La guerra que condujo a la liquidación de los restos del Imperio, es decir, la Guerra de Cuba, fue una de las guerras mas desastrosas de aquella época; y no sólo por lo que se perdió, que fue mucho, sino por el modo en que empezó. En apenas unos meses, entre la primavera y el verano de 1898, su dilatada presencia en América quedó reducida a cenizas.
España se ha había convertido en una potencia de segunda que vivía placenteramente ignorando y siendo ignorada por todos. De su antiguo esplendor colonial conservaba poco, algunas islillas insignificantes en el Océano Pacífico, el archipiélago filipino y dos pequeñas colonias en América. De estas dos la más preciada era Cuba, la muy leal isla de Cuba, que había permanecido fiel a la Corona.
Justo cuando la cosa parecía haberse arreglado después de dos revueltas previas, entró un tercer jugador en la partida: los Estados Unidos de América. Los americanos, que no eran aún la superpotencia de hoy en día pero ya apuntaban maneras, se encontraban en plena expansión demográfica y económica. Cuba era, para sus políticos y empresarios, un apetecible caramelo, una extensión natural del estado de Florida. Así se lo hizo saber el presidente McKinley a la regente María Cristina de Habsburgo cuando, en un mensaje secreto, le ofreció comprarle la isla por una generosa cantidad.
Los americanos, con la excusa de proteger los intereses de sus nacionales en Cuba, enviaron un potente acorazado, el Maine, al puerto de La Habana. Quiso entonces la casualidad desencadenar la tragedia de la manera más tonta posible. Una mala combustión en la sala de máquinas del Maine lo hizo saltar por los aires. Los periódicos norteamericanos se cebaron con el accidente, que según ellos no fue tal, sino un sabotaje español.
Magnates de la prensa como Pulitzer y el todopoderoso William Randolph Hearst, editor del New York Journal, magnificaron el suceso, calentando a la opinión pública hasta ponerla en pie de guerra. Las páginas del Journal, que vendía cinco millones de ejemplares diarios, pintaban una España decadente y cruel que esclavizaba a los cubanos y los mataba mediante el hambre y las privaciones.
La campaña periodística prendió en la clase política, muy proclive, por otro lado, la agresividad infantil que imperaba entonces. En abril el Congreso americano exigió a España que se retirase de Cuba. A pesar de que se trataba de una simple resolución, el Gobierno español, acosado por el ambiente patriótico que se vivía en las ciudades, lo tomó como una declaración de guerra y rompió relaciones diplomáticas con Washington.
La guerra empezó el 25 de abril. La flota americana del Pacífico, se dirigió a Filipinas, donde derrotó a la escuadra española del almirante Patricio Montojo, quien aterrado, ordenó hundir sus propios barcos. El de Cavite sería el aperitivo de la tragedia de la Armada en Cuba.
La flota del Atlántico se encontraba, al mando del contralmirante Pascual Cervera, quien recibió órdenes de zarpar al Caribe y romper el cerco americano.
Enterados los americanos de la posición de los españoles, diseñaron una sencilla estrategia de pinza. El general Shafter desembarcó en la isla con un ejército de 17.000 hombres. Los marines tomaron Guantánamo, a 60 kilómetros de Santiago, donde se encontraba la otra tropa.
Tanto en Washington como Madrid estaban al tanto del comprometido apuro en el que se encontraban los militares españoles. El Gobierno español decidió entregar la ciudad. Al final de la jornada 350 españoles habían encontrado la muerte en las aguas de la bahía. Cervera no estaba entre ellos. Terminó siendo prisionero de los americanos y liberado a los pocos meses.
La decisión de no presentar batalla fue discutida entonces y sigue siéndolo hoy. Lo sorprendente no es que Montojo y Cervera hundiesen sus barcos, sino que España mantuviese los dispersos restos de su imperio durante casi un siglo sin que nadie le importunase.