Historia


Historia de España


TEMA 15: “FELIPE IV, EL CONDE-DUQUE DE OLIVARES Y LA CRISIS DE 1640”.

Perfil de Felipe IV

Felipe III murió prematuramente (el 31-3-1621), dejando el go­bierno de España y de su imperio a su hijo, un joven de 16 años, que aún no había sido introducido en los asuntos de Estado, dominado por Gaspar de Guzmán, conde de Olivares.

Su precipitada subida al trono fue suficiente para inducirle a buscar desesperadamente la mano rectora de un poderoso ministro: Olivares.

Cuando hacia 1630, había conseguido cierta madurez y experiencia, y estaba en situación de cuestionar las decisiones tomadas en su nombre, era demasiado tarde para afirmar su independencia, pues bajo la presión de las guerras exteriores y las crisis interiores, la política española se había comprometido en la consecución de determinados objetivos, que ya no era posible modificar.

La historiografía moderna ha intentado rescatar a Felipe IV de la deshonra que se abate sobre los últimos Austrias. Los contemporáneos con­sideraban que superaba a su padre, si no por su apariencia -tenía la exagerada mandíbula y el labio inferior característicos de los Austrias-, al menos por sus virtudes intelectuales y políticas. Tras la inacción y la corrupción en el reinado anterior, el nuevo monarca fue saludado como un reformador. El propio Felipe, afirmaba que el oficio de rey, se veía obligado a aprenderlo asistiendo secretamente a las sesiones de los Consejos, y “examinando todos los informes sobre todos los asuntos que conciernen a mis reinos”. Es cierto que anotaba de su propia mano, sus comentarios y decretos, a veces extensos. Desde este punto de vista era un monarca consciente, nada indolente y no menos informado que sus ministros. Pero sus esfuerzos por intervenir fueron esporádicos y poco convincentes, meros indicios de un remordimiento periódi­co. Felipe IV tenía demasiado de cortesano como para reproducir los hábitos de trabajo de Felipe II. Pero al menos la suya era una corte cultivada. Su mecenazgo de la literatura, el teatro y las bellas artes dio un impulso incuestionable a la cultura barroca de España. Las artes se convirtieron en un escaparate de los valores y ambicio­nes de la monarquía. Más aún le interesaban los deportes al aire libre, y las corridas de toros. Aun así su pasión por los caballos se vió superada por su pasión por las mujeres, lo bastante fuerte como para deteriorar su vida familiar con su primera esposa Isabel de Borbón. Tuvo dificultades para tener un heredero, pero fue padre de cinco o seis bastardos

Se ha dicho que Felipe IV delegó el poder en Olivares, porque creía que Olivares era el hombre más adecuado para esa tarea. Pues bien; no puede considerarse al rey como una simple marioneta. Entre él y Olivares hubo desacuerdos y enfrentamien­tos abiertos por cuestiones de política.

Conforme fue creciendo en experiencia exigió una función militar para él, cambios en política exterior y una revisión de los nombramientos. Pero, generalmente, su voluntad no era lo bastante fuerte como para prevalecer, y se evadía de los deberes públicos. Buscó en Olivares, hombre capaz y de gran energía, el contrapeso para su indecisión y su falta de criterio.

Además, su libertad de acción era limitada, pues la alta nobleza castellana, no hubiera tolerado que el poder supremo fuese ejercido por alguien no perteneciente a sus filas. Olivares era el único miembro de la clase dirigente que Felipe IV conocía lo suficiente como para poder confiar en él. No obstante es preciso considerar el hecho de que Felipe IV hizo algo mas que delegar el poder: renunció a su control.

Decía Quevedo que entregar el poder político a un valido, suponía enajenar la soberanía.

Es preciso también, considerar una cierta testarudez por parte del rey, que dimanaba del convencimiento profundo que tenía de sus derechos en tanto que tal

Ascenso de Olivares y su proyecto de reformas.

  • Perfil y ascenso del conde-duque de Olivares

  • Gaspar de Guzmán y Pimentel, nacido en Roma el 6 de Enero de 1587, fue hijo de Enrique de Guzmán, embajador y virrey bajo Felipe II. Los Guzmán era familia ambiciosa de una rama menor de una célebre dinastía nobiliaria encabezada por el duque de Medina Sidonia. Proce­dían de Andalucía, donde tenían propiedades en la región de Sevilla, que rendían ingresos por 60.000 ducados al año.

    Después de una carrera socialmente, si no académicamente, productiva en la Universidad de Salamanca, heredó el títu­lo y las propiedades de su padre en 1607 y desde entonces dedicó su energía y su patrimonio a introducirse en la fuente del poder, la corte de Felipe III. En 1615 consiguió ser nombrado para formar par­te de la casa del príncipe Felipe (más tarde IV), quien muy pronto llegaría a confiar en él para todos los detalles de su vida y, a medida que monopolizó al heredero al trono, le adoctrinó contra Ler­ma y luego, contra los restos de la facción de Lerma. Éstos fueron dispersados en 1621 cuando Felipe IV sucedió a su padre, y Olivares sucedió a Uceda. Consiguió entonces todos los cargos y honores que deseaba y, en 1625 fue nombrado duque de Sanlúcar la Mayor, pasando a ser universalmente co­nocido como el conde-duque. Pero lo que ansiaba era el poder político.

    Al principio, Olivares actuó con prudencia inclinándo­se ante la mayor experiencia de su tío, Baltasar de Zúñiga. El nuevo monarca, durante un breve período, manifestó cierto rechazo a gobernar por medio de un valido, pero gradualmente, y con discreción, Olivares comenzó a intervenir en asuntos de gobierno. En Agosto de 1622 era ya miembro de una Junta formada por todos los presi­dentes de los Consejos y cuya función era aconsejar al rey sobre los temas polí­ticos más importantes. Con la muerte de Zúñiga, ocurrida el 7-10-1622, el rey entregó el poder de forma oficial, y con exclusividad, a Olivares, expresando con toda claridad que era el único que gozaba de su absoluta confianza.

    Sus deficiencias estaban a la vista de todos: ambición desmedida, obstinación, impaciencia con los ne­cios y con sus oponentes. Pero también sus cualidades eran destacadas: Gran visión política. Capaz de mostrar una gran magnanimidad. Trabajaba sin descanso al servicio del rey. Vivía dentro del alcázar real, y atendía los más mínimos deseos de su señor, además de ocuparse de todos los asuntos de gobierno, concediendo audiencias, escribiendo memorandos y entrevistándose con el rey. Olivares poseía acusado instinto para el gobierno absoluto y la capacidad para ejercerlo. Si había un aspecto del gobierno que no comprendía, como las finanzas, se apresuró a dominarlo. En cierto sentido su energía y su impaciencia eran sus defectos, pues intentaba alcanzar con prisa objetivos que exigían un proceso más elaborado. Su designio de una España más gran­de era demasiado ambicioso para el período de recesión en que vivía, y carecía de talento para la maniobra y el compromiso político.

    A Olivares le in­teresaba más el gobierno que el patronazgo. Felipe IV le otorgó poderes casi exclusivos en materia de patronazgo, que utilizó para recompensar a sus amigos y castigar a sus enemigos. Pero no le gustaba e intentó librarse de esa responsabilidad. Después descubrió que repartir mercedes era fundamental en el proceso de gobierno.

    El núcleo central de la administración de Olivares lo formaban sus clientes inmediatos ligados a él por lazos de parentes­co, amistad, dependencia y contactos andaluces. En la corte pululaban miembros de su familia. La base de su poder rebasaba los límites de la corte para introducirse en sectores clave de la administración, unidos por la estructura piramidal del clientelismo.

    Al parecer, Olivares deseaba conseguir una colaboración de trabajo y una división del mismo entre él y el monarca. Pero eso dependía de que el rey trabajara mucho más intensamente de lo que lo había hecho hasta entonces. Pretendía educar a Felipe IV en el arte del gobierno, para hacer de él el gobernante que correspondía a una gran monarquía. Por esa razón, nunca intentó reducir al rey a la condición de simple figura decorativa. Olivares prefería el poder al prestigio. Se veía como un primer ministro, cargo que el gobierno español necesitaba pero no poseía. Por tanto, Olivares tuvo que conseguir una serie de cargos distintos para afianzar su posición y darle forma jurídica. Aunque no le faltaban deseos de adquirir riquezas, no era tan codicioso como Lerma.

    Un título por el que sentía especial predilección era el de Canciller Mayor y Registrador de las Indias, que le concedió el rey el 27-7-1623. Este cargo estaba en desuso y fue restituido para que Olivares pudiera introducirse en una institución imperial, el Consejo de Indias, y compartir su jurisdicción sobre el imperio ultramarino de España. En el otro fiel de la balanza, Olivares ofi­cializó su influencia en el gobierno local de Castilla mediante los cargos de pro­curador en Cortes y regidor de las ciudades en ellas representadas. Estos cargos le permitían intervenir no sólo en las Cortes, sino también en los asuntos inter­nos de las ciudades que las formaban. Naturalmente, su cargo más importante era el de consejero de Estado. En 1622 fue designado miembro del Consejo, que no tardó en domi­nar.

    Olivares, al tiempo que neutralizó personalmente al Consejo de Estado, sustituyó a los presidentes de los otros Consejos por «gobernadores» con pode­res más limitados. Le interesaba particularmente el Consejo de Hacienda, cuyo cometido era encontrar los recursos que permitieran al conde-duque llevar ade­lante su política.

  • Las reformas

  • Si el patronazgo permitía el funcionamiento del sistema, era la burocracia la que proporcionaba la continuidad institucional.

    Olivares formó su propio equi­po de secretarios, encabezado por su leal servidor y estrecho colaborador An­tonio Carnero.

    El poder de los secretarios aumentó a medida que dis­minuyó el de los Consejos. La Secretaría de Estado fue dividida en tres secreta­rías, una para Italia, otra para el Norte y otra para España. Ésta se asignó a Jerónimo de Villanueva, que pasó a ser el nexo fundamental de unión entre el rey el valido.

    El sistema de Juntas, enraizado firmemente con Felipe III, proliferó con Felipe IV.

    Se considera como un mecanismo que permitía a Olivares ignorar a los Consejos y hacer recaer la administración en manos de sus hombres. No fue él quien inventó el sistema, que no era mas que la expresión de la costumbre de los administradores que tienen que trabajar por medio de comisiones, de crear subcomisiones para aspectos de mayor especialización. Dicho lo anterior, hay que añadir que ese sistema, que entrelazaba los asuntos de la política interior con la exterior, es el característico de Olivares. Su auténtico “programa” de reformas. Esa burocracia, le permitía soslayar los Consejos, poco ágiles, y con frecuencia, escasamente imaginativos.

    La Junta, al igual que el Consejo, elaboraba su orden del día de acuerdo con los temas que plan­teaban el monarca u Olivares, y también dirigía sus consultas al monarca, aunque fuera en realidad Olivares quien decidiera el curso a seguir.

    Los miembros de las Juntas, se reclutaban de entre los personajes públicos de entre un conjunto muy restringido y, obviamente, de adictos al conde-duque. Frecuentemente es difícil distinguir entre alguna Junta y algún Consejo. Tal es el caso de la Junta de Estado, organismo que trataba de los mismos asuntos que el Consejo de Estado. Tal vez la diferencia radique en que se pretendía que la Junta emitiese una segunda opinión en las cuestiones en que, a juicio de Olivares, no se había dado el suficiente debate en el seno del Consejo.

    Olivares, en posesión de los principales instrumentos del poder, seguro ya del apoyo del rey, marcó la dirección y controló el impulso de la política españo­la durante los 20 años siguientes.

    Los procesos de reforma presentan los siguientes hitos

    El 8-4-1621 se creó la Junta de Reformación, en la que se articulan ambiciosas medidas contra la corrupción imperante en los últimos tiempos.

    El 11-8-1622 se convocó la Junta Grande de Reformación con todos los presidentes de los Consejos y personajes relevantes, cuyo fin principal era impulsar un programa económico de carácter mercantilista. Dicho programa se dirigía hacia 3 grandes objetivos:

    1.- se buscaba una reforma moral y de austeridad, con disposiciones que iban desde la supresión de los burdeles, hasta leyes suntuarias para combatir el lujo en los vestidos, las joyas, los carruajes o el excesivo número de criados de las casas nobiliarias. Sin embargo, este espíritu de reforma moral y de costumbres duró bien poco. La intempestiva llegada, en marzo de 1623, del heredero de Inglaterra, el príncipe Carlos, que pretendía desposarse con la infanta María, dio lugar a festejos y regalos que superaron con mucho el coste del millón de ducados.

    2.- reforma de carácter fiscal. Esencialmente, pretendía la abolición del odiado impuesto de los «millones» y su sustitución por un repartimiento, vigente por un sexenio, para mantener un ejército de 30.000 hombres, cuyo montante suponía unos 2.160.000 ducados anuales.

    3.- estímulo directo a la prosperidad de la agricultura, del comercio y de la industria. Entre sus logros estuvo la creación en Sevilla, en 1624, del Almirantazgo del Norte, cuya misión era asegurar el comercio entre España y los Países Bajos católicos y dirigir la guerra económica contra los holandeses. Entre los proyectos frustrados, estuvo la fundación de una red de “erarios” o “montes de piedad” que darían préstamos consignativos y acogerían ahorros a interés, para evitar tanto el endeudamiento externo con los asentistas, como los censos que tenían que tomar los particulares necesitados de financiación. Los erarios se nutrirían obligando a que todos entregaran un 5% de su riqueza a lo largo de 5 años, y recibirían a cambio unos intereses del 5%. El dinero recaudado, se prestaría al 7%, favoreciendo con ello el crédito de agricultores y artesanos. Además, los erarios deberían situarse en las oficinas encargadas de los encabezamientos de alcabalas y tercias, aprovechando la infraestructura existente.

    Pero Olivares no deseaba plantear su reformismo oficial a través de las Cortes. El procedimiento escogido fue el de enviar sus propuestas separadamente a cada una de las ciudades que tenían derecho a estar representadas. Olivares pretendía recabar simplemente el beneplácito y el apoyo de las ciudades castellanas a sus planes, pues su gestión quedaría en manos de la citada Junta de Reformación, de los Consejos y de su propia persona. Por el contrario, dentro de los representantes de las ciudades existía un significativo sector que quería una intervención conjunta de miembros de la administración y procuradores en Cortes. Esta oposición entre rey y reino desmoronó buena parte del diseño reformista, pues Olivares nunca consiguió abolir los “millones” -existían temores de que la desaparición de los millones acabaría con los rendimientos de los juros- ni crear los “erarios” -por la desconfianza que había de dejar dinero en manos de la Hacienda real.

    Por ello Olivares decidió aplicar, manu militari, 23 de los “capítulos de reformación”, las medidas emanadas de la Junta Grande de Reformación, por pragmática de 10-2-1623.

    Tras la apertura de la nueva convocatoria de Cortes castellanas en Abril de 1623, los procuradores no aprueban ni la contribución para los 30.000 soldados, ni los erarios. Tras sucesivas negociaciones, presiones y forcejeos, el 19-10-1624 los procuradores aprobaron finalmente un servicio de 12 millones de ducados a pagar en 6 años, sobre los que se emitirían juros con un interés del 5%, además de autorizar la venta de la jurisdicción sobre 20.000 vasallos. La ratificación de las ciudades, el 30-6-1625, llevaba aparejada la supresión de cargos municipales incluida en la pragmática de Febrero de 1623, así como la imposibilidad de crear los erarios con los inexistentes recursos de la Hacienda real. La reforma de Castilla había llegado a un callejón sin salida. Los millones no habían sido abolidos, los defectos del sistema fiscal habían aumentado, el régimen señorial era fortalecido.

    La “Unión de Armas”. Las Cortes de Barbastro, Monzón y Barcelona (1626).

    Castilla no podía afrontar por sí sola la defensa de los intereses españoles en Europa y en Ultramar, máxime al encontrarse despoblada y empobrecida, y en coincidencia cronológica con un rápido deterioro de las fuentes de riqueza que aún poseía. El comercio transatlántico entró en una fase de crisis aguda en los años 1629 - 1631, que presagiaba el hundimiento de diez años después.

    En consecuencia, a causa de las necesidades fiscales y militares el gobierno central se dirigió a las provincias no castellanas para intentar obtener recursos.

    Tanto los economistas como los ministros dejaban oír su voz en favor de una distribución más equitativa de la fiscalidad en los años iniciales del decenio de 1620, en que esas exigencias se hicieron más apremiantes. Puntos de vista similares se expresaban desde hacía mucho tiempo en las Cor­tes de Castilla. El decreto real de 28-10-1622, derivado de los principios de la “Junta Grande de Reformación”, dirigido a las ciudades representadas en Cortes examinaba la posibilidad de sustituir los millones por un subsidio garantizado para mantener una fuerza de 30.000 hombres, y de ha­cer extensivo el sistema a otras provincias.

    Es cierto que las posesiones italianas, contribuían a la defensa imperial de Italia. Los Países Bajos, contribuían menos, pero se hallaban en primera línea de una guerra casi permanente. Navarra, Aragón y Valencia sólo aportaban algunas sumas de forma ocasional, y Portugal y Cataluña se negaron a contribuir a los gastos generales de defensa, como si no fuera de su incumbencia lo que ocurriera más allá de sus fronteras.

    Pero la estructura constitucional del im­perio español y la diversidad jurídica que existía en su seno impedían al gobier­no central imponer contribuciones a los dominios periféricos, y suscitaban la cuestión de la prerrogativa real frente a los privilegios regionales.

    Ante este problema, Olivares tomó las ideas de uniformidad fiscal que se escuchaban desde hacia algún tiempo y las incorporó a una teoría del imperio. A continuación, pasó el resto de su vida política intentando hacer realidad la teoría.

    El objetivo de Olivares era racionalizar la maquinaria imperial para conver­tirla en un instrumento eficaz de defensa, uni­ficando todos los recursos para utilizarlos donde y cuando fueran necesarios. Para ello era imprescindible unificar el imperio. El obstáculo eran las diferentes constituciones de las partes componentes.

    El requisito para eliminar tal obstáculo era la existencia de un cuerpo legal uniforme, lo que quería decir el cuerpo legal castellano.

    A cambio de los sacrificios constitucionales que tendrían que realizar las provincias, ob­tendrían los frutos del imperio: cargos y oportunidades.

    Estas ideas hacían de Olivares el defensor esforzado no de Castilla, sino de una España nueva y unificada donde derechos y deberes fueran com­partidos por igual.

    Olivares expuso estas ideas en una instrucción secreta fechada el 25-12-1624, que presentó a Felipe IV al comienzo de 1625.

    Para conseguir la unificación, según Olivares, uno de los procedi­mientos era poner en práctica la política de atraer a los no castellanos ofrecién­doles favores, cargos, títulos y esposas en Castilla. Este era el método mejor, pero más lento.

    También podía el rey negociar con las diferentes provincias, pero tendría que hacerlo desde una posición de fuerza. Que­daba un «tercer camino». El rey podía ir personalmente a la provincia en cues­tión y provocar una rebelión, lo cual le daría pretexto para recurrir al ejército, a fin de que restableciera la ley y el orden, y así tendría la oportunidad de reor­ganizar la provincia de conformidad con las leyes de Castilla y actuando como en territorio conquistado. Este método, aunque menos justificado que los otros, sería el más eficaz.

    Olivares prefería los 2 primeros procedimientos de atracción y negociación, e incluyó el “tercer camino” para que el rey tuviera una visión completa de las opciones. No existen datos que indiquen que intentase seguir esa vía. Son estos, sentimientos que suponen un concepto del imperio que trascendía el particularismo, ya fuera el de Castilla o el de los demás reinos. Refuerzan el sentido unificador que poseía Olivares, múltiples escritos oficiales, cartas y discursos en ese sentido.

    El memorial de 1624 quedó como un plan a largo plazo, que debía ponerse en práctica de forma gradual. Por lo que respecta a la defensa inmediata del imperio y para reme­diar la situación de Castilla, Olivares tenía otro plan: Era la llamada Unión de Armas, que explicó al Consejo de Estado en un discurso en Diciembre de 1625. El objetivo de ese proyecto era conseguir un ejército de reservistas de 140.000 hombres, reclutado y sufragado por las diversas provincias en por­centajes distintos, ejército que se utilizaría donde y cuando se produjera una situación de urgencia. Cada uno aportaría según sus recursos, y recibiría según sus necesidades. Los principios que animaban el proyecto eran sumamente ra­zonables y podrían ser un paso hacia la unificación política. Pero el plan chocaba con los derechos autónomos de las regiones. Privilegios arcaicos, anacrónicos en un Estado del S. XVII, pero que no podían ser ignorados. Se planteaba, pues, una batalla jurídica constitucional entre el gobierno central, encarnado en el conde-duque, y los gobiernos de las provincias.

    Las regiones levantinas se prepararon para la batalla, movilizando sus re­servas legales y afilando sus armas constitucionales. Su primera línea de defen­sa eran las Cortes. En Enero de 1626, Felipe IV inauguró las Cortes de Aragón en Barbastro, Cortes que pese a los esfuerzos de Olivares mostraron una decidida oposición, y no habían hecho aún oferta alguna a la Unión de Armas cuando en Marzo el rey se trasladó a Monzón, donde había convocado las Cortes de Valencia. También los valencianos se mostraron obstinados. Entonces, Olivares rebajó sus peticiones, decretando la voluntariedad del servi­cio militar pero insistiendo todavía en la entrega del dinero necesario para pa­gar a los hombres. Después de una serie de largos y ásperos debates, las Cortes de Valencia acordaron, finalmente, votar un subsidio que fue aceptado por el rey, suficiente para mantener a 1.000 solda­dos de infantería durante 15 años.

    Los aragoneses aceptaron unas condiciones similares.

    Más difícil iba a ser convencer a los catalanes, que ya habían tenido un enfrentamiento con Felipe IV, debido a su negativa a aceptar un virrey nombrado por el gobierno central, antes de que el monarca hubiera visitado Cataluña, y jurado observar sus leyes.

    Cuando el 28-3-1626, el rey inauguró en Barcelona las primeras Cortes en 27 años, los catalanes no mostraban mayor disposición a cooperar. Las Cortes catalanas, que tenían poderes legislativos, hicieron uso de todos los procedimientos de que disponían. Aunque Olivares sólo deseaba que se votara rápidamente el subsidio, aceptó el orden de los procedimientos.

    Sin embargo, el 18 de Abril la paciencia real estaba agotándose y se hizo llegar a las Cortes un mensaje urgente de Felipe IV, que apelaba a la grandeza de su nación.

    Pero las Cortes no se dejaron impresionar, sino que centraron su atención en el precio a pagar por ello: 16.000 hombres. Esto, afirmaron, desbordaba la capacidad de Cataluña y era una violación de sus constituciones. Sucesivamente cada ciudad exigió concesiones fiscales y administrativas. Ningún monarca podía aceptarlas si deseaba conservar su soberanía.

    Lo más que Olivares estaba dispuesto a conceder, era olvidar la petición de infantes pagados, aceptando en cambio un subsidio mucho menor, asegurado por quince años. Pero para las Cortes, esa era propuesta igualmente inaceptable.

    Las estimaciones de Olivares se apoyaban en unos datos estadísticos defec­tuosos. Suponía que la población era muy superior a la real, por lo que verdaderamente sus peticiones eran exagera­das.

    Las instituciones catalanas estaban mejor preparadas para resistir que el gobierno. Olivares intentó facilitar la tarea, ofre­ciendo cancelar las cantidades atrasadas en concepto de los quintos. a todas las ciudades que votaran el subsidio solicitado y no plantear nuevas exigencias al respecto hasta las próximas Cortes.

    Pero la situación no cambió en absoluto.

    A su regreso a Castilla, sin embargo, Olivares declaró inaugurada la Unión de Armas, como si fuera un hecho consumado y Castilla fuera a ser aliviada de sus car­gas. Pero era un acto propagandístico y nadie se dejó engañar. Castilla y sus posesiones continuaron soportando el mayor peso de los gastos de defensa.

    Cataluña siguió resistiéndose, convirtiéndose, en su mismo aislamiento, en un problema político y fiscal, que Olivares se había comprometido a resolver. Comenzó por ello a incrementar la presión sobre el principado, reforzando así el cada vez mayor resentimiento existente en Cata­luña y el creciente sentimiento anticatalán que experimentaba la clase dirigente castellana, y ello en un momento, 1629-1632, en que la depresión comercial y la peste redujeron aún más su capacidad fiscal.

    Intentó acabar con la independencia del Consejo de Aragón, al que consideraba demasiado vinculado a los intereses regionales. En Febrero de 1628, el rey sustituyó el cargo de vicecanciller, reservado hasta en­tonces a los naturales de la provincia levantina, por el de presidente, a la mane­ra de los restantes Consejos, y nombró para ello a un amigo íntimo: el marqués de Montesclaros. El duque de Medina de las Torres, cuñado de Olivares, pasó a ser el tesorero general, y la figura clave fue Jerónimo de Villanueva,

    Entretanto, Cataluña, con Barcelona a la cabeza, se negaba obstinadamen­te a cooperar. Olivares decidió entonces recurrir de nuevo a las Cortes catala­nas, aunque se desconoce qué es lo que esperaba conseguir. Sin embargo, en su segundo llamamiento a Cataluña, Oliva­res estaba decidido a dar a las Cortes aún más tiempo para tomar una decisión. El lugar del rey en Barcelona fue ocupado por su hermano, el cardenal-infante Fernando, que actuaría simultáneamente como presidente de las Cortes y vi­rrey de Cataluña. Los resultados no fueron alentadores. Las deliberaciones de las Cortes fueron interrumpidas, mientras la ciudad de Barcelona proseguía un conflicto inter­minable sobre sus derechos. Hay algunos datos que permiten suponer que los miembros de la corrupta Diputación, pretendían interrumpir las relaciones entre Corona y Cortes, para impedir una investigación. En Agosto de 1632 se cursaron instrucciones, para que los oficiales representantes de la Corona en Barce­lona aceptasen las propuestas de las Cortes con el fin de concluirlas.

    A finales de Octubre de 1632, Cataluña permanecía todavía al margen de la Unión de Armas y seguía siendo el principal obstáculo para el proyecto de Olivares de alcanzar la uniformidad fiscal.

    Política financiera y fiscal del Conde-Duque. El fomento económico dentro del encuadre mercantilista.

    Para los asuntos financieros, Felipe IV contaba con el más profesional de todos sus Consejos: el de Hacienda.

    A lo largo del reinado de Felipe IV se introdujeron muchos impuestos nuevos. Desde 1623 a 1667, la contribución de Castilla pasó de 9 a 20 millones de ducados, cifras que se explican por los nuevos impuestos.

    Expedientes desde el envilecimiento de la moneda a la venta de cargos, causaban un daño extraordinario a diferentes sectores de la vida pública o privada. A la Inquisición incluso, se pidió que vendiera cargos, recaudara ingresos y ayudase al gobierno.

    El mayor motivo de queja fue que esa carga impositiva, sólo servía para hacer frente a los gastos de la casa real, la diplomacia, la administración, y sobre todo los de naturaleza militar, mientras que las obras públicas, el bienestar social, la educación o los servicios médicos, por ejemplo, debían ser sufragados por instituciones privadas, locales, o de caridad.

    La reforma financiera, fue uno de los temas estrella de los primeros años del nuevo régimen, formulada en sus líneas principales por Olivares, y coincidió con su deseo de castigar a sus antecesores del gobierno anterior.

    Pero el deseo de Olivares, antes que una lucha contra la corrupción era un intento de moderar el gasto desmedido de la administración, y de la población en general, comenzando por el propio rey, que consideraba el erario como patrimonio privado, y lo distribuía con prodigalidad. Olivares insistía en la necesidad de poner freno a la concesión de mercedes, y fueron racionadas drásticamente, e incluso algunas, revocadas. En los últimos decenios del reinado, Felipe IV levantó muchas de las restricciones, derrochando el tesoro.

    También a instancia de Olivares, el rey comenzó a restringir los gastos de la casa real, limitando el número de cortesanos y oficiales, recortando sus salarios y en general, ahorrando dinero. La casa real así “reducida”, seguía siendo ingente, aunque es cierto que el gasto se volvió a situar en los niveles de Felipe II.

    En el contexto de esas medidas administrativas, Olivares creó la Junta de la Reformación de las Costumbres, y posteriormente la Junta Grande de Reformación, ya comentadas en el apartado de Reformas.

    En cualquier caso, todas las propuestas de Olivares, pecaban del mismo mal; consideraban la reforma financiera, como un medio para llevar adelante la política exterior, nunca un remedio a los muchos males económicos que España tenía. Es decir; ante una medida que contuviese el gasto, Olivares planteaba una nueva actividad con la “virtud” de absorber tanto o más gasto que el que acababa de enjugarse. El resultado era un déficit pavoroso, pero tanto Felipe IV como el conde-duque consideraron que era un legado recibido, y no se sintieron responsables de solucionarlo, como si con esa actitud el problema fuera a remediarse.

    El mecanismo puesto en práctica para acopiar fondos, fue echar mano de procedimientos probados en el pasado, como adelantar ingresos, y cuando resultó insuficiente o inviable, continuaron la emisión de vellón, que ya había iniciado Felipe III, pero a mucha mayor escala.

    Además esta decisión se tomó sin el acuerdo de las Cortes, e incumpliendo las condiciones que éstas habían impuesto al conceder los subsidios anteriores.

    La consideración de la emisión de vellón, merece un capítulo aparte, por la importancia fiscal, financiera y social que tuvo, en una economía mercantilista, en que sólo la posesión del metal precioso era considerada como riqueza en los niveles internacionales.

    El vellón era moneda de cobre con un pequeño porcentaje de plata, empleada para pequeñas operaciones comerciales. Fue acuñado por primera vez por Felipe III en 1599 en cobre puro. A partir de esa fecha el vellón se acuñó masivamente. Se alteró arbitraria y bruscamente su valor, hasta la reforma monetaria ocurrida en 1680 en época de Carlos II.

    La Corona, necesitaba el oro y la plata para financiar su deuda, y para hacer sus pagos al exterior, por lo que pretendía utilizar el vellón para el mercado interior, dándole un poder liberatorio superior a su ley.

    Pero el pueblo no confió en ese vellón. Ninguna sociedad confía en un medio de pago cuyo valor se altere, si sigue existiendo una buena moneda, o sea, la acuñada con metal precioso. La desconfianza lleva a atesorar la buena moneda.

    La valoración, superior a la oficial, que el mercado hace del cambio entre plata y vellón, se denomina “premio de la plata”. Este es el sobreprecio que se exigía, sobre la cotización oficial.

    La acuñación de vellón, fue masiva, y la circulación de esta moneda, una de las más complejas de la historia.

    Es preciso considerar las variables de base en el valor del vellón, que proceden:

    • de la ley con que se elaboraba la aleación entre plata y cobre,

    • del valor facial de la moneda, que podía ser de 1, 2, 4 u 8 maravedís, pero, además, se manipuló a menudo ese valor, por el proceso denominado “resello”

    • y del número de monedas acuñadas por unidad de peso.

    El resultado era de una complejidad matemática extraordinaria.

    Para intentar reducir la circulación del vellón, en 1627 se fundaron las “Diputaciones para el consumo del vellón”, cuyo objetivo era canjear el vellón por plata, pero sólo dando en plata el 80% del valor nominal del vellón, y un 5% de interés. Objetivo incumplido porque la desconfianza de los poseedores de vellón en la autoridad, incluía, por supuesto, a las Diputaciones, que fracasaron en su intento.

    Se recurrió a la deflación del cobre, a fin de reducir la masa monetaria circulante. El 7 de Agosto de 1628 se decretó la primera de las medidas en este sentido, reduciendo el vellón en un 50% de su nominal, no indemnizando a los poseedores de vellón, excepto a los arrendadores de rentas reales.

    Posteriores medidas deflacionarias y el sucesivo resello, y a veces el “resello de lo resellado”, llevaron el premio de la plata al 275% en su momento de mayor apogeo.

    No sólo el Consejo de Hacienda expresaba sus reservas respecto a la política financiera, pues también los banqueros se inquietaban, cansados de obtener juros en lugar de moneda de plata, por lo que elevaron el interés de los préstamos que concedían. En 1626 los banqueros genoveses, hasta ese momento sostén principal de las finanzas reales, estaban ansiosos de reducir las pérdidas. El 31 de Enero de 1627, el conde-duque dio entrada a los judíos portugueses en sustitución, al menos parcial, de los genoveses, a los que estaban reemplazando en los grandes negocios europeos. Con los portugueses se firmaron diversos asientos, hasta 1647. El 1 de Octubre de ese año, se produjo la bancarrota, de la que se exceptuaron los genoveses, que recuperaron así posiciones.

    Nuevas bancarrotas se produjeron en 31 de Julio de 1652, 14 de Agosto de 1662, 18 de Noviembre de 1663...de modo que al iniciarse el reinado de Carlos II, sólo algunos banqueros genoveses y portugueses prestaban a la Corona.

    El recurso abusivo al juro, hizo que cada vez más ingresos de la Hacienda, estuviesen ya asignados antes de producirse. Al incautarse de parte de las rentas, la Hacienda indemnizó con nuevos juros, complicando más la situación al ser necesario distinguir entre los juros nuevos (desde 1635) y los antiguos, (anteriores a ese año). Por otro lado es preciso, también, distinguir los “reservados”, que, por estar en poder de entidades benéficas, no sufrían los descuentos de reducción de carga financiera, aplicados a todos los demás.

    Hay que concluir que, realmente, en el periodo 1627 - 1634 no hubo reforma financiera alguna, sino sólo mayor irresponsabilidad en medio de la búsqueda frenética de nuevas fuentes de ingresos, y por todos los medios imaginables, dentro o fuera de la ética.

    El incremento tributario se cruzaba con otros problemas, como era el de las relaciones entre el poder secular y el eclesiástico. Olivares consiguió del clero donativos supuestamente voluntarios, lo que le valió críticas. Pero el grueso de la fiscalidad paraeclesiástica estaba sometida a una renovación temporal por parte del Pontífice. Por algo este conjunto de impuestos era conocido con el nombre de las «tres gracias». Con el papa Urbano VIII, proclive a Francia, la negociación se hizo difícil. Las motivaciones concretas de la política internacional se unían a las tradicionales tensiones entre la Corona y la Iglesia. En esta ocasión, y con motivo de una embajada extraordinaria a la Santa Sede (1632), los consejeros de Felipe IV, laicos y eclesiásticos, elaboraron un tratado sistemático del regalismo español, un sumario articulado de los «abusos de Roma», destinado a ser durante mucho tiempo guía de los regalistas hispanos

    Alzamiento de Cataluña y Portugal

    a) La Rebelión de Cataluña

    Para el gobierno de Felipe IV, Cataluña fue en un principio un problema fiscal, pero desde 1626 se convirtió también en un problema político. En mayo de 1635, con el estallido de la guerra franco-española, pasó a ser uno de los problemas internacionales de España. Aunque desde hacía algún tiempo ya se preveía la entrada de Francia en la guerra de los Treinta Años, el gobierno es­pañol, no estaba preparado para esa coyuntu­ra. Tuvo que improvisar el reclutamiento de tropas y la obtención de di­nero.

    El método al que recurrió fue la imposición arbitraria reforzada con llamamientos al patriotismo. Se de­cretó un fuerte gravamen sobre los juros, se acuñaron millones de ducados de vellón, se vendieron cargos, y se conminó a las Cortes de Castilla a que votaran nuevos subsidios.

    Se enviaron diversos ministros a las provincias para conseguir tropas y préstamos, se ordenó a la alta nobleza que organizara compañías a su propio costo, y se anunció a los hidalgos que estuviesen preparados para el servicio militar.

    Castilla respondió a esos llamamientos, pero esa respuesta fue como una simple gota de agua en el océano de los compromisos de España.

    Los éxitos militares que se obtuvieron fueron poco relevantes.

    En 1635, el cardenal-infante pasó a la ofensiva con­tra Francia, avanzando confiadamente hacia París desde los Países Bajos. En Agosto de 1636, su ejército había llegado a Corbie. Pero sus superiores en Ma­drid no pudieron ayudarle abriendo un segundo frente en el sur de Francia.

    En Octubre de 1637, los holandeses reconquistaron Breda y en Diciembre de 1638 Bernardo de Weirnar ocupó Breisach, interrumpiendo la ruta desde Milán a los Países Bajos. Los intentos de enviar suministros por mar culminaron en un desastre naval cuando el 21-10-1639 el almirante Tromp destruyó la flota de Antonio de Oquendo en la ba­talla de las Dunas.

    Estos reveses eran el resultado no tanto de la debilidad de España como de su incapacidad para concentrar su nada despreciable poder militar en un punto y en un momento determinados. España afrontaba ahora excesivos compromisos. Olivares era consciente de la situación y en 1640 había reducido drásticamente sus preten­siones en un intento de liquidar la guerra con Francia, pero había un límite a lo que podía conceder. No podía tolerar las conquistas holandesas en Brasil si quería conservar la lealtad de los portugueses. Y Richelieu se negaba a romper su alianza con los holandeses. Así pues, Olivares se vio obligado a continuar la guerra. El tesoro americano de 1639 no fue suficiente para cubrir los asientos y en 1640 no llegaron remesas de las Indias, lo que desajustó completamente el presupuesto. En estas circuns­tancias era más urgente que nunca conseguir contribuciones fuera de Castilla. Por ello, la atención se dirigió de nuevo a Cataluña.

    Sin embargo, para entonces el problema catalán había adquirido una nueva dimensión. Cataluña era ya además, un problema estratégico, dado que era vecina de Francia y primera línea defensiva contra una invasión francesa. Olivares, con su típico entusiasmo, consideraba que la guerra en los Pirineos era un reto al que si se hacía frente con firmeza podía servir para que Cataluña dejara de ser un problema y se convirtiera en un activo im­portante para la monarquía. De hecho, intentó obligar a Cataluña a que con­tribuyera a la defensa del imperio convirtiendo la provincia en un teatro de ope­raciones en la guerra con Francia.

    Su intención no era situar un ejército en Cataluña, para provocar una rebelión (el tercer camino). Todo lo que deseaba era hacer participar a Cataluña en los problemas, y en consecuencia en las finanzas de la monarquía, para así poner fin a su inmunidad política y fiscal.

    Olivares trabajó sobre ese supuesto desde finales de 1635, pero no era fácil llevarlo a la práctica. La resistencia catalana ante los impuestos continuaba viva. Es cierto que entre 1636 y 1637, Barcelona aportó a la Corona una importante suma en préstamos o donativos, pero no era mas que la mitad de lo que debía en concepto de atrasos de los «quintos» desde 1599. Igualmente difícil resultaba reclutar tropas. Los catalanes se negaron a aportar hombres para enviarlos a Italia. Asimismo para realizar una maniobra de diversión en el Languedoc, para aliviar a los que combatían en Italia, e igualmente, para socorrer en la defensa del sitio de Fuenterrabía, en 1638. Todo ello, invocando sus constituciones, que prohibían reclutar tropas para luchar fuera de sus fronteras.

    Ahora, además, la oposición por parte de Barcelona fue reforzada por la de una revitalizada Diputación, que se presentó una vez más como defensora de las leyes y libertades de la madre patria y que aprovechó las dificultades financie­ras de la Corona para adoptar una posición de mayor dureza.

    Si las constituciones catalanas frustraban los intereses legítimos de defensa había una base razonable para modificar las leyes. Esta era la idea de Olivares y de sus asesores. Cuando planificaron las operaciones mili­tares de 1639 eligieron deliberadamente Cataluña como escenario en el que de­sarrollarlas, para obligar a Cataluña a contribuir al esfuerzo de guerra. La campaña arrojó escasos resultados positivos tanto para Madrid como para Barcelona. Las operaciones militares se vieron seria­mente dificultadas por las constantes disputas respecto al reclutamiento y al pago de las tropas. La ineptitud militar aumentó aún más la confusión y Sal­ces, después de haber sido perdido de forma infantil, fue recuperado de mane­ra extraña, con un elevado coste en vidas catalanas. Sin embargo, Cataluña había sido obligada a reclutar tropas, y un ejército real per­maneció acantonado en Cataluña durante el invierno como preparativo para la campaña de primavera de 1640.

    A finales de Febrero de ese año, Olivares había agotado la paciencia. Ordenó un nuevo reclutamiento. Un miembro de la Diputación y dos del Consejo de la ciudad de Barcelona fueron encarcelados y se hicie­ron preparativos para implicar a Cataluña inevitablemente en la campaña de 1640.

    También los catalanes consideraron que ya habían soportado bastante y, re­pentinamente, en las primeras semanas de Mayo de 1640 los resentimientos re­primidos de los 4 últimos decenios y la cólera que de forma más inmedia­ta había producido la presencia del ejército real estallaron en una rebelión abierta.

    Los campesinos de las zonas occidentales de Gerona y La Selva atacaron a los tercios allí acantonados. La violencia fue implacable, organizada y provocada por agitadores. A finales de Mayo, fuerzas campesinas habían penetrado en Bar­celona. En junio se les unieron los segadors, que no tardaron en hacerse dueños de la ciudad. Los jueces reales fueron perseguidos y el virrey, asesinado.

    La reacción de Madrid ante estos acontecimientos era previsible. Los minis­tros insistieron en que había llegado el momento de aplastar a Cataluña de una vez por todas, aunque Olivares creía aún posible una solución razonable. Pero el asesinato del virrey anonadó incluso a Olivares, que perdió su fe en los catalanes y comprendió que se enfrentaba con una grave rebelión que ningún gobierno podía perdonar. Por el momento, el gobier­no estaba impotente porque sus ejércitos y sus recursos ya estaban comprome­tidos en varios frentes y no podían ser dirigidos hacia Cataluña.

    Junto a la oposición política, se estaba produciendo una revolución social. Desde el primer momento, los rebeldes habían atacado a los ciudadanos ricos y a sus propiedades. El liderazgo de Barcelona y de su oligarquía fue rechazado cuando entraron en acción las fuerzas del descontento agrario.

    Fue esta la rebelión de unos campesinos empobrecidos y sin tierra contra los cam­pesinos propietarios y los terratenientes aristócratas. Los cabecillas de la revolución política, atra­pados entre la autoridad del rey y el radicalismo de la multitud, dirigieron sus ojos a Francia. En ese momento quedó de manifiesto hasta qué punto su posi­ción era incoherente: incapaces de gobernar Cataluña por sí mismos, buscaban la protección de los enemigos del monarca.

    Pau Cla­ris, canónigo de Urgel, uno de los cabecillas de la resistencia a Madrid, y Francesc de Tamarit, ambos miembros de la Diputación, habían establecido ya contacto con Francia, antes de que estallara la revolución. Por su parte, Richelieu tenía sus agentes en Cataluña.

    También Olivares se vio atrapado en un dilema. Ofrecer la reconcilia­ción podía ser interpretado como debilidad, y sentar un mal precedente. Por otra parte, para aplastar a Ca­taluña mediante una acción militar necesitaba la paz con Francia. Sin embargo, era necesaria una acción militar. Desde la pérdi­da de Barcelona, el gobierno había utilizado el puerto de Tortosa, para el trasla­do de las tropas a Italia, con propósito de abastecer a las fuerzas que aún tenía en el frente catalán. Pero en el mes de Julio también Tortosa se rebeló. Entonces, co­menzaron los preparativos para enviar un ejército contra Cataluña.

    Castilla comenzó a movilizarse trabajosamente y también Ca­taluña comenzó a supervisar sus defensas.

    El 24 de Septiembre de 1640, la Diputación di­rigió a París una petición formal para conseguir la protección y ayuda militar de Francia. En Octubre firmó un acuerdo con ese país, por el cual permitía que barcos franceses utilizaran puertos catalanes y se comprometía a pagar el mantenimiento de 3.000 soldados que Francia enviaría a Cataluña.

    Como señaló el conde-duque, España se enfrentaba a una segunda Holanda. Olivares encon­traba grandes dificultades para movilizar un ejército en Castilla y tuvo que re­currir a métodos medievales.

    Cuando se organizó finalmente un ejército suficiente, se puso al mando del marqués de los Vélez, virrey electo de Cataluña, que carecía de experiencia militar y que tenía escasas condiciones para el mando. Tortosa fue ocupada a finales de Noviembre, pero el comportamiento del ejército en su avance hacia Barcelo­na reforzó la determinación de los cata­lanes a seguir resistiendo.

    El 23-1-1641, el principado se situó bajo la jurisdicción del monarca de Francia a cambio de la protección militar fran­cesa. Las fuerzas conjuntas catalanofrancesas defendieron con éxito Barcelona ante el ejército de Castilla y el incompetente marqués de los Vélez no tardó en ordenar la retirada.

    Los catalanes sufrían males aún mayores. Ahora habían alcanzado una especie de igualdad con Castilla: también ellos se convirtieron en víctimas de la guerra y también se vieron obligados a soportar enormes gastos de defensa, la inflación monetaria, el estancamiento económico, la peste, el hambre y, la pérdida de un fértil territorio.

    La actitud francesa en Cataluña estuvo dominada por consideraciones mi­litares. Ahora contaban con una base en España, que sería utilizada principal­mente para penetrar en Aragón y Valencia. Nombraron a un virrey francés y llenaron la administración de elementos fieles a Francia. Al mismo tiempo, in­sistieron en que los catalanes alojaran, abastecieran y pagaran a las tropas fran­cesas, que cada vez recordaban más a un ejército de ocupación. Cataluña pasó a ser simplemente uno de los varios escenarios franceses de guerra.

    En 1642, con la conquista de Rosellón y la captura de Monzón y Lérida, fue un escenario victorioso, pero en 1643-1644 los ejércitos de Felipe IV comenzaron a contraatacar, recuperando Monzón y Lérida donde, en Julio de 1644, el rey juró solemnemente respetar las constituciones catalanas. Entre 1646 y 1648 los franceses fueron neutralizados en Cataluña y perdieron su libertad de movimiento. Cuando la paz de Westfalia les privó de la colaboración de sus aliados holandeses, y la Fronda comenzó a ocupar su atención en el interior del país, Cataluña dejó de ocupar un lugar importante en los proyectos de los franceses.

    Francia explotó a Cataluña tanto económica como militarmente.

    Desde el punto de vista comercial, el futuro de Cataluña, era más difícil con Francia que con Castilla, y su causa despertaba poco interés en el escenario internacional. El golpe definitivo para Cataluña fue la gran peste de 1650-1654 que provocó una gran mortandad.

    Sustituir el dominio de Felipe IV de España por el de Luis XIII de Francia no resolvió ninguno de los problemas de Cataluña, que se dividió entre los partidarios de Francia y de España.

    El progresivo alejamiento de Cataluña con respecto a Francia, ofreció a Feli­pe IV la oportunidad de realizar un esfuerzo supremo para recuperar el princi­pado. A mediados de 1651 el ejército español mandado por don Juan de Aus­tria, hijo bastardo de Felipe IV, avanzó sobre Barcelona e inició un prolongado asedio de la ciudad, mientras las fuerzas navales establecían un bloqueo.

    Barcelona se rindió el 13-10-1652, aceptando la soberanía de Felipe IV y la figura de don Juan como virrey, a cam­bio de la amnistía general y de la promesa del monarca de conservar las consti­tuciones catalanas. Francia ocupaba todavía el Rosellón y, por la paz de los Pirineos (7-11-1659) España -y Cataluña- perdieron el Rosellón y el Conflent. Pero España había recuperado la lealtad de Cataluña y los catalanes podían jactarse de haber preservado sus constituciones y privilegios.

    Se hace difícil definir con precisión la importancia de la rebelión catalana en la crisis que afectó a España a mediados de la centuria. Es claro que un factor fundamental en dicha crisis, fue la depresión del comercio de las Indias a partir de 1629.

    b) La secesión de Portugal

    La rebelión catalana planteó a España un gra­ve problema de seguridad pero no un problema económico. Portugal consti­tuía un riesgo aún mayor para la seguridad, pero incomparablemente superior en lo económico.

    Portugal era un problema fiscal para Castilla. No aporta­ba ingresos regulares, y sus defensas tenían que ser costeadas por Castilla, de la que se esperaba, además, que acudiera pe­riódicamente a la defensa de Brasil. Por ello Olivares pensó en integrar tam­bién a Portugal en su Unión de Armas. Intentó primero infiltrarse en la administración portuguesa. Para ello designó en 1634 a la princesa Margarita de Saboya para que se encargara del gobierno del país, con un grupo de asesores castella­nos, lo cual provocó un gran resentimiento en la burocracia portuguesa. Luego intentó que Portugal contribuyera, para lo cual instauró una imposición de 500.000 cruzados anuales para costear su propia defensa.

    Lisboa ya había realizado una serie de contribuciones extraordinarias. Pero las nue­vas exigencias sólo sirvieron para aumentar la irritación de los mercaderes por­tugueses. Esas medidas provocaron también revueltas antifiscales en 1637 tan­to en Évora como en otras ciudades, pero fueron sofocadas sin dificultad. Las divisiones de clase en Portugal jugaban a favor del gobierno español. En tanto que las capas bajas de la sociedad y el bajo clero rechazaban tradicionalmente el dominio español, la aristocracia lo aceptó porque el hecho de pertenecer a un imperio más extenso le ofrecía nuevas oportunidades. Sin embargo, en 1640 también la aristocracia portuguesa se puso en contra de España, siendo la causa de su resistencia la cuestión relativa al servicio militar.

    Olivares no sólo pretendía conseguir dinero en Portugal, sino también tropas. Se reclutaron unos 6.000 soldados para servir en Italia, pero la rebelión de Cataluña determinó que se integraran en el ejército reclutado para el frente catalán. Olivares preten­día, sobre todo, movilizar a la nobleza portuguesa. Pero la nobleza portuguesa, se negó a alejarse del país y en el otoño de 1640 algunos nobles comenzaron a planear la revolución.

    Cabe preguntarse por qué, Portugal, que había dado su apoyo a la unión, retiraba ahora su lealtad en 1640. La rebelión de Cataluña, les había dado modelo, mas no motivo. Tampoco fue la causa de la resistencia portuguesa la llamada a prestar servicio militar. La auténtica razón hay que buscarla en el imperio ibérico ultramarino. Olivares argumentaba que, puesto que Castilla, había ayudado a Portugal en sus intentos de recuperar Brasil, era justo que ahora, Portugal ayudase a Castilla a recuperar Cataluña.

    La pérdida del imperio asiático por parte de Portugal no fue una prueba válida de la colaboración de los dos reinos ibéricos. De cualquier manera, la pérdida del comercio de especias fue compensada con creces por la formación de un segundo impe­rio portugués en Brasil. El azúcar brasileño fue una de las industrias que consi­guió un crecimiento más espectacular en los inicios del S. XVII. Aunque los holandeses se habían infiltrado en el comercio del azú­car, ésta era una importante actividad para Portugal, que rendía suculentos be­neficios. En consecuencia, su defensa era una prueba crucial para la asociación de los reinos ibéricos. La amenaza más seria procedía de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidentales. Frecuentemente, se sugería que la mejor manera de defenderse de los ataques holandeses sería organizar un sistema de convoyes similar al que operaba en el caso de la navegación transatlántica española. Pero la idea fracasó debido a la forma en que estaba organizado el co­mercio de Brasil, que no se canalizaba a través de puertos monopolísticos, así como a la oposición de los productores, mercaderes y armadores, que no po­dían o no querían invertir el capital necesario para dotarse de escoltas más numerosas y mejor armadas.

    Los holandeses no sólo atacaban el comercio de azúcar en el mar, sino que intentaron apropiarse de él en el lugar de origen. Su primera conquista en Bra­sil suscitó una rápida respuesta y España colaboró de forma importante en la expedición de socorro que reconquistó Bahía en 1625. En sólo unos pocos años los holandeses habían echado los cimientos de una nueva colonia en el NE. de Brasil, situada en la rica provincia de Pernambuco.

    A menos que las potencias ibéricas pudieran enviar una expedición de so­corro y una flota capaz de enfrentarse al poder marítimo holandés en el Atlántico Sur, había una posibilidad real de que el enemigo conquistara todo el litoral brasileño y comenzara a penetrar en la América española.

    Olivares comprendió que la unión de las Coronas estaba en dificultades. La devolución de Pernambuco pasó a ser una condición indispensable de una paz hispano-holandesa, a pesar de lo mucho que España necesitaba la paz. En 1635, Olivares estaba decidido incluso a ofrecer a los holandeses Breda, un rescate en dinero y el derecho a cerrar el Escalda, si devolvían Pernambuco. Pero los por­tugueses querían ayu­da militar y naval. Seis años llevó organizar una expedición de so­corro y fue en Septiembre de 1638 cuando zarpó de Lisboa una fuerza conjunta. La expedición fracasó por la incapacidad de su coman­dante, el portugués conde da Torre, totalmente inepto para la tarea.

    Así pues, en 1639 la asociación de los reinos ibéricos ya no funcionaba con eficacia. Para los portugueses, España tenía demasiados com­promisos en todas partes, lo que le hacía descuidar sus intereses más funda­mentales.

    Su resentimiento se vio agravado por el hecho de que estaban perdiendo también una de las grandes ventajas que les había aportado Brasil, la posibilidad de acceder a la América española..

    Además de comerciar ilegalmente en la América espa­ñola, los portugueses se asentaban en ella, con un permiso tácito, ya que no oficial. Algunos adquirieron tierras. Otros consiguieron cargos. Otros, se asentaron en ciudades y puer­tos, adquiriendo entre otras cosas el monopolio de la lana de vicuña, y otros se convirtieron en pequeños terratenientes. Esta invasión portuguesa de las Indias españolas fue uno de los beneficios más importantes que consi­guió Portugal de la unión de las dos Coronas.

    Pero no podía dejar de producirse una reacción, y aproximadamente a par­tir de 1630 los españoles comenzaron a oponerse a la invasión de su imperio. Un gran número de los portugueses que realizaban actividades comercia­les en la América española, eran cristianos nuevos y, por tanto, sospechosos de ser judaizantes y contrabandistas. A partir de 1634, la Inquisición de Lima intensificó las acciones contra ellos y llevó a cabo numerosas confiscaciones de sus propiedades.

    Los portugueses tenían ahora un resentimiento adicional. En el mismo mo­mento en que dirigían su mirada al imperio español, los españoles reafirmaban su exclu­sivismo tradicional en las Indias.

    Cuando, a principios de 1641, llegaron a la América es­pañola las noticias de la rebelión de Portugal los oficiales coloniales ya estaban predispuestos a hacer caer sobre los inmigrantes el peso de la discriminación fiscal, la confiscación de sus propiedades y, en algunos casos, la expulsión.

    En 1640, los portugueses tenían razones, que eran de peso para ellos, si no para los españoles, para rechazar la unión con España. Y también se les pre­sentó la oportunidad. Las pérdidas de barcos que España había sufrido en la batalla de las Dunas (Octubre de 1639) y en Pernambuco (Enero, 1640) ha­bían debilitado las defensas de España en el Atlántico y la habían privado de un arma contra Portugal.

    Es el momento en que Cataluña absorbió los restos de las reservas militares españolas.

    Richelieu ya había prometido a los portugueses la ayuda de Francia si estallaba una rebelión y, al mismo tiem­po, esperaban que los holandeses reducirían la presión que ejercían sobre sus territorios coloniales si declaraban su independencia de España.

    Pero, además, los portugue­ses tenían otra baza que jugar: Dom Juan, séptimo duque de Braganza, quien podía alegar dere­chos dinásticos al trono portugués y era un símbolo de la unidad nacional. Cuando Olivares intentó alejar a la nobleza del país, Dom Juan y sus seguidores no tuvieron más remedio que comprome­terse. Así lo hicieron el 1-12-1640, cuando el duque de Braganza fue proclamado rey en Lisboa con el nombre de Juan IV de Portugal. La independencia fue recibida con entusiasmo por la masa de la población. Los jesuitas portugueses intervinieron de modo importante, y posiblemente influyeron decisivamente para que Brasil se adhiriese a la causa de la independencia desde 1641.

    En tanto en cuanto el frente catalán absorbiera las energías de España en la península, no había posibilidad alguna de recuperar Portugal. Por tanto, Es­paña tuvo que situarse, por el momento, a la defensiva contra los portugueses. Tam­poco los portugueses podían librar una guerra ofensiva contra España. Se veían obligados a dar prioridad a la defensa de Brasil. Los holandeses concluyeron con Portu­gal una tregua de 10 años en Junio de 1641, pero en Agosto, ocupa­ron Luanda, centro del tráfico de esclavos de Angola, amenazando con privar a Brasil de la mano de obra necesaria para las plantaciones.

    Los portugue­ses, en 1648, reconquistaron Luanda y en 1654 recuperaron Recife y ex­pulsaron a los holandeses de Brasil. Ahora disponían de recursos con que atacar a España, libres de la amenaza holandesa.

    Con la muerte de Juan IV (6-11-1656) y la regencia de su viuda, Doña Luisa de Guzmán, adoptaron una actitud más beligerante, aunque sólo fuera para demostrar a Francia que podían ser unos aliados valiosos y para disuadirla de que firmara una paz por separado con Es­paña.

    En tanto las fuerzas navales españolas estaban totalmente ocupadas en la guerra contra la Inglaterra de Cromwell, los portugueses invadieron España en 1657, amenazando seriamente Badajoz.

    En Enero de 1659, fueron las fuer­zas españolas las que invadieron Portugal, pero el ejército español sufrió una terrible derrota en Elvas. Francia abandonó a Portugal en la paz de los Piri­neos de 1659 y apenas le compensó de algún modo permitiendo el envío de vo­luntarios al mando del conde Schomberg. Fue la alianza inglesa de 1661 la que permitió a Portugal superar el aislamiento diplomático, y desde ese momento pudo contar con apoyo naval y la ayuda de un contingente militar ingleses.

    Para España, la guerra fue una sucesión de derrotas sin cuento. Felipe IV tuvo que recurrir a los tercios alemanes e italianos, que, pese a estar comandados por don Juan de Austria, el vencedor de Catalu­ña, fueron derrotados por Schomberg en la batalla de Ameixial en Junio de 1663. A duras penas fue posible organizar un nuevo ejército al mando del marqués de Caracena, que también fue derrotado, en esta ocasión en Villaviciosa (Vila Viçosa en portugués), el 17-6-1665.

    Felipe IV se aferraba obstinadamente a la convicción de que los portugueses eran simplemente, súbditos rebeldes, a los que en consecuencia, había que aplastar. El gobierno que le sucedió no tenía ni la voluntad ni los recursos suficientes para proseguir la guerra, y el 13-2-1668 la viuda de Feli­pe IV, la regente Mariana de Austria, reconoció la independencia de Portugal.

    Otros movimientos secesionistas

    Olivares tuvo que enfrentarse también a la revuelta de las Vascongadas, concretamente de Vizcaya en 1632. Esta rebelión, como otras posteriores en la historia vasca, era un movimiento de oposición al poder central, y, al mismo tiempo, un fruto de las tensiones existentes en la propia sociedad vasca, por el proceso de aristocratización de instituciones de gobierno y grupos dirigentes.

    Olivares había decidido en 1631 establecer un estanco o monopolio sobre la sal en toda la Corona de Castilla. En Vizcaya, gran consumidor de sal, se consideró una medida antiforal. En Octubre de 1632 se produjeron tumultos en Bilbao. La ira de los amotinados se dirigió contra los «traidores», contra los propios notables del señorío que traicionaban su libertad al aceptar los nuevos impuestos. Con todo, el motín fue limitado y la represión también. El odiado impuesto sobre la sal fue retirado, y en 1634 se promulgó un perdón general con algunas excepciones.

    Dentro de los conflictos separatistas del reinado, con mucha menor trascendencia que los de Cataluña o de Portugal, contemporáneo de éste, aparece una conspiración en Andalucía. De carácter nobiliario, motivada por causas fiscales, ante la política centralista del conde-duque.

    Andalucía había contribuido largamente a la financiación y al abastecimiento del ejército real, desde el comienzo de la Guerra de los Treinta Años. En 1640, el malestar era general, y un sector de la nobleza andaluza, era partidario de seguir el ejemplo de los separatistas catalanes y portugueses. Se formó, en 1641, una facción a la cual pertenecían don Gaspar Alonso de Guzmán, duque de Medina Sidonia, y Francisco de Guzmán, marqués de Ayamonte.

    El objetivo de tal facción era declarar a Andalucía un reino independiente, cuyo rey sería el duque de Medina Sidonia. No obtuvieron el apoyo popular, y por otro lado, su indiscreción, descubrió el plan.

    El resultado fue que el movimiento secesionista quedó abortado, y los líderes fueron encarcelados. El duque de Medina Sidonia, debido a su parentesco con el conde-­duque, salvó la vida, aunque tuvo que entregar sus posesiones de Sanlúcar de Barrameda, y pagar una multa de 200.000 ducados. No tuvo la misma suerte el marqués de Ayamonte, que fue ejecutado en el alcázar de Segovia.

    La caída de Olivares

    Las rebeliones de Cataluña y Portugal hicieron añicos la política del conde-­duque. Olivares fue víctima de las circunstancias económicas y de sus ilusiones políticas. Entre 1638 y 1641, el comercio transatlántico, tan importante para España, sufrió un profundo desplome.

    En 1640 no llegaron teso­ros de las Indias.

    En 1641, las flotas de Tierra Firme y de Nueva España, sólo reportaron a la Corona sumas ridículas.

    En ambas ocasiones, la Corona confis­có la mitad de las remesas a particulares y compensó a los comerciantes con vellón. Esa era una política suicida. La confiscación de la plata alentó todavía más el fraude, agravó la crisis del comercio de las Indias, y redujo los ingresos de la Corona. A partir de 1640, las finanzas del Estado se hallaban en una situación de auténtico caos.

    Las emisiones de vellón se multiplicaron incesantemente. En Septiembre de 1642 el gobierno se vio obligado a realizar una devaluación del 25%, que fue un nuevo golpe para el ahorro privado.

    Estos sacrificios podrían haber sido tolerables si hubieran servido para con­seguir buenos resultados. Pero las campañas de Cataluña y Portugal pusieron de manifiesto la terrible incompetencia de la administración.

    Aunque Olivares siempre había considerado la guerra como un instrumento fundamental de la política, nada había hecho para proveer a España de una maquinaria militar adecuada a sus necesidades. Las tropas profesionales ya estaban desplegadas en Italia, Alemania y los Países Bajos, pero no hubo organización alguna para reclutar un ejército nacional en Castilla.

    El ejército tropas parecía una hueste feudal, sin entrenamiento, y mandada por aficionados incompetentes.

    En Septiembre de 1642 se perdió Perpiñán, que pasó a manos de Fran­cia. El ejército real, en el que Olivares había basado sus esperanzas, avan­zó desde Aragón hacia Lérida, la llave de Cataluña. Allí fue claramente derrotado. Tanto a la hora del ataque como de la retirada, el desorden fue total.

    El fracaso hizo vulnerable a Olivares, que ya había perdido el apoyo de im­portantes grupos políticos y sociales. El Consejo de Castilla se hallaba en el centro de ese conflicto constitucional. A él correspondía la nada envidiable tarea de legalizar y aplicar muchas de las cuestionables medidas fiscales adoptadas por el conde-duque, como la confiscación de las consignaciones de plata de las Indias a particulares

    Olivares veía a los nobles como una fuente de posibles ingresos y un núcleo de oposición. Primero pidió su colaboración militar. Y si no querían prestar servicio militar, estaba dispuesto a acep­tar dinero. A partir de 1630 se impusieron levas a los títulos de nobleza y a los prelados y se inventariaron las posesiones de las órdenes militares para imponerles contribuciones. De esta forma, los grupos privilegiados, normal­mente exentos del pago de los impuestos, hubieron de contribuir directamente por primera vez, aunque se presentó en forma de una conmutación en efectivo del servicio armado que la nobleza estaba obligada a prestar a la Corona. Hacia 1640, cuando los acontecimientos en Cataluña y Portugal exigían medidas desesperadas, Olivares comenzó a actuar de forma más auto­ritaria, exigiendo el servicio de toda la nobleza sin excepciones. Los nobles reaccio­naron de distintas formas. Algunos, como los duques de Hijar o de Ses­sa, vieron con buenos ojos sus dificultades en Cataluña y trataron de explotar­las. Otros fueron más allá aún.

    Los nobles en primer lugar, condenaron al ostracismo a Oliva­res, protagonizando durante sus últimos años de gobierno una auténtica huel­ga de grandes que les llevó a abandonar la corte y también al rey. Luego, en 1642, concretaron más su oposi­ción .

    Olivares com­prendía que su carrera política no podía sobrevivir a los desastres de 1640-1642 y cuando se unieron los diferentes núcleos de la oposición -las Cortes, los mu­nicipios, la nobleza y el poder judicial- fue lo bastante realista como para aceptar la derrota. Felipe IV arregló su dimisión de forma honorable y sin recri­minación: el 17-1-1643 le autorizó formalmente a retirarse por motivos de salud. El conde-duque partió de Madrid para su casa de Loeches, realizó una breve campaña de propaganda en defensa de su honor, y luego fue exiliado a la casa de su hermana en Toro. Allí murió el 22-7-1645. A pesar de sus talentos y logros extraor­dinarios, Olivares presidió el fracaso y la derrota. En Europa, la preeminencia de la que había gozado España pasaba a manos de Francia.

    Tras el conde-duque

    Olivares había li­brado una larga batalla para subordinar a los grandes y a la burocracia conciliar a la autoridad real. Ahora se disolvieron sus Juntas especiales, los asuntos de los que se ocupaban volvieron a ser tratados por los Consejos y la burocracia conciliar comenzó a recuperar el terreno perdido ante las comisiones especia­les.

    Pocos días después de la caída de Olivares, aristócratas y buró­cratas se afirmaban nuevamente en el centro del gobierno. Feli­pe IV no nombró un nuevo valido, sino que llevó a cabo un intento de gobernar personalmente. Tras la marcha del conde­-duque, Felipe IV afirmó sentirse profundamente perturbado por la situación en que se hallaban sus reinos y decidió que nunca más volvería a abdicar de sus responsabilidades.

    En Julio de 1643, de camino hacia el frente de Aragón, conoció a la reputada mística sor María de Ágreda, con la que mantendría co­rrespondencia durante los 22 años siguientes. Sor María era una religiosa muy politizada y desde su convento asesoraba continuamente al rey. Le aseguró que las decisiones reales eran buenas, mientras que las decisiones ministeriales solían ser malas

    Felipe IV había sido amigo desde la infancia de Luis de Haro, sobrino de Olivares, y no tardó en aceptar sus decisiones y seguir sus consejos. En 1647 Haro acumulaba ya tantos cargos como Olivares. Le ayudaba en sus que­haceres una Junta de Estado que se reunía en su casa. Aunque no pertenecía al Consejo de Estado, dirigía sus asuntos desde fuera y controlaba los documentos del Estado y su distribución entre los diferentes Consejos. En general, tenía tanto poder como Olivares, aunque tal vez existía una nueva di­visión del trabajo entre el rey y el valido, atendiendo aquél a un mayor número de asuntos que anteriormente. En los últi­mos años del decenio de 1650, Felipe se refería a él en los documentos oficiales como “mi Primer Ministro”. Y siguió siéndolo hasta su muer­te en 1661. Felipe IV no le sustituyó y en los últimos 5 años de su reinado, dirigió personalmente los asuntos de gobierno, escuchando los Consejos de mucha gente, pero sin conce­der el poder a nadie.

    Si el nuevo régimen aportó escasas novedades en la organización del go­bierno, poco hizo también por reorientar la política exterior de España. La sus­titución de Olivares no podía obrar milagros. La guerra continuó devorando hombres y dinero, y Castilla siguió soportando el mayor peso de la carga. Todos los expedientes a los que había recu­rrido el régimen anterior, persistieron. La única diferencia estriba­ba en que, mientras que Olivares vociferaba, Haro razonaba.

    Pero en los primeros meses de 1644, los ingresos de la Corona estaban hi­potecados hasta 1648. Por ello, se decidió vender en forma de juros el reciente incre­mento del 1% del impuesto de la alcabala. Se instruyó a los corregidores para que trataran de conseguir el consentimiento de las ciudades representadas en las Cortes, pero que no reunieran a los cabildos hasta estar seguros de que votarían favorablemente. Si la situación del erario no era razón de peso para convencer a los cabildos, entonces había que decirles que el monarca ordenaba la medida, en virtud de su derecho sobre la ley divina y humana.

    La estimación de gastos para 1647, preveía un déficit suplementario para ese año, de 7 millones de ducados. Todos los productos alimentarios de primera necesidad soportaban ya una fiscalidad excesiva, los prés­tamos forzosos reportaban un rendimiento cada vez menor y no se sabía cuándo llegarían las flotas de las Indias. Antes de que terminara el año 1646, los españoles consiguieron, con grandes esfuerzos, que Francia levantara el sitio de Lé­rida, pero en los Países Bajos perdieron Dunkerque y en 1647 estalló una revolución en Nápoles.

    La Corona tuvo que declarar la segunda banca­rrota del reinado, 20 años después de la primera. La suspensión de pagos y la liberación de los ingresos hipotecados reportó a la Corona unos 10 millones de ducados. Los asentistas, a quienes se indemnizó con juros, sufrieron grandes pérdidas, particularmente los portugueses y los genoveses. Pero los 4 gran­des proveedores de la Corona -Spínola, Imbrea, Centurión y Palavesia- no se vieron afectados, para no privarles de los medios necesarios para poder con­ceder nuevos asientos.

    BIBLIOGRAFÍA DEL TEMA

    TITULO

    AUTOR

    EDITORIAL

    ISBN

    Historia Universal. Edad Moderna

    Domínguez Ortiz, Antonio

    Vicens Vives

    84-316-2167-2

    Diccionario de Batallas

    Laffin, John

    Salvat

    84-345-6651-6

    Los Austrias (1516 - 1700)

    Lynch, John

    Crítica

    84-8432-080-4

    Historia de España

    Tomo IV

    Marqués de Lozoya

    Salvat

    84-345-3760-5

    (del tomo IV)

    Atlas histórico mundial (tomo I)

    Varios Autores

    Kinder, Hermann

    Hilgemann, Werner

    Istmo

    84-7090-005-6

    (del tomo I)

    Diccionario de términos de Historia de España. Edad Moderna

    Varios Autores

    Rodríguez García, Justina

    Castilla Soto, Josefina

    Ariel

    84-344-2825-3

    Historia de la Baja Extremadura (tomo II)

    Varios Autores

    Terrón Albarrán, Manuel (director)

    Real Academia de Extremadura de las Letras y las Artes

    84-600-4550-1

    Historia Económica de la España Moderna

    Varios Autores

    González Enciso, Agustín

    De Vicente Algueró, Felipe José

    Floristán Imizcoz, Alfredo

    Torres Sánchez, Rafael

    Actas

    84-87863-09-4

    Manual de Historia Universal

    Tomo 5. siglos XVI-XVII

    Varios Autores

    Martínez Shaw, Carlos (coordinador)

    Historia 16

    84-7679-284-0

    (del tomo 5)

    A esta bibliografía hay que añadir la consulta a temas puntuales en la ENCICLOPEDIA INFORMÁTICA ENCARTA, y diversas páginas web

    TEMA 16: “EL ESFUERZO EXTERIOR”.

    Durante la primera mitad del reinado de Felipe IV tuvo lugar una profunda crisis bélica, en la cual la Casa de Austria perdió la hegemonía europea que había detentado desde los días de Carlos V. En primer lugar se desarrolló la guerra de los Treinta Años (1618-1648),. En segundo lugar se reanudó la lucha entre la monarquía hispánica y la república de Holanda. En tercer lugar, la hostilidad entre Francia y España terminó arrastrando a ambas monarquías dentro del litigio general europeo e incluso lo sobrepasó. En cuarto lugar la Inglaterra de Cromwell derramó el vaso colmándolo con una última gota.

    España y la guerra de los Treinta Años. Objetivos de las potencias europeas.

    En los orígenes de la guerra de los Treinta años, se entrecruzan muy distintas causas, presididas, al menos en su apariencia, por los motivos de religión. Pero las causas de orden político, son importantísimas.

    La situación en el Imperio, era especialmente delicada. Además de los problemas internos, confluían los intereses del resto de Europa: Guerra entre los Países Bajos y España, rivalidad entre ésta y Francia, guerra por la independencia de Portugal, inestabilidad de la frontera oriental en el Danubio, el problema báltico, con conflictos recurrentes....

    De ahí que el conflicto abierto en 1618, pase de guerra imperial a guerra europea, que no concluirá hasta 1660.

    España, pretende la continuidad de su poderío hegemónico, con un fondo de defensa a ultranza del catolicismo de la Contrarreforma, frente al protestantismo. Pero es muy cierto que para su continuidad política, precisa la continuidad territorial, que la opondrá a Francia en múltiples ocasiones.

    En 1621, al expirar la Tregua de los Doce Años y reanudarse la guerra entre España y las Provincias Unidas, la Corte de Madrid se ve impulsada a intervenir en el conflicto alemán para mantener la ruta terrestre a los Países Bajos. Hay que considerar, además, la ambición de Olivares de dominar política y económicamente a Europa por la muy católica Casa de Austria.

    Dada la posición geográfica del ducado de Milán, será éste, escenario para frecuentes enfrentamientos con Francia.

    A su vez, Francia, busca alcanzar sus “fronteras naturales”; el Rhin, y los Pirineos, fronteras de la antigua Galia, y por tal causa luchó por romper la línea Milán-Flandes, que habían trazado los Habsburgo, y que Richelieu, creía asfixiaban Francia. Tanto a él como a Luis XIII, ambos sinceros católicos, se les planteaba un problema de conciencia: ¿debían permitir el triunfo de los Habsburgo, que en definitiva era el triunfo del catolicismo, o apoyar a los protestantes para abatir el poderío de la casa de Austria?. La razón política primó sobre la religiosa.

    Pero el primer ministro francés, se sabía sin fuerza suficiente para enfrentarse a España y al Imperio, por lo que su política estuvo basada en el apoyo a los enemigos de sus enemigos, hasta que, en la denominada Fase Francesa de la guerra de los Treinta años, Francia se encuentra lo suficientemente fuerte, y declara la guerra a España.

    Los soberanos de Dinamarca y luego de Suecia, intervienen desde el exterior en una guerra que se hace más europea; reyes protestantes que defienden a los luteranos alemanes, pero reyes que se sienten involucrados en el conflicto, a causa de los intentos de los españoles de estrangular el comercio holandés, que era el principal suministrador de sus Cortes.

    La participación de España hay que situarla en primer lugar en que era una potencia «imperial» en Europa, pues poseía dominios fue­ra de su metrópoli, en Italia y en los Países Bajos. En segundo lugar, tenía que preservar las comunicaciones con esas posesiones, y para ello, necesitaba invadir esferas de in­tereses e influencias celosamente guardados por otras potencias. Existía la convicción en Europa de que España actua­ba movida por un catolicismo agresivo. Pero esa convicción era completamente errónea.

    La España del siglo XVII había heredado determinadas posesiones en Europa. La mayor parte no estaban preparadas para la independencia. Pero ese no era el caso de las Provincias Unidas, a las que Espa­ña consideraba como rebeldes pero que, realmente eran un Estado soberano. Pero los holandeses pretendían subvertir la posición española en las provincias del sur de los Países Bajos y, además, libraban una guerra abierta en las posesiones ultramarinas de los rei­nos asociados de la península Ibérica.

    En los Países Bajos estaba en juego la defensa del imperio.

    Para impedir el aislamiento de aquellos, España se vio impulsada a intervenir en Alemania, a la ruptura con Inglaterra, a entrar en conflicto en el norte de Italia y, finalmente, a la guerra con Francia. En los albores del siglo XVII, España perdió el control del corredor militar terrestre de tan vital importancia para el ejército de Flandes. La recuperación de Fran­cia a partir de 1595 y su reanudación de una política exterior antiespañola determinó que en 1631 Francia dominara ya las cabezas de puente hacia Ita­lia y Alemania y que España hubiera perdido las vías de paso tradicionales de sus ejércitos.

    España no podía permanecer impasible.

    No sólo envió subsidios al emperador, sino también un cuerpo selecto de tropas españolas que participaron en la batalla de la Montaña Blanca en Noviembre de 1620.

    España centraba su esfuerzo en objetivos más próximos. En 1619, un ejército español avanzó desde Normandía para defender Alsacia y el camino español, para los Habsburgo.

    En Julio de 1620, tropas españolas al mando del duque de Feria, ocuparon el valle alpino de la Valtelina, paso que unía los territorios de los Habsburgo españoles y austríacos, e igualmente importantes para las tropas españolas en su trayecto desde Milán a los Países Bajos.

    En Septiembre, Ambrosio Spínola, avanzó rápidamente por el oeste de Alemania, atravesó el Rhin y ocupó el Bajo Palatinado. El objetivo principal de esta operación era salva­guardar la comunicación de los Países Bajos con las posiciones aliadas en Ale­mania y las españolas en el norte de Italia, asegurando el control del paso del Rhin.

    La presencia española en el Bajo Palatinado, no fue bien vista por los príncipes alemanes, pero para España, era un territorio de gran importancia estratégica ya que la tregua con Holanda, expiraba en Abril de 1621 y los españoles estaban decididos a permanecer allí.

    En las primeras fases de la guerra alemana, el Consejo de Estado manifestó que España tenía demasiados pocos aliados en Europa como para permitir la destrucción de los Habsburgo, y que tenía un especial interés en apoyar la causa imperial. Por tanto, entre 1618 y 1640, a pesar de las pavorosas dificultades financieras, España destinó fondos sustanciales a la guerra en Alemania.

    La razón fundamental de la presencia española en Alemania hay que bus­carla en los Países Bajos, porque España deseaba que la frontera política de los Habs­burgo y la frontera religiosa del catolicismo se mantuvieran más allá de los Países Bajos. Había que renovar la tregua de Amberes, pues con los recursos existentes era imposible salir victorioso de un enfrentamiento béli­co. Esta era la política propugnada entre otros, por Spínola.

    Pero Olivares pasó por alto sus puntos de vista y la reanudación de la guerra contra Holanda en 1621, constituyó un golpe demoledor para la economía española. También en las Provincias Unidas había un partido favorable a la guerra, formado por calvinistas y comerciantes de Ámsterdam.

    Durante los años de tregua no habían perdido el tiempo y la ofensiva holandesa contra posiciones portuguesas en los trópicos continuó con la misma fuerza. Si tuvieron menos éxito en el imperio español, se debió a las defensas españolas.

    La reanudación de la guerra en los Países Bajos en 1621 no fue una decisión tomada de antemano. Los responsables políticos españoles debatieron todas las opciones posibles, incluso convertirla en una paz permanente, pero no hubo una reacción holandesa que hiciera concebir esperanza de éxito. Lógicamente, la ofen­siva colonial holandesa pesó decisivamente en la decisión española de reanu­dar la guerra.

    La lucha contra Holanda

    En la guerra contra Holanda siempre se habían mezclado motivos diversos; tanto cuestiones de soberanía como religiosas y comerciales. Sin embargo, a partir de 1621, España comenzó a ver la guerra como una lucha por la su­pervivencia económica. Era un conflicto que había que equilibrar por medio de embargos, bloqueos fluviales, y acciones piráticas, y no mediante campañas terrestres y guerras de asedio.

    Bajo la dirección de Olivares, España consiguió, en cierta medida, aumentar su poder naval en el norte y frenar las exportaciones y la navegación holandesas, pero no pudo llevar a la conclusión lógica sus ideas estratégicas.

    El imperio portugués era el más vulne­rable. Al expirar la tregua de Amberes se llevaron inmediatamente a la práctica los planes para la creación de la Compañía Neerlandesa de las Indias Occidenta­les y en el curso del año 1623 los holandeses movilizaron una fuerza expedicio­naria para lanzar un ataque contra Brasil.

    Los servicios de inteligencia, mantuvieron a Portugal perfectamente informado, pero era difícil defender la extensa línea costera brasilleña, y en Mayo de 1624 los holandeses capturaron Bahía consiguiendo un importante botín. Ahora que habían puesto el pie en Brasil, los holandeses eran una amenaza mayor para la América española.

    España entró en la guerra de los Treinta Años y reanudó el conflicto con los holandeses en condiciones favorables, al menos en uno de los sectores de su economía; el sector atlántico. El quinquenio 1616-1620 constituyó una etapa próspera para el comercio de las Indias, en el cual los envíos de metales preciosos, aumentaron casi el 16%. La Corona, no obstante, no vio aumentar su porcentaje, pero se benefició indirectamente del auge del sector privado.

    En Diciembre de 1621, la Flota de Tierra Firme naufragó y se produjeron pérdidas importantes, y en 1622 la Flota de Nueva España, también experimentó pérdidas. En consecuencia, las operaciones en los Países Bajos, no fueron espectaculares, pero en Octubre de 1624 las dos Flotas llegaron sin novedad a España, con una de las mayores remesas de metales preciosos de la historia del comercio de las Indias. Ahora, Spínola, consiguió un éxito espectacular en Mayo de 1625, al capturar Breda. Una prueba más de la revitalización española fue la formación y equipamiento de un escuadrón na­val con base en Ostende y Dunkerque para librar una guerra marítima contra el comercio y la navegación holandeses, aunque finalmente tuvo que ser utili­zado principalmente en una misión defensiva para proteger los convoyes espa­ñoles que atravesaban el Atlántico y el Canal de la Mancha.

    Igualmente vigoroso fue el esfuerzo de guerra español en América. Madrid reaccionó con prontitud ante la captura de Bahía, recuperada en 1625.

    El contingente español completó este éxito persiguiendo al enemigo por el Ca­ribe, y allí también los holandeses fueron rechazados, especialmente en Puerto Rico.

    Los holandeses contraatacaron y durante los años 1626-1627 el escuadrón mandado por Piet Heyn causó consi­derables daños a los barcos portugueses en el Atlántico Sur, pero, por el mo­mento, las flotas cargadas de plata continuaron llegando a España, a pesar de estar en guerra con dos potencias navales.

    En 1628 , el escuadrón de Piet Heyn, capturó toda la flota de plata de Nueva España en el puerto cubano de Matanzas. Este fue el golpe más duro asestado en el orgullo y la hacienda de España desde el descubrimiento de América. Los holandeses se sirvieron del tesoro capturado para financiar una nueva campaña contra Brasil, dos años más tarde.

    España, ante la dificultad de tener que luchar contra los ingleses y los ho­landeses simultáneamente, dirigió su mirada a sus aliados en Alemania. Desde comienzos de 1624, Olivares contemplaba la idea de una liga Habsburgo, en el seno de la cual España se uniría al empera­dor y a los príncipes católicos para destruir a sus enemigos respectivos en Ale­mania y los Países Bajos. De la misma forma que España no había dudado en apoyar y defender al emperador, era ahora esperable que los alemanes acudiesen en ayuda de Felipe IV contra Holanda. Pero a pesar de que el emperador y Maximiliano de Baviera deseaban ardientemen­te contar con la ayuda española en Alemania, especialmente desde el momento en que se produjo la intervención danesa en la guerra de los Treinta Años en 1626, no estaban dispuestos a mal­gastar sus recursos en la guerra de España en los Países Bajos.

    Un factor concomitante con la proyectada liga de Olivares era el plan de establecer una base naval y comercial en el Báltico, dominada por los Habs­burgo. El Báltico interesaba a España, como interesaba al resto de la Europa occidental, como fuente de abastecimiento de cereales, madera y suministros navales y, asimismo, porque era de hecho un monopolio de los armadores ho­landeses. En el curso de los años 1626-1628, Olivares intentó activar la puesta en marcha de una guerra comercial conjunta de España y el Imperio contra las Provincias Unidas. El plan consistía en establecer una compañía comercial Habsburgo-hanseática con base en los puertos de la Frisia oriental. Al tiempo que esa nueva compañía acababa con el control holandés del comercio del Bál­tico, una flota Habsburgo-hanseática podría desarbolar la navegación holan­desa.

    Otra idea fue alentar a Polonia a entrar en guerra con Suecia y contribuir al poder naval aliado.

    La debilidad del plan residía en de que ninguna de las partes que tenían que llevarlo a efecto estaba preparada para la tarea. Requisito indispensable para una liga comercial y marítima era la posesión de un puerto en el Báltico por el poder Habsburgo. Para ello, Olivares dependía del emperador y la negativa de éste acabó prácticamente con el proyecto. La hostili­dad de la Hansa y de Baviera fue el golpe de gracia. Así terminó la “operación del Báltico” en 1628 - 1629. Aguardando cada uno de los aliados a que los otros aportasen algo más.

    Por otra parte, la guerra de Mantua (1628), no contribuyó en nada al interés primordial de la po­lítica española: el conflicto con los holandeses, sino que fue más bien una dis­tracción de ese problema. Al coincidir con las dificultades financieras causadas por la pérdida de la flota de Nueva España en 1628, interrumpió la campaña en los Países Bajos.

    Spínola -que fue llamado a Madrid- esbozó dos cursos de acción posibles: la renovación decidida de una larga tregua con los holandeses, o el envío de fondos sufi­cientes para acometer una ofensiva a gran escala.

    La respuesta de Olivares fue la decidida rea­nudación de las hostilidades, sin mencionar cómo serían financiadas. El objetivo no debía ser una tregua, sino un tratado de paz defini­tivo que hiciera de las Provincias Unidas un Estado vasallo de España.

    Spínola se negó a llevar a cabo la política de Olivares, y a ocupar de nuevo su puesto.

    En 1629, los españoles perdieron 'S-Hertogenbosch, y al año siguiente los holandeses volvieron a atacar Brasil, comenzando la conquista de Pernambuco

    Al mis­mo tiempo, los grupos de intereses de Colonia y Bruselas presionaron a Espa­ña para que abandonara el bloqueo económico a las Provincias Unidas. Una de las consecuencias del proyecto de Olivares fue que alarmó a Gustavo Adolfo y reforzó sus motivos para hacer participar a Suecia en la guerra de los Treinta Años.

    Las relaciones con Inglaterra

    Desde 1618, la paz con Inglaterra había sido uno de los objetivos fundamentales de la política exterior española, por­que se pensaba que de ella dependía la seguridad de los Países Bajos y la posi­bilidad de que España tuviera las manos libres para intervenir en Alemania.

    España había neutralizado a Inglaterra gracias a las negociaciones para un posible ma­trimonio angloespañol, al amparo de las cuales Spínola había penetrado en Ale­mania, apoderándose del patrimonio del elector del Palatinado, cuñado de Ja­cobo I de Inglaterra. En 1624, cuando las negociaciones matrimoniales habían fracasado, la neutralidad inglesa era todavía más importante para España. Sólo cuando apareció una flota inglesa a las puertas de Cádiz en el otoño de 1625, el gobierno español tuvo que aceptar la idea de una guerra con Inglaterra.

    Una vez iniciado el conflicto, Olivares y sus colaboradores forjaron un proyecto para invadir Inglaterra.

    Pero mientras los españoles debatían incongruen­cias, los ingleses las llevaban a la práctica. En Cádiz cometieron todos los errores concebibles. Permitieron que escapara la flota española procedente de las Indias, el ataque contra la ciudad fue mal dirigido y pudo ser repelido por las fuerzas locales y la operación re­sultó desastrosa.

    En 1630 se llegó a la paz sin grandes dificultades.

    Más adelante, en el decenio de 1640, Felipe IV practicó una política de estricta neutralidad con respecto a la guerra civil inglesa. No tardó en reconocer a la nueva república, y se mostró dispuesto a conseguir su alianza, o al menos su neutralidad, para salvaguardar los intereses españoles. Pero el precio exigido por Cromwell era demasiado elevado, pues pretendía conseguir una declaración explícita de tolerancia religiosa, para los ingleses residentes en España, y la participación directa en el comercio colonial español.

    En verdad, tales exigencias, parecían una provocación destinada a que fueran rechazadas.

    Desde Abril de 1654, parece ser que Cromwell, había decidido entrar en guerra con España, y desde Agosto de ese mismo año, planeaba un ataque a las Indias Occidentales, ejecutando tal ataque en Diciembre, sin previa declaración de guerra.

    La operación estuvo mal diseñada, y peor ejecutada, no pudiendo superar las defensas españolas en La Española, y tuvieron que contentarse con la captura de Jamaica.

    Al mismo tiempo, otra flota inglesa esperaba la llegada de las Flotas a España, para atacarlas y, simplemente, apoderarse de su carga.

    Por su parte Felipe IV, deseaba tanto la paz con Inglaterra, que incluso estaba dispuesto a la cesión de Jamaica, si con ello podía lograrla. Pero Cromwell no deseaba la paz.

    Las relaciones con Francia

    También con Francia buscó España la paz, pero se preparó para la guerra. Y también en este caso el problema era defender las comunicaciones con los Países Bajos, en especial a través del paso de la Valtelina, una ruta que los enemigos de Francia y España en el norte de Italia intentaban amenazar con idéntico ímpetu.

    En enero de 1625, los franceses ocuparon el paso y establecieron una alianza con Venecia y Saboya contra Génova, aliada tradicional de España.

    Simultáneamente, fuerzas navales francesas bloquearon Génova y amenazaron con cortar las líneas de abastecimiento, de vital importancia, en­tre Barcelona, Milán y los Países Bajos. Francia y España se enfrentaron sin declaración formal de guerra.

    En España, las propiedades fran­cesas fueron confiscadas, mientras que Francia prohibía el comercio con Espa­ña.

    El gobierno español intrigó con los hugonotes. Los franceses ayudaron a los protestantes suizos.

    Un escuadrón mandado por el marqués de Santa Cruz levantó el bloqueo de Génova, y las tropas del duque de Feria obligaron a los franceses a retirarse al otro lado de los Alpes.

    Estos éxitos dieron ventaja a España y le permitieron salir sin merma del con­flicto. Por el Tratado de Monzón (Marzo de 1626) se restableció la paz en Italia y el statu quo en la Valtelina. España pudo seguir utilizando el paso para sus operaciones militares.

    Tras el fracaso de la “Operación del Báltico”, (1628 -1629), Olivares dirigió sus ojos al norte de Italia, donde en Diciembre de 1627 había muerto el duque de Mantua, planteándose un problema sucesorio. El pretendiente al ducado con mejores derechos era el duque de Nevers. Pero Olivares temía que si recibía el título un protegido del reino de Francia, haría peligrar los intereses de España en el norte de Italia y amenazaría sus comunicaciones estratégicas.

    Así pues, en Marzo de 1628 ordenó al gobernador de Milán, Gonzalo Fernández de Córdoba, que ocupara el Monferrato, una posición clave en los estados de Mantua, situado en la frontera occidental de Milán. Pero lo que Olivares había pensado como una operación rápida y decisiva, de­generó en una guerra costosa y sangrienta. Un ejército fran­cés atravesó los Alpes y muy pronto España se encontró luchando para salvar Milán.

    A la muerte de Spínola en 1630, los españoles aceptaron con alivio un armisticio, preludio de la paz de Cherasco (Abril, 1631), que puso fin a un conflicto estéril.

    El prestigio de Espa­ña, que no obtuvo beneficio alguno de la guerra de Mantua, se vio resentido ­al igual que sus recursos. El frente italiano absorbió todos los ingresos de la Corona procedentes de las Indias y una buena parte de las consignaciones a particulares.

    La ofensiva española (1633-39): Nördlingen

    En 1630 se firmó la paz con Inglaterra y en 1631 con Francia. Pero la decidida incursión de Suecia en Alemania hizo que empeora­ran las perspectivas de los Habsburgo y España no tenía confianza en la paz con Francia.

    Entre 1632 y 1635, la política exterior española fue vacilante, pues el gobierno, temía la posibilidad de un ataque repentino, pero no se decidía tampoco a atacar primero.

    Entre­tanto, las fortalezas del Rhin cayeron en manos de los protestantes.

    Al deteriorarse la situación en todos los frentes, Olivares dirigió una vez más su mirada hacia Alemania. Aún poseía una baza en Alemania: el Bajo Palatinado, que era considerado ahora como un elemento fundamental de sus comunicaciones estratégicas. Era la única compensación que España había recibido del Imperio por su ayuda militar y financiera y además, un utilísimo instrumento de negociación para interesar a los alemanes en los asuntos de los Países Bajos.

    Entre 1630 y 1648, España contó con una importante representación diplomática en Alemania, formada, entre otros, por el conde de Oñate, y Diego Saavedra Fajardo. Su propósito era conven­cer al emperador y a los príncipes católicos de que la supervivencia del poder Habsburgo en los Países Bajos era tan importante para Alemania como para España.

    Con el fin de reforzar argumentos, se enviaron subsidios a los electores ca­tólicos, de quienes se esperaba que contrarrestaran la influencia del duque de Baviera.

    España tendría que convencer a los alemanes con su ejemplo, aportando un poderoso contingente militar a una fuerza conjunta de las dos ramas de los Habsburgo, que serviría al mismo tiempo para defender los intereses imperiales en Alemania y los intereses espa­ñoles en los Países Bajos.

    Dos acontecimientos recientes hacían más apremian­te la necesidad de aplicar una medida de ese tipo. En las postrimerías de 1631 los ejércitos de Gustavo Adolfo y sus aliados alemanes ocuparon el Bajo Palatinado y unos meses después Richelieu consiguió una serie de posiciones estratégicas en Lorena. Una vez más las comunicaciones entre Italia y los Países Bajos estaban amenazadas.

    Atacada por Suecia y amenazada por Francia, la causa de los Habsburgo exigía una colaboración renovada entre Viena y Madrid. En Febrero de 1632 firmaron un tratado de ayuda mutua y Olivares gestionó personalmente su apli­cación. En el curso de los años 1633 y 1634 se organizó un poderoso ejército bajo el mando del cardenal-infante Fernando, hermano menor de Felipe IV. El cardenal-infante avanzó hacia el norte atravesando los Alpes desde Milán, y después de que se le unieran las fuerzas imperiales del general Gallas, infligió una derrota aplastante a los suecos mandados por Bernardo de Sajonia-Weimar, en Nördlingen en Septiembre de 1634.

    Esta campaña interrumpió los éxitos suecos, dejó todo el sur de Alemania en manos de los Habsburgo y sirvió para que el emperador y sus aliados recuperaran su con­fianza. Sin embargo, no aproximó un ápice los ejércitos imperiales a los Países Bajos. Finalmente, en Octubre de 1634 el conde de Oñate consiguió que el em­perador estampara su firma en un tratado ofensivo y defensivo contra los ho­landeses. Pero más difícil era conseguir su participación activa en la guerra. Cuando Francia intervino en 1635, abriendo un nuevo frente en los Países Ba­jos, las peticiones españolas de ayuda al Imperio y a los alemanes se hicieron más insistentes. Pero aparte de un contingente imperial simbólico y temporal, España no recibió ayuda alemana en los Países Bajos.

    La victoria de Nördlingen no logró la coalición de los Habsburgo. Sólo sirvió para empeorar las perspectivas españolas, porque reforzó la aversión francesa al po­der de los Habsburgo y su determinación de intervenir en el conflicto, que se hizo realidad en Mayo de 1635. Esta medida no sólo abrió nuevos frentes de guerra para España, sino que puso en peligro todas las líneas de comunicacio­nes con el norte y centro de Europa.

    Además, Francia entraba en guerra relati­vamente fresca.

    Por otro lado, la economía española estaba en una situación de depresión y su último recurso, el comercio de las Indias, experimentaba una contracción progresiva.

    Las Dunas y Rocroi

    La política de Richelieu, en el problema general de Alemania choca con la de Olivares. Pese a sus convicciones religiosas, tanto auxilió a Dinamarca, como incitó a Gustavo Adolfo II de Suecia a intervenir. Pero siempre tropezó con España. El éxito del Cardenal-infante en Nördlingen (1634) y la subsiguiente paz de Praga (1635) amenazaba con derrumbar sus sueños y proyectos.

    Entonces Richelieu cambió de estrategia constituyendo una alianza, en que participaron los enemigos del emperador alemán y del rey Felipe IV.

    En 1635 firmó un pacto con Holanda y más tarde con el canciller Oxenstierna, con poderes para intervenir por Suecia, en nombre de la reina Cristina; (tratado de Compiègne de 28 de Abril de 1635).

    Tras esto, aceptó en la alianza a una serie de líderes protestantes, entre ellos, y con su ejército, a Bernardo de Sajonia-Weimar, que será un instrumento poderoso en Alemania.

    Así, toda Europa es arrastrada en un torbellino: Suecia contra Alemania y Dinamarca para asegurarse el dominio del Báltico; Holanda contra España para lograr el reconocimiento de su independencia; el voivoda de Transilvania para oponerse contra el dominio de los Habsburgo en Hungría; Francia para vencer a España y al Imperio. Todo ello constituye la resolución de las diferencias políticas entre Francia, España y el Imperio alemán.

    Declarada la guerra oficialmente el 19 de Mayo de 1635, los primeros éxitos consiguen desquiciar las rutas de enlace de España con los imperiales.

    En un principio, sin embargo, las operaciones fueron muy negativas para las armas de Luis XIII. Pero en 1638, en un insólito atrevimiento, cruzaron la frontera peninsular, y pusieron cerco a Fuenterrabía, y aunque el episodio fue muy desfavorable para Francia, representó una seria advertencia.

    En 1637, España renunció al paso de la Valtelina y entregó el valle al dominio de los grisones (Tratado de Milán); en el mismo año Breda fue recuperada por Holanda y en 1638 Bernardo de Sajonia-Weimar hizo capitular la plaza de Breisach, llave de la ruta del Rhin, mientras las tropas francesas se asentaban en Alsacia.

    Lamentablemente, el hundimiento del comercio americano desde 1638, impidió a las fuerzas españolas en los Países Bajos, seguir contando con los tesoros de las Indias, y los recursos que ello implicaba.

    En 1639, el almirante holandés Tromp derrotó en el Canal de la Mancha a una flota española en la segunda batalla de las Dunas, y Arrás caía en poder francés. Así, desde el Mar del Norte al Milanesado, la barrera hispánica se desmoronaba. Pero más grave para España fueron los movimientos disgregadores internos, sobre todo en Cataluña y Portugal (crisis de 1640 - 1641) que Richelieu supo explotar a fondo. Mazarino, sucesor de Richelieu como primer ministro francés, recogió los frutos de la política anterior.

    El 19 de Mayo de 1643 tuvo lugar la batalla más trascendente para España. Luis II de Borbón, duque de Enghien (luego príncipe de Condé), aniquiló a los tercios españoles en Rocroi. Allí desapareció la fama de la infantería española, juzgada por invencible desde principios del S. XVI, y, asimismo, se extinguía el espíritu de ofensiva de España en Europa. Rocroi se ha ganado una reputación legendaria como la mayor derrota sufrida por la incomparable infantería española y con frecuencia se considera que marca el final del poderío militar español.

    Pero una batalla, no podía suponer el fin de una guerra. No obstante sí es cierto que, tras Rocroi, el poder militar español quedó ensombrecido definitivamente, aunque España aún habrá de seguir luchando durante mucho tiempo. Su esfuerzo militar en los Países Bajos no cedió y aunque sufrió nuevos reveses, entre ellos la pérdida de Dunkerque, consiguió mantener su posición en las provincias del sur. En ultramar, los holandeses seguían siendo incapaces de vulnerar las defensas coloniales españolas y su expedición a Chile en 1642 se saldó con un clamoroso fracaso.

    BIBLIOGRAFÍA DEL TEMA

    TITULO

    AUTOR

    EDITORIAL

    ISBN

    De Pavía a Rocroi

    Albi de la Cuesta, Julio

    Balkan

    84-930790-0-6

    La derrota de España

    Alcalá-Zamora, José

    Conferencia

    No publicada

    Historia Universal. Edad Moderna

    Domínguez Ortiz, Antonio

    Vicens Vives

    84-316-2167-2

    Diccionario de Batallas

    Laffin, John

    Salvat

    84-345-6651-6

    Los Austrias (1516 - 1700)

    Lynch, John

    Crítica

    84-8432-080-4

    La Edad Moderna. Siglos XVI-XVII

    Tenenti, Alberto

    Crítica

    84-8432-136-3

    Atlas histórico mundial (tomo I)

    Varios Autores

    Kinder, Hermann

    Hilgemann, Werner

    Istmo

    84-7090-005-6

    (del tomo I)

    Diccionario de términos de Historia de España. Edad Moderna

    Varios Autores

    Rodríguez García, Justina

    Castilla Soto, Josefina

    Ariel

    84-344-2825-3

    La Guerra de los Treinta Años

    Varios Autores

    Domínguez Ortiz, Antonio

    Parker, Geoffrey

    Alcalá-Zamora, José

    Molas Ribalta, Pere

    Historia 16

    84-85229-76-2

    Manual de Historia Universal

    Tomo 5. siglos XVI-XVII

    Varios Autores

    Martínez Shaw, Carlos (coordinador)

    Historia 16

    84-7679-284-0

    (del tomo 5)

    A esta bibliografía hay que añadir la consulta a temas puntuales en la ENCICLOPEDIA INFORMÁTICA ENCARTA, y diversas páginas web

    TEMA 30: “LA MONARQUÍA ILUSTRADA DE CARLOS III”.

    El Monarca.

    Carlos III accedió al trono de España el 10 de Agosto de 1759 con 53 años de edad. Tenía experiencia de gobierno como duque de Parma y rey de Nápoles y se sabía que era un gobernante reformista, con un criterio propio. En un mundo difícil e incierto, comunicaba una impresión de benevolencia y estabilidad.

    Carlos III era muy sensible a su sobera­nía y su ideal de gobierno era el absolutismo puro.

    No dependía de nadie, seguía su propio criterio y nunca se dejaba dominar por sus ministros. Una vez había tomado una deci­sión, no la modificaba.

    Hacía gala de una curiosa sumisión fatalista a la adversidad, que atribuía a la voluntad de Dios.

    Carlos III no quebrantó el marco establecido de la ley y la costumbre. Las desigualdades inherentes a una sociedad dividida por estamentos, clases y privilegios corporativos no le afectaban. En el decenio de 1760 se llevó a cabo un intento de imponer la igualdad fiscal, pero fue rápidamente abandonado. En 1776, hizo más estrictas las leyes para la celebración de matrimonios, para impedir uniones desiguales. No llevó a cabo intento alguno por reducir los grandes privilegios de que gozaban los nobles en materia penal.

    El rasgo fundamental de su política era la fuerza y no el bienestar social: el objetivo era hacer de España una gran potencia a través de la reforma del Estado, la defensa del imperio y el control de los recursos colonia­les.

    La crisis de 1766. El motín de Esquilache y la expulsión de los jesuitas de España y América.

    El motín de Esquilache. Causas, desarrollo y consecuencias

    Las reformas emprendidas por Carlos III, procedían de él mismo, o de su ministro Esquilache, y se emprendieron de una manera demasiado brusca para la sociedad española de medido el siglo XVIII. Por otra parte, la presencia en el gobierno de ministros extranjeros, junto a la existencia de agravios legítimos, produjo protestas de tinte patriótico popular.

    El fracaso de España en la guerra de los Siete Años, la elevación de los precios de los productos alimenticios, provocada por la inflación creada por los gastos de guerra, así como por las reformas urbanas, que en Madrid fueron extraordinariamente importantes, unido todo ello a las malas cosechas, provocaron un resentimiento que se apresuraron a explotar aquellos a quienes no gustaba el nuevo rumbo del gobierno.

    El decreto de Esquilache de 20 de Marzo de 1766, enmarcado en un programa de renovación urbana, y de imposición de la ley en Madrid, prohibiendo a los hombres portar sombreros redondos y capas largas, camuflaje de criminales, desencadenó una campaña de protesta contra Esquilache, al parecer, preparada por un grupo de activistas.

    El gobierno no prestó excesiva atención a ese hecho, hasta el domingo de ramos 23 de Marzo. Por la tarde de ese día tuvieron lugar choques entre el pueblo castizo y los soldados. Ocho cuadrillas de agitadores recorrieron los barrios congregando a los vecinos. Así se formó una multitud de varios millares de personas que, después de cometer actos vandálicos, se dirigieron a la “Casa de las Siete Chimeneas”, fastuosa residencia de Esquilache, y como no encontrasen en ella al ministro y a la marquesa, aún más odiada que él, saquearon la casa e hicieron con las riquezas acumuladas una inmensa hoguera.

    Esquilache, que regresaba de un viaje, se refugió en el Palacio Real.

    A la mañana siguiente, 24 de Marzo, una muchedumbre acudió a la Puerta del Sol, y tras un debate político, la multitud se dirigió a Palacio. La guardia valona (odiada por el pueblo), acuartelada en el cercano palacio de Consejos cometió el error de hacer algunas descargas que causaron muchas víctimas en aquella masa compacta. Se trabó entonces una verdadera batalla junto a los muros de palacio. Ante la gravedad de la situación, el rey había ordenado la movilización de las tropas de los alrededores y su avance hacia la capital.

    Un capuchino, el padre Juan de Cuenca, se ofreció a llevar al rey las pretensiones de los amotinados, concretadas en lo siguiente:

    • Destierro de Esquilache y de su familia.

    • Cese de los ministros extranjeros, que habían de ser sustituidos por españoles.

    • Supresión de la guardia valona.

    • Supresión del bando sobre la vestimenta.

    • Retirada de la tropa a sus cuarteles.

    • Abolición de la Junta de Abastos y baja de los precios de los artículos de primera necesidad.

    Al propio tiempo, se imponía al rey la humillación de firmar públicamente estas concesiones en la plaza Mayor de Madrid. El rey, desde un balcón de Palacio, aceptó las peticiones, pero a media noche, huyó en secreto a Aranjuez, junto con Esquilache y Grimaldi. Al día siguiente, 25 de Marzo, decidió salir a cazar, pero las noticias de la huída del rey, en compañía del aborrecido Esquilache, y el movimiento de tropas, enfurecieron a los amotinados, que recorrieron Madrid en grupos numerosos, lanzando “vivas al rey” y “mueras a Esquilache”

    Una representación de ellos llegó hasta Aranjuez, donde plantearon al rey dos nuevas exigencias:

    • Su inmediato regreso a Madrid

    • Perdón general sin represalias

    Prevaleció la bondad del rey, quien concedió personalmente y por escrito todas las peticiones. Se cumplieron parcialmente, puesto que en efecto, Carlos III prescindió de Esquilache, pero no de Grimaldi.

    Pero ¿cómo interpretar los sucesos de esos 4 días de ausencia de gobierno? ¿Se trataba de una simple revuelta popular? ¿Quién estaba detrás del motín?

    Muy diversas teorías no probadas se han barajado por la historiografía.

    Por una parte existe la posibilidad de la revuelta exclusivamente popular, pero en tal caso, algunos grupos sociales, tendrían que haberse alarmado seriamente, y no fue así.

    Otra teoría sitúa a los franceses como instigadores, ya que librándose de Esquilache, eliminaban a un poderoso opositor a los pactos de familia entre Borbones españoles y franceses.

    La nobleza, no había sido afectada directamente por la política reformista, pero consideraban la anunciada recuperación de los señoríos por la Corona, como una amenaza, fuerte amenaza contra sus intereses, tierras, rentas y cargos, pudiendo también haber impulsado o fomentado el motín.

    La Iglesia se había sentido alertada como consecuencia de las pérdidas jurisdiccionales y económicas, sufridas como consecuencia del Concordato de 1753, y el proyecto de desamortización de Campomanes, suponía una nueva lesión, por lo que podía verse predispuesta a apoyar o secundar las revueltas, fomentando los levantamientos con objeto de impedir o retrasar la reforma.

    El gobierno, una vez recuperada la sangre fría, reaccionó con firmeza ante los acontecimientos. No se trató de un proceso revolucionario, pero la insurrección era un suceso tan extraordinario en la España del siglo XVIII, que el gobierno se sintió al borde del terror, y el propio rey, mostró desde ese momento un horror ante los disturbios populares.

    Los dos ministerios que ostentaba Esquilache fueron a parar a Juan de Muniaín (Guerra) y Miguel de Múzquiz (Hacienda), ambos, administradores profesionales.

    La dirección de la política interior, adquirió una importancia crucial. El 11 de Abril de 1766 el conde de Aranda, fue nombrado presidente del Consejo de Castilla, con la prioritaria tarea de restaurar el orden, encontrar a los responsables de los desórdenes, y asegurarse de que no se volvería a producir una situación similar.

    Se formó una comisión especial bajo la presidencia de Aranda, que comenzó a trabajar para la obtención de resultados. No tardó en decidir que los culpables habían sido los jesuitas, y pasó los meses siguientes reuniendo pruebas. Sus conclusiones confirmaron los prejuicios del rey contra una orden a la que consideraba un peligro para él. Pero no quedaron ahí las conclusiones, sino que la nobleza, el clero, las autoridades municipales, y los Cinco Gremios Mayores, fueron obligados a solicitar al rey, que anulara las concesiones otorgadas, y que retornara a Madrid, para desautorizar a la oposición y reconocer al monarca como único poder soberano. El levantamiento, se declaró «nulo e ilícito», y se revocaron todas las concesiones excepto el perdón general, y la destitución de Esquilache.

    Sin embargo los disturbios se reprodujeron en las provincias, donde adoptaron forma de motines populares, como crisis de subsistencia, pero incluso cuando el precio de los alimentos no era excesivo, hubo levantamientos a imitación de Madrid, con la esperanza de obtener algunas concesiones.

    El gobierno central, actuó con dureza. Los motines eran una afrenta a la soberanía real, una amenaza para el orden público y una sangría para las finanzas del Estado. En el auto de 5 de Mayo de 1766, quedó claro que los principios fundamentales del gobierno eran monarquía absoluta y obediencia total. Los ministros deseaban poner fin a la idea de que el motín era una forma legítima de protesta. En consecuencia se decretó que:

  • Los alcaldes iniciarían una investigación inmediata que esclareciese causas y autores de las revueltas

  • Se impondrían nuevas medidas policiales

  • Los vagos y mendigos serían detenidos. Los necesitados, serían enviados a hospicios, y los demás al ejército y la marina.

  • Se crearon dos nuevos funcionarios para el control de los precios de los productos alimenticios, pero disponían de tan escasa fuerza, que las reducciones de los precios quedaron anuladas.

    Las ideas reformistas de Campomanes y apoyadas por Esquilache, alertaron a la nobleza y al clero, y llamaron la atención sobre la naturaleza de los gobernantes: una coalición de políticos extranjeros y españoles, provistos de más talento que títulos. Ellos, y el propio rey, aprendieron una dura lección: sería difícil imponer el necesario cambio en España, a menos que la crisis hubiera sido una simple conspiración.

    La expulsión de los jesuitas

    La causa principal de la antipatía que en aquella época despertaban los jesuitas puede situarse en su engrandecimiento en España a finales del siglo XVI y, sobre todo, en el XVII, en que gozaron de la protección de los Austrias.

    Pero, además, Carlos III tenía prejuicios contra ellos. Desde su punto de vista, formaban una organización insidiosa y muy rica, que en una ocasión había defendido el regicidio, que mantenía un voto especial de obediencia al Papa, y también albergaba ciertas sospechas respecto a su lealtad a la Corona española. Una orden con su cuartel general fuera de España, era incompatible con el concepto absolutista que mantenía Carlos III, secundado ampliamente por sus ministros.

    También los jesuitas tenían adversarios e incluso enemigos entre un amplio sector del clero secular, más aún en el regular, y dentro de la sociedad laica. Todavía estaban frescos los recuerdos de la época en que prácticamente monopolizaban el confesionario real, y controlaban los nombramientos, y la política eclesiástica.

    Ser “jesuita”, significaba desaprobar las reformas de los ministros manteístas. Ser “jansenista”, significaba apoyar la regalía, oponerse a Roma, y ver con buenos ojos la heterodoxia.

    Por ello, el gobierno prefirió ver en los jesuitas el motor de los motines de 1766, en especial el promovido en Madrid, tal como determinó la Comisión especial presidida por Aranda y organizada por Campomanes, mencionada más arriba. La Comisión concluyó que los jesuitas, su doctrina, su organización y sus actividades eran incompatibles con la seguridad de la monarquía, como lo hacían evidente su apoyo a Ensenada, sus grandes riquezas, su lealtad para con Roma, fundando un estado dentro de otro estado, sus actividades en América, sus teorías sobre el regicidio, el antecedente de su expulsión de Francia y de Portugal, y finalmente su participación en los acontecimientos de Marzo de 1766.

    El informe fue aceptado por el rey y por el Consejo. Los jesuitas eran el culpable conveniente, y su culpa liberaba al gobierno de cualquier responsabilidad y de la necesidad de enfrentarse al pueblo y la nobleza, que presumiblemente eran los otros instigadores de la conspiración.

    Se consideró culpable del motín a la Compañía de Jesús, y un decreto real de 27 de Febrero de 1767, determinó su expulsión de España y de sus dominios. Se mantuvo en secreto durante un mes, mientras se preparaba el terreno para llevarlo a la práctica. A media noche del 21 de Marzo, un destacamento militar fue enviado a cada una de las seis casas jesuitas. Se ordenó a los ocupantes que se levantaran y reunieran, y haciendo uso de cuantos vehículos de transporte pudieron encontrarse, en la mañana del 22 de Marzo, los jesuitas se hallaron camino de Cartagena donde fueron embarcados expulsados de España, estableciéndose en los estados pontificios y en otras partes de Europa.

    Cuando, mediante una intensa actividad diplomática, Carlos III logró el nombramiento del Papa Clemente XIV, se alcanzó una victoria de las fuerzas antijesuíticas, y el Papa firmó un breve que suprimía la Sociedad de Jesús, fechado en 21 de Julio de 1773.

    El principal agente que trabajó en Roma para causa española triunfante, fue José Moñino, que incluso influyó en la redacción del breve, y fue recompensado por Carlos III con el título de conde de Floridablanca.

    Las doctrinas de los jesuitas, fueron prohibidas, y sus propiedades confiscadas, para crear nuevos centros de enseñanza, mientras que las rentas se asignaron a hospitales y empleadas en medidas sociales.

    Fue el Estado más que la sociedad quien se benefició de la disolución de la orden jesuita, dando lugar a la reforma universitaria, que se inició en 1769, al solicitar el gobierno a las universidades la presentación de sus nuevos planes académicos, con el objetivo de desarrollar las ciencias, especialmente las aplicadas.

    La subordinación de la Iglesia al Estado, se completó con las restricciones impuestas a la Inquisición.

    Potencialmente era un instrumento real, pero a los ojos del gobierno estaba comprometida por su antigua asociación con los jesuitas. Aunque el tribunal no estuvo ocioso durante el siglo XVIII, su actividad declinó, pasando la sede de Toledo a entender de tres a cuatro casos al año, frente a los doscientos habituales en el siglo XVI.

    Pero este declinar del tribunal de la Inquisición, no debe tomarse como cese de sus actividades, como lo demuestra el caso de Pablo de Olavide, que pasó de funcionario real, a verse condenado a ocho años de confinamiento, y confiscadas sus propiedades, aunque pudo escapar trasladándose a Francia.

    Las pugnas ministeriales: el triunfo del partido aragonés.

    A) Los ministros

    La prueba de las intenciones y criterios del nuevo monarca fueron los nombra­mientos ministeriales. Para reconstruir España existían dos modelos posibles de gobierno. El primero estaría formado por hombres con ideas nuevas, dispuestos a socavar las estructuras tradicionales y a oponerse a la política anterior. El segundo sería un gobierno de pragmáticos cuya prioridad sería la reforma del Estado y el incremento de sus recursos. Los dos enfoques entrañaban riesgos: el primero podía provocar una contrarrevolución y el segundo sólo permitiría adop­tar medidas tibias. De hecho, la segunda opción sólo se podía asegurar con ayuda de la primera, porque el Estado sólo podía llevar a cabo una reforma profunda a expensas de los grupos privilegiados. Carlos comenzó inclinándose hacia el primer modelo, pero cuando éste encontró oposición, en 1766, adoptó una combinación de los dos en una administración que duró hasta 1773. Enton­ces hizo su elección definitiva y optó por un gobierno de administradores prag­máticos que no modificaron sustancialmente la situación de España. Varias razones explican este cambio. La primera, la escasez de personajes de la vida pública que conjugaran unas ideas ilustradas con una capacidad administrativa; a la inversa, los administradores enérgicos tendían a carecer de originalidad. La segunda el predominio de la política exterior en el pensamiento de Carlos y sus ministros. Un régimen tan partidario de la guerra necesitaba estabilidad en el frente doméstico y le interesaba conseguir ingresos fiscales inmediatos más que reformas estructurales a largo plazo.

    Carlos comenzó su reinado conservando a todos los ministros de Fernan­do VI con excepción del conde de Valparaíso en Hacienda, al que sustituyó (9-12-1759) por Leopoldo di Grigorio, marqués de Esquilache, un siciliano que había sido miembro de su gobierno en Italia, considerado como un advenedizo por los españoles. Así pues, España entró en guerra en 1762 con un ministro de Estado y Guerra, Ricardo Wall, y un ministro de Indias y Marina, Julián de Arriaga, que durante mucho tiempo habían practicado una política de paz y que ahora tuvieron que soportar el oprobio de la derrota. Conforme declinaba la influencia de Wall y de Arriaga, aumentaba el poder de Esquilache y cuando Wall dimitió, en agosto de 1763, Esquilache se hizo cargo también del Ministerio de Guerra.

    El nuevo ministro de Estado era el marqués de Grimaldi, otro italiano que había servido en la administración de los dos antecesores de Carlos y que, como embajador en Versalles, fue el artífice del tercer Pacto de Familia entre España y Francia. Diplomático compe­tente, pero jamás había tenido una idea original.

    La reorganización ministerial dejó los puestos clave del poder -Hacienda, Guerra y Estado- en manos de italianos, cuyo ascendiente se vio reforzado aún más por la constitución, a finales de 1763, de una junta de ministros, formada por Esquilache, Grimaldí y Arriaga, y que se reunía todos los jueves para analizar la política colonial y comercial. Pero Esquilache no tardó en comprender las posibilidades de ese organismo y, junto con Grimaldi, se hizo con el control de la comisión, mientras que Arriaga, hombre tranquilo y hones­to, confuso en sus ideas y escasamente valorado por sus colegas y por los embajadores extranjeros, se vio gradualmente mar­ginado.

    No parece que Carlos advirtiera el riesgo político que corría al concentrar el poder en manos de extranjeros, medida retrógrada que no estaba de acuerdo con los tiempos. El aumento de impuestos que se vio obligado a introducir Esquilache después de la guerra fue peor recibido al ser decretado por un extranjero. Al mismo tiempo, prestó su apoyo a reformas más radicales ideadas por la fértil mente de Campomanes en el Consejo de Castilla: la incorporación de señoríos a la Corona, la introduc­ción de la libertad comercial para los cereales y la propuesta de desamortización de las propiedades de la Iglesia.

    A Esquilache le interesaban más las implicaciones fiscales que las sociales de esas medidas, pero despertó las suspicacias de los grupos de intereses privilegiados.

    La crisis de 1766, enseñó a Carlos que debía sustituir a los italianos por españoles, reforzar gradualmente su gobierno y conseguir que adquiriera una identidad más clara. Manuel de Roda, abogado, regalista y partidario del absolutismo, fue nombrado ministro de Gracia y Justi­cia en Enero de 1765. Bien recibido por Grimaldi, pero poco a poco se distanció del italiano para aliarse con su compatriota, el conde de Aranda, para el cual fue una fructífera fuente de ideas. En cuanto a Aranda, aragonés, solda­do, hombre de criterio independiente, era un diamante en bruto que no se mezclaba fácilmente con otros políticos. El más distinguido de ellos fue Cam­pomanes, hijo de una familia pobre de hidalgos de Asturias, intelectual, erudito y político. Daba a luz un incesante número de papeles, informes y estudios, y dejó su impronta en aspectos muy diversos de la legislación.

    Su colega, José Moñino, también era dueño de sus actos. Después de desempeñar el importante puesto de embajador en Roma fue hecho conde de Floridablanca y sustituyó a Grimaldi como secretario de Estado en 1776.

    El importante ámbito americano quedó en manos del ineficaz Arriaga hasta su muerte en 1776, cuando José de Gálvez fue nombrado ministro de las Indias y reavivó un programa de reforma imperial que había sido abandonado en 1766. Gálvez era enérgico en la utilización del poder y un imperialista de línea dura.

    La administración se completó con Juan de Muniain, ministro de Guerra, y Miguel de Múzquiz, ministro de Hacienda.

    Los ministros de Carlos III tenían una identidad característica del reinado. No procedían de la aristocracia, sino de un grupo de abogados prepa­rados en la universidad y pertenecientes al sector inferior de la nobleza, partida­rios de la monarquía absoluta y cuyas mentes estaban abiertas al conocimiento de todo lo moderno. La mayoría eran manteístas. Habían comenzado su vida fuera de los rangos del privilegio y se habían visto obligados a trabajar duramente para obtener sus títulos. Una vez que consiguieron acabar con el dominio de los colegiales en el gobierno, tendie­ron a crear su propia red de influencias. Pero estaban lejos de formar un grupo homogéneo. En el gobierno posterior a Esquilache, eran todos re­formistas, pero existían varios grados.

    Aranda despreciaba a los manteístas, especial­mente a Campomanes, y, aunque era amigo de Voltaire y se presentaba como un hombre de la Ilustración, era esen­cialmente un tradicionalista partidario del retorno de la aristocracia al poder. Existía un amplio espectro de posiciones intelectuales: en un extremo se situaban el librepensador Roda y el secularista Campomanes y en el otro el fanático enemigo de la Ilustración José de Gálvez.

    Los enciclopedistas, no atacaban abiertamente a la religión. El modelo era Floridablanca, consciente del mundo, dispuesto a apren­der, pero rápido en reaccionar.

    B) Las disputas

    La sofocación de los tumultos de 1766 y la expulsión de los jesuitas al año siguiente fueron una justificación parcial del absolutismo. Pero Carlos III se vio obligado a prescindir de su principal ministro y la administración a reconocer la resistencia al cambio. En su búsqueda de un nuevo paladín, el rey eligió al conde de Aranda, convirtién­dole, de hecho, en ministro del Interior.

    Aranda era ya un administrador muy experimentado y que había via­jado intensamente, un soldado familiarizado con la Ilustración, un progresista que no había abandonado los valores españoles y aristocráticos. Con él, Carlos incorporaba a su gobierno a un ejecutivo duro y a un pseudorreformista, un hombre que podía restablecer el orden y la confian­za, dar seguridad y frenar a la aristocracia y conservar una política moderada de cambio. Pero Aranda se veía como algo más que un acólito de otros políticos.

    Aranda fue presidente del Consejo de Castilla durante 7 años, desde 1766 a 1773. Hacia el final de ese periodo, en Mayo de 1772, los fiscales del consejo, Campomanes y Moñino, se quejaron ante Carlos III de que el presiden­te actuaba despóticamente, invadiendo su jurisdicción y violando indirectamente los derechos del monarca. Así salió a la superficie un conflicto latente entre el llamado partido aragonés, hostil a los conceptos borbónicos y a los funcionarios centralizadores, y los fiscales del consejo, defensores del dominio de la ley y el poder civil contra los excesos de Aranda y los militares. La existencia de esas facciones, era bien conocida por los contemporáneos. Por supuesto no existían partidos en el sentido moderno, sino sólo facciones que trataban de conseguir influencia en el poder.

    Aranda estaba en el centro de uno de esos grupos, cuyos miembros no todos eran aragoneses, pero que sustentaban las mismas ideas políticas.

    Este partido aragonés podía ser definido simplemente como el de unos clientes que buscaban una situación de privilegio. Había una serie de aragoneses en Madrid, algunos de ellos burócratas ansiosos de conseguir promoción, otros aristócratas que esperaban su oportuni­dad y todos dirigiendo su mirada a Aranda como jefe. La presencia de extranje­ros en el gobierno despertó en los aragoneses -y también en otros españoles- ­un resentimiento, y la tendencia a favorecer a los manteístas, reactivó en los aragoneses el resentimiento histórico por la oposición borbónica a su identidad regional.

    Aranda se consideraba como un modera­dor de la monarquía, un puente entre el rey y el pueblo y pretendía que el poder aristocrático dominara al poder real. Finalmente, el partido recogía las ideas de los militares, que en muchos casos se sentían frustrados en sus expectativas y cada vez más alejados de la administración civil.

    El conflicto entre los golillas y los aragoneses no se reducía a una simple división entre reformistas y reaccionarios, pues Aranda y su aliado político, Roda, se adscribían a uno u otro grupo según los temas concretos. Las secretarías más importantes acumulaban mayor poder y ello situaba a ministros como Grimaldi y Floridablanca, golillas despreciados por Aranda, en una posición de preeminencia sobre sus rivales.

    La posición de Aranda era ambigua. Por una parte, tenía que oponerse al antirreformismo extremo de muchos nobles y colegiales que rechazaban el trato de favor que Carlos III dispensaba a los golillas. Por otra parte, chocaba con los ministros golillas, si no por su reformismo por su control de la política, y el conflicto se exacerbó por la crisis de las Malvinas de 1770, cuando el belicoso Aranda ridiculizó los esfuerzos diplomáticos de Grimaldi y se regoci­jó con el fracaso de su rival. Durante los 2 años siguientes la tensión subió de tono en el seno del gobierno y cada nombramiento era examinado atentamente como prueba de la ascendencia o declive de las facciones. En marzo de 1772, el nombramiento de Moñino, sin duda candidato de Grimaldi, para el importante cargo de embaja­dor español en Roma, fue considerado como un indicio de que Grimaldi todavía gozaba del favor real.

    Grimaldi urgía a Carlos a que sustituyera a Aranda, que además de ser un elemento abrasivo había dejado de ser útil. El rey estuvo de acuerdo y en abril de 1773 Aranda fue nombrado embajador en Francia. Le sustituyó en el Consejo de Castilla Ventura de Figueroa, hombre oscuro y mediocre.

    Aranda no abandonó la política española y el partido aragonés continuó actuando, agrupado en torno a la cámara del príncipe de Asturias. Carlos (más tarde IV), tenía sus propios agravios contra el rey, que le había dado una pobre educación. Grimaldi por lo general, fracasaba al tomar la iniciativa y en 1775 su fracaso fue total. Se decidió orga­nizar una gran expedición contra Argel para castigar a su gobernante. La guerra era importante para los españoles por razones de orgullo, religión y seguridad marítima y la magnitud de la catástrofe cosechada, se consideró como un escándalo y un desastre nacional. La expedición había sido proyectada fundamentalmente por Grimaldi y Alejan­dro O'Reilly, dos extranjeros, que hicieron revivir los sentimientos patrióticos y que llevaron a la población de Madrid al borde de la violencia. El parti­do aragonés, con la complicidad del príncipe de Asturias, siguió presionando al asediado ministro, que convenció al rey para que permitiera al príncipe asistir a las reuniones nocturnas de trabajo, al menos cuando se discutieran temas de política exterior. Pero el príncipe, expuso sus ideas -o las del partido aragonés- en una serie de inspiradas intervenciones en las reuniones del gabinete, siendo sólo refrenado por el propio rey.

    El partido aragonés, ma­nejado por la mano distante de Aranda, dominado por la aristocracia y con la protección del príncipe de Asturias, continuó actuando como oposición destructiva. Grimaldi comprendió que estaba aislado políticamen­te. Ricla y Múzquiz pertenecían al partido aragonés, Roda era amigo de Aranda y nadie deseaba verse asociado con una serie de fracasos políticos. Grimaldi dimitió el 7 de Noviembre de 1776 y fue nombrado embajador en Roma. De hecho, cambió el puesto con Floridablanca.

    Los últimos meses de 1776 fueron cruciales para España, un periodo que contempló una lucha por el poder entre el partido aragonés y los ministros, entre la aristocracia y la burocracia, entre los colegiales y los golillas. Lo que estaba en juego era la naturaleza del estado borbónico. ¿Había de ser un estado centralista, burocrático, moderno y abierto al cambio, o retornar a un modelo conciliar, aristocrático, regionalista y ser su política una incógnita?. Los golillas y la burocracia reaccionaron con­tra sus oponentes. Grimaldi todavía tenía influencia y apoyo en su propio departamento, en la secretaría de Estado, donde se movilizó a la opinión en favor de Floridablanca, y al tiempo, Grimaldi sugería su candidatura al rey. Carlos aceptó la idea y Floridablanca ocupó su cargo como secretario de Estado en Febrero de 1777, como hombre de los golillas y los reformistas.

    Por tanto, se había cerrado el camino a cualquier posible alternativa y el partido aragonés no consiguió salir beneficiado de la dimisión de Grimaldi, que había contribuido a provocar. A la muerte de Arriaga en 1776, le sucedió Gálvez como ministro de Indias. Era un golilla por definición, pero dispuesto a unirse al partido aragonés, si eso le aseguraba el puesto de Grimaldi. Tal cosa no ocurrió, y se convirtió en un pilar del gobierno golilla, interesado en reforzar el poder naval y militar, en conseguir un aumento de los ingresos, y en proyectar una política exterior enérgica.

    Car­los III descargó el trabajo y la responsabilidad sobre Floridablanca, pero tam­bién le hizo depositario de favores, apoyo y confianza extraordinarios. El rey, a partir de ese momento no intervino ya en los asuntos de Estado, dejando el gobierno en manos de Floridablanca. Desde 1777 Floridablanca fue un ministro todopoderoso, en pie de igualdad con otros ministros de Europa y un buen administrador. Pero era engreído, e incapaz de aceptar una crítica. Su intolerancia para con los demás se reforzó al recibir el mayor apoyo del rey.

    Inevitablemente, Aranda mostró una actitud hostil hacia Floridablanca. Como embajador en París era responsable ante el nuevo ministro, al que consi­deraba inferior en todos los sentidos. Desde París le escribió al príncipe de Asturias, dando rienda suelta a su resentimiento por el hecho de que un hombre tan inexperimentado y que sólo era especialista en derecho, estuviera al frente de los asuntos de España, mien­tras sus talentos se desperdiciaban en París.

    Floridablanca tendió a concentrar el poder y a rodearse de seguidores. Tenía sus propios clientes en otros ministerios y ello le permitió ampliar su esfera de influencia. La movilidad ascendente era tanto una táctica como un mérito y Florida­blanca utilizó este sistema, excluyendo a la problemática aristocracia. Otra de sus tácticas fue la de eliminar la influencia del Consejo de Estado, que represen­taba intereses tradicionales, reforzando en su lugar la autoridad del consejo de ministros que él presidía. El partido aragonés era un grupo de intereses en la oposición, con un concepto diferente del gobierno y una base social distinta y enfrentada. Todavía tenía contacto con el príncipe de Asturias, y éste con Aranda.

    Cambios en la administración interna y en los gobiernos locales.

    Carlos III continuó la política de absolutismo y centralización comenzada por los primeros Borbones y durante su reinado las cortes -unas cortes para todo el reino- no desempeñaron un papel más importante en la vida nacional que con los primeros Borbones. En las Cortes de 1760, reunidas para reconocer a Carlos como príncipe y here­dero, los diputados de Aragón, hablando en nombre de las provincias orientales, presentaron un documento al rey que pretendía demostrar que los cambios introducidos por Felipe V no habían producido los resultados pretendidos y manifestando su oposición a la Nueva Planta. El Memorial de greuges causó escaso impacto en el gobierno y no determinó cambios significativos, aunque los súbditos de las provincias orientales fueron nombrados para ocupar cargos en mayor número que antes. Por otra parte, entre Madrid y las provincias vascas hubo una tensión permanente, consecuencia de la amplia autonomía política, fiscal y económica de que gozaban los vascos y de la aversión que mostraba el Estado borbónico hacia todo tipo de privilegios.

    La Corona intentó también reforzar su absolutismo incrementando su efica­cia. El sistema conciliar ya había sido modificado por los primeros monarcas borbónicos, limitándose el número, la jurisdicción y la importancia política de los consejos. La excepción fue el Consejo de Castilla, que, de hecho, se convirtió en un departamento especializado en los asuntos internos y, como tal, en un eje central de la acción del gobierno. Desde él podían los juristas y reforma­dores lanzar iniciativas sobre política agraria, orden social e imposición de la ley.

    Algunos veían en el Consejo de Castilla un posible freno al poder real y al absolutismo del Estado, una institución al servicio de todos pero sin ser servil a nadie.

    Carlos III no tuvo motivo de queja por la postura del consejo ante las prerrogativas reales. Las figuras clave del consejo eran los fiscales, funciona­rios legales de la Corona, a quienes correspondía aconsejar sobre la legislación y en algunos casos preparar los proyectos de ley. Los fiscales tenían el status de ministros. En razón de la importante carga que pesaba sobre ellos, la estructura de la fiscalía fue racionalizada en 1771, con el nombramiento de un tercer fiscal y la división del trabajo en áreas de carácter geográfico.

    Los secretarios de Estado, a los que habitualmente se les llamaba ya minis­tros, fueron las figuras clave del gobierno bajo Carlos III. Éste heredó cinco ministerios: Estado, Guerra, Hacienda, Justicia y Marina e Indias. La concentra­ción del poder en manos de un pequeño número de hombres y el contacto permanente que mantenían con el rey, o cada vez más con Floridablanca, dio a la política un impulso y una dirección que fue una de las características del gobierno borbónico.

    A partir de 1754 la secretaría de Marina e Indias se dividió en dos departa­mentos, a cuyo frente se hallaba un solo ministro, Julián de Arriaga, hasta su muerte en Enero de 1776. Entonces, los departamentos de Marina e Indias fueron asignados a ministros diferentes. En 1787, con ocasión de la muerte de Gálvez, el ministerio de Indias fue dividido en dos secretarías, una de Gracia y Justicia, y otra de Hacienda, Guerra y Comercio. Pero el 25 de Abril de 1790 un decreto real abolió el ministerio de Indias e integró sus diversas funciones en el ministerio español pertinente, de manera que a partir de ese momento los diferentes ministerios tenían autoridad sobre las Indias en los asuntos de su competencia.

    Así pues, el gobierno español se estableció sobre cinco ministerios: en Estado, Floridablanca; en Guerra, el conde de Campoa­legre; en Marina, Valdés; en Hacienda, Lerena, y en Justicia, Porlier. La «refor­ma» de 1790 pretendía centralizar el gobierno aún más, sobre el principio de un monarca, una ley, y un ministro poderoso en el control de la política internacional.

    Pero fue un paso atrás. Las cuestiones coloniales no dejaban de serlo porque fueran absor­bidas por una institución de la península. Lo que ocurría era que ocupaban el último lugar en las prioridades. Los intereses de España en América ya no estaban tan bien defendidos.

    La concentración de poder fue acompañada de una mayor coordinación. Desde los primeros años del reinado, los ministros habían buscado puntos de contacto y discusión con sus colegas, utilizando de forma más frecuente y sistemática la junta. Poco a poco comenzó a reunirse una junta de Estado, para ocuparse de temas tanto peninsulares como coloniales, resultando ser un sistema útil para resolver las dificultades exis­tentes entre los diversos departamentos.

    Floridablanca instó a sus colegas ministeriales a reunirse más frecuentemente y en último extremo fue responsable de que, por decreto de 8 de Julio de 1787, este gabinete adquiriera un carácter más perma­nente y formal. Era este un instrumento que permitía a Floridablanca conocer y controlarlo todo.

    A partir de 1776, el gobierno real dejó de ser personal y pasó a ser ministerial, continuando así durante los 16 años siguientes. La junta de Estado existió hasta la caída de Floridablanca en 1792.

    Al servicio de los ministros españoles había funcionarios profesionales que trabajaban en los ministerios y departamentos y que tenían una afinidad especial con sus jefes políticos. Se trataba de las covachuelas, los equipos ministeriales que instruían, frenaban y protegían a sus jefes y mantenían en movimiento los engranajes del gobierno. Eran subsecre­tarios más que meros oficinistas.

    Los ministros tenían sus agentes en las provincias, los más importantes de los cuales eran los intendentes, cuya introducción en 1718 y su reinstauración en 1749 transformó el gobierno español. Los intendentes eran responsables de la administración general y del progreso económico de sus provincias, así como del reclutamiento obligatorio y de los abastecimientos militares y bajo Carlos III sus informes proveían de información local sobre la que el gobierno esperaba basar su política. El cargo de intendente era considerado como un escalón superior en la escala burocrática, pero muchos se quejaban de que el salario era demasiado parco, y de que únicamente se garantizaba media pensión a la jubilación. Otros trataban de promocionarse desde el cargo de intendente de provincia a intendente del ejército, que implicaba una mayor autoridad y un salario más alto o incluso conjugar ambos cargos. El nivel de los inten­dentes era diverso y no todos eran agentes de la Ilustración. La mayoría eran funcionarios conscientes: muchos procedían de los sectores inferiores o medios de la aristocracia y probablemente representaban el lado menos brillante de la invasión golilla de la burocracia, y algunos tenían talento y estaban destinados a ocupar cargos elevados.

    Carlos III dio un nuevo impulso al sistema de intendentes: aumentaron la correspondencia y los informes y se multiplicaron las instrucciones. En ellas se les instaba a imponer una recaudación más estricta de los ingresos reales, a promover las obras públicas, fomentar la agricultura y la industria, girar visitas regulares a sus provincias y realizar informes anuales. Los intendentes eran los ojos y los oídos del gobierno en cuestiones de orden público y de seguridad, sobre todo en los momentos de crisis agraria. En abril de 1766 hubieron de estar alerta en toda Castilla porque había signos de insurrección tras el motín de Madrid.

    Finalmente, el sistema de intendentes perdió fuerza y el espíritu de reforma y mejora, pareció dejar paso, hacia 1790, a una mera rutina. Probablemente, la tarea asignada a los intendentes era imposible y, además, estaba el peligro de que chocaran con la jurisdicción de la figura, más familiar y más tradicional, de los corregidores, que realizaban las mismas tareas.

    En general, durante el S. XVIII los corregidores actuaron de forma menos tiránica que en el S. XVII, aunque su reclutamiento dejaba todavía mucho que desear. La reforma decisiva se produjo en 1783, cuando esos cargos, que hasta entonces se concedían como favor, fueron reorganizados y graduados según su importancia e ingresos en 3 categorías, convirtién­dose en una carrera al alcance del talento con un mecanismo de promoción regulado.

    En un sistema de estas características no quedaba mucho espacio para la independencia municipal. Además, los ingresos de las ciudades eran demasiado importantes como para ser ignorados por el gobierno central y desde 1760 eran supervisados muy de cerca por una comisión del Consejo de Castilla y por sus agentes, los intendentes. La mayoría de los municipios estaban dominados por la nobleza provincial. Era mucho lo que estaba en juego: el control de las decisiones sobre la tierra en el plano local, los derechos de riego, la distribución de la carga impositiva, privilegios de varios tipos y el prestigio social. El conflicto entre la nobleza y el pueblo sobre estos recursos perturbaba la paz. La inquietud social que se produjo en Castilla en 1766 y la necesidad de permitir que los pobres tuvieran algo que decir en cuanto a los alimentos y el control de los precios, provocó que mediante un decreto del 5 de Mayo de 1766 se introdujera una reforma proyectada por Campo­manes, que preveía la presencia en los municipios de representantes del pueblo elegidos anualmente «por todo el pueblo», 4 en las ciudades de mayor tamaño y 2 en las poblaciones con menos de 2.000 habitantes.

    Teóricamente, esta era una de las reformas de mayor peso, ya que permitía al pueblo acceder al gobierno municipal. Pero todo fue diferente en la práctica. Entre la hostilidad de los funciona­rios hereditarios y la indiferencia de la población, los nuevos representantes eran demasiado débiles como para dejar sentir su influencia y su única aspiración consistió en integrarse en la oligarquía local.

    La reforma de 1766 indicaba el deseo del gobierno de conseguir la colaboración de la sociedad española para su revitalización. Reveló también los límites de la modernización borbónica, que nada pudo hacer frente a los regidores, que con­tinuaron poseyendo en propiedad, legando y vendiendo sus cargos, defraudando a la Corona y al pueblo, practicando el soborno y la extorsión y perpetuando la trágica subcultura del gobierno borbónico.

    La reforma del ejército y de la marina.

    Un Estado encabezado por Carlos III y administrado por letrados no podía ser calificado como un Estado militar. Sin embargo, la inclinación del monarca hacia la guerra, la presencia de los militares en la administración civil, el desarro­llo de las fuerzas armadas y el aumento del presupuesto de defensa son signos de un rasgo indiscutible del Estado borbónico: su fuerte dimensión militar.

    Como instrumento de guerra, el ejército español no inspiró inmediatamente la confianza de Carlos III y la derrota en la Guerra de los Siete Años exigió una reorganización radical. En consecuencia, la política de rearme fue acompañada de la reforma militar, para la cual, a cargo de Alejandro O'Reilly, se tomó como modelo a Prusia. El ejército español adoptó para la infantería la táctica de la línea de 3 de fondo, lo que permitía una elevada potencia de fuego y que dependía de una estricta disciplina. También la caballería siguió los métodos prusianos de utilizar una nutrida caballería pesada para realizar cargas definitivas, aunque los dragones conservaron el papel original de infantería montada. España tenía buenos caba­llos, aunque no en cantidad suficiente. Por su parte, la artillería española parti­cipó en la carrera de armamentos a través del mero número de armas, apoyada por una artillería montada móvil y una academia de artillería en Segovia.

    Había fábricas de armamento pesado en Santander, Sevilla y Barcelona, que incremen­taron su producción durante este reinado y fue posible mejorar la calidad de los cañones. España siguió la tendencia del momento respecto al empleo de tropas ligeras, para la lucha de forma irregular, dando origen a la palabra guerrilla. Pero mientras la organización y la táctica del ejército español estaban a un nivel europeo, el sistema de abastecimiento y de apoyo logístico era inferior, y esos eran precisamente los problemas para cuya solución se habían creado los intendentes del ejército.

    Las provisiones eran el primer punto débil. Los intendentes daban dinero a las tropas y esperaban que compraran sus propios abastecimientos. El ejército no tenía sus propios aprovisionamientos, y dependía de la compra sobre las tierras. Así, el ejército español no estaba diseñado para participar en un conflicto importante. España, protegida por el Pacto de Familia, tenía pocos compromisos militares: defensa de la costa contra los británicos, bloqueo periódico de Gibraltar, algún ataque ocasional contra el norte de África o contra Portugal, así como el refuerzo de las guarniciones de América.

    El segundo problema era el reclutamiento de las tropas. El servicio militar era impopular y el gobierno era sensible a la resistencia del reclutamiento obliga­torio, prefiriendo reclutar voluntarios y extranjeros. Sin embargo, estos soldados extranjeros eran muchas veces desertores de sus propios regimientos, mala propaganda para la profesión militar y elemento de disuasión para los posibles voluntarios en España. No había volun­tarios jóvenes suficientes para llenar las tropas y no había alternativa al recluta­miento forzoso.

    Este sistema era detestado por todos y en consecuencia tenía que aplicarse en la menor medida posible y ser equitativo. Eso significaba que el gobierno necesitaba reducir las exenciones y poner fin a las inmunidades regionales.

    En Noviembre de 1770 se introdujeron nuevas normas. Cada año se adjudicaría una cuota de reclutas forzosos a cada provincia, aplicable a todos los hombres solteros comprendidos entre los 17 y los 30 años, y seleccionados por sorteo para servir durante 8 años. Los resultados no fueron positivos. Los afectados sobornaban a los magistra­dos, recurrían a influencias, se escondían, huían o se casaban. El sistema estaba lejos de ser equitativo: amplios sectores de la población desempeñaban todavía ocupaciones exentas: hidalgos, burócratas, las profesiones liberales y los artesanos especializados. Tantos eran los que tenían derecho a quedar exentos, que al final los reclutas forzosos estaban formados por los sectores sociales más pobres y más débiles y el resultado era una infantería formada por campesinos.

    En cuanto a los privilegios regionales, también eran una afrenta a la equidad. El reclutamiento forzoso siem­pre encontraba resistencia en las provincias vascas, Navarra y Cataluña. Así pues, todo el peso del sorteo tenía que ser soportado por las provincias rurales de Castilla, León, Asturias, Galicia y Andalucía, es decir, precisamente las provincias que ya estaban obligadas a prestar servicio en la milicia, cuerpo distinto del ejército regular. Además, el sorteo se completaba con la leva, que permitía a los magistrados introducir en el ejército a criminales convictos, mendigos y vagos. A partir de 1776 se abandonó este sistema y el Estado se vio obligado a depender del número decreciente de soldados extranjeros y de voluntarios espa­ñoles, aceptando la inevitabilidad del déficit de tropas.

    El ejército español, deficiente en su organización y reclutamiento, estaba también mal dirigido. El cuerpo de oficiales no era un cuerpo cohesionado sino dividido por orígenes sociales y perspectivas de carrera. Sólo los nobles podían ser oficiales cadetes. Sin embargo, en la caballería y en la infantería, si bien dos tercios de los oficiales procedían de esa fuente, el resto podían ser promovidos de entre los soldados rasos. Esta concesión incluyó posteriormente a los hidalgos, a los hijos de oficiales en algunos regimientos y a sargentos cualificados. Sin embargo, lo cierto es que los hidalgos y plebeyos tendían a permanecer en los escalones inferiores, mientras que los rangos más elevados estaban dominados por la alta nobleza que con frecuencia alcanzaban directamente los puestos más importantes. La situación difícil de los oficiales menos privilegiados se exacerbó al quedar los salarios de los militares muy por debajo de la inflación. Así pues, en el seno del cuerpo de oficiales se perpetuó la división entre una minoría privilegiada y la masa de oficiales de menor graduación que llevaban una vida de rutina y pobreza con pocas posibilidades de mejora.

    Ofrecía una ventaja: el fuero militar, privilegio corporativo que situaba a sus miembros al margen del resto de la sociedad y que era comparable al fuero eclesiástico. El privilegio militar otorgaba a los oficiales y a sus familias el derecho de ser juzgados en los asuntos civiles y criminales por la jurisdicción militar, la exención de los tribunales civiles y de determinados impuestos.

    La capacidad militar española cosechó desastres y victorias en este reinado. La expedición a Argel de 1775 fue un modelo de incompetencia. Sin embargo, seis años después del desastre de Argel, un ejército español de Cuba, formado en su mayor parte por europeos, coronó con éxito una campaña contra los británi­cos con la captura de Pensacola.

    La marina era un factor crucial y el poder naval fundamen­tal para las operaciones imperiales de este tipo.

    Carlos III heredó de sus predecesores una marina relativamente fuerte, cons­truida en su mayor parte en el contexto del programa de rearme de Ensenada. El modelo había sido la marina inglesa, pero Carlos III, dirigió su mirada a Francia en busca de ayuda técnica. El programa de construcción naval continuó con fuerza en el decenio de 1770 y en 1778 los astilleros de El Ferrol trabajaban a todo ritmo en la construc­ción de navíos de línea y de fragatas. En el decenio de 1780 también los astille­ros de La Habana conocieron una intensa actividad.

    España no era totalmente autosuficiente en pertrechos navales. La marina había dejado su huella en los bosques de la península. Hacia los años 1790 el roble albar andaluz estaba agotado y Cádiz tuvo que comprar madera de Italia o utilizar cedros de Cuba. Pero para la fabricación de los mástiles, todos los astilleros tenían que importar madera del Norte de Europa y de Rusia. Aunque España no era la única potencia naval en esta situación.

    La marina y su construcción se habían convertido en una operación de negocios a gran escala, que utilizaba a millares de trabajadores y que precisaba grandes sumas de dinero. Esto exigió un mayor esfuerzo de planificación, administración y organización, aspectos necesitados también de modernización.

    En 1770 se creó un cuerpo de ingenieros navales, inspirado por Gautier y apoyado por Castejón, y a esos ingenieros se les responsabilizó, desde los puertos a los barcos. Por iniciativa de Castejón se preparó en 1772 una ordenanza de pertrechos que determinaba la creación de un inspector general de ordenanza y de un subinspector en cada astillero. Pero seguía flotando la duda de si la marina debía ser administrada por oficiales navales o por burócratas civiles. En 1776 se resolvió en favor de los oficiales navales. La ordenanza de arsenales relegó a los intendentes y a otros funcionarios a un papel secundario y puso el poder real sobre la planificación, el personal y los abastecimientos en manos del cuerpo de oficiales.

    En el curso del S. XVIII, la marina española constituyó un cuerpo de oficiales profesionales, reclutados y entrenados específicamente, en lugar de ser contratados de la marina mercante o entre los corsarios. Por desgracia, la prepa­ración naval que recibían no era muy buena, con excesivo número de asignaturas teóricas, y carencia de preparación especializada en navegación y lucha. España no consiguió grandes victorias navales y participó en muy po­cas batallas de importancia durante este siglo. Al contrario, sufrió una serie de dolorosos desastres en el mar provocados no por la calidad inferior de los barcos o por la falta de valor, sino por unos oficiales inadecuados que parecían incapa­ces de encontrar y enfrentarse al enemigo o incluso de evitarlo de manera eficaz.

    Muchos almirantes españoles eran totalmente incompetentes y con frecuencia constituían un estorbo para sus alia­dos. La marina española tenía una gran experiencia en guerras coloniales en aguas americanas, aunque incluso allí se consideraba que su capacidad de nave­gación era inferior a la de los ingleses. La defensa del comercio transatlántico era también una tarea específica que la marina realizaba con habilidad y, contaba con los barcos necesarios para desempeñar su triple función en el Mediterráneo, el Atlántico y América, pero no siempre contaba con la tripulación suficiente. El déficit de marineros era crónico e irremediable.

    Sin embargo, la marina española no fue descuidada por el Estado y compi­tió con éxito por los recursos con el resto del sector público. Por supuesto, el coste de esa política era abrumador y llegó el momento en que la continuación del crecimiento de la marina estaba por encima de las posibilidades españolas. Mientras tanto, la lucha por el imperio obligó a España a continuar su custodia frente a Inglaterra y en la medida de lo posible a tomar la iniciativa. Ello hizo del poder naval una prioridad para evitar que los envíos coloniales quedaran cortados en el mar. La marina era el custodio y, también, el destinatario de los ingresos.

    La marina española era un activo valioso para ser exhibido, protegido y, si era necesario, retirado de la circulación. En tiempo de paz, su misión era trans­portar el tesoro americano, patrullar las líneas marítimas y parecer amenazador. La guerra determinaba una mayor discreción. En el pensamiento estratégico español la mejor manera de utilizar la marina era no saliendo al mar.

    De cualquier forma, un barco en puerto era mejor que hundido. La decisión fue mantener intacta la flota por su efecto disuasorio.

    La obra de Campomanes.

    José Moñino, conde de Floridablanca, fue primer secretario de Estado y Despacho entre 1777 y 1787, y desde esta fecha a 1792 jefe de la Junta Suprema de Estado, precedente del Consejo de Ministros. Hombre clave de la Ilustración, preocupado por los problemas del país, decidido a resolverlos mediante la acción política, y su estilo de “reformar desde el poder”, le incluye claramente en la corriente de Despotismo Ilustrado.

    Junto a él, con el objeto de ayudarle, y de llevar a la práctica sus disposiciones, aparece la figura del gran reformador Pedro Rodríguez de Campomanes, marqués de Campomanes, que además, aportó previamente sus numerosas ideas para impulsar la reforma, tanto en cuanto a la expulsión de los jesuítas, resolviendo la crisis de 1766, como estableciendo la reforma de la enseñanza, tanto primaria como universitaria, declarando una guerra sin cuartel a la filosofía escolástica, facilitando la enseñanza laica, ampliando el ámbito de difusión de las publicaciones jansenistas, o reformando las condiciones de vida agrarias, favoreciendo la introducción de las leyes de mercado en el ámbito comercial, etc.

    Floridablanca, no obstante, no le quería, aunque reconocía y apreciaba sus cualidades de jurista, hombre íntegro, amplitud de miras, inteligencia, y sólida formación como economista.

    Tanto Campomanes como Jovellanos, juntos, se ocuparon de la riqueza pública, y trataron de fomentarla. Establecieron pósitos en cinco mil municipios, crearon Cajas para Préstamos agrícolas. Campomanes publicó una ordenanza en 1765 sobre libre circulación de cereales. Como consecuencia, los bienes comunales se fraccionaron en parcelas entre los colonos, se fundaron los Registros Hipotecarios, la ganadería, la industria y el comercio fueron protegidos, mejoraron las comunicaciones y se construyeron canales. Al propio tiempo, se fomentó la creación de las Sociedades de Amigos del País, se atendieron innumerables obras urbanísticas, empedrando calles, estableciendo el alumbrado público en Madrid, y creando una policía con el nombre de Salvaguardias y milicianos urbanos, y promulgando leyes contra la mendicidad, la vagancia y los gitanos ociosos.

    Campomanes denunció las manos muertas, los arrendamientos a corto plazo e inseguros, el precio tope del trigo y los privilegios de la Mesta. En 1762 fue nombrado fiscal del Consejo de Castilla con amplias atribuciones. Tres años más tarde, y con los datos aportados por los funcionarios locales y la fuerza que le daba su propia convicción, publicó su Tratado de la regalía de amortización, en el que afirmaba que la prosperidad del Estado y de sus súbditos sólo mejoraría atrayendo al campesino a la tierra que trabajaba. También defendía la intervención del Estado para modificar las condiciones de la distribución de la tierra en interés de la sociedad.

    Campomanes propugnaba la promulgación de una ley agraria que diera a las aldeas derecho de cultivo y derechos exclusivos para cercar la tierra, sin la intervención de la Mesta. Pero dirigió sus más duros ataques contra la Iglesia, insistiendo en que era necesaria una ley que impidiera la enajenación de la tierra en manos muertas sin consentimiento real. El Tratado se publicó a expensas de la Corona y despertó la oposición del papado, del clero y de los elementos conservadores del Consejo de Castilla. Campomanes triunfó en la batalla de las ideas pero fue derrotado por los intereses creados y los privilegios sobrevivieron en las filas de la Iglesia y de la Mesta.

    La influencia de las ideas, la política de los reformistas, la presión de la población sobre los recursos, fueron factores de cambio que se unieron a la elevación de los precios de los cereales en el mercado internacional para impulsar el crecimiento de la agricultura española. Era el momento de incrementar la producción, de dar empleo a la población rural y distribuir tierras entre quienes las trabajaban.

    La ordenanza del 11 de Julio de 1765 abolió la tasa o precio máximo y estableció el libre comercio de los cereales, concediendo a los comer­ciantes la libertad de mercado e incluso permitiendo las exportaciones cuando los precios en España eran excesivamente bajos.

    La reacción fue desigual. Los consumidores, apoyados por los regidores y los intendentes, se quejaron de que la abolición de la tasa provocaba la elevación de los precios, y los únicos beneficiarios de la ley de 1765 eran los eclesiásticos, la nobleza y otros propietarios que, en tanto que productores, se veían favorecidos por los precios elevados del trigo, mientras que como consumidores podían pagar un precio alto por el pan.

    La burocracia regional concluyó que el libre comercio provocaba la elevación de los precios, que esto impulsaba a los terratenientes a elevar las rentas y que los campesinos no ganaban nada de todo ello. Pero muchos señores adqui­rieron conciencia de los beneficios que reportaba dedicarse a las tareas agrícolas. Atraídos por los beneficios de la producción de cereales, comenzaron a expulsar a los arrendatarios de las tierras mejores y a cultivarlas directamente por medio de jornaleros.

    Fueron los funcionarios locales quienes tuvieron que afrontar la situación. Sufrían una presión considerable por parte de sus comunidades para mantener bajos los precios y los costes del transporte. Los intendentes se veían atrapados entre las exigencias de su provincia para mantener lo que tenían y la presión del gobierno central para que se respetara la libertad de comercio de los cereales.

    Ésta sobrevivió a las calamidades y a la oposición, gracias al apoyo de Campomanes y, al parecer, del monarca. Los precios, los beneficios y las rentas continuaron elevándose y las crisis de subsistencia se presentaron con terrible regularidad, pero el gobierno seguía convencido de que sólo las fuerzas del mercado podían inducir a los campesinos a aumentar la producción. Incluso Campomanes llegó a tener dudas y aconsejó una cierta regulación de precios frente a los comerciantes que acumulaban provisiones y especulaban con los cereales, pero la libertad de precio se mantuvo.

    La obra de Campomanes, fue ingente y variada en cuanto a los campos sobre los que se desarrolló, aunque quizá la más querida por él, fue la relacionada con la reforma agraria.

    Los intentos renovadores de Olavide: Las “Nuevas Poblaciones”.

    Los legisladores eran conscientes de que el acceso a la tierra era la clave de la reforma agraria. En 1763, el gobierno ordenó que se suspendieran los desahucios en el caso de los contratos a corto plazo. En 1770 todas las localidades españolas recibieron la orden de cercar y distribuir sus tierras concejiles que no estaban cultivadas. El objetivo era el común beneficio, el fomento de la agricultura.

    El fracaso de la reforma de la tierra dejaba todavía sin resolver el problema de alimentar a una población cada vez más numerosa. Dado que no se había realizado una revolución agrícola, la producción sólo se podía aumentar ampliándose la extensión de tierra cultivada. El Estado tenía una serie de opciones: una de ellas era estimular el cultivo de la tierra de pasto; otra, apoyar los proyectos de repoblación y recolección interna. Existía una confrontación Mesta - Agricultura. La primera tenía un derecho de posesión, que le permitía utilizar a perpetuidad, mediante una renta fija, cualquier tierra que hubiera utilizado como pasto alguna vez. La Agricultura exigía ampliar las tierras cultivadas, para producir lo necesario para una población creciente. Pero el auténtico enemigo de la Mesta no era la Agricultura, sino los precios de la lana por debajo de los de los cereales en el mercado internacional, la ansiedad de los grandes terratenientes por poner el suelo a producir, y los costes de explotación de la ganadería trashumante, superiores a los de la lana. Estos factores, inclinaron la balanza a favor de los intereses agrícolas.

    La colonización de tierras desérticas de Sierra Morena pareció ofrecer ma­yores perspectivas de utilización eficaz de la tierra. En 1767, Campomanes ela­boró un proyecto para la creación de colonias en las regiones deshabitadas de tierras de realengo en Sierra Morena y Andalucía. La supervisión del proyecto quedó a cargo de Pablo de Olavide.

    Se trata de una de las reformas de mayor resonancia; la colonización interior. El coronel bávaro Juan Gaspar de Thurriegel, ofreció al gobierno traer hasta seis mil alemanes y flamencos católicos que poblarían Sierra Morena y lugares incultivados de Andalucía. Deberían cultivar eriales y baldíos. Olavide entonces, organizó varias colonias; entre ellas las que llamó La Carolina, La Carlota y Luisiana, con multitud de pueblos y aldeas adyacentes, muchas de las cuales subsisten al día de hoy.

    También se había concedido autorización a don Antonio de Alburquerque para traer ciento cincuenta familias griegas, y a don José Antonio Iauck, en la misma forma con respecto cien familias suizas.

    A los colonos extranjeros, se unieron luego españoles. Promovieron la agricultura y la industria en una región hasta entonces estéril e infestada por el bandolerismo. El proyecto fue financiado por el Estado y se estableció la necesaria infraestructura de reforma agraria, desde las casas hasta el mobiliario, pasando por herramientas, ganado y semillas. A cada colono se le entregaron 50 fanegas de tierra en arriendo, por las que a partir del décimo año tendría que pagar una renta al Estado.

    En 1769, el visitador Pedro Pérez Valiente, certificaba el estado próspero de las colonias. Su testimonio quizá no es imparcial, pero en 1775, el experimento era un éxito: de la nada había surgido una población con buenas carreteras, casas de piedra y una nueva comunidad de campesinos y artesanos cuyo número se situaba por encima de los 13.000. La tierra era productiva y reportaba abundantes cosechas de cereales. El único problema era que se trataba de una zona remota y, así mismo, la falta de integración en la economía española. Sierra Morena era algo más que una colonia. Estaba destinada a ser un modelo, un experimento social, para demostrar que los problemas agrarios te­nían solución si se aplicaba un programa ilustrado que no se viera obstaculizado ­por las trabas del pasado español y libre de latifundios, mayorazgos y manos muertas.

    Comenzó entonces una campaña contra la colonización, llevada a cabo precisamente por los privilegiados, que se veían asustados por el posible éxito que acabara por privarles de las tierras, en beneficio de una mejor explotación. La campaña detractora incluyó la acusación de falsas informaciones favorables a la colonización, inmigrantes degenerados; del mal estado de las poblaciones, de sus pésimas condiciones sanitarias, y de luchas entre los colonos.

    Algo había de verdad. La colonización no era sin duda, la maravilla contada por sus entusiastas defensores, pues por ensalmo era imposible que surgiesen ciudades y pueblos donde había desiertos, pero no se podían sostener las acusaciones de los detractores que calificaban el proyecto de descabellado, pues era evidente el grado de desarrollo y bienestar conseguido cuando menos en las tres localidades mencionadas.

    También puso en evidencia el éxito de la creación de las Nuevas Poblaciones, que los reformadores españoles, tras haber dirigido la mirada a su sociedad, sabían qué era lo que estaba mal y qué se necesitaba. Pero se trataba tan sólo de una pequeña parte de España. En el resto, las perspectivas de reforma eran escasas.

    La produc­tividad estaba bloqueada no sólo por las prácticas agrícolas tradicionales sino, sobre todo, por la estructura agraria existente que concentraba la propiedad y el poder en manos de los señores preocupados por los beneficios y no por introdu­cir mejoras, mientras que el campesino carecía de tierra, de seguridad y de incentivos. La reforma agraria significaba ni más ni menos que una redistribución de la propiedad rural y eso implicaría un enfrentamiento con las clases privilegiadas. En ese punto, los reformadores dieron marcha atrás.

    Asustados ante la enormidad de la tarea, llegaron a un compromiso consciente. Campomanes intentó únicamente poner un límite a la amortización eclesiástica e impedir en el futuro la acumulación de tierra por parte de la Iglesia. Jovellanos, consciente de que incluso eso había fracasado, se propuso simplemente que la reforma de las manos muertas fuera emprendida por el propio clero, mientras que los mayoraz­gos nobiliarios quedarían prohibidos en el futuro, pero no con carácter retroac­tivo. Además, se trataba de simples proyectos, y no de una política definida. La acción del Estado se limitó a liberalizar el comercio cerealístico y a promover una cierta distribución de tierra municipal, con resultados ambiguos en ambos casos.

    El rencor por parte de los detractores, estaba latente, y se puso de manifiesto contra Pablo de Olavide. En 1776, fue procesado por la Inquisición, y condenado en 1778 a 8 años de reclusión en un convento, como sentencia de un proceso anacrónico e injusto. Olavide, no obstante, obtuvo un permiso para dirigirse a Caldas de Malavella en 1781, con objeto de tomar las aguas, y aprovechó para huir a Francia.

    Pero inevitablemente, las crisis agrarias se sucedieron en 1789, 1794, 1798 y 1804. Los intereses creados, la tradición, la oposición y la complacencia real indujeron al gobierno a adoptar una posición de conformismo consciente. El fracaso de la reforma agraria significó que no fuera posible elevar el nivel de vida de los campesinos. Esto tuvo consecuencias no sólo para la agricultura sino también para la industria.

    BIBLIOGRAFÍA DEL TEMA

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    AUTOR

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    ISBN

    Diccionario de términos de Historia de España. Edad Moderna

    Varios Autores

    Rodríguez García, Justina

    Castilla Soto, Josefina

    Ariel

    84-344-2825-3

    España y la revolución del siglo XVIII

    Herr, Richard

    Aguilar

    84-03-88001-4

    Historia de España

    Ballesteros Beretta, Antonio

    Salvat 1936

    Carece

    Historia de España

    Tomo V

    Marqués de Lozoya

    Salvat

    84-345-3761-3

    (del tomo V)

    Historia Universal. Edad Moderna

    Domínguez Ortiz, Antonio

    Vicens Vives

    84-316-2167-2

    La España del siglo XVIII

    Lynch, John

    Crítica

    84-7423-961-3

    Manual de Historia Universal

    Tomo 6. El siglo XVIII

    Varios Autores

    López Cordón, María Victoria (coordinadora)

    Historia 16

    84-7679-301-4

    (del tomo 6)

    A esta bibliografía hay que añadir la consulta a temas puntuales en la ENCICLOPEDIA INFORMÁTICA ENCARTA, y diversas páginas web

    En ningún momento se le ocurrió preguntarse si la perpetuación de la presencia española en los Países Bajos o en Portugal, reportaba algún beneficio para sus súbditos. El único criterio que le guiaba, eran sus derechos legales, y así, se obstinó en continuar la guerra por los derechos de los Habsburgo. El 1648 renunció a su conflicto con Holanda, para concentrarse en el conflicto de Francia. En 1654, se granjeó un nuevo enemigo: Inglaterra. En 1658 puso fin a la guerra que ocupaba a los españoles durante los últimos 40 años, para poder castigar a los portugueses, que pronto se aliaron a Inglaterra, con lo que la guerra por la causa portuguesa, puso fin a las exhaustas arcas de la Corona.

    La amplitud de ese dominio, se aprecia en el hecho de que normalmente no asistía a las sesiones, aunque cuando lo hacía, sus intervenciones eran extensas y decisivas. Controlaba la convocatoria, el orden del día, dando a conocer sus puntos de vista por adelantado, ( lo que era equivalente a dirigir las decisiones del Consejo) y si, pese a todo, tales decisiones no obtenían su aprobación las revisaba, devolviéndolas a continuación al Consejo.

    Las Juntas fueron pequeños comités, surgidos para resolver las cuestiones más urgentes que se plantearan en los Consejos, sin necesidad de convocar a todos sus miembros. La proliferación se debió al frecuente deseo de los validos, de no someter a los Consejos determinados asuntos. Por su tipología, unas eran meramente consultivas como la Junta de Competencias, para resolver los conflictos jurisdiccionales entre diversos Consejos, la Junta de Alivios, para aligerar el gravamen fiscal de los súbditos, la Junta de Medios, para analizar en tiempos de crisis los problemas de la Hacienda Pública, con propuestas para resolver los problemas, o la Junta de Comercio creada tras la muerte de Felipe IV.

    Otras Juntas tenían carácter ejecutivo, como la Junta de Fraudes, la Junta de Contrabando, la Junta de armadas, especializada en asuntos navales, la Junta de presidios, encargada de las guarniciones fronterizas. La especialización, tenía mucho que ver con los recursos que la Junta tuviese que administrar o disponer. Así, por ejemplo las Junta de Media Annata, la Junta de Papel Sellado, o la Junta de Donativos, se crearon para manejar ingresos extraordinarios que escapaban al Consejo de Hacienda.

    No comienza tampoco en época de Felipe III, ya que su padre, había instituido Juntas que le asesorasen de modo inmediato y permanente. Tampoco el reinado de Felipe IV cierra el proceso. Muchas fueron creadas tras su fallecimiento. En ese sentido, conviene tener presente que la Junta de Aposento, creada para el traslado de la Corte, se constituyó en 1561, (época de Felipe II); la Junta de Comercio y Moneda, en 1679, (época de Carlos II);la Junta local de Granada, cuyo objetivo era el fomento de la industria sedera, nació en 1684,(Carlos II); o la creada en 1814, Junta General de Comercio, Moneda y Minas, ( época de Fernando VII).

    Los que no fuesen imprescindibles, según consta en la pragmática por la que se creó la Junta Grande de Reformación

    Se conocía con el nombre popular de “los millones” el conjunto de arbitrios municipales, dirigidos y organizados por las ciudades para atender las necesidades fiscales de la Corona. En principio gravaban los artículos de primera necesidad; vino, aceites, carnes y vinagre, y se conocía como “servicio de los millones” porque era en millones de ducados como se pagaba. El impuesto lo abonaba el vendedor, repercutiéndolo sobre el comprador por medio de las “sisadas” en un 12'5%. Olivares empleó todos los medios, incluida la intimidación, para obtener el voto favorable en Cortes, de este servicio. El resultado del recargo de los precios, dio lugar al fraude, y el incremento de los gastos de recaudación.

    Eclesiásticos por sus privilegios, y nobles por eso mismo, y por su influencia en el gobierno municipal, tributaron poco, e incluso se lucraron con el fraude, y la obtención de cargos superiores para la administración del impuesto.

    Procedimiento tributario consistente en la asignación de un cupo a satisfacer por cada unidad territorial, renunciando así el Estado a la recaudación directa, debido a su incapacidad estructural para realizarla.

    Los asentistas son particulares que, en ciertas condiciones realizaban un préstamo a la Real Hacienda, del que se resarcían con el cobro de un interés

    Contrato mediante el cual, se devuelve un préstamo con un cierto interés anual, asegurando el pago con bienes raíces. Se distinguen el Censo enfitéutico, a largo plazo o de por vida e incluso por varias generaciones, y el Censo al quitar, a corto plazo. El interés, en Castilla, durante el siglo XVII, se encontraba en torno al 5 - 15 %. Se asemeja, por tanto, a una hipoteca. Por estos pagos, en la práctica, y contra lo que en teoría se perseguía, muchos labradores se vieron en la ruina, perdidas sus tierras, por el imposible cumplimiento de los contratos.

    Conviene conocer el funcionamiento de las Cortes de Castilla, las de Aragón y las de Cataluña, para entender el proceso algo retorcido, pero imprescindible, por el que se buscan por la Corona (por Olivares), los fondos, y los efectivos con que llevar a cabo su política exterior, que es pieza de su política interior, y viceversa. Por ello, incluiré un capítulo de aclaraciones, fuera de los temas.

    La necesidad creciente de dinero por la Corona, para financiar las campañas militares, la llevó a emitir y vender títulos, pagaderos con unos intereses anuales. El pago se garantizaba al cobro de los “millones”, lo que por otro lado perpetuó el impuesto, a fin de garantizar permanentemente los títulos. Estos títulos reciben el nombre de juros al quitar o simplemente juros. Podían ser negociados y eran amortizables. Son pues, la primera versión de la Deuda Pública, y aunque el interés fue decreciente (del 14 al 3%) y muchas veces jamás se amortizaron, la figura del “jurista” (persona que negociaba con los juros), estuvo siempre presente en el panorama financiero español.

    «Tenga Vuestra Majestad por el negocio más importante de su monarquía, el hacerse rey de España. No se contente con ser rey de Portugal, de Aragón, de Valencia, Conde de Barcelona, sino que trabaje y piense por reducir estos reinos de que se compone España, al estilo y leyes de Castilla sin ninguna diferencia, pues si Vuestra Majestad lo alcanza, será el Príncipe más poderoso del mundo».

    Si bien es cierto que en el curso de los años que siguieron al memorial de 25 de Diciembre de 1624, Olivares no aplicó las ideas de apertura del acceso a cargos a los no castellanos, mas que esporádicamente. La causa podría estar en la dificultad de contrapesar la reforma, que incluía el acceso a los cargos, con hechos y signos de cooperación, que, lejos de presentarse, se dieron en sentido contrario.

    De un discurso de Olivares en un Consejo de Estado de 1632, se entresacan las siguientes palabras: “En decir españoles, se entiende que no hay diferencia de ésta a aquella nación de las que se comprenden en los límites de España. Y lo mismo que de los catalanes, se entiende cuanto a los portugueses”

    Es decir: La Unión de Armas, es ni más ni menos que la creación de un Ejército Español, que sería la base de la definitiva unión política.

    Conviene disponer de información respecto al funcionamiento de las Cortes de Castilla y de los reinos de la Corona de Aragón. Esta información básica se expone en un capítulo de aclaraciones, fuera de los temas.

    “Hijos: una y mil veces os digo y os repito, que no sólo no quiero quitaros vuestros fueros, sino añadiros otros muchos. (...) Advertid que os propongo el resucitar la gloria de vuestra nación y el nombre que tantos años ha estado en olvido y que tanto fue el terror y la opinión de Europa....”

    El tributo conocido por los quintos, consistía en el pago de un 20% sobre todas las concesiones de la Corona, que reportaran ingresos al beneficiario, incluyéndose todos los conceptos, tanto en territorio europeo como en ultramar.

    Ni podía cambiar. La población que estimaba Olivares, correspondía a unos 600.000 habitantes más de los verdaderamente existentes (un error del 150%), pero no es la única causa de la imposibilidad de Cataluña para atender las peticiones del conde-duque. A pesar de que Cataluña se encontraba en mejor situación económica que Valencia y Aragón, las recaudaciones de los últimos 20 años, se habían agotado, simplemente a causa de malversación. No 16.000 infantes como se les pedía. No hubieran podido sufragar ni el 5 %

    De nuevo me remito al conocimiento del capítulo de aclaraciones, en que se especifican comentarios sobre el coste de la guerra, y cómo era repercutido sobre las provincias.

    Villanueva, como se ha dicho, era para Olivares lo que Olivares para el rey. Era aragonés, y por tanto aceptable fácilmente por el Consejo, burócrata de rancio abolengo. Empezó a controlar el Consejo de Aragón desde 1626, y, a través del de Aragón, los del resto de la las provincias levantinas. Fue designado secretario del Consejo de Estado, miembro del Consejo de Guerra, miembro de todas las Juntas. Mano derecha de Olivares en los asuntos de la Corona de Aragón, además de haberle servido en otras muchas materias.

    Había sido creado en 1523. Su principal función era administrar las rentas reales, arrendándolas o controlándolas. Los ingresos servían para pagar a los propietarios de los juros.

    Todas ellas financiadas por diezmos, donaciones irregulares, impuestos municipales, o instituciones piadosas. Nada más los diezmos, suponían una fiscalidad igual a todos los ingresos del tesoro castellano, y gravaban únicamente a los campesinos, que tenían que soportar además los pagos relacionados con la fiscalidad de la Corona, por lo que la carga impositiva llegó a ser insoportable.

    El duque de Osuna, fue juzgado por malversación. También el anciano duque de Lerma y su hijo el de Uceda, fueron obligados a devolver algunos bienes de los que se habían adueñado.

    La junta tenía que registrar los bienes de todos los altos funcionarios nombrados desde 1592, y contrastarlos con el mismo inventario del momento inmediatamente anterior a su toma de posesión, lo que se hizo extensivo a todos los procesos desde el 16 de Enero de 1622, cuando implicasen ascensos. Medidas extraordinariamente impopulares.

    Disposición poco inteligente, porque el cobre era caro de importar y de acuñar, los beneficios lentos y escasos, y el desorden monetario perjudicaba a la economía. Sólo en un ámbito mercantilista dentro de la Edad Moderna, es explicable esta medida.

    También la moneda de oro tenía un sobreprecio respecto al oficial, el “premio del oro”, que iba en correlación con el de la plata.

    Se hizo incluso difícil contar en monedas de cobre, sustituyendo esa operación por el pesaje de las monedas. Además, a las acuñadas legalmente, había que añadir las falsificaciones, muy numerosas.

    Esta operación consistía en elevarle el valor nominal, por el estampado de un nuevo sello o marca (resello). Los poseedores de vellón, debían presentar las monedas en el lugar señalado por el fisco. Allí la moneda era resellada, y la diferencia quedaba en el Tesoro Real, otorgándose una indemnización por los costes del traslado.

    Para hacerse una idea de tal complejidad, basta decir que en 1634 y 1636 se procedió a un resello que triplicó el valor del vellón, pero en 1641 ante nuevas penurias hacendísticas, se recurrió a un nuevo resellado que volvió a triplicar el valor, en tanto el premio de la plata se situaba en el 130%. Hubo que recurrir a una nueva deflación al año siguiente reduciendo las piezas de 18 y 8 maravedís, a 2, y las de 6 y 4 a 1, pasando las de 1 maravedí a medio. En 1643 su vuelve a una política inflacionista cuadriplicándose el valor de las piezas de 1 y 2 maravedís, y en 1651, las de 2 maravedís se vuelven a cuadruplicar. En estas condiciones, pondérese la dificultad de hallar el verdadero valor de una partida de monedas en concreto. Esta dificultad aritmética, fue soslayada, como se ha dicho por la práctica del pesaje de las monedas en lugar de su conteo.

    También las manipulaciones dinerarias afectaron a la propia Hacienda. En la década de 1620 hubo que garantizar a los Fugger, los principales prestamistas a la Corona, 180.000 ducados en vellón, para que hicieran un pago de 80.000 ducados en plata en Alemania.

    En 1623, amortizar los juros, hubiera costado 112 millones de ducados, lo que significaba los ingresos de la Hacienda de 10 años.

    En 1632, se solicitó a las Cortes de Castilla un nuevo subsidio, dándoles un corto plazo para tomar la decisión. Las Cortes se mostraron renuentes, haciendo notar el desastroso estado del país. Entonces empezaron las intimidaciones. El monarca advirtió que el Consejo de Hacienda le recomendó que enviase de vuelta (es decir que cesasen en sus cargos) a los representantes que no obedecieran, y Olivares intentó impresionar a los procuradores informando de que los gastos serían de 18 millones de ducados, cuando a ellos se les solicitaban únicamente 9. Finalmente, las Cortes presionadas, votaron un subsidio de 2,5 millones de ducados para un periodo de seis años, que se recaudarían con nuevos impuestos sobre el azúcar, la sal, el papel, el chocolate y el pescado, duplicando además (por tanto otros 2 millones) los subsidios regulares, aumentando los impuestos sobre los artículos básicos (ya gravados). El pueblo llano sufrió así mayor penuria.

    Se trata de la segunda batalla de las tres conocidas por este nombre. La primera tuvo lugar en 1600, la segunda (ésta) en 1639, y la tercera en 1658. La primera y la tercera, terrestres, mantenidas cerca de la ciudad belga de Niewpoort, la segunda, naval. Las tres dieron como resultado la derrota de las armas españolas. La batalla naval de 1639, se desarrolló al norte de Dover, en las cercanías de Downs (que por corrupción lingüística produce Dunas). El almirante holandés Maarten Harpetszoon Tromp, derrotó a Antonio de Oquendo, haciendo uso de superiores fuerzas navales, tras dos dias de combates. Sin embargo Antonio Oquendo, consiguió hacer llegar a Flandes los soldados y el dinero que transportaba desde La Coruña.

    El conde-duque, se desesperaba ante las trabas que le planteaba la Diputación. “Que se ha de mirar si la constitución dice esto o aquello, que se ha de atender a lo que determina el usaje, sin advertir que el negocio en que nos encontramos es la propia conservación de la provincia, frente a Francia, y esta es la primera ley que deberían considerar. Y es que o es extrema la cobardía a que llegan, y cómo le montan disfraz, o es que los catalanes han menester ver más mundo que Cataluña”.

    Se ordenó que las milicias de las ciudades se pusieran en pie de guerra, que los nobles armaran a sus vasallos y que los hidalgos y los caballeros de las órdenes militares siguieran al rey a la guerra. El resultado fue desalentador, pues ape­nas llegaron al millar los aristócratas y los miembros de la pequeña nobleza que respondieron al llamamiento.

    Cataluña mantuvo sus privilegios de modo pírrico, a costa de grandes privaciones, a costa de haber causado una herida profunda al resto de España, y de haber sufrido otra en propia carne. En todo caso, quedaba claro para los catalanes, que para garantizar sus constituciones, y garantizar el orden, tenían que contar con un gobierno soberano, pues Cataluña no poseía los recursos necesarios para la independencia.

    Ciertamente reviste gran importancia, pero el colapso de las defensas marítimas, el declive de la navegación española, la con­tracción del comercio con América y la consiguiente disminución de las reme­sas de metales preciosos, fueron causas concomitantes de muchísimo peso. La crisis del comercio colonial no sólo afectó directamente a los ingresos de la Corona, sino que además redujo la afluencia de capital privado hacia Castilla, perjudicando así al conjunto de la economía. Esta era una situación nueva y habría quebran­tado el poder de España aunque no se hubiera producido la rebelión de Catalu­ña.

    La depresión del sector atlántico fue una de las razones por las que la Corona tuvo que recurrir a otras posesiones -entre ellas Cataluña y Portugal- ­para conseguir ingresos adicionales. En este punto, la revolución catalana desempeñó un pa­pel fundamental, pues impidió a España explotar la inestabilidad interna de Francia y la implicó en una desastrosa y costosa guerra civil en el mismo momento en que necesitaba todas sus escasas reservas de dinero y recursos hu­manos para las campañas en el exterior, y eso precipitó el hundimiento de España.

    Se le entregó el mando sólo después de que hubiera sido imposible encontrar a un hombre de talento. Mantuvo su armada inmo­vilizada en Bahía durante la mayor parte del año 1639, ofreciendo a los holan­deses una oportunidad para prepararse para la batalla. Finalmente, trasladó su flota a Pernambuco (enero 1640) donde se le enfrentó una flota holandesa con unos efectivos que no llegaban a la mitad de los del co­mandante portugués, que después de algunos días de lucha se retiró cobarde­mente, dispersándose la mayor parte de su flota por las Indias Occidentales.

    Brasil era un centro de distribución de un importante comercio de reexportación, que posiblemente acaparó la mitad del mercado suramericano de España.

    Juan IV el Afortunado, actuó como rey de Portugal desde que la junta nobiliaria de Lisboa de 1640 le ofreciera el trono. Aliado con los enemigos de los Habsburgo españoles, logró derrotarles en la batalla de Montijo en 1644. Desde 1649 a 1654, combatió eficazmente a los holandeses en las costas de Brasil, recuperando sus territorios americanos. Realizó una buena administración, logrando resituar a Portugal como país respetado dentro de Europa.

    La batalla estuvo cerca de ser ganada por el marqués de Caracena, por su perfecta penetración en el territorio portugués, que hubiera podido dejar aislado todo el sector alentejano, al ser nudo de comunicaciones entre Borba, Alandroal y Terena, con lo que, de haber sobrepasado la posición, la situación portuguesa hubiera sido muy comprometida. Pero su empeño en tomar la ciudad de Vila Viçosa, donde se encontraba (aún se encuentra) uno de los palacios de la familia Braganza, dio al traste con las posibilidades, pues los portugueses fueron capaces de diezmar la artillería española, volviendo el resultado a su favor.

    La conspiración se inicia en 1641, y sus movimientos preparatorios se prolongan hasta 1648

    Llegaron a comunicar sus planes a sor María Jesús de Ágreda, confidente de Felipe IV.

    Recuérdese la sublevación de Andalucía.

    El movimiento fue organizado por el conde de Castrillo, miembro de la familia Haro. Olivares se había granjeado su enemistad, pese a ser parientes, debido al reconocimiento por Olivares de Enrique Felípez de Guzmán, bastardo del conde-duque, al que éste nombró su heredero universal de títulos y propiedades.

    Sor Maria Jesús de Ágreda, (1602 - 1665), ingresó muy joven en la vida religiosa. Fue nombrada abadesa del convento de religiosas descalzas de la Inmaculada Concepción de Ágreda. Influyente ante Felipe IV. Fue conocida con el sobrenombre de María Coronel. Se conservan numerosas cartas dirigidas al monarca, con consejos y razonamientos encaminados al gobierno de los reinos. Resultan sorprendentes, porque desde los 17 años de edad (1619), no había abandonado el convento. Fue perseguida, y posteriormente absuelta, por la Inquisición, por causa de su obra “Mística ciudad de Dios”.

    Luis Menéndez de Haro y Guzmán, marqués de Carpio, (1598 - 1661), nació en Valladolid, y se integró en la oposición a Olivares, sucediéndole en las condiciones de asesor del rey Felipe IV, versión “atenuada” del valimiento, cobrando cada vez más relevancia ante el monarca, sin alcanzar el nivel de omnipresencia que había ejercido su tío el conde-duque, como lo demuestra el que compartiese la labor de asesoría con la monja de Ágreda, sor María, y el hecho de que el rey actuaba con mayor independencia. Su última labor fue la negociación de la Paz de los Pirineos (1659) con Francia.

    Conviene recordar someramente el complejo proceso conocido como Guerra de los Treinta Años, calificada como Primera Guerra Europea, (aunque esta calificación han merecido diversas guerras a lo largo de la Historia).

    Realmente, es la última fase de una guerra de religión que duró ciento veinte años, relacionada con el éxito de la Contrarreforma. Corresponde a la contraofensiva católica, y a la resistencia de la Europa protestante. Aunque tuvo orígenes religiosos, se mezclan otros muchos motivos; políticos, sociales, económicos,....

    «Para España, se trata de lo que podríamos denominar “Gran Guerra del Norte”, desde 1568, cuando se alzan los Países Bajos, a 1658; estrictamente, “guerra de los noventa años”. Con incesante lucha no sólo en aquellas partes, sino por toda la Tierra desde las Indias Orientales hasta África, el Caribe, o el Mediterráneo.

    Esta imagen nos ayuda a situar la posición hispana en unas coordenadas más comprensibles, hasta el punto de preguntarnos si no respondió más a la voluntad de supervivencia política y económica que a los dictados de una proyección hegemónica» (Palabras de don José Alcalá-Zamora, catedrático de Historia Moderna de la U.Complutense, en su conferencia “La derrota de España” 1975)

    Esta batalla tuvo lugar el 8 de Noviembre de 1620. Se la conoce como batalla de Wiessemberg por los historiadores alemanes, siendo ésta una colina situada en las cercanías de la ciudad de Praga. La batalla, se ganó por las tropas españolas enviadas en apoyo del emperador Fernando II, que combatieron en su bando bajo el mando de Jean t`Sércales, futuro conde de Tilly, derrotando al ejército del protestante Federico V de Bohemia, elector del Palatinado. La derrota supuso el final de la independencia de Bohemia, el reconocimiento forzoso de la casa de Habsburgo como soberano imperial, y el fin de las libertades religiosas.

    No debe confundirse con la más importante Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, que había surgido en 1602, antes de iniciarse la tregua de los doce años. La que nos ocupa, nacida en 1621, era nominalmente compañía mercantil, con el fin de compartir el comercio mundial con la anterior. Obtuvo un monopolio comercial en América y África, así como sobre el espacio atlántico entre los dos continentes. Tenía el derecho de colonizar, y también el de poseer fuerzas armadas. Por sus actividades colonizadoras, existieron Nueva Ámsterdam (hoy Nueva York), Surinam y Curaçao. Por sus actividades armadas, originó un sinnúmero de problemas a Portugal y a España. El resultado comercial no fue tan fructífero como el alcanzado por la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales, y fue disuelta por falta de rendimientos en 1674, aunque entonces surgió una nueva sociedad que se mantuvo hasta 1795. Existió una tercera compañía con el mismo nombre, fundada en 1828, que pronto fracasó.

    Una vez más me remito al capítulo de aclaraciones, para el conocimiento del mecanismo de Flotas.

    En primer lugar, hay que constatar el convencimiento que se tenía de que el objetivo de los holandeses no era tanto hacerse con el azúcar del Brasil, cuanto con la plata del Perú. Ante esa coincidencia de intereses, se organizó una fuerza expedicio­naria conjunta hispano-lusa, que atacó Bahía sin tardanza, obligando a la guarnición holandesa a rendirse el 1-5-1625, después de un mes de asedio.

    El comandante de la flota española, almirante Juan de Benavides, fue acusado de traición, cobardía y negligencia grave. Fue procesado y, pasados cinco años de proceso, ejecutado públicamente en Cádiz.

    La pérdida del tesoro fue importantísima: en plata, un millón de ducados; en artillería, buques y pertrechos, otros dos millones más; y contando las consignaciones de los particulares otros seis millones de ducados.

    Tendrían que aceptar la presencia de un delegado español en todos sus consejos, promulgar sus leyes en nombre de Felipe IV, y realizar todos los años un acto de deferencia hacia él.

    Tan claro es que Cromwell buscaba la confrontación con España, que antes de que ésta pudiese rechazar sus primeras peticiones, incluyó otras más, como fueron las cesiónes de Calais, y de Dunkerque.

    Una vez más se muestra la interdependencia entre los resultados económicos y los militares. En 1627, las Flotas de Indias, regresaron con un volumen importante de metales preciosos. La guerra se había interrumpido en todos los frentes; Inglaterra, Países Bajos y Alemania. Es el momento que eligió Olivares para pasar a la ofensiva en Mantua. Pero los elevados costes de la guerra, coincidieron con la pérdida de la Flota en Matanzas, y la aportación anómala por lo escasa de la Flota de Tierra Firme.

    Los Consejos de Guerra y de Estado comenzaron a hacer planes para la formación de un exército real, encabezado por el propio monarca, con toda la nobleza y séquito. Nunca se llegó a definir si ese ejército tendría una función defensiva sólo, o también ofensiva, y si lucharía fuera de las fronteras pirenaicas o en el interior de las mismas. Un plan calificable de descabellado, salvo si se considera su utilidad para arrancar a la nobleza algún dinero, admitido como sustitutivo de la prestación directa del servicio militar.

    Felipe IV, en carta dirigida a su hermano el cardenal-infante de 5 de Noviembre de 1638, reflexionaba acerca del Palatinado diciendo que era “la mejor garantía de nuestra posesión continuada de los Países Bajos y de Italia”

    Diplomático y escritor político (1584 - 1648). Desempeñó diversos cargos diplomáticos ante la Sede Pontificia (1603), varios puntos de Italia ( - 1633), corte Imperial (1633 - 1643), consejero de Indias (1643) y encargado de los acuerdos de Münster, base del fin de la guerra de los Treinta Años. Renunció en 1646, para dedicarse exclusivamente al ejercicio de la pluma, aunque su obra literaria más importante se había publicado en 1640. Se trata de «Idea de un príncipe político cristiano en cien empresas» encuadrada dentro del género de “regimiento de príncipes”

    La misión de Saavedra Fajardo consistía en vigilarle, limitar su influencia, hasta conseguir que apoyara la causa de los Habsburgo sobre todo, en los Países Bajos. A partir de ese momento, su labor sería la contraria; es decir: procurar aumentar su influencia, para afianzar la posición española

    Axel Gustavsson Oxenstierna (1583-1654), fue nombrado Canciller de Suecia en 1612 por el rey Gustavo Adolfo II, y como tal negoció los acuerdos de paz con Dinamarca (1613), Rusia (1617) y Polonia (1623). Gobernador general de Prusia en 1626. Tras la muerte del rey, se convirtió en el político más importante de la historia de Suecia. Legado plenipotenciario en Alemania,con poderes absolutos en 1633. Regente durante la minoría de edad de la reina Cristina, su poder fue casi absoluto. A esa época corresponde el tratado de Compiègne. Pero, sin embargo, terminada la regencia, sus disputas con la reina le llevaron a perder su privilegiada posición

    No confundir con la de 1600 ni la de 1658

    Desde el inicio de la primavera de 1643, Francisco de Melo, al frente del ejército español en Flandes, inició una campaña en el norte de Francia, atacando varias plazas y, partiendo de Lille, se dirigió a la fortaleza de Rocroi, a la que puso sitio el 12 de Mayo. Inmediatamente el duque de Enghien, movilizó su ejército para socorrer Rocroi, alcanzando la posición el día 16, y cruzó el desfiladero (no defendido por el ejército español), el día 18. El 19 tuvo lugar la batalla, muy bien conducida por el duque de Enghien, que supo aprovechar mejor su caballería que la española, arrollando la formación mixta, compuesta por italianos, valores, borgoñones y españoles. Sólo éstos permanecieron firmes soportando el ataque de todos los efectivos franceses durante todo el día y la noche, hasta el punto de que el tercio de Zamora, último en rendirse lo hizo en la mañana del día siguiente. Aunque la victoria francesa fue total, se vió obscurecida por la llegada de los refuerzos hispano - imperiales a las órdenes del barón Beck, que permitió la reorganización de un mermado ejército, ya de escaso valor táctico.

    Se refiere a la justificación del tiranicidio, si el rey incumple sus deberes de gobernar en beneficio del pueblo y no del suyo propio, expuesta por el jesuita Juan de Mariana (1536 - 1624) en su obra De rege el de regis institutione (Respecto del rey y las instituciones regias), publicada en 1599. Según su discurso, si un rey gobierna en su propio beneficio y no en el de su pueblo, se convierte en tirano, y en tal caso está justificada su muerte. La obra, en su momento, despertó gran polémica, que aún a mediados del siglo XVIII todavía arrastraba opiniones muy críticas y vehementes.

    Ni la guerra de 1762, ni el rearme del periodo 1776-1783, ni una guerra importante contra Gran Bretaña, sirvieron para satisfacer los deseos de confrontación albergados por el gobierno de Carlos III.

    José Moñino, conde de Floridablanca, nacido en Murcia en 1728. Primer secretario de Estado y Despacho (1777-1787), creador y jefe de la Junta Suprema de Estado (1787-1792), personaje clave de la Ilustración española, y máximo exponente del Despotismo Ilustrado. Intervino en los procesos del motín de Esquilache como fiscal del Consejo de Castilla en 1766, apoyó decididamente la expulsión de los jesuítas desde España en 1767 y desde Roma, como embajador en 1772. Sus propuestas reformistas se refirieron a la cuestión agraria, contra los prejuicios sociales respecto al trabajo, sobre la educación (creando la reglamentación sobre escuelas gratuitas masculinas y femeninas en Madrid, y además un nuevo sistema de relaciones exteriores que buscaba la seguridad de los territorios americanos españoles, frente a Gran Bretaña, e independiente de Francia. Muerto Carlos III, fue confirmado por su hijo y sucesor Carlos IV en todos sus cargos, pero su política varió a partir de 1790, a raíz de la Revolución Francesa, siendo desterrado en 1792, aunque volvió a la política activa después de la ocupación de España por las tropas francesas. Murió en Sevilla en 1808

    Tampoco de la burguesía, clase social aún no reconocible en España

    Al absolutismo borbónico, se oponía el concepto de monarquía restringida por los derechos regionales o forales, y por el estamento nobiliario

    La aristocracia y los militares descontentos, marginados por Floridablanca y por el propio rey, buscaron el apoyo en el círculo del príncipe de Asturias. Esa táctica se verá repetida sucesivas veces en España en éste y otros reinados, como por ejemplo en el del propio Carlos IV en que se buscaba el apoyo del que sería después Fernando VII

    En los escalones más elevados de la administración de Carlos III no existían clases medias. Todos eran hidalgos, y aunque los manteístas eran mayoría no estaban ausentes sus rivales los colegiales

    En presencia del rey (y para que éste lo escuchase claramente), acusó a Grimaldi de ser el ministro más débil, indolente, servil, incompetente y “pastelero” con que España se había visto maldecida jamás.

    Desde entonces a O'Reilly se le calificó como “General Desastre”

    Carlos III escribió a su hijo una carta (profética) en que le advertía de que la asociación con la oposición contra sus ministros, acabaría volviéndose contra él.

    Hombre de orígenes modestos, que había obtenido el título de Derecho en Alcalá. Ascendido a Visitador General de Nueva España (1765-1771), para integrarse posteriormente en el Consejo de Indias. Prestó una atención preferente a los asuntos de América

    Los grupos económicos de Cataluña, preferían negociar con el gobierno central. Exactamente igual que ocurría en las vascongadas, por parte de los diferentes sectores sociales, entre los cuales había escasa solidaridad.

    Marina a Pedro González de Castejón, e Indias a José de Gálvez.

    Este cambio fue criticado por especialistas con­temporáneos, entre los que había antiguos miembros del Consejo de Indias, que en 1809 afirmaron que los asuntos internos de las Indias, tan lejanos y tan diferentes, habían perdido la atención detallada e informada que habían recibido del Ministerio de Indias.

    Por lo general, el Tesoro no aceptaba esa superposición y mantenía separados los nombramientos y los correspondientes salarios.

    Carlos III, envió grupos de oficiales para estudiar el sistema prusiano. Alejandro O'Reilly, que había participado en dos guerras europeas, había estudiado las organizaciones militares de Austria, de Francia y de Prusia, decidiéndose por el sistema prusiano como el más eficaz. Alcanzó los más altos puestos militares del ejército, y fue el reformador militar en España y América, llevando a cabo la fundación de la Academia Militar de Ávila, para la Caballería, la Infantería y el Cuerpo de Ingenieros. No obstante cosechó algunos fracasos. Ver notas 9 y 20 de este mismo tema.

    En 1770 los soldados cobraban en metálico (45 reales al mes), y en especie (3 libras de pan diarias), se les proporcionaba uniforme, y tenían al año ocho meses de servicio y cuatro de permiso, durante los cuales seguían percibiendo la soldada, tiempo que estaba previsto para que atendieran la cosecha, por cuyo trabajo percibían al propio tiempo un salario. Escasas razones para la deserción, pese a la rigidez de las ordenanzas, que, creadas por el gobierno de Carlos III, han estado vigentes en España, hasta bien avanzado el siglo XX.

    El volumen nominal de soldados en el ejército estaba en torno a los 75.000, pero raras veces se alcanzó esa cifra, sino que desde 1774 se mantuvieron unos efectivos de 40.000 soldados. Un gran esfuerzo de guerra, podía elevar la cifra al doble, pero con el inconveniente de que el ejército contaba en tal caso con una excesiva cantidad de reclutas sin instrucción militar. Un cincuenta por ciento de bisoños, no hubiera podido garantizar la acción con los niveles precisos para ser eficaces.

    La saturación en el rango del generalato era evidente. En 1788 había 47 tenientes generales (que sería un número idóneo para manejar una tropa de más de un millón de hombres). Aún así, la cantidad de tenientes generales se había multiplicado por 3 en 1796. Sin embargo existía un déficit de oficiales subalternos bien instruídos y entrenados, a pesar de los esfuerzos formadores de las Academias Militares.

    Los preparativos fueron extremadamente caros, se invirtió un tiempo excesivo en reunir la propia fuerza, los mandos no se preocuparon de informarse respecto a la fuerza enemiga, ni de la configuración de la costa a que se encaminaban, el lugar de desembarco estuvo mal elegido, todos desembarcaron al mismo tiempo, permaneciendo excesivamente agrupados, por lo que eran blanco fácil, además de estorbarse unos a otros, y por si fuera poco, no existían planes de reserva. O'Reilly, culpó del desastre a la cobardía de la tropa, lo que provocó que la oficialidad de Cádiz y de Barcelona, se amotinasen como protesta. Carlos III, sin embargo, no prescindió de O'Reilly, al que simplemente designó Capitán General de Andalucía.

    Francia envió a François Gautier, que se apartó de los diseños navales español e inglés, e introdujo el sistema francés, de barcos más grandes y rápidos, pero tan pesados en la obra muerta, que la marina española encontraba dificultades para navegar, cuando las condiciones climatológicas no eran favorables. Nunca llegó a satisfacer a la “escuela inglesa”, cuyo máximo representante era Jorge Juan. Gautier, fue nombrado superintendente de la construcción de navíos de guerra, en 1769, permaneciendo por veinte años en España.

    Nelson subrayó que Inglaterra nada tenía que temer de España como enemigo, si su flota no mostraba mayor capacidad que la había demostrado como aliado.

    Por otra parte a la marina de Carlos III debemos nuestra actual bandera los españoles. Confundiéndose por una parte con la enseña Borbón del rey francés la también Borbón de Carlos III en los buques de la armada, se convocó un concurso de ideas de diseño para obtener una nueva bandera con destino a la marina. Se adjudicó a la idea aportada inspirada en colores de contraste rojo de gules y amarillo de gualda, por ser muy claramente visible en la distancia. Pero el rey, teniendo en cuenta la similitud de colores que presentaba la nueva enseña de la marina con la de la confederación de las provincias orientales, decidió utilizar la nueva bandera para todos sus territorios, cosa que ordenó en La Granja de San Ildefonso en una disposición fechada allí el 21 de Mayo de 1785

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    Enviado por:Jose F Fernandez Tejeda Vela
    Idioma: castellano
    País: España

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