Historia


Demografía y urbanización


Lectura 3. Demografía y urbanización

1. El crecimiento demográfico y los movimientos migratorios.

A. La expansión demográfica

El aumento de la población mundial fue un fenómeno de larga duración que abarcó todo el siglo XIX, si bien claramente inferior a la que será la explosión demográfica de la segunda mitad del siglo XX. Aunque los datos de la etapa preestadística deben ser valorados con recelo, se puede situar el inicio del crecimiento demográfico en la segunda mitad del siglo XVIII. Entre 1750 y 1800 la población mundial pasó de unos 700 a unos 900 millones de habitantes. El nuevo impulso del siglo XIX, más uniforme y estadísticamente más riguroso, elevó la población mundial a 1.200 millones en 1850, 1.350 en 1870 y 1.600 en 1900.

Este incremento de la población tuvo lugar sobre todo en el mundo occidental, frente al protagonismo alcanzado por los países del llamado Tercer Mundo en la multiplicación de la población del planeta realizada después de la 2ª G.M. La inferior tasa de crecimiento de Asia y África tuvo su contrapunto en el crecimiento acelerado de Europa y de los espacios geográficos transoceánicos de colonización europea o receptores de emigrantes. Europa tuvo, pues, en el siglo XIX su época demográfica dorada, al ser la región del planeta pionera en llevar a cabo una verdadera transición demográfica.

Entre 1800 y 1900 la población africana pasó de 90 a 120 millones y la asiática de 597 a 915 millones. Sin embargo, durante la segunda mitad del siglo XIX el peso específico de la población europea en el contexto mundial aumentó. Los efectivos demográficos existentes en el continente europeo a principios del siglo XIX estaban próximos a los 200 millones de habitantes, lo que suponía un 20% del total mundial. En 1850 Europa, incluido el Imperio zarista, albergaba una población aproximada de 270 millones de habitan­tes, el 23% del total mundial. En 1870, 330 millones de europeos representaban un 25% de la población del planeta. En 1900 Europa había traspasado el umbral de los 400 millones, o sea, el 26% del total mundial. Estas cifras son meramente indicativas de una tendencia, dada la insuficiencia de las fuentes estadísticas para el siglo XIX, sobre todo para el mundo extraeuropeo.

En términos porcentuales, el peso demográfico europeo había ganado posiciones, correspondiendo el mayor incremento al periodo posterior a 1850, cuando el continente experimenta una pequeña explosión demográfica. El ritmo más acelerado se dio entre 1850 y 1880, para mitigar su crecimiento hasta 1914, en consonancia con el aumento migratorio hacia los países nuevos. La geografía de este aumento de la población no es, sin embargo, uniforme. Resulta especialmente débil en países como Francia (que pasa de 28,2 a 40,7 millones en el siglo), moderado en la Europa mediterránea (Italia y España casi duplican sus efectivos) y mucho más elevado en la Europa del norte, en la que algunos países, como Dinamarca o Gran Bretaña, triplican su población (ésta supera los 40 millones). Teniendo en cuenta la elevada emigración de Europa a América (alrededor de 30 millones de personas entre 1870 y 1914), resulta evidente el dinamismo demográfico europeo que acompaña a su proceso de industrialización, exportándolo incluso a la otra orilla del Atlántico.

Pero además de estos aspectos cuantitativos conviene conocer algunos de los rasgos cualitativos de la demografía europea para explicar mejor la evolución indicada.

a. El tránsito hacia un ciclo demográfico moderno.

El primero de ellos es que la población europea experimenta ahora el tránsito hacia un ciclo demográfico moderno, acometido ya desde mediados del siglo XVIII y consolidado en la primera mitad del siglo XIX. La población en las épocas preindustriales tendía a mantenerse estable, pese a las altas tasas de natalidad, por efecto de las crisis de subsistencia, hambrunas y epidemias, que provocaban mortalidades catastróficas, una elevada mortalidad infantil (en algunas épocas, la mitad de los nacidos morían antes de cumplir un año) y una corta esperanza de vida. Este era el comportamiento más frecuente, casi natural, de la mayor parte de las poblaciones del planeta en la época preindustrial. La ruptura de esta situación se produce por primera vez en la historia en Europa y ello le concedió a este continente una notable ventaja en su tránsito hacia la modernidad.

La transición al sistema demográfico moderno se basa en dos supuestos: el mantenimiento, durante algunas décadas, de una elevada tasa de natalidad (superior al 40‰) y la reducción drástica de las tasas de mortalidad. En las primeras fases, se reduce la de carácter catastrófica y, más tarde, la infantil. Esto fue lo que sucedió en Europa desde fines del siglo XVIII, con algunas diferencias espaciales. El aspecto más llamativo fue el notable descen­so de la mortalidad de los niños de menos de un año, hecho que se hizo inconfundible en las décadas inme­diatamente anterio­res a 1914. Por ejemplo, en Dinamarca bajó del 1400/00 en la década de 1870 al 960/00 en 1909-1913 y en Holanda las cifras eran de casi 200 y poco más de 100 respectivamen­te. El hecho de engendr­ar menos hijos, relacio­nado con el incre­mento de la supervivencia infantil, consti­tuyó, sin duda, un cambio impor­tante en la vida de la mujer.

El descenso de la mortalidad, que tuvo lugar en la segunda mitad del siglo XVIII, se relaciona con varios fenómenos concurrentes: una mejor alimentación, fruto de las primeras fases de la revolución agrícola y de la introducción de nuevos cultivos (maíz y patata), que permite suprimir el azote del hambre, salvo casos aislados como el de Irlanda en 1846; y, de forma paralela, avances en el campo de la medicina, con el descubrimiento de vacunas como la efectuada por Jenner contra la viruela en 1796. Estos avances actuaron como medidas preventivas de enfermedades endémicas a la vez que fomentaron algunos procedimientos terapéuticos de mayor asepsia (esterilización, desinfección, etc.). Al propio tiempo, surgen avances en el campo de la higiene gracias al creciente grado de urbanización, la mayor facilidad para los transportes y un mejor cuidado del cuerpo, así como la extensión de sistemas hospitalarios sustitutivos de las viejas “casas de misericordia”. En todo caso, estos avances fueron lentos y poco significativos hasta finales del siglo XIX, cuando comienzan a emplearse medidas de mayor asepsia en las intervenciones quirúrgicas y en el combate de enfermedades endémicas. Los descubrimientos de Pasteur, Roux y Koch no comenzaron a surtir efectos hasta ya bien entrado el siglo XX. De todas formas la ruptura del régimen demográfico antiguo no fue unifor­me en toda Europa. Conforme nos alejamos de los círculos de la riqueza del occidente europeo los azotes endémicos son más persistentes: tuberculosis, tifus, viruela o cólera y las crisis de subsistencia. En España, por ejemplo, la última epidemia de cólera se produjo en 1885. En suma, la caída de las tasas de mortalidad tardó en acelerarse.

El descenso de la mortalidad tardó algún tiempo en ser seguido por el de natalidad. De hecho, la natalidad europea descendió muy lentamente hasta 1875, manteniéndose todavía en tasas elevadas (en torno al 40‰) en las regiones orientales, siendo particularmente baja sólo en países como Francia. La importante caída de la natali­dad que se produjo en el mundo desarrollado a partir de esta fecha era un fenómeno totalmente nuevo en la historia. La combinación de ambas variables es lo que permitió el gran incremento demográfico europeo del siglo XIX, así como la modificación cualitativa de la estructura de la población: mayor esperanza de vida y tendencia al envejecimiento.

El descenso de la natalidad puede conseguirse de tres maneras: retrasando la edad del matrimonio para la mujer, incrementando el número de solteras (siempre que no aumenten los naci­mientos ilegítimos) o mediante alguna forma de control de natalidad (en el siglo XIX éste consistía en la abstinencia sexual o en el coitus interrup­tus). El peculiar sistema matrimonial prevale­ciente durante varios siglos en Europa occidental había recu­rrido a todos estos procedimien­tos, espe­cialmente a los dos prime­ros. En efecto, a diferen­cia de los países no occidentales, en la época preindustrial las mujeres occidenta­les tendían a casarse tarde (al final de la veinte­na) y el porcenta­je de solteras era elevado. No obstante, en el siglo XIX y a pesar de la tendencia general a casarse una proporción mayor de mujeres y a una edad más joven, la natali­dad disminuyó, lo cual indica que se extendió un deliberado control de natalidad. Los apasiona­dos debates sobre el tema, abordado con más libertad en unos países que en otros, impor­tan menos que las decisiones que de forma generali­zada y silen­ciosa tomaron una gran mayoría de las parejas de limitar el tamaño de sus fami­lias.

Tales decisiones formaban parte de la estrategia necesaria para manten­er y ampliar los recursos de la familia, consistente, dado que la mayor parte de la población era rural, en asegur­ar la trans­misión de la tierra de una generación a la siguiente. Los dos ejemplos más notables de control de la descendencia familiar en el siglo XIX, Francia e Irlanda, fueron, en realidad, fruto­ de la decisión campesina de impedir la dispersión de las propie­dades familiares reduciendo el número de herederos con derecho a compartir­las.

En las ciudades las nuevas formas de control de la natalidad se vieron impulsadas por el deseo de mejorar el nivel de vida, sobre todo en el seno de la abundante clase media baja, cuyos miembros no podían abordar los gastos de una prole numerosa y el acceso a un mayor abanico de bienes y servicios de consu­mo. Otro estímulo fue el hecho de que los niños empeza­ron a constituir una carga más pesada para los padres, en la medida en que se prolongó el período de escolariza­ción. ­­Además, la prohibi­ción del trabajo infantil y la urbaniza­ción redujeron o eliminaron el modesto valor económico que los niños tenían para los padres.

Al mismo tiempo, el control de natalidad implicaba importantes cambios cultu­rales, tanto respecto a los hijos como acerca de lo que la gente espera­ba de la vida. Si se pretendía que los hijos tuvie­ran mejor suerte que sus padres (lo que para la mayoría de la gente en la época prein­dus­trial no había sido posible ni deseable), había que darles mejores oportunidades y la reducción del tamaño de la familia posibilitaba dedicar más tiempo, cuidado y recursos a cada uno de los hijos. Por otra parte, esa misma posibilidad de cambio y mejora social y profesional de una generación a la siguiente también podía enseñarles a los hombres y a las mujeres que ­sus vidas no tenían por qué ser una réplica exacta de las de sus padres.

b. El predominio de la familia “nuclear”.

Un segundo rasgo importante es la consolidación de un modelo fa­miliar europeo, que constitu­ye una característica diferencial de la Europa que protagoniza el pro­ceso de industrialización más dinámico. Este modelo consiste en el predominio de la familia “nuclear”, compuesta únicamente por los pa­dres con sus hijos, que sustituye a la familia “extensa”, en la que varios matrimonios pueden convivir bajo el mismo techo. Y consiste, en se­gundo lugar, en que la llegada de los jóvenes al matrimonio se produce en edad tardía, en torno a los 25-30 años, casi un lustro más tarde que en las regiones asiáticas o americanas. Esto supone un control indirecto de la fecundidad, lo que se refuerza además con la existencia de una alta proporción de personas célibes. El mayor arrai­go de este modelo familiar se encuentra al occidente de una línea que va desde Trieste hasta el Báltico, casi coincidente con la división de la Europa agraria occidental y oriental a partir del río Elba.

Las consecuencias que esta estructura familiar tuvo en la configu­ración de una sociedad industrial son muy profundas y son todavía per­ceptibles en la actualidad. Entre ellas, cabe destacar en especial la exis­tencia de una gran reserva de fuerza de trabajo, incluida la femenina, dispuesta a la movilidad, la especialización y la ocupación en el trabajo artesanal e industrial. En la estructura ocupacional de la población, la de Europa occidental destaca claramente por su alta tasa de ocupación en el sector secundario, frente a la precoz terciarización de países “jó­venes”, como EEUU, Canadá o Australia. Aparte de haber sido la cuna de la revolución industrial, este rasgo demográfico europeo ha sido considerado como una de las explicaciones estructurales del enor­me peso que ha tenido hasta la década de 1970 la población ocupada en el sector secundario.

B. Los movimientos migratorios.

La movilidad espacial de la población fue otra de las grandes variables demográficas, sobre todo en la segunda mitad del siglo XIX. La abolición del régimen señorial, la superpobla­ción agraria, la revolución de los transportes y las expectativas de una vida mejor en otro lugar, ligado esto último al discurso liberal, uno de cuyos puntales fue precisamente la posibilidad de ascenso social, animaron a millones de campesinos a mudar su residencia habitual, bien en dirección a las ciudades (que se transformarían radicalmente desde mediados del siglo XIX) o como integrantes de la oleada migratoria transoceánica.

a. Éxodo rural y desagrarización.

La industrialización provocó un importante desplazamiento de la población desde las actividades agrícolas hacia las del sector manufacturero, siendo este proceso especialmente intenso en los paí­ses europeos occidentales. Hacia 1911, en Inglaterra sólo el 11% de la población activa se ocupaba en la agricultura, siendo también notablemente bajo el porcentaje en Bélgica y Holanda (en torno al 25%); pero incluso en países como Alemania o Francia, los activos agrarios eran ya inferiores a la suma de los sectores secundario y terciario (36 y 41%, respectivamente). Además, tuvo lugar el abandono definitivo de los campos europeos por parte de millones de campesinos en dirección a los países americanos o a las concentraciones urbanas europeas, que experimentan desde fines del siglo XIX una nueva fase expansiva. Este abandono del campo fue, sin embargo, un proceso lento y gradual, más intenso en la Europa nórdica que en la mediterránea (España e Italia aún tienen a principios del siglo XX una alta tasa de activos agrarios, 65 y 55% respectivamente). Aunque la población rural comenzó a descender en términos relativos, la desagrarización masiva no se produce hasta el siglo XX.

Conviene señalar, no obstante, la tendencia hacia una progresiva terciarización de la estructura ocupacional de la población. Esto es fruto no sólo de la urbanización, sino también del crecimiento de las tareas administrativas, de los comienzos de una sociedad de consumo de masas y de la incipiente incorporación de la mujer al mercado labo­ral: una cuarta parte de la población femenina europea trabajaba fuera de casa hacia 1914. La terciarización es más intensa en los países de las “nuevas Europas” que en Europa propiamente dicha. En EEUU, Canadá o Argentina, el predominio del sec­tor terciario sobre el primario o secundario se produce hacia 1900, de modo que el tránsito de una sociedad agraria a una de servicios fue casi directo. En los países europeos y en Japón, en cambio, el peso del sector industrial supuso que hasta la década de 1970 éste no fuese todavía superado por el de servicios.

b. Las grandes migraciones intercontinentales.

Durante el siglo XIX, la población mundial se ve sujeta a desplaza­mientos hasta entonces nunca vistos. Se producen grandes corrientes migratorias intercontinentales, desde Europa hacia América, desde Rusia hacia Siberia y desde China hacia el sureste asiático. En el interior de Europa hubo importantes olas migratorias en diferentes direcciones. En general, de los campos a las ciudades. De algunas regiones atrasadas hacia las industrializadas, como es el caso de irlandeses hacia Inglaterra, de mediterráneos (sobre todo, italianos) hacia Francia o de polacos hacia Alemania. Fuera de Europa, es importante el desplazamiento de asiáticos hacia los países de la costa del Pacífico, así como la instalación forzosa en el continente americano de millones de negros, fruto del comercio esclavista de procedencia africana.

La gran epopeya migratoria es la constituida por la emigración transoceánica europea hacia las “nuevas Europas”, especialmen­te EEUU. La obsesión de millones de europeos por alcanzar un nuevo Eldorado está reflejada en el film autobiográfico de Elia Kazan América, América, en el que se narra la peripecia de un joven griego en su ansia por salir de Turquía y superar los trámites inmigratorios establecidos en Ellis Island, a las puertas de Nueva York.

La vitalidad demográfica europea no sólo permitió duplicar su po­blación, sino que desplazó a otros continentes más de 50 millo­nes de habitantes entre 1815 y 1930. El dominio europeo del mundo se expresa a través de esta capacidad para repoblar nuevos territorios. Esta intensidad migratoria, débil hasta 1850, adquiere ca­rácter masivo a partir de 1880, para alcanzar su cenit en los años ante­riores a la 1ª G.M. La cifra de 300.000 emigrantes europeos que abandonaban cada año Europa hasta 1870, se incrementó un 20% hasta 1905, para superar inmediatamente después el millón anual (2 millones en 1910). Es el mayor trasvase de población en toda la historia de la humanidad. El abaratamiento de los transportes marítimos y el apoyo de los gobiernos, tanto de salida como de acogida, explica este enorme flujo migratorio; pero también lo explican las crisis agrarias (el hambre irlandesa de 1845-1848) y las miserables condiciones de vida de millones de campe­sinos europeos.

El coste de la travesía oceánica no constituía una dificultad insuperable, aunque las condiciones en que se hacía, especialmente en la década de 1850, eran francamente horribles, cuando no mortíferas. Los precios eran bajos, no sólo porque se pensaba que los pasajeros de 3" clase no requerían ni merecían mayores comodidades que las que se daban al ganado, sino también por razones económicas: los emigrantes eran una carga útil. Para la mayoría de los emigrantes el trayecto hasta el puerto de embarque (El Havre, Bremen, Hamburgo o, sobre todo, Liverpool) era probablemente más caro que el de la travesía oceánica.

Las sumas requeridas podían ser ahorradas con facilidad y enviadas desde América o Australia por los emigrantes a sus parientes. De hecho, formaban parte de la enorme suma que se enviaba desde el extranjero, ya que los emigrantes fueron muy ahorradores. Sí no existía la ayuda de los parientes, había gran número de intermediarios que llevaban a cabo este servicio por intereses económicos. Allí donde hay una gran demanda de fuerza de trabajo, por un lado, y una población que ignora las condiciones existentes en el país receptor, por otro, y además existe una gran distancia entre ambos, el intermediario o contratista prospera. Éstos obtenían sus beneficios acumulando ganado humano en las bodegas de los barcos de las compañías navieras (que estaban ansiosas por llenarlas) para enviarlo a las autoridades y a las compañías ferroviarias interesadas en poblar sus desolados territorios, a los propietarios de minas y fundiciones que necesitasen brazos para hacer duros trabajos. Éstos pagaban al intermediario que, a la vez, recibía las pequeñas sumas de hombres y mujeres desvalidos. En general, nadie controlaba a estos empresarios de la emigración; era del dominio público que detrás de ellos había personas influyentes. La burguesía de mediados del siglo XIX todavía creía que su continente estaba excesivamente poblado de pobres. Las sociedades benéficas e incluso los sindicatos estaban de acuerdo en subvencionar la emigración de sus miembros como el único medio posible de luchar contra la pobreza, el paro y los bajos salarios.

La procedencia de los emigrantes no fue uniforme, registrándose un desplazamiento de su origen desde el norte hacia el sur. La emi­gración europea de origen británico y escandinavo era la predomi­nante hasta 1870, siendo a partir de entonces mayor la proce­dente de Europa central y oriental (alemanes, eslavos), hasta que desde 1890 y en las primeras décadas del siglo XX son los emigrantes mediterráneos (Italia, España, Portugal, Grecia y Turquía) los que ocupan los trasatlánticos. Los lugares de destino eran las zonas de nuevo poblamiento, las “nuevas Europas”, tierras de promisión donde, así se creía, podría redimirse un pasado de opresión e injusticia: EEUU (32,6 mi­llones de europeos, a los que habría que sumar otros 4,7 millones procedentes de América del sur), Canadá, Australia, Nueva Zelanda, Brasil (4,3 millones), Argentina (6,4) y, para los rusos, Siberia. En general, tierras de clima templado, similar al europeo, en el que se asentaron con gran rapidez hombres, plantas y animales, en un proceso que Alfred Crosby ha definido como un ejemplo de “imperialis­mo ecológico”.

Esta transferencia de población tuvo enormes consecuencias. Al poner en explotación nuevas tierras, abrió nuevos mercados, propició el flujo de capitales y favoreció el desarrollo de una economía de carácter mundial. Para algunos historiadores, que hacen depender el imperialismo del papel jugado por la población blanca instalada en las colonias, esta emigración europea sería una fuerza decisiva en la construcción de los imperios coloniales. Al propio tiempo, permitió el tránsito de las sociedades rurales europeas hacia la urbanización y la industrialización. Una de las caras del dominio europeo del mundo es, justamente, esta capacidad de poblar amplios territorios en un periodo histórico de gran expansión económica dentro del continente. No es casual que fuera la cuna de la industrialización, Gran Bretaña, el país que mayores contingentes migratorios aportara a este enorme trasvase demográfico.

2. El “ensanche” de las ciudades.

A. El proceso de urbanización.

El desplazamiento de la población rural hacia las ciudades es una consecuencia de las reformas agrarias, de la mejora de las vías de co­municación y de la ampliación de los establecimientos industriales que, por lo general, tendieron a ubicarse en las ciudades. Tuvo lugar así un importante éxodo rural que, al menos en términos relativos, provocó un descenso notable de la población activa en el sector agrario, en beneficio del industrial y de los servicios. Es indudable, por tanto, el crecimiento que experimentaron las ciudades europeas y america­nas durante todo el siglo XIX. Según observa el historiador Jan de Vries, el número de ciudades europeas con más de diez mil habitantes pasó de 364 en 1800 a más de 1.700 en 1890. En EEUU, de 33 ciudades en 1800 se pasa a 2.262 en 1910. Gracias al notable incremento demográfico y a pesar de la emigración masiva, la población urbana europea pasó del diez por ciento al treinta por ciento durante el siglo XIX. Sin embargo, la tasa más rápida de urbanización tuvo lugar en EEUU, donde el porcentaje de población urbana pasó de niveles insignificantes en 1800 (apenas un 8%) a más del 40% en 1910.

La urbanización no fue un proceso homogéneo. En la Europa nor­occidental, la tasa de urbanización alcanzaba a fines de siglo un 43% de la población, mientras que en la oriental se mante­nía en torno al 18%. Las divergencias entre países eran también importantes. Inglaterra podía considerarse ya un territorio urbanizado en la segunda mitad del siglo XIX (62% de población urbana en 1890) y con una población industrial que superaba a la ocupada en la agricultura desde 1851; en cambio, tan sólo Bélgica, Francia y Alemania se situaban entre un cuarto y un tercio de la población urbanizada en 1890. Hay una evidente correlación entre industrialización y urbani­zación. Una de las razones es la ubicación de los centros fabriles en las propias ciudades. Algunos núcleos urbanos situados en regiones muy industrializadas, como Essen o Düsseldorf en la Renania alemana, Manchester, Liverpool o Leeds en Inglaterra, o Pittsburgh o Detroit en EEUU crecieron como hongos, desde pocos millares de habitantes a principios de siglo hasta cientos de miles a fines de la centuria.

Pero la ciudad del XIX no fue sólo un centro fabril. Algunos núcleos urbanos crecieron por ser grandes puertos o nudos ferroviarios, alojar guarniciones militares o haberse convertido en centros de ocio y turismo. Además, fue muy importante la concentración administrativa que lograron las capitales de los principales Estados. Londres, Berlín o Viena se convirtieron en grandes centros industriales y residenciales. Londres, que ya tenía 2,6 millones en 1850, alcanza los 7,2 millones en 1910, mientras que Berlín o Viena pasan de menos de 250.000 a principios del siglo XIX a superar los dos millones en 1914. París, por su parte, quintuplicó su población durante el siglo. Y si cruzamos el Atlántico, observamos que los crecimientos de las ciudades son todavía más espectaculares, desde Nueva York hasta las ciudades asentadas en torno a los Grandes Lagos, como Chicago o Cleveland, con tasas de crecimiento anual del 5% durante toda la segunda mitad del siglo XIX.

B. El modelo burgués de crecimiento urbano.

En el siglo XIX las ciudades no sólo crecen notablemente en población y superficie, sino que sufren importantes transformaciones en su estructura. El desarrollo y la estructura de la ciudad son definidos por la burguesía en el poder, cuyos intereses económicos, valores sociales y, en definitiva, objetivos de clase, están implícitos en los cambios urbanos.

Un rasgo fundamental de la ciudad del siglo XIX es la nítida segregación entre burguesía y proletariado, esto es, su carácter de ciudad dual. La revolución liberal permitió la transferencia de grandes propiedades eclesiásticas a manos privadas, convirtiéndose el suelo urbano en una mercancía que es fuente de plusvalía. El crecimiento constante de la población y la superficie urbana, permitió enriquecerse rápidamente a terratenientes, empresarios y especuladores con el aumento del precio de los solares y la renta de la vivienda. La ausencia de controles públicos sobre la libre iniciativa privada, característica del estado liberal, facilitó el delirio especulativo y la realización de fabulosos negocios. Se especula también con la vivienda obrera, tratando de obtener plusvalía de los exiguos salarios con construcciones de muy baja calidad en áreas de poco valor, carentes de infraestructuras.

Surgen dos tipos básicos de vivienda: las individuales adosadas en hileras paralelas a lo largo de calles y patios interiores, típica de Inglaterra, y la vivienda en bloques de varias plantas, que se desarrolla en Europa en la segunda mitad del siglo XIX. Engels describe las características del primer tipo: “Casi siempre se trata de edificios de una o dos plantas, de ladrillo, alineados en largas filas, si es posible con sótanos habitados y por lo general construidos irregularmente. Estas pequeñas casas de tres o cuatro piezas y una cocina se llaman cottages y constituyen comúnmente en toda Inglaterra, salvo en algunos barrios de Londres, la vivienda de la clase obrera”. El otro tipo de vivienda proletaria, el bloque de varias p1antas, surge con los planes de desarrollo urbano y coincide con grandes operaciones especulativas y el intento de mantener ciertos esquemas homogéneos que abarquen tanto la ciudad burguesa como la proletaria. Berlín se convierte en un ejemplo tras las ordenanzas de 1853 que permiten la construcción de las casas-cuartel. Se trata de bloques compactos y homogéneos, construidos sobre la trama urbana regular, con apartamentos mínimos, condiciones sanitarias precarias y reducidos patios interiores, que permiten una densidad de ocupación del suelo entre 1.200 y 1.700 hab./Ha, la más alta de Europa. Frente a este progresivo deterioro urbano se levantan, dentro de la misma burguesía, voces que exigen el control público sobre los barrios obreros y sus condiciones sanitarias.

El hacinamiento y la falta de salubridad de los barrios obreros, unido a la escasa alimentación y al agotamiento físico por el prolongado trabajo, produce epidemias cíclicas (el cólera en las décadas de 1830 y de 1850) que también afectan a la burguesía. Por ello, políticos y reformadores sociales intentan establecer unas normas mínimas que eviten las consecuencias negativas ocasionadas por la cercanía de los asentamientos proletarios.

En Inglaterra, en 1838, se realiza la primera encuesta sobre la salubridad de los barrios pobres de Londres. Sus conclusiones conducen en 1847 a la Ley de Salud Pública, y a la creación del Consejo General de Sa1ud, que controla y dirige las intervenciones públicas sobre: sistema de cloacas, limpieza urbana, control de la higiene en los nuevos barrios, ubicación de los mataderos, normas mínimas de las viviendas de alquiler, pavimentación de calles, jardines públicos, abastecimiento de agua y cementerios. Forman el primer conjunto de normas técnicas aplicado a la red urbana. Pero, a pesar de la creación de la Comisión Real para la Vivienda y la Sa1ud en 1844, la Sociedad para la mejora de la vivienda de 1as clases trabajadoras en 1845 y los modelos de vivienda obrera presentados por el príncipe Alberto en la Exposición Universal de 1851, sus efectos en la construcción y mejora de viviendas obreras son mínimos, debido a que tales normas son aplicadas por la iniciativa privada.

A partir de mediados del XIX comenzó un proceso de transformación de los centros urbanos, naciendo una cultura propiamente urbana y una cierta ordenación de su expansión. La planificación, que fue mucho más frecuente y racional en América (caso de Filadelfia, Washington o Nueva York), tampoco fue desconocida en Europa. Estas transformaciones se llevan a cabo en distintos niveles y afectan de modo diferente a las ciudades europeas. Las reformas más importantes se realizan al iniciarse la segunda mitad del siglo, aunque en algunos países son más tardías. Éstas son sus líneas principales:

a) mejora de los servicios urbanos: supresión de los enterramientos en el interior de las ciudades y construcción de cementerios en las afueras, traída de aguas y alcantarillado, mejora de la limpieza de las calles, construcción de plazas y jardines, empedrado de las calles, construcción de mataderos, institucionalización de la beneficencia pública, etc.

b) remodelación de la antigua trama viaria: se abren nuevas calles, más amplias y de trazado regular. Se trataba de descongestionar el casco antiguo, adaptar la trama a las nuevas exigencias de las comunicaciones, creando vías rápidas para enlazar las distintas partes de la ciudad con la estación de ferrocarril, el puerto o los centros económicos. También se pretendía crear un marco digno para la vivienda burguesa y la actividad comercial.

c) planeamiento y ensanche. Todos los espacios no construidos en el interior fueron ocupados, pero las antiguas murallas (de la edad moderna e incluso medievales) constituían un cinturón que impedía el crecimiento. Se hizo necesaria su demolición para crear nuevas calles e impulsar la expansión. A partir de 1850 la ampliación de la ciudad se convierte en una verdadera necesidad y se elaboran proyectos de ensanche, normalmente concebidos como áreas de residencia destinadas a la burguesía. En la trama urbana los ensanches se distinguen claramente del casco antiguo por su trazado geométrico y ortogonal (aunque hay algunos radiales), lo que facilitaba la parcelación y venta de terrenos, el gran negocio de los propietarios de suelo. El ensanche conlleva la necesidad de planificar su expansión y la dotación de los servicios adecuados. Este problema obliga a que los gobiernos intervengan en el diseño de las ciudades. Gran parte de las urbes europeas tienen, en esta época, un plan especial de ensanche y de actuación sobre su estructura urbana, como sucede en Viena, Berlín, Estocolmo o Barcelona, cuya expansión se hace de acuerdo con el Plan Cerdá.

La burguesía precisa de unos espacios de sociabilidad que dan lugar a la construcción de lugares de ocio, al aire libre (paseos, jardines) o cubiertos (casinos, círculos y liceos), que sirven para actividades recreativas, culturales y artísticas. Allí se cultivan aficiones musicales, teatrales, se celebran bailes y, sobre todo, se tejen redes de relaciones y se anudan intereses. Quizá el espacio más significativo sea el teatro, lugar, sobre todo, de relaciones sociales y de lucimiento. El teatro es un espejo lujoso en el que la burguesía gusta mirarse y complacerse; expresa condensadas sus ideas de riqueza, cultura y amor a las artes (música, ópera, pintura, etc.). La monumentalidad y el recargamiento del edificio, las lujosas escaleras y mármoles, los dorados palcos, la gran araña de cristal, los frescos de paredes y techos, el lujoso telón de terciopelo bordado, etc., todo se dirige a satisfacer la necesidad de autocomplacencia de una burguesía que precisa verse a sí misma tan magnífica y respetable como el propio teatro.

c. El ejemplo de París: la obra de Haussmann.

Un magnífico ejemplo de estas transformaciones es el que ofrece París. Napoleón III, que instauró en Francia el Segundo Imperio en 1851, pretendía que su capital se convirtiera en el centro del mundo, quitándole la hegemonía a Londres. Para ello nombró prefecto de París al barón de Haussmann, enérgico administrador del desarrollo urbano entre 1853 y 1869.

A pesar de lo hecho en tiempos de Napoleón I y Luis Felipe (el eje Plaza de la Concordia/Arco de Triunfo y la rue Rivoli, algunos puentes sobre el Sena, etc), el predominio del trazado medieval y la compacidad impuesta por las murallas caracterizaban a una ciudad cuya población, en constante aumento, exigía nuevas estructuras funcionales: en 1801 tenía medio millón de habitantes, en 1846 un millón, en 1861 uno y medio y en 1870 dos. A esto se sumaba su irregular distribución: en los suburbios industriales y el casco medieval se apiñan artesanos y obreros (cuyo número pasa de 416.000 en 1860 a 550.000 en 1872), con un índice de densidad entre 850 hab/Ha en Les Halles y 1.700 en la isla de la Cité, mientras que en la zona de residencia aristocrática (Campos Elíseos y Tullerías) el índice varía entre 100 y 250.

En el centro, las viviendas obreras estaban junto a los principales edificios político-administrativos. Calles tortuosas y casas medievales rodeaban el Louvre, alcanzaban su máxima densidad en la isla de la Cité y se expandían hacia el este, unidas a las nuevas áreas industriales. Esto permitió que durante los levantamientos populares de 1830 y 1848, el centro de la ciudad estuviera prácticamente en manos de los insurrectos, cuyas barricadas, situadas entre las estrechas callejuelas, se colocaban fuera del tiro del cañón. A las deficiencias circulatorias se agregaban la carencia de servicios, infraestructuras, zonas verdes, etc.

Haussmann puso en marcha un ambicioso plan de remodelación urbana, intensiva y extensiva, que servirá de modelo para todas las ciudades europeas y americanas, que emprenderán transformaciones parecidas más tarde. La actuación de Haussmann consistió en la realización de las instalaciones y servicios ne­cesarios para que una gran ciudad pueda funcionar (alcantarillado, agua, energía, servicios de transporte, escuelas, hospitales, etc.) y en la construcción de una nueva red viaria, con el tendido de grandes calles o bulevares. Esto supuso la demolición de barrios enteros, pero también el cambio más drástico en el urbanismo occidental, al combinar la actuación pública, mediante la expropiación de terrenos edificables, con la actuación privada, que desembocó mu­chas veces en la especulación inmobiliaria y en la creación de nuevos barrios y suburbios escasamente dotados.

El trazado vial es el principal componente del plan director. E1 sistema radial se convierte en el modelo de los bulevares, largas y anchas avenidas rectilíneas que culminan en los grandes edificios públicos o en amplias glorietas y que, además, permiten a las tropas llegar fácilmente a los barrios populares. El viejo París tenia 384 Km de calles; Haussmann abre 95 Km de calles nuevas y destruye 50 Km de calles antiguas; esta red viaria moderna se prolonga en la periferia, donde Haussmann abre otros 70 Km de calles. Sus principales elementos son: 1) dos ejes perpendiculares: el este-oeste (avenida de los Campos Elíseos y calle Rívoli) y el norte-sur (bulevares de Saint-Michel, Sebastopol y Strasbourg), que se cruzan en el centro de la ciudad; 2) un sistema radial que comunica las siete estaciones de ferrocarril (el nexo de unión entre el país y la capital) con el centro; 3) un sistema periférico de circunvalación y de vías rectas; 4) subsistemas radiales que revalorizan la zona residencial burguesa (Arco de la Estrella) o los edificios públicos (avenida de la Ópera).

A lo largo de los bulevares se levantan las casas de la burguesía, de 6 o 7 pisos, que fijan el modelo de vivienda, con locales comerciales en la planta baja y viviendas baratas en la buhardilla (ocupadas por los criados o por pequeños burgueses pobres), y en su interior estrechos patios de luces de los pisos interiores, aprovechando al máximo el solar. La decoración urbana se caracteriza por la uniformidad de los basamentos, las cornisas, la altura de los edificios, que forman el telón escénico de la “respetabilidad” burguesa. En los bulevares se sitúan también los comercios de lujo, los grandes almacenes, los hoteles, los edificios de oficinas. Por las avenidas de este París “de los ociosos”, como lo definía Marx, circulan los elegantes carruajes de una burguesía satisfecha. El recorrido se culmina con los edificios destacados: el Arco de Triunfo, la Ópera, el Ayuntamiento, la Escuela Militar, el Palacio de Justicia, el Departamento Central de Policía, etc.

Un aporte original fue la creación de dos grandes parques, con zonas recreativas, lagos, mobiliario urbano, etc, uno para uso de la burguesía (Bois de Boulogne) y otro, en el extremo opuesto, para el proletariado (Bois de Vincennes). En total, las zonas verdes alcanzan las 1.800 Ha. Asimismo, el sistema de abastecimiento de agua y de alcantarillado es el más moderno y eficiente de Europa. Todo ello se completó con un conjunto de servicios públicos: matadero de La Villette, mercado central de Les Halles, cárceles, hospicios, escuelas, hospitales, etc. París constituye el punto de partida de la organización funcional y social segregativa de la ciudad dual: del centro hacia el oeste, el sector reservado a la burguesía (residencia, actividades terciarias y de recreo, trabajo intelectual, etc.), y hacia el este, el sector obrero (vivienda, lugar de trabajo). El control urbano se establece mediante 20 distritos (arrondissements), cuyas funciones administrativo-represivas sustituyen la tradicional organización de las parroquias. En los barrios obreros de La Villette y Belleville radican los cuarteles, con capacidad para 4.000 soldados, que defienden el orden burgués.

Un ejemplo de la difusión del modelo parisino es el proyecto de remodelación urbana de Viena, realizado entre 1859 y 1872 por los arquitectos Forster y Lohr, utilizando el espacio libre dejado por la demolición de las murallas. El llamado Ring de Viena forma un anillo que circunda el casco histórico y contiene las avenidas, las zonas verdes, las viviendas de lujo y los edificios públicos que simbolizan la presencia de la monarquía de los Habsburgo, que rige el imperio austro-húngaro. El anillo monumental en este caso, se complementa con el centro histórico e irradia hacia los suburbios los nuevos ejes de expansión de la ciudad.

3. Las ciudades europeas y el nacimiento de una cultura de masas.

En 1875-1914 se producen profundos cambios culturales a través de un movimiento de democratización de la cultura y de su entrada en la economía industrial. Las elites cultas mantienen su peculiaridad, pero el hecho principal es la eclosión de una cultura de masas y una civilización del ocio. Su efecto se evidenciará en la mejora de las condiciones de vida, la urbanización, la alfabetización, la democratización, y también en la mejora de las nuevas técnicas de reproducción y de difusión de la creación artística en todas sus formas.

A. El triunfo del periódico.

Esta cultura de masas se manifiesta, ante todo, en el triunfo del periódico, que usa los progresos técnicos (electricidad, procedimientos de ilustración, heliograbado, linotipia, rotativa). Los periódicos del siglo XVIII eran, generalmente, instrumentos de información económica o sectorial, al modo de los “mercurios”, “correos” o “semanarios de agricultura”. La prensa de la época liberal se transforma en instrumento de opinión y de lucha ideológica y política. Gran parte de los periódicos del siglo XIX surgen como portavoces de agrupaciones políticas, que encuentran en la prensa uno medio decisivo para la difusión de sus ideas y la coordinación entres sus afiliados y electores. Por eso, a lo largo del siglo, tuvo que soportar numerosos medios de control, cuando no de censura. De hecho, la censura previa de las publicaciones periódicas no fue desterrada de forma general en Europa hasta bien entrada la segunda mitad del siglo (Inglaterra 1861, Alemania 1874, Francia 1881, España 1883).

La prensa fue el instrumento fundamental para crear opinión pública y la plataforma necesaria para que periodistas e intelectuales adquiriesen cierto relieve social. Desde fines del siglo XIX, fue el lugar elegido por escritores y pensadores para convertirse en intelectuales que trataban de guiar al pueblo y combatir los excesos del poder político. Campañas de prensa como las desarrolladas en torno al asunto Dreyfus en Francia, con el famoso artículo de È. Zola J'accuse (1898), testimonian el maridaje entre la prensa y el intelectual

En toda Europa, la prensa está en expansión. Las elites tienen la suya (Le Figaro en Francia, el Corriere della Sera en Italia, The Times en Inglaterra, la Neue Freie Presse en Alemania), pero también surge la prensa popular. En Francia, Le Petit Parisien tira 1,5 millones de ejemplares en 1913, y veinte diarios de París superan los 30.000 ejemplares (siete, los 100.000). La receta es siempre la misma: una sección de sucesos, breves editoriales políticas, pequeños anuncios, un poco de política, algunos reportajes y sobre todo concursos, folletines, ecos de la actualidad literaria, dramática o musical relacionados con la producción artística pero también con la vida de las celebridades. La prensa militante, comprometida, tanto de derechas como de izquierdas, y también la prensa especializada, no reparan en medios para seducir y conservar a sus lectores. Por este medio, a partir de entonces accesible a todos (la gente sabe leer y el precio es módico: cinco céntimos por las diez páginas de Le Petit journal), una parte importante de la producción cultural de la época está al alcance de todo el mundo, y en particular las grandes novelas populares recortadas en folletines.

En una Europa donde la sed de aprender, el desarrollo individual mediante la cultura y la enseñanza son el credo de los trabajadores y de los empleados influidos por el mensaje de los profesores y de las organizaciones obreras, la gente se lanza con entusiasmo sobre estas riquezas hasta entonces inaccesibles. La prensa se convierte en una prolongación de la escuela y, junto con las bibliotecas de préstamo, pone al alcance de muchos la creación literaria, la cultura escrita, en un mundo que hasta entonces dependía de la cultura oral, la imaginería, los almanaques, los refranes y proverbios o los devocionarios de la cultura popular tradicional.

Por otra parte, esta cultura oral o gestual no desaparece, sino que se renueva, por medio de la canción. Es la hora de los «cafés cantantes» en las grandes ciudades: desde el «café vienés» a la «taberna» londinense se canta, se hacen juegos malabares, se baila, se escucha a cantantes y humoristas, que dicen mucho, con palabras simples, sobre el humor del momento, los combates políticos, los sucesos y la solidaridad de clase. Es también la época en la que nacen los conciertos al aire libre, con glorietas de música instaladas en el centro de las ciudades y los jardines públicos, y donde no sólo se interpreta música popular, sino también obras de repertorio, aires de opereta o de ópera, extractos de sinfonías de los autores célebres.

En Gran Bretaña, la Media Society reproduce masivamente los cuadros de los grandes maestros de la pintura a precios baratos, y se editan a precios módicos obras maestras de la literatura inglesa y mundial. En Francia la edición cosecha también éxitos inimaginables, gracias al auge de la enseñanza pública y también a la Moderne bibliothéque de la editorial Fayard (a franco el volumen) y al libro popular, con la obra de Merouvel Casta y marchita, cuya primera tirada es de 40.000 ejemplares. Los editores publican periódicos de lectura, Le Bon Journal de Flammarion, Lectures pour tous de Hachette, y tanto los libros prácticos (medicina, higiene, cocina, urbanidad) como los de humor alcanzan tiradas en aumento.

B. El nacimiento del cine.

La gran novedad de la época es el cine. El primer arte de masas de la sociedad industrial revolucionará la relación entre la cultura y las masas. La primera proyección en público la realizan los hermanos Lumiére el 28 de diciembre de 1895 en un café de París. Hay 33 espectadores, pero muy pronto dos mil personas al día se presentan a la puerta de la sala, hay peleas, es necesario poner un servicio de orden. Veinte minutos de proyección, una decena de documentales, admiración y estupor por parte de los espectadores ante esta reproducción de la vida. Entonces empieza la eclosión europea de] cine. En febrero de 1896, es en Londres en el Royal Polytechnic Institute, y luego en el Empire Theatre. En la Exposición Universal de París de 1900, millón y medio de espectadores ven el cinematógrafo gigante sobre una pantalla de 21 metros de largo por 18 de altura, en seis meses, a lo largo de 326 sesiones gratuitas, mientras que nacen las primeras experiencias del cine hablado.

El cine, consagrado al principio al documental, se aventura pronto en la ficción y el teatro. En 1902, Méliés realiza Viaje a la Luna, inspirado en Julio Veme. En 1906, Alice Guy, realiza La Vida de Cristo, la primera de una larga serie de versiones de la Pasión. Se adaptan no sólo episodios de la Biblia sino también grandes éxitos de la literatura y del teatro. La cámara, que hace teatro filmado, ficción pura, dibujos animados, es también una herramienta incomparable para perseguir el suceso, modificar la concepción de la información, filmar los grandes momentos de la actualidad (Méliés lo hizo en 1896 con la coronación de Nicolás II en San Petersburgo), los desfiles militares, los conflictos internacionales y las competiciones deportivas. El cine busca también inspiración en la actualidad (el caso Dreyfus o la consagración de Eduardo VII de Méliés) o se utiliza para enseñar el mundo a un público que no viaja (Culis en las calles de Saigón, producida por los hermanos Lumiére).

En Europa, Francia domina la producción cinematográfica con las empresas Méliés, Pathé y Gaumont, Pero a partir de 1905-1910 empieza a enfrentarse a la competencia de las grandes compañías de EEUU y también a otras industrias de Alemania (UFA), Italia (donde en 1914, hay ya 500 salas, 40 de ellas en Milán) o Inglaterra (donde en 1905 se hace una de las principales películas de la época, Rescued by Rover, la historia de un niño salvado por un perro), Así nació este arte moderno, símbolo de la nueva cultura de masas, Desde su origen, sedujo a las clases populares, y optó deliberadamente por atraerlas gracias al precio módico de las sesiones y al contenido de las películas. Sin duda, los aristócratas y los burgueses de la Belle Èpoque, los intelectuales y los educadores, no lo consideraban cultura. El modo de expresión de desarrolló a sus espaldas, mientras que se implantaba con una rapidez inusitada. Su capacidad de mostrar la actualidad, de hacer reír y soñar, de contar historias y de poner al alcance de todos una escenificación teatral y novelesca de la vida convierte este medio revolucionario, que transciende las fronteras y las clases, en el símbolo de una nueva cultura.

Pero es también una industria capitalista que necesita recursos financieros importantes y pretende generar beneficios. Las primeras productoras conocen ascensos fulgurantes, prosperidades excepcionales y pronto se instala la competencia, en un mercado mundial pronto concentrado en pocas manos. Europa (y en particular Francia, que hasta 1910 domina la producción y la exportación) entra en la era de la cultura comercial. En sólo tres años, Pathé, hijo de un carnicero, se convierte en un hombre de negocios con fábricas y talleres. Su gallo, el emblema de su productora, domina el mercado mundial. En segundo lugar viene Gaumont, que abre una sucursal en Inglaterra en 1906. Los dos cuentan con el respaldo de los bancos, mientras que la compañía de Méliés, simbolizada con su estrella negra, vigila con celo su independencia financiera. Se trata de producir, de vender, de captar al gran público, de reinvertir los beneficios en una industria que necesita clientes en todas las capas sociales, una industria del ocio que crea productos de consumo destinados a un mercado de masas.

El lado espectacular del cine no puede ocultar el resto. El aumento de la demanda, de la solvencia de los posibles compradores, de su crecimiento ligado al enriquecimiento de las burguesías, incluso de los empleados o los obreros mejor pagados (gracias a la venta a crédito, el piano entra en las casas modestas de los empleados ingleses), posibilita que un número creciente de artistas pueda vivir de sus creaciones, gracias a la prensa periódica, la publicidad y la estética industrial. Muchos de los creadores se hacen profesionales. Componen operetas o canciones de éxito para los cafés cantantes que hay a orillas del Sena, del Danubio o del Rin, producen en serie folletines para los periódicos o carteles para los productos de consumo, dibujos para las portadas de las revistas. También pintan cuadros para los salones burgueses, mientras que los ricos encargan a tal pintor o escultor su retrato o busto, el de su mujer o sus hijos, y contratan a arquitectos de moda para que construyan o decoren sus casas.

C. La cultura cosmopolita de la gran ciudad.

La gran ciudad es la expresión perfecta de los cambios culturales de la Belle Époque. París es su quintaesencia: después de la de 1889, acoge la Exposición Universal de 1900 y recibe a artistas, turistas, emigrantes, refugiados políticos, universitarios, intelectuales de toda Europa. En torno a su simbólica torre Eiffel, la fundición, el acero, ahora el hormigón armado y el cristal permiten todas las audacias. Uno de los templos del consumo, La Samaritaine, se construye en vidrio, mientras que antes de 1914 se levanta el Teatro de los Campos Elíseos, la primera aparición del hormigón en París. Aquí se mezclan Picasso y Modigliani, Chagall y Brancusi, Pasim y Van Dongen, en 1912 se representa Dafinis y Cloe de Ravel con los ballets rusos de Diaghilev y Nijinski de bailarín estrella, mientras el favor se traspasa de la comedia y el vodevil a las óperas de Wagner y se acoge a los rusos en el Salón de Otoño de 1905.

La bohemia de Montmartre, con su público popular que descubre el ocio, sus burgueses que se engolfan, sus intelectuales y artistas que convierten en estilo de vida su entusiasmo por la libertad, es un melting pot que todos querrán imitar, incluida la flor y nata de París de salones aterciopelados. Desde la colina tan querida por Verlaine, Apollinaire o Matisse, con sus cafés (Le Lapin Blanc), sus salas de fiestas (Le Chat Noir), esta moda de la bohemia baja hacia los barrios elegantes (el Café de Flore o La Closerie des Lilas) donde acuden Barrés, Maurras y Gauguin. Y cuando, en 1889, se inaugura el Moulin-Rouge, con sus vedettes (La Goulue o Nini Patte en-fair), la guasa popular, el tono escabroso hacen furor entre los burgueses que descubren también el ajenjo con alcohol de anís de Louis Pernod que pondera sus virtudes estimulantes por medio de carteles. Tanto para todos estos bohemios, como para los estetas de alta cuna y cultura, refinados y diletantes, melómanos acostumbrados a los conciertos, la cita en el restaurante Maxim's et Georges, instalado en 1893, se convierte en un ritual. Allí se dejan ver los grandes nombres de la aristocracia, las cocottes (mujeres galantes) más solicitadas, los burgueses de paso y los asiduos de los salones particulares, la elite industrial y financiera y los aventureros del dinero. Del café cantante a la ópera, del cine de los Grands Boulevards a los circos de la periferia, de los cafés y clubes nocturnos de mala muerte a los restaurantes más elegantes, de los music-halls en boga como Fólies-Bergéres a la Comedie Française, de los museos a los cabarets, toda una población prueba así a su manera el ilimitado abanico de cultura, ocio, sueños y liberación que ofrece París.

En Milán, Roma, Viena, Berlín, Londres, en todas las grandes ciudades hay una intensa vida intelectual y artística: ofrecen representaciones de teatro, conciertos y óperas, pero también cabarets y grandes restaurantes, circos y bailes públicos, salones y cafés cantantes. Todas las noches, los locales se llenan, tanto en los templos de la fortuna como en los tugurios de la miseria, tanto en las butacas satinadas de la elite como en los bancos rústicos del pueblo. Nace un nuevo mundo. Sin duda, en la vida cotidiana, en algunos escritos, muchas angustias y miserias revelan los dramas colectivos o individuales de un mundo donde la violencia, las desigualdades, las incertidumbres están a la vuelta de la esquina. Pero, en esa Europa arrebatada por la creación continua de riquezas y la mejora de los niveles de vida, junto a una minoría que duda, que habla de decadencia, incluso de degeneración, hay una mayoría, que, lejos de dudar de la razón, la ciencia, el progreso, sigue creyendo en ellos.

Aunque la revolución cultural de la Belle Époque revista particularidades nacionales, el cosmopolitismo es lo que domina y tiende a unificar el conjunto de Europa. En esta época hay una civilización europea que trasciende las fronteras y acerca a las sociedades, a las naciones, en una visión del mundo y una vida cotidiana cuyos rasgos comunes prevalecen sobre las diferencias. Por efecto de capilaridad, lo que nace en un país es adoptado por otros, y ningún movimiento cultural, de elite o de masas, clásico o vanguardista, queda limitado al estrecho círculo de una nación. Cuando nace el arte abstracto, pocos años antes de 1914, es tanto gracias al español en París, Picasso, como a los rusos Kandinsky o Chagall, al holandés Mondrian, al checo Kupka o al hispano francés Picabia. Cuando San Petersburgo llena sus tres salas de espectáculos (el teatro Maria donde se representan óperas y ballets, el Miguel donde actúa siempre una compañía francesa y el Alexandra que acoge la tragedia y la comedia), el público es de todas las nacionalidades, y las obras, de todos los países. Y cuando el Teatro de la Moneda en Bruselas da sus grandes veladas de ópera y conciertos, acude toda la Europa de los melómanos, junto a los críticos enviados por los periódicos de toda Europa.

4. Una limitada secularización.

El nacimiento del mundo moderno conlleva, a la vez que una valoración de la razón, el progreso y la libertad individual, una progresiva secularización de la sociedad. Esto tiene dos consecuencias. Por un lado, la pérdida de influencia política de la religión, lo que desemboca en la separación entre Iglesia y Estado, y la proclamación de la superioridad del poder civil sobre cualquier otro. Esta escisión entre Dios y César era muy antigua en la cultura occidental (y una de sus singularidades, si se compara con el mundo islámico o el Imperio chino), pero se acentúa con la modernidad inaugurada por las revoluciones políticas del siglo XVIII.

Por otro, una transformación de las prácticas religiosas: la población europea tiende hacia una progresiva descristianización. Este proceso fue muy lento, sobre todo en los países católicos, donde el poder cultural y político de la Iglesia se mantuvo en vigor hasta el periodo de entreguerras (incluso hasta épocas más recientes, dado el apoyo que la Iglesia prestó a las dictaduras de España y Portugal hasta 1974-75, o el papel aglutinador ­que la religión católica tuvo en la defensa de la identidad nacional de países como Irlanda o Polonia).

A. La creciente separación entre Iglesia y Estado.

La separación política entre la Iglesia y el Estado fue uno de los objetivos centrales de las revoluciones liberales. Esta configuración laica del poder civil fue especialmente difícil en los países de predominio católico, donde el poder del clero había sido muy fuerte en el Antiguo Régimen. En estos países, la reforma de la Iglesia comportó inicialmente una desamortización de sus bienes (incluida la capacidad fiscal reconocida en los diezmos), la supresión de órdenes religiosas y la pérdida del control eclesiástico sobre la población mediante la secularización de la enseñanza o la institución del matrimonio civil. Todo ello estaba encaminado hacia la reducción de las actividades de la Iglesia al plano estrictamente pastoral. Sin embargo, este proceso tropezó con muchas resistencias, lo que dio lugar a la formación de tendencias ideológicas “anticlericales” y “clericales”, así como a la lucha del clero por la recuperación de algunas de las funciones más importantes de su anterior estatus. El ámbito en el que esta recuperación fue más clara estuvo en la educación, donde desde mediados del siglo XIX se comenzaron a implantar congregaciones religiosas de fines casi íntegramente dedicadas a la enseñanza, como los hermanos de La Salle. Pero ésta también fue una de las causas de un conflicto más profundo, sobre todo en la Francia de la III República.

Las relaciones entre la Iglesia católica y los Estados liberales se regularon, por lo general, a través de concordatos, el primero de los cuales fue el suscrito con Napoleón en 1801, al que siguieron casi otros treinta más (España en 1851 o el Imperio austrohúngaro en 1855, por ejemplo). En ellos se fijaron las condiciones en las que los Estados debían tratar a los miembros del clero, así como compensaciones económicas que la Iglesia debía recibir por la desamortización de sus bienes o la pérdida de territorios del Papado. Éste fue el caso de la unificación italiana, no aceptada por el papa Pío IX, lo que provocó una ruptura de relaciones que no se resolvería hasta el Tratado de Letrán de 1929, suscrito por Mussolini y el papa Pío XI. En los demás países europeos de tradición católica, sin embargo, la posición de la Iglesia durante el siglo XIX fue relativamente sólida, dada la intensa práctica religiosa de sus poblaciones que, como veremos, sufrirán un lento proceso de descristianización.

Las relaciones de la Iglesia católica con el mundo moderno oscilaron entre el rechazo frontal del mismo y las propuestas de transformación de las ideas consideradas erróneas por los pensadores y teólogos católicos. En la primera posición se hallan muchas manifestaciones ideológicas de condena de los signos distintivos de la modernidad, como el individualismo, el laicismo, la libertad de conciencia y de expresión y, en general, el liberalismo en su conjunto. Varias encíclicas papales insistieron en esta refutación. El texto que mejor resume la posición del Vaticano es la encíclica de Pio IX Syllabus errorum (1864), en el que se consideran erróneas cerca de ochenta proposiciones características del pensamiento mo­dernos, además de calificar el liberalismo y la ciencia como incompatibles con la verdad de la Iglesia.

B. Reforzamiento de la Iglesia católica.

Al propio tiempo, la Iglesia católica reforzó su autoridad interna y su solidez organizativa mediante diversos procedimientos. Por una parte, se ampliaron los seminarios diocesanos para lograr una mejor formación del clero, tanto en cuestiones teológicas como humanísticas. La conciencia de que el clero debía intervenir en un mundo crecientemente hostil propició este esfuerzo intelectual. Las Iglesias cristianas impulsaron asimismo la creación de congregaciones religiosas con fines educativos o caritativos y también la de asociaciones formadas por laicos para lograr de ese modo una acción más intensa y directa en el seno de la sociedad civil. El mejor ejemplo de estas acciones fueron las numerosas sociedades, tanto católicas como protestantes, destinadas a ejercer misiones evangelizadoras en los territorios que las potencias europeas estaban explorando o conquistando en Asia y África, y que van a tener un gran protagonismo en la expansión colonial europea.

Por otra parte, en la Iglesia católica se acentuó la estructura jerárquica mediante la declaración de la infalibilidad del Papa, aprobada en el Concilio Vaticano I, celebrado en Roma en 1870 en un contexto político de suma hostilidad al liberalismo representado por el rey piamontés Víctor Manuel, que acababa de concluir la unidad italiana y dejar al Papa recluido en el palacio del Vaticano. Era el primer concilio ecuménico celebrado por la Iglesia católica, tres siglos después del celebrado en Trento, en el que había quedado soldada la división de la Cristiandad entre católicos y protestantes.

La Iglesia no tuvo, sin embargo, una posición uniforme ni monolítica frente a la sociedad cambiante del siglo XIX. Hubo, por el contrario, un cierto resurgimiento religioso abanderado por movimientos renovadores, como el pietismo alemán o el evangelismo anglicano. Obras como El genio del cristianismo (1802), del vizconde de Chateaubriand, alcanzaron una enorme popularidad. Tanto los movimientos de carácter evangelista como el de los “socialistas cristianos” estaban profunda­mente preocupados por la situación de las clases trabajadoras. En el seno de la Iglesia católica, a pesar de las prohibiciones oficiales, se abrió paso en la primera mitad del siglo XIX una corriente de catolicismo social que llegó a confluir parcialmente, con el socialismo o el romanticismo social previo a las revoluciones de 1848. La figura del cura bretón Felicité-Robert de Lamenais fue la más influyente y conocida, al lado de otras como la del cardenal inglés Henry Newman, quien se convirtió del anglicanismo al catolicismo. Sin embargo, esta orientación católi­ca no tardó mucho en ser condenada por la propia autoridad del Papa (encíclica Mirari Vos, 1832, de Gregorio XVI).

En el último tercio del siglo XIX, con el acceso al pontificado del papa León XIII, la Iglesia católica comenzó a desarrollar una doctrina social propia, consistente en la defensa de una intervención más activa del clero en los problemas de obreros y campesinos, a través de un sin­dicalismo de orientación católica que tuvo gran implantación en todo el primer tercio del siglo XX. En cierto modo, ésta era la forma de conciliar la querencia corporativista de la tradición eclesiástica con la ac­tuación en el seno de la sociedad laica moderna. El punto de partida de este cambio de estrategia fue la encíclica Rerum Novarum (1891 de León XIII, a la que siguieron otros textos papales posteriores. Aunque la condena del mundo moderno se mantuvo, la Iglesia católica se esfor­zó por lograr una mejor adaptación al mismo. Desde el último cuarto del siglo XIX aparece un movimiento sindical católico, impulsado en Alema­nia por W. Ketteler, obispo de Maguncia. En los países mediterráneos, desde principios del siglo XX, se forma una densa red de organizaciones corporativas de orientación católica (sindicatos, círculos obreros, “ate­neos” León XIII), que resultaron ser especialmente adaptadas a las tendencias sociales y políticas del periodo de entreguerras.

C. Laicización y descristianización progresiva.

Otra cuestión diferente, más social que institucional, es la evolución de las prácticas religiosas de la población, donde se puede medir con mayor precisión la secularización o descristianización de la so­ciedad. La descristianización de la sociedad europea occidental es un hecho decisivo del mundo contemporáneo, pero su evolución pone de relieve que ha sido un hecho de ejecución muy demorada. Además, se trata de un proceso de carácter discontinuo no sólo temporalmen­te, sino también espacialmente, lo que muestra que obedece a causas muy diversas y poco homogéneas. Se detecta una gran influencia de la religión en sociedades fuertemente industrializadas, como la In­glaterra victoriana o la Nueva Inglaterra de EEUU, mientras que en regiones profundamente agrarias o poco industrializadas, a orillas del Mediterráneo español, francés o italiano, se detectan intensas oleadas de descristianización desde el siglo XVIII. La pérdida del control de la vida social y cultural de la población europea por parte de la religión, fue, pues, un proceso que duró mas de dos siglos.

Según el demógrafo Emmanuel Todd, se pueden establecer tres grandes fases o “rupturas” en este proceso de descristianización de Europa. La primera ruptura, en torno a 1730-1800, afecta, sobre todo, a regiones del mundo católico: cuenca parisina, Provenza, regiones meridionales mediterráneas. La segunda, en torno a 1880-1930, incide, sobre todo, en regiones de prácticas protestantes, en el centro y norte de Europa, donde se produce una caída del protestantismo. La tercera ruptura, efectuada después de la segunda posguerra, supondría la defi­nitiva pérdida de poder de la Iglesia en las regiones de gran tradición católica que habían sobrevivido a los efectos descristianizadores del siglo XVIII.

En el siglo XVIII comienzan a debilitarse las prácticas religiosas de carácter católico en regiones francesas, medidas a través de formas de piedad como las misas fijadas en los testamentos, la asistencia a los oficios religiosos o la evolución del número de ordenaciones sacer­dotales. No se observa, en cambio, una merma similar en los países protestantes, lo que permite asegurar que hasta fines del si­glo XIX el papel de la religión en las sociedades europeas continuó siendo muy importante. En los países protestantes tiene lugar, incluso, una reactivación de las creencias religiosas y una proliferación de sectas, como el movimiento evangélico, de gran influencia en Gran Bretaña. Sin embargo, hacia 1880 el protestantismo comienza a declinar. La razón fundamental está en la difusión de los principios darwinistas del evolucionismo, que destruyen la explicación bíblica del origen del hombre. Quizá esto explique la reacción producida, todavía en 1925, en el estado americano de Tennessee, donde se intentó proseguir con la lectura obligatoria de la Biblia en las escuelas, sobre todo del libro del Génesis. Pero también ejerció gran influencia la crítica positivista de los textos sagrados, al mostrar que buena parte del relato bíblico era común a muchas otras tradiciones culturales orientales. La Biblia se convertía, de este modo, en una parte de la historia de la humanidad.

La descristianización es un fenómeno lento y profundo. Supone la pérdida de la fe, pero también el descenso de las prácti­cas religiosas. Avanza de forma paralela a la secularización de la ense­ñanza o la separación entre la Iglesia y el Estado, pero puede mostrar ritmos diferentes, según regiones geográficas, clases sociales e incluso géneros, dada la alta “feminización” de las prácticas religiosas desde el siglo XIX. Sin embargo, conviene separar los dos planos con que hemos enfocado este análisis de la secularización de la sociedad.

En el siglo XIX fue más fuerte el conflicto institucional entre el papado y los Estados nacionales que la profundidad del fenómeno descristianizador. La aparición de sociedades de librepensamiento o de escuelas laicas, como la Escuela Moderna de Ferrer i Guardia, constituyeron más un combate ideológico contra la hegemonía de la religión que la expresión de su declinar. Será en el curso del siglo XX cuando, en el mundo occidental, tenga lugar una plena laicización de la vida publica y de buena parte de los comportamientos colectivos. Ello no impide que, en el ámbito de la cultura católica, la organización eclesial, desde las iglesias nacionales hasta el propio papado, mantengan una posición institucional y política de apreciable influencia en el conjunto de la sociedad. Pero si algo caracteriza al mundo occidental en la época contemporánea ha sido la profunda laicización de la vida cotidiana.

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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 3




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