Filosofía


Escolástica franciscana


TEMA 6

SANTO TOMÁS. LA ESCOLÁSTICA FRANCISCANA

I. SANTO TOMÁS DE AQUINO (1225-1274)

1. Autonomía del orden intelectual dentro del orden sobrenatural

Antes de Santo Tomás la sociedad civil era considerada como una parte de la comunidad cristiana -la Cristiandad- por lo que la ordenación de la vida terrena, capitaneada por el emperador, quedaba supeditada al orden de la vida espiritual, regido por el Pontificado; la justicia natural estaba subsumida en la justicia sobrenatural.

Tal estado de opinión llevó a una indiferencia por los valores de orden natural, especialmente de la razón, lo cual impulsó una corriente de pensamiento que propugnaba la autonomía racional moral, y si bien no negaba la fuente de la Revelación como fundamento cierto del comportamiento humano, pug­naba por ensalzar las funciones propias de la razón humana. A tal empeño contribuyó en gran manera el conocimien­to de las obras de Aristóteles que Santo Tomás asimiló personalmente.

El orden sobrenatural, la Revelación no destruye ni anula la natura­leza humana ni la razón -decía Santo Tomás-; al contrario, la perfec­ciona porque la naturaleza humana, que no quedó corrupta por el pecado original aunque sí debilitada, requiere sus propias exi­gencias, que pueden ser conocidas y ordenadas por la razón. La Revelación proporciona a la razón un conocimiento no erróneo de las verdades estrictamente teológicas que ésta acepta por medio de la fe, pero ello no excluye la posibilidad y la necesidad del raciocinio y de la reflexión filosófica para la búsqueda de otras verdades. La razón puede por sí mis­ma descubrir estas verdades filosóficas no reveladas. Es más, la razón está capa­citada para establecer los presupuestos de la fe, esclarecer sus verdades y deshacer las objeciones contra ella.

Con Santo Tomás afirmó, quedó superada la antinomia filosofía-teología, razón y fe, orden natural y orden sobrenatural que hasta entonces, por influencias agusti­no-platónicas, negaba a la razón la posibi­lidad de su despliegue autónomo.

El universo es un todo ordenado por virtud de la creación divina. La creación es, según Santo Tomás, un acto racional, de la naturaleza racional divina, pues­to en práctica voluntariamente, porque la voluntad es el medio de que se sirve la razón para realizar sus planes.

El hombre, en cuanto creación racional divina, es igualmente un ser ordenado. Y el orden del hombre es el orden moral, propio de su natura­leza racional, orden que tiene sustantividad objetiva y que no es un producto ideal de la conciencia.

Dado que la razón del actuar de cada ser es una conse­cuencia obligada de la propia esencia de cada ser, el comportamiento humano, racionalmente reglado, necesariamente será consecuente con su propio ser, natural racional, que no es otro sino la concordancia de las cosas con los fines propios naturales del hombre.

2. La racionalidad, como esencia de la ley

Para Santo Tomás la capacidad de la ley para motivar la conciencia personal de aquél a quien va dirigida, está directamente en función del contenido de justicia en la norma, esto, referido a las cuestiones humanas, significa tener conformidad con la norma de la razón.

La razón práctica debe establecer las reglas de todas las acciones que induzcan al hombre a un comportamiento. Y ello es así porque a la razón compete el ordenar hacia un fin ya que la razón es siempre regla de las acciones.

Y esta fundamentación racional es lo que Santo Tomás resalta en su definición cuando dice que la ley humana es «la ordenación de la razón dirigida al bien común, promulgada por aquel que tiene el gobierno de la comunidad». La ley pertenece a la razón.

Santo Tomás, al constituir a la razón humana como fundamento directo de toda ley positiva, dignifica la razón misma a su más alto grado de función legitimadora.

Tan elevadas funciones de la razón humana, responden no sólo a la posesión de una seguridad sobre la cer­teza de los criterios con que trabaja esa razón, sino que es consecuencia de una concepción de la razón en cuanto poseedora ella misma de la verdad, de un modo natural.

Afirma Santo Tomás que «todo el conjunto del universo está sometido al gobierno de la razón divina....esa razón..., existente en Dios como supremo monarca del univer­so, tiene carácter de ley».

Existe, pues, una ley eterna que gobierna toda la creación, y de un modo individual también a cada uno de los seres que en ella existen. Esta ley eterna es de esencia racional, ley que no puede tener otro contenido distinto del que tiene, puesto que Dios no puede querer sino lo que es racional.

Este principio rector de todos los entes creados, la ley eterna, se concreta casuísticamente mediante la ordenación de cada uno de ellos al fin que es peculiar a su propia naturaleza, fin al que los seres irracionales se orientan de un modo inconsciente, siguiendo su propia ley natural. El hombre, también se orienta hacia unos fines peculiares de su naturaleza racional, también está regido por la ley natural, pero el hombre se orienta conscientemente. Y esta conscienciación además de significar que los actos humanos son consentidos libremente , implica que el hombre posee una facultad para descubrir la esencia natural de sus acciones y comportamientos (razón) en orden a la realización del bien y evitación del mal. La ley natural es, de este modo, como la define Santo Tomás, la participación de la ley eterna en la cria­tura racional.

La participación racional humana en los contenidos de la ley eterna, implica la posibilidad de descubrir racionalmente los contenidos de la razón divina.

La razón natural es, así, ley natural y, por participación, ley eterna. A través de la razón práctica el hombre participa de la esencia divina y, es poseedora ella misma de la ver­dad, de un modo puramente natural.

Por tanto la razón práctica es la fuente inmediata de la mora­lidad y la ley eterna, o sea la razón divina, el fundamento remoto de la conducta humana. Y puesto que la ley positiva proviene de la razón práctica, toda ley que se aparte de la ley natural o la contradiga sólo es corrupción de la ley, cuya obediencia no obliga más que cuando no atenta contra el bien divino.

3. La razón revelada. Ley divina

De la filosofía tomista, puede sintetizarse que la razón práctica del hombre, puede descubrir progresivamente los con­tenidos de la ley natural, a medida que cada momento histórico-cultural va posibilitando la ejercitación racional; ahora bien, Santo Tomás señala la existencia de un fin sobrenatural para el hombre, el de su salvación eterna, para cuya conquista no le bas­ta la razón natural, sino que necesita del concurso directo de Dios. La ley divina, revelada a través de los textos bíblicos, constituye aquellos preceptos necesarios para el hombre en relación a dicho fin sobrenatural.

Esta ley divino-positivada, supera y beneficia las posibles deficiencias de las leyes humanas, quedando justificados con ella los dos órdenes, espiritual y temporal, que se refieren al hombre en la concepción cristiana de la creación. Pero, debe ser bien diferenciada esta ley divina, de naturaleza teológica, de aquella otra ley eterna, de conformación teológico-filosófica: la ley divina, como parte de la racionalidad de Dios, revelada directamente y comprensible por la razón humana.

II. LA ESCOLÁSTICA FRANCISCANA

1. Introducción

El voluntarismo, representado en su esplendor por los escolásticos de la Orden franciscana, constituye la antítesis del intelectualismo implícito en la teoría de la ley de Santo Tomás.

El voluntarismo pretende la legitimación de cualquier orden impuesto, de la autoridad que, por sí misma, pretende constituirse en voluntad ordenadora y en fundamento coactivo de toda norma. El voluntarismo se traduce en la defensa a ultranza de la razón del imperio frente al impe­rio de la razón y sus consecuencias prácticas son la gradual anulación de la racionalidad humana.

El voluntarismo político medieval, encarnado en la auctoritas del príncipe, encuentra su justificación histórica por ser una doctrina fraguada en una época con una acentuada visión, teológico-moral, del mundo. Será, precisamente esta cosmovisión teocéntrica la que encuentre una explicación volun­tarista en la escolástica franciscana.

Los seguidores del orden amoroso de Dios hacia las criaturas y de éstas con su creador que preconizara San Agustín, creyeron que la esen­cia teológica del cristianismo quedaba mejor ensalzada si se refería, mediante la fe, toda la esencia de la creación al acto voluntario de Dios que si se permitía a la inteligencia humana la indagación de otras razones no teológicas, es decir, filosóficas.

Las heréticas desviaciones raciona­listas de Averroes y de sus seguidores habían impulsado los esfuerzos teo­lógicos por cristianizar a la razón en el fundamento del orden moral. En el año 1282 el Capítulo franciscano, alarmado por las condena­ciones que Esteban Tempier, obispo de Paris, y el dominico Roberto Kil­wardby, obispo de Cantorbery, habían formulado contra algunas teorías de Santo Tomás de Aquino por considerarlas averroístas, prohibió la Summa Theologica si no se cotejaba su lectura con el Correctorio de Gui­llermo de la Mare. El excesivo celo purificador de estos monjes ingleses consideró que Santo Tomás de Aquino «había comprometido la ortodoxia con excesivas condescendencias a la razón...».

2. Juan Duns Scoto (1266-1308)

Nació Duns Scoto en Maxton (hoy Littledean) Escocia. Ya profeso franciscano, fue docente en tres universidades de las Sentencias de Pedro Lom­bardo.

Las obras atribuidas a Duns Scoto plantean problemas de autentici­dad ya que muchas de ellas son de franciscanos anteriores a Guillermo de Ockham, no obstante, hoy quedan demostradas como auténticas la Ordi­natio y las Reportata Parisiensia, jun­to a otras dos más, de menor interés para nuestros propósitos.

Scoto persigue, ante todo, la apología del cristianismo ortodoxo contra el determinismo averroísta y, en esta tarea, la actitud crítica y desconfia­da que mantuvo salpicó también a Tomás de Aquino y a sus comentaris­tas.

La libertad de Dios es absoluta y omnipotente, sin trabas que puedan someterla, ni siquiera condicionarla, afirmando que la voluntad divina es ley siempre, ni siquiera sometida a la divina razón. Tan es así que si Dios actuase de diferente modo a como lo hace, ello signifi­caría que Dios impone una nueva ley.

La creación es obra de Dios, acto libre de su voluntad que no depende de la adecuación a los principios de la razón divina sino que es la materialización de la voluntad substantiva de Dios. Por ello, ninguna ley física es consustancial a la naturaleza de las cosas, las leyes físicas que rigen los seres creados tienen el sentido que Dios libremente les ha querido infundir; son pues contingentes, ya que podrían haber sido igualmente válidas con otro sentido distinto, si Dios así lo hubiese querido. Contingentismo físico.

La voluntad divina se determina a sí misma y puede hacerlo todo, excepto lo que es contradictorio lógicamente. Únicamente lo imposible, por contradicción, está vedado al omnímodo querer divino, y precisa­mente todo cuanto Dios no puede hacer diferente por su propia voluntad, es lo que constituye la verdadera ley eterna. Así Duns Scoto señala como único principio de derecho natural estric­to, el amar a Dios sobre todas las cosas, es decir, los dos preceptos de la primera Tabla del Decálogo, aquellos que tienen validez absoluta. En cambio, los restantes preceptos revelados, segunda Tabla, no tienen carácter necesario como los prime­ros, sino que dependen de la libre voluntad divina, que pudo haber ordenado como honestos el homicidio, la fornicación, el adulterio, etc. Contingentismo moral.

Para Duns Scoto la voluntad divina no es arbi­traria pues su omnipotencia se encuentra limitada, no sólo por la propia bondad divina que le impediría ordenar preceptos perjudiciales, sino también por la propia lógica, que impide hacer lo que es contra­dictorio consigo mismo.

La responsabilidad humana es la consecuencia del voluntarismo escotista. La razón del hombre, necesariamente no es libre, la voluntad, en cambio, se determina a sí misma, la voluntad no necesariamente tiende hacia el bien por sí mismo, se halla más pervertida que la razón, puede obrar el bien y puede escoger el mal. Si la voluntad humana no fuese libre sería inexigible la responsabilidad del hombre y un sin sentido los preceptos de Dios y la aplicación de su justicia a los comportamientos humanos que, en tal caso, serian nece­sarios y no contingentes. Tal es el planteamiento de Duns Scoto.

3. Guillermo de Ockham (entre 1295 y 1300-1349 ó 1350)

Fraile, filósofo y político, Guillermo de Ockham tuvo una personalidad desconcertante, impulsiva y asistemática que le impulsó, siendo creyente, a combatir al Papado.

Nació este franciscano en Ockham, al Sur de Londres, estudió en Oxford, donde más tarde explicó las Sentencias de Pedro Lombardo. Debido a denuncias formuladas contra algunas de sus ideas, fue llamado a la sede pontificia y sometido a un proceso ideológico que duró cuatro años. Existía, por entonces, la controversia entre franciscanos «conventuales» y «espirituales» en la que participó a favor de estos últimos, quizá por despecho contra el pontífice francés Juan XXII. Junto con los franciscanos «espirituales», Ockham sostenía la pobreza integral con que debería vivir el vicario de Cristo en la tierra, pues Él no poseyó nada en vida, doctrina que le valió la excomunión.

De sus obras, las más importantes para nosotros, son de destacar: el comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo y el Dialogus inter magistrum et discipulum de imperatorum et pontificum potestate, esta última sin terminar.

El espíritu de la época demanda la restauración del hombre en las cuestiones de la vida real y el abandono de referencias teológicas como criterios de eticidad y de política. Fruto de este estado de opinión fueron las luchas entre Pontificado e Imperio por el reconocimiento mutuo de autonomías, potestades, órdenes y funciones, en las que Ockham participó beligerante contra el papado, por despecho posiblemente.

Ockham negó al Pontificado la titularidad de todo poder temporal e, incluso, abogó por una seria limitación a sus potestades de orden espiritual, negándole la infalibilidad personal que, sólo parcialmente, concedía al Concilio universal y, de un modo incuestionable, a la Iglesia universal, totalidad de los fieles.

La exaltada actitud antipapal indujo a Ockham a cuestionarse la conveniencia de modificar la estructura monárquica de la Iglesia por un gobierno aristocrático, ejercido simultáneamente entre varios papas de distintas nacionalidades. Tal ordenación, reveladora de posiciones ideológicas discordantes con la Revelación y con la Historia, viene a ser la reproducción eclesial del ideario político civil de Ockham respecto de una monarquía universal, garante de la paz, que debiera dejar paso a otro gobierno, también aristocrático, materializado en un colegio de príncipes nacionales, para ciertos momentos y necesidades coyunturales.

Según Ockham e ejercicio de todo poder, incluso el civil, está garantizado mejor mediante la coparticipación de opiniones y de facultades con las que poder compensar posibles desviaciones heterodoxas unipersonales. La fiscalización de las actuaciones papales por intérpretes de la voluntad de Dios, y la cogestión de los asuntos públicos entre varios príncipes administradores del poder, residente en Dios y recibido del pueblo por especificación de sus magnates, permite ver en el pensamiento de Ockham cierta modernidad cuasi democrática, y significa también la expresión de su desconfianza en el hombre masificado.

Los «universales» no existen, vino a decir Ockham; suponer que existen en Dios ideas o universales es limitar su omnipotencia de alguna forma, porque ellos serían como prejuicios que le inducirían a operar en un sentido determinado.

Scoto, había expresado que la esencia divina se ama a sí misma, por lo que resulta contradictorio, y por ello imposible, que Dios hubiera podido establecer como bueno un orden ético basado en la regla del odio a sí mismo. Para Ockham la prohibición de odiar a Dios no es una derivación racional de la esencia de Dios, ya que la ley de contradicción no se opone a que Dios hubiese podido prescribir el odio contra sí.

Dijo Ockham que «Dios puede hacer muchas cosas que no quiere hacer». Esto significa el reconocimiento de que la voluntad divina se halla frenada por sí misma. En otro pasaje afirma el autor que «la voluntad divina quiere necesariamente su bondad y... no puede hacer el mal ». Tales afirmaciones inducen a pensar que para Dios, el bien es lo que tiene prescrito al hombre, de modo que, este orden vigente es bueno y su presunto posible contrario es malo.

El mal existe pues para Ockham, limitando el poder divino, y existe como un universal de calidad similar a la de otros universales, que el propio Ockham había negado existieran en Dios. Véase cómo la sistemática filosófica de Ockham falla aplicada a la teología.

Posiblemente Ockham también afirmaba en su fuero interno las limitaciones que la propia bondad de Dios y el principio de no contradicción ejercen en su libérrima voluntad.

El exagerado voluntarismo divino de Ockham, se debió a un bienintencionado, pero mal estructurado, intento por elaborar una ética social y frenar las inconveniencias del papado. Los acontecimientos posteriores fueron limando asperezas a tan radicales afirmaciones del voluntarismo irracional de Dios, si bien su significación ética, contraria a toda autonomía moral humana, se fue abriendo paso en la práctica, mejor comprendida por los hombres, y degeneró en el positivismo jurídico o fundamentación de toda ley en la voluntad del legislador.

Puede decirse que Ockham asestó un duro golpe, a la estabilidad de un derecho natural que sirviera de criterio metapositivo racional de legitimidad.




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Enviado por:Héctor
Idioma: castellano
País: España

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