Antropología


Antropología Simbólica


Relaciones entre la antropología y la historia

Bonfil Batalla, Evans Pritchard, los Comaroff, Wolf, Rigby abordan (aunque no todos en forma directa) un tema que, ante este “Fin del Milenio” (que nos encuentra en un mundo supuestamente “globalizado” y totalmente interdependiente), se replantea aún con más fuerza.

En resumen, durante mucho tiempo hemos estado considerando que la Historia del Mundo era la historia de la sociedad “occidental”, hemos considerado que los “otros” pueblos, aquellos “sin historia” debían ser estudiados en forma separada y aislada (separando así, con un “muro de hierro” las disciplinas que debían estudiar unos y otros). Y así se ha desarrollado una ciencia social superficial, incapaz de ver a la Historia de todos los pueblos como un todo, en el que todas y cada una de sus partes tienen historias que merecen ser contadas y comprendidas en su interrelación. (Al final, volveremos sobre este punto).

Esto es fácil de entender si observamos que el surgimiento de las ciencias sociales (en el siglo pasado) estuvo íntimamente relacionado con el desarrollo y expansión del capitalismo. Wolf, en su libro “Europa y los pueblos sin historia” nos muestra como el papel de las ciencias sociales era el de justificar el orden vigente y encontrar la mejor manera de sostenerlo. Desarrollando entonces una “ciencia” ideológica separada en disciplinas diferentes (sociología, antropología, economía, politología, etc) que diseccionan el estudio de la sociedad, viendo a los individuos separados de sus contextos históricos, políticos y económicos. De esta manera se encubren las condiciones materiales de la existencia de los hombres (las relaciones sociales y la explotación capitalista) como posibles fuentes de desorden social.

Lo mismo para el caso de los “otros pueblos”. Surge la teoría de la “modernización”, que divide al mundo en las sociedades racionales y modernas, las transicionales y las (mal vistas) tradicionales, estancadas e irracionales. Una Teoría lineal de la historía, que la ve como una carrera moral hacia la felicidad (ganada por el Occidente). Nuevamente, esta visión del mundo definió a las sociedades como autónomas y no relacionadas, separadas de sus contextos, sin ver factores tan importantes como el colonialismo, el imperialismo, etc.

Conceptos como nación, sociedad, cultura; que designan porciones y que -al no relacionarlas con un contexto más amplio- falsean la realidad, fueron la base que definió las características de la ciencia social. Y dentro de estas, especialmente, a la antropología.

Una antropología que, de una preocupación por encontrar leyes (como las naturales) que justifiquen este desarrollo lineal de la historia, pasó a buscar las leyes sincrónicas del funcionamiento de cada cultura en particular, focalizándose en la realización de estudios etnográficos mediante el trabajo de campo y desinteresándose de la investigación histórica.

Este desinterés, que Evans-Pritchard ha llamado la “ignorancia histórica de los antropólogos” (Evans-Pritchard,1978:53), trajo como consecuencia una antropología que olvida la reconstrucción del pasado de los pueblos que estudia, asumiendo que antes de la colonización estos pueblos habían permanecido estáticos. Esta visión no debe sorprendernos, pues “a los ojos de los conquistadores la historia india es una sola, porque los indios tienen un solo destino: ser colonizados” (Bonfil Batalla,1992:165).

Es así como la Antropología no le dio importancia a la Historia (en tanto disciplina que investiga el pasado) porque siempre pensó a este pasado en términos occidentales (es decir, viendo el tiempo como lineal y a la historia del mundo como la historia de su propia civilización). Porque el tiempo no es un concepto “neutral” y “objetivo”, sino que es un elemento dotado de significado, constitutivo de las culturas, es -como dice Peter Rigby- una construcción sociocultural.

Entonces queda claro el planteo de Bonfil Batalla cuando explica la inexistencia de Historia de los pueblos indígenas: ya que para los indios la historia no es una línea ascendente sino más bien un ciclo que progresivamente va avanzando, sus historias no han concluido, sino que siguen abiertas. Y es por el hecho de que siguen abiertas que la producción historiográfica de los propios indios no se refiere sólo a la reconstrucción de pasado para comprender su presente, sino también (y principalmente) para proponer un futuro, usando a su historia como un arma política, como sustento de la lucha por sus reinvindicaciones.

Y es aquí donde se ubica el problema fundamental: porque para asumir (como plantea Bonfil Batalla) a los pueblos indios como “historiables” integrando sus historias en una historia única (como dice Wolf) es necesario romper con la dualidad modernidad/tradición que ha llevado a creer erróneamente que la historia solo se puede aplicar a las sociedades modernas (racionales), mientras que a las sociedades tradicionales (irracionales) sólo se las puede comprender mediante etnografías. Así, podríamos usar no sólo la etnografía para conocer a los otros, sino para conocernos más a nosotros mismos; y usaríamos a la historia para conocer a los otros, tanto como a nosotros mismos.

Metodológicamente hablando, el postulado es unir a la antropología y la historia: porque “el antropólogo investiga el pasado de una sociedad sólo para descubrir si lo que indaga en el presente es una característica constante a través del tiempo, así como el historiador debe comprender el momento actual para entender el pasado” (Evans-Pritchard,1978:63), la historia y la antropología se necesitan la una de la otra.

Una “antropología genuinamente historizada” (Comaroff y Comaroff,1992:5) es entonces la vía para poder integrar las “otras” historias (las de los pueblos indígenas), viendo con mayor profundidad histórica el origen de nuestros problemas que, al tener una misma base, fundamentan la lucha por un futuro en común.

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Las posturas de Turner

La clasificación (simbolismo cromático)

Buscando la forma de la simbolización y formalización del conflicto ritual (en los ndembu, expresado principalmente por la oposición entre los principios de la matrilinealidad y virilocalidad) Turner descubrió que esta simbolización (y la de cualquier otra dualidad) estaba integrada en un modo de clasificación tripartita, que se relacionaba con los colores blanco, rojo y negro. Veamos como se llega a esto.

Según Turner, “la biología humana exige determinadas experiencias de relación intensas” -como engendrar y parir, amamantar, excretar, relacionarse- (Turner,1980:100). En su vida social, los ndembu tienen, por lo tanto, “experiencias físicas de gran tensión” a las que les atribuyen poderes que van más allá del de los individuos. Es por eso que estas experiencias deben ser ritualizadas.

Para poder ritualizar estas experiencias altamente emocionales de las relaciones sociales, los ndembu las clasifican con colores; justamente los colores que representen productos del cuerpo humano que se asocian al incremento de las emociones o, más exactamente, “los tres colores que resumen los tipos fundamentales de la experiencia universal humana de lo orgánico” (Turner,1980:98).

Por esto Turner dice que la fuente de origen de toda clasificación es el organismo humano y sus experiencias cruciales. Es decir entonces que para Turner la elección de la tríada básica del color fue determinada por ideas mágico religiosas que tienen su origen en el individuo y sus experiencias.

Ahora bien, además de representar las experiencias humanas básicas del cuerpo, los tres colores sirven también como una especie de clasificación primordial de la realidad. Sobre esto, Turner nos ofrece abundante material etnográfico de “nuestros contemporáneos primitivos” así como una exhaustiva lista de sentidos para cada uno de los tres colores (entre los ndembu), donde se ve como se clasifican los elementos de la naturaleza y la cultura a partir de estos tres colores, atribuyéndoles (a estos elementos) características comunes (expresadas por cada uno de los colores).

Así, al poder representar las experiencias psicobiológicas en contextos rituales, mediante los símbolos del color, los hombres sintieron que podían controlar o domesticar a esas fuerzas con fines sociales. Y es entonces, como dice Turner, que “que sólo a través de estas configuraciones primarias han podido surgir los restantes modos de clasificación empleados por la humanidad (Turner,1980:101)

La dinámica del proceso ritual

Cuando Turner postula que las celebraciones de los rituales son fases de procesos sociales más amplios, se refiere al hecho de que el proceso ritual es una parte importante del funcionamiento y reproducción de una estructura social dada. Este interés se reflejaba en poner el eje del estudio en el análisis de la estructura del poblado y los procesos de conflicto y resolución del conflicto inherentes a la estructura de la comunidad. Entonces, para poder entender el proceso ritual, debemos entender estos procesos más amplios (a los luego llamará dramas sociales).

En la sociedad ndembu (que Turner estudia) se dan contradicciones generadas por la propia estructura social. La principal contradicción está dada por el conflicto entre la matrilinealidad (que rige los derechos prioritarios de residencia, sucesión de cargos y herencia de la propiedad) y la virilocalidad matrimonial (o patrifocalidad, donde el hombre tiene el derecho a residir en su propio poblado con su mujer y sus hijos). Así se da este permanente conflicto donde los hombres tratan de retener a sus hijos en su hogar (por la patrifocalidad), así como recuperar a los hijos de sus hermanas (por la matrilinealidad).

Turner utilizó el concepto de “drama social” para analizar la manera en que estos conflictos se resuelven en el interior del poblado: Cuando los conflictos estallan en forma abierta sacan a la luz las tensiones subyacentes del sistema social. Se produce un “quiebre” que, al desarrollarse como “crisis”, puede llevar a una “esquisogénesis” de la sociedad. Pero existe un conjunto de mecanismos mediante el cual el propio conflicto se pone al servicio de afirmar la unidad del grupo, un “proceso de resolución” que puede expresarse (por lo menos en el caso de los ndembu) como un Proceso Ritual.

Durante el proceso del ritual se dramatizan las relaciones sociales inherentes haciendo visibles sentimientos y disposiciones psicológicas que pueden estar creando (o pueden llegar a crear) conflictos y que no son directamente percibidos. Para que esto suceda se dan tres diferentes fases del proceso ritual: en un primer momento (“ritos de separación”) los individuos se escinden del tiempo y el espacio secular y mundano saliendo de esta forma, en el segundo momento (“ritos de liminalidad o de margen”) por momentáneamente de su posición de estatus, pudiendo expresarse así libremente, desarrollando entonces “el proceso de hacer público lo que es privado, o social lo que es personal” (Turner,1980:55). Finalmente (como consecuencia de los “ritos de reagregación”), los individuos se reintegran a las posiciones que ocupaban en la estructura social (o al nuevo lugar, en el caso de los ritos de paso) y sometiéndose nuevamente a “las `mores' públicas”.

El ritual funciona entonces adaptando y readaptando periódicamente “a los individuos biofísicos a las condiciones básicas y a los valores axiomáticos de la vida humana social” (Turner,1980:47), por eso este proceso ritual se puede dar por diferentes clases de rituales: mientras una clase de rituales funcionan como reparadoras y reguladoras que corrigen las desviaciones de la conducta prescriptas por las costumbres, otra clase previene las desviaciones y los conflictos (en esta clase se incluyen los rituales periódicos y los rituales de crisis vitales).

La dialéctica estructura/antiestructura

Los hombres, por el sólo hecho de vivir en una sociedad, ocupamos una posición determinada en el conjunto de los estatus sociales: Formamos parte de una familia, de un linaje, un clan o una tribu y tenemos un determinado rol. Esta posición que ocupamos en la estructura social nos coacciona a cumplir las normas que garanticen su funcionamiento y reproducción.

Es así, no podemos vivir fuera de una estructura, no podemos dejar de cumplir la función estructuralmente determinada que nos corresponde; es por eso que esta estructuración llega a tornarse agobiante. Como vimos en el punto anterior, las mismas estructuras generan contradicciones que no se pueden resolver en el curso de la vida normal, estructurada, y es por eso que necesitamos ese escape que se da durante el proceso ritual.

Vimos en el punto anterior que durante uno de los momentos del proceso ritual, los individuos se ven libres de su “estado” estructural, es una situación “antiestructural”, en la que desaparecen las posiciones jerárquicas y las normas, se vive una igualdad y se liberan las capacidades humanas de creatividad y voluntad de las coacciones estructurales.

Así, en este período (al que Turner asimila a la “communitas”) nos “cargamos” para poder seguir viviendo en la estructura, es una fase de desahogo individual de la atenuante vida social.

Por eso la communitas, este momento antiestructural, permite la sobrevivencia de la estructura pues, si bien los hombres no pueden vivir por fuera de las estructuras, tampoco pueden vivir permanentemente en ellas, sin esa fase en que se ritualizan las relaciones sociales, haciendo deseable lo indeseable.

Para terminar, sería interesante remarcar este “carácter estructural” de la antiestructura (a modo de antítesis dialéctica de la estructura). Así es, una communitas determinada no siempre podrá mantenerse como antiestructura; puede, por la fuerza de la costumbre, ir transformándose en una actividad rutinaria y estereotipada, lo cual la irá cristalizando como parte de la estructura.

La estructura de la communitas en las sociedades basadas en el parentesco

Como se puede ver en la respuesta anterior (y para completarla), la communitas tiene que ver con la antiestructura, los momentos, relaciones o lugares antiestructurales donde las normas y jerarquías no funcionan. Esta communitas se puede manifestar de tres maneras: en el caso de los momentos de liminalidad (donde los estatus y las normas dejan de funcionar y estamos “entre un estado y otro”, lo ejemplificaré en el tercer punto), en el caso de la marginalidad (¡Muchona!) y en el caso de estatus inferior (que vamos a ver ahora, donde justamente aquellas relaciones inferiores -desde el punto de vista estructural, son las que representan un poder superior -“poder de los débiles”- en las situaciones antiestructurales).

Decíamos recién que la cuestión de la communitas tenía que ver con aquellos momentos en que la estructura no regía. En el caso de las sociedades basadas en el parentesco, la communitas se ve en aquellos vínculos que no tienen que ver con intereses particularistas o materiales (y que por lo tanto están regidos por las reglas estructurantes de la sociedad, sino en una confraternidad basada en el afecto).

En las sociedades patrilineales (como los Tallesi de Ghana) el “vínculo uterino” es el que no se asocia con intereses segmentarios, de propiedad o fidelidad política, sino a características espirituales e intereses mutuos no materiales. Es decir que, en este caso, la que representa la condición de comunitas es la matrilateralidad, ya que gracias a ella “el individuo (…) se emancipa de las titularidades de estatus segmentarios determinados por la patrilinealidad y pasa a integrarse en el marco más amplio de una comunidad” (Turner,1988:123).

Es así como también se explica la relación “hermano de la madre/hijo de la hermana” en sociedades patrilineales como los Nuer, una relación afectiva -e incluso mística, por los poderes rituales que tiene el pariente materno- que contrarresta las estructuras, formándose vínculos con el lado “sumergido” del parentesco.

En los casos donde el principio articulador dominante es la matrilinealidad (como los Ashanti, también de Ghana), el vínculo de descendencia masculina es considerado por completo favorable y se relaciona simbólicamente con los dioses que controlan la fertilidad, la salud y los valores vitales comunes a todos (y especialmente los ritos que relacionan al padre y al hijo que se transformará en un cazador).

Es decir que otra vez podemos vincular con el communitas a esta relación tanto estructuralmente inferior como superior moral y ritualmente, así como débil desde el punto de vista secular pero fuerte como poder sagrado (Turner,1988:131). Lo cual nos demuestra, otra vez, la estrecha relación de lo antiestructural con lo estructural o -lo que es lo mismo- que no podemos entender las relaciones normativas que sostienen a la sociedad, sin entender los “momentos” en que esas normas estructurantes no funcionan; así como no podemos entender la communitas, si no es en relación con la estructura. ¿Se entendió?

La muerte de un rito (o de cómo estructurar la antiestructura)

Un argentino en un aeropuerto de China (o Japón, o Corea, qué más da!). Está perdido, se le ocurre parar a un par de “amarillos” y preguntarles.

-Perdón, para la embajada argentina…?

Y los “chinitos” se alborozan: sonrisas, chillidos...

-¿Algentina?

-Sí.

-¿Tango?

-¡Sí!

-¿Maladona?

-¡¡Sí!!

Y el remate, de terror:

-¿YPF?

-¡¡¡Sí!!!

Al margen del remate de esta publicidad -tan exitosa- de hace un par de años, podemos ver un par de símbolos de “nuestra” Argentina. Por un lado el tango, pero por el otro lado… un jugador de un juego donde 22 tipos corren de un lado para el otro a una pelota!!

¿Pero quién podría negar que fútbol es sinónimo de Argentina, y quién podría negar que Maradona es sinónimo hasta tal punto de fútbol, que ya es un sinónimo de nuestro país?

Un viernes, 19 hs. Los seleccionados de fútbol de Argentina y Brasil juegan en la cancha de River. Se abren las puertas del estadio y todo el mundo entra saltando, gritando, cantando. La bandera de Argentina al viento y en la garganta de todos…

“Vamos, vamos, Argentina, vamos, vamos, a ganar…”.

Luego los hinchas se acomodan en las tribunas, se respetan los lugares, las hinchadas de los diferentes clubes no se mezclan. Pero el grito es uno sólo. “Vamos, vamos…”. Todos saltan al mismo tiempo, se quitan las remeras y las hacen girar a la vez.

Y están todos juntos y al mismo tiempo.

Las banderas argentina es el símbolo dominante de todo este ritual, representa a nuestro país. Pero no siempre es la misma y adopta diferentes formas, ubicaciones y sentidos a lo largo del ritual (del partido). Cuando entra la hinchada subiendo -todos juntos- las escaleras llevando las banderas -todos juntos- representa nuestra historia, que juntos -todos- construimos, colgadas en todas las tribunas (custodiadas por todos, sostenidas por todos) representa al país al que todos debemos defender. Pero cuando comienza el partido el foco principal debieran ser los jugadores, que vestidos con los colores de la bandera se juegan el honor y la dignidad de una Nación (estoy hablando de la polarización en su sentido moral e ideológico)… en un partido de fútbol. Digo debiera, porque la hinchada también juega el partido, también “transpira la camiseta” y “aguanta” poniendo “huevos” tal como se debe transpirar y aguantar en su vida cotidiana, construyendo al país… y le exige lo mismo a los jugadores (una clara polarización en sentido sensorial para este símbolo). El mismo símbolo representa a la vez lo emocional y lo normativo, lo obligatorio y lo deseable.

Veamos este símbolo un poco más en profundidad. A pesar de esta multiplicidad de sentidos, los hinchas ven y expresan a la bandera/camiseta como una unidad. Si se ponen a pensar un poco pueden descomponer este símbolo en muchos sentidos y atributos (que ya mencioné en el párrafo anterior), pero en la “practica ritual”, en el partido es considerado como una sola cosa, una entidad única (¿se notan entonces las características de condensación y unificación del símbolo dominante?)

“…sienten que [los signos] poseen eficacia ritual, que están cargados con fuerzas que brotan de fuentes desconocidas, y que son capaces de actuar sobre las personas (…) induciéndoles a que se orienten en la dirección deseada o simplemente haciéndoles mejores” (Turner,1980:60).

Si no, ¿cómo explicar toda la significación de los símbolos dominantes y auxiliares (suplementarios) como los insultos a los jugadores del otro equipo (que representan al país “enemigo”), la furiosa demostración de bronca contra el árbitro “vendido” cada vez que cobra en contra de “nuestro” equipo (con justicia o sin ella) y la gloriosa algarabía que demostramos cuando “metemos” un gol y “ganamos” el partido?

Y es que si analizamos todo esto desde el nivel exegético nos encontramos ante una communitas en la cual los hinchas se apartan de sus vidas cotidianas y se exponen a símbolos poderosos que evocan el nacionalismo y la idea de comunidad. Un momento liminal, donde la conducta y el simbolismo se ven momentáneamente emancipados de las normas y valores que rigen la vida pública formando una antiestructura donde los individuos se despojan de sus posiciones de estatus y son unos iguales a otros.

Pero el problema surge cuando abandonamos el nivel exegético de análisis (cuando tomamos el punto de vista de los actores) y pasamos al nivel operacional (¡miremos con nuestros propios ojos de antropólogos objetivos y científicos!). Dejamos de ver, entonces, sólo los aspectos armoniosos y solidarios de los grupos y los individuos del país expresados en el ritual del partido de fútbol; y queda muy claro como mucho de la conducta observada en la cancha se puede relacionar con los conflictos y las divisiones dentro del país.

Por ejemplo, cuando se ubican los hinchas en las tribunas no lo hacen espontánea ni libremente: Hay espacios ya determinados, las hinchadas de los diferentes clubes no se mezclan y -durante el partido- incluso se enfrentan en sus cánticos, prometiéndose variados castigos para ellos y sus parientes “a la salida”.

Por ejemplo, en un momento un grupo de “pibes” rodean uno que está solo lo “aprietan” y le quitan su dinero, su reloj y su campera. Nadie (salvo alguna queja aislada) salió a defenderlo, y había cientos de personas rodeándolos!

Por ejemplo, en la cancha no todos son iguales, las ubicaciones tampoco: hay palcos, plateas y tribunas populares cuyo acceso está limitado -en cada caso- por las posibilidades económicas de cada individuo. ¡Y cómo vuelan los escupitajos entre un sector y otro de las gradas!

Esto nos obliga a ubicarnos en un nivel superior de análisis, el nivel posicional.

Así vemos como en la cancha misma se reproducen los conflictos y se refleja la estratificación de la sociedad. Esto hace que se haga difícil para mí aceptar la aplicación de un concepto como el de communitas (con todo lo que ello implica de solidaridad, igualdad, espontaneidad, etc.), en un momento y lugar donde reina la división y la falta de solidaridad propia de los momentos estructurales.

Pero si profundizamos un poco el análisis podemos hacer otra interpretación. Esto lo podemos hacer “historizando” un poco este burdo intento etnográfico:

Según el sociólogo Sebreli, el fútbol no era el fenómeno de masas que es ahora. Era un deporte amateur más, simbolizado por el viejo potrero donde jugaban los niños. “En 1930 [cuando el fútbol ya estaba alcanzando popularidad] sólo el 2,85% de la población de Buenos Aires formaba parte de los clubes de fútbol. No había, por lo tanto, una exigencia popular, un imperativo de las masas para que el fútbol fuera profesionalizado” (Sebreli,1981:93). Si no que la profesionalización fue impuesta por los intereses empresariales que vieron una nueva fuente de hacer dinero.

Es la época en que, terminada la gran oleada de inmigración de los países europeos, comienza la formación de las primeras villas miseria y del cordón del Gran Buenos Aires, alimentados por los inmigrantes provenientes del interior. Y es, además justamente por esa época en que tiene su apogeo el nazismo, paradigma (tanto como el fútbol) de la utilización de la radio y la movilización de masas para crear una forma de seudo-solidaridad colectiva (ver Sebreli,1981:95), y que tanta influencia tendría en las elites gobernantes que acababa de derrocar a Irigoyen.

El resto de la historia es conocida, no hay otro deporte que haya sido utilizado como el fútbol por las clases dominantes de Argentina. (¿Quién podrá olvidar acaso a las manifestaciones orquestadas por los medios de comunicación que festejaban el triunfo de la selección en el mundial juvenil, mientras los familiares de los desaparecidos hacían largas filas para hacer la denuncia ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos?)

Es de esta forma como actividades espontáneas de las masas, como cantar, bailar o jugar, destinadas a brindar un placer momentáneo y a desaparecer después de realizados, son apropiadas por la “industria cultural” y utilizadas por el sistema para garantizar su reproducción. La industria cultural tiene el mérito de transformar lo que era una expresión de libertad y espontaneidad, de antiestructularidad y communitas, en un producto de la coerción y la rutina. Es decir, una estructura parcial, dentro de otra estructura más general, a la que refleja y reproduce.

Ese viernes a la noche, perdimos con Brasil dos a cero.

Bibliografía

ANDERSON, BENEDICT

1993 Comunidades Imaginadas. México. FCE.

BONFIL BATALLA, GUILLERMO

  • Historias que todavía no son historias. Bs. As. CEHASS.

COMAROFF, JOHN Y JEAN COMAROFF

  • La etnografía y la imaginación histórica. Traducción de la cátedra.

EVANS-PRITCHARD, E.E.

1972 [1962] Ensayos de antropología social. Madrid. Siglo XX.

RIGBY, PETER

  • La historia y el tiempo. Traducción de la cátedra.

SEBRELI, J.J.

  • Fútbol y masas. Bs. As. Galerna.

TURNER, VICTOR

1980 [1967] La selva de los símbolos. Madrid. Siglo XXI Editores.

TURNER, VICTOR

1988 El proceso ritual. Madrid. Taurus.

WOLF, ERIC

1993 [1982] Europa y la gente sin historia. México. FCE.

ANTROPOLOGIA SISTEMATICA III

Cátedra Cordeu

Segundo Parcial domiciliario

Y de paso, legitimen la colonización de los pueblos “primitivos”, para “ayudarlos a civilizarse”.

Algo mucho más coherente con la nueva situación de principios del siglo XX donde, con la colonización ya terminada, el interés de las metrópolis no era ya justificar la invasión sino conocer a los nativos para mantenerla.

De esta manera, el centro de interés para Turner se focalizará en el individuo, “individualismo metodológico” que se irá acentuando en la medida en que su ruptura con la tradición estructural-funcionalista (y su uso de análisis cuasi-durkhenianos) se haga total (ver Kuper,1973:185).

Propio de la Escuela Manchesteriana (de Gluckman y compañía) a la que Turner en principio adheria.

Como se ve en el caso de las communitas ideológicas o normativas.

¡Espero que me tome en cuenta esto como complemento de la respuesta anterior!

Hago notar esto, porque esta idea de un tiempo homogéneo y vacio, con una simultaneidad transversa, donde es posible que dos personas que jamás se han visto estén haciendo cosas al mismo tiempo, es relativamente nueva en la historia; y corresponde al periódo de formación de los estados nacionales que se constituían como “comunidades imaginadas” (ver Anderson, 1993:29).




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Enviado por:Pablo Rabey
Idioma: castellano
País: Argentina

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