Literatura


Amor y Pedagogía; Miguel de Unamuno


AMOR Y PEDAGOGÍA

*Objeto del presente estudio

Al hilo de la obra se podrían tratar infinidad de temas debido a que la misma es bastante rica en cuanto a contenidos e ideas, mas yo he opta-do por analizar el concepto de educación que nos presenta el autor de la novela; educación esta consistente en dar un papel preeminente a la pedagogía, apartándose de los métodos tradicionales y cayendo en el más absoluto cientifismo.

*A modo de pequeño resumen

Don Avito Carrascal es un entusiasta de la pedagogía y de la ciencia en general que, sirviéndose de métodos deductivos y de técnicas extraídas de la pedagogía sociológica, pretende crear un genio. El primer paso a se-guir será una adecuada y cuidadosa elección de la madre. Mas es aquí donde don Avito comete su primer “error”, pues se enamora de Marina, rehusando así a lo que sería el primer paso de su experimento. Avito y Marina contraen matrimonio, y ella queda encinta. Ya desde el momento de la gestación del futuro genio comienza nuestro personaje a instruirlo: hace a su esposa escuchar música, la educa en cuestiones de ciencia... Y llega el día del tan esperado nacimiento del niño que será el primer genio a que la pedagogía sociológica ha dado lugar. Carrascal le pone por nombre Apolodoro (que significa don de Apolo, de la luz del Sol, padre de la verdad y de la vida), considerando que el nombre que a uno le pongan es una per-petua sugestión. Y Apolodoro crece así entre la educación estrictamente científica que se encarga de propiciarle su padre, y la absolutamente tradi-cional que le viene de las manos y el regazo de Marina. Avito hace todo lo posible por impedir que su hijo reciba una educación como la que su mu-jer le está dando, mas al final termina por ceder pues cree que todo hom-bre ha de pasar por el estado de fetichismo para luego ascender a otro racional (vemos aquí alusión clara a los estados de los que nos hablaba Comte). Don Fulgencio, extravagante filósofo amigo de don Avito a quien desde un principio éste se encomienda con el fin de que le ayude a educar a su proyecto de genio, persuade a Carrascal para que envíe al niño a la escuela, ya que asegura que el trato los otros infantes le hará mucho bien. Tras dos intentos fallidos de experiencia escolar, el padre decide educar al niño por su cuenta, ya que considera antropomórfica y poco válida la formación que en dicha institución le proporcionan. Instruye así a su hijo en aritmética, en gramática, en lingüística, en ciencias naturales, en dibu-jo... La formación que Apolodoro recibe de su progenitor pronto le sumerge en un mundo aislado, sin apoyos que le faciliten una relación con el mun-do real. El joven toma conciencia de este aislamiento y de su ser distinto a los demás. A partir de ese momento, cada día se harán más palpables los fallos de la educación que ha recibido, y la ciencia dejará de ser consuelo y

alivio, como pretendía su padre. Todo ello se ve agravado por su amor frustrado por la joven Clarita y por las burlas que en sus congéneres sus-cita una pequeña novela amorosa que ha escrito. El niño toma una drásti-ca resolución: ha de acabar con su vida. Antes de llevar a cabo su proyecto realiza una última visita a don Fulgencio, en la cual éste le advierte de la conveniencia de asegurarse la inmortalidad, recomendándole encarecida-mente el filósofo que tenga hijos que perpetúen su obra. Es así como Apo-lodoro deja embarazada a Petra, su criada. Hastiado de la vida, fracasado en su papel de genio, el joven se encierra en su habitación, pende una cuerda del techo, se encarama sobre un taburete y pasa la soga por alrededor de su cuello, da un empujón a la silla que le sirve de apoyo y queda suspendi-do en el aire. Es así como nuestro proyecto fallido de genio acaba con su vida. Cuando Avito y Marina lo descubren en tal estado, el padre rompe a llorar en el regazo de su mujer que exclama «¡Hijo mío!», mientras el pobre pedagogo gime su «¡Madre!» (pag. 163). El amor había vencido.

*La educación moral en Amor y pedagogía

Unamuno expone en esta novela (o “nivola”, como a él le gustaba de-nominar a este especial tipo de creación literaria) el problema que supone una educación apartada del resto de la sociedad y guiada por estrictos mé-todos pedagógicos que se imponen al infante desde fuera constituyendo una suerte de heteronomía moral.

“Amor y pedagogía” es la representación de la heteronomía moral lle-vada al extremo más absoluto. Pero no es aquí, como en Durkheim, una ley que emana de la sociedad en su conjunto y las demandas de ésta, sino que es totalmente ficticia, creada y sin base experimental (porque lo que no debemos olvidar es que don Avito utiliza a su hijo como conejillo de indias de la nueva pedagogía sociológica que él intenta llevar a cabo). Tanto los postulados como las bases metodológicas en las cuales se asien-ta la nueva ciencia que Carrascal quiere crear dejan a un lado la figura del educando, sin tener en cuenta ni sus valores, ni sus preferencias, ni sus creencias, ni su visión del mundo y la sociedad que le rodea; ni siquiera presta atención a la concepción que el infante tiene de sí mismo.

Estaba claro desde el principio de la obra que un método de este tipo y que, además, se halle divorciado de los sentimientos, estaba condenado al fracaso final. Pero don Avito tiene sus razones para ser partidario de esta dicotomía entre amor y pedagogía: « ¡El amor!, siempre el amor atravesándose en las grandes empresas... El amor es anti-pedagógico, anti-sociológico, anti-científico, anti...-todo. No andaremos bien mientras no se propague el hombre por brotes o por escisión, ya que ha de propa-garse para la civilización y la ciencia. » (pag. 151). Según palabras propias del padre de Apolodoro: « La pedagogía es la adaptación, el amor, la heren-cia, y siempre lucharán adaptación y herencia, progreso y tradición... -y un poco más adelante- ...el amor y la razón se excluyen. » (pag. 89) Pero... ¿por qué han de excluirse necesariamente amor y pedagogía? ¿No es cierto que un método pedagógico guiado por el amor será más fructífero que otro que deje a un lado todo sentimiento? ¿No es verdad que la experiencia que tenemos de áquello de “la letra con sangre entra” ha demostrado que no es éste el camino a seguir? Quizá sea el amor una parte fundamental de la educación (al menos desde mi punto de vista), porque es el amor una fuer-za tendente a la unificación, a la correspondencia. Está también compro-bado experimentalmente que los mejores educadores, áquellos a los que el niño atiende, y sigue, y admira, áquellos que un mayor efecto causan sobre su tierna conciencia, son precisamente los que le tratan con amor (sobretodo en los primeros años de la infancia). El pupilo ve en su formador una autoridad, pero una autoridad que le habla con dulzura, aunque nunca abandone su puesto de superioridad moral y cultural.

Allí donde sólo hay autoridad, donde todo se presenta como una rígi-da norma que, además carece de explicación (o al menos de ella no es consciente el educando), nunca habrá lugar para una comprensión de la misma y, por tanto, quedará la regla condenada a no ser otra cosa que un dato más que “pulule” en la conciencia del niño. Y puede que el infante actúe en consonancia con ella por miedo al castigo, o por una conciencia del deber; mas nunca lo hará por iniciativa propia porque no ha interiorizado la norma, porque ésta no ha sido asumida como propia, sino simplemente como una exigencia que del exterior proviene. En este punto estoy muy de acuerdo con lo que propone la Clarificación de Valores: el niño ha de encontrar sus propios valores, estudiarlos, analizarlos, sopesarlos y actuar conforme a los criterios elegidos. Mas esta postura peca de relativista. Si afirmamos que todo valor es contingente, que todos son igualmente válidos, estamos rechazando el que pueda haber algo uni-versal, un valor que se presente clara y diáfanamente a las conciencias de la totalidad de los hombres como algo positivo. Y ello tampoco sería hacer justicia a la realidad. ¿Acaso no es cierto que la Bondad o la Justicia (y escribo la letra inicial de los valores en mayúsculas por considerarlos arquetípicos y universales) son valores reconocidos y admirados en todas las épocas y en todas las culturas? Quizá se ajuste más a los hechos el afirmar que hay valores universales, que no pueden ser puestos en duda, en los cuales converge el común de los mortales. Dichos valores han de ser promovidos por la educación moral desde el comienzo de sus andaduras en la conciencia del niño. El cómo hacerlo es algo que se me escapa de las manos y cuya consideración y análisis va más allá del propósito de este estudio.

Volviendo a la obra que nos ocupa podemos observar, por otro lado, cómo es la pedagogía radical a la que Apolodoro es sometido, la causa de todos sus males y desgracias. Y no ya solamente por las razones que ya he esbozado con anterioridad, sino porque, como ya he apuntado páginas atrás en la breve reseña que he elaborado de la obra (el espacio requerido no me permitía hacerlo de modo más dilatado, como era mi deseo), es la pedagogía la que hace que nuestro proyecto de genio se sienta fuera de lugar dentro de la sociedad. Todos se burlan de él, de su carácter formado por la destructiva pedagogía sociológica de la que está siendo víctima. En su última entrevista con don Fulgencio, Apolodoro grita desesperado: « En-tre usted y mi padre me han hecho desgraciado, muy desgraciado; ¡yo me quiero morir!» (pag. 144) Y es que no se debe caer en el error de apartar al educando de la sociedad, de privarle de la compañía de otros compañeros, de enseñarle a desenvolverse en ella; porque es en la sociedad en la que tendrá que vivir. En esa misma sociedad de la que se le pretende alejar. Es por ello necesario que conozca los valores y las leyes que rigen el mecanismo de la misma. El desconocimiento de ello sólo le conducirá a la más hastiada existencia, a la marginación social (como, de hecho, le ocurre a nuestro desgraciado Apolodoro).

De lo que pretende burlarse (y muy éxitosamente, por cierto) Unamuno en esta obra es de los científicos y pedagogos separados de la vi-da, que luchan por clasificar lo inclasificable, que creen captar con sus métodos y fórmulas el secreto de la vida, alejándose cada vez más de ella (claro ejemplo de ello es don Avito). Unamuno pone aquí de manifiesto que para él la verdad es experiencia más que conocimiento, vida más que acumulación de datos y saberes enciclopédicos.

En Apolodoro todo es prefijado por la pedagogía, no hay lugar para la innovación, para que demuestre y salga a flote su verdadera personalidad. Él mismo se lamenta de ello: « ¡Todo han querido convertírmelo en sustan-cia sin dejar nada al accidente! Hasta cuando me dejaban por mi propia cuenta era por sistema! » (pag. 161) Se destruye así la capacidad de origi-nalidad del individuo. Éste no puede realizarse plenamente, desplegar todas sus virtualidades, porque carece de una de las cosas más importantes para la vida humana, que es la libertad en el hacer y en el pensar. Si todos actuásemos por leyes deterministas, que guiaran nuestros actos cual mágicos e invisibles hilos, el hombre ya no sería hombre. Porque uno de los caracteres que constituyen al ser humano como tal es la libertad. Sin ella ya estaría fuera de lugar la discusión sobre la moral, sobre los valores, pues todos actuaríamos conforme a unas pautas fijadas con anterioridad a nuestras acciones. Es por ello que considero la libertad, así como condición necesaria para que el hombre sea tal, como un factor necesario (que no suficiente) para que haya lugar a la discusión moral.

Para ir concluyendo quisiera señalar el curioso desenlace de la obra. Don Avito Carrascal, padre del desafortunado y “abortado” proyecto de ge-nio, acérrimo defensor de la total incompatibilidad que existe entre amor y pedagogía (de la que ya me he ocupado con anterioridad), será sólo tras la muerte de Apolodoro (que no digo su hijo porque puede que no lo sintiera como tal, sino más bien como un infante de cuyo cargo corre su educación), cuando él mismo se convierta en hijo y reconozca el triunfo del amor sobre la pedagogía.

Y ya sí que para concluir, quisiera recordar una frase del siempre genial don Miguel de Unamuno que me llamó especialmente la atención, y que creo que refleja muy bien algo que todo educador (tanto padre como profesor) ha de tener muy en cuenta. La tomé prestada del prólogo-epílogo a la segunda edición de la presente obra, y dice así: «...no hay obra poética más grande que un hijo o una hija.» Y tiene razón nuestro docto filósofo. Es la conciencia del infante como un diamante en bruto, algo que hay que pulir y moldear, que hay que crear día a día, trabajando con esmero. Pues de esta obra de arte que con el paso de los años se vaya modelando depende el futuro, no sólo el de él mismo sino también el de la sociedad.

*Bibliografía

El ejemplar de la obra que me ha servido de guía para el presente estudio, y en el cual se podrán hallar todas las citas que aparecen a lo largo del mismo (las páginas a las que le remito son aquellas del volumen que he manejado) es la que sigue:

Unamuno, Miguel de, Amor y pedagogía, Madrid, Alianza Editorial, 2000

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