Literatura


El libro de los relatos perdidos de Bambert; Jung Reindhardt


Reinhardt JUNG.- EL LIBRO DE LOS RELATOS PERDIDOS DE BAMBERT. Edic. Vicens Vives.

Bambert.

Es un hombre muy bajito al que le duelen todos sus huesos, consecuencia de las múltiples operaciones que le habían hecho en su infancia para corregir el “raquitismo” que padecía. Era un gran escritor, aunque jamás había permitido que nadie leyese sus cuentos.

Cuando murieron sus padres, Bambert reformó la casa; la planta baja se la dejó a Blümcke, donde tenía una tienda una tienda; la planta superior y el desván los habilitó y preparó para él, con todo lo necesario, incluso con montacargas y raíles en la escalera para una silla electromecánica.

Leía la prensa, pero no veía la TV, pues le tenía verdadero pánico a las imágenes que se sucedían velozmente.

Los relatos que escribía lo hacía en un grueso libro que tituló “Libro de los deseos”. Un día, hojeando el libro, se dio cuenta de que solo quedaba espacio para un relato más, por lo que pensó que debería ser especial. Como sus relatos no los leía nadie, decidió liberarlos y que cada uno de ellos encontrase su marco apropiado: una ciudad, una playa… Encargó a Blümcke que le consiguiese “cuanto antes once globos chinos de aire caliente, de papel de seda, de esos que llevan una candelita debajo y vuelan muy lejos”. Mientras esperaba el pedido escribió una carta que pensaba adjuntar a cada uno de los cuentos cuando echaran a volar, explicando que cuando los relatos encontrasen su sitio apropiado, su escenario, quien los encontrase se los devolviera y le informara del lugar en que los habían hallado.

Recibidos los globos esperó a que llegaran las noches frías, y luego echó los once relatos a volar, elevándose lentamente hacia el cielo. ¡Nunca se había sentido tan feliz! Pasó mucho tiempo y Bambert no tenía noticias, por lo que pensó también que había sido estúpido haber confiado sus relatos al viento, y poco a poco el “Libro de los deseos” se fue convirtiendo en el “Libro de los relatos perdidos”.

Un día descubrió en el interior del montacargas un sobre; los sellos pertenecían a un país extranjero, de la bahía de Donegal, en Irlanda. El relato que encontró ese escenario era el de “El ojo en el mar”.

El ojo en el mar.

Un muchacho que vive en la costa occidental (Oeste) de Irlanda, cuando la marea está baja, acompaña a su padre, que se ha quedado en paro, a la playa, en busca de todo lo que las olas empujan hasta la arena, para venderlo y lograr salir adelante.

Una mañana el muchacho no encuentra nada, y cuando va a regresar, divisa un gran bulto en las aguas menos profundas; corre hasta él, y pensando que es una enorme peña, oye un profundo suspiro. Examinando la roca descubre el ojo, abierto de par en par, al que echa agua que recoge con sus manos para protegerlo del viento seco que sopla desde la arena.

“¿De dónde vienes? ¿Quién te ha traído hasta aquí?, pregunta el muchacho.

La roca, en voz muy baja, dice: “He estado buscándote durante mucho tiempo…? ¿Es que no recuerdas lo que ocurrió hace cien años cuando era pequeña como tú?

No; responde el muchacho.

La ballena le cuenta que unas algas invisibles la arrastraron hasta allí, y allí fue golpeada con arpones, hiriéndola, hasta que por la noche, unos niños como él, la acariciaron, le cortaron las algas invisibles y le enseñaron el camino para salir de aquella laguna cuando vieron que aparecían los mayores con intenciones de matarla. Desde entonces no he dejado de buscarte; tú sigues igual que entonces, yo he envejecido; dijo la ballena, que quería volver a verlo para darle las gracias y despedirse de él.

“Debo estar soñando”, dice el muchacho.

La marea comienza a subir; el ojo de la roca ya se ha sumergido en el mar, libre de todo peligro.

Cuando llega a casa, el padre le pregunta si ha visto la ballena, que según dicen, ha quedado embarrancada en la bahía de Donegal.

El padre le cuenta que hacía cien años que no se veía una ballena por allí, desde que una ballena joven había quedado atrapada en una red y los pescadores la habían arrastrado hasta la laguna, para matarla y hervir su grasa para fabricar aceite para las lámparas, pero unos niños se habían compadecido de ella, y cuando llegó la noche la ayudaron a escapar. El bisabuelo del niño lo contaba muy a menudo, pues por ser tan compasivo le habían dado una buena zurra.

El muchacho se dio cuenta de que no era un sueño, cuando su padre se lo cuenta y le dice que si no lo cree que consulte el archivo parroquial.

El padre le dice que si ha encontrado algo que puedan vender.

El muchacho le dice que no, y guardó silencio.

~ ~ ~ ~ ~ ~

Bambert coloca en una carpeta vacía el manuscrito de “El ojo en el mar”, con la esperanza de que los diez relatos restantes regresen a sus manos.

Una semana después recibe el segundo relato, que Blümcke le sube personalmente. Tras examinar la carta, procedente de España, ve el remite, que reza: “María González Oliva, calle del Palacio Moro, Córdoba”.

Alisando con sus manos el manuscrito, escribe en el espacio reservado para el escenario de la historia: “Córdoba”, añadiendo “Guadalquivir”, y diciendo que el relato se titularía “La princesa de Córdoba”.

La princesa de Córdoba.

En el siglo X, el califa de Córdoba tenía una hija tan sabia como hermosa; según las costumbres, cuando llegó a la adolescencia el califa decidió casarla. La joven princesa no estaba por la labor, no quería contraer matrimonio con alguien al que no quisiese, por lo que impuso una condición: solo se casaría con el pretendiente que, como dote, le ofreciera la llave de la verdad.

Muchos fueron los pretendientes: el conde de Valpolicella, que le ofreció a la princesa un tonel de vino, pues sólo los borrachos dicen la verdad; pero la princesa, tras hacerle beber el tonel, lo rechazó. Luego llegó el príncipe heredero de Bután, desde el Himalaya a lomos de un elefante, que le ofreció un pesado cofre lleno de oro; la princesa, ante el asombro de los ministros y consejeros, también lo rechazó. En tercer lugar se presenta Polícrates, príncipe heredero del tirano de Samos e Icaria, quien le presenta, tapado con un lienzo, un cesto de mimbre repleto de serpientes venenosas, quien ante el asombro y susto de los ministros y consejeros, explica a la princesa que el miedo es la llave de la verdad. La princesa lo rechaza también, comentando que el poder del Amor aún es mayor que todo cuanto le han presentado. El resto de pretendientes desapareció, unos desalentados por la riqueza del príncipe heredero de Bután, y otros por miedo a Polícrates, aunque la mayoría se había marchado al percatarse de la sabiduría de la princesa.

~ ~ ~ ~ ~ ~

Bambert se sorprendió a sí mismo, y soñó que él podía más que todo eso, que la princesa le recibía gentilmente y le agradecía que, en su cuento, la hubiera salvado de la afición al vino del conde Valpolicella, del orgullo del príncipe heredero de Bután y de la frialdad de Polícrates.

Tras recibir un abrazo y un beso lleno de ternura de la princesa, Bambert despertó.

Blümcke aparece con otra carta, cuyo remitente le descifra a Bambert el propio Blümcke, que había aprendido ruso cuando era niño en la zona ocupada por los rusos: “Andrei Korchunov, Secretario de Cultura del Ministerio de Educación y Literatura, Kremlin, Moscú, Rusia”.

Bambert abrió el sobre y encontró el cuento de “La luz errante”.

La luz errante.

Antiguamente Rusia era gobernada por los zares, que vivían en el Palacio del Kremlin en Moscú, capital del país. Algunos zares eran bondadosos, otros eran tiránicos. Los zares tiránicos persiguieron sin piedad a los escritores, encarcelando en el calabozo que se encontraba bajo el empedrado de un patio interior del Kremlin a los que no cantaban las alabanzas del zar y se limitaban a escribir cuentos de hadas, mientras que a los poetas que contaban la verdad sobre los zares, se les decapitaba.

En la mazmorra, en medio de una obscuridad total, vivían a pan y agua, y tan solo una vez al día, cuando el sol alcanzaba su punto más alto, entraba por un agujero del techo un rayo de luz que, durante escasos minutos, iluminaba el calabozo.

Un día, cuando el rayo de sol iluminó el calabozo, los presos vieron a un niño que escribía en un diario; pensaron que era una alucinación, hasta que un preso, tras un largo silencio, dijo: “Vosotros también habéis visto al crío, ¿verdad?”.

¡Soltad al niño!, gritaron.

Los guardias dijeron que allí no había ningún niño, y éste permaneció en silencio.

Cuando al día siguiente el rayo iluminó de nuevo el calabozo, el niño volvió a aparecer, y les dijo a los presos que en su diario contaba la historia de nuestra evasión: “Todos huiremos en este rayo de sol. Nos iluminará y nos guiará...”.

Algunos lloraban, pues no querían estropear la belleza del cuento.

Al día siguiente, cuando el rayo de sol entró en la celda, el niño se puso a gritar: “¡Guardias! ¡Traición! ¡Un motín! Los guardias acudieron con sus antorchas, y uno de ellos cogió el diario y se puso a leer, mientras los escritores y el niño salían y cerraban la puerta de la celda dejando encerrados a los guardias.

Pasaron dos días hasta que en el Kremlin echaron de menos a los guardias, que luego fueron despedidos. En el patio, una losa que nadie había visto antes fue devuelta a su lugar. Desde entonces ningún otro rayo de sol ha vuelto a ecorrer el calabozo de las profundidades del Kremlin.

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Bambert respiró profundamente, pues él había escrito el cuento, él había liberado al niño y a los escritores… ¡con un rayo de sol! Durmió como nunca, incluso quizá roncó. Cuando despertó y se acercó al montacargas en busca de los panecillos para el desayuno, vio dos cartas, una procedente de Francia y otra de Italia. Decidió abrir primero la de Francia, que con matasellos de París, en el remite rezaba: “Jean Baptiste Cordonnier, Quai d'Orsay, número 16”. Bambert puso estos datos a la historia titulada “El pañuelo de seda”.

El pañuelo de seda.

Jean Baptiste es un joven aprendiz de zapatero, que vive en París. Un día, sentado a la vera del río Sena, tuvo una reacción extraña que le llevó a casa del zapatero, y agarrando a éste y a su esposa, los sacó de casa; al instante la casa fue alcanzada por un rayo y se derrumbó. Jean Baptiste les había salvado la vida, y desde entonces le trataron como si fuese un hijo.

Pasados unos días, el joven vuelve a las orillas del Sena, en el Quai d'Orsay, y ve una botella navegando por el río; con un palo consigue acercarla a la orilla, la abre y ve que dentro hay un pañuelo de seda, con un texto que decía: “Este pañuelo fue sacado del agua por el aprendiz de zapatero Jean Baptiste el catorce de julio de 1851 hacia el mediodía en el Quai d'Orsay”.

Corre a casa y constata que hoy es el día y el año que reza en el pañuelo.

Revisando el pañuelo ve que la etiqueta corresponde a un fabricante que vive en un cercano barrio. Sin pensárselo dos veces corre a la tienda, y su dueño, recordando quién lo había comprado, le da a Jean la dirección. Cuando Jean llega, ya había muerto, no obstante, un joven se le acerca y constatando que es Jean Baptiste, le entrega un libro que el maestro le había entregado para él.

En el interior del libro, una carta manuscrita decía: “Querido Jean Baptiste: Ya no nos veremos en este mundo. Pero sé que eres pobre. Cava en el sótano de la casa donde vives y encontrarás un pasadizo que conduce a…y piensa en esto: el futuro está escrito…”.

Cuando llega al lugar señalado encuentra el cofre lleno de monedas de oro, y una nota que decía: “Jean Baptiste, comparte este tesoro con los pobres, porque te ejecutarán por poseerlo…”. Asustado cumple lo escrito, y aquel 14 de julio de 1851 los mendigos celebraron una gran cena bajo los puentes de París. Detenido por la policía fue encerrado en prisión, a pesar de afirmar que no lo había robado; pero solo los mendigos le creían.

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Mientras Bambert guarda la historia del pañuelo de seda, sospechaba que los relatos que había lanzado al aire estaban eligiendo no solo su propio escenario, sino su propia época.

Tras dejar la carta de París, toma la que había llegado desde Italia. Leyendo el remitente ve que el relato había sido encontrado por una mujer, donna Silvia Crespo, cuya letra era tan elegante como su dirección “Palacio Bertini del Gran Canal”. Sacando el manuscrito del sobre, Bambert escribe: “Venecia”, en el espacio correspondiente al escenario, y añade: “Palacio Bertini” y “Silvia Crespo”. El relato era el titulado “Una belleza congelada”.

Una belleza congelada.

Silvia Crespo, con tres o cuatro años de edad pierde a sus padres, y no contando con más familia que su abuelo, se va a vivir con él al Palacio Bertini, en Venecia (Italia).

Cuando tiene once o doce años y su belleza comienza a florecer, su abuelo ordena al criado que tape con paños negros todos los espejos del salón, ya que a los ojos del abuelo, la hermosura de la muchacha representa la tentación y el pecado.

Una noche de tormenta, el viento rompe una ventana del Palacio Bertini, arrancando los paños negros que cubrían los espejos.

Al día siguiente la muchacha barre los pedazos de cristal de la ventana rota, y ve que todos los paños negros están arremolinados en un rincón del salón; no les presta mucha atención. De repente nota algo que la sorprende mucho: al otro lado del salón había una chica que hacía lo mismo que ella, recogía los trozos de un cristal roto.

¿Por qué nadie me ha dicho nunca que en esta casa vive otra chica?, se preguntó. La otra muchacha parecía pensar lo mismo que Silvia, por lo que en el último instante, tras recoger los cristales, se gira y saluda con la mano a la muchacha, observando con alegría que la desconocida le devuelve el saludo.

Cuando lleva los cristales al criado, le dice que enseguida bajará la otra chica con los cristales que ha recogido. Silvia esperó, pero la desconocida no apareció.

¿Qué esperas?, le preguntó el criado.

Sorprendida le contestó que nada, que si quería que le llevase también los paños.

¿Es que no están en su sitio?, preguntó el criado; ¿has visto lo que había detrás de ellos.

No queriendo descubrir a la otra chica, y sospechando que vivía oculta tras los paños, Silvia dijo que no.

El abuelo ordenó al criado volver a tapar los espejos y, sospechando del nerviosismo de Silvia, ordenó también al criado que cerrase el salón con llave día y noche, para que su nieta no se viese en un espejo hasta que fuese mayor.

Una tarde, mientras dormía la siesta el criado, Silvia le cogió la llave del bolsillo de la chaqueta, y corriendo abrió la puerta y entró al salón, en el que todos los espejos estaban tapados excepto el que se encontraba enfrente de la puerta, que probablemente hubiese descubierto el viento que entraba por la ventana aún no reparada. Silvia ve a la desconocida a la que tanto añoraba; al principio se quedan mirándose, se saludan, y con los brazos abiertos, gritando de alegría, corren a abrazarse. Se produce un estrepitoso ruido, y el cristal del espejo se hace añicos, malhiriendo el rostro de Silvia y despierta al abuelo y al criado.

¿Por qué escondisteis a la niña? ¿Por qué no me dejasteis ver su hermosura?

La cara de Silvia quedó desfigurada para siempre, no obstante, el antiguo rostro de la muchacha, tan bello y atractivo, reapareció en los fragmentos de la luna rota, como si hubiese quedado impreso en su superficie.

El abuelo Crespo se dio cuenta del error cometido: “el de haber sido incapaz de ver en la juventud y la belleza de su nieta un motivo de alegría, en lugar de una incitación al pecado”.

~ ~ ~ ~ ~ ~

Bambert recordó su desdichada infancia, su pequeño cuerpo, dentro del que se encontraba un gran espíritu

De nuevo llega en el montacargas la correspondencia que le pone Blümcke, esta vez una carta que viene de Londres. El nombre del remitente era ilegible; abre el sobre y dentro ve el relato titulado “El Gabinete de las Figuras de Cera”; anota en los lugares apropiados los nombres de “Londres”, “Támesis”, “reina Victoria”, “Lord Vyron”.

El Gabinete de las Figuras de Cera.

En las orillas del Támesis un muchacho está sentado, con las piernas colgando, sin un penique para comer… Un hombre rechoncho se acerca.

-Hola, chico, ¿conoces el Gabinete de las Figuras de Cera?, le pregunta.

Y entablan una conversación que les lleva al Gabinete de las Figuras de Cera.

El hombrecillo le ofrece trabajo, consistente en mantener limpias las figuras, vestirlas y acicalarlas. El niño lo acepta, y el hombrecillo le da un anticipo de la paga para que almuerce y se compre ropa.

Comenzando con su trabajo se acerca al poeta Lord Byron para peinarle sus cabellos; luego a la reina Victoria; llega a Jack el Destripador, repasa la sangre de su cuchillo con pintura roja, y al hacerlo, ya que el cuchillo era de verdad, se corta en un dedo; levanta la vista y nota un extraño brillo en los ojos de la figura de cera…

Corrió, lleno de miedo, hacia el despacho del hombrecillo, y allí estaba sentado tras el escritorio. El chico le cuenta lo ocurrido, pero no obtiene respuesta, por lo que le toca la mano, y horrorizado comprueba que estaba fría como el hielo “¡¡¡Era la mano de una figura de cera!!! Corrió hacia la calle, pero la puerta estaba cerrada; bajó de nuevo las escaleras, y al entrar en el Gabinete vio asombrado que las figuras celebraban una gran fiesta, a la que se unió. Bebió y bailó, bailó y bebió, y agotado, quedó tendido en el suelo, perdiendo poco a poco el color hasta que se quedó pálido como la ceniza…

Al día siguiente todas las figuras volvían a ser de cera, y todas ocupaban su lugar correspondiente, si bien algo había cambiado, se había incorporado una nueva figura, las de un joven mendigo sentado en un muelle y con la mirada perdida.

El hombrecillo fue a la tienda donde el muchacho había comprado su ropa el día anterior, y dijo al dependiente si le podría devolver las prendas que el muchacho había comprado el día anterior, ya que le quedaban pequeñas.

Después el hombecillo volvió al muelle, a orillas del Támesis, y encontrando una jovencita sentada contemplando el agua, muy educadamente le dice: “¿Conoces el Gabinete de las Figuras de Cera?”

~ ~ ~ ~ ~ ~

Bambert ll ama a Blümcke y le regala los seis sobres recibidos, con sus sellos, pues éste tenía una gran colección de sellos. Blümcke le pregunta de dónde los ha sacado, que le parecen conocidos a pesar de ser tan raros y tan viejos, pues los sellos parisienses estaban timbrados en el año 1851, y Bambert le responde que claro que le suenan, pues es él quien le hace llegar la correspondencia a través del montacargas.

Al día siguiente, junto a los tres panecillos del desayuno encuentra dos nuevas cartas en el montacargas; una venía de Bosnia y la otra de Francia, de Bayona. Sin dudarlo, Bambert abre la carta de Bosnia, expedida en Sarajevo, comprobando que el relato que contenía era la historia del insólito juego.

El insólito juego.

Durante el sitio de Sarajevo, los francotiradores disparaban desde los montes que rodean la ciudad y los habitantes se refugiaban en los sótanos de los edificios. Ni siquiera tenían comida; por la noche en los sótanos, y durante el día salían a respirar aire fresco.

Una mañana un niño pequeño sale de uno de los sótanos, y en el suelo polvoriento va dibujando con un palito todo cuanto va ocurriendo, los bombardeos que destruyen sus objetivos. La abuela manda al hermano del pequeño a buscarlo y decirle que entre al refugio, pero el pequeño no hace caso, dice que está dibujando. El hermano insiste, pero el pequeño dice que tiene que acabar el juego, pues ahora dice que el siguiente obús caerá sobre la fábrica, la dibuja, y al instante así sucede. El hermano insiste en que lo van a matar, que entre, y finalmente lo consigue, y el pequeño, arrojando el palito y con lágrimas en los ojos entra dentro.

¡Estaba a punto de conseguirlo! gimoteó a la abuela.

¿Conseguir qué?, preguntó la abuela.

El pequeño le explicó que al principio jugaba a lo que estaba pasando; luego me imaginé que podría pasar otra cosa, y así sucedía de verdad; ¡quería dibujar el final de la guerra! ¡no pretendía otra cosa! Y también habría ocurrido; estuve a punto de conseguirlo…

~ ~ ~ ~ ~ ~

Bambert sintió un nudo en la garganta, y se preguntaba, ¿cuántos cuadros habrán destruido las guerras

Incluso antes de pintarlos? ¿cuántas grandes ideas latentes aún en las mentes de los niños habrán destruido? ¿desde cuándo devoran los padres a sus propios hijos? Sin ganas de abrir el otro sobre, se durmió.

A la mañana siguiente, después de desayunar, abrió la carta de Bayona, y al ver su contenido, se le escapó una sonrisa de alivio, pues aquel relato era más esperanzador que el de Sarajevo; lo tituló “las muñecas escapan a París”.

Las muñecas escapan a París.

Un fin de semana llega a las costas de Bayona una niña con sus padres, que venían de Paris para disfrutar del aire fresco del mar y descansar del ajetreo de la gran ciudad.

Paseando por la playa, los padres enfrascados en su conversación, dejaron tras sí a la pequeña, que jugaba con las conchas y caracolas de la playa. Al volver la cabeza comprueban que la pequeña ha desaparecido, y corriendo y gritando regresan al punto de partida, donde encuentran la chaqueta roja que llevaba la niña, a la que ven sentada entre la arena abstraída en uno de sus juegos.

¿Qué haces?, peguntó la madre.

Tengo que curarlas; replicó la niña.

No sabiendo de qué se trataba, al final la niña le muestra el brazo de una muñeca.

La playa estaba sembrada de muñecas desmembradas, brazos, piernas, cabezas, torsos, y una a una, luego con ayuda de los padres, la niña las fue recomponiendo.

A cualquier explicación que le daba el padre del por qué podían estar allí las muñecas, la niña rechazaba la explicación.

Cuando ya tenía recompuestas unas treinta, la niña dice que necesitan una casa, a lo que la mamá responde que eso si que no, que en casa no tienen espacio para todas ellas.

¿Qué pretendes, que vuelvan al sitio de donde han venido?, dice la niña, enfadada. ¡Mira lo que les han hecho allí!

Esa misma tarde, cuarenta y tres muñequitas desnudas y rosadas viajaron en el asiento trasero de un coche desde Bayona a París, mientras la niña sonreía de felicidad dormida en su sillita.

~ ~ ~ ~ ~ ~

Bambert se sintió orgulloso de aquella niña, a la que puso el nombre de Odile, si bien solo él sabía que se llamaba así.

Un día quizá hablara a Blümcke de todo sobre sí mismo.

Mientras, Blümcke continuaba leyendo en la tienda el relato que la señora Fingerle había recogido Edel huerto al que había ido a parar uno de los globos de Bambert. Cuando lo terminó, y después de mucho pensar respecto a Bambert, Blümcke decidió asignarle a aquel cuento un sello y un matasellos polacos.

A la mañana siguiente, Bambert encontró dos sobres en el montacargas: uno de Polonia y el otro de Hohentwiel, en Suabia (antigua región alemana). En el de Polonia Bambert escribió “río Óder” y “Slubice” en los espacios en blanco. El cuento se titulaba “Las balsas de cristal”, y narraba una huida afortunada.

Las balsas de cristal.

Una noche el río Óder oye que se acerca una extraña procesión; el ruido es semejante al que hacen los niños cuando arrastran los pies en lugar de caminar, y así fue, eran niños enjutos (muy delgados), con ropas de prisioneros, chaquetas y pantalones tan ligeros como un pijama, que caminaban desganadamente, empujados por los Ángeles Negros de la Muerte, que vestían completamente de negro, calzando botas de charol y llevando una calavera como insignia.

Solo los Ángeles Negros de la Muerte conocían el destino de aquellos niños, una fosa, una gran fosa.

Parte de los niños se desplomaba en el suelo por agotamiento, y los compañeros más fuertes les ayudaban a levantarse, pues los Ángeles Negros de la Muerte no conocían la compasión, tenían unas órdenes que cumplir y las obedecían.

A punto de llegar al destino una voz cavernosa brama: ¡Alto!; deteniéndose los niños al instante.

Mientras los Ángeles Negros de la Muerte fuman y beben, ajenos a lo que estaba sucediendo.

En las aguas del río Óder comienzan a formarse pequeñas placas de hielo, que poco a poco van espesando y se van haciendo consistentes como para soporta el peso de un niño, pero no el de un adulto.

El miedo y la desesperación empujan a los niños a subirse en aquellas balsas vacilantes, mientras la bruma va espesando.

Los Ángeles Negros de la Muerte, cuando intentan subirse a las placas de hielo, estas se resquebrajan, se rompen, como negándose a transportarlos; disparan, pero la espesa bruma no les permite ver su objetivo, y los niños se salvan de una muerte segura, llegando hasta las humildes y solitarias cabañas de los campesinos y pescadores, quienes los ayudaron a huir lejos, muy lejos, de los Ángeles Negros de la Muerte.

A la mañana siguiente, el sol derritió la nieve, y ninguno de los perseguidores pudo cruzar los puentes y caminos helados que habían utilizado los niños la noche anterior.

~ ~ ~ ~ ~ ~

Bambert sabía por qué había confiado a un río la misión de salvar a los niños, pues en aquella época, la mayoría de la gente no había proporcionado ninguna ayuda a los niños de los campos de concentración, nadie quería saber nada de ellos; tan solo unos pocos tuvieron el valor suficiente para oponer alguna resistencia, y lo pagaron con su vida.

Bamber pensaba en la gente pequeña, como él, en los niños, en los bufones, quizá preparándose para escribir el penúltimo de sus relatos, pues sabía muy bien que uno de ellos contaba la historia de un bufón.

¿Cuál de las dos historias aguardaba dentro del sobre cerrado? El remitente era Hohentwiel, Suabia; pensó que sería el cuento que escribió para homenajear a todos los bufones, salvo que la historia no hubiese encontrado un escenario donde desarrollarse. Bambert abre el sobre y no quedó decepcionado: era la historia de las medias rojas y el gabán negro.

Medias rojas, gabán negro.

Hace Algún tiempo, en la montaña de Hohentwiel, junto a la ciudad de Singen, en Suavia, vivía un conde que robaba a los campesino todo su ganado y saqueaba sus bodegas y graneros. A causa de ello, pues ni siquiera les dejaba semillas para sembrar, los campesinos, sus animales, incluso las liebres, morían de hambre. Solo los cuervos engordaban, alimentándose de los animales muertos.

El hijo de un granjero, un buen día, viendo que todos los seres vivos que había a su alrededor morían de hambre, y solo los cuervos y el conde parecían no sentirse afectados, decide averiguar lo que hacen aquellos pájaros, para que actuando como ellos poder sobrevivir.

Se pone un gabán (abrigo) negro y unas largas medias rojas, sube a un árbol, y acurrucado sobre las ramas, espía a los cuervos.

El chico ya sabía todo lo que necesitaba, por lo que bajando del árbol, se cubre la cabeza con una piel de vaca y se tumba detrás de un establo; al rato llegan los orondos (gordos) cuervos con intención de sacarle los ojos, pero el muchacho, atrapando los pájaros más gordos, los asó en un pincho, mientras los otros miraban apenados.

Al día siguiente se tapa la cabeza con la piel de un caballo y se echa en la cuneta de un camino; acuden los pájaros y el muchacho actúa como el día anterior.

Atemorizados, los cuervos deciden hablar con el chico, y tras las explicaciones de éste, los cuervos le preguntan que por qué no busca comida entre los suyos, respondiéndole el muchacho que los suyos también están hambrientos y no tienen nada para comer.

Tras hablar un buen rato, los cuervos, a condición de que les deje en paz, le llevan al chico el conde. Al rato aparece el conde montado en su caballo, y se dirige al chico, que permanece en la copa del árbol.

¿Qué haces ahí bufón?, le dice el conde.

Soy el rey de los cuervos; contestó el chico.

Apuntando con una ballesta para disparar al chico, los cuervos se abalanzan sobre el conde, dándole picotazos.

Intentando zafarse de los cuervos, el chico le ata al conde las manos a la espalda; reuniendo a las gentes del pueblo, hace al conde prometer que abrirá sus graneros y bodegas para que los campesinos puedan alimentarse, sembrar y beber.

El conde, que se sabía vigilado por los cuervos, había obedecido al muchacho, que lo desata.

Un conde siempre es un conde, le dice al muchacho; por eso te destierro a la montaña; ese será tu reino y solo allí podrás librarte de mi, y dado que reinas sobre los pájaros, ellos también serán desterrados allí; dijo el conde. Desde entonces la montaña se llama la Montaña de los Cuervos.

~ ~ ~ ~ ~ ~

Bambert se sintió satisfecho con la victoria del muchacho; guarda su relato en la carpeta titulada “Libro de los relatos perdidos de Bambert”. Ya eran diez los cuentos que habían regresado, solo faltaba uno, que aún no existía y debía escribirse solo.

Bambert cree que ha llegado el momento de revelar a Blümcke su secreto y decirle cuánto anhelaba recibir el último relato, por lo que le envía una invitación.

Blümcke se excusó con una escueta nota, pues tenía migraña (fuertes dolores de cabeza). Pasan varios días, incluso semanas, y Blümcke no mejora de su migraña, por lo que Bambert decide bajar a la tienda, y observa que el tendero habla con la señora Fingerle, a la que Bambert conocía desde que era niño.

Bambert le hace un pedido: una botella de vino, otra de coñac, y una caja de puros para cuando aceptase la invitación, pues a Blümcke le gustaba mucho fumar.

Ansioso por la espera, Bambert se asoma a la ventana, y observa una mancha pálida bajo ella, advirtiendo que aquella mancha eran restos de uno de los globos en los que envió sus relatos, era el relato no escrito. Intentando cogerlo, Bambert se precipita y cae al vacío, con el sobre que instintivamente había agarrado entre sus manos, como si el papel pudiera sostenerlo.

Blümcke oye el ruido, y corriendo a la puerta, ve a Bambert tendido en el suelo, completamente inmóvil y con un sobre en la mano, pero aún vivo.

Bambert es llevado al hospital, y Blümcke sube a su casa, viendo cómo se encuentra y deduciendo cómo habían sido los últimos días de Bambert allí. Allí ve la carpeta, los diez sobres, y recuerda cómo ayudándose de un huevo duro copiaba el dibujo de los matasellos reales para después estamparlo en las cartas de Bambert. Gracias a todas estas artimañas, Blümcke había hecho realidad los deseos y las esperanzas de su viejo amigo, Bambert.

Mientras piensa en su amigo, Blümcke recibe una llamada de la enfermera del hospital, que le explica que, al fin, Bambert había perdido su batalla contra la muerte.

Blümcke, lo único que deseaba era rendir un último homenaje a un amigo,y comienza a escribir “Al otro lado de los sueños”.

Al otro lado de los sueños.

Bambert se encuentra tendido, con los ojos abiertos; apenas puede moverse.

Se vio trepando por la ventana del desván, y cuando estaba a punto de atrapar el objeto blancuzco tras el que se afanaba, resbaló. Al precipitarse al vacío consiguió agarrar el sobre.

Unos rostros le miraban y le decían que no se moviese, que la ambulancia llegaría en seguida. Estese quieto y duerma.

No puedo moverme, ¿dónde estoy?, susurraba Bambert.

Aparece la sirvienta de la princesa de Córdoba, sus “hijos” Odile y Jean Baptiste, y el propio obispo Antoine Godeau, que dicen a Bambert que gracias a Dios vuelve a estar con ellos, al otro lado de los sueños.

De repente Bambert se da cuenta de que las imágenes del otro lado empiezan a desvanecerse poco a poco; él sabía perfectamente que este mundo, el del otro lado, estaba aquí!.

~ ~ ~ ~ ~ ~

Blümcke dejó la estilográfica encima de la mesa, leyó y releyó lo que había escrito, y guardó el último cuento en la carpeta, junto con el resto de relatos. “Por fortuna nos ha dejado su libro”, pensó.

Y apagó la luz.

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Enviado por:Nunanba
Idioma: castellano
País: España

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