Literatura


Yerma; Federico García Lorca


Indice:

A.- Ficha

B.- Argumento

C.- Estructura

D.- Personajes

A.- Ficha

Autor: García Lorca, Federico

Obra: Yerma

Edición: Ildefonso - Manuel Gil

Bibliografía: García Lorca, Federico (1898-1936), poeta y dramaturgo español; es el escritor de esta nacionalidad más famoso del siglo XX y uno de sus artistas supremos. Su asesinato durante los primeros días de la Guerra Civil española hizo de él una víctima especialmente notable del franquismo, lo que contribuyó a que se conociera su obra. Sin embargo, sesenta años después del crimen, su valoración y su prestigio universal permanenecen inalterados.

Nació en Fuente Vaqueros (Granada), en el seno de una familia de posición económica desahogada. Estudió bachillerato y música en su ciudad natal y, entre 1919 y 1928, vivió en la Residencia de Estudiantes, de Madrid, un centro importante de intercambios culturales donde se hizo amigo del pintor Salvador Dalí, el cineasta Luis Buñuel y el también poeta Rafael Alberti, entre otros, a quienes cautivó con sus múltiples talentos. Viajó a Nueva York y Cuba en 1929-30. Volvió a España y escribió obras teatrales que le hicieron muy famoso. Fue director del teatro universitario La Barraca, conferenciante, compositor de canciones y tuvo mucho éxito en Argentina y Uruguay, países a los que viajó en 1933-34. Sus posiciones antifascistas y su fama le convirtieron en una víctima fatal de la Guerra Civil, en Granada, donde le fusilaron.

Obra poética

Sus primeros poemas quedaron recogidos en Libro de poemas, de 1921, una antología que tiene grandes logros. En 1922 organizó con el compositor Manuel de Falla, el primer festival de cante jondo, y ese mismo año escribió precisamente el Poema del cante jondo, aunque no lo publicaría hasta 1931. El Primer romancero gitano, de 1928, es un ejemplo genial de poesía compuesta a partir de materiales populares, y ofrece una Andalucía de carácter mítico por medio de unas metáforas deslumbrantes y unos símbolos como la luna, los colores, los caballos, el agua, o los peces, destinados a transmitir sensaciones donde el amor y la muerte destacan con fuerza.

Tras los Poemas en prosa, escribió en Nueva York un gran ciclo profético y metafísico en el que el autor apuesta por los oprimidos, sin dejar de sacar a relucir sus obsesiones íntimas. El ciclo iba a constar de dos libros, Poeta en Nueva York, escrito entre 1929 y 1930, pero que no se publicó hasta 1940, y Tierra y Luna, del que algunos poemas fueron incluidos en Diván del Tamarit, concluido en 1934, aunque también se publicó póstumamente.

Calificados muchas veces de surrealistas, los poemas de esa obra clave de García Lorca que es Poeta en Nueva York, expresan el horror ante la falta de raíces naturales, la ausencia de una mitología unificadora o de un sueño colectivo que den sentido a una sociedad impersonal, violenta y desgarrada. Por su parte, los incompletos Sonetos del amor oscuro, escritos durante una temporada en Nueva Inglaterra (Estados Unidos), expresan una desesperación más personal y constituyen unas muestras admirables de erotismo, que sólo recientemente han sido dadas a conocer.

Otro importante poema de Lorca, dentro de la línea del neopopulismo, es el Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, de 1935, una elegía compuesta al morir ese torero intelectual, amigo de muchos de los poetas de la generación de Lorca. Mientras que los Seis poemas galegos, del mismo año, consiguen trascender las referencias populares evidentes.

Teatro

El teatro de Lorca es, junto al de Valle-Inclán, el más importante escrito en castellano durante el siglo XX. Se trata de un teatro de una gama muy variada con símbolos o personajes fantásticos como la muerte y la Luna, lírico, en ocasiones, con un sentido profundo de las fuerzas de la naturaleza y de la vida.

Entre sus farsas, escritas de 1921 a 1928, destacan Tragicomedia de don Cristóbal y Retablillo de don Cristóbal, piezas de guiñol, y sobre todo La zapatera prodigiosa, una obra de ambiente andaluz que enfrenta realidad e imaginación. También pertenece a la categoría de farsa Amor de don Perlimplín con Belisa en su jardín. De 1930 y 1931 son los dramas calificados como "irrepresentables", El público y Así que pasen cinco años, obras complejas con influencia del psicoanálisis, que ponen en escena el mismo hecho teatral, la revolución y la homosexualidad, a partir de un complejo sistema de correspondencias.

Dos tragedias rurales son Bodas de sangre, de 1933, y Yerma, de 1934, donde se aúnan mitología, mundos poéticos y realidad. En Doña Rosita la soltera, de 1935, aborda el problema de la solterona española, algo que también aparece en La casa de Bernarda Alba, concluida en junio de 1936, y que la crítica suele considerar la obra fundamental de Lorca. Al comienzo de su carrera también había escrito dos dramas modernistas, El maleficio de la mariposa (1920) y Mariana Pineda (1927).

El mundo de García Lorca supone una capacidad creativa, poder de síntesis y facultad natural para captar, expresar y combinar la mayor suma de resonancias poéticas, sin esfuerzo aparente, y llegar a la perfección, no como resultado de una técnica conseguida con esfuerzo, sino casi de golpe. La variedad de formas y tonalidad resulta deslumbrante, con el amor, presentado en un sentido cósmico y pansexualista, la esterilidad, la infancia y la muerte como motivos fundamentales.

B.- Argumento

En distintas ocasiones Lorca declaró que Yerma care­ce de argumento, que es un carácter desarrollado a lo largo de la obra, que en la obra hay un tema, pero no un argumento.

Yerma, que lleva dos años y veinte días de matrimonio cuando comienza la obra, espera con gran ansiedad llegar a tener un hijo. Su marido, Juan, modesto ganadero y labrador de tierras propias, no parece compartir esa an­siedad. La boda fue decidida por el padre de Yerma y ésta la aceptó con alegría pensando en que tendría hijos. Al no cumplirse su afán de maternidad, comienza a de­batirse entre la esperanza y la desesperación; a medida que ésta va sobrepasando a aquélla, el carácter de Yerma se endurece; vive en una tensión extrema que la va en­frentando consigo misma, con su marido y, en cierto modo, con la sociedad en que vive y con toda la natu­raleza.

Juan, que se ha hecho a la idea de no tener hijos y aun a la comodidad de no tenerlos, que sabe -aunque no se nos diga cómo ni por quién- que ni él puede engendrarlos ni su mujer concebirlos, propone que adop­ten a un sobrino, hijo de un hermano de Yerma, Ésta rechaza tal idea, porque su anhelo de maternidad es <<total>> y sólo al concebir un hijo y al través de parto y crianza se podrá satisfacer.

Sin que se formule explícitamente, piensa que si se hubiera casado con Víctor, el pastor, hubiera tenido hijos; no sin cierta confusión, siente que amaba a Víctor v no ama a Juan y que es esa falta de amor la causa de que no hayan tenido hijos. Su concepto de la honra, senti­miento mas bien, le impide buscarlos en otro hombre que no sea su marido. Hundida en la desesperación, habla y actúa de manera que atrae la murmuración pública v Juan trae a casa a sus dos hermanas solteronas, como «vigilantes» de Yerma.

Acude ésta a casa de una vieja conjuradora, Dolores, que tiene fama de conocer remedios -«yerbajos y ora­ciones»- contra la infecundidad, y tiempo después acude a una romería que anualmente se celebra en la ermita de un santo famoso en toda la comarca porque trae fe­cundidad a las casadas sin hijos. Allí, teniendo como fondo un pintoresco ambiente en el que cristianismo y paganismo se funden, Juan revela a Yerma su conoci­miento de su propia esterilidad y de la de ella. Poco después, cuando intenta hacer el amor, Yerma lo estran­gula y concluye la obra con sus terribles palabras deci­sivas: «... he matado a mi hijo, yo misma he matado a mi hijo».

C.- Estructura

La división en cuadros, dos por cada acto, permite una eficaz utilización de los espacios dramáticos. En el primer cuadro aparece el interior de la casa, sin des cripción; la vida íntima es todavía posible, porque aun es firme la esperanza de Yerma. Para desrealizar lugar

tan concreto, «la escena tiene una extraña luz de sueño» y la protagonista, sentada, teniendo junto a ella un cos­turero y ropas, se ha quedado dormida. Sueña, y una sencilla pantomima hace que el espectador conozca el contenido del sueño: «Un pastor sale de puntillas miran-do fijamente a Yerma. Lleva de la mano a un niño vestido de blanco.» Con la aparición del pastor, la extraña luz de sueño se ha cambiado por «una alegre luz de mañana de primavera».

Esta visión onírica actu~a ya sobre el espectador, por­que el título anticipa el problema vital de la protagonista. De momento, sólo ofrece un significado amplio: un niño debería venir, es decir, debería nacer en esta casa y de esta mujer. Tan claro sentido de anunciación ha llevado a una interpretación religiosa: el pastor vendría a ser como el arcángel anunciador... pero la verdadera destinataria no será Yerma, sino su amiga María,.

En ese momento, fuera de escena, es cantada una can­ción de cuna que refuerza los elementos plásticos del sueño. Conviene subrayar que esa nana es una de las citadas por Lorca en su bella conferencia «Las nanas in­fantiles» que figura en las Obras Completas en ellas aparece con una variante en el segundo verso, «a la na­nita y haremos». Lo que importa ahora es que el poeta la interpreta así: «Se van los dos. El peligro está cerca. Hay que reducirse, achicarse, que las paredes de la cho­cita nos toquen en la carne. Fuera nos acechan. Hay que vivir en un sitio muy pequeño. Si podemos viviremos dentro de una naranja. ¡Mejor, dentro de una uva! »

Ese adentramiento, ese aislarse de todo y de todos los demás se da en la manera en que Yerma mantiene su esperanza del hijo, reduciéndose cada vez más, mínima y entrañada. En este primer cuadro todavía la vemos querer al marido, cuidarlo, pero vemos también que la esperanza de Yerma, sobre todo después de la llegada de María, que anuncia que sabe que está embarazada, ha comenzado a bajar la pendiente por la que habrá de llegar a la deses­peración. Lleva dos años y veinte días de casada, vacontando el tiempo vacío, el tiempo sin hijo, y el paso de los días aumenta su obsesivo anhelo de maternidad. Pero todavía espera y en esos momentos en que puede pensarse madre su plenitud vital es intensa y la expresión cambia de prosa a verso, en una bella canción, cuyo estribillo se apoya en el valor simbólico de fecundidad que tiene el agua.

Un contrapunto de esperanza y desesperanza da a la obra un delicado tono sentimental en este primer cuadro, que ofrece una aproximación a la estructura circular, con un final que se enlaza al sueño con que empezó y que nos lleva por clara voluntad del autor a una interpretación muy distinta de la tan ingeniosamente apuntada por el profesor Cannon. Después de que Víctor, que es pastor

«Yo me voy con las ovejas. Dile a Juan que recoja las dos que me compro...»-, ha salido de escena, Yerma «en actitud pensativa» se levanta y acude al sitio donde él había estado y «respira fuertemente, como si aspirara aire de montaña, después va al otro lado de la habitación como buscando algo, y de allí vuelve a sentarse y coge otra vez la costura. Comienza a coser y queda con los ojos fijos en un punto».

Sabemos, pues, que se siente atraída por Víctor, aun­que tal atracción no se exprese más que en la subcons­ciencia, oníricamente, y en la consciencia por gestos y no por palabras. Con lo cual basta para que en el trasfondo dramático se mueva, tenuamente por ahora, una frustra­ción erótica. Es decir, el tema que, por modo obsesivo, se halla presente en todo el teatro lorquiano.

El cuadro segundo de ese primer acto se sitúa en campo abierto. Es la hora del mediodía y las mujeres han ido a llevar la comida a sus hombres. En tres encuentros ca­suales, se muestra la angustiosa intensidad con que Yerma quiere seguir esperando. Son ya tres años de esperar día a día y noche a noche. La falta de hijos ya no es sólo un asunto íntimo, residenciado entre las paredes del hogar; Yerma habla de él con gentes a las que apenas conoce y que notan en seguida la extrema tensión en que ella vive. La Vieja le dice: «A otra mujer serena yo le ha­blaría. A ti no.»

Es en ese mismo diálogo donde se intensifica el subte­ma de la frustración amorosa; esta vez, explícitamente. De una parte, se deja entrever, se deja oír, que Yerma no ama a su marido; de otra, que Víctor despertaba en ella las emocIones y sensaciones que según la Vieja son signos de profunda atracción erótica. La identificación de Víctor con el pastor d~ sueño es ya indudable.

Pero al mismo tiempo, y como preludio ~ la aparición del concepto de honra, Yerma rechazará la sexualización de la vida que propugna la Vieja. Cuando ésta afirma que «los hombres tienen que gustar, muchacha. Han de des­hacernos las trenzas y darnos de beber agua en su misma boca. Así corre el mundo», Yerma mostrará en pronta reacción un radical desacuerdo: « El tuyo; que el mío no.» Idea que bajo otras formas expresará reiteradamen­te, aunque a veces se advierta que es su mente quien veda al cuerpo toda posibilidad de separar erotismo y procreación.

No obstante, el subtema del amor frustrado surge al final del cuadro, matizando el de la infecundidad. El sueño inicial está ya desvelado en la consciencia de Yerma. La canción amorosa que Víctor canta fuera de escena suscita en ella una perturbación sentimental que, como en el cuadro anterior, se expresa líricamente. Los versos de Yerma, glosando la canción del pastor, dan a la escena que tras ellos comienza una intensidad poética mante­nida con gran maestría por el dramatur~'o Ahora, junto a Víctor, Yerma cree haber oí~o que un niño «lloraba como ahogado». Un niño pequeño... que sólo puede vivir en el sueño y en la esperanza ya desesperada. Ese cuadro, con la llegada del marido, que recrimina a Yerma por su actitud y da lugar a que ella muestre ya su volun­tad de ruptura social, coloca el proceso dramático en la línea creciente de su patetismo. La situación está plan­teada totalmente.

El cuadro primero del segundo acto se sitúa en el único espacio que podía hacerlo posible: el «torrente donde la­van las mujeres del pueblo», o sea, el lugar donde a la vez que se lavan las ropas sucias se sacan a relucir los trapos sucios del vecindario. En esta ocasión, sólo los del ma­trimonio Juan-Yerma.

Las lavanderas forman el coro que Lorca anunciaba en sus declaraciones ya citadas. Por ellas nos enteramos de que la vida en casa de Juan ha llegado a ser un «infierno» que «aumenta cada hora»; también, de que las cuñadas son las encargadas de vigilar a Yerma y de que muchas gentes piensan que ésta y Víctor se entienden. Al prin­cipio se habla vagamente de «otro»; al final, con pre­texto de los rebaños que pasan, se hace sonar el nombre del pastor. Sabemos, igualmente, que las murmuradoras culpan a Yerma, aunque hay una que la defiende con firmeza.

En la canción de las lavanderas abundan los símbolos sexuales; es una canción genésica que por contraposición pone de relieve la esterilidad del matrimonio protago­nista.

Con todos esos datos, volvemos en el cuadro siguiente al cerrado espacio familiar. Se nos hace así visible el infierno de que hablaban las lavanderas y en seguida se precisa el tiempo que viene durando la ansiedad de Yer­ma: «hace ya más de cinco años».

Juan parece sentir que ya ambos están llegando al fondo del pozo y que hay que tratar de salir de él, desespe­radamente. Entonces propone a su mujer que se traiga a casa a un hijo de su hermano, pero ella rechaza esa idea: «No quiero cuidar hijos de otros.» Su estado de ánimo, al verse sometido a mayor presión, ocasiona el cambio de prosa a verso, como en los cuadros anteriores. En bellos endecasílabos, las imágenes y los símbolos que sugieren fecundidad son atenuados por otros de tristeza y desesperanza. Pero los cuatro finales dejan abierta la ilusión del hijo, haciendo que resulte justificada la de­cisión que Yerma toma al final: acudir a casa de Dolores, la conjuradora. Una breve aparición de María, con su niñito en brazos, y la despedida de Victor contribuyen a la extremada decisión de Yerma.

El cuadro - primero del tercer acto se desarrolla en «casa de Dolores, la conjuradora», al amanecer del día siguien­te

te. No hay, pues, solución de continuidad temporal entre los actos segundo y tercero.

Con asistencia de dos Vecinas se han hecho ya en el cementerio los conjuros, el ritual mágico invocador de la procreación. Yerma ha estado valiente y en esos momen­tos está segura, absolutamente segura, de que concebirá y parirá un hijo. Habla ya de él en una temporalidad verbal que podríamos llamar presente «de anhelo». Pero tras esos instantes de exaltada esperanza, parece que el desaliento va a volver a ella. Ese proceso se interrumpe por la llegada de Juan y una violenta confrontación de los esposos en la que la honra ocupa el primer plano. El tema de la honra, de tan gran tradición en el teatro es­pañol, no es aquí ni siquiera un subtema, sino un recurso dramático hábilmente manejado por el autor.

El concepto de honra que tiene Yerma, tan extremoso como muchas de sus ideas y muchos de sus sentimientos, es «creíble» en sus circunstancias: muchacha campesina, apegada al mundo en que lo tradicional tiene más hondas raíces, en posición económica bastante holgada y en cons­tante acrecentamiento por el trabajo, la codicia y la so­briedad de Juan. Antes de casarse, debió de tener una situación inferior, pero no padeció pobreza. Es muy or­gullosa y está persuadida de que su concepto de la honra

-que es el más común, sin ningún matiz diferenciador-es una especie de patrimonio familiar: al menos nadie lo tiene tan firme ni estricto como los de «su casta». Por consiguiente, no lo ve como una presión externa sobre su conducta, como una exigencia impuesta por la sociedad, sino como una condición inseparable de su propio ser. Se siente orgullosa de su «honradez».

De esta manera, por su función auxiliar del desarrollo dramático, y no a modo de subtema o de factor esencial de la obra, es como hay que ver «la honra» en Yerma. Es un instrumento que el autor maneja con destreza para ayudarse a llevarla a su desenlace. Si Yerma no se sin­tiese a gusto dentro de ese inflexible código de conducta, su afán de concebir un hijo, su ya desesperanzado anhelo de maternidad, la hubiesen llevado a buscar en otros hombres lo que Juan no podía darle. Y, dado que ella es también estéril, al seguir ese camino sólo había dos posibilidades: la degradación, que inevitablemente com­portaría elementos grotescos, o el suicidio. En aiabos ca­sos, Yerma hubiese perdido su grandeza.

Con la fuerza del honor, tan utilizada en el teatro es­pañol aunque a efectos bien distintos de los de Yerma, con su aceptación plena por parte de la protagonista, el adulterio queda eliminado completamente. No por res-peto al matrimonio en sí, no por motivos religiosos, si no por la inquebrantable voluntad de Yerma, quien al asu­mir personalmente ese sentimiento y pensamiento de la honra, no puede rebelarse contra la sociedad. Su lucha es más grande, más puramente trágica: se enfrenta con el destino.

El cuadro segundo del tercer acto, último de la obra, tiene lugar «alrededor de una ermita, en plena montaña». El espacio abierto se interrumpe en un solo punto: una especie de «tienda rústica» formada con mantas, entre las ruedas de un carro. Ahí está Yerma al alzarse el telón y allí tendrá desenlace la tragedia.

Se está celebrando la romería de las casadas estériles, en un ambiente rijoso que recuerda algunos momentos de de Divinas palabras de Valle-Inclán 4.

Las canciones, como las del coro de lavanderas, están llenas de símbolos y alusiones sexuales, que se hacen más directos en la mascarada del Macho y la Hembra (del demonio y su mujer).

María, que ha convencido a Yerma y a Juan de que viniesen, porque ella «llevaba un mes sin levantarse de la silla» -podemos pensar que ése es el tiempo trans­currido desde el final del cuadro anterior está asustada al pensar que Yerma «tiene una idea que no sé cuál es, pero desde luego es una idea mala».

Una fuerte escena con la Vieja en la que Yerma se muestra con gran violencia da paso a la escena final, reunidos los dos cónyuges en el toldo, bajo el carro. Es un desenlace adecuado a cuanto en la obra se ha venido mostrando, la culminación ineludible del desarrollo del carácter de Yerma. Pese a ello, resulta un tanto forzado en un nivel de «hechos reales»; la facilidad con que Yerma estrangula a Juan acerca la situación a evidentes riesgos de inverosimilitud. Pero es el único final aceptable, mos­trando una vez más el genio del autor.

A continuación, al estudiar el carácter de Yerma, nos referiremos a este aspecto esencial de la obra.

Sólo una sexta parte de Yerma está escrita en verso. Los dos cuadros del primer acto tienen, respectivamente. treinta y tres versos -en los que incluimos los cuatro de la nana- y veintiséis. Los del segundo tienen setenta y tres y dieciséis. El cuadro primero del tercer acto esta enteramente en prosa y el segundo tiene 112 versos. A diferencia de Mariana Pineda, escrita totalmente en verso, pero con pasajes líricos que rompen la progresión dra­mática, los versos de Yerma funcionan en beneficio del proceso mediante el cual Yerma desarrolla su carácter desde la escena inicial hasta el desenlace. Podríamos pen­sar que en la escena de las lavanderas Lorca cedió a su gusto por las formas populares de poesía, como en el cuadro final, pero aun en esos dos casos el verso cumple la función necesaria con toda eficacia. En notas corres­pondientes a los pasajes en verso se comentará el tipo de versificación.

Señalemos ahora, en conjunto, y no sólo por lo que al verso se refiere, la rica utilización de símbolos en Yerma.

Hay dos que son esenciales a la obra: la virilidad fe­cundadora se expresa mediante el agua; la maternidad, mediante la lecbe -bien sea de los senos femeninos, bien de las ubres de la oveja-, reforzándose ambos con la sa~1gre. Como en el paso de la esperanza a la desespe­ración ambos símbolos necesitan su opuesto, el agua

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corriente fecundadora se contrapone el agua encerrada en el pozo o en el charco (y una sola vez la corriente devastadora, cuando Yerma dice que si ella quiere, puede ser arroyo que arrastre a sus cuñadas y a su marido>; y a la leche tibia, manantiales o arroyos en los montes de los senos, se contrapone la arena, signo de sequeda~. Si bien esta última contraposición se da por modo muy sencillo y directo, la del agua ofrece ricas variaciones; por eso y por su mayor presencia, exige un más detenido comentario

El agua corriente es agente fecundador, fuerza y liber­tad gozadora de plenitud vital. A Yerma le gustaría que Juan fuera a nadar al río y que se subiera al tejado de la casa cuando llueve. En su monólogo en verso del acto primero, todavía tan esperanzado, pide que «salten las fuentes alrededor», aplicándose a las de agua y a las de la leche materna, con sutil ambivalencia. La Vieja dice que los hijos «llegan como el agua» y que los hombres han de dar de beber agua a las mujeres en su propia boca, frase ésta que tendrá inmediatamente un fuerte eco en Yerma cuando dice a Victor que su voz «parece un chorro de agua que te llena toda la boca» -señalemos que ése es uno de los pasajes en que la frustración amorosa se hace más patente con la utilización del símbolo: aunque ella misma se esfuerce por ignorarlo, desearía beber ese fuerte chorro en la boca del pastor; al decir seguidamente que su marido «tiene un carácter seco» se hace mas in­tensa la significación de la escena: en el chorro de agua de Víctor y en la sequedad de Juan se ahoga el niño que nunca le nacerá a la pobre Yerma.

Otra vez, el agua corriente actúa simultáneamente con signo positivo y negativo. Yerma dormirá sola, no tendrá que esperar a su marido, porque él ha de estar toda la noche regando: «Viene poca agua, es mía hasta la salida del sol y tengo que defenderla contra los ladrones.» La tierra tendrá su agua real, pero Yerma se quedará a solas con su quemadora sed. Y es entonces cuando usará enfá­ticamente un futuro: « Me dormiré! », sobre el que cae un telón rápido.

Las maliciosas lavanderas reiteran en sus cantos el valor simbólico del agua, de lo cual no hace falta dar aquí ejemplos, sino remitir al cuadro primero del acto segundo.

La roca por la que Yerma se empeña en meter la ca­beza, según le dice su marido, debería ser según ella «un canasto de flores y agua dulce». En los fugaces renaceres de su esperanza, piensa que su hijo ha de venir «porque el agua da sal, la tierra fruta y nuestro vientre guarda tiernos hijos como la nube lleva dulce lluvia»; habría de venir, pero no viene, pese a que todo en la naturaleza convoca a fecundidad: apuntan los trigos, paren las ove­jas, y las perras, todo el campo se pone de pie para enseñar sus crías tiernas y las fuentes no cesan de dar agua.

Las mujeres que tienen hijos no pueden pensar en las que no los tienen: «Os quedáis frescas, ignorantes, como el que nada en agua dulce y no tiene idea de la sed.»

La mendiga «que estaba seca» más tiempo que Yerma, pare a sus dos criaturas en el río y las lava «con agua viva». Cuando las casadas sin hijos van en romería a la ermita del santo milagrero, la Vieja les pregunta con ironía: «¿Habéis bebido ya el agua santa?», maliciosa interrogación que se corresponde con una inocente obser­vación de María: «Un río de hombres solos baja esas sierras».

Como ya dijimos, lo opuesto de las aguas corrientes es el agua quieta, encerrada en los pozos, que Yerma ha llegado a aborrecer a medida que ella misma va «entrando en lo más oscuro de~ pozo». La Vieja, que no cree en Dios, dice que debería haber uno «aunque fuera peque­ñito, para que mandara rayos contra los hombres de simiente podrida que encharcan la alegría de los campos».

Esas y otras presencias del agua mantienen a lo largo de la obra todo un caudal de significaciones que el poeta intensificará en una última utilización, que se beneficia de

todas las anteriores, hasta el punto de que podríamos hablar de una especie de clímax de esa poderosa corriente subtemática. Cuando la Vieja incita a Yerma a abandonar al marido para irse a vivir con un hijo de ella que le dará «crías», y ante la negativa le dice que «cuando se tiene sed se agradece el agua», la respuesta de Yerma tietie peculiar grandeza: «Yo soy como un campo seco donde caben arando mil pares de bueyes y lo que tó me das es un pequeño vaso de agua de pozo. Lo mío es dolor que ya no está cn las carnes»

D.- Personajes

Personajes importates: Yerma, Juan, Víctor, María y Vieja.

Otros personajes que intervienen en la obra: Lavandera 1ª, Lavandera 2ª, Lavandera 3ª, Lavandera 4ª, Lavandera 5ª, Lavandera 6ª, Muchacha 1ª, Muchacha 2ª, Hembra, Cuñada 1ª, Cuñada 2ª, Mujer 1ª, Mujer 2ª, Niño, Macho, Hombre 1º, Hombre 2º y Hombre 3º

Descripción de los personajes importantes

YERMA

La protagonista está ya «marcada» por su nombre, que al servir de título confirma la intención del autor-tantas veces ya mencionada- de plantear el desarrollo de un carácter más bien que un argumento Su nombre, al recibir valor onomástico nos da a priori el problema dramático y su condición de insoluble. Como en el caso de Mariana Pineda el espectador conoce el final, en Yerma sabe también que no habrá solución para el problema plantead9. En aquélla, por ser personaje histórico; en ésta, por su mero nombre. Ni Mariana podrá evitar el cadalso, ni Yerma podrá lograr la maternidad. Importa el cómo se van cumpliendo ambos destinos, las variaciones aportadas por el autor que puedan dar origi­nalidad a su Mariana Pineda y a su Yerma; el interés está en cada matiz de los procesos dramáticos y psicológicos que son materia esencial de ambas creaciones y en la ~leza y autenticidad con que se expresen. En el caso de Yerma, no en su esterilidad, sino en su obstinación en negarse a aceptarla, en hacer de la maternidad un valor absoluto y necesario, que por trágica paradoja está más allá de su vida .

Desea un hijo, pero no como una criatura para el cuidado y el afecto, sino habiéndolo sentido crecer día a día en su entraña, habiéndolo dado a luz entre dolores

y amamantado incluso casi deseando grietas en los pe­chos, dolor adicional que ratificase el personalísimo trance del alumbramiento. Por eso no puede hastarle la adop­ción de otro niño, como a tantas otras mujeres reales o imaginarias. Ni siquiera podría madrear como la Tula de Unamuno a los hijos de su hermano. Su problema no es de raíz sentimental, es simple y terriblemente bio­lógico. Ahí están, juntas, la debilidad y la grandeza de la Yerma lorquiana. Criatura pasional, irracional, energu­ménica, quiere imponer su voluntad de maternidad a su cuerpo estéril, porque no puede aceptar el hecho fatal de que está «fisiológicamente condenada»: admitir que ella no puede concebir hijos, sería la negación de sí mis­ma, su aniquilamiento. Vimos anteriormente cómo su rígido concepto de la honra, su orgullo y, en menor grado, su frustración amorosa se unen al problema central para ir trazando gradualmente el proceso de su enajenación.

De una mujer sosegada y con inmensa potencia de ternura, la vemos ir a parar en una criatura desmesurada que camina derechamente hacia la extrema violencia. Lar­go proceso interior al que asistimos en un período dra­mático de poco más de cinco años, cuyo transcurso, de tan importante función dramática, se señala casi con minuciosidad.

Cuando la conocemos, nada más alzarse el telón, estaba ocupada en una faena delicadamente femenina, sentada junto a su tabanque de costura; el leve adormecimiento en que está sumida funciona en virtud del sueño que le vemos soñar, pero atestigua también un perfecto sosiego interior. Poco después sabemos de su habilidad para ha­cer trajecitos de niño, con lo que la labor de costura se hace más delicada, en esa descriptiva y a la vez afectiva conjunción de diminutivos. Está gozosa entre las paredes de su casa, esperando el momento en que se dará cuenta de que ella ha concebido ya.

A medida que esa esperanza se va debilitando, Yerma se aparta de los trabajos femeninos y cambia la intimidad del hogar por el campo abierto y prefiere pasar la noche sentada en el poyo, a la puerta de su casa, «a pesar del frío», en vez de en la intimidad, ya en progreso de total destrucción, de su alcoba conyugal. Llega a aborrecer aquellas delicadas labores que sólo tienen sentido como quehaceres complementarios de la cría del hijo. Si éste

no llega, nada vale lo demás y así lo expresará con di­minutivos despectivos: « ¿Por qué estoy yo seca? ¿Me he de quedar en plena vida para cuidar aves o poner cortinitas planchadas en mi ventanillo?» Con ironía que se vuelve contra ella misma, llegará a decir: «Ojalá fuera yo una mujer.»

Pronto se avanza en ese proceso de pérdida de la fe­mineidad: «Muchas noches bajo yo a echar la comida a los bueyes, que antes no lo hacía, porque ninguna mu­jer lo hace, y cuando paso por lo oscuro del cobertizo mis pasos me suenan a pasos de hombre.» Nadie, entre quienes la rodean, ha advertido ese cambio, pero ella lo conoce y lo admite.

Paralelamente, Yerma ha ido tomando conciencia de su frustración amorosa. Si bien expresa reiteradamente que aceptó ella con alegría el marido que su padre le había elegido (incluso se referirá en ese mismo tono a su noche de bodas), subraya que buscaba esencialmente al hijo. Esa búsqueda al hacerse obstinada determinará situaciones ambiguas en las que Yerma siente que su cuerpo tiene «calentura», mientras el marido tiene la «cintura fría» y que él «da media vuelta y se duerme» dejándola a ella en la cama con los ojos tristes «mirando al techo». Todavía, cuando ya el matrimonio está con­denado, en el penúltimo cuadro, Yerma intenta, quizá ya muy a la desesperada, volver a los primeros tiempos de su matrimonio, cuando la esperanza del hijo justificaba la vida conyugal, y entonces sus palabras son de auténtica enamorada: «Te busco a ti. Te busco a ti, es a ti a quien busco día y noche, sin encontrar sombra donde respirar. Es tu sangre y tu amparo lo que deseo.»

Son palabras que ya no pueden estar de acuerdo con sus hechos: no sabe si quiere a su marido, no sabe si le gusta, no siente nada cuando él le acerca sus labios; también ha dicho que no lo quiere, aunque él es por honra y por casta su única salvación.

A la luz del desarrollo del carácter de Yerma, desde la alegre aceptación del novio antes de la boda y en la noche de bodas, hasta el instante en que mata a su marido, la frustración amorosa desempeña un importante factor.

Juan

No cabe pensar que se hubiera negado a tener hijos; sabe que no los puede tener y se resigna, tratando de aceptar ventajas desde el centro de su codicia. Un pro­pietario rural que no desee tener hijos, más aún, que se niegue a tenerlos, es algo tan improbable que se acer­ca a la inverosimilitud, Cuando Juan, al comienzo de la obra, ante la todavía dominable inquietud de Yerma, dice con aparente satisfacción «no tenemos hijos», está hablando con tópica falsedad: es lo que suelen decir los padres de familia cuando aparentan envidiar la tranqui­lidad o el desahogo económico de los que no lo son. Pero ni en labios de Juan ni en los de esos padres de familia suenan tales palabras a verdad íntegramente asu­mida. De igual modo, cuando Juan dice «cada año seré más viejo», no es aventurado sospechar una elipsis en su pensamiento: «Y estoy solo, sin hijo que me ayude a cuidar mis bienes.»

Juan ha acomodado su vida a sus posibilidades reales. No necesitaría, pues, recurrir a ninguna violencia. Bus­ca y encuentra en el trabajo y en la codicia la compensa­ción de su infelicidad conyugal. Trata de regalar a su mujer y de hacerle la vida cómoda. No comprende que haya de vivirse en desaforada tensión.

Tampoco Yerma tendría que intentar salir a toda costa del pozo en que se ve encerrada, si fuera posible dar un salto adelante en el tiempo; se resignaría si fuese ya una mujer vieja, una mujer de quien ya nadie pueda esperar que conciba hijos. Cuando Yerma dice eso 8, sus palabras

Al comienzo del cuadro segundo del segundo acto, hablan­do cun su marido.

son más importantes de lo que señalan los comentaristas:

son la mejor explicación del final trágico. Necesita estar en una situación en la que le sea absolutamente imposi­ble esperar un hijo, en la que ni ella ni los demás tengan que pensar que está marginada de la naturaleza.

Es tan poderosa la personalidad anómala, desmesura­da, de Yerma, y es tan normal la de Juan, que hasta cuando se trata de estudiar su carácter se acaba siempre yendo a parar a Yerma. Juan, figura borrosa, sencillo representante de la mediocridad y del sentido común, no podía tener otro destino que el de ser aniquilado por Yerma. No es extraño que se le haya visto corno verda­dero personaje trágico .

VÍCTOR

Ya en la crítica publicada a raíz del estreno, el ilus­tre crítico don Enrique Díez Canedo señalaba que es un personaje «suscitado por el poeta para dibujar con trazo enérgico la figura de Yerma, como si cercara su contorno con una raya de sombra... » Sus intervencio­nes breves y escasas no guardan proporción con su gran importancia, que radica en todo cuanto puede sugerir a Yerma, más que en lo que él es, dice o hace. Su fun­ción respecto al subtema de la frustración amorosa y en la conducción de los hechos hacia el desenlace ha sido comentada ya, sin que podamos añadir nada mas.

MARÍA

En su primera aparición (acto primero, cuadro prime­ro) sirve para poner de relieve la femineidad de Yerma, su fina sensibilidad y, también, sus primeras dudas, o al menos su creciente impaciencia acerca de su posibilidad de ser madre. La escena es una de las más bellas y efica­ces de todo el teatro lorquiano.

En su siguiente aparición (acto segundo, cuadro se­gundo) dará ocasión a que Yerma, viéndola con el hijito en brazos muestre que está acercándose al limite de su resistencia -«Cada vez tengo más deseos y menos espe­ranzas»- y que empiece a ver anulada su condición de mujer por la esterilidad, sintiéndose ella misma como una criatura masculina: .... mis pasos me suenan a pasos de hombre».

Finalmente (acto tercero, cuadro primero) es María quien ha convencido a Yerma de que acuda a la romería del santo. Por ella sabremos que su pobre amiga está en situación tan extrema, que hace pensar en que algo muy grave puede suceder. Anuncia, en cierto modo, el desen­lace violento.

VIEJA

Aparece en dos cuadros: el segundo del acto primero y el segundo del tercero. Su función es en ambos muy im­portante, pero desigual y con bastantes contradicciones. Esta mujer, que ha tenido catorce.hijos y ha estado casa-da dos veces, todavía cree que la procreación es sólo po­sible cuando hay plena y mutua atracción, que sin amor no es posible engendrar ni concebir. Es ella quien hace pensar a Yerma que está enamorada de Víctor y que la culpa de que no haya habido hijos en el matrimonio es toda de Juan. Dos pensamientos que han de decidir la conducta de Yerma.

En sus dos encuentros con la protagonista suscita en ésta una rotunda reacción contra el sentido dionisíaco de la vida que ella tiene y predica. Concepto y senti­miento de la honra se agudizan en Yerma frente a la Vieja, reforzados por un fino instinto valorizador; cuan­do ante su negativa a irse con ella para amancebarse con su hijo, el único soltero de los nueve que todavía le agradece, dice: «cuando se tiene sed, se agradece el agua», Yerma precisan que su sed es demasiado grande para aplacarla con «un pequeño vaso de agua de pozo». La reacción despechada de la Vieja, llamándola «marchita»,

lleva a Yerma a admitir su condición de estéril, admi­sión que seguidamente reforzará el marido.

Los demás personajes son muy secundarios y no plan­tean ningún problema de comprensión ni en su carácter ni en la función que desempeñan en la tragedia.

Yerma




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Enviado por:Manuel Orantos
Idioma: castellano
País: España

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