Historia


Fracaso de la paz y de la seguridad colectiva


Tema 6. La Primera Guerra Mundial

Lectura 14. El fracaso de la paz y de la seguridad colectiva

1. Los Tratados de París: una paz condenada al fracaso.

Cabe preguntarse por qué los gobernantes no decidieron poner fin a la guerra mediante algún compromiso antes de que ésta destruyera el mundo de 1914. En el pasado prácticamente sólo las guerras revolucionarias o ideológicas se habían librado como una lucha a muerte o hasta el agotamiento total. Y en 1914 no era la ideología lo que dividía a los beligerantes, si bien ambos bandos necesitaban movilizar a la opinión pública apelando, por ejemplo, al peligro que corrían los valores nacionales, como la cultura alemana frente a la barbarie rusa, la democracia francesa y británica frente al absolutismo alemán, etc. Hubo, además, en casi todos los países, políticos que, durante la guerra, propusieron soluciones de compromiso y presionaron en esa dirección a sus aliados conforme se acercaba la derrota. ¿Por qué, pues, las principales potencias consideraron la guerra como un conflicto en el que sólo cabía la victoria o la derrota total?.

La razón es que, a diferencia de las guerras anteriores, surgidas por motivos concretos, la lª G.M. perseguía objetivos ilimitados. Cada vez más la rivalidad política internacional venía marcada por el crecimiento y la competitividad de la economía, y su rasgo típico era precisamente que no tenía límites. Las “fronteras naturales” de la Standard Oil, el Deutsche Bank o la De Beers Diamond eran el planeta entero o, más bien, los límites de su capacidad de expansión. En concreto, para Alemania y Gran Bretaña, no había límites, pues Alemania aspiraba a alcanzar una posición política y marítima mundial como la de Gran Bretaña, lo cual automáticamente relegaría a un segundo lugar a una Gran Bretaña que ya había iniciado su declive. Era todo o nada. Las aspiraciones de Francia tenían un carácter menos general, pero igualmente urgente: compensar su creciente inferioridad demográfica y económica respecto a Alemania. También aquí estaba en juego el futuro de Francia como potencia de primer orden. En ambos casos un compromiso sólo habría servido para posponer el problema.

Alemania podía, sin duda, limitarse a esperar hasta que su creciente superioridad pusiera al país en el lugar que su gobierno creía que le correspondía. De hecho, la posición dominante en Europa de una Alemania derrotada dos veces está hoy reconocida más claramente de lo que nunca lo estuvieron sus aspiraciones militaristas antes de 1945. Pero eso es así porque tras la 2ª G.M. Gran Bretaña y Francia tuvieron que aceptar verse relegadas a la condición de potencias de segundo orden, de la misma forma que Alemania del Oeste, pese a su enorme potencialidad económica, reconoció que no podría ostentar la supremacía como Estado aislado. Pero en la década de 1900 estaban todavía intactas tanto la aspiración alemana de convertirse en la primera potencia mundial como la resistencia de Gran Bretaña y Francia, que seguían siendo, sin duda, “grandes potencias”. Teóricamente era posible el compromiso sobre alguno de los “objetivos de guerra” excesivamente ambiciosos que ambos bandos formularon al estallar el conflicto, pero en la práctica el único objetivo que importaba era la victoria total, la “rendición incondicional”.

Era un objetivo absurdo y destructivo que arruinó a vencedores y vencidos. Llevó a los países derrotados a la revolución y a los vencedores a la bancarrota y el agotamiento. En 1940 Francia fue aplastada con ridícula facilidad por unas fuerzas alemanas inferiores y aceptó sin dilación la subordinación a Hitler porque el país había quedado muy desangrado en 1914-18. Gran Bretaña no volvió a ser la misma porque su economía se había arruinado tras una guerra que superó con creces sus recursos. Además, la victoria total, ratificada por una paz impuesta que establecía unas durísimas condiciones, dio al traste con las escasas posibilidades que existían de restablecer, al menos en parte, una Europa estable, liberal y burguesa. Como comprendió el economista Keynes, si Alemania no se reintegraba a la economía europea, es decir, si no se reconocía y aceptaba el peso del país en esa economía, sería imposible recuperar la estabilidad. Pero eso era lo último en que pensaban quienes habían luchado para eliminar a Alemania.

A. La conferencia de París y los catorce puntos de Wilson.

Los vencedores se reunieron en París, en el invierno de 1919, para reconstruir el mundo. El mundo miraba con respeto y expectación al presidente de EEUU, Wilson, que gozaba de un gran prestigio. Vencedores, vencidos y neutrales admitían que la intervención de EEUU había sido decisiva para la victoria aliada. Todos los pueblos que habían sufrido la dura prueba de la guerra se sentían animados por el conmovedor lenguaje de Wilson en favor de una causa superior y de una paz democrática que aseguraría la paz para siempre.

Los puntos de vista de Wilson eran sus famosos “Catorce Puntos”, formula­dos en enero de 1918 como base sobre la que había de establecerse la paz, después de la victoria. Esos puntos exigían poner fin a la diplomacia secreta (estableciendo “pactos abiertos, logrados abierta-mente”); libertad de los mares; eliminar barreras y desigualdades en el comercio internacional; reducción de armamentos por parte de todas las potencias; reajustes coloniales; evacuación de los territorios ocupados; autodeterminación de las nacionalidades y nuevo trazado de las fronteras europeas siguiendo líneas nacionales; y, como punto final, un organismo político internacional para evitar la guerra. En conjunto, Wilson defendía los movimientos democrático, liberal, progresista y nacionalista del siglo pasado, los ideales de la Ilustración, de la revolución francesa y de 1848. Creía que la Gran Guerra debía terminar con un nuevo tipo de tratado. Censuraba a la vieja diplomacia porque conducía a la guerra. Tenía la convicción de que los tratados se habían basado, durante mucho tiempo, en una política de poder, falta de principios, realizada de espaldas a los ciudadanos. Con la victoria de la democracia los pueblos creían que podía lograrse un nuevo orden internacional mediante un acuerdo general, en una atmósfera de confianza mutua.

Wilson tuvo dificultades para convencer a los aliados de que aceptasen sus puntos. Los franceses exigían a Alemania la reparación de todos los daños de guerra. Los ingleses vetaban la libertad de los mares, ya que habían hecho la guerra para conservar su dominio del mar. Con estas dos reservas, estaban dispuestos a seguir los puntos de Wilson. Los alemanes que pidieron el armisticio creían que la paz se haría según dichos puntos, con esas dos únicas salvedades. Los socialistas y los demócratas que gobernaban Alemania pensaban también que, caído el Káiser, se trataría a su país con consideración, y una nueva Alemania democrática podría erigirse con la paz.

Aunque fueron 27 las naciones reunidas en París en enero de 1919, las cuestiones se decidían entre los cuatro grandes: Wilson, Lloyd George (Gran Bretaña), Clemenceau (Francia), y Orlando (Italia). Clemenceau era un viejo nacionalista declarado (nacido en 1841); a Lloyd George, un galés vehemente y voluble, siempre le habían interesado más las reformas interiores; Orlando, un fenómeno pasajero de la política italiana, era por su formación un profesor como Wilson, y éste, un antiguo rector de universidad, rigurosa y obstinadamente equitativo, ni tenía amplios conocimientos sobre la realidad externa a EEUU ni era especialmente sensible a ella. No obstante, representa­ban democráticamente a sus respectivos países, y hablaban, por lo tanto, con una autoridad que se negaba a los diplomáticos profesionales de la vieja escuela.

Wilson empezó dando una dura batalla por la Sociedad de Naciones (SdN), un organismo internacional en el que todas las naciones, sin sacrificar su soberanía, se reunirían para resolver sus disputas, prometiendo no recurrir a la guerra. Pocos gobernantes tenían confianza en aquella Sociedad, pero aceptaron la propuesta de Wilson, y el convenio de la SdN se incluyó en el tratado de paz. A cambio, Wilson tuvo que hacer concesiones a Lloyd George, Clemenceau, Orlando y los japoneses. El compromiso habría sido necesario en todo caso, porque unos principios tan generales como la autodeterminación nacional y el reajuste colonial llevarían, sin duda, a diferen-cias de opinión en casos concretos. Wilson quiso creer que, si se lograba hacer funcionar una SdN, los defectos del Tratado podrían corregirse luego mediante la discusión internacional.

El acuerdo de paz impuesto por las principales potencias vencedoras (EEUU, Gran Bretaña, Francia e Italia) y que suele denominarse Tratado de Versalles (en realidad ese tratado sólo establecía la paz con Alemania, diversos lugares cercanos a París dieron nombre a los otros tratados: Saint Germain con Austria, Trianon con Hungría, Neuilly con Bulgaria, y Sévres con Turquía), respondía principalmente a cinco consideraciones.

La más inmediata era que se había producido el derrumbamiento de un gran número de regímenes en Europa y el surgimiento en Rusia de un régimen bolchevique revolucionario dedicado a la subversión universal e imán de las fuerzas revolucionarias de todo el mundo.

En segundo lugar, estaba la necesidad de controlar a Alemania que, después de todo, había estado a punto de derrotar con sus solas fuerzas a toda la coalición aliada. Por razones obvias, ésta era la principal preocupación de Francia.

En tercer lugar, había que reestructurar el mapa de Europa, tanto para debilitar a Alemania como para llenar los vacíos dejados en Europa y Oriente Medio por la caída de los imperios ruso, austrohúngaro y turco. Los principales aspirantes a esta herencia, al menos en Europa, eran varios movimientos nacionalistas que los vencedores apoyaron siempre que fueran antibolcheviques. De hecho, el eje básico que guió en Europa la reestructuración del mapa fue la creación de Estados nacionales étnico-lingüísticos según el principio de que las naciones tenían "derecho a la autodeterminación". El presidente de EEUU, Wilson, defendía apasionadamente ese principio. El resultado de ese intento fue realmente desastroso, como lo atestigua todavía la Europa de hoy: los conflictos nacionales que desgarran actualmente el continente estaban larvados ya en la obra de Versalles. La remodelación del Próximo Oriente se realizó según principios imperialistas convencionales (reparto entre Gran Bretaña y Francia), excepto en el caso de Palestina, donde el gobierno británico, deseando contar con el apoyo de la comunidad judía internacional durante la guerra, había prometido, no sin imprudencia y ambigüedad, establecer un “hogar (home) nacional” para los judíos. Ésta sería otra secuela problemática e insuperada de la lª G.M.

En cuarto lugar estaban las consideraciones propias de la política nacional de los países vencedores y las fricciones entre ellos, como ya hemos señalado. Una de sus consecuencias más importantes fue el hecho de que el Congreso de EEUU se negara a ratificar el tratado de paz, redactado en gran medida por y para su presidente, y que por consiguiente EEUU se retirara del mismo, lo cual habría de tener importantes secuelas. Por último, las potencias vencedoras trataron de conseguir una paz que hiciera imposible una nueva guerra como la que acababa de devastar el mundo y cuyas consecuencias estaban sufriendo. El fracaso que cosecharon en este objetivo fue realmente estrepitoso, pues veinte años más tarde el mundo estaba nuevamente en guerra.

B. Las imposiciones a Alemania.

La principal exigencia de Francia, que mantuvo inflexible, fue la seguridad frente a Alemania. Proponía convertir en un Estado independiente, bajo auspicio aliado, la zona alemana al oeste del Rin. Wilson y Lloyd George se opusieron, aduciendo que el resentimiento alemán llevaría a otra guerra. Francia cedió sólo a cambio de que Gran Bretaña y EEUU firmaran un tratado conjunto de garantías, por el que se comprometían a ayudarla si era atacada de nuevo por los alemanes. Francia obtuvo además el control durante quince años de las minas de carbón del Sarre, territorio que administraría la SdN hasta que en 1935 se celebrara un plebiscito. Alsacia y Lorena fueron devueltas a Francia; los cantones de Eupen y Malmédy a Bélgica, y Schleswig septentrional a Dinamarca. La región alemana de Renania sería desmilitarizada y ocupada por tropas aliadas durante 15 años para asegurar el cum­plimiento del tratado por parte alemana.

En el este las zonas del antiguo imperio alemán habitadas por polacos o por polacos y alemanes (Posnania) fueron asignadas al nuevo Estado polaco. Esto le daba un corredor hacia el mar, pero, a la vez, separaba a Prusia Oriental del núcleo de Alemania. Dantzig, una vieja ciudad alemana, se convirtió en ciudad libre independiente. Memel también fue internacionalizada y no tardó en ser tomada por Lituania. La Alta Silesia, una rica zona minera, pasó a Polonia, tras un disputado plebiscito. En Austria y entre los sudetes alemanes de Bohemia, surgió un sentimiento favorable a la anexión a la nueva república alemana. Pero ese sentimiento no estaba organizado, y, en todo caso, los aliados se negaban, naturalmente, a que Alemania fuese más grande de lo que había sido en 1914. Austria se convirtió en una pequeña república. Los alemanes de Bohemia se convirtieron en ciudadanos descontentos del nuevo Estado checoslovaco.

Alemania perdió todas sus colonias, transferidas a la SdN. Ésta asignó su administración como “mandatos” a diversas potencias. Así, las colonias africanas pasaron a Gran Bretaña (Tan-ganica y parte de Togo y Camerún), Francia (Togo y Camerún), Bélgica (Ruanda y Burundi) y la Unión Sudafricana (África del SO, hoy Namibia). Italia no obtuvo nada. Japón recibió las islas Carolinas, Marianas y Marshall, Australia Nueva Guinea oriental y las Salomón, y Nueva Zelanda Samoa occidental. Los japoneses reivindicaban las concesiones alemanas en China. Los chinos trataron de que se aboliesen todas las concesiones y los derechos extraterritoriales en China, pero nadie les hizo caso. Al final, mediante un compromiso, Japón recibió sólo la mitad de los viejos derechos alemanes; los japoneses quedaron descontentos y los chinos abandonaron la conferencia.

Los aliados se adjudicaron la flota alemana, pero su tripulación prefirió hundirla en Scapa Flow.­ El ejército alemán se redujo a 100.000 hombres. Se prohibió además el reclutamiento, con lo que el ejército se hizo totalmente profesional, conservando los oficiales su influencia política. Por último, el tratado prohibía a Alemania tener artillería pesada, aviación y submarinos. Wilson vio su plan de desarme universal aplicado sólo a Alemania.

Los franceses, y otros aliados, exigían a Alemania el pago de todos los daños de guerra, petición que alcanzaba unas cifras astronómicas. Los belgas pedían una suma superior a la riqueza total de Bélgica. Franceses y británicos proponían incluir entre los gastos también las pensiones de guerra. Wilson señalaba que una reparación “total”, aunque quizá justa, era imposible. La insistencia en tales reparaciones era, sobre todo, emocional, ya que nadie sabía cómo iba a pagar Alemania, aunque todos entendían que tales sumas sólo podrían abonarse mediante exportaciones alemanas, lo que chocaría con los intereses económicos de los aliados. Los alemanes, para evitar lo peor, ofrecieron reparar los daños físicos producidos en Bélgica y en Francia, pero su propuesta fue rechazada inmediatamente, ya que, con ello, belgas y franceses perderían puestos de trabajo.

En el tratado no se estableció ninguna suma total por reparaciones, quedando al arbitrio de una futura comisión. Los aliados, que tenían enormes deudas con EEUU, no querían, en el tema de las reparaciones, ni oír hablar de razones económicas, y las consideraban simplemente como otro medio de compensar las pérdidas sufridas y alejar el peligro de que Alemania resurgiera como gran potencia. Como primer pago, el tratado exigía a Alemania entregar la mayor parte de su marina mercante, hacer entregas de carbón, y abandonar todas las propiedades de ciudadanos alemanes en el extranjero (poniendo fin así a su carrera como exportadora de capital).

Para justificar las reparaciones se incluyó en el tratado la famosa cláusula en la que Alemania "aceptaba la responsabilidad de todos los daños resultantes de la guerra, impuesta por la agresión de Alemania y de sus aliados". Los alemanes, que no se sentían tan culpables como se veían obligados a reconocer, consideraban que se ofendía a su honor como pueblo. La cláusula de la "culpabilidad" abría una puerta a los agitadores dentro de Alemania e inducía incluso a los moderados a considerar el tratado como algo que sería necesario eludir, por propio respeto.

C. El “cordón sanitario” y otras modificaciones territoriales.

Salvar al mundo del bolchevismo y reestructurar el mapa de Europa eran dos proyectos relacionados, pues la acción inmediata para enfrentarse a la Rusia revolucionaria en caso de que sobreviviera (lo cual no estaba claro en 1919) era aislarla tras un “cordón sanitario” (como se decía en la diplomacia de la época) de Estados anticomunistas. Dado que éstos se habían formado totalmente o en gran parte con territorios de la antigua Rusia, su hostilidad hacia Moscú estaba garantizada. De norte a sur dichos territorios eran los siguientes: Finlandia (una región autónoma cuya secesión había sido permitida por Lenin); tres nuevas pequeñas repúblicas bálticas (Estonia, Letonia y Lituania) sin precedente histórico; Polonia, que recuperaba su condición de Estado independiente después de 120 años; y Rumania, cuya extensión se duplicó con la anexión de extensos territorios húngaros del imperio Habsburgo y de Besarabia (antes perteneciente a Rusia).

Alemania había arrebatado la mayoría de esos territorios a Rusia, país que, de no haber estallado la revolución, los hubiera recuperado. El intento de aislarla también por el Cáucaso fracasó, sobre todo porque la Rusia revolucionaria llegó a un acuerdo con Turquía (no comunista, pero también revolucionaria), que odiaba a los imperialismos británico y francés. Por tanto, Armenia y Georgia, países creados tras el tratado de Brest-Litovsk, y los intentos británicos de desgajar de Rusia el territorio petrolífero de Azerbaiján, desaparecieron tras la victoria bolchevique en la guerra civil de 1918-20 y el tratado turco-soviético de 1921. En resumen, en el este los aliados aceptaron las fronteras impuestas por Alemania a la Rusia revolucionaria, siempre y cuando no hubiera fuerzas fuera de su control que las hicieran inoperantes.

Aún quedaban zonas extensas, sobre todo en el antiguo imperio Habsburgo, por reestructurar. Austria y Hungría fueron reducidas a meros apéndices alemán y magiar. Serbia se amplió para formar una nueva Yugoslavia al unirse con Eslovenia (antiguo territorio austriaco), Croacia (antes húngaro) y Montenegro (pequeño reino independiente de pastores y contrabandistas). Se creó otro nuevo país, Checoslovaquia, uniendo los territorios checos (Bohemia y Moravia, núcleo industrial del antiguo imperio Habsburgo) con las zonas rurales de Eslovaquia y Rutenia (antes parte de Hungría). Se amplió Rumania, que pasó a ser un conglomerado multinacional, y también Polonia e Italia se vieron beneficiadas. No había ninguna lógica ni precedente histórico en la creación de Yugoslavia y de Checoslovaquia, frutos de una ideología nacionalista que creía en la fuerza de la etnia común y en la inconveniencia de formar Estados reducidos. Como cabía esperar, esos matrimonios celebrados por la fuerza tuvieron poca solidez. Además, excepto en los casos de Austria y Hungría, a las que se despojó de casi todas sus minorías, los nuevos Estados no eran menos multinacionales que sus predecesores.

D. El alcance de la paz de París.

El Tratado de Versalles se terminó en tres meses. La ausencia de Rusia, la decisión de no atender ninguna petición alemana, y la tendencia de Wilson a hacer concesiones a cambio de la creación de la SdN, permitieron resolver con cierta facilidad problemas complejos. Los alemanes, cuando se les presentó el documento en mayo de 1919, se negaron a firmar. Los aliados amenazaron reanudar las hostilidades. En Berlín se produjo una crisis de gobierno. Ningún alemán quería condenarse a los ojos del pueblo alemán, poniendo su nombre al pie de un documento que todos los alemanes consideraban ultrajante. Una coalición de los partidos socialdemócrata y católico accedió, finalmente, a echar sobre sus hombros la odiosa carga. Dos desconcertados y casi desconocidos representantes firmaron en la Sala de los Espejos de Versalles el tratado por Alemania, ante una gran concurren­cia de dignatarios aliados.

El principio más general de la paz de París fue reconocer el derecho, al menos en Europa, a la autodeterminación nacional. Cada nación (definida por su lengua y su cultura) se constituía como Estado soberano. Se creía que el nacionalismo era sinónimo de liberalismo y democracia. Pero en gran parte de la Europa central y oriental las naciones estaban entremezcladas y los forjadores de la paz no tuvieron en cuenta la complejidad real del rompecabezas nacional. Todos los nuevos Estados incluía minorías nacionales que reivindicaban derechos propios (autonomía o incluso incorporarse a otro Estado). Había húngaros en Checoslovaquia, rutenos en Polonia, polacos en Lituania, búlgaros en Rumania, por citar sólo algunos ejemplos. De ahí que los problemas de las minorías y el irredentismo siguiesen perturbando una parte de Europa, como antes de 1914. Wilson manifestaría más adelante su sorpresa por la virulencia y diversidad de los nacionalismos de la Europa del Este: “Cuando pronuncié esas palabras [que todas las naciones tienen derecho a la autodeterminación], las dije sin saber que existían nacionalidades como las que acuden a nosotros cada día... No saben ni pueden darse cuenta de la angustia que he sufrido como resultado de las esperanzas que despertaron en mucha gente mis palabras”.

El Tratado de Versalles, que pretendía poner fin a la amenaza alemana, fue vengativo y desafortunado: demasiado severo para conciliar y no lo suficiente para destruir económica y políticamente a Alemania. Los aliados impusieron a la nueva democracia alemana las mismas duras condiciones que podían haber impuesto al imperio alemán, haciendo así el juego a los generales y a la derecha alemana, y fueron los socialdemócratas y los liberales los que sufrieron la “vergüenza” de Versalles. Desde el principio, los alemanes no mostraron ninguna intención de cumplir el tratado. Los redactores, al trabajar precipitadamente y aún en el calor de la guerra, bajo la presión de la prensa y de la propaganda de sus países, establecieron unas condiciones que la prueba del tiempo demostró que ni ellos mismos, a largo plazo, querían imponer. Con el paso de los años, muchos en los países aliados declaraba que algunas cláusulas del Tratado de Versalles eran injustas e insoportables. La pérdida de fe de los aliados en su propio tratado facilitó la tarea de los agitadores alemanes que exigían su anulación, a la vez que repudiaban a la democracia alemana que se había “manchado” con su aceptación forzosa. Así se abría la puer­ta a Hitler.

Ya al principio, los aliados mostraron dudas. Lloyd George, en las últimas semanas antes de la firma, reclamaba en vano ciertas enmiendas, pues en 1919 la opinión británica se desplazaba del temor a Alemania hacia el temor al bolchevismo, y ya se manifestaba la idea de utilizar a Alemania como baluarte contra el comunismo. Los italianos discrepaban del acuerdo desde el principio; observaban que del botín de África y del Próximo Oriente sólo se beneficiaban Francia y Gran Bretaña. Los chinos también estaban des­contentos.

EEUU no ratificó el Tratado de Versalles. Una oleada de aislacionismo y de disgusto con Europa se extendió por el país. Este sentimiento, unido a alguna critica racional de las condiciones y a una importante dosis de política partidista, hizo que el Senado rechazase la obra de Wilson. El Senado se negó también a adelantar ningún tipo de promesas de intervención militar en una futura guerra entre Alemania y Francia, y, en consecuencia, se negó también a ratificar el tratado de garantía anglo-franco-americano, en el que Wilson había convencido a Clemenceau de que debía confiar. Los franceses se consideraron engañados, privados de la Renania y de la garantía angloamericana. Esto les llevó a intentar mantener sometida a Alemania mientras aun era débil, creando así muchas complicaciones ulteriores.

En cuanto al mecanismo para impedir una nueva guerra mundial, era evidente que el grupo de “grandes potencias” europeas que antes de 1914 se suponía que debían garantizar ese objetivo, se había deshecho. La alternativa que Wilson instó a los reticentes políticos europeos a aceptar, con todo el fervor liberal de un experto en ciencias políticas de Princeton, fue la de crear la ya citada SdN para solucionar los problemas de forma pacífica y democrática antes de que fueran incontrolables, a ser posible mediante una negociación realizada de forma pública, pues la guerra había hecho también que se rechazara el proceso habitual y razonable de negociación internacional, al que se calificaba de “diplomacia secreta”. Ese rechazo era una reacción contra los tratados secretos acordados entre los aliados durante la guerra, en los que se había decidido el destino de Europa y del Próximo Oriente, ignorando por completo los deseos y los intereses de la población de esas regiones. La SdN, con sede en Ginebra, se constituyó como parte del tratado de paz y fue un fracaso casi total. La negativa de EEUU a integrarse en ella vació de contenido real a dicha institución. Alemania no fue admitida hasta 1926, y Rusia, hasta 1934. La SdN podía tratar y resolver sólo aquellos asuntos que las grandes potencias estuvieran dispuestas a permitir. Estaba asociada a una supremacía europea que ya no se correspondía con las realidades de la situación mundial. Muchos veían en ella, no tanto un sistema de decisión internacional, como un medio de mantener un nuevo statu quo en favor de Inglaterra y de Francia.

El tratado de Versalles no podía ser la base de una paz estable. En un mundo que ya no era eurocéntrico, no podía ser viable ningún tratado que no contara con el apoyo de EEUU, una de las primeras potencias mundiales. Además, a dos potencias, Alemania y la URSS, se las eliminó temporalmente del escenario internacional. En cuanto una de ellas, o ambas, volvieran a recuperar su protagonismo (y tarde o temprano eso ocurriría), quedaría en precario un tratado de paz que sólo tenía el apoyo de Gran Bretaña y Francia, ya que Italia también se sentía descontenta.

Las pocas posibilidades de paz que había fueron torpedeadas por la negativa de los vencedores a permitir la rehabilitación de los vencidos. Es cierto que la represión total de Alemania y la proscripción absoluta de la Rusia soviética pronto se revelaron imposibles, pero el proceso de aceptación de la realidad fue lento y lleno de reticencias, especialmente en el caso de Francia, que sólo de mala gana abandonó la esperanza de mantener a Alemania débil e impotente. En cuanto a la URSS los países vencedores hubieran preferido que no existiera: tras apoyar a los ejércitos de la contrarrevolución en la guerra civil rusa y enviar fuerzas militares en su ayuda, no mostraron ningún entusiasmo por reconocer su supervivencia. Los empresarios europeos rechazaron incluso las ventajosas ofertas que hizo Lenin a los inversores extranjeros en un desesperado intento por conseguir la recuperación de una economía casi totalmente destruida por el conflicto mundial, la revolución y la guerra civil. La Rusia soviética se vio obligada a avanzar aislada por la vía del desarrollo. Los dos Estados proscritos, la Rusia soviética y Alemania, se aproximaron mutuamente a principios de la década de 1920 por razones políticas. Cuando volvieron al escenario internacional, los soviéticos se encargarían de recordar que gran parte del cordón sanitario que se les había impuesto había pertenecido, en otro tiempo, al imperio ruso.

La 2ª G.M. quizá podía haberse evitado o, al menos, retrasado, de haberse restablecido la economía como un próspero sistema mundial de crecimiento y expansión. Pero, después de que en 1924 parecieran superadas las perturbaciones de la guerra y la posguerra, la economía mundial se sumergió en la crisis más profunda y dramática conocida desde la revolución industrial. Y esa crisis instaló en el poder, en Alemania y en Japón, a las fuerzas políticas del militarismo y la extrema derecha, decididas a conseguir la ruptura del statu quo mediante el enfrentamiento, militar si era preciso, y no mediante el cambio gradual negociado. Desde ese momento no sólo era previsible el estallido de una nueva guerra mundial, sino que estaba “cantado”.

La lª G.M. no resolvió nada. Las expectativas que generó de conseguir un mundo pacífico y democrático formado por Estados nacionales bajo el predominio de la SdN, de volver a la economía mundial de 1913 e incluso (entre quienes vieron con alegría el estallido de la revolución rusa) de que el capitalismo desapareciera en el plazo de unos pocos años por un levantamiento de los oprimidos, se vieron muy pronto defraudadas. El pasado no se pudo recuperar, el futuro quedó postergado y el presente se convirtió en una realidad amarga.

2. La seguridad colectiva: esperanza y fracaso (1919-1933)

A. La Sociedad de Naciones, ¿baluarte de paz?

El nuevo orden internacional y la construcción de la paz no se redujo a una revisión de mapas, a la discusión de propuestas concretas en materia de seguridad y a la exigencia de reparaciones por daños de guerra, sino que introdujo conceptos y mecanismos innovadores en el ámbito de las relaciones internacionales, institucionalizados en la Sociedad de Naciones (SdN). Su nacimiento aportó novedades al funcionamiento del sistema internacional, pero no alteró su estructura interestatal, ya que no se concibió como una autoridad superior a los Estados. Los miembros de la SdN se comprometían a mantener relaciones internacionales a la luz del día, basadas en la justicia y el honor, observar con rigor las normas del Derecho internacional, respetar escrupulosamente las obligaciones contraídas en los tratados y no recurrir a la guerra. Todo ello con el afán de “fomentar la cooperación entre las naciones y garantizarles la paz y la seguridad”.

El sistema de seguridad colectiva, a diferencia de las alianzas tradicionales, articulaba un sistema jurídico de prevención de la guerra en el que interactua­ban distintos elementos: la garantía a la integridad territorial y a la independencia de los Estados, la asistencia colectiva, el arbitraje, la limitación del derecho a la guerra y un sistema punitivo de sanciones. Todo ello se basaba en tres pilares esenciales: el arbitraje, el desarme y la seguridad. A la salvaguardia de la paz también contribuiría­ la cooperación internacional. Ésta, tal como se recogía en el Pacto, respondía a la convicción de que la paz sólo sería posible si se fomentaba la justicia social, mediante la promo­ción de la cooperación en materia económica, cultural y sanitaria, entre otras.

La SdN contaba con tres órganos básicos. La Asamblea General se reunía una vez al año y en ella cada Estado tenía un voto. El Consejo aseguraba la continuidad entre las reuniones y contaba con cinco miembros permanentes (Francia, Reino Unido, Italia, Japón y EEUU en el proyecto inicial) más 4/6 miembros temporales. Por último, el Secretario General tenía la pesada carga de dirigir la importante burocracia internacional de la institución, establecida en Ginebra. El complejo institu­cional se completaba con diversos órganos subsidiarios, tanto políticos como técnicos, y otros órganos autónomos vinculados a la SdN, como el Tribunal Permanente de Justicia Internacional, con sede en La Haya, y la Organización Internacional del Trabajo.

La ausencia de EEUU fue su principal debilidad. En noviembre de 1919 y marzo de 1920, el Tratado de Versalles y el pacto de la SdN no obtuvieron los dos tercios de los votos del Senado exigidos para su ratificación. Este resurgir del aislacionismo tradicional que rechazaba todo compromiso susceptible de arrastrar al país a la guerra tuvo un profundo alcance: EEUU no estaba obligado por un Tratado que había impulsado su presidente y, sobre todo, no formaba parte de la SdN. Las garantías políticas y militares dadas por Wilson quedaron sin valor. La exclusión de los Estados vencidos y de Rusia debilitó la autoridad moral y la eficacia de la SdN. La opinión pública alemana la vio como una treta contra la Alemania vencida, despojada de sus colonias en beneficio de los vencedores, bajo la tapadera de los “mandatos” confiados por la SdN. Ésta se vio como un instrumento político al servicio de los aliados, refugiados cínicamente tras principios generosos para aplastar mejor a los vencidos. Rusia, por su parte, no podía defender un orden internacional que se había definido sin contar con ella y, a menudo, en contra de sus intereses.

Un último vicio estructural se mostraría igualmente perverso: la ausencia de una fuerza armada internacional capaz de hacer respetar las decisiones de la SdN. La única baza de la SdN era, por tanto, su prestigio y los únicos medios que se le reconocían eran el voto de “sanciones”: sanciones morales de condena al eventual agresor, y sanciones económicas que pretendían la rápida paralización del agresor al prohibir a los demás Estados comerciar con él.

La precariedad de la paz sería de inmediato denunciada por testigos directos de ­los acontecimientos, como el mariscal Foch, quien dijo del Tratado de Versalles: «Esto no es una paz; es un armisticio de veinte años»; o por Harold Nicholson, retratando admirablemente el sentimiento de pesar por el re­sultado de la conferencia con estas palabras: «Vinimos a París confiados en que esta­ba a punto de establecerse el nuevo orden; salirnos de allí convencidos de que el nue­vo orden simplemente había estropeado el antiguo».

B. Crisis y reajustes en la inmediata posguerra (1919-1923)

Los años posteriores a la guerra discurrieron en una atmósfera de crisis y de profunda inestabilidad. Al dilatado proceso de negociación y aplicación de los tratados de paz se sumaban los muchos flecos pendientes sobre los que concurrían múltiples tensiones no sólo entre vencedores y vencidos, sino entre los propios vencedores sobre la forma de entender y administrar la paz. Una sensación de inestabilidad agudizada por las dificultades económicas para proceder a la reconstrucción y restablecer la normalidad alterada por la excepcionalidad de la guerra.

Para Francia los Tratados, a pesar de sus imperfecciones, eran como la “Biblia” de las nuevas relaciones internacionales: el primer objetivo de la política francesa, muy marcada por una gran desconfianza respecto a Alemania, pasó a ser el velar por su plena ejecución. Esta desconfianza era compartida por los Estados pequeños y medianos nacidos de los Tratados: Polonia, Checoslovaquia, Yugoslavia y Rumania. Todos estaban interesados en mantener el estatus territorial nacido en 1919-1921 y, en consecuencia, defendían la ejecución de unos Tratados a los que debían sus fronteras y sus dimensiones, consideradas ventajosas. Los Estados vencidos, y también algunos vencedores, reclamaban la revisión de los Tratados, considerados inicuos. Alemania, Austria, Bulgaria y, sobre todo, Hungría, protestaban contra su suerte.

a. Los problemas territoriales y de las minorías nacionales.

Entre las dificultades que surgieron en la construcción de la paz, fueron notables los problemas fronterizos, dada­ la magnitud de los reajustes en el mapa dentro y fuera de Europa y ­la importancia del problema de las nacionalidades. La SdN tuvo que organizar plebiscitos en Schleswig, antes alemán, en Tannenberg (Prusia oriental) y en la Alta Silesia, región industrial disputada entre Polonia y Alemania. Debió controlar, además, zonas internacionalizadas como la “ciudad libre” de Dantzig, el puerto de Memel y el Sarre, para los que hubo que inventarse nuevas fórmulas de administración. La SdN logró, mal que bien, hacer respetar los plebiscitos en Schleswig, unido a Dinamarca (marzo 1920) y el sur de Prusia oriental, devuelto a Alemania (julio 1920). En Dantzig y el Sarre la autoridad internacional se instaló sin incidentes notables.

Pero la SdN se mostró incapaz de hacer frente a las acciones de fuerza. En 1920-21 la atención se centró en Polonia, en pleno expansionismo: hacia Prusia oriental y hacia Silesia, donde se enfrentaba a los alemanes; hacia Lituania, a la que arrancó Vilna y sus alrededores; y, por último, hacia Ucrania. El ejército polaco llegó hasta Kiev, pero fue rechazado hasta Varsovia por una contraofensiva soviética. Una misión militar francesa ayudó a los polacos a recuperarse. La paz de Riga, en marzo de 1921, puso fin al conflicto: Polonia ganó un trozo de territorio de 200 km. de largo; los aliados apoyaron esta solución que lanzaba a Rusia hacia el este, contribuyendo a alejarla aún más del resto de Europa por el “cordón sanitario”.


Esta política de «cordón sanitario» persistió a través del apoyo de Francia y Gran Bretaña a Rumania y Polonia. Rusia, por su parte, tendió a adoptar una política más tradicional hacia Occidente a pesar de la retórica revolu­cionaria, dando prioridad a la supervivencia del nuevo Estado. Así, ­a pesar de su disconformidad con la línea Curzon y la situación de Besarabia, la URSS abandonó los intentos de recuperar los Estados bálticos. Además, firmó el primer acuerdo comercial con Gran Bretaña (1921) y el Tratado de Amistad con Alemania (abril 1922). Éste permitía a Alemania dar salida y cobertura a su industria militar y ponía en contacto a dos grandes potencias marginadas en el nuevo orden internacional. A estos logros siguió el reconocimiento oficial de Gran Bretaña en 1924 y una lenta normalización de sus relaciones exteriores.

En Turquía, Mustafá Kemal, general del antiguo ejército otomano, inicia en 1920 un movimiento nacionalista contra el Tratado de Sévres, que había troceado Anatolia en provecho de los vencedores, y contra el sultán que lo había firmado. Desde 1921 logra triunfos contra los griegos, a pesar del apoyo inglés. El cansancio de las potencias y el derrocamiento del sultán por los nacionalistas permiten a Kemal negociar un nuevo Tratado. Éste, firmado en Lausana (julio 1923), La minoría turca de Grecia y la griega de Turquía son objeto de intercambio, primer ejemplo contemporáneo de desplazamiento forzoso de poblaciones. Turquía recupera la plena soberanía, excepto sobre los Estrechos, que siguen desmilitarizados. El Tratado es un triunfo aún mayor para el gobierno turco en la medida en que no dice nada de dos temas espinosos: el genocidio de los armenios por los turcos (1.500.000 de muertos en 1915-1916) y el problema de los kurdos, cuyo territorio es rico en petróleo. El Kurdistán se repartirá entre Turquía, Irán e Irak.

Italia se consideraba privada de su victoria por los aliados. Se le excluyó del reparto de las colonias alemanas; la Dalmacia, que reivindicaba, se le concedió a Yugoslavia. La región de Fiume, reclamada por ambos Estados, se convirtió, por presión de las potencias, en país independiente: los nacionalistas italianos, que al mando del poeta d'Annunzio ocupaban la ciudad desde 1919, deben evacuarla. Tras tres años de peripecias, Italia, fascista desde finales de 1922, obliga a Yugoslavia, en 1924, a reconocer la soberanía italiana sobre Fiume.

b. Los lentos avances en la seguridad colectiva.

Desde los mismos inicios de la SdN, la preocupación por perfeccionar los mecanismos del sistema de seguridad colectiva se manifestó como una de sus tareas prioritarias. El debate transcurrió básicamente entre las tesis francesas sobre la primacía de la seguridad, con las que se alinearon buena parte de los Estados continentales europeos, especialmente los que se hallaban en la órbita de París, y las tesis anglosajo­nas, reticentes a asumir más obligaciones y partidarias del desarme, en torno a las cuales se alinearon los dominios del Imperio británico.

Esos trabajos fueron asumidos por sendas Comisiones, de las que emanó en 1922 una propuesta en favor del desarme. Con el apoyo fran­cés y de sus aliados, y con mayores reticencias por el Imperio británico, esos tra­bajos previos culminaron en la presentación del Tratado de Asistencia Mutua en la Asamblea de 1923. Esta propuesta, en la que se enlazaban vagas propuestas sobre desarme con el establecimiento de una garantía general, acabaría sucumbiendo por la oposición anglosajona y la de los Estados escandinavos y Holanda.

En las precarias circunstancias en que se construyó la paz, la diplomacia france­sa orientó también su estrategia hacia la creación, mediante prác­ticas diplomáticas convencionales, de un sistema de alianzas que de algún modo reconstruyese las garantías previas a la Gran Guerra. Francia, además de su alianza con Bélgica, estableció otras con los nuevos Estados del este de Europa, tratando de llenar el vacío dejado por Rusia. La red di­plomática tejida por Francia se dirigió hacia Polonia con la que firmó una convención militar secreta (febrero 1921), y hacia los países de la Pequeña Entente (formada en 1920-1921 por Checoslovaquia, Ruma­nia y Yugoslavia, para defender el statu quo legalizado por el Tratado de Trianon). Los vínculos de París hacia la Pequeña Entente se concretaron en una serie de compromisos diplomáticos y militares con Checoslovaquia (1924 y 1925), Rumania (1926) y Yugoslavia (1927).


Por último, la guerra había dado a Japón la ocasión para aumentar su influencia en Extremo Oriente. Tras conquistar las posiciones alemanas en China, evitó participar activamente en el conflicto. Se limitó a aportar suministros a los aliados y aprovechó las carencias de éstos para imponer a China las “21 demandas”, cuyo resultado fue colocar a la economía china bajo tutela japonesa. Al mismo tiempo, inició un ambicioso y costoso programa de construcción naval, cuyo objetivo era igualar a su flota con la de EEUU o incluso superarla.

EEUU se inquietó por este progreso japonés en el Pacífico y en China, donde su política de “puertas abiertas” (libre competencia económica) se veía amenazada. Pretendió afirmar su dominio sin tener que abordar los gastos de una carrera de armamentos. Gran Bretaña, resignada a la paridad naval con EEUU, le apoyó. La Conferencia Naval de Washington (noviembre 1921-febrero 1922) fijó la relación de fuerzas marítimas: a Japón se le autorizó una flota igual al 60% de las de EUUU y el Reino Unido, muy superior a las de Francia e Italia (35%). Otros acuerdos obligaron a Japón a renunciar a sus recientes adquisiciones en China, deteniendo así una política de expansión territorial iniciada en 1895. Japón confiaba sustituirla por una política pacífica de penetración económica. Si ésta fracasaba, era de temer que el imperialismo japonés, siempre activo en la clase dirigente y en el ejército, recuperara toda su agresividad.

c. El problema de las reparaciones alemanas.

Las dificultades para normalizar la economía y, en el caso de algunos países, afrontar la reconstrucción, estuvieron muy unidas a otra cuestión crucial de la posguerra: las reparaciones. El Tratado de Versalles impuso a Alemania el pago de “reparaciones” para cubrir, además de los daños civiles, las pensiones militares. Pero no se precisó la cuantía total ni la forma de pago. Sólo se decidió que Alemania abonaría, antes de 1920, 20.000 millones de marcos-oro, mientras que una “comisión de reparaciones” evaluaría los daños sufridos y establecería un “plan de pagos”. En la Conferencia de Spa (julio 1920) los Aliados fijaron el porcentaje de las reparaciones que se destinaría a las naciones víctimas de las potencias centrales (50 % para Francia, 22 % para el Imperio británico, 10 % Italia, 8 % Bélgica, y el resto entre Grecia, Rumania, Yugoslavia, Japón y Portugal). El “plan de pagos”, presentado en la primavera de 1921, fijó definitivamente el montante de las reparaciones en 132.000 millones de marcos-oro, a pagar en anualidades.

Escandalizada por la desorbitante cifra, Alemania se negó a cumplir. Será preciso un auténtico ultimátum francobritánico para obligarla a aceptar (mayo 1921). Pero era evidente que, a lo largo del proceso de pago de las deudas, Alemania se resistiría al máximo. Desde entonces dos políticas eran posibles: la de conciliación, dándole facilidades, preconizada por el Reino Unido, o la de ejecución, obligándole por la fuerza a cumplir sus compromisos.

De común acuerdo, París y Londres intentaron inicialmente la primera. Los primeros ministros, Lloyd George y Aristide Briand, decidieron organizar para 1922 una Conferencia en Génova, con presencia de alemanes y rusos, para examinar conjuntamente la reconstrucción económica de Europa y una suavización de las reparaciones. A cambio de esta actitud conciliadora de Briand, Lloyd George prometió a Francia un tratado de garantía análogo al previsto en Versalles y que los británicos se habían negado a ratificar dada la actitud aislacionista de EEUU. Acusado de abandono por el presidente de la República, varios ministros y la mayoría de la población, Briand dimitió y fue sustituido por Poincaré, partidario de la firmeza. Éste hizo fracasar la Conferencia de Génova (mayo 1922) y, de paso, la idea del tratado de garantía que habría consolidado la amistad francobritánica. Al mismo tiempo, Poincaré rechazó la petición de moratoria, es decir, de retraso en los pagos, planteada en julio de 1922 por Alemania.


A pesar de la oposición de Londres, Poincaré, de acuerdo con Italia y Bélgica, decidió adueñarse de una “prenda productiva”, la cuenca del Ruhr: se trataba de obligar a Alemania a ceder y hacerse al mismo tiempo con un medio para cobrar directamente las reparaciones. En enero de 1923 tropas francobelgas ocuparon la región. Inmediatamente, por invitación del gobierno alemán, la población se puso en huelga. La “resistencia pasiva” fue aparentemente un fracaso: 145.000 alemanes fueron expulsados y reemplazados en sus puestos de trabajo por ingenieros militares, maquinistas y mineros belgas y franceses. Los transportes y las fábricas funcionaban. Minada por la inflación, Alemania reculó: Gustav Stresemann, nacionalista moderado, nombrado canciller en agosto de 1923, puso fin a la resistencia pasiva (septiembre) y negoció con Francia la vuelta a los pagos. La firmeza parecía haber triunfado.

C. La ilusión de la paz bajo el “espíritu de Ginebra” (1924-1929).

En los años que transcurren entre la superación de la crisis de la inmediata posguerra y la crisis económica de 1929, la sociedad internacional pareció caminar al abrigo de las ilusiones de Ginebra. La SdN pareció encontrar un equilibrio entre los intereses de los Estados y sus fines de preservación y estímulo de la paz. Las relaciones internacionales se canalizaron a través del “espíritu de Ginebra”, en el que parecía caber la solución a los grandes problemas de la posguerra.

El distendido clima que reinó en las relaciones internacionales a partir de 1924 fue posible por varios factores. Primero, una favorable coyuntura económica que puso fin a los difíci­les años de reconstrucción y permitió avanzar en la solución del problema de las reparaciones y las deudas interaliadas. Segundo, la presencia de estadistas que impulsaron la diplomacia del entendimiento: el francés Arístides Briand, ministro de Asuntos Exteriores entre 1925 y 1932, el británico Austen Chamberlain, secretario del Foreign Office entre 1924 y 1929, y el alemán Gustav Stresemann, ministro de AA.EE. de 1923 a 1929. Por último, una mejora generalizada en las relaciones entre las potencias: la aproximación entre Londres y París, el entendimiento francoalemán (que, sin embargo, no anuló el ánimo revisionista germano) o el talante más receptivo de potencias fuera de la SdN (EEUU y la URSS) a participar en sus tareas, al menos en la cooperación técnica.

a. El acercamiento francoalemán.

La mejora de las expectativas económicas facilitó la búsqueda de soluciones para el problema de las reparaciones y de las deudas interaliadas. La ocupación del Ruhr, hasta finales de 1924, tuvo negativas repercusiones económicas para Francia y Alemania y demostró la escasa eficacia de las medidas militares como vía para solucionar el problema de las reparaciones. La llegada de Stresemann al gobierno fue decisiva para desbloquear la crisis.

A propuesta de EEUU, el problema de las reparaciones fue examinado por una comisión de expertos en economía, nombrados por la Comisión de Reparaciones. La comisión de expertos, encabezada por el financiero norteamericano Charles G. Dawes, presentó un informe en mayo de 1924. El plan de reparaciones, más conocido como el Plan Dawes, fue aceptado por los aliados y por Alemania. Basado en la capacidad real de pago de esta última, se establecía el pago de cinco anualidades por un total variable entre 1.000 y 2.000 millones de marcos. Para Alemania la aceptación de este plan era la única alternativa posible para obtener la evacuación del Ruhr y lograr los capitales necesarios de EEUU y Gran Bretaña para afrontar el reequipamiento industrial y el pago de las reparaciones. Hasta 1930, Alemania pagó puntualmente sus cuotas anuales por un total de más de 7.000 millones de marcos-oro, de modo que los aliados pudieron afrontar sus deudas financieras mutuas, a la vez que EEUU flexibilizó los medios de pago de las mismas.


A punto de expirar este plan y alcanzado por Alemania el límite máximo de cuota anual, empezaron las negociaciones para fijar el procedimiento definitivo del pago de las reparaciones, culminando en el trabajo de la comisión de expertos que, presidida por el norteamericano Oven D. Young, presentó un nuevo plan en junio de 1929. El Plan Young preveía el pago de 1.900 millones de marcos oro anuales durante 59 años, la supresión de la Comisión de Reparaciones y la creación de un banco internacional que controlaría la distribución de las mismas. En mayo de 1930 entró en vigor el nuevo plan, y unas semanas más tarde se consumaba la evacuación de Renania por las tropas “aliadas”. En un contexto económico conmocionado por el crash bursátil de 1929 y la extensión generalizada de la crisis económica, el Plan Young apenas tendría incidencia práctica. Efectivamente, en la Conferencia de Lausana, celebrada en junio de 1932, quedó definitivamente abandonado el plan de reparaciones, mientras fracasaron los intentos de las antiguas potencias aliadas por obtener de EEUU la cancelación de sus propias deudas.

Desde 1924 había condiciones para un acercamiento político francoalemán. Arístides Briand y Gustav Stresemann estaban convencidos de su necesidad. Creían trabajar así en favor de la paz definitiva. Stresemann esperaba obtener de la negociación la revisión del Tratado de Versalles, condición previa indispensable, según él, para una paz sólida y duradera. Por su parte, Briand juzgaba indispensable el entendimiento de Francia con Alemania, dada su inferioridad demográfica, y pensaba también que era urgente aprovechar la provisional superioridad militar francesa para negociar en buenas condiciones. Washington y Londres animaron esa disposición.

El gobierno británico, actuando como puente de mediación entre Berlín y París, insistió en una garantía sobre la frontera del Rin. La propuesta de Austen Chamberlain tuvo una favorable acogida por Briand y Stresemann, culminando sus conversaciones preliminares en la Conferencia de Locarno en octubre de 1925. La conclusión del Pacto de Locarno comprometía a los Estados signatarios a mantener una distensión general, a solucionar sus problemas económicos y políticos y a trabajar en favor del desarme en el marco de la SdN. El pacto incluía cinco tratados: el Pacto del Rin, firmado por Alemania, Bélgica, Francia, Gran Bretaña e Italia, garantizaba las fronteras occidentales de 1919 y el mantenimiento de la zona desmilitarizada; y cuatro tratados de arbitraje firmados de forma separada por Alemania con Bélgica, Checoslovaquia, Francia y Polonia.

Locarno permitió la reinserción de Alemania en la sociedad internacional, al incorporarse a la SdN en 1926 como miembro permanente del Consejo, y fue un paso esencial en la distensión de las relaciones internacionales. Ahora bien, los acuerdos de Locarno no ocultan ciertas inercias preocupantes para la credibilidad de la seguridad colectiva. En primer lugar, el procedimiento por el que se había llegado al acuerdo ratificaba la ambigüedad con que actuaron las grandes potencias respecto a la SdN. De hecho, se había llegado a Locarno por fórmulas tradicionales, de espaldas al Con­sejo, lo que provocó la desconfianza de las medias y pequeñas potencias. En segundo lugar, los Acuerdos de Locarno devaluaron los términos de la paz de Versalles y sancionaron la política revisionista de Stresemann. Se distinguían así dos tipos de fronteras: las occidentales, aceptadas por Alemania y garantizadas por otras potencias; y las orientales, no reconocidas por Berlín y sin garantía colectiva. El revisionismo alemán quedaba latente en la propia forma en que se incorporó a la SdN, limitando su compromiso con la seguridad colectiva dado el pacto firmado con la URSS en abril de 1926, por el que ambas se garantizaban la neutralidad en caso de una agresión político-militar o económica.

b. ¿Hacia la seguridad colectiva?.

Para Briand el acercamiento francoalemán, por ambiguo que fuera, era el preludio de la paz definitiva por el desarme. Pero antes de desarmarse, había que fortalecer la seguridad colectiva y, por tanto, la SdN. Hacia 1924 el momento parecía propicio: el inicio de la prosperidad económica calmaba los nacionalismos exacerbados; tras haber logrado resolver una veintena de conflictos secundarios, la SdN gozaba de más prestigio y la izquierda, en el poder tanto en Francia como en el Reino Unido, se proponía aumentar su influencia.


En 1924, el ministro checo de asuntos exteriores, Benès, apoyado por Francia, presentó en la SdN un proyecto de acuerdo general. Este “protocolo de Ginebra” proponía un arbitraje obligatorio, acompañado de sanciones, no sólo económicas y financieras, sino también militares. Como novedad, se preveía la creación de un ejército internacional. Las sanciones se decidirían, no por unanimidad del Consejo, sino por mayoría de dos tercios. Pero los conservadores británicos, de nuevo en el poder en noviembre de 1924, rechazaron el protocolo. Potencia naval y financiera, el Reino Unido temía tener que cargar con el peso económico de la aplicación de las sanciones; además, era reacio a cualquier compromiso vinculante en Europa. Este aislacionismo británico supuso un claro fracaso para la seguridad colectiva y el “espíritu de Ginebra”.

Briand aprendió la lección e intentó hacer avanzar la seguridad colectiva al margen de la SdN, incorporando a EEUU. Contando con las poderosas ligas pacifistas norteamericanas, lanzó en abril de 1927 un emotivo mensaje al pueblo de EEUU, en el que sugería un pacto por el que ambos países aceptarían renunciar a la guerra como medio político. El secretario de Estado Kellogg, propuso abrir el pacto a todos los países. Así, 15 Estados firmaron en París (agosto 1928) el pacto Briand-Kellogg, al que acabaron adhiriéndose casi todos los 65 existentes, incluidos Alemania y la URSS. Acogido con entusiasmo, el pacto marcaba el apogeo del pacifismo. Pero los lazos que establecía eran puramente formales: no se preveía ninguna sanción contra quienes incumplieran el pacto. Francia no logró ningún compromiso por parte de EEUU.

Briand, decepcionado, retomó entonces una idea que le atraía: la creación de los “Estados Unidos de Europa” (a1 calor de las ideas que habían abrigado la empresa de la integración europea, destacando entre ellas la obra del conde Koudenhove-Kalergi, Paneuropa, publicada en 1923). Esto relanzaría el acercamiento francoalemán, estancado después de Locarno. En septiembre de 1929, desde la tribuna de la SdN, preconizó en términos emotivos y poéticos, pero vagos, una Federación Europea que, “sin tocar a la soberanía de ninguna de las naciones”, establecería lazos económicos y políticos entre ellas. La cuestión no tuvo continuidad. Generosa e imaginativa, la política de conciliación de Briand había minusvalorado en exceso el poder de los egoísmos nacionales. El fracaso de su plan desveló que el optimismo del “espíritu de Ginebra” se apoyaba en ilusiones que la crisis mundial de la década de 1930 se encargará pronto de disipar.

D. Los primeros desafíos revisionistas al orden internacional (1930-1933).

El viraje que se produjo en las expectativas internacionales hacia 1930 se fraguó poco a poco conforme se extendía la crisis eco­nómica y sus efectos disolventes sobre el optimismo que había calado en años prece­dentes, tanto en los Estados como en el propio sistema internacional. Los desafíos al sistema internacional de posguerra, que se inician en estos años, sobrevendrían en un marco general de crisis, en el que concurrieron procesos y síntomas de muy variada naturaleza.

En primer término, la crisis económica, que se inició en octubre de 1929 con el crash bursátil de Nueva York y se propagó por la economía europea con toda su virulencia a partir de 1931, actuó como detonador de una crisis generalizada. Los gobiernos de Alemania y Austria intentaron proteger sus respectivas economías, muy dependientes del capital de EEUU. La creación, mediante una unión aduanera austroalemana, de un vasto mercado protegido les pareció una medida eficaz, primer paso también hacia la unión política o anschluss, prohibida por los Tratados de París. Alemania y Austria hicieron caso omiso de ello y, en marzo de 1931, concluyeron un proyecto de unión aduanera. Los firmantes de los Tratados protestaron y apelaron a la SdN. Antes incluso de que ésta diera su veredicto, alemanes y austriacos renunciaron a su proyecto, que había quedado sin sentido al golpearles duramente la crisis en mayo-julio de 1931.


Al surgir la crisis, Alemania, usando una cláusula del plan Young, suspendió parte de sus pagos y pretendió librarse de todas sus obligaciones. A petición del presidente alemán Hindeburg, Hoover, el nuevo presidente de EEUU, obtuvo de las demás potencias, en junio de 1931, una moratoria de un año para todas las deudas interestatales. Pero doce meses después Alemania fue de nuevo incapaz de cumplir con sus compromisos. La Conferencia de Lausana (julio 1932), por presión de EEUU, decidió exonerarla definitivamente de las reparaciones a cambio de un último pago de 3.000 millones de marcos-oro. Herriot, primer ministro francés, cedió resignado.

Herriot, como los demás deudores europeos, esperaba una anulación similar de las deudas interaliadas. Pero Hoover negaba toda relación entre éstas y las reparaciones. Para EEUU la naturaleza jurídica de ambas deudas era distinta: unas eran el resultado de contratos libremente firmados por Estados soberanos, mientras que las reparaciones eran un tributo político impuesto a un país vencido. Hoover consideraba, por tanto, los créditos de EEUU como deudas intocables. En respuesta, Francia interrumpió en diciembre de 1932 todos los pagos. Los demás Estados deudores prefirieron adoptar la posición británica y siguieron aportando sumas simbólicas, lo que no les libró del resentimiento norteamericano. Así, un grave malentendido se instaló entre EEUU y las principales democracias europeas en un momento en que la paz era de nuevo amenazada.

El plan de reparaciones naufragó del mismo modo en que lo harían las recomendaciones liberalizadoras y de cooperación multilateral en la Conferencia Económica Mundial de Londres (junio de 1933). El fracaso de la conferencia fue la más ilustrativa expresión del triunfo de las soluciones nacionalistas y unilaterales, así como de la contracción y de la compartimentación del mercado internacional, en el que comenzarían a aflorar soluciones de corte autárquico.

En segundo término, la crisis económica incidió directamente en la crisis política de las democracias en los años treinta. En estos años se agravó el desequilibrio entre las democracias, profundamente pacíficas, pero débiles, y los regímenes de corte totalitario y autoritario, partidarios de modificar el statu quo vigente en favor de sus intereses nacionales.

En tercer lugar, el sentimiento general de crisis acabaría filtrándose en la propia SdN. El visible y creciente deterioro del “espíritu de Ginebra” acabó por activar de forma generalizada el recurso a las formas diplomáticas tradicionales tanto en las grandes como en las pequeñas potencias que, aun manteniendo las formalidades respecto a la legalidad de Ginebra, evidenciaban una quiebra en la credibilidad del organismo internacional.

a. La ruptura del statu quo en el Extremo Oriente.

El primer capítulo de este período crítico de la SdN tuvo como escenario la alteración del equilibrio de fuerzas en el Extremo Oriente. La agresión japonesa, materializada en la ocupación militar de Manchuria fue el primer gran desafío realizado por una gran potencia a los presupuestos morales y políticos del Pacto. La posición de Japón presentaba ciertas analogías con la de Alemania e Italia, en la medida en que se sentía constreñida en su posición interna­cional, y enarboló una política nacionalista agresiva tendente a alterar en su favor el statu quo territorial en la región. E1 acto de fuerza de Tokio, iniciado en septiembre de 1931 y que culminaría con la creación del Estado títere del Manchukuo en marzo de 1932, supuso la violación del tratado de las nueve potencias, por el que Japón reconocía el principio de “puerta abierta” en China y el respeto de su integridad territorial, y el incumplimiento, asimismo, del Pacto Briand-Kellog.

El 19 de septiembre de 1931 llegaban las primeras noticias del conflicto al Consejo de la SdN. Dos días más tarde el gobierno chino evocaba el artículo 11 para que la SdN mediara en el conflicto. Las reacciones de las potencias, tanto las pertenecientes a la Sociedad, y en especial Gran Bretaña, a priori el Estado con mayores intereses en juego, como las ajenas a ella, caso de EEUU que era garante de los dos acuerdos internacionales violados por Tokio, fueron muy débiles y permisivas con la agresión, no yendo más allá de una condena moral.


La recomendación del Consejo de que Japón evacuase las tropas encontró como respuesta, a través del representante japonés, una táctica evasiva y de defensa de los derechos de su país. La esterilidad de las resoluciones del Consejo condujeron a la creación de una Comisión de Encuestas, cuya presidencia asumiría el británico lord Lytton, junto con delegados de Francia, Italia, EEUU y Alemania. Evaluada la situación in situ, el informe de la Comisión (septiembre de 1932) consideraba que el nuevo Estado del Manchukuo carecía de toda base legal y condenaba a Japón no por haber cometido un acto de agresión, sino por haber recurrido a la fuerza sin agotar previamente todos los medios pacíficos disponibles. Dicho informe sería la base de una resolu-ción aprobada por la Asamblea en febrero de 1933: un mes después Japón se retiraba de la SdN.

Las instituciones de Ginebra no habían aceptado el nuevo statu quo, pero habían eludido cualquier pronunciamiento para establecer la aplicación de las sanciones bajo el artículo 16. Las grandes potencias no se comprometieron con la posibilidad de recurrir a las sanciones, lo que agudizó las reticencias ya existentes entre las medias y pequeñas potencias no hacia los valores y mecanismos del Pacto, sino hacia la buena fe de los “grandes”.

b. El fracaso del desarme y el revisionismo alemán.

Al otro lado del mundo, en Europa, escenario natural sobre el que actuaron los tratados de paz, se desarrollarían los capítulos decisivos en el pulso entre las potencias revisionistas y los defensores del orden de Versalles, y, en consecuencia, el futuro y la credibilidad del sistema de seguridad colectiva. El revisionismo alemán, a tenor de la crisis de la República de Weimar y el ascenso de las fuerzas conservadoras y ultranacionalistas, entraría en una fase de agudización en sus reivindicaciones y en sus formas, adquiriendo un estilo más agresivo y tajante, que culminaría en la política revanchista auspiciada por Hitler una vez en el poder en 1933. Cerrado el capítulo de las reparaciones y lograda la evacuación de las tropas extranjeras en Renania, el revisionismo germano se orientaría de forma más explícita hacia la neutralización de las cláusulas militares y de seguridad, aunque las cuestio­nes territoriales y la preocupación por las minorías alemanas fuera de sus fronteras siempre fueron capítulos activos en la agenda de su política exterior.

El desarme alemán, a tenor de las cláusulas militares del Tratado de Versalles, había de ser la antecámara a un desarme generalizado. La celebración y el transcurso de la Conferencia de Desarme se antojaba, desde esta perspectiva, como un capítulo crucial para la seguridad de Europa. La Conferencia de Desarme, que se había convertido en una de las empresas más prestigiosas de la SdN, se inició, finalmente, en febrero de 1932.

A lo largo de la conferencia, la más importante de las celebradas desde la Conferencia de Paz de París, aflorarían las diferentes tesis ya expuestas por los representantes de las potencias en los trabajos preparatorios, y que oscilaron entre las tesis francesas que conferían un carácter prioritario a la seguridad sobre el desarme, y la exigencia alemana de la paridad de armamentos. Entre ambos polos, las proposiciones anglosajonas de Gran Bretaña y EEUU eran mucho más explícitas y precisas en sus contenidos y se esforzaron por crear un escenario de consenso entre las irreductibles posiciones de franceses y alemanes. La delegación soviética, por su lado, siguió insistiendo, por medio de su portavoz en Ginebra (Litvinov), en la tesis del desarme total e inmediato, mientras que las posi­ciones defendidas por las medias y pequeñas potencias se desenvolvieron de acuerdo con sus afinidades internacionales e intereses nacionales, en unos casos cercanas a las tesis francesas, como las de la “Pequeña Entente”, o en otros intentando tender un puente mediador entre Alemania y la conferencia, como el “Grupo de Neutrales”, en el que figuraban los Estados escandinavos, Suiza, Holanda y España desde finales de 1933.

Un fiel reflejo de los estériles trabajos de la conferencia fue la retirada temporal de Alemania el 14 de septiembre de 1932 y su efímero retorno a la misma al año siguiente, hasta la retirada definitiva de la Alemania de Hitler de la Conferencia y de la SdN en octubre de 1933. En dos años de Conferencia de Desarme se transitó desde la esperanza del desarme a la psicosis rearmista y al sentimiento generalizado de inseguridad que asolaría Europa a partir de 1934.

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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 14




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