Religión y Creencias
Ateísmo
LA CRECIENTE INDIFERENCIA RELIGIOSA
I. Algunos datos sociológicos
En estudios todavía no lejanos se ofrecían estas cifras sobre la indiferencia en España. En 1982, se declaraban ateos el 7,3% de los españoles e indiferentes el 11,5%. En un estudio reciente estas mismas categorías de personas han evolucionado así: ateos, 5%; indiferentes, 21%. Para explicar este rápido crecimiento del número de los indiferentes los autores de este estudio ofrecen una hipótesis muy plausible. En todos los estudios de los últimos años aparecía un número muy considerable, y en constante crecimiento, de católicos poco o nada practicantes que, ya en 1982 estaba por encima del 47%. Ahora bien, este bloque de católicos se distinguía no sólo por la escasa o nula asistencia a los actos de culto, sino por mostrar una fe, una concepción moral y una adscripción institucional muy erosionadas en relación con la fe, la moral y la pertenencia oficiales a la Iglesia. Los datos actuales parecen indicar que ese bloque constituye un colectivo "puente" entre creyentes y no creyentes, que parece destinado a ir engrosando el número de estos últimos, una vez que se distiendan los lazos cada vez más tenues de su pertenencia religiosa. El que todavía ese colectivo "puente" signifique casi la mitad de los españoles (el 45%) y que casi todos los indicadores de su relación con lo religioso muestren una tendencia a la baja parece indicar que el crecimiento del número de los indiferentes va a continuar, con lo que no tardando mucho tal vez represente uno de los grupos numéricamente más importantes en el mapa religioso español. Pero, ¿quiénes son los indiferentes? ¿Qué itinerario siguen para llegar a la indiferencia?
II. La indiferencia actual. Rasgos característicos
Al hablar de "actual" nos referimos al fenómeno en los años que siguen a la segunda guerra mundial, es decir, a la indiferencia tal como se presenta en la segunda mitad de nuestro siglo. No es difícil mostrar que, como otros aspectos de la situación religiosa, la indiferencia en estos cuatro decenios presenta aspectos enteramente peculiares. A partir de los años del prodigioso desarrollo económico de los años 50 en Europa y de los fenómenos concomitantes de la emigración masiva de poblaciones del mundo rural a las grandes ciudades, de la industrialización a gran escala, de la consiguiente transformación de los métodos de producción incluso en el campo, de la elevación generalizada del nivel de vida de las poblaciones, de la democratización de la cultura y la extensión de una cultura de masas, con los cambios consiguientes en las formas de pensar, en la escala de valores y en las formas de vida del conjunto de la población, va a producirse en los países europeos una transformación en los comportamientos religiosos cuya última fase, por ahora, es:
- la disminución progresiva de las prácticas y creencias religiosas,
- el alejamiento de las instituciones eclesiásticas
- y, como último episodio, un aumento espectacular de la increencia en la que predomina sobre todo la indiferencia.
El primer rasgo de esta nueva indiferencia es su carácter masivo. En efecto, en la historia de Europa, la increencia comenzó por afectar casi exclusivamente a las minorías cultivadas de los intelectuales y a la burguesía emergente en la época de la Ilustración; pasó después a las clases sociales más desfavorecidas del proletariado, durante las décadas de lucha obrera, y, en la época a que ahora nos referimos, se ha extendido también a las clases medias, reducto tradicional de los cristianos, afectando a todas las capas sociales. Se trata muchas veces de un proceso que comienza por el abandono apenas polémico de unas prácticas religiosas que las nuevas condiciones de vida hacen casi imposible, que continúa por el deterioro de los sistemas de creencias y las escalas de valores y el alejamiento de la institución, y termina, por un movimiento casi insensible de descenso por un plano inclinado, en la desafección, es decir, la indiferencia religiosa. Por eso los indiferentes no se reconocen en absoluto como ateos. El ateísmo supone un planteamiento de problemas cosmovisionales o religiosos que los modernos indiferentes nunca se han hecho. Nunca tanto como ahora la indiferencia ha sido una cuestión práctica o, mejor aún, vivida, que no es el resultado de una conclusión teórica, ni el fruto de una decisión personal, sino un estado provocado casi insensiblemente por las condiciones de vida impuestas hasta cierto punto por la evolución, casi nunca asumida conscientemente, de la sociedad y la cultura. La indiferencia se presenta como una situación a la que se ha llegado después de un contacto generalmente muy superficial con el cristianismo. Los indiferentes adultos de nuestro entorno padecen no una pura ignorancia sobre lo cristiano; han sabido del cristianismo -por una educación superficial y por una práctica no arraigada en la infancia- y han superado ese saber- o al menos así interpretan ellos su actual ignorancia- al adquirir unos conocimientos profanos que no han podido ser contrastados con una paralela formación religiosa. Los indiferentes adultos de nuestro entorno han sabido del cristianismo por el contacto superficial que les procuró una práctica rutinaria, más o menos "obligada" por presiones familiares o sociales, y han hecho la experiencia -o al menos así explican ellos su actual desafección- de la insatisfacción de ese cristianismo. Creen, pues haber hecho la experiencia de la vaciedad de unas palabras muchas veces oídas y la insignificancia de unos signos muchas veces percibidos; se trata, pues, de una indiferencia poscristiana, en el sentido de una indiferencia "resabiada" en relación con el cristianismo, en virtud de la ineficacia de la evangelización en alguna manera contraproducente que han padecido. Poscristiana significa, además, que no pocos indiferentes piensan que el cristianismo ha producido valores importantes de los que vive el hombre moderno pero que, una vez conseguidos estos valores, se puede abandonar el cristianismo como se abandona el andamio una vez construido el edificio. Hablamos de los indiferentes adultos, porque en los países de tradición cristiana estamos comenzando a encontrar entre la nueva generación un nuevo tipo de indiferentes. La indiferencia no es para ellos punto de llegada de un proceso lento e insensible de alejamiento del cristianismo. Es, más bien, el punto de partida al que les ha condenado el nacimiento y el crecimiento en un medio del que el cristianismo ya ha desaparecido como referencia religiosa. Estos nuevos indiferentes mantienen ciertamente contacto con el cristianismo a través de la presencia que este sigue teniendo en la sociedad y en la cultura, a pesar del proceso de secularización. Pero faltos de la más mínima iniciación cristiana, estos jóvenes indiferentes interpretan esa presencia desde otras coordenadas sociales o políticas, y el cristianismo no tiene para ellos otro valor que el cultural.
ATEÍSMO CONTEMPORÁNEO
I. Tipología del ateísmo contemporáneo
1. Extensión y sentido del ateísmo contemporáneo
Un análisis somero del contexto cultural de hoy pone en evidencia el ateísmo como hecho generalizado. A primera vista, nuestro mundo aparece como ateo en su globalidad, de forma que puede decirse que la increencia es un fenómeno masivo característico de nuestro tiempo. Es la oposición a la actitud religiosa como tal.
Si en otro tiempo la increencia era una excepción o fenómeno aberrante, hoy, en cambio, se extiende por toda la geografía humana y penetra en todos los estamentos de la sociedad.
Ser ateo es la única manera que tiene el hombre de ser plenamente hombre, mientras que la creencia en Dios lo mantendría en una minoría de edad permanente. Por eso es necesario prescindir de Dios y buscar sin prejuicios metafísicos la única verdad liberadora, la del hombre mismo.
En resumen, el ateísmo actual es una crítica negativa de toda religión. Más que negar directamente a Dios, rechaza las expresiones teológicas del mismo. Hay que hacer notar que la justificación filosófica del ateísmo se reduce finalmente a una crítica del teísmo, pues resulta imposible demostrar de forma positiva que Dios no existe. Lo que el ateísmo intenta probar es que la creencia en Dios no tiene fundamento.
El ateísmo no se preocupa tanto de probar la no existencia de Dios como de consolidar al hombre en su propia existencia.
2. Fundamento teórico del ateísmo
Aunque el ateísmo en sus formas actuales no es un fenómeno fundamentalmente intelectual, sino resultado de un largo proceso de disolución de la creencia religiosa, debemos reconocer, sin embargo, que su punto de apoyo es una visión antropocéntrica de la realidad. La antropologización del ser, con base en el principio de inminencia de la filosofía moderna, es el fundamento remoto de la actitud atea de nuestra cultura
Esta forma de conocimiento, instalado en la inmanencia subjetiva, cierra las puertas a toda trascendencia objetiva, excluida también la realidad divina.
El principio de inmanencia conduce a la finitud del ser y la finitud de éste conlleva la negación de Dios. En efecto, la conciencia se muestra intrínsecamente finita, en cuanto que es el reflejo de un mundo esencialmente finito también.
II. Formas del ateísmo contemporáneo
Reduciendo al máximo el amplio abanico de las formas ateísticas actuales, podemos clasificarlas en dos grandes grupos: ateísmo naturalista, que no admite más realidad que la materia y sus derivados; ateísmo antropológico, que hace del hombre la suprema expresión del ser; y el agnosticismo científico.
1. Ateísmo naturalista
a) Ateísmo científico en general.
Por ateísmo naturalista entendemos el ateísmo científico en general que, basado en el método de la ciencia positiva, no admite otra realidad que la constituida por elementos físico-químicos y biológicos. La ciencia pregunta por lo que hay; pero lo que hay en el mundo y el hombre como parte integrante y reflejo del mismo. El área interrogativa de la ciencia es, por tanto, la constituida por la unidad mundo-naturaleza, cuya realidad se reduce a estructuras y leyes. El ser no es más que la expresión conceptual de estas estructuras y de estas leyes.
Según esta metodología, no hay lugar para Dios, ni como realidad en sí misma ni como hipótesis explicativa de los hechos de la naturaleza. Más allá de ella no existe nada, siendo el mismo ser humano una pieza más carente de todo sentido trascendente.
b) Ateísmo marxista.
El marxismo lleva a cabo una crítica negativa del hecho religioso que culmina en la negación de Dios. Su ateísmo es, por tanto, una consecuencia lógica del materialismo que profesa, de modo que puede decirse que es un sistema intrínsecamente ateo. Su tesis fundamental es la de la praxis humana o acción del hombre sobre la naturaleza, por la que éste se crea a sí mismo y reafirma su completa autonomía.
2. Ateísmo antropológico. El existencialismo
La tesis fundamental se enuncia de este modo: si hubiera Dios, tendríamos que eliminarlo, porque no permitiría interpretar la realidad y se opondría al verdadero ejercicio de la libertad humana.
La razón de esta actitud no es otra que la concepción del hombre como libertad radical. Esto es, el ser humano no es nada previamente dado, sino lo que cada uno decide ser libremente. No tiene naturaleza ni esencia. Estas se van labrando al filo de sus actos libres y, por consiguiente, son posteriores al hecho de existir. Son una consecuencia. Por eso el hombre es todo él elección radical y necesaria; algo que se hace a sí mismo por completo, porque, si desea ser, tiene que decirlo en cada momento. Con la particularidad de que en cada uno de nuestros actos, además de comprometernos nosotros mismos, se compromete la humanidad entera.
De esta manera el hombre únicamente existe en la medida en que se realiza y no es "nada más que su vida". Fuera de esto no hay nada, porque "no es más que una serie de empresas, el conjunto de las relaciones que constituyen estas empresas".
La segunda razón es de orden antropológico y se basa en la incompatibilidad de Dios con el hombre:
- Si Dios existe, el hombre tiene que entrar en relación necesaria con El, ya que, por definición, Dios es la verdad y el bien a los que el hombre está abierto estructuralmente.
- Pero el ser de Dios hace imposible el ser del hombre, en cuanto que lo absoluto niega lo relativo, lo necesario a lo contingente y lo perfecto a lo imperfecto.
- Ahora bien, el hombre existe de hecho interpretando la realidad y obrando libremente; por consiguiente, Dios no existe. Es una quimera y pura abstracción desmentida por la existencia del hombre libre.
Se trata de un ateísmo antropológico. Si el hombre es libertad radical, debe entenderse como proyecto de sí mismo, en el sentido de que construye su ser siguiendo el camino libremente elegido por él. De lo contrario no sería libre, ya que obedecería a normas externas que le marcan la pauta de su acción. Ahora bien, de existir Dios -suprema perfección- , tendría que ser autor de la naturaleza humana y valor supremo. Pero ambos aspectos entran en abierta oposición con el hombre, pues lo obligarían a ajustar su conducta de modo necesario a su naturaleza, diseñada de antemano por Dios, y a optar también necesariamente por el valor supremo que éste representa. En una palabra, tendría que acomodarse a la idea que Dios tiene de él (naturaleza) y perseguir el valor encarnado por el Absoluto.
3. La increencia y el agnosticismo científico
En esta postura, la persona no se contenta con instalarse en una postura vital, sino que intenta una justificación teórica, más o menos desarrollada. En el siglo XX, Huxley se definió como agnóstico, de forma diferente: "es el que carece o prescinde de toda sabiduría, entendiendo por sabiduría un conocimiento que pretende llegar a conclusiones sobre la totalidad de lo real, o plantear cuestiones últimas. Tierno Galván ha convertido el agnosticismo en señal de identificación para muchos de los no-creyentes españoles de los últimos años. Tierno declara no ser ateo, es decir, no quiere definirse precisamente por la negación de Dios. Es el agnóstico "un hombre instalado en la finitud". Finitud para Tierno es lo contrario de trascendente. Es, pues, la instalación en la finitud, la aceptación de la realidad humana tal cual es, sin esa dimensión, con su grandeza y su gozo, su capacidad de progreso e incluso su capacidad de ser "fuente de lo inefable". El agnóstico no se preocupa de la posibilidad de la existencia de Dios, porque no admite la posibilidad de comprobarlo.
EL PROBLEMA DEL MAL. PERSPECTIVAS FILOSÓFICAS
I. El hecho del mal. FenomenologÍa y concepto
El mal es una realidad admitida y sopesada en la historia del pensamiento. Se hace presente de una manera especial en la vida del hombre, que lo experimenta en diversas formas, pero siempre bajo el denominador común del dolor y en su máxima expresión, la muerte. Esta se anticipa en el vivir cotidiano como peligro y amenaza de aniquilación o pérdida definitiva del ser. Esta vivencia se da en tres niveles diferentes: físico, psíquico y social.
Mal físico. Es la carencia de una propiedad debida y tiene su expresión humana en el dolor. Consiste en un desarreglo o carencia de armonía del propio organismo y se presenta como dolor señal y dolor vivencia. Es una contrariedad sensible físicamente.
Mal psíquico. La contrariedad y desequilibrio no afectan solamente al orden físico. Se instalan también en una zona, no localizable corporalmente, que comprende la intimidad profunda de la persona y es resultado de la manera de relacionarnos negativamente con el entorno. Invisible y transensible, el psíquico es producido por la sensación de fracaso, por la pérdida de ideales, por el oscurecimiento de la propia identidad, por el desajuste interior. Si en estas vivencias participa al libertad contraviniendo las normas y prescripciones que marcan la propia conducta, aparece la culpa o mal moral. Es una forma particular del mal psíquico producida por el mal uso de la libertad.
Mal social. Brota del desajuste en el modo de relacionarnos con nuestros semejantes. Es la desagradable vivencia producida por el abandono de los allegados, por el rechazo de los adictos, por el olvido de los amigos, por la separación del medio social pertinente. Al igual que los males anteriores, el social hace al hombre frágil y quebradizo y lo predispone a la desesperación.
Ante el hecho del mal, el hombre desea despejar una doble incógnita: su causa y su naturaleza. ¿A qué se debe el mal? y ¿en qué consiste el mal? El mal no radica en sí mismo -no es ser-, sino en las cosas que, aun siendo buenas por el mero hecho de existir, no poseen todo el bien que les corresponde ni están dotadas del grado de perfección a que están llamadas. No puede decirse, por tanto, que exista un Dios malo causa del mal, ya que el mal no es ser; carece de entidad propiamente. Definido el mal como privación y carencia de un bien debido o como deficiencia ontológica, la pregunta fundamental es ésta: ¿Por qué seres deficientes (malos) en vez de nada?
II. Necesidad del mal. Justificación racional
Si el mal no es entidad alguna, naturaleza sustancial ni elemento del mundo, sino deficiencia y carencia, ¿a quién se debe dicha carencia y qué sentido tiene? ¿Puede el Ser producir seres carentes de la perfección debida?
Como no siempre se ha entendido el mal en su justa medida y sentido propio, su problema ha sido mal planteado y ha obtenido soluciones confusas, cuando no erróneas. Al reducir el mal al pecado y a la culpa, olvidando su aspecto ontológico, hay quienes han puesto su causa en Dios, principio de todo lo que existe. Surge entonces la teo-dicea para justificar la bondad y el poder de Dios ante el hecho del sufrimiento debido a la perversión humana y a los desequilibrios de la naturaleza. De este modo se confunden los planos filosóficos y teológico. Sin negar el orden teológico y admitiendo los planteamientos de la tradición religiosa, por razón de método tenemos que ceñirnos a la explicación estrictamente racional del mal en el mundo y a la coherencia lógica de su compatibilidad con el Ser perfecto y Bien absoluto. No se trata ya de responder a la cuestión clásica de si Dios quiere y no puede o de si puede y no quiere evitar el mal. En cualquiera de los dos casos saldría mal parada la causa divina y el problema radical seguiría intacto. La cuestión es mucho más profunda, porque se trata de saber por qué Dios crea de hecho un mundo finito e imperfecto. El problema se resuelve en estas dos afirmaciones: el mal es necesario y, además, compatible con un Dios omnipotente y bueno. El mundo creado implica necesariamente finitud constitutiva y, por lo mismo, imperfección ontológica o limitación en el ser. Su condición finita se opone a su omniperfección. No es que la finitud sea un mal en sí misma, sino su raíz y posibilidad, de modo que resulta inevitable a circunstancias diversas. En efecto, la finitud comporta no serlo todo e implica carencia de propiedades y perfecciones que no están plenamente realizadas en el sujeto. A veces, la posesión de unas propiedades entre en conflicto con la existencia de otras. Por ejemplo, la racionalidad en el hombre limita el poder del instinto, lo mismo que la inteligencia impide el pleno desarrollo del sentido. En los animales la sensibilidad está más desarrollada y el instinto es más perfecto que en el hombre, pero éste alcanza su plenitud en el orden intelectivo por el que supera al resto de los seres.
1. Un mundo-finito-perfecto es imposible lógica y metafísicamente
¿Por qué un mundo creado no puede ser omniperfecto? Sencillamente porque es un contrasentido; es inconcebible en virtud de su naturaleza y estructura. Pensarlo completamente perfecto desde el principio equivale a exigir la cuadratura del círculo. No es que Dios no pueda hacerlo, sino que es irrealizable en sí mismo. La omniperfección se opone a creación, que equivale a participación. En ese caso no sería un mundo, sino otro Dios imposible. La finitud entraña limitación, carencia, disfunción y, en consecuencia, mal. La infinitud, en cambio, excluye el límite, es plenitud y perfección en el ser y en el obrar, existe desde siempre y para siempre, es bien absoluto y deficiente y, por consiguiente, carece de la perfección total. Es espacio para el mal.
2. El mal, proteodicea ("pro Deo")
Si el mal es carencia y privación, solamente se percibe y comprende racionalmente desde la perfección y lo positivo. Su conocimiento, lo mismo que su padecimiento, es siempre fruto de una comparación, cuyo punto de referencia no puede ser un bien relativo, sino absoluto y supremo. Se trata del sentido último y bien supremo de la existencia en general, cuyo desenlace tiene que ser un bien perdurable y no un vacío nihilista al que conduce inexorablemente el mal por sí mismo.
En definitiva, el mal es una forma de dársenos y de expresarse la finitud y la deficiencia constitutiva de las cosas, cuyo conocimiento lleva al hombre a la afirmación de Dios como única explicación posible de la realidad del mundo finito y caduco. La limitación, que se hace patente bajo las diversas formas del mal, trabaja en favor del Absoluto. En este caso, la cuestión suscitada por la presencia del mal en el mundo, lejos de oponerse directamente a la existencia del Absoluto necesario, se refiere a su naturaleza, bondad por esencia. La pregunta se centra en el motivo y razón de semejante creación. ¿Por qué hizo Dios un mundo que tenía que contar con el mal inexorablemente? ¿Valía la pena crear un mundo defectuoso?
III. Compatibilidad de Dios con el mal. La razÓn de ser del mal
Sólo un mundo sin historia, cuyo único protagonista fuera el ser infinito, estaría exento de mal. Pero un mundo de esta índole sería una copia o réplica del mismo. Nuestro mundo no es así. Es realidad finita capaz de infinitud mediante un lento proceso de crecimiento y de maduración, en el que el ser creado alcanza a través del hombre su plenitud en la comunión con el Absoluto. Es éste un primer paso para responder al interrogante de si vale la pena la existencia de un mundo defectuoso como el nuestro. Decidido a crear, Dios no elige entre un mundo con mal y otro sin mal. Opta por el ser en vez de la nada. Aunque el resultado temporal de su acción esté cuajado de negatividades y carencias, no es para instalarse definitivamente en ellas, sino para superarlas, ya que el ser creado lleva la impronta de su Creador, bueno por esencia.
El acto creador es el espejo que transparenta su voluntad y propósito, que no son otros que comunicar su ser a la criatura, especialmente al hombre, a quien llama a participar de su vida y perfección, de su infinita bondad. En el estado actual del mundo, la creación no ha terminado de formarse. Como sistema orgánico, se encuentra en período de crecimiento animado por un principio interno que la impulsa hacia el triunfo definitivo del espíritu. Si el mundo evoluciona y este movimiento se encamina a la realización de la persona, es necesario que el no-ser decrezca y aumenten el ser y el bien. Dicho de otra manera, el mal no es tal, sino evolutivamente y en relación a un bien futuro último. Este mundo divino penetra nuestro mundo y se deja entrever ya en todo lo que existe, pero no establece en él un orden perfecto y una armonía completa, que no pueden pensarse mas que como cumplimiento final. Se hace necesario el concurso del tiempo como factor esencial de crecimiento, ya que el ser humano, y la realidad global con él, se forja en el lento madurar de la historia. No pretendemos decir con esto que Dios determine realizar al final lo que pudo haber hecho al principio.Su decisión es única desde el comienzo, pero el respeto al modo de ser de las cosas, especialmente del hombre, le impone una legalidad que se compromete a cumplir libremente para que sea el hombre quien con su ayuda, logre su plenitud en la comunión definitiva con El.
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Enviado por: | Daniel Diaz |
Idioma: | castellano |
País: | España |