Historia
Democratización y nacionalización de las masas
Lectura 6. Democratización y nacionalización de las masas
Desde la época de la Revolución Francesa, la lucha por la libertad estuvo acompañada de la lucha por la igualdad. Los resultados de esta doble lucha se vieron plasmados en la aparición del concepto de ciudadanía, nacido con la propia experiencia revolucionaria, pero de desarrollo relativamente lento a lo largo del siglo XIX. Los logros de la ciudadanía, según una conocida interpretación de Marshall, habrían seguido un recorrido de varias fases, todas ellas vinculadas estrechamente al logro de la igualdad. En primer lugar, la igualdad civil, que garantiza la posesión de los derechos individuales (pensamiento, expresión, etc.), fruto directo de la propia Revolución Francesa; en segundo lugar, una igualdad política, que se plasma en la posesión de los derechos políticos (en especial, los electorales), por parte del ciudadano, que registra un demorado avance durante todo el siglo XIX (en tercer lugar, la igualdad social, que sería, según Marshall, uno de los logros del Estado del bienestar, durante el siglo XX). Según este esquema, la ciudadanía civil fue el objetivo del periodo revolucionario, mientras que la ciudadanía política fue consecuencia de un proceso que se prolongó durante todo el siglo XIX, especialmente en sus últimos decenios.
1. Los progresos de la democratización.
En efecto, en el periodo que va desde los años 1870 hasta el estallido de la Gran Guerra se produce un avance significativo de la política democrática en la mayoría de los países europeos. Las profundas transformaciones sociales que acompañan a la segunda revolución industrial, así como la creciente urbanización y los cambios culturales, provocan una progresiva ampliación de las bases sociales sobre las que se sustenta la legitimidad del ejercicio de la política. Esto supone la lenta transición desde el liberalismo moderado, de carácter restringido o censitario, propio de los notables rurales, hacia la adopción de prácticas democráticas, en las que se integran cada vez con mayor fuerza las clases medias urbanas. Este rumbo no fue seguido por igual en todos los países, pero hay abundantes síntomas del cambio de tendencia desde las últimas décadas del siglo XIX, que luego se profundizarán en el periodo de entreguerras.
El primer indicador es, sin duda, la progresiva ampliación del derecho de voto. Aparte de la precoz adopción del sufragio universal (masculino) por la II República Francesa en 1848 o por la democracia estadounidense, es a partir de la década de 1870 cuando tiene lugar la ampliación de los derechos electorales, tanto en la Alemania guillermina (1871), como en España (1890), Austria (1907) o Italia (1912). La creciente influencia de la opinión pública en la marcha de la política, así como la aparición de los primeros partidos políticos de masas (en esencia, sólo los republicanos o socialdemócratas), obligan a un control más estricto de la acción de los gobiernos. Esta ampliación de los derechos políticos plantea problemas nuevos, objeto de debate en todos los países. El más importante es, sin duda, la tendencia a la desnaturalización de la participación electoral, mediante el empleo de una “geometría electoral variable” o la difusión de redes de clientelismo político que, bajo diferentes denominaciones (caciquismo es la más conocida), se observa en todos los regímenes políticos liberales y democráticos, tanto en Europa como en América. A pesar de todo ello, en vísperas de la Gran Guerra una gran parte de la población occidental masculina había visto reconocidos sus derechos políticos y podría, por tanto, ser considerada como un cuerpo de ciudadanos activos.
A. Hacia la democratización de los sistemas electorales.
Les gustara o no a las clases dirigentes, a partir de 1870 se hizo cada vez más evidente que la democratización de la vida política era absolutamente inevitable. Ya en la década de 1870 había sistemas electorales basados en una amplia extensión del derecho de voto, incluso con sufragio universal masculino (Francia, Alemania, Suiza, Dinamarca). En otros países como el Reino Unido, Bélgica, Noruega, antes de 1900, se amplía considerablemente el número de los varones que tienen derecho al voto. EEUU, Australia y Nueva Zelanda tenían ya regímenes democráticos y Argentina lo consiguió en 1912. Según los criterios actuales, esa democratización era todavía muy incompleta ya que las mujeres estaban excluidas del sufragio y el electorado con derecho a voto se situaba entre el 30 y el 40% de la población adulta. No obstante, hay que resaltar que el voto de la mujer se introdujo en Wyoming (EEUU), Nueva Zelanda y el sur de Australia en la década de 1890 y en Finlandia y Noruega entre 1905 y 1913.
Estos procesos eran vistos sin entusiasmo por los gobiernos que los introducían, incluso cuando la convicción ideológica les impulsaba a ampliar la representación popular. Los políticos tendían a resignarse a una ampliación preventiva del sufragio cuando eran ellos, y no la izquierda, quienes lo controlaban: ése fue el caso de Francia y el Reino Unido. Un político hábil como Bismarck, que tenía fe en la lealtad tradicional de las masas, considerando que el sufragio universal beneficiaría a la derecha, pero prefirió no correr riesgos en Prusia (el estado más importante del imperio alemán), donde mantuvo un sistema de voto en tres clases, fuertemente sesgado en favor de la derecha. En los demás países, los políticos cedieron a la agitación y a la presión popular o a los avatares de los conflictos políticos internos. Ciertamente, las agitaciones socialistas de la década de 1890 y las repercusiones directas o indirectas de la revolución rusa de 1905 aceleraron la democratización. Lo cierto es que entre 1880 y 1914 la mayoría de los Estados occidentales tuvieron que resignarse a lo inevitable. La política democrática no podía posponerse por más tiempo. En consecuencia, el problema era cómo conseguir controlarla.
Una manipulación descarada todavía era fácil. Por ejemplo, se podía limitar el papel político de las asambleas elegidas por sufragio universal: era el modelo de Bismarck, en que las competencias del Parlamento alemán (Reichstag) eran mínimas. En otros países, la existencia de una segunda Cámara (Senado), formada a veces por miembros hereditarios, como en el Reino Unido (los Lores), el sistema de voto mediante colegios electorales especiales y otros sistemas análogos servían de freno a las asambleas democratizadas. Se conservaron aspectos del sufragio censitario, como la exigencia de un nivel educativo: así, en Bélgica, Italia o los Países Bajos los ciudadanos con educación superior tenían votos adicionales, y en el Reino Unido había escaños especiales para las universidades. En Japón se instauró el parlamentarismo en 1890 con esas limitaciones. A ello hay que sumar el útil sistema de la “geometría electoral variable”, es decir, la manipulación de los límites de los distritos electorales para conseguir aumentar o disminuir el número de diputados de determinados partidos.
El voto público suponía una presión sobre los votantes tímidos o simplemente prudentes, especialmente cuando había señores poderosos que vigilaban el proceso: en Dinamarca se mantuvo el sistema de votación pública hasta 1901, en Prusia hasta 1918 y en Hungría hasta la década de 1930. Por otra parte, el patrocinio o clientelismo político podía proporcionar gran número de votos. La edad mínima para votar era elástica: variaba desde los 20 años en Suiza hasta los 30 en Dinamarca y con frecuencia se elevaba al extender el derecho de voto. Por último, siempre existía la posibilidad de otras artimañas como dificultar, por ejemplo, el acceso al censo electoral: en el Reino Unido en 1914 la mitad de la clase obrera con derecho a voto se veía privada de hecho del mismo mediante tal procedimiento.
B. La movilización política de las masas.
Estos subterfugios podían retardar el ritmo del proceso político hacia la democracia, pero no detener su avance. El mundo occidental caminaba claramente hacia un sistema político basado en un electorado cada vez más amplio. La consecuencia lógica fue la movilización política de las masas para y por las elecciones. Ello implicó la organización de movimientos y partidos de masas, la política de propaganda de masas y el desarrollo de los medios de comunicación de masas (fundamentalmente la nueva prensa popular o amarilla), así como la aparición de problemas nuevos e importantes para los gobiernos y las clases dirigentes.
A partir de entonces, la era de la democratización se convirtió en la era de la hipocresía política pública, o más bien de la duplicidad y, por tanto, de la sátira política. Porque ¿qué candidato estaría dispuesto a decir a sus votantes que los consideraba demasiado estúpidos e ignorantes para saber qué era lo mejor en política y que sus peticiones eran tan absurdas como peligrosas para el futuro del país? ¿Qué estadista, rodeado de periodistas que llevaban sus palabras hasta el rincón más remoto de las tabernas, diría realmente lo que pensaba? Como los gobernantes se envolvían en un manto de retórica, el análisis serio de la política quedó reducido al mundo de los intelectuales y de la minoría educada que leía sus escritos.
¿Quiénes formaban las masas que se movilizaban en la acción política? En primer lugar, grupos sociales marginados hasta entonces del sistema político, siendo el más destacado la clase obrera, que, como ya vimos, se movilizaba en partidos y movimientos con una clara base clasista. Otro de estos grupos sociales es la conjunción, amplia y mal definida, de estratos intermedios de descontentos: la pequeña burguesía tradicional de maestros artesanos y pequeños tenderos, cuya posición se había visto socavada por el avance de la economía capitalista, por la cada vez más numerosa clase media baja de los trabajadores no manuales y administrativos. Era el suyo un mundo de gente “pequeña”, contra los “grandes” intereses y en el que la misma palabra “pequeño” se convirtió en lema de convocatoria. La pequeña propiedad necesitaba ser defendida frente a la gran propiedad y frente al colectivismo.
Estos grupos sociales eran presa fácil de la demagogia política. En países con fuerte tradición radical y democrática, los “pequeños” podían estar próximos a la izquierda, aunque en Francia eso implicaba una gran dosis de chovinismo nacional y un potencial importante de xenofobia. En la Europa central, el carácter nacionalista y, sobre todo, antisemita, de la clase media baja era ilimitado. En efecto, los judíos podían ser identificados no sólo con el capitalismo (y, en especial, con el de los banqueros y dueños de grandes almacenes y cadenas de distribución), sino también con socialistas ateos y, en general, con intelectuales que minaban las verdades tradicionales y amenazadas de la moralidad y la familia patriarcal. A partir de la década de 1880 el antisemitismo se convirtió en un componente básico de los movimientos políticos organizados de los “pequeños” desde Alemania, pasando por el imperio austro-húngaro hasta Rumania y Rusia, sin subestimar su importancia en otros países como Francia (caso Dreyfus).
En cuanto al campesinado, que en muchos países constituía todavía la gran mayoría de la población y el grupo económico más amplio, raramente se movilizó política y electoralmente como una clase. Por supuesto, ningún gobierno podía permitirse desdeñar los intereses económicos de un cuerpo tan importante de votantes como los campesinos, quienes se movilizaron cada vez más como grupos económicos de presión. De cualquier forma, cuando el campesinado se movilizó electoralmente lo hizo bajo banderas no agrarias.
Si los grupos sociales se movilizaban como tales, también lo hacían grupos ciudadanos unidos por lealtades sectoriales como la religión o la nacionalidad. No obstante, la aparición de movimientos de masas político-confesionales se vio dificultada por el ultraconservadurismo de la Iglesia católica que poseía, con mucho, la mayor capacidad para movilizar y organizar a sus fieles. Roma condenaba el liberalismo y la democracia, ese mundo “infernal” de la política y las elecciones en unos Estados con quienes tenía un conflicto permanente. Así, se negó a apoyar formalmente la formación de partidos políticos católicos, aunque desde la década de 1890 reconoció la conveniencia de apartar a las clases trabajadoras de la “revolución atea socialista” (en la encíclica Rerum Novarum, 1891). Sólo existían auténticos partidos y movimientos católicos de masas en Alemania, en los Países Bajos y en Bélgica.
Si la religión tenía un enorme potencial político, la identificación nacional era un agente movilizador igualmente poderoso y, en la práctica, más efectivo. Cuando, tras democratizarse el sufragio británico en 1884, Irlanda votaba a sus diputados, el Partido Nacionalista Irlandés logró todos los escaños de la Isla. Donde la conciencia nacional optó por la expresión política se hizo evidente que los polacos votarían como polacos (en Alemania y en Austria), y los checos como checos. La política austriaca se vio paralizada por esas divisiones nacionales. La implantación allí del sufragio universal en 1907 no fue sólo una concesión a las presiones, sino también un intento desesperado de movilizar a las masas electorales para que votaran a partidos no nacionalistas (católicos e incluso socialistas) contra los bloques nacionales irreconciliables y enfrentados.
C. Los nuevos partidos de masas.
No fue muy frecuente que la movilización política de las masas adoptara la forma de partidos políticos disciplinados. Sin embargo, podían verse casi en todas partes los elementos característicos de ese nuevo fenómeno. En primer lugar, su base la formaban un conjunto de organizaciones. El partido de masas ideal consistía en una suma de organizaciones locales junto con otras organizaciones sectoriales (cada una de éstas también con sus ramas locales) dedicadas a colectivos o fines específicos (sindicatos, el campo, el deporte, la mujer, la juventud, ayuda social...), pero integradas todas ellas en un partido con objetivos políticos más amplios.
Otra característica de los nuevos movimientos es que eran ideológicos. No eran simples grupos de presión y de acción para conseguir objetivos concretos. A diferencia de tales grupos, el partido de masas representaba una visión global del mundo, algo más que un programa político concreto y específico. La religión, el nacionalismo, la democracia, el socialismo y las ideologías precursoras del fascismo, eran los variados nexos de unión ideológica de las nuevas masas movilizadas. En países de tradición revolucionaria, la ideología de sus respectivas revoluciones permitió a las elites controlar, al menos en parte, las nuevas movilizaciones de masas. Así, por ejemplo, el liberalismo inglés consiguió impedir el desarrollo de un partido laborista de masas hasta 1914. En Francia, el radicalismo republicano intentó absorber las movilizaciones de masas, agitando contra sus enemigos el estandarte de la república y de la revolución.
En tercer lugar, los nuevos partidos de masas, en cierto modo, quebrantaron el viejo marco local o regional de la política, reduciendo su importancia o integrándolo en ámbitos más amplios. En cualquier caso, la política nacional en los países democratizados redujo el espacio de los partidos regionales, dominados por los notables, es decir, individuos poderosos e influyentes en la vida local. La democracia, en la medida en que consiguió ocupar el lugar de la política dominada por los notables, no sustituyó esa influencia por la del pueblo, sino por la de una organización, es decir, por las comisiones ejecutivas, los notables del partido y las minorías activistas. Además, los nuevos movimientos de masas tendían a venerar a sus respectivos líderes.
En definitiva, para quienes lo apoyaban, el partido o el movimiento les representaba y actuaba en su nombre. De esta forma, era fácil para la organización ocupar el lugar de sus miembros y seguidores y a sus líderes dominar la organización. Los movimientos estructurados de masas no eran, en modo alguno, repúblicas de iguales. Pero el binomio organización y apoyo de masas les otorgaba una gran capacidad: eran Estados en potencia. De hecho, las grandes revoluciones del siglo XX sustituirían a los viejos regímenes, Estados y clases gobernantes por partidos y movimientos institucionalizados como sistemas de poder estatal.
D. La implantación de la nueva situación política.
Los progresos de la democratización planteaban graves problemas a los gobernantes y a las clases en cuyo interés gobernaban. Un problema era el de mantener la unidad (o incluso la propia existencia) del Estado; problema urgente tanto en los países multinacionales enfrentados a movimientos nacionalistas disgregadores (caso del imperio austro-húngaro) como en el Reino Unido, con Irlanda. Otro era el de asegurar la continuidad de lo que para las elites del país en cuestión era una política sensata, sobre todo en la vertiente económica: el buen funcionamiento del capitalismo, el libre comercio (en el Reino Unido), la solidez de las finanzas y el patrón oro. De forma más genérica y por encima de todo, se planteaba el problema de garantizar la legitimidad, tal vez incluso la propia supervivencia, de la sociedad tal como estaba constituida, frente a la amenaza de los movimientos de masas partidarios de la revolución social.
Esas amenazas parecían más peligrosas por la inestabilidad política generada por la de los parlamentos, divididos por irreconciliables conflictos de partido, y la indudable corrupción de los sistemas políticos, que no se apoyaban ya en personas de riqueza independiente, sino cada vez más en individuos cuya carrera y cuya riqueza dependían del éxito que pudieran alcanzar en el nuevo sistema político. En absoluto podían ignorarse ambos fenómenos. Francia, por ejemplo, ostentaba el récord de inestabilidad política, con 52 gobiernos entre 1875 y 1914.
La nueva situación política se implantó de forma gradual y desigual, según la historia de cada Estado. En general, en la mayoría de los Estados europeos con constituciones limitadas o derecho de voto restringido, la preeminencia política que tuvo la burguesía liberal a mediados de siglo se eclipsó en la década de 1870 (caso de Bélgica, Alemania, Austria-Hungría, Italia o el Reino Unido). En su lugar no apareció una alternativa política tan clara. Los políticos formaban mayorías parlamentarias cambiantes, si bien integradas por partidos que no pretendían en ningún caso amenazar al Estado ni al orden social.
Ahora bien, no era probable que esa situación se mantuviera mucho tiempo. Y cuando los gobiernos se encontraron ante la aparición de fuerzas aparentemente irreconciliables, su primera reacción fue muchas veces la coacción. Bismarck declaró una guerra anticlerical (la Kulturkampf o lucha cultural) a un fuerte movimiento católico en la década de 1870 y, enfrentado al auge de los socialdemócratas, prohibió este partido en 1879, pero en ambos casos fracasó; antes o después, los gobiernos tenían que aprender a convivir con los nuevos movimientos de masas (los socialistas serían legalizados de nuevo en 1889, tras la caída de Bismarck). En 1886 el gobierno belga sofocó con las armas la oleada de huelgas y tumultos de los trabajadores y envió a prisión a los líderes socialistas, pero siete años más tarde, tras una huelga general, concedió una especie de sufragio universal. Los gobiernos italianos dieron muerte a campesinos sicilianos en 1893 y a 50 trabajadores milaneses en 1898, pero después cambiaron de actitud. La década de 1890, que conoció la aparición del socialismo como movimiento de masas, constituyó, en general, el punto de inflexión. Comenzó entonces una era de nuevas estrategias políticas.
Aunque parezca sorprendente, ningún gobierno pensó en serio abandonar el sistema constitucional y parlamentario. Los gobiernos permanecieron impasibles incluso durante la oleada de asesinatos anarquistas en la década de 1890, en la que murieron dos monarcas (Humberto de Italia e Isabel de Austria), dos presidentes (Carnot de Francia y McKinley de EEUU) y un jefe de gobierno (Cánovas de España). La sociedad burguesa conservaba una confianza suficiente, en gran parte porque el avance de la economía mundial no invitaba al pesimismo. De todas formas, si la sociedad burguesa en su conjunto no se sentía amenazada de forma grave e inmediata, tampoco sus valores y sus expectativas históricas decimonónicas se habían visto seriamente socavadas todavía. Se confiaba en que el comportamiento civilizado, el imperio de la ley y las instituciones liberales seguirían su progreso secular. Quedaba aún mucha barbarie, especialmente (así lo creían los elementos respetables de la sociedad) entre las clases inferiores y, por supuesto, entre los pueblos incivilizados que por suerte habían sido colonizados.
2. Nuevas estrategias políticas y auge del nacionalismo.
Las clases dirigentes optaron por nuevas estrategias, esforzándose por limitar el impacto del electorado de masas sobre sus intereses y los del Estado, así como sobre la definición y el mantenimiento de lo que consideraban líneas clave de la política nacional. Su objetivo básico fue controlar el movimiento obrero y socialista, que apareció en el escenario internacional hacia 1890 como fenómeno de masas. En la práctica, el movimiento obrero resultó más fácil de controlar que los movimientos nacionalistas que en este período surgieron o se reactivaron exigiendo autonomía o independencia. En cuanto a los católicos, también fue relativamente fácil integrarlos (salvo cuando se identificaron con el nacionalismo separatista), pues eran socialmente conservadores y, por lo general, se conformaban con la salvaguarda de los intereses específicos de la Iglesia.
No fue fácil hacer que los movimientos obreros se integraran en el juego institucional de la política, porque los empresarios, enfrentados a huelgas y sindicatos, tardaron mucho más que los políticos en renunciar a la política de mano dura, incluso en los pacíficos países escandinavos. El creciente poder de las grandes empresas se mostró especialmente recalcitrante. En la mayoría de los países, sobre todo en EEUU y Alemania, los empresarios no cambiaron de actitud antes de 1914, e incluso en el Reino Unido se produjo en la década de 1890 una ofensiva empresarial contra los sindicatos. También se plantearon problemas allí donde los nuevos partidos obreros se negaron a cualquier compromiso con el Estado y el sistema burgués. Pero hacia 1900 existía ya un ala moderada o reformista en todos los movimientos de masas, incluso entre los marxistas: Eduard Bernstein con su “revisión” de la teoría marxista suscitó escándalos, insultos y un debate apasionado en el mundo socialista. El hecho es que la política electoral de masas (que incluso la mayoría de los partidos marxistas defendía con entusiasmo porque permitía un rápido crecimiento de sus filas), iba integrando gradualmente a esos partidos en el sistema.
A. La aproximación parlamentaria a la izquierda moderada.
Ciertamente, era impensable todavía incluir a los socialistas en el gobierno. Tampoco cabía esperar que toleraran a los políticos y gobiernos reaccionarios. Sin embargo, podía tener éxito la política de incluir al menos a los representantes moderados de los trabajadores en un frente más amplio (la unión de todos los demócratas, republicanos, anticlericales u “hombres del pueblo”) en favor de ciertas reformas, especialmente si los enemigos se movilizaban en su contra. Esa política se puso sistemáticamente en práctica en Francia (desde 1899 con Waldeck-Rousseau) y en Italia a principios del siglo XX. En el Reino Unido, los liberales llegaron a un pacto electoral con el Labour Representation Committee en 1903, que posibilitó su entrada en el Parlamento en 1906 como Partido Laborista. En los demás países, el interés común de ampliar el derecho de voto aproximó a los socialistas y a otros demócratas, como ocurrió en Dinamarca, donde en 1901 el gobierno pudo contar, por primera vez en toda Europa, con el apoyo de un partido socialista.
Las razones que explican esta aproximación del centro parlamentario a la izquierda no eran, por lo general, la necesidad de conseguir el apoyo socialista, pues incluso los partidos socialistas más numerosos eran grupos minoritarios que podían ser fácilmente excluidos del juego parlamentario. Lo que impulsaba a los hombres sensatos de las clases dirigentes era, más bien, el deseo de aprovechar la posibilidad de domesticar a esas bestias salvajes del bosque político. La estrategia reportó resultados dispares según los casos, y la intransigencia de los capitalistas, partidarios de la coacción y que provocaban enfrentamientos de masas, no facilitó la tarea, aunque en conjunto esa política funcionó, al menos en la medida en que consiguió dividir a los movimientos obreros de masas en un ala moderada y otra radical e irreconciliable (una minoría, generalmente), aislando a esta última.
B. Una política de limitadas reformas sociales.
No obstante, era evidente que la democracia sería más fácilmente maleable cuanto menos agudo fuera el descontento. La nueva estrategia implicó, por tanto, la disposición a poner en marcha programas de reforma y asistencia social, lo que socavó la posición liberal clásica de mediados de siglo. Bismarck, con una mente siempre lógica, ya había decidido en la década de 1880 enfrentarse a la agitación socialista por medio de un ambicioso plan de seguridad social y en ese camino le seguirían Austria y los gobiernos liberales británicos de 1906-1914 (pensiones de vejez, oficinas públicas de empleo, seguros de enfermedad y de paro) e incluso, después de algunas dudas, Francia (pensiones de vejez en 1911). Los países escandinavos avanzaron lentamente en esa dirección, otros países sólo hicieron algunos gestos nominales y EEUU ninguno en absoluto. En ese paraíso de la libre empresa, hasta el trabajo infantil escapaba al control de la legislación federal, cuando en 1914 existían ya leyes que lo prohibían incluso en Italia, Grecia y Bulgaria. Las leyes sobre indemnización a los trabajadores en caso de accidente, muy extendidas en 1905, fueron desdeñadas por el Congreso y rechazadas por inconstitucionales por los tribunales de EEUU. Con excepción de Alemania, esos planes de asistencia social fueron modestos hasta poco antes de 1914, e incluso allí no consiguieron detener el avance del Partido Socialista. En todo caso, se había asentado ya una tendencia, mucho más rápida en la Europa protestante y en Australasia que en el resto del mundo.
Abandonado el concepto del Estado ideal no intervencionista, era inevitable que el peso y la importancia del aparato estatal se incrementara. Según los parámetros actuales, la burocracia era todavía modesta, aunque creció con gran rapidez, especialmente en el Reino Unido, donde el número de trabajadores al servicio del gobierno se triplicó entre 1891 y 1911. En Europa, hacia 1914, variaba entre el 3% de Francia y un 6% en Alemania (hoy alcanza el 10-12%).
C. La “invención de la tradición”.
¿No se podría conseguir la lealtad de las masas sin embarcarse en una política social de grandes gastos que podían reducir los beneficios de los empresarios de quienes dependía la economía? Se sabía, por ejemplo, que el imperialismo no sólo podía financiar la reforma social, sino que, además, era popular. La guerra (la perspectiva, al menos, de una guerra victoriosa), tenía incluso un potencial demagógico mayor. El gobierno conservador inglés utilizó la guerra de los bóers (1899-1902) para derrotar espectacularmente a sus enemigos liberales en las elecciones de 1900 y el imperialismo de EEUU consiguió movilizar con éxito la popularidad de las armas para la guerra contra España en 1898. Las clases dirigentes de EEUU, encabezadas por su presidente Th. Roosevelt (1901-1909) habían descubierto también al cowboy como símbolo del auténtico americanismo y de la tradición blanca nativa de libertad frente a las hordas invasoras de inmigrantes de clase baja y a la incontrolable gran ciudad.
Sin embargo, el problema era más amplio. ¿Se podía dar una nueva legitimidad a los regímenes políticos y a las clases dirigentes ante las masas democráticamente movilizadas? En gran parte, la historia de esos años consistió en una serie de intentos de responder a esa pregunta. La tarea era urgente porque en muchos casos los viejos mecanismos de subordinación social (como la religión) se estaban derrumbando. Así, los conservadores alemanes (partidarios de los grandes terratenientes y de la aristocracia) perdieron la mitad de sus votos entre 1881 y 1912, dado el crecimiento masivo de la población urbana. Más dramática aún fue la situación de la otra clase privilegiada, la burguesía liberal, que había triunfado sobre el Antiguo Régimen y que ahora se veía rechazada por unas masas hostiles. ¿Y qué decir del Estado, representado todavía habitualmente por monarcas? Las agitaciones no eran desdeñables o no parecían serlo. ¿Podía darse por sentada la lealtad de todos los súbditos o ciudadanos al Estado?
Este fue el momento en que los gobiernos (como los hombres de negocios, aunque con otros fines) descubrieron el significado político de las emociones. Apelar a la vertiente irracional del ser humano podía dar estupendos resultados políticos. En efecto, cuando se vieron socavados los antiguos métodos (fundamentalmente religiosos) para asegurar la subordinación, la obediencia y la lealtad de la población, se necesitaron sustitutos eficaces. Uno de ellos fue lo que Hobsbawn llama (con una expresión paradójica) la invención de la tradición, que utilizaba elementos antiguos y experimentados capaces de suscitar emociones, como la Corona y la gloria militar, y otros nuevos, como el Imperio y la conquista colonial. La vida política se ritualizó cada vez más y se llenó de símbolos y reclamos propagandísticos, tanto abiertos como subliminales.
Este desarrollo fue fruto de una implantación desde arriba y de un crecimiento desde abajo. Los gobiernos y las elites dirigentes sabían muy bien lo que hacían cuando crearon nuevas fiestas nacionales, como la del 14 de julio en Francia (¡en 1880!), o impulsaron la ritualización de la monarquía británica, cada vez más hierática y bizantina, en la década de 1880. Las imponentes masas de mármol y piedra con que los Estados ansiosos por confirmar su legitimidad (muy en especial, el nuevo imperio alemán) llenaban sus espacios abiertos eran planeadas por la autoridad con fines más políticos que artísticos. Así se explica el impresionante monumento a Víctor Manuel II en la Plaza Venecia de Roma. Las coronaciones británicas (como hoy las bodas reales) se organizaban, de forma plenamente consciente, como operaciones político-ideológicas para atraer la atención de las masas y suscitar sentimientos de identificación.
La invención de tradiciones por los Estados fue un fenómeno paralelo al descubrimiento comercial del mercado, de los espectáculos y de los entretenimientos de masas. La industria de la publicidad alcanzó entonces su mayoría de edad. Significativamente, el cartel moderno nació en las décadas de 1880 y 1890.
Las iniciativas oficiales lograban más éxito si explotaban y manipulaban las emociones populares espontáneas e indefinidas o si integraban temas de la política de masas no oficial. El 14 de julio francés se impuso como auténtica fiesta nacional porque recogía tanto el deseo de contar con una fiesta institucionalizada como el apego del pueblo a la revolución de 1789. El gobierno alemán, pese a las numerosas estatuas de mármol y piedra que levantó, no logró consagrar al emperador Guillermo I como padre de la nación, pero aprovechó el entusiasmo nacionalista no oficial que erigió cientos de columnas Bismarck tras la muerte del gran estadista; no obstante, este nacionalismo no oficial se vinculaba a la pequeña Alemania, a la que durante tanto tiempo se había opuesto Bismarck; de ello son testimonio el triunfo, en la década de 1890, del Deutschland über Alles (Alemania sobre todo) sobre otros himnos nacionales más modestos y el de la nueva bandera negra, blanca y roja prusoalemana sobre la antigua bandera negra, roja y oro de 1848.
Además, los gobiernos llevaron a cabo una sorda guerra por el control de los símbolos y ritos básicos de la vida humana. Lo hicieron, en especial, mediante el control de la escuela pública (sobre todo, la enseñanza primaria, base fundamental para formar el espíritu ciudadano “correcto”) e intentando controlar las grandes ceremonias del nacimiento, el matrimonio y la muerte, tradicionalmente en manos de las Iglesias. Los símbolos más poderosos eran tal vez la música, en sus formas políticas: el himno nacional y la marcha militar (con compositores famosos como J. P. Sousa en EEUU o Edward Elgar en el Reino Unido) y, sobre todo, la bandera nacional. En los países que no tenían monarquía, la bandera podía convertirse en la representación virtual del Estado, la nación y la sociedad, como en EEUU, donde a finales de la década de 1880 se inició la costumbre de honrar a la bandera como un ritual diario en las escuelas de todo el país, convirtiéndose pronto en una práctica general.
Podía considerarse afortunado el régimen capaz de movilizar símbolos aceptados universalmente, como el monarca inglés, que comenzó a asistir todos los años a la gran fiesta del proletariado, la final de la copa de fútbol, subrayando la convergencia entre el ritual público de masas y el espectáculo de masas. En este período comenzaron a proliferar espacios ceremoniales públicos y políticos, por ejemplo en torno a los nuevos monumentos nacionales alemanes o a los estadios deportivos, susceptibles de convertirse también en escenarios políticos.
Los Estados y los gobiernos competían por los símbolos de unidad y de lealtad emocional con los movimientos de masas no oficiales, que a menudo creaban sus propios contrasímbolos, como el himno de la Internacional socialista, que fue creado cuando el Estado francés se apropió del himno de la Marsellesa. De todos modos, los partidos socialistas, compartían con la burguesía, el ser herederos de la Ilustración, lo que explica que en no poca medida estuvieran vinculados a la cultura oficial por su fe en la educación (defensa de la escuela pública), en la razón y en la ciencia y en los valores de las artes (burguesas): los "clásicos". Eran, más bien, movimientos religiosos y nacionalistas los que rivalizaban con el Estado, creando nuevos sistemas de enseñanza rivales sobre bases lingüísticas o confesionales.
D. El éxito de la integración política de las masas.
¿Lograron las clases dirigentes controlar la movilización de esas masas, subversivas en potencia? De hecho, en la mayoría de los Estados del occidente capitalista (excepto Austria) el período de 1900 a 1914 fue de estabilidad política, a pesar de las diversas alarmas y problemas.
El socialismo y otros movimientos que rechazaban el sistema fueron engullidos por éste o se les utilizó para lograr un amplio consenso conservador en su contra. Cuando estalló la guerra de 1914, la mayoría de los partidos socialistas se vinculó, en patriótica unión, con sus gobiernos y sus clases dirigentes. En muchos casos lo hicieron sin entusiasmo y, sobre todo, porque temían ser abandonados por sus seguidores, que se alistaron en masa espontáneamente (en el Reino Unido, dos millones de jóvenes se alistaron voluntarios entre agosto de 1915 y junio de 1915).
Dado el éxito de esta integración, los diversos regímenes sólo tuvieron que hacer frente al desafío de la acción directa. Este tipo de conflictos se dio sobre todo en la década previa a 1914, pero se trataba de un desafío al orden público más que al social, dada la ausencia de situaciones revolucionarias en los países más representativos de la sociedad burguesa. Los tumultos de los viticultores del sur de Francia y el motín del regimiento enviado contra ellos (1907), las huelgas prácticamente generales de Belfast (1907), Liverpool (1911) y Dublín (1913), la huelga general de Suecia (1908) e incluso la Semana Trágica de Barcelona (1909) no tenían la fuerza suficiente como para quebrantar los cimientos de los regímenes políticos.
Tales fenómenos no deben subestimarse ni tampoco sobreestimarse. De todas formas, en este período las clases dirigentes descubrieron que, a pesar de sus temores, la democracia parlamentaria era perfectamente compatible con la estabilidad política y económica de los regímenes capitalistas. Ese descubrimiento era nuevo, al menos en Europa, y decepcionó a los revolucionarios. Para Marx y Engels, la democracia, aunque “burguesa”, era como la antesala del socialismo, pues permitía, e incluso impulsaba, la movilización política del proletariado y de las masas oprimidas. Lenin, sin embargo, desde la experiencia de una generación de democratización occidental, afirmaba en 1917: “Una república democrática es la mejor concha política para el capitalismo y, en consecuencia, una vez que el capitalismo ha conseguido el control de esa concha [...] asienta su poder de forma tan segura y tan firme que ningún cambio, ni de personas ni de instituciones ni de partidos en la república democrático-burguesa puede quebrantarla”.
E. El auge del nacionalismo.
Entre 1875 y 1914 el nacionalismo experimentó una extraordinaria expansión y su contenido ideológico y político se transformó. El propio vocabulario refleja estos cambios. El término “nacionalismo” se usó por primera vez a fines del siglo XIX en Francia e Italia para definir a grupos de derecha que agitaban la bandera nacional contra los extranjeros, los liberales y los socialistas y propugnaban la expansión agresiva de su propio Estado. También entonces, como hemos visto, la canción Deütschland über Alles (Alemania sobre todo) se convirtió en el himno nacional alemán. El término, aunque al principio designaba sólo esta versión reaccionaria del nacionalismo, pronto se aplicó a todos los movimientos para quienes la “causa nacional” era primordial: es decir, a todos los que exigían el derecho a formar un estado independiente. El número de estos movimientos nacionalistas se incrementó mucho en ese período.
La base de cualquier tipo de nacionalismo era la misma: la voluntad de la gente de identificarse con “su nación” y de movilizarse como checos, alemanes, italianos o lo que fuera, voluntad que podía aprovecharse políticamente. De hecho, la democratización en ese período (en especial, las elecciones) ofreció amplias oportunidades para esa movilización. Cuando eran los propios Estados los que explotaban dicha voluntad hablaban de “patriotismo” y apelaban a los ciudadanos en tanto que franceses, alemanes, etc. leales a su patria. La esencia del nuevo nacionalismo “de derecha”, ultraconservador y xenófobo, consistía en reclamar el monopolio del patriotismo, considerando traidores a todos los demás grupos. Este fenómeno era nuevo: durante gran parte del siglo XIX el nacionalismo se había identificado con los movimientos liberales y radicales y con la tradición de la revolución francesa.
No obstante, el nacionalismo no se identificaba necesariamente con ninguna formación del espectro político. Algunos movimientos nacionales se identificaban con la derecha, otros con la izquierda y otros eran indiferentes. Además, movimientos importantes, como el socialismo, sólo en ocasiones movilizaban a la gente sobre una base nacional, pues su principal preocupación era la transformación social. Los políticos nacionalistas afirmaban que la causa nacional era incompatible con las demás. Pero, como demuestra la experiencia, se podía ser perfectamente, por ejemplo, nacionalista irlandés y revolucionario marxista.
En los países donde se extendía la política de masas los partidos tenían que competir por los mismos votantes. Los movimientos socialistas, que apelaban a sus votantes sobre la base de la identidad de clase, no tardaron en comprender este hecho, pues competían con otros partidos que pedían al proletariado su apoyo en tanto que checos, polacos o eslovenos. De ahí su preocupación por la “cuestión nacional”: casi todos los teóricos marxistas participaron en apasionados debates sobre el tema. Allí donde la identificación nacional se convirtió en una fuerza política, constituyó una especie de sustrato general de la vida política. En 1875-1914 la identificación nacional alcanzó una difusión mucho mayor que en el pasado y aumentó su importancia en la vida política.
Hacia 1875 en Europa había unos estados que se autoconsideraban representantes de “naciones” (Francia, Gran Bretaña, Alemania, Italia o España), otros representaban a la mayoría de su población sobre la base de algún principio “nacional” (los zares de Rusia, por ejemplo, gozaban de la lealtad del pueblo como gobernantes rusos y ortodoxos), y, por último, existían numerosas nacionalidades en el interior de algunos Estados, si bien, excepto en el imperio Habsburgo y, tal vez, en el otomano, no planteaban graves problemas políticos.
En las décadas siguientes surgieron numerosos movimientos nacionalistas, incluso entre pueblos en los que nadie había pensado antes, como los estonios o los macedonios. Y, dentro de las viejas naciones-estado, algunas poblaciones regionales empezaron a movilizarse políticamente como “naciones”. Por ejemplo, en Gales se organizó el movimiento de la “Joven Gales” (1890) y en España se fundó el Partido Nacionalista Vasco (1894). También por esas fechas Theodor Herzl inició el movimiento sionista entre los judíos. No obstante, muchos de estos movimientos no tenían aún gran apoyo entre las masas, es decir, entre aquellos en cuyo nombre decían hablar.
A largo plazo lo que tuvo más trascendencia fue el cambio en la definición y el programa del nacionalismo político, cambio que se puede concretar en tres aspectos:
- Primero, el principio (ausente en el nacionalismo liberal) de que la autodeterminación podía ser una aspiración no sólo de las naciones grandes que pudieran demostrar una viabilidad económica, política y cultural, sino de todos los grupos que se consideraran a sí mismos como “nación”. Aspiración que, en última instancia, significaba cada vez más el derecho a un Estado soberano e independiente con un territorio propio.
- Segundo, la etnicidad y especialmente la lengua se convirtieron en los criterios centrales, cada vez más decisivos o incluso únicos, para definir la nación.
- El tercero fue la aparición del nacionalismo y del patriotismo como una ideología de la que se adueñó la derecha política. Ese proceso tendría su máxima expresión en el período de entreguerras con el fascismo, cuyos antepasados ideológicos hay que buscar aquí.
El nacionalismo era básicamente territorial, según el modelo de la revolución francesa. La identificación de la nación con un territorio exclusivo originó grandes problemas. Un caso extremo fue el sionismo, un movimiento sin precedentes, pues los judíos habían conservado su identidad durante siglos a pesar de carecer de un estado propio. Además de reivindicar una lengua (el hebreo) que los judíos no hablaban desde hacía siglos, el sionismo pretendía crear un estado propio en un territorio (habitado por los palestinos), aunque para su fundador, Thedor Herzl, no era necesario que tuviera alguna conexión histórica con los judíos.
Los problemas que provocaba la identificación de la nación con un territorio exclusivo fueron tales que surgió, sobre todo en el imperio Habsburgo y entre los judíos de la diáspora, una definición alternativa de nación como fenómeno aplicable, no a un fragmento concreto del mapa, sino a las personas que se consideraran a sí mismas como miembros de una nación, con independencia del lugar donde vivieran y en el que disfrutarían de “autonomía cultural”. Los defensores de ambas teorías, geográfica y humana, de la nación se enzarzaron en agrias disputas. Ninguna de las dos era totalmente satisfactoria, si bien la humana era más inofensiva y, desde luego, no llevó a sus defensores al extremo de crear primero un territorio para luego obligar a sus habitantes a adoptar la forma nacional adecuada.
3. Nacionalismo de derechas e identificación nacional.
A. Migraciones: asimilación, xenofobia y nuevos nacionalismos.
El nacionalismo de Estado era un arma de doble filo: movilizaba realmente a una parte de la población, pero alienaba a otra, a aquellos que no pertenecían o no querían pertenecer a la nación identificada con el Estado. Contribuyó así a definir las nacionalidades excluidas, aquellas que, por la razón que fuera, se resistían a la lengua y a la ideología oficiales.
Con todo, durante la mayor parte del siglo XIX la “asimilación” no fue, ni mucho menos, un término negativo: era lo que muchos deseaban, especialmente los que aspiraban a integrarse en las clases medias. Los campesinos, por ejemplo, podían obtener ventajas si se convertían en franceses, y lo mismo cabe decir de quienes aprendían, además de su lengua materna, un idioma importante de cultura y progreso. En 1910, el 70% de los inmigrantes alemanes llegados a EEUU desde 1900 eran ya ciudadanos norteamericanos anglófonos, aunque, desde luego, no renunciaron a hablar su lengua ni a sentirse alemanes. La nación estadounidense y la lengua inglesa no fueron las únicas que hicieron una invitación a la adhesión; y muchos se sintieron felices de aceptar esas invitaciones, tanto más cuanto que no se les exigía que rechazaran su origen.
Entonces, ¿por qué la resistencia de algunos grupos a la asimilación? Una razón fue que no se les permitía convertirse en miembros de pleno derecho de la nación oficial. A menudo había una flagrante contradicción entre la oferta gubernamental de asimilación plena para todo el que se mostrara dispuesto y capaz de integrarse, y el rechazo, de hecho, de algunos sectores hacia los grupos “distintos”. Esta realidad resultó especialmente dramática para quienes, como los judíos de clase media, occidentalizados y cultos, habían creído que no había límites a la asimilación.
Entre 1875 y 1914 hubo mucha xenofobia (y reacción nacionalista ante ella), pues fueron años de movilidad y migración masivas y de tensiones sociales abiertas u ocultas. Curiosamente, las manifestaciones más inesperadas de xenofobia surgieron entre la burguesía media y alta, gentes que era poco probable que conocieran a los que vivían en los barrios marginales de inmigrantes. Pero el prejuicio racial sistemático contra “eslavos, mediterráneos y semitas” en EEUU se dio, en especial, entre la clase media y alta blanca, protestante y anglófona. Para esta burguesía la llegada de extranjeros pobres simbolizaba los problemas planteados por el proletariado urbano, esos “bárbaros” que amenazaban con destruir la civilización tal como la entendían las gentes “respetables” y que cometían el imperdonable “pecado” de no aceptar la posición superior de las viejas elites. Fue en Boston, centro de la burguesía tradicional blanca, anglosajona y protestante, donde se fundó la Liga para la restricción de la inmigración en 1893.
Sufrieran o no la xenofobia local, en los inmigrantes surgían sentimientos nacionalistas respecto a su país de origen. Polacos, eslovenos, sicilianos o napolitanos en EEUU necesitaban de su comunidad para encontrar ayuda. ¿De quién podían esperarla esos inmigrantes que comenzaban una nueva vida, en un país extraño, sino de los parientes y amigos de su viejo país? (incluso los que emigraban de una región a otra dentro del mismo país solían mantenerse unidos). ¿Quién podía comprender su lengua materna, sobre todo en el caso de la mujer, cuya actividad doméstica le hacía más difícil superar el monolingüismo? ¿Quién podía conseguir que dejaran de ser un simple conjunto de extranjeros para convertirse en una comunidad? La “nacionalidad” se convirtió en una red de relaciones personales más que en una comunidad imaginaria y abstracta por el solo hecho de que, al encontrarse alejados de la patria, cada esloveno, por ejemplo, podía establecer una conexión personal con los demás eslovenos con los que se encontrara.
Cuanto más intensos eran los movimientos migratorios y más rápido el desarrollo industrial que enfrentaba a unas masas de desarraigados con otras, más fácil fue que surgiera una conciencia nacional entre esos desarraigados. Por eso, en muchos casos, el exilio fue el lugar básico de ubicación de los nuevos movimientos nacionales. Cuando el futuro presidente Masaryck firmó el acuerdo para crear un Estado que uniera a checos y eslovacos, lo hizo en Pensilvania (EEUU), pues ahí estaban las bases de un nacionalismo eslovaco organizado.
B. El componente tradicionalista.
Otra fuerza que estimulaba el nacionalismo fue el neotradicionalismo, reacción defensiva y conservadora ante la perturbación del viejo orden social por el progreso, el capitalismo, las ciudades y la industria, y su consecuencia lógica, el socialismo. Este elemento es evidente en el apoyo que la Iglesia católica prestó a nacionalismos como el vasco o el flamenco y a otros de pueblos pequeños que el liberalismo rechazaba como incapaces de constituir naciones viables.
Los ideólogos de la derecha tendieron también a promover el regionalismo cultural de corte tradicional, incluso muchos movimientos separatistas de la Europa occidental de finales del siglo XIX (bretones, galeses, occitanos, etc). Entre esos pueblos pequeños, por otra parte, ni la burguesía ni el proletariado se interesaban mucho por el nacionalismo. La nueva burguesía industrial prefería el mercado de una gran nación o del mundo entero a la limitación de un pequeño país o región: ni en la Polonia rusa ni en el País Vasco, regiones con fuerte desarrollo industrial dentro de Estados más extensos, mostraron interés la burguesía autóctona por la causa nacional. Pero había algo más frustrante aún para los nacionalistas tradicionalistas y es que el campesinado tampoco mostró gran interés por el nacionalismo. Los campesinos vascoparlantes mostraron poco entusiasmo por el PNV, fundado para defender los fueros ancestrales frente a la incursión de los españoles y de los obreros “ateos”. Como casi todos los movimientos de ese tipo, era una creación básicamente urbana e integrada por gentes de las clases media y media baja.
La expansión del nacionalismo fue en gran medida un fenómeno protagonizado por las capas medias de la sociedad, lo que justificaría que los socialistas de la época lo calificaran como “pequeñoburgués”. Ese hecho contribuye a explicar los tres rasgos nuevos, ya señalados, del nacionalismo de esos años: la militancia lingüística, la exigencia de independencia (y no alguna forma de autonomía) y su identificación con la derecha y la ultraderecha políticas.
C. El nacionalismo lingüístico.
La definición étnico-lingüística de la nación, que hoy parece tan normal, se inventó a finales del siglo XIX. Los ideólogos del movimiento irlandés, por ejemplo, no empezaron a vincular la causa de la nación irlandesa con la defensa del gaélico hasta poco después de la fundación de la Liga Gaélica en 1893. También fue por entonces cuando los vascos basaron sus reivindicaciones nacionales en el euskera. Los sionistas fueron aún más lejos al identificar a la nación judía con el hebreo, una lengua ritual que los judíos nunca habían utilizado para la vida cotidiana. Para dicho uso fue “inventada” en 1880, cuando empezó a dotarse de vocabulario nuevo (se inventó, por ejemplo, una palabra para “nacionalismo”) y se aprendía más como signo de compromiso sionista que como medio de comunicación. Esto no quiere decir que la lengua no hubiera sido un aspecto importante de la cuestión nacional. Era un criterio de nacionalidad entre otros muchos, pero no un campo de batalla ideológico como llegaría a serlo más tarde. El yiddish, la lengua que hablaba la mayoría de los judíos, no tuvo ninguna dimensión ideológica antes de que la adoptara como suya la izquierda no sionista, ni a la mayoría de sus hablantes les preocupaba que muchas autoridades se negaran a aceptarla ni siquiera como lengua diferenciada.
El nacionalismo lingüístico fue obra de quienes escribían y leían la lengua y no de quienes la hablaban. Las lenguas nacionales, que se decía reflejaban el carácter fundamental de la nación respectiva, eran, a menudo, una creación artificial: tuvieron que ser compiladas y estandarizadas para su uso moderno y escrito a partir del rompecabezas de dialectos locales que formaban las lenguas habladas no escritas. Las lenguas escritas de las grandes naciones-estado habían pasado esa fase de “normalización” mucho antes: el alemán y el ruso en el siglo XVIII, el francés y el inglés en el XVII, el castellano y el italiano incluso antes. La mayoría de las lenguas minoritarias fijaron su vocabulario y su uso “correcto” en el siglo XIX. En el caso del catalán, el euskera y las lenguas bálticas ese proceso se produjo hacia 1900. El nacionalismo lingüístico tendía a la secesión política y, a la inversa, la reivindicación de un estado independiente parecía exigir una lengua propia, como el gaélico o el hebreo.
D. Antisemitismo, crisis del liberalismo y nacionalismo prefascista.
La xenofobia atraía fácilmente a comerciantes, artesanos independientes y algunos campesinos amenazados por el progreso de la economía industrial, sobre todo en los difíciles años de la depresión económica. El extranjero simbolizaba para estas clases la perturbación de los viejos hábitos, así como el propio sistema capitalista que originaba esa perturbación.
Así, el virulento antisemitismo político que se difundió en el mundo occidental a partir de 1880 tenía poco que ver con el número real de judíos contra quienes se dirigía. Se produjo tanto en Francia, donde sólo había unos 60.000 judíos (entre una población de 40 millones), como en Alemania, donde eran 500.000 (entre 65 millones), o en Viena, donde constituían el 15% de la población (pero apenas se dio en Budapest, donde eran el 25%). Ese antisemitismo se dirigió, más bien, contra banqueros, empresarios y otros identificados con la destrucción que el capitalismo causaba en los “pequeños” (artesanos, comerciantes, etc). La caricatura típica del capitalista durante la belle époque era la de un hombre gordo, con sombrero de copa y fumando un puro, y además con una nariz supuestamente judía, dado que los sectores económicos en los que destacaban los judíos hacían la competencia a los pequeños tenderos y concedían o negaban créditos a los granjeros y a los pequeños artesanos.
Lo que sorprende en el antisemitismo político de finales del siglo XIX no es tanto la identificación “judío = capitalista”, lógica en extensas zonas de la Europa central y oriental, sino su asociación con el nacionalismo de derechas. Se debió, quizás, a que en los Estados fuertes la ideología nacionalista se orientó claramente hacia la derecha, sobre todo a partir de 1890, cuando, por ejemplo, en Alemania las antiguas organizaciones nacionalistas de masas, las asociaciones gimnásticas, evolucionaron hacia una postura agresiva, militarista y antisemita. Y una vez que la derecha se apropió los símbolos patrióticos, la izquierda tuvo problemas con ellos, incluso en Francia, donde el patriotismo (como la bandera tricolor) estaba firmemente identificado con la revolución: agitar el nombre y la bandera nacionales llegó a parecer un riesgo de contaminación de la ultraderecha. Además, en los movimientos socialistas, que combatían sistemáticamente la xenofobia latente o explícita de sus seguidores, el rechazo a los extranjeros o a los judíos se hizo más vergonzoso e inaceptable que en el pasado.
Por otra parte, la situación internacional ya no era la misma. Hasta 1870 podía decirse que la victoria de un Estado no suponía necesariamente la derrota de otro. El mapa de Europa se había modificado con la aparición de dos naciones-estado grandes (Alemania e Italia) y varias pequeñas en los Balcanes (Grecia, Serbia, Rumania, Bulgaria) sin producirse ninguna guerra o ruptura intolerable en el sistema internacional. Hasta los años de la depresión económica a todos los Estados les interesaba algo parecido a un libre comercio mundial, aunque quizá beneficiaba más a Gran Bretaña que a los demás. A partir de entonces tales pretensiones dejaron de sonar auténticas y, dado que el estallido de un conflicto global empezó a verse como una posibilidad seria, ganó terreno el nacionalismo que veía a las otras naciones como amenaza.
Ese nacionalismo alimentó y fue impulsado por los partidos de extrema derecha que surgieron de la crisis del liberalismo. Los primeros políticos que se denominaron “nacionalistas” aparecieron, a menudo, tras la derrota bélica de sus respectivos países (Francia ante Alemania en 1870, Italia ante Etiopía en 1896). Y fundaron sus movimientos como reacción deliberada contra el parlamentarismo. Grupos de este tipo, como la Acción Francesa (fundada por Maurice Barrès en 1898) o los italianos (que se fusionarían con el fascismo después de la 1ª G.M.), fueron políticamente marginales, pero reflejaban un nuevo tipo de movimiento político basado en el chovinismo, la xenofobia y la idealización de la expansión nacional, la conquista y la guerra.
Este nacionalismo era el vehículo perfecto para expresar el resentimiento de quienes no podían explicar con precisión su descontento: los “culpables” eran los extranjeros o los judíos. En 1894 el capitán francés Alfred Dreyfus, miembro de una rica familia de industriales de origen judío, fue condenado por un delito de traición que no había cometido. El juicio, lleno de irregularidades, donde se utilizaron documentos falsos para inculpar a Dreyfus, tuvo lugar en medio de una virulenta campaña contra los judíos a quienes se acusaba de controlar la economía y las finanzas francesas. Dreyfus era para los antisemitas la prueba de que los judíos conspiraban contra su propio país. Entre 1894 y 1906, en que se reconoció la inocencia de Dreyfus, Francia vivió una gravísima crisis política que dividió profundamente el país.
El caso Dreyfus dio al antisemitismo francés un matiz especial, no sólo porque el acusado era judío, sino porque su supuesto crimen era el espionaje a favor de Alemania. Por su parte, los “buenos” alemanes se sentían aterrados porque su país estaba siendo “rodeado” sistemáticamente por una alianza de enemigos. Y al estallar la 1ª G.M. los ingleses (como otros países beligerantes) lo celebraron con una explosión de histeria antiextranjera que aconsejó incluso sustituir el nombre alemán de la dinastía real (Sajonia-Coburgo-Gotha) por otro anglosajón (Windsor).
Sin duda, todos los ciudadanos, excepto una minoría de socialistas internacionalistas (como Jaurès), algunos intelectuales, aristócratas y hombres de negocio cosmopolitas, sintió hasta cierto punto el atractivo del chovinismo. Casi todos cayeron en la tentación de considerar que la clase o el país al que pertenecían era superior a los demás. El hecho es que al iniciarse la 1ª G.M. todos respondieron al sonido de las trompetas nacionalistas, desde las clases más altas de la sociedad hasta los campesinos y proletarios del escalón más bajo.
Para las numerosas capas medias el nacionalismo tenía otro atractivo mayor: les daba una identidad colectiva como “defensores auténticos” de la nación o como aspirantes al pleno estatus burgués que tanto anhelaban. El patriotismo compensaba la inferioridad social. En Alemania el alistamiento permitía que los que habían hecho estudios secundarios hasta los 16 años, alcanzaran la condición de oficial de la reserva. En Gran Bretaña, como pondría de relieve la guerra, incluso los empleados y vendedores podían llegar a ser oficiales y “caballeros temporales”.
E. Nacionalismo e identificación nacional ante la 1ª guerra mundial.
El nacionalismo no puede reducirse a una ideología que atraía sólo a las frustradas clases medias o a los antepasados (antiliberales, antidemócratas, antisocialistas) del fascismo. Había otras capas más numerosas sensibles a llamamientos nacionalistas. La guerra de 1914 produjo verdaderos accesos de patriotismo de masas en todos los países. Y en los Estados plurinacionales los movimientos obreros no pudieron evitar su disgregación en organizaciones nacionales: el movimiento socialista del imperio Habsburgo se escindió antes que el propio imperio.
Una cosa era el nacionalismo como ideología de movimientos nacionalistas de derechas y otra, un sentimiento “nacional” más general, que compartía mucha más gente. Los primeros sólo tenían en cuenta la grandeza de la nación: su programa era expulsar, derrotar, conquistar, someter o eliminar al “extranjero”, lo demás carecía de importancia. Eso limitó, de hecho, su influencia a un núcleo de ideólogos y militantes apasionados, a una clase media que buscaba cohesión y autojustificación, a unos grupos que querían descargar todo su descontento sobre alguna “bestia negra”: los extranjeros. Habrá que esperar al fascismo de las décadas de 1920 y 1930 para que esos movimientos tengan amplia difusión en las masas.
En 1875-1914 a la mayoría de la gente el nacionalismo por sí solo no le bastaba. Esto se ve con claridad en las nacionalidades que no habían logrado aún la independencia. En efecto, los movimientos nacionales que consiguieron un auténtico apoyo de masas fueron los que conjugaron la llamada a la nación con algún otra fuerza movilizadora poderosa. Una fue la religión: el catolicismo dio sentido político al nacionalismo flamenco y al vasco e implantación entre las masas al irlandés y al polaco, gobernados por autoridades no católicas.
Otra, más sorprendente aún, fue el socialismo. Polonia, por ejemplo, logró su independencia bajo el liderazgo, no de los partidos nacionalistas, sino del Partido Socialista Polaco. Hubo partidos marxistas que, para su sorpresa, se encontraron representando a su nación, como el Partido Socialista Finlandés o los mencheviques en Georgia. Y, a la inversa, los movimientos nacionalistas comprendieron que necesitaban, si no elaborar un programa social específico, sí interesarse por las cuestiones económicas y sociales. En la industrializada Bohemia, desgarrada entre checos y alemanes, atraídos ambos por sindicatos obreros, surgieron movimientos “nacionalsocialistas” (los checos “socialistas nacionales” llegarían a ser el partido más votado en la Checoslovaquia independiente).
Quienes en 1914 fueron gustosos a la guerra, iban impulsados por un patriotismo que no puede reducirse a eslóganes nacionalistas, pues incluía cierta idea de lo que se les debía como ciudadanos. Esos cientos de miles de soldados no habían ido a combatir por el placer de la lucha, la violencia y el heroísmo, ni para llevar adelante el egoísmo y el expansionismo nacionales de la derecha. Y menos aún los impulsaba la hostilidad hacia el liberalismo y hacia la democracia que caracterizaba ese nacionalismo de derechas.
La propaganda de todos los beligerantes en 1914 ponía de relieve que era necesario insistir no en la gloria y la conquista, sino en que “nosotros” éramos víctimas de una agresión y “ellos” representaban una amenaza mortal para los valores de la libertad y la civilización encarnadas por “nosotros”. Más aún, era imposible movilizar a la gente a menos que creyera que la guerra era algo más que un simple combate armado y que de alguna manera el mundo sería mucho mejor si vencíamos “nosotros”. Los gobiernos británico y francés decían defender la democracia y la libertad frente al poder monárquico, el militarismo y la barbarie, mientras que el alemán afirmaba defender los valores del orden, la ley y la cultura frente a la autocracia y la barbarie rusas.
Las masas de soldados alemanes, franceses y británicos que fueron a la guerra en 1914 no fueron como guerreros o aventureros, sino como ciudadanos civiles. Eso muestra la necesidad, y la fuerza, del patriotismo para los gobiernos de las sociedades democráticas. Sólo el sentimiento de que la causa de su Estado era también la suya propia pudo movilizarles; y en 1914 británicos, franceses y alemanes tenían ese sentimiento. Tres años de masacres enormes y el ejemplo de la revolución rusa sirvieron para que comprendieran su equivocación.
La nacionalización de las masas, como demuestra el estudio de Eugen Weber sobre la Francia del siglo XIX, fue un proceso de aculturación política pero también de búsqueda activa de la adhesión de los franceses a los principios acuñados por la tradición republicana y democrática. El paso de “campesinos” a “franceses” fue tarea lenta, que no se vio plenamente cumplida hasta fines del siglo XIX, pero que tuvo como corolario una clara integración nacional del conjunto de la población. Algo semejante cabría decir del proceso seguido en Italia, Alemania o EEUU. Este esfuerzo nacionalizador desplegado por los gobiernos desde mediados del siglo XIX fue también consecuencia del avance de la democracia, expresado en la ampliación de la participación política y en la aparición de una ciudadanía consciente. La democracia se hizo más viable gracias a la existencia de un patriotismo de Estado, con el que los gobiernos podían lograr una legitimidad política mayor ante sus ciudadanos. En este sentido, la conversión de súbditos en ciudadanos fue un proceso que favoreció la democratización y la atribución a los Estados de funciones antaño ejercidas por poderes tradicionales, como la Iglesia. No es extraño que algunas de las tradiciones “inventadas” por los Estados a fines del siglo XIX, como las fiestas nacionales o los himnos patrióticos se hayan convertido en una suerte de religión cívica.
En suma, puede decirse que las transformaciones sociales y políticas inauguradas por la doble revolución de fines del siglo XVIII se hallaban plenamente desbordadas un siglo más tarde. Muchas de estas transformaciones fueron el fruto de luchas sociales y políticas, pero también consecuencia de la modernización económica abierta con la revolución industrial. Aunque a fines del siglo XIX, el ejercicio de la política todavía parecía coto reservado a una minoría de gobernantes de aire aristocrático y comportamientos autoritarios, su legitimidad dependía cada vez más del consenso de la ciudadanía y del recurso a consultas electorales y al papel desempeñado por la opinión pública. El estallido de la Gran Guerra, en 1914, abrirá un vendaval de cambios que llevará por delante los restos de liberalismo oligárquico y, en cambio, reforzará el papel activo de las masas en la vida política.
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Hª Contemporánea Universal (hasta 1945) - Lectura 6
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