Filosofía


Historia de la Filosofía Moderna


Examen / Trabajo

Historia de la Filosofía Moderna

La problemática del “Discurso del método” y de las “Meditaciones metafísicas” de René Descartes vista desde Edmund Husserl y Martin Heidegger. Discusión de Rudolph Carnap.

El Renacimiento había hecho perecer la antigua concepción medieval del mundo, pero había sido incapaz de dar nuevos fundamentos sobre los que asentar el nuevo conocimiento, y a finales del siglo xvi el pensamiento europeo se encontraba todavía sumido en una profunda crisis. Es en este contexto en el que surge la figura del filósofo francés René Descartes. Descartes asume la situación de crisis de su época, de carencia de fundamentos sobre los que asentar un verdadero conocimiento, por lo que parte del único conocimiento absolutamente seguro que él, en tanto que individuo racional, posee de forma clara y distinta, y éste no es otro que la existencia de sí mismo como conciencia, como pensamiento, verdad a la que ha llegado desde la duda de la validez de todo conocimiento (epojé o suspensión de la existencia del mundo físico), quedando como único conocimiento válido el hecho de que yo, en tanto que pensamiento, estoy dudando. De este modo, Descartes fundamenta la posibilidad de un nuevo y seguro saber sobre la figura del individuo racional, ya que - afirma el francés - la razón es universal, idéntica en todas las personas, y cualquier individuo puede llegar a la verdad mediante un correcto razonamiento, mediante un método correcto; el desarrollo de ese método correcto es una de las principales cuestiones de la filosofía cartesiana, pero ahora nos centraremos en su análisis de la persona y el mundo y de cómo la persona conoce el mundo.

La conciencia es, para Descartes, pura, y seguiría existiendo aunque le faltara el cuerpo o aunque no hubiera mundo, y el sujeto es esencialmente conciencia, por lo que el sujeto sería el mismo aunque careciera de cuerpo o aunque no hubiera mundo (de ahí que el alma - identificada con la conciencia - sea inmortal según Descartes), si bien es cierto que el alma y el cuerpo del hombre están tan entrelazados que se pueden considerar una unidad.

El mundo natural es simplemente un ingente mecanismo que el hombre debe aspirar a dominar en su propio beneficio (pilar de la ciencia moderna), en él todo es extensión, y el movimiento de partes extensas es causa suficiente para explicar todos los cambios que en él se producen. El mundo se desarrolla en un espacio objetivo en el que, mediante unos ejes (los ejes cartesianos) todo objeto puede ser situado en él.

El análisis de la conciencia que hace Descartes conlleva que ésta no pueda conocer nada con absoluta certeza a parte de su propia existencia, pues al estar “encerrados” en ella, sólo tenemos acceso a ideas, no al mundo en sí; Descartes toma como criterio de corrección a Dios, la existencia de Dios nos asegura que nuestras ideas se adecuan al mundo, es decir, que son verdaderas.

Edmund Husserl se encuentra, en el siglo xix, al igual que Descartes, en una situación de crisis de las ciencias aplicable a toda la cultura europea. A finales del siglo xix y comienzos del xx, el naturalismo (que modela la existencia de la totalidad del ser sobre la existencia de la cosa material e interpreta el modo de aparecer o de revelarse de aquella totalidad según el modo como la cosa material se anuncia a través de los fenómenos subjetivos de la experiencia) era, digamos, el clima cultural de Europa, desde a la ciencia a la literatura pasando por la filosofía; pero el tal naturalismo se veía incapaz de ofrecer teorías coherentes acerca de las cuestiones referentes a lo que podríamos llamar el espíritu, esto es, a la conciencia humana, al hecho del conocimiento, a la existencia de la cultura como esfera normativa. Es entonces cuando aparece Husserl, quien siempre presentó su filosofía como un desarrollo profundo y coherente del cogito cartesiano.

Husserl es el introductor y máximo exponente de la fenomenología, de la que dice que es una ciencia cuyo objeto es todo lo humano, pero entiende que el estudio de lo humano no puede hacerse mediante la común actitud científica y naturalista de considerar al objeto en cuanto que objeto material, sino que ha de poner entre paréntesis la existencia material del mundo y centrarse en los objetos en tanto que fenómenos que se aparecen al hombre, lo cual es la epojé fenomenológica, similar a la de Descartes, pero diferente de ésta (que pone en suspenso todo el conocimiento) en que sólo pone entre paréntesis la afirmación de realidad que está implícita en todas las actitudes y ciencias naturales, y en que no es un medio, sino la correcta actitud final y definitiva ante el mundo mediante la cual se puede conseguir la llamada actitud fenomenológica, que es el modo correcto de percibir el mundo por contra de la actitud natural o cotidiana, que considera que lo que observa es el objeto mismo y que toda persona tiene idéntica contemplación del objeto. La conciencia no queda suspendida por la epojé y es el campo específico de la investigación fenomenológica, en la epojé el yo fenomenológico queda como espectador desinteresado de sí mismo y del mundo. En la actitud fenomenológica tiene lugar la llamada reducción eudética, esto es, no se consideran los hechos (punto principal del naturalismo), sino que se intuyen las esencias.

La conciencia no es pura para Husserl, como sí lo era para Descartes, sino que es siempre conciencia de algo, por lo que es conciencia-de: el análisis de la conciencia es el análisis de los actos con los que la conciencia se refiere a sus objetos, estos actos, o lo que es lo mismo, los modos de darse los objetos de conciencia, constituyen la intencionalidad de la conciencia. La intencionalidad es un constante ir hacia el objeto, consiste en ser un puro dinamismo, como un continuum de estallidos y percepciones de los objetos; está vacía de contenido, el objeto no se cristaliza en la conciencia; y es insustancial e impersonal, esto es, carece de contenido, y como tal, no puede encerrar un yo, una cierta identidad, en su interior. Esto parece una clara superación de la conciencia pura de Descartes, que conllevaba solipsismo y falta de certeza ante el conocimiento del mundo.

En Husserl, el mundo y sus objetos permanecen trascendentes aunque a ellos no se les pueda dar otro sentido que el que tomamos de nuestras experiencias. La intencionalidad relaciona el mundo con la conciencia sin hacer de la conciencia una parte del mundo o del mundo una parte de la conciencia. La conciencia es para Husserl una corriente de experiencias vividas, cada una de las cuales tiene su esencia (es percepción, o recuerdo, o...) y a las cuales el objeto trascendente se anuncia o se da en forma más o menos adecuada. El objeto no forma parte de las experiencias vividas: el sujeto aprehende el objeto, la cosa, mediante el aspecto subjetivo de los fenómenos (el percibir, el recordar, el imaginar), que se llama noesis, el aspecto objetivo considerado por la reflexión en sus diversos modos de ser dado (lo percibido, lo recordado, lo imaginado) es el noema; de la vivencia del darse un objeto forman parte la noesis, el noema y los elementos no intencionados de los objetos (lo que Husserl llama elementos hiléticos), esto es, el color, el sonido, el tacto. Ésta es la forma general de la percepción y discernimiento en la mente de los objetos exteriores; por tanto, la conciencia no se percibe a sí misma (como sí que lo hacía en Descartes), sino que es percepción inmanente, lo que implica la imposibilidad de negar su existencia - el ser de la conciencia es independiente de la percepción interna, de la reflexión interior, mientras que el ser de la cosa no es independiente de la percepción externa; el hecho de pensar, de percibir, implica inmanencia de la conciencia. La conciencia es conciencia en cada uno de sus momentos, a esto lo llama Husserl “primado de la conciencia”, concepto en el que radica el cartesianismo de Husserl.

El único dominio del análisis fenomenológico es la intencionalidad, aunque ésta no agota la esencia de la conciencia; la intencionalidad exige un portador, que es la experiencia vivida, de la que es una propiedad, y la experiencia vivida exige un sujeto, que es el yo. En “La crisis de las ciencias europeas”, Husserl llama a la corriente de las experiencias vividas “mundo de la vida”, para contraponerlo al “mundo objetivo” de la ciencia, y para recoger la noción de “ser en el mundo” de Heidegger. El mundo de la vida es una especie de río heracliteo meramente subjetivo y aparentemente inaprensible, un reino de evidencias originales, y Husserl quiere mostrar que las operaciones lógico-objetivas de que se valen las ciencias naturales toman su fundamento de las evidencias precientíficas del mundo de la vida. Este análisis llega más lejos que la simple visión cartesiana del mundo como una gran máquina. Para Husserl el mundo no es un simple espacio objetivo esencialmente extenso, sino que están el mundo objetivo de la ciencia - identificable al concepto de mundo de Descartes - y el mundo de la vida, que son las experiencias que acontecen al sujeto en el espacio por el que habitualmente se mueve, y que adquiere un tono marcadamente subjetivo.

La fenomenología de Husserl tuvo una gran influencia en la filosofía de principios del siglo xx, por lo que fue recogida por muchos de los pensadores que siguieron en el tiempo a Husserl. Así ocurre con Martin Heidegger, máximo representante del existencialismo, quien considera el método fenomenológico como el adecuado para realizar la analítica existencial, que constituye el punto más importante del gran fin de su filosofía, una ontología total.

Heidegger pretende, pues, hallar el sentido del ser, pero como en toda respuesta influye la pregunta, a la hora de preguntar por el ser la respuesta ha de tener en cuenta qué pregunta quién a quién, en el caso del ser, las tres distinciones de la pregunta “¿qué es el ser?”, son que es el hombre el que debe ser interrogado sobre lo que es el ser para llegar a conocer el sentido del ser. Heidegger comienza, pues, con la analítica existencial (análisis de la existencia) referida a la existencia del ente hombre, al que Heidegger llama el ser-ahí. La esencia de la existencia es, precisamente, el intento que estamos haciendo de ponernos en relación con el ser mismo, de comprenderlo. Es existencia un ente finito que es, por lo que llegará un momento en que no será, y mientras es, existe, es existencia, es-ahí. Existir no es, debido a la finitud esencial del ente, estabilidad, presencialidad, solidez, sino constitutivamente indeterminación e inestabilidad. La esencia de la existencia está constituida por posibilidades, no puras (lógicas o contingencias empíricas), sino que forman la realidad actual en la concreción e individualidad de la existencia, es como un infinito campo de posibilidades en el que a cada instante se va trazando un camino, que es la realidad.

El análisis de la existencia ha de tomar como método propio el fenomenológico, cuya máxima era - recordemos - apuntar directamente a las cosas mismas en tanto que el fenómeno es el manifestarse o abrirse de la cosa en sí a la conciencia. La analítica existencial, siguiendo el método fenomenológico, concluye que la existencia es esencialmente trascendencia; trascendencia como superación, realizar este sobrepasar y mantenerse habitualmente en él. El hombre trasciende hacia el mundo, hombre como “ser-en-el-mundo”, trascender hacia el mundo significa hacer del mundo mismo el proyecto de las posibles actitudes y acciones del hombre; sin embargo, el mundo “contiene” al hombre, que se encuentra lanzado en él y sometido a sus limitaciones, por lo que la trascendencia es un acto de libertad, es la libertad misma, “la libertad se revela como aquello que hace posible, a un mismo tiempo el imponer y el sufrir una obligación”, nos dice Heidegger. Este análisis contrasta totalmente con el de Descartes, para quien el sujeto, recordemos, era una conciencia pura, mientras que para Heidegger, el sujeto es en tanto que es en el mundo, mundo tanto como mundo físico como mundo espiritual (construcción simbólica cultural de una comunidad de seres humanos), esto es, el hombre no es hombre fuera del mundo, su ser depende de ser en el mundo.

El mundo no es en Heidegger un cúmulo de objetos materiales de los que todo hombre se hace iguales ideas que pueden coincidir o no con la realidad (siendo la coincidencia la verdad) - como es en Descartes -, sino que es un conformador de los que es ser hombre. Ocurre así con el mundo al que antes llamé “espiritual”, como es obvio, pues el ser de ser persona es en el marco simbólico que emerge de toda comunidad cultural humana; pero también ocurre así con el simple mundo físico, pues lo que es ser hombre es en el marco de las percepciones espacio-temporales de lo sensible, que son el resultado - como ya dijo Kant - del darse el mundo a las categorías o formas de la capacidad de conocimiento humano. Así, el mundo es primeramente un mundo de cosas cuyo ser es ser utilizables para el hombre, el espacio no es una forma abstracta (como era en Descartes), sino que es el conjunto de determinaciones de proximidad o alejamiento de las cosas de acuerdo a su poder ser utilizadas.

La comprensión del mundo y de sí mismo también tiene diferentes modos, no es tan simple como en Descartes. La trascendencia existencial que es el ser del hombre es, al mismo tiempo, comprensión existencial; es decir, el hombre, para comprenderse a sí mismo en cuanto que ente, puede tomarse a sí mismo como punto de partida (comprensión auténtica), o tomar al mundo y los demás como punto de partida de su propia comprensión, que sería inauténtica en este caso. La comprensión inauténtica conlleva la existencia anónima, que consiste en un modo de ser ficticio y convencional en el que se oculta el propio ser y que se caracteriza por tres circunstancias: el lenguaje (que es por naturaleza la revelación del ser) se torna charla inconsistente, lo que significa llevar una existencia vacía y tener una curiosidad superficial, lo que conlleva estar en un constante equívoco. Pero esta existencia inauténtica no es mala o peor que la auténtica, sino que, al contrario de lo que pueda parecer, de todo el análisis de Heidegger no se desprende ningún juicio de valor, es decir, no es mejor la existencia auténtica o la forma auténtica de cuidarse de los demás que la existencia inauténtica o la forma inauténtica, a pesar de las claras cargas positiva y negativa que tienen, respectivamente, ambos términos; en todo caso, podríamos como mucho llegar a decir que el ente Heidegger prefiere la forma auténtica a la inauténtica, pero el ente que filosofa realiza un análisis que no conlleva juicios valorativos. De este modo, la existencia inauténtica es un constitutivo poder ser que conforma la deyección o caída del ente al nivel de las cosas del mundo; la existencia inauténtica se vive como situación afectiva en la que el hombre se siente abandonado a ser mero hecho, a ser un continuo proyectar hacia detrás, cuando la comprensión existencial auténtica es un constante trascender o proyectar hacia delante. El cuidarse de las cosas y el cuidarse de los demás hace que la proyección hacia delante tienda a ir hacia detrás y a estancarse, por lo que la mayoría de la gente lleva una existencia inauténtica (el ámbito científico, el ético y normativo, y el conocer mundano en general vienen de la existencia inauténtica).

Carnap era el máximo representante del Círculo de Viena, grupo de pensadores exponente de la filosofía analítica, corriente contemporánea y contraria de la fenomenología y del existencialismo. Carnap criticó a Heidegger como metafísico, y aunque fuera ésta una crítica nominal, puede ser trasladada a toda la metafísica. Carnap propugnaba por una unidad de la ciencia, sin distinción entre ciencia y filosofía, en la que la filosofía se ocupaba del análisis de las proposiciones de la ciencia; Carnap entendía sentido como verificabilidad, por lo que existen dos tipos de pseudoproposiciones, es decir, proposiciones que carecen de sentido por carecer de medio de verificación, y que son las proposiciones que contienen términos sin sentido, es decir, términos cuyo objeto su existencia es inverificable, y proposiciones cuya formación sintáctica está mal realizada, por lo que aparentemente sí tienen sentido pero estrictamente carecen de él. Y, dice Carnap, la metafísica es un conjunto de ambos tipos de proposiciones, por lo que toda ella carece de sentido; y, afirma Carnap, Heidegger habla de metafísica, por lo que todo lo que dice carece de sentido. La metafísica es una expresión del sentido de la vida, como el arte, pero con la pretensión falaz de querer estar razonando y querer tener validez; “en el fondo, los metafísicos son músicos sin talento musical”, taja Carnap.

La ciencia es un sistema de proposiciones cuya verificación corresponde a la experiencia; así, si dos tienen diferentes opiniones respecto a, por ejemplo, una temperatura, se realiza un experimento y las opiniones se unifican en vistas de los resultados, por lo que el lenguaje físico, el de la ciencia, es por sí mismo intersubjetivo y válido universalmente; y las disciplinas que pretenden ser ciencias y están referidas a hechos mentales (psicología), sociales (sociología) o del espíritu y la realidad básica del mundo (metafísica), deben reducir sus fenómenos a condiciones o estados de un cuerpo físico. De este modo, Carnap no niega la metafísica, sino que niega que el método de la metafísica aporte sentido a sus razonamientos.

Con base en los textos, expónganse los elementos básicos de la “Monadología” de Gottlob Leibniz, de la crítica de David Hume al principio de causalidad, y el planteamiento de Immanuel Kant en la “Crítica de la razón pura”, relacionando entre sí las tres cuestiones (debe, además, utiizarse en todo caso la exposición de Martin Heidegger de los problemas básicos de la “Crítica de la razón pura”).

Gottlob William Leibniz vivió durante la segunda mitad del siglo xvii y principios del xviii, es decir, en un momento que la filosofía se encontraba marcada por la obra de Descartes y la actualización que en aquel tiempo ofrecía de ésta Baruch Spinoza, quién expresaba que el orden del mundo emanaba necesariamente de la esencia de Dios y se expresaba en forma geométrica. Fueron estas tesis contra las que polemizó Leibniz, para quien, si bien es cierto que el mundo expresa un orden, este orden es libre y espontáneo en el sentido de que podía haber sido de cualquier otra manera, esto es, que se trata de un orden contingente. Además, Leibniz reintroduce, contrariamente a Descartes y Spinoza, la causa final en el mundo, y dice que en el universo reina la “armonía preestablecida”, esto es, que el mundo fue hecho de forma que camina indefectiblemente hacia la perfección.

En cuanto al conocimiento, Leibniz considera que todo juicio humano se adapta al esquema de verdades de razón / verdades de hecho. Las verdades de razón son juicios cuya negación es imposible, pues el predicado está ya implícito en lo que sabemos del sujeto, por lo que en no aportan conocimiento sobre la realidad de hecho y su verdad se intuye inmediatamente; se basan en el principio de identidad (p=p) y en el principio de no contradicción [¬(p " ¬p)], y son juicios del tipo “todos los solteros no están casados”, y verdades lógicas y matemáticas; son innatas, y bosquejan el mundo de las puras posibilidades, en el que está contenido el mundo efectivo, el que es. Las verdades de hecho son contingentes y sí están directamente referidas a la realidad de hecho, ellas limitan el mundo existente dentro del vastísimo mundo de las posibilidades; su negación es, por tanto, perfectamente posible, y su valor de verdad depende de la experiencia. Las verdades de hecho se basan en el principio de razón suficiente, que significa que, en palabras de Leibniz, “nada se verifica sin una razón suficiente, esto es, sin que sea posible al que conozca suficientemente las cosas, dar una razón que baste para determinar por qué es así y no de otro modo”, pero esto no implica un orden necesario, sino que, contrariamente, conlleva un orden que implique y haga posible la libertad de elección; este principio supone una causa primera y libre del universo, pues las cosas contingentes no tienen en sí mismas la razón de su ser, por lo que ha de haber una sustancia necesaria y exterior al mundo que sea la causa primera, y esta sustancia es Dios, que eligió libremente el mejor mundo efectivo de entre los innumerables mundos posibles.

El filósofo británico David Hume, nacido poco antes de la muerte de Leibniz, es el máximo exponente del empirismo del siglo xviii y significa una casi total ruptura con toda la tradición de pensamiento anterior a él - sobretodo con Descartes, Spinoza y Leibniz -, incluso con los primeros empiristas como el también británico John Locke.

Hume afirma incondicionadamente que no poseemos ideas innatas, sino que toda idea (idea aún el sentido cartesiano de objeto mental) se deriva de una impresión - por lo que nuestro conocimiento sólo puede referirse al ámbito directamente marcado por la experiencia -, y se diferencia de ésta en el grado de vivacidad con que la sentimos: una impresión es lo que vemos al mirar un árbol o el dolor que sentimos cuando nos quemamos, una idea es el recuerdo del árbol o el recuerdo de aquel dolor. Para explicar que, de todos modos, haya ideas que evoquen otras ideas, Hume recurre a un principio al que dará un gran desarrollo a lo largo de su obra: el de hábito o costumbre, esto es, cuando nos acostumbramos a percibir caracteres comunes entre diversas ideas diferentes entre sí (por ejemplo las ideas de distintas personas), utilizamos un nombre único para señalarlas (en nuestro ejemplo, `persona'). Igualmente explica Hume el que en la experiencia no se nos presenten las ideas e impresiones de forma independiente y aislada sino respondiendo a un cierto orden y regularidad: debido a la costumbre tendemos a relacionar las ideas mediante tres principios, el de semejanza (para el que valdría el ejemplo anterior), el de contigüidad en el tiempo (de ver que cada día sale el sol tendemos a pensar que mañana también saldrá) y el de causalidad (de ver que cada vez que un hombre arroja migas de pan al suelo y se le acerquen palomas tendemos a pensar que si nosotros tiráramos al suelo migas de pan, también se nos acercarían palomas). En el paréntesis del principio de causalidad radica la crítica del concepto de causa realizada por Hume, parte esencial de toda su filosofía y crítica que conducirá a Kant a dar el “giro copernicano” de la filosofía en su “Crítica de la razón pura”. Pero antes, ha de decirse que Hume concebía - de forma muy parecida a Leibniz - dos clases de juicios: las relaciones entre ideas y las cuestiones de hecho. Las relaciones entre ideas son similares a las verdades de razón de Leibniz, pero, a diferencia de éstas, no son innatas, sino que - según el principio general de Hume - se derivan de impresiones; no obstante, consisten en relaciones puras entre ideas, no referidas a la existencia efectiva, y son siempre verdaderas, pero no aportan conocimiento sobre la realidad de hecho; esto lo ejemplifica Hume diciendo que aunque no existiera en el mundo un solo triángulo o círculo, las verdades de la geometría euclidiana seguirían siendo totalmente ciertas y evidentes. Las cuestiones de hecho son muy similares a las, llamadas por Leibniz, verdades de hecho; se refieren a la realidad efectiva, y su negación es totalmente posible. Su verdad no puede ser establecida, al contrario que las relaciones de ideas, aparte de la experiencia; y esto lo aplica Hume en un sentido absoluto, al aseverar que ni siquiera porque siempre hayamos visto que al soltar una piedra ésta cae, podamos afirmar sin ningún riesgo que esto siempre ocurrirá así, pues el caso contrario (por ejemplo que la piedra no caiga y se vaya hacia arriba) es totalmente concebible.

Hume recoge el hecho de que tendemos a pensar que todo en el mundo sucede según una genuina situación causa-efecto, pero advierte que ésta no es una constatación pura, que si nunca hubiésemos visto una bola de billar chocar con otra, no podríamos saber qué iba a suceder, porque los efectos que producen las cosas no son percibibles en las cosas mismas, sino que hace falta adquirir el hábito o costumbre de ver una relación causa-efecto producirse siempre igual para que se dé en nuestra mente el pensamiento de que va a suceder igual la próxima vez que veamos darse la causa. Esto es, creemos que todo en el mundo ocurre según la relación causa-efecto (visión mecanicista) porque siempre en el pasado lo hemos visto así; no obstante, esta evidencia del pasado no nos justifica a pensar que siempre en el futuro va a suceder igual que en el pasado, porque no es una contradicción lógica que cuando una bola de billar golpee a otra ésta no se mueva, y no es impensable que mañana no salga el Sol. Hume afirma, por tanto, que el que pensemos que en el mundo todo acontece según la relación causa-efecto es más un fenómeno psicológico basado en la costumbre establecida debido a que en el pasado haya sido siempre así, que una constatación absoluta de que de hecho en el mundo todo acontece y acontezca siempre de esta forma.

A finales del siglo en el que se mueve Hume, el siglo xviii, la Ilustración, escribe Immanuel Kant, un pensador alemán que recogerá en su obra las tradiciones empírica y racionalista que le precedían, y las conjugará y superará creando un sistema filosófico difícilmente cuestionable. Kant asume la afirmación humeana de que el conocimiento humano sólo puede estar referido a la experiencia, pero cree que este hecho merece un análisis más profundo; e igualmente se separa de Hume en el sentido de que no hay que negar sin más la metafísica, sino analizar por qué la humanidad siempre ha pretendido conocimiento allá donde, por naturaleza, le está vetado el mismo. Su principal obra, Crítica de la razón pura (1781), toma como punto de partida las casi equivalentes distinciones en juicios de razón y juicios de hecho elaboradas por Leibniz y Hume y la crítica al concepto de causa de este último. Kant llamaba juicios analíticos a las verdades de razón de Leibniz y a las relaciones de ideas de Hume, juicios cuya verdad puede ser establecida a priori, es decir, sin recurrir a la experiencia porque no se refieren a ésta, y que son siempre o verdaderos o falsos (a=a es siempre verdadero, a"a es siempre falso, y ambos son juicios analíticos); y juicios sintéticos a las verdades de hecho y a las cuestiones de hecho, juicios referidos a la experiencia y cuya verdad se establece, precisamente, a posteriori, esto es, recurriendo a la experiencia; son, por lo tanto, contingentes. Entonces, siguiendo con el análisis humeano del fenómeno de la causalidad, Kant se pregunta “¿qué clase de juicio es `todo lo que acaece tiene una causa'?”, a lo que Leibniz respondería que se trata de una verdad de razón, pues no es posible que algo acaezca por que sí, sin causa alguna; y Hume diría que se trata de una cuestión de hecho que tendemos a ver como una relación de ideas siempre cierta porque estamos acostumbrados a que todo acaezca según una causa, pero que de este hábito no podemos concluir que se trata de una verdad siempre cierta. Kant no sabría qué responder, y no le convencerían ni la contestación de Leibniz ni la de Hume, por lo que sigue reflexionando sobre la tal pregunta.

Kant dice que `algo acaece y no tiene causa' no implica contradicción genuina, lógica, no tiene la forma p"¬p, por lo que no puede ser un juicio analítico, ha de ser, por tanto, sintético, y como tal, verificable mediante la experiencia, pero esto no es posible, no podemos saber si todos los fenómenos que se den a lo largo de toda la existencia del mundo tienen una causa, por lo que no puede ser un juicio a posteriori, aunque afirmábamos que sí era sintético... Kant considera que `todo lo que acaece tiene una causa' es un juicio verdadero, y que aunque su negación no sea una genuina contradicción lógica, no podemos considerar el que algo acaezca y no tenga causa, y que no tenemos que recurrir a la experiencia para ver que esto es cierto, por lo que se trata de un juicio a priori, es decir, de un juicio sintético a priori, por lo que pertenece a una nueva clase de juicios, juicios que aportan conocimiento sobre la realidad sin tener que recurrir a ella para establecer su valor de verdad, sino que son absolutamente ciertos, por lo que parece que su verdad, digamos, enmarca a la realidad.

Ante estas conclusiones, Kant formula la hipótesis de que de hecho ocurre así, de que la verdad de la realidad, del mundo, viene establecida de acuerdo a los juicios sintéticos a priori, porque la forma del conocimiento humano consiste precisamente en tales juicios sintéticos a priori, es decir, que el hombre ve el mundo a través de tales juicios, que el hombre no tiene acceso directo al mundo en sí, en tanto que mundo, sino que el mundo, digamos, se traduce a lenguaje humano en la comprensión del hombre; esto es, que por el hecho de que la conciencia humana esté en el mundo, lo conocido no es ni puro mundo ni pura conciencia, sino la relación entre ambos, el mundo adaptado a la forma del pensamiento humano, forma que se expresa mediante juicios sintéticos a priori, y que Kant dará en llamar categorías del pensamiento. En conclusión, Kant efectúa lo que muchos han llamado el “giro copernicano de la filosofía”; Copérnico, al encontrar fallos en la teoría que se derivaba del supuesto de los astros giraban alrededor del hombre, supuso que era el hombre el que giraba alrededor de los astros; e igualmente, Kant, al no encontrar consistente la teoría basada en que el conocimiento humano se modela al objeto, supuso que era el objeto el que se modelaba a la experiencia humana, al conocimiento del hombre, mediante las categorías del pensamiento.

Kant, tras estas conclusiones, elabora en la Crítica de la razón pura una tabla de las clases concretas de juicio, exponiendo doce tipos de juicio, tres divisiones en cada uno de los cuatro modos (cantidad, cualidad, relación y modalidad); y de la misma forma, confecciona la tabla de las categorías del pensamiento, que constituyen una abstracción sobre contenidos particulares del conocimiento al modo de la vieja lógica de Aristóteles y de la Escolástica, por lo que muchos pensadores han encontrado la tabla de las categorías como una parte no digna de atención debido a que no es estrictamente consistente con la doctrina trascendental de Kant, que no consiste en abstraer formas lógicas de los objetos (como parece que se hace en la tabla de las categorías).

Así pues, quedándonos con el significado que tiene el hecho de las categorías en sí, independientemente de cómo las llame y clasifique Kant, y que es que es el mundo el que se acopla a la forma del conocimiento humano y no el conocimiento humano el que se adapta a la forma del mundo, entramos de lleno en la importante distinción kantiana noúmeno / fenómeno.

No tenemos un conocimiento directo del mundo, del objeto, sino que conocemos éstos mediante las formas a priori de nuestra facultad de conocer, y aquello que efectivamente conocemos es llamado por Kant fenómeno, esto es, en cuanto que el objeto nos es dado ya no nos es dado en sí, sino que percibimos ese darse, y ese darse es el fenómeno, que es lo único de lo que tenemos conocimiento directo. De esta forma, el mundo en sí, el objeto en sí en tanto que objeto, queda aislado de nuestra posibilidad de conocimiento, al no tener ningún tipo de acceso a él; a este mundo en sí u objeto en sí lo llamará Kant noúmeno. La posición kantiana acerca del noúmeno irá cambiando lentamente a lo largo de su obra; al principio, el noúmeno es un concepto positivo constitutivo de la realidad, es la sustancia que provoca el fenómeno en la conciencia humana, y a pesar de su existencia positiva es incognoscible para el hombre; posteriormente, Kant pasa a verlo, en un sentido más negativo, como aquello de lo que no tenemos posibilidad de experiencia y como tal de lo que nada podemos decir, sino sólo afirmar que tendemos a pensar que existe aparte de nuestra conciencia y aparte de nuestra experiencia de los fenómenos.

Exposición, mediante citas, de las tesis básicas de

San Manuel Bueno, mártir, Miguel de Unamuno

La historia como sistema, José Ortega y Gasset

San Manuel Bueno, mártir, Miguel de Unamuno

Recitábamos al unísono, en una sola voz, el Credo: “Creo en Dios Padre Todopoderoso, Creador de Cielo y de la Tierra...” y lo que sigue. Y no era un coro, sino una sola voz, una voz simple y unida, fundidas todas en una y haciendo como una montaña, cuya cumbre perdida a las veces en las nubes, era don Manuel. Y al llegar a lo de “creo en la resurrección de la carne y la vida perdurable” la voz de don Manuel se zambullía, como en un lago, en la del pueblo todo, y era que él se callaba.

Cuando oía eso de que la ociosidad es la madre de todos los vicios, contestaba: “Y del peor de todos, que es el pensar ocioso”.

Lo primero -decía- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo. Nadie debe querer morirse hasta que Dios quiera.

-Sí, hay que creer todo lo que enseña a creer la Santa Madre Iglesia Católica, Apostólica, Romana. ¡Y basta! Leí no sé qué honda tristeza en sus ojos, azules como las aguas del lago.

-Pero tú, Angelina, tú crees como a los diez años, ¿no es así? ¿Tú crees? -Sí creo, padre. -Pues sigue creyendo. Y si se te ocurren dudas, cállatelas a ti misma. Hay que vivir...

-Y sí, sí, hay que vivir, hay que vivir. Y cuando yo iba a levantarme para salir del templo me dijo: -Y ahora, Angelina, en nombre del pueblo, ¿me absuelves? Me sentí penetrada de un misterioso sacerdocio y el dije: -En nombre de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, le absuelvo, padre.

-Mira ayer, paseando a orillas del lago, me dijo: “He aquí mi tentación mayor”.[...] ¡Mi vida, Lázaro, es una especie de suicidio continuo, un combate contra el suicidio, que es igual; pero que vivan ellos, que vivan los nuestros!”

“¿Has visto, Lázaro, misterio mayor que el de la nieve cayendo en el lago y mueriendo en él

mientras cubre con su toca la montaña?”

Sí, ya sé que uno de esos caudillos de la que llaman revolución social ha dicho que la religión es el opio del pueblo. Opio..., opio... Opio, sí. Démosle opio, y que duerma y que sueñe. Yo mismo, con esta mi loca actividad, me estoy administrando opio. Y no logro dormir bien, y menos soñar bien... ¡Esta terrible pesadilla! Y yo también puedo decir con el Divino Maestro: “Mi alma está triste hasta la muerte”.

Después del litúrgico ...in vitam aeternam [en la vida eterna], se le inclinó al oído y le dijo: “No hay más vida eterna que ésta..., que la sueñen eterna..., eterna de unos pocos años...” Y cuando me la dio [la comunión] a mí me dijo: “Reza, hija mía, reza por nosotros”. Y luego, algo tan extraordinario que lo llevo en el corazón como el más grande misterio, y fue que me dijo con voz que parecía de otro mundo: “...y reza también por Nuestro Señor Jesucristo...”

Y recé: “Santa María, madre de Dios, ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muere, amén”. Y apenas lo había rezado cuando me dije: “¿Pecadores?, ¿nosotros pecadores?, ¿y cuál es nuestro pecado, cuál?”

-¿Cuál es nuestro pecado, padre? -¿Cuál? -me respondió-. Ya lo dijo un gran doctor de la Iglesia Católica Apostólica Española, ya lo dijo el gran doctor de La vida es sueño, ya dijo que “el delito mayor del hombre es haber nacido”. Ése es, hija, nuestro pecado: el de haber nacido. -¿Y se cura, padre? -¡Vete y vuelve a rezar! Vuelve a rezar por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte... Sí, al fin se cura el useño..., y al fin se cura la vida..., al fin se acaba la cruz del nacimiento... Y como dijo Calderón, el hacer bien, y el engañar bien, ni aun en sueños se pierde...

-Él me hizo un hombre nuevo, un verdadero Lázaro, un resucitado -me decía-. Él me dio fe. -¿Fe?- le interrumpí yo. -Sí, fe, fe en el consuelo de la vida, fe en el contento de la vida. [...] Hay dos clases de hombres peligrosos y nocivos: los que convencidos de la vida de ultratumba, de la resurrección de la carne, atormentan, como inquisidores que son, a los demás para que, despreciando esta vida como transitoria, se ganen la otra, y los que no creyendo más que en éste... -Como acaso tú... -le decía yo. -Y sí, y como don Manuel. Pero no creyendo más que en este mundo esperan no sé qué sociedad futura y se esfuerzan en negarle al pueblo el consuelo de creer en otro... -De modo que... -De modo que hay que hacer que vivan de la ilusión.

Y es que creía y creo que Dios Nuestro Señor, por no sé qué sagrados y no escudriñaderos designios, les hizo creerse incrédulos. Y que acaso en el acabamiento de su tránsito se les cayó la

venda. Y yo, ¿creo?

¿Y éstos, los otros, los que me rodean, creen? ¿Qué es eso de creer? Por lo menos viven. Y ahora creen en san Manuel Bueno, mártir, que sin esperar la inmortalidad los mantuvo en la esperanza de ella.

La historia como sistema, José Ortega y Gasset

La creencia no es, sin más, la idea que se piensa, sino aquélla en que además se cree. Y el creer no es ya una operación del mecanismo “intelectual”, sino que es una función del viviente como tal, la función de orientar su conducta, su quehacer. [...] Las creencias, mero repertorio incongruente en cuanto son sólo ideas, forman siempre un sistema en cuanto efectivas creencias.

La generación que florecía hacia 1900 ha sido la última de una amplísimo ciclo, iniciado a fines del siglo xvi y que se caracterizó porque sus hombres vivieron de la fe en la razón. [...] Cree, pues, el hombre de Occidente que el mundo posee una estructura racional, es decir, que la realidad tiene una organización coincidente con la del intelecto humano.

Tenemos estas o las otras ideas; pero nuestras creencias, más que tenerlas, las somos. [...] Aparte de que crean los individuos como tales [...], hay siempre un estado colectivo de creencia. Esta fe social puede coincidir o no con la que tal o cual individuo siente.

La ciencia está en peligro. [...] Su fe ha pasado, en nuestros días, de ser fe viva a ser fe inerte. [...] La ciencia, la razón a que puso su fe social el hombre moderno, es, hablando rigurosamente, sólo la ciencia físico-matemática. [...] La razón física no puede decirnos nada claro sobre el hombre. ¡Muy bien! Pues esto quiere decir simplemente que debemos desasirnos con todo radicalismo de tratar al modo físico y naturalista lo humano.

La vida humana, por lo visto, no es una cosa, no tiene una naturaleza y, en consecuencia, es preciso resolverse a pensarla con categorías, con conceptos radicalmente distintos de los que nos aclaran los fenómenos de la materia.

Frente a las ciencias naturales, en efecto, surgían y se desarrollaban las llamadas ciencias del espíritu, ciencias morales o ciencias de la cultura. [...] Los representantes de las ciencias del espíritu combatían los intentos paladinos de investigar lo humano con ideas naturalistas; pero es el caso que, de hecho, las ciencias del espíritu no han sido hasta hoy más que un intento larvado de hacer lo mismo. [...] Lo que en el naturalismo nos estorba para concebir los fenómenos humanos y los tapa ante nuestra mente, no son los atributos secundarios de las cosas, de las res, sino la idea misma de res fundada en ser idéntido y, porque idéntico, fijo, estático, previo y dado. [...] Renunciemos alegremente, valerosamente, a la comodidad de presumir que lo real es lógico, y reconozcamos que lo único lógico es el pensamiento. [...] La necesidad de superar y trascender la idea de naturaleza preocede precisamente de que no puede valer ésta como realidad auténtica, sino que es algo relativo al intelecto del hombre, el cual, a su vez, no tiene realidad tomado aparte y suelto -éste es el error de todo idealismo o “espiritualismo”-, sino funcionando en una vida humana, movido por urgencias constitutivas de ésta.

El hombre no es cosa ninguna, sino un drama -su vida, un puro y universal acontecimiento que acontece a cada cual y en que cada cual no es, a su vez, sino acontecimiento-. [...] La vida, no sólo a los cien años, consiste siempre en difficulté d'être [dificultad de ser]. [...] Si hago esto, seré A en el instante próximo; si hago lo otro, seré B. [...] Si el lector ha resuelto ahora seguir leyéndome en el próximo instante será, en última instancia, porque hacer eso es lo que mejor concuerda con el programa general que para su vida ha adoptado [...]. Este programa vital es el yo de cada hombre. [...] Sobre las posibilidades de ser importa decir lo siguiente: 1º Que tampoco me son regaladas, sino que tengo que inventármelas. [...] 2º Entre esas posibilidades tengo que elegir. Por tanto, soy libre. Pero, entiéndase bien, soy por fuerza libre.

Del indígena brasileño que no puede contar arriba de cinco salieron Newton y Enrique Poincaré [...]. Mientras tanto, el cuerpo y la psique del hombre, su naturaleza, no ha expermientado cambio alguno importante [...]. Por el contrario, sí ha acontecido el cambio “sustancial” de la realidad “vida humana” que supone pasar el hombre de creer que tiene que existir en un mundo compuesto sólo de voluntades arbitrarias a creer que tiene que existir en un mundo donde hay “naturaleza”, consistencias invariables, identidad, etc. La vida humana no es, por tanto, una entidad que cambia accidentalmente, sino, al revés, en ella la “sustancia” es precisamente cambio, lo cual quiere decir que no puede pensarse eleáticamente como sustancia. [...] Yo oso afirmar: que el hombre se hace a sí mismo en vista de la circunstancia, que es un Dios de ocasión.

Ante nosotros están las diversas posibilidades de ser, pero a nuestra espalda está lo que hemos sido. Y lo que hemos sido actúa negativamente sobre lo que podemos ser. [...] De donde resulta que la vida es constitutivamente experiencia de la vida. [...] Pero la experiencia de la vida no se compone sólo de las experiencias que yo personalmente he hecho, de mi pasado. Va integrada también por el pasado de los antepasados que la sociedad en que vivo me trasmite. [...] La determinación de lo que la sociedad en cada momento va a ser, depende de lo que ha sido, lo mismo que la vida personal. [...] El hombre no es, sino que “va siendo” esto y lo otro. Pero el concepto “ir siendo” es absurdo [...]. Ese “ir siendo” es lo que, sin absurdo, llamamos “vivir”. No digamos, pues, que el hombre es, sino que vive. [...] Para comprender algo humano, personal o colectivo, es preciso contar una historia [...]. La vida sólo se vuelve un poco transparente ante la razón histórica. [...] El hombre “va siendo” y “des-siendo” -viviendo-. Va acumulando ser -el pasado-: se va haciendo un ser en la serie dialéctica de sus experiencias [...]. Hay que averiguar cuál es esa serie, cuáles son sus estadios y en qué consiste el nexo entre los sucesivos. Esta averiguación es lo que se llamaría Historia, si la Historia se propusiese averiguar eso, esto es, convertirse en razón histórica. [...] Por eso carece de sentido poner límites a lo que el hombre es capaz de ser [...]. Sólo hay un límite: el pasado. [...] En suma, que el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene... historia. [...] El error del viejo progresismo estribaba en afirmar a priori que [la historia] progresa hacia lo mejor. Esto sólo podrá decirlo a posteriori la razón histórica concreta. [...] Pero el carácter simplemente progresivo de nuestra vida sí es cosa que cabe afirmar a priori. [...] El europeo actual se siente hoy sin fe viva en la ciencia, precisamente porque hace cincuenta años creía a fondo en ella. [...] El progreso exige que esta nueva forma supere la anterior y, para superarla, la conserve y aproveche. [...] El tigre [...] estrena el ser tigre, es siempre un primer tigre. Pero el individuo humano no estrena la humanidad. Encuentra desde luego en su circunstancia otros hombres y la sociedad que entre ellos se produce. [...] La Historia es un sistema -el sistema de las experiencias humanas, que forman una cadena inexorable y única-. De aquí que nada pueda estar verdaderamente claro en Historia mientras no está toda ella clara. [...] No hay actio in distans [acción desde la distancia]. El pasado no está allí, en su fecha, sino aquí, en mí. El pasado soy yo -se entiende, mi vida.

El hombre necesita una nueva revelación. Y hay revelación siempre que el hombre se siente en contacto con una realidad distinta de él. [...] Desde hace más de un siglo usamos el vocablo “razón”, dándole un sentido cada día más degradado. [...] Para mí es razón, en el verdadero y riguroso sentido, toda acción intelectual que nos pone en contacto con la realidad, por medio de la cual topamos con lo trascendente. Lo demás no es sino... intelecto; mero juego casero y sin consecuencias. [...] La razón física, por su propia evolución, por sus cambios y vicisitudes, ha llegado a un punto en que se reconoce a sí misma como mero intelecto, si bien como la forma superior de éste. [...] Toda desilusión, al quitar al hombre la fe en una realidad, a la cual estaba puesto, hace que pase a primer plano y se descubra la realidad de lo que le queda y en la que no había reparado. Así, la pérdida de la fe en Dios deja al hombre sólo con su naturaleza, con lo que tiene. De esta naturaleza forma parte el intelecto, y el hombre, obligado a atenerse a él, se forja la fe en la razón físico-matemática. Ahora, perdida también la fe en la razón, se ve el hombre forzado a hacer pie en lo único que le queda y que es su desilusionado vivir. [...] El hombre enajenado de sí mismo se encuentra consigo mismo como realidad, como Historia.

Unamuno emplea multitud de metáforas en su obra, el significado de las cuales se hace imprescindible para entender el significado de la misma. La aldea donde viven, Valverde de Lucerna, es la humanidad en la intrahistoria, esto es, en la historia olvidada de lo cotidiano. La montaña es el pueblo unido por la fe. El lago es la duda, el pensar en las cuestiones que la fe obliga a creer sin pensar. La nieve es la religión: la vida tranquila que ésta proclama en la creencia de que el vivir no se acaba con la muerte se mantiene y cubre la montaña - el pueblo en la fe -, pero desaparece al caer en el lago - la duda del que piensa -. Don Manuel es el sentimiento trágico de la vida, es decir, la conciencia de que la vida es finita, de que se acaba y todo cesa.

Este símbolo; `', representa un punto y aparte en el texto original.

Términos como `actual' o `momento presente' se refieren, como es claro, al tiempo en que Ortega escribió este texto, a principios de la década de 1930.




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Enviado por:Jose Miguel Calatayud
Idioma: castellano
País: España

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