Historia


Configuración del régimen democrático


VIII. LA CONFIGURACIÓN DEL RÉGIMEN DEMOCRÁTICO, 1977-1978

Las elecciones del 15 de junio y el inicio del proceso constituyente.

La campaña de las elecciones del 15 de junio fue una auténtica fiesta democrática, con una elevada asistencia de ciudadanos a los múltiples actos públicos de los recién legalizados partidos políticos, especialmente los organizados por comunistas y socialistas. La limpieza del proceso electoral no debe ocultar, sin embargo, que desde las instituciones gubernamentales no se escatimaron recursos para favorecer a la coalición liderada por Adolfo Suárez, así como que algunos partidos -republicanos y de extrema izquierda- no pudieron concurrir a las urnas con sus propias siglas, al no haber sido todavía legalizados.

Con una participación del 78,7 por 100 del censo electoral, la jornada del 15 de junio de 1977 abrió una nueva etapa en la transición española hacia un régimen democrático. La UCD, una coalición de pequeños grupos demócrata-cristianos, liberales, socialdemócratas y regionalistas, con una importante presencia de políticos procedentes del Movimiento Nacional, liderada por el presidente del gobierno Adolfo Suárez, obtuvo en las elecciones al Congreso de Diputados el 34 por 100 de los votos y 165 escaños; el PSOE, con su primer secretario Felipe González como candidato a la presidencia del gobierno, quedó en segunda posición con el 28 por 100 de los votos y 118 diputa­dos. El PCE-PSUC, encabezado por el veterano Santiago Carri­llo, obtuvo el 9 por 100 de los sufragios y 20 escaños. AP, con numerosos ex ministros franquistas encabezados por Manuel Fraga, no logró rebasar el 8 por 100 de los votos y obtuvo 16 diputados, y la candidatura Unidad Social ista-Partido Socialista Popular, liderada por Enrique Tierno Galván logró el 4 por 100 de sufragios y seis escaños. La distorsión de la proporcionali­dad, fruto de la norma electoral que prescindió interesadamente de la extrema desigualdad poblacional de las provincias espa­ñolas, infrarrepresentando a las más pobladas, permitió que UCD alcanzara el 47 por 100 de los escaños y el PSOE el 33 por 100, en tanto que el PCE-PSUC vio reducida su representación en escaños al 5 por 100, AP al 4 por 100, y US-PSP al 1 por 100. La coalición Pacte Democrátic per Catalunya, formada en torno a Convergéncia Democrática de Catalunya y liderada por Jordi Pujol, logró 11 escaños, aunque hubo de conformarse con la tercera posición en las preferencias del electorado catalán, igua­lada con la coalición gubernamental, ambas detrás de socialistas -15 escaños- y comunistas -ocho escaños-. El PNV, con el his­tórico dirigente Juan Ajuriaguerra a la cabeza, obtuvo una ajus­tada victoria en el País Vasco con ocho diputados, seguido a muy corta distancia por el PSE-PSOE, que logró siete. Sin duda, el mayor fracaso electoral de la jornada del 15 de junio fue el de Federación Demócrata Cristiana, dirigida por Joaquín Ruiz­Giménez y José María Gil Robles, que no se presentó en Cata­luña y el País Vasco al existir partidos demócrata-cristianos nacionalistas -PNV y UDC-, y cuyas candidaturas en el resto de España apenas lograron un 1,5 por 100 de los votos y ningún escaño. En las elecciones para el Senado, formado por 4 sena­dores elegidos por cada provincia mediante un sistema mayori­tario, más los de designación real, la UCD obtuvo una amplia victoria, aunque rápidamente quedó claro que dicha cámara ten­dría un papel secundario.

El mapa electoral español, que configuró un sistema de «bipartidismo imperfecto», con dos formaciones que reunían al 63 por 100 de los sufragios, y otras dos a notable distancia, se reproducía en la mayoría de las regiones españolas, con algunas variaciones derivadas de un mayor voto conservador -especial­mente en Galicia, Extremadura, Castilla-León, Cantabria, Baleares y Canarias- o progresista -en Madrid, Andalucía, País Valen­ciano y Asturias- Pero en Cataluña y en el País Vasco se dibu­jaron mapas electorales distintos; en Cataluña con el claro triunfo de la coalición Socialistas de Cataluña (28,4 por 100), seguida de los comunistas del PSUC (18,2 por 100) y de la coalición nacionalista PDC (16,8 por 100), en tanto UCD quedaba rele­gada a la cuarta posición (16,8 por 100) y AP a la marginalidad (con un 3,5 por 100); en suma con el 75 por 100 de los sufra­gios del electorado catalán depositados a favor de formaciones catalanistas que reivindicaban la restauración inmediata del Esta­tuto de Autonomía -a las anteriores candidaturas hay que aña­dir la coalición de centristas y demócrata-cristianos, Unió del Centre i de la Democrácia Cristiana de Catalunya, con el 5,6 por 100 de los votos y 2 escaños, y Esquerra Catalana que permitió a la aún ¡legal ERC obtener 1 diputado con el 4,5 por 100 de los sufragios- En las elecciones para el Senado, la coalición cata­lanista-izquierdista Entesa dels Catalans obtuvo 12 de los 16 senadores elegidos en las cuatro circunscripciones. En el País Vasco, la coalición gubernamental obtuvo un escaso 13,1 por 100 de los sufragios, a notable distancia del PNV (29,1 por 100) y del PSE-PSOE (28,2 por 100), formaciones que reivindicaban la restauración del autogobierno vasco, junto con Etizkadiko Eskerra, que obtuvo el 6,3 por 100 de los votos; por su parte AP logró el 9,4 por 100 de los sufragios.

Con el triunfo de UCD Adolfo Suárez fue confirmado al frente de un gobierno de composición tan heterogénea como la coalición triunfante en las urnas. El teniente general Manuel Gutiérrez Mellado continuó como vicepresidente primero y al mismo tiempo ministro de Defensa, lo que implicó la desapari­ción de los ministerios de las tres armas, el prestigioso econo­mista Enrique Fuentes Quintana fue designado vicepresidente segundo responsable de Asuntos Económicos, y Fernando Abril Martorell, vicepresidente tercero encargado de los Asuntos Polí­ticos. Demócrata-cristianos conservadores ocuparon destacadas carteras -Marcelino Oreja, Asuntos Exteriores; Landelino Lavilfla, Justicia; Íñigo Cavero, Educación-, junto con políticos que se identificaban como socialdemócratas -Francisco Fernández Ordóñez, Hacienda-, liberales -Joaquín Garrigues Walker, Obras Públicas y Urbanismo; Ignacio Camuñas, Relaciones con las Cor­tes-. Estaban también presentes los «azules», denominación aplicada a quienes procedían del aparato del extinto Movimiento Nacional como el propio Suárez y Rodolfo Martín Villa, res­ponsable de Interior. Pero la UCD carecía de la mayoría abso­luta en el Congreso, y una alianza con AP fue descartada dadas las posiciones tan conservadoras del grupo liderado por Manuel Fraga, inaceptables para una parte de la coalición gubernamen­tal, y que además imposibilitaban un mínimo acuerdo con las fuerzas políticas de izquierdas y nacionalistas para configurar un nuevo ordenamiento político. Tampoco existía acuerdo para cual­quier otra fórmula de mayoría parlamentaría, incluido el gobierno de concentración propugnado por el PCE para condu­cir un proceso constituyente y al mismo tiempo hacer frente al severo deterioro de la situación económica, por lo que Suárez optó sin vacilación por gobernar en minoría buscando acuerdos parlamentarios con otras fuerzas políticas.

Entre las primeras decisiones del nuevo gobierno destaca la solicitud de apertura de negociaciones para la integración espa­ñola en la Comunidad Económica Europea, formulada el 28 de julio, con el apoyo de la mayor parte de fuerzas políticas. Cua­tro meses más tarde, el 26 de noviembre, España era admitida en el Consejo de Europa con el voto unánime de sus miembros.

Pero para el nuevo gobierno, como para las cámaras elegi­das, la cuestión política principal que debía afrontarse era la con­tinuación de la «reforma» política, que se había convertido ya en «ruptura» -aunque todavía muy incompleta- con la legalidad y con las instituciones franquistas. El resultado electoral del 15 de junio fue decisivo para marginar opciones de cambio limitado, o sometido a controles formales al margen de la voluntad popu­lar, como ha sucedido en otros procesos de cambio político. No era posible que las nuevas Cortes se ocuparan solamente de refor­mar las Leyes Fundamentales de la dictadura, aunque esa fuera la pretensión inicial de la neofranquista AP, cuando los grupos políticos identificados con el franquismo -como la Alianza Nacional «18 de julio», Falange Española y de las JONS o Fuerza Nueva- no habían obtenido ni un solo escaño en toda España. Y aunque las elecciones no habían sido convocadas para elegir unas cámaras constituyentes, estas adquirieron inevitablemente tal carácter, de acuerdo con las propuestas programáticas más explícitas de la oposición izquierdista y nacionalista, comparti­das por sectores amplios de la UCD.

Tras el fracaso de tina primera tentativa gubernamental de encargar la elaboración de un proyecto de constitución a un grupo de expertos, la Comisión de Asuntos Constitucionales del Con­greso fue la encargada de redactar el texto constitucional, a par­tir de una ponencia de siete miembros integrada por Miguel Herrero y Rodríguez de Miñón, José Pedro Pérez Llorca y Gabriel Cisneros, por UCD, Gregorio Peces-Barba, por el PSOE, Jordi Solé Tura, por el PCE-PSUC, Manuel Fraga, por AP, y Miquel Roca Junyent en representación de los nacionalistas cata­lanes y vascos, aunque estos últimos rechazaron tal represen­tatividad. Se inició así la llamada política de «consenso», que trascendió pronto la cuestión constitucional, y que tuvo otras expresiones importantes, especialmente en los denominados Pac­tos de la Moncloa, y que consistió en alcanzar acuerdos míni­mos ampliamente compartidos, con frecuencia tras largas y reser­vadas negociaciones, sobre los problemas de mayor relevancia de la sociedad española y, particularmente, sobre la configura­ción del sistema democrático.

La política del consenso fue indudablemente decisiva para alumbrar Una Constitución aceptada casi unánimemente por las principales fuerzas políticas españolas, así como para hacer frente a los problemas del bienio 1977-1979, cuando las amenazas al proceso de cambio fueron claras y las nuevas instituciones aún frágiles. Pero la política de consenso tuvo un elevado precio, especialmente para la izquierda, y sobre todo para la comunista, al recluir el debate político en círculos muy restringidos y ten­der a diluir, al menos aparentemente, las diferentes opciones polí­ticas. Esto contribuyó a la desmovilización política de sectores que habían sido muy activos desde los últimos años de la dicta­dura, convertidos ahora en testigos de decisiones en ocasiones apenas explicadas, así como a reforzar una cultura política pasiva, muy extendida en la sociedad española, favorecida por la pro­pia larga etapa dictatorial y acentuada por las pautas de la socie­dad de consumo extendidas desde la década de los años sesenta.

La ponencia constitucional finalizó sus trabajos en abril de 1978, iniciándose en mayo los debates en la Comisión Consti­tucional, donde surgieron algunas diferencias importantes, reconducidas tras nuevas sesiones negociadoras desarrolladas deforma confidencial entre ucedistas y socialistas. Tras los suce­sivos debates en el Congreso y en el Senado, el proyecto constitucional fue definitivamente aprobado el 3 1 de octubre. En el Congreso 325 diputados votaron a favor, seis en contra -cinco diputados de AP y el diputado de EE- y 14 se abstuvieron, entre ellos todos los diputados del PNV, el de ERC y algunos diputa­dos de AP. En el Senado la votación dio como resultado 226 votos a favor, cinco en contra y ocho abstenciones. El 6 de diciembre de 1978 el proyecto constitucional fue sometido a referéndum: participó el 67 por 100 del censo electoral, porcentaje sensible­mente inferior al de las elecciones de junio de 1977 y al refe­réndum de diciembre de 1976; los votos afirmativos alcanzaron el 87 por 100, y los negativos el 7 por 100. En el País Vasco la participación se redujo al 45 por 100, como consecuencia de la actitud abstencionista adoptada por el PNV al no lograr la cons­titucionalización de los llamados «derechos forales», actitud que tuvo un amplio eco en Guipúzcoa y Vizcaya; los votos afirma­tivos fueron el 68 por 100 y los negativos el 23 por 100, atri­buibles al rechazo propagado por el nacionalismo radical. Por el contrario, la participación fue en Cataluña semejante a la media española, y los votos afirmativos superiores (90 por 100) e infe­riores los negativos (4 por 100), lo que confirmó las acusadas diferencias políticas entre ambas comunidades, pese al común elemento nacionalista.

Al margen del fenómeno vasco, el crecimiento de la absten­ción en toda España fue expresión de varios factores, entre ellos la creciente desmovilización política, un cierto cansancio del electorado, y lo que fue denominado el «desencanto», es decir, la extensión entre sectores relativamente amplios y situados en la izquierda social de una difusa insatisfacción ante los límites del proceso de cambio político, ante la prudencia impuesta por la continuada amenaza de una eventual desestabilización e incluso involución política, y ante las formas de actuación pre­dominantemente institucional adoptadas por la mayoría de los partidos.

La Constitución de 1978 afirma, en su artículo primero, que «España se constituye en un Estado social y democrático de Dere­cho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, ]ajusticia, la igualdad y el pluralismo polí­tico», que la soberanía nacional reside en el pueblo español y que la forma política del Estado es la monarquía parlamentaria. Los artículos sexto y séptimo se dedican a los partidos políticos, que expresan el pluralismo político y son «instrumento fundamen­tal para la participación política», y a los sindicatos de trabaja­dores y a las asociaciones empresariales, que «contribuyen a la defensa y promoción de los intereses económicos y sociales que les son propios», garantizándose la libre actividad de todos ellos dentro del respeto a la Constitución. Por su parte, el artículo octavo establece que la misión de las Fuerzas Armadas es «garan­tizar la soberanía e independencia de España, defender su inte­gridad territorial y el ordenamiento constitucional».

El título primero está dedicado a los derechos y deberes fun­damentales, que son descritos detalladamente, e incluye la abo­lición de la pena de muerte. Temas delicados, como la eventual despenalizaci0n del aborto o la educación, se solventaron mediante formulaciones ambiguas que inevitablemente remitían a inter­pretaciones futuras, o mediante un equilibrio entre las distintas posiciones sustentadas por las principales formaciones políticas. Así el artículo 15 establece que «todos tienen derecho a la vida», lo que permitiría años después, con un gobierno del PSOE, la promulgación de una ley de despenalización parcial del aborto; y el artículo 27 reconoce la «libertad de enseñanza», pero también que «los profesores, los padres y, en su caso, los alumnos inter­vendrán en el control y gestión de todos los centros sostenidos por la Administración con fondos públicos», así como el dere­cho a la educación, el carácter obligatorio y gratuito de la ense­ñanza básica y la autonomía de las universidades. El artículo 28, consagra la libertad de sindicación y el derecho de huelga, en tanto que el artículo 33 reconoce el derecho a la propiedad pri­vada y a la herencia, y el 38 «la libertad de empresa en el marco de la economía de mercado». El capítulo tercero del texto cons­titucional se ocupa, también extensamente, de los denominados derechos económicos y sociales, y establece en el artículo 40 que «los poderes públicos promoverán las condiciones favorables para el progreso social y económico y para una distribución de la renta regional y personal más equitativa». En el título séptimo, dedicado a la Economía y Hacienda, se establece que «toda la riqueza del país en sus distintas formas y sea cual fuere su titu­laridad está subordinada al interés general» -artículo 128-, y que los poderes públicos «establecerán los medios que faciliten el acceso de los trabajadores a la propiedad de los medios de pro­ducción» -artículo 129---El artículo 13 1 por su parte establece que el Estado “podrá planificar la actividad económica general para atender a las necesidades colectivas, equilibrar y armonizar el desarrollo regional y sectorial y estimular el crecimiento de la renta y de la riqueza y su más justa distribución”. El título octavo está dedicado a la organización territorial del Estado, y los títulos noveno y décimo se ocupan del Tribunal Constitucional y de la reforma constitucional. Una disposición derogatoria enumera la totalidad de leyes fundamentales franquistas, formalizando así la plena ruptura con el régimen dictatorial.

Los orígenes del Estado de las Autonomías

El artículo 137 de la Constitución establece que el «Estado se organiza territorial mente en municipios, provincias y en las Comunidades Autónomas», así como que «todas estas entidades gozan de autonomía para lit gesti0n de sus respectivos intereses». El texto constitucional, por tanto, abría la posibilidad de un pro­fundo cambio en la estructura territorial española, rompiendo una tradición centralista llevada a posiciones extremas por la dicta­dura franquista.

Los orígenes inmediatos del denominado Estado de las Auto­nomías están en los resultados electorales del 15 de junio de 1977. Como se ha explicado en páginas anteriores, los electores cata­lanes y vascos expresaron sin lugar a dudas una clara voluntad autonomista, coincidente con las propuestas que había propug­nado el antifranquismo, y forzaron al gobierno presidido por Suárez a dar respuestas inmediatas. En Cataluña, los diputados elec­tos, con una fuerte presencia socialista y comunista, formaron rápidamente una Asamblea de Parlamentarios que reclamó la res­tauraci0n del Estatuto de Autonomía. Pero, en una hábil manio­bra, Suárez invitó a Madrid al presidente de la Generalitat en el exilio, Josep Tarradellas, con quien ya se habían mantenido algu­nos contactos, logrando neutralizar así el protagonismo político y las iniciativas de los parlamentarios, aunque al precio de acep­tar la legitimidad representada por el veterano político republi­cano y abrir las puertas a decisiones impensables hasta muy poco antes. Tarradellas, por su parte, se encontró con la oportunidad de recuperar protagonismo político e incluso legitimar su polé­mica presidencia en el exilio. Aunque no hubo acuerdos inmediatos, las negociaciones quedaron abiertas y en septiembre, tras la Diada Nacional catalana, con centenares de miles de mani­festantes en las calles de Barcelona, el gobierno aprobó un decreto-ley que restablecía provisionalmente la Generalitat de Cataluña, aunque sin restaurar el Estatuto de Autonomía de 1932. Pocos días después Tarradellas era nombrado presidente, regre­sando triunfalmente a Barcelona a finales de octubre. La Gene­ralitat provisional, con un gobierno de concentración formado por socialistas, comunistas, nacionalistas, centristas y republi­canos, tenía muy escasas competencias y se apoyaba en la Dipu­taci0n de Barcelona, de la que Tarradellas había sido nombrado también presidente, pero la carga simbólica de su mera existen­cia tuvo un impacto extraordinario.

En el País Vasco, el gobierno de Suárez intentó tina operación semejante a la catalana, pero el presidente vasco en el exilio, Jesús María de Leizaola, cedió todo el protagonismo a la Asamblea de Parlamentarios, por otra parte mucho menos izquierdista que la catalana, Una Asamblea en la que apareció de inmediato la con­flictiva cuestión navarra, al rechazar incorporarse los parlamen­tarios navarros de UCD, representantes de la lista más votada en aquel territorio. Después de largas y tensas negociaciones, y dejando los puntos de desacuerdo a la espera de la elaboración del texto constitucional, se creó en diciembre el Consejo Gene­ral Vasco, presidido por el veterano socialista Ramón Rubial.

El establecimiento de órganos provisionales de autogobierno en Cataluña y en el País Vasco fije un estímulo para las reivin­dicaciones autonomistas en muchas regiones, confluyendo en ese proceso las posiciones de la izquierda socialista y comunista, favorable a una estructura federal del Estado, las propuestas de grupos autonomistas aparecidos al final del franquismo, cuando el rechazo al centralismo identificado con la dictadura se extendio ampliamente, y las actitudes de sectores de la propia UCD, que incluía en su seno regionalistas de Andalucía, Murcia, Extre­madura, Galicia y Canarias. Así, a lo largo de 1978 se estable­cieron instituciones preautonómicas -Juntas o Consejos Gene­rales- en Galicia, País Valenciano, Aragón, Andalucía, Canarias, Extremadura, Castilla y León y Castilla-La Mancha, aunque sin una previa definición del modelo de organización territorial del Estado. Todo ello condicionó inevitablemente la elaboración del texto constitucional.

En la redacción del artículo segundo de la Constitución confluyeron dos planteamientos distintos -España nación única y España Estado plurinacional- que dieron lugar finalmente una fórmula consensuada, pero confusa y equívoca. La primera redac­ción del artículo decía que la Constitución «se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran», pero tras sucesivas negociaciones se reformuló, fun­damentando la Constitución «en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce el derecho a la autonomía de las nacionalida­des y regiones que la integran y la solidaridad entre ellas». Se mantenía así el cuestionado concepto de «nacionalidades», sin definir, aunque con el sobreentendido que era aplicable a Cata­luña y al País Vasco, donde existían identidades nacionales cla­ramente expresadas políticamente, y a Galicia, con una lengua propia y un Estatuto refrendado durante la Segunda República, se introducían las formulaciones «nación española» y «patria común» y se enfatizaba su indivisibilidad.

El título octavo de la Constitución reguló, sin explicitarlo cla­ramente, dos situaciones diferentes: el autogobierno de aquellas comunidades que reclamaban el reconocimiento de su identidad nacional -con todos sus elementos simbólicos incluidos-, y la descentralización del Estado mediante administraciones auto­nómicas para todas las regiones que lo desearan. Sin embargo, la frontera entre las nacionalidades, a las que se denominó «his­tóricas», y las regiones no era clara e indiscutible: por ejemplo, en Andalucía y en el País Valenciano existían potentes movi­mientos autonomistas fundamentados en la afirmación de una identidad diferenciada. Todo lo anterior determinó que esta cues­tión fuera de las más conflictivas en la elaboración del texto cons­titucional, y que se optara en muchas ocasiones por la máxima ambigüedad o por remitir al futuro desarrollo constitucional la resolución de determinados problemas. En todo caso, la Cons­titución estableció la posibilidad de crear Comunidades Autó­nomas, fijó los procesos para elaborar y aprobar los Estatutos de Autonomía, definió las instituciones de autogobierno -legisla­tivas y ejecutivas- y sus competencias. Una disposición transi­toria agilizaba el proceso en los «territorios que en el pasado hubiesen plebiscitado afirmativamente proyectos de Estatuto de

Autonomía», es decir en Cataluña, País Vasco y Galicia. Se fija­ban dos vías para acceder a la autonomía, una permitía dispo­ner de las instituciones de mayor rango -Asamblea Legislativa, Consejo de Gobierno y Tribunal Superior de Justicia- y las máxi­mas competencias; otra vía contemplaba unas instituciones de menor rango y menores competencias, al menos durante un período inicial de cinco años. Sin embargo, a finales de 1978, a pesar de la existencia de órganos preautonómicos y de las posi­bilidades constitucionales, no estaba todavía clara la opción de la generalización de las Comunidades Autónomas que más adelante se impuso, manifestándose problemas en regiones uniprovin­ciales, e incluso respecto a la inclusión o exclusión de determi­nadas provincias en una Comunidad Autónoma.

Los Pactos de la Moncloa

La elaboración y aprobación de la Constitución concentró gran parte de la actividad política en la segunda mitad de 1977 y a lo largo de 1978, pero al mismo tiempo el gobierno tuvo que hacer frente al agravamiento de la crisis económica, a tensiones sociales, al recrudecimiento del terrorismo etarra, que se negaba a aceptar la legitimidad democrática de las instituciones nacien­tes, a las expresiones de malestar de sectores franquistas, espo­leados por el terrorismo, y a tentativas involucionistas, todo ello asegurando la estabilidad política. Para tal empresa era impres­cindible el concurso de la oposición, al menos mientras no cul­minara la elaboración de la Constitución. Los Pactos de la Mon­cloa fueron la respuesta de las fuerzas políticas ante tal coyuntura. La apertura de conversaciones propuesta por el gobierno de la UCD fue rápidamente apoyada por el PCE -partidario de for­mar un gobierno de concentración- y con menor entusiasmo por el PSOE, preocupado por afianzarse como la alternativa al gobierno centrista.

Los denominados Pactos de la Moncloa, suscritos por las principales formaciones parlamentarias en octubre de 1977, esta­ban formados por dos acuerdos, el primero sobre «el programa de reforma y saneamiento de la economía», y el segundo «sobre el programa de actuación jurídica y política». Este último esta­blecía una serie de compromisos, básicamente de cumplimiento gubernamental, relativos al respeto de la libertad de expresión y a la regulación de los medios de comunicación de titularidad estatal, al ejercicio del derecho de retini0n y del derecho de aso­ciación, a las reformas urgentes del Código penal -por ejemplo, despenalizando el adulterio y la expedición de anticonceptivos-, de la Ley de Enjuiciamiento Criminal y del Código de justicia militar, a la definición una nueva política de orden público basada en una concepción depurada de «contenidos no democráticos y asentando su fundamento esencial en el libre, pacífico y armó­nico disfrute de las libertades públicas y el respeto de los dere­chos humanos», y a la reorganización de los cuerpos y fuerzas de orden público. En síntesis, se trataba de iniciar con carácter urgente una regulación de la vida pública acorde con los princi­pios democráticos que inspiraban la elaboración del texto cons­titucional.

El primer acuerdo, de naturaleza económica, era tina respuesta también urgente ante Lina situación insostenible, y contemplaba una política de rentas, un conjunto de reformas estructurales y una serie de medidas de estabilización; los tres ámbitos estaban evidentemente interrelacionados porque la estabilización reque ría la limitación del crecimiento salarial y ésta estaba condicio­nada por las reformas estructurales.

En 1977 la situación económica era crítica. La subida del pre­cio del petróleo de 1973 y la recesión mundial que la siguió habían tenido un impacto inmediato en la economía española, que en 1974 dejó de crecer, aunque no fue hasta 1975 Cuando la recesión se hizo patente en España; en el año en que murió Franco se inició el cierre creciente de empresas y la destrucción de empleo con el consiguiente aumento del paro, agudizado por lle­gada al mundo laboral de una generación de gran densidad demo­gráfica: en 1973 el paro era inexistente y en 1977 se había situado ya en el 5,6 por 100 de la población activa.

La recesión económica fue además paralela a una aceleración de la inflación que tuvo mucho que ver con la política econó­mica gubernamental y el creciente déficit público. Así los últi­mos gobiernos franquistas estuvieron tan preocupados por con­trolar la crisis política que decidieron no trasladar el aumento del precio del petróleo a los consumidores, con lo cual la reserva de divisas descendió rápidamente. Por otra parte, y especialmente durante 1976, se compensaron con cargo al presupuesto público las pérdidas que empezaban a sufrir importantes empresas, espe­cialmente siderúrgicas, propiedad de sectores empresariales influ­yentes o de la gran banca; es más, dados los cambios que estaba experimentando el mercado mundial y el encarecimiento del petróleo, el Estado nacionalizó entonces empresas que se pre­veía que generarían pérdidas en el futuro, aunque habían pro­porcionado grandes beneficios en el pasado. Más tarde esas empresas supusieron un tercio de las pérdidas de las empresas públicas y tuvieron que sufrir un radical proceso de reconver­si0n industrial. Igualmente la inflación se aceleraba, además de por los factores antes reseñados, porque los empresarios trasla­daban directamente a los precios el incremento de los costes de producción. Un componente importante de esos costes eran los laborales, que estaban creciendo de forma destacada como resul­tado del aumento de las cotizaciones sociales para hacer frente a las necesidades de la Seguridad Social. Paralelamente, el incre­mento de la presión impositiva sobre los trabajadores, que toda­vía hacía más regresivo el sistema fiscal, los impulsaba a exigir nuevas subidas salariales para no ver reducida su capacidad adquisitiva; y dado que los empresarios no tenían en aquella coyuntura capacidad para resistir la presión obrera el aumento de los salarios se trasladaba directamente a los precios.

Así pues, tras las elecciones de junio de 1977, hacer frente a la crisis se convirtió en una necesidad perentoria pero, dada la precariedad de la situación política y la radicalidad de las medi­das de ajuste a tomar, el gobierno de Suárez prefirió conseguir el consenso de las principales fuerzas políticas surgidas de las elecciones. Contó a su favor con el acuerdo generalizado entre los grandes partidos sobre el diagnóstico de la crisis y sobre las medidas necesarias para hacerle frente. El conflicto podría apa­recer en la distribución de los costes sociales de las medidas de ajuste, pero el gobierno de la UCD contó con la disponibilidad del PCE para el pacto. El PCE, que no había obtenido en los comicios los resultados que esperaba atendiendo a su protago­nismo en la lucha contra la dictadura y su presencia en los más importantes movimientos sociales, y que quería ser percibido como una fuerza responsable, propugnaba un gobierno de con­centración o, como mínimo, grandes acuerdos entre las forma­ciones políticas para resolver los grandes problemas que tenía planteados el país.

Los problemas económicos de mayor gravedad estaban rela­cionados con la espiral inflacionista, que se situó en 1977 en el 30 por 100, y el déficit exterior, que se estaba financiando mediante endeudamiento, dado que en los años anteriores se habían consumido las reservas. En el mes de julio, inmediata­mente después de constituirse, el gobierno había decretado una devaluación de la peseta de un 20 por 100 respecto al dólar y se impuso a partir de entonces una política monetaria restrictiva. En los Pactos se estableció que los incrementos salariales estarían vinculados a la inflación prevista y no a la inflación pasada, con lo cual la pérdida de poder adquisitivo fue notoria: se estableció que en 1978 el volumen salarial de las empresas no podría sobre­pasar el 22 por 100 -inflación prevista- de manera que las subi­das nominales todavía fueron inferiores. Paralelamente se aprobó una Ley de Medidas Urgentes para la Reforma Fiscal que exten­dió el Impuesto sobre las Retribuciones del Trabajo Personal, IRTP, que sólo pagaban los asalariados, a todas las rentas, a la vez que se instrumentalizaban las primeras medidas efectivas para luchar contra el fraude fiscal.

Entre las medidas compensatorias de la disminución del poder adquisitivo de los asalariados aparecían la extensión del seguro de desempleo -el paro se situó en el 7,1 por 100 en 1978-, la revalorización de las pensiones, que fue acompañada por la fija­ción de las cotizaciones según la remuneración efectiva, y un incremento de la financiación pública del sistema de Seguridad Social. El acuerdo sobre reforma de la economía también con­tenía otras reformas de carácter estructural y actuaciones coyun­turales con relación al sistema financiero, a la política agraria, a la política educativa, de vivienda y urbanismo, etc., pero casi ninguna de ellas se llevó adelante, o sólo muy parcialmente. En política educativa, por ejemplo, se establecía la creación de 400.000 plazas de EGB, 200.000 de educación preescolar y 100.000 de BUP durante 1978.

Así los Pactos de la Moncloa podían ser interpretados como un intercambio de desarrollo democrático y ampliación de las bases del Estado asistencial por aceptación de los costes de las medidas de ajuste. En el texto se había afirmado la pretensión de que «los costes derivados de la superación de la crisis sean soportados equi­tativamente por los distintos grupos sociales», pero la evolución posterior a 1978 implicó que los asalariados fueran los que soportaran el principal peso de la crisis. Diferentes factores intervinie­ron en conformar tal situación, entre ellos algunos no previsibles en el momento del pacto. Por un lado, se produjo una profundi­zación de la crisis económica en la que en el ámbito interno inter­vino de forma decisiva la denominada «huelga de inversiones» que realizaron amplios sectores empresariales, para los cuales la con­solidación de la democracia no era ni un asunto propio ni una prio­ridad; esa huelga de capitales sólo se vio compensada parcialmente por la llegada sustancial de capital extranjero entre 1977 y 1979. Desde 1979 la agudización crisis y las nuevas estrategias a escala mundial para combatirla, más las presiones de potentes sectores empresariales, comportaron la paralización e incumplimiento de las medidas político-sociales a las que se había comprometido el gobierno. Ello contribuyó al «desencanto» popular y al cre­cimiento de las tensiones internas en organizaciones políticas y sindicales, especialmente el PCE-PSUC, que habían sido las grandes valedoras del pacto social y que se empecinaban en ensalzar sus grandes virtudes, sin reconocer que habían infra­valorado sus limitados recursos para asegurar el cumplimiento íntegro de los acuerdos alcanzados. Por otra parte éstos fueron en buena medida rechazados por las organizaciones patronales, que se quejaban de no ser tenidas en cuenta por un gobierno al que acusaban incluso de practicar políticas socializantes.

La recomposición de las organizaciones sociales y políticas

Las grandes organizaciones sindicales apoyaron los Pactos de la Moncloa, CC.OO. de manera clara y UGT con reticencias, y sufrieron la erosión provocada por su incumplimiento, espe­cialmente en aquellos apartados socioeconómicos que más jus­tificaban su apoyo; pero los sindicatos menores como la CNT, USO, y los «sindicatos unitarios» escindidos de CC.OO. -Con­federación de Sindicatos Unitarios de Trabajadores, impulsada por el PTE, y Sindicato Unitario por la ORT-, que los rechaza­ron frontalmente, no lograron capitalizar el descontento latente en amplios sectores obreros. Para las organizaciones sindicales esta fase de la transición española resultó especialmente difícil dada la magnitud de los retos planteados. Por una parte, debían estructurarse, consolidarse y lograr la máxima afiliación posible para obtener una elevada capacidad de influencia social. Para alcanzar tales objetivos debían demostrar su eficacia en la defensa de los intereses de los trabajadores, en unas condiciones clara­mente desfavorables dado el escenario de profunda crisis econó­mica. Además, los sindicatos debían contribuir a la configuración y a la consolidación del sistema democrático y a combatir los peli­gros involucionistas, es decir las tentativas de frenar el proceso de cambio democratizador restableciendo formas autoritarias. La conciliación de todos los objetivos resultaba casi imposible.

Además, en la segunda mitad de 1977 y a lo largo de 1978, la división sindical entre CC.OO. y UGT se agudizó como con­secuencia de la fortísima competencia para captar afiliados, en la perspectiva de consolidar y ampliar las respectivas organiza­ciones, aparte de las sustanciales diferencias respecto al modelo sindical que propugnaban. No obstante, la afiliación sindical cre­ció efectivamente, aunque las cifras proporcionadas por los pro­pios sindicatos eran de limitada fiabilidad. En mayo de 1978 UGT celebró su XXXI Congreso, después de incorporar a un sector de USO, y declaró que superaba ya los dos millones de afilia­dos; Nicolás Redondo fue ratificado en la secretaría general de la organización. En el I Congreso de CC.OO. celebrado en junio del mismo año, que eligió a Marcelino Camacho como secreta­rio general, se dio una cifra similar de afiliación. El resto de las organizaciones sindicales, a pesar de experimentar también un notable crecimiento, estaban a mucha distancia de CC.OO. y UGT, que lograron consolidarse como las dos grandes centrales españolas, compartiendo en el País Vasco la hegemonía con ELA­STV. Pero el crecimiento orgánico, que fortalecía al movimiento sindical, se desarrollaba paralelamente a una notable división sin­dical, que a la postre lo debilitaba globalmente.

Durante los primeros meses de 1978 se celebraron eleccio­nes en las empresas para elegir delegados de personal y miem­bros de los comités de empresa, en sustitución de los antiguos enlaces sindicales y vocales de los jurados de empresa. Las elec­ciones sindicales, con irregularidades y con unos resultados ofi­ciales cuestionados, dieron la victoria a CC.OO., que obtuvo el 34 por 100 de los representantes elegidos; UGT, si bien quedaba a considerable distancia -con el 21 por 100 de los representan­tes-, logró un indudable éxito considerando su posición margi­nal en el movimiento sindical hasta dos años antes. USO obtuvo el 3,9 por 100 de los representantes, y un elevado número de los electos, más del 30 por 100, eran trabajadores no afiliados. Los análisis regional y sectorial de los resultados, así como los de las grandes empresas, confirman la fortaleza de CC.OO., la con­solidación y el potencial de crecimiento de UGT, y la existen­cia de un amplio espacio no ocupado por las dos grandes orga­nizaciones ni por los sindicatos minoritarios.

En 1978, a pesar de la vigencia de los Pactos de la Moncloa, la conflictividad laboral se incrementó sensiblemente con respecto a 1977. Ello fue debido a la existencia en un segmento amplio de trabajadores de una elevada predisposición a la movilización en defensa de sus intereses laborales y sociales, una predisposi­ción favorecida por las recién adquiridas condiciones de libertad sindical y derecho de huelga, que facilitaban la participación de sectores hasta entonces pasivos por el temor a las represalias patro­nales y la represión policial. La conflictividad fue también con­secuencia de las necesidades movilizadoras de los sindicatos, que por primera vez tenían la responsabilidad plena de la negociación de los convenios colectivos y debían lograr triunfos que facilita­sen su consolidación, pero jugaron un papel determinante los amplios márgenes conflictivos que dejaban abiertas algunas for­mulaciones de los Pactos y sus divergentes interpretaciones, ade­más de las duras posiciones sostenidas por las organizaciones patronales, también en proceso de consolidación.

Diferentes entidades empresariales, entre ellas la catalana Fomento del Trabajo Nacional y las propias estructuras patro­nales de la extinta OSE, propiciaron la creación de la Confede­ración Española de Organizaciones Empresariales (CEOE), pre­sidida por Carlos Ferrer Salat, que desarrolló a lo largo de 1978 una intensa campaña de «afirmación empresarial», tanto para organizar y cohesionar al empresariado, en parte desconcertado por la nueva situación sociopolítica y por el protagonismo sin­dical, y con una gran fragmentación asociativa, como para exi­gir al gobierno de UCD, inclinado a la colaboración con las fuer­zas de izquierda, que tuviera más en cuenta los intereses de los empresarios. La actitud de los dirigentes empresariales adoptó incluso tonos radicalizados tras los Pactos de la Moncloa, hasta que el gobierno ucedista fue girando hacia posiciones más con­servadoras, determinantes por otra parte del incumplimiento de los acuerdos, especialmente tras la sustitución en febrero de 1978 de Enrique Fuentes Quintana por Fernando Abril Martorell en la vicepresidencia de¡ gobierno para Asuntos Económicos.

Desde las elecciones de junio de 1977 y especialmente a lo largo de 1978, el gobierno ucedista y el conjunto de fuerzas polí­ticas democráticas tuvieron que hacer frente a dos graves pro­blemas: el recrudecimiento del terrorismo y los peligros de invo­lución propiciados por sectores franquistas, especialmente en las Fuerzas Armadas. Contrariamente a lo que muchos esperaban, la creación de un régimen democrático, y la última ampliación de la amnistía, decretada en octubre de 1977 para excarcelar a los presos políticos con delitos de sangre, no supuso el fin del terrorismo etarra. En 1978 los atentados de ETA provocaron 58 víctimas mortales, golpeando especialmente a los militares, con el claro objetivo de provocar una intervención involucionista, que habría legitimado los análisis de la organización terrorista rela­tivos al carácter ficticio del cambio político y a la continuidad del franquismo en la monarquía parlamentaria. También man­tuvieron su actividad terrorista los GRAPO, así como diversos grupos ultraderechistas con sólidas conexiones en los propios aparatos del Estado, especialmente en los policiales, donde con­tinuaban bien instalados funcionarios de la policía política fran­quista, incluidos responsables de brutalidades y torturas.

El malestar de muchos militares por el curso del proceso polí­tico, que a lo largo de toda la transición los había situado frente a hechos consumados ante los que carecían de alternativas via­bles, incrementado por las características del texto constitucio­nal en elaboración, especialmente en cuestiones como la intro­ducción del concepto «nacionalidades» y la previsión de estatutos de autonomía, se agudizó de manera notable ante la presión terro­rista. Ello derivó en una creciente crítica militar hacia al gobierno, e incluso en incidentes provocados por actos de indisciplina, en varias ocasiones ante el vicepresidente Gutiérrez Mellado. En septiembre de 1977 un grupo de altos mandos militares, enca­bezado por el general De Santiago, ex vicepresidente del gobierno, se dirigieron al rey para pedir la formación de un gobierno de salvación nacional. Mucho más grave fue la denominada «ope­ración Galaxia», mediante la cual dos militares golpistas, el teniente coronel de la Guardia Civil Antonio Tejero y el capitán Ricardo Sáenz de Ynestrillas, planearon asaltar el Palacio de la Moncloa para secuestrar al gobierno e imponer un cambio en el rumbo político. Descubierto el complot y detenidos sus respon­sables, el tribunal militar que los juzgó los condenó a levísimas penas, lo que obviamente no contribuyó a disuadir a futuros cons­piradores. Por tanto, el gobierno y el conjunto de las fuerzas democráticas debieron atender a un complejo doble frente, com­batiendo decididamente la violencia terrorista y procurando desactivar o neutralizar, según los casos, el malestar militar y las actitudes involucionistas.

En la trayectoria del gobierno presidido por Suárez, y más en general de la vida política española en esa coyuntura, debe tenerse muy presente la heterogeneidad de UCD, con demócrata­cristianos, liberales, socialdemócratas, regionalistas y ex falan­gistas en su filas, y su carácter inicial de coalición. En los meses siguientes a las elecciones de junio de 1977 se puso en marcha un proceso para convertir la coalición en partido, dándole así más cohesión y fortaleza, y asegurando su efectivo control por Adolfo Suárez. No fue un proceso fácil: hasta finales de año no se pro­cedió a la disolución de los partidos -algunos no más que micro­partidos- integrantes de la coalición, y además la decisión se tomó sin unanimidad. A principios de 1978 se establecieron las primeras estructuras de un aparato de partido, pero el congreso de la nueva organización no se celebró hasta el mes de octubre. El 1 Congreso de UCD aprobó una definición ideológica nota­blemente amplia e imprecisa, dirigida a ocupar un espacio cen­trista muy extenso, así como a satisfacer a una militancia con pro­cedencias muy diversas. El Congreso eligió presidente y máximo líder del partido a Adolfo Suárez, ocupando la secreta­ría general con funciones de carácter más organizativo Rafael Arias Salgado, y aprobó unos estatutos calificados de presiden­cialistas, que otorgaban amplios poderes al máximo dirigente. UCD se definió como «un partido político democrático, inter­clasista, reformista y progresista», y estableció que sus cinco bases ideológicas eran el personalismo, la democracia, la liber­tad, el humanismo y la igualdad. Aparentemente la operación de consolidar un gran partido centrista capaz de afianzarse en el poder había concluido con éxito. Sin embargo, los problemas que se habían manifestado en todo el proceso, las dificultades para elaborar la definición ideológica, y los equilibrios en la compo­sición del Consejo Político y del Comité Ejecutivo, permitían entrever importantes problemas en el futuro.

Paralelamente a la transformación de UCD en partido y al reforzamiento del liderazgo de Adolfo Suárez, el PSOE se pro­ponía proseguir el proceso de unificación en su seno de todo el socialismo español. Tras la mayor parte de los grupos que for­maban la Federación de Partidos Socialistas y de Convergencia Socialista, de buena parte del PSOE (Histórico) encabezado por el veterano dirigente José Prat, el PSOE logró la integración, en abril de 1978, del PSP, dirigido por Enrique Tierno Galván, al que más tarde se nombró presidente honorario de un PSOE cada vez más fortalecido. En Cataluña, de la coalición socialista gana­dora de las elecciones, ampliada mediante la incorporación del sector socialdemócrata del PSC ex Reagrupament que había acu­dido a las urnas junto con CDC, surgió el Partido de los Socia­listas de Cataluña (PSC-PSOE) en un congreso de unificación celebrado en junio, que estableció una relación particular, como partido federado con el PSOE.

En el espacio político catalán se produjeron otros movi­mientos importantes. Por una parte, el Centre Catalá y un sec­tor de los demócrata-cristianos de UDC -los dos partidos que habían formado la coalición UC-DCC- decidieron participar junto a la UCD catalana en la creación del partido Centristes de Catalunya, integrado en UCD, ampliando notablemente las bases del partido gubernamental en Cataluña y al mismo tiempo pro­porcionándole una valiosa legitimidad democrática y al menos en parte catalanista, que tendría claros efectos favorables en las elecciones generales de 1979. Por otra parte, desarticulado el PDC con la «fuga» del PSC ex Reagrupament hacia el PSC­PSOE, e integrada Esquerra Democrática en CDC, este partido y los demócratacristianos de la histórica UDC que habían recha­zado la integración en CC-UCD fijaron las bases de un acuerdo de coalición estable con la denominación Convegéncia i Unió (CIU). Por otra parte, en el País Vasco, cabe destacar la forma­ción de la coalición Herri Batasuna en el ámbito del nacionalismo más radicalizado y próximo a ETA, con una política de rechazo frontal de las instituciones democráticas.

Con la convocatoria de elecciones generales para marzo de 1979, a las que seguirían las esperadas elecciones municipales, se cerraba la etapa de la transición definida fundamentalmente por el proceso constituyente y la configuración del régimen democrático.

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Enviado por:Juan
Idioma: castellano
País: España

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