Economía
Historia económica
TEMA 1. HISTORIA ECONÓMICA Y DESARROLLO ECONÓMICO.
1. INTRODUCCIÓN.
¿Por qué unas naciones son ricas y otras pobres? La diferencia de la renta del relativamente pequeño número de naciones opulentas y la de la gran mayoría de naciones pobres no sólo se mantiene, sino que aumenta año tras año.
¿Por qué las pobres no adoptan la política y los métodos que han hecho ricas a las otras? El problema es mucho más complicado de lo que parece. Primero, no existe un acuerdo general respecto a cuál de los métodos y a qué política se deben las altas rentas de las naciones ricas. Segundo, no es nada seguro que métodos y política similares produjesen los mismos resultados en las distintas circunstancias geográficas, culturales e históricas de las actuales naciones de rentas bajas. Finalmente, ni los eruditos ni los científicos han presentado aún una teoría sobre el desarrollo económico que sea útil desde el punto de vista operativo y que se pueda aplicar de forma general.
El análisis histórico puede concentrarse en los orígenes de los desiguales niveles de desarrollo existentes en la actualidad. El enfoque histórico puede aislar los fundamentos del desarrollo económico, es un instrumento que facilita la objetividad y la claridad del pensamiento.
2. DESARROLLO Y SUBDESARROLLO.
Las estadísticas de la renta per cápita son, en el mejor de los casos, medidas brutas del nivel de desarrollo económico. En primer lugar, son tan sólo estimaciones o aproximaciones. Además, por una serie de razones técnicas, las comparaciones entre las rentas de unos y otros países son especialmente poco dignas de confianza. Pero hay otras medidas del desarrollo o subdesarrollo que, aunque menos globales, son más gráficas.
3. CRECIMIENTO, DESARROLLO Y PROGRESO.
El crecimiento económico es el incremento sostenido del producto (output) total de bienes y servicios que se producen en una sociedad dada. En las últimas décadas este producto total se ha medido atendiendo a la renta nacional o al PNB. El crecimiento en el producto total puede darse bien por un aumento en los factores de producción (input), bien porque se dé una utilización más eficaz de cantidades equivalentes de inputs. Por lo que se refiere a prosperidad, el crecimiento económico sólo es significativo cuando se mide en términos de producto per cápita. El desarrollo económico es el crecimiento económico acompañado por una variación sustancial en las estructuras o en la organización de la economía. El cambio estructural o de organización puede ser la causa del crecimiento, pero no tiene por qué serlo.
El crecimiento económico es un proceso reversible. Es decir, al crecimiento puede seguir la decadencia. El desarrollo económico es igualmente reversible. Es más frecuente que inmediatamente después de un periodo prolongado de decadencia económica se dé algún tipo de regresión económica, un retroceso a formas más simples de organización.
4. FACTORES DETERMINANTES DEL DESARROLLO ECONÓMICO.
La economía clásica desarrolló la clasificación tripartita de los factores de producción: tierra, trabajo y capital. Esta clasificación y las diversas fórmulas que de ella pueden derivarse son indispensables para el análisis económico moderno y sumamente útiles en el estudio de la historia económica. Sin embargo, como marco para el análisis del desarrollo económico, esta clasificación es excesivamente limitada. Presupone que los gustos, la tecnología y las instituciones sociales nos vienen dados y son fijas, o que no tienen nada que ver con el proceso productivo. En la realidad histórica todos ellos están estrechamente relacionados con el proceso productivo y todos están sujetos a modificaciones. De hecho, los cambios tecnológicos e institucionales son la fuente de cambio más dinámica de toda la economía. Por lo tanto, para analizar el cambio económico en la historia, es necesario una clasificación más amplia de los factores determinantes del producto. En dicha clasificación, el producto total en un momento dado y la tasa de cambio del producto a través del tiempo se conciben como funciones de la mezcla de la población, los recursos, la tecnología y las instituciones sociales. Los recursos son lo que los economistas clásicos denominaban tierra. El término abarca no sólo la cantidad de tierra, la fertilidad del suelo y los recursos naturales convencionales, sino también el clima, la topografía, la disponibilidad de agua y otras características del medio, incluyendo la localización. En los últimos siglos, la fuente más dinámica de cambio económico y desarrollo ha sido la constituida por las innovaciones tecnológicas.
La relación entre población, recursos y tecnología dentro de la economía viene condicionada por las instituciones sociales, incluyendo entre éstas a los valores y modos de pensar. Normalmente, las instituciones que tienen mayor relevancia en las economías nacionales y otros conjuntos similares son la estructura social, la naturaleza del Estado o del régimen político, y las inclinaciones religiosas o ideológicas de los grupos o clases dominantes. Quizá debamos tener en cuenta un buen número de instituciones menores, como son las asociaciones voluntarias, el sistema educativo, e incluso la estructura familiar o cualquier otra vía de adquisición de valores morales. Una de las funciones de las instituciones consiste en proporcionar elementos de continuidad y estabilidad, sin los cuales las sociedades se desintegrarían; pero puede ocurrir que actúen como obstáculo para el desarrollo económico, poniendo trabas al trabajo humano, impidiendo la explotación racional de los recursos o inhibiendo la innovación y difusión de la tecnología. Sin embargo, es posible que se produzcan también innovaciones en las instituciones.
Los marxistas afirman haber descubierto la clave para la comprensión, no sólo de todo el proceso económico, sino también de la evolución de la humanidad. El elemento clave es el modo de producción; todo lo demás es la superestructura. La lucha entre las clases sociales para controlar los medios de producción proporciona el elemento dinámico.
5. PRODUCCIÓN Y PRODUCTIVIDAD.
Producción es el proceso mediante el cual los factores de producción se combinan entre sí para producir bienes y servicios. Puede medirse en unidades físicas o en términos de valor. La productividad es la relación entre lo obtenido tras un proceso productivo y los factores de producción utilizados. Puede medirse en unidades físicas o en términos de valor. Para medir la productividad del factor total es necesario utilizar términos de valor.
El capital humano es el resultado de la inversión en conocimientos, habilidad o capacitación. Tal inversión puede adoptar la forma de escolarización formal, de aprendizaje o de capacitación por la práctica.
6. ESTRUCTURA ECONÓMICA Y CAMBIO ESTRUCTURAL.
El concepto de estructura económica comprende la relación entre los diversos sectores de la economía, especialmente entre los tres sectores principales. En el sector primario se incluyen aquellas actividades cuyos productos se obtienen directamente de la naturaleza: agricultura, pesca, explotación forestal. En el secundario se incluyen las actividades que transforman o elaboran los productos de la naturaleza, como la industria y la construcción. El terciario o sector servicios no se ocupa de productos o bienes materiales, sino de servicios; estos cubren desde el servicio doméstico y personal hasta los servicios financieros y comerciales, profesionales y gubernamentales.
Desde las primeras civilizaciones hasta hace menos de un siglo, la principal ocupación de la gran mayoría era la agricultura. Hace unos pocos cientos de años, la productividad de la agricultura empezó a crecer. Según aumentaba, se iban necesitando menos trabajadores en la producción de bienes de subsistencia y había más que podían dedicarse a otras actividades productivas. De este modo, comenzó el proceso de industrialización, que se extendió desde el final de la Edad Media hasta mediados del siglo XX. A medida que disminuía el porcentaje de mano de obra dedicada a la agricultura, fue aumentando el de la dedicada al sector secundario, si bien no en la misma proporción. El aumento de la proporción de mano de obra en el sector secundario, se vio acompañado por el correspondiente en la proporción de renta proveniente de este sector. Los procesos gemelos de cambio en las proporciones de fuerza de trabajo empleada en los dos sectores y renta proveniente de los mismos son importantes ejemplos de cambio estructural en la economía. Desde 1950 aproximadamente, las economías más avanzadas han experimentado un nuevo cambio estructural, del sector secundario al terciario.
¿Cómo pueden explicarse estos cambios estructurales? En relación con el cambio de las actividades agrícolas a las secundarias: por parte de la oferta, la creciente productividad hizo posible producir la misma cantidad de producto con menos mano de obra; por parte de la demanda, se puso en funcionamiento una constante del comportamiento humano denominada Ley de Engel. Esta ley afirma que, al aumentar la renta de un consumidor, baja la proporción de la misma que se destina a comida.
Con respecto al segundo cambio estructural ahora en curso, el cambio relativo de la producción (y consumo) de bienes a la de servicios entra en funcionamiento un corolario de la Ley de Engel: al aumentar la renta, aumenta la demanda de todos los bienes, pero en menor proporción que la renta, siendo la demanda de bienes sustituida en parte por las de servicios y ocio. Los cambios tecnológicos y de gustos son los responsables básicos de tales cambios estructurales, pero, en general, su causa inmediata es el cambio de los precios (y salarios) relativos.
7. LA LOGÍSTICA DEL CRECIMIENTO ECONÓMICO.
Logística es el nombre que recibe una fórmula matemática. La curva que la representa tiene la forma de una S estirada y a veces se denomina curva-s. La curva tiene dos fases: una de crecimiento acelerado seguida por otra de crecimiento menor. Se ha observado también que la curva logística puede representar con cierta aproximación muchos fenómenos sociales, especialmente crecimientos demográficos. En el caso de Europa, se han identificado tres ondas que describen periodos largos de crecimiento demográfico, cada uno de ellos seguido por un periodo de relativo estancamiento, o incluso de descenso. El primero de ellos comenzó en el siglo IX o X, la tasa de crecimiento alcanzó su punto más alto probablemente en el siglo XII, empezó a disminuir en el siglo XIII y terminó abruptamente con la peste de 1348, cuando Europa perdió una tercera parte o más de su población total. Tras un siglo de relativo estancamiento, la población empezó a crecer de nuevo a mediados del siglo XV, alcanzó su tasa más alta en el siglo XVI, y en el siglo XVIII otra vez se estabilizó, incluso puede que disminuyera. Hacia mediados del siglo XVIII el proceso se puso nuevamente en marcha, esta vez con mucha más fuerza, y siguió a un ritmo sin precedentes hasta que fue interrumpido, en la primera mitad del siglo XX, por las guerras mundiales y las calamidades que las acompañaron. Existen pruebas de una cuarta logística, esta vez a escala mundial, que tiene lugar desde la Segunda Guerra Mundial.
Es prácticamente seguro que cada una de las fases de crecimiento demográfico acelerado se ve acompañado de crecimiento económico, en el sentido de que aumentaron tanto la producción total como la producción per cápita. La hipótesis de que crecimiento económico y demográfico corrieron juntos se apoya en la evidencia incuestionable de la expansión, tanto física como económica, de la civilización europea durante cada una de las fases de crecimiento demográfico acelerado. Durante los siglos XI, XII y XIII la civilización europea se extendió desde su antiguo centro geográfico, situado entre los ríos Loira y Rhin, hacia las islas británicas, la Península Ibérica, Sicilia y el sur de Italia, por Europa central y oriental, e incluso temporalmente, durante las cruzadas, a Palestina y el Mediterráneo oriental. Durante la última parte del siglo XV y todo el siglo XVI, las exploraciones geográficas allende los mares, los descubrimientos y las conquistas llevaron a los europeos a África, al Océano Índico y al hemisferio occidental. Finalmente, durante el siglo XIX y a través de la emigración, la conquista y la anexión, los europeos establecieron su hegemonía política y económica en todo el mundo.
Finalmente, por el fenómeno de los rendimientos marginales decrecientes la sociedad se topa con un nuevo techo productivo y la población de nuevo se estanca (o decrece) hasta que una nueva innovación trascendental vuelve a provocar un aumento de la productividad y a dar a conocer nuevos recursos.
TEMA 2. EL DESARROLLO ECONÓMICO EN LA ANTIGÜEDAD.
1. INTRODUCCIÓN.
El hombre apareció sobre la tierra hace quizá 2 millones de años. Hacia finales de la última glaciación (Würm), hace unos 20.000 o 30.000 años, los hombres del final del Paleolítico habían alcanzado un estado relativamente avanzado de desarrollo tecnológico, y probablemente también de desarrollo social. La unidad de organización social era la banda o tribu, que consistía en una media docena de familias. Eran necesariamente tribus migratorias en busca de caza, pero normalmente se mantenían dentro de un área geográfica dada y a veces regresaban periódicamente a un centro de ceremonias. Probablemente los contactos entre bandas fuesen raros, pero no tanto como para impedir la difusión de peculiaridades y técnicas sociales, y quizá primitivos intercambios comerciales en forma de trueque. Las pautas de matrimonio y parentesco habían evolucionado, y la prohibición del incesto era universal. Las creencias animistas anunciaban la religión, del mismo modo que un calendario primitivo auguraba ciencia. Las magníficas pinturas rupestres del norte de España y del sudoeste francés, realizadas hace 20.000 años, nos proporcionan alguna indicación del nivel de desarrollo cultural.
Por los restos humanos encontrados se ha calculado que la vida media era de unos 20 años, la mortalidad infantil era particularmente elevada y eran extremadamente raros los sujetos que sobrepasaban los 50 años.
Pese a los peligros, los hombres del Paleolítico se distribuyeron por toda la superficie del planeta. A finales del periodo, hace unos 10.000 o 12.000 años, habían ocupado virtualmente todas las zonas habitables de la Tierra, desde el O. Ártico a Sudáfrica, Australia y Tierra del Fuego, si bien dispersamente y de modo provisional. Voces autorizadas calculan, que a finales del Paleolítico, el Homo Sapiens poblaba la tierra en número no superior a 20 millones, siendo lo más probable que en realidad rondara los 10 millones.
2. LA ECONOMÍA Y LA APARICIÓN DE LA CIVILIZACIÓN.
La retirada de los últimos glaciares continentales, hace unos 10.000 o 12.000 años, fue el anuncio, sobre todo en el hemisferio norte, de un periodo de importantes cambios geográficos y climáticos. La mejoría del clima de Eurasia y América del Norte tuvo su contrapartida en la desaparición de muchos de los mamíferos que componían la dieta básica de los cazadores del final del Paleolítico. El norte de África y el Asia Central se volvieron zonas más áridas, lo que llevó a sus habitantes a emigrar o a adoptar nuevas formas de vida.
Directamente o no relacionados con los cambios climáticos, en el cuarto o quinto milenio que siguió a la retirada de los glaciares se produjeron también importantes cambios tecnológicos, especialmente en el Cercano Oriente y Oriente Medio. Había llegado el Neolítico, o Piedra Nueva. Sin embargo, los puntos de partida fundamentales de la nueva era fueron la invención de la agricultura y la domesticación de los animales. El proceso pudo empezar ya en el año 8.000 a.C., o incluso antes. Lo que es seguro es que en el 6.000 a.C., la agricultura sedentaria, que abarcaba el cultivo de trigo y cebada y el cuidado de ovejas, cabras, cerdos y posiblemente vacas, estaba totalmente asentada en el área que va del oeste de Irán al Mediterráneo y a través de las montañas de Anatolia hasta ambos lados del Mar Egeo. Desde toda esa zona se fue extendiendo gradualmente a Egipto, la India, China, Europa occidental y a otras partes del Viejo Mundo.
Estos acontecimientos fueron de vital importancia para la historia de la humanidad. Por primera vez el hombre podía fundar asentamientos relativamente estables. Esto le abrió la posibilidad de acumular mayor cantidad de bienes materiales y de dedicar más tiempo a actividades no directamente relacionadas con la mera subsistencia, como el arte y la religión. El tener su suministro de víveres más asegurado introdujo un elemento de estabilidad psicológica, además de física, en sus relaciones personales y sociales.
Conforme se fueron dominando las técnicas agrícolas y la agricultura haciéndose más eficiente y productiva, disminuyó la importancia económica de la caza: la transición de cazador a guerrero y soberano se produjo de forma natural. Por lo que respecta a la motivación, los cambios se debieron simplemente a la necesidad de adaptarse a un medio hostil.
En el sexto milenio se inventó la cerámica, cuya elaboración requería menos esfuerzo que las vasijas de piedra; además podía emplearse con fines ornamentales y ceremoniales. Aunque no han llegado hasta nosotros restos arqueológicos que lo confirmen, parece probable que la alfarería haya sido posterior a los trabajos de mimbre. Sí es más seguro que precedió a la fabricación textil (técnicas de hilar y tejer), y poseemos pruebas de que a principios del quinto milenio se fabricaban tejidos de lino.
La vida sedentaria de los poblados agrícolas permitió una división del trabajo mejor que la que determinaban el sexo y la edad. Parece lógico, sin embargo, que los avances en un área estimulasen los avances en otras.
La metalurgia pudo originarse de forma análoga. Aunque se han encontrado objetos de oro y cobre que datan del sexto milenio, la producción regular de cobre no comenzó hasta el quinto, o quizá el cuarto milenio, y la de bronce es posterior todavía. Fuera cual fuese el modo de descubrirlo, la práctica de la fundición de cobre estaba ya ampliamente extendida en el Cercano y Medio Oriente a mediados del cuarto milenio, y las armas, utensilios y adornos de cobre y bronce se sumaron a los de piedra, arcilla y otros materiales.
La división del trabajo y la evolución de las nuevas artes, como la metalurgia y la alfarería, requerían alguna forma de intercambio o comercio. La naturaleza de tal intercambio variaba según la distancia a la que tenían que transportarse las mercancías. La costumbre establecía los términos del intercambio entre comunidades próximas, pero para bienes muy concretos localizados en áreas situadas a gran distancia se necesita alguna forma de intercambio organizado. Lo cierto es que el trueque venía practicándose desde la última parte del Paleolítico. Tras el surgimiento de las ciudades-estado y los imperios, se organizaron expediciones comerciales y de saqueo.
Una de las principales consecuencias de la invención de la agricultura fue el aumento de la capacidad de determinadas áreas de sustentar a su población. Por lo tanto, allí donde se difundió la agricultura neolítica la población aumentó. La agricultura llegó al valle del Nilo antes del año 4.000 a.C. y al valle del Indo en el milenio siguiente. Aproximadamente en el año 2.500 a.C. había penetrado ya en el valle del Danubio, el Mediterráneo occidental, el sur de Rusia y, posiblemente, China. A veces, al difundirse se producía alguna modificación, por la diferencia de climas y recursos. En las áridas estepas del sur de Rusia y el Asia Central las culturas de azada neolíticas no arraigaron, y sus habitantes se dedicaron al pastoreo.
La unidad básica de organización económica y social de las primeras comunidades agrícolas fue la aldea de labradores, que estaba constituida por un número de familias que oscilaba entre diez y cincuenta, y una población total de entre cincuenta y trescientas personas. Las condiciones de vida mejoraron ligeramente respecto a las de las comunidades cazadoras y recolectoras. Seguramente la vida media no sobrepasaba los veinticinco años.
Antiguamente se creía que, hasta la aparición de las ciudades-estado, a mediados del cuarto milenio, las aldeas agrícolas del Neolítico eran relativamente uniformes e indiferenciadas. Pero recientes descubrimientos arqueológicos han puesto de manifiesto la existencia de comunidades de estructura fundamentalmente distinta de la de las aldeas agrícolas y a las que se pueden denominar con toda propiedad ciudades. Tampoco se sabe la función exacta de estas protociudades ni la base de su existencia. Lo más probable es que sirviesen de primitivos centros industriales y comerciales de las comunidades agrícolas de su entorno. Si así fuera, su existencia demostraría una organización de la economía mucho más compleja de lo que se ha considerado que era posible en aquella época.
Pero antes del año 4.500 a.C., en la Baja Mesopotamia, la región entre los ríos Tigris y Eufrates situada justo al norte del Golfo Pérsico, tierra tan poco prometedora, se asentó la primera de las grandes civilizaciones que conocemos, la de Sumer, con enormes concentraciones humanas, ciudades bulliciosas, arquitectura monumental y ricas tradiciones religiosas, literarias y artísticas que durante miles de años ejercieron su influencia sobre otras civilizaciones. Está claro que la base económica de esta primera civilización estaba en una agricultura altamente productiva. La aparición de la civilización supuso mayor complejidad en la división del trabajo y en el sistema de organización económica. La región de Sumer, al estar desprovista de otro recurso natural que no fuese su rico suelo, tuvo que comerciar con pueblos menos adelantados, contribuyendo de este modo a la difusión de la civilización sumeria. La mayor contribución de Sumer a las civilizaciones posteriores, la invención de la escritura, tuvo su origen en una necesidad económica (sencillos pictogramas trazados en planchas de arcilla antes del 3.000 a.C.). En el año 2.800 a.C. los pictogramas ya se habían estilizado, convirtiéndose en el sistema cuneiforme de escritura, rasgo distintivo de la civilización mesopotámica. Aunque originariamente la escritura fue una respuesta a la necesidad de llevar registros administrativos, pronto se le descubrieron muchos otros usos religiosos, literarios y económicos.
Desde su primitivo asentamiento en el extremo del Golfo Pérsico, la civilización mesopotámica se extendió hacia el norte, hasta Acad, cuyo centro principal era la ciudad de Babilonia, y, posteriormente, por las cuencas altas de los valles del Tigris y Eufrates. Sus expediciones comerciales en busca de materias primas, especialmente metales, estimularon las incipientes civilizaciones de Egipto, del Mediterráneo Oriental y del área del Egeo, de Anatolia y del valle del Indo. De éstas, Egipto y el valle del Indo eran, al igual que Mesopotamia, civilizaciones fluviales que debían su existencia al uso y control de las inundaciones de los ríos que les servían de asentamiento. Casi al final del cuarto milenio, Egipto estaba aún en el Neolítico, pero sus contactos con Mesopotamia fomentaron un rápido desarrollo en todos los aspectos.
3. LAS BASES ECONÓMICAS DEL IMPERIO.
Parece que, antes de la aparición de las primeras grandes civilizaciones urbanas, la estructura social de las aldeas agrícolas del Neolítico era relativamente simple y uniforme. La costumbre y la tradición, interpretadas por un consejo de ancianos, gobernaban las relaciones entre los miembros de la comunidad.
Las primeras ciudades-templo de Sumer, por el contrario, tenían una estructura social claramente jerárquica. Las masas de campesinos y trabajadores sin cualificar, que sumaban probablemente el 90% de la población, vivían como siervos, si no como esclavos, careciendo de derecho alguno, ni siquiera el de propiedad. La tierra pertenecía al templo (o a su deidad) y la administraban los representantes de ésta, es decir, los sacerdotes. En una fecha algo posterior una clase guerrera cuyo mando ostentaban reyes o jefes impuso su autoridad junto a la de los sacerdotes o por encima de la de éstos. Es más probable que la diferencia social y la organización política formal tuviesen una raíz tribal o étnica.
Cuando la proximidad de las ciudades-estado entre sí aumentó, las disputas por los límites y por los derechos de riego se hicieron fuente adicional de conflicto y conquista. Los primeros testimonios escritos de la civilización sumeria clásica del tercer milenio contienen numerosas referencias a la serie de dinastías que gobernaron las diversas ciudades. Claro está que no eran consideraciones de tipo económico el único motivo de lucha. Sin embargo, cualesquiera que fueran los móviles, la base económica de estos imperios de la antigüedad residía en el botín, los tributos y los impuestos que los conquistadores obtenían de los conquistados y de las masas campesinas.
En términos de desarrollo económico, la aportación de los imperios de la antigüedad es bastante escasa. Casi todos los elementos tecnológicos de que se sirvieron las civilizaciones de la antigüedad habían sido inventados o descubiertos antes del alba de la historia escrita. Aunque hubo pocos descubrimientos importantes, se hicieron muchas mejoras técnicas de carácter menor, sobre todo en la agricultura. La riqueza de las grandes civilizaciones fluviales se basaba en la agricultura de regadío, que requería un alto grado de organización y disciplina de la fuerza de trabajo. En otros lugares el regadío a veces complementaba otros métodos, pero su uso generalizado resultaba poco económico, cuando no imposible. En su lugar se desarrolló la técnica del “cultivo en seco”. Dados los suelos arenosos y poco profundos y los veranos largos y cálidos que caracterizan a casi toda esta área, la tierra laborable debía ararse poco, pero con frecuencia, para mantener y sacar fruto de la humedad que recoge durante la estación invernal de lluvias. La carencia de abonos artificiales y la escasez de estiércol motivaron que para mantener la fertilidad del suelo sólo se cultivaran los campos uno de cada dos años (rotación bianual con barbecho).
No obstante, los logros económicos de los imperios de la antigüedad fueron considerables. Las expediciones que organizaron con fines comerciales o de conquista difundieron los elementos tecnológicos y aportaron nuevos recursos. La formulación explícita de las leyes civiles, aun cuando se dictaban en interés del soberano o de la clase dirigente, contribuyó a suavizar el funcionamiento de la economía y la sociedad. Pero lo más importante de todo, posiblemente, fue que al establecer la ley y el orden en áreas cada vez mayores, se facilitó el crecimiento del comercio y, con ello, la especialización regional y la división del trabajo.
4. EL COMERCIO Y EL DESARROLLO EN EL MUNDO MEDITERRÁNEO.
En el milenio que se extiende entre el año 800 a.C y el 200 a.C la civilización clásica del Mediterráneo alcanzó un nivel de desarrollo económico que no se superó, por lo menos en Europa, hasta el siglo XII o XIII. Teniendo en cuenta la ausencia de progreso tecnológico en esa era, la explicación de tal logro debería buscarse en la amplia división del trabajo que una red comercial y de mercados altamente desarrollada hizo posible. Pero si consideramos el alto coste del transporte por tierra, dicho comercio se limitaba a mercancías de un valor muy alto en relación con su tamaño, como eran el oro, la plata y las piedras preciosas, las telas lujosas, las especias y perfumes, y objetos artísticos y religiosos.
La navegación en el Mediterráneo fue un asunto muy diferente. Los fenicios fueron el primer pueblo especializado en el comercio y la navegación; de acuerdo con sus propias tradiciones, llegaron al Mediterráneo provenientes bien del Golfo Pérsico, bien del Mar Rojo, lo que plantea la posibilidad de que fuesen ellos los antiguos intermediarios entre Sumer y el Alto Egipto a través del Índico. En cualquier caso, monopolizaron durante mucho tiempo el comercio con Egipto, sirviendo en cierto modo de agentes de los faraones o de mercaderes contratados. Los fenicios desarrollaron también una serie de procesos industriales directamente relacionados con su comercio, como fue su famoso tinte púrpura. Los fenicios se organizaron políticamente en ciudades-estado autónomas (Tiro, Sidón). Dependientes en gran medida de la tolerancia o buena voluntad de sus poderosos vecinos, su suerte sufrió diversos altibajos, pero durante casi tres milenios, hasta que sus ciudades fueron destruidas por los ejércitos de Alejandro Magno, se contaron entre los más importantes pueblos mercaderes de la antigüedad. Su actividad comercial les llevó a desarrollar el alfabeto, que sustituyó eficazmente a los jeroglíficos y a la escritura cuneiforme, y que, junto a algunas técnicas comerciales más fue adoptado por griegos y romanos. Para fomentar el comercio, y también para aliviar la presión demográfica en su reducida tierra natal, establecieron colonias a lo largo de la costa del norte de África y en el Mediterráneo Occidental, en Sicilia, Cerdeña, Baleares y la costa española. Una de las colonias fenicias, Cartago, fundaría con posterioridad su propio imperio y lucharía con Roma por la hegemonía del Mediterráneo Occidental. Osados navegantes además de hábiles comerciantes, los fenicios se adentraron en el Atlántico buscando el estaño de Cornualles y posiblemente circunnavegaron el continente africano.
El otro pueblo que practicó el comercio marítimo a gran escala fue el griego. A diferencia de los fenicios, los griegos eran originalmente agricultores, pero la abrupta constitución rocosa de su tierra adoptiva (llegaron del norte) les llevó al mar para así poder complementar su pobre producción agrícola. Sus excelentes puertos naturales y las numerosas islas del contiguo Mar Egeo alentaron este nuevo rumbo. Ya en el periodo micénico (del siglo XIV al XII a.C) podían encontrarse mercaderes griegod en todo el Egeo y en el Mediterráneo Oriental hasta Sicilia. Después de una “edad oscura” ocasionada por una nueva ola de invasiones desde el norte, a principios del siglo VIII a.C se restablecieron el comercio y la civilización griega. Para entonces el Egeo era ya un lago griego, con asentamientos en la costa de Asia Menor además de en las islas. La presión demográfica sobre recursos limitados fue la responsable, al menos parcialmente, de tales asentamientos, pero ni siquiera esas medidas aliviaron el problema. A mediados del siglo VIII los griegos se aventuraron a emprender la fundación masiva de colonias en el Mar Negro y a lo largo de todo el Mediterráneo, llegando hasta lo que hoy es Marsella. La concentración de ciudades griegas al sur de Italia y en Sicilia fue tan grande que el área pasó a conocerse como la Magna Grecia. El movimiento colonizador desempeñó una función económica, además de servir para aliviar la presión demográfica. Muchas de las nuevas ciudades se situaron en regiones fértiles, pudiendo así abastecer de cereales y otros productos agrícolas a la ciudad madre. También servían de mercados o centros comerciales de los artículos manufacturados de aquélla, abriendo así, mediante el sistema de mercado, la puerta de la civilización a las poblaciones indígenas de las cercanías, en su mayoría agricultores neolíticos. Las ciudades fundadoras renunciaron generalmente a mantener un control político sobre sus colonias, pero gracias a los lazos de sangre y a las relaciones comerciales se mantuvieron íntimamente unidas. Tales circunstancias hicieron que las ciudades de la Grecia continental se especializasen comercial e industrialmente. Los cereales dejaron paso a las uvas y las aceitunas, que se adaptaban mejor al suelo y clima griegos, y cuyos productos finales tenían un valor por unidad de peso muy superior. Los artesanos griegos, especialmente los alfareros y los trabajadores del metal, trabajaban con tal habilidad que sus artículos se apreciaban sobremanera en toda el área de la civilización clásica. Los mercaderes y marinos griegos actuaron también de mensajeros de otros pueblos no navegantes, como los egipcios. En ciudades como Atenas se concentraban funciones comerciales y financieras. La banca, los seguros, las sociedades de capital y otra serie de instituciones económicas que asociamos a épocas posteriores existían ya en embrión en la Grecia clásica, hundiéndose sus raíces de hecho en la antigua Babilonia. Estos progresos comerciales y financieros fueron facilitados por una innovación menor en cuanto a su significación técnica, pero de trascendental importancia económica: el dinero en moneda. Como ocurre con la mayoría de inventos de la antigüedad, la historia desconoce quién fue el inventor de la moneda. Las monedas más antiguas que poseemos, del siglo VII a.C, proceden de Asia Menor. En cualquier caso, pronto los gobiernos se dieron cuenta de que con la moneda había posibilidad de obtener beneficio y prestigio, y los estados se arrogaron el derecho de acuñar moneda de forma monopólica. La efigie de un soberano o el símbolo de una ciudad grabados en una moneda certificaban no sólo la pureza del metal con que estaba hecha, sino también la gloria de su emisor.
Las ciudades griegas se agotaron en guerras entre sí que resultaron enormemente destructivas, pero las conquistas de Alejandro Magno difundieron la cultura griega por todo el Cercano y Medio Oriente. A pesar de que el Imperio de Alejandro se desintegró tras su muerte, la unidad cultural y económica siguió en pie. La lengua griega se hablaba desde la Magna Grecia hasta el río Indo. Los griegos ocupaban los cargos civiles de los distintos estados que sucedieron al Imperio, y en todas las ciudades importantes podían encontrarse barrios de mercaderes griegos. Alejandría era, para los efectos, una ciudad griega, y el mayor emporio de su época. Por sus mercados pasaban no sólo las exportaciones egipcias tradicionales, sino también cientos de artículos y productos exóticos de todas partes del mundo.
5. LOGROS Y LÍMITES ECONÓMICOS DE LA CIVILIZACIÓN ANTIGUA.
El apogeo de la civilización clásica, al menos en lo que se refiere a su aspecto económico, tuvo lugar durante los dos primeros siglos de la era cristiana, bajo el dominio de Roma. Roma había absorbido ya la cultura helenística antes de dominar el Mediterráneo, y con éste heredó asimismo los logros e instituciones económicas helenísticas. En su origen, los romanos eran un pueblo agricultor; la mayoría cultivaban pequeñas haciendas y respetaban profundamente el derecho de propiedad. A medida que fueron extendiéndose sus dominios, fue aumentando su interés por los asuntos militares y administrativos, pero su tradicional apego a la tierra no desapareció. En su escala de valores, el comercio no gozaba de gran consideración. Sin embargo, el derecho romano, inicialmente adaptado a una sociedad agraria, pero modificado gradualmente con la incorporación de elementos griegos, permitía una considerable libertad de empresa y no penalizaba las actividades comerciales. Cuidaba especialmente del estricto cumplimiento de los contratos, de hacer valer el derecho de propiedad y de llegar a un acuerdo rápido en los litigios. El derecho romano, difundido a la zaga de sus legiones conquistadoras, proporcionó un marco legal coherente y uniforme para la actividad comercial en todo el imperio. El carácter urbano del imperio romano fue posible, y a la vez se vio estimulado, por su altamente desarrollada red comercial y la magnífica división del trabajo que la sustentaba. Sólo la ciudad de Roma llegó a tener, en su momento de máximo apogeo, una población que puede que superase el millón de habitantes.
La mayor contribución de Roma al desarrollo económico fue la pax romana, el largo periodo de paz y orden en la cuenca mediterránea que permitió que el comercio se desarrollase en las condiciones más favorables. La piratería y el bandidaje, que habían supuesto serias amenazas para el comercio hasta en la época helenística, habían sido eliminados casi por completo. Las famosas calzadas romanas fueron proyectadas para cumplir una función estratégica, más que comercial. Pero facilitaron las comunicaciones y el transporte de mercancía ligera. La arteria fundamental del transporte, sin embargo, fue el Mediterráneo, que se convirtió en la gran vía del tráfico comercial, con una prosperidad que nunca antes había llegado a alcanzar y rara vez volvería a tener. Una de las principales consecuencias de la pax romana fue el crecimiento demográfico. Según diversas estimaciones, la población del imperio en su momento cumbre oscilaba entre 60 y 100 millones.
La esclavitud fue un fenómeno frecuente en la antigüedad. El número absoluto y relativo de esclavos varió a lo largo del tiempo. Este número influyó en el precio del trabajo libre; los hombres libres raramente trabajaban en ocupaciones tan desagradables y peligrosas como la minería, pero puede que en otras áreas tuviesen que competir con el nivel de vida de subsistencia de los esclavos. Otra posible medida del bienestar material es la vida media. Parece ser que en los mejores años del imperio la duración media de vida era de unos veinticinco años, ligeramente mejor que en las sociedades anteriores.
Desde el punto de visa económico, los dos pilares del imperio romano eran la agricultura y el comercio. Los excedentes agrícolas, si bien pequeños en términos de campesino individual, cobraban importancia al recaudarse y acumularse a través de impuestos. Proporcionaban los recursos necesarios para mantener a la población urbana, el ejército y la burocracia imperial. Sin embargo, la ordenación efectiva de estos excedentes dependía de que la circulación comercial por el imperio fuese fluida y sin trabas. Las invasiones y el pillaje de los bárbaros obstaculizaron esa circulación comercial, pero la ineficacia y corrupción del propio gobierno del imperio seguramente causaron más problemas. El Mediterráneo volvió a verse infestado de piratas, y bandas de ladrones controlaron los pasos de montaña. En ocasiones, el mismo ejército hizo presa en el pacífico comercio. Los impuestos empezaron a ser cada vez más fuertes, pero su carga era inversamente proporcional a los beneficios que otorgaba el gobierno. Muchas grandes fincas, propiedad de nobles, fueron exentas de impuestos, recayendo el peso de éstos cada vez más sobre los hombros más débiles.
Pese a su íntima relación, no fue lo mismo la caída del imperio romano que el ocaso (o retroceso) de la economía clásica. Si la economía hubiera podido sufragar las exigencias de una burocracia y un ejército cada vez más parásitos, el imperio podría haber durado otros mil años. Y, a la inversa, si el imperio, marco institucional en el que funcionaba la economía, hubiera seguido proporcionando una administración de justicia eficiente y una protección eficaz contra las amenazas externas e internas que gravitaban sobre las pacíficas actividades productivas, no hay una razón clara para que la economía no hubiera funcionado igual de bien que en la época de los Antoninos. Lo cierto es que no se cumplió ninguna de las dos condiciones. Sin embargo, existe una razón aún más fundamental de las limitaciones y el fracaso final de la economía clásica que trasciende las causas inmediatas del ocaso de Roma: la falta de creatividad tecnológica. Esta esterilidad tecnológica contrasta enormemente con la brillantez cultural de algunos periodos de la civilización de la antigüedad. La ingeniería romana puso de manifiesto su habilidad en calzadas, acueductos y cúpulas de edificios, pero no en máquinas que ahorrasen mano de obra. Está claro que no fue falta de inteligencia lo que impidió a los hombres de la antigüedad una mayor contribución al progreso tecnológico. Parece que la explicación se encuentra en la estructura socioeconómica y en la naturaleza de las actitudes y estímulos que ésta generó. La mayor parte del trabajo productivo era realizado por esclavos o por siervos campesinos cuyo rango en poco se distinguía del de aquéllos. Aun cuando hubieran tenido oportunidad de mejorar la tecnología, habrían obtenido poco beneficio, por no decir ninguno, en términos de ingresos más altos o menos trabajo. Los miembros que componían las reducidas clases dirigentes se dedicaban a guerrear, gobernar, cultivar las bellas artes y las ciencias, y consumir de forma aparatosa. Carecían tanto de experiencia como de afición para hacer experimentos con los medios de producción, pues el trabajo era algo deshonroso, el estigma del sirviente. Una sociedad basada en la esclavitud puede producir grandes obras de arte y literatura, pero no un crecimiento económico continuado.
TEMA 3. EL DESARROLLO ECONÓMICO EN LA EUROPA MEDIEVAL.
1. LA BASE AGRARIA.
Hasta el advenimiento de la era industrial en el siglo XIX, la agricultura constituyó en todas partes el sector más importante de la actividad económica, tanto en términos del valor y el volumen del producto, como en la proporción de mano de obra en ella ocupada. No obstante, la orientación agraria de la Europa medieval fue única en comparación con la de otras civilizaciones desarrolladas.
El reino de los francos, establecido en el centro estratégico de la Europa medieval, entre el Loira y el Rhin, se mantuvo más tiempo que los otros, pero, sin un sistema fiscal regular y sin una burocracia permanente, también él dependía para el mantenimiento del orden y la unidad de la dudosa lealtad de los grandes nobles y los que de ellos dependían.
A partir del siglo VIII, y durante dos siglos, los francos y otros pueblos europeos se vieron amenazados por nuevas hordas de invasores. En el 711 el reino visigodo de España fue invadido y rápidamente derrotado por musulmanes provenientes del norte de África. En el 732 habían llegado hasta el corazón de Francia, de donde serían expulsados. Aunque los francos hicieron retroceder a los musulmanes al otro lado de los Pirineos, éstos conquistaron Córcega, Cerdeña y Sicilia, convirtiendo el Mediterráneo prácticamente en un lago musulmán. Entrado el siglo, los vikingos salieron en masa de Escandinavia, lograron poner a las islas Británicas bajo su dominio, conquistaron Normandía, asaltaron localidades situadas en las costas y en las riberas de los ríos, llegando por vía fluvial hasta París, e incluso se adentraron en el Mediterráneo. En el siglo IX componentes de las feroces tribus magiares se encaminaron al centro de Europa a través de los Cárpatos, y atacaron y saquearon el norte de Italia, el sur de Alemania y el este de Francia, imponiendo tributos a sus habitantes, antes de elegir como tierra en el siglo siguiente la llanura húngara e instalarse allí.
Para hacer frente a estas amenazas, los reyes francos idearon un sistema de relaciones políticas y militares, posteriormente denominado feudalismo, que injertaron en el sistema económico en desarrollo. Se otorgó a los guerreros, a cambio de sus servicios militares, las rentas de las grandes haciendas, muchas de ellas confiscadas a la Iglesia; estos guerreros (señores y caballeros) quedaron asimismo encargados de mantener el orden y administrar justicia en sus tierras. Los grandes nobles poseían gran cantidad de tierras que abarcaban muchas aldeas, y concedieron algunas de éstas a señores o caballeros de inferior categoría, sus vasallos, a cambio de un juramento de homenaje y fidelidad similar al que el rey recibía de ellos; a este procedimiento se le llamó subinfeduación.
Sustentando el sistema feudal estaba la forma de organización económica y social basada en el manor. Esta empezó a tomar forma en los últimos tiempos del imperio romano, cuando las grandes fincas de la aristocracia romana se transformaron en haciendas autosuficientes y los campesinos quedaron ligados a la tierra bien por ley, bien por presiones económicas y sociales más directas e inmediatas. Las invasiones bárbaras modificaron el sistema, y recibió su sello definitivo durante las invasiones vikingas, sarracenas y magiares de los siglos VIII y IX, cuando el manor se convirtió en la base económica del sistema feudal. No existía lo que podríamos llamar manor típico, ya que se dieron numerosísimas variaciones tanto cronológicas como geográficas. Como unidad administrativa y de organización, el manor consistía en tierra, edificios y la gente que cultivaba aquélla y habitaba éstos. Desde un punto de vista funcional, la tierra se dividía en tierra de cultivo, tierra de pasto, prados, monte, bosque y tierra baldía; desde el punto de vista legal, en el demesne (dominio) del señor, las tierras de los campesinos y la tierra común. El demesne del señor, que a veces, pero no necesariamente, estaba cercado o separado de la tierra de los campesinos, representaba aproximadamente el 25 o 30% de la tierra cultivable del manor; incluía la manor house, los graneros, los establos, la forja, los jardines y acaso los huertos y viñedos. La tierra que los campesinos labraban para sí estaba situada en vastos campos abiertos que rodeaban la manor house y el pueblo; la tierra se dividía en franjas o parcelas pequeñas, y cada colono tenía derecho posiblemente a dos docenas o más de parcelas diseminadas por los campos del manor. Los prados, pastos, bosques y montes se tenían en común, si bien el señor vigilaba su utilización y se reservaba privilegios especiales en los bosques. La manor house, con frecuencia fortificada, servía de residencia al señor o a su representante. Catedrales y monasterios tenían también sus propios manors, que podían cederse a vasallos, ser administrados directamente por los clérigos, o confiarse a administradores o mayordomos laicos. Los campesinos vivían en pueblos apretados a los pies de las murallas de la manor house o en sus cercanías. Sus casas constaban simplemente de una o dos estancias, a veces con un granero que servía de lugar para dormir. La construcción podía ser de manera o piedra, si bien lo más frecuente es que fuera de barro y juncos, con suelo de tierra, sin ventanas y con tejado de paja con un agujero que hacía las veces de chimenea. Los pueblos normalmente estaban situados en las inmediaciones de un arroyo que proporcionaba agua, movía el molino y, en ocasiones, el fuelle del herrero. A menos que la manor house tuviera capilla, una pequeña iglesia completaba el panorama del pueblo. El manorialismo nunca fue esa institución estática que a veces se representa, sino que estuvo siempre en estado de evolución constante, normalmente de forma gradual, casi imperceptible, pero ineludible.
2. LA SOCIEDAD RURAL.
Dentro de la población rural había diversas categorías o grados según el nivel social. La teoría del feudalismo plenamente desarrollada dividía la sociedad en tres órdenes y asignaba un deber a cada uno de ellos. Los señores proporcionaban protección y mantenían el orden, los clérigos cuidaban del bienestar espiritual de la sociedad y los campesinos trabajaban para mantener a los dos órdenes superiores. La clase dirigente, que sumaba probablemente menos del 5% de la población total, formaba en principio una pirámide social que iba desde el rey en la cúspide, pasando por los grandes nobles, hasta los caballeros de categoría inferior en la base. El orden clerical tenía también sus diversas categorías sociales. En primer lugar, podía distinguirse entre el clero regular, es decir, las órdenes monásticas que dejaban el mundo retirándose a comunidades aisladas, y el clero secular (obispos y sacerdotes), que participaba de la vida de la comunidad de un modo más directo. En la primera parte de la Edad Media el clero regular gozó de mayor prestigio, pero a partir del siglo X la categoría social del clero secular aumentó con el alza económica y el resurgimiento de las ciudades, al desempeñar obispos y arzobispos un importante papel tanto en la vida religiosa como laica. Existían diferentes categorías sociales incluso entre la población campesina. En términos generales, había dos: hombres libres y siervos. Pero no siempre eran categorías diferentes, y dentro de ellas se daban distintos grados de libertad y servidumbre. La esclavitud, tal como existía en el imperio romano, fue desapareciendo gradualmente hasta que en el siglo IX los únicos esclavos que quedaban eran los esclavos domésticos de los grandes nobles. Por otra parte, la condición de aquellos hombres que formaban la clase de hombres libres del imperio romano, campesinos, propietarios y arrendatarios, se vio reducida a la de siervos. Al mismo tiempo, el poder de los señores no era ilimitado. Los siervos no eran propiedad de sus amos, sino adscripti glebae, es decir, estaban ligados a la tierra. Dos tendencias pueden percibirse a lo largo de toda la Edad Media y al principio de la época moderna respecto a la condición social del campesinado, tendencias íntimamente unidas a la evolución del manor. Desde la última fase del imperio romano hasta aproximadamente los siglos X-XI, los derechos y obligaciones de los hombres libres y los esclavos se asemejaron cada vez más. Luego, desde aproximadamente el siglo XII hasta la Revolución Francesa, fue produciéndose una disminución gradual de las restricciones a que estaban sometidos los siervos, que tuvo como resultado el deterioro definitivo de la institución de la servidumbre en ciertas áreas de la Europa Occidental.
3. FORMAS DE ESTABILIDAD.
La organización del trabajo en el manor entrañaba una mezcla de coacción y cooperación regidas por la costumbre, con muy poca oportunidad para la iniciativa individual. El sistema de campos abiertos y el hecho de que las parcelas de cada campesino estuvieran diseminadas por los campos forzaban a acometer el trabajo en común.
El papel que el ganado tenía asignado en la economía medieval variaba considerablemente de una región a otra. Su función más importante era la de servir de animales de tiro, y el buey, el más corriente de éstos, podía encontrarse por toda Europa. Otros animales de tiro eran el caballo, que se utilizaba en el noroeste de Europa y en Rusia desde aproximadamente el siglo X, el asno y la mula, usados principalmente en el suroeste de Francia y en España, y el búfalo de agua, utilizado en algunas zonas de Italia. En la periferia celta de Europa (Bretaña, Gales, Irlanda y Escocia), fuera del área de economía manorial, se cultivaba poco y las tribus seminómadas que la habitaban vivían casi exclusivamente del ganado. También en Escandinavia, sobre todo en Noruega y Suecia, la ganadería era más importante que la agricultura. En las principales áreas basadas en el manor se criaba ganado vacuno, ovino y porcino por su carne, y de paso por el abono que producía, pero la ganadería ocupaba, sin duda alguna, un lugar secundario en comparación de la agricultura. Sólo en el noroeste de Europa cobró mayor importancia, debido a su clima húmedo, que garantizaba mejores pastos naturales. En el sur, en áreas con clima mediterráneo, la ganadería era mucho menos importante, y con frecuencia adoptaba la forma de rebaños trashumantes de ovejas y cabras que invernaban en las dehesas de las tierras bajas y que en primavera y verano eran trasladados a las montañas.
La mayoría de los campesinos se veían obligados a trabajar en el demesne del señor, teniendo este trabajo preferencia sobre su labor en las propias parcelas. La extensión y naturaleza de los servicios que debían prestar variaban de una región a otra y según la condición social del campesino o la naturaleza de la tierra a él atribuida, y cambiaron a lo largo del tiempo. Por regla general a aquellos siervos que ostentaban un derecho sobre la tierra se les exigía más trabajo que a los que poseían la tierra en sí. A partir del siglo X empezó a desarrollarse gradualmente, y con más rapidez en una áreas que en otras, un movimiento tendente a suprimir los servicios de trabajo o a sustituirlas por rentas en dinero. Además de los servicios de trabajo, la mayoría de los campesinos estaban sometidos a otros deberes, pagos y prestaciones, en dinero y en especie. Tenían que pagar asimismo el diezmo a la iglesia, y a veces tributos al rey. Aquellos campesinos cuyas parcelas eran demasiado pequeñas para mantener a una familia, lo que ocurría a menudo, realizaban trabajos adicionales en la tierras del señor, por lo que recibían teóricamente salario en dinero, si bien a veces era en especie.
El sistema manorial fue desarrollándose gradualmente a lo largo de varios siglos, en un periodo caracterizado por la incertidumbre política, frecuentes brotes de violencia, técnicas de producción primitivas y el ocaso de la actividad comercial y la especialización laboral. Pese no haber sido planeado conscientemente, conservó la actividad y continuidad sociales y mantuvo a una población dispersa con un nivel de vida bajo, pero tolerable. Opuesto en apariencia a la iniciativa individual, y por tanto a la innovación, el sistema, sin embargo, evolucionó como respuesta a la influencia recíproca de instituciones y recursos, dando lugar a cambios tecnológicos que incrementaron la productividad y estimularon el crecimiento demográfico, alterando así las bases de su propia existencia.
4. FUERZAS DE CAMBIO.
La innovación más importante en la agricultura medieval fue la sustitución de la rotación de dos hojas de la agricultura clásica mediterránea por la de tres hojas, innovación íntimamente unida a otras dos igualmente decisivas: la introducción del arado de ruedas y el uso del caballo como animal de tiro. El lugar y fecha de origen exactos del arado de ruedas es aún tema de debate. Puede que penetrase en la Galia con los francos, pero si fue así, no tuvo un uso generalizado hasta que la agricultura adquirió más importancia que la ganadería. El arado de ruedas podía romper y remover la compacta tierra compuesta de marga y arcilla del noroeste de Europa, con lo que contribuyó a que sus usuarios pudieran disponer de nuevos recursos. Con un clima más húmedo, los años alternativos de barbecho para acumular humedad no eran necesarios y, por otra parte, los suelos al ser más profundos, toleraban una absorción más constante de sus sustancias nutritivas, sobre todo si se variaban las cosechas. La rotación de tres hojas tenía diversas ventajas. La fundamental era el aumento de la productividad del suelo. La rotación de tres hojas, con sus siembras en primavera y otoño, extendía las labores agrarias más uniformemente a lo largo del año; reducía, asimismo, el riesgo de hambre en caso de perderse la cosecha, pues, de ser necesario, podía plantarse trigo o centeno en primavera. Por último, al haber más tierra de cultivo disponible, se podía introducir mayor variedad de plantas, con el consiguiente efecto favorable sobre la nutrición. Por su superioridad, la rotación de tres hojas, se extendió allí donde le eran favorables el suelo y el clima; en el siglo XI era ya práctica generalizada en el norte de Francia, los Países Bajos, oeste de Alemania y el sur de Inglaterra. En el área mediterránea, en cambio, su práctica fue excepcional; la rotación bianual clásica siguió siendo el uso generalizado hasta el siglo XIX, si bien, con el crecimiento de la demanda urbana, muchas de las tierras próximas a las ciudades, sobre todo en el norte de Italia, se cultivaron de forma intensiva y constante con fines comerciales, utilizando con generosidad desechos orgánicos urbanos. Poco antes del siglo X se introdujo en Europa Occidental, con casi toda seguridad desde Asia, la collera, que descansaba en la espalda del caballo, y no tardó en adquirirse la costumbre de herrarlos para proteger sus pezuñas, más delicadas que las de los bueyes. A partir de entonces se difundió su uso como animal de tiro para el arado y los carros, pero sin llegar a sustituir, ni mucho menos, al buey. La cría de caballos se redujo al norte de Francia, Flandes, Inglaterra y algunas zonas de Alemania, pero ni siquiera en esas áreas llegó a sustituir al buey.
Aparte de estas innovaciones fundamentales, la agricultura medieval experimentó un sinnúmero de mejoras e innovaciones menores. Como resultado de nuevas fuentes de abastecimiento y de mejoras en la metalurgia, el hierro era más abundante y barato; además de usarse en armas y armaduras, se utilizó cada vez más en herramientas agrícolas. El valor del estiércol como fertilizante del suelo se conocía también desde hacía mucho, pero pasaron a intensificarse los esfuerzos para recogerlo y conservarlo. Por otra parte, la práctica de abonar con marga el terreno aumentó la fertilidad de ciertos suelos, al igual que añadir turba a otros. En el siglo XIII, en regiones de agricultura intensiva, para mantener o aumentar la fertilidad, se ideó la técnica del “abono verde” (arar bajo trébol, guisantes y otras plantas nitrogenadas). Tales técnicas, junto con el uso de algarrobas, nabos y trébol como forraje para la ganadería intensiva y la consecuente abundancia de estiércol, hicieron posible introducir la rotación de cuatro hojas e incluso algunas más complicadas en regiones de agricultura intensiva.
También puede hablarse de innovaciones en el campo del crecimiento de cultivos y animales. A lo largo de la Edad Media se introdujeron en Europa una serie de plantas que tuvieron amplia difusión y en cuyo cultivo se especializaron algunas zonas. Una de estas plantas fue el centeno, que se convirtió en Europa septentrional y oriental en el principal cereal para hacer pan. Los guisantes, las judías y las lentejas, ya conocidas se difundieron y se hicieron más corrientes, al haber más oportunidad de cultivarlas; gracias a ello las dietas se volvieron más variadas y equilibradas. Muchas frutas y hortalizas del Mediterráneo, e incluso de África y Asia, fueron aclimatadas al norte de Europa. El injerto, técnica inventada probablemente por los árabes o los moros, permitió obtener mejores variedades de frutas y frutos secos. Los musulmanes de España y del sur de Italia dieron a conocer a los europeos el algodón, la caña de azúcar, los cítricos y el arroz. Las moreras y la crianza de gusanos de seda llegaron también al norte de Italia a través de las civilizaciones bizantina o islámica. Los europeos del norte, carentes de vino y aceitunas, aprendieron a cultivar colza y lúpulo para hacer con ellos aceite y cerveza respectivamente. El crecimiento de la industria textil hizo aumentar la demanda de glasto, rubia, azafrán y otros tintes naturales.
No podemos afirmar que la agricultura medieval se caracterizase por su individualismo; pero en la práctica fueron los individuos quienes, solos o en grupos cooperativos, introdujeron o adoptaron innovaciones de las que generalmente sacaron provecho. Este incentivo para la innovación es lo que diferencia las agriculturas de la Edad Media y la antigüedad. Del mismo modo, la introducción de nuevos cultivos o la especialización en la producción de otros refleja tanto la existencia de incentivos, como la capacidad de los agricultores de responder a éstos. Se produjeran para su consumo directo, para su venta a los consumidores urbanos o como materia prima para las industrias en crecimiento, esos productos indican rentas en aumento y canales de producción y distribución más diversificados, es decir, desarrollo económico. La prueba más evidente de desarrollo fue el crecimiento demográfico y sus consecuencias: el ascenso de las ciudades y la expansión física de la civilización europea.
5. LA EXPANSIÓN DE EUROPA.
Se ha calculado que alrededor del año 1.000 la población de la Europa Occidental (norte de Italia, Francia, Benelux, la República Federal Alemana, Suiza, Gran Bretaña, Irlanda y Dinamarca) era de 12 a 15 millones de personas. La población de la Europa cristiana (Noruega, Suecia, la mayor parte de la Europa Oriental y la población cristiana de la Península Ibérica) probablemente era de 18 a 20 millones de habitantes. A principios del siglo XIV la población de Europa Occidental estaba probablemente entre los 45 y 50 millones, y la de todo el continente entre 60 y 70 millones. En Europa Occidental este incremento puede atribuirse casi enteramente al crecimiento natural; en el resto de Europa, a las migraciones provenientes del oeste y a la conquista o conversión de pueblos no cristianos. La condición matemática para una población total estable es la equivalencia entre las tasas brutas de natalidad y mortalidad. Si aumenta la tasa de natalidad o disminuye la de mortalidad, crece la población. El aumento de la productividad agrícola gracias al sistema de rotación de tres hojas y a otras mejoras en la tecnología agrícola puede explicar fácilmente un ligero descenso de la tasa de mortalidad media que, de mantenerse muchos años, había traído aparejado un aumento significativo de la población. Además, y pese a que no tengamos pruebas claras de ello, es posible que la tasa de natalidad media experimentara también un ligero aumento. Quizá hubo otros factores que favorecieron el crecimiento demográfico, pero probarlo resulta más difícil. Al ser la guerra y el pillaje menos corrientes y destructivos, la seguridad habría aumentado directa e indirectamente, con los correspondientes efectos en la producción. De la práctica de la medicina y de los hábitos sanitarios sabemos demasiado poco como para sacar conclusiones sobre sus efectos, pero la fabricación y el uso del jabón aumentaron de forma importante cuando menos en el siglo XIII, posiblemente un factor secundario en la reducción de la tasa de mortalidad. Cabe también la posibilidad de que el clima del norte de Europa mejorara levemente entre los siglos X y XIV; en tal caso, la influencia de este cambio se habría dejado sentir ante todo en una mayor productividad de la agricultura. Es a esta última a la que hay que atribuir el mérito de haber hecho posible el crecimiento demográfico siendo a su vez las mejoras en la tecnología las principales responsables de ese aumento de la productividad.
Aumentó la densidad media de los asentamientos existentes. Se desbrozaron nuevos terrenos junto a los que ya estaban cultivados y, al menos en el siglo XIII y sobre todo en la primera mitad del XIV, se redujo el tamaño medio de las parcelas para hacer sitio en los saturados asentamientos a los nuevos habitantes. Se empezaron a cultivar terrenos que hasta entonces eran yermos y despoblados. A principios del siglo X los pueblos del noroeste de Europa estaban muy diseminados, con grandes extensiones de bosques o páramos entre ellos. Se necesitó desbrozar y roturar esas tierras con gran esfuerzo para que pasaran a ser aptas para el cultivo. Similar esfuerzo se emprendió para ganar tierra al mar en Flandes, Zelanda y Holanda. La mayoría de estos trabajos de recuperación se llevaron a cabo a instancias, o al menos con el permiso, de los grandes señores bajo cuya administración estaban las tierras; pero para atraer colonos al arduo trabajo de desbroce y roturación los señores se veían obligados a renunciar a la posesión de la tierra del demesne y a los servicios en trabajo de los colonos. De este modo, éstos se convirtieron en granjeros con obligaciones de pago, pero por lo demás independientes económicamente. Finalmente, para dar cabida a su mayor número de habitantes, la civilización europea se expandió geográficamente. Pese a que en el siglo VIII los francos hicieron retroceder a los musulmanes al sur de los Pirineos y unos minúsculos reinos cristianos resistieron en las regiones montañosas del norte, los estados y civilización islámicos dominaron la mayor parte de la Península Ibérica durante más de 400 años. La población musulmana dominaba la agricultura y especialmente, la horticultura; resucitaron y extendieron el sistema romano de riego e hicieron del sur de España una de las áreas más prósperas de Europa. La reconquista cristiana de la península empezó seriamente en el siglo X, coincidiendo con el crecimiento demográfico europeo, y en el siglo XIII nueve décimas partes de la península estaban ya en manos cristianas. La reconquista adquirió carácter de cruzada y muchos de los guerreros que tomaron parte de ella llegaron del norte de los Pirineos. Quizá la prueba más llamativa de la vitalidad económica de la Europa medieval fuera la expansión alemana en lo que ahora son Alemania Oriental, Polonia, Checoslovaquia, Hungría y Lituania. Antes del siglo X la escasa población que ocupaba tal área estaba constituida principalmente por tribus eslavas que además de cazar y recolectar frutos, empleaban técnicas agrícolas primitivas. La colonización de este vasto territorio se llevó a cabo de varias formas, y en gran parte entrañó una forma rudimentaria de planificación económica. Los resultados económicos globales de esta expansión se pueden resumir en: difusión de una tecnología más avanzada, importante incremento de la población debido a un aumento natural y a la emigración, gran ampliación de la tierra de cultivo e intensificación de la actividad económica. Finalmente, pese a que esta consecuencia va más allá de la esfera puramente económica, la expansión germana unió más estrechamente a la Europa Oriental con la civilización emergente de Occidente. A diferencia del avance germano hacia el este, las Cruzadas no produjeron una expansión geográfica definitiva de la civilización europea; su causalidad fue más compleja y abarca más motivaciones políticas y religiosas que económicas. De forma significativa, la era de las Cruzadas acabó con la prolongada depresión del siglo XIV. Del mismo modo que una economía creciente hizo posible que los europeos emprendiesen las Cruzadas, éstas estimularon el comercio y la producción. Además de tener que financiar y abastecer los ejércitos cruzados, las conquistas temporales de los cristianos en el Mediterráneo oriental abrieron nuevos mercados y nuevas fuentes de suministros a los mercaderes de Occidente. No es cierto que las Cruzadas fueron las responsables del restablecimiento del comercio, pero sí estuvieron estrechamente relacionadas con la expansión de éste y con su continuo crecimiento.
6. LA RESURRECCIÓN DE LA VIDA URBANA.
El descenso de la población urbana había comenzado ya antes de la caída del imperio romano A principios de la Edad Media, muchas ciudades del norte de Europa estaban totalmente abandonadas. El comercio a larga distancia se reducía en su mayor parte a bienes de lujo, entre ellos esclavos destinados a las cortes de nobles ricos y poderosos, tanto seglares como religiosos, y sus agentes eran extranjeros, principalmente sirios y judíos, a los que sus clientes otorgaban protección y pases especiales. El crecimiento urbano empezó en las ciudades portuarias, pero pronto se extendió a otras. Las llanuras de Lombardía y Toscana constituían el interior natural de Venecia, Génova y Pisa; se contaban, asimismo, entre las regiones más fértiles de Italia y también ellas se mantuvieron fieles a la tradición urbana del imperio romano de la antigüedad. Con el aumento de la productividad agrícola y el crecimiento demográfico que engendró, muchos campesinos emigraron a los centros urbanos, viejos y nuevos, donde emprendieron nuevas profesiones en el comercio y la industria. La influencia recíproca entre el campo y la ciudad fue intensa. El campo proporcionaba el excedente humano necesario para poblar las ciudades, pero, una vez allí, esa nueva población urbana constituía los nuevos mercados para los productos del campo. Bajo la presión de las fuerzas de mercado, el sistema manorial, concebido para la autosuficiencia rural, empezó a desintegrarse. En el siglo X los servicios en trabajo se estaban empezando a sustituir ya por renta monetaria; poco después, los señores feudales comenzaron a vender o a arrendar sus señoríos a agricultores que cultivaban para comerciar con sus productos. Los campos abiertos del sistema manorial se dividieron, se cercaron y se sometieron a un cultivo intensivo que con frecuencia incorporaba riego y abono abundante. Muchos de los nuevos empresarios agrícolas eran habitantes de las ciudades que aplicaban a sus tierras, fuesen arrendadas o compradas, los mismos cálculos meticulosos de gastos e ingresos que habían aprendido en los tratos comerciales. Los comerciantes más prósperos del norte de Italia se asociaron entre sí, en ocasiones con la cooperación de aristócratas que residían en las ciudades y podían dedicarse también al comercio o, cuando menos, prestar dinero a los que sí lo hacían, y constituyeron asociaciones voluntarias para atender los asuntos municipales, proteger los intereses comunes y resolver litigios sin recurrir a los engorrosos tribunales feudales. Con el tiempo esas asociaciones voluntarias se convirtieron en gobiernos municipales. Negociaron cartas de libertad con sus señores feudales, o lucharon contra ellos por el mismo objetivo. Por otro lado, las ciudades italianas, a diferencia de otras ciudades de Europa, demostraron ser lo bastante fuertes como para extender su poder a la campaña circundante. En el resto del continente el desarrollo urbano empezó más tarde y fue menos intenso que en el norte de Italia. Las villas y ciudades crecieron, pero salvo pocas excepciones no alcanzaron ni el tamaño ni la concentración de las del norte de Italia. Y, sobre todo, ni remotamente consiguieron de sus príncipes el mismo grado de autonomía e independencia. La única región que podía compararse con el norte de Italia en lo que respecta a desarrollo urbano era el sur de los Países Bajos, especialmente Flandes y Brabante. No sólo en ambas áreas estaban las ciudades que contaban con mayor número de habitantes de Europa, sino que además eran las zonas más densamente pobladas. La agricultura de ambas era la más avanzada e intensiva y las dos tenían los centros comerciales e industriales más importantes.
7. VÍAS Y TÉCNICAS DEL COMERCIO.
El comercio más lucrativo y prestigioso lo constituyó, sin duda, el que estimuló el renacer comercial entre Italia y el este. Antes de que los italianos la hicieran suya, los mercaderes orientales habían utilizado ya esa ruta para llevar a las cortes occidentales productos de lujo. Cuando aquéllos pasaron a hacerse cargo del comercio, aún predominaban en el movimiento de este a oeste los bienes de lujo, pero a ellos habían venido a sumarse materias más voluminosas. En dirección contraria iban telas corrientes de lana y lino, pieles procedentes del norte de Europa, utensilios metálicos de Lombardía y Europa central, y cristal de Venecia. Los venecianos habían comerciado con el imperio bizantino desde el principio de su historia, pero a finales del siglo XI se aseguraron un lugar de privilegio a cambio de su ayuda contra los turcos selyúcidas: obtuvieron libre acceso a todos los puertos del imperio sin pagar derechos de aduana ni impuesto alguno, prerrogativa de que ni los propios mercaderes del imperio gozaban. Mientras, Génova y Pisa, tras expulsar de Córcega y Cerdeña a los musulmanes, cayeron sobre sus fortalezas del norte de África, saquearon sus ciudades y obtuvieron de ellos condiciones especialmente favorables para sus barcos y comerciantes. Posteriormente Génova derrotó a Pisa en la lucha por el dominio indiscutible del Mediterráneo occidental y desafió a Venecia por el control del oriental. Las ciudades italianas, de mutuo acuerdo o rivalizando entre sí, intensificaron su penetración en el levante durante las Cruzadas; establecieron colonias y enclaves privilegiados desde Alejandría a lo largo de las costas de Siria y Palestina, en Asia Menor, en Grecia, en los alrededores de Constantinopla y en las costas que circundan el Mar Negro, desde Crimea hasta Trebisonda. Los genoveses llegaron a surcar incluso el Mar Caspio y el Golfo Pérsico a bordo de barcos construidos allí mismo. La caída del reino de Jerusalén y el fracaso de las Cruzadas apenas afectó a las posiciones italianas en Oriente: firmaron tratados con los árabes y los turcos y continuaron sus negocios de costumbre. El comercio llevado a cabo con China floreció desde mediados del siglo XIII hasta mediados del XIV. Una vez más fueron los italianos quienes dominaron el comercio. Las guías de mercaderes describían con todo lujo de detalles los itinerarios, y daban útiles sugerencias respecto a las mercancías que tendrían demanda. En el otro extremo del Mediterráneo el comercio era más prosaico. Pese a la relativa lentitud de las comunicaciones, mercaderes despiertos y mercados activos procuraron satisfacer la demanda efectiva. Aunque también este comercio estaba dominado por los grandes puertos italianos, lo compartieron, de mejor o peor grado, con comerciantes catalanes, castellanos, provenzales, narboneses e incluso musulmanes. Durante la Edad Media la importancia de los mares del norte de Europa, si bien menos activos que el Mediterráneo, experimentó un aumento continuo. A principios de la época medieval eran los frisones los principales agentes del reducido volumen de comercio existente a lo largo de las costas del Mar del Norte y en los grandes ríos. A medida que el Báltico fue cobrando importancia, los escandinavos fueron ocupando su lugar, pero en los últimos años de la Edad Media el comercio en el Báltico y en el Mar del Norte estuvo dominado por las grandes ciudades comerciales alemanas organizadas en la Hansa. Ya en el siglo XII la producción especializada por regiones se estaba convirtiendo en una característica de mercado de la economía medieval. Desde finales del siglo XIII y a lo largo del XIV se realizaron grandes progresos en diseño naval y técnicas de navegación, progresos que tendrían en el siglo XV un efecto revolucionario; pero antes de que se produjeran tales adelantos la ruta entre el Mediterráneo y el Mar del Norte era peligrosa y poco rentable. Por esa razón, los grandes pasos alpinos, pese a sus obstáculos y peligros, eran más transitados que el estrecho de Gibraltar. Los señores feudales dueños de las tierras por donde pasaban las rutas acabaron con el bandidaje y mejoraron los caminos, por lo que cobraban peaje, pero éste no era alto por la competencia de rutas alternativas. Las ferias de Champagne, surgidas en el siglo XII, eran el más importante lugar de reunión de mercaderes, tanto del norte como del sur de Europa. Situadas aproximadamente a medio camino entre las dos regiones de Europa más desarrolladas, el norte de Italia y los Países Bajos, servían de lugar de encuentro y comercio para los mercaderes de ambas zonas, pero también desempeñaban un importante papel en el comercio del norte de Alemania con el sur de Francia y la Península Ibérica. Las prácticas y técnicas comerciales que se desarrollaron en esas ciudades ejercieron una influencia más amplia y duradera que las propias ferias. Después de su ocaso como centros de compra-venta de productos, todavía sirvieron de centros financieros durante muchos años. En las últimas décadas del siglo XIII los viajes al Mar del Norte desde el Mediterráneo fueron haciéndose más frecuentes; en la segunda década del siglo XIV, Génova y Venecia organizaban ya anualmente convoyes regulares, las famosas flotas de Flandes. Estas caravanas marítimas llevaban las mercancías directamente de los puertos mediterráneos al gran mercado permanente de Brujas. Pese a no cesar enteramente el comercio por tierra, estaba claro que se había inaugurado una nueva etapa en las relaciones económicas entre el norte y el sur de Europa, etapa que entrañó no sólo nuevas rutas y nuevos medios de transporte, sino también un cambio en la escala del comercio y en los mecanismos de la organización comercial. Las grandes empresas comerciales y sucursales en toda Europa, se convirtieron en los principales agentes del comercio, sustituyendo a los mercaderes individuales. Este acontecimiento, al que a veces se ha llamado “revolución comercial”, fue fundamental en la segunda época de expansión de Europa, que empezó en el siglo XV.
En la época carolingia los mercaderes eran normalmente extranjeros: sirios y judíos. Con el restablecimiento del comercio en el siglo X, los mercaderes europeos cobraron más importancia, pero hasta bien entrado el siglo XIII el mercader siguió siendo un viajero ambulante. En los casos más sencillos los mercaderes trabajaban por cuenta propia; todo su capital consistía en los bienes que llevaba. Pero pronto entró en vigor una forma de sociedad, la commenda: un mercader, quizá ya demasiado viejo para soportar la dureza del viaje, aportaba el capital y otro realizaba el trayecto. Las ganancias se dividían: normalmente tres cuartas partes para el socio sedentario y una cuarta parte para el socio activo. Ya en el siglo XII muchos individuos que no se dedicaban realmente al comercio activo invirtieron de esa forma en él en Génova y otras ciudades italianas. El aumento del volumen de comercio y la normalización de las prácticas comerciales, trajeron consigo el nacimiento de una nueva forma de organización comercial (la vera società) que rivalizó, y a veces suplantó, a la commenda. Constaba de varios socios y solía operar en muchas ciudades de toda Europa. Los italianos fueron, con diferencia, los más sobresalientes en este tipo de organización. Con frecuencia se ocupaban de operaciones bancarias además de mercantiles. Los mercaderes más modestos que no podían disponer de barcos propios idearon otros modos de diversificar los riesgos del comercio a larga distancia. Varios mercaderes que comerciaran por separado podían unirse para alquilar un barco. O bien un único empresario alquilaba todo un barco y arrendaba parte del espacio de éste a otros mercaderes. Se inventaron varios tipos de créditos marítimos para que los inversores no comerciantes participasen de los beneficios sin hacerlos socios de la empresa ni violar las leyes contra la usura. A finales del siglo XIII ya era normal el seguro marítimo. La banca y los créditos fueron estrechamente unidos al comercio medieval. Ya en el siglo XII se establecieron en Génova y Venecia primitivos bancos de depósito. Aunque por ley tenían prohibido prestar dinero sobre reservas fraccionadas, los bancos permitían el descubierto bancario a clientes preferentes, con lo que creaban nuevos medios de pago. Bancos así sólo podían encontrarse en los centros comerciales más importantes. Otra razón que justificaba la confianza generalizada en el crédito era la confusión y diversidad de monedas. La mayoría de las regiones de la Europa occidental usaban el sistema monetario carolingio de libras, chelines y peniques, pero esa unidad aparente escondía una desconcertante desigualdad monetaria. Las monedas más corrientes en los siglos XI y XII eran los peniques; pero éstos no sólo resultaban incómodos para pagos elevados, sino que además eran de diferente tamaño, peso y contenido en plata según quienes los acuñasen (reyes, duques, condes). No fue sino hasta la segunda mitad del siglo XIII que Europa obtuvo por fin una moneda realmente estable, el famoso florín de oro que puso Florencia en circulación por vez primera en 1252. El florín se acomodaba perfectamente a las necesidades mercantiles, pero, para cuando apareció, el crédito ya era parte indispensable de la actividad comercial.
8. LA TECNOLOGÍA INDUSTRIAL Y LOS ORÍGENES DE LA ENERGÍA MECÁNICA.
Aunque muy inferior a la agricultura en términos numéricos, la industria no fue un sector insignificante de la economía medieval. La industria más importante y omnipresente era sin duda la textil. En el siglo XI algunas áreas de Europa habían empezado ya a especializarse definitivamente en el proceso. De éstas, la más importante fue Flandes y la zona circundante. Otros centros de importancia fueron el norte de Italia y Toscana, el sur y el este de Inglaterra, y el sur de Francia. La materia prima más importante era sin ninguna duda la lana, y el producto, a su vez, el paño. Las diferencias de tipo y calidad del paño producido en las distintas regiones explican la extensión del comercio dentro de Europa. Además de la lana, en muchas áreas se producía lino, especialmente en Francia y el este de Europa. La producción de seda y algodón se limitaba a Italia y a la España musulmana. Aunque los trabajadores más especializados se organizaban en gremios, la industria estaba dominada por los comerciantes, que compraban la materia prima y vendían el producto final. Los trabajadores menos especializados no estaban organizados y en general trabajaban directamente para los comerciantes. La productividad laboral aumentó enormemente gracias a un trío de innovaciones técnicas relacionadas entre sí: el telar a pedal, el torno de hilar y el batán. Sus inventores son desconocidos, pero el caso es que se extendieron por Europa a principios del siglo XII con una rapidez sorprendente.
La industria metalúrgica y sus industrias auxiliares, estratégicamente más importantes para el desarrollo económico, experimentaron un progreso notable en la última parte de la Edad Media. Cambió la relación entre los precios, convirtiéndose el hierro en el metal más barato y pasando a usarse, además de en armas y armaduras, para una variedad cada vez más amplia de útiles y herramientas. Su mayor abundancia y menor precio se debieron en parte a que al norte de los Alpes el mineral de hierro y, sobre todo, el carbón resultaban más accesibles. También tuvieron importancia las mejoras tecnológicas, particularmente la energía hidráulica aplicada a fuelles y martillos de fragua grandes. A principios del Siglo XIV hicieron su aparición los primeros precursores de los modernos hornos altos, sustituyendo a la llamada fragua catalana. La organización de mineros y metalistas en comunidades libres de artesanos facilitó sin duda el cambio tecnológico. Otra industria de formidable uso práctico que sobrepasó sus dimensiones clásicas fue la del cuero. La carpintería, así mismo, pasó a ocupar en la industria medieval un espacio proporcionalmente mayor del que había tenido en la antigüedad o del que tendría en épocas más recientes, con, literalmente, cientos de usos, tanto ornamentales como utilitarios.
Fue durante la Edad Media que se generalizó en Europa el uso del astrolabio y la brújula, conectado con los adelantos trascendentales en técnicas de navegación y diseño naval que ayudan a trazar la frontera entre la Edad Media y la edad moderna. Del mismo modo, la pólvora y las armas de fuego fueron inventos medievales. La fabricación de jabón, sin ser novedad total, se extendió considerablemente. La fabricación de papel constituyó una nueva industria cuya importancia cultural fue mucho mayor que su peso económico. Y la imprenta de caracteres móviles, una de las innovaciones de mayor transcendencia desde el alba de la civilización, fue también un invento del final de la Edad Media. Pero, posiblemente, es en la historia de los molinos y su maquinaria donde se encuentra la expresión más característica del hombre medieval. Pese a su gran utilidad, los molinos de agua tenían muchas limitaciones. La más importante es que se necesitaba un caudal regular de agua o una cascada. Por lo tanto, no podían usarse en áreas semiáridas o bajas y pantanosas. En el siglo XII se encontró la solución: el molino de viento. Tuvieron especial importancia en las regiones bajas de Holanda, Zelanda y Flandes, donde, junto a otros usos, accionaban bombas para extraer agua en las tierras ganadas al mar. Los molinos de agua y viento requerían mecanismos complicados. Los molineros, constructores de molinos y herreros que los fabricaban, accionaban, conservaban y reparaban adquirieron con su experiencia un conocimiento empírico de la mecánica práctica que pronto llevaron a otro campo: la construcción de relojes. Ya en el siglo XII la demanda de relojes de agua era tan grande que en Colonia existía un gremio de relojeros especializados. En el siglo siguiente se resolvieron los principales problemas en el diseño de relojes mecánicos (impulsados por la gravedad). La preocupación medieval por molinos y relojes posee una importancia que va más allá de su impacto económico inmediato. En conjunto, estos cambios indicaban una importantísima reorientación de la mentalidad medieval, una nueva actitud frente al mundo material. Ya no se consideraba el universo como algo inescrutable, ya no se veía al hombre como un instrumento de la naturaleza o de los ángeles y demonios. Se podía comprender la naturaleza y aprovechar su fuerza para nuestras necesidades.
9. LA CRISIS DE LA ECONOMÍA MEDIEVAL.
En 1348 una epidemia de peste bubónica, la famosa Peste Negra, llegó a Europa procedente de Asia. Extendiéndose rápidamente a través de las principales rutas comerciales. Durante dos años asoló toda Europa, cobrándose el mayor número de víctimas en ciudades y pueblos grandes, que en ocasiones vieron cómo sucumbía más de la mitad de sus habitantes. La población total europea se redujo probablemente a menos de dos terceras partes. La epidemia, además, se hizo endémica, surgiendo nuevos brotes cada diez o quince años durante el resto del siglo. Aparte de la miseria que engendró la peste, en los siglos XIV y XV una serie de guerras, tanto civiles como entre naciones, alcanzaron gran intensidad y violencia. La Peste Negra constituyó el episodio más decisivo de la crisis de la economía medieval, pero no fue ni el origen ni la causa de tal crisis. A finales del siglo XIII el aumento demográfico de los dos o tres siglos anteriores había concluido. En la primera mitad del siglo XIV se hicieron cada vez más frecuentes las pérdidas de las cosechas y más severas las hambrunas. Aunque no está probado, es probable que la población empezara a descender antes del 1348. Hay pruebas de que en el siglo XIV se produjo un deterioro climatológico. Pero, a pesar de su gravedad, estos problemas no explican por sí solos la decadencia y estancamiento de toda la economía. Una explicación más global sería que la población era excesiva para los recursos y tecnología de que se disponía. Al no haber más tierra disponible, los pastos, prados y páramos se convirtieron en campos de cultivo. Esto supuso menos ganado y, como consecuencia, menos proteínas en la dieta y menos abono. La escasez de fertilizante había sido uno de los problemas constantes en la economía feudal, y la disminución del ganado lo agravó. Las cosechas disminuyeron en la misma proporción en que aumentaban las tierras de cultivo. Los esfuerzos para aumentar la productividad, tales como la introducción de la rotación de cuatro hojas, rotaciones más complicadas y el uso de abono verde, produjeron un cierto efecto en algunas regiones, pero los esfuerzos no se llevaron a cabo con rapidez suficiente y sus resultados no fueron lo bastante sustanciales como para compensar los rendimientos decrecientes de las agotadas tierras marginales. Mientras continuó el crecimiento urbano y demográfico, los precios de la mayoría de productos agrícolas subieron al mismo tiempo que bajaban los salarios. La constante caída de los salarios hizo que a los señores les resultara rentable cultivar sus tierras con asalariados. Podían contratar incluso a campesinos acomodados, quienes de este modo aumentaban su riqueza; pero la gran masa de población campesina se encontró en una situación cada vez más apurada. En parte por esta razón, y también por el aumento de los impuestos que recaudaban reyes y señores locales, se produjo un incremento de las tensiones sociales, con brotes ocasionales de violencia e insurrección. La Peste Negra intensificó enormemente las tensiones y conflictos sociales. La relación precio-salario se invirtió bruscamente; con la fuerte caída de la población y la demanda urbana, cayó también rápidamente el precio de los cereales y otros productos alimentarios, mientras aumentaban los salarios por la escasez de mano de obra. La primera reacción de las autoridades fue establecer un control de salarios; pero con ello sólo lograron exacerbar la hostilidad de los campesinos y trabajadores. En la segunda mitad del siglo XIV en toda Europa se produjeron insurrecciones, sublevaciones y guerras civiles. Si bien no todas estaban motivadas por el control salarial, todas estaban, de un modo u otro, relacionadas con el súbito cambio en las condiciones económicas que el hambre, la guerra y la peste habían traído consigo. Aunque las sublevaciones raramente consiguieron sus objetivos, el cambio en las condiciones económicas supuso para los campesinos de Europa occidental la libertad de las ataduras feudales. Pese a su fuerza política y militar, las clases gobernantes no pudieron ni imponer los servicios en trabajo, ni controlar los salarios durante mucho tiempo, dado que los propios terratenientes rivalizaban en atraer campesinos a sus tierras, bien para que las trabajasen por un salario, bien arrendándoselas. La Gran Peste y las calamidades del siglo XIV a ella asociadas, si bien espantosas, vinieron a ser un fuerte purgante que abrió camino a un periodo de crecimiento y desarrollo renovados que se inició en el siglo XV.
En el este de Europa la evolución siguió un curso bien diferente. Después de la Gran Peste, la vida urbana prácticamente se marchitó, los mercados decayeron y la economía retrocedió a un nivel de subsistencia. En esas condiciones, la única alternativa del campesino a la autoridad del señor era la huida a tierras inexploradas y sin ocupar, con los peligros que ello conllevaba. En consecuencia, los señores libres del control de una autoridad superior, llevaron al campesinado por la fuerza a una situación de servidumbre que había desaparecido en Europa occidental ya en el siglo IX.
Aunque la Peste tuvo en jaque a las ciudades del oeste de Europa, estas sobrevivieron y finalmente se recuperaron. Las organizaciones gremiales, como reacción a la brusca caída de la demanda, endurecieron sus reglamentos para controlar con mayor efectividad la oferta en términos monopolísticos. Los comerciantes, con el fin de reorganizar sus operaciones de forma racional, inventaron o adoptaron la contabilidad de doble entrada y otros métodos de control. Los industriales, enfrentados a unos costos laborales en alza, buscaron nuevos métodos de producción que ahorrasen mano de obra o emigraron para escapar de las reglas restrictivas de los gremios. También se dieron cambios regionales en la producción y el comercio, como resultado del aumento de la competencia. Ciudades como Florencia y Venecia no dudaron en usar la fuerza de las armas para someter a sus rivales y extender su dominio a sus vecinos. El conjunto de las ciudades italianas mantenía su superioridad comercial, pero el norte de Europa iba ganando terreno, anunciando así cambios más drásticos que tendrían lugar en los siglos XVI y XVII.
TEMA 4. LAS ECONOMÍAS NO OCCIDENTALES EN VÍSPERAS DE LA EXPANSIÓN OCCIDENTAL
1. EL MUNDO ÁRABE.
El Islam tuvo su origen en Arabia en el siglo VII. Su fundador, Mahoma, había sido mercader antes de convertirse en líder político y religioso. En el año 632, fecha de su muerte, toda la Península Arábiga estaba unida bajo su autoridad. Sus seguidores, en cien años, habían conquistado un enorme imperio que se extendía desde Asia Central hasta España, a través de Oriente Medio y el norte de África. Tras unos siglos de relativa quietud y después de la fragmentación del Califato los musulmanes volvieron a expandirse a partir del siglo XII, difundiendo su religión y costumbres por Asia Central, India, Ceilán, Indonesia, Anatolia y el África subsahariana. Los árabes originarios eran principalmente nómadas, aunque algunos practicaban agricultura de oasis y tenían unos pocos centros urbanos (La Meca, Medina). Las tierras que conquistaron eran, en conjunto, casi tan áridas como Arabia, pero en ellas estaban las dos grandes cunas de la civilización: los valles del Nilo y del Tigris y el Eufrates. Los musulmanes practicaron una agricultura de regadío que alcanzó un alto nivel de productividad y sofisticación en algunas zonas. Aunque el potencial agrícola de su territorio era limitado, su localización geográfica le confería grandes posibilidades comerciales. Su centro político estaba situado entre el Golfo Pérsico y el Mar Mediterráneo y estaba abierto, además, al Océano Índico. En él se encontraban todas las grandes rutas de caravanas entre el Mediterráneo y China. Pese a tener prohibida la usura, los mercaderes musulmanes idearon complicados instrumentos de crédito que facilitaron su comercio. Durante cientos de años los árabes y sus correligionarios fueron los principales intermediarios en el comercio entre Europa y Asia. Los comerciantes cristianos aprendieron las prácticas y técnicas comerciales de los musulmanes.
2. EL IMPERIO OTOMANO.
Los conquistadores turcos que lograron más prosperidad fueron los otomanos, cuyos orígenes se remontaban al sultán Osmán (1259-1326). Gradualmente los otomanos extendieron su dominio sobre la totalidad de Anatolia y, en 1354, lograron asentarse precariamente en Europa, al oeste de Constantinopla, que fue conquistada por fin en 1453. Durante el siglo XVI continuaron su expansión, apoderándose de territorios en el Cercano y Medio Oriente que previamente los árabes habían arrebatado al imperio bizantino, además de otros en el norte de África; en Europa conquistaron Grecia y los Balcanes, y en 1683 llegaron a las puertas de Viena, siendo allí rechazados hasta Hungría. El vasto imperio que los turcos controlaban no constituía una economía unificada o un mercado común. Aunque sus muchas regiones contaban con diversidad de recursos y climas, el alto coste del transporte impedía una auténtica integración económica. La agricultura era la ocupación principal de la gran mayoría de los súbditos del sultán. El imperio perduró porque, a diferencia de casi todos los anteriores, los turcos establecieron un sistema impositivo relativamente justo que proporcionaba amplios ingresos para financiar la burocracia y el ejército del gobierno central.
3. ASIA ORIENTAL.
La civilización china, que data de principios del segundo milenio antes de Cristo, presenta uno de los desarrollos más autónomos que han existido. La cuna de la civilización china estaba situada en el curso medio del valle del Río Amarillo, donde el fértil suelo de los loes que depositan los vientos procedentes de Asia Central permitía fácilmente el cultivo. El alimento básico era el mijo, cereal originario de esa región que con posterioridad fue complementado con trigo y cebada provenientes de Oriente Medio, y después con arroz del sudeste asiático. La agricultura china siempre se ha basado en el trabajo intensivo haciendo abundante uso del regadío. Los animales de tiro no se introdujeron hasta muy tarde. Hacia el año 1000 se introdujo una variedad superior de arroz que permitió la doble cosecha, con un gran incremento de la productividad. A partir de esta agricultura productiva se produjo un crecimiento urbano y surgieron unos cuantos oficios. Los trabajos en bronce alcanzaron un alto nivel de desarrollo. La manufactura de tejidos de seda se originó en China en fecha muy temprana. La porcelana es también invento chino como lo son el papel y la imprenta. En general, los chinos alcanzaron un grado bastante alto de desarrollo técnico y científico. China, sin embargo, no experimentó un proceso tecnológico que la condujera a la era industrial. Entre tanto, debido a la fertilidad de su población y de su tierra, sus habitantes crecieron en número y se extendieron.
En el siglo XIII se produjeron una serie de acontecimientos que afectaron profundamente no sólo a China, sino a toda Eurasia. Fue la irrupción de los mongoles bajo el mando de Genghis Khan. En poco más de medio siglo Genghis y sus sucesores crearon el imperio con mayor continuidad territorial que ha conocido el mundo, el cual se extendí desde el Océano Pacífico en el este hasta Polonia y Hungría en el oeste. La dinastía Ming (1368-1644) restableció las costumbres tradicionales chinas, especialmente el confucionismo y el sistema mandarín. La primera mitad de la era Ming fue testigo de un considerable crecimiento económico y demográfico. Durante los últimos años del dominio mongol, y durante la revuelta contra éste, carreteras y canales habían ido deteriorándose y la población había disminuido a consecuencia de inundaciones, sequías y guerras. El gobierno se propuso dedicar parte de sus energías a restaurar el sistema de comunicaciones, y, al gozar de una paz relativa, la población comenzó de nuevo a crecer, para alcanzar los 100 millones alrededor de 1450. En 1421 los Ming trasladaron la capital a Pekín, en el extremo norte del país, para estimular el comercio norte-sur. Se introdujo el cultivo del algodón y la manufactura de tejidos elaborados a partir de él. La especialización regional se hizo más pronunciada. Pero lo más notable de todo fue que los chinos comenzaron a comerciar con regiones de ultramar. En el primer cuarto del siglo XV, un almirante chino, Cheng-Ho, dirigió grandes expediciones navales al Océano Índico, creando colonias de población china en puertos de Ceilán, India, el Golfo Pérsico, el Mar Rojo y la costa oriental de África. Pero, en 1433, el emperador prohibió realizar más viajes, decretó la destrucción de los barcos capaces de surcar océanos e impidió que sus súbditos volvieran a salir al extranjero. Las colonias fueron muriendo lentamente.
Corea y Japón se desarrollaron inmediatamente después de la civilización china, y, en gran parte, a imitación suya. El sudeste asiático, conocido como Indochina por ser su cultura una mezcla de tradiciones culturales indias y chinas, obtuvo de China muchos elementos de su tecnología y de su economía.
4. ASIA MERIDIONAL.
La religión interfirió en la economía a través del sistema hindú de castas. La casta venía determinada principalmente por la ocupación, pero parece ser que en su origen tuvo también un elemento étnico. El sistema de castas debió de constituir una barrera tanto para la movilidad social como para una asignación eficaz de recursos. Otro elemento de la religión hindú enemigo del progreso económico fue su veneración por el ganado vacuno. La gran mayoría de la población del subcontinente habitaba en pueblos y se dedicaba principalmente a una agricultura con una productividad muy baja, casi de subsistencia. En las zonas densamente boscosas se utilizaba, incluso en una época relativamente reciente, una técnica de tala y quema muy similar a la practicada en el norte de Europa antes del advenimiento de las comunidades sedentarias. En otros lugares, las técnicas agrícolas y los cultivos dependían de las características de su suelo y clima. Si bien la mayoría de su población dedicaba su tiempo y energía a la agricultura, la India no carecía de hábiles artesanos. El poco comercio que existía estaba en manos de extranjeros, sobre todo de árabes. Las culturas y economías de Indochina e Indonesia estaban muy influenciadas por las de la India.
5. ÁFRICA.
La economía del norte de África era muy similar a la de la Europa mediterránea. Allí donde se diera un adecuado régimen de lluvias se cultivaban cereales y en los demás sitios predominaba el pastoreo nómada. Existía un comercio muy activo; la industria, en cambio, era de tipo doméstico. Antes de la era cristiana había existido ya cierto comercio transahariano, que no se normalizó hasta la introducción de camellos (desde Oriente Medio) en el siglo II o III.
La economía del África subsahariana es tan diversa como lo son su clima, topografía y vegetación. Su población era aún más variada que su paisaje. El grupo social básico, sin embargo, era en todos los casos el mismo: la tribu, que se situaba por encima de la familia. También la economía era diversa, fluctuando desde la caza y recolección más primitiva hasta una agricultura y ganadería bastante complejas que se practicaban en la sabana y otros espacios abiertos. El comercio era casi ubicuo, dándose incluso entre los cazadores-recolectores, siempre que tuviesen contacto con otros grupos sociales. El transporte de cargas a lo largo de los ríos se hacía generalmente por medio de canoas. Por tierra las trasladaban porteadores sobre su cabeza.
6. LAS AMÉRICAS.
Los amerindios descubrieron la agricultura independientemente de los habitantes del Viejo Mundo, pero no todos ellos la practicaban. Había alcanzado un alto nivel de desarrollo en México, América Central y el noroeste de América del Sur, pero también existía en lo que hoy es el sudoeste de los Estados Unidos y en los bosques orientales de América del Norte. El cultivo básico era el maíz, complementado con tomates, calabazas, judías y, en las tierras altas andinas, patatas. Su tecnología, por tanto, era la cultura de azada. Conocían también algunos metales: oro, plata y cobre, pero no hierro. Sus utensilios eran de madera, hueso, piedra y, sobre todo, de obsidiana, un cristal volcánico natural que usaban para cortar y esculpir. También los mercados y el comercio se dieron desde fecha muy temprana. Entre los siglos VIII y IV a.C, la cultura olmeca, localizada a lo largo de la costa del Golfo de México, mantuvo relaciones comerciales con el área montañosa del centro de México. La civilización maya, situada en lo que en la actualidad son Guatemala y Yucatán, surgió más o menos en esta época o un poco después. Sus construcciones más características son sus enormes pirámides con templos en la parte superior. Poseían un calendario y una escritura que hasta hace poco no sabía descifrarse. Los mercados eran algo corriente y, como en el resto del continente, el maíz era su alimento básico. La civilización maya tuvo su cenit entre los siglos IV y IX de la era cristiana. Después de los mayas, otras culturas de la altiplanicie mexicana alcanzaron niveles de desarrollo bastante elevados. Entre ellas podemos mencionar a toltecas, chichimecas y mixtecas. A mediados del siglo XIV la tribu azteca, un cruel pueblo guerrero cuya capital era Tenochtitlán, la actual ciudad de México, empezó a conquistar y explotar a sus vecinos. Dado que los aztecas practicaban sacrificios humanos eligiendo las víctimas entre los pueblos sometidos, no resulta sorprendente que los españoles a las órdenes de Cortés encontraran aliados voluntarios al emprender la conquista de Tenochtitlán en 1519. Los habitantes de la costa del actual Perú practicaban una agricultura de regadío utilizando agua de los Andes, técnica desconocida en el resto de las Américas. Era altamente productiva, dado que permitió el crecimiento de unas ciudades densamente pobladas que comerciaban entre ellas. Poco después de 1200, los incas, una tribu de las montañas cuya capital era Cuzco, empezó la conquista militar de toda la zona que va desde Ecuador en el norte hasta Chile en el sur. Pese a no poseer lenguaje escrito, los incas tenían archivos y hasta transmitían mensajes a gran distancia mediante cuerdas anudadas. Impusieron a sus súbditos una burocracia estatal altamente centralizada que incluía almacenes de propiedad estatal para el acopio y distribución de cereales; pero junto al sistema de distribución gubernamental coexistían mercados privados. Los indios del sudoeste de los Estados Unidos practicaban también la agricultura, y construyeron asentamientos urbanos que merecen el calificativo de pueblos, si no de ciudades. Los indios de los bosques orientales, que habitaban el área al este del Mississipi, desde San Lorenzo hasta el Golfo de México, practicaban la agricultura junto con la caza y la pesca, pero sus asentamientos eran pueblos más que ciudades. El resto de los habitantes de las Américas, desde los esquimales de las costas del Ártico a los habitantes de la Tierra del Fuego, sobrevivían primitivamente a base de la caza y recolección en esos continentes vastos, pero escasamente poblados.
TEMA 5. SEGUNDA LOGÍSTICA DE EUROPA.
1. INTRODUCCIÓN.
En algún momento hacia mediados del siglo XV, tras un siglo de declive y estancamiento, la población de Europa comenzó a crecer de nuevo. La restauración y las tasas de crecimiento no fueron uniformes por toda Europa, pero para los inicios del siglo XVI el crecimiento demográfico ya se había generalizado. Continuó sin desfallecimiento a lo largo del siglo XVI, posiblemente incluso acelerándose en las últimas décadas. A principios del siglo XVII, sin embargo, este fuerte crecimiento encontró los frenos habituales del hambre, la peste y la guerra, especialmente la Guerra de los Treinta Años, que diezmó la población de Europa central. Hacia la mitad del siglo XVII, salvo algunas excepciones (Holanda), el crecimiento de la población había cesado y en algunas áreas había descendido. Estos límites (mediados del siglo XV y mediados del siglo XVII) marcan la segunda logística de Europa. La diferencia más clara eran los horizontes geográficos, enormemente expandidos. El periodo de crecimiento demográfico se correspondió casi con exactitud con la gran época de explotaciones y descubrimientos marítimos que tuvo como consecuencia el establecimiento de todas las rutas marítimas entre Europa y Asia, y la conquista del hemisferio occidental a cargo de los europeos y su asentamiento en él. Otra diferencia fundamental fue el ostensible desplazamiento de los principales centros de actividad económica dentro de Europa. Durante el siglo XV las ciudades del norte de Italia conservaron la primacía en los asuntos económicos. Hacia la mitad del siglo XVII Italia había pasado a ocupar un lugar rezagado dentro de la economía europea, situación de la que no salió totalmente hasta el siglo XX. España y Portugal disfrutaron de una gloria fugaz como principales potencias económicas de Europa. Aunque ambas naciones retuvieron sus vastos imperios de ultramar hasta los siglos XIX y XX, respectivamente, a mediados del siglo XVII estaban ya en plena decadencia económica, política y militar. El este, centro y norte de Europa no participaron de forma significativa de la prosperidad comercial del siglo XVI. El área que más ganó con los cambios asociados a los grandes descubrimientos fue la región que bañan el Mar del Norte y el Canal de la Mancha: los Países Bajos, Inglaterra y el norte de Francia. Los cambios tecnológicos en el arte de navegar y la construcción de barcos fueron vitales para el éxito de las exploraciones y los descubrimientos, y lo mismo se puede decir, en relación con la conquista de ultramar, de la introducción de la pólvora y su aplicación por parte de los europeos a las armas de fuego. Hubo asimismo mejoras en las artes de la metalurgia y en otros procesos industriales. En las técnicas agrícolas no se dio ningún avance importante pero se hicieron multitud de mejoras en la rotación de las cosechas y nuevos cultivos.
2. POBLACIÓN Y NIVELES DE VIDA.
Las causas para la reanudación del crecimiento de la población fueron varias. La incidencia de la peste y otras enfermedades epidémicas disminuyó gradualmente, posiblemente como resultado de la creciente inmunización natural o de los cambios ecológicos que afectan a los porteadores. El clima pudo mejorar ligeramente. Salarios reales más altos en el siglo XV, consecuencia del movimiento favorable en la relación población/tierra como resultado del anterior declive de la población, pudieron estimular los matrimonios más tempranos y así una tasa de natalidad más alta, gracias a la combinación de tasas de mortalidad reducidas y tasas de natalidad más altas, la población de Europa comenzó un crecimiento sostenido que continuó a lo largo del siglo XVI, incluso después de que hubieran cambiado las condiciones favorables iniciales.
El crecimiento de la población en el siglo XVI no fue uniforme. Italia y los Países Bajos tenían las densidades mayores. La densidad de población estaba estrechamente relacionada con la productividad de la agricultura. Se puede hablar de superpoblación incluso en las regiones montañosas y poco fértiles en la segunda mitad del siglo XVI. Prueba de ello son las corrientes de emigrantes desde esas regiones a las más densamente pobladas y más prósperas llanuras y tierras bajas. Pero las llanuras y tierras bajas también estaban superpobladas. En algunas zonas los terrenos se iban dividiendo a medida que cada vez más gente intentaba extraer aunque fuera su mera subsistencia de la tierra. En otras, el excedente de población dejaba el campo, bien por voluntad propia, bien a la fuerza. En España y Portugal, sus imperios coloniales les proporcionaban una salida para el exceso de población y en el norte de Europa se abogaba por la adquisición de colonias como medio de solucionar el exceso de población. Para Europa en su conjunto, no obstante, la emigración a ultramar en los siglos XVI y XVII fue casi insignificante; la mayoría de las migraciones eran interiores, incluso locales. Una consecuencia de estas migraciones fue que la población urbana creció más rápidamente que el total. Aunque la elevación del porcentaje de población urbana fue también general, fue más pronunciado en el norte de Europa que en las tierras mediterráneas, ya más urbanizadas a comienzos del periodo. En algunos casos el crecimiento de la población urbana puede considerarse como un indicador favorable del desarrollo económico, pero en el siglo XVI esto no fue necesariamente así. En aquella época las ciudades funcionaban primordialmente como centros comerciales y administrativos, más que industriales. Muchas actividades manufactureras, como las industrias textil y metalúrgica, se emplazaron en el campo. La artesanía practicada en las ciudades solía estar organizada en gremios, que requerían largos aprendizajes e imponían otras restricciones para entrar. Los emigrantes rurales rara vez tenían la habilidad o las aptitudes necesarias para los trabajos de ciudad. Formaban en las ciudades un lumpenproletariat, un conjunto de mano de obra no cualificada y eventual, con frecuencia desempleada, que complementaba sus escasos ingresos mendigando y con pequeños robos. Sus condiciones de vida, consistentes en miseria, hacinamiento y suciedad, ponían en peligro a toda la comunidad, haciéndola más vulnerable a una enfermedad epidémica. La situación de los pobres de la ciudad y del campo se vio agravada por una prolongada caída de los salarios reales. Al crecer la población más rápidamente que la producción agrícola, el precio de los comestibles, del cereal en particular, se elevó con más rapidez que los salarios, trance que se exacerbó con el fenómeno de la “revolución de los precios”. A finales del siglo XVI la presión de la población sobre los recursos se hizo extrema, y en la primera mitad del siglo XVII una serie de malas cosechas, nuevos brotes de peste bubónica y otras enfermedades epidémicas y la mayor incidencia y ferocidad de las guerras pararon en seco la expansión de la población.
3. EXPLORACIÓN Y DESCUBRIMIENTO.
El crecimiento de la población estaba ya en marcha antes de que tuvieran lugar los descubrimientos importantes, el comercio extraeuropeo durante los siglos XVI y XVII fue pequeño en comparación con el intraeuropeo, y la importación de comestibles insignificante. Sin embargo, los descubrimientos afectaron profundamente al curso del cambio de la economía en Europa. Los italianos habían estado a la cabeza en el arte de la navegación. Ya en 1291 una expedición genovesa en galeras de remos había comenzado a descender por la costa oeste de África en un intento de alcanzar India por mar, pero no se volvió a saber de ella. Sin embargo, eran conservadores en el diseño de sus barcos; por esta causa, aquellos que navegaban por mar abierto, especialmente los flamencos, holandeses y portugueses, no tardaron en tomarles la delantera. Los portugueses, en particular, tomaron la iniciativa en todos los aspectos del arte marinero: diseño de barcos, navegación y exploración. La visión y la energía del príncipe Enrique, llamado el Navegante, fueron los principales factores del gran progreso en los conocimientos geográficos y descubrimientos llevados a cabo por los europeos en el siglo XV. Enrique (1393-1460) se consagró a fomentar la exploración de la costa africana con el objetivo último de alcanzar el Océano Índico. Pero no vivió para ver hecha realidad su mayor ambición. En realidad, en el momento de su muerte sus marineros habían llegado por más allá de Cabo Verde, pero el trabajo científico y de exploración llevado a cabo bajo su patrocinio asentó los cimientos para descubrimientos posteriores. Tras la muerte de Enrique la actividad exploradora disminuyó por falta de patrocinio real y a causa del lucrativo comercio de marfil, oro y esclavos que los mercaderes portugueses llevaban a cabo con el reino nativo de Ghana. Sería el rey Juan II quien avivaría las exploraciones y su ritmo. En unos pocos años sus navegantes llegaron casi hasta el extremo de África. Dándose cuenta de que se encontraba a punto de conseguir el éxito, en 1487 Juan envió dos expediciones. Costa abajo fue Bartolomé Días, que dobló el cabo de Buena Esperanza en 1488; por el Mediterráneo y por tierra hasta el Mar Rojo fue Pedro de Covilhao, quien reconoció el borde occidental del Océano Índico desde Mozambique, en África, hasta la costa malabar, en la India. El camino estaba allanado para el siguiente gran viaje, el que haría Vasco de Gama de 1497 a 1499 bordeando África y llegando hasta Calcuta. Como resultado de enfermedades, motines, tormentas y dificultades tanto con los nativos hindúes como con los numerosos mercaderes árabes que encontró, la expedición de Vasco de Gama perdió dos de sus cuatro naves y casi dos tercios de su tripulación. Sin embargo, la carga de especias con la que volvió fue suficiente para pagar varias veces el coste del viaje. Los portugueses, en una docena de años, habían barrido a los árabes del Océano Índico y establecido puestos de comercio fortificados desde Mozambique y el Golfo Pérsico hasta las fabulosas islas de las Especies o Molucas. Para mediados de siglo habían abierto ya relaciones comerciales y diplomáticas con Japón.
En 1492, Isabel y Fernando conquistaron Granada y, como una especie de celebración de la victoria, Isabel acordó suscribir una expedición. Colón izó velas el 3 de agosto de 1492 y el 12 de octubre avistó las islas que más tarde serían conocidas como las Indias Occidentales. Al año siguiente volvió con diecisiete barcos, 1500 hombres y suficiente equipamiento (incluido ganado vacuno y otros animales) para establecer un asentamiento permanente. Colón hizo en total cuatro viajes a los mares occidentales y persistió hasta el final en la creencia de que había descubierto una ruta directa a Asia. En 1497 Giovanni Caboto, un marinero italiano que vivía en Inglaterra, consiguió el respaldo de los mercaderes de Bristol para un viaje en el que descubrió Terranova y Nueva Escocia. Al año siguiente él y su hijo Sebastián condujeron una expedición más grande para explorar la costa norte de Norteamérica, pero, como no trajeron especias, metales preciosos u otras mercancías de mercado, sus patrocinadores comerciales perdieron el interés. Hacia 1530 el francés Jacques Cartier hizo el primero de tres viajes que tuvieron como resultado el descubrimiento y exploración del río San Lorenzo. Cartier reclamó para Francia la zona después conocida como Canadá. En 1513 el español Balboa descubrió el “Mar del Sur”, nombre que dio al Océano Pacífico, más allá del istmo de Panamá. En 1519 Fernando Magallanes, un portugués que había navegado por el Océano Índico, convenció al rey de España para que le dejara encabezar una expedición de cinco barcos a las islas de las Especias yendo por el Mar del Sur. El “mar pacífico” al que fue a parar, sin embargo, no le rindió riquezas, sino largos meses de hambre, enfermedad y finalmente la muerte para él y la mayoría de su tripulación. Los restos de su flota vagaron sin rumbo por las Indias Orientales durante varios meses. Por fin, uno de los lugartenientes de Magallanes, Sebastián Elcano, consiguió llevar el único barco superviviente y su exigua tripulación a través del Océano Índico y de vuelta a España al cabo de tres años, convirtiéndose en el primer hombre que había navegado enteramente alrededor de la tierra.
4. LA EXPANSIÓN EN ULTRAMAR Y SUS CONSECUENCIAS EN EUROPA.
El primer siglo de la expansión europea en ultramar y conquista colonial (el siglo XVI) perteneció casi exclusivamente a España y Portugal. Para 1515 los portugueses se habían hecho los dueños del Océano Índico. Vasco de gama había regresado a la India en 1501 con instrucciones de detener el comercio árabe con el Mar Rojo y Egipto por medio del cual los venecianos obtenían las especias que distribuían por Europa. En 1509 Alfonso de Albuquerque asumió sus responsabilidades como virrey y concluyó el sometimiento del Océano Índico. En 1515 tomó Ceilán, clave del dominio de dicho océano. Su intento de tomar Adén a la entrada del Mar Rojo fue, en cambio, rechazado, y los portugueses no pudieron mantener un monopolio efectivo del comercio de las especias por mucho tiempo. Albuquerque estableció su capital en Goa, en la costa malabar; Goa y Diu siguieron siendo posesiones portuguesas hasta 1961. Los portugueses también establecieron relaciones comerciales con Siam y Japón. En 1557 se establecieron en Macao, en la costa sur de China, colonia que todavía mantienen. A causa de su escasa población, no intentaron conquistar o colonizar el interior de la India, África o las islas, contentándose con controlar las rutas marítimas desde los fuertes estratégicos y los puestos comerciales. El imperio español demostró ser, a la postre, más provechoso incluso que el de Portugal. Sus continuos esfuerzos por encontrar un paso a la India no tardaron en revelar la existencia de ricas civilizaciones en el interior de México y el norte de Sudamérica. Entre 1519 y 1521 Hernán Cortés llevó a cabo la conquista del imperio azteca en México. Francisco Pizarro conquistó el imperio inca en Perú en el decenio de 1530. A fines del siglo XVI los españoles ejercían un poder efectivo sobre todo el hemisferio, desde Florida y el sur de California en el norte, hasta Chile y el Río de la Plata en el sur (excepto Brasil). Introdujeron métodos de minería europeos en las ricas minas de plata de México y de los Andes. Los españoles acometieron desde el principio la colonización de las zonas conquistadas y su asentamiento en ellas. Llevaron de Europa técnicas, equipamiento e instituciones, que impusieron por la fuerza a la población india. Introdujeron productos naturales antes desconocidos en el hemisferio occidental, entre ellos el trigo y otros cereales, la caña de azúcar, el café, las verduras y frutas más comunes. Introdujeron caballos, ganado vacuno, ovejas, asnos, cabras, cerdos y la mayoría de las aves de corral. Otros rasgos de la civilización europea que también entraron en América, tales como las armas de fuego, el alcohol y las enfermedades europeas de la viruela, el sarampión y el tifus, se extendieron rápidamente y con efectos mortales. En 1501 los españoles habían introducido los esclavos africanos en el hemisferio occidental para remediar la escasez de mano de obra. Para 1600 gran parte de la población de las Indias Occidentales estaba constituida por africanos y mestizos; en el continente, en cambio, los esclavos no tuvieron tanta importancia, salvo en Brasil y en el norte de Sudamérica.
En el plano económico la expansión tuvo como consecuencia un gran aumento en el volumen y variedad de los objetos de comercio. En el siglo XVI las especias de Oriente y los lingotes de Occidente constituían una aplastante proporción de las importaciones del mundo colonial. No obstante, en la corriente del comercio penetraron otras mercancías cuyo volumen gradualmente fue aumentando y que en los siglos XVII y XVIII llegaron a eclipsar las exportaciones originales de ultramar a Europa. El café de África, el cacao de América y el té de Asia se convirtieron en bebidas europeas corrientes. El algodón y el azúcar nunca habían sido producidos o comercializados a gran escala. Cuando la caña de azúcar fue trasplantada a América, la producción de azúcar aumentó enormemente y tal exquisitez pasó a estar al alcance del presupuesto de los europeos corrientes. La introducción de las mercancías de algodón de la India llevó finalmente al establecimiento de una de las mayores industrias europeas, dependiente de la materia prima importada de América y abastecedora principalmente de las masas. El tabaco, una de las contribuciones americanas a la civilización más celebradas y controvertidas, adquirió rápidamente popularidad en Europa a pesar de los decididos esfuerzos tanto de la Iglesia como del Estado para erradicarlo. Muchos comestibles antes desconocidos en Europa se introdujeron y naturalizaron, convirtiéndose en alimentos corrientes de la dieta. De América llegaron las patatas, los tomates, las judías, los chayotes, los pimientos, las calabazas y el maíz, así como el pavo domesticado, que llegó a Europa desde México. El arroz, originalmente de Asia, se naturalizó tanto en Europa como en América.
5. LA REVOLUCIÓN DE LOS PRECIOS.
El flujo de oro y, sobre todo, de plata de las colonias españolas aumentó enormemente las reservas europeas de los metales monetarios, triplicándolas, cuando menos, en el curso del siglo XVI. El gobierno español intentó prohibir la exportación de lingotes, pero resultó imposible. En cualquier caso, el propio gobierno fue el peor infractor, pues enviaba enormes cantidades a Italia, Alemania y los Países Bajos para pagar sus deudas y financiar sus interminables guerras. El resultado más visible e inmediato fue un alza espectacular y prolongada. El precio de los alimentos (especialmente el grano, la harina y el pan) subió más que el de otras mercancías. En general, la subida de los salarios quedó bastante rezagada con respecto a la subida de los precios de las mercancías, con lo que se produjo un severo descenso en los salarios reales. El aumento de la población fue un factor más importante en la elevación de los precios. Las consecuencias atribuidas a la revolución de los precios van desde el empobrecimiento del campesinado y la nobleza al “nacimiento del capitalismo”. La revolución de los precios redistribuyó los ingresos y la riqueza, tanto de los individuos como de los grupos sociales. Aquellos cuyos ingresos estaban basados en precios elásticos (mercaderes, artesanos) se beneficiaron a costa de los asalariados y aquellos cuyos ingresos eran fijos o cambiaban lentamente. El crecimiento de la población no causó el crecimiento (absoluto) de los precios, pero seguramente desempeñó un papel importante en el retraso de los salarios, al tiempo que la agricultura y la industria se mostraron incapaces de absorber el excedente de mano de obra. Pero la causa radical de la situación no fue un problema monetario; fue más bien resultado de las interrelaciones entre el comportamiento demográfico y la productividad agrícola.
6. TECNOLOGÍA Y PRODUCTIVIDAD AGRÍCOLAS.
La explicación simple para el cese del crecimiento de la población en el siglo XVII es que la capacidad de la población para alimentarse se había quedado pequeña. Hay una explicación algo más compleja: el fracaso de la tecnología agrícola para avanzar de forma significativa, con el consiguiente estancamiento, o incluso un probable declive, de la productividad agrícola media. Sin embargo, pocas generalizaciones sobre la agricultura europea son totalmente válidas debido a la diversidad regional. No obstante, en primer lugar, para Europa en su conjunto y para cada subdivisión geográfica importante, la agricultura era, con diferencia, todavía la principal actividad económica. Segundo, desde un punto de vista humano y social, el trabajo manual era de lejos el factor de producción más importante. Para Europa en su conjunto la productividad agrícola media en el siglo XVI no fue seguramente mayor que en el siglo XIII, y decayó sin duda de alguna forma en el siglo XVII. Las proporciones de cosecha/semilla no son medidas infalibles de la productividad agrícola. La cosecha por acre de tierra sembrado podría haberse incrementado con un uso más generoso de la simiente, o la productividad por unidad de trabajo usando menos trabajo con la misma cantidad de simiente. Parece poco probable, no obstante, que alguna de ellas aumentara de forma significativa, en tanto que ambas pudieran disminuir ligeramente hacia fines del siglo XVI o en la primera mitad del siglo XVII. Es probable que en vez de utilizar menos mano de obra por toneladas o menos simiente por hectárea, se aplicara más trabajo a la tierra, debido al crecimiento de la población. Esto significó un rendimiento medio más bajo por hombre-año. Hay pruebas evidentes de que se roturaron nuevas tierras, cultivando terrenos antes baldíos y convirtiendo pastos en tierras arables. En algunos casos, la cosecha en los terrenos que eran pastos pudo ser mejor temporalmente gracias al aumento de la fertilidad proporcionado por los desechos animales. Pero la reducción de la tierra de pastos trajo consigo otras consecuencias menos favorables, a saber, una reducción del ganado, sobre todo bovino. Hay pruebas de una caída en el consumo de carne en el siglo XVI, con consecuencias adversas para la nutrición y la salud de la población. Además, la disminución del ganado implica una disminución en la cantidad de abono para fertilizar una tierra ya excesivamente cultivada.
En la periferia norte y oeste de Europa predominaba la agricultura de subsistencia. Las tierras estaban escasamente pobladas, sobre todo las zonas más septentrionales, que poseían enormes regiones de bosques vírgenes. Aún se aplicaban técnicas primitivas de tala y quema, aunque en las regiones más pobladas se practicaba un método menos antieconómico, el de dos hojas. La cría de ganado de forma primitiva era importante, sobre todo en las zonas montañosas. Los principales cultivos eran el centeno, cebada y avena; el lino y el cáñamo se cultivaban por su fibra, para tejer ropa en casa. A causa de la relativa abundancia de tierra, las posesiones eran fluidas, con la propiedad de la mayor parte de la tierra a nombre de los jefes o señores de clanes o tribus. La organización social era jerárquica, pero sin esclavitud o lazos de servidumbre.
En la Europa al este del Elba y al norte del Danubio, en contraposición, la esclavitud personal o servidumbre era el rasgo característico de las relaciones sociales al inicio del periodo y se incrementó más o menos de forma continua durante el mismo, a medida que los poderosos señores fueron invadiendo las tierras y la libertad de los pocos campesinos independientes que quedaban, tanto por medios legales como ilegales. El estatus de los campesinos fue reduciéndose en Rusia y partes de Polonia a uno no muy distinto de la esclavitud. La tecnología agrícola era relativamente primitiva, empleando bien el sistema de rotación de dos hojas, bien el de tres hojas. La proporción de cosecha por simiente era baja incluso para los patrones de la época. En las tierras adyacentes al Mar Báltico, o en los ríos navegables que llevaban a él, la producción para exportar a los mercados de Europa occidental suponía un potente estímulo para especializarse en grano y otras cosechas comerciables; en los demás lugares la producción estaba orientada primordialmente al autoabastecimiento local.
El área del Mediterráneo era tan diversa que no admite la generalización. La agricultura española recibió una rica herencia de sus predecesores musulmanes. Los pueblos árabes y moros que habían habitado en Valencia y Andalucía antes de la reconquista eran excelentes hortelanos y llevaron el arte del regadío a un nivel alto. Desafortunadamente, los monarcas españoles, movidos por el fanatismo religioso, dilapidaron esta herencia. En el mismo año en el que conquistaron Granada y Colón descubrió América decretaron la expulsión de los judíos del reino. Aquellos que se convirtieron, llamados moriscos, siguieron constituyendo la columna vertebral y el nervio de la economía agrícola en el sur de España durante otro siglo, antes de ser también expulsados en 1609. Los cristianos que los reemplazaron fueron incapaces de conservar los intrincados sistemas de regadío y otros aspectos de la sumamente productiva agricultura mora. No obstante, ello obedeció en parte tanto a la falta de incentivos como a la de conocimientos y habilidad. En el siglo XVI en toda España la tierra estaba concentrada en enormes propiedades pertenecientes a la aristocracia y a la Iglesia. Muchos campesinos cayeron en el peonaje, un estatus no muy lejano al de la servidumbre. Además, con el alza de los precios resultante de la afluencia de la plata y el oro americanos, muchas tierras, tanto en los valles fértiles como en la árida meseta, se dedicaron al cultivo de cereales. Pero, aún así, la producción de grano no era suficiente para alimentar a la población, y España fue dependiendo cada vez más de las importaciones de trigo y otros cereales. Otro obstáculo importante para la agricultura española era la rivalidad entre campesinos y propietarios de ganado lanar. La lana merina española tenía una gran demanda en los Países Bajos y otros centros de la industria textil. Los pastores seguían la práctica de la trashumancia. Las cañadas, protegidas por legislación real, cubrían la totalidad de España desde las montañas de Cantabria hasta los valles de Andalucía y Extremadura. Los ganaderos, organizados en un gremio o asociación comercial llamado la Mesta, constituían un poderoso grupo de presión en la Corte. Los rebaños trashumantes se podían gravar fácilmente en lugares de peaje estratégicos, su lana era valiosa, producía ganancias en efectivo, y también se gravaba fácilmente al exportarla. Los monarcas, siempre ávidos de ingresos tributarios, concedieron a la Mesta privilegios especiales a cambio del aumento en los impuestos. Los privilegios de la Mesta, junto con otras medidas gubernamentales poco inteligentes, tales como el intento de fijar precios máximos para el trigo durante la gran inflación conocida como la revolución de los precios, contribuyeron a estimular mejoras técnicas en un sistema de posesión de la tierra que las desalentaba ya de por sí. La productividad de la agricultura española era probablemente la más baja de Europa occidental. En el siglo XVII, con el descenso de la población se abandonaron muchas explotaciones por completo.
En otras partes de Europa occidental predominaba el sistema de campos abiertos, herencia del sistema manorial de la Edad Media. Los señores de territorio se habían transformado en simples propietarios; cobraban las rentas en dinero o en especie, pero los servicios de mano de obra se habían extinguido, aunque los señores retuvieron derechos especiales y privilegios en algunas zonas. El cambio de la propiedad de la tierra se hizo más común, y aumentaron los pequeños campesinos propietarios así como los granjeros con posesiones independientes. Aunque se dieron casos de aglutinación de propiedades a cargo de grandes terratenientes, a la postre los campesinos salieron ganando. Las pequeñas propiedades y los granjeros con posesiones independientes eran más numerosos cerca de las ciudades, para el abastecimiento de cuya población su producción era vital.
La zona agrícola más avanzada de Europa eran los Países Bajos. A finales del siglo X la agricultura holandesa y flamenca era ya más productiva que la media europea, gracias a la oportunidad que suponía el abastecimiento de las ciudades vecinas y los trabajadores de la industria textil. La población rural holandesa gozaba de mayor libertad que la de regiones anteriormente organizadas de forma manorial. A lo largo de los siglos XVI y XVII la agricultura holandesa experimentó un cambio impresionante que merece que se le otorgue el nombre de primera economía agrícola moderna. La clave del éxito de la agricultura holandesa fue la especialización, que hizo posible en primera instancia la boyante demanda de las prósperas y crecientes ciudades holandesas. En lugar de intentar producir lo máximo posible en mercancías necesarias para el propio consumo, los granjeros holandeses intentaban producir lo más posible para el mercado, comprando también a través de éste muchos bienes de consumo, así como bienes intermedios y de capital. Pero, en su mayoría, los granjeros holandeses se especializaron en productos de valor relativamente alto, especialmente ganado y productos lácteos. La cría de ganado requería el cultivo de grandes cantidades de pienso. La especialización ganadera significaba, asimismo, mayores cantidades de abono para fertilizar; con todo, el carácter intensivo de la agricultura holandesa requería más fertilizante del que se obtenía. Los granjeros holandeses también se dedicaron a la horticultura, especialmente en las lindes de las ciudades. Incluso las flores se convirtieron en objeto de explotación comercial especializada (tulipán). Tampoco dejaron de lado enteramente el cultivo de cereal; el patriciado urbano estaba dispuesto a pagar un precio relativamente alto por el pan de trigo. Sin embargo, gracias a la eficacia de los barcos holandeses y la agresividad de sus mercaderes, las clases bajas podían comprar cereal inferior, sobre todo centeno, más barato, proveniente del Báltico.
7- TECNOLOGÍA Y PRODUCTIVIDAD INDUSTRIALES.
Al igual que en la agricultura, tampoco se produjo en la industria un corte brusco entre la Edad Media y el inicio de la era moderna; sin embargo a diferencia de aquélla en ésta las innovaciones tuvieron lugar más o menos continuamente, aunque a un paso muy lento. La mayoría de las innovaciones de los siglos XVI y XVII supusieron mejoras relativamente pequeñas en técnicas ya establecidas. El invento más importante del siglo XV, la imprenta de caracteres móviles, aumentó enormemente la productividad en el comercio de libros, pero su impacto económico inmediato en términos de valor de beneficios o cantidad de gente empleada fue minúsculo. Otros inventos de la época en los campos de los instrumentos de navegación, las armas de fuego y la artillería, y la relojería, tuvieron una importancia económica menor pero una significación enorme a nivel político y cultural (y de esta forma, indirectamente, también económico).
Las innovaciones tropezaban también con grandes obstáculos. Uno de los más extendidos era la oposición de las autoridades, que temían el desempleo como resultado del ahorro de mano de obra que suponían las innovaciones, y de los gremios y compañías monopolistas que temían la competencia. Las deficiencias en las fuentes de energía y en materiales de construcción eran obstáculos naturales para una mayor productividad industrial.
No todas las innovaciones implicaban artificios mecánicos. A finales del siglo XV los fabricantes de tejidos flamencos introdujeron una tela más ligera y barata llamada “nuevo paño”. Aunque le costó captar el favor del público al principio, su bajo precio lo hizo altamente competitivo en los mercados internacionales, sobre todo en los del sur de Europa. Después de la represión de la revuelta en los Países Bajos españoles y la consiguiente huida de muchos artesanos flamencos, industrias productoras de nuevo paño empezaron a surgir de muchas partes, sobre todo en Inglaterra. Por razones similares, la manufactura del tejido de algodón, que ya se producía en Italia en la Edad Media con materia prima procedente del Mediterráneo oriental, se extendió gradualmente a Suiza, sur de Alemania y Flandes a lo largo del siglo XVI. Las ocupaciones textiles siguieron siendo, en conjunto, las mayores proveedoras de empleo industriales, seguidas por las relacionadas con la construcción. La industria de la lana española se expandió rápidamente durante la primera mitad del siglo XVI, pero, lastrada por los impuestos excesivos y la interferencia del gobierno, se estancó y después decayó. Durante los primeros dos tercios del siglo las industrias textiles más grandes, tanto de lana como de lino, se encontraban en el sur de los Países Bajos, en las provincias de Flandes y Brabante en particular. La organización de las industrias textiles no cambió de forma apreciable desde la Baja Edad Media. El empresario característico era el mercader-fabricante que compraba las materias primas, las daba a hiladores, tejedores y otros artesanos que trabajaban en sus casas, y comerciaba el producto final. Las organizaciones gremiales aparentemente no afectaron a la industria de forma apreciable, al menos en Inglaterra. Mucho antes del nacimiento de la industria moderna, Inglaterra se había convertido ya en el mayor exportador de la industria más importante de Europa.
La industria de la construcción en general no experimentó cambios técnicos importantes. Gracias a la rápida expansión de su comercio, la flota mercante holandesa multiplicó por diez su número de unidades y todavía más su tonelaje, entre principios del siglo XVI y mediados del XVII. En aquella época era con diferencia la mayor de Europa, tres veces mayor que la flota mercante inglesa, que era la segunda, y probablemente más grande que todas las demás juntas. Considerando la relativamente corta vida de los barcos de madera, esto se traduce en una gran demanda de la industria de la construcción naval, una demanda a la que los constructores de barcos holandeses respondieron racionalizando sus astilleros e introduciendo técnicas elementales de producción en masa. Gracias a su eficacia, abastecieron no sólo a la flota de su país sino también a todas sus rivales. Como los Países Bajos poseían pocos bosques, tenían que importar prácticamente toda la madera para los astilleros, principalmente de la zona del Báltico. Por otra parte, la gran demanda de lona y cordaje estimuló prósperas industrias subsidiarias en la propia Holanda. Hubo pocas innovaciones radicales en el diseño de los barcos desde finales del siglo XV al siglo XIX, pero sí muchas pequeñas mejoras. La innovación más importante fue el fluyt o filibote, un transportador comercial especializado introducido a finales del siglo XVI. Fue especialmente diseñado para cargas voluminosas de poco valor, tales como grano y madera, y funcionaba con tripulaciones menores que las de los barcos convencionales.
Las industrias metalúrgicas adquirieron una importancia estratégica primordial debido a la creciente importancia de las armas de fuego y artillería en la guerra. También eran importantes como heraldos del industrialismo que se avecinaba. El hierro era lo más importante. En los siglos XIV y XV se incrementó progresivamente la altura de los hornos, una corriente de aire producida por fuelles movidos por agua aumentaba la temperatura de la carga, desarrollándose de esta manera el horno alto. A comienzos del siglo XVI el horno alto se cargaba continuamente por la parte de arriba con carbón vegetal y un fundente para eliminar las impurezas, mientras que el hierro fundido que salía por debajo se trabajaba periódicamente para transformarlo directamente en herramientas útiles o en lingotes para su posterior refinamiento. El nuevo método era sin embargo más rápido y barato, ya que extraía mayor rendimiento del combustible y del mineral, y podía aprovechar menas de peor calidad. También requería mayores cantidades de capital, aunque la mayor parte con diferencia se la llevaban las partidas de carbón vegetal y mineral de hierro, más que el capital fijo como tal. A medida que los hornos altos fueron evolucionando, tuvo ligar toda una seria de innovaciones en operaciones secundarias. En otras industrias metalúrgicas el progreso fue menos notable. Las minas de plata de Europa central experimentaron una prosperidad repentina a comienzos del siglo XVI como resultado del descubrimiento del proceso de amalgamación del mercurio para concentrar minerales de plata; no obstante, cuando este proceso fue trasladado a las minas de plata de las colonias españolas de México y Perú en el decenio de 1560, el aumento de la oferta de plata resultante hizo bajar tanto los precios que muchas minas europeas se vieron obligadas a cerrar. Europa no era rica por naturaleza en metales preciosos, pero poseía relativa abundancia de los minerales más útiles. En muchos lugares de Europa había cobre, plomo y zinc. En los siglos XVI y XVII, bajo la presión de la creciente demanda, se mejoraron las técnicas de minería, lo que supuso pozos más profundos, mejor ventilación y maquinaria de bombeo.
Existía una gran demanda de madera: era indispensable para la construcción tanto de edificios como de barcos, la metalurgia y, lo más importante, la calefacción doméstica. La escasez de madera en las zonas más desarrolladas de Europa fue la principal responsable de la integración de Noruega y Suecia en la economía de Europa occidental. Esta escasez llegó a ser tan grande que abarcó no sólo a la zona del Báltico, sino, en los siglos XVII y XVIII, también a Norteamérica. Todo lo cual llevó a la búsqueda de materiales y combustibles alternativos: ladrillo y piedra para la construcción, turba y carbón para combustible. También el hierro y otros metales sustituyeron a la madera; no obstante, el crecimiento de la demanda de aquéllos lo único que hizo fue intensificar la escasez de ésta.
Los descubrimientos en ultramar, que proporcionaron nuevas materias primas, estimularon directamente nuevas industrias; las refinerías de azúcar y las fábricas de tabaco fueron las más importantes. La caña de azúcar proporcionó también la materia prima para las destilerías de ron, y en el siglo XVII los opulentos holandeses inventaron la ginebra, que en su origen tenía fines medicinales. Durante la Edad Media Italia había sido el principal, si no el único, productor de objetos de lujo, tales como cristalería fina, papel de calidad superior, instrumentos ópticos y relojes. El crecimiento de industrias similares en otros países, cuyos productos eran a menudo de inferior calidad pero más baratos, explica en parte la relativa decadencia de Italia. La invención de la imprenta aumentó enormemente la demanda de papel. Los Países Bajos, especialmente Amberes y Ámsterdam, eran los centros más activos de la industria, pero Francia, Italia y la Renania Alemania e Inglaterra los seguían de cerca.
8. EL COMERCIO, LAS RUTAS COMERCIALES Y LA ORGANIZACIÓN COMERCIAL.
De todos los sectores de la economía europea, el comercio fue indudablemente el más dinámico entre los siglos XV y XVIII. La invasión portuguesa del Océano Índico representó un duro golpe para los venecianos y, a menor escala, para otras ciudades italianas. No es cierto que el comercio de las especias del Mediterráneo a través de Egipto y Arabia cesara bruscamente, pero la competencia de las especias portuguesas sí redujo enormemente su rentabilidad. En 1521, en un intento de reconquistar su monopolio, los venecianos se ofrecieron a comprar todas las importaciones portuguesas, pero su propuesta fue rechazada. Gradualmente la iniciativa en los asuntos comerciales fue desplazándose al norte de Europa. Los españoles y los portugueses, concentrándose en la explotación de sus imperios en ultramar, dejaron el negocio de distribuir sus importaciones por Europa, y también el suministrar la mayoría de sus exportaciones a las colonias, a otros europeos. De éstos, los de los Países Bajos, sobre todo los holandeses y los flamencos, fueron los más agresivos.
El “prodigioso crecimiento de los Países Bajos”, cuando las flotas pesqueras holandesas del Mar del Norte empezaron a rebajar los precios para competir con el dominio hanseático del comercio del arenque. Casi todo el comercio entre el norte de Europa y Francia, Portugal, España y el Mediterráneo, y gran parte del comercio entre Inglaterra y el continente, estaba en manos de los holandeses. Los holandeses eran igualmente agresivos en el comercio de ultramar. Su guerra de independencia interrumpió su comercio con España, pero continuaron comerciando con el imperio portugués a través de Lisboa. Sin embargo, Portugal pasó a depender de la corona de España en 1580 y en 1592 las autoridades españolas cerraron el puerto de Lisboa a los barcos holandeses. Enormemente dependientes del comercio marítimo, los holandeses empezaron inmediatamente a construir barcos capaces de hacer viajes de varios meses rodeando África hasta el Océano Índico. En menos de diez años más de 50 barcos hicieron el viaje de ida y vuelta entre los Países Bajos y las Indias. Estos primeros viajes tuvieron tanto éxito que, en 1602, el gobierno de las Provincias Unidas, la ciudad de Amsterdam, y varias compañías comerciales privadas formaron la compañía holandesa de las Indias Orientales, que monopolizó legalmente el comercio entre las Indias y los Países Bajos. Los holandeses concentraron su atención en las fabulosas islas de las Especias en Indonesia, y hacia mediados del siglo XVII habían establecido ya su dominio tanto sobre las islas como sobre el comercio de las especias de una forma más eficaz de lo que los portugueses habían hecho nunca. También se adueñaron del control de los puertos de Ceilán. Los ingleses, tras varios intentos infructuosos de tomar posiciones en Indonesia, acabaron estableciendo puestos comerciales fortificados en el continente indio. Portugal conservó sus posesiones de Goa, Diu y Macao así como unos pocos puertos en las costas africanas, pero dejó de ser una potencia naval o comercial importante en los mares comerciales. Las otras potencias navales también se aprovecharon de la debilidad portuguesa y la rigidez española para invadir y crear mercados en el hemisferio occidental. Los primeros intentos franceses e ingleses para encontrar una ruta directa hacia Oriente habían fracasado, pero en la segunda mitad del siglo XVI se hicieron nuevos esfuerzos para descubrir un paso hacia la India por el noreste o noroeste. El malhadado viaje en 1553 a través de las aguas del Ártico hasta el Mar Blanco fracasó en su intento de encontrar un paso nororiental, pero estableció relaciones comerciales con el creciente imperio ruso, y, a través de él, con Oriente Medio. Más o menos por los mismos años los corsarios franceses, ingleses y holandeses comenzaron a llevar un comercio clandestino con Brasil y las colonias españolas en el Nuevo Mundo, y, si se presentaba la ocasión, asaltar los barcos españoles y los puertos coloniales. Los ingleses en la primera mitad del siglo XVII establecieron con éxito colonias en Virginia (1607), Nueva Inglaterra (1620) y Maryland (1632), así como en las islas tomadas a los españoles en las Indias Occidentales. Con el tiempo todas ellas se convirtieron en importantes mercados para las industrias inglesas y también en fuentes de suministro de materia prima y bienes de consumo. En 1608 los franceses establecieron un asentamiento permanente en Québec y dieron a toda la región de los Grandes Lagos el nombre de Nueva Francia pero la colonia no prosperó. En 1624 los holandeses intentaron conquistar las colonias portuguesas en Brasil, pero tras dos décadas de luchas intermitentes, fueron expulsados por los mismos colonos portugueses. Los holandeses conservaron sólo Surinam y unas pocas islas en el Caribe. El mismo año en que los holandeses empezaron su conquista del Brasil, otro grupo de colonos holandeses fundó la ciudad de Nueva Ámsterdam en el extremo sur de la isla de Maniatan. Reclamaron todo el valle de Hudson y los alrededores, fundaron Fort Orange (Albano) y distribuyeron la tierra según el sistema de propiedad de patrono entre familias como los Rensselae y los Roosevelt.
El comercio marítimo constituía sin duda el segmento más importante del comercio internacional, pero el comercio terrestre, especialmente el tráfico fluvial, no era despreciable. El comercio local lo utilizaba frecuentemente, y la mayor parte de la mercancía, incluso en el comercio internacional, comenzaba su viaje en carreta, a lomos de animales o en barcazas río abajo. Los ríos Rhin, Maine y Neckar fueron importantes arterias para la exportanción de metales de ferretería del sur de Alemania y Renania. Los ríos franceses fueron igualmente importantes. Los metales y algunos tejidos de lujo podían soportar el gasto (y el desgaste) que suponían los largos viajes por tierra. Pocas mercancías podían hacerlo, a no ser que fueran autopropulsadas, como era el caso del ganado. Sin bien la mayor parte de la tierra útil de Europa se dedicaba cada vez más al cultivo para alimentar a su creciente población, Dinamarca, Hungría y Escocia tenían vastos prados abiertos en los que pastaban rebaños de ganado bovino. Los traslados anuales de ganado precursores de los del oeste americano del siglo XIX, lo llevaban a rediles de engorde y mercados de las ciudades del norte de Alemania y los Países bajos, al sur de Alemania y norte de Italia, y a Inglaterra.
El carácter de las mercancías objeto del comercio a distancia cambió de alguna forma en los siglos XVI y XVII. En el siglo XVI una gran parte del volumen de los bienes que se movían en el mercado internacional consistía en productos como grano, madera, pescado, vino, sal, metales, materias primas, textiles y paños. A finales del siglo XVII la mitad de las importaciones inglesas en volumen consistía en madera, y más de la mitad de las exportaciones, también en volumen, en carbón, aunque las de paño eran mucho más valiosas. El comercio de productos voluminosos se hizo posible principalmente gracias a las mejoras en el diseño y construcción de los barcos, lo que bajó los costes de transporte. A ello contribuyó también la reducción de los riesgos, tanto naturales como ocasionados por el hombre, de los viajes por mar, gracias a mejorar técnicas de navegación y la acción de armadas que perseguían a los piratas respectivamente. En el comercio intercontinental la situación se correspondía más de cerca con el modelo antiguo, aunque incluso aquí, los cambios tuvieron lugar en el siglo XVII, y sobre todo en el siglo XVIII. A medida que la importancia de los metales preciosos fue decreciendo durante el siglo XVII y más países fueron adquiriendo colonias en el hemisferio occidental, el azúcar, el tabaco, las pieles e incluso la madera adquirieron cada vez más preponderancia entre las importaciones europeas. Las exportaciones a las colonias, por su parte, consistían principalmente en bienes manufacturados; éstos no eran voluminosos, pero el espacio disponible que sobraba se llenaba en parte con emigrantes. La situación del comercio oriental era muy distinta. Desde los comienzos de los contactos directos, los europeos habían tenido dificultad en encontrar mercancías para intercambiar por las especias y otras mercancías. Por esta razón gran parte del “comercio” europeo era en realidad pillaje. Donde no era posible o factible el saqueo, los asiáticos aceptaban armas de fuego y municiones, pero generalmente pedían oro y plata, que acumulaban o convertían en joyas. Asia, en fin de cuentas, era un pozo sin fondo para los metales monetarios europeos. Hasta que Inglaterra no conquistó India en el siglo XVIII no se invirtió la balanza.
Una rama muy especial del comercio trataba con seres humanos: el tráfico de esclavos. Entre los mayores compradores de esclavos se encontraban las colonias españolas, pero los propios españoles no se ocuparon del tráfico en gran medida; lo cedieron, sin embargo, mediante contratos o asientos a los comerciantes de otras naciones, estando dominado al principio por los portugueses y más tarde, en cambio, por los holandeses, los franceses y los ingleses. Normalmente el tráfico era de naturaleza triangular. Un barco europeo llevando armas de fuego, cuchillos, objetos de metal, abalorios y baratijas similares, telas de alegres colores y licores navegaban rumbo a la costa occidental africana, donde intercambiaba su cargamento con algún caudillo local africano por esclavos, ya fueran éstos cautivos de guerra, ya del propio pueblo del jefe. Cuando el traficante de esclavos había cargado tantos africanos encadenados y con grilletes como el barco podía llevar, se dirigía a las Indias Occidentales o a la tierra firme del norte o Sudamérica y allí intercambiaba su carga humana por azúcar, tabaco u otros productos del hemisferio occidental, con los que volvía a Europa. Aunque la tasa de mortalidad por enfermedad y otras causas en el traslado de los esclavos era terriblemente alta, los beneficios del tráfico de esclavos era extraordinario. Los gobiernos europeos no tomaron medidas efectivas para prohibirlo hasta el siglo XIX.
El comercio intraeuropeo heredó la refinada y compleja organización desarrollada por los mercaderes italianos en la Baja Edad Media. En el siglo XV podían encontrarse colonias de mercaderes italianos en los centros comerciales importantes: Génova, Lyon, Barcelona, Sevilla, Londres, Brujas y, especialmente, Amberes. Los mercaderes del país así como los extranjeros aprendieron las técnicas de negocio italianas, tales como la contabilidad de doble entrada y la utilización del crédito, y de hecho las aprendieron tan bien que para la primera mitad del siglo XVI los italianos habían perdido su predominio. La dinastía financiera más importante del siglo XVI fue la familia Fugger, con sus oficinas principales en Augsburgo, al sur de Alemania. Los Fugger fueron los mercaderes más importantes del siglo XVI, pero hubo muchos otros, en Italia y en los Países Bajos, así como en Alemania, que lo fueron sólo ligeramente menos. Incluso España tuvo algunas familias de mercaderes notables. El tipo de organización que preferían era la sociedad, formalizada normalmente con contratos por escrito especificando los derechos y las obligaciones de cada socio.
La organización comercial en Inglaterra, un país periférico en el siglo XV, mostraba una forma más primitiva que las economías más desarrolladas del continente; sin embargo, hizo rápidos progresos y para finales del siglo XVII era una de las más avanzadas. En la Edad Media el comercio de la lana en bruto, la exportación más importante sin duda, estaba en manos de los Mercaderes de la Lonja, una compañía regulada que funcionaba de forma parecida a un gremio. No había capital conjunto; cada mercader comerciaba por su cuenta, pero tenían una sede central y un almacén y obedecían un conjunto de reglas comunes. Aunque ya en decadencia, el mercado de la lana siguió teniendo su importancia durante los siglos XVI y XVII. El lugar preeminente de la Lonja pasaron a ocuparlo los Mercaderes Aventureros, otra compañía regulada; ésta llevaba el comercio de los paños de lana. Establecieron su Lonja en Amberes y a cambio recibieron ciertos privilegios. En 1564 la compañía recibió una carta real que les confería el monopolio legal para la exportación de paño a los Países Bajos y Alemania, los mercados más importantes. En la segunda mitad del siglo XVI los ingleses crearon un buen número de otras compañías con cartas de monopolio comercial: la Compañía de Moscú (1555), la Compañía Española (1577), la Compañía del Este (Báltico) (1579), la Compañía de Levante (Turquía) (1583), la Compañía de las Indias Orientales (1600) y una Compañía Francesa (1611). El establecimiento de compañías especiales para el comercio con Francia, España y el Báltico, en particular, indica dos cosas: la pequeña cantidad de comercio directo entre Inglaterra y esos países antes de la existencia de las compañías, y la medida en que tal comercio, si existía, estaba en manos de los holandeses y otros mercaderes. Algunas de estas compañías adoptaron la forma regulada, pero otras se convirtieron en compañías de capital conjunto, esto es, reunían las aportaciones de capital de los miembros y las ponían bajo una dirección común. Las compañías de Moscú y de Levante fueron las primeras formadas con bases de capital conjunto, pero a medida que se fueron desarrollando las relaciones comerciales y se hicieron más estables se convirtieron en compañías reguladas. La Compañía de las Indias Orientales también adoptó la forma de capital conjunto. Con el tiempo se hizo necesario establecer instalaciones permanentes en India y supervisar continuamente sus asuntos, por lo que la compañía adoptó un tipo de organización permanente en la cual un accionista podía retirarse solamente vendiendo sus acciones a otro inversor.
La existencia de un único centro distribuidor importante en el noroeste de Europa (primero Brujas, luego Amberes, después Ámsterdam) es doblemente significativa. Primero, su mera existencia, en contraposición a las ferias periódicas de la Edad Media, evidencia el crecimiento en tamaño de los mercados y de la producción orientada hacia el mercado. Pero el hecho de que sólo hubiera uno en cada momento y de que surgiera cuando otro declinaba, indica los límites de su desarrollo. Es cierto que había otros emporios de cierta importancia, pero ninguna tenía la gama completa de servicios financieros y comerciales de la gran metrópolis. La explicación de esto está relacionada con la limitada extensión de los mercados y la existencia de economías externas en transacciones comerciales y, especialmente, financieras. Cuando el volumen total de movimiento comercial o financiero es relativamente pequeño, es más barato concentrarlos en un solo lugar. La organización del centro distribuidor era ya bastante refinada al inicio del siglo XV en Brujas, y todavía lo fue más cuando se trasladó a Amberes y Ámsterdam. El primer requisito es una bolsa o mercado. Por regla general, los productos que se mostraban no se intercambiaban en el acto; eran meras muestras que se inspeccionaban para ver la calidad. Después se hacían los pedidos y los bienes se mandaban desde los almacenes. El uso del crédito estaba extendido y la mayoría de los pagos se hacían con instrumentos financieros tales como la letra de cambio o por traspaso a los bancos, en lugar de en efectivo. Los bancos fueron en su mayoría negocios privados.
El régimen del comercio con las colonias difería notablemente del comercio intraeuropeo. El comercio de las especias del imperio portugués era un monopolio de la corona; la armada portuguesa hacia las veces de flota mercante y todas las especias tenían que ser vendidas a través de la Casa da India en Lisboa. Más allá del Cabo de Buena Esperanza, sin embargo, la situación era diferente. Allí los mercaderes portugueses tomaban parte en el “mercado del país” en competencia con los mercaderes musulmanes, hindúes y chinos. Por un tiempo, como resultado de la prohibición del comercio directo con Japón impuesta por el emperador chino, tuvieron el virtual monopolio del comercio entre los dos países. El comercio entre España y sus colonias era similar. En teoría, el comercio con las colonias era monopolio de la Corona de Castilla, pero a efectos prácticos el gobierno lo traspasó a la Casa de Contratación, una organización gremial ubicada en Sevilla que operaba bajo la vigilancia de inspectores del gobierno. Todos los barcos entre España y las colonias salían en convoyes que, en su organización final, salían de Sevilla en dos contingentes, en la primavera y final del verano, pasaban el invierno en las colonias y volvían como una sola flota a la primavera siguiente. La razón oficial para utilizar el sistema de convoy era proteger la carga de lingotes de los corsarios y, en tiempos de guerra, de los enemigos; pero también era un medio cómodo, aunque ineficaz, de intentar prevenir el comercio de contrabando. Es imposible determinar cuánto contrabando se daba en realidad, pero debió de ser sustancial a la vista de la exigua cantidad de exportaciones legales. Aunque había fluctuaciones, el promedio de barcos en cada convoy anual durante la segunda mitad del siglo XVI fue de sólo 80. En aquella época la población europea en el Nuevo Mundo superaba las 100.000 personas. Aunque eran, en gran medida, autosuficientes en términos de abastecimiento de alimentos, todavía solicitaban vinos europeos y aceite de oliva, por no hablar de los bienes manufacturados tales como paños, armas de fuego, herramientas y otros objetos de ferretería. La corona exigía el quinto real de todas las importaciones de lingotes, pero, sumando éste a otros impuestos, en realidad reclamaba alrededor de un 40% del total. El fabuloso imperio de España hizo poco por promover el desarrollo de su propia economía y, como resultado de políticas de gobierno miopes, de hecho lo lastraron.
TEMA 6. NACIONALISMO E IMPERIALISMO ECONÓMICOS.
1. INTRODUCCIÓN.
Las políticas económicas de las naciones-estado en el periodo de la segunda logística de Europa tenían un doble propósito: construir una potencia económica para fortalecer el estado y usar el poder del estado para promover el crecimiento económico y enriquecer la nación. Con todo, los estados buscaban esencialmente obtener ingresos, y con frecuencia esta necesidad les llevó a promulgar políticas que fueron en detrimento de actividades verdaderamente productivas.
Al mismo tiempo que buscaban imponer una unidad económica y política a sus súbditos, los soberanos de Europa competían agresivamente entre sí por extender su territorio y controlar sus posesiones y comercio en ultramar. Lo hacían en parte para hacer a sus países más autosuficientes en tiempos de guerra, pero el mero intento de ganar más territorio o comercio a expensas de otros a menudo llevaba precisamente a ella. De este modo, el nacionalismo económico agravó los antagonismos que habían engendrado diferencias religiosas y rivalidades dinásticas entre los soberanos de Europa.
2. EL MERCANTILISMO: TÉRMINO INCORRECTO.
Adam Smith describió las políticas económicas de su tiempo con un único título: el sistema mercantil. Bajo su punto de vista eran malas porque interferían con la “libertad natural” de los individuos y daban lugar a lo que los modernos economistas llaman mala distribución de recursos. Aunque condenó estas políticas por insensatas e injustas, intentó sistematizarlas, en parte, al menos, para poner de relieve su absurdidad. Declaró que las políticas estaban ideadas por los mercaderes e impuestas subrepticiamente a los soberanos y gobernantes que ignoraban los asuntos económicos. Igual que los mercaderes se enriquecían en la medida que sus ingresos excedían a sus gastos, las naciones, argumentaban, se enriquecerían siempre que vendieran más a los extranjeros de lo que ellos compraban fuera, considerando la diferencia, o la “balanza de comercio”, en oro y plata. De ahí que favorecieran las políticas que estimulaban las exportaciones y penalizaban las importaciones, para crear una balanza de comercio favorable para la nación en conjunto.
En la última parte del siglo XIX un buen número de historiadores y economistas alemanes dieron la vuelta totalmente a este concepto. Para ellos, nacionalistas y patriotas que vivían el despertar de la unificación alemana bajo la hegemonía de Prusia, el mercantilismo era sobre todo una política de levantar estado llevada a cabo por prudentes y benevolentes gobernantes.
A pesar de las similitudes, cada nación tenía una política económica particular derivada de las peculiaridades de las tradiciones locales y nacionales, las circunstancias geográficas y, lo que es más importante, el carácter del Estado mismo. Los que abogaban por un nacionalismo económico proclamaban que su política estaba concebida para beneficiar al Estado. Puesto que el nacionalismo de las primitivas naciones-estado descansaba en una base de clase, no popular, la clave de las diferencias nacionales en política económica debería buscarse en la diferente composición e intereses de las clases dirigentes. En Francia y otras monarquías absolutas los deseos del soberano estaban por encima de todo. La administración diaria de los asuntos la llevaban a cabo ministros y funcionarios menores que apenas entendían de los problemas de la tecnología industrial o las empresas comerciales, y que reflejaban las estimaciones y actitudes de su señor. Los complejos reglamentos para la actuación de la industria y el comercio añadían coste y frustración a la hora de hacer negocios y fomentaban el desinterés. En las cuestiones importantes no era raro que los monarcas absolutos sacrificaran el bienestar económico de los súbditos y los cimientos económicos de su propio poder a causa de la ignorancia o la indiferencia. Las Provincias Unidas, gobernadas por y para los ricos mercaderes que controlaban las principales ciudades, siguieron una política económica más racional. Al vivir principalmente del comercio, no se podían permitir las políticas restrictivas y proteccionistas de sus vecinos más grandes. Establecieron en su interior la libertad de comercio, recibiendo con los brazos abiertos en sus puertos y lonjas a los mercaderes de todas las naciones. Inglaterra estaba más o menos en una posición intermedia dentro de este espectro. La aristocracia terrateniente emparentó con miembros de familias comerciantes poderosas, así como con abogados y funcionarios conectados con el mundo mercantil; por otra parte, hacía tiempo que grandes mercaderes desempeñaban un papel prominente en el gobierno y la política. Tras la revolución de 1688-89 sus representantes en el parlamento asumieron al máximo poder del Estado. Las leyes y reglamentos que elaboraron concernientes a la economía reflejaban un equilibrio de intereses, satisfaciendo a terratenientes y agricultores, a la vez que fomentaban las manufacturas nacionales y prestaban apoyo a los intereses de la marina mercante y del comercio.
3. LOS ELEMENTOS COMUNES.
Dado que pocos países europeos tenían minas que produjeran oro y plata, el objetivo primordial de las exploraciones y colonizaciones fue la adquisición de colonias que los poseyeran. La abundancia española era el modelo a seguir. Las colonias de Francia, Inglaterra y Holanda producían poco oro y plata, así que el único modo de obtener suministros de metales preciosos para esos países (aparte de la conquista y la piratería) era a través del comercio. Fue en conexión con esto, como destacó Adam Smith, que los mercaderes pudieron influir en los consejos de Estado, y fueron ellos los que concibieron el razonamiento de una balanza de comercio favorable. De una forma ideal, de acuerdo con esta teoría, un país sólo debería vender y comprar en su propio país. Para fomentar la producción nacional no se admitía la entrada de manufacturas extranjeras o se forzaba a pagar elevados aranceles, aunque éstos eran también una fuente de ingresos. Se alentaba, asimismo, la manufacturación nacional con la concesión de monopolios y con subvenciones a las exportaciones. Cuando el país no disponía de las materias primas necesarias, podían importarse sin tener que pagar impuestos de importación, en contraposición a la política general de disuasión de ésta. Las leyes suntuarias (leyes concernientes al consumo) intentaban restringir el consumo de mercancías extranjeras y promover el de los productos nacionales.
La posesión de una gran marina mercante se tenía en mucho porque extraía dinero a los extranjeros a cambio de los servicios navales y fomentaba las exportaciones nacionales habilitando, cuando menos en teoría, un transporte barato. Además, dado que la principal diferencia entre un barco mercante y un barco de guerra era el número de armas que llevaba, una gran flota mercante se podía convertir en armada en caso de guerra. La mayoría de las naciones tenían “leyes de navegación” que procuraban restringir el transporte de importaciones y exportaciones a los barcos propios, y que en otros aspectos promovían la marina mercante. Los gobiernos fomentaban asimismo las flotas pesqueras como un medio de formar marinos y de estimular la industria de la construcción de barcos, así como de hacer a la nación más autosuficiente en cuanto al abastecimiento de alimentos y proporcionar productos para la exportación la importancia que se otorgaba a las marinas mercantes obedecía en último término a la noción de que existía un volumen de comercio internacional fijo y definitivo.
Los teóricos de todas las naciones acentuaban la importancia de las posesiones coloniales como un elemento de riqueza y poder nacional. Aun cuando las colonias no tuvieran minas de oro y plata, podían producir bienes inexistentes en la metrópoli que podían utilizarse en ella o venderse en el extranjero.
4. ESPAÑA Y LA AMÉRICA ESPAÑOLA.
En el siglo XVI España era envidia y azote de las coronas de Europa. Como resultado de alianzas matrimoniales dinásticas, su rey Carlos I (1516-1556) heredó no sólo el reino de España, sino también los dominios de los Habsburgo en Europa central, los Países Bajos y el Franco Condado. Por otra parte, el reino de Aragón incluía Cerdeña, Sicilia y toda Italia al sur de Roma, y el de Castilla aportaba el recién descubierto, si bien todavía por conquistar, imperio en América. Este formidable imperio político parecía descansar también en sólidas bases económicas. Aunque los recursos agrícolas españoles no eran los mejores, habían heredado el elaborado sistema árabe de horticultura en Valencia y Andalucía, y la lana del ganado merino estaba muy cotizada en toda Europa. También poseía algunas industrias florecientes, entre las que destacan las del paño y el hierro. A pesar de estas circunstancias favorables, la economía española no logró progresar y el pueblo español pagó el precio correspondiente en forma de bajo nivel de vida, aumento de la incidencia del hambre y la peste, y por último, en el siglo XVII, la despoblación. Las ambiciones exorbitantes de sus soberanos y la miopía y contumacia de sus políticas económicas fueron responsables de ello en gran medida.
Carlos V consideraba su misión reunificar la Europa cristiana. Con este fin luchó contra los turcos en el Mediterráneo y en Hungría, peleó contra los rebeldes príncipes protestantes de Alemania y contendió con los Valois, reyes de Francia, que tenían ambiciones territoriales en Italia y los Países Bajos y se sentían amenazados por los dominios de los Habsburgo que les rodeaban. Incapaz de mantener un éxito constante en ninguno de estos frentes, abdicó del trono de España en 1556, cansado y quebrantado. Había anhelado pasar sus posesiones intactas a su hijo Felipe pero su hermano Fernando consiguió arrebatarle las tierras de los Habsburgo en Europa central. Felipe II (1556-1598) continuó con la mayor parte de las cruzadas de su padre e incluso añadió Inglaterra a la lista de enemigos de España, con desastrosas consecuencias cuando la armada invencible de 1588 fue derrotada de forma concluyente. Apenas pasó un año sin que las tropas españolas entraran en guerra en algún lugar de Europa, además de llevar a cabo su tarea de conquistar y gobernar América. Por otra parte, además de sus tendencias belicosas, los monarcas españoles sintieron debilidad por la arquitectura monumental y boato en las ceremonias de corte. Para financiar sus guerras y el notable dispendio, Carlos y Felipe se basaron, en primer lugar en los impuestos. A pesar de su relativa pobreza, el pueblo español del siglo XVII era el que pagaba más impuestos de toda Europa. Además, la incidencia de los impuestos era extremadamente desigual. Los grandes terratenientes, casi todos de sangre noble, además de la propia familia real, estaban exentos de pagar los impuestos directos; de este modo la carga recaía principalmente sobre los menos capacitados para pagar: artesanos, comerciantes y, especialmente, campesinos.
La corona tuvo una fuente inesperada de ingresos con el descubrimiento del oro y la plata de su imperio americano. El gobierno se quedaba aproximadamente el 40% de las importaciones legales. Aun así, en los últimos años del reinado de Felipe su parte de metales preciosos no llegaba al 20 o 25% de los ingresos totales. Para empeorar las cosas, los ingresos totales raramente igualaban los enormes gastos del gobierno. Esto forzó a los monarcas a recurrir además a una tercera fuente de financiación: el préstamo. Carlos, al principio de su reinado, había pedido prestadas ya inmensas sumas. El interés de esas deudas, y de otras que contrajo, aumentó de forma continua. Los acreedores obtuvieron contratos que estipulaban ingresos fiscales particulares o participaciones en los siguientes cargamentos de plata americana como garantía para sus préstamos. En 1544 dos tercios de los ingresos anuales ordinarios estaban comprometidos para el pago de las deudas, y en 1552 el gobierno suspendió todos los pagos de intereses. En 1557 la carga se había hecho tan pesada que el gobierno se negó a pagar una parte sustancial de sus deudas, suceso designado a menudo “bancarrota nacional”. Sin embargo, los gobiernos, a diferencia de las empresas, no se liquidan cuando caen en bancarrota. Lo que se hizo fue reorganizar las deudas a corto plazo como obligaciones a largo plazo, reducir el principal y la tasa de interés, y comenzar el ciclo de nuevo, pero siempre con condiciones más onerosas para el prestamista. En ocho ocasiones los Habsburgo españoles declararon la bancarrota real. Las consecuencias fueron siempre las mismas: pánico financiero, la bancarrota y la liquidación real de muchos banqueros y otros inversores, y la interrupción de las transacciones financieras y comerciales ordinarias.
El favoritismo real en beneficio de la Mesta culminó en un decreto de 1501 que reservaba a perpetuidad para el pasto de las ovejas toda la tierra en donde habían pastado siempre, sin tener en cuenta los deseos de los propietarios. Con tales medidas, el gobierno sacrificó los intereses de los agricultores y, en última instancia, de los consumidores, a cambio de un aumento en los impuestos sobre los privilegiados propietarios de ganado lanar. La ausencia de cualquier política económica sistemática de largo alcance queda ilustrada gráficamente por la historia de dos de las más importantes actividades económicas de España: la producción de cereal y la fabricación de paño. La producción de cereal, aun obstaculizada por los privilegios concedidos a la Mesta, prosperó durante el primer tercio del siglo XVI como resultado de la afluencia inicial de la riqueza americana. Al acelerarse la subida del precio, el gobierno respondió a las quejas del consumidor imponiendo precios máximos en el grano para hacer pan en 1539. Como que los costes continuaron incrementándose, el resultado fue que las tierras de labor se dedicaron a otros propósitos distintos del cultivo de grano, con lo que la escasez del mismo aumentó. Para neutralizarla, el gobierno admitió grano extranjero, antes prohibido o sujeto a altos aranceles, libre de impuestos; sin embargo, esto desanimó todavía más a los cultivadores de cereal. Muchas tierras dejaron de producir por completo, y España se convirtió en un importador habitual de grano. La situación de la industria del paño fue más o menos la misma. A comienzos del siglo XVI España exportaba paño de calidad a la vez que la lana en bruto. La expansión de la demanda nacional y, especialmente, la de las colonias en América, elevó tanto los costes como los precios. La oferta no podía satisfacer la creciente demanda. En 1548 el paño extranjero se admitía libre de impuestos y en 1552 se prohibió la exportación (excepto a las colonias) del paño nacional. El resultado inmediato fue una severa recesión en la industria del paño. La prohibición de exportarlo se levantó en 1555, pero para entonces la pérdida de los mercados extranjeros y el aumento de los costes producido por la inflación habían privado a España de su ventaja competitiva. España siguió importando paño hasta el siglo XIX.
Incluso con su política religiosa los monarcas españoles consiguieron dañar el bienestar de sus súbditos y debilitar las bases económicas de su propio poder. Al principio de su reinado Fernando e Isabel obtuvieron permiso del papado para establecer un Santo Oficio, una dependencia de la tristemente famosa Inquisición, sobre el cual ejercieron directamente en autoridad real. El blanco inicial de la Inquisición española los constituyeron los conversos reincidentes, aun cuando los judíos practicantes todavía eran tolerados oficialmente. Muchos judíos y conversos formaban parte de los plebeyos españoles más ricos y cultivados, habiendo entre ellos muchos mercaderes, financieros, médicos, artesanos cualificados y otras personas de éxito económico. Algunos conversos ricos se casaron con miembros de la nobleza; incluso Fernando tenía algo de sangre judía. El clima de temor creado por la Inquisición llevó a muchos conversos y judíos a emigrar, llevándose consigo su riqueza y su talento. En 1492 los Reyes Católicos decretaron que todos los judíos tenían que convertirse, o bien abandonar el país. Los monarcas siguieron una política similar en lo que respectaba a la otra minoría religiosa, los moros musulmanes. Los Reyes Católicos decretaron una política de tolerancia religiosa hacia los moros; pero en menos de una década empezaron también a perseguirlos. En 1502 decretaron su conversión o expulsión. Como la mayoría eran humildes agricultores, carecían de recursos con los cuales emigrar y se convirtieron en cristianos de palabra, los moriscos. Siguieron en el país durante más de un siglo, apenas tolerados, algunos todavía fieles a su religión original; realizaban mucho trabajo útil, especialmente en las ricas provincias agrícolas de Valencia y Andalucía. En 1609 otro gobierno español ordenó la expulsión de los moriscos.
La política española hacia su imperio americano fue tan miope y autodestructiva como la interior. Tan pronto como la naturaleza y el alcance de los descubrimientos del Nuevo Mundo empezaron a atisbarse, el gobierno impuso una política de monopolio y de control estricto. En 1501 se prohibió los extranjeros asentarse o comerciar con las nuevas colonias. En 1503 se creó en Sevilla la Casa de Contratación con el monopolio del comercio. Todos los barcos mercantes tenían que navegar con los convoyes armados. Estos convoyes, aunque muy caros e ineficaces, consiguieron uno de sus objetivos principales: la protección de los cargamentos de lingotes. Las políticas de monopolio y restricción se revelaron tan impracticables que el gobierno no tardó en tener que dar marcha atrás. En 1524 se permitió a los mercaderes extranjeros comerciar con América, aunque no asentarse allí. Esto proporcionó tantos beneficios a los mercaderes italianos y alemanes que, en 1538, el gobierno canceló esta política y restauró el monopolio para los castellanos. De 1529 a 1573 se permitió a los barcos de otros diez puertos castellanos comerciar con América, pero estaban obligados a declarar su cargamento en Sevilla y a desembarcar allí el que trajeran de vuelta; así pues, el incremento de los costes restó la mayor parte de la eficacia que pudiera haber tenido este permiso. En cambio, las políticas de monopolio y restricción fomentaron la evasión y el contrabando, tanto de españoles como de otros exportadores. En 1680, como resultado de la sedimentación del río Guadalquivir, que impedía a los barcos grandes llegar hasta Sevilla, el monopolio del comercio americano se trasladó a Cádiz; pero para aquel entonces los cargamentos de lingotes eran ya un mero goteo.
La política dentro del imperio no fue mucho más penetrante. El comercio intracolonial no fue fomentado, aunque alguno se dio, especialmente entre México y Perú. Los viñedos y los olivares se prohibieron oficialmente para beneficiar a los productores y exportadores nacionales. Aunque se permitieron algunas industrias, como la de la seda en Nueva España (México), la política general fue reservar el mercado de bienes manufacturados de las colonias para los productores de la metrópolis; pero, al sufrir las propias industrias de España más o menos un continuo declive se acabó produciendo el efecto contrario, pues se estimuló la demanda de los productos de sus rivales europeos.
La absurdidad de la política económica colonial de España tiene su mejor exponente en el tratamiento de las Islas Filipinas. Aunque estaba dentro de la órbita portuguesa, como determinó la línea de demarcación papal, las Filipinas se convirtieron en posesión española en virtud del descubrimiento de Magallanes. Los filipinos y otros pueblos asiáticos comerciaban entre ellos y con áreas vecinas del continente, entre ellas China; pero el único comercio con Europa que las autoridades españolas permitieron fue indirecto, a través de Perú y de la propia España. Un solo barco salía cada año desde Acapulco, cargado principalmente de plata procedente de Perú y México, con destino a China y otros puntos de Asia.
5. PORTUGAL.
Una de las hazañas más destacadas de la época de la expansión de Europa fue que Portugal, una país pequeño y relativamente pobre, consiguiera hacerse con el dominio de un vasto imperio marítimo en Asia, África y América. A comienzos del siglo XVI la población de Portugal apenas alcanzaba el millón de habitantes. En la época en que Portugal hizo su irrupción en el Océano Índico los gobiernos de aquella zona estaban debilitados y divididos de forma poco usual, por razones independientes de los acontecimientos de Europa. Otro factor, menos accidental, pero de todas formas fortuito, fue el conocimiento y la experiencia acumulados de los portugueses en el diseño de barcos, técnicas de navegación y todas las ocupaciones con ellos relacionadas. Otro factor es aún más especulativo, pero no deja de ser importante: el celo, el valor y la rapacidad de los hombres que se aventuraron a través de los mares al servicio de Dios y de su rey, en busca de riquezas. En la primera corriente de descubrimientos y éxitos en Asia, los portugueses descuidaron un tanto sus posesiones en África y América. El comercio de las especias y sus subsidiarios prometían rápidas y abundantes ganancias para el rey y también para el pueblo, mientras que el desarrollo de los sofocantes e inexplorados trópicos de Brasil y África constituían claramente aventuras a largo plazo, caras e inseguras. En el decenio de 1530 la corona portuguesa llegó a alarmarse por las actividades de los filibusteros franceses a lo largo de la costa brasileña, y se propuso consolidar colonos portugueses en el continente. El rey hizo concesiones de tierras a particulares esperando así conseguirlo con pocos gastos por su parte. Sin embargo las primeras colonias no arraigaron. No sería hasta el decenio de 1570, con el trasplante de la caña de azúcar desde las islas Madeira y Säo Tomé, y de las técnicas para su cultivo con trabajo de esclavos africanos, que Brasil pasaría a formar parte integrada en la economía imperial. Poco después, en 1580, Portugal pasó a la corona de España, y aunque Felipe II prometió conservar y proteger el sistema imperial portugués, éste tuvo que sufrir depredaciones de los holandeses tanto en Oriente como en Occidente. Los planes de Portugal para el desarrollo y la explotación del imperio africano se fueron posponiendo repetidamente hasta el siglo XX.
Portugal nunca se aseguró un control efectivo de las fuentes de suministro de especias. Es cierto que en los primeros años de su explosiva entrada en el Océano Índico interrumpió completamente el transporte tradicional por tierra de las especias hacia el Mediterráneo oriental, privando por tanto temporalmente a los venecianos de su lucrativo comercio de distribución; pero las rutas tradicionales acabaron restableciéndole y a finales del siglo XVI tenían un volumen de comercio mayor que nunca. Para esto hubo dos razones principales. Primero, los portugueses, sencillamente, estaban poco extendidos. Incluso en el apogeo de su fuerza marítima, en el decenio de 1530, poseían solamente unos 300 navíos, y algunos de ellos se empleaban en las rutas de Brasil y África. Fue imposible vigilar la mayor parte de dos océanos con tan pocos hombres y barcos. Segundo, la corona se vio obligada a confiar en funcionarios reales para reforzar su monopolio o en contratistas que arrendaban o “cultivaban” una parte de él. En ambos casos cundieron la ineficacia y el fraude. Los funcionarios reales, aunque provistos de amplios poderes, no estaban bien pagados, y con frecuencia complementaban sus magros salarios aceptando sobornos de los contrabandistas o efectuando ellos mismos el comercio ilegal. Los contratistas de la corona tenían grandes incentivos para violar sus contratos siempre que les fuera posible. El comercio de las especias era el más visible, pero constituía solamente una de las ramas del comercio que los reyes portugueses intentaron monopolizar por razones fiscales. Ya antes de la apertura de la ruta de El Cabo la corona portuguesa monopolizó el comercio con Àfrica, cuyas exportaciones más valiosas eran el oro, los esclavos y el marfil. Con el descubrimiento de las Américas la demanda de esclavos se incrementó enormemente, y los reyes portugueses fueron los primeros en beneficiarse; los verdaderos comerciantes de esclavos eran contratistas que operaban bajo licencia de la corona, pagándole una parte de los beneficios. En el siglo XVIII el descubrimiento de oro y diamantes en Brasil proporcionó a la corona un nuevo Eldorado. Como hiciera anteriormente, intentó monopolizar el comercio y prohibió la exportación de oro de Portugal, pero sin éxito. Los navíos de guerra ingleses, que gozaban de un estatus especial en aguas portuguesas en virtud de tratados, fueron los vehículos comunes para el comercio de contrabando. Los intentos de la corona de establecer monopolios no se limitaron a los productos exóticos de India y África, sino que se extendieron asimismo a productos del país, como la sal y el jabón y, entre los más lucrativos, el tabaco de Brasil. Y lo que la corona no podía monopolizar intentaba gravarlo. El motivo tanto del monopolio como de los impuestos era, por descontado, obtener ingresos para la corona. Pero, dada la ineficacia y venalidad de los agentes reales, la evasión era relativamente fácil y estaba bastante extendida. Además, cuanto más altos eran los impuestos, mayor era el incentivo para evadirlos, lo que suponía un círculo vicioso para la corona. Como resultado, los reyes portugueses se vieron forzados a pedir prestado. En su mayoría pedían prestado a corto plazo y con intereses altos contra futuras entregas de pimienta u otras mercancías fácilmente realizables. Los acreedores eran casi siempre extranjeros (italianos y flamencos) o los propios súbditos del rey, los “Cristianos nuevos”. Los “Cristianos nuevos” era el eufemismo que se aplicaba a los ciudadanos portugueses con antepasados judíos. El rey Manuel había ordenado la conversión forzosa de los judíos en 1497, pero no se tomaron medidas represivas para poner en vigor el edicto durante varias décadas. Finalmente, Portugal obtuvo su propio brazo de la Inquisición, celó por conservar y promover la única fe verdadera que rivalizó con el de su homólogo español. Se alentaba a los ciudadanos a informar sobre los otros; la identidad del informador no se revelaba y la carga de la prueba correspondía al acusado. Como resultado de las prácticas de la Inquisición, la vida portuguesa se vio invadida de una atmósfera de sospecha y desconfianza mutuas durante siglos, perdiendo Portugal mucha riqueza, muchos trabajadores cualificados y muchos profesionales, que fueron a parar a países más tolerantes, los Países bajos en particular.
6. EUROPA CENTRAL, ORIENTAL Y SEPTENTRIONAL.
Todo el centro de Europa, desde el norte de Italia hasta el Báltico, estaba unido sobre el papel en el Sacro Imperio Romano. De hecho, el territorio estaba organizado en centenares de principados independientes o casi independientes, laicos y eclesiásticos que variaban en tamaño. Después de la reforma protestante durante la cual muchos señores seglares, e incluso algunos eclesiásticos, adoptaron la nueva religión para obtener el control de la propiedad de la Iglesia, la autoridad del emperador se vio recortada drásticamente. Gran parte de la historia de la Europa moderna primitiva, especialmente en la Europa central y oriental, es la historia de la lucha entre el particularismo local y las tendencias centralizadoras de los monarcas y príncipes más poderosos, y en esa lucha los factores económicos desempeñaron un papel crucial.
En Alemania los partidarios del nacionalismo económico propusieron una serie de principios o máximas que casi merecen el nombre de sistema. En su preocupación por el fortalecimiento de su estado territorial abogaban por medidas que, además de llenar las arcas del estado, redujeran su dependencia de otros estados y lo hicieran más autosuficientes en tiempo de guerra: restringir el comercio exterior, promover las manufacturas nacionales, colonizar terrenos baldíos, dar empleo a los “pobres desocupados” (lo que en algunos casos significaba trabajo forzado), etc. Los estados alemanes eran en su mayoría demasiado pequeños y carecían de los recursos necesarios para volverse verdaderamente autosuficientes; no obstante, se dieron algunos casos de políticas que consiguieron reforzar el poder y la autoridad de los gobernantes territoriales, aunque a costa del bienestar de los súbditos.
El caso más espectacular de política de centralización exitosa lo hallamos en el ascenso de la Prusia de los Hohenzollern. Los medios que utilizaron comprendían algunos de los instrumentos habituales de la llamada política mercantilista, tales como los aranceles proteccionistas, concesión de monopolios y subvenciones a la industria, e incentivos a empresarios y trabajadores cualificados extranjeros para asentarse en sus pocos poblados territorios; pero más importante para el éxito de su empeño fue la cuidadosa administración de los propios recursos del estado. Gracias a la centralización de su administración, la exigencia de contabilidades estrictas por parte del cuerpo de funcionarios civiles profesionales que habían creado, el cobro puntual de los impuestos y la austeridad en los gastos, crearon un mecanismo de estado eficaz bastante excepcional para la Europa de su tiempo. Su único derroche digno de mención era el ejército. Los reyes prusianos aprovecharon el ejército no sólo militar y políticamente sino también económicamente. Su imponente reputación les permitió obtener subvenciones de sus aliados, soslayando así la necesidad de pedir préstamos, el azote de los reinados de la mayoría de los demás monarcas absolutos. También hicieron buen uso de sus dominios, que incluían, además de explotaciones agrícolas, minas de carbón, fundiciones de hierro y otras empresas productivas; gracias a una buena administración y una cuidadosa contabilidad, tales dominios llegaron a producir más del 50% de los ingresos totales del estado. Pero, pese a lo eficiente y poderoso que era el estado, la economía del país era sólo moderadamente próspera para los patrones de su tiempo. La inmensa mayoría de la población productiva se dedicaba a una agricultura de baja productividad y Prusia estaba lejos de ser la gran potencia industrial en que se convertiría a finales del siglo XIX.
El reverso de la ascensión de Prusia estuvo en la desaparición del reino de Polonia. Con anterioridad a 1772 Polonia era el tercer estado más grande de Europa en extensión y el cuarto más grande en población; pero ese año sus vecinos más poderosos (Rusia, Prusia y Austria) comenzaron el proceso de reparto que en 1795 borraría a Polonia del mapa político. El declive y hundimiento de Polonia fue causado más por factores militares y políticos, tales como la débil monarquía electiva y el liberum veto, por el cual cualquier miembro individual del sejm (parlamento) podía anular las acciones de la sesión entera, que por factores puramente económicos; pero la pobreza y el atraso de la economía constituyeron un factor que también contribuyó. La nobleza polaca era bastante numerosa, pero en su gran mayoría era también pobre y carecía prácticamente de tierra. Durante los siglos XVI y XVII Polonia exportó grandes cantidades de grano al oeste, principalmente a través de Danzig hacia el mercado de Ámsterdam; pero cuando la producción agrícola de occidente se incrementó en el siglo XVIII, la demanda de grano polaco decreció, y el país volvió a la agricultura de subsistencia. Aunque la ausencia de una autoridad central eficaz hizo que fuera imposible para Polonia llevar una política económica coherente, algunas de las partes que la constituían la tuvieron.
Las limitaciones en la capacidad del estado para dar forma a la economía se revelaron de forma todavía más patente en la historia de Rusia, el estado más grande, y uno de los más poderosos, de Europa. Durante los siglos XVI y XVII Rusia se desarrolló política y económicamente en gran parte aislada de Occidente. Prácticamente sin acceso al mar, su volumen de comercio de larga distancia era muy pequeño, aunque a partir de 1553 existió un pequeño movimiento de entrada y salida a través del lejano puerto de Arcángel, en el norte, abierto solamente tres meses al año. La inmensa mayoría de la población se dedicaba a la agricultura de subsistencia, en relación con la cual la institución de la servidumbre fue cobrando importancia y, de hecho, aumentando en intensidad a lo largo de los siglos. Mientras tanto, a pesar de numerosas revueltas, guerras civiles y golpes palaciegos, la autoridad del zar fue haciéndose cada vez más fuerte. En 1696, cuando Pedro I se convirtió en el único dirigente, su poder dentro del estado ruso era incuestionable. Pedro se propuso deliberadamente modernizar su país, incluyendo su economía. Viajó mucho por Occidente, observando los procesos industriales, así como las fortificaciones y procedimientos militares. Concedió subvenciones y privilegios a artesanos y empresarios occidentales para establecerse en Rusia y llevar allá a cabo sus ocupaciones y su comercio. Construyó la ciudad de San Petersburgo, su “ventana hacia Occidente”, sobre el territorio recientemente conquistado a Suecia al fondo del golfo de Finlandia, un brazo del Mar Báltico. Esto le proporcionó un puerto más conveniente que Arcángel, y dispuso la construcción de una armada. En toda la política y reformas de Pedro latía el deseo de extender su influencia y territorio y convertir Rusia en una gran potencia militar. Con este fin instituyó un nuevo sistema de impuestos que esperaba fuera más eficaz y reformó la administración central, cuya función era, según sus palabras, “recaudar dinero, todo el que sea posible, porque el dinero es la arteria de la guerra”. Cuando las industrias nacionales no pudieron satisfacer su demanda de bienes militares construyó sus propios arsenales, astilleros, fundiciones, minas y fábricas textiles estatales, situando allí como parte del personal, a técnicos occidentales que se suponía debían enseñar a la mano de obra local; no obstante, como la mano de obra local consistió principalmente en siervos analfabetos, que estaban atados a sus obligaciones quisieran o no, la tentativa tuvo poco éxito. Sólo las industrias del cobre y del hierro de los Urales, donde tanto el mineral como la madera y la energía hidráulica eran abundantes y baratos, hicieron emerger empresas viables de su atmósfera de invernaderos. Tras la muerte de Pedro la mayoría de las empresas que había establecido languidecieron, su armada se pudrió, e incluso su sistema de impuestos pasó a rendir unos ingresos insuficientes para mantener al ejército y a la onerosa burocracia. Una de sus sucesoras, Catalina, fue responsable de dos innovaciones en las finanzas del estado que tuvieron efectos perjudiciales en la economía; el préstamo del extranjero y las enormes emisiones de moneda fiduciaria (papel). Mientras tanto, las verdaderas fuerzas productoras de la economía, los campesinos, se afanaban con sus técnicas tradicionales, obteniendo apenas lo indispensable para subsistir después de las exacciones de sus amos y del estado.
Durante los siglos XVI y XVII Suecia desempeñó un papel de gran potencia política y militar que sorprende a la vista de su pequeña población. Su éxito resultó en parte de su abundancia de recursos naturales, especialmente cobre y hierro, ambos esenciales para la potencia militar, y en parte de la eficacia administrativa de su gobierno. Los monarcas suecos consiguieron pronto un grado de poder absoluto dentro de su reino sin rival en Europa. Además, utilizaron su poder de forma inteligente en general, al menos en la esfera económica. Abolieron los peajes y aranceles internos que en otros países obstaculizaban el comercio, regularon los pesos y medidas, instituyeron un sistema de impuestos uniforme y llevaron a cabo otras medidas que propiciaron el crecimiento del comercio y la industria. No todas lo fomentaron en igual medida, pero en conjunto dieron total libertad a los empresarios tanto nativos como inmigrantes para desarrollar los recursos de Suecia. En el siglo XVIII, tras el declive de su poder político, Suecia se convirtió en el principal abastecedor de hierro del mercado europeo.
Italia ha sido excluida de este estudio de la política de nacionalismo económico porque, durante la mayor parte de los comienzos de la edad moderna, fue víctima de la rivalidad de las grandes potencias. Repetidamente invadida, ocupada y dominada por las fuerzas militares de Francia, España y Austria, sus ciudades-estado y los pequeños principados tuvieron pocas oportunidades de iniciar o ejecutar una política independiente. Hay, sin embargo, una excepción, la República de Venecia, que se las arregló para conservar tanto su independencia política como una moderada prosperidad económica hasta que fue invadida por los franceses en 1797. A finales del siglo XV Venecia estaba en el apogeo de su primacía comercial, con extensas posesiones en el Egeo y en el Adriático, además de en el interior de Italia. El avance de los turcos otomanos, el descubrimiento de la ruta marítima hacia el Océano Índico y el gradual desplazamiento del centro de gravedad económico de Europa desde el Mediterráneo hacia el Mar del Norte, todo ello forzó a Venecia a pasar a la defensiva. Los venecianos reaccionaron ante el cambio de circunstancias redistribuyendo su capital y otros recursos. En el siglo XVI desarrollaron una importante industria lanera para complementar sus ya famosos productos de lujo, tales como el vidrio, el papel y la imprenta. Cuando la industria lanera topó con la dura competencia de holandeses, franceses e ingleses en el siglo XVII, muchas familias venecianas invirtieron en mejoras para la agricultura en el continente. El gobierno, una oligarquía compuesta por representantes de las familias más importantes, intentó evitar la decadencia comercial e industrial, pero sin éxito. Venecia se estancó mientras en Europa se expandía.
7. EL COLBERTISMO EN FRANCIA.
El ejemplo arquetípico del nacionalismo económico fue la Francia de Luis XIV. Luis proporcionó la enseña, pero la responsabilidad de elaborar la política y de su ejecución correspondió a su primer ministro durante más de veinte años (1661-83), Jean-Baptiste Colbert. Colbert intentó sistematizar y racionalizar el control del aparato de estado sobre la economía que heredó de sus predecesores, pero nunca lo consiguió del todo, ni para su propia satisfacción. La razón principal de este fracaso fue su incapacidad para extraer suficientes ganancias de la economía para financiar las guerras y la fastuosa corte de Luis. Eso, a su vez, fue resultado en parte del caótico sistema de impuestos francés, el cual Colbert fue incapaz de reformar. A fines del siglo XV el rey había obtenido el poder de aumentar las tasas e imponer nuevos impuestos por decreto sin el consentimiento de ninguna asamblea representativa para fines del XVI, resultado del aumento de los impuestos, de la inflación de los precios y del crecimiento real de la economía, los ingresos reales por impuestos se habían multiplicado por siete en el curso del siglo y por diez desde el final de la Guerra de los Cien Años, en 1453. Pero ni siquiera esta balanza fiscal fue suficiente para cubrir los gastos de las campañas en Italia, la larga serie de guerras entre los reyes Valois de Francia y los Habsburgo que abarcaron los primeros sesenta años del siglo XVI, y las guerras civiles y religiosas que siguieron. De esta forma, los reyes se vieron obligados a recurrir a otros recursos para obtener fondos, tales como el préstamo. Además de por los préstamos, la corona obtenía ingresos a través de la venta de cargos (jurídicos, fiscales y administrativos). La venta de cargos no era desconocida en otros lugares, pero en Francia se convirtió en una práctica habitual. Esta práctica satisfizo sus propósitos inmediatos, pero a la larga su efecto fue totalmente perjudicial. Creó una multitud de nuevos cargos que no tenían función o cuyas funciones eran adversas para las masas, suponiendo una carga creciente para el gobierno y, en última instancia, para los que pagaban los impuestos; puso en estos cargos a hombres incompetentes, e incluso sin ningún interés en desempeñar sus deberes, estimulando así la ineficacia y la corrupción; y permitió el acceso de plebeyos ricos a la noblesse de la robe, desviando su riqueza de la empresa productiva al servicio del estado, al tiempo que los eximía de cualquier impuesto. A pesar de la multiplicación de cargos y funcionarios, la corona se vio obligada a confiar en la empresa privada para obtener el grueso de sus impuestos, a través de la institución de los campesinos recaudadores. Estos individuos, generalmente ricos financieros, acordaban con el estado pagar una suma global de dinero a cambio del privilegio de recaudar ciertos impuestos especificados, como podían ser las aides, la odiada gabelle, y especialmente los numerosos aranceles y peajes que se obtenían del tránsito de mercancías, tanto dentro del país como en las fronteras. Colbert deseaba reformar este sistema pero la necesidad de ingresos de la corona era demasiado grande, y no pudo. En los últimos decenios del siglo XVIII, bajo la influencia de la Ilustración y de los fisiócratas, algunos de los sucesores de Colbert, sobre todo el economista Jacques Turgot, intentaron de hecho reformar el sistema y crear un comercio interno libre; pero la oposición de los intereses creados, entre ellos los de los funcionarios, los campesinos recaudadores y la aristocracia, obligó a Turgot a abandonar el cargo. Al final sería la incapacidad del sistema fiscal para producir suficientes beneficios lo que condujo a la convocatoria de los Estados Generales de 1789, principio del fin del Antiguo Régimen. Aparte de sus tentativas de reformar y aumentar los ingresos del sistema fiscal, Colbert y sus predecesores y sucesores intentaron incrementar la eficacia y la productividad de la economía francesa. Promulgaron numerosas órdenes y decretos con respecto a las características técnicas de los artículos manufacturados y el proceder de los mercaderes. Fomentaron la multiplicación de gremios con la intención teórica de mejorar el control de calidad, aunque su objetivo real era obtener más beneficios. Subvencionaron las reales fábricas para abastecer a los señores de la realeza con bienes de lujo y también para establecer nuevas industrias. Por último, para asegurar una balanza de pagos favorable, crearon un sistema de prohibiciones y altos aranceles proteccionistas.
Los reyes franceses comenzaron a intentar centralizar su poder sobre el país, y con ello el control de la economía, después de la Guerra de los Cien Años. Las guerras civiles de religión que tuvieron lugar desde 1562 hasta 1598 ocasionaron muchos daños y destrucción, e hicieron imposible una política económica consistente y coherente.
El hombre que debería ser considerado como el fundador de la tradición francesa del étatisme (estatismo) en asuntos económicos fue el duque de Sully, primer ministro de Enrique IV (1589-1610). Por una parte, en el Edicto de Nantes, Enrique concedió una tolerancia limitada a los protestantes. Por otra parte, arbitrariamente, por decreto, redujo el principal y las tasas de interés de las elevadas deudas reales. Aunque firme partidario del absolutismo real, Sully, como sagaz financiero, se opuso a las subvenciones que implicaban la creación de las reales fábricas, pero Enrique las creó de todas formas. El más famoso de los logros de Sully fue la elevación del rendimiento de los monopolios reales en la producción de salitre, pólvora, municiones y especialmente sal. Estos monopolios habían existido sobre el papel durante varias décadas, pero su ejercicio había sido descuidado; Sully los hizo observar con rigor, con el resultado de que el rendimiento de la gabelle, por ejemplo, casi se dobló durante su permanencia en el cargo.
Richelieu y Mazarino, primeros ministros con Luis XIII y durante la minoría de edad de Luis XIV, carecían tanto de interés como de habilidad en los asuntos económicos y financieros. Siendo su principal objetivo el engrandecimiento de Francia en la arena internacional, permitieron que las finanzas del estado regresaran poco a poco a las deplorables condiciones que imperaban antes de Sully. La primera labor de Colbert, por tanto, fue restaurar cierta apariencia de orden en el quebrantado estado de las finanzas, lo que hizo, de forma característica, abrogando aproximadamente un tercio de la deuda real. Uno de los objetivos principales de Colbert fue hacer de Francia un país autosuficiente económicamente. Con este fin promulgó en 1664 un extenso sistema de aranceles proteccionistas; cuando se vio que esto no mejoraba la balanza de pagos recurrió en 1667 a aranceles aún más altos, prácticamente prohibitivos. Los holandeses, que llevaban una gran parte del comercio francés, tomaron represalias a su vez con medidas discriminatorias. Tales escaramuzas comerciales contribuyeron al estallido de una guerra real en 1672, pero ésta terminó en tablas y, en el tratado de paz que siguió, Francia se vio obligada a restaurar el arancel de 1664. Las medidas de Colbert relativas a la regularización industrial tuvieron menos directamente que ver con el objetivo de la autosuficiencia, pero tampoco fueron enteramente ajenas a él. Promulgó detalladas instrucciones que cubrían cada paso en la manufactura de literalmente cientos de productos. En sí misma, la práctica no era nueva, pero Colbert también estableció cuerpos de inspectores y jueces que hicieran cumplir la regularización, lo que aumentó considerablemente los costes de producción. Los productores, así como los consumidores se opusieron a ella e intentaron soslayarlas, pero, en la medida que se consiguió que se observara, dificultaron también el progreso tecnológico. La ordenanza de comercio de Colbert (1673), que codificó la ley comercial, fue mucho más beneficiosa para la economía.
Colbert también buscó crear un imperio en ultramar. Los franceses había establecido ya en la primera mitad del siglo XVII avanzadas en Canadá, las Indias Occidentales e India, pero, absorbidos por la política de poder europea, lo les suministraron mucho apoyo. Colbert también creó sociedades anónimas de monopolio para dirigir el comercio tanto con las Indias Orientales como Occidentales. No obstante, las sociedades francesas eran en realidad delegaciones del gobierno a las que los socios, entre los que se contaban miembros de la familia real y la nobleza, habían sido inducidos o forzados a invertir, y en pocos años estuvieron todas al borde del colapso.
Colbert, aunque católico incondicional, apoyó la tolerancia limitada que concedió a los hugonotes el Edicto de Nantes. Sin embargo, a su muerte, su débil sucesor consintió la decisión de Luis de acabar con la herejía protestante, lo que culminó en la revocación del edicto en 1685 y la consiguiente huída de muchos hugonotes hacia atmósferas más tolerantes. Este hecho, junto con la continuación del asfixiante paternalismo de Colbert y las desastrosas guerras de Luis, sumergieron a Francia en una seria crisis económica de la que no emergería hasta después de la Guerra de Sucesión española.
8. EL PRODIGIOSO CRECIMIENTO DE LOS PAÍSES BAJOS.
La estructura de gobierno de la República Holandesa era muy diferente de la de las monarquías absolutas de la Europa continental. La economía holandesa dependía del comercio internacional en un grado mucho mayor que la de cualquiera de sus vecinos más grandes. La Unión de Utrecht de 1579 tuvo más el carácter de una alianza defensiva contra España que de la República, se ocupaban exclusivamente de la política exterior, dejando los asuntos internos en manos de los estados provinciales y los ayuntamientos. Además todas las decisiones tenían que adoptarse por unanimidad, teniendo cada provincia un voto. Los estados provinciales, por su parte, estaban dominados por las ciudades más importantes. Las ciudades estaban gobernadas por ayuntamientos que se autoperpetuaban, constituidos por un número de miembros que iba de 20 a 40 y que eran los dirigentes reales de la República de Holanda. Originalmente los miembros de esta oligarquía habían sido elegidos de entre los mercaderes más ricos de las ciudades. Hacia mediados del siglo XVII se generalizó la tendencia de extraer a los miembros de este grupo dirigente, conocidos como “regentes”, de una clase rentier de terratenientes y obligacionistas, más que de activos mercaderes. Sin embargo, los regentes solían ser descendientes de familias de mercaderes, se casaban entre sí y eran conscientes y sensibles a sus necesidades y deseos.
Los holandeses establecieron su dominio mercantil a comienzos del siglo XVII y éste fue creciendo hasta por lo menos mediados de siglo. La base de su superioridad comercial eran los llamados “negocios-madre”, que eran aquellos que conectaban los puertos holandeses con otros del Mar del Norte, el Báltico, el Golfo de Vizcaya y el Mediterráneo. Dentro de esa región los barcos holandeses constituían tres cuartos del total. Los holandeses se especializaron en transportar las mercancías de otros junto con sus exportaciones de arenque, pero también exportaban otros productos propios. La agricultura holandesa, aunque ocupaba una proporción bastante menor de mano de obra que la de cualquier otro lugar, era la más productiva de Europa y se especializó en productos de alto precio, como la mantequilla, el queso y los cultivos del uso industrial. Los Países Bajos carecían de recursos naturales tales como carbón y minerales, pero importaban materias primas y productos semielaborados tales como paño de lana en bruto de Inglaterra, y los exportaban ya acabados. La industria de la construcción de barcos desarrollada hasta un alto nivel de perfección técnica, dependía de la madera del Báltico; sin embargo, abastecían no sólo a las flotas pesqueras, mercantes y navales holandesas, sino también a las de otros países. De forma similar, las industrias de la lona y el cordaje obtenían el lino y el cáñamo del extranjero.
Los Países Bajos del norte, especialmente Holanda y Zelanda, se beneficiaron en gran medida de la inmigración libre desde otras partes de Europa. Como consecuencia inmediata de la revuelta holandesa, gran cantidad de flamencos, bravanzones y valones, la mayoría de ellos mercaderes y artesanos cualificados, inundaron las ciudades del norte. Durante los años que siguieron los Países Bajos continuaron absorbiendo capital, tanto financiero como humano, gracias a la afluencia de refugiados religiosos de los Países Bajos del sur, judíos de España y Portugal, y a partir de 1685, hugonotes de Francia. Estas migraciones contribuyeron tanto como simbolizaron, a una política de tolerancia religiosa en los Países Bajos única en su tiempo. Aunque los fanáticos calvinistas intentaron imponer ocasionalmente una nueva ortodoxia religiosa, la oligarquía mercantil logró mantener la libertad religiosa, a la vez que económica, para católicos y judíos, así como protestantes.
La preocupación holandesa por la libertad era real, y especialmente respecto a libertad de los mares. Como pequeña nación marítima rodeada de vecinos mucho más poblados y poderosos, los Países Bajos se opusieron a las pretensiones de España de controlar el Atlántico occidental y el Pacífico, a las de Portugal de hacer lo propio con el Atlántico sur y el Océano Índico, y a las de Gran Bretaña relacionadas con los “mares británicos”. En las frecuentes y más o menos continuas guerras del siglo XVII los holandeses insistieron en sus derechos, como parte neutral, para transportar la mercancía a todos los combatientes y se mostraron dispuestos a entrar ellos mismos en guerra con tal de protegerlos.
El compromiso de los holandeses con la libertad en asuntos de política comercial e industrial era ligeramente más ambiguo. En general, las ciudades siguieron la política de libre comercio. No había aranceles que gravaran las exportaciones o las importaciones de materias primas o bienes semiacabados que tenían que ser procesados y reexportados; los aranceles e impuestos de los bienes de consumo estaban destinados a obtener ingresos, no a proteger las industrias nacionales. El comercio de metales preciosos era totalmente libre. Ámsterdam, con su banco, su bolsa y su balanza de pagos favorable, se convirtió rápidamente en el emporio mundial del oro y la plata. La libertad era también la regla en la industria. Aunque existían los gremios, ni estaban tan extendidos ni eran tan poderosos como en otros países; la mayoría de las industrias importantes operaban enteramente fuera del sistema gremial. Más restrictiva, en cambio, eran las regulaciones impuestas por las ciudades más grandes en los distritos que las rodeaban, lo que impidió el crecimiento de industrias rurales. La excepción más importante a la ausencia de regulaciones en el comercio y la industria holandeses la constituyó el “Gremio de la Pesca”, sancionado por el gobierno, que regulaba la pesca del arenque. Sólo se permitía a los barcos de cinco ciudades tomar parte en la “Gran Pesca”. El Colegio autorizaba a los navíos a controlar la cantidad y también imponía estrictos controles de calidad para conservar la reputación del arenque holandés. Esta política restrictiva resultó muy beneficiosa mientras los holandeses mantuvieron su cuasimonopolio en el mercado europeo, pero a medida que otras naciones fueron adoptando la tecnología holandesa, contribuyó al estancamiento y por último al declive del comercio del arenque, sintomático del declive de la economía holandesa en su conjunto.
Pero el alejamiento más ostensible de los holandeses de su regla general de libertad se dio en relación con su imperio colonial. Al contrario que España y Portugal, en donde el comercio con el imperio de ultramar se consideraba un monopolio real, los Estados Generales de los Países Bajos actuaron contra su costumbre en ese aspecto no sólo en relación con el control del comercio, sino también con las potestades del gobierno hacia las compañías anónimas privadas: la Compañía de las Indias Orientales y la Compañía de las Indias Occidentales. Aunque instituidas inicialmente como empresas puramente comerciales, las compañías pronto descubrieron que para conseguir ser rentables en competencia con sus rivales portugueses, españoles, ingleses y franceses, por no hablar de las aspiraciones y deseos de los pueblos con los que deseaban comerciar, necesitaban establecer un control territorial. En la medida en que lo consiguieron se convirtieron en “estados dentro de un estado”; la consecuencia cultural fue el monopolio del comercio, por una parte respecto a sus propios compatriotas y, por otra, en competencia con otras naciones.
9. EL “COLBERTISMO PARLAMENTARIO” EN GRAN BRETAÑA.
La política económica en Inglaterra (y, tras la unión de los parlamentos escocés e inglés en 1707, en Gran Bretaña) difería tanto de los Países Bajos como de la de las monarquías absolutas continentales. Por otra parte, mientras que el carácter general de la política económica en otras naciones europeas permaneció más o menos constante desde el inicio del siglo XVI hasta el final del siglo XVIII, el de las de Inglaterra y Bretaña sufrió una evolución gradual que correspondía a la evolución del gobierno constitucional.
En Inglaterra, las demandas fiscales de la corona condujeron a repetidos conflictos con el Parlamento hasta que éste triunfó finalmente. A diferencia de las asambleas representativas del continente, el Parlamento inglés nunca había renunciado a su prerrogativa de aprobar nuevos impuestos. Aunque las cuestiones económicas y financieras no fueron las únicas causas, ni siquiera las más importantes de la Guerra Civil inglesa, Carlos I intentó gobernar en la década de 1630 sin el Parlamento y recaudar impuestos sin su aprobación, y esto fue un factor no desdeñable en el estallido de la insurrección armada. De forma similar, tras la restauración de los Estuardo en 1660, la prodigalidad de Carlos II y Jaime II y sus subterfugios financieros exacerbó los problemas religiosos y constitucionales. Tras la instauración de Guillermo y María en 1689 como monarcas constitucionales, el Parlamento asumió el control directo de las finanzas del gobierno y en 1693 instituyó formalmente una deuda nacional distinta de las deudas personales del soberano. El decenio de 1690 vio, además del establecimiento de una deuda, la creación del Banco de Inglaterra, una nueva acuñación de moneda nacional y el surgimiento de un mercado organizado para finanzas tanto públicas como privadas. El éxito del nuevo sistema financiero no fue inmediato; en sus primeros años sufrió una serie de crisis que culminaron en la famosa Burbuja del Mar del Sur de 1720. Sin embargo, en las décadas centrales del siglo XVIII, estando Gran Bretaña empeñada en una serie de guerras europeas y coloniales con Francia, su gobierno pudo pedir prestado dinero a solamente una fracción del coste de su rival. Por otra parte, la facilidad, economía y estabilidad del crédito para la financiación pública actuaron favorablemente sobre los mercados de capital privado, obteniéndose así fondos para la inversión en la agricultura, el comercio y la industria.
La más conocida y eficaz de todas las políticas del colbertismo parlamentario fueron las Actas de Navegación. Las leyes de navegación, cuyo propósito general era reservar el comercio internacional de un país para su propia marina mercante, no existían únicamente en Inglaterra, o, dentro de Inglaterra, en el siglo XVII. Casi todos los países las tenían; la primera de tales leyes fue aprobada en Inglaterra en 1381. En general, tales leyes fueron ineficaces por dos razones: carecieron de un adecuado mecanismo de ejecución y, lo más fundamental, los marinos mercantes a los que pretendía beneficiar carecían de capacidad y competitividad. En 1660, después de la restauración de Carlos II, el Parlamento renovó y fortaleció el acta. Enmendada posteriormente de cuando en cuando, la Ley de Navegación no sólo intentó proteger la marina mercante inglesa y la flota pesquera, sino que también se convirtió en la piedra angular del sistema colonial inglés. Según la ley, todos los bienes importados en Gran Bretaña tenían que ser transportados o bien por barcos británicos o bien por barcos del país de donde provinieran las mercancías. Por otra parte, incluso a los barcos británicos se les exigía traer las mercancías directamente del país de origen en lugar de hacerlo desde un puerto intermedio; de este modo, la ley pretendía debilitar la posición de Ámsterdam como centro distribuidor, a la vez que buscaba reducir el comercio de transporte holandés. El comercio de cabotaje así como la importación de pescado estaba enteramente reservado a los barcos británicos. El comercio con las colonias británicas también debía ser transportado en barcos británicos. Por otro lado, todas las importaciones coloniales de bienes manufacturados procedentes de países extranjeros tenían que ser desembarcados primeramente en Gran Bretaña; en realidad, esto reservaba el mercado colonial para los mercaderes y manufactureros británicos. De igual modo, las exportaciones de productos coloniales, tales como el tabaco, el azúcar, el algodón, los tintes y otros muchos, tenían que ser embarcados a través de Gran Bretaña, en lugar de ir directamente a puertos extranjeros.
Las Actas de Navegación no siempre se cumplieron, y menos aún en las colonias; más de una fortuna en Nueva Inglaterra surgió de los beneficios del comercio ilegal. Aunque las leyes pretendían dañar a los holandeses en la misma medida que beneficiar a los ingleses, aquéllos mantuvieron su supremacía marítima y comercial hasta bien entrado el siglo XVIII. Con todo, las Actas de Navegación promovieron sin duda el crecimiento de la marina mercante y el comercio marítimo ingleses, tal como pretendían. No obstante, esto habría sido imposible si los mercaderes y navieros no se hubieran entregado a la persecución agresiva de los mercados extranjeros, estando así dispuestos y siendo capaces de aprovechar los privilegios que les conferían las leyes.
Las Actas de Navegación tuvieron, sin embargo, otro efecto inesperado: la pérdida de una gran parte del viejo imperio británico. Aunque no fuera la única causa de la Guerra de la Independencia americana, estaban en la médula del “viejo sistema colonial” y para la mayoría de los americanos simbolizaba las desventajas, reales e imaginarias, de la dependencia de la metrópoli. Desde sus azarosos comienzos, a principios del siglo XVII, las colonias norteamericanas de Inglaterra habían crecido prodigiosamente. Es de lamentar, no obstante, la ominosa contrapartida de esta hazaña: el desalojamiento y final extinción de la mayoría de los nativos americanos y la esclavitud de miles de negros africanos. El crecimiento de la renta y de la riqueza fue todavía más impresionante que el crecimiento de la población cuando, tras el sufrimiento y las calamidades de los primeros años, se especializaron en ocupaciones relativamente provechosas y comerciaron abundantemente entre sí, con la madre patria e, ilegalmente, con el imperio español y partes del continente europeo. Aunque las Actas de Navegación rigieron el comercio colonial, su cumplimiento no fue especialmente efectivo hasta después de la Guerra de los Siete Años (1763), e incluso entonces no fue terriblemente oneroso, aunque sí lo justo para proporcionar un grito de unión a aquellos que buscaban la independencia política por otras razones.
El crecimiento del poder parlamentario en Gran bretaña a expensas de la monarquía trajo aparejado un orden mayor en las finanzas públicas, un sistema de impuestos más racional que cualquier otro que pudiera hallarse en otra parte de Europa y una burocracia estatal menor. El control parlamentario era más eficaz en las relaciones económicas con el mundo exterior y el Parlamento siguió una política de nacionalismo económico estricto. En el interior, aunque el Parlamento deseaba controlar la economía, careció en general de capacidad para hacerlo. Como consecuencia los empresarios británicos disfrutaron de un grado de libertad y oportunidades prácticamente único en el mundo.
TEMA 7. EL NACIMIENTO DE LA INDUSTRIA MODERNA.
1. INTRODUCCIÓN.
Las características esenciales de una economía protoindustrial las constituyen trabajadores dispersos, generalmente rurales, organizados por empresarios urbanos (mercaderes-manufactureros) que les proporcionaban las materias primas y venden su producción en mercados lejanos. Los trabajadores deben comprar, cuando menos, una parte de sus medios de subsistencia. La protoindustrialización y los términos relacionados suelen referirse primordialmente a las industrias de bienes de consumo, especialmente textiles. No obstante, mucho antes del advenimiento del sistema fabril en la industria del algodón existían ya otras industrias altamente capitalizadas, a gran escala, que producían bienes de capital o intermedios, y a veces, incluso, bienes de consumo.
2. CARACTERÍSTICAS DE LA INDUSTRIA MODERNA.
Una de las diferencias más evidentes entre las sociedades preindustrial y moderna es el papel relativo de la agricultura, sumamente disminuido en la última. La contrapartida de esta disminución de importancia es, por su parte, el enorme aumento de producción de la agricultura moderna, que le permite alimentar a un gran número de población no agrícola. Otra diferencia es la elevada proporción de mano de obra moderna ocupada en el sector terciario o de servicios. Con todo, es ésta una evolución relativamente reciente, particularmente notable en la segunda mitad del siglo XX. Durante el periodo de industrialización propiamente dicho, que se extiende más o menos desde comienzos del siglo XVIII (en Gran Bretaña), hasta la primera mitad del siglo XX, la principal característica de la transformación estructural de la economía fue el nacimiento del sector secundario. Esta transformación se hizo patente por primera vez en Inglaterra, y luego en Escocia, por lo que se ha definido a Gran Bretaña, y con razón, como la “primera nación industrial”. En el curso de esta transformación, que se puede designar como el “nacimiento de la industria moderna”, fueron surgiendo gradualmente algunas características que distinguen con claridad la industria moderna de la premoderna. Estas son: 1. el uso extensivo de maquinaria mecánica; 2. la introducción de nuevas fuentes de energía inanimadas, especialmente combustibles fósiles; y 3. el uso generalizado de materias que normalmente no se encuentran en la naturaleza. Característica relacionada con ellas es la mayor escala de las empresas en la mayoría de las industrias. Las mejoras más significativas en la tecnología tuvieron que ver con el uso de maquinaria y energía mecánica para realizar tareas que hasta entonces se habían hecho de forma mucho más lenta y laboriosa con energía humana o animal, o que no se habían realizado en absoluto. Los avances más importantes en la aplicación de energía en los primeros pasos de la industrialización supusieron la sustitución de la madera y el carbón vegetal por el carbón de piedra como combustible, y la introducción de la máquina de vapor en la minería, la manufactura y el transporte. De forma similar, el uso de hulla y de coque en el proceso de fundición redujo enormemente su coste y multiplicó sus aplicaciones mientras que la de la ciencia química creó una multitud de nuevos materiales artificiales o sintéticos.
3. REQUISITOS Y CONCOMITANTES DE LA REVOLUCIÓN INDUSTRIAL.
Ya en la Edad Media algunos individuos habían empezado a considerar las posibilidades prácticas del aprovechamiento de las fuerzas de la naturaleza. Los logros científicos posteriores asociados a Copérnico, Galileo, Descartes y Newton, reforzaron tales ideas. En Inglaterra, la influencia de Francis Bacon llevó a la fundación, en 1660, de la Royal Society “para el avance del conocimiento de la naturaleza”. Pero en el alba de la industria moderna, a principios del siglo XVIII, el cuerpo del saber científico era demasiado pequeño y débil para ser aplicado directamente al proceso industrial, cualesquiera que fuesen las intenciones de sus partidarios. De hecho, hasta la segunda mitad del siglo XIX, con el florecimiento de las ciencias química y eléctrica, las teorías científicas no aportaron los cimientos de los nuevos procesos y las nuevas industrias. Es indiscutible, sin embargo, que los métodos de la ciencia se estaban aplicando ya en el siglo XVII con propósitos utilitarios. Tampoco estas tentativas se limitaron a hombres de formación científica. De hecho, una de las características más destacables del avance técnico en el siglo XVIII y principios del XIX fue la gran proporción de innovaciones importantes hechas por ingeniosos hojalateros, e ingenieros y mecánicos autodidactas. La voluntad de experimentar y de innovar penetró en todos los estratos de la sociedad, incluso entre la población agrícola, la más conservadora y recelosa de las innovaciones.
Al igual que fue la primera nación en industrializarse a gran escala, Inglaterra fue también una de las primeras en incrementar su producción agrícola. Los medios a través de los cuales lo consiguió tienen mucho que agradecer a la experimentación con nuevos cultivos y rotaciones de cultivos. El nabo, el trébol y otros cultivos forrajeros fueron introducidos desde los Países Bajos en el siglo XVI y se difundieron ampliamente en el siglo XVII. Probablemente la innovación agrícola más importante antes de que en el siglo XIX se introdujera la agricultura científica fue el desarrollo de la llamada agricultura convertible, que implica la alternancia de cultivos agrícolas y pastos temporales. Esto supuso la doble ventaja de restaurar la fertilidad del suelo gracias a las rotaciones mejoradas, que incluían el cultivo de leguminosas, y de permitir un número mayor de ganado que producía así, al tiempo que más carne, leche y lana, más abono para fertilizar. Muchos terratenientes y agricultores experimentaron también la cría selectiva de ganado. Una condición importante para las rotaciones mejoradas y la cría selectiva fue el cercado y la consolidación de explotaciones dispersas. El cercado, a pesar de sus fuertes alicientes, tenía mucha oposición, sobre todo entre labradores y colonos que no tenían derecho de propiedades en el campo abierto, sino solamente derechos consuetudinarios para que uno o dos animales pacieran en el pasto comunal. Los cercamientos más famosos fueron los llevados a cabo por las actas parlamentarias entre 1760 y el final de las Guerras Napoleónicas, ya que fueron éstos los que mayor protesta escrita suscitaron. Para las primeras seis décadas del siglo XVIII la mitad o más de la tierra cultivable de Inglaterra estaba ya cercada. No fue sino hasta la segunda mitad del siglo XIX, con la introducción de maquinaria agrícola como trilladoras, cosechadoras y arados de vapor, que el número absoluto de la mano de obra agrícola comenzó a disminuir. La creciente productividad de la agricultura inglesa le permitió alimentar a una población pujante a niveles de nutrición que ascendían de forma constante. La relativamente próspera población rural, más especializada y orientada hacia el comercio que la mayoría de los campesinos del continente, proporcionó asimismo un mercado dispuesto a acoger bienes manufacturados que iban desde los aperos agrícolas hasta productos de consumo tales como ropa, objetos de peltre y porcelana. La comercialización de la agricultura reflejaba un proceso general de comercialización que se daba en toda la nación. Ya a finales del siglo XVII el comercio exterior inglés per cápita superaba al del resto de las naciones a excepción de los Países Bajos, y Londres había desarrollado una organización financiera comercial notablemente refinada que empezaba a rivalizar con Ámsterdam. Ya en el siglo XVI Londres había comenzado a funcionar como un “polo de crecimiento” para la economía inglesa. Sus ventajas eran tanto geográficas como políticas. El crecimiento de la población fue extremadamente rápido en los siglos XVI y XVII, y en 1700 Londres había alcanzado o posiblemente sobrepasado a París, anteriormente la ciudad más grande de Europa.
Los orígenes del sistema bancario inglés son oscuros, pero en los años que siguieron a la Restauración de 1660 varios orfebres importantes de Londres empezaron a funcionar como banqueros. Emitían recibos de depósito que circulaban como billetes de banco, y concedían préstamos a empresarios solventes. La fundación del Banco de Inglaterra en 1694, con su monopolio legal de banco de capital conjunto, forzó a los banqueros privados a abandonar sus emisiones de billetes de banco, pero continuaron funcionando como bancos de depósito, aceptando y descontando letras de cambio. El Banco de Inglaterra no abrió sucursales y sus billetes de banco no circulaban fuera de Londres. Además, la Real Casa de la Moneda era extremadamente ineficaz; el valor de sus monedas de oro era demasiado grande para ser útil al pagar salarios o comercializar al por menor, y acuñó muy pocas monedas de plata o cobre. Esta ausencia de moneda pequeña movió a la empresa privada a llenar este vacío: industriales, mercaderes e incluso taberneros emitieron vales y monedas que cubrían las necesidades de la circulación monetaria local. De estos diversos orígenes surgió la institución de los “bancos rurales”, cuyo crecimiento fue sumamente rápido durante la segunda mitad del siglo XVIII; en 1810 había casi ochocientos.
La euforia engendrada por la Revolución Gloriosa tuvo como consecuencia la creación de varias sociedades anónimas en el decenio de 1690, algunas de ellas, como el Banco de Inglaterra, con estatutos reales y concesión de monopolio. Tras el venturoso final de la Guerra de Sucesión española, inundó el país una euforia similar que culminó en el alza financiera especulativa conocida como la Burbuja del Mar del Sur. El episodio recibió este nombre de la Compañía del Mar del Sur, a la que en 1711 se concedió sobre el papel el monopolio del comercio con el imperio español, aunque la razón verdadera de su creación fue reunir dinero para que el gobierno pudiera continuar la guerra. La burbuja estalló en 1720, cuando el Parlamento, a requerimiento de la Compañía del Mar del Sur, aprobó el Acta de la Burbuja. El acta prohibía la formación de sociedades anónimas sin la autorización expresa del Parlamento, que se mostró bastante reacio a concederlas. Como resultado, Inglaterra entró en su “revolución industrial” con una barrera legal contra la forma de organizar los negocios con capital común, condenando a la mayoría de sus iniciativas industriales y de otros tipos a ser asociaciones o simples empresas. El Acta de la Burbuja acabó siendo revocada en 1825. Otra consecuencia importante de la Revolución Gloriosa fue el emplazamiento definitivo de las finanzas públicas del reino en manos del Parlamento, lo que redujo significativamente el coste de la deuda pública y, por tanto, liberó capital para la inversión privada. El sistema de impuestos, si bien sumamente regresivo, permitió asimismo, precisamente por serlo, la acumulación de capital para invertir. Indirectamente, sin embargo, por medio de las inversiones en infraestructura, especialmente en transporte, el capital contribuyó de forma importante al proceso de industrialización.
El movimiento de grandes cantidades de mercancías voluminosas y de bajo valor requería un transporte barato y fiable. Antes de la era del ferrocarril fueron las rutas fluviales las que proporcionaron las arterias de transporte más económicas y eficaces. Gran Bretaña debió gran parte de los comienzos de su prosperidad y su primacía en la industria moderna a su condición de isla, que no solamente le concedió una protección prácticamente gratuita contra los trastornos y la destrucción de las guerras continentales, sino que también le proporcionó un transporte barato. Su vasto litoral, excelentes puertos naturales y la abundancia de corrientes navegables eliminaron en gran parte la necesidad del transporte terrestre, que obstaculizaba el crecimiento del comercio y la industria en el continente. Aun gozando de estas ventajas naturales, la demanda de una mejor infraestructura de transporte aumentó en Gran Bretaña con rapidez. La década de 1750 fue testigo del advenimiento de la época de los canales, durante la cual se construyeron vías navegables para conectar ríos entre sí o minas con sus mercados. Por medio de esos canales y ríos navegables se conectaron entre sí y también con todos los puertos principales, todos los centros importantes de producción y consumo. Las empresas de canales se organizaron como compañías privadas lucrativas instituidas por acta parlamentaria, que cobraban peaje a las embarcaciones independientes, a los explotadores de barcazas y, a veces, explotaban sus propias flotillas de barcazas alquilándolas. La red de canales y ríos navegables de Gran Bretaña fue extremadamente eficaz para su época, pero aún así no satisfizo la demanda de transporte interior. Al comenzar la década de 1690 el Parlamento dotó, por medio de actas privadas, fondos para construir y conservar tramos de buenas carreteras en las que los usuarios, ya viajaban en carreta, coche de caballo, a caballo o a pie, pagaban peaje. Tales fondos no se organizaron en forma de compañías comerciales, sino que estaban promovidos y supervisados por un comité, formado generalmente por terratenientes, granjeros, mercaderes e industriales que buscaban tanto reducir sus obligaciones fiscales por conservar la carretera del municipio, como mejorar los accesos a los mercados.
4. TECNOLOGÍA E INNOVACIÓN INDUSTRIALES.
Se habían hecho muchos intentos para reemplazar el carbón vegetal por el carbón de piedra en los hornos altos, pero las impurezas de este último los habían condenado siempre al fracaso. En 1709 Abraham Dardy procesó el combustible de hulla siguiendo el mismo procedimiento que utilizaban los otros herreros para conseguir el carbón vegetal a partir de la madera, quedando un residuo de coque, una forma casi pura de carbono que utilizó entonces como combustible en el horno alto para hacer hierro en lingotes. A pesar del avance tecnológico de Dardo, la innovación se difundió con lentitud. No obstante, la continua alza en el precio del carbono vegetal a partir de 1750, junto con innovaciones como la del proceso de pudelación y laminación, de Henry Cort en 1783-84, acabaron liberando la producción del hierro en su conjunto de la dependencia del combustible de carbón vegetal. Integrando todas esas operaciones en un mismo lugar, los fundidores consiguieron economías de escala, y tanto la producción total de hierro como la proporción hecha con combustible de carbón se aceleraron enormemente.
La energía de vapor se empleó por primera vez en la industria de la minería. Pese a que se inventaron muchos dispositivos ingeniosos para eliminar el agua de las minas, la inundación siguió constituyendo el mayor problema, así como el obstáculo principal para la expansión de la producción. En 1698 Thomas Savery obtuvo una patente para una bomba de vapor. En la primera década del siglo XVIII se erigieron varias, pero el dispositivo tenía algunos defectos prácticos. Thomas Newcomen puso remedio a esos defectos por medio de experimentos de prueba-y-error, y en 1712 logró levantar su primera bomba de vapor atmosférico en una mina de hulla de Staffordshire. La máquina de Newcomen era grande, incómoda y cara; pero también era efectiva, si bien no eficaz térmicamente. Para el final del siglo se habían erigido ya varios centenares en Gran Bretaña, y también varias en el continente. Se emplearon sobre todo en minas de carbón, donde el combustible era barato, pero también lo fueron en otras industrias mineras. Asimismo se utilizaban para elevar el agua que hacía funcionar las norias cuando la caída natural era inadecuada, y para el abastecimiento público. La principal deficiencia de la máquina de Newcomen era su enorme consumo de combustible en proporción con el trabajo que producía. En el decenio de 1760, James Watt empezó a experimentar con la máquina; en 1769 sacó una patente para un condensador separado, que eliminaba la necesidad de alternar el calentamiento y el enfriamiento del cilindro. En 1775 Watt obtuvo una prorroga de 25 años de su patente, y la firma de Boulton y Watt comenzó la producción comercial de máquinas de vapor. Watt hizo más mejoras, entre ellas un regulador para ajustar la velocidad de la máquina y un dispositivo para convertir el movimiento alternativo del émbolo en un movimiento rotatorio. Este último en particular abrió la posibilidad de multitud de nuevas aplicaciones para la máquina de vapor, como en los molinos de harina y en el hilado de algodón.
La industria textil había adquirido importancia en Gran Bretaña ya en la era “preindustrial” con el sistema de “putting-out”. La manufactura de bienes de lana y de estambre era, con diferencia, la de mayor importancia, si bien en Escocia e Irlanda predominaba el lino sobre aquélla. La industria de la seda, introducida en las primeras décadas del siglo XVIII, empleó fábricas y maquinaria accionada por energía hidráulica, a imitación de las italianas; la demanda de seda, no obstante, era limitada, debido a un alto coste y la competencia del continente. La manufactura del paño de algodón era una industria relativamente nueva en Gran Bretaña. Introducida en Lancashire en el siglo XVII, probablemente por inmigrantes del continente, fue estimulada por las leyes de Calico de principios del XVIII. Al ser nueva, la manufactura del algodón estuvo menos sujeta que otras industrias a las restricciones impuestas por la legislación estatal y los reglamentos gremiales y a las prácticas tradicionales que obstruían los cambios técnicos. Las primeras máquinas de hilar no tuvieron éxito, pero en 1733 John Kay inventó la lanzadera volante, que permitía a un solo tejedor hacer el trabajo de dos, lo que aumentó la presión de la demanda de hilo. Inventada en 1764 pero sin patentar hasta 1770, la jenny era una máquina relativamente simple; de hecho, era poco más que una rueca con una batería de varios husos en lugar de uno. No requería energía mecánica y podía manejarse en una cabaña, pero permitía a una persona hacer el trabajo de varias.
El bastidor de agua, una máquina de hilar patentada en 1769 por Richard Arkwright, tuvo más importancia en general. Como el bastidor de agua operaba con energía hidráulica y era grande y caro, condujo directamente a un sistema fabril que tomó como modelo el de la industria de la seda. Por otra parte, como era la energía hidráulica la que accionaba la maquinaria, las primeras fábricas exigían relativamente pocos hombres adultos, cuya función era la de trabajadores cualificados y supervisores; la mayor parte de la mano de obra consistía en mujeres y niños, que eran más baratos y más dóciles. El más importante de los inventos relacionados con el hilado fue la mule de Samuel Crompton. Después de ser adaptada a la energía de vapor, hacia 1790, se convirtió en el instrumento predilecto para el hilado de algodón. Permitía el empleo a gran escala de mujeres y niños, pero favorecía la construcción de enormes fábricas en ciudades donde el carbón era barato y la mano de obra abundante. Las nuevas máquinas de hilar invirtieron la presión de la demanda entre el hilado y el tejido, y llevaron a una búsqueda más insistente de una solución a los problemas del tejido mecánico.
A las innovaciones técnicas acompañó un rápido aumento en la demanda de algodón. Como Gran Bretaña no cultivaba algodón, las cifras de las importaciones de algodón en bruto proporcionan una buena indicación del ritmo al que la industria se iba desarrollando. En un primer momento India y Oriente fueron las principales fuentes de abastecimiento, pero su producción no se expandió con la suficiente rapidez como para satisfacer la creciente demanda. Se empezó a producir algodón en las islas caribeñas de Gran Bretaña y en el sur de Norteamérica, pero el alto coste de separar a mano las semillas de la corta fibra americana, aun empleando esclavos, la desalentó hasta 1793, año en que Eli Whitney inventó la desmotadora mecánica de algodón. Esta máquina cumplió tan bien su cometido, que los estados del sur de los Estados Unidos no tardaron en convertirse en el principal proveedor de materia prima de lo que muy pronto sería la primera industria británica. La drástica reducción en el precio de las manufacturas de algodón influyó en la demanda de los paños de lana y lino, y suministró tanto incentivos como modelos para innovaciones técnicas. No obstante, a diferencia del algodón, estas industrias estaban incrustadas en la tradición y las regulaciones, y, por otra parte, las características físicas de sus materias primas también hicieron que fueran más difíciles de mecanizar. La innovación de estas industrias apenas había empezado antes de 1800, y no fueron totalmente transformadas hasta la segunda mitad del siglo XIX.
Los cambios técnicos relacionados con los textiles de algodón, la industria del hierro y la introducción de la energía de vapor constituyen la médula de la llamada revolución industrial en Gran Bretaña. Otra industria representativa fue la manufactura de la cerámica. Al igual que en la industria del hierro, el creciente precio del carbón vegetal indujo a la industria de la cerámica a concentrarse en áreas provistas del carbón de piedra. También la industria química experimentó una expansión y diversificación importantes. Algunos de los avances fueron consecuencia del progreso de las ciencias químicas, especialmente el asociado al químico francés Antoine Lavoisier (1743-1794) y sus discípulos, pero surgieron más de los experimentos empíricos de los fabricantes de jabón, papel, vidrio, tintes y textiles, cuando intentaron hacer frente a la escasez de materias primas. Otro grupo de productos químicos ampliamente utilizado en los procesos industriales fue el formado por los álcalis, especialmente la sosa cáustica y la potasa. En el siglo XVIII éstas se producían quemando materia vegetal, especialmente varec y barilla, pero como la oferta de estas algas marinas era poco elástica, se buscaron nuevos métodos de producción. Fue otro francés, Nicholas Leblanc, quien descubrió en 1791 un proceso para producir álcalis utilizando cloruro de sodio o sal común. Esta “sosa artificial”, como fue llamada, tenía muchos usos industriales en la fabricación de jabón, vidrio, papel, pintura, cerámica y otros productos, y producía asimismo otros valiosos productos derivados, como el ácido clorhídrico.
La industria del carbón, cuyo crecimiento se había visto estimulado con la escasez de madera para combustible, y que a su vez había propiciado la invención de la máquina de vapor, continuó siendo en su mayor parte una industria basada en el trabajo sumamente intensivo, si bien también requería mucho capital. Sus productos derivados también se revelaron útiles, el alquitrán de hulla y el gas de hulla. También fueron las minas de carbón las responsables de los primeros ferrocarriles en Gran Bretaña. La locomotora de vapor fue el producto de un complejo proceso de evolución con muchos antecedentes.
5. DIVERSIDADES REGIONALES.
Dentro de Inglaterra, el ritmo de cambio diferencial vino claramente marcado desde el principio por la importancia de las cuencas mineras, localizadas principalmente en el noreste y las Midlands. La industria del hierro y sus diferentes ramas de producción se concentraron en las Midlands del oeste, el sur de Yorkshire y el noreste. Las industrias laneras tendieron a concentrarse en el West Riding de Yorkshire a costa de los centros preindustriales de East Anglia y el West Country, más antiguos. Staffordshire monopolizó prácticamente la industria de la cerámica y también albergaba importantes fundiciones de hierro. Cornualles continuó siendo la fuente más importante de estaño y cobre. El sur, por su parte, a excepción de la pujante metrópolis de Londres, con sus diversas industrias de bienes de consumo, siguió siendo primordialmente agrícola, aunque no por ello necesariamente pobre; tenía el suelo más fértil, la organización agraria más avanzada y centros urbanos en crecimiento; la boyante demanda de alimentos aseguraba a los agricultores y terratenientes del sur buenos beneficios para su trabajo y su capital. En cambio, el extremo norte y el noroeste, esencialmente dedicados al pastoreo, se quedaron atrás respecto a otras regiones en ingresos y riqueza.
Gales, conquistada por los ingleses en la Edad Media, había sido tratada siempre más o menos como un pariente pobre. En la segunda mitad del siglo XVIII las vastas cuencas mineras del sur de Gales sentaron las bases de una gran industria del hierro. La isla de Anglesey contenía importantes minas de cobre, pero la mayor parte del mineral se fundía en el sur de Gales.
Escocia, a diferencia de Gales, mantuvo su independencia de Inglaterra hasta la unión voluntaria de sus parlamentos en 1707. A mediados del siglo XVIII, sin embargo, Escocia era un país pobre y atrasado. La mayoría de su dispersa población se dedicaba todavía a una agricultura casi de subsistencia, y en grandes zonas de las Highlands el sistema tribal de organización económica y social permanecía intacto. La Carron Company, fundad en 1759, fue la primera industria del hierro integrada a gran escala que utilizó coque en todo el mundo. Muchos de los más importantes innovadores y empresarios de las industrias químicas y de maquinaria fueron escoceses.
Irlanda, en triste contraste con Escocia, apenas consiguió industrializarse. Los ingleses trataron a Irlanda como una provincia conquistada.
6. ASPECTOS SOCIALES DE LOS PRINCIPIOS DE LA INDUSTRIALIZACIÓN.
Los mecanismos de crecimiento que tuvieron lugar en el siglo XVIII no se conocen bien del todo, en gran parte por la carencia de suficiente información detallada. Es posible que la tasa de natalidad se elevara de algún modo gracias a la disminución de la tardanza en contraer matrimonio, a medida que el crecimiento de las industrias de taller y de fábrica fue permitiendo a las parejas jóvenes establecer sus hogares sin tener que esperar a poseer una granja o terminar un aprendizaje. Más probable aún es que la tasa de mortalidad decreciera a causa de varios factores interrelacionados: la introducción de la práctica de la inoculación contra la viruela a principios del siglo y la vacunación desde 1798, los avances en los conocimientos de medicina y el establecimiento de nuevos hospitales y, lo que es más importante, un aumento en el nivel de vida, a la vez causa y consecuencia del crecimiento económico.
La inmigración y la emigración también afectaron al total de la población. A lo largo del siglo XVIII y principios del XIX las mayores oportunidades económicas de Inglaterra y Escocia atrajeron a los hombres y mujeres irlandeses, ya fuera temporal o permanentemente, incluso antes de la enorme corriente provocada por la hambruna de la patata. También llegaron refugiados políticos y religiosos de la Europa continental. Por otra parte, más de un millón de ingleses, escoceses y galeses abandonaron sus hogares con destino a ultramar durante el siglo XVIII, principalmente a las colonias británicas. Más importante todavía para el proceso de crecimiento económico fue la migración interna, que alteró enormemente la localización geográfica de la población.
No todo fue positivo en el crecimiento de las ciudades. Albergaban una enorme cantidad de viviendas destartaladas y largas filas de casas miserables en las que se hacinaban las familias de las clases trabajadoras. Las instalaciones sanitarias eran generalmente inexistentes, y se tiraban a la calle toda clase de desechos. Las alcantarillas, cuando existían, solían adoptar la forma de zanjas abiertas en medio de las calles, pero lo más frecuente era que la lluvia, las aguas residuales y la basura se acumularan en charcos estancados y pilas putrefactas que llenaban el aire de horribles olores y servían de campo de cultivo para el cólera y otras enfermedades epidémicas. Las calles eran en su mayoría estrechas, tortuosas, sin luz y sin pavimento. En parte, estas deplorables condiciones fueron consecuencia del extremadamente rápido crecimiento, de la insuficiente maquinaria administrativa, de la falta de experiencia de las autoridades locales y de la consiguiente ausencia de planificación.
Las fábricas se desarrollaron primero en la industria textil y se extendieron lentamente hacia otras industrias. Las fábricas podían pagar sueldos más altos porque la productividad del trabajo era mayor como resultado tanto de los avances tecnológicos como de la provisión de más capital por trabajador. De este modo las fábricas atrajeron gradualmente a más mano de obra y la tendencia general de los salarios fue ascendiendo, tendencia que pudo verse interrumpida durante las guerras con Francia, desde 1795 y 1815, cuando las necesidades financieras del gobierno crearon una situación inflacionaria en la que muchos asalariados perdieron capacidad adquisitiva. La tendencia ascendente de los salarios reales se reanudó a partir de 1812-1813 para la mayoría de las categorías de los trabajadores, aunque las depresiones periódicas de la época llevaron la inquietud a los trabajadores a través del desempleo.
En conjunto, parece probable que hubiera una mejora gradual en el nivel de vida de las clases trabajadoras en el siglo que va desde 1750 hasta 1850, si bien algunos grupos pudieron experimentar un retroceso durante las guerras con Francia. La mayoría de los trabajadores, incluyendo a los peor pagados, mejoraron su situación ligeramente, pero los ingresos de aquellos que vivían principalmente de la renta, el interés y el beneficio se elevaron en proporción mucho mayor. En otras palabras, la desigualdad en la distribución de los ingresos y la riqueza, que era ya grande en la economía preindustrial, se hizo incluso mayor en las primeras etapas de la industrialización.
TEMA 8. EL DESARROLLO ECONÓMICO EN EL SIGLO XIX: FACTORES DETERMINANTES BÁSICOS
1. LA POBLACIÓN.
Tras un práctico estancamiento desde principios o mediados del siglo XVII hasta mediados del siglo XVIII, la población europea comenzó a crecer de nuevo a partir de 1740 aproximadamente. En el siglo XIX se aceleró el crecimiento de la población en Europa, y en 1900 la cifra superaba los 400 millones, o lo que es lo mismo, un cuarto de la población mundial, estimada aproximadamente en 1600 millones. El crecimiento de la población continuó durante el siglo XX, aunque la tasa de crecimiento en Europa se moderó ligeramente mientras que la del resto del mundo aumentaba.
Durante el siglo XIX Gran Bretaña y Alemania, las dos naciones industriales más importantes de Europa tenían tasas de crecimiento de un 1% anual. En cambio, Rusia, uno de los países menos industrializados, tenía la tasa de crecimiento más alta de todos los países importantes de Europa. No hay, por tanto, una correlación clara entre la industrialización y el crecimiento de la población. Deben buscarse otros factores causales. La producción agrícola aumentó enormemente a lo largo del siglo por dos razones. Primera, la cantidad de tierra cultivada aumentó. Esto fue especialmente importante en Rusia y en otros lugares del este de Europa y Suecia. Incluso en Europa occidental se obtuvo más tierra disponible con la abolición del barbecho y el cultivo de terrenos antes marginales o yermos. Segunda, la productividad agrícola (rendimiento por trabajador) aumentó debido a la introducción de nuevas técnicas más científicas. El mejor conocimiento de la composición química del suelo y un aumento en el uso de fertilizantes, al principio naturales, luego artificiales, aumentó el rendimiento en suelos corrientes e hizo posible el cultivo de terrenos más yermos. El menor coste del hierro promovió el uso de herramientas y aperos más modernos y eficaces. La maquinaria agrícola, como las trilladoras movidas a vapor y las segadoras mecánicas, hizo su aparición en la segunda mitad del siglo.
El transporte barato facilitó también la migración de la población. La migración era de dos tipos: interna e internacional. En conjunto, entre 1815 y 1914 abandonaron Europa unos 60 millones de personas. Fueron a los Estados Unidos, Canadá, Hispanoamérica, Australia, Nueva Zelanda y Sudáfrica desde las islas británicas, Alemania, los países escandinavos, Italia, Austria-Hungría y el imperio ruso. Las migraciones dentro de Europa también fueron importantes. Un gran número de polacos y otros pueblos eslavos y judíos se trasladaron a Alemania, Francia y otros lugares. Francia atrajo a italianos, españoles, suizos y belgas; Inglaterra, por su parte, recibió inmigrantes de toda Europa.
Las migraciones fueron en su mayoría voluntarias. En algunos casos los emigrantes huían de la persecución u opresión política, pero la mayoría se trasladaron como respuesta a la presión económica en su país y a las mejores expectativas que ofrecía la vida en el extranjero.
La migración interna, aunque menos pronunciada, fue todavía más importante para el proceso de desarrollo económico del siglo XIX. Importantes cambios regionales en la concentración de la población tuvieron lugar en todos los países, pero el cambio más fundamental fue el crecimiento de la población urbana. La urbanización, de la mano de la industrialización, creció con rapidez en el siglo XIX. Gran Bretaña, una vez más, marcó la pauta. En aquella época la mayoría del resto de las naciones industriales estaban al menos urbanizadas en un 50%, e incluso las naciones predominantemente agrícolas empezaron a mostrar una tendencia creciente a la urbanización. La población de los países industriales no sólo vivía en ciudades, sino que mostraba una clara preferencia hacia las ciudades relativamente más grandes. Existen varias razones sociales y culturales para que la gente prefiera vivir en las ciudades. Históricamente, la principal limitación en el crecimiento de las ciudades ha sido económica. Con las mejoras tecnológicas de la industria moderna, no sólo se redujeron estas limitaciones, sin que en algunos casos consideraciones económicas llegaran a exigir el crecimiento de las ciudades. En las sociedades preindustriales la mayoría de la población vivía en zonas rurales. Resultaba más barato llevar los productos acabados de la industria, como los tejidos y el hierro, a mercados lejanos que transportar alimentos y materias primas a las concentraciones de trabajadores. La introducción de la energía de vapor y del sistema fabril, el paso del carbón vegetal al coque como combustible para la industria del hierro y las mejoras en el transporte y las comunicaciones cambiaron la situación. El crecimiento del sistema fabril requería la concentración geográfica de mano de obra. La importancia adquirida por el carbón de piedra hizo que algunos de los centros industriales más importantes surgieran allí donde había yacimientos o cerca de ellos. Estos ejemplos revelan a su vez la importancia de los recursos naturales en el crecimiento económico moderno.
2. LOS RECURSOS NATURALES.
La Europa industrial no experimentó ningún crecimiento prodigioso en la cantidad o la calidad de sus recursos naturales, pero, como resultado del cambio tecnológico y de la presión del aumento de la demanda, recursos anteriormente desconocidos o de poco valor adquirieron súbitamente una importancia enorme, o incluso crucial. Este fue sobre todo el caso del carbón de piedra, convirtiéndose aquellas regiones de Europa provistas de yacimientos de carbón abundantes en los lugares capitales de la industria pesada en el siglo XIX. A finales del siglo XIX la introducción de la hidroelectricidad supuso la adquisición de una fuente de energía comparable para aquellas áreas que disponían de energía hidráulica abundante, como Suiza, algunas zonas de Francia, Italia y Suecia-Noruega.
Europa en su conjunto estaba relativamente bien provista de recursos minerales convencionales, como mineral de hierro, otros metales, sal y azufre. Cuando se agotaban los recursos del país, la búsqueda de nuevos suministros s extendía a ultramar, donde el capital y la tecnología europeos facilitaban la apertura de nuevos territorios. En la segunda mitad del siglo XIX, la búsqueda de materias primas, junto con otros motivos, llevó a las naciones europeas a extender cada vez más su control político en áreas de África y Asia primariamente organizadas o débilmente gobernadas.
3. DESARROLLO Y DIFUSIÓN DE LA TECNOLOGÍA.
La época económica actual (moderna) comenzó en la segunda mitad del siglo XVIII, y la innovación trascendental que la explica es la “aplicación general de la ciencia a los problemas de la producción económica”. A partir de 1860 o 1870 las teorías científicas constituyeron cada vez más la base de los procesos de producción, pero también influyeron enormemente en las evoluciones técnicas de la metalurgia, la producción de energía, procedimiento y conservación de alimentos, y en la agricultura, por mencionar solamente los campos más importantes.
A la hora de analizar el proceso de cambio tecnológico en cualquier periodo de la historia es importante tener en cuenta las diferencias entre tres términos íntimamente relacionados pero conceptualmente distintos: invento, innovación y difusión de nueva tecnología. Un invento, en términos de tecnología, se refiere a una novedad patentable de naturaleza mecánica, química o eléctrica. En sí mismo, el invento no tiene una importancia económica particular. Solamente cuando se inserta en un proceso económico, es decir, cuando se convierte en una innovación, cobra importancia económica. La difusión se refiere al proceso por el cual se extiende una innovación dentro de una industria dada, entre las industrias e internacionalmente a través de las fronteras geográficas. Difusión no significa en modo alguno un proceso automático de copia de la innovación inicial. Dadas las distintas necesidades sectoriales, las diferentes proporciones de los factores en los distintos contextos ambientes y las diferencias culturales entre las naciones, el proceso de difusión puede enfrentarse a problemas similares a los que supone introducir una innovación original.
La superioridad industrial que Gran Bretaña había conseguido en el primer cuarto del siglo XIX descansaba en los avances tecnológicos de dos industrias importantes, la industria textil del algodón y la manufactura del hierro, sustentadas por un uso generalizado del carbón de piedra como combustible industrial y por la creciente utilización de la máquina de vapor como fuente de energía mecánica. Las máquinas de vapor suministraban energía a las fábricas textiles y a las fundiciones de hierro, y hacían funcionar las bombas en las minas de carbón y estaño; también se utilizaba, aunque en menor medida, en los molinos, las fábricas de cerámica y otras industrias.
En los 50 años siguientes (hasta 1870) los esfuerzos de muchos empresarios industriales continentales, en ocasiones instigados por sus propios gobiernos, se consagraron a adquirir y adaptar los avances tecnológicos de la industria británica. Mientras tanto, sin embargo, el ritmo del cambio tecnológico se aceleró y se extendió a muchas industrias previamente no afectadas por la nueva tecnología científica. De hecho, algunas industrias que no existían previamente nacieron como resultado de los descubrimientos científicos.
3.1. Fuerza motriz y producción de energía.
Cuando caducó en 1800 la patente básica de Watt no llegaban a 500 las máquinas de vapor en Gran Bretaña, y en el continente solamente había algunas decenas. Su contribución a la evolución de la tecnología del vapor fue fundamental, pero las máquinas de Watt tenían muchas limitaciones como máquinas motrices. En primer lugar, su eficacia térmica era baja. Como promedio, generaban solamente unos 15 caballos de fuerza, poco más que un molino de viento o de agua medianamente eficiente. Además, eran grandes, pesadas y propensas a tener averías.
Para terminar, funcionaban a una presión relativamente baja, lo que limitaba enormemente su eficacia. Los siguientes 50 años fueron testigos de varios avances importantes en la tecnología del vapor. A ello contribuyeron varios factores: metales más resistentes y ligeros, herramientas más precisas y un mejor conocimiento científico que incluía mecánica, metalografía, calorimetría y la teoría de los gases, así como la ciencia embrionaria de la termodinámica. La energía y la eficacia de las máquinas también aumentaron enormemente. La eficacia térmica era tres veces mayor. Se introdujeron máquinas compuestas, de doble y triple acción. En 1860 las grandes máquinas de barco compuestas podían desarrollar más de 1000 caballos.
El progreso tecnológico también se dio en el caso de la principal competidora de la máquina de vapor: la turbina. Se introdujeron nuevos diseños más eficaces y, como resultado de la caída del precio del hierro, las grandes ruedas totalmente metálicas se hicieron de uso común. Además, en las décadas de 1820 y 1830 los científicos e ingenieros franceses inventaron y perfeccionaron la turbina hidráulica, un dispositivo altamente eficaz para convertir la fuerza de los saltos de agua en energía útil. La energía hidráulica alcanzó su punto culminante en el tercer cuarto del siglo XIX.
Los fenómenos eléctricos se habían venido observando desde antiguo, pero hasta el siglo XVIII la electricidad era considerada como una simple curiosidad. Hacia finales de ese siglo las investigaciones de Benjamín Franklin en los Estados Unidos y las de los italianos Galvani y Volta, que inventaron la pila voltaica o batería, la elevaron al estatus de truco de salón a objetivo de laboratorio. En 1807 Sir Humphrey Davy descubrió la electrolisis, el fenómeno por el cual una corriente eléctrica descompone los elementos químicos en ciertas soluciones acuosas, lo que dio paso a la industria del galvanizado. Entre 1820 y 1831 Faraday descubrió el fenómeno de inducción electromagnética e inventó un primitivo generador manual. Basándose en estos descubrimientos, Samuel Morse desarrolló el telégrafo eléctrico en los Estados Unidos entre 1832 y 1844. Pero el uso industrial de la electricidad se retrasó por las dificultades que implicaba la invención de un generador económico eficaz. Los científicos e ingenieros experimentaron con toda una serie de aparatos con el fin de generar electricidad, y en 1873 un papelero del sureste de Francia unió su turbina hidráulica, que le traía agua de los Alpes, a una dinamo. El invento de la turbina de vapor en la década siguiente liberó la generación de electricidad de los lugares donde existía la energía hidráulica e inclinó de nuevo la balanza de la energía a favor del carbón y el vapor. Con todo, el desarrollo de la energía hidroeléctrica se volvió tremendamente importante para los países escasos de carbón, previamente rezagados en el desarrollo industrial. Durante varias décadas la electricidad compitió vivamente con otras dos fuentes de iluminación perfeccionadas hacia poco: el gas natural y el queroseno. En pocos años los motores eléctricos habían encontrado docenas de aplicaciones industriales y los inventores estaban empezando a pensar ya en los pequeños electrodomésticos. La electricidad también podía utilizarse para producir calor, y de este modo pasó a emplearse en la fundición de metales, sobre todo del recién descubierto aluminio.
El petróleo es otra de las fuentes de energía importantes que adquirió preponderancia en la segunda mitad del siglo XIX. Su explotación comercial empezó con la perforación del pozo de Draka en Titusville, Pennsylvania, en 1859. Al igual que la electricidad, el petróleo líquido y su derivado, el gas natural, se utilizaron al principio primordialmente como fuentes de iluminación. El petróleo crudo se compone de varias sustancias. De éstas se consideró al principio el queroseno como la más valiosa por su adecuación para las lámparas de aceite. Otras sustancias se utilizaron como lubricantes. Las sustancias residuales, más pesadas, tratadas al principio como desechos, al final se usaron como medio de calefacción doméstica e industrial, en competencia con el carbón y otras fuentes de energía tradicionales. Las sustancias más ligeras, más volátiles, como la nafta y la gasolina, durante mucho tiempo se consideraron peligrosas. Mientras tanto varios inventores e ingenieros experimentaban con los motores de combustión interna. En 1900 se habían diseñado ya varios, utilizando la mayoría de ellos como combustible alguna de las diversas destilaciones del petróleo líquido, como la gasolina y el gasóleo. Sin duda el uso más importante del motor de combustión interna fue el transporte ligero, como los automóviles, los camiones y los autobuses; en manos de empresarios como los franceses Peugeot, Renault y Citroën, el inglés William Morris y el americano Henry Ford, dieron origen a una de las industrias más importantes del siglo XX. El motor de combustión interna también tuvo aplicaciones industriales, y en el siglo XX hizo posible el desarrollo de la industria aeronáutica.
3.2. El acero barato.
La única innovación técnica importante en la industria del hierro en la primera mitad del siglo XIX fue el tiro o corriente de aire caliente. Utilizando gases residuales para calentar previamente el aire utilizado en el alto horno, la corriente de éste permitía una combustión más completa de combustible, disminuía su consumo y aceleraba el proceso de fundido.
Las innovaciones tecnológicas más notables que afectaron a la industria del hierro tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo, en relación con la manufactura del acero. El acero es en realidad una variedad especial del hierro; contiene menos carbono que el hierro fundido, pero más que el hierro forjado. Como resultado, es menos frágil que el primero, pero más resistente y duradero que el último. En 1856 Henry Bessemer patentó un nuevo método para producir acero directamente del hierro fundido, eliminando el proceso de pudelación y ofreciendo un producto superior. La producción del acero aumentó rápidamente y desplazó pronto al hierro ordinario en gran variedad de usos. Sin embargo, no siempre producía un acero de alto grado homogéneo y no podía ser utilizado con minerales de hierro fosfóricos. Para remediar este defecto inicial, en el decenio de 1860, desarrollaron el horno de solera abierta u horno de Siemens-Martin. Era más lento y algo más costoso, pero ofrecía un producto de mayor calidad. Como resultado de estas y otras innovaciones, la producción mundial anual de acero aumentó de menos de medio millón de toneladas en 1865 a más de 50 millones de toneladas en vísperas de la Primera Guerra Mundial.
La expansión de la industria de acero tuvo un profundo impacto en otras industrias, tanto en las que abastecían (carbón), como las que se servían de él.
3.3. El transporte y las comunicaciones.
La locomotora de vapor, las vías de hierro (o acero), se convirtieron más que cualquier otra innovación tecnológica del siglo XIX, en el paradigma del proceso de desarrollo económico. Constituían el símbolo y el instrumento de la industrialización. La inauguración de la línea Stockton-Darlington en 1825 anunció el comienzo de la era del ferrocarril, y en 1830 se inauguró el ferrocarril Liverpool-Manchester, el primero diseñado específicamente para locomoción de vapor y como transporte común. A partir de entonces la red de ferrocarril británica se desarrolló con rapidez. Gran Bretaña tenía la experiencia técnica y las reservas de capital necesarias para la construcción; el Parlamento, bajo la influencia de las ideas liberales en política económica que acababan de imponerse, otorgó de buena gana concesiones a sociedades anónimas privadas. En 1850 Gran Bretaña había construido más de un cuarto de su futura red, casi tanto como el resto de Europa en conjunto.
Los Estados Unidos no tardaron en aventajar a Gran Bretaña y rivalizar con toda Europa en su construcción. Atrajo el capital y a los abastecedores europeos, así como el entusiasmo de los promotores privados y de los gobiernos locales y estatales, para cubrir las vastas distancias del país. Con todo, muchas de estas líneas fueron construcciones de calidad deficiente y no consiguieron ningún patrón determinado.
Bélgica fue el país europeo que mejor planeó y construyó el ferrocarril. El primer tramo, y primer ferrocarril totalmente de vapor en el continente, se inauguró en 1835. Diez años después se había terminado la red básica estatal, después de lo cual la labor de construir ramales y líneas secundarias corrió a cargo de la empresa privada.
Francia y Alemania fueron las dos únicas naciones continentales que hicieron un progreso importante en el ferrocarril hacia mitad de siglo. Alemania, aunque estaba dividida en varios estados independientes y rivales, tuvo más éxito. Algunos adoptaron una política de propiedad estatal; otros dejaron el ferrocarril a la empresa privada, aunque normalmente con subvenciones. Otros, incluso permitieron que coexistieran ambos: el estatal y el de la empresa privada. En Francia, aunque tenía un gobierno centralizado y contaba en 1842 con un extenso proyecto de ferrocarril con centro en París, la construcción ferroviaria evolucionó de forma más lenta. Las discusiones en el Parlamento sobre la cuestión de la empresa privada o estatal y los conflictos sobre la situación de las líneas principales pospusieron la era del ferrocarril en este país hasta la llegada del segundo imperio. A partir de 1852 la construcción procedió con rapidez.
Los Países bajos aceleraron la construcción a finales de la década de 1830 y principios de la siguiente, lo que dio como resultado la conexión de las principales ciudades, pero los balances financieros fueron pobres y el ferrocarril cayó en desgracia. La red de ferrocarril no se conectó con la del resto de Europa hasta 1856.
En la península de Italia, el ferrocarril hizo pocos progresos hasta el advenimiento del estadista Camilo de Cavour en el reino de Cerdeña en 1850. Suiza y España habían inaugurado pequeñas líneas en la década de 1840, pero, como en Italia, la construcción merecedora de tal nombre no comenzó hasta los años 1850.
El gobierno del zar, por su parte, tras conectar por vía férrea en 1838 la ciudad de San Petersburgo con el palacio imperial de verano, ubicado en las afueras de la ciudad, no se aventuró de nuevo en la construcción ferroviaria hasta mediada la década de 1840. Entonces emprendió, sobre todo por razones militares y por medio de préstamos del extranjero, las líneas básicas de San Petersburgo a las fronteras austriacas y prusianas. Sin embargo se llegó a 1850 con solamente un corto tramo, de Varsovia hasta la frontera austriaca, en funcionamiento.
La segunda mitad del siglo XIX fue la gran era de la construcción del ferrocarril, en Europa y en todas partes. Los ingenieros británicos, a la cabeza, en experiencia y líderes en la técnica de fundición y mecánica, construyeron algunos de los primeros ferrocarriles del continente y más tarde fueron los responsables de la mayor parte de la construcción en India, Hispanoamérica y África del sur. Los norteamericanos construyeron su propio ferrocarril desde el principio, aunque con la ayuda de capital y equipo europeos. Los franceses no sólo construyeron su propio ferrocarril, sino la mayoría de los del sur y este de Europa, incluida Rusia. Los alemanes también construyeron la mayoría de su ferrocarril, y algunos en el este de Europa y Asia, al mismo tiempo que fortalecían sus increíbles ingeniería y metalurgia.
Las continuas mejoras en el diseño de las locomotoras crearon las enormes máquinas de finales del siglo XIX y principios del XX, cuando los motores de tracción eléctrica y diesel habían empezado a disputar la primacía de las locomotoras a vapor. El barco de vapor, aunque se desarrolló antes que la locomotora, desempeñó un papel menos vital en la expansión del comercio y la industria hasta bien avanzado el siglo.
La maquinaria para fabricar papel inventada hasta 1800 y la prensa cilíndrica de imprimir, utilizada por primera vez por el Times de Londres en 1812, redujo enormemente el coste de los libros y periódicos. La pulpa de la madera sustituyó a los trapos como materia prima para papel en la década de 1860. Todo esto, junto con la reducción del impuesto sobre el consumo de papel y otros impuestos indirectos sobre el papel y la imprenta, puso material de lectura al alcance de las masas y contribuyó al aumentó de la alfabetización. En 1900 varios periódicos en las ciudades grandes tenían circulaciones diarias de más de un millón de ejemplares. La invención de la litografía en 1819 y el desarrollo de la fotografía a partir de 1827 hicieron posible la reproducción barata y la amplia difusión de imágenes visuales. Gran Bretaña introdujo el franqueo barato en 1840, y en pocos años la mayoría de los países occidentales habían adoptado un sistema de cobro postal de tarifa única pagado por adelantado.
Más importante todavía fue la invención en 1832 del telégrafo eléctrico por el americano Samuel Morse. Para 1850 la mayoría de las ciudades de Europa y América estaban unidas por cables de telégrafo, y en 1851 se tendió el primer submarino a través del Canal de la Mancha. En 1866, el americano Cyrus W.Field, consiguió tender un cable de telégrafo bajo el Océano Atlántico Norte, proporcionando una comunicación casi instantánea entre Europa y Norteamérica. El teléfono patentado por Alexander Graham Bell en 1876 hizo la comunicación a distancia todavía más personal. El inventor-empresario italiano Marconi, inventó la telegrafía sin hilos (o radio) en 1895. En 1901 se transmitió ya un mensaje sin hilos a través del Atlántico, y en 1912, la radio había llegado a desempeñar un papel significativo en la navegación oceánica. La invención de la máquina de escribir y otras rudimentarias máquinas de oficina ayudaron a los ocupados ejecutivos a mantener y contribuir a la creciente corriente de información que se hizo necesaria para sus operaciones a gran escala y de ámbito mundial. La máquina de escribir también desempeñó su papel en la incorporación de la mujer en el trabajo de oficina.
3.4. Las aplicaciones de la ciencia.
La ciencia de la química demostró ser especialmente prolífica en el nacimiento de nuevos productos y procesos. Mientras buscaba un sustituto sintético para la quinina, en 1856 William Perkin, un químico inglés, sintetizó accidentalmente la malva, un tinte púrpura muy apreciado. Este fue el inicio de la industria de los tintes sintéticos. Éstos demostraron ser la cuña de apertura para una industria de productos de química orgánica mucho más compleja, cuya producción incluía productos tan diversos como medicinas y productos farmacéuticos, explosivos, reactivos fotográficos y fibras sintéticas. La química también desempeñó un papel vital en la metalurgia. Después de la revolución química asociada a Antoine Lavoisier, el gran químico francés del siglo XVIII, se descubrieron muchos metales nuevos, como el zinc, el aluminio, el níquel, el magnesio y el cromo. Los científicos e industriales encontraron usos para ellos e idearon métodos de producción económica. Un uso importante fue para hacer aleaciones (latón y bronce). La química también vino en ayuda de industrias viejas y establecidas tales como la producción, procesado y conservación de alimentos. La agricultura científica se desarrolló junto con la industria científica. Las conservas y la refrigeración artificial produjeron una revolución en los hábitos alimenticios y, al permitir la importación del Nuevo Mundo y de Australia de otros alimentos que de otra manera serían perecederos, la población de Europa pudo aumentar muy por encima de lo que le habrían permitido sus propios recursos agrícolas.
4. EL MARCO INSTITUCIONAL.
El marco institucional de la actividad económica en el siglo XIX en Europa, que produjo la primera civilización industrial, dio un amplio margen de acción a la iniciativa y la empresa individuales, permitió la libre elección de la ocupación y libertad en la movilidad geográfica y social, se apoyaba en la propiedad privada y en la norma legal e hizo hincapié en el uso de la racionalidad y la ciencia en la consecución de los fines materiales.
4.1. Bases jurídicas.
Gran Bretaña había adquirido ya un marco casi totalmente moderno para el desarrollo económico, adaptado al avance social y material y al cambio. Una de las instituciones clave de ese marco fue el sistema legal conocido como ley común. Los rasgos característicos de la ley común era su carácter evolutivo, su apoyo en la costumbre y los precedentes como punto de partida en las decisiones legales escritas, y su flexibilidad. Prestaba protección a la propiedad e intereses privados contra los abusos del estado y al mismo tiempo protegía el interés público de las extorsiones de los particulares. Transmitida a las colonias inglesas durante el proceso de asentamiento, la ley común se convirtió en la base de los sistemas legales de los Estados Unidos y de los dominios británicos cuando consiguieron la independencia o la autonomía.
En el continente, la Revolución Francesa, al hacer pedazos el Antiguo Régimen, abrió nuevas perspectivas y nuevas oportunidades a la empresa y la ambición personal de los individuos. Abolió de una vez los decadentes restos del orden feudal e instituyó un sistema legal más racional que se convertiría más tarde en el núcleo central de los códigos napoleónicos. El documento básico del nuevo orden se encuentra en la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano. El primer artículo proclamaba que “todos los hombres nacen y permanecen libres e iguales en sus derechos”, derechos especificados como libertad, propiedad, seguridad y a no ser coaccionado. La Declaración también especificaba las garantías necesarias para preservar esos derechos: igualdad de las leyes, libertad de expresión oral y escrita, impuestos equitativos administrados por los mismos ciudadanos por medio de sus representantes y responsabilidad de los cargos públicos. Las asambleas revolucionarias fueron más allá de las meras declaraciones y llegaron a especificar las bases legales del nuevo orden. Además de abolir el régimen feudal y establecer la propiedad privada de la tierra, pusieron fin a las aduanas y aranceles internos, abolieron los gremios artesanales y todo el aparato del Estado que regulaba la industria, prohibieron los monopolios, las compañías monopolísticas y otras empresas privilegiadas, y sustituyeron las injustas y arbitrarias recaudaciones del Antiguo Régimen por un sistema de impuestos uniforme y racional. Los franceses llevaron sus reformas revolucionarias a los territorios conquistados en el curso de las guerras revolucionarias y napoleónicas. Bélgica, la orilla izquierda del Rhin de Alemania, gran parte de Italia y, durante un corto tiempo, Holanda y partes del norte de Alemania estuvieron incorporados al imperio francés. La Confederación del Rhin, la Confederación Suiza, el Gran Ducado de Varsovia, el reino de Nápoles y España, todos bajo la “protección” francesa, aceptaron la mayor parte de la legislación revolucionaria. La influencia de las reformas se extendió incluso a países no dominados directamente por los franceses.
Los Códigos (un compromiso clásico entre el antiguo derecho romano, adaptado a las necesidades y costumbres locales, y a la nueva legislación revolucionaria) conservaron pese a todo los principios fundamentales de la revolución: igualdad ante la ley, un estado secular, libertad de pensamiento y libertad económica. El Código Civil, promulgado en 1804, es el más importante y fundamental. Consideraba la propiedad como un derecho absoluto, sagrado e inviolable. También sancionaba específicamente la libertad en los contratos y concedía a los contratos válidos la fuerza del derecho. Reconocía la letra de cambio y otras formas de papel comercial, y autorizaba expresamente los préstamos con intereses. Otro de los códigos napoleónicos de particular importancia para el desarrollo económico fue el Código de Comercio, promulgado en 1807. Distinguía tres tipos principales de organizaciones comerciales: 1.simples asociaciones, en las que los socios eran responsables individual y colectivamente de todas las deudas del negocio; 2.sociedades en comandita, asociaciones limitadas en las que el socio o socios activos asumían una responsabilidad ilimitada en los asuntos que les concernían, mientras que los socios sin voto o limitados arriesgaban solamente las cantidades que tenían suscritas en realidad, y, finalmente, 3.sociedades anónimas con responsabilidad limitada para todos los propietarios. La ley de 1863 permitió la libre asociación con responsabilidad limitada a compañías cuyo capital en acciones no sobrepasara los 20 millones de francos, y en 1867 otra ley eliminó incluso la restricción.
En las décadas de 1760 y 1770, los fisiócratas habían empezado a ensalzar las virtudes de la libertad económica y la competencia. En 1776, el año de la Declaración de Independencia americana, Adam Smith publicó en la riqueza de las naciones lo que iba a ser la declaración de independencia económica individual. La mayor preocupación de Smith en todo el libro, sin embargo, era demostrar que la abolición de las vejatorias y “poco razonables” restricciones y trabas a la empresa individual desencadenarían la competencia dentro de la economía, y esto, a su vez, maximizaría la “riqueza de las naciones”. Pero no sería más que hasta después de su muerte, y hasta que varios escritores como el reverendo Malthus y David Ricardo empezaron a aportar nuevas ideas a lo que ya se conocía como “economía política clásica”, que las ideas de Smith empezaron a ponerse en práctica en la legislación. Esto ocurrió por primera vez en el Reino Unido en las décadas de 1820 y 1830. Además del libre comercio, exigían una reducción del papel del Estado en la economía. En su nombre, el sistema de impuestos se rehizo y se simplificó, y las Actas de Combinación, las Actas de Navegación, las Leyes de Usura y otros símbolos legislativos del Antiguo Régimen de la vida económica fueron todos revocados.
El principal objetivo de los economistas clásicos era desmontar la regulación del viejo aparato de la economía, que en nombre de los intereses nacionales creaba reductos de privilegios especiales y monopolios, e interfería en otros sentidos con la libertad individual y con la consecución de riqueza. Al mismo tiempo que el Parlamento desmantelaba el viejo sistema de regulación y privilegios especiales, además, promulgó una serie de nuevas regulaciones relacionadas con el bienestar general, especialmente de aquellos menos aptos para protegerse a sí mismos. Entre estas medidas se contaban las Actas de Fábricas, nuevas leyes de salud e higiene, y la reforma de los gobiernos locales.
Al otro lado del océano, los Estados Unidos tenían una mezcla única de gobierno y empresa privada. Con la variedad que ofrecía la política económica real en los numerosos Estados nacientes, estos llegaron a un compromiso viable y pragmático entre las exigencias de la libertad individual y las demandas de la sociedad. A causa de los intereses locales rivales y el triunfo de los demócratas de Jefferson y de Jackson, el gobierno federal desempeñó un papel mínimo asignado por la teoría clásica y, hasta la Guerra Civil, generalmente siguió una política comercial liberal o de bajos aranceles. El estado y los gobiernos locales, por otra parte, tomaron parte activa en promover el desarrollo económico. El “sistema americano” consideraba el Estado como un organismo para ayudar a los individuos y a la empresa privada para acelerar el desarrollo de los recursos materiales de la nación.
4.3. Estructura de clases y lucha de clases.
El cambio de la agricultura hacia las nuevas formas de industria y el crecimiento de las ciudades trajo consigo el nacimiento de nuevas clases sociales. El siglo XIX vio en ocasiones amargas luchas entres grupos rivales por el reconocimiento social y político. A principios del siglo los campesinos eran claramente el grupo más numeroso. A finales aún constituían una mayoría en Europa en conjunto, pero en las áreas más industrializadas su número relativo había descendido de forma drástica. Aislados por las malas comunicaciones y restringidos por una mentalidad tradicionalista, su mayor deseo era obtener tierras. Su participación en amplios movimientos sociales era generalmente esporádica y limitada a sus intereses económicos inmediatos. A pesar de los efectos de la Revolución Francesa, la aristocracia terrateniente continuó disfrutando de prestigio social y poder político. Su posición de liderazgo se vio seriamente amenazada, sin embargo, por las crecientes clases medias. A mediados del siglo estas últimas habían logrado ocupar posiciones de poder en la mayor parte de Europa occidental y en las décadas siguientes llevaron a cabo profundas incursiones en la posición privilegiada de la aristocracia en Europa central.
A principios del siglo XIX los trabajadores urbanos constituían una pequeña minoría de la población, pero con la propagación del sistema industrial empezaron a tener superioridad numérica. Kart Marx predijo a mediados del siglo XIX que la polarización que el creía observar en las entonces avanzadas sociedades industriales continuaría hasta que, en última instancia, quedaran solamente dos clases: la clase dirigente de los capitalistas y el proletariado industrial. Más que polarizar dos clases mutuamente antagónicas, la propagación de la industrialización ha engrosada las clases medias con burócratas, artesanos cualificados y empresarios independientes.
Las formas más usuales de solidaridad de las clases trabajadoras y de ayuda mutua fueron los sindicatos y, más tarde, en algunos países, los partidos políticos de clase. Aunque los sindicatos tiene una larga tradición que se remonta hasta las asociaciones de viajantes de la Baja Edad Media, el movimiento moderno data del nacimiento de la industria moderna. En la primera mitad del siglo XIX, los sindicatos eran débiles, de carácter local y generalmente de vida limitada al tiempo que durara la oposición de patronos concretos y legislación represiva específica. La mayoría de las naciones occidentales han pasado al menos por tres fases en su actitud oficial hacia los sindicatos. La primera fase, la de prohibición o supresión inmediata, fue tipificada por la ley Le Chapelier de 1791 en Francia, las Actas de Combinación de 1799-1800 en Gran Bretaña y la legislación similar de otros países. En la segunda fase, marcada en Gran Bretaña por la revocación de las Actas de Combinación en 1824-25, los gobiernos concedieron una tolerancia limitada a los sindicatos, permitiendo su formación pero persiguiéndolos con frecuencia por implicarse en acciones públicas como la huelga. Una tercera fase, no conseguida hasta el siglo XX en algunos países y en absoluto en otros, concedió derechos legales a todos los trabajadores para organizarse y formar parte en actividades colectivas. En Gran Bretaña, en la década de 1830, el movimiento sindicalista se vio implicado en un movimiento político más amplio, conocido como cartismo, cuyo propósito era conseguir el sufragio y otros derechos políticos para las clases desposeídas de derechos básicos. Tras el fracaso del movimiento, la organización de sindicatos declinó hasta 1851. Entonces se formó la Amalgamated Society of Engineers (Sociedad Unida de Trabajadores Industriales), la primera de los llamados sindicatos de “nuevo modelo”. La principal característica del sindicato de “nuevo modelo” era que organizaba solamente a los trabajadores cualificados y con una base artesanal. Los trabajadores no cualificados y obreros de las nuevas fábricas siguieron estando desorganizados hasta casi el final de siglo. Los sindicatos de “nuevo modelo” pretendían solamente mejorar los salarios y las condiciones de trabajo de sus propios miembros, por medio de negociaciones pacíficas con los patronos y la ayuda mutua. Renunciaron a las actividades políticas y raramente recurrieron a la huelga excepto en casos extremos. Los intentos de organizar a las grandes masas de trabajadores semiespecializados y no cualificados desembocaron en la huelga de cerrilleras de 1888 y la de los estibadores de Londres en 1889. En 1900 los miembros de los sindicatos sobrepasaban los 2 millones y en 1913 habían alcanzado los 4 millones.
Desde el principio los sindicatos franceses estuvieron estrechamente conectados con el socialismo e ideologías políticas similares. Las variadas y antagónicas formas tomadas por el socialismo francés dividieron el movimiento, provocando que su composición fuera inconstante y fluctuante, y haciendo casi imposible el acuerdo en una acción colectiva de ámbito nacional. En 1895 los sindicatos franceses lograron formar una Confederación General de Trabajo (CGT) nacional y apolítica, pero ni siquiera ésta logró incluir a todos los sindicatos activos. El movimiento laboral francés continuó estando descentralizado, siendo sumamente individualista y en general ineficaz.
El movimiento laboral alemán databa de la década de 1860. Estuvo asociado desde el principio a los partidos y a la acción políticos, estaba más centralizado y era más coherente. El movimiento laboral alemán tenía tres divisiones principales: el Hirsch-Dunker o sindicatos liberales, que agrupaba sobre todo a artesanos especializados; los sindicatos socialistas o “libres”, y los sindicatos católicos o cristianos más tardíos, fundados con la bendición del Papa en oposición a los sindicatos socialistas “ateos”. En 1914 el movimiento sindicalista alemán tenía 3 millones de miembros.
En los países atrasados económicamente del sur de Europa, y en alguna medida en Hispanoamérica, predominó la influencia francesa en las organizaciones de trabajadores. Los sindicatos fueron salvajemente reprimidos por los patronos y el Estado, y la mayoría no dieron resultado. Los sindicatos en los Países Bajos, Suiza y el imperio austro-húngaro siguieron el modelo alemán. Alcanzaron un éxito moderado a nivel local, pero las diferencias religiosas y étnicas, además de la oposición del gobierno, impidieron su eficacia como movimientos nacionales. En los países escandinavos el movimiento laboral desarrolló sus propias tradiciones y características. Se alió con el movimiento de cooperativas y también con los partidos políticos socialdemócratas y en 1914 había hecho más que cualquier otro movimiento sindicalista para aliviar las condiciones de vida y de trabajo de sus miembros. En Rusia y demás países de Europa oriental los sindicatos continuaron siendo ilegales hasta después de la Primera Guerra Mundial.
Los primeros intentos de formar organizaciones de trabajadores masivas en los Estados Unidos tuvieron una eficacia limitada vista la oposición del gobierno y patronal, y la dificultad de conseguir la cooperación entre trabajadores de diferente cualificación, ocupación, religión y antecedentes étnicos. Samuel Gompers, en 1886, formó la Federación Americana del Trabajo (AFL). Igual que el sindicato de “nuevo modelo” de Gran Bretaña, la AFL siguió tácticas pragmáticas, concentrándose en el bienestar de sus propios miembros, soslayando embrollos ideológicos y la acción política abierta. En consecuencia, tuvo éxito al lograr muchos de sus objetivos concretos pero dejó sin sindicar a la mayoría de los trabajadores de la industria americana. En los dominios británicos los sindicatos se desarrollaron en la forma tradicional británica. El primer Congreso Sindicalista en Australia tuvo lugar en 1879.
4.4. Educación y alfabetización.
En general, son los países del noroeste de Europa (y los Estados Unidos) los que presentan cifras más positivas, en términos de esfuerzo y de logros, mientras que los del sur y el este de Europa (de los que España, Italia y Rusia son representantes) son menos notables. Esto se corresponde con los niveles y porcentajes de industrialización.
Suecia era un país pobre a mediados del siglo XIX, pero en la segunda mitad del siglo tenía una de las tasas de crecimiento más altas de Europa. Su alto nivel inicial de alfabetización es atribuible a factores religiosos, culturales y políticos anteriores al nacimiento de la industrialización, pero las grandes reservas de capital humano así adquirido lo mantuvieron en un buen lugar una vez que la industrialización hubo comenzado. La misma amplia generalización vale, para el resto de los países escandinavos, los Estados Unidos, Alemania (Prusia) y Escocia.
La Revolución Francesa introdujo el principio de educación libre y pública, pero en la misma Francia los gobiernos de la Restauración no tuvieron en cuenta el principio hasta después de 1840. Mientras tanto, algunos estados alemanes, escandinavos y americanos, establecieron sistemas financiados públicamente, aunque no se hicieron obligatorios o generales hasta más avanzado el siglo. La Revolución Francesa trajo consigo otras innovaciones en la educación de particular importancia para la era industrial: las escuelas especializadas de ciencias e ingeniería. Dotadas de categoría universitaria, pero fuera del sistema de la universidad, estas instituciones no sólo proporcionaban una formación avanzada, sino que también tenían en cuenta la investigación. Fueron muy imitadas en toda Europa.
La era de reforma postnapoleónica en Alemania tuvo como resultado la revitalización de sus antiguas universidades y la creación de varias nuevas.
4.5. Las relaciones internacionales.
En el Congreso de Viena de 1814-15 los vencedores de Napoleón intentaron reestablecer el Antiguo Régimen en lo político, social y económico, pero sus esfuerzos fueron en vano. Las fuerzas ideológicas de democracia y nacionalismo desencadenadas por la Revolución Francesa, junto con las fuerzas económicas de la incipiente industrialización, hicieron baldíos sus esfuerzos. La decadencia final del Antiguo Régimen, excepto en Rusia y el imperio turco, se hizo evidente en las revoluciones de 1830 y 1848 en el continente.
En todas estas revoluciones el nacionalismo era una fuerza potente. El nacionalismo como ideología no pertenecía a ninguna clase social como tal. Se adhería a él principalmente miembros de las clases medias educadas, pero también reflejaba las aspiraciones de los pueblos divididos de Italia y Alemania de tener una nación unificada, y las aspiraciones de las nacionalidades sometidas a los imperios austriacos, ruso y turco, así como los deseos de la parte belga de los Países Bajos, Noruega e Irlanda, de conseguir la autonomía y la libertad.
La independencia de Grecia, Serbia, Rumanía y Bulgaria respecto del imperio turco, al no ir acompañada de un progreso económico importante, hizo de estos países peones en el tablero de ajedrez de la política de las potencias.
TEMA. 9 MODELOS DE CRECIMIENTO: LOS PRIMEROS PAÍSES INDUSTRIALIZADOS.
1. INTRODUCCIÓN.
Desde una cierta perspectiva se puede considerar el proceso de industrialización del siglo XIX como fenómeno europeo. Sin embargo, desde otra perspectiva, la industrialización fue básicamente un fenómeno regional. Hay aún una tercera perspectiva, la más convencional, desde la cual estudiar el proceso de industrialización: considerarlo en términos de economía nacionales. Este método tiene el inconveniente que supone la posibilidad de descuidar las ramificaciones internacionales y supranacionales del proceso, e ignorar o menospreciar su dinámica regional, pero tiene en contrapartida dos poderosas ventajas. La primera es la meramente técnica de que la mayoría de las descripciones cuantitativas de la actividad económica se recogen y se calculan en términos de economías nacionales. La segunda, y más fundamental, es que el marco institucional de la actividad económica y las distintas políticas encaminadas a influir en la dirección y el carácter de dicha actividad se sitúan normalmente dentro de fronteras nacionales.
2. GRAN BRETAÑA.
Al término de las guerras napoleónicas, Gran Bretaña era claramente el principal país industrial del mundo, y, según algunas estimaciones, producía una cuarta parte de la producción industrial total del mundo. Además, como resultado tanto de su primacía industrial como de su papel como primera potencia naval mundial tras las últimas guerras, se convirtió también en la primera nación comercial del mundo. Durante la mayor parte del siglo XIX Gran Bretaña mantuvo su dominio como nación industrial y comercial.
Las bases de la primitiva prosperidad de Gran Bretaña (los tejidos, el carbón, el hierro y la técnica) seguían siendo los pilares fundamentales de su economía. En 1880, y pese lo avanzado del siglo, su producción de hilos y tejidos de algodón superaba a la del conjunto del resto de Europa. Por lo que se refiere a la metalurgia, Gran Bretaña alcanzó su máximo relativo alrededor de 1870, produciendo más de la mitad del hierro crudo mundial; sin embargo, en 1890 Estados Unidos logró arrebatarle su primacía y Alemania a su vez avanzó enormemente en los primeros años del siglo XX. Respecto a la industria del carbón Gran Bretaña mantuvo su liderazgo en Europa y producía excedentes para la exportación. La rápida industrialización de los países vecinos, pobres en carbón, aumentó considerablemente las exportaciones de éste. En cuanto a la industria tecnológica, creación de la última parte del siglo XIX, se pueden buscar sus orígenes en las tres industrias ya mencionadas. La industria textil necesitaba alguien que construyese y reparase la maquinaria, la metalurgia producía su propia tecnología, y la industria del carbón, a su vez, tenía necesidad de bombas de extracción eficaces y transporte barato, lo que dio como resultado el desarrollo del ferrocarril y la máquina de vapor. Por otra parte, debido al papel pionero de Gran Bretaña en el desarrollo del ferrocarril, la demanda extranjera, tanto de dentro como de fuera de Europa, de expertos, equipos y capital británicos proporcionó un fuerte estímulo a toda su economía. Supuso también un estímulo potente la evolución de la industria de construcción. En la década de 1850-60 el hierro empezó a sustituir rápidamente a la madera en la construcción de barcos, tanto de vapor como de vela, y en la década de 1880, el acero al hierro. En los primeros años del siglo XX la industria de construcción naval británica producía por término medio más de un millón de toneladas al año, todos virtualmente barcos de vapor con casco de acero. Gran Bretaña alcanzó la cima de su supremacía industrial frente a otras naciones en las dos décadas que van de 1850 a 1870.
Se han ofrecido diversas explicaciones para explicar los tristes resultados de Gran Bretaña. Algunas de ellas son muy técnicas: tienen en cuenta los precios relativos de materias primas y productos manufacturados, las condiciones comerciales, los porcentajes y modelos de inversión, etc. Otras han considerado que el problema estuvo en la dificultad de acceso a materias primas y recursos naturales, pero éste constituyó un problema menor. Esto último indica otra posible causa del relativo ocaso de Gran Bretaña: el fracaso empresarial. Señal de la apatía empresarial fue la introducción tardía de las nuevas industrias de alta tecnología, como eran las de química orgánica, electricidad, óptica y aluminio, pese a que la mayoría de sus inventores fueron británicos. Todavía más significativo resulta el hecho de que la respuesta a las nuevas tecnologías dada por los empresarios británicos de industrias básicas en que eran, o habrían sido, líderes mundiales fuese también tardía y parcial.
El atrasado sistema educativo de Gran Bretaña pudo tener parte de la culpa del retraso industrial y de las deficiencias empresariales. Gran Bretaña fue el último de los grandes países occidentales en adoptar la escolarización elemental obligatoria, fundamental en la formación de una mano de obra cualificada. Las pocas universidades inglesas importantes prestaban una atención mínima a la ingeniería y la ciencia. Su interés prioritario era todavía educar a los hijos de las clases ociosas en el conocimiento de los clásicos.
3. ESTADOS UNIDOS.
Estados Unidos fue en el siglo XIX el ejemplo más espectacular de un crecimiento económico nacional rápido. En 1870, después de haber alcanzado los límites de expansión continental, la población había aumentado a casi 40 millones, más de la de cualquier nación europea, exceptuando Rusia. Aunque Estados Unidos fue el punto de destino de la mayor parte de los emigrantes europeos, el elemento que más contribuyó al crecimiento demográfico fue la tasa extremadamente alta de crecimiento natural. La política americana de inmigración, casi sin restricciones hasta después de la Primera Guerra Mundial, marcó definitivamente la vida nacional. América se convertiría en el crisol de razas de Europa.
La renta y la riqueza crecieron todavía más rápidamente que la población. Desde la época colonial, la escasez de mano de obra en relación con la tierra y otros recursos había supuestos salarios y nivel de vida más altos que en Europa. Fue ese factor lo que atrajo a los inmigrantes europeos, junto a las oportunidades de éxito individual y las libertades religiosas y políticas de que disfrutaban los ciudadanos americanos.
Los métodos agrícolas europeos, mejores que los americanos, daban mayor rendimiento por hectárea, pero los granjeros de Estados Unidos (incluso antes de la introducción del tractor) obtenían muchos mejores rendimientos por hombre/empleado, usando maquinaria relativamente barata. En la industria, la situación era parecida. Las enormes dimensiones físicas de Estados Unidos, con variedad de climas y recursos, permitieron un grado de especialización regional mayor de lo que era posible en cada país europeo. En 1793, el invento de la desmotadora de algodón de Eli Whitney marcó el rumbo que tomaría el sur de los Estados Unidos como principal proveedor de materia prima de la industria manufacturera mayor del mundo.
Alexander Hamilton, primer Secretario del Tesoro, era partidario de fomentar la industria con tarifas proteccionistas y otras medidas. Thomas Jefferson, primer Secretario de Estado y tercer Presidente, prefería, por su parte, “estimular la agricultura, y, en segundo plano, como sirviente, el comercio”. Los jeffersonianos ganaron la batalla política, pero los hamiltonianos vieron triunfar, tras su trágica muerte prematura, las ideas de aquél. La industria algodonera de Nueva Inglaterra, después de experimentar notables altibajos antes de 1815, emergió en la década de 1820 como la principal industria de América y una de las más productivas del mundo, y como tal se mantuvo hasta 1860.
Otra ventaja del gran tamaño de los Estados Unidos era ofrecer un gran mercado doméstico en potencia, virtualmente libre de barreras comerciales artificiales. Para hacer realidad ese potencial se requería una vasta red de transportes. Los ríos proporcionaban el único acceso al interior, muy limitado, además, por rápidos y cascadas. Con el fin de remediar estas deficiencias, los estados y municipios, en cooperación con intereses privados, emprendieron un amplio programa de “mejoras internas” que pretendía primordialmente la construcción de canales y caminos de peaje. La construcción de canales empezó a hacerse realidad a partir de 1815 y alcanzó su cima en las décadas de 1820 y 1830. Algunas de las empresas inversoras alcanzaron un éxito espectacular, pero esto fue la excepción; muchas ni siquiera recuperaron el dinero invertido. Una razón fundamental para el frustrante resultado económico de los canales fue la llegada de un nuevo competidor: el ferrocarril. Los promotores americanos no tardaron en aprovechar la oportunidad que este medio de transporte les proporcionaba. En 1840 la longitud de vías terminadas excedía no sólo la de Gran Bretaña, sino la de toda Europa, y esa diferencia se mantuvo durante la mayor parte del siglo. El ferrocarril en América no fue importante sólo como productor de servicios de transporte, sino también por sus eslabonamientos hacia atrás con otras industrias, sobre todo la siderurgia. Es cierto que antes de la Guerra Civil la industria metalúrgica estaba muy dispersa, producía a pequeña a escala y dependía de la tecnología del carbón vegetal. Tras la guerra, con la adopción generalizada de la fundición de coque, la introducción de los procedimientos de Bessemer y de horno de solera abierta en la fabricación de acero y la enorme expansión de la demanda a causa de los ferrocarriles transcontinentales, no tardó en convertirse en la industria mayor de América en términos de valor añadido.
A pesar del rápido crecimiento de las manufacturas, en el siglo XIX Estados Unidos seguía siendo una nación eminentemente rural. La producción agrícola siguió dominando las exportaciones americanas, si bien los trabajadores no agrícolas sobrepasaron en número a los empleados en la agricultura en la década de 1880, y en esos mismos años la renta proveniente de la industria empezó a superar a la de la agricultura. Para 1890 los Estados Unidos se habían convertido ya en la primera nación industrial del mundo.
4. FRANCIA.
De los primeros países industrializados, Francia fue el que tuvo un modelo de crecimiento más anómalo. Aunque el modelo de industrialización francés se diferenciaba del de Gran Bretaña y del de los primeros países industrializados, el resultado no fue pero y, en términos de bienestar humano, puede que fuese mejor.
En el caso de Francia, la característica más sorprendente del siglo XIX fue el bajo índice de crecimiento demográfico. En segundo lugar, está el tema de los recursos. Aunque no puede afirmarse que Francia careciese de carbón, no estaba tan bien provista y, además, por el carácter de sus yacimientos, su explotación era más costosa. Estos hechos tuvieron importantes implicaciones en otras industrias relacionadas con el carbón, como la siderurgia. En el aspecto tecnológico, Francia no estaba rezagada; bien al contrario. Los científicos, inventores e innovadores franceses llevaron la batuta en varias industrias, entre ellas las de la energía hidráulica, el acero, el aluminio, los automóviles y, en el siglo XX, la aviación. El factor institucional es mucho más complejo y difícil de evaluar; los regímenes revolucionario y napoleónico proporcionaron el contexto institucional básico a la mayor parte de la Europa continental, pero a lo largo del siglo XIX se produjeron cambios importantes.
El crecimiento económico moderno de Francia empezó en el siglo XVIII. A fines de siglo Gran Bretaña experimentó una “revolución industrial”, mientras Francia estaba atrapada en medio de un gran terremoto político: la Revolución Francesa. Después de la fuerte represión de postguerra que afectó a toda la Europa occidental, e incluso rozó a Gran Bretaña, la economía francesa reanudó su crecimiento con índices aún más altos que los del siglo XVIII. Durante todo el siglo, el producto nacional bruto creció probablemente a una tasa media de entre 1´5% y 2% al año. La producción industria, la vanguardia del moderno crecimiento económico de Francia, como de la mayoría de las naciones en vías de industrialización, creció aún más rápidamente que el producto total: varía entre el 2% y el 2´8%.
Si bien el rendimiento total de la economía fue bastante respetable, su tasa de crecimiento experimentó variaciones. Entre 1820 y 1848 la economía creció a una tasa moderada o incluso rápida, interrumpida por fluctuaciones ocasionales de orden menor. La producción de carbón sobrepasó los 5 millones de toneladas en 1847, y su consumo aumentó todavía más rápidamente. La industria del hierro adoptó el proceso de pudelado y empezó la transición a la fundición de coque. Se pusieron los cimientos de una importante industria de maquinaria e ingeniería; a mitad de siglo el valor de las exportaciones de maquinaria superaba el de las importaciones en más de 3 a 1. El consumo de algodón en rama se multiplicó por cinco de 1815 a 1845 y las importaciones de lana se multiplicaron por seis desde 1830. el número de refinerías de azúcar de remolacha creció de una en 1812 a más de cien en 1827. Las industrias de cristal, porcelana, química y papel, que crecieron también rápidamente, eran insuperables en cuanto a la variedad y calidad de sus productos. Por esta época se crearon en Francia una serie de industrias que incluían el alumbrado con gas, las cerillas, la fotografía, la galvanoplastia, la galvanización y la fabricación de caucho vulcanizado. El crecimiento del comercio con el extranjero e interior se vio facilitado por las mejoras en los transportes y las comunicaciones como la construcción generalizada de canales, la introducción de la navegación a vapor, los primeros ferrocarriles y el telégrafo eléctrico. Además, en todo el periodo las exportaciones de bienes superaron en mucho a las importaciones, con lo que en la balanza comercial de Francia hubo un enorme superávit, por medio del cual obtuvo importantes recursos para sus inversiones de capital en el extranjero.
Las crisis políticas y económicas de 1848-51 marcaron una pausa en el ritmo del desarrollo económico. Las crisis de las finanzas públicas y privadas paralizó la construcción de ferrocarriles y otras obras públicas. La producción de carbón sufrió una brusca caída del 20%; la de hierro fue más lenta. La cifra de bienes de importación disminuyó en un 50% en 1848 y no se recuperó totalmente hasta 1851; las exportaciones se hundieron ligeramente en 1848, pero se rehicieron en un año. Con el golpe de Estado de 1851 y la proclamación del Segundo Imperio al siguiente año, el crecimiento económico de Francia reanudó su curso a un ritmo acelerado. Su tasa de crecimiento amainó algo tras la suave recesión de 1857, pero recibió un vigoroso estímulo a través de las reformas económicas de la década de 1860, muy especialmente los tratados de libre comercio y las leyes de liberación de la asociación de 1863 y 1867. La guerra de 1870-71 fue un desastre económico y militar, pero Francia se recobró económicamente. Sufrió la depresión de 1873 en menor grado que cualquier otra nación en vías de industrialización y se recuperó con mayor rapidez. Hubo un nuevo crecimiento rápido que continuó hasta finales de 1881. La depresión que comenzó en 1882 duró más tiempo y probablemente costó a Francia más que cualquier otra del siglo XIX. En sus comienzos parecía igual que otras recesiones de menor importancia que empezaban con pánico financiero, pero surgieron una serie de factores que la complicaron y prolongaron: plagas que afectaron seriamente a las industrias del vino y la seda durante casi dos décadas, grandes pérdidas en inversiones en el extranjero por incumplimientos de parte de gobiernos y quiebras de ferrocarriles, la vuelta general al proteccionismo en el mundo y, concretamente, las nuevas tarifas arancelarias francesas y una fuerte guerra comercial con Italia entre 1887 y 1898. El comercio exterior perdió fuerza y permaneció virtualmente estancado durante más de 15 años y, con la pérdida de los mercados extranjeros, la industria interior también se estancó. La acumulación de capital cayó al punto más bajo de la segunda mitad del siglo.
Las claves del modelo de crecimiento francés fueron: el bajo índice de urbanización, la escala y la estructura de sus empresas y sus fuentes de energía industrial. De entre todas las grandes naciones industriales, Francia fue la que contó con índices de urbanización más bajos. La causa principal fue el lento crecimiento de su población total, pero también tuvieron que ver con ello la proporción de mano de obra ocupada en la agricultura y la estructura y emplazamiento de la empresa industrial. De todas las grandes naciones industriales fue también Francia la que contó con mayor proporción de mano de obra en la agricultura: un 40% aproximadamente en 1913.
Con respecto a la estructura y la escala de la empresa, Francia era famosa por la pequeña escala de firmas. En 1906 el 7% de sus empresas industriales carecía de asalariados; sus trabajadores constituían el 27% de la mano de obra industrial. En el otro extremo, 574 empresas empleaban a más de 500 obreros cada una; sus trabajadores suponían el 10% de la mano de obra industrial, o el 18´5% de los asalariados industriales. No deberían pasar inadvertidas otras dos características de la escala relativamente pequeña de las empresas francesas: el alto valor añadido (artículos de lujo) y la dispersión geográfica.
Francia era la menos dotada de las primeras naciones industrializadas en lo que se refiere a carbón. En las primeras décadas del siglo XIX, las minas más importantes estaban localizadas en las zonas montañosas del sur y el centro del país, lejos de los mercados, y eran de difícil acceso, sobre todo antes del advenimiento del ferrocarril. Sin embargo, Francia estableció su primitiva industria metalúrgica de coque basándose en estos recursos. En la década de 1840, entraron en funcionamiento los grandes yacimientos del norte, continuación de los belgas y alemanes, que sirvieron para aprovisionar de combustible el crecimiento de la moderna industria del acero. Para compensar la escasez y alto coste del carbón, Francia descansó mucho más en la energía hidráulica. A principios de la década de 1860, las cascadas y saltos de agua proporcionaban a Francia casi el doble de la potencia de las máquinas de vapor y, en términos de caballos totales, ésta siguió aumentando hasta la década de 1930. Pero las propias características del agua como fuente de energía imponían restricciones a su utilización. Los mejores emplazamientos normalmente quedaban lejos de los centros de población; el número de usuarios en un sitio dado estaba limitado a uno o a unos pocos, y era asimismo limitado el tamaño de las instalaciones. Por tanto, pese a la importancia de la energía hidráulica en la industrialización francesa, contribuyó a que se impusiera un modelo caracterizado por la empresa de pequeño tamaño, la dispersión geográfica y bajos índices de urbanización.
5. ALEMANIA.
Alemania fue el último de los primeros países industrializados. Pobre y atrasada en la primera mitad del siglo XIX, esa nación dividida políticamente era, sobre todo, rural y agraria. La escasez de transportes y de vías de comunicación frenó el desarrollo económico, y las numerosas divisiones políticas, con tácticas comerciales y sistemas monetarios separados, así como otros obstáculos al intercambio comercial, todavía más el progreso. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, en cambio, el imperio unificado alemán era la nación más poderosa de Europa. Poseía las industrias química, siderúrgica, de energía eléctrica y de maquinaria, más modernas y mayores del continente. En producción de carbón de piedra sólo era superada por Gran Bretaña y era un importante fabricante de cristal, instrumentos ópticos, metales no ferrosos, tejidos y otros bienes manufacturados. Poseía una de las redes de ferrocarril más densas y un alto grado de urbanización.
La historia económica de Alemania se puede dividir con bastante claridad en tres periodos casi simétricos. El primero, desde principios de siglo hasta la formación del Zollverein (Unión Aduanera Alemana) en 1833, fue testigo de una gradual toma de conciencia de los cambios económicos que tenían lugar en Gran Bretaña, Francia y Bélgica, y de la creación de las condiciones jurídicas e intelectuales que eran esenciales para la transición al orden industrial moderno. En el segundo de ellos, un periodo de imitación consciente que duró aproximadamente hasta 1870, se pusieron los auténticos cimientos de la industria, las finanzas y los transportes modernos. Y en el último, Alemania accedió a la posición de supremacía industrial en la Europa occidental que aún ocupa. La influencia extranjera desempeñó un importante papel durante cada uno de los tres periodos.
La orilla izquierda del Rhin, unida política y económicamente a Francia durante la Revolución, adoptó el sistema legal y las instituciones económicas francesas, la mayoría de las cuales se conservaron después de 1815. Incluso Prusia adoptó, modificadas, muchas instituciones jurídicas y económicas de Francia. Un Edicto de 1807 abolía la servidumbre y la distinción entre propiedad noble y no noble, creando de ese modo un auténtico “libre comercio” de la tierra. Edictos posteriores abolieron los gremios y levantaron otras restricciones que pesaban sobre actividades comerciales e industriales, mejoraron la situación legal de los judíos, reformaron el sistema fiscal e hicieron más eficaz la administración central. Otras reformas dotaron a Alemania del primer sistema educativo moderno.
Una de las reformas económicas más importantes instigada por los funcionarios prusianos condujo a la formación del Zollverein. En 1818 se sentaron las bases de tal unión al decretar una tarifa arancelaria común para toda Prusia, principalmente por el deseo de aumentar la eficacia de la administración y el rendimiento de los impuestos. El Zollverein logró dos cosas: abolió todas las fronteras y tarifas aduaneras internas, creando un “mercado común” alemán, y, en segundo lugar, creó un arancel exterior común fijado por Prusia. En general, el Zollverein siguió una política comercial “liberal” (es decir, de tarifas arancelarias bajas), aunque no por principios económicos, sino por el deseo de los funcionarios prusianos de recortar la participación de Austria, que mantenía una política proteccionista. La rivalidad entre los distintos estados alemanes, que contribuyó a la abundancia y calidad de sus universidades, aceleró también la construcción del ferrocarril. Como resultado, la red alemana de ferrocarriles se expandió más rápidamente. La construcción de ferrocarriles consiguió que los gobiernos se pusieran de acuerdo en cuanto a rutas, contribución y otras materias técnicas, lo que trajo como consecuencia una mayor cooperación interestatal.
La clave de la rápida industrialización de Alemania fue el rápido crecimiento de la industria del carbón, y la clave del rápido crecimiento de la industria del carbón fueron los yacimientos del Ruhr. Justo antes de la Primera Guerra Mundial, aproximadamente dos tercios del carbón de piedra alemán se producían en el Ruhr. Sin embargo, antes de 1850, la región era mucho menos importante que Silesia, el Sarre, Sajonia o incluso que la región de Aquisgrán. La producción comercial propiamente dicha comenzó en la década de 1780, bajo la dirección de la administración prusiana. Las minas eran poco profundas, las técnicas simples y la producción insignificante. A partir de 1850 la producción de carbón aumentó rápidamente, y, con ella, la de las industrias siderúrgica, química y otras basadas en el carbón.
En 1840 la industria del hierro alemana presentaba aún un aspecto primitivo. La fundición con coque empezó en Silesia, pero hablar del desarrollo del oeste de Alemania es prácticamente decir desarrollo en la cuenca del Ruhr, y éste no llegó hasta la década de 1850.
La producción de acero con el sistema Bessemer empezó en 1863 y poco después se adoptaba el proceso Siemens-Martin. Pero no fue hasta la introducción del proceso Gilchrist-Thomas, en 1881, que permitía el uso de mineral de hierro con componentes fosfóricos procedente de Lorena, que la producción alemana de acero experimentó una aceleración impresionante. La industria alemana era grande no sólo en su producción total, sino también en sus unidades individuales de producción. En los primeros años del siglo XX, la producción media por empresa era casi el doble que la de la equivalente británica. Las empresas alemanas adoptaron con rapidez la estrategia de integración vertical, adquiriendo sus propias minas de carbón y mineral, plantas de coque, altos hornos, fundiciones, laminadoras, talleres de maquinaria, etc.
El año 1870-71, tan dramático para la historia política por la guerra franco-prusiana, la caída del Segundo Imperio francés y la creación de un Segundo Imperio alemán, no lo fue tanto para la historia económica. Ya se había logrado la unificación económica y en 1869 se había iniciado un nuevo movimiento ciclo ascendente en inversiones, comercio y producción industrial. El alza económica se vio acompañada de la euforia producida por el triunfo bélico, incluida la indemnización sin precedente de 5000 millones de francos, y la proclamación del imperio. Mientras tanto, inversores alemanes, ayudados y alentados por la banca, empezaron a comprar sociedades alemanas de valores que estaban en manos de extranjeros, e incluso a invertir fuera del país. Esta hiperactividad se vio interrumpida súbitamente con la crisis financiera de junio de 1873, anuncio de la fuerte depresión que la siguió. Pero al acabar ésta, se reanudó el crecimiento con mayor fuerza que antes. Los sectores más dinámicos de la economía alemana fueron aquéllos que producían bienes de capital o productos intermedios para el consumo industrial.
Con anterioridad a 1860, apenas existía industria química en Alemania, pero el veloz crecimiento de otras industrias creó demanda de productos químicos, especialmente álcalis y ácido sulfúrico. A su vez, los agricultores, alentados por los nuevos libros sobre química agrícola, empezaron a demandar fertilizantes artificiales. Libres de la carga de plantas y equipos obsoletos, los empresarios químicos pudieron aplicar la tecnología más reciente a una industria que cambiaba rápidamente. La industria química fue también la primera en el mundo en tener sus propios investigadores y crear nuevas ayudas a la investigación. El resultado fue la introducción de muchos productos nuevos y el dominio de la producción de productos farmacéuticos.
La industria eléctrica creció aún con mayor rapidez que la química. Por su base científica, pudo utilizar personas e ideas del sistema universitario, como la industria química. La urbanización extremadamente rápida que estaba teniendo lugar en Alemania al mismo tiempo que la industria crecía, añadió aliciente a la demanda. Las primeras utilizaciones importantes de la electricidad fueron la iluminación y el transporte urbano, pero ingenieros y empresarios no tardaron en descubrir otros usos. A principios del siglo XX los motores eléctricos rivalizaban con los de vapor en todos los campos.
Característica digna de mención en las industrias química y eléctrica, al igual que en las del carbón, hierro y acero, fue el gran tamaño de sus empresas. Se contaban por miles los empleados de la mayoría de las empresas de estos sectores. Otra característica singular de la estructura industrial alemana fue la frecuencia de “cartels” (convenios o acuerdos entre empresas nominalmente independientes para fijar los precios, limitar la producción, repartirse los mercados o dedicarse a prácticas monopolísticas y restrictivas de la competencia. El resultado de todas estas estratagemas fue el rápido aumento de las exportaciones alemanas en el mercado mundial, tanto que hasta la Inglaterra del libre comercio adoptó en represalia ciertas medidas.
TEMA 10. MODELOS DE CRECIMIENTO: REZAGADOS Y DESCOLGADOS.
1. INTRODUCCIÓN.
Ya antes de 1850 existían en el resto de Europa indicios de industria moderna, pero aún no se podía hablar con propiedad del nacimiento de un proceso de industrialización. Tal proceso se inició a partir de la segunda mitad del siglo, sobre todo en Suiza, los Países Bajos, Escandinavia y el imperio austrohúngaro. De forma más moderada se desarrolló en Italia, la Península Ibérica y el imperio ruso, mientras que en las nuevas naciones balcánicas y en el declinante imperio otomano fue casi inexistente.
Los “latecomers” o territorios que se industrializaron más tarde no eran ricos en carbón. España, Austria y Hungría apenas podían satisfacer con sus propios recursos, si es que podían, la demanda interior de carbón. Los enormes yacimientos de carbón de Rusia, que a mediados del siglo XX sería la primera nación productora, sólo empezaron a explotarse en 1914. en cuanto al resto de los países, sus recursos hulleros eran tan escasos que tenían que recurrir a las importaciones para satisfacer casi íntegramente su propio consumo.
2. LA EUROPA ORIENTAL Y MEDITERRÁNEA.
Una característica común a todos estos países fue su incapacidad para alcanzar un nivel industrial importante hasta 1914, lo que resultó en bajos índices de renta per cápita y gran incidencia de la pobreza. Un nivel pésimo de instrucción del capital humano es otra de las características comunes, y una de las causas principales de la situación. Una tercera característica común fue la ausencia de una reforma agraria previa, lo que suponía una productividad agraria muy baja. Por último, todavía se puede mencionar un último rasgo común: todas ellas padecieron, en distintos grados, gobiernos autocráticos, corruptos e ineficientes. Estas son las características que compartían, pero estos países también difieren en aspectos importantes.
2.1. La Península Ibérica.
Las historias económicas de Portugal y España durante el siglo XIX son paralelas, por lo que es posible aunarlas. Ambas naciones emergieron de las guerras napoleónicas con regímenes políticos reaccionarios, y un sistema económico cuando no primitivo, arcaico. El primer rasgo, el político, desató una oleada revolucionaria en ambos países en 1820 que, aunque fracasada, abrió paso a una sucesión de guerras civiles endémicas que dificultaron enormemente la actividad comercial e imposibilitaron una política económica coherente. Las finanzas públicas eran deplorables. Después de los cuantiosos daños sufridos en las guerras napoleónicas, la pérdida de las colonias americanas de España supuso una reducción drástica de la renta pública entre 1800 y 1830. Estos déficits gubernamentales crónicos provocaban manipulaciones en el sistema bancario, inflación monetaria y solicitud de nuevos préstamos al extranjero, que, debido al poco crédito del gobierno, se concedían en términos extremadamente onerosos. Antes del fin de siglo, en más de una ocasión ambos países se habían negado a pagar al menos parte del valor de sus deudas.
La escasa productividad agrícola fue, a lo largo del siglo, uno de los mayores lastres económicos para los dos países. En la década de 1840, una ley gubernamental que exigía el pago del impuesto en dinero en lugar de en especie, provocó una revuelta entre los campesinos, puesto que no disponían de mercado establecido donde comercializar sus productos. España intentó poner en práctica una reforma agraria, pero resultó un completo fracaso. Confiscó las tierras de la Iglesia, de los municipios y de los aristócratas, con la intención de venderlas a los campesinos. Pero las necesidades financieras del Estado eran tan graves, que el gobierno acabó vendiendo las tierras al mejor postor, y el resultado fue que las tierras acabaron en manos de los más ricos, es decir, la aristocracia o la burguesía urbana. En Portugal no se intentó poner en marcha ninguna reforma. Entretanto, el aumento de la población en ambos países se reflejó en una expansión del cultivo de grano en tierras más pobres, como forma de subsistencia, lo que supuso una pérdida de terreno para el ganado y, subsiguientemente, un descenso aún mayor de la productividad.
En la década de 1790 se desarrolló en Cataluña una moderna industria del algodón que, gracias a ciertos aranceles protectores y al mercado colonial exclusivo con Cuba y Puerto Rico, creció hasta que, en 1900, se perdieron las colonias. En Andalucía había industrias vinícolas, orientadas al comercio exterior, y también en Oporto, pero la temida filoxera, una enfermedad de los viñedos, se extendió por toda España en las últimas décadas del siglo con efectos devastadores. Mientras tanto, se fue desarrollando una nueva fuente de divisas para reemplazar la pérdida de los viñedos: la venta de metales y minerales. En la década de 1820 aumentó la demanda exterior de plomo para tuberías, y ello tuvo como resultado la apertura de ricos yacimientos en el sur de España. De 1869 a 1898 España fue el primer productor de plomo del mundo. En 190, las exportaciones de minerales y metales constituían un tercio de las exportaciones totales. Por desgracia para España, estas exportaciones se realizaban en general en estado de metal sin refinar (plomo y cobre) o mineral bruto (hierro), lo que no generaba eslabonamientos en la economía interna.
El capital extranjero también predominaba en los otros sectores modernos de la producción, sobre todo en bancos y ferrocarriles. Hasta 1850, el desarrollo de ambos sectores había sido mínimo. En la década de 1850, un nuevo régimen, resultado de uno de los frecuentes cambios de gobierno, estimuló especialmente a capitalistas extranjeros a que crearan bancos y ferrocarriles en España. Así lo hicieron, con la garantía gubernamental de intereses sobre el capital invertido en el periodo de construcción de las líneas férreas. Desafortunadamente, cuando se habían trazado las líneas principales y la garantía cesó, no se había generado el tráfico necesario para compensar los costes de operación, lo que supuso la bancarrota de casi todas las líneas. El ferrocarril no fue rentable hasta el final del siglo. Mientras tanto, casi todos los bancos habían sido liquidados por las compañías extranjeras con mayor o menor garantía, lo que abría espacio para el capital español. Portugal construyó en 1856 su primera línea de ferrocarril. El ferrocarril se construyó con capital extranjero y pasó por el fraude, la corrupción y la bancarrota, sin ayudar en absoluto al desarrollo de la economía del país. España tenía algunas minas de carbón, pero no eran de buena calidad y estaban mal ubicadas para poder ser explotadas de manera rentable. Aun así, en las últimas dos décadas del siglo XIX se estableció una pequeña industria siderúrgica en la costa norte, alrededor de Bilbao. Durante el siglo XIX, esta región pasó a ser una de las más ricas y modernas de España. Nada comparable sucedió en Portugal.
2.2. Italia.
Estancada en la economía anterior a la época moderna, dividida y dominada por potencias extranjeros, hacía tiempo que Italia había perdido el control de sus asuntos económicos. Las guerras e intrigas dinásticas la convirtieron en campo de batalla para ejércitos extranjeros y pasto de saqueo de obras de arte y otras riquezas, mientras las repetidas fluctuaciones monetarias destruían los capitales privados y disuadían a los inversores de arriesgar su riqueza.
Las contradicciones económicas entre las distintas regiones, importantes en casi todos los países, eran especialmente señaladas en Italia. Existía ya desde la Edad Media una acentuada pendiente económica de norte a sur, que aún se conserva hoy en día. El atraso generalizado de la península en el siglo XIX, ocultaba en parte estas desigualdades, que, sin embargo, subsistían. En la zona norte de Piamonte y el valle del Po, la productividad agrícola era algo mayor y había algo de industria. Y fue en el norte, por ser la zona más avanzada económicamente, donde se inició el movimiento de unificación. Después de los intentos de unificación y de las revoluciones de las décadas de 1820, 1830 y de los años 1848-49, reprimidas por los Hagsburgo, empezó a destacar en el reino de Cerdeña el conde Camillo Benso di Cavour, un hacendado y agricultor progresista que fue promotor de una línea de ferrocarril, un periódico y un banco, y que en 1850 se convirtió en ministro de Marina, Comercio y Agricultura de la recién creada monarquía constitucional. Al año siguiente añadió a sus obligaciones las de la cartera de Hacienda y en 1852 fue nombrado Primer Ministro. Su propósito principal fue que el Piamonte lograra orden financiero y progreso económico, las dos “condiciones indispensables” para que pudieran asumir el liderazgo de la península, y para conseguir tales fines preconizó recurrir a la ayuda financiera foránea, incluyendo inversiones de capital extranjero. Nada más llegar al gobierno en 1850, inició tratados comerciales con las naciones europeas más boyantes en industria y comercio. La balanza se vio compensada por las inversiones francesas, que, a lo largo de toda la década y estimuladas por Cavour, se centraron en la creación de líneas ferroviarias, bancos y otras sociedades anónimas, e invirtieron en la creciente deuda pública del reino. Parte de esta deuda la constituía el capital invertido en las fracasadas guerras de 1848 y 1849, y otra parte se destinó a preparar la que triunfó en 1859. Con la ayuda militar y financiera de Francia, el reino de Cerdeña venció al imperio austrohúngaro e inicio así una unificación que cuajaría en 1861 en el reino de Italia. La unidad había solventado uno de los obstáculos principales para el desarrollo, la fragmentación del mercado, pero había que mejorar los transportes y las comunicaciones o el cambio habría sido inútil; la legislación progresista y el sistema administrativo del reino del Piamonte se extendieron por toda la nación, pero no consiguieron acabar de forma inmediata con el carácter retrógrado de las instituciones tradicionales o el analfabetismo del resto de la península. Desgraciadamente para Italia, Cavour murió prematuramente a los tres meses de declarada la unidad y dejó al reino sin su inspirada política. Italia continuó dependiendo del capital extranjero tanto por las inversiones como por las relaciones económicas. Poco a poco, sin embargo, el gobierno fue marginando con sus acciones a los inversores extranjeros, y en 1887 se enzarzó en una importante guerra arancelaria con Francia que iba a durar diez años y que tuvo consecuencias desastrosas para ambas economías.
Cerca del fin de siglo el país experimentó un pequeño despegue industrial que, con altibajos, se mantendría hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial. Aún no era un país industrial, pero, aunque tarde, estaba en camino de serlo.
2.3. El sudeste de Europa.
Los cinco pequeños países que ocupaban la cornisa sudeste del continente europeo (Albania, Bulgaria, Grecia, Rumania y Serbia) eran los más pobres de la Europa al oeste de Rusia. Todos habían ido consiguiendo la independencia del imperio otomano a partir de 1815, y sobre sus economías pesaba como una losa la herencia de esta dominación. A principios del siglo XX, su economía era básicamente agraria.
Pese a la pobreza de estos países, un descenso moderado de la mortalidad y una natalidad muy alta ocasionaron una explosión demográfica a partir de mediados del siglo XIX. Este aumento de población provocó subidas de precios en las tierras, que se hicieron más inasequibles para la población rural y, consecuentemente, provocó emigraciones a las ciudades o países más ricos del oeste, y también hacia América, sobre todo por parte de griegos.
La escasez de recursos naturales dificultaba la situación demográfica. Gran parte del territorio era montañoso e incultivable. Existían algunos yacimientos de carbón, pero, pequeños y muy dispersos, no producían en el caso de ninguno de los países la cantidad de mineral necesaria para satisfacer su propia demanda y romper su dependencia de las importaciones. También había algunos yacimientos de metales no férreos, pero su explotación, apenas iniciada por capital extranjero, fue interrumpida por la Primera Guerra Mundial. El recurso mineral más importante fue el petróleo de Rumania, que varias firmas extranjeras, sobre todo alemanas, empezaron a explotar en la última década del siglo XIX.
Dada su preponderancia agraria, el comercio con otros países consistía en la exportación de productos agrícolas y la importación de bienes manufacturados, principalmente de consumo.
En contraste con la lenta difusión de la tecnología tanto agrícola como industrial, la institucional de bancos y préstamos del exterior se extendió rápidamente. En 1885, los cuatro estados balcánicos que existían entonces habían instituido bancos centrales con poderes exclusivos de emisión de billetes. Nacieron en seguida sociedades anónimas bancarias y otras instituciones financieras, pero sin conexión alguna con la financiación industrial. Los nuevos gobiernos pedían capital prestado en el extranjero para invertirlo primordialmente en la construcción de líneas férreas y otros gastos de infraestructura, pero también para comprar material militar, pagar una sobrecargada burocracia y, cada vez más, para pagar los intereses de deudas adquiridas con anterioridad. Gran parte del capital extranjero se invirtió en la construcción de vías férreas, principalmente por cuenta del Estado. Desafortunadamente, la carencia de industria complementaria hizo que las líneas de ferrocarril tuvieran pocos eslabonamientos hacia atrás.
En todos los países surgió algún indicio de industrialización, más o menos a partir de 1895, fundamentalmente enfocado hacia los bienes de consumo. A efectos prácticos, se puede decir que la industria moderna no había penetrado todavía en los países balcánicos a comienzos de la Primera Guerra Mundial.
3. LA RUSIA IMPERIAL.
A principios del siglo XX, el imperio ruso era considerado una gran potencia. Tanto su territorio como su población superaban en mucho a los de cualquier otra nación europea, y también en términos económicos generales sobresalía ampliamente. Poseía grandes industrias textiles, la mayor parte de algodón y lino, y también industria pesada: carbón, hierro crudo y acero. Era el segundo productor de petróleo del mundo, tras los Estados Unidos, y durante unos años a finales de siglo ocuparía el primer puesto.
En realidad, Rusia continuaba siendo una nación eminentemente agraria. Más de dos tercios de su población activa trabajaban en labores agrícolas, y éstas producían más de la mitad de la renta nacional. La productividad, sobre todo en el terreno agrícola, era extraordinariamente baja, lastrada por lo rudimentario de la tecnología y la escasez de capital. La fuerza institucional que poseía el sistema de servidumbre, que legalmente no desapareció hasta 1861, obstaculizó tremendamente las posibilidades de que aumentara la productividad, incluso después de la emancipación.
Los primeros adelantos tangibles se produjeron en la primera mitad del siglo XIX, sobre todo a partir de 1830. Se estima que el número de trabajadores del sector industrial creció de 100.000 a principios de siglo, a medio millón en vísperas de la emancipación. La mayoría de estos trabajadores eran siervos que pagaban a sus señores parte de sus sueldos, en vez de pagar en trabajo, como era tradicional. La industria que crecía con mayor rapidez era la del algodón, especialmente en el área de Moscú, y la seguía, a gran distancia, la industria del azúcar de remolacha de Ucrania.
La guerra de Crimen puso de manifiesto sin ambages el retraso de la industria y la agricultura rusas, e indirectamente preparó, por ello, el camino para algunas reformas, en especial la de la emancipación de los siervos en 1861. el gobierno promovió un programa de construcción de líneas férreas, impulsado por capital y tecnología importadas, y reformó el sistema bancario para permitir que se pusieran en funcionamiento algunas de las técnicas financieras de Occidente. En la década de 1880 se empezó a vislumbrar la efectividad de la nueva política, y la década siguiente presenció el “gran despegue”. El motivo de este asombroso y brusco ascenso se cimenta en el programa de construcción de vías férreas, sobre todo el del Ferrocarril Transiberiano, propiedad del estado, y en la expansión de las industrias minera y metalúrgica, asociadas al desarrollo del ferrocarril.
El gobierno trató de fomentar la industrialización por métodos diversos. Consiguió capital extranjero para financiar las vías de ferrocarril estatales, y dio garantías de enlazar con otras las líneas pertenecientes a compañías. Realizó los encargos de material para las líneas estatales a industrias ubicadas en Rusia, ya fueran rusas o extranjeras, e intentó que las otras compañías privadas hicieran lo mismo. Puso altos aranceles a la importación de productos siderúrgicos, pero a la vez facilitó la compra de los equipos más modernos para la manufactura de productos siderúrgicos y mecánicos.
A la repentina prosperidad de la industria rusa en la última década del siglo XIX, siguió un retroceso en los primeros años del XX, que a su vez desembocó, primero, en la guerra ruso-japonesa de 1904-05, desastrosa para Rusia, y después en la revolución de 1905-06. Esta, aunque fue sofocada, inspiró una serie de reformas, como la reforma agraria de Stolypin, que condujo a una mejora en la productividad agraria.
Durante los 50 años anteriores a la Primera Guerra Mundial, la economía rusa experimenta un cambio sustancial hacia un sistema más moderno y tecnológicamente capaz, pero quedó todavía muy por detrás de las economías avanzadas de Occidente, en especial de la alemana. Esta debilidad estructural quedó de manifiesto durante la contienda y contribuyó a la derrota, así como a preparar el escenario de las revoluciones de 1917.
4. JAPÓN.
Japón fue la primera nación no occidental en experimentar el crecimiento industrial. Durante la primera mitad de siglo, Japón mantuvo con mayor rigidez que ninguna otra nación oriental una política de aislamiento frente al extranjero, especialmente frente a Occidente. La sociedad estaba estructurada en rígidas clases sociales, o castas, a través de un sistema parecido en algunos aspectos al feudalismo europeo de la Edad Media. El nivel tecnológico del Japón estaba tan anquilosado que podía equipararse al de principios del siglo XVII en Europa. A pesar de estos obstáculos, la organización económica era notablemente refinada; poseían mercados muy activos y conocían un sistema de crédito. El índice de analfabetismo era muy inferior al del sur y el este de Europa.
Un nuevo gobierno dio un nuevo tratamiento a las relaciones con el extranjero. En lugar de intentar expulsarlos, optó por una política de cooperación, pero moderada siempre por un cortés distanciamiento. Se abolió el antiguo sistema feudal, reemplazándose por un sistema burocrático sumamente centralizado, al estilo francés. El modelo de ejército se tomó de Prusia, y el de la armada de Gran Bretaña. Los métodos financieros e industriales se importaron de varios países occidentales. Se crearon nuevas escuelas siguiendo los modelos occidentales y algunos expertos mundiales llegaron a Japón a dar a conocer sus técnicas a sus homólogos asiáticos. El gobierno se cuidaba de establecer límites temporales claros a las obligaciones de estos extranjeros y de asegurarse que abandonaban el país en cuanto sus obligaciones acabaran, para evitar que ocuparan puestos de mando dentro del territorio japonés.
Uno de los problemas más acuciantes que recayeron sobre el nuevo gobierno fue el de las finanzas. El gobierno Meiji heredó una suma ingente de papel moneda no convertible, suma que se vio obligada a incrementar durante el primer periodo de transición. También en conexión con los problemas financieros, el gobierno estableció un nuevo sistema bancario que reemplazara la complicada red de crédito de la era Tokugawa. Se tomó como modelo el sistema bancario nacional de los Estados Unidos. Según este sistema, los bancos que desearan establecerse podían utilizar bonos del Estado, como respaldo de los billetes emitidos, que debían ser convertibles en oro o plata. Desgraciadamente, en 1876 se desató la rebelión Satsuma, un alzamiento de uno de los clanes del oeste contra el gobierno. La rebelión fracasó, pero a costa de grandes pérdidas. Hubo, asimismo, que emitir más papel gubernamental, no convertible, y más billetes bancarios. El resultado fue una rápida alza de los precios.
Desde un principio, el nuevo gobierno Meiji se propuso renovar el país con la introducción de todo tipo de industrias existentes en Occidente. Para ello construyó y puso en funcionamiento astilleros, arsenales, fundiciones, fábricas de maquinaria y algunas fábricas piloto o experimentales para la producción de tejidos, vidrio, productos químicos, cemento, azúcar, cerveza y muchos productos más. Atrajo a técnicos extranjeros que instruyesen a los trabajadores y a los directivos en el conocimiento de la maquinaria importada. Todo ello constituía un objetivo a largo plazo y, mientras se alcanzaba, era preciso encontrar recursos con los que pagar las importaciones de maquinaria y equipo y los sueldos de los expertos extranjeros. Japón era un país pobre en recursos naturales. El cereal por antonomasia era el arroz, que constituía la base de la alimentación, complementada con alimentos extraídos de sus ricas aguas costeras. Disponían de algunos yacimientos de cobre y de carbón. Pero, en general, era el sector agrario el que cargaba con la responsabilidad de proveer a través de la exportación los ingresos necesarios para las importaciones industriales.
Las dos industrias textiles tradicionales del Japón basadas en materia prima propia, la de la seda y el algodón sufrieron suertes dispares. Mientras que la segunda fue totalmente barrida por la llegada de los tejidos occidentales elaborados en fábricas, la industria de la seda sobrevivió, e incluso floreció en su faceta más próxima al sector agrario, la de hilo de seda cruda extraído de capullos. También se desarrolló el comercio de tejidos de seda, que en 1900 suponía el 10% de los ingresos por exportaciones, pero los altos aranceles que establecieron para estos productos, los habituales compradores de seda cruda frenaron el desarrollo de esa industria. El otro producto agrario importante para la exportación era el té. Su importancia disminuyó gradualmente, sin embargo, con el crecimiento de la población y de la renta.
Aunque fue la iniciativa del gobierno la responsable principal de la introducción de modelos tecnológicos occidentales, no fue su intención el prohibir la empresa privada. En cuanto las fábricas, minas y demás establecimientos modernos empezaron a funcionar satisfactoriamente, el gobierno las vendió a compañías privadas o a sociedades anónimas, frecuentemente a un precio más bajo de su valor real.
La industria del algodón progresó rápidamente. Funcionaba con tecnología sencilla y no precisaba de mano de obra especializada, sino que podía explotarse a base de mano de obra baratas, generalmente mujeres y niñas. Los mercados habituales eran China y Corea, que compraban a poco precio hilo basto de algodón que era luego tejido a mano en las casas de los campesinos.
La industria pesada tuvo un desarrollo más lento, logrado gracias a grandes subsidios gubernamentales y protección arancelaria, pero hacia 1914 Japón era ya autosuficiente en estos productos. La Primera Guerra Mundial incrementó su demanda, al tiempo que abrió nuevos mercados. La guerra supuso un enorme avance para la economía japonesa. En los años que la precedieron, el déficit de la balanza de pagos había sido acusado, pero la contienda tuvo como resultado un aumento de demanda, acompañado de una desviación de la producción europea hacia fines bélicos, que facilitó que los empresarios japoneses se expandieran con rapidez en el mercado exterior.
En general, la transición económica del Japón de sociedad tradicional y atrasada en 1850 a potencia industrial en la época de la Primera Guerra Mundial fue un logro notabilísimo. El índice de crecimiento fue relativamente estable. Aunque tuvo fluctuaciones, nunca llegó a ser negativo, algo que, sin embargo, sí sucedió en Europa y América en algunas ocasiones, sobre todo en épocas de fuerte recesión o depresión.
La evolución económica de Japón tuvo también consecuencias políticas. En 1894-95 Japón venció a China en una guerra relámpago y se anexionó algunos de los territorios de la nación vecina, sumándose de este modo a las naciones imperialistas, con esfera de influencia en la misma China. Diez años después, Japón derrotaba sorprendentemente a Rusia tanto en mar como en tierra.
TEMA 11. EL CRECIMIENTO DE LA ECONOMÍA MUNDIAL.
1. INTRODUCCIÓN.
Aunque el comercio a larga distancia ha existido como poco desde los comienzos de la civilización, su importancia creció enormemente y con gran rapidez en el siglo XIX. Para el mundo en su conjunto el volumen de comercio exterior per cápita en 1913 era 25 veces mayor que en 1800.
El movimiento internacional de población y de capital tampoco tardaron en acelerarse. Para principios del siglo XX era posible hablar ya con propiedad de una economía mundial en la que prácticamente, aunque fuera de forma mínima, tomaba parte todo el territorio habitado, si bien Europa, con mucho, el más importante; de hecho, el centro dinámico que estimulaba el todo.
Al principio del siglo dos tipos de obstáculos, naturales y artificiales, entorpecían la corriente de comercio internacional. La incidencia de ambos fue descendiendo de forma significativa a medida que avanzaba el siglo. El obstáculo natural (el alto coste del transporte, especialmente el transporte por tierra) cedió ante el ferrocarril y los avances en la navegación, culminando en el barco de vapor de alta mar. Los obstáculos artificiales (aranceles en las importaciones y exportaciones, así como algunas prohibiciones absolutas en la importación de algunos productos) se redujeron de igual modo, e incluso desaparecieron, aunque hacia el final del siglo una “vuelta a la protección” dio lugar a la imposición de aranceles de importación más altos en varios países.
2. GRAN BRETAÑA OPTA POR EL LIBRE COMERCIO.
Los argumentos intelectuales a favor del libre comercio son muy anteriores al elocuente tratado de Adam Smith La riqueza de las naciones, pero este último lo elevó a un nuevo plano de respetabilidad. Por otra parte, consideraciones prácticas obligaron a los gobiernos a reconsiderar sus prohibiciones y altos aranceles; el contrabando constituía una ocupación lucrativa en el siglo XVIII, y reducía tanto los ingresos fiscales del gobierno como los beneficios empresariales legítimos. La defensa de Adam Smith del comercio internacional libre derivaba de su análisis de los beneficios de la especialización y la división del trabajo tanto entre las naciones como entre los individuos. Se basaba en las diferencias en los costes de producción absolutos. David Ricardo, en sus Principios de política económica (1819), suponía (de forma incorrecta) que Portugal tenía una ventaja absoluta en la producción de paño y vino comparado con Inglaterra, pero que el coste relativo de producir vino era menor; bajo esas circunstancias, demostró que sería mejor para Portugal especializarse en la producción de vino y comprar el paño a Inglaterra. Este era el principio de “ventaja comparativa”, la base de la teoría moderna del comercio internacional.
Las teorías de Smith y de Ricardo sobre el libre comercio descansaban en el terreno de la lógica. Para tener un efecto práctico en la política, estos argumentos tenían que convencer a los grandes grupos de influencia de que el libre comercio los beneficiaría. Uno de estos grupos estaba formado por los mercaderes dedicados al comercio internacional. En 1820 un grupo de mercaderes de Londres formuló una petición al Parlamento para que se permitiera el comercio internacional libre. Aunque la petición no tuvo efecto inmediato, indicó una nueva tendencia de la opinión pública. La reforma parlamentaria de 1832 extendió el derecho de voto a las clases medias urbanas, que en su mayoría eran partidarias de un comercio más libre.
La pieza central y símbolo del sistema proteccionista del Reino Unido eran las llamadas Leyes de Grano (Corn Laws), aranceles sobre el grano importado. Tras algunos intentos infructuosos de revocarlas o modificarlas, Richard Cobden, un industrial de Manchester, formó en 1839 la Liga Anti-Corn Law y organizó una fuerte y eficaz campaña para influir en la opinión pública. En 1841 el gobierno de los whigs, entonces en el poder, propusieron reducciones en los aranceles del trigo y del azúcar; cuando estas medidas fueron rechazadas, se convocaron elecciones generales. Como consecuencia de la revocación de las Leyes del Grano, el sistema político británico moderno (al menos hasta 1914) empezó a tomar forma. Los whigs, después conocidos como liberales, se convirtieron en el partido del libre comercio y la manufactura, mientras que los tories, también conocidos como conservadores, quedaron como el partido de los hacendados y, finalmente, del imperialismo. Otra consecuencia fue que el Parlamento dejó sin efecto gran parte de la vieja legislación “mercantilista”, como las Actas de Navegación, que fueron revocadas en 1849. A medida que se aclaró la nueva configuración de los partidos en las décadas de 1850 y 1860, se estableció una política incondicional de libre comercio. Después de 1860 sólo quedaban algunos derechos de aduana en importaciones, y eran exclusivamente para obtener ganancias en productos no británicos, como el brandy, el vino, el tabaco, el café, el té y la pimienta. De hecho, aunque la mayoría de los aranceles fueron eliminados por completo y, en los que no lo fueron, se redujo la tasa impositiva, el aumento del comercio total fue tan notable que los beneficios de aduana en 1860 fueron en realidad mayores que los de 1842.
3. LA ERA DEL LIBRECAMBIO.
El siguiente avance fundamental en el movimiento del librecambio fue un importante tratado comercial, el tratado Cobden-Chevalier, o tratado anglofrancés, de 1860. Parte de la política proteccionista francesa consistía en la prohibición terminante de importar cualquier tejido de algodón o lana, y altísimos aranceles sobre otras mercancías, que comprendían incluso las materias primas y bienes intermedios.
El gobierno de Napoleón III, que subió al poder con un golpe de Estado en 1851, quiso seguir una política de amistad con Gran Bretaña. Aunque el golpe de Estado había sido ratificado por un referéndum, aún se cuestionaba la legitimidad del gobierno. Aunque Francia había seguido tradicionalmente una política de proteccionismo, una fuerte corriente de pensamiento favorecía el liberalismo económico. Uno de los líderes de esta escuela fue el economista Michel Chevalier. Designado por Napoleón para el Senado francés, convenció al emperador de que sería deseable un tratado comercial con Gran Bretaña. Otra circunstancia política de Francia hizo el camino del tratado más atractivo. Según la constitución francesa de 1851, que el mismo Napoleón había instituido, las dos cámaras del parlamento tenían que aprobar cualquier ley interna, pero el derecho exclusivo de negociar tratados con las potencias extranjeras, cuyas disposiciones tenían fuerza de ley en Francia, se reservaba al soberano, al emperador. Chevalier era amigo de Richard Cobden, conocido por su oposición a la Ley del Grano, y por mediación suya persuadió a Gladstone, el ministro de Hacienda británico, de la conveniencia de un tratado. El tratado negociado por Cobden y Chevalier a finales de 1859, se firmó en enero de 1860. El tratado disponía que Gran Bretaña eliminaría todos los aranceles contra las importaciones de bienes franceses, a excepción de los del vino y el brandy. Estos eran considerados bienes de lujo por los consumidores ingleses, por lo que Gran Bretaña solamente retuvo un pequeño arancel para obtener algún ingreso fiscal. Francia, por su parte, eliminó su prohibición de importar productos textiles británicos y redujo los aranceles sobre una amplia gama de productos británicos a un máximo del 30%. Los franceses renunciaron así al proteccionismo extremo a favor de un proteccionismo moderado. Una característica importante del tratado era la inclusión de una cláusula de “nación más favorecedora”. Esto significaba que si una de las partes negociaba un tratado con un tercer país, la otra parte del tratado se beneficiaría automáticamente de cualquier arancel más bajo concedido al tercer país. A principios de la década de 1860 Francia negoció tratados con Bélgica, el Zollverein, Italia, Suiza, los países europeos excepto Rusia. El resultado de estos nuevos tratados fue que cuando Francia instituyó una tasa de aduana más baja, los productos de hierro británicos se beneficiaron automáticamente de estas tarifas más bajas.
Por otra parte, además de esta red de tratados que Francia negoció por toda Europa, los otros países europeos también negociaron tratados unos con otros, conteniendo todos la cláusula de nación más favorecida. Como resultado, siempre que entraba en vigor un nuevo tratado tenía lugar una reducción de aranceles. Durante una década más o menos, entre las de 1860 y 1870, Europa estuvo más cerca del librecambio completo de lo que nunca lo estaría hasta después de la Segunda Guerra Mundial.
Las consecuencias de esta red de tratados comerciales fueron espectaculares. El comercio internacional aumentó aproximadamente un 10% anual durante varios años. La mayor parte de este aumento tuvo lugar en el comercio intraeuropeo, pero las naciones de ultramar también participaron. Otra consecuencia de los tratados fue que la reorganización de la industria a que obligó la mayor competencia; las empresas ineficaces que habían gozado de la protección proporcionada por aranceles y prohibiciones tuvieron que modernizarse y mejorar su tecnología o dejar el negocio. Los tratados promovieron de esta forma la eficacia técnica y aumentaron la productividad.
4. EL RENACIMIENTO DEL IMPERIALISMO OCCIDENTAL.
Los vastos continentes de Asia y África participaron mínimamente de la expansión comercial del siglo XIX hasta que se vieron obligados a hacerlo por el poder militar de Occidente.
4.1. África.
La colonia del Cabo, en el extremo sur de África, había sido establecida por los holandeses a mediados del siglo XVII como un puesto de avituallamiento para los hombres de la Compañía de las Indias Orientales que iban o venían de Indonesia. Durante las guerras napoleónicas los británicos la conquistaron y después fomentaron el asentamiento allí. La política británica, especialmente la abolición de la esclavitud en todo el imperio en 1834 y sus intentos de garantizar un tratamiento más humano a los nativos, molestó a los bóers o afrikaaners (descendientes de los colonos holandeses). Para librarse de esta interferencia, en 1835 los bóers empezaron su Gran Migración hacia el norte, y crearon nuevos asentamientos en la región entre los ríos Orange y Vaal (Estado Libre de Orange), al norte del Vaal (el Transvaal, que se convirtió en la República de Sudáfrica en 1856) y en la costa sureste (Natal), pero, a pesar de los intentos de los bóers por aislarse de los británicos, el conflicto continuó a lo largo de todo el siglo. Al principio los asentamientos de los bóers y de los británicos eran primordialmente agrícolas, pero en 1867 el descubrimiento de diamantes atrajo un gran caudal de buscadores de tesoros de todo el mundo. En 1886 se descubrió oro en Transvaal. Estos acontecimientos alteraron completamente las bases económicas de las colonias e intensificaron las rivalidades políticas. También ayudaron a la subida al poder de una de las personas que más influyó en la historia de África, Cecil Rhodes (1853-1902). Rhodes, de nacionalidad inglesa, llegó a África en 1870 a la edad de 17 años y no tardó en hacer fortuna en las minas de diamantes. En 1887 organizó la Compañía Británica de Sudáfrica y en 1889 obtuvo una concesión del gobierno británico que le concedía amplios derechos y poder de gobierno sobre el vasto territorio al norte de la región de Transvaal que más tarde se llamaría Rhodesia. Rhodes tomó parte activa en la política y se convirtió en ardiente portavoz de la expansión imperialista. Una de sus mayores ambiciones fue construir un ferrocarril “del Cabo al Cairo”, todo él en territorio británico. El presidente Kruger de la República de Sudáfrica rehusó entrar a formar parte de una Unión Sudafricana y negó asimismo el permiso para que el ferrocarril cruzara el Transvaal. Rhodes maquinó un complot para eliminar a Kruger y anexionar su país. La conspiración fracasó.
Al principio los británicos, cuando comenzó la guerra, sufrieron varias derrotas, pero finalmente recibieron refuerzos e invadieron y se anexionaron tanto el Transvaal como el Estado Libre de Orange. Poco después el gobierno británico cambió su política de represión por la de reconciliación, restauró el autogobierno y fomentó el movimiento de unión con la colonia del Cabo y Natal, que los británicos se habían anexionado con anterioridad. En 1910 la Unión Sudafricana pasó a ser, como Canadá, Australia y Nueva Zelanda, un dominio totalmente autónomo dentro del imperio británico.
Carlos X emprendió la conquista de Argelia en 1830 en un intento de obtener apoyo popular para su régimen. Este intento llegó demasiado tarde para salvar su trono y dejó un legado de conquistas inacabadas a sus sucesores. Hasta 1879 no sustituyó un gobierno civil a las autoridades militares. Para entonces los franceses habían empezado a extender sus asentamientos en la costa oeste africana. A finales de siglo habían conquistado, anexionándolo, un inmenso y poco poblado territorio que bautizaron con el nombre de África occidental francesa. En 1881 las incursiones en la frontera de Argelia por parte de tribus de Túnez proporcionaron la excusa para invadir Túnez y establecer un “protectorado”. Los franceses redondearon su imperio norteafricano en 1912 estableciendo un protectorado sobre la mayor parte de Marruecos.
Los acontecimientos más trascendentales tuvieron lugar en el extremo oriental del África islámica. La apertura del canal de Suez por una compañía francesa en 1869 revolucionó el mundo del comercio y también puso en peligro la línea fundamental de comunicación y comercio entre Gran Bretaña y la India. Gran Bretaña no había participado en la construcción del canal. Pero una vez que el canal se abrió, la búsqueda de control tanto sobre él como sobre sus proximidades para evitar que cayera en manos de una potencia enemiga se convirtió en uno de los principios cardinales de la política exterior británica. Este propósito se vio favorecido de modo fortuito por las dificultades financieras del khedive (rey) de Egipto. Esta apurada situación financiera permitió a Benjamin Disraeli, el primer ministro británico, comprar a favor del gobierno británico las acciones del khedive en la compañía del canal a finales de 1875. en un intento de poner algún orden en las caóticas finanzas del país, los gobiernos inglés y francés enviaron consejeros financieros que no tardaron en constituir un gobierno efectivo. El resentimiento egipcio por la dominación extranjera dio lugar a violentos disturbios y a la pérdida de vidas y propiedades europeas. Para restaurar el orden y proteger el canal los británicos bombardearon Alejandría en 1882 y desembarcaron una fuerza expedicionaria. El primer ministro británico Gladstone aseguró a los egipcios y al resto de las grandes potencias que la ocupación sería temporal. Sin embargo, una vez allí, los británicos se encontraron, a su pesar, con que no podían retirarse tan fácil o alegremente. Además de la continua agitación nacionalista, los británicos heredaron del gobierno del khedive la conquista inacabada del Sudán. En pos de este objetivo los británicos toparon con los franceses, que se estaban expandiendo hacia el este desde sus posesiones del oeste de África. En 1898, en Fashoda, fuerzas francesas y británicas llegaron a encontrarse frente a frente, pero unas precipitadas negociaciones en Londres y París evitaron que se desencadenaran hostilidades reales. Por fin los franceses se retiraron, abriendo paso al dominio británico en lo que se acabó conociendo como el Sudán angloegipcio.
Los teóricos estados vasallos del sultán turco a lo largo de la costa norteafricana le habían ido siendo arrebatados uno a uno hasta quedar solamente Trípoli, una larga franja de costa estéril con un interior aún más estéril. Italia había llegado al imperialismo tan tarde como a constituirse en nación. Se las había arreglado para hacerse con algunas estrechas franjas en la costa oriental africana y había sido rechazada de forma humillante cuando intentó conquistar Etiopía en 1896. En 1911, tras haber concertado con esmero acuerdos con las otras grandes potencias para tener una cierta libertad, Italia provocó una pelea con Turquía, dio un ultimátum imposible y acto seguido ocupó Trípoli. La amenaza de una nueva insurrección en los Balcanes persuadió a los turcos a hacer las paces en 1912. Cedieron Trípoli a Italia y los italianos la rebautizaron con el nombre de Libia.
África central fue la última zona del “continente negro” que se abrió a la penetración europea. Su inaccesibilidad, su inhóspito clima y sus exóticas flora y fauna fueron causa de este apodo y de su extraordinaria celebridad. Con anterioridad al siglo XIX los únicos europeos que reivindicaban algo en la región eran los portugueses: Angola en la costa oeste y Mozambique en la este. En 1876 el rey Leopoldo de Bélgica organizó la Asociación Internacional para la Exploración y Civilización de África Central, y contrató a Stanley para que estableciera asentamientos en el Congo. En Alemania, la agitación por la empresa colonial desembocó en la formación de la Sociedad Germanoafricana en 1878 y la Sociedad Colonial Alemana en 1882. Un Bismarck reacio se permitió convertirse a la causa del colonialismo por razones políticas internas. El descubrimiento de diamantes en Sudáfrica estimuló la exploración con la esperanza de descubrimientos similares en África Central. Finalmente, la ocupación francesa de Túnez en 1881 y la ocupación británica de Egipto en 1882 provocaron un maremágnum de reivindicaciones y concesiones.
La repentina avalancha para hacerse con territorios creó fricciones que podían haber llevado a la guerra. Para evitar esta posibilidad, e impedir, de paso, las demandas británicas y portuguesas, Bismarck y Jules Ferry, el primer ministro francés, hicieron un llamamiento para una conferencia internacional sobre asuntos africanos en Berlín, en 1884. Catorce naciones, entre ellas los Estados Unidos, enviaron representante. Los conferenciantes acordaron varias resoluciones piadosas, incluyendo un llamamiento para la supresión del comercio de esclavos y de la esclavitud, todavía practicados en África, y lo que fue más importante, reconocieron el Estado Libre del Congo encabezado por Leopoldo de Bélgica y sentaron las normas básicas para futuras anexiones. La norma más importante disponía que una nación debía ocupar de forma efectiva el territorio para que su reivindicación fuese reconocida.
De esta forma se dividió y se dio a luz al continente negro. Antes del estallido de la Primera Guerra Mundial sólo Etiopía y Liberia, fundada por esclavos americanos emancipados en la década de 1830, conservaban su independencia. Ambas eran oficialmente cristianas. Sin embargo, una cosa fue la anexión y otra muy distinta el asentamiento y el desarrollo efectivos. Los súbditos africanos tendrían que esperar mucho antes de recibir los frutos, si es que algunos recibieron, de la tutela europea.
4.2. Asia.
La decadencia interna había debilitado seriamente a la dinastía Manchú que había gobernado China desde mediados del siglo XVII, lo que brindó a los occidentales la oportunidad de abrirse camino en aquel imperio del que habían sido excluidos tanto tiempo. Los intereses comerciales británicos proporcionaron la primera ocasión para intervenir. El té y las sedas chinas encontraron un mercado activo en Europa, pero los comerciantes británicos no tuvieron mucho que ofrecer a cambio hasta que descubrieron el marcado gusto de los chinos por el opio. El gobierno chino prohibió su importación, pero contrabandistas y funcionarios de aduanas corruptos hicieron que su comercio floreciera. Cuando un funcionario honrado en Cantón incautó y quemó un cargamento grande de opio en 1839, los comerciantes británicos pidieron una compensación. Lord Palmerston, el ministro de Asuntos Exteriores, les informó de que el gobierno no podía intervenir con el fin de permitir a los súbditos británicos violar las leyes del país con el que comerciaban, pero los representantes militares y diplomáticos que se encontraban allí no hicieron caso de tales instrucciones e iniciaron acciones de represalia contra los chinos, empezando así la guerra del opio (1839-42), que terminó con el Tratado de Nankin que China se vio forzada a aceptar. Según éste, China daba a Gran Bretaña la isla de Hong Kong, consentía abrir cinco puertos más para comerciar bajo supervisión consular, establecía un arancel uniforme de importación del 5% y pagaba una indemnización sustancial. El comercio del opio continuó.
Tal muestra de debilidad por parte del gobierno chino provocó manifestaciones en contra del gobierno y en contra de los extranjeros y dio origen a la rebelión Taiping (1850-64). Las fuerzas del gobierno derrotaron finalmente a los rebeldes, pero mientras tanto el desorden general proporcionó a las potencias occidentales otra excusa para intervenir. En 1857-58 una fuerza conjunta anglofrancesa ocupó varias ciudades importantes y obligó a que se les otorgaran más concesiones en las que también participaron Estados Unidos y Rusia. Las concesiones a los extranjeros llevaron a nuevos brotes de violencia y desorden en contra de los extranjeros, que a su vez llevaron a represalias extranjeras y concesiones. Al final, China sólo se libró de su división completa por parte de las grandes potencias gracias a la rivalidad entre éstas. Por iniciativa del secretario de Estado americano, John Hay, las grandes potencias acordaron en 1899 seguir una política de “puertas abiertas” en China, no discriminando el comercio de otras naciones en sus propias esferas de influencia. Estas continuas humillaciones tuvieron como consecuencia un desesperado estallido final de violencia xenófoba conocido como la rebelión de los bóxers (1900-01). “Bóxers” era el nombre popular que se dio a los miembros de la sociedad secreta de los Puños Armoniosos, cuyo propósito era expulsar a todos los extranjeros de China. Los primeros intentos de los británicos y otras fuerzas militares por ocupar Pekín fueron rechazados. Una segunda expedición conjunta y más grande tomó la capital, llevó a cabo severas represalias y exigió más indemnizaciones y concesiones. Después de esto el imperio chino entró ya en un estado de decadencia evidente. Sucumbió en 1912 a una revolución dirigida por el doctor Sun Yat-sen cuyo programa era “nacionalismo, democracia y socialismo”. Las potencias occidentales no se atrevieron a intervenir en la revolución, pero a ninguna le preocupaba. La nueva República de China siguió débil y dividida, y sus esperanzas de reforma y regeneración se pospusieron durante mucho tiempo.
Corea, en el siglo XIX, era un reino semiautónomo bajo el dominio teórico de China, pero hacía tiempo que los japoneses la reivindicaban. Aunque Corea había sido la causa principal de la guerra entre China y Japón en 1894, el tratado de 1895 que le puso término no desembocó en la anexión japonesa. Japón se contentó con el reconocimiento por parte de China de la “independencia” coreana. Tras la derrota de Rusia en 1905 y una serie de rebeliones contra los gobiernos títeres impuestos por los japoneses, éstos se anexionaron formalmente Corea en 1910.
En Indochina, durante el siglo XIX los británicos, operando desde India, pasaron a controlar los estados de Birmania y Malasia, que acabaron incorporando al imperio. Por lo que se refiere a la mitad oriental de la península, misioneros franceses habían desarrollado allí su actividad desde el siglo XVII, pero en la primera mitad del siglo XIX fueron crecientemente objeto de persecuciones, proporcionando al gobierno francés un pretexto para intervenir. En 1858 una expedición francesa ocupó la ciudad de Raigón en Cochinchina, y cuatro años después Francia se anexionó toda esta región. Una vez establecidos en la península, los franceses se vieron implicados en un conflicto con los nativos, lo que les obligó a extender su “protección” sobre áreas cada vez mayores. En la década de 1880 organizaron la Unión de la Indochina Francesa, que aglutinaba Cochinchina, Camboya, Annam y Tonkin, a los que añadieron Laos en 1893.
Tailandia (Siam) tuvo la suerte de poder permanecer como reino independiente, gracias a una serie de reyes capaces e ilustrados, y a su posición de amortiguador entre las esferas de influencia británica y francesa. Aunque se abrió a la influencia occidental por medio de tratados coloniales impuestos por la fuerza, como la mayoría del resto de Asia, sus gobernantes reaccionaron con gestos conciliadores y al mismo tiempo intentaron aprender de Occidente y modernizar su reino.
4.3. Razones del imperialismo.
Asia y África no fueron las únicas áreas sujetas a la explotación imperialista, así como tampoco fueron las naciones de Europa las únicas que se entregaron a ésta. Una vez que Japón adoptó la tecnología occidental siguió una política imperialista muy parecida a la de Europa. Estados Unidos se embarcó en una política de colonialismo antes de que terminara el siglo.
Las causas del imperialismo fueron variadas y complejas. Una de las explicaciones más populares del imperialismo moderno lo relaciona con la necesidad económica. De hecho, el imperialismo moderno ha sido llamado “imperialismo económico”, como si las anteriores formas de imperialismo no hubieran poseído este contenido. Una de tales explicaciones es como sigue: 1) la competencia en el mundo capitalista se hace más intensa, dando lugar a la formación de empresas a gran escala y la eliminación de las pequeñas; 2) el capital se acumula en las grandes empresas cada vez con mayor rapidez y, como el poder adquisitivo de las masas es insuficiente para comprar todos los productos de la industria a gran escala, los beneficios disminuyen, y 3) como el capital se acumula y la producción de las industrias capitalistas no se vende, los capitalistas recurren al imperialismo para hacerse con el control político en áreas en las que pueden invertir su capital excedente y vender sus productos excedentes. Esta es la esencia de la teoría marxista del imperialismo, o más bien de la teoría leninista, ya que Marx no previó el rápido desarrollo del imperialismo aunque vivió hasta 1883. Basándose en los fundamentos de la teoría marxista y modificándola en algunos casos, Lenin publicó su teoría en 1915 en su conocido folleto El imperialismo, fase superior del capitalismo.
Los partidarios del imperialismo argumentaban que, además de ofrecer colonias proporcionarían nuevas fuentes de materias primas y servirían como válvula para la creciente población de las naciones industriales. El argumento de que las colonias servirían como válvula para el excedente de población es claramente una falacia. La mayoría de las colonias estaban situadas en climas que los europeos encontraban opresivos, y la mayoría de los emigrantes preferían ir a países independientes, como Estados Unidos y Argentina, o a los territorios autónomos del imperio británico. En cuanto a que las colonias podían ser nuevas fuentes de materias primas, ciertamente en algunos casos lo fueron, pero el acceso a ellas no urgía un control político. De hecho, los mayores abastecedores en ultramar de materias primas para la industria europea fueron América del Norte y del Sur y los dominios autogobernados de Australasia.
La justificación de las colonias como mercados para el excedente de las manufacturas también era una falacia. Las colonias no eran necesarias para este propósito ni tampoco se utilizaron para ello una vez fueron obtenidas. La población de las colonias estaba demasiado dispersa y era demasiado pobre como para constituir un mercado importante. Por otra parte, y como en el caso de las materias primas, esto tampoco exigía el control político. A pesar de sus aranceles, las naciones industriales e imperialistas de Europa continuaron comerciando predominantemente unas con otras.
Quizá el argumento más importante para el imperialismo como un fenómeno económico tenía que ver con la inversión del excedente de capital, al menos según la teoría marxista, pero aquí de nuevo los hechos no respaldaban la lógica. Gran Bretaña tenía el imperio más grande y las mayores inversiones en el extranjero, pero la mitad de las inversiones extranjeras se hacían en países independientes y territorios autogobernados. Menos del 10% de las inversiones francesas anteriores a 1914 fueron a sus colonias; los franceses invirtieron sobre todo en otros países europeos. Las inversiones alemanas en colonias alemanas fueron insignificantes. Algunas de las naciones imperialistas eran en realidad deudoras; además de Rusia, lo eran también Italia, España, Portugal, Japón y Estados Unidos.
Si la interpretación económica del imperialismo no puede explicar su irrupción a finales del siglo XIX, ¿cómo puede explicarse? La mayor responsabilidad reside en el más puro oportunismo político, combinado con el crecimiento de un nacionalismo agresivo. La conversión de Disraeli al imperialismo estuvo motivada principalmente por la necesidad de encontrar nuevos problemas con los que oponerse al liberal Gladstone. Bismarck alentó el imperialismo francés como un modo de desviar las ideas de desquite francesas contra Alemania, pero en un principio lo rechazó para la propia Alemania; cuando al fin se dejó convencer, lo hizo para fortalecer su propia posición política y desviar la atención sobre las cuestiones sociales de Alemania.
El poder político y la conveniencia militar también desempeñaron un papel importante. La política imperial británica a lo largo del siglo fue dictada primordialmente por la supuesta necesidad de proteger las fronteras de India y la conexión de éste con Gran Bretaña. Esto explica la conquista británica de Birmania y Malasia, Beluchistán y Cachemira, así como la participación británica en el Cercano y Medio Oriente. Otras naciones emularon a la triunfante Gran Bretaña con la esperanza de obtener beneficios similares o simplemente para aumentar el prestigio nacional.
También el clima intelectual de finales del siglo XIX, fuertemente influido por el darwinismo social, favoreció la expansión europea. Aunque Herbert Spencer, el máximo exponente del darwinismo social, fue un notorio antiimperialista, otros aplicaron sus argumentos de la “supervivencia de los mejores” a la lucha imperialista. Theodore Roosevelt habló solemnemente del “destino manifiesto”, y la frase de Kipling “las razas inferiores sin ley ni orden” reflejaba la típica actitud europea y americana hacia las razas que no fueran la blanca. Con todo, el racismo y etnocentrismo europeos, tienen unas raíces históricas mucho más profundas que la que supone la biología darviniana. La actividad misionera cristiana misma era una expresión de la vieja creencia de la superioridad moral y cultural europea u occidental. En último término, el imperialismo moderno debe considerarse como un fenómeno psicológico y cultural.
TEMA 12. SECTORES ESTRATÉGICOS.
1. LA BANCA Y LAS FINANZAS.
El proceso de industrialización en el siglo XIX vino acompañado de una proliferación del número y variedad de bancos e instituciones financieras necesarios para proporcionar los servicios financieros que requería un mecanismo económico cada vez más extendido y complejo. De todas las formas posibles de interacción entre el sector financiero y los otros sectores de la economía que requieren sus servicios, se pueden aislar tres prototipos: 1) aquel caso en el que el sector financiero desempeña un papel positivo, favorable al crecimiento; 2) aquel en que el sector financiero es esencialmente neutral o sencillamente permisivo, y 3) aquel caso en el que finanzas inadecuadas restringen u obstaculizan el desarrollo industrial y comercial.
A principios del siglo XIX el Banco de Inglaterra (Banco de Londres) tenía aún asegurado su monopolio de sociedad anónima bancaria; los numerosos y pequeños “bancos rurales” de provincias se veían obligados a utilizar la forma de organización comanditaria, lo que les hacía propensos al pánico y a las crisis financieras. Después de una crisis especialmente grave a finales de 1825 el Parlamento enmendó la ley para permitir que otros bancos adoptaran la forma de sociedad anónima mientras no emitieran billetes, y, algunos años después, el Parlamento aprobó la Ley de Banca de 1844, que conformó la estructura de la banca británica hasta la Primera Guerra Mundial e incluso más tarde. Con la Ley de Banca de 1844, el Banco de Inglaterra cambió su monopolio de sociedad anónima bancaria por un monopolio en la emisión de billetes. Siguió siendo primordialmente un banco del gobierno (aunque de propiedad privada) que proporcionaba servicios al gobierno; pero además fue convirtiéndose paulatinamente en un banco de banqueros, y para finales de siglo había asumido conscientemente las funciones de un banco central. Junto con el Banco de Inglaterra, el sistema de banca británico ofrecía varios bancos comerciales por acciones que aceptaban depósitos del público y otorgaban préstamos a empresas, generalmente a corto plazo. El número de esos bancos, tanto en Londres como en provincias, creció rápidamente hacia la década de 1870; después, por medio de fusiones y uniones, su número quedó reducido a solamente cuarenta en 1914. Otra característica del sistema de banca británico, la banca comercial privada de Londres, resultaba mucho menos visible que las dos anteriores. Estas firmas privadas se dedicaban primordialmente a financiar el comercio internacional y a negociar con divisas, pero también garantizaban emisiones de valores extranjeros que cotizaban en la Bolsa de Londres. Esta institución se especializó casi enteramente en inversiones en el extranjero, dejando a las bolsas provinciales la función de reunir capital para las empresas nacionales. Gran Bretaña tenía varias instituciones financieras especializadas más: cajas de ahorro, sociedades inmobiliarias y de préstamo, etc. En conjunto, el sistema de banca británico respondió de forma bastante pasiva a las necesidades que se le pedía cubrir, ni precipitando ni retardando el proceso de desarrollo económico.
El sistema de banca francés estaba dominado por un banco nacido por motivos políticos, que hacía casi todos sus negocios con el Estado: el Banco de Francia. Creado por Napoleón en 1800, adquirió rápidamente el monopolio de la emisión de billetes y otros privilegios especiales. Durante una época, y a instancias del propio Napoleón, se abrieron algunas sucursales en capitales de provincia, que, después de la caída de aquél, se cerraron por no rendir beneficios. El Banco de Francia se convirtió de hecho en el Banco de París, y permitió que ciertos bancos emisores, siguiendo su modelo, operasen en las capitales de provincia más importantes. Con ello consiguió bloquear todas las demás peticiones de bancos por acciones presentadas al gobierno antes de 1848, y en el cataclismo revolucionario de aquel año se hizo cargo de los emisores departamentales convirtiéndolos en sus propias sucursales. Antes de 1848, Francia no tenía ningún otro banco por acciones ni instituciones bancarias equivalentes a los bancos rurales ingleses. Su sistema bancario era realmente insuficiente, porque los notarios provinciales que ejercían funciones de corretaje no podían desempeñar el papel de aquéllos. En un esfuerzo por hacerlo, algunos empresarios formaron bancos en commandite en París durante las décadas de 1830 y 1840. Pero ni siquiera éstos pudieron abastecer la demanda de servicios bancarios y, en cualquier caso, sucumbieron en la crisis financiera que acompañó la revolución de 1848. Francia dispuso de otra institución financiera importante en la primera mitad del siglo XIX. Se trataba de la haute banque parisienne, banqueros comerciantes particulares similares a los de Londres. Las actividades principales de estos bancos privados eran la financiación del comercio internacional y los negocios en divisas y lingotes, pero después de las guerras napoleónicas empezaron a garantizar préstamos al gobierno y otros valores, tales como los de compañías de ferrocarril y de canales. Después del golpe de Estado de 1851 y la proclamación del Segundo Imperio el año siguiente, Napoleón III intentó disminuir la dependencia gubernamental de los Rothschild y de otros miembros de la haute banque creando nuevas instituciones financieras. En 1852 fundaron la Société Générale de Crédit Foncier, banco hipotecario, y la Société Générale de Crédit Mobilier, banco de inversiones que se especializó en la financiación del ferrocarril. Más tarde el gobierno permitió la formación de otros bancos por acciones. Los bancos franceses, tanto privados como por acciones, también abrieron el camino a la inversión francesa en el extranjero. En conjunto, el sistema de banca francés en la primera mitad del siglo XIX, trabado por el conservadurismo gubernamental y la política restrictiva del Banco de Francia, no supo aprovechar su potencial para impulsar el desarrollo de la economía; durante la segunda mitad del siglo contribuyó algo más a la expansión económica.
La Société Générale de Belgique y la Banque de Belgique hicieron maravillas a la hora de fomentar la industrialización de su pequeño país, pero la propia amplitud de su respectivo poder y su enconada rivalidad les causaron dificultades. En 1850 el gobierno creó la Banque Nationale de Belgique como banco central con monopolio para emitir billetes, permitiendo así que los otros bancos existentes y los que fueron autorizados posteriormente pudieran dedicarse a las funciones comerciales y de inversión de todo banco. En conjunto, el sistema de banca belga es notable por su papel en el fomento del desarrollo de su economía.
Los holandeses estaban lejos de ocupar la posición dominante en las finanzas y el comercio europeos que habían ocupado en el siglo XVIII, pero aún poseían reservas de poder financiero. Cuando el reino de los Países Bajos Unidos sustituyó a la difunta República de Holanda en 1814, el Nederlandsche Bank pasó a ocupar el lugar del banco de Ámsterdam, liquidado durante la ocupación francesa. Además, el sistema financiero holandés incluía a los kassiers, cambistas y corredores, y a algunos banqueros privados establecidos desde mucho tiempo atrás, encabezados por Hope y Compañía, cuyo negocio consistía principalmente en garantizar los préstamos del gobierno. En la década de 1850 los hombres de negocios holandeses se convencieron de que podían fomentar la industrialización de su país instituciones similares. Hicieron cuatro propuestas distintas para bancos mobilier en 1856, pero el gobierno, siguiendo el consejo del Nederlandsche Bank, las rechazó todas. Siete años después, en 1863, se elevaron otras cuatro propuestas, dos desde Ámsterdam y dos desde Rótterdam; esta vez el gobierno cedió y autorizó las cuatro, que, con el tiempo, corrieron distinta suerte.
Suiza, que se convertiría en el mayor centro financiero mundial del siglo XX, era mucho menos importante con anterioridad a 1914. En los años 1850, 1860 y 1870 se fundaron numerosos bancos nuevos según el modelo del Crédit Mobilier francés, entre ellos algunos de los que posteriormente serían más famosos: el Schweizerische Kreditanstalt (1856), el Eidgenossischen Bank de Berna (Banque Federale Suisse, 1864) y el Schweizerische Bankgesellschaft (Sociedad Bancaria Suiza, 1872). Otros dos bancos importantes, el Schweizerische Bankverein y el Schweizerische Volksbank, surgieron de fusiones bancarias, y datan de 1856 y 1869, respectivamente.
En la primera mitad del siglo XIX no podía decirse que existiera un sistema alemán de banca. Prusia, Sajonia y Bavaria tenían bancos de monopolio para la emisión de billetes, pero estaban regulados muy de cerca por los gobiernos y atendían sobre todo a las finanzas del este. Existían numerosos bancos privados, pero se ocupaban primordialmente de la financiación del comercio local e internacional o, en algunos casos, de colocar fortunas particulares. Desde la década de 1840 en adelante, sin embargo, algunos de ellos empezaron a fomentar las finanzas, fundando y respaldando nuevas empresas, muy especialmente los ferrocarriles. Fueron los precursores de una nueva era de la banca alemana. El rasgo característico del sistema financiero alemán fue el banco por acciones “universal” o “mixto”, dedicado al crédito comercial a corto plazo y a inversiones a largo plazo o banca de fomento. Llamados Kreditbanken, asumieron las operaciones de fomento de la banca privada, y aumentaron el alcance de sus operaciones. La primera de estas nuevas instituciones fue el Schaaffhausen´scher Bankverein de Colonia, fundado en el revolucionario año de 1848. Constituyó en cierto modo una anomalía y también una novedad, puesto que se fundó sobre los restos de un banco privado que acababa de quebrar, el Abraham Schaaffhausen y Compañía; el gobierno de Berlín, atemorizado ante la crisis financiera, y para frenar ésta, se decidió a abandonar su norma de prohibir los bancos por acciones. Al Schaaffhausen´scher Bankverein le llevó varios años poner en orden sus asuntos y sólo después funcionó como un verdadera Kreditbank. Mientras tanto el gobierno prusiano volvió a su antigua política, y no autorizó más bancos por acciones hasta 1870. El primer ejemplo consciente del nuevo tipo de banco fue el Bank Für Hander und Industrie zu Darmstadt, popularmente conocido como el Darmstädter, fundado en la capital del Gran Ducado de Hesse-Darmstadt en 1853. El nuevo banco tomó como modelo el Crédit Mobilier francés, fundado el año anterior, del que también recibió ayuda técnica y financiera. Desde el principio operó por toda Alemania. Enfrentados con la negativa del gobierno prusiano a autorizar bancos por acciones, los ambiciosos promotores se sirvieron del Kommanditgesellschaft (similar a la société en commandite francesa), que no requería la licencia gubernamental. En las décadas de 1850 y 1860 se establecieron varias de ellas, entre los que destacaron el Diskonto-Gesellchaft de Berlín y el Berliner Handelsgesellschaft. Mientras tanto, algunos de los estados alemanes más pequeños que no tenían la misma aversión que el gobierno prusiano por los bancos por acciones les dieron vía libre en su territorio. Finalmente, en 1869 la Confederación Alemana del Norte, adoptó una ley siguiendo los modelos de Gran Bretaña y Francia que permitía la libre constitución de sociedades anónimas. Con esa ley, y en la euforia producida por la victoria prusiana sobre Francia en 1870, se crearon más de un centenar de Kreditbanken antes de la crisis de junio de 1873. La depresión que siguió acabó con gran parte de ellos, los más débiles y especulativos; tras un proceso de concentración y unión quedaron una docena de grandes bancos como dueños de la escena financiera, con redes y sucursales y filiales por toda Alemania y en el extranjero. Los más famosos eran los bancos “D” (el Deutsche Bank, Diskonto-Gesellschaft, Dresdner y Darmstäder), todos ellos con capitales de más de 100 millones de marcos y con sede en Berlín. No sólo abastecían las necesidades de la industria alemana, sino que también propiciaron la extensión del comercio extranjero alemán dando créditos a los exportadores y a los comerciantes extranjeros. Orta importante innovación institucional, el Reichsbank, creado en 1875, coronó la estructura financiera alemana. También fue, en parte, consecuencia de la victoria de Prusia sobre Francia y la enorme indemnización que ésta trajo aparejada. En teoría, era una mera transformación del Banco del Estado Prusiano, pero sus recursos y su poder habían aumentado enormemente. Tenía el monopolio en la emisión de billetes y hacía las veces de banco central. Como tal, apoyaba en tiempos difíciles a los Kreditbanken, quienes de esta forma pudieron asumir mayores riesgos de los que habrían asumido normalmente. El impresionante desarrollo de la banca alemana en la segunda mitad del siglo XIX se vio acompañado de un proceso de industrialización igualmente rápido, del que, según algunos, fue causa. Lo cierto es que los bancos desempeñaron un papel predominante en el desarrollo industrial; en conjunto, el sistema bancario alemán de principios del siglo XX era probablemente el más potente del mundo.
Austria consolidó un sistema bancario moderno más o menos al mismo tiempo que Alemania. Cierto que se había creado el Banco Nacional Austriaco en 1817, pero fue una empresa privilegiada creada para poner orden a las caóticas finanzas publicas del Estado tras las guerras napoleónicas. Existían también algunos bancos privados, entre los que destacaba la casa de los Rothschild. Pero el primer banco moderno por acciones fue el Austrian Creditanstalt, creado en diciembre de 1855. Su creación fue resultado directo de la rivalidad entre los hermanos Pereire y los Rothschild. Los Pereire pujaron por él al mismo tiempo que conseguían comprar el Ferrocarril del Estado Austriaco para el Crédit Mobilier, pero los Rothschild, que habían sido los “judíos cortesanos” de los Habsburgo desde la época de Napoleón, se lo arrebataron. Todavía hoy, después de numerosas transformaciones, continúa siendo una de las instituciones financieras más poderosas de Europa central. Se crearon un buen número de bancos por acciones en Viena, Praga, Budapest, así como pequeños bancos en ciudades de provincia, pero no exhibieron el dinamismo del sistema de banca alemán, fundamentalmente por la escasez de recursos naturales y las restricciones institucionales.
Aunque la economía de Suecia estaba relativamente atrasada en la primera mitad del siglo XIX, poseía una larga tradición banquera. El Sveriges Riksbank, fundado en 1656, fue de hecho el primer banco que emitió verdaderos billetes de banco. Algunos bancos privados que emitían billetes también se remontan a la primera mitad del siglo XIX. Sin embargo, la historia moderna de la banca en Suecia data de las décadas de 1850 y 1860, y se inspiró en el ejemplo del Crédit Mobilier. El Stockholms Enskilda Bank, fundado en 1856, fue el primero del nuevo tipo en Suecia, y fue seguido por el Skandinaviska Banken en 1864 y el Stockholm Handelsbank en 1871. Los tres se dedicaron a operaciones bancarias mixtas con un éxito considerable.
En la primera mitad del siglo XIX Dinamarca tenía un banco central, el Nationalbank, de propiedad privada pero controlado por el gobierno, y varias cajas de ahorros más pequeñas. La historia de la banca moderna danesa se remonta a la década de 1850 y estuvo dominada por tres grandes bancos por acciones con base en Copenhague: el Privatbank (1857), el Landsmanbanken (1871) y el Handelsbanken (1873). Noruega y Finlandia, por su parte, estaban menos avanzadas financieramente que Dinamarca y Suecia, pero los cuatro países tenían un nivel general de alfabetización que hacía que la población fuera capaz de sacar provecho de las actividades bancarias.
Las naciones latinas del Mediterráneo también desarrollaron instituciones financieras modernas en los años 1850 y 1860, pero principalmente por iniciativa francesa y empleando capital francés. España tenía un banco de emisión, el Banco de San Carlos (más tarde llamado Banco de España), que databa de 1782, pero, al igual que en otros bancos de su clase, se ocupaba primordialmente de las finanzas del gobierno. No fue hasta 1855, con los “moderados” en el poder, que los hermanos Pereire lograron convencer al ministro de Hacienda para que presentara una propuesta de ley en las Cortes permitiendo al gobierno conceder autorización para fundar empresas bancarias según el modelo del Crédit Mobilier. A comienzos del año siguiente organizaron la Sociedad General de Crédito Mobiliario Español. La ley que autorizaba el Crédito Mobiliario Español permitía al gobierno autorizar la fundación de instituciones similares sin necesidad de autorización de las Cortes.
Los Pereire contrataron con el gobierno portugués una compañía similar en Lisboa. Esta vez la cámara alta del Parlamento portugués se negó a ratificar el acuerdo. Aquel mismo año, otro aventurero financiero francés, que había ayudado al gobierno a obtener un préstamo, consiguió autorización para fundar un Crédit Mobilier Portugués, pero éste duró poco. El promotor se declaró en bancarrota durante la crisis de 1857, y la compañía se hundió con él. Más tarde unos empresarios franceses contribuyeron a la formación de dos bancos hipotecarios en la línea del Crédit Foncier, pero ningún otro promotor consideró Portugal una zona conveniente para la inversión bancaria.
Los Pereire también quisieron establecer una filial en el estado de Piamonte, que se estaba desarrollando con gran rapidez. Cavour acogió de buen grado su interés como contrapeso a la influencia que ejercían los Rothschild en todas las finanzas del pequeño reino, pero finalmente no apartarse de aquel poder financiero, y concedió a la Cassa del Comercio e delle Industrie, de estos últimos, la única autorización para fundar un banco de inversión por acciones en el Piamonte. Los Rothschild se retiraron en 1860, y el banco se estancó hasta 1863, año en el que los Pereire compraron un paquete de acciones para controlar la sociedad, aumentaron su capital y lo rebautizaron como Società Generale de Credito Mobiliare Italiano. En años siguientes fue prácticamente sinónimo de todas las nuevas empresas en Italia, incluyendo el ferrocarril, las fundiciones de hierro y las factorías de acero. Gozaba de estrechas conexiones con altos círculos del gobierno y ocupaba el segundo puesto entre los bancos italianos, detrás de la Banca Nazionale. En medio de la crisis de 1893, sin embargo, la revelación de graves escándalos, concernientes a su organización interna y sus relaciones con el gobierno forzaron su liquidación. La mayoría de los demás bancos italianos se fundaron en la década de 1860 y utilizaron también capital francés, pero solamente uno, la Banca di Credito Italiano, debió tanto a la iniciativa francesa como el Credito Mobiliare, y también cayó presa de la crisis de 1893. El año siguiente se fundaron dos nuevos grandes bancos, esta vez con iniciativa alemana y con capital alemán: la Banca Commerciale italiana en Milán y el Credito Italiano en Génova. Aunque el capital alemán se retiró hacia 1900, estas dos instituciones desempeñaron un papel primordial en el enorme esfuerzo industrial de Italia durante los años anteriores a la Primera Guerra Mundial.
Los promotores franceses de bancos también buscaron concesiones en el sudeste de Europa durante la década de 1850, pero aún no había llegado su momento allí y Serbia y Rumania rechazaron las ofertas de establecer bancos del tipo mobiliario.
La guerra de Crimen reveló de forma inequívoca el atraso de Rusia respecto a Occidente y llevó al gobierno del zar a lanzarse a una campaña para la construcción del ferrocarril y la emancipación de los siervos. También condujo a una revisión de los sistemas financieros y bancarios. La institución financiera más importante era el Banco del Estado, fundado en 1860. Era totalmente propiedad del gobierno y estaba bajo la supervisión del ministro de finanzas. Al principio no emitía billetes de banco, pero cuando Rusia adoptó el patrón oro en 1897 el Banco obtuvo el monopolio de emisión de billetes. El Banco del Estado controlaba las cajas de ahorro del Estado y creó el Banco de la Tierra de los Campesinos (1882), el Banco de la Tierra para la Nobleza (1885) y el Banco Zemstvo y Urbano (1912). También poseía acciones en el Banco de Préstamo y Descuento de Persia (1890) y en el Banco Ruso-Chino (1895), creados para facilitar la penetración rusa en estos países. El sistema bancario comprendía asimismo otras instituciones más pequeñas, pero los más importantes, después del Banco del Estado, eran los bancos comerciales por acciones. El primero de éstos fue el Banco Comercial Privado de San Petersburgo, fundado en 1864. Otro rasgo característico de estos bancos era la amplia influencia extranjera. Muchos de ellos habían sido fundados o estaban dirigidos por banqueros franceses, alemanes, británicos y otros. Los bancos extranjeros, especialmente los franceses, eran dueños de gran parte de sus acciones. En cooperación con sus socios extranjeros, los bancos por acciones rusos contribuyeron enormemente a la industrialización del país que se produjo a partir de 1885, que también fue llevada a cabo en gran parte por empresarios y técnicos extranjeros.
Los financieros europeos también aportaron su experiencia a sus vecinos del Cercano y Medio Oriente. El primer banco por acciones que se estableció en la zona, el Banco de Egipto, comenzó a operar en 1855. Suscitó la oposición de numerosos banqueros privados franceses de Alejandría, quienes protestaron al cónsul, pero fue en vano. A su tiempo, los franceses establecieron sus propios bancos por acciones.
Desarrollo parecido tuvo lugar en el venerable, y decrépito, imperio turco. En 1856 un grupo de capitalistas británicos organizó en Constantinopla el Banco Otomano como banco comercial ordinario. En 1863 obligaron al Banco Otomano a unirse con un grupo francés dirigido por el Crédit Mobilier en una nueva institución, la Banque Imperiale Ottomane. Era una institución de lo más inusual, que combinaba las funciones de banco central poseedor del monopolio de emisión de billetes con las típicas de la banca comercial y de inversión. Por si fuera poco, el banco tenía además a su cargo retirar el papel moneda y las monedas de mala aleación, recaudar y remitir los impuestos en las áreas en las que funcionaban sus sucursales, y cubrir la deuda pública. Los beneficios durante los primeros siete meses de operación alcanzaron casi el 20% del capital desembolsado. El banco prosperó durante las décadas anteriores a la guerra, e incluso llegó a un acuerdo con el nacionalista Mustafá Kemal tras la Primera Guerra Mundial.
Persia (Irán) tenía una institución similar, el Banco Imperial de Persia, fundado por intereses británicos en 1899.
A comienzos de la década de 1850, con cédula y capital británicos, se fundaron varios bancos, especialmente en India e Iberoamérica. No eran sucursales de bancos nacionales británicos, sino que generalmente eran fundados por comerciantes británicos que operaban en el extranjero. Uno de los más famosos fue el Banco de Hong Kong y Shangai. La principal función de estos bancos era financiar el comercio internacional, pero también tomaron parte en la emisión de valores de corporaciones y gobiernos extranjeros. Con el tiempo tuvieron que competir tanto con bancos locales como sucursales de otros bancos europeos.
La banca en los Estados Unidos tuvo un desarrollo contenido durante el siglo XIX. La lucha que se produjo en los primeros años de la república entre los hamiltonianos, favorables a que el gobierno federal desempeñara un papel decisivo en la política, y los jeffersonianos, que preferían dejarla al albedrío de cada estado individual, se refleja claramente en la historia de aquélla. Al principio triunfaron los hamiltonianos, consiguiendo que el Congreso autorizara el primer Banco de los Estados Unidos (1791-1811), pero cuando la autorización expiró, los partidarios de los derechos de los estados y de bancos autorizados por el gobierno de cada estado, que ya era numerosos y desconfiaban de instituciones más grandes, impidieron su renovación. Un segundo Banco de los Estados Unidos (1916-36) encontró el mismo destino en manos de los demócratas jacksonianos. A partir de entonces y hasta la Guerra de Secesión se realizaron varios experimentos institucionales. Algunos estados permitieron la “banca libre”, otros funcionaban con bancos de propiedad del Estado y otros, incluso, intentaron prohibir todos los bancos. A pesar de esta aparente confusión, la economía dispuso de los servicios bancarios que necesitaba y continuó creciendo con rapidez. Durante la Guerra de Secesión, y en parte como medida de financiación bélica, el Congreso creó el sistema de Banca Nacional, que permitió que bancos autorizados federalmente compitieran con los bancos autorizados por los distintos estados. La competencia era injusta porque el Congreso también impuso un impuesto discriminatorio sobre las emisiones de billetes de los bancos estatales, lo que les obligó a convertirse en bancos nacionales. Con el tiempo, sin embargo, descubrieron que era viable el negocio bancario por medio de depósitos a la vista y los bancos estatales lograron una fuerte recuperación en las décadas que cerraban el siglo. Tanto el sistema de banca nacional como el estatal padecieron regulaciones y normas excesivamente restrictivas. Los bancos no podían participar en las finanzas internacionales, lo que supuso que el gran volumen de importaciones y exportaciones estuviera financiero desde Europa y por el relativamente pequeño número de bancos mercantiles privados existentes. Hubo gente que pensó que la ausencia de un banco central hacía al país más vulnerable a los fenómenos periódicos del pánico financiero y las depresiones. Para remediar este defecto, el Congreso creó en 1913 el Sistema de Reserva Federal que, entre otras cosas, relevó a los bancos nacionales de su función de emisión de billetes, pero también les dejó las manos libres para introducirse en las finanzas internacionales.
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