Historia


Guerra Civil española


LA GUERRA CIVIL (1936-1939)

1. Los inicios del conflicto: de la sublevación militar a la guerra civil

Desde la proclamación de la República y, sobre todo, desde la victoria de la coalición de izquierdas del Frente Popular, en febrero de 1936, se había iniciado en España un proceso de revolución democrática que ponía en peligro los intereses y privilegios de las fuerzas tradicionalmente dominantes:
la oligarquía agraria y financiera, la Iglesia y el ejército. Para impedirlo propiciaron varias insurrecciones para derribar el régimen legalmente constituido.

Con este fin, un sector del ejército llevó a cabo, el 18 de julio, un golpe militar que fracasó por la movilización popular y se convirtió en una guerra civil que dividió España en dos zonas que se enfrentaron trágicamente hasta 1939.

La sublevación militar

La conspiración contra la República fue instigada por diferentes sectores conservadores: los monárquicos que ya habían auspiciado el frustrado golpe de Sanjurjo en 1932 y mantenían contacto con los militares; los falangistas y carlistas que, desde 1934, habían formado milicias armadas para desestabilizar el sistema; algunos sectores de la CEDA, y su propio líder, Gil Robles, que apoyaron económica y personalmente la conspiración, y los militares.

Un grupo importante de altos mandos del ejército agrupados en la Unión Militar Española fueron los organizadores de la insurrección contra el poder republicano. Entre los generales implicados había monárquicos como Joaquín Fanjul y Manuel Goded, tradicionalistas como José Enrique Varela, republicanos como Gonzalo Queipo de Llano y Miguel Cabanellas, y otros de más difícil adscripción política, caso de Emilio Mola, Francisco Franco y José Sanjurjo.

El asesinato, el 13 de julio de 1936, del líder de derechas José Calvo Sotelo, como represalia por la muerte del guardia de asalto José Castillo, decidió a los conspiradores a iniciar la sublevación de inmediato. El golpe militar, planteado como un pronunciamiento clásico, con apoyo de milicias carlistas y falangistas, se inició, siguiendo los planes de Mola, el 17 de julio, víspera de la fecha prevista, en la guarnición de Melilla, donde, después de vencer la resistencia de militares y grupos obreros, se hicieron con el poder en todo el Protectorado marroquí. Al día siguiente, el 18 de julio, Franco, que contaba con un gran prestigio gracias a su experiencia marroquí, voló de Canarias hacia Marruecos y tomó el mando del Ejército de Africa.

Sanjurjo, que debía liderar la sublevación, murió en accidente aéreo cuando volvía a España desde Portugal, por lo que, desde su puesto de mando en Pamplona, el general Mola planificó y coordinó las acciones que deberían llevarse a cabo, contando con el apoyo de grupos financieros, monárquicos y católicos.

Entre tanto, el gobierno, aunque había trasladado a los principales generales sospechosos de ser poco fieles a la República lejos de Madrid (Franco a Canarias, Goded a Baleares y Mola a Pamplona), reaccionó con indecisión y pasividad una vez estallada la sublevación, lo que permitió a los insurrectos consolidar sus posiciones.
Mola ocupó Pamplona con ayuda de los requetés; Queipo de Llano venció en Sevilla y el levantamiento se extendió por parte de Andalucía; y Cabanellas se apoderó de Zaragoza.

En cambio, en Madrid y Barcelona la rebelión, encabezada por Fanjul y Goded respectivamente, pudo ser sofocada. En Madrid, las milicias obreras al mando de algunos oficiales asaltaron el Cuartel de la Montaña, donde se atrincheraron los sublevados. En Barcelona, los anarquistas y las fuerzas del orden, leales al gobierno, hicieron fracasar el levantamiento.
Santiago Casares Quiroga, que había hecho poco caso de las advertencias sobre la preparación de la sublevación, dimitió la misma noche del día 18. Azaña encargó entonces a Diego Martínez Barrio la formación de un gobierno con representantes de todas las fuerzas políticas para intentar acabar con la sublevación. Ante el fracaso de sus gestiones con Mola dimitió al día siguiente, y Azaña nombró a José Giral, que el día 19 entregó armas a las organizaciones políticas y sindicales fieles a la República que las venían reclamando desde que se conoció la sublevación militar.

España dividida

Entre el 17 y el 20 de julio se evidenció el fracaso del pronunciamiento militar, pero se hizo también patente la división del ejército, del territorio y de los recursos económicos en dos. Por una parte, un bando leal a la República, llamado rojo por los sublevados, y, por otra, el bando sublevado, autodenominado nacional. Ambos bandos se enfrentaron en una guerra civil.
Los rebeldes controlaron el norte de Castilla y León, zona rural y católica, la Galicia caciquil y conservadora, Navarra, muy tradicionalista, gran parte de Aragón y de Andalucía occidental, latifundista, Baleares, Canarias y el Protectorado colonial norteafricano.

La franja cantábrica, el País Vasco, excepto Álava, y la cuenca mediterránea desde Cataluña hasta Málaga permanecieron al lado de la República. También en Castilla la Nueva, incluido Madrid, que era el objetivo prioritario de los sublevados, y buena parte de Extremadura y Andalucía oriental, menos Granada, se frustró la insurrección.

El territorio republicano, aunque dividido, contaba con los núcleos industriales y urbanos de más relieve, las regiones de agricultura de exportación, las minas del norte y el oro del Banco de España. Los efectivos militares eran más desiguales, la flota quedó en manos de la República y la mitad de las tropas, pero el gobierno recelaba de la fidelidad de una parte de sus oficiales por lo que no contó con todos ellos.
El bando sublevado tenía recursos industriales de menor envergadura, pero controló la principal zona cerealista. Militarmente, contaban con la mayoría de los oficiales y la mitad de los miembros del Ejército y de las fuerzas de seguridad. A ellos se unió, desde el mes de agosto, el ejército de Africa, que disponía de unos 47000 efectivos.

2. La dimensión internacional del conflicto

El estallido de la guerra civil española contribuyó a agudizar la tensión e inestabilidad existentes en el contexto europeo, dominado por la confrontación ideológica y política entre el eje Berlín-Roma, que agrupaba a la Alemania nazi y la Italia fascista, las democracias parlamentarias, representadas por Reino Unido y Francia, y el comunismo soviético, que pretendía una alianza con ellas para contener el avance fascista. En estas circunstancias, la guerra de España tuvo un gran eco internacional. La opinión pública extranjera se dividió entre los que consideraban a los sublevados luchadores contra el comunismo y los que eran partidarios de la República y su defensa contra el fascismo.


El Comité de No Intervención

Aunque era de esperar que las democracias europeas, y especialmente Francia, con un gobierno de Frente Popular presidido por el socialista León Blum, colaboraran con el gobierno legítimo de la República, la presión de la derecha francesa y de los conservadores británicos les condujo a la adopción de una política de neutralidad. Propugnaron la no intervención en la guerra de España para no romper el débil equilibrio existente entre los regímenes democráticos y fascistas, y alejar así el peligro de una guerra en Europa ante el creciente militarismo expansionista de Hitler. No obstante, Francia permitió, con intermitencias, el paso de armas a través de sus fronteras.

En agosto de 1936, se creó en Londres el Comité de No Intervención, al que se adhirieron, de forma unilateral, hasta 27 países que se comprometieron a no vender, ni permitir el paso de armas ni suministros bélicos a España. Pero la realidad fue que Italia, Alemania y Portugal, a pesar de su adhesión, continuaron ayudando a los rebeldes mientras que la República se vio sometida al cierre de fronteras y al embargo de armas. Además, el Comité de No Intervención impidió que la Sociedad de Naciones mediase en el conflicto.

Estados Unidos, que no suscribió el pacto, aprobó una ley de embargo que impidió la exportación de material bélico a la España republicana, pero permitió los suministros de las empresas americanas a la España sublevada, como el petróleo que proporcionó la Texaco Oil Company o los vehículos de Ford y General Motors.


La ayuda de los fascismos al bando sublevado

Desde los primeros días de la insurrección militar, tanto los sublevados como el gobierno legítimo de España solicitaron ayuda extranjera urgente. Como respuesta a la petición de los sublevados, Hitler ordenó la ayuda alemana inmediata, que fue constante a lo largo de ¡a contienda, disimulada en muchas ocasiones como envíos comerciales para evitar problemas políticos. Además de la intervención de la flota germánica, que bloqueó los puertos republicanos, y el envío de numeroso material militar como artillería, tanques y equipos de transmisión, el grueso de la ayuda alemana residió en la aviación.

A este efecto, se creó la Legión Cóndor con voluntarios del ejército alemán, pilotos, instructores, cazas, bombarderos y baterías antiaéreas, que fue decisiva en las ofensivas del bando rebelde y en la resolución de las operaciones militares.

El coste de la ayuda alemana, cifrado en unos 400 millones de dólares, se reembolsó en alimentos y materias primas hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial.

La participación italiana fue más numerosa, aunque de menor importancia técnica y estratégica. Intervinieron desde el principio en todas las acciones de guerra con desigual fortuna: favorable en Santander y Málaga y desfavorable en la campaña de Madrid o los bombardeos de Barcelona. A los efectivos humanos, agrupados en el Corpo di Truppe Volontarie (CTV, Cuerpo de Tropas Voluntarias), hay que añadir el soporte aéreo naval y de equipamiento bélico.
El régimen profascista portugués también prestó ayuda logística a los sublevados, facilitándoles las comunicaciones por su territorio y el desembarco de suministros en sus puertos, además de contribuir con unos 20 000 voluntarios. Franco contó, además, con el ejército de Africa, formado por soldados mercenarios que integraban la Legión y tropas regulares marroquíes bajo el mando de oficiales sublevados.

La ayuda Sovtica y las Brigadas Internacionales

Aparte de un simbólico apoyo del gobierno de México, la Unión Soviética fue el único país que, aunque había firmado el Tratado de No Intervención, ayudó con armas y alimentos a la República, enviando aviones, carros de combate y abundante material bélico, además de pilotos, instructores y técnicos. La ayuda soviética permitió al gobierno republicano salvar Madrid, en 1936, y luego lanzar la gran ofensiva de Teruel y el Ebro, en 1938. Sin embargo, el cierre de la frontera francesa inmovilizó buena parte de estos efectivos, que sólo llegaron de forma discontinua. La República pagó sus compras con las reservas de oro del Banco de España, calculadas en unos 500 millones de dólares.
De menor importancia cuantitativa, aunque de gran valor moral, miles de voluntarios de 50 países, de ideas democráticas y progresistas, lucharon contra el fascismo junto a la República, agrupados en las Brigadas Internacionales. Unos 40000 brigadistas combatieron en España entre noviembre de 1936 y diciembre de 1938, fecha en que abandonaron España cumpliendo los acuerdos del Comité de No Intervención. Llegaron a España siguiendo el llamamiento de organizaciones de izquierda, especialmente la Internacional Comunista. Eran instruidos en Albacete y agrupados en brigadas de unos 5000 hombres al mando de oficiales o líderes políticos entrenados.

3. La evolución del conflicto
Fracasado el golpe de Estado a finales de julio de 1936, comenzó, como hemos visto, la guerra civil. Desde el principio los sublevados llevaron el peso y la iniciativa en las ofensivas militares, mientras que entre los republicanos predominaron las operaciones defensivas.
Los primeros combates y la batalla de Madrid (agosto 1936-marzo 1937)
En el desarrollo del conflicto tuvo especial incidencia el paso a la Península, en los primeros días de agosto de 1936, de los efectivos del Ejército de Africa, gracias a la cobertura aeronaval prestada por Alemania e Italia a los sublevados, que neutralizó la acción de la escuadra, leal a la República, en el Estrecho.

Desde el sur, las columnas de legionarios del ejército africano, una vez eliminada la resistencia de Badajoz, sometida a una feroz represión, avanzaron por el valle del Tajo y llegaron en septiembre a Toledo, donde liberaron al centenar de militares y civiles sitiados por las tropas republicanas en el Alcázar.

Por su parte, los republicanos, desde Cataluña, fracasaron en el intento de conquistar Baleares (agosto de 1936), y las columnas de milicias que se adentraron en Aragón no consiguieron ocupar las capitales de la región.
Aunque el principal objetivo de los sublevados era ocupar Madrid, hasta noviembre, ambos bandos intentaron consolidar posiciones. La conquista de Madrid la intentó primero Mola desde el norte, pero fue detenido en Somosierra y Guadarrama. A finales de octubre, las tropas sublevadas asediaron Madrid, y fueron frenadas en la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria.

A la vista de la situación, el gobierno republicano trasladó su sede a Valencia y dejó una Junta de Defensa que, presidida por el general José Miaja, organizó y coordinó eficazmente las operaciones militares, creando las milicias populares y contando con la ayuda de las recién llegadas Brigadas Internacionales y el primer material bélico ruso.
Fracasado el ataque, las tropas nacionales intentaron cortar las vías de comunicaciones, pero fueron derrotadas en las batallas del Jarama (febrero 1937), donde se frustró el aislamiento de la capital, y de Guadalajara (marzo 1937). En Andalucía, sin embargo, los nacionales consiguieron controlar Málaga, con lo que aseguraron el contacto entre Andalucía Oriental y Occidental y salvaguardaron Granada

  • La guerra en el norte (abril-noviembre 1937)
    Ante el peligro de entrar en una guerra de desgaste, Franco, que ostentaba ya el cargo de Generalísimo de los ejércitos y que, por tanto, asumía las decisiones últimas en la marcha del conflicto, optó por abandonar la zona centro y concentrar el esfuerzo bélico en el norte, donde había importantes industrias.
    Las fuerzas republicanas se hallaban allí muy debilitadas debido a que la rápida ocupación de la frontera francesa imposibilitaba la llegada de material bélico. El general Mola había ocupado San Sebastián y la frontera vasco-francesa en Irún, en septiembre de 1936, y el aislamiento de la zona cantábrica del resto del territorio republicano dificultaba la llegada de efectivos humanos y materiales.
    En la primavera de 1937 los sublevados lanzaron una gran ofensiva sobre el País Vasco en la que utilizaron, con la ayuda de la aviación alemana (Legión Cóndor), nuevas tácticas de guerra total como los bombardeos de poblaciones civiles indefensas en Durango y Gernica. Tras la muerte de Mola en accidente aéreo, el general Sancho Dávila inició el ataque a Bilbao y, tras romper el sistema defensivo republicano privado de artillería y aviación, tomó la ciudad el 19 de junio.
    En agosto, tropas italianas y navarras tomaron Santander. Desde allí pasaron a Asturias y ocuparon Gijón en octubre, tras una encarnizada resistencia protagonizada por las milicias sindicales y obreras. Con la caída del norte, la zona republicana perdía una región minera y siderometalúrgica, vital para el abastecimiento de materias primas y el desarrollo de la guerra.
    En el verano de 1937, como maniobra de distracción y para disminuir la presión de las tropas nacionales sobre el norte, los republicanos lanzaron sendas ofensivas, la batalla de Brunete, en el centro, y la de Belchite, en Aragón, que fracasaron.

  • El avance hacia el Mediterráneo (diciembre 1937-noviembre 1938)
    Con la pérdida del norte, quedaba un solo frente, que iba desde los Pirineos hasta la costa malagueña. Para frenar una posible ofensiva franquista sobre Madrid, las fuerzas republicanas, reorganizado el ejército por el gobierno de Juan Negrín, iniciaron en diciembre de 1937 una ofensiva sobre Teruel, ciudad que lograron recuperar después de una dura resistencia agravada por las duras condiciones meteorológicas. Pero el asedio posterior de las tropas enemigas, al mando de Varela, permitió reconquistar la ciudad el 22 de febrero, después de una intensa lucha que ocasionó al ejército republicano la pérdida de la mitad de los efectivos y del 30 % del equipamiento empleado en la operación.

Tras este éxito, Franco, que después de la muerte del general Mola concentró todavía más el poder del bando nacional en sus manos, decidió iniciar en marzo el avance sobre el valle del Ebro, con el objetivo de llegar al Mediterráneo y romper el área este republicana. Atacó el frente de Aragón y luego el valle del Segre, donde tomaron Lleida el 3 de abril. El día 14 alcanzó el Mediterráneo por Vinaroz. Con ello, el territorio republicano se dividió en dos partes. La fuerte resistencia que encontraron en el Maestrazgo y en Valencia, éxito defensivo del general Miaja, detuvo la ofensiva nacional momentáneamente.

La batalla del Ebro
Para intentar detener el avance de sobre Valencia y Cataluña, y con el objetivo también de propiciar una paz negociada si se obtenía una victoria militar importante, los republicanos lanzaron una gran ofensiva en el Ebro. Se esperaba además una evolución favorable de la coyuntura internacional que ayudara a la firma de la paz.

A pesar del desastre sufrido, el ejército republicano se había reforzado con 200 000 soldados y con los recursos obtenidos en una apertura de la frontera francesa.

El 25 de julio, las tropas republicanas cruzaron el Ebro en dirección a Gandesa, avanzaron unos 35 kilómetros y envolvieron al enemigo, pero no pudieron continuar ante la movilización de enormes contingentes de soldados nacionales. A mediados de noviembre, con más de un 50 % de bajas y su equipamiento prácticamente destruido, el ejército republicano se replegó dejando el camino de Cataluña y Valencia expedito para los rebeldes. A finales de 1938, el Comité de No Intervención, consiguió la retirada de los voluntarios extranjeros que luchaban con la República. Así, antes de que las tropas franquistas iniciaran la ofensiva de Cataluña, la suerte de la República estaba echada.

  • El fin de la guerra (diciembre 1938-abril 1939)
    Tras la victoria en la batalla del Ebro, los nacionales intensificaron los bombardeos de las principales ciudades catalanas por parte de la aviación italiana con base en Mallorca. Estos bombardeos prepararon la ocupación de Cataluña, que fue rápida y no encontró apenas resistencia. El 15 de enero de 1939 cayó Tarragona y el 26, Barcelona; poco después llegó a la frontera francesa. Con la caída de Cataluña, las estructuras políticas y militares del Estado republicano se derrumbaron. Sus autoridades, incluido el presidente Azaña, atravesaron la frontera. Cientos de miles de personas les acompañaron ante el miedo a sufrir las represalias. El largo camino del exilio, sin retorno para la mayor parte de estos refugiados, les conducía a un sinfín de penalidades.
    A pesar de lo desesperado de la situación, Negrín y los comunistas intentaron resistir a ultranza en Madrid y la zona centro, cuyas posiciones se mantenían prácticamente como en 1936. Pero en febrero de 1939, Francia y Reino Unido reconocieron al gobierno de Franco y, en Madrid, estallaron los enfrentamientos internos.

El coronel Segismundo Casado, al mando del ejército del centro, y apoyado por republicanos, anarcosindicalistas y socialistas, que encontraban inútil la política de resistencia, dieron un golpe de Estado y crearon una Junta de Defensa que, ingenuamente, pretendía una paz honrosa, benevolente y sin represalias que Franco no aceptó.
Aunque el gobierno Negrín partió hacia el exilio, la oposición de los comunistas a la Junta de Defensa desencadenó una lucha interna que ensangrentó aún más el bando republicano. La Junta de Defensa ordenó finalmente el abandono de los frentes sin resistencia, y el 28 de marzo el coronel Casado entregó Madrid. El 1 de abril, el general Franco hizo público el comunicado del fin de la guerra sin condiciones. La Segunda República española había llegado a su fin.

4. Entre la guerra y la revolución: la evolución política de la República

En los primeros meses de la guerra civil, el poder del Estado republicano se fragmentá entre diversas organizaciones sindicales y partidos obreros o regionales.
Paralelamente, la revolución social se adueñó de buena parte del territorio y cambió las formas de propiedad y organización de la producción. Este fenómeno debilító la autoridad del gobierno republicano, dificultó el control y la dirección de la guerra y evidenció las diferencias entre las diversas fuerzas del Frente Popular.

Revolución y desintegración del poder republicano
Entre julio y octubre de 1936, tras la distribución de armas entre las organizaciones populares, se desencadenó un proceso revolucionario espontáneo en esta zona y el poder se repartió en múltiples juntas, comités, milicias, consejos y organismos revolucionarios, que, a nivel regional, provincial y local, suplantaron el poder del gobierno central.
La dispersión organizativa y la ausencia de un mando único dificultaron las operaciones militares. En unas zonas, este poder popular estuvo dirigido por CNT-FAI, como en Cataluña, donde el Comité de Milicias Antifascistas relegó durante unos meses a la Generalitat. En otras, por socialistas o comunistas. En todas partes dirigieron el esfuerzo bélico a través de milicias armadas y organizaron la vida ciudadana en la retaguardia: los transportes, el abastecimiento, el orden público, etc.
También se encargaron de la represión contra los sospechosos, efectuaron detenciones, registros, sentencias y ejecuciones en las que cometieron irregularidades y excesos, incluyendo en ellas el anticlericalismo desatado contra sacerdotes y edificios religiosos. La mayoría de estas acciones fueron incontroladas y espontáneas y se dieron en los primeros momentos.
Paralelamente, se llevó a cabo una revolución socíoeconómica que provocó un cambio en las relaciones de producción y se plasmó en la ocupación y el reparto de tierras y la confiscación de industrias. La colectivización del campo varió según las regiones. En estos meses se expropió entre un 40 y un 60 % de la tierra cultivada en regiones de secano como Aragón, Castilla-La Mancha y Andalucía. Se dieron experiencias de comunismo libertario que afectaban a la producción, la distribución y el consumo, a veces espontáneas, y otras, dirigidas por UGT o por los anarco-sindicalistas, como en Aragón, donde crearon el Consejo de Aragón presidido por el dirigente de la CNT Joaquín Ascaso, verdadero órgano de decisión económica, política y militar de la región.
Las colectivizaciones de las industrias y de los servicios más importantes se dieron en Valencia, Madrid, Asturias y, especialmente, en Cataluña. Los sindicatos y obreros tomaron el control de las empresas y organizaron la producción.

No obstante, a partir de octubre de 1936, y ante la necesidad que tenía el gobierno de controlar los recursos económicos, se dictaros' normas centralizadoras y el gobierno intervino directamente en industrias estratégicas vitales para el desarrollo de la guerra como las de armamento, las eléctricas y los astilleros. Con todo, la propiedad privada no desapareció totalmente y convivió con las experiencias de socialización. Además, la oposición del gobierno y de los comunistas y la evolución negativa de la guerra detuvieron este movimiento revolucionario.


Intentos de reorganización del poder
Desbordado por el proceso revolucionario y bélico, el gobierno Gira] dimitió y, en septiembre de 1936, se creó un gobierno de coalición presidido por el socialista Francisco Largo Caballero y formado por comunistas, republicanos, regionalistas y, desde noviembre, por la CNT. Esta, que siempre se había negado a intervenir de manera tan directa en el gobierno, contó con dos ministros, Federica Montseny. la primera mujer ministra del Estado, y Luis García Oliver. Su objetivo era acabar con la dispersión de poderes, reconstituyendo el Estado pero manteniendo las conquistas revolucionarias, para poder así unificar y centralizar las acciones bélicas.
Para ello, se suprimieron o recortaron los poderes de los organismos revolucionarios y se crearon los consejos provinciales y municipales presididos por autoridades que representaban al Estado.

En Cataluña, un nuevo gobierno de la Generalitat, con comunistas y anarquistas, se impuso al Comité de Milicias Antifascistas, y en el País Vasco, previa aprobación por las Cortes del Estatuto, se constituyó el gobierno autónomo presidido por José Antonio Aguirre.

En el plano militar, se reorganizó el Estado Mayor del Ejército y se unificaron las milicias, que se encuadraron profesionalmente dentro de la estructura militar. Tal fue el caso del prestigioso Quinto Regimiento, formado por comunistas, y de las Milicias Confederadas del Centro, anarco-sindicalistas. Se constituyó así el núcleo del Ejército Popular.
A pesar de estos esfuerzos, las diferencias entre las distintas tendencias afloraron pronto en el seno del gobierno. De hecho, había dos concepciones divergentes sobre el proceso revolucionario. Comunistas, socialistas, republicanos y regionalistas defendían ganar primero la guerra postergando la revolución. Para ello era imprescindible reconstruir el Estado republicano, unificándolo y centralizándolo. En cambio, la CNT-FAI, los comunistas disidentes del POUM y los seguidores de Largo Caballero pretendían simultanear guerra y revolución con su pluralidad de poderes, convencidos de que no se podía ganar la guerra sin llevar a cabo la revolución.

Estas divergencias se evidenciaron en múltiples conflictos entre anarquistas y comunistas en el control del orden público y la vida civil en la retaguardia, y culminaron en Barcelona, en mayo de 1937, en un enfrentamiento armado, cuando fuerzas de la Generalitat, encabezadas por los comunistas, intentaron apoderarse del edificio de Telefónica en manos de los anarco-sindicalistas. Los anarquistas, con la ayuda del POUM, resistieron con las armas varios días, en un intento desesperado por conservar su autonomía frente a la tendencia centralizadora del poder, aunque finalmente fueron neutralizados.

Como consecuencia de estos sucesos, cayó el gobierno de Largo Caballero y se consolidaron las posiciones de los comunistas en el Estado republicano.


La reconstrucción del Estado republicano
El socialista Juan Negrín formó, en mayo de 1937, un gobierno de concentración con el objetivo de afrontar la difícil situación del bando republicano. No contó con los cenetistas y se apoyó en el Partido Comunista, fortalecido por la ayuda rusa a la República y por la disciplina y el prestigio de sus regimientos de combate.

El nuevo gobierno reconstruyó la autoridad del Estado, canalizando y centralizando los recursos y esfuerzos movilizados para ganar la guerra, puesta en peligro por la ofensiva franquista en el País Vasco. Se paralizaron las colectivizaciones y se nacionalizó la economía, creando una industria de guerra y militarizando las principales empresas. Se suprimió el Consejo de Aragón y se mantuvo el orden en la retaguardia. El Ejército popular se hizo realidad, introduciendo en él la disciplina y dotando a las unidades de mandos de prestigio, como el teniente coronel Vicente Rojo, que integraron a los cuadros procedentes de las milicias, como Enrique Líster, comunista, o Cipriano Mera, anarquista.

El fracaso de este remozado ejército en la campaña de Aragón provocó una crisis de gobierno y el socialista Prieto abandonó el gobierno. Pero Negrín, apoyado cada vez más en los comunistas, que tenían el control de la organización militar y la retaguardia, y confiando en que la situación internacional sería en breve favorable a la República, propugnó una política de resistencia a ultranza y remodeló su gobierno en abril de 1938 con la participación de todas las fuerzas políticas, incluida la CNT.
Con el objetivo de obtener el apoyo internacional, y como propuesta indirecta a los sublevados, el gobierno presentó, en mayo del 38, el programa de los 13 puntos que contenía las bases para finalizar la guerra y los principios políticos que debían regir la República en el futuro. Contrariamente a su finalidad, sus repercusiones fueron escasas en el interior y en la esfera internacional.

Pero en la retaguardia los desastres del frente y la prolongación de la guerra provocaron una situación desesperada: inflación, disminución de la producción, escasez y encarecimiento de subsistencias, racionamiento y el mercado negro afectaron a la población. El cierre de la frontera francesa, que inmovilizaba el material bélico soviético, agravó la situación. Las críticas contra Negrín arreciaron: tanto Azaña como socialistas, anarquistas y regionalistas se opusieron a la excesiva concentración y centralización del poder y empezaban a inclinarse por la finalización de la guerra.

5. La consolidación del bloque sublevado

La insurrección militar, sin planteamientos políticos claros en sus inicios, aunque identificada con el orden y los valores conservadores. utilizó el ejército como eje vertebrador de las operaciones militares y de la configuración de un nuevo Estado, cuya característica más destacada fue la concentración del poder político y militar en la persona del general Franco. Este llevó a cabo la unificación política de falangistas y carlistas y dio un sustrato ideológico al nuevo régimen. que fue adoptando progresivamente rasgos definidores del autoritarismo fascista.

Alzamiento y organización del poder político

La división de las fuerzas políticas de la derecha y la carencia de un proyecto político uniforme, el ejército era la única institución capaz de establecer el embrión de un nuevo Estado. Se creó una dirección unificada que, tras la muerte accidental de Sanjurjo, se convirtió en una Junta de Defensa Nacional, constituida en Burgos el 24 de julio, presidida por el general Cabanellas e integrada por militares entre los que destacaban Mola, Franco y Queipo de Llano.

La Junta, que asumió funciones administrativas y militares, proclamó el estado de guerra y comenzó la represión contra las autoridades y los partidarios del régimen republicano, así como contra los integrantes de las organizaciones políticas y sindicales en las zonas bajo su control. Prohibió todos los partidos del Frente Popular y las actividades políticas y sindicales de cualquier signo ideológico. Asimismo, suprimió la reforma agraria.

En octubre, apoyado por las gestiones de su cuñado y miembro de la CEDA, Ramón Serrano Súñer, Franco fue nombrado Generalísimo de las fuerzas nacionales de tierra mar y aire y jefe del gobierno del Estado. Poco después comenzó a llamarse caudillo de España y fue concentrando más poder en sus manos. Formó una Junta Técnica del Estado, integrada por militares, que actuó, de hecho, como un gobierno.

Las organizaciones políticas que apoyaban la sublevación, monárquicos alfonsinos, la CEDA, carlistas y falangistas, no habían renunciado a sus programas políticos. Franco, carente de un proyecto político concreto, veía en esta pluralidad un peligro que obstaculizaba su acumulación de poder.

Así, después de someter a la disciplina del ejército a las milicias carlistas y falangistas, decretó, el 19 de abril de 1937, la unificación bajo su dirección de falangistas y tradicionalistas. De este modo nació Falange Española Tradicionalista de las Juntas de Ofensiva Nacional Sindicalista (FET y de las JONS), que constituyó, a semejanza de Italia o Alemania, el partido único, denominado posteriormente Movimiento Nacional. Este partido recogía los principios esenciales de Falange y ponía las bases de un Estado totalitario.

De esta forma, todas las tendencias políticas que respaldaban la insurrección quedaban integradas en un único proyecto político y supeditadas, en definitiva, al poder de Franco, que reprimió la oposición manifestada por los líderes carlistas, como Manuel Fal Conde, y a los falangistas. Tras el fusilamiento de Primo de Rivera en la zona republicana, su sucesor, Miguel Hedilla, contrario a la unificación, fue condenado a muerte por Franco y posteriormente indultado.
En estos meses, la jerarquía eclesiástica publicó una pastoral dirigida a los obispos del mundo, reafirmando el apoyo de la Iglesia al alzamiento militar, justificándolo como cruzada para erradicar la revolución comunista. Se reforzó así la identificación del bloque nacional con la Iglesia, dando origen al nacionalcatolicismo como fundamento ideológico del nuevo régimen.

El regímen franquista: la consolidación del nuevo Estado

En enero de 1938, Franco culminó el proceso de estructuración política y administrativa del nuevo régimen con a Ley de Administración Central del Estado, que le confería todos los poderes: la potestad legislativa, la jefatura del Estado, del gobierno, del ejército y del partido único, con lo que se consolidaba una dictadura autoritaria de corte fascista. Nombró un gobierno de integración formado por militares y civiles que representaban a falangistas, monárquicos y tradicionalistas, y, durante el último año de guerra, llevó a cabo una intensa labor legislativa que anuló la obra republicana y continuó la política económica intervencionista que regulaba la actividad privada.
Fue significativo del perfil ideológico del nuevo régimen la derogación de toda la legislación social republicana y de la legislación referente al matrimonio civil, el divorcio y la promoción cultural. Además, restableció la Compañía de Jesús, la obligatoriedad de la enseñanza católica, la retribución económica del clero y la exención fiscal de los bienes de la Iglesia.
Prohibió toda actividad sindical, y la política social se plasmó en el Fuero del Trabajo (1938). De inspiración fascista, éste establecía la organización de las relaciones laborales mediante el sindicato vertical, que, sometido al partido único, encuadraba a patronos y obreros. Las huelgas y los actos reivindicativos eran considerados delitos contra la patria. Promulgó una Ley de Prensa e Imprenta que controló y puso los medios de comunicación al servicio del poder. La Ley de Responsabilidades Políticas, con carácter retroactivo desde 1934, le permitió perseguir a los sospechoso de haber defendido la causa republicana. Por otra parte, la defensa de la unidad de España se concretó en la abolición de los gobiernos vasco y catalán.

El resultado de esta labor legislativa y organizativa fue la creación de un Estado totalitario que se fue imponiendo a medida que se conseguían victorias en los campos de batalla. Este Estado, con pocas modificaciones en los aspectos organizativos e ideológicos fundamentales, se convirtió, finalizada la guerra, en una dictadura que se prolongó casi cuarenta años.




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