Lenguaje, Gramática y Filologías


Juan Valera


Pepita Jiménez

En los años 1872 y 1873, sinsabores catados en el hogar y el giro descompuesto de los negocios públicos conturbaron a don Juan Valera, que andaba malcontento y triste. Los castillos imaginados por su ambición, no prevalecían.

Pepita Jiménez se publicó en la Revista de España, de marzo a mayo de 1874. Al punto apareció en volumen. La publicación de Pepita Jiménez en la revista le valió cuatro mil reales. La edición primera, a costa del autor, unos mil reales. Pepita Jiménez ascendió velozmente a la popularidad. Reimpresa ocho veces en catorce años, contados desde su primera aparición, el texto editorial no ha hecho sino crecer y engrosar.

Pepita Jiménez ha sido interpretada generalmente como una novela donde la pugna entre la naturaleza y el espíritu, experimentada por el protagonista, acaba resolviéndose en armónica conciliación”.

Pepita Jiménez consta de tres partes: las cartas de Luis a su tío el deán, el relato (llamado Paralipómenos) que hace el deán de los acontecimientos posteriores a la redacción de aquellas cartas y, finalmente las cartas al deán escritas por su hermano, el padre de Luis. Luis, seminarista adolescente, a fin de probar su vocación sacerdotal, ha ido a pasar algún tiempo al pueblo donde nació. Allí conoce a Pepita Jiménez, joven viuda, con quien el padre del seminarista pretende casarse, y de quien Luis acaba enamorándose a su vez. El proceso de este enamoramiento constituye el tema básico de las cartas del joven a su tío y preceptor religioso.

En la primera parte de la novela, relegada la acción al ánimo de los personajes, cobra importancia la fase irónica del ingenio de don Luis: la ironía es una escapatoria elegante, un medio de eludir el examen franco y leal del riesgo a que pone su vocación; es el recurso del autor para justificar o disculpar que el seminarista no haga lo que otro joven, tan poseído del amor divino como don Luis sueña estarlo, habría hecho: esquivar la ocasión de perderse. Otro resorte que Valera dispara en el corazón de don Luis es el amor propio: por no hacer mal papel ante Pepita Jiménez o ante los vecinos del pueblo, don Luis va cediendo a las ocasiones.

La historia de la vida, contada de un tirón en el primer capítulo, se justifica porque el lugar resuena con su fama, y sobre todo porque Pepita será, probablemente, madrastra de don Luis. Cuando don Luis llega al pueblo, su padre le habla del amor que siente por una joven viuda con la que espera llegar a casarse. A medida que avanza la novela, don Luis también se enamora de Pepita, por lo que podríamos decir que se convierte en el rival amoroso de su propio padre.

La altivez, los nobles pensamientos, la espiritual distinción de Pepita Jiménez, viuda, no podrían armonizarse con su feo y primer casorio, a menos de presentarla como Valera la presenta, obediente “a las amonestaciones, a los discursos, a las quejas y hasta al mandato imperioso de su madre”. Para forjar la deleitosa y apetecible figura de Pepita, habrían de concurrir en una misma mujer dotes peregrinas: una mujer emancipada y no libre, honesta y no cándida, nueva sin miramiento del decoro y la vigilancia de un pueblo entero que la observa, solicitada en vano hasta cierto día, pero en situación que alienta los deseos, permite que las pretensiones esperen; una mujer en un borde resbaladizo, donde el orgullo le asegure de un desliz y el instinto, que entrevemos poderoso, ardiente, sufre de mal grado la disciplina. En el primer matrimonio de Pepita Jiménez vemos reflejado un tema muy recurrente en las novelas de la época: el tema del viejo y la niña. Podríamos pensar que Valera critica este tipo de matrimonio, el matrimonio de una mujer joven, casi una niña, con un viejo, pero no es así, porque más tarde, en su novela Juanita la larga, Valera hace que la niña se enamore del hombre mayor.

El prestigio voluptuoso de Pepita emana de su vigilante castidad, de su avisado pudor, de una sabiduría no probada, de un recato tan firme que no hace sino cargarla de aliciente y acentuar la presencia de la tentación. El autor insiste en la inocencia de la muchacha. La transformación de Pepita a lo largo de la novela sorprende: desde la mozuela cándida, que bajo las formas sacramentales se vende a un ricachón viejo, a la discreta y entendida mujer que la novela descubre, la distancia es mucha. Nadie pensaría que Pepita tiene veinte años, si el narrador no lo dijese. El progreso de Pepita se engendra en dos causas: la riqueza, pedestal en que su pueblo la admira, y el estímulo soberbio de recobrar la estimación propia.

Don Luis es un carácter inventado por Valera. Valera puso algo de sus memorias y sentimientos personales en Don Luis, ya fuesen memorias y sentimientos antiguos, remanentes en las cartas, ya coetáneos de la germinación de la novela, apuntados también en la correspondencia. Las impresiones del seminarista que regresa al pueblo natal tras una ausencia larga, son las de Valera en 1854. La novedad que halla don Luis en las olvidadas costumbres lugareñas, los obsequios con que sus paisanos le regalan, la amenidad del campo, el bullicio de una fiesta popular, anotados están en cartas de aquella fecha.

No era, pues, la vocación clerical de don Luis de lo más fino y depurado. Hijo natural de un solterón licencioso, don Luis, apenas adolescente, fue llevado al seminario, como si el padre quisiera desembarazarse de un testigo importuno, que le recordaba el martirio de una infeliz. La vocación del seminarista, obra de su tío el deán, estriba en el inseguro corazón de un niño. Don Luis concibe el sacerdocio como una milicia donde puede ganarse nombre y fama.

Don Luis sueña con llevar la religión a tierras de infieles. Don Luis funciona como un doble Valera. Por el amor de Pepita renuncia a algo par algo que no estaba suficientemente dotado, y también renuncia a impulsos y tendencias esenciales de su personalidad. El amor a Pepita no entra, pues, sólo en tensión con la vocación religiosa; por amor a la mujer parece que Luis sacrifica igualmente sus sueños humanos o egoístas, para encerrarse en los límites de una existencia oscura y ociosa, sin pena y sin gloria.

Notamos que la lucha interior del seminarista, reflejada en sus cartas, no se entabla precisamente entre la carne y el espíritu. Pepita Jiménez pertenece también al mundo del espíritu. Desde el punto de vista de la iglesia, don Luis se comporta como un hereje.

El conflicto razón-pasión también se establece en Pepita Jiménez. El joven seminarista Luis se encuentra en un dilema moral cuando se enamora de Pepita, y mira hacia la razón para que ésta le libre de la lucha entre el amor terrenal y el deber religioso antes de confrontar su primera experiencia amorosa, Luis, al igual que la protagonista de la novela Doña Luz, se considera un individuo dirigido por los dictámenes de la razón. La educación que ha recibido de su tío el deán le ha enseñado a pensar, a reflexionar, a analizar lo que el alma siente...

En Pepita Jiménez Valera no critica el misticismo, sino el falso misticismo. El misticismo es sólo nocivo por la dificultad o imposibilidad de seguirlo, que puede llevar a la destrucción, como en el caso de Doña Luz. Aunque la tesis aparente de Pepita Jiménez es la defensa de lo terrenal frente a lo divino, en el fondo se minimiza la importancia de lo terrenal. Se justifica, por razones individuales, que Luis abandone su vocación religiosa; pero el prestigio de ésta sobre el papel de casado sigue resaltándose.

El deán, el tío de don Luis, convencido ya de la falta de vocación de su sobrino, se expresa en estos términos: “Pensé que tenía una verdadera vocación, pero luego caí en la cuenta de que era un vano espíritu poético; el misticismo fue la máquina de sus poemas, hasta que se presentó otra máquina más adecuada”. El amor, pues, reemplaza al misticismo.

Pepita Jiménez concibe su unión matrimonial con don Luis de Vargas como la fusión armónica de dos seres. El matrimonio feliz de los dos jóvenes se asa en un principio fundamental: el amor personal de los individuos. Pepita y Luis están enlazados por un amor irresistible. Según la doctrina krausista el matrimonio de Pepita y Luis representa la unión ideal por haber sido construido sobre una base de profundo amor personal, igualdad y armonía.

En Pepita Jiménez el motivo del orgullo no es visible, oculto como está por el dulzón final, donde todo se arregla del mejor modo para los personajes. Será justamente don Pedro de Vargas, el padre de Luis y hermano del deán quien, en las cartas a su hermano que constituyen el epílogo de la novela, se encargue de dar los últimos toques a la feliz pintura de los casados. Pepita y Luis viajarán al extranjero, de donde traerán de vuelta al pueblo muebles, libros y objetos de arte.

Pero el final de Pepita Jiménez, donde la tesis se perfila, se vuelve a la vez contra ella, al eliminar paladinamente uno de los términos en disputa: el mundo real, entendido a la vez como mundo de los sentidos y como entorno social. El amor de Luis por Pepita se convierte finalmente en una actividad vacua, carente de soporte material.

En Pepita Jiménez hay una historia real, por supuesto no autobiográfica, pero sí en cercanía a Valera: la historia de una parienta suya, doña Dolores Valera y Viaña, novia de don Felipe de Ulloa, obligada por su madre a casarse con el anciano don Casimiro Valera. El joven novio, despechado, ingresa en un seminario, pero Dolores, al enviudar, logra que abandone la carrera eclesiástica y se que case con ella, pasando ambos a disfrutar de las riquezas del primer marido.

Doña Luz

Doña Luz es la última obra de la primera etapa de narrativa de don Juan Valera. Se publicó en 1879 y, según los epistolarios con Menéndez Pelayo y Laverde, parece ser que concibió la idea inmediatamente después de Pepita Jiménez. La escribió en el verano de 1878 y la fue publicando por capítulos en la Revista Contemporánea.

En un pueblecito andaluz, doña Luz y el Padre Enrique tienen una relación sentimental de perfiles poco precisos: amistad, influencia, afecto espiritual... Pero ella conoce a don Jaime y se casa con él. Las dudas de si es amor lo que siente por el Padre Enrique le impulsan a entregarse a don Jaime. Doña Luz busca justificarse ante los demás pero, sobre todo, busca justificarse ante sí misma.

Hasta el capítulo xvi de la novela, vemos el conflicto desde el punto de vista de doña Luz. A partir de este capítulo, Valera quiere que el lector sepa más que la protagonista, es decir, quiere que el lector conozca la opinión, los sentimientos del padre Enrique. Para conseguirlo, Valera hace que el personaje se confiese por escrito, una confesión íntima. El amor del Padre Enrique es un amor humano, que incluye lo espiritual pero también lo material y hasta los celos.

En el capítulo II de Doña Luz, encontramos la descripción de la protagonista: “Doña Luz era en todo la pulcritud personificada”; “...doña Luz era un sol que estaba en el cenit. Gallarda y esbelta tenía toda la amplitud, robustez y majestad que son compatibles con la elegancia de formas de una doncella llena de distinción aristocrática. La salud brillaba en sus frescas y sonrojadas mejillas; la calma, en su cándida y tersa frente, coronada de rubios rizos; la serenidad del espíritu en sus ojos azules, donde cierto fulgor apacible de caridad y sentimientos piadosos suavizaba el ingénito orgullo”.

A pesar de que Valera describa con muchos detalles la hermosura de doña Luz, sin embargo su belleza espiritual trasciende la física. Doña Luz está dotada de cierta calidad ennoblecedora y aparece superior a todos los personajes de la novela.

Podemos observar como rasgo de la religiosidad de doña Luz el hecho que la protagonista pase diariamente horas ascéticamente extasiada ante el espantoso y bello cuadro del Cristo muerto, atribuido al divino Morales. Doña Luz halla extraño deleite en la detenida contemplación de este cuadro del Cristo muerto, y un día, mientras miraba la imagen, le pareció que se parecía al Padre Enrique. Las almas gemelas del Padre Enrique y Doña Luz se identifican mediante los discursos y diálogos intelectuales que tienen lugar en las tertulias diarias.

Doña Luz, para gran parte de la crítica, es una novela que deriva de Pepita Jiménez, según Montesinos “es en cierto modo Pepita Jiménez repensada y vuelta del revés”. Existen evidentes concomitancias entre los postulados ideológicos y la caracterización de los protagonistas.

De todos los rasgos que caracterizan a doña Luz, podríamos destacar el exceso de estimación propia: el orgullo. En Doña Luz podemos observar en numerosas ocasiones como el orgullo predomina muy por encima de otros atributos concedidos a la heroína. Desde el inicio de la novela el orgullo de doña Luz se proyecta desde múltiples perspectivas, unas veces como reacción a la “impureza de su origen, el vicio de su nacimiento”, en palabras del propio Valera, otras veces como resultado de sus relaciones con otros personajes.

El desdén amoroso por los habitantes del lugar es harto elocuente en doña Luz, pues su rechazo continuo parece vaticinar una existencia aislada y sin ningún vínculo familiar. Este esquema sólo se rompe con la llegada de un personaje foráneo, Jaime Pimentel, que despertará los sentimientos amorosos de la heroína.

Otro tema que influye en la reacción amorosa de la protagonista es la orfandad. La orfandad subyace a lo largo del relato al actuar como filtro de su reacción amorosa. Incluso, su orgullo estará supeditado a su condición de hija de un amor ilegítimo, actuando con resolución y no poco orgullo para solucionar los problemas doméstico-administrativos creados por el progenitor. La orfandad de doña Luz, paliada en gran manera por la comprensión y el afecto de los componentes de la reducida tertulia que tiene lugar en la novela, dará situaciones muy semejantes a las creadas por las novelas de folletín, pero con esto no ponemos en duda la calidad literaria de Doña Luz.

Una aureola de misterio rodea siempre a doña Luz, y el lector se pregunta ya desde el inicio de la peripecia argumental si dicho misterio va a resolverse. El origen desconocido de la protagonista se resuelve favorablemente, aunque ello conlleve la ruptura matrimonial. La solución la ofrece Valera a través de una misteriosa carta escrita por su padre y ahora en manos de doña Luz, quince años más tarde. A través de esta carta doña Luz descubre la verdadera identidad de su madre: una mujer noble, poseedora de una gran fortuna, que al morir dejará como rica heredera a doña Luz.

También a través de esta carta la protagonista se percata de la verdadera intención de don Jaime Pimentel, su esposo, conocedor de este complicado asunto desde el principio de las relaciones con doña Luz.

Doña Luz debatirá sus sentimientos amorosos entre dos personajes muy distintos. Por un lado, don Jaime Pimentel, un galán, un cazadotes, que sólo quiere a doña Luz por dinero. Por otro lado, el Padre Enrique, un sacerdote experimentado, misionero consciente y con fama de hombre justo, respetado tanto por la jerarquía eclesiástica como por sus conciudadanos y familiares.

Para doña Luz su matrimonio con don Jaime se revela como un cruel engaño manipulado por su marido para aprovecharse de su herencia. Doña Luz reconoce la base inestable y errónea en que se ha sostenido su relación con su marido. Aún antes de casarse, doña Luz confiesa que las atracciones mayores de don Jaime son para ella las físicas y más superficiales. Cuando fracasa su matrimonio, doña Luz criticará con amargura los motivos de su amor al marido.

Juanita la Larga

Tras un amplio paréntesis de inactividad novelesca debido a su retorno a la vida diplomática, Juan Valera publicará, ya septuagenario, uno de los más bellos relatos, su novela Juanita la Larga, que apareció por entregas en la sección de folletones del periódico madrileño El Imparcial durante los meses de octubre y noviembre de 1895. En la carta-prólogo que figura al frente de la novela expondrá su ideario estético, afirmando en esta ocasión que no intenta enseñar nada, “porque en la novela no hay tesis y porque no gusto de la poesía docente”. Es un relato en el que aparecerá un contexto geográfico andaluz idealizado. Valera recordará y recreará sus años juveniles en Cabra y Doña Mencía, trasunto fiel del topónimo literario de la novela: Villalegre. La relación amorosa y el tema del viejo y la niña, así como las continuas intercalaciones costumbristas insertas en su novela, harán posible que nos encontremos frente a un relato lleno de ingenio y, sin duda, de una gran humanidad.

Juanita la Larga, personaje de la novela del mismo nombre ha heredado el apodo de su madre, y por consiguiente, no responde a él: es una hermosa muchacha de tez aceitunada, magníficos ojos y una opulenta cabellera sabiamente peinada; es una joven lista y prudente, tan sana y robusta desde el punto de vista físico como desde el punto de vista moral. En torno a su belleza vibra una aureola de pecado: un pecado del que ella es inocente, pero que encierra su amor a la vida dentro de un estrecho círculo de sospechas y maledicencias campesinas.

En realidad Juanita es de origen ilegítimo, y por ello la imprudencia con que acepta de un viejo admirador el regalo de un lujoso traje de seda crea en el pueblo un escándalo y da pie a numerosas calumnias, fomentadas por el recuerdo de la antigua falta de su madre. Pero Juanita se defiende como una leona, sin vacilar ante las armas de la hipocresía, llegando así a granjearse la amistad de su más encarnizada enemiga, la hija del maduro pretendiente.

Pero aunque vista como una mojigata y se muestre humilde y compungida a los ojos de la gente, Juanita, cuya juventud se siente demasiado oprimida por los lazos de las conveniencias, no tarda en incurrir de nuevo en pecado de ligereza y desconsideración cuando, despechada por las probables bodas de su admirador con otra mujer, alienta la malintencionada corte de que le hace objeto el más rico señorón del país, hombre emprendedor y sin escrúpulos. Esta contradicción entre cierta irreflexiva impulsividad y el saberse dominar durante tanto tiempo con tenaz y paciente cautela, se agudiza en la arriesgada temeridad de la cita que Juanita concede en su propia casa a aquel personaje, con el meditado propósito de vencerle en un rústico duelo cuando él intente, como sin duda intentará, pasar a vías de hecho.

La presencia de la amiga en la estancia contigua parece atenuar y sin duda atenúa el riesgo, pero no absuelve a Juanita del pecado de una excesiva audacia, ya que, si llamó a aquella, no fue para sentirse protegida —y tanto es así que echa la llave a la habitación en que la oculta—, sino únicamente para que sea testigo de la burla de su perseguidor. Y en efecto, Juanita, luego de abatido y medio descalabrado el violento don Juan, dará pruebas de la verdadera seriedad de su carácter casándose con el cincuentenario pretendiente del cual en el fondo está enamorada porque ve en él a un hombre bueno, honrado y no mal parecido.

En Juanita la Larga encontramos un tema típico de las novelas del siglo xvii: el viejo y la niña. Este tema ya apareció anteriormente en otra novela de Valera, Pepita Jiménez, aunque de manera indirecta, haciendo referencia al primer matrimonio de la protagonista.

Entender Juanita la Larga sólo como un interludio rústico es ignorar el extraordinario y subversivo papel desempeñado por uno de los motivos dominantes de la novela, principalmente, el del engaño. De forma análoga, Valera desarrolla otros dos motivos temáticos que sufren una metamorfosis parecida o conversión de un significado a su opuesto: el paso de la impureza a la pureza y el de la ilegitimidad a la legitimidad. Los dos temas nombrados en último lugar puede en realidad percibirse como subordinados al elemento controlador del engaño, ya que lo engañoso implica una condición negativa e inauténtica, acentuando lo que es falso e impropio.

Don Paco, un acomodado hombre viudo de cincuenta y tres años, se enamora de la bella joven de la localidad de diecisiete años y de supuesto espíritu libre, Juanita la Larga, hija ilegítima de la mejor costurera de la ciudad, cocinera y pastelera, Juana la Larga. Don Paco corteja y es cortejado, sólo para ser rechazado, con pesar pero firmemente, por Juanita la Larga, quien, a su vez, con el consentimiento de su astuta madre quiere manipular con maña a don Paco, a su conformista e hipócrita hija, doña Inés, a otro pretendiente, don Andrés Rubio (el cacique local), realmente, a todo el pueblo de Villalegre, para entrar en el santo matrimonio con otro de los más respetables ciudadanos, don Francisco López. Juanita, muy criticada al principio por la presumida suficiencia de la gente del pueblo por haber intentado subir por encima de su puesto social, al final convence a todos de la rectitud de su unión en matrimonio con don Paco y, en el proceso, descubre que siente un afecto verdadero y profundo por el viudo de mediana edad.

Juanita la Larga es menos un idilio que una burlesca y levemente irónica versión de ese género universal, el cuento de hadas. El motivo básico de la astucia, que impregna la acción, la caracterización y la fantasía de la novela, de ningún modo contradice su atmósfera de cuento de hadas; efectivamente, sirve no sólo para reforzar, sino también para explicar la persistencia del cuento de hadas en la novela de Valera. La heroína de Valera emergerá triunfante al final porque se ha probado a ella misma ser superior en inteligencia, virtud e incluso en fortaleza física, a todos los demás en Villalegre. La heroína de Valera es totalmente franca con ella misma; sus fines, cree son buenos: legitimar su dudosa posición social.

En el segundo capítulo, Valera presenta tres caracteres y a lo largo del mismo los va entremezclando. No los presente independientemente, sino que salta de uno en otro. Esto ocurre al presentarnos a doña Inés, a su esposo don Álvaro Roldán, y al sacerdote, el padre Anselmo.

Don Álvaro Roldán es presentado como un hidalgo que es modelo entre los hidalgos. Valera nos presenta en sucesión la casa, el escudo de armas, los caracteres simbólicos del escudo, su modo de vida y algunas grandezas más. Pero después enfrenta estas ideas positivas con otras destinadas a poner en duda lo que había dicho antes. Valera termina contradiciendo la cacareada hidalguía inicial al decir que era borracho, jugador y mujeriego.

Entremezclada con la presentación de don Álvaro aparece doña Inés. Siendo personaje de mayor alcanza y de significado más importante dentro de la novela, el tratamiento es más cuidadoso. Las dudosas relaciones con don Andrés Rubio, el cacique del lugar, se oponen a las devotas conversaciones de doña Inés con el padre Anselmo. La relación de doña Inés con don Paco, su padre presenta contradicciones: por un lado, Valera nos dice que doña Inés siempre tenía presente los mandamientos de la ley de Dios que obligan a amar y honrar al padre, pero por otro lado, se apresura a indicar que doña Inés procuraba estar alejada de él lo más posible. A lo largo de la novela, Valera sigue sometiendo a doña Inés a ese proceso de idealización y desidealización: Valera sitúa las virtudes en el plano de las concepciones teóricas, mientras que sitúa los defectos en el plano de las realidades prácticas.

En la presentación que Valera hace del sacerdote, el padre Anselmo es modelo de virtudes. Lucha contra la corrupción de las costumbres y todas sus ideas son profundamente religiosas y devotas. Pero, creando la duda en el lector sobre tales virtudes, se apresura Valera a decirnos que el padre Anselmo era el único que comprendía, sin malicia, las relaciones entre doña Inés y don Álvaro Roldán, además el padre Anselmo se alegraba de tales relaciones ya que las mismas actuaban en beneficio de los pobres. Las pregonadas virtudes quedan puestas en tela de juicio.

El clímax de la novela tiene lugar cuando Juanita, vestida con la tela que le regaló don Paco, llega a la iglesia el día de Santo Domingo, y el padre Anselmo, siempre favoreciendo las intenciones de doña Inés, pronuncia un sermón que es un ataque indirecto a la infeliz Juanita. La salida de Juanita, descrita por Valera en tonos oscuros y opacos, ofrece un contraste con su entrada en la iglesia, chillona y convencional. A su vez, el tono chillón y convencional, pero lleno de matices populares, de dicha entrada, contrasta con el sermón del padre Anselmo, también, a su modo, chillón y convencional, pero ajustado a su dogma.

Las reacciones de doña Inés y las de Juana la Larga completan el cuadro que precede al sermón del padre Anselmo. Después de la entrada de Juanita, este sermón se convierte en el punto focal. Existe una violenta lucha entre la grandilocuencia de la entrada y la grandilocuencia del sermón.

Conclusión

En las tres novelas, las tres heroínas, doña Luz, Pepita Jiménez y Juanita la Larga, son mujeres que disfrutan de una situación de independencia y exenta de trabas que las libra de convenciones o prejuicios sociales. C. Bravo - Villasante ha analizado agudamente este peculiar comportamiento de las mujeres de Valera, “mezcla de naturalidad y espiritualidad, que por la misma época creaban novelistas rusos, suecos y noruegos. Mujeres que en ese tiempo debieron ser más que reales”.

Tanto Pepita Jiménez, como Juanita la Larga o doña Luz son mujeres carentes de un núcleo familiar tradicional. El parentesco con otras heroínas es también evidente, al igual que determinados comportamientos suelen ser prácticamente idénticos, desde la iniciativa amorosa hasta el desdén social.

Dejando de lado todas estas coincidencias entre las tres heroínas, pasamos a analizar más detenidamente a dos de ellas: Pepita Jiménez y doña Luz. Ambas mujeres se enamoran de hombres ligados al mundo religioso; Pepita Jiménez se enamora de don Luis, un seminarista, y doña Luz del padre Enrique, un sacerdote. Ambas son correspondidas en su amor, pero, a diferencia de doña Luz, Pepita Jiménez sí consigue que se amor llegue a buen cauce. Tal vez el amor de Pepita Jiménez llegara a buen cauce porque don Luis era más “accesible” que el padre Enrique, aunque para don Luis existía, aparte de su supuesta vocación religiosa, la figura de su padre, don Pedro de Vargas, el cual, a su vez, también pretendía el amor de Pepita Jiménez, aunque ésta no le corresponde.

Pepita Jiménez y Juanita la Larga coinciden en el tema del viejo y la niña. En Pepita Jiménez este tema aparece tratado en dos situaciones: primero, en la alusión al primer matrimonio de Pepita con un hombre mayor; la segunda situación en la que se trata este tema es en la relación que don Pedro de Vargas pretende establecer con Pepita: don Pedro tiene la edad suficiente para poder ser el padre de Pepita.

En Juanita la Larga el tema del viejo y la niña está patente durante toda la novela. Al principio de la novela, Juanita tenía una “relación” con Antoñuelo, un joven de su edad, relación que acaba cuando don Paco la pretende. En un primer momento, Juanita no tiene interés por don Paco, pero a medida que avanza la novela, Juanita se da cuenta que siente algo por don Paco, que lo ama. La novela acaba felizmente.

El padre Enrique y don Luis podrían interpretarse como una crítica a la vocación religiosa. El padre Enrique es un sacerdote que se enamora de una mujer, de doña Luz, y siente celos cuando ésta se casa con otro. Don Luis es un seminarista que sufre un conflicto interno: el amor hacia Pepita Jiménez o servir a Dios para siempre. Al final, el amor por la mujer vence. En Pepita Jiménez y Doña Luz el padre Enrique y don Luis son protagonistas, en cambio, en Juanita la Larga la figura del párroco (el padre Anselmo) no es protagonista. El padre Anselmo tampoco es lo que se suele esperar de un sacerdote: él ayuda, sobretodo, a los que más tienen, es decir, los adinerados son sus protegidos, así lo demuestra en el sermón que hace en contra de Juanita la Larga, sobretodo para favorecer a doña Inés.

En Doña Luz y Pepita Jiménez se destacan en las dos mujeres la inteligencia, el afán de saber, un profundo sentido moral y la dignidad personal. Son figuras estimadas en sus sociedades respectivas y gozan del respeto de sus coetáneos

Doña Luz también es aficionada a las tertulias, en las cuales se discute de religión, ciencia y metafísica. Como Pepita, ella destaca en las charlas de una manera inesperada para los participantes masculinos.

Bibliografía

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Bravo - Villasante, C., Biografía de don Juan Valera, Barcelona, Aedos, 1959, p. 283.

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Enviado por:Sílvia
Idioma: castellano
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