Derecho


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TEORÍA DEL DERECHO II

LECCIÓN 4

A. SAN AGUSTÍN.

San Agustín nación en Tagaste, en Numidia, provincia romana de África, en el año 354, y su vida transcurrió durante la etapa más dramática de la crisis del mundo antiguo, mientras el imperio romano de Occidente se deshacía bajo el ataque de los bárbaros.

Su padre era pagano y su madre cristiana, por ello San Agustín abrazó el cristianismo tras diversas experiencias filosóficas y religiosas. Primero se adhirió al maniqueísmo. Atravesó después un período de escepticismo y posteriormente fue atraído por el neoplatonismo. Pero cuando viajó a Roma y a Milán se convirtió al cristianismo. Murió en el año 430 en Hipona.

-Polémica con Pelagio.

Pelagio, fue un monje inglés, que creó una corriente herética, pelagianismo, que afirmaba la absoluta libertad de la voluntad del hombre, el libre albedrío, la bondad de la naturaleza humana, no corrompida por el pecado, y, por consiguiente, la posibilidad de obrar bien y de alcanzar la salvación sin el concurso divino de la gracia. Dicha tesis privaba al cristianismo de todo significado, ya que si el hombre no ha sido corrompido por el pecado original, son inútiles la venida de Jesucristo y la redención, e igualmente la Iglesia. San Agustín al darse cuenta de lo peligroso que era para el cristianismo una doctrina de esta índole, reaccionó con toda su energía, sosteniendo que la humanidad es pecadora desde Adán, y que no es sino una “masa dañada”, incapaz de salvarse con sus propias fuerzas. El hombre sólo puede hacer el bien si está tocado por la gracia de Dios. Cuando Dios despierta la fe en las personas, las lleva a actuar bien. Toda la humanidad es pecadora y sólo la gracia borra los pecados. Dio una interpretación propia en la que Dios predestina la suerte de los hombres, decidiendo salvar a unos y condenar a otros. La Iglesia católica no aceptó esta interpretación.

A1. La tensión razón-voluntad en el pensamiento agustiniano.

Antes de la polémica antipelagiana San Agustín era un pleno iusnaturalista. Define la justicia como la disposición del espíritu que respetando la utilidad común atribuye a cada uno su valor. El derecho natural es una fuerza innata. La ley positiva histórica no es válida si no está de acuerdo con la ley eterna. La ley eterna es la razón suprema. La ley natural se manifiesta en el alma racional. Acepta la idea estoico-ciceroniana de la ley natural-racional. Su racionalismo excluye el voluntarismo divino puesto que la ley positiva divina se encuentra subordinada a la ley natural, y así el mal no lo es tal porque esté prohibido por Dios, sino que está prohibido por Dios por ser mal.

San Agustín no pretende distinguir razón y voluntad de Dios, ni mucho menos contraponer la una a la otra. De la razón participa el hombre, que la encuentra dentro de sí mismo. Y si la ley suprema está dictada por la razón, el hombre deviene autónomo y legislador de sí mismo. Pero si la fuente de la ley es la libre voluntad de Dios, la moralidad depende directamente del decreto divino, y el hombre no puede encontrar dentro de sí mismo su criterio, como no sea a través de la revelación, con lo que la moral se hace heterónoma. Para San Agustín razón y voluntad de Dios es la misma cosa.

Tras la polémica con Pelagio cambia su mentalidad. En efecto, el iusnaturalismo propiamente dicho, el que se conduce a la naturaleza y a la razón del hombre como fuentes de la ley de la conducta humana, es substancialmente “pelagiano”. Si el hombre posee por naturaleza, por propia virtud, la norma de obrar bien, y puede conocerla gracias a su razón, por sus propios medios, el obrar bien no depende más que de él y su naturaleza es buena, poseyendo en sí mismo los instrumentos para alcanzar su salvación.

En los escritos posteriores abundan afirmaciones voluntaristas. La justicia no consiste ya en la conformidad de la conducta con una ley natural concebida ciceronianamente como summa ratio. La justicia, ahora, es aquello que es querido por Dios. “La justicia se dice de Dios no porque por ella Dios es justo, sino porque le viene al hombre de Dios” y una acción no constituye pecado sino cuando ha sido expresamente prohibida por Dios.

La fuente de la ley de la conducta humana no es, en definitiva, la naturaleza-razón común a todos los hombres en cuanto tales, sino la fe, que opera a través del amor, que no existe por naturaleza y mucho menos por razón, sino exclusivamente por la gracia, “misericordia para con el género humano de Cristo Jesús, Señor nuestro”.

A2. Ley Eterna, Ley Natural y Ley Humana.

-Ley eterna. Razón divina o voluntad de Dios que manda conservar el orden natural y prohíbe su perturbación. El mismo Dios que creó las cosas les dio un principio regulativo, una ley, que si en los seres irracionales obra de manera necesaria, debe ser acatada libremente por el hombre, criatura racional.

-Ley natural: Se manifiesta en el alma racional. Es un conocimiento que se pone en el alma, parecido a un resplandor. Es la transcripción de la ley eterna en el alma humana. Esta ley natural no desaparece nunca del alma, pero puede ser difuminada por el pecado.

-Ley humana es la ley positiva de los hombres. La ley positiva sólo es válida en la medida que respete la ley natural, que a su vez es un aspecto de la ley eterna (condición de los cristianos para cumplir el ius gentium). Pero admitía la mutabilidad del derecho humano que se debía adaptar a las circunstancias de la vida humana pero según la ley natural. Una ley que no se somete a la voluntad divina no es justa y no es de obligado cumplimiento. Sólo es necesaria para los que no tienen fe, para los que no están tocados por la gracia.

El legislador humano no ha de considerar como misión suya el imponer todo lo que la ley eterna impone, ni tampoco prohibir todo lo que ésta prohíbe. Su finalidad esencial consiste en asegurar la paz y el orden para que los hombres puedan alcanzar convenientemente su fin temporal (inmanente, liviano e inmediato) y eterno (metafísico, trascendente: la salvación).

A3. La Civitas Dei como paradigma perfecto y arquetipo político.

De Civitate Dei” es una de sus últimas obras. Formada por 22 libros, refleja la tensión de su pensamiento entre las exigencias de la pura y auténtica religiosidad del misticismo que ve sólo en la trascendencia el verdadero valor, y, por tanto el verdadero fin del hombre, y las exigencias terrenas de sociedad cristiana organizada en un Iglesia visible, institución jurídica y sustancialmente política.

San Agustín vivió la caída del imperio romano, que durante tantos siglos había representado el Estado por antonomasia. San Agustín trata el problema del valor de la ciudad terrena, y del Estado, así como, de la sociedad terrena en general, por el contrario a lo que él llama la “Ciudad de Dios”.

Históricamente la sociedad política aparece inserta en la lucha que entre sí sostienen la Civitas Dei o Civitas coelestis y la Civitas terrena o Civitas Diavoli. Ambas son sociedades en sentido mítico: están integradas, respectivamente, por los ángeles buenos con los hombres santos de todos los tiempos, tocados por la gracia, y los hombres perversos de todos los tiempos. Son seres racionales unos y otros, unidos entre sí por dos amores de signo opuesto: el amor propio hasta el menosprecio de Dios, los segundos, y el amor de Dios hasta el desprecio propio, los primeros. Son sociedades supratemporales porque nacieron con la caída de los ángeles rebeldes y su antagonismo durará hasta el día del Juicio Final. Pero ambas ciudades tienen en todo momento una dimensión temporal y terrena. San Agustín aplica los términos ciudad de Dios y ciudad terrena indistintamente a la totalidad de ambas sociedades, o a esta dimensión temporal de las mismas: en la tierra, las dos tienen en Adán su común origen, produciéndose la separación en Abel y Caín.

Para la filosofía política es esta dimensión temporal de la ciudad de Dios y de la ciudad terrena la que importa examinar, porque en contacto con ella se desarrolla la vida de la sociedad política. La sociedad política y la ciudad terrena, consideradas en sí mismas, se diferencian claramente, como se diferencian claramente la ciudad de Dios y la Iglesia. La civitas terrena no se identifica con la sociedad política, puesto que en ésta conviven hombres justos y perversos, y la ciudad terrena permanece una, a pesar de la multiplicidad de las sociedades políticas. Tampoco cabe confundir la civitas Dei con la Iglesia, pues la pertenencia externa a la Iglesia no supone necesariamente la pertenencia a la ciudad de Dios: hay “hijos de la Iglesia ocultos entre los impíos” y “falsos cristianos dentro de la Iglesia”.

Sin embargo, San Agustín desdibuja, y por ende atenúa, con frecuencia, esta clara distinción. Por una parte, en la era cristiana la Iglesia es el núcleo esencial de la ciudad de Dios, equiparándose prácticamente a ésta en muchos pasajes. Por otra, San Agustín aplica en reiteradas ocasiones la expresión “ciudad terrena” a la sociedad política propiamente dicha.

Cierto es que, en principio, la posición de la sociedad política en la lucha entre la ciudad de Dios y la ciudad terrena es una posición neutral, en cuanto que asegura a los miembros de ambas una zona común de convivencia relativamente pacífica y relativamente justa. Pero también puede la sociedad política, en sus formas históricas concretas, ponerse al servicio de cualquiera de las dos ciudades, haciendo suyos sus fines. E incluso debe, para alcanzar la plenitud ética que el orden natural no puede darle, convertirse en sociedad política cristiana. Sin embargo, su carácter puramente temporal la expone a inclinarse hacia la ciudad terrena.

La ciudad terrena, el Estado, nace, en efecto, de la violencia, de la sangre, del delito. En los orígenes del Estado nos encontramos con el fratricidio de Rómulo, que repetía el de Caín. Para que el Estado pueda tener valor es necesario que reine en él la justicia (querer a Dios), porque si no existe esta justicia, los Estados son solamente grandes empresas criminales.

San Agustín, sin embargo, no niega valor al Estado como tal, en modo absoluto, sino sólo aquél en el que no reine la justicia. Lo que sucede es que la justicia de la que habla es a la que se refieren los escritores cristianos de los primeros siglos: condición para la perfección religiosa, que consiste en la obediencia a la voluntad divina: la verdadera justicia no se encuentra más que en el Estado del que Cristo es fundador y regidor.

El Estado sólo es legítimo si se identifica con la Ciudad de Dios. Subordina la legitimidad del Estado a la conformidad de éste con la “justicia” de la Ciudad de Dios. En la civitas terrena conviven individuos de las dos ciudades, lo ideal es que la civitas terrena se organice de acuerdo a la ley de Dios. Entonces expone: “la necesidad de un príncipe cristiano”, que gobierna con la ayuda de Dios sobre todos los hombres.

La filosofía política de San Agustín desemboca finalmente en una teoría de la guerra justa. Contra quienes pretendían fundar en las Sagradas Escrituras un pacifismo absoluto, sostiene San Agustín la licitud del servicio de las armas y de la guerra, si ésta es justa; es decir, si no tiene otro fin que deshacer una iniuira. La guerra sólo es legítima en tanto es el único medio de hacer frente a la injusticia entre los pueblos. El derecho a la guerra es así una manifestación del derecho de castigar, que corresponde a la autoridad y en este caso ejerce contra enemigos exteriores. El beligerante justo ha de tener recta intención, actuando como juez y no como ofendido.

En San Agustín, esta teoría de la guerra justa se integra en una concepción de la vida internacional fundada en la convivencia pacífica de pueblos pequeños sin otra ambición que el goce de una “concorde vecindad”.

A4. Pesimismo antropológico.

San Agustín piensa que todas las personas nacen con el pecado original y por tanto todas tienen una inclinación al pecado.

El pesimismo antropológico de San Agustín se manifiesta también en su pensamiento político y social. El pensamiento social y político de San Agustín se sitúa en la línea de Aristóteles, los estoicos y Cicerón, que fundan la sociedad en la naturaleza misma del hombre. Como en Platón, se da en San Agustín una tensión entre idea y realidad, que se manifiesta aquí de la manera más tajante, ya que el pensamiento social y político se enmarca en San Agustín en una teología de la historia cuyas magnas perspectivas nos abren los 22 libros De civitate Dei.

El pesimismo antropológico de San Agustín le impide confiar en las posibilidades de la razón del hombre. Por otra parte, la dependencia de la criatura racional respecto de Dios se configura de tal modo que el Obispo de Hipona defiende la doctrina de la predestinación.

Si hasta la polémica con Pelagio, San Agustín se había situado en una posición eminentemente racionalista o, al menos, se mantenía el equilibrio entre razón y voluntad, con posterioridad la actitud de San Agustín es decididamente voluntarista. Ello significa que la doctrina iusnaturalista pasa a un segundo plano y aun cuando no puede decirse que San Agustín reniegue de todo cuanto había escrito anteriormente, es indudable que después de la polémica con Pelagio el iusnaturalismo aparece abandonado.

B. SANTO TOMÁS DE AQUINO.

Nació alrededor del 1225 en Italia. Murió en 1274 mientras se dirigía desde Nápoles a Lyon. Fue cristiano original, tuvo una producción de obras muy extensa. La obra más importante es la Suma Teológica, que era algo así como un manual para el cristiano. Trata desde cuestiones de lógica hasta otras más simples. Consta de 3 libros.

B1. Pervivencia del intelectualismo aristotélico.

Brilla por la asimilación del pensamiento aristotélico a la fe cristiana y esta recepción tiene dos consecuencias: el triunfo del intelectualismo ante el voluntarismo y la conexión de la idea jurídica con la naturaleza humana. Todos los conceptos aristotélicos son dotados por Santo Tomás con un nuevo sentido. Sostiene que es posible armonizar razón y fe. Porque tanto la razón como la revelación nos conduce a la verdad.

La moral se basa en la autonomía ética del individuo porque el creyente debe someterse antes a la excomunión que obedecer en contra de su conciencia un mandato de la autoridad eclesiástica. Según él, y las teorías aristotélicas, todos van hacia Dios porque el fin de la humanidad es la perfección. Además, el Estado es inferior a la Iglesia, dadas las limitaciones de su fin último: el bien común.

Dios es el dogma de la filosofía. El ser humano es capaz de racionar pero debe saber que Dios existe. Hay un saber en el hombre que trata sobre el fin último del hombre, que sería conseguir la unión con Dios. El hombre por sí mismo con sólo el uso de la razón, sin Dios, es incapaz de conocerlo todo, por eso se nos dieron las Sagradas Escrituras. Lo que se conoce no se cree y lo que se cree no se conoce.

Santo Tomás tiene 5 vías para demostrar la existencia de Dios: la vía del motor inmóvil, la vía de las causas eficientes, la vía de los seres contingentes, la vía de los grados de perfección y la vía del orden en el mundo.

B2. Ley Eterna, Ley Natural y Ley Humana.

Para Santo Tomás, “la ley es una regla y medida de las acciones según la cual uno es inducido a obrar o a abstenerse de obrar”. La razón es regla y medida de las acciones humanas, por ello la ley es “algo que pertenece a la razón”. Más concretamente la ley “es el dictamen de la razón práctica del soberano que gobierna una comunidad perfecta”. La ley tiene como fin el bien común, al que siempre debe estar ordenada, siendo por ello su definición más exacta “una ordenación de la razón dirigida al bien común, promulgada por aquel que tiene el gobierno de la comunidad”.

Entre las leyes que distingue se encuentran:

-Ley Eterna: Es la razón misma de Dios, en cuanto recta razón del universo. La razón divina se configura como ley, norma de funcionamiento del universo, y es una ley que lleva todas las cosas a su fin (Dios). Esta ley sólo es conocida por Dios y los santos, aunque toda criatura racional puede conocerla mediante la irradiación. Toda criatura está sujeta a ella, pero los hombres participan más de ella mediante la ley Natural, a través del raciocinio. Los seres irracionales se sujetan a la ley Eterna a través de un principio inmanente, inconsciente, pasivo y necesario (instintos).

-Ley Natural: Más que una copia imperfecta de la Ley Eterna, es una parte de ella que se irradia en la razón humana. Esta ley es inmutable y universal en cuantos a sus primeros principios, siendo el precepto esencial el de deber de hacer el bien y evitar el mal. La ley Natural está grabada en el corazón y la voluntad de todos los hombres, y nunca desaparece del alma, aunque el hombre puede menospreciarla. Los principios secundarios sí pueden desaparecer debido a razones de tipo intelectual y por la acción de las costumbres y las pasiones.

La ley natural, al igual que las positivas, guían a hombre a la consecución de sus fines terrenos. Pero el hombre no tiene solamente unos fines terrenales, sino que tiene también un fin sobrenatural, que es la felicidad eterna, y para conducirlo a este fin es necesaria también una ley sobrenatural, revelada directamente por Dios. Es la ley que Santo Tomás llama lex divina. Dicha ley positiva de Dios aparte de conducir y guiar al hombre a fin de que alcance la felicidad eterna, supera las incertidumbres e imperfecciones de las leyes humanas.

-Ley Humana: Se identifica con el Derecho positivo establecido por el hombre. La Ley Humana deriva de la Ley Natural de dos formas: por deducción de los principios o por especificación de normas más generales. Introduce el principio de la coacción. Para que la ley humana sea válida debe derivar de la ley Natural, ya que la ley humana no puede existir por sí misma. Si la ley humana es injusta, según Santo Tomas podía ser desobedecida, ya que no era concorde a la ley Natural.

B3. Razón y voluntad, rectificación a San Agustín.

En relación con la ley y el derecho, Santo Tomás es esencialmente racionalista. La ley natural fuente de la ley humana, es la razón por la cual el hombre distingue el bien del mal, y le guía y regula sus acciones. Esta razón es parte de la ley eterna, pero que el hombre la encuentra en sí mismo, en su propia naturaleza. Y la misma ley eterna a la que ella se reconduce es también racionalidad, no voluntad arbitraria de Dios, ya que en Dios coinciden voluntad y razón, por tanto Dios no puede querer sino lo que es racional. La ley natural no es más que una parte de la ley eterna, pero en aquello en lo que la primera participa de la segunda, ambas son iguales.

Aunque Santo Tomás distingue entre ley divina revelada y ley natural, atribuye a ésta última su propia independencia y legitimidad por estar establecida por la razón.

Toda la obra de Santo Tomás versa sobre la relación fe-razón. Existe oposición entre Santo Tomás y San Agustín. Santo Tomás es iusnaturalista de carácter racionalista. Según él lo racional no está en contraposición con lo religioso. La razón sirve para saber cuales son los presupuestos de la fe, mediante un sistema: la lógica, que tiene como presupuesto la existencia de Dios.

B4. Teología jurídica, el Decálogo.

De la filosofía tomista, puede sintetizarse que la razón práctica del hombre, puede descubrir progresivamente los contenidos de la ley natural, a medida que cada momento histórico-cultural va posibilitando el ejercicio racional: ahora bien, Santo Tomás señala la existencia de un fin sobrenatural para el hombre, el de su salvación eterna, para cuya conquista no le basta la razón natural, sino que necesita del concurso directo de Dios. La ley divina, revelada a través de los textos bíblicos, constituye aquellos preceptos necesarios para el hombre en relación a dicho fin sobrenatural.

Esta ley divino-positivada, supera y beneficia las posibles deficiencias de las leyes humanas, quedando justificadas.

Para Santo Tomás todos los preceptos del Decálogo pertenecen a la ley Natural. Dios ha pensado que nos los tiene que revelar y son esos 10. Cumplir con el decálogo equivaldría a la fórmula aristotélica de “dar a cada uno lo suyo”. Si lo sigues llegas al fin: unirse a Dios. Si te separas del Decálogo no llegarás al Estado de Gracia.

B5. El obrar humano y la conciencia.

La Ley Natural se muestra a través de la sindéresis (capacidad de entender el Derecho Natural). Su contenido se deduce como principio regulador de nuestros actos. La voluntad sigue al bien que le muestra el intelecto, así los errores se deben a un defecto del entendimiento. Pero las cosas son buenas o malas por los efectos que produzcan; que el hombre conoce por la prudencia, capacidad de aprendizaje mediante la experiencia, que a su vez crea conciencia. Es muy importante la conciencia, se admite un mal por error o inconsciencia pero, si el hombre en conciencia hace el mal es malo.

La sindéresis es la capacidad de discernir entre el bien y el mal, capacidad natural innata y siempre infalible. La conciencia es la aplicación de la sindéresis al caso concreto, es falible, sujeta a error.

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Enviado por:El Angel Caido
Idioma: castellano
País: España

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