía, aquélla que acababa era la última noche de 1961».3

El personaje de la novela, Andrés de Casa Sosas, nos explica su relato desde esa última noche de su vida, desde la noche en la que la muerte le conducirá a la oscuridad eterna, donde se reunirá con su madre y todos sus seres queridos. La historia de Andrés es el transcurrir de una vida y, a su vez, la muerte de una manera de vivir. Tenaz en su convicción, sin perder la fidelidad a las costumbres propias en ningún momento, será el último habitante de su pueblo natal y de la casa que le ha visto nacer. Pero Andrés es acuciado por todos los males imaginables: la soledad, la muerte, la desidia, la enfermedad, el odio, la alucinación, el tiempo. Todos estos factores se ponen en contra de nuestro personaje a lo largo de la narración. En La lluvia amarilla, el agreste paisaje de montaña provoca que el hombre haga balance de su soledad y desamparo en los umbrales de la muerte. De esta suerte, se establece en la obra una bipolarización donde se incluyen distintas ramificaciones que la constitución de la trama va presentando al lector. Así pues, la creación de veinte capítulos no es del todo casual, ya que encierra una división de la obra en dos mitades que se diferencian temáticamente entre ellas. Al hilo de este contexto, se establece entre ambas partes una línea imaginaria donde por un lado se encuentra la cordura (cap. I al X), mientras que por otro hallamos locura y muerte (cap. XI al XX). De este modo, la primera parte nos liquida el inicio de la historia del pueblo y la situación particular del personaje, sin que sucedan demasiados acontecimientos extraños o sobrenaturales. A su vez, en la segunda parte Andrés de Casa Sosas sufre una patología atenuada por las apariciones de sus difuntos y el delirium tremens que le ha provocado la mordedura de una víbora (cap. VII). A mi parecer, es innegable que a partir del capítulo diez la temática de la obra cambia, tomando un mayor protagonismo la agonía, que le conducirá a la locura y a la muerte. Ésta, lugar común más que recurrente en el relato, es uno de los motivos que aparecen nada más empezar la novela y, junto al tiempo, constituyen dos parámetros esenciales en la composición de la obra. La lluvia amarilla presenta la muerte y el paso del tiempo a partir de una correlación metafórica con lo «amarillo». Así pues, «la lluvia amarilla» es aquello que nos envuelve y nos lleva de forma insalvable a la vejez, lo que acicata la fugacidad del tiempo y lo que nos conduce irremediablemente hacia la muerte.4 «La lluvia amarilla» simbolizará el olvido, el fluir temporal, el efecto destructor de los orígenes naturales, el origen de la tristeza. De ese modo, todo se tiñe de «amarillo» en la novela, ya que desde el arranque narrativo sabemos que el personaje está condenado a desaparecer, que su solitaria vida va a finalizar en breve, y lo vislumbramos porque él mismo nos lo revela:

Por eso, nadie iniciará el gesto de la cruz o el de la repugnancia cuando, tras esa puerta, las linternas me descubran al fin encima de la cama, vestido todavía, mirándoles de frente, devorado por el musgo y por los pájaros (p. 16).

Llamazares pasa de una posible alegoría sobre el panta rei heraclitiano, interpretada en el paso inexorable del tiempo, al mito del espectro del pasado. En relación a tema tan usado en la literatura, hallamos una obrilla que merece especial atención para comprender exactamente el sentido llamazariano de la memoria y el pasado. Así, en Mi religión y otros ensayos, Miguel de Unamuno publica una pequeña narración alegórica que, finalmente, llega al símbolo literario y a la metáfora. De «Del canto de las aguas eternas» podemos extraer la idea de movimiento que sustraemos de la «lluvia amarilla» que asola el pueblo de Ainielle, donde una premisa estética (recepción del lector, oyente o receptor) estructura los capítulos del relato y de la misma historia, es decir, siempre se recibe el objeto percibido o leído de una manera unilateral. De este modo, cualquier objeto que se nos presenta en la narración de la historia de Andrés de Casa Sosas e, incluso, el propio personaje, puede sufrir distintas identificaciones por parte del lector. Obviamente, en nuestro caso los significantes serán interpretados por nuestra parte de una forma u otra dependiendo de la carga semántica que el elemento «amarillo» posea en ese loci. Pero, aún así, «la lluvia amarilla» es también la pérdida de la memoria, de la identidad, la disolución del yo: «cuando el miedo atraviesa mis ojos y la lluvia amarilla va borrando de ellos la memoria y la luz de los ojos queridos» (p. 17). Frente a esta licuefacción de lo «amarillo», advertimos que una especie de inexplicable panteísmo va apoderándose del personaje y de todo aquello que le rodea, sintiendo, así, el «amarillo» de la muerte hasta colmar su alma. El proceso que se establece es claro: lo «amarillo» ha ampliado en la narración la carga semántica propia, estableciéndose, ahora, que el «amarillo» conlleva todos los trastornos que se producen en la soledad del pueblo. De esta suerte, el estado apático de Sabina y su propia muerte son debidos a la preponderancia del «amarillo». Por otro lado, Andrés será consciente de que Sabina ha sido vencida por lo «amarillo», por esa lluvia destructora que avejenta las cosas, en el momento en que tiene conocimiento de su ausencia:

Cuando me desperté, estaba amaneciendo. […] En la cocina, sin embargo, el fuego de la lumbre permanecía aún apagado y no encontré a Sabina por ninguna parte. […] Y, entonces, de repente, como si la luz de la mañana hubiera golpeado con violencia mis sentidos y el infinito desamparo de la casa me estallara entre las manos, una sospecha súbita se apoderó de mí convirtiendo el silencio en una nueva pesadilla y el sueño de la noche en un presentimiento (pp. 25-26).

La búsqueda de Andrés no es tal, ya que, en estos momentos, posee la cognición que aporta lo «amarillo», es decir, tiene la clarividencia que aporta la muerte. De este modo, la búsqueda es unidireccional, Andrés ya sabe dónde debe ir y qué es lo que encontrará: «Sabina estaba allí, balanceándose, colgada como un saco entre la vieja maquinaria, con los ojos inmensamente abiertos y el cuello quebrantado por la soga […]» (p. 27). La muerte de su compañera deja completamente solo a Andrés en Ainielle, donde a partir de ahora fluirán todos los recuerdos de días mejores. La soledad y la desaparición de su esposa se convierten en algo obsesivo, centrando su desesperación en objetos como la cuerda con la que se suicidó y su fotografía amarillenta:

Yo estaba ahí, junto a la cama, completamente a oscuras, definitivamente roto ya por el cansancio y por el sueño y no sé si decidido o resignado a enfrentarme de una vez a la infinita soledad que, desde hacía varias noches, me esperaba entre las sábanas (p. 30).

A partir de este momento la soledad será un elemento acuciante para el personaje, «sólo ciertos recuerdos, ciertos adioses, ciertos momentos en compañía de la perra, logran un mínimo alivio de esta desazón que va impregnándolo todo, lo mismo que el amarillo de la muerte».5 En consecuencia, el correlato metafórico del término «amarillo» se ve ampliado por el simple hecho de que la soledad se convierte en un referente paradigmático del mismo elemento. Frente a la soledad, Andrés se siente ligado al pueblo, a la casa, a la tradición sobre la cual se ha sustentado toda su vida. Sin quedarle nada vivo en lo que aferrarse, nuestro personaje continuará su vida en Ainielle, sufriendo los resultados de la «lluvia amarilla» en todo aquello que le rodea. El personaje, erigido por el autor en una especie de retrato de un `moribundo', se impregna de los elementos correlativos al «amarillo», adoptando ante ellos un claro sentimiento de resignación armoniosa, aceptando la muerte, que con su color amarillo todo lo impregna.

Es significativo en estos primeros momentos de desamparo y abatimiento la manera con que el personaje define los vocablos «cuerda» y «fotografía», motivos éstos del suplicio que Sabina se inflige: uno por ser el instrumento con el que se quita la vida y el otro por actuar como sujeto catalizador del recuerdo de Andrés. Así pues, la cuerda era «de esparto viejo y seco» (p. 30), mientras que la fotografía era «una antigua fotografía amarillenta» (p. 34); de este modo se produce una correlación entre los dos términos que confeccionan la obra: «viejo» = «amarillo». Se establece, pues, una metáfora ontológica6 entre ambos elementos, aunque los significados de estas dos palabras adquieren dentro de la obra una connotación que no tienen por sí solas en el lenguaje común. Por lo tanto, el término imaginado, el que se identifica con el término real, se muda en una «metáfora impresionista»,7 mecanismo que se establece con el elemento «amarillo» que se desdobla, como hemos visto, en diferentes tipos de connotación metafórica. A grandes rasgos, la `significación metafórica' que resulta del color «amarillo» es multidireccional, ya que funciona en relación con todos aquellos elementos que puedan referir, aunque sea de forma mínima, algún punto de la carga semántica que de dicha palabra extraemos.

La correlación metafórica que se establece entre «viejo» y «amarillo» nos conduce a un tercer elemento: la «muerte», producto ésta de la soledad y del abandono al que se ven sometidos los dos personajes. Sabina se erigirá dentro de la memoria / soledad de Andrés como una especie de ánima en pena, que le mira fijamente desde la fotografía -«Los ojos amarillos de Sabina me miraban» (p. 35)- y que le pide perdón desde la quema, «mientras se consumía entre las llamas [la fotografía], su voz inconfundible me llamaba por mi nombre, sus ojos me miraban pidiéndome perdón» (p. 35). A partir de estos momentos, Andrés de Casa Sosas se convertirá en la memoria del pueblo, todo vivirá mientras él siga existiendo, mientras siga luchando contra «la lluvia amarilla» del olvido. Andrés de Casa Sosas será el único habitante de Ainielle. Nuestro protagonista no entenderá el por qué de la huida de los habitantes del pueblo. Andrés correrá a esconderse cada vez que alguien se marche del pueblo para no despedirse, para no sentir que con el `adiós' la soledad le embarga. Experimenta aflicción porque sabe que Ainielle, su casa y toda las tradiciones y gentes que amparan su memoria desaparecerán con él, ya que ni siquiera un primogénito suyo seguirá fiel para con la tradición familiar. Andrés no tiene hijos, todos han muerto para él: Camilo ha desaparecido en la guerra civil española, Sara murió sufriendo los efectos de una dolorosa enfermedad, y el hijo pequeño ha abandonado Ainielle para irse a vivir a Alemania, dando la espalda a su pueblo y a sus orígenes. Precisamente, será a partir del capítulo cuatro, cuando se postulará la memoria y el recuerdo como motivo único cohesionador de la trama y como elemento recurrente de la misma. En este punto, observamos de forma clara y culminante que el personaje es totalmente consciente de su situación en la vida, de su frustrante soledad, y de que la memoria y el recuerdo son los únicos elementos que le permiten seguir con vida. Estamos frente a una memoria marchita en el recuerdo, en el pasado que, al igual que todo lo viejo, se está volviendo amarillento. Como apunta Martínez-Cachero, esta «memoria es como esa lluvia amarilla con la que envejecen los recuerdos y las fotografías de otro tiempo».8 Aunque todo perdura gracias al personaje, en el momento en que éste deje de existir las anécdotas que forman la tradición e historia del pueblo, o, incluso, los fantasmas de éste desaparecerán con él:

Los días eran largos, perezosos, y la tristeza y el silencio se abatían como aludes sobre Ainielle. Yo pasaba las horas vagando por las casas, recorría las cuadras y las habitaciones y, a veces, cuando el anochecer se prolongaba mansamente entre los árboles, encendía una hoguera con tablas y papeles y me sentaba en un portal a conversar con los fantasmas de sus antiguos habitantes (p. 61).

Al hilo de este contexto, surgen dos puntos de referencia dentro de la obra que nos amplían la relación de concurrencia que habíamos establecido anteriormente («viejo» = «amarillo»), especificándose en este momento en un sentido más complejo, «amarillo» = «destrucción» (aunque toda destrucción implica, necesariamente, su posterior regeneración). Sincrónicamente, esta devastación que provoca lo «amarillo» es debido a la naturaleza descontrolada y a las propiedades que el tiempo tiene sobre las construcciones humanas. La naturaleza, pues, se erigirá como un instrumento maligno dentro de la simbología que se establece en La lluvia amarilla, no siendo en ningún caso un motivo que conlleve la paz o la purificación. Por lo tanto, la esencia que plasma la naturaleza se revela mediante manifestaciones naturales como el moho que recubre las paredes, la maleza que crece en los caminos, la nieve devastadora y aislante, el agua descontrolada. Así pues, la naturaleza participa junto con «la lluvia amarilla» en la destrucción de Ainielle, recuperando, sin prisas, impávidamente, aquello que el hombre y la civilización le habían hurtado:

Pero todas [las construcciones], más tarde o más temprano, más tiempo o menos tiempo resistiendo inútilmente, acabarán un día devolviéndole a la tierra lo que siempre fue suyo, lo que siempre ha esperado desde que el primer hombre de Ainielle se lo arrebató (p. 125).

Estamos ante una naturaleza antropomórfica similar a la del Romanticismo, pero con un toque de elemento envolvente que nos dirige hacia lo oculto y hacia la devastación y la destrucción, una naturaleza que cobra vida para alejar al hombre de sus dominios.

Por otro lado, el «fuego» conecta con lo «amarillo», convirtiéndose en una esencia que acompaña en numerosas ocasiones a nuestro protagonista y que, a su vez, es una especie de `puente interdimensional' que le sirve para relacionarse con los muertos, con el pasado y con la memoria.9 Así pues, el «fuego», aparte de ser aquello que da calor, sustento de vida y una relativa comodidad a nuestro personaje, es una esperanza de regeneración. Al igual que el ave Fénix resurgía de sus cenizas, este «fuego» nos está induciendo a la posibilidad (si leemos la novela a partir de una perspectiva un tanto alegórica) de que en algún futuro próximo la memoria de Ainielle y de otros pueblos abandonados resurja de sus propios escombros, volviendo a reaparecer la vida rural en la España moderna. De esta suerte, no olvidemos que el «fuego» aparece siempre en aquellos momentos en que los fantasmas de la memoria de Andrés se manifiestan, reuniéndose éstos junto a la hoguera. Es, pues, una regeneración de la realidad rural a partir de la memoria del pasado:

Y ahora que la muerte ronda ya la puerta de este cuarto y el aire va tiñendo poco a poco mis ojos de amarillo, incluso me consuela pensar que están ahí, sentados junto al fuego, esperando el momento en que mi sombra se reúna para siempre con las suyas (p. 92).

De este modo, se vinculan entre sí los conceptos «fuego» y «pasado», creándose una relación de interdependencia entre ellos y un lugar dentro de la relación metafórica presentada. Pero, a su vez, este «fuego» es un elemento purificador que abre una puerta a la esperanza. Es significativo el color amarillento rojizo que tienen las llamas, con lo que cada vez se afianza más la relación que se establece entre el «fuego», lo «amarillo» y el «pasado»; puesto que, aunque el «fuego» sea un motivo que incite a la purificación o regeneración, antes debe producirse la exterminación de la realidad presente, con lo que el «fuego» se asimila a los otros elementos enunciados hasta ahora, de modo que el fin último es el mismo: la destrucción. «La lluvia amarilla», sub hoc signo, se correlaciona con todos los factores a su disposición, sirviéndose de ellos para lograr su fin metafórico en total plenitud significativa. En consecuencia, «Esa lluvia amarilla, de múltiples, extrañas y evocadoras connotaciones, será la portadora de todas las tragedias, unidas por el sustrato común de la soledad».10

La lluvia amarilla de Julio Llamazares es una fidedigna representación de la vida rural española tras la Guerra Civil, pero, a su vez, actúa como una perfecta alegoría de la vida y de la naturaleza, donde el «amarillo» ejecuta la función de símbolo y la sustancia se disuelve para convertirse en un mero reflejo de la realidad, que parece, más bien, sacada de algún poema de Coleridge o Wordsworth. De esta suerte, la comunicación romántica existente entre sujeto y objeto queda perdida en el tiempo de la narración, ya que el continuum tempore está absorto en el recuerdo de Andrés. Por otro lado, dicha relación es imposible debido a que el objeto está inmerso en la alegoría que se ha ido planteando a través del relato y, por lo tanto, está teñido de «amarillo», es decir, funciona como catalizador de toda la destrucción que se está produciendo. Una vez desenmascarado el sentido de la alegoría metafórica que plasma Llamazares en su novela, nos quedamos con un símbolo que, al contrario de lo que podamos pensar, no permanece del todo vacío. Cierto es que aquello que sucede en el relato debemos interpretarlo desde dos puntos de vista que se relacionan sintomáticamente entre ellos: la vertiente real y la alegórica; pero, del mismo modo, debemos tener presente que sin una de las dos visiones la otra no existiría, son, consecuentemente, complementarias y no excluyentes.

Todo lo que sucede en Ainielle -la despoblación, la destrucción, la pérdida de una identidad, la muerte- debe verse desde el plano de lo real: es la historia de nuestro país, de unos hechos que, nos gusten o no, son indudables. Posteriormente, esta realidad se ficcionaliza mediante la alegoría literaria, una gran metáfora amarilla, que nos narra la historia del pueblo de Ainielle. Del mismo modo, debemos tener presente que el relato está condicionado por la subjetividad del propio Andrés de Casa Sosas, con lo cual hemos de tener en cuenta que su visión de la realidad puede estar tan deformada como lo estaba la de Alonso Quijano. Desde este punto de vista que no niega la alegoría hasta ahora comentada, podemos partir hacia un punto que fricciona lo metafísico con la realidad si parva licet componere magnis. Así pues, el mal, la locura, la tristeza y la soledad (elementos del plano real) toman un cáliz diferente en el momento en que la carga semántica de estas palabras se ve ultrapasada por la carga semántica del «amarillo» (plano ficcional / metafórico) y son, a su vez, resemantizadas y reinterpretadas.

En definitiva, Llamazares se sirve de las palabras clave que definirían el sufrimiento y la destrucción del pueblo de Ainielle, pero, a su vez, introduce un nuevo elemento, en este caso el vocablo «amarillo», que da nuevos matices semánticos a los elementos originales. De esta forma, crea un todo, un microcosmos en el que las palabras expresan más que en el lenguaje ordinario debido a la utilización de un símbolo que viene ya anunciado en el título de la novela. Asimismo, todo estará condicionado por el símbolo in quaestio (plano real y plano ficcional), logrando al final de la obra devastar su propia realidad, tiñéndose todo de «amarillo» y destruyendo el pueblo de Ainielle:

Día a día, en efecto, a partir de aquella noche junto al río, la lluvia ha ido anegando mi memoria y tiñendo mi mirada de amarillo. No sólo mi mirada. Las montañas también. Y las casas. Y el cielo. Y los recuerdos que, de ellos, aún siguen suspendidos. Lentamente, al principio, y, luego ya, al ritmo en que los días pasaban por mi vida, todo a mi alrededor se ha ido tiñendo de amarillo como si la mirada no fuera más que la memoria del paisaje y el paisaje un simple espejo de mí mismo (p. 119).

Todo es «amarillo» en el presente. Todo es olvido. El final de la novela, momento en que Andrés matará a su perra e instante en el que sabe que todo ha terminado, que esa insistente «lluvia amarilla», presagio de muerte y destrucción, se ha hecho con lo absoluto y con lo material, nos abre un camino incierto, que se asemeja a un ciclo incompleto. Andrés, con la muerte del can, ha terminado el ciclo de la vida (o de la muerte), ha sido el último en conocerla, el último en pasar la noticia. De este modo, el ciclo de la vida que caracterizaba a los habitantes del pueblo de Ainielle queda roto, ya que nadie podrá pasar la noticia de la muerte de Andrés. Así pues, el microcosmos que se propone en la narración queda abierto para una posible regeneración (recordemos, sino, el tema del «fuego») de una España rural que parece desaparecida. «La noche queda para quien es».

 

Notas

1 Juan Ramón Jiménez, Segunda antología poética, Madrid, Espasa-Calpe («Colección Austral»), 1995, pág. 142.

2 Tomo el término de Lázaro Carreter, (De poética y poéticas, Cátedra, Madrid, 1990, pág. 230).

3 Julio Llamazares, La lluvia amarilla, Seix Barral, 1988, pág. 37 (citaré siempre esta edición).

4 El tiempo y la muerte se muestran en La lluvia amarilla bajo una cohesión de significado referida a la condensación de lo «amarillo». Tiempo y muerte se unen de forma intrínseca como en el mito manriqueño del fluir de los ríos. El tratamiento del tiempo en la obra de Llamazares, tanto en su obra poética -La lentitud de los bueyes (León, Provincia, 1979) y Memoria de la nieve (Salamanca, 1982)- como en su obra narrativa, tiene mucho que ver con la transmisión de la memoria. Como dice Nicolás Miñambres, observamos «una persistencia en su obsesión por el paso del tiempo, que tiñe todas las páginas del escritor de una misteriosa tristeza» (Nicolás Miñambres, «La narrativa de Julio Llamazares», Ínsula, 572-573, (Octubre de 1994), pág. 26. estamos frente a una temática temporal y de la memoria cercana a Faulkner, Benet e, incluso, a la concepción filosófica de Bergson. Un tiempo que fluye hacia la memoria del pasado.

5 Nicolás Miñambres, «La narrativa de Julio Llamazares», Ínsula, 572-573, (Octubre de 1994), pág. 27.

6 Lakoff y Johnson definen la «metáfora ontológica» como aquélla que da lugar a «formas de considerar acontecimientos, actividades, emociones, ideas, etc., como entidades y sustancias. Las metáforas ontológicas sirven a efectos diversos, y los diferentes tipos de metáforas reflejan los tipos de fines para los que sirven.» (G. Lakoff y M. Johnson, Metáforas de la vida cotidiana, Cátedra «colección teorema», Madrid, 1980, pág. 64.

7 Lázaro Carreter, De poética y poéticas, Cátedra, Madrid, 1990, pág. 230.

8 J. Mª. Martínez Cachero, La novela española entre 1936 y el fin de siglo. Historia de una aventura, Editorial Castalia, Madrid, 1997, pág. 637.

9 El fuego puede verse como elemento representador de la tensión dramática, convirtiéndose en esencia de todas las cosas por la correlación con lo «amarillo» y por una ley constante de tensión, de combate, de combustión y extinción. Vuelve a remitirse esta concepción simbolista del elemento in quaestio al bergsonismo antes anunciado, asumiendo una visión del mundo que es partícipe del cambio (quizás un tanto similar al concepto del «fuego» en el poeta presocrático Heráclito). Pero, claro está: para que haya cambio se ha de producir un proceso que origine el cambio, que en este caso sería el poder destructor que puede llegar a tener el «fuego».

10 Nicolás Miñambres, «La lluvia amarilla de Julio Llamazares: el dramatismo lírico y simbólico del mundo rural», Ínsula, 502, Octubre de 1988, pág. 35.




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Enviado por:Nestares
Idioma: castellano
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