Comunicación Audiovisual


Política en la televisión


TELEVISIÓN Y POLÍTICA: EL LÍDER ELECTRÓNICO

Curso 2004-05

UNIVERSIDAD REY JUAN CARLOS I

Incluye:

  • Versión actualizada de VIDA POLÍTICA Y TELEVISIÓN de José Miguel Contreras, publicado por Espasa Mañana (1990).

  • Consejos prácticos en debates políticos televisados.

  • Principales reglas de manejo de la imagen política en TV.

  • Televisión y política 

  • La presencia de la televisión en el mundo actual 

    En su libro Congreso de futurología, editado en 1971, el sarcástico escritor de ciencia-ficción Stanislaw Lem narra las desventuras de su personaje Ijon Tichy enfrentado a la vida cotidiana de mitad del siglo xxi, después de haber hibernado durante décadas. Entre las novedades que se han incorporado al quehacer diario se encuentra un invento, la «revisión»: no es más que una versión adaptada de los televisores convencionales. La principal variación consiste en que la revisión coloca imágenes tridimensionales en mitad de las salas de estar de todos los ciudadanos.

     

    Ahora bien, hay un problema derivado de su uso cada vez que se produce una interferencia entre dos señales diferentes. En esos momentos las figuras reproducidas llegan a enloquecer y a hacer todo tipo de barbaridades. En una ocasión, el doctor Tichy asiste sorprendido y atemorizado al espectáculo de cómo una de estas imágenes destroza por completo su salón, sin dejar un solo mueble sano. Desde entonces, Ijon Tichy toma una determinación. Siempre que se sienta a ver la revisión, lo hace empuñando una gruesa estaca... por si acaso.

     

    La imagen dibujada por Stanislaw Lem del telespectador armado frente a los mensajes televisados guarda estrecha relación con el principio mantenido por multitud de personas de muy diversa procedencia con relación a los peligros derivados de la difusión de la cultura electrónica. La explosión de estos medios de comunicación tiene menos de un siglo de existencia. Sin duda aún es pronto para determinar globalmente los cambios que han podido producir en la sociedad y mucho más para definir sus líneas de futuro. 

    Tras su aparición, los medios de comunicación de masas se han convertido de manera indiscutible en epicentros de gran cantidad de movimientos sociales. La multiplicidad de medios y la heterogénea composición de la civilización moderna hacen difícil la comprobación empírica de estas influencias, pero la constatación de su existencia resulta hoy día irrefutable. 

    La investigadora Kathleen K. Reardon afirma que «todas las formas de comunicación ejercen influencia sobre quienes somos y lo que deseamos ser, e incluso lo configuran. Pero las formas de comunicación que más nos invaden son los medios de comunicación de masas. Razón por la cual han sido blancos de muchas críticas, tanto merecidas como exageradas. La queja más generalizada es que estos medios no reflejan con exactitud nuestras vidas, que degradan el gusto de las masas y que estimulan a la gente a hacer cosas que de otro modo no tomaría en consideración»1

    Ahora bien, ¿por qué se produce este fenómeno? ¿En qué consiste el atractivo de los medios? ¿Cuál es su mecanismo de captación de voluntades? Para Christian Doelker, «los medios de comunicación no ejercerían tal fascinación en nosotros ni habrían alcanzado tal importancia en la vida pública, si no se dirigieran a unos esquemas, unas estructuras y unas funciones ya previamente existentes en la vida humana»2

    Con el paso de los años, las críticas sobre el uso de los medios se han generalizado en todo el mundo. Importantes sectores sociales, incluso naciones desfavorecidas en el reparto económico mundial, han expresado su repulsa a la utilización dirigista de la comunicación para obtener unos fines determinados, sean éstos de índole comercial o ideológica. 

    El desarrollo de la humanidad ha llevado a la sociedad a una importante ruptura con los modelos de vida tradicionales. El campo de intereses de cada individuo se ha extendido más allá de las fronteras nacionales, y hasta continentales, llegando incluso a sobrepasar los límites del planeta. 

    Para acceder a esas informaciones, el papel de los medios es irreemplazable. Hoy en día, tal y como señala Denis McQuail, «el espectador se entera de su mundo social y de sí mismo por la presentación que los medios hacen de la sociedad»3

    Christian Doelker abunda en esta cuestión y va incluso más lejos: «Nuestra imagen del mundo es sólo en su parte más pequeña aquello que tenemos directa e inmediatamente ante nuestros ojos. Se compone de innumerables imágenes almacenadas y también actualizables como ideas, según los campos de fuerza de la imaginación. Tales imágenes son las que se nos aparecen en el recuerdo, en la fantasía, en los sueños. Pero entre nuestros recuerdos no sólo se encuentran aquellas vivencias que hemos tenido en la realidad, sino que también forman parte de ella imágenes de un mundo mediatizado, procedente de la realidad de los medios»4

    Puestos a hablar de la influencia de los medios de comunicación de masas, tampoco sería adecuado generalizar. Uno, en particular, se ha convertido no sólo en el principal medio de información y diversión, sino que en la actualidad su seguimiento constituye la tercera actividad del ciudadano de los países industrializados, después del sueño y el trabajo: la televisión. En el momento actual, como ha escrito Harry Pross, «la televisión no es la mirada a lo largo del mundo, pero ocupa su lugar»5

    Es posible que el mayor peligro de la dependencia del ciudadano frente a la televisión sea el de la descompensada relación que se establece. Como ha indicado Manuel Martín Serrano, «la televisión es la institución de control social que mejor puede mediar en la impunidad, porque el telespectador no reclama que el mediador se identifique»6

    Los medios de comunicación ejercen una compleja influencia muy difícil de delimitar en tanto en cuanto su capacidad de penetración social sigue circuitos muy diversos y no siempre identificables para el receptor. Como explica Nicoletta Cavazza, “Hoy sabemos que es importante distinguir dos niveles de influencia de los medios sobre los ciudadanos. Un primer nivel atañe a los efectos directos que la exposición a los contenidos de las comunicaciones públicas provoca sobre el comportamiento de las personas. Un segundo nivel de efectos, que podríamos llamar indirectos, afecta a la influencia que los contenidos de los medios pueden tener sobre la representación que las personas se forman de la realidad, y sólo a largo plazo también sobre el comportamiento”7.

    La presencia del televisor en el hogar ha llegado a modificar los hábitos de comportamiento social. En el año 1978, se realizó una investigación para el Instituto Oficial de Radiodifusión y Televisión de Madrid 8. En el trabajo, se pudo comprobar la capacidad de la programación televisiva para modificar los hábitos de comportamiento de los españoles. 

    Se escogió una zona de estudio, el término municipal de Alcorcón, habitado por más de 400.000 personas. El día elegido para la experiencia fue un sábado, el 16 de septiembre de aquel año. Gracias a los datos facilitados por el Canal de Isabel II, pudo obtener una detallada información minuto a minuto de las variaciones en el consumo de agua durante las veinticuatro horas del citado día. 

    La curva de consumo seguía un trazo regular durante la noche y la mañana. Sin embargo, al llegar la tarde, la curva subía y bajaba en desniveles inimaginables. La línea, similar a las que reflejan los sismógrafos durante un movimiento de tierra, debía tener una explicación. En busca de la respuesta a este interrogante, comparó la curva con la programación de la Primera Cadena de Televisión Española. Minuto a minuto, hora a hora, el consumo de agua no era más que un fiel reflejo de los altibajos de la programación televisiva. 

    Cuando un programa de éxito se interrumpía para dar paso a la publicidad, el consumo de agua aumentaba de manera inmediata. Con el sistema podía determinarse, incluso, el mayor o menor interés de un espacio sobre la base de la tendencia a la baja o al alza de la curva de consumo de agua. La secuencia final de la película emitida por la noche, Río Bravo, protagonizada por John Wayne, la llevaba a su punto de inflexión más bajo. Con la aparición de los rótulos finales, la curva se disparó hacia arriba, sextuplicando el consumo anterior. 

    Experiencias parecidas se han llevado a cabo en otras ciudades como Houston y Berlín, con resultados similares. La conclusión evidente certifica la importancia del televisor en la vida hogareña. Incluso la decoración de las habitaciones ha consagrado de manera generalizada al televisor como centro y alma de la vida diaria. 

    Esta dependencia social se extiende más allá de los comportamientos para alcanzar las actitudes ante la vida. Frente a ello, cabe poco optimismo a la hora de considerar la capacidad de respuesta de los espectadores. Como ha señalado Furio Colombo, «si bien es muy fácil agredir y destruir una mala televisión, el uso perfeccionado, inteligente y avanzado de los medios de comunicación de masas se presenta como un poderoso adversario, un gran estabilizador, un hábil y casi perfecto gobernante de masas»9.

     

    La vida política ante las cámaras

     

    Casi con toda seguridad, si realizáramos un estudio sociológico respecto a los acontecimientos informativos que han marcado los últimos diez años de la historia del mundo, la mayor parte de los ciudadanos resaltarían la Guerra de del Golfo y la Crisis de las Torres Gemelas como los eventos más significativos. Ambos los hemos vivido con una intensidad desconocida por generaciones anteriores frente a situaciones similares, de carácter bélico.

    La Guerra del Golfo, que siguió a la invasión de Kuwait por parte de Irak en 1990, es la primera conflagración retransmitida en directo a todo el mundo. En conexión directa con la CNN, millones y millones de habitantes de nuestro planeta siguen en directo la invasión de Kuwait por parte de las tropas de Iraq y la contraofensiva norteamericana con el apoyo de sus aliados. Esta primera “guerra televisada” obtiene numerosas críticas debido a su limitada versión de los hechos. No es habitual que aparezcan imágenes de los horrores de toda guerra y en general, lo que se distribuye a todo el mundo parece una especie de macabro videojuego en el que se observa la eficacia de los ataques norteamericanos sobre objetivos que aparecen en el centro de una diana a varios kilómetros de distancia, en ocasiones incluso con visión nocturna a través de cámaras infrarrojas.

    Años después, desde el 11 de Septiembre de 2001 el mundo cambia en directo mientras contempla la primera retransmisión de una masacre terrorista cuando un avión de pasajeros, pilotado por un terrorista suicida, se estrella contra la segunda de las torres del World Trade Center delante de las cámaras que captan la trágica imagen del impacto anterior, sucedido veinte minutos antes. Los terroristas liderados por Osama Ben Laden han estudiado todos los detalles hasta prever el impacto del atentado con la televisión presente. Una crisis como esa demuestra que todo ha cambiado en nuestra civilización y que, en buena medida, la televisión es protagonista directa de muchas de estas modificaciones. Tras el 11 de Septiembre de 2001 no sólo millones de ciudadanos de todo el mundo siguen los acontecimientos sucesivos a través de los televisores.

    Lo más trascendente es que las actuaciones militares se sincronizan con las estrategias de propaganda, centradas de modo primordial en los mensajes televisivos. El presidente estadounidense George W. Bush utiliza la televisión como el medio para controlar la situación y como vehículo para manejar la crisis. Los terroristas hacen algo similar. Cuando el 20 de Septiembre, las tropas norteamericanas inician su primera ofensiva contra Afganistán se encuentran ante una escasa respuesta militar, pero ante un gran hostigamiento propagandístico. Minutos después del ataque, todas las televisiones del mundo difunden un vídeo grabado previamente de Osama Ben Laden y sus lugartenientes en el que aparecen tranquilos, firmes y amenazadores. Esa imagen llega a ensombrecer el impacto de las tomas de los bombardeos nocturnos sobre Kabul.

    La batalla estratégica en las semanas posteriores tiene uno de sus más crudos frentes de batalla en los platós de televisión. Frente al poderío internacional de la CNN, la cadena árabe de noticias Al Yazeera hace perder los nervios a la Casa Blanca. La profusión de imágenes del conflicto y de opiniones favorables al terrorista integrista se difunden a todos los canales del planeta desde Al Yazeera. El presidente Bush llega a pedir a los canales estadounidenses que censuren las imágenes procedentes del canal árabe para evitar la entrada de mensajes de contrapropaganda no controlados lanzados desde la sede central de Qatar.

    Los responsables de seguridad de EEUU llegan a afirmar que tienen la sospecha de que esas imágenes pueden incluir mensajes codificados destinados a mantener informados a los terroristas repartidos por el territorio norteamericano. Nada se puede nunca demostrar, pero desde entonces todas las imágenes se miran con recelo cuando no se corta su difusión, de forma directa.

    La polémica sobre la verosimilitud de las informaciones difundidas por estos medios de comunicación está servida permanentemente. Más adelante, analizaremos las consecuencias que en los ciudadanos tiene el supuesto acceso a las realidades a través del medio televisivo. Constatemos en este punto el trascendental paso que supone tomar contacto con acontecimientos de esta envergadura mediante las imágenes que llegan por nuestro televisor. Resaltemos, asimismo, la tremenda importancia que los dirigentes de nuestro tiempo le dan a este hecho y no sólo en casos tan excepcionales.

    En realidad, llega un momento en que para cualquiera de nosotros empieza a ser difícil distinguir realidad y “realidad electrónica”. La primera impresión que cualquier visitante a Estados Unidos tiene al llegar al aeropuerto internacional de Nueva York, John Fitzgerald Kennedy, es que ya ha visto por televisión la mayoría de los detalles. Cada calle de Manhattan ha sido escenario de algún rodaje. Es difícil encontrar un solo encuadre del puente de Brooklyn que uno no conozca ya.

     

    Algo parecido ocurre en Washington. La capital oficial del país alberga la mayor parte de los edificios públicos. No hace falta preguntar qué es cada bloque cuando uno los contempla desde el exterior. La Biblioteca del Congreso, la Casa Blanca, el Obelisco de George Washington y, por supuesto, el Capitolio, coronado por su blanca bóveda. 

    Sin embargo, cuando entramos en el interior las cosas empiezan a cambiar. Es posible que hayamos visto en televisión tantas imágenes de debates en la Cámara de Representantes norteamericana, como en nuestro Parlamento. Sin embargo, cuando uno llega a la tribuna de invitados y contempla la gran sala, se da cuenta de que la mayor parte le es desconocida. Los escaños, cuando hay un debate importante, hierven. Hay un tremendo ajetreo. La mayoría de los políticos está de pie, formando corrillos y en continuo movimiento. Los líderes de los dos partidos, Demócrata y Republicano, disponen de una gran mesa en la cual se acumulan los papeles, y desde allí organizan los debates y dialogan con los representantes. Y el murmullo es a veces tan fuerte que resulta difícil oír a los oradores. 

    Cuando se observa ese mismo debate televisado todo es distinto. Las cámaras sólo captan primeros planos de aquellos que ocupan la tribuna. Los micrófonos direccionales permiten escuchar con nitidez los discursos. La adusta actitud del presidente y la bandera del fondo imprimen a la retransmisión un aire de solemnidad inexistente en la realidad. Son dos mundos diferentes. Los congresistas no tienen por qué aparentar atención a los discursos. Ya los conocen de sobra. Pueden dedicarse a otras actividades. La televisión les encubre. 

    En el Senado ocurre lo mismo. Hay debates donde la presencia de senadores no supera los tres o cuatro por partido. Sólo están los que van a aparecer en la pantalla. El resto trabaja en comisiones o en despachos. La selectiva realización evitará mostrar planos generales que puedan ofrecer la lamentable imagen de la sala vacía. 

    La televisión forma parte intrínseca del sistema parlamentario. Buena prueba de ello es que las telecámaras son permanentes. Incluso están revestidas de la misma madera de las paredes. Su presencia no destaca lo más mínimo. Forman parte del mobiliario. Las tomas suelen ser fijas, por lo que no se necesitan operadores. Las cámaras se mueven por control remoto desde la sala de realización. 

    Desde luego, hay sistemas políticos no tan dispuestos a colaborar con los medios electrónicos. Conocida es la negativa histórica para que la televisión entre en la Cámara de los Comunes británica, rota en el año 1989, tras una dura polémica nacional. Las conservadoras estructuras del reino temen que la entrada de la televisión les obligue a modificar hábitos de comportamiento mantenidos durante décadas.

    No parece exagerado afirmar que todos los grandes acontecimientos mundiales de trascendencia histórica que se produjeron en 1989 ocurrieron gracias a la colaboración de la televisión. Tras la caída del muro de Berlín, muchos alemanes del Este reconocían que para su formación ideológica y su toma de posición crítica frente al sistema político había resultado decisivo poder ver los programas televisivos occidentales. 

    Otros hechos significativos, como la represión en China tras Tiananmen, donde un plano rodado por una cámara en el que se apreciaba cómo un estudiante detenía la marcha de una línea de tanques del ejército se convirtió en símbolo de todo un movimiento de protesta, pueden servir como ejemplo de la creciente importancia del fenómeno televisivo. 

    En Rumanía, cuando el dictador Ceaucescu fue procesado de forma humillante y posteriormente ajusticiado, la televisión fue el elemento que hizo las veces de notario ante la historia. Las impresionantes imágenes sirvieron para fortalecer el proceso de revolución y para atemorizar a los sectores más conservadores arropados bajo la sanguinaria acción de la Securitate, la fuerza represora del dictador. 

    Finalmente, como contraste, conviene recordar también el conflicto panameño, tras la invasión norteamericana destinada a derribar a Noriega. Cuando el derrocado líder centroamericano aceptó finalmente salir de la Nunciatura donde se había refugiado impuso muy pocas condiciones, pero una de ellas era la de que ninguna cámara de televisión captara el momento en el que, esposado, le condujeran hacia el helicóptero que le llevara ante la justicia de Estados Unidos. Más importante que la rendición en sí, parecía el hecho de que no quedara documento alguno para la historia que atestiguara su humillante detención. 

    Lo cierto es que, hoy en día, el hecho de que una telecámara esté o no presente en un acto lo condiciona por completo. En el caso español, ya nos hemos habituado a que los políticos, cuando intervienen en el Parlamento, hablen no sólo ya pensando en los telespectadores, sino también, en ocasiones, desviando incluso la mirada hacia el exterior del hemiciclo a través de las cámaras de televisión. Las alusiones a los ciudadanos abundan hasta la exageración cada vez que un debate se televisa, y nunca falta la mención de algún líder a la falta de libertad y participación que los gobernantes de turno imponen en su control de la televisión pública.

    James Halloran afirmaba que «uno de los efectos más importantes de la televisión ha sido producir controversia y preocupación»10. Qué duda cabe de que ambas características forman parte implícita del fundamento de la vida política. La controversia es la base del sistema democrático. La preocupación es el objeto de vida de un político. Si no hubiera problemas que resolver su función carecería de sentido. 

    La totalidad de los partidos políticos en el mundo actual ha asumido la necesidad de contar con la televisión para el desarrollo de sus actividades. Las ruedas de prensa se convocan teniendo en cuenta los horarios de los programas de noticias. Incluso los locales donde se celebran se suelen acondicionar para «dar mejor» en pantalla. Los oradores suelen vestir los colores adecuados al medio. Muchos de ellos han llegado a recibir formación específica sobre el uso de la televisión, a través de servicios de training especializados. 

    Anthony Smith ha explicado cómo en Gran Bretaña «los jefes de los partidos organizan sus recorridos para obtener la mejor cobertura en las ediciones de mediodía de los diferentes canales de televisión. El contenido de los grandes discursos políticos que se pronuncian por las tardes en las salas públicas se planea en parte para acaparar los titulares de la mañana siguiente, pero, sobre todo, para que reciban una cobertura directa en las ediciones de media tarde, y para que posteriormente se discutan en los programas de televisión»11

    En Estados Unidos, los líderes se han acostumbrado a hablar públicamente sin olvidar un solo instante que están bajo la observación constante de las telecámaras y los magnetófonos. En todos sus discursos, lo primero que preparan es lo que se denomina sound-bites. Se trata de frases muy cortas e impactantes elaboradas especialmente para ser recogidas por los medios electrónicos. El líder de turno siempre enfatizará de manera intensa esas frases, precedidas y seguidas por sendas pausas que faciliten incluso su montaje posterior. El resto del discurso es, de esta manera, un simple relleno, cuya función es la de reincidir en esas mismas ideas con el fin de que no pasen desapercibidas para nadie. 

    Después, los asesores electorales de los candidatos se encargarán, por si alguien se despista, de insistir ante los periodistas y recordarles los sound-bites lanzados. Debbie Messick, responsable de comunicación del Comité Electoral Republicano durante la campaña de Bush del 88, afirmaba que este tipo de medidas hay que tomarlas «porque en este juego, las reglas las imponen las grandes cadenas de televisión y esta es la única forma de que recojan lo que realmente uno quiere decir». 

    Los cambios en los mecanismos de relación entre electores y elegibles tienen como referente el monitor. En cierta medida, la televisión ayuda al sistema democrático acercando los líderes a los ciudadanos. Sin las cámaras, este contacto no sería ni mejor ni peor. En la mayoría de los casos no existiría. Por todo ello, el funcionamiento del sistema político ha introducido innovaciones evidentes con el fin de adaptarse mejor a los nuevos medios. El investigador Denis McOuail ha establecido los efectos que a su juicio han introducido los medios de comunicación en las instituciones públicas 12. Son los siguientes: 

  • Las personalidades (los líderes) se han vuelto relativamente más importantes.

  • La atención se ha desviado de la esfera local y regional a la nacional.

  • El partidismo y la ideología son menos importantes que encontrar soluciones pragmáticas a los problemas reconocidos.

  • Han decaído las campañas políticas cara a cara.

  • Las encuestas de opinión han ganado influencia.

  • El electorado se ha vuelto más volátil (más propenso al cambio de lealtad).

  • Los valores periodísticos de orden general han influido en las actividades para ganar la atención de los partidos políticos. 

  • La transmisión de mensajes políticos a través de la televisión se diferencia del propio sistema en el punto básico. En un caso nos encontramos ante la realidad. En el otro, nos situamos frente a una reproducción parcial de los acontecimientos; pero nunca, pese a las apariencias, serán los mismos hechos. Anthony Smith mantiene que «se puede decir que la política de la imagen comprende y alienta un elemento de ilusionismo. Pero no se trata de una política fundamentalmente distinta de la tradicional; sencillamente se aplica a través de los medios masivos de hoy»13

    Ese mismo elemento de ilusionismo lo resaltan Mendelshon y Crespi cuando explican cómo «con el advenimiento de la televisión como medio principal de comunicación política, la campaña política nacional recibió una orientación ritual, estilizada, cuyo producto se parece a lo auténtico, a lo genuino; pero en esencia no lo es. Las falsas campañas presentadas por televisión sencillamente remedan la realidad política, pero están tan lejos de ella como la joven del anuncio de Revlon lo está de nuestra vecina»14. De cara al futuro, la cuestión parece tender a complicarse. La verificada influencia de la televisión en la vida política no ha terminado. Los cambios que se están produciendo en el mundo de la comunicación condicionarán, por reflexión, los comportamientos políticos. Según ha estudiado David Victoroff, «el empleo de procedimientos publicitarios tiende a modificar no sólo el estilo de las campañas electorales, sino también las costumbres de la misma vida política»15

    Lo que a todas luces parece evidente es que la influencia del medio televisivo en el desarrollo de la actividad política ha provocado cambios sustanciales en esta. A este respecto, Nicoletta Cavazza llega a ver tres aspectos fundamentales en este proceso. A saber:

    “En primer lugar, la tendencia hacia sistemas electorales de tipo mayoritario, previendo una competición entre dos bandos, hace que desplazamientos de opinión incluso muy modestos, por ejemplo del 2 ó 3%, puedan ser determinantes. El segundo factor concierne al uso de técnicas televisivas cada vez más sofisticadas, incluso por lo que atañe a los programas de contenido político. Los politólogos hablan al respecto de videopolítica. Las exigencias del medio televisivo, en efecto, han impuesto un estilo «espectacular» también a la política, consistente en imágenes y discursos rápidos y de efecto. Por fin, el tercer factor que hace todo esto extremadamente funcional al fin se refiere al hecho de que se ha podido observar en los últimos años una pérdida del sentido de identificación de los electores con un partido o un movimiento político: el elector expresa cada vez menos un voto de «pertenencia» (basado en la compartición de una orientación ideológica compleja), en favor de un voto de «opinión» (más basado en las propuestas que afectan a problemas específicos que se consideran particularmente importantes). Los partidos políticos pierden en parte su función de orientación de las tomas de posición sobre los temas de interés y esto favorece un aumento de la importancia del rol de los medios”16.

    El acceso a los medios de comunicación de masas 

    El uso de los medios de comunicación de masas en períodos electorales acelera notablemente la capacidad de reacción de los aparatos de los partidos ante los acontecimientos. La velocidad de los medios electrónicos permite la inclusión o eliminación de manera casi inmediata de cualquier elemento. Es por ello que, con el paso del tiempo, la utilización de sondeos de opinión sobre la marcha de las diferentes candidaturas se extiende profusamente. En Estados Unidos, donde como veremos en posteriores capítulos la sofisticación en este aspecto llega a su grado máximo, los estudios de campo reciben la denominación de «Horse Race Polls», es decir, sondeos de carreras de caballos.

     

    Como indica Jurgen Habermas, «el índice de popularidad le da a un gobierno la medida del grado de control que ejerce sobre la opinión no pública, o del grado de promoción publicitaria de que está necesitada la popularidad de su equipo»17. En efecto, en los dos apartados citados por Habermas encontramos razones para justificar el interés de los partidos por la marcha de la «carrera de caballos».

     

    En ocasiones, sobre todo desde los propios medios, se comete el error de identificar opinión pública con opinión del público. Por el primer concepto suele entenderse el análisis realizado por los medios de comunicación. Éstos tienden más a intereses particulares que a los de los receptores de los mensajes. En cuanto al segundo aspecto, las campañas publicitarias ocupan buena parte del presupuesto de un partido para una convocatoria electoral. La importancia de la inversión y la búsqueda de la máxima eficacia obligan a prestar especial atención a los diferentes movimientos de opinión del pueblo. 

    El uso de los medios por parte de la clase política debe ser preestablecido y condicionado al interés general, con el fin de evitar abusos determinados por situaciones más o menos graves. Gurevitch y Blumler explican cómo «todos los sistemas políticos generan principios para regular el papel político de los medios»18. En la actualidad coexisten en el mundo diversos modelos de regulación aplicados al uso de los medios en períodos electorales por parte de los partidos. Del estudio de las diferentes posibilidades puede concluirse que no resulta sencillo el establecimiento de un sistema plenamente justo. El ejemplo más evidente de necesaria regulación de la presencia de contenidos políticos los medios se produce en los períodos electorales. En particular, los diferentes gobiernos de las democracias occidentales determinan reglamentaciones respecto a los medios electrónicos. En términos generales, la mayoría de esas normas tiende a proteger los intereses de los gobernantes sobre el resto de las opciones, en particular frente a las minorías. 

    El caso norteamericano representa una clara injusticia, revestida de una aparente capa de igualdad. En principio, cualquier partido puede exigir que se le conceda el mismo tiempo que a otro, con tal de que lo pague con tarifas comerciales. Existe una norma, denominada «Equal Tíme», que establece que si una cadena de televisión vende un espacio publicitario a un partido, está obligada a dar cabida por el mismo precio y espacio a las otras opciones. La regla implica una clara desventaja para los grupos sin excesivos fondos económicos y consagra la presencia de los poderosos. 

    Como explican Blumler y McQuail, «todo esto subraya un dilema en la teoría demócrata y en la práctica. Si se impide a las minorías que expresen sus puntos de vista en la radio y en la televisión, se están reprimiendo en su origen importantes impulsos de la crítica política. Pero si se acuerda dar las mismas facilidades de tiempo de antena a todos, aquellos que realmente tienen una oportunidad de llegar al poder dispondrán de un tiempo de emisión desproporcionado con respecto a su importancia política o al interés de la audiencia por oír sus ideas»19. Un sistema diferente funciona tradicionalmente en Europa occidental. En la mayor parte de estos países, donde el monopolio público sobre el sistema televisivo es característica común hasta la década de los ochenta, se realiza de forma habitual un reparto institucional de tiempos más o menos proporcional a su representatividad social, según cada caso. 

    Un modelo de este tipo funciona en España desde 1977, con la inclusión de diversas modificaciones que nunca satisfacen a los partidos modestos y que siempre complacen a los poderosos, que no dudan en confirmar los acuerdos al respecto. Son ventajas de los gobernantes. 

    En Europa occidental se mantiene durante décadas un fuerte sistema de monopolio sobre los medios electrónicos por parte del Estado. Esta concepción protectora pretendía en teoría garantizar la independencia de tan poderosos medios y su control por parte de la población. El esquema sigue el principio señalado por Anthony Smith de que «cuando se tiene el desempeño de una organización masiva no se puede obrar según las reglas de John Stuart Mill; el modelo liberal tradicional de total libertad de discusión y total libertad creadora no puede funcionar»20

    Pese a los buenos deseos, la experiencia acaba por demostrar que en cuantos países se establece un monopolio estatal sobre los medios electrónicos, y en particular sobre la televisión, éstos acaban por convertirse en meros amplificadores de la voz del poder gubernamental de turno. El caso español es una prueba más del hecho, repetido en la mayor parte de los países europeos. Las elecciones españolas de 1989 son un ejemplo, llevado a sus últimas consecuencias, de este proceso. La polémica sobre una posible manipulación de la información televisiva por parte del PSOE llega a convertirse, de forma increíble, en el tema prioritario de la campaña, por encima de los programas de la totalidad de los partidos.

    Tras la alternancia política vivida a partir de las elecciones de 1996, el debate sobre la falta de objetividad de los informativos televisivos es permanente. Desde esa fecha, el PSOE lidera una generalizada protesta contra el control gubernamental de la información. La polémica se ve acrecentada tras la compra de Antena 3 por parte de Telefónica, dirigida en ese momento por Juan Villalonga, el entonces íntimo amigo de la infancia del Presidente del Gobierno. De manera extendida en el mundo de la comunicación se vincula esta adquisición al intento de Aznar de aumentar su control sobre la información televisiva.

    De forma cotidiana se repiten situaciones que refuerzan la idea de la influencia directa que el poder político ejerce sobre los canales televisivos. En el año 2002 en pleno éxito del programa Operación Triunfo se produce una curiosa anécdota que muestra la conexión directa entre Gobierno y TVE. La cadena pública incumple intencionadamente la legislación sobre contraprogramación al cambiar a última hora la rejilla de TVE-2 con el fin de que el resumen diario del exitoso espacio Operación Triunfo reste audiencia a una entrevista con el Presidente del Gobierno, José María Aznar, que a esa misma hora se ofrece en TVE-1. La noticia llega a los periódicos sin que nadie sea capaz de argumentar una explicación sostenible.

    En tiempos del primer ministro británico Baldwin, éste encarga al político J. W. C. Ruth la elaboración de un memorando sobre el papel que la BBC debe adoptar en el conflicto planteado al convocar los sindicatos una huelga general en todo el país. Ruth, en su informe, concluye que «partiendo de que la BBC es para el pueblo y que también el gobierno es para el pueblo, se deduce que la BBC debe ser para el gobierno también en esta crisis»21. Este principio de legalidad moral en el uso interesado de los medios públicos en favor del poder ejecutivo se ha seguido en multitud de casos, aunque, en la mayoría de ellos, los responsables de la decisión no hayan sido tan claros en sus manifestaciones como el asesor Baldwin. 

    Otro de los problemas añadidos a esta cuestión se deriva de la utilización de técnicas más o menos sofisticadas que se dirigen al encubrimiento de actividades propagandísticas bajo una apariencia de neutralidad informativa. Hay que tener en cuenta que los mensajes partidistas, identificados como tales, suelen provocar desconfianza en el público.

    En plena época nazi, el ideólogo de la propaganda del régimen, Goebbels, cree que «la propaganda por la radio, pasado un tiempo, tiende a provocar rechazo en la audiencia». En 1942, llega a la conclusión de que los alemanes quieren que su radio no sólo facilitara instrucción, sino también entretenimiento, y descubre que, por otra parte, las noticias directas son más efectivas que las charlas cuando se trata de audiencias extranjeras. Como todo propagandista en tiempo de guerra reconoce que «un programa de radio podía atraer a oyentes enemigos al facilitarles los nombres de los prisioneros de guerra. La mejor forma de propaganda en los periódicos no era propaganda (es decir, editoriales y exhortaciones), sino noticias matizadas que parecieran ser neutrales»22

    Es curioso observar cómo en los últimos años la mayoría de los medios de comunicación ha convertido la «objetividad» en su bandera. Sin embargo, cualquier receptor mínimamente avezado es capaz de encontrar notables diferencias ideológicas que llegan a modificar la narración de un mismo hecho, según del medio del que se trate. El partidismo declarado no vende, pero esto no quiere decir que la ideología de los medios no exista. No es que hayan desaparecido los medios partidistas, es que se encubren, debido a la oposición generalizada de los receptores ante ellos. 

    Notas bibliográficas 

    1 Kathleen K. Reardon, La persuasión en la comunicación, Barcelona (1983), pág. 205. 

    2 Christian Doelker, La realidad manipulada, Gustavo Gili, Barcelona (1982), pág. 56.

    3 Denis McQuail, «Influencia y efectos de los medios masivos», en James Curran, Michael Gurevitch y Janet Woollacot, Sociedad y comunicación de masas.

    4 Christían Doelker (1982), pág. 178. 

    5 Harry Pross, Estructura simbólica delpoder, Gustavo Gili, Barcelona (1980), pág. 13.

    6 Manuel Martín Serrano, «La influencia social de la televisión (I)», en Revista Española de Investigaciones Sociológicas, núm. 16, Madrid (octubre-diciembre de 1981), pág. 53. 

    7 Nicoletta Cavazza. Comunicación y persuasión. Acento editorial. Madrid. 1999. Pag. 56.

    8 José Miguel Contreras, Gonzalo Garnica, Jesús Monroy y Antonio Moya, Televisión y consumo de agua, Instituto Ofícial de Radiodifusión y Televisión, Madrid (1978). 

    9 Furio Colombo, Televisión: La realidad como espectáculo, Gustavo Gili, Barcelona (1976), pág. 23. 

    10 James D. Halloran, Los efectos de la televisión, Editora Nacional, Madrid (1974), pág. 49. 

    11 Anthony Smith, La política de la información, Fondo de Cultura Económica, México (1984), pág. 143. 

    12 Denis McQuail, Introducción a la teoría de la comunicacíón de masas, Paidós, Barcelona (1983), pág. 265. 

    13 Anthony Smith (1984), pág. 41. 

    14 Mendelshon y Crespi, Polls, Television & The new politics, cit. en Anthony Smith (1984), pág. 31. 

    15 David Victoroff, La publicidad y la imagen, Gustavo Gili, Barcelona (1980), Pág. 24. 

    16 Nicoletta Cavazza. Comunicación y persuasión. Acento editorial. Madrid. 1999. Pag. 59.

    17 Jurgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo Gili, Barcelona (1981), pág. 243. 

    18 Michael Gurevitch y Jay G. Blumler, «Relaciones entre medios de comunicación de masas y política», en James Curran, Michael Gurevitch y Janet Woollacot(1981), pág. 321. 

    19 Jay G. Blumler y Denis McQuail, Television in politics, Faber and Faber, Londres (1978), pág. 8. 

    20 Anthony Smith (1984), págs. 53-54. 

    21 Tom Burns, «La organización de la opinión pública», en Curran, Gurevitch y Woollacot (1981), pág. 68. 

    22 Leonard W. Doob, «Goebbels y sus principios propagandísticos», en Miguel de Moragas (ed.), Sociología de la comunicación de masas, Gustavo Gili, Barcelona (1979), pág. 480.

    2. Publicidad y propaganda

     

    La omnipresente mirada de la publicidad 

    Tanto se hablado y polemiza sobre el fenómeno publicitario que resulta difícil escapar del maniqueísmo establecido entre los emisores de las campañas, lógicos defensores de su actividad, y los receptores de los anuncios, no menos razonables en sus críticas a la ola comercial que les acosa. La «mala fama» adquirida por los publicitarios parece ir en aumento con la misma intensidad con la que sube su protagonismo social y su popularidad. Uno de los más prestigiosos nombres de la historia de la publicidad en Francia, y casi podríamos decir en Europa, Jacques Séguéla, publica un libro, en 1985, cuyo título no deja de ser significativo: Ne dites pas á ma mére que je suis dans la publicité... Elle me croit pianiste dans un bordel (No le digan a mi madre que trabajo en publicidad... Ella cree que soy pianista en un burdel) 1.

     

    En las sociedades occidentales la presencia de anuncios comerciales ha llegado a modificar no sólo hábitos de comportamiento, sino incluso la escenografía de los locales públicos y de la configuración del paisaje urbano. Según estudios realizados por Ignacio Ramonet, «en Estados Unidos se calcula que la sobrecarga publicitaria llega a unos 1.500 impactos por persona y día, sin que apenas rebasen el centenar los que el público percibe conscientemente. La Universidad de Harvard abrió una investigación que confirmó que el 85 por 100 de la totalidad de los mensajes publicitarios dirigidos a un auditorio no le afecta en absoluto; en cuanto al otro 15 por 100, el 5 por 100 provoca efectos opuestos (el efecto boomerang) a los perseguidos y sólo el 10 por 100 posee, en principio, un rendimiento positivo. Aun así, conviene precisar que, al cabo de veinticuatro horas, este 10 por 100 se reduce, por olvido, a simplemente un 5 por 100. Por consiguiente, la pérdida alcanza al 95 por 100 de los mensajes publicitarios emitidos» 2

    Una cadena de televisión en Estados Unidos puede emitir unos 40.000 spots diferentes en un año, muchos de ellos difundidos en un elevado número de ocasiones. El sociólogo norteamericano Hakawa ha afirmado que un joven neoyorquino de dieciocho años puede haber visto en televisión cerca de 350.000 spots publicitarios en su vida 3. Estas cifras no hacen sino confirmar, como señala Romá Gubern, que «los ciudadanos de las sociedades capitalistas estamos viviendo, desde finales de la segunda guerra mundial, en el epicentro de una gigantesca explosión publicitaria que, en razón de su habitual cotidianeidad, ha acabado por parecernos como una componente normal (y hasta deseable) de nuestro entorno urbano». 

    Los anuncios desarrollan también una incansable capacidad camaleónica para adaptarse a todas las situaciones y ambientes. Su poder de penetración depende primordialmente de su semejanza con el entorno, bien real, bien del mundo de las ilusiones. Cada vez más, las agencias se esfuerzan con mayor denuedo por integrar sus mensajes entre el resto de los contenidos de los medios de comunicación y, a ser posible, a través de los más cotizados prescriptores, los mismos locutores y periodistas, en el caso de la radio y la televisión. 

    Las ansias de mezclarse y confundirse en el marasmo informativo de los medios, suelen ser combatidas con diferente suerte según la fuerza de cada uno. «Los artículos y noticias, así como la publicidad, ocupan los medios de comunicación; los primeros por derecho propio, la segunda por tolerancia. El publicista paga por el privilegio de codearse con los líderes del mundo, con los acontecimientos de importancia genuina, con los hechos relacionados con las celebridades. Debe mantenerse en el espacio que le han asignado, un inquilino de la casa señorial condenado a arresto domiciliario en el pabellón»5, ha escrito David Bernstein. 

    Lamberto Pignotti elabora en su obra La Supernada 6 un completo estudio sobre las relaciones entre el mensaje publicitario y el receptor a quien va dirigido. Llega a la conclusión de que «la publicidad crea hábitos, manipula conductas, reduce la libertad y lleva al condicionamiento»7. Esta dependencia que Pignotti cree que llega a establecerse entre el comprador y los atrayentes anuncios de un producto se basa en la «filosofía consumista» desarrollada por el gran padre de las investigaciones motivacionales, Ernest Dichter. Según esta línea de pensamiento, «cualquier tensión y conflicto psicológico se puede resolver con la compra y posesión de determinados objetos»8. Sobre la base de este principio, es el propio Dichter el que llega a afirmar hace ya más de treinta años que «la publicidad no vende productos, sino que compra clientes»9

    Es interesante observar esta evolución ocasionada por la conversión del ciudadano de consumidor a consumista. Es conocida la frase pronunciada por Engels en su discurso en el entierro de Karl Marx: «Los hombres, ante todo, tienen que comer, beber, poseer un techo y vestirse; antes que preocuparse por los asuntos políticos, científicos, religiosos y demás»10.  Ahora, la publicidad ha cambiado el esquema. La gente en el mundo occidental desarrollado ya tiene satisfechas, por lo general, las necesidades prioritarias a las que Engels se refería. Sin embargo, al pasar el consumidor al estadio de consumista, deja de adquirir bienes materiales para comprar valores morales. Los asuntos «políticos, científicos, religiosos y demás» pueden, gracias a la interesada labor de la publicidad, adquirirse a través de la compra de un coche, de una bebida gaseosa o de una edición de la Biblia en fascículos coleccionables a todo color. 

    Por este motivo, las técnicas de propaganda comercial se han modificado por completo. Pignotti explica que «con la publicidad no estamos alienados tanto por palabras e imágenes concretas cuanto por la afabilidad con que ellos nos hablan y se preocupan por nosotros. En otros términos, el nivel que actúa no es el referencial, sino el emotivo»11

    En efecto, la publicidad tiende, sobre todo, a crear un mundo tan onírico como inalcanzable por elevado, al que sólo se accede por la inagotable escalera del consumo. Para el mundo que la publicidad fabrica no existe la negación. No existe maniqueísmo, ya que todo está siempre del lado del comprador. El malo, el negativo, es precisamente el que se abstiene de adquirir esos bienes representados por unos determinados productos. Durante la época dorada de Hollywood, la industria acuña la denominación de «mercaderes de sueños» aplicada a los grandes directores cinematográficos. El mundo de la moderna publicidad crea, en la década de los cincuenta, la expresión «mercaderes del descontento», para calificar a los creadores del consumismo. Por deseo o por repulsa todo puede ser vehículo publicitario.

     

    Los persuasores ocultos 

    A lo largo de los años, se producen multitud de ejemplos en los que ha podido apreciarse un eficaz uso de recursos publicitarios derivado del intento de adaptación, en cada caso concreto, a una determinada realidad de su tiempo. 

    Éste es el relato que el jefe de una importante agencia de publicidad de la localidad estadounidense de Milwaukee realizaba de su trabajo en plena década de los años cincuenta: «Las mujeres pagan dos dólares y medio por una crema para el cutis, pero no más de veinticinco centavos por una pastilla de jabón. ¿Por qué? Porque el jabón solamente les promete dejarlas limpias y la crema les promete hacerlas hermosas. Ahora los jabones han comenzado a prometer belleza junto con la limpieza. Los fabricantes de cosméticos no venden lanolina, venden una esperanza... Ya no compramos naranjas, sino vitalidad. Ya no compramos simplemente un coche, sino prestigio»12

    En esa misma época, el psicólogo Ernest Dichter recibie un encargo de la compañía Chrysler para que proponga nuevos métodos de venta de vehículos, tras una etapa de estancamiento del mercado. El informe de Dichter se titula «Amante contra legítima esposa» y expone la siguiente teoría: «Mientras casi todos los hombres compraban el modelo de Sedán familiar, todos preferían un descapotable cuando se les preguntaba»13. Dichter concluye que los hombres consideran el descapotable como una amante simbólica. El hombre medio sabe que no puede satisfacer su deseo de una amante, pero es agradable soñar con ella. Dichter aconseja potenciar la publicidad del Sedán tradicional incluyendo elementos de escape e imaginación. La mezcla de esposa y amante: el modelo perfecto: el Hardtop. Es un gran éxíto sin precendetes que revoluciona la industria del automóvil hasta nuestros días.

     

    Desde que a fínales de los años cincuenta Vance Packard publica su libro The Hidden Persuaders (Los persuasores ocultos), una nueva vía se abre a la hora de enjuiciar la actividad publicitaria. Packard explica en esta obra ya clásica las experiencias realizadas por psicólogos en este terreno. Casos como el reseñado de Ernest Ditcher introducen diferentes elementos que con el paso de los años se han ido sofisticando. 

    El periodista William Meyers, en un trabajo dedicado a los creadores de imagen, denuncia cómo «durante años, el psicoanálisis comercial ha ido reemplazando de manera gradual a la imaginación, y hoy es la fuerza impulsora y rectora que está detrás de la mayor parte de la publicidad. Los pioneros cerebrales y estrafalarios han dejado libre el camino de una nueva generación de técnicos de la imagen»14

    Meyers mantiene que el público no es motivado o manipulado por Madison Avenue hasta que no entra en juego la televisión15. Madison Avenue, en pleno Manhattan, reúne en pocos centenares de metros las más importantes agencias de publicidad del mundo. En sus despachos se crean cada día las innovaciones que se introducen en el mundo de las ventas. La televisión, principal motor del consumismo, se ha convertido, en efecto, en el centro de experimentación y desarrollo. Casi desde la aparición del medio, nace con él, de manera inseparable, el spot. Nombres como el de Rosser Reeves, a quien se atribuye la elaboración del primer spot televisivo de la historia sobre un analgésico contra el dolor de cabeza llamado Anacin, y otros «hombres audaces de la publicidad entraron por primera vez en las salas de estar de millones de norteamericanos. Y una vez dentro, los intrusos de la publicidad se negaron a marcharse»16

    El spot televisivo se ha convertido en la sublimación del trabajo publicitario. En sólo veinte segundos pueden reunirse toda la serie de complejos elementos que, como hemos visto, rodea la creación de anuncios. Ramonet destaca una vez más la capacidad ilusoria de la publicidad reflejada de particular manera en el visionado de los spots televisivos. Para él, «venden sueños; proponen símbolos, atajos para una rápida escalada social; propagan símbolos ante todo y establecen un culto al objeto, no por los servicios prácticos que éste pueda prestar, sino por la imagen que de sí mismos llegan a tener los consumidores»17

    La estética de la publicidad también se ha modificado con el tiempo. Hoy en día no es extraño ver a grandes directores de cine o vídeo trabajando en el lucrativo negocio de la elaboración de spots. Por otro lado, la extensión del uso de técnicas publicitarias ha llegado hasta la práctica totalidad de los sistemas de intercomunicación humana. 

    Sin embargo, a la hora de abordar el estudio de estas cuestiones resulta delicado el uso de conceptos que pese a su extendida utilización no dejan de poseer una cierta ambigüedad. Referido al caso publicitario, en ocasiones, se tiende a utilizar como sinónimos los vocablos persuasión y manipulación. 

    Así, como ha escrito Kathleen Reardon 18, «en virtud de frecuentes asociaciones con móviles ulteriores de la conducta humana, muchos consideran que la persuasión es una actividad reservada a quienes carecen de ética. Por el contrario, la persuasión es una forma de comunicación en la que debe participar toda persona que se arriesga a estar en relación con los demás». Ahora bien, el uso de la persuasión en el trabajo publicitario plantea un problema crucial. David Bernstein lo ha explicado con nitidez 19: «En marketing y publicidad, mucha gente pasa gran parte de su tiempo intentando cambiar actitudes o influir en comportamientos. Sin embargo, y a través de su propia experiencia personal, sabe perfectamente que cualquier intento de influir sobre alguien despierta resistencia».

    Es aquí donde se produce el paso cualitativamente decisivo que separa la persuasión de la manipulación. La manipulación implica una deformación voluntaria e intencionada de la realidad. La reacción es difícil pues el manipulador siempre lleva la delantera, y esa es la clave de su éxito. En un libro ya clásico de esta materia, el Manual de autodefensa comunicativa, de los alemanes Benesch y Schmandt se analiza el comportamiento de los manipuladores, con el fin de intentar contrarrestar su nociva influencia. En su opinión, «los manipuladores no tienen en mucha estima a las personas. Lo que procede, por tanto, es propagar más conocimientos acerca de tales trucos manipulativos, para que en lo sucesivo los manipuladores tengan que andar con más respeto hacia las personas»20

    Uno de los aspectos que más preocupa a Benesch y Schmandt es la sigilosa y oscurantista actuación de los manipuladores. Es evidente que «no pueden manifestar abierta y sinceramente sus propósitos, porque ello les obligaría a lanzar su poder de persuasión por unos caminos de influencia totalmente diferentes. Antes bien, el manipulador aprovecha la falta de información del manipulado o bien esconde sus verdaderas intenciones para, dicho figuradamente, pescar en río revuelto»21

    No es una justificación, pero también hay que considerar la capacidad mental en continua tensión de los especialistas en manipulación publicitaria, mucho más cuando se entremezcla con ideología política. El trabajo constante de deformación de la realidad impide a veces reconocer la limpia cara de la sencilla y pura verdad. 

    En plena campaña electoral de Richard Nixon, un spot televisivo de su partido provoca una viva polémica en el seno de los republicanos. El anuncio alude a Vietnam y entre las imágenes que aparecen destaca una de un casco, caído sobre el suelo, en el que puede leerse con claridad la inscripción «LOVE» (amor). Los sectores más reaccionarios del Partido Republicano se le echan encima a Nixon, acusándole de haberse contagiado de las «perniciosas ideas pacifistas» y de apoyar al «denigrante movimiento hippie». La protesta resulta tan intensa que Nixon, temeroso de perder votos conservadores, ordena que se elimine el plano del spot. Pocos días después, los asesores del presidente debieron de sentirse atrapados entre el bochorno y la carcajada. En la oficina se recibe una carta. En ella, la madre de un soldado solicita encarecidamente que le faciliten una reproducción fotográfica de la imagen del casco que ella ha reconocido como el de su hijo. ¿Cómo había podido hacerlo? La respuesta a la pregunta la hallan en la firma: «Un atento saludo de la Sra. de William Love.» La mala conciencia les había llevado a ver más allá de la realidad. LOVE no era ni un mensaje pacifista, ni hippie, sino un simple apellido22.

    La técnica de la mentira 

    Es fácil imaginar que, desde el comienzo de la actividad publicitaria y, en particular, a partir de la década de los cincuenta con el desarrollo de las «técnicas motivacionales» y el boom mundial de la televisión, existen multitud de métodos de trabajo destinados a un mismo fin: conseguir a través del reclamo propagandístico y publicitario una reacción concreta en los receptores. 

    La propaganda, que tantos paralelismos tiene con la publicidad comercial, mantiene respecto a ella algunas sensibles diferencias, derivadas de su particularidad de comerciar con ideas. El proceso es justo el contrario en la publicidad, donde se parte de un objeto que, para ser vendido, se barniza con valores intangibles. En la propaganda, por el contrario, se parte de las ideas y hay que acercarlas a los ciudadanos como panacea frente a los problemas materiales inmediatos de su vida cotidiana. 

    La propaganda tiene que mantener, por tanto, sus propios procedimientos, aunque su función sea aparentemente la misma que la publicidad: conseguir una determinada reacción en la gente, persuadiéndola si es necesario. 

    Kimball Young tipifica los recursos más comunes de uso de la propaganda y llega a establecer hasta siete vías de transmisión de ideas hacia una masa heterogénea de ciudadanos: 

    • La propaganda debe estar vinculada a objetivos o deseos básicos de aquellos a quienes va dirigida. El propósito no es hacer reflexionar o pensar, sino lograr aceptación.

    • Las incitaciones fundamentales deben apuntar a los deseos emocionales, mediante símbolos de promesa y satisfacción. La atracción ejercida bajo formas racionales debe reservarse a grupos y situaciones especiales. 

    • Es indispensable la simplificación de los problemas. Unos pocos símbolos referidos a unos pocos temas son preferibles a símbolos muy complejos y elaborados.

    •  Tiene importancia la repetición sistemática y persistente de unas pocas cuestiones simples y básicas.  La forma indirecta, la insinuación y la implicación son a veces preferibles a la formulación directa.

    •  Una vez establecido el deseo básico, pueden hacerse afirmaciones declarativas directas y pueden ser empleados ciertos recursos subsidiarios, como la exageración, las acusaciones sorprendentes y la abierta falsedad.

    •  La propaganda de cierto alcance puede ser dirigida a grupos de cualquier edad, pero la propaganda planeada con el fin de un adoctrinamiento completo y extensivo debe, en cambio, dirigirse a los niños y a los jóvenes, puesto que ellos son los más vulnerables a las técnicas de sugestión y persuasión 23

    Como puede verse, en la categorización de Young se menciona la utilización abierta o encubierta de la mentira como instrumento eficaz de la propaganda política. Quizá el uso exclusivo de esta vieja técnica humana sea una de las causas del desprestigio generalizado de la clase política mundial. El concepto de credibilidad es el argumento de mayor peso que puede esgrimir un gobierno para mantenerse en el poder. En la historia política de Estados Unidos, casos como el Watergate, el Irangate o el Lewinsky demuestran hasta qué punto es decisivo el conocimiento público de que un líder ha mentido. Existe sólo un pequeño matiz literario entre mentir y que no se note, y mentir y que se descubra. En cuanto a la rentabilidad política, la diferencia es, sin embargo, abismal.

     

    Guy Durandin, en su obra La mentira en la propaganda política y en la publicidad, profundiza en la historia y en el uso de la falsedad como estrategia de persuasión. Entre otras, desarrolla una serie de observaciones basadas en la experiencia analizada 24. Como conclusión final, establece que interesa mentir lo menos posible. Esto lo justifica en tres razonamientos: Es más fácil decir la verdad que tener que inventar una mentira convincente; si no se miente, es más probable que no haya un desmentido; al decir la verdad se consigue el prestigio de la credibilidad.

     

    Durandin señala que «cuando un emisor miente, podemos estar seguros de que su fin es ejercer una influencia. Pero cuando dice la verdad, no se puede saber a priori si es desinteresado o no». También reconoce que «no siempre basta decir la verdad para ser creído, aun es preciso que lo que se dice le parezca verosímil a la población. Esto complica la tarea del protagonista y a veces le induce, para hacerse comprender, a no decir exactamente la verdad». Su última observación destaca que «los propagandistas, sin dejar de recurrir frecuentemente a la mentira, a menudo también se acusan entre sí de utilizar mentiras». Y así establece tres tipos de mentira en la propaganda: De propósito ofensivo, con el fin de dañar al rival; de fin defensivo, para ocultar la propia debilidad al enemigo; de interés general, por razones de Estado 25.

     

    Anteriormente comentábamos que el mayor enemigo de la mentira es la verdad. Cuando un político es descubierto en una falacia, el castigo es el descrédito social. Los propagandistas suelen por tanto encubrir sus falsedades para garantizar su eficacia. Sin embargo, cuando la verdad resplandece de manera inevitable, pueden existir algunos procedimientos para «echar tierra al asunto» antes de que la reacción sea irrefrenable. Las dos formas más utilizadas son, según Durandin 26, la llamada de atención sobre un objeto diferente y «ahogar el pez», o lo que es lo mismo, rodear el objeto del litigio de otros varios, a fin de relativizar su importancia.

     

    Todo propagandista cuenta con una doble ventaja. En primer lugar, el tiempo. Una persona que va a actuar para influir en otra siempre dispone de un margen de tiempo que le permite escoger el momento, el lugar y cuantos elementos desee para entrar en acción. Un segundo factor de superioridad es el secreto en el que desarrolla sus actividades, lo cual le permite funcionar con casi total impunidad. 

    El marketing electoral 

    La aplicación de las modernas técnicas de marketing a los avatares de la competencia política, en particular durante los períodos electorales, es un hecho incorporado en la actualidad a todos los sistemas democráticos. Prueba de ello es que, en muy poco tiempo, los profesionales de la mercadotecnia electoral han conseguido subir hasta la misma cúpula del aparato de los partidos. 

    Varios factores subyacentes en los dos mundos, la política y la publicidad, convergieron sin dificultad alguna en un momento dado. Los partidos siempre se han preocupado de los problemas acarreados por la imposibilidad de conectar con los votantes en buenas condiciones. La publicidad se lo ha facilitado. A cambio, es comprensible la fascinación que la venta de una opción de poder debe provocar en los publicistas, acostumbrados a hacer atractivos productos menos importantes. 

    Para Joe McGinnis, la explicación es bien simple. En su opinión, «la política, en cierto sentido, ha sido siempre un fraude. La publicidad, en muchos sentidos, es asimismo un fraude. No debe sorprendernos, pues, que políticos y publicitarios se descubrieran mutuamente»27. Con la llegada de la década de los cincuenta y en plena bonanza económica para Estados Unidos al no haber sufrido en su territorio el impacto destructor de la guerra mundial, se desata la fiebre del consumo disparada por el ímpetu publicitario. A Madison Avenue se acercan psicólogos dispuestos a utilizar su conocimiento de la mente humana para ponerlo al servicio de las estrategias de venta. También comienzan a ofrecer sus servicios a los aparatos de los partidos. 

    En aquel momento, como indica Jurgen Habermas, «los partidos y sus organizaciones auxiliares se ven necesitados de influir sobre las decisiones de sus electores de un modo análogo a la presión ejercida por el reclamo publicitario sobre las decisiones de los consumidores: surge la industria del marketing político. Los agitadores y los propagandistas al viejo estilo son desplazados por neutrales especialistas publicitarios, a los que se emplea para vender política de un modo no político»28

    Mediante este proceso, «por vez primera los candidatos se convirtieron en mercancías, las campañas en promociones de ventas y el electorado en mercado», como escribe el ya citado Vance Packard29. Así nace el marketing político. Al poco tiempo, tanto el Partido Demócrata como el Republicano incorporan a sus máximos órganos jerárquicos responsables de la propaganda de la institución. 

    Nace también el concepto de las relaciones públicas, no ya como simple entertainer, sino como vehículo introductorio de una organización. La nueva filosofía consistirá a la inversa, en penetrar en el visitante, en instalar en su mente el espíritu y los intereses concretos del grupo al que se representa. 

    Los sistemas de trabajo cuando lo que queremos «vender» no es un producto concreto, ni siquiera la personalidad del individuo, sino una agrupación apoyada en una serie de principios ideológicos, como puedan ser un partido político o, en cierta medida, algunas grandes empresas, tienen que cimentarse sobre la valía de la actividad desarrollada. «Imagen y reputación son reflejo de la actuación, lo mismo para una compañía que para un individuo», afirma David Bernstein30

    El periodista y escritor Joe McGinnis estudia el caso de Harry Treleaven, responsable de la campaña que lleva a la presidencia de Estados Unidos a Richard Nixon, quien organiza su trabajo a partir de las respuestas a estas tres preguntas31: 

    ¿Qué deseamos comunicar? Ésta es la pregunta más importante. Y una vez contestada, toda la publicidad debe contener el mismo mensaje, y ser exclusivamente juzgada en función de la claridad y facultad de recordar que confiere al comunicar. 

    ¿Cómo diremos lo que deseamos comunicar? ¿Con qué palabras, qué técnicas audibles o visuales, en qué estilo, en qué tono de voz? 

    ¿Dónde deberíamos poner nuestro mensaje publicitario de forma que llegue a la mayoría de los votantes de la manera más eficaz posible y al menor coste? 

    Para llevar a cabo una tarea de estas características, resulta indispensable utilizar los medios de comunicación de masas. Las relaciones de una empresa o un partido con los medios han sido delicadas desde los orígenes de la comunicación social. Los medios se convierten en intermediarios entre lo que las corporaciones quieren que se diga y lo que los receptores desean saber. 

    Desde la perspectiva del profesional de la información, el dilema debería resolverse en el evidente apoyo al destinatario, que quiere conocer, sencillamente, la verdad. Teniendo en cuenta que las agrupaciones saben que no siempre pueden contar con la colaboración abierta a sus fines de los medios de comunicación, han dado cabida en su interior a potentes departamentos de relaciones externas, cuya función primordial es velar por el control de la información que se hace pública. 

    David Bernstein, en su libro La imagen de la empresa y la realidad32 especifica las fases del trabajo necesario para garantizar la presencia en los medios de una información adecuada a los intereses particulares de la propia fuente: 

    • Hay que tomar la iniciativa.

    •  Hay que mantenerse en contacto con los medios de comunicación.

    •  Hay que decir siempre la verdad.

    •  Hay que tratar siempre a los medios de comunicación con respeto.

    •  No hay que especular.

    •  No se pedirá nunca una retractación.

    •  Conviene asegurarse de que las comunicaciones internas son buenas.

    •  Hay que hacer unas comunicaciones sencillas.

    •  Hay que pensar en lo que se recogerá en los titulares.

    •  Hay que reflexionar ante las preguntas.

    •  Hay que ponerse en lugar de la gente.

    •  Seguimiento. 

    Trasladar el esquema trazado por Bernstein a la lucha electoral no garantiza el éxito en las urnas. Nada lo hace. Sin embargo, sí dibuja unas líneas de trabajo para conseguir, en el caso concreto de una campaña electoral, el mejor contacto posible con los votantes, sin perder el dominio de la situación.

     

    Bajo esta concepción aumenta la importancia del papel de los medios de comunicación como transmisores principales de los mensajes que un partido difunde. La actividad notarial de los medios es el único cauce de compromiso que el político adquiere en un período electoral. Este aspecto es especialmente destacable en el caso de la televisión. Delante de una cámara es el propio líder el que se explica. La manipulación es más sutil, a través de la selección y el tratamiento visual, pero el telespectador adquiere la seguridad de que ese político ha afirmado algo concreto. El tremendo poder de convocatoria aumentará, además, la fuerza de lo dicho en pantalla.

     

    En opinión de Roland Cayrol33: «la campaña que se desarrolla en la televisión constituye el único lugar y el único momento en que un candidato se pone en contacto con todos los electores, estén a favor o en contra, muy interesados por la política o poco».

     

    La capacidad de impacto de un spot televisivo puede desequilibrar cualquier estrategia rival. Tal es su poder destructivo. En la campaña de Humphrey contra Nixon, el asesor del primero, Tony Schwartz, elaboró un anuncio para desprestigiar la imagen de Richard Nixon a través de su candidato a vicepresidente, el polémico Spyro Agnew. El spot empieza con un rótulo que dice: «Agnew para vicepresidente». De repente se oye como fondo una intensa pero contenida carcajada que va subiendo de intensidad, hasta estallar sonoramente. La situación se mantiene durante veinte segundos. Como final, aparece un segundo texto: «Sería gracioso, si la cuestión no fuera tan grave». El impacto del anuncio es tal que muchos espectadores americanos lo recuerdan todavía.

     

    Tony Schwartz es también el autor de uno de los más famosos ejemplos de publicidad política de la historia. El título del spot es «Daisy». El Partido Demócrata desea aumentar la participación electoral para detener el avance de popularidad del senador republicano Barry Goldwater, conocido por sus ideas conservadoras y sus simpatías militaristas. El equipo demócrata, con Schwartz a la cabeza, diseña un mítico spot televisivo de un minuto de duración. En él aparece una niña deshojando una margarita y sonriendo. De fondo se empieza a oír una voz masculina que lanza una cuenta atrás desde diez. En el momento en el que la niña deshoja el último pétalo, la voz llega a cero. En ese instante, una explosión atómica ocupa bruscamente la pantalla. La terrorífica secuencia termina con un texto que dice: «Las apuestas son demasiado altas para que usted se quede en casa el día de las elecciones». 

    Frente a la avalancha de productos existente en el mercado y la abierta competencia consiguiente, la definición de la oferta es una pieza clave en el triunfo de una campaña de cualquier tipo. Pierre Martineau, a quien Packard denomina como el «apóstol de la creación de imágenes» 34, analiza el problema en una charla con agentes de publicidad en Filadelfia, ya en 1936:

     

    «Lo que ustedes deben hacer, fundamentalmente -les aconsejó-, es crear una situación ilógica. Ustedes necesitan que el cliente se enamore del producto que le ofrecen y que arraigue en él una profunda lealtad hacia esa marca, cuando en realidad el contenido de la misma es similar al de cientos de marcas competidoras (...). Hay que crear alguna diferenciación mental, alguna individualización del producto que tiene una larga lista de competidores muy parecidos en su composición».

     

    Kimball Young aplica el mismo criterio a la propaganda ideológica. En su opinión, «la propaganda, para ser efectiva, debe no sólo emplear incitaciones emocionales, acudir a la repetición, y sobre todo tocar deseos y actitudes profundamente enraizados en el individuo por su condicionamiento temprano; debe poseer una deformación definida en cierta dirección»35

    Otro de los factores decisivos para garantizar la eficacia de un mensaje propagandístico es, en efecto, la reiteración. El propio Young explica que «son bien conocidos los efectos acumulativos de la propaganda. Todos los que han estudiado el tema reconocen la importancia de la repetición (...). Por otro lado, la repetición y acumulación de estímulos tienen ciertos límites. Durante la segunda guerra mundial, los productores cinematográficos, críticos y especialistas en opinión pública se preguntan a menudo si la abundancia de películas de guerra no recarga el interés público en la guerra, y no produce una actitud de indiferencia hacia la seriedad del conflicto bélico (...). Aun la organización de Goebbels, en la Alemania nazi, conoce este problema lo bastante como para usar el humor y el descanso ocasional dentro de su pesada barrera de propaganda»36.

     

    Hay que tener cuidado. La excesiva acumulación de mensajes similares también puede ser uno de los principales inductores del denominado «efecto boomerang». En Gran Bretaña, esta cuestión se plantea cuando tienen lugar dos comicios en 1974. Tras el «empacho» de febrero se decide reducir sensiblemente los espacios propagandísticos en televisión durante la campaña de octubre. Se teme que un abuso de la publicidad política pueda acarrear la actitud negativa del electorado, desviándolo hacia la abstención.

     

    Los partidos son cada vez más conscientes de que la propaganda tiene un techo de agotamiento bajo, debido principalmente a su falta de credibilidad. Por ello, cada vez dedican más esfuerzos a influir en los contenidos informativos, que gozan de menor resistencia por parte del electorado.

     

    En esta línea, como ha explicado Guy Durandin37, «el papel de la propaganda y la publicidad es modificar la conducta de las personas a través de la persuasión, es decir, sin forzarlas en apariencia. Uno de los principales medios que utilizan para ello es la información. Dando falsas informaciones, o sencillamente seleccionando las informaciones, se pueden modificar los juicios de los interlocutores sobre las cosas, y con ello también su conducta».

     

    El más innoble de los métodos de manipulación informativa quizá sea la denominada «Propaganda Negra». Consiste en hacer llegar a los seguidores del grupo rival informaciones falsas o desmoralizantes aparentando que provienen de una fuente neutral o incluso favorable a sus ideas. Periódicos, panfletos y, en especial, emisiones radiofónicas son los medios más usuales de difusión de esta «Propaganda Negra». 

    Este tipo de técnicas comienzan a desarrollarse con especial profusión en los conflictos en los que la Alemania nazi se vio involucrada. Según parece, Goebbels -así lo cuenta en su diario- es el que convence a Hitler para que planeara la guerra contra Inglaterra según criterios psicológicos, no militares. En la tesis de Goebbels «era más importante que un propagandista ayudase a planificar un acontecimiento que a razonar uno que ya hubiera tenido lugar»38

    En opinión de Leonard W. Doob, Goebbels basaba su propaganda en tres principios de sincronización39: La comunicación debe llegar a la audiencia antes que la propaganda competidora; una campaña propagandística debe comenzar en el momento óptimo; un tema propagandístico debe ser repetido, pero no más allá del punto en que disminuya su efectividad. 

    El seguimiento de estos principios facilita el éxito de la propaganda nazi, apoyada en la gran capacidad populista de Hitler. El dictador ya había escrito en su Mein Kampf: «Toda propaganda debe ser popular y situar su nivel espiritual en el límite de las facultades de asimilación del más limitado entre aquellos a los que se dirige». 

    Notas bibliográficas 

    1 Jacques Séguéla, Ne dites pas á ma mére queje suis dans la publicité... Elle me croit pianiste dans un bordel, FIammarion, París, 1985. 

    2 Ignacio Ramonet, La golosina visual, Gustavo Gili, Barcelona (1983), pág. 50. 

    3 Ignacio Ramonet (1983), pág. 56. 

    4 Roman Gubern, Prólogo de Lamberto Pignotti, La Supernada, Fernando Torres (ed.), Valencia (1976), pág. 1. 

    5 David Bernstein, La imagen de la empresa y la realidad, Plaza y Janés, Barcelona (1986), pág. 172. 

    6 Lamberto Pignotti, La Supernada, Fernando Torres, Valencia (1976). 

    7 Lamberto Pignotti (1976), pág. 15. 

    8 Lamberto Pignotti (1976), pág. 17. 

    9 Lamberto Pignotti (1976), pág. 16. 

    10 Lamberto Pignotti (1976), pág. 15. 

    11 Lamberto Pignotti (1976), pág. 16. 

    12 Vance Packard, Lasformas ocultas de propaganda, Editorial Sudamericana, Buenos Aires (1959), pág. 29. 

    13 Vance Packard (1959), pág. 99. 

    14 William Meyers (1986), pág. 54. 

    15 William Meyers (1986), pág. 33. 

    16 William Meyers (1986), pág. 34. 

    17 Ignacio Ramonet (1983), pág. 66. 

    18 Kathleen K. Reardon, Lapersuasión en la comunicación, Paidós, Barcelona (1983), pág. 25. 

    19 David Bernstein (1986), pág. 55. 

    20 H. Benesch y W. Schmandt, Manual de autodefensa comunicatíva, Gustavo Gili, Barcelona (1982), pág. 76. 

    21 H. Benesch y W. Schmandt (1982), pág. 11. 

    22 Joe McGinnis, Cómo se vende un presidente, Península, Barcelona (1972), pág. 100. 

    23 Kimball Young y otros, La opinión pública y la propaganda, Paidós, Buenos Aires (1980), págs. 212-213. 

    24 Guy Durandin (1983), pág. 23. 

    25 Guy Durandin (1983), pág. 26. 

    26 Guy Durandin (1983), pág. 172. 

    27 Joe McGinnis (1972), pág. 25. 

    28 Jürgen Habermas, fíistoria y crítica de la opinión pública, Gustavo Gili, Barcelona (1981), pág. 242. 

    29 Vance Packard (1959), pág. 250. 

    30 David Bernstein (1986), pág. 289. 

    31 Joe McGinnis (1972), pág. 195. 

    32 David Bernstein (1986), pága». 278-280. 

    33 Roland Cayrol, La televisión y las elecciones, en Miquel de Moragas (ed.) (1979), pág. 525. 

    34 Vance Packard (1959), pág. 57. 

    35 Kimball Young (1980), pág. 220. 

    36 Kimball Young (1980). pág. 219. 

    37 Guy Durandin (1983), pág. 11. 

    38 Leonard W. Doob (1979), pág. 477. 

    39 Leonard W. Doob (1979), pág. 487. 

    3. Ideas y formas 

    El poder de la imagen 

    La adaptación de los mensajes al medio donde van a ser difundidos tiene una importancia decisiva en el diseño de una campaña propagandística. Este factor es especialmente complejo en el caso de la televisión. Su mayor aparatosidad técnica obliga a la intervención en el proceso de comunicación de gran cantidad de personas y equipos, que deben coordinarse para evitar interferencias excesivamente deformadoras. Las tremendas audiencias que se aglutinan frente al monitor condicionan también la elaboración de cada detalle. Los errores serán públicos y notorios al menor fallo. Por último, el limitado acceso al medio, en especial en países como el nuestro donde, pese a la reciente aparición de los canales privados de televisión, la oferta de canales es limitada, multiplica el valor de cada segundo de presencia en pantalla.

     

    La investigadora EIisabeth Noelle-Neumann, en un estudio titulado La influencia de la televisión en una campaña electoral, desarrolla otro aspecto a la hora de abordar la aparición de mensajes políticos en la pantalla. En este caso, analizando desde la perspectiva de la audiencia, observa varias dificultades en lo que denomina «percepción selectiva en televisión»1:

     

    • Ante la abundancia de periódicos, el lector puede seleccionar previamente aquel o aquellos que refuercen su posición, mientras que generalmente existen pocos canales de televisión y además éstos no se distinguen en su programación de manera especial desde el punto de vista político.

    •  No prestar atención a los comunicados disonantes ofrecidos «especialmente» por un periódico es más sencillo que apagar el televisor o cambiar de canal cuando los elementos disonantes se hallan en una comunicación difundida «temporalmente».

    •  La lectura, como actividad decidida individualmente, permite un comportamiento selectivo mucho más libre que el que se pueda tener en situaciones característicamente grupales, como son en las que suele verse la televisión, ya que en éstas se enfrentan inevitablemente los diferentes gustos de sus miembros. De este modo, por primera vez, muchos individuos desinteresados por la política se ven confrontados con ella.

    •  La comunicación a través de un mensaje cifrado -la escritura- exige mayor motivación, ya que hay que realizar la actividad de desciframiento, que la exigida por la comunicación directa -actitud de pasividad receptiva- a través de los estímulos de imagen y sonido, entretenidos y fascinantes, que utiliza la televisión. 

    El espectador situado frente al televisor no sólo debe tener en cuenta la dificultad de selección de contenidos concretos. Marshall Mc Luhan, en su obra La comprensión de los medios como las extensiones del hombre, dice que «la televisión es un medio frío, participable. Cuando se activa, mediante efectos espectaculares y estímulos, actúa con menos eficacia porque elimina oportunidades de participación. La radio es un medio ardiente. Cuando se le facilita una intensidad complementaria, actúa mejor. No invita al mismo grado de participación en sus usuarios. La radio sirve como sonido de fondo o control del nivel de ruido, del mismo modo que el ingenioso adolescente lo hace servir como medio de procurarse aislamiento. La televisión no opera como fondo. Atrae. Hay que estar con ella»2

    La amplia gama de posibilidades que abre la reproducción industrial de imágenes, en especial tras la aplicación de la electrónica a este proceso, la convierte en el centro de nuestra civilización. El boom de la imagen y su incontrolada difusión han llegado a provocar que la cantidad de realidades de las que un ser humano puede tener experiencia directa sea inferior a la de reproducciones que ha captado. 

    A través de la televisión, conocemos Nueva York mejor que el más genuino habitante del Bronx. Lo hemos visto cuando era un descampado, cuando se bautizó como ciudad en plena guerra de Secesión, en el crack del 29, en la guerra contra el gangsterismo, en los divertidos años sesenta, incluso sabemos cómo será en el año 2020. Sabemos incluso cómo es bajo el efecto de un terremoto, del ataque de naves extraterrestres y tras sufrir un pavoroso incendio. ¿Hay alguien capaz de convencer a un inveterado televidente de que en realidad no ha visto Nueva York?  Resulta llamativo cómo tras los ataques a las Torres Gemelas, salieron a la luz varios documentos que con anterioridad habían visualizado ya el acontecimiento en comics, portadas de discos, videojuegos y películas.

    Siglos atrás, la experiencia visual del hombre no va más allá de su entorno y de su período de vida. Hoy, se han roto, de modo irreal, las dimensiones de tiempo y espacio. Furio Colombo habla del «nuevo territorio» en el que se mueve nuestra civilización. Como el propio Colombo indica, «puesto que la comunicación de todo acaece a través de imágenes, son el lugar natural en el que se cumple lo que se cuenta»3. El nuevo escenario también afecta a la política.

     

    Toda reproducción visual es incompleta y fragmentada. Ello provoca que los conocimientos y las experiencias adquiridas a través de imágenes sean también parciales. Christian Doelker llega a calificar el mundo de las imágenes como una «realidad manipulada»4

    El culto a la imagen acarrea además el empobrecimiento de otros vehículos de comunicación y en particular el del lenguaje oral y escrito. George Péninou afirma que «al menos en publicidad, se admite la superioridad de la imagen sobre el lenguaje. Se ha determinado que, con relación al índice general de recuerdo establecido-como media en valor 100, el índice de recuerdo del anuncio en que domina la imagen es de 117, siendo la de aquél en el que domina el texto del 76»5.

     

    En Estados Unidos, la Oficina de Evaluación de Progreso Educativo ha comprobado que el rendimiento de la expresión escrita de los estudiantes desciende de año en año. Ya en 1978, el Colectivo Caverna elabora una encuesta de ámbito nacional para el Instituto Oficial de Radiodifusión y Televisión sobre comprensibilidad e impregnación del lenguaje televisivo en las zonas rurales 6. Los resultados son inquietantes.

     

    Junto a una elevada cifra de seguimiento (el 90 por 100 veía la televisión todos los días), se obtiene un nivel de inteligibilidad del lenguaje muy bajo. La palabra «consenso» es desconocida para el 87,1 por 100 de la población rural; «autonomía», para el 61,5 por 100; e «inflación», para el 81,7 por 100. Sin embargo, el 67,5 por 100 reconoce de inmediato una fotografía de los protagonistas de una serie de éxito del momento, «En ruta», y el 81,7 por 100 identifica el rostro del famoso presentador de la época, José María Íñigo. En el resumen de la investigación se concluye que «el medio televisivo sustituye progresivamente en la mente del espectador los elementos reflexivos por un bombardeo de imágenes sensitivas con gran fuerza de asimilación»7.

     

    El poder establecido siempre ha deseado dominar la televisión. Para McQuail, «políticamente, la televisión es muy sensible, está muy próxima a los centros de poder estatal y social, y es objeto de control y regulación. No existe virtualmente noticia de que la televisión se haya utilizado para la acción o resistencia política, de manera que debe de ser el medio de comunicación menos revolucionario de la historia»8.

     

    Quizá por simple efecto mimético, acompañado de una evidente conveniencia, lo cierto es que la ideología política ha sufrido una profunda mutación. Adorno y Horkheimer opinan que, bajo el imperio de la moderna industria cultural, «la ideología se ha vuelto vaga y evasiva y, por tanto, ni más clara ni más débil. Su misma vaguedad, su aversión casi científica a comprometerse con algo que no pueda verificarse, sirve de instrumento de dominación»9.

     

    Todo coincide, y no de manera casual. La rentabilidad de las más potentes industrias de la comunicación electrónica necesita ampliar su campo de penetración. Las innovaciones tecnológicas tienden a romper fronteras. Lo heterogéneo, lo especializado, queda condenado a medios de comunicación de pequeña capacidad operativa. Las grandes empresas televisivas necesitan aumentar más aún sus audiencias. El esfuerzo tiene su precio.

     

    Dowse y Hughes10 observan que, efectivamente, «la economía de la comunicación de masas exige que se llegue a una audiencia cada vez mayor e, inevitablemente, el contenido de los medios de comunicación se acomoda cada vez más al común denominador del gusto». Este común denominador supone, como es fácil de imaginar, una merma del nivel cultural y un aislamiento cada vez mayor de los intentos revulsivos, siempre procedentes de minorías. 

    Además, este proceso de homogeneización y de estandarización tiene otras consecuencias. Lamberto Pignotti se refiere a una de las más importantes, la de la simplificación, y la expone de una forma extraordinariamente gráfica: «la homogeneización tiende a servir los alimentos más distintos condimentados con la misma salsa, con lo que consigue ir igualando los gustos de los consumidores. Precisamente por eso se ha observado que la cultura industrializada aumenta a la vez la madurez en los niños y el infantilismo en los adultos»11

    La estandarización impone el gusto dominante y éste, actualmente, está marcado por la televisión. Su influencia estética ha afectado al resto de los medios. El cine ha debido acelerar su ritmo de montaje para satisfacer el agobiante hábito creado por los telefilmes. En nuestro país, la radio copia los géneros televisivos, contrata a sus estrellas e intenta compaginar sus programas con los de la televisión; pone sonido a los partidos televisados y alarga los programas de televisión de éxito con debates posteriores. Hasta la prensa ha tenido que modificar muchas de sus tradicionales costumbres.

    En Estados Unidos, uno de los mayores impactos periodísticos desde la década de los es el nacimiento del diario USA Today. El periódico, en su primer año de vida, se coloca en el segundo lugar de ventas del país, tras el Wall Street Journal. Su peculiaridad es la de intentar reproducir la estética televisiva en papel; artículos muy cortos, abundantes fotografías a color y especial atención a las noticias de gusto generalizado, como el deporte, el ocio y el consumo. En la prensa española, esta influencia televisiva también se ha comenzado a apreciar en los últimos años, tanto en el diseño general de algunas publicaciones, como en la maquetación de algunas secciones de periódicos. Hoy en día, todos los periódicos han incorporado el color a sus páginas dando cada mayor importancia a las secciones de fotografía y de infografía. 

    La televisión como medio conceptual 

    Buena parte de las críticas que habitualmente recibe la TV tiene que ver más con las propias limitaciones del medio que con la perversidad de los operadores que la manejan. Un error básico es la confusión entre realidad y “realidad electrónica”. Son diferentes por completo, pero tienen el problema de que en ocasiones se parecen demasiado.

    Grandes áreas de nuestro conocimiento que extraemos de la realidad, lo adquirimos a través de la televisión o, mejor dicho, creemos adquirirlo. Lo cierto es que, en realidad, accedemos a un producto manufacturado que simula la realidad. Si ya de por sí resulta muy difícil distinguir en nuestro cerebro entre aquello que hemos conocido por propia y directa experiencia y por el contacto mediático, más difícil resulta aún llegar a distinguir cuándo la reproducción electrónica muestra una versión de un hecho real o es pura ficción.

    Los medios no distinguen intencionadamente lo veraz, de lo imaginado. A veces, se busca el acceso directo a la parte de nuestro conocimiento que dejamos libremente abierto a la experiencia, sin barreras. El caso más claro es el de la publicidad, que huye de los códigos que la identifican como tal, ya que de esa manera elude las limitaciones que nuestro cerebro consciente e inconscientemente crea para frenar unos mensajes considerados como demasiado interesados.

    Cada vez más abundan los anuncios que buscan intencionadamente una estética hiperrrealista que rompa esas barreras inconscientes que todo espectador coloca como defensa ante la invasión de mensajes comerciales que le invaden de forma permanente.

    También los creadores televisivos buscan durante los últimos años fórmulas que permitan un mayor grado de identificación con la audiencia. No resulta casual que la moda de los reality haya inundado todo tipo de formatos en las parrillas de las cadenas de medio mundo, desde finales de los ochenta. En contra de algunas tópicas y extendidas opiniones, el uso de estas técnicas no sólo ha generado programas de bajo nivel de calidad, cimentados en una visión escabrosa, morbosa y amoral de nuestra sociedad. Antes al contrario, la historia del medio ha aportado magníficos ejemplos de aprovechamiento máximo de las posibilidades del lenguaje televisivo, unido a un altísimo nivel de calidad estética y narrativa.

    Veamos uno de los paradigmas más destacables de esta corriente. Se trata de una serie norteamericana clásica, donde las haya: “Hill Street Blues” (“Canción triste de Hill Street”). La serie, la más premiada de toda la historia, es creada por Steven Bochco (hasta aquel momento guionista de series como “Columbo”, McMillan y esposa..) y Michael Kozoll (el guionista de “Acorralado”, el largometraje que daría pie a la serie de filmes sobre “Rambo”) en un intento de recuperar un género muy desgastado en aquella época, el de las series policíacas.

    Hablamos del arranque de la década de los 80. “Hill Street Blues” comienza a emitirse el 15 de enero de 1981, en la NBC en la que Brandon Tartikoff es el Director de Entretenimiento. La serie se alarga en antena hasta mayo del 87. Curiosamente, nunca está ni siquiera entre los 25 programas más vistos de la temporada en Estados Unidos, pese a la importancia trascendental que tiene en la historia.

    El objetivo inicial del proyecto es presentar algo sorprendente, novedoso y, sobre todo… creíble. Se trata de recuperar el género de “policías y ladrones” desde una realidad completamente diferente al pasado. En esta época, ya hay síntomas que hacen pensar que los telespectadores están más interesados en conectar con historias que tengan cierta relación con su vida cotidiana, que con manidos “cuentos de hadas”. Para crear la serie, Bochco y Kozoll desarrollan diversas estrategias.

    Una de las principales es la de crear personajes complejos, que huyen de los tópicos sobre la bondad y la maldad. El “héroe”, el Capitán Furillo (interpretado por Daniel J. Travanti) es un ex-alcohólico que ha fracasado en su matrimonio. Es todo menos un triunfador. La línea de la ética, la supervivencia, la defensa de los débiles y la lucha contra el mal está siempre presente, más allá de las leyes o las reglas coyunturales que separan convencionalmente a delincuentes y policías. En fin, más parecido a la vida real que a las películas tradicionales.

    Como dato significativo conviene recordar que para el desarrollo del proyecto se inspiran en el clásico Barney Miller, una tele-comedia de comisaría con ligeros golpes agrios. Bochco y Kozoll deciden hacer lo contrario, un drama, con tropezones bien humorados. Con un tono agridulce, se mezcla así una serie de historias, inevitablemente duras, pero que siempre están impregnadas de golpes de humor. Vamos, como la vida misma.

    Desde el punto de vista narrativo, “Canción triste de Hill Street” rompió también con los códigos tradicionales, a base de desarrollar estructuras multitramáticas. Las cosas no empezaban y terminaban en una hora. Solía haber una historia principal que, en ocasiones, se alargaba en varios episodios, en los que subía y bajaba en presencia. Además había tramas secundarias que completaban las historias principales de cada episodio. La unidad de tiempo era el día. La serie siempre empezaba a las 7:00 en el reparto de tareas diarias y después de un cuidado juego de elipsis acababa esa misma noche cuando las luces se apagaban.

    El lenguaje y la puesta en escena buscan quebrar las convenciones conocidas. Los productores luchan de forma permanente contra los rígidos comités de censura de la televisión norteamericana. Se usan tacos, slang y escenarios insólitos. Por primera vez en la historia, los censores norteamericanos aceptan como un decorado regular el cuarto de baño de la comisaría. Son habituales las escenas de polis comentando los que pasa mientras vacian sus vejigas. El estrafalario baño mixto de “Ally McBeal” suena a extraterrestre en la época.

    La puesta en escena se basa en el “hazlo sucio, desordenado”. Los decorados, la luz, el audio y sobre todo… la imagen. Todo se mueve. La cámara cabecea en los hombros de los operadores. Muchos planos aparecen desenfocados. Los figurantes pasan por delante de la acción dificultando a veces la visión. ¿Por qué?

    “Hill Street Blues” intenta resultar lo más verosímil posible. Para ello, recurre a contar sus historias con puro “lenguaje televisivo”. Lo cierto es que lo que ves recuerda… la versión que habitualmente captamos de la realidad, la de los grandes acontecimientos informativos “electrónicamente verídicos”. Si hacemos memoria, casi todos los grandes eventos informativos que nos toca vivir son filmaciones realizadas en las peores condiciones. Pensemos en las imágenes bélicas, las de los más importantes magnicidios, o, sencillamente, las que inundan los programas de vídeos reales captados cámaras caseras. Son secuencias mal grabadas y, sin embargo… absolutamente “creíbles”, sin aparente manipulación.

    Esta reflexión es la que da lugar a la creación de una serie que abre camino a la hora de entender la televisión y el cine futuro. La clave de la idea, no es otra que entender que el lenguaje de la “realidad electrónica” tiene sus propias reglas y, no de forma necesaria, coincide con el mundo que tenemos al alcance de nuestro radio de contacto directo. Ahora bien, ¿cuáles son las claves que condicionan la conversión de un hecho real a una “realidad electrónica” una vez que es captado por una cámara y con posterioridad transmitido a millones de hogares?

    El lenguaje televisivo, inevitablemente, construye sus mensajes en tres fases sucesivas y complementarias:

    1/ Limita la realidad al captarla. Tanto en tiempo como en espacio, la televisión no puede dar cabida a toda la realidad. De hechos de gran trascendencia, los informativos apenas pueden dar una pastilla de un par de minutos. De una gran declaración institucional, apenas se entresaca un “total” (declaración que incluye imagen y audio) de apenas diez segundos. Los objetivos de la cámara dan inevitablemente una visión recortada y el sonido sólo recoge allí donde abarca su área de cobertura.

    2/ Deforma la realidad. La manipulación (aunque no sea con ánimo negativo) existe de forma ineludible. Todos los mensajes televisivos están manipulados. Todos. Cuestión diferente es la intencionalidad del productor del “mensaje electrónico”. El punto de vista de la cámara (por encima o por debajo de la horizontal), el encuadre, el foco, la luz, el audio pueden engañar y crear planos enfáticos, no siempre intencionados, cargados de valores de gran fortaleza.

    3/ Simplifica la realidad. La “elaboración electrónica” siempre deforma en la misma dirección, tiende a vanalizar los mensajes. Siempre reforzará los aspectos formales y restará importancia a los elementos trascendentales del fondo. Siguiendo la terminología estructuralista, el continente ganará en importancia, mientras el contenido perderá.

    En resumen, este proceso de Limitación-Deformación-Simplificación crea una relación entre el observador y las “realidades electrónicas”, similar a la que se establece con el contacto con una persona tras un breve encuentro a primera vista. Sus rasgos externos, su rostro, su cuerpo, el tono de voz, su vestimenta, nos crean evidentemente una impresión que no siempre se corresponde con la verdad. No es un problema de voluntad del receptor, sino de un simple lenguaje de códigos y convenciones.

    Es decir, el lenguaje televisivo ofrece una versión limitada, deformada y simplificada de la realidad, tal y como a veces ocurre en la vida misma. El gran mérito de los productores de mensajes televisivos consiste en dominar este código y conseguir transmitir a través de él mensajes de cierto valor creativo y estético

    Vista la rentabilidad de los «golpes de efecto», éstos han llenado la comunicación audiovisual, combatiendo por un lado la posible expresión artística y, por otro, sustituyendo la compleja transmisión de conceptos o ideas. 

    Hay abundantes ejemplos en la historia de la propaganda política en televisión que confirman el peso de la forma sobre los contenidos, a diferencia de lo que sucede en otros medios. Si hay un mítico debate televisado en la historia de la democracia mundial, es sin duda el primero de los que protagonizan en 1960 los dos candidatos a la presidencia de Estados Unidos de América, Richard Nixon y John F. Kennedy. Este enfrentamiento inclina la balanza decisivamente en favor de Kennedy, después de una reñida campaña. 

    Roland Perry narra algunas curiosidades que rodean al programa y que resultan aleccionadoras. Dice Perry que «si se les hubiera juzgado por su capacidad para el debate, Kennedy habría perdido, como sentenció la gente que había seguido el debate por la radio. Pero los efectos visuales fueron diametralmente opuestos, ya que Kennedy, el retador, a la vez que se beneficiaba de la ventaja inestimable de ser visto por el conjunto de la nación, se comportaba como un presidente comparado con el entonces titular de la vicepresidencia»12

    Veinte años más tarde la historia vuelve a repetirse. «Para los que siguieron el debate la noche del 28 de octubre de 1980 entre Carter y Reagan por radio, parecía que Carter hubiera ganado con una facilidad pasmosa. Dominaba los hechos y los detalles. Sus respuestas fueron más sólidas, y daba la impresión de que tenía a Reagan a la defensiva. Sin embargo, la impresión de los telespectadores fue totalmente distinta. Reagan tenía más aspecto de presidente que el propio Carter. Después de los nervios del principio, se sintió a gusto y se relajó más rápidamente. Carter, por el contrario, parecía nervioso todo el tiempo y, al igual que Nixon dos décadas antes, daba la sensación de estar inhibido y crispado ante su oponente. Estuvo serio y frío, mientras que Reagan fue capaz de sonreír, a veces amabilidad y otras con picardía»13

    En el año 1993, en España tenemos la oportunidad única de ver a los dos candidatos a la Presidencia del Gobierno, Felipe González y José María Aznar enfrentarse en dos debates televisados en directo con unas audiencias increíbles. El desenlace del evento, en el que se registró un primer triunfo de Aznar y un segundo y arrollador éxito de González condiciona de forma decisiva el resultado final de las elecciones a juicio de todos los analistas e historiadores.

    Para el diseño de una campaña de propaganda política, qué duda cabe, la reducción al mínimo de los aspectos conceptuales y su sustitución por símbolos efectistas prefabricados facilita la labor de quien pretende conseguir unas reacciones concretas en el electorado en muy poco espacio de tiempo. 

    William Gavin, uno de los asesores de Richard Nixon cuando en 1968 alcanza la presidencia, ve así la cuestión: «Los electores son fundamentalmente perezosos, desinteresados, indolentes hasta el punto de renunciar a cualquier esfuerzo para comprender aquello que se habla. Razonar requiere un alto grado de disciplina, de concentración; la impresión, en cambio, es mucho más fácil (...). Buscamos atraer su intelecto, y para innumerables personas éste es el trabajo más difícil de todos... Las emociones se despiertan más fácilmente, están más cerca de la superficie, son más dúctiles»14

    Notas bibliográficas 

    1 Elisabeth Noelle-Neumann, «La influencia de la televisión en una campaña electoral», en Revista de Investigaciones Sociológicas, núm. 4, Madrid (diciembre de 1978), pág. 70. 

    2 Marshall McLuhan, La comprensión de los medios como las extensiones del hombre, Diana, México (1973). 

    3 Furio Colombo, La realidad como espectáculo, Gustavo Gili, Barcelona (1976), pág. 36. 

    4 Christian Doelker, La realidad manipulada, Gustavo Gili, Barcelona (1982). 

    5 George Péninou, Semióíica de la Publicidad, Gustavo Giü, Barcelona (1973). 

    6 Colectivo Caverna, Hábitos de audiencia y comprensibilidad de los mensajes televisivos en la España rural, Instituto Oficial de Radiodifusión y Televisión, Madrid (1978). 

    7 Ana Orsikowsky, «La Televisión en la España rural», en Mensaje y Medios, núm. 6, Madrid (enero de 1979), págs. 91-98. 

    8 Denis McQuail (1983), pág. 36. 

    9 T. W. Adorno y M. Horkheimer, «La industria de la cultura», en Curran, Gurevitch y Woollacot (ed.), Sociedad y comunicación de masas, Fondo de Cultura Económica, México (1981), pág. 415. 

    10 Robert E. Dowse y John A. Hughes, Sociologia Política, AIianza, Madrid (1985), pág. 338. 

    11 Lamberto Pignotti, La Supemada, Fernando Torres (ed.), Valencia (1976), pág. 36. 

    12 Roland Perry, Elecciones por ordenador, Tecnos, Madrid (1986), pág. 36.

    13 Roland Perry (1986), pág. 122. 

    14 Joe McGinnis, Cómo se vende un presidente, Península, Barcelona (1972), pág. 36.

     

    4. Actores y públicos 

    La representación del Estado 

    El sociólogo francés Roger-Gerard Schwartzenberg publica en el año 1977 un libro titulado L'état spectacle (El show político, en la edición española de 1978). En la obra se describe con minuciosidad todo el entramado en el que se mueve el mundo de la política, que, en su opinión, se ha convertido en un simple espectáculo de masas, con los mismos componentes y esquemas de funcionamiento que el drama clásico.  El texto, pese al paso del tiempo, mantiene toda su vigencia.

    Según Schwartzenberg, «en otros tiempos, los políticos eran las ideas. Hoy, son las personas. O más bien los personajes, ya que cada dirigente parece elegir un empleo y desempeñar un papel. Como en el espectáculo. A partir de ahora, la política se inclina a la puesta en escena. En lo sucesivo, cada dirigente se exhibe y juega el papel de vedette. Así se realiza la personalización del poder. Fiel a su etimología. ¿Acaso la palabra persona no viene del latín persona, que significa máscara de teatro?»1

    Parece haberse establecido un acuerdo generalizado entre cuantos autores estudian el funcionamiento actual del sistema democrático occidental. La «escenificación» política parece aceptada incluso por los mismos protagonistas que modelan sus propios aparatos organizativos a imagen y semejanza de una representación teatral. La principal innovación que ha surgido en los últimos años se deriva de que, ahora, la pieza teatral se televisa cotidianamente. Con ello, hay que introducir pequeñas modificaciones en el montaje que, de esta forma, puede ser accesible para la totalidad de la población. 

    La televisión, cada vez más, es espectáculo, y sólo quien acepta este principio puede sobrevivir en su interior. De esta manera, como escribe Roland Cayrol2, «el discurso electoral que los políticos presentan en la televisión se integra en el universo del espectáculo, se convierte en discurso espectacular. Los candidatos y los partidos se transforman en actores, delante de un público embelesado y que pide más. Esta situación modifica, evidentemente, las formas de la vida pública y lo que cabría denominar el estilo de la política».

     

    La trama que cada día se representa, con la anuencia de los medios de comunicación, tiene su desenlace cada cierto período de tiempo en los comicios. Las urnas introducen modificaciones en el guión que nunca concluye. Tras el resultado aparece el consabido mensaje: «continuará». Las estrategias propagandísticas y la mediación técnica de la comunicación plantean ciertas dudas con respecto a la concepción clásica que se tiene de lo que es una campaña electoral. ¿Qué se juzga en unas elecciones? ¿Las acciones de gobierno o la versión que de parte de algunas de esas acciones han dado los medios? ¿Se juzga la labor de unos equipos o la personalidad de unos líderes? 

    En realidad, «una elección es como una pieza de teatro político, con actores experimentados y un público organizado, dispuesto a Ilevar a cabo acciones concertadas y mesurables en un momento dado», tal y como ha señalado Anthony Smith3

    Votantes a control remoto 

    Raymond Williams establece un principio de partida: «Las masas no existen.» O, al menos, han dejado de existir. Williams completa su pensamiento al afirmar que lo que existen son formas de ver a las personas como masas. Ni siquiera el más importante de los mal denominados medios de comunicación de masas, la televisión, atiende a masas. No existe un emisor dirigiéndose a multitudes uniformes, como pudiera ocurrir en las apariciones públicas de Hitler en la Alemania nazi. El telespectador observa la pantalla de manera individual, o a lo sumo rodeado de su círculo personal más cerrado. 

    Es probable que la tendencia a la estandarización ya comentada haya provocado en los creadores de mensajes la sensación de trabajar para una masa tan amplia como uniforme. Al contrario, cabría quizá hablar de una gran cantidad de individualidades, que no llegan a ser multitud por faltarles el elemento de interconexión personal entre ellos. 

    ¿Cómo podríamos denominar entonces a ese sector de la sociedad que, bien aisladamente o bien en reducidos grupos, accede a una relación similar con respecto a un emisor común? La moderna sociología ha desarrollado para resolver esta cuestión el concepto de públicos, en plural, puesto que las reacciones de sus miembros, al no estar interrelacionados, no tienen por qué coincidir. 

    Kimball Young ha redefinido, siguiendo este criterio, el concepto de «muchedumbre» frente al de «público». Para él, en la muchedumbre, «sus miembros se hallan juntos. Se encuentran bajo los estímulos personales directos». Por el contrario, el público «no se mantiene unido por contactos cara-a-cara y hombro-a-hombro. Se trata de un número de personas dispersas en el espacio, que reacciona ante un estímulo común, proporcionado por medios de comunicación indirectos y mecánicos». El público, para Young, es sencillamente la criatura engendrada por nuestros notables medios mecánicos de comunicación»4

    Todos los estudios que en la actualidad se realizan en el mundo de la comunicación parten de la base indiscutible de la existencia de diversos estratos de audiencia dentro del colectivo social general. Estos subgrupos van apareciendo, por reducción, cuando un medio de comunicación lanza un mensaje y éste se introduce en el intrincado tejido social. Según el ya clásico esquema de Clausse 5, el medio se encuentra al abrir sus puertas en un primer estadio, al Total de la Población. Sin embargo, una larga serie de circunstancias que va desde lo puramente técnico, hasta lo derivado de los hábitos de la vida, condiciona el que de esa población sólo una parte sea Público Potencial.

    La realidad es que de ese grupo entresacado de la ciudadanía global se obtendrá un Público Efectivo, que se acercará más o menos al potencial, pero que usualmente será inferior en número. Ahora bien, hemos hablado de que el medio lanza un mensaje concreto. Así pues, del total de personas que acceden al medio sólo algunos tendrán interés por ese aspecto en particular que será, por tanto, el Público de un Mensaje Concreto. Por último, este grupo podrá reaccionar también de manera distinta en la medida en que sea Público Afectado por el mensaje o no. 

    Reconocida la existencia de públicos diferentes cuantitativamente, también por sus cualidades se establecen notorias diferencias, incluso enfrentamientos más o menos latentes. La sociedad se ha fragmentado más allá de la manida dualidad de clases. En Estados Unidos, centros de investigación sociológica y agencias de publicidad han desarrollado diversas tipologías con el fin de buscar la máxima eficacia en sus mensajes según el grupo al que vayan dirigidos. 

    El llamado tejido social no es por tanto uniforme, ni siquiera desde el punto de vista de los medios masivos. La complejidad de los diferentes grupos aumenta además en la medida en que concretemos los parámetros de la medición.

     

    Para el diseño y elaboración de cualquier campaña publicitaria o propagandística se tiende a especializar los mensajes con el fin de rentabilizar las inversiones y no desperdiciar impactos. La nueva estructura comunicacional, cimentada en la coexistencia de medios de alcance muy general junto a otros altamente dirigidos, permite el envío de mensajes targetizados, dirigidos a cada grupo, por reducido que éste sea. 

    Resulta sin lugar a dudas más complicado conseguir una elevada cifra de público afectado, por utilizar la terminología de Clausse, a través de medios con audiencias muy amplias. En estos casos, la estrategia propagandística ha intentado introducirse en los grupos aunque sea de forma indirecta. 

    Esto se puede conseguir merced a que, tal y como han señalado Katz y Lazarsfeld 6, «el grupo humano nunca es simplemente un agregado de personas, sino una estructura que implica roles de relación y dependencias. En los grupos más o menos estables, los papeles se distribuyen según las normas de cada grupo (...). Prácticamente siempre, aunque las funciones puedan variar, existen una o más personas a quienes el resto reconoce como líderes del grupo o influyentes en éste (...). Las más recientes tendencias en el estudio del liderazgo, destacan que éste no es un rasgo que poseen unas personas sí y otras no, sino que más bien consiste en una respuesta de los individuos que reaccionan en conjunto frente a una situación en la cual se encuentran». 

    A través de los Gate-Keeper, denominación ideada por Kurt Lewin, los medios de comunicación masivos pueden compatibilizar la amplitud de su cobertura y su influencia directa sobre los individuos de cada grupo. Hay ocasiones, por tanto, en que un mensaje de cierta importancia puede dirigirse sólo a los líderes grupales, en el convencimiento de que si la estrategia está bien elaborada, el proceso persuasivo alcanzará más eficazmente a la totalidad de la audiencia. 

    Los mismos Katz y Lazarsfeld observan que «sin estos retransmisores individuales, los mensajes procedentes de los mass media no llegarían, de otra forma, a las personas no expuestas a su influencia (...). Además, la influencia personal parece ser particularmente eficaz. Cuando un intento de influencia de los mass media coincide con una comunicación interpersonal, tiene muchas más posibilidades de éxito» 7.

     

    Jay G. Blumler, una de las grandes autoridades mundiales en la investigación del papel de los medios en los procesos electorales, categoriza los papeles de la audiencia en los sistemas de comunicación política. A su juicio, se pueden sintetizar en cuatro grupos: partidario, ciudadano liberal, monitor y espectador y éstas son sus características:

  • El partidario trata, en su contacto con los medios, de reafirmar las creencias ideológicas que ya tiene.

  • El ciudadano liberal busca obtener una cierta orientación que le ayude a la hora de ejercer su derecho al voto.

  • El monitor intenta encontrar información sobre características de todo el entorno político (planes de los partidos, cuestiones de actualidad, cualidades de los dirigentes...).

  • El espectador busca emoción y otras satisfacciones, siempre dentro del campo de la afectividad. 

  • De todas formas, cabe hacer una importante matización corroborada por las investigaciones realizadas hasta la fecha. Hasta el momento en el que la televisión irrumpe como la gran dominadora del mundo de la comunicación, el resto de los medios deben, por lo general, inclinarse ante la mayor influencia del contacto personal, tal y como afirman Katz y Lazarsfeld después de que, en el estudio realizado en 1940 por el propio Lazarsfeld, junto a Berelson y Gaudet, sobre el efecto de la radio y la prensa en los electores de una comunidad de Ohio, concluyen que su poder de persuasión fue pequeño en comparación al papel ejercido por las influencias personales 9.

     

    Hemos comprobado en anteriores capítulos que la política ha abandonado el campo de las ideas para introducirse en el territorio de las formas, arrastrada por la locomotora audiovisual. La persuasión más importante no se ejerce a través de la discusión de conceptos, ni del lenguaje oral, sino mediante la utilización de imágenes y la evocación de sentimientos. Quizá sea este último factor el que imposibilite, de manera tajante, la evaluación concreta de la influencia de los medios en el electorado. Hablamos en realidad de alienación, es decir, de procesos de irracionalidad inconsciente. Este dato explica por qué en ocasiones algunas investigaciones observan evidentes influencias de la televisión en un proceso electoral. Sin embargo, ninguna encuesta o sondeo ha podido, ni por aproximación, confirmar que los votantes modificaron sus actitudes por lo visto en el monitor. Sería tan absurdo preguntar a alguien si le ha alienado la campaña televisiva del partido X induciéndole a que le votara, como pensar que obtendríamos alguna respuesta afirmativa. 

    En mayo de 1979, el Instituto Oficial de Radiodifusión y Televisión encarga al Colectivo Caverna investigar a través de una encuesta nacional la situación del electorado después de que en sólo cinco meses haya tenido que ir a las urnas tres ocasiones consecutivas (6 de diciembre de 1978, Referéndum Constitucional; 1 de marzo de 1979, Elecciones Generales; 3 de abril de 1979, Elecciones Municipales)10

    La encuesta confirma el papel preeminente de la televisión en el seguimiento de las campañas: 

    Televisión: 68,3 % 

    Prensa: 26,9 %

    Radio: 17,5 %

    Vallas: 7,7 %

    Mítines: 4,1 %

    NS/NC: 3,2 %

     

    Los datos son esclarecedores. Con año y medio de vida democrática, el pueblo español ya se ha hartado del contacto directo con los líderes. Menos de un 5 por 100 afirma haberse informado algo en los mítines. En otra pregunta se interroga sobre la asistencia a actos de este tipo. Tres cuartas partes de la población declara no haber pisado un solo mitin. La gente prefiere ya ver a sus políticos a través de la televisión. 

    A la pregunta de si piensan que la presencia de un líder en televisión influye en el número de votos, casi el sesenta por ciento (57,9%) opina que sí. Sin embargo, al preguntar si «la aparición de los políticos en Televisión Española ¿influye en usted a la hora de votar?, sólo un 3,9% responde afirmativamente. Un 24,5 por 100 reconoce que le sirve de orientación y un 67,9% declara que no influye nada en su voto. 

    En todos los estudios realizados hasta la fecha, en los que parece confirmarse una posible influencia de los medios de comunicación en la dirección del voto de los electores, ésta se ha produce mayoritariamente entre las personas que no tienen decisión clara previa sobre el sentido de su voto, en las poco interesadas por el seguimiento de la información y entre las usuarias de los medios electrónicos, en especial de la televisión, como canal prioritario de información. 

    Paul Félix Lazarsfeld, tras su estudio sobre el papel de los medios en la campaña presidencial de 1940 en Erie County (Ohio), concluye que «no parece que un partido pueda prescindir de su campaña electoral y ganar. La propaganda ha de reforzar y sostener las intenciones de voto de un 50 por 100, aproximadamente, de los v6tantes que han tomado su decisión antes de comenzar la campaña. Por otra parte, ésta ha de activar las predisposiciones latentes en la mayoría de los que se muestran indecisos»11

    «Los electores fluctuantes de un partido a otro se reclutan predominantemente en la amplia zona de reserva constituida por los ciudadanos menos interesados, menos informados y más apáticos», según Jurgen Habermas12. No hay mejor remedio contra la manipulación que la información. La persuasión se basa en la inseguridad del afectado, que, en ocasiones, ni siquiera tiene posibilidad de confirmar la veracidad de un mensaje. Así, opina Agnus Campbell, «si en el mundo de las comunicaciones de masas hay una ley de la que pueda uno fiarse, es la que dice que aquellos que tienen más posibilidades de información son los que están ya mejor informados»13

    Este hecho ha sido habitualmente utilizado por la mayor parte de las dictaduras, ya que, como ha señalado Durandin, «es evidente que una población poco informada es más fácil de engañar que otra bien informada»14

    Tras la investigación llevada a cabo en Elmira (Nueva York) durante la campaña del 48, Lazarsfeld, Berelson y McPhee comprueban cómo «cuanto más leyó la gente y más escuchó la campaña en los mass media más se interesó por las elecciones y mayor fue la intensidad de sus sentimientos respecto a su correspondiente candidato»15. Este mismo dato ya lo ha observado en 1940 el propio Lazarsfeld en Erie County. Al respecto escribe: «Las personas que leían y escuchaban solían ser aquellas que tenían unas opiniones y filiaciones políticas bien establecidas»16

    Todas las investigaciones anteriores a la década de los cincuenta insisten en la inmunidad en la que viven los desinformados. Es cierto que se trata de los más desprotegidos ante posibles manipulaciones, pero los propagandistas carecen de medios para acceder a ellos. La llegada de la televisión a todos los hogares acaba con los refugios. Blumler explica que «las personas menos informadas suelen sentir que es más fácil y más divertido adquirir la información a través de la televisión tiene un atractivo especialmente vigoroso para los desconfiados crónicos. Como miembros de la audiencia, se sienten transportados al lugar de autos (...). El espectador está dispuesto a creer que ve por su cuenta, aunque lo que él impute a la imagen tenga a menudo su origen en otras fuentes de noticias»18

    La telegenia del liderazgo 

    Cuando en 1513, Nicolás de Maquiavelo concluye El Príncipe, destinado a ayudar a las futuras labores de gobierno de Lorenzo de Médicis, difícilmente puede suponer que casi cinco siglos más tarde algunos de sus mensajes siguen teniendo validez en su aplicación a la lucha por el poder. El dato implica que aunque los mecanismos de acceso y ejercicio de la autoridad han cambiado de forma sustancial, el espíritu dominador del ser humano permanece inalterable en el alma de algunos políticos.

     

    La utilización de modernas técnicas de manipulación persuasiva, la continua tentación de cruzar la frontera de la ley con el fin de superar a los rivales y la manifiesta imposibilidad de controlar en su totalidad el ejercicio del poder por parte del pueblo siguen configurando un aura, difícil de definir en sus componentes esenciales, alrededor de la figura de los líderes; los seres en quienes recae la responsabilidad de dirigir los caminos de las sociedades en sus conflictos y en sus avenencias. 

    Maquiavelo escribe que «hay dos modos de combatir: el uno, mediante las leyes; el otro, por la fuerza. El primero es propio del hombre; el segundo, de las bestias. Pero como a veces el primero no basta, conviene recurrir al segundo (...). Puesto que el príncipe debe conocer bien el uso de la bestia, es mejor que escoja como modelos la raposa y el león; porque el león no sabe defenderse de las trampas y la zorra no se defiende de los lobos. Por tanto, hay que ser raposa para conocer bien las trampas y león para infundir terror a los lobos. Los que sólo imitan al león lo ignoran todo». 

    Así ve Nicolás de Maquiavelo al príncipe, al líder de una sociedad en la que las constantes intrigas y ambiciones desaforadas sólo pueden frenarse con un hábil ejercicio de inteligencia y de autoridad. El propio Maquiavelo dice respecto a la inteligencia humana que «hay tres clases: los unos entienden por sí mismos; otros disciernen lo que entiende otro; y por último, los que ni entienden por sí mismos ni por otros; el primero es óptimo, el segundo excelente y el tercero inútil». 

    La sociedad «sólo para triunfadores» que ha generado el desatado consumismo y su motor interno, la publicidad, ha arrastrado toda una larga serie de caminos de formación hacia el status del éxito social. Ahí están desde los manuales de bolsillo, que pretenden explicar en sólo unas lecciones cómo convertirse en centro de admiración popular, hasta los completos cursillos de especialización para dirigentes. 

    Roger-Gerard Schwartzenberg realiza un peculiar análisis sobre los diferentes tipos de estadistas que manejan los hilos del poder en el mundo. Dentro del nuevo género de atribuciones requeridas a los dirigentes por las exigencias de la propaganda, Schwartzenberg afirma que «para aquellos dirigentes que ponen su persona por encima de su programa, hay un problema de casting, de distribución. Falta elegir su papel, su imagen. Es verdad, estas estrellas políticas proyectan una imagen de marca compuesta, hecha de distintas características y recursos a mitos diversos. En proporciones aceptables. Pero se especializan, de todas maneras, en algunos grandes papeles del repertorio político. Rápidamente se encuentran etiquetados y parapetados en algunos grandes papeles estereotipados, en algunos grandes personajes tipificados hasta la caricatura»19

    En su tipología considera cinco variantes de mandatario:

    1) El héroe; distante, lejano, es el hombre excepcional, el salvador, el jefe providencial y a menudo el ídolo (Mussolini, Hitler, Franco, Stalin, Pétain, Berlusconi). 

    2) El hombre de la calle; nacido en la serie B de la política (Nixon, Johnson, Wilson, Heath, Pompidou, Aznar, Jospin). 

    3) El joven presidente; el líder del encanto, que se especializa en seducir más que en convencer (Kennedy, Palme, Giscard, Suárez, González, Blair, Clinton, Zapatero). 

    4) El padre de la patria; la figura tutelar de la autoridad (Eisenhower, Brandt, Reagan, Barre, Tierno, Chirac, Pujol, Fraga). 

    5) La a-mujer política; escasea. Con ciertos rasgos masculinos en su manera de ejercer el mando. Las estrellas femeninas (Indira Gandhi, Bandaranaike, Thatcher, Isabelita Perón, Simone Veil). 

    En esta concepción, el cambio de dirigente conlleva una variación del papel de protagonista. Al héroe le suele suceder un hombre de la calle, que puede ser sustituido por un líder encantador que deja paso al patriarca del Estado. Los diferentes roles, por tanto, se suceden a lo largo de la historia partiendo siempre de los mismos esquemas. 

    Todos los estudios coinciden en la llegada al liderazgo de aquellos capaces de dirigir hacia sí los sentimientos de inseguridad y frustración inherentes a los miembros de la sociedad actual. Un líder debe transmitir confianza, incluso por encima de la admiración. A fin de cuentas, no podemos olvidar que, aunque parezca exceso de simpleza, un político es un ciudadano al que el pueblo elige para que resuelva los grandes problemas de la sociedad. Para ello, el aspirante a dirigente necesita ganarse la confianza de los votantes. 

    Como señala David Bernstein, «los políticos intentan crear imágenes durante las elecciones con la esperanza de que la ilusión se mantenga hasta el día de la votación. Luego cuentan con cuatro o cinco años para hacer que la realidad se ajuste a la imagen, para corregir la discordancia»20. Si es cierto que los políticos comercian con ilusiones, no lo es menos que, en cierta medida, ellos mismos son una ilusión, una ficción. En muchos casos son sólo imagen, de la cual a veces ni siquiera son responsables. Las circunstancias sociales, los mensajes diacrónicos surgidos de otras fuentes, o la imprevisible memoria cultural de los ciudadanos pueden completar fenómenos incomprensibles en apariencia. 

    Jerzy Kozynski figura en la historia del cine y la literatura con su libro posteriormente adaptado al celuloide, Being There (Bienvenido Mr. Chance). La historia es un ejercicio de introspección social en la que la ficticia realidad de la política queda al descubierto en sus más absurdos planteamientos, a partir de la descripción de las realidades más cotidianas. Cuando, en la película, Peter Sellers se encuentra ante realidades que le desagradan, echa mano de su mando a distancia, apunta hacia aquello que no le gusta y cambia de canal. En su lógica particular, el hecho de que nada se modifique carece de sentido. La televisión puede a veces suplantar la realidad, pero no es lo mismo. 

    El supuesto poder de influencia de la televisión parece ser determinante en los tiempos actuales. En 1984, Walter Mondale es desde hacía años una de las grandes esperanzas del Partido Demócrata. El fin de la «era Carter» le abre por fin las puertas hacia la Presidencia. Tiene que superar aún algunos problemas, en especial el fulgurante estrellato de su principal oponente dentro del partido, Gary Hart, pero al final lo consigue. Sin embargo, Ronald Reagan lo pulveriza en las urnas tras una desigual campaña. Es la victoria más desnivelada de las últimas décadas de la democracia norteamericana. 

    Tras la apabullante derrota, Walter Mondale, con aspecto apesadumbrado, comparece ante la prensa y dice: «Creo que en la política moderna se necesita un dominio de la televisión mayor que el que yo podía alcanzar. Creo que ya saben ustedes que nunca me entusiasmó la televisión. Y para decir toda la verdad, ella tampoco se entusiasmó nunca por mí (...). Creo que ya no va a ser posible presentarse para la presidencia si no se es capaz de crear confianza y comunicación todas las noches. Así es como se habrá de hacer»21

    El triunfo de Ronald Reagan y, lo que es más preocupante, la grey de seguidores que consigue aglutinar tras su figura, supone el más claro ejemplo de la consagración del concepto de «líder electrónico». Tras él, todo un equipo fuertemente ideológico consigue condicionar los acontecimientos vividos en el mundo durante casi una década, refugiados en la fachada del «Gran Comunicador». 

    Para Furio Colombo, «el líder electrónico existe porque la comunicación televisiva lo consagra, lo difunde y garantiza el contacto. Y actúa, fatalmente, tan sólo en el territorio televisivo. Controla su base, transformándola en un ejercicio de comparsas. Puesto que están disponibles los recursos de la imaginación, se trata de comparsas excepcionales, y el espectáculo parece estupendo. Pero es un espectáculo (...). El líder electrónico no tiene pueblo; tiene público, tiene espectadores»22

    Ronald Reagan es uno de los ejemplos más claros del líder electrónico que ha dado el mundo de la política contemporánea. Toda su biografía, impensable en un presidente de hace unas décadas, parece teledirigida desde sus inicios para el puesto que años más tarde va a desempeñar. Roland Perry la estudia y recoge los aspectos más significativos de la misma: 

    «En 1933, a la edad de veintidós años, Reagan consiguió trabajo como locutor deportivo en la emisora de radio WOC de lowa. Su idea de inventarse reportajes sobre los partidos de béisbol que se desarrollaban en Chicago tuvo mucho éxito. Como generalmente sólo dispone de los tanteos telegrafiados por la Western Union, él se inventaba el desarrollo de las jugadas a medida que le iban llegando los resultados. Reagan, el comediante, el hombre de la comunicación y, a veces, el fabricante de medias verdades, había nacido»23.

     

    La posterior experiencia cinematográfica le sirve, además de para fracasar como actor, para adquirir unas importantes «tablas» ante las cámaras. Este detalle marca la gran diferencia con respecto a sus predecesores. «Nixon, el político serio de 1960, tropezó con el obstáculo de la televisión, que le exigía una habilidad que él no poseía (...). No tenía estilo. Y en la cara tenía la vergonzosa sombra oscura de una barba que siempre parecía mal afeitada (...). Era un actor de tercera fila y este medio de comunicación estaba hecho para profesionales, como su amigo californiano, la estrella del cine Ronald Reagan»24

    Pese a la experiencia que posee, los asesores tienen miedo a utilizar las habilidades artísticas de Reagan. Piensan que puede sobreactuar y recordar en exceso su anterior profesión a los electores. Eso creen que le restaría votos. El asesor de su primera campaña presidencial es Harry Treleaven, quien ha llevado la de 1968 que permite a Nixon alcanzar la Presidencia. Treleaven se niega a que Reagan se presente en programas de televisión en directo por miedo a que de la impresión de que ha ensayado su papel. Según relata Perry: «Treleaven optó por la técnica del cinema-verité y filmaba al candidato haciendo campaña electoral con un estilo de documental»25

    Los sondeos posteriores demuestran que, en contra de lo que prevén, la carrera como actor de Reagan es bien vista por los norteamericanos. Por último, le llega su gran oportunidad con motivo de la celebración del «Great Debat», que ha de enfrentarle a Carter ante las cámaras de televisión y en directo. «A medida que avanza la cuenta atrás de los días que faltan para el debate, Reagan se dedica a mejorar la calidad de su actuación. Ya había adquirido la disciplina de no decir lo primero que le pasaba por la cabeza, y cada vez parece más relajado y presidencial»26. 

    La noche del 28 de octubre de 1980, tras varias semanas de trabajo junto a Treleaven, Reagan demuestra que la televisión es a partir de ese instante su mejor aliada. Harry Treleaven le enseña los fundamentos del medio. Su filosofía la ha aprendido en la campaña del 68, junto a Nixon. Tras aquella experiencia ha afirmado: «En televisión hay pocas oportunidades para la persuasión lógica, lo cual está más que bien, porque probablemente mayor número de personas votan por motivos irracionales y emocionales de lo que los políticos profesionales sospechan (...). Los candidatos políticos son celebridades y hoy que cuentan con la televisión para introducirse en las moradas de todos, junto con Johny Carson y Batman, constituyen una atracción pública como jamás lo fueron»27

    Joe McGinnis, una de las más relevantes figuras del que en su momento se bautiza como «Nuevo Periodismo Americano», sigue muy de cerca aquella campaña de 1968. Sus impresiones recogidas en el libro The Selling of the President (Cómo se vende un presidente) muestran su punto de vista sobre las modificaciones impuestas por la televisión a los líderes: «La televisión es, según todas las apariencias, muy útil para el político indudablemente simpático pero carente de ideas. La letra impresa es para las ideas. Los periodistas no escriben a propósito de las personas, sino de las políticas (...). No les importa la impresión que causa el hombre, sino lo que piensa (...). Para el candidato en la televisión importa mucho menos que carezca de ideas. Es su personalidad la que los televidentes anhelan captar (...). El estilo se transforma en el quid, la sustancia. El medio de comunicación de masas, en este caso la televisión, es el masaje, y el masajista se lleva los votos»28

    Si McGinnis echa mano de McLuhan («El masaje es el mensaje») para completar su teoría, lo mismo hace Schwarzenberg, al recoger la ya citada opinión del sociólogo canadiense sobre la «frialdad» del medio televisivo frente a la radio. Para Schwartzenberg, «Ese medio cool exige, por tanto, personalidades cool. A diferencia de la radio, medio hot, que soporta informaciones completas, eslóganes, énfasis, la televisión huye de las personalidades definidas y vehementes, que pretenden argumentar con vivacidad o con bríos. A este respecto, se explica parcialmente la parte decreciente que toman los abogados en los medios dirigentes. Porque la elocuencia judicial, tan próxima a la elocuencia parlamentaria, parece hoy singularmente enfática en la pequeña pantalla. Con su manera de imponer un mensaje acabado en lugar de sugerir»29

    Asesores electorales 

    Una de las consecuencias inmediatas derivadas del cambio en el sistema político, a medida que se ha modificado también el marco de medios de comunicación a través del cual se interrelacionan electores y elegidos, ha sido la aparición de una nueva tribu profesional de difícil comparación a otros gremios existentes con anterioridad en el ámbito político. 

    La complejidad técnica de los medios que se han de manejar durante una campaña electoral y la trascendencia en la toma de rápidas decisiones ha abierto la puerta a un heterogéneo grupo de hombres y mujeres especializados en una diversidad de materias y alineados bajo indefinidas denominaciones del tipo de «asesores de imagen», «consultores políticos» o «especialistas en marketing». 

    Esta nueva profesión tiene desde su propio origen importantes concomitancias con la clase política, pese a su variada raíz que mezcla publicitarios con periodistas, informáticos con cineastas y sociólogos con modistos, peluqueros y maquilladores. Jacques Séguéla, un hombre que accede a la asesoría política proveniente de la publicidad, ha escrito que en su opinión «los oficios de presidente de la República y de publicitario tienen en común el no ser necesario para ejercerlos ni estudios, ni diplomas»30

    La ambigüedad con la que se suele calificar la labor desarrollada por estos nuevos profesionales sólo es comparable a la amplitud de campos en los que se mueven. Hoy en día no hay institución pública o privada de una cierta relevancia que no incluya entre sus órganos ejecutivos algún departamento encargado de velar por el cuidado de la imagen externa de la entidad.

     

    Larry J. Sabato, autor del libro The Rise of Political Consultants (El auge de los Consultores Políticos), distingue básicamente dos tipos de profesionales en el terreno de la propaganda política31

    - Consultores Genéricos, que asesoran a un candidato político en algunas o en todas las fases de su campaña y que coordinan parte o la totalidad de la tecnología empleada en la campaña. 

    - Consultores Especializados, que se concentran en uno o en dos aspectos de la campaña y venden pericia en una o en dos técnicas especializadas. Tal es el caso, por ejemplo, de un asesor en comunicación audiovisual. 

    El impacto de la segunda guerra mundial detiene la introducción de las técnicas de marketing electoral en Europa. La llegada de los máximos especialistas norteamericanos a este continente data de la década de los setenta. En concreto, en 1974, cuando el americano Joseph Napolitan es contratado por Giscard d'Estaing para participar en su campaña frente a Mitterrand. 

    De todas formas, la figura del consultor de imagen tal y como hoy la concebimos no se ha desarrollado hasta hace pocos años, una vez asumida la importancia de los medios audiovisuales en la sociedad actual y comprobada la utilidad de las modernas tecnologías en su aplicación a la política. A partir de ese instante los aparatos de los partidos han aceptado la necesidad de contar con la colaboración «interesada y remunerada» de especialistas en la materia. 

    El propio Schwartzenberg ha observado que «en otros tiempos, el coordinador de la campaña electoral era con frecuencia un amigo político, que pertenecía al mismo partido y trabajaba voluntariamente. Hoy, es generalmente un profesional, contratado y remunerado por el candidato. A menudo pertenece a una firma de coordinación de campañas, a una agencia especializada en la organización de las campañas, que ofrece servicios muy variados: desde la publicidad a la colecta de fondos; desde el marketing electoral, a la realización de películas, etcétera»32

    Dan Nimmo33, uno de los máximos especialistas en el seguimiento de las campañas electorales en Estados Unidos, mantiene la idea de que los consultores políticos vienen a ser los «directos descendientes» de los relaciones públicas profesionales. Su misión es hacer atractiva de cara al exterior la organización para la que trabajan, aunque ésta sea un partido político o un candidato. 

    La aparición de este tipo de actividades conlleva algunas modificaciones en el funcionamiento de la vida política convencional. En el terreno electoral, por citar un ejemplo, se observa que «los consultores políticos, responsables sólo ante sus clientes-candidatos e independientemente de la política de los partidos, han introducido diversos males en el interior del sistema de partidos y han inventado el moderno culto a la personalidad por encima de esa política de partidos»34

    En El Príncipe, Maquiavelo también escribe sobre la figura de los consejeros. A este respecto, explica que «un príncipe debe pedir consejo, pero cuando él quiere y no cuando lo deseen los demás; por el contrario, debe quitarle las ganas a quien sea de darle consejo si no se lo pide». En la actualidad la demanda de servicios de consulting provoca el aumento considerable de la oferta de asesorías. Incluso se ha llegado a acuñar la máxima expresión oferente, consistente en la puesta en marcha de gabinetes de «servicios plenos», supuestamente capaces de abarcar cualquier necesidad. La fuerte competencia ha extendido por tanto la lucha electoral final a otra batalla previa no menos encarnizada: la guerra entre especialistas por conseguir que algún candidato solicite sus servicios. No es de extrañar, por tanto, que el lenguaje bélico se haya apoderado de buena parte de la jerga profesional del sector. Baste citar el caso de Patt Caddel, uno de los más importantes consejeros políticos norteamericanos de la época de Jimmy Carter, que tenía por costumbre característica desarrollar sus ideas a partir de metáforas militares. 

    La no necesidad de una cualificación determinada para el ejercicio de esta «nueva profesión» ha hecho que diversos sectores se atribuyan la mejor capacitación para el desempeño de estas tareas. Resulta imposible determinar además la eficacia concreta de su trabajo, que normalmente ellos mismos se encargan de proclamar acertado. 

    Cuando un candidato gana, sus asesores no dudan en proclamar la autoría del éxito. Cuando el fracaso llega, la responsabilidad puede no asumirse. La culpa, se dice, es del producto en sí, no de la promoción. Algunos, los más realistas, pueden llegar a reconocer la derrota, pero apostillan: «Y menos mal que estábamos nosotros. Pudo ser peor».

    Multitud de técnicos y profesionales participan directamente en el equipo necesario para llevar a cabo los aspectos promocionales de una campaña electoral. Sin embargo, en el área creativa, en líneas generales, tres gremios pugnan por la consideración de mejores especialistas en el tratamiento que hay que dar a los mass media para su utilización con fines políticos:

    En primer lugar, se hallarían aquellos surgidos del mundo de la política y que a través de un conocimiento ulterior de las técnicas comunicativas han accedido a labores de marketing. Su virtud y su defecto son inherentes a este proceso. Su principal valor es el conocimiento del mundo político y su impedimento es la dificultad para traducir la amplia cultura ideológica al estandarizado lenguaje de la promoción.

    Un segundo grupo proviene de los propios medios. En su mayoría se trata de periodistas que abandonan el ejercicio activo de su profesión para colaborar directamente con los que hasta ese momento eran sus «rivales» directos, los políticos. Una cierta «mala conciencia» suele acompañar a estos comunicadores iniciados en el principio de la objetividad y la imparcialidad y trasladados de repente a una única e interesada visión de la realidad, aunque, a cambio, poseen un indudable conocimiento de los intrincados resortes internos de los mass media.

    Finalmente, se encuentra el gremio de los publicitarios, quizá el sector que con más énfasis se ha arrogado la capacidad para elaborar influyentes y favorecedoras imágenes de la vida política. Son abundantes los casos de importantes asesores políticos surgidos del mundo de la publicidad, aunque rara vez con un mínimo éxito. 

    En España, el caso más conocido de publicista introducido en la asesoría política es el de Joaquín Lorente. Su trabajo con Convergencia Democrática de Cataluña ha obtenido siempre resultados destacables, aunque en su currículum también hay que incluir uno de los fracasos políticos más sonados de la reciente democracia, el intento de convertir a Miquel Roca en líder de un partido de ámbito estatal, al frente del Partido Reformista Democrático en 1986, grupo que bajo las siglas de PRD no obtiene un solo escaño en las urnas. 

    Lorente, en su libro Casi todo lo que sé sobre publicidad plantea la siguiente reflexión: «Hace años me preguntaba por qué los buenos políticos, siendo por lo general buenos comunicadores, solicitan en todo el mundo la colaboración de publicistas. Pronto, llegué a la conclusión de que los valores más positivos que nosotros podemos aportar no se separan en absoluto de los que utilizamos para anunciar cualquier producto comercial, pero dando un especialísimo énfasis a dos, síntesis y concreción»35

    La capacidad del asesor para concentrar y limitar el discurso político reduciéndolo hasta adaptarlo a las necesidades impuestas por los medios parece ser una de las características más buscadas en estos profesionales. Esta ansia por la reducción tiene una de sus posibles justificaciones, cómo no, en la «tiranía» impuesta por la televisión. Raymond K. Price, el redactor del discurso de toma de posesión de Richard Nixon en 1968, afirma al respecto que «el medio televisivo introduce un elemento de distorsión, en función de su efecto sobre el candidato y en lo que atañe a los sistemas subliminales en que capta la imagen. E, inevitablemente, imparte una imagen parcial. Por tanto, nuestra tarea ha de consistir en buscar el modo de controlar su uso de forma que aquella parte que surge por la pequeña pantalla sea, precisamente, la parte que tenemos interés en que surja»36

    La mayor parte de los profesionales del marketing político afirman su papel secundario con respecto al candidato. Jacques Séguéla, según sus propias revelaciones, intenta transmitir esta idea a Mitterrand cuando éste le llama para que se hiciera cargo de su campaña electoral de 1977. Según su concepción, «la publicidad debe salir del cliente como el niño sale del vientre de su madre. Los publicistas se toman en ocasiones por procreadores erróneamente. Ellos no son más que la comadrona del parto. Es por ello que nuestro verdadero talento consiste en saber escuchar»37

    Esta «concepción de los publicitarios» se presenta como la más aséptica de cuantas pueden encontrarse. En el fondo de la cuestión subyace la propia etiología de la actitud. El planteamiento no es otro que el de vender un candidato político sobre la base de los mismos criterios y a las mismas técnicas que se utilizan para promocionar cualquier producto. No todos, sin embargo, mantienen esta filosofía de pensamiento. El francés Philippe Bouvard mantiene que «no se debería vender un candidato como se vende una lejía. Porque una lejía no participa en una guerra, ni colabora con un ejército de ocupación, ni lleva una condecoración inmerecida en el ojal, n¡ comete imprudencias inmobiliarias. La lejía lava y la política ensucia»38

    Suele ser costumbre habitual de los publicitarios metidos en política desligarse de los aspectos ideológicos y de toda vinculación, incluso personal, con el candidato. Según Joaquín Lorente, «lo que hay que hacer como máximo es potenciar sus virtudes, sus cualidades y, en cualquier caso, su forma de ser, que son precisamente los factores que junto a su capacidad política, le han llevado a su posición de candidato. Pero no se puede cambiar su forma de vestir, de vivir, de sonreír, de hablar. En contra de lo que algunos creen, los ciudadanos votan sus criterios, no sus trajes o sus corbatas»39

    Esta desvinculación forzada por el publicista llega al extremo de rechazar el conocimiento interno del producto político que se va a vender. El propio Lorente cuenta cómo cuando Jordi Pujol le propone que mantenga entrevistas en profundidad con destacados miembros del partido para conocerlo mejor, él le contesta: «No creo que sea conveniente. Si tengo que trabajar para la gente de la calle, puede perjudicar tremendamente a la campaña que yo entienda demasiado de política»40

    Una respuesta similar afirma que le da Jacques Séguéla a Mitterrand cuando éste lo interpela sobre su participación en el proyecto político de su partido41. «Mi único campo de trabajo es la comunicación», le contesta. Y continúa: «Un publicitario es un micrófono. No hace más que amplificar los mensajes que le confían. El mismo micrófono puede servir hoy a uno y mañana a otro».

    En la novela El balneario de Manuel Vázquez Montalbán, hay un momento en el que el protagonista, el detective Pepe Carvalho, conversa con el director del centro de rehabilitación y reposo. El doctor Gasteiz, que así se llama, le recomienda a Carvalho con insistencia una sesión de masaje. Éste, a la búsqueda de algún encanto añadido, no duda en preguntar si los masajes los daban hombres o mujeres. La respuesta del facultativo es tajante: «Los masajistas no tienen sexo».

    Una respuesta similar puede obtenerse al preguntar a un asesor político profesional por su ideología. Jacques Séguéla ha trabajado como mínimo para tres partidos políticos diferentes en Francia durante su carrera profesional. Eso sí, no simultáneamente. A la pregunta de cómo se puede defender una causa sin compartir sus opiniones, tiene su particular respuesta: «Mi oficio no es tener opiniones, sino tener ideas»42. Esta teoría no es más que la extensión al campo político de su visión del mundo de la publicidad. Según su idea, de clara raíz hispana, existe un paralelismo entre la publicidad y una corrida de toros. En el campo político, el candidato sería el matador. A él le corresponde dar los pases, manejar la muleta, jugarse la vida y recibir como premio las orejas y el rabo. Los hombres del marketing serían la cuadrilla y el picador. Su misión es acomodar al toro para que el matador pueda brillar mejor43

    El veterano publicista español Francisco Izquierdo Navarro se definía a sí mismo como «un publicitario político apolítico al servicio del que pague mis servicios profesionales. Por otra parte, niego rotundamente haber trabajado para los socialistas o comunistas, ya que eso me pondría fuera de la ley en muchos países. En resumen: Yo niego todo, y en paz»44

    Otro veterano publicista, en este caso francés, Michel Bongrand, es el pionero de la introducción en Europa en la década de los setenta de las más modernas técnicas de marketing político traídas de Estados Unidos. Su perfil del candidato, visto desde la perspectiva del profesional del marketing político es el siguiente: 

    «Debería poseer una madurez política para no caer en contrasentidos desde su primera misión. Deberá sin duda haber palpado la política para conocer la sensibilidad de los políticos con el fin de no arriesgarse a ser inmediatamente atrapado por todo lo que rodea a un candidato. El mejor consejo que se le puede dar sería sin duda el de hacer antes una campaña, no importa cual, integrándose a ser posible en el equipo del candidato. Aparte de la lectura cotidiana de los grandes periódicos nacionales y de la escucha regular de los boletines de información de la radio y la televisión, deberá conocer las realidades económicas, políticas y sociales de su región. Será un buen redactor, tendrá el sentido de la fórmula. Sabrá discutir con medida para conseguir transmitir su mensaje. De formación universitaria o autodidacta, enriquecido por su experiencia sobre el terreno. Tendrá el contacto fácil con los demás y se enriquecerá constantemente de las ideas de los otros, sin por ello renunciar a las suyas. Tendrá personalidad, pero no será personalista. Sabrá adaptarse a las diferentes circunstancias. En una palabra, será político»45

    El propio Michel Bongrand, en su libro Le Marketing Politique, concluye con respecto al problema de la moralidad ideológica de los profesionales de la propaganda política que «de la misma manera que se dice que en publicidad política puede hacerse lo mejor y lo peor, cabe señalar que el marketing político depende sobre todo de la moral de quienes lo ejercen. No está muy lejos la comunicación de la propaganda. No está muy lejos la propaganda de una causa justa de la amenaza de una propaganda totalitaria. No está muy lejos la búsqueda de la adhesión y la creación de la credibilidad de los caminos de la persuasión, a través de la manipulación. Es la misión de los hombres políticos y de sus asesores determinar las fronteras morales de sus acciones. No se fabrica un hombre político. Se le ayuda a presentarse mejor. Las ideas no se venden. Se sirven. El consejero político es el servidor del combate de los hombres»46

    La propaganda política se configura como una representación parcelada de la realidad. En la línea marcada por Bongrand, podemos distinguir los peligros derivados de una tergiversación interesada de la realidad a través del marketing político, consagrado hoy en día como el principal y a veces único nexo de contacto del votante con las diferentes opciones políticas. En una ocasión, el publicitario neoyorquino Jerry Della Fontana reunió a todo su equipo de colaboradores y les expuso lo siguiente47: «Os voy a presentar una película dedicada a glosar la figura de un político. Si después de la proyección pensáis que podríais votar a un líder así, levantad la mano». En la película aparecía un hombre que jugaba con un bonito perro. A su lado estaba su mujer o una amiga. El hombre acariciaba cariñosamente al perro mientras un locutor en off explicaba que este hombre odiaba la guerra, ya que además había sido herido en una. Se insistía en que pese a que el país viviera momentos de peligro, deseaba la paz. En resumen, se decía que él representa la única alternativa para unificar y proteger los intereses del país. Y se concluía con esta frase: «Este hombre es la fuerza más unificadora, porque es el representante de la gente corriente». 

    Al acabar el pase, todos los asistentes levantan la mano en señal de su disposición a votar a un político de esas características. Della Fontana vuelve a dirigirse a todos ellos: «Dejad la mano en alto. Os quiero presentar a vuestro candidato elegido. Se Ilama Adolf Hitler». 

    En efecto, todos los datos coinciden con la vida, o mejor dicho, con algunos aspectos seleccionados de la vida de Hitler, desde su amor a los perros hasta sus heridas en la guerra del 14. Un ejemplo concreto de aplicación de una determinada forma de hacer propaganda política ha conseguido el apoyo del auditorio. 

    La capacidad manipuladora de los especialistas en marketing político, su habitual desideologización, la falta de conocimientos que suelen percibir y la dificultad para medir la eficacia de su trabajo ha acabado por convertirles en sujetos de polémica. Buen reflejo de este espíritu puede ser el epigrama acuñado por David Bernstein: «Un consultor es alguien que, cuando le preguntas la hora, te pide prestado el reloj para decírtela y luego te cobra por ello»48

    Notas bibliográficas 

    1 Roger-Gerard Schwartzenberg, El show político, Dopesa, Barcelona (1978), pág. 9. 

    2 Roland Cayrol, «La televisión y las elecciones», en Miquel de Moragas (ed.), Sociologíá de comunicación de nwsas, Gustavo Gili, Barcelona (1979), pág. 529. 

    3 Anthony Smith, La política de la información, Fondo de Cultura Económica, México (1984), pág. 139. 

    4 Kimball Young, Opinión Pública y Propaganda, Paidós, Buenos Aires (1980), pág. 8. 

    5 Cit. Denis McQuail, Introducción a la teoría de la comunicación de masas, Paidós, Barcelona (1983), pág. 187. 

    6 E. Katz y P. F. Lazarsfeld, La influencia personal, Hispano-Europea, Barcelona (1979): pág. 103. 

    7 Katz y Lazarsfeld (1979), pág. 59. 

    8 Cit. Gurevitch y Blumler, «Relaciones entre los medios de comunicación de masas y la política», en Curran, Gurevitch y WooUacot, Sociedady comunicación de masas, Fondo de Cultura Económica, México (1981), pág. 314. 

    9 Cit. Kazt y Lazarsfeld (1979), pág. 3. 

    io Colectivo Cavema, Encuesta: Los medios de comunicación aníe las elecciones, IORTV, Madrid (1979). 

    u Paul Félix Lazarsfeld, «La campaña electoral ha terminado», en Miquel de Moragas (1979), pág. 408. 

    12 Jurgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública, Gustavo Gili, Barcelona (1981), pág. 239. 

    13 Cit. Jay G. Blumler, «Los efectos políticos de la televisión», en James D. Halloran (ed.), Editora Nacional, Madrid (1974), pág. 1942. 

    14 Guy Durandin, La mentira en la propaganda política y en la publicidad, Paidús, Barcclona (1983), pág. 35. 

    15 Berelson, Lazarsfeld y McPhee, «Procesos politicos: La misión de los mass media», en Miguel de Moragas (ed.) (1979), pág. 425. 

    16 Paul Félix Lazarsfeld, en Miquel de Moragas (ed.) (1979), pág. 401. 

    17 Jay G. Blumler, en James D. Halloran (ed.) (1974), pág. 143. 

    is Kurt y Gladys Engel Lang, «Los mass media y las elecciones», en Miguel de Moragas (ed.) (1979), pág. 446. 

    19 Roger-Gerard Schwartzenberg (1978), pág. 15. 

    20 David Bemstein, La imagen de la empresay la realidad, Plaza y Janés, Barcelona (1986), pág. 27. 

    21 Cit. Roland Perry, Elecciones por ordenador, Tecnos, Madrid (1986), pág. 192. 

    22 Furio Colombo, Televisión: La realidad como espectáculo, Gustavo Gili, Barcelona (1976), págs. 120-121. 

    23 Roland Perry (1986), pág. 62. 

    24 Roland Perry (1986), pág. 36. 

    25 Roland Perry (1986), pág. 29. 

    26 Roland Perry (1986), pág. 120. 

    27 Joe McGinnis, Cómo se vende un presidente, Península, Barcelona (1972), pág. 45. 

    28 Joe McGinnis (1972), pág. 29. 

    29 Joe McGinnis (1972), pág. 163. 

    30 Jacques Séguéla, Ne dites pasá ma mére que je suis dans la publicité... Elle me croit pianiste dans un bordel, Flammarion, París (1979), pág. 13. 

    31 Larry J. Sabato, The Rise ofPolitical Consultans, Basic Books, Nueva York (1981), pág. 9. 

    32 Roger-Gerard Schwartzenberg (1978), pág. 175. 

    33 Larry J. Sabato (1981), pág. 10. 

    34 Larry J. Sabato (1981), pág. 3. 

    35 Joaquín Lorente, Casi todo lo que sé sobre publicidad, Folio, Barcelona (1986), pág. 217. 

    36 Joe McGinnis (1972), pág. 39. 

    37 Jacques Séguéla (1979), pág. 175. 

    38 Jacques Séguéla (1979), pág. 184. 

    39 Joaquín Lorente (1986), pág. 226. 

    4o Joaquín Lorente (1986), pág. 230. 

    41 Jacques Séguéla (1979), pág. 181. 

    42 Jacques Séguéla (1979), pág. 185. 

    43 Jacques Séguéla (1979), pág. 31. 

    44 Frandsco Izquierdo Navarro, La publicidad politica, Oikos-Tau, Barcelona (1975), pág. 19. 

    45 Michel Bongrand, Le Marketing Politique, Presses Universitaires de France, París (1986), pág. 106. 

    46 Michel Bongrand (1986), pág. 117. 

    47 Jacques Séguéla (1979), pág. 186. 

    48 David Bernstein (1986), pág. 107. 

    5. Formatos y recursos 

    Géneros de espacios políticos en televisión 

    La aparición del medio televisivo y su incontenible éxito despertó, desde el comienzo, como ya hemos visto, el interés de la clase política. Durante décadas, la preocupación principal de los líderes y de sus gabinetes especializados era la de conseguir el acceso a la pantalla. La obsesión «por aparecer» se apaciguó en la mayor parte del mundo superada la novedad y regularizado el uso del medio en la práctica democrática. 

    España ha debido recorrer un camino especial en este aspecto. Una de las características significativas de la utilización del medio televisivo por parte de la dictadura franquista fue la de evitar la aparición pública de políticos no afines al régimen. Por contra, se consideraba un premio la concesión del «derecho de antena» aunque sólo fuera durante unos segundos. 

    Cuando llega la normalización democrática, nuestros políticos parecen encontrarse ansiosos por contactar con el electorado. El telespectador, ávido también de conocer a sus nuevos mandatarios, observa con curiosidad e interés el nuevo marco político que se le presenta. 

    El fundamento de la obsesión de considerar la aparición una gran ventaja y una desgracia la ausencia, se mantendrá durante los primeros años de la democracia. Los primeros reveses, los primeros patinazos y los primeros ridículos empiezan a hacer cambiar la mentalidad de algunos de nuestros políticos. Baste recordar que los primeros estudios sobre el control del uso político de la televisión en España se basan fundamentalmente en el puro análisis cuantitativo que verificaba que a aquellos a los que se pretendía beneficiar se les otorgaba más tiempo de aparición en Televisión Española que a aquellos otros a quienes se pretendía perjudicar. 

    Hoy en día, todos, por regla general, coinciden en la idea de que no es tan importante salir en televisión como en qué condiciones. El conocimiento del medio resulta hoy en día un paso indispensable para la utilización de la televisión por parte de cualquier persona que vaya a aparecer en ella. La continua acumulación de mensajes que se suceden en la pantalla convierte al espectador en un sujeto mucho más exigente de lo que algunas filosofías han hecho creer. Tal es la avalancha, que, por exceso, el individuo se ha permeabilizado ante gran cantidad de mensajes. Sólo aquellos que reúnen unas características llamativas concretas pueden traspasar la barrera de la indiferencia. 

    Cada programa, cada emisión diferente, conlleva unas peculiaridades específicas. En el caso de los programas políticos televisivos caben también diversos formatos o géneros que podemos establecer a continuación: 

    La noticia: Sobre la información política, los líderes tienen una influencia relativa, aunque la protagonicen. Los autores de la información televisiva son los periodistas y realizadores. Ellos deciden las tomas de cámara que se van a dar y los fragmentos que se van a seleccionar. Los editores del espacio elegirán en qué orden del programa se incluirá la noticia, con lo que crearán un contexto incontrolado para el político. Finalmente, los responsables máximos del espacio aportarán la línea editorial, que no tiene porque coincidir con la deseada por el protagonista original del suceso.

     

    Ya hemos señalado los sustanciales cambios que se han introducido en la vida política al permanecer constantemente bajo la observación de las cámaras. El terreno de la información supone sin lugar a dudas el campo donde esa preocupación es mayor, pues es donde menor control puede ejercer el líder político sobre el mensaje final. 

    Se ha convertido en norma habitual de la clase política el intento de «forzar» informaciones, con el fin de tratar de adecuar todos los aspectos de su actividad para que coincidan con los intereses del medio televisivo. Existe al respecto una innumerable serie de ejemplos que pueden extraerse del desarrollo de la vida de cualquier medio de comunicación. 

    Es conocido el hecho de cómo los grandes acontecimientos de la política mundial se condicionan y planifican para su adecuada cobertura televisiva. Herbert Schiller ha contado que «aunque no fue el primero que empleó esta técnica, el presidente Richard Nixon le sacó provecho en varias oportunidades. La forma en que regresó de China a comienzos de 1972 es ilustrativa. En el vuelo de regreso, su avión hizo una larga escala en Terranova para que la llegada a Estados Unidos estuviera sincronizada con las horas de mayor audiencia en televisión»1

    La importancia que los políticos dan a la televisión ha llegado a provocar en ocasiones que «cambien las tornas» y sean los líderes quienes sigan a la televisión y no, como marca la lógica, a la inversa. En la campaña de las Elecciones Municipales y Autonómicas del 10 de junio de 1987 en España, EL PAIS publicó una noticia, firmada por el periodista Alex Grijelmo, bajo el titular «Los candidatos ajustan sus campañas siguiendo el itinerario de las cámaras de Televisión Española». En el lead de la información se decía: 

    «Cientos de candidatos tendrán que seguir en los próximos días a los equipos móviles de Televisión Española en lugar de que sean las cámaras quienes les sigan a ellos. Televisión Española ha organizado así las campañas autonómicas y municipales de los partidos minoritarios, al obligarles a adecuar las horas y los escenarios de sus actos públicos a los recorridos que previamente se han establecido para las unidades de grabación en vídeo, según fuentes de esas organizaciones políticas. El motivo de este planteamiento son las limitaciones técnicas de los centros emisores, que no dan para que un equipo cubra la información de cada uno de los candidatos. Por ello el seguimiento ha de efectuarse al revés»2

    La dependencia con respecto a la televisión parece aumentar de año en año y en la totalidad de los países occidentales. La vida política suele ser «objeto» de la información, pero los auténticos protagonistas de la misma son a veces los propios intermediarios. En Estados Unidos, Joe McGinnis ha observado que «los americanos no han acabado de digerir del todo la información. La mística que la rodea, que debería ir desvaneciéndose, no hace más que acrecentarse. Hacemos célebres no sólo a los hombres que forjan los acontecimientos, sino también a aquellos que leen las reseñas de sus hazañas en voz alta»3

    En principio cabría pensar que los programas políticos informativos tienen como fin último aportar al espectador datos objetivos que le ayuden a clarificar su postura frente a un proceso electoral. Ahora bien, tal y como ha estudiado James Halloran4, los responsables de la realización de programas políticos pueden pretender servir para funciones diversas. A saber: Actuar como portavoces del gobierno, presentar al público información de carácter neutral y de forma bastante pasiva, ofrecer fuentes de comentarios y de críticas de manera independiente y no partidista y hacer editoriales a favor de las actuaciones políticas y de los partidos preferidos. 

    Cada una de estas alternativas suele coincidir con los diferentes modelos de estructura televisiva existentes en el mundo occidental. En general, ha podido observarse cómo en la medida en que se produce un mayor proceso de estatalización, traducido en el monopolio televisivo estatal, la información televisiva ha tendido a transformarse en difusora del poder gubernamental, a quien corresponde el nombramiento directo de los máximos responsables del medio. El caso español ha sido un buen ejemplo durante años. 

    Por el contrario, cuando el camino de la libre empresa se abre a través de un sistema de multiplicidad de canales pertenecientes a diferentes propietarios, los medios suelen dirigirse hacia la opción de defender de forma partidista alguna tendencia política en concreto, justamente aquella que coincide con la ideología del propietario de la empresa. 

    La entrevista: La presencia de un político en televisión respondiendo a las preguntas de uno o varios periodistas se ha convertido en una  constante repetida hasta la saciedad. Varios factores explican el fenómeno. En primer lugar, visto bajo la perspectiva de sus costes de producción, el género de la entrevista televisiva es quizá el más rentable de cuantos existen. No tiene apenas costo alguno. Se puede realizar en cualquier plató, sin necesidad de escenografía especialmente aparatosa, y suele obtener unos índices de audiencia más que aceptables. Muchos de los grandes programas de la historia de la televisión en el mundo se han basado en tan sencillo género. 

    Desde el punto de vista informativo, la entrevista política permite romper las barreras que los partidos y los líderes suelen colocar en beneficio propio. Sus intereses particulares les pueden llevar a silenciar determinados datos o a magnificar, por el contrario, otros. En la entrevista siempre cabe, por tanto, el factor sorpresa. La noticia puede surgir en cualquier instante, dependiendo en muchos casos de la mayor o menor habilidad del periodista para «sacar jugo» al encuentro. 

    Para los telespectadores, la entrevista política supone una oportunidad única de conocer la otra imagen de los líderes cuando éstos no controlan al máximo la situación. Siempre se espera que el periodista pueda interrogar al político sobre aquellas cuestiones que le interesan al telespectador, demasiado acostumbrado a que el proceso sea a la inversa, que el político le hable de lo que sólo a él le conviene. 

    Por último, para los diferentes líderes esta profusión de ofertas de entrevistas televisivas supone una tribuna habitual con una capacidad de convocatoria nada desdeñable. También es una buena oportunidad, sobre todo en el caso del directo, para poder «decir lo que se quiera» y para poder captar nuevas simpatías entre telespectadores no aficionados a la información, que aceptan mejor los contenidos políticos a través de este formato más ligero. 

    Dentro de este género también caben diversos estilos que condicionan de manera importante su desarrollo. Hoy en día, la continua búsqueda de nuevas ideas ha generado multitud de diferentes formatos, derivados en su mayoría de la mezcla de los ya existentes, desde los coloquios hasta las entrevistas con participación de los espectadores. Pese a todas las sofisticaciones posibles, lo cierto es que la fórmula más utilizada es sin duda la más simple. Un periodista interroga a un invitado al programa. 

    Tradicionalmente se ha considerado, como ha señalado George Hills, que «ante los ojos del entrevistado, él entrevistador es la encarnación de aquel oyente invisible que está en su propio hogar. Por otra parte, para el telespectador, el entrevistador es su representante»5. Este carácter representativo asumido por el entrevistador suele ser un elemento a tener en cuenta por parte del político. Un buen periodista utilizará esa posición para forzar a su interlocutor en algunas respuestas. No es de extrañar que este sea uno de los aspectos que más suelen incomodar a los políticos. James Halloran ha contado que el que durante buena parte de la década de los setenta fuera el jefe de prensa del Partido Laborista británico, Kaufman, explicaba que «el periodista dice a veces que él representa a los que ven y que está hablando por cuenta de ellos. Es difícil saber exactamente cómo justifican estos periodistas su pretensión de ser representativos. Aquellos que se han presentado al Parlamento han sido con frecuencia rechazados»6

    En otras oportunidades, son los propios telespectadores los que intervienen directamente en los programas. En un espacio electoral, «durante las elecciones de 1964 en Gran Bretaña, la BBC pudo dar un paso importante hacia la confrontación del político y el público. Se inició una serie de programas titulados «Foro de Elecciones», donde por turno se invitaba a los líderes de cada partido a que pasaran cuarenta minutos o más respondiendo las preguntas que enviaban los televidentes. La primera vez que se utilizó este formato llegaron treinta mil postales. Aunque esta fórmula apenas parece diferente de una conferencia de prensa en la que un grupo interroga a una sola persona, en la práctica, el tono de las preguntas de los espectadores resulta muy distinto del que normalmente dan los entrevistadores profesionales. El espectador es a veces más directo, no teme hacer una pregunta ingenua, ni repetirla una y otra vez»7

    La idea se retomó en posteriores oportunidades introduciendo el teléfono en vez de las cartas. El formato se exportó a multitud de países e incluso en las campañas electorales en España, donde desde 1986 en que se utilizó por vez primera en TVE, dentro del programa «Buenos Días», dirigido y presentado entonces por José Antonio Martínez Soler, se ha convertido en una fórmula de uso cotidiano. 

    En otros casos, la manipulación de fórmulas similares también se ha llevado a cabo con el ánimo de aprovechar al máximo las ventajas del sistema, sin correr riesgo alguno. En la campaña electoral norteamericana de 1968 se hizo la experiencia de enfrentar a Nixon, en un espacio televisivo, a seis u ocho personas sentadas en semicírculo que le hacían preguntas. Tras ellas se sentaba el público. Pese a que todo estaba perfectamente controlado, se pudo comprobar cómo la artificiosidad del formato quedaba en ocasiones latente. De tal forma que, ante la sorpresa de muchos, se comprobó que el resultado era más convincente cuando los que preguntaban no estaban aleccionados. Nixon aparecía en este caso más ágil y lúcido que cuando sabía que todo estaba amañado. 

    El debate: Los debates electorales constituyen en esencia la más fiel trasposición del espíritu democrático a la televisión. En una primera lectura cabría pensar en la pureza del sistema. Dos o más candidatos se enfrentan en igualdad de condiciones ante la atenta mirada de millones de electores que pueden, de esta manera, comparar las diversas ofertas antes de hacer su elección. Las matizaciones consiguientes provienen del estudio de las especificidades del medio televisivo que modifican en su integridad la apariencia de un noble y abierto debate ideológico. Estados Unidos es el país que goza de una mayor tradición en el ámbito de los debates electorales televisados. Su estructura sirve además para asentar el sistema bipartidista convencionalmente establecido. El espectacular montaje de los «Great Debats» institucionaliza la idea de que sólo dos alternativas compiten, la demócrata y la republicana. 

    En la actualidad, a lo largo de la campaña presidencial se suelen celebrar tres debates. El primero enfrenta a los candidatos a la presidencia que discuten sobre asuntos de política interna de la nación. En el segundo, los aspirantes a la vicepresidencia miden sus fuerzas. Por último, en el tercero, de nuevo los dos presidenciables discuten, aunque en este caso sobre relaciones exteriores. 

    El primer «Great Debat» celebrado en la historia de la televisión norteamericana tuvo lugar el 26 de agosto de 1960 y enfrentó a Richard Nixon y a John F. Kennedy. Quizá los dos debates más significativos de los realizados hasta la fecha sean este primero ya citado de Kennedy con Nixon y, en 1980, el de James Carter y Ronald Reagan. Las contundentes victorias televisivas de Kennedy y Reagan contribuyeron a que se les abrieran las puertas de la Casa Blanca. 

    La trascendencia que se da a estos debates ha generado una auténtica obsesión en los aparatos de los partidos que crean extensas e intrincadas estrategias para afrontar cada «combate electrónico». La lucha llega a tales extremos que en más de una oportunidad se han llegado a descubrir maniobras que rebasan el orden legal. 

    En 1980, según pudo saberse más tarde, el equipo de asesores electorales de Ronald Reagan se hizo de forma ilegal con el más preciado documento de la oposición: el libro de notas para el debate de Carter, cuyo autor era el jefe de la campaña demócrata, el veterano y mítico Patt Caddell. En este texto se desarrollaba el plan de actuación de Carter en el debate, así como las principales afirmaciones y ataques que iba a lanzar durante la emisión. Gracias a esta información, Reagan pudo preparar hasta el último detalle el choque. 

    La polémica también estuvo presente en la elección presidencial de 1988. Tras un primer debate en el que todos los sondeos dieron una cierta ventaja a Michael Dukakis sobre George Bush, se celebró el segundo en Los Ángeles, el 13 de octubre. Las encuestas señalaban ya la previsible victoria del candidato republicano, después de que en pocos meses hubiese anulado una diferencia de 24 puntos de ventaja con la que partió Dukakis tras la celebración de la convención demócrata. El segundo debate entre ambos era por ello la última oportunidad de Michael Dukakis para intentar recuperar la delantera. 

    El combate, sin embargo, apenas duró unos segundos. Un periodista tumbó a Dukakis en el primer intercambio de golpes. El presentador de la CNN Bernard Shaw se dirigió al candidato demócrata en estos términos: «Si su mujer, Kitty Dukakis, fuera violada y asesinada ¿sería partidario de la pena de muerte para el asesino?» El político eludió inicialmente la respuesta directa, divagó sobre el horror de la criminalidad y sobre su amor por su familia y se perdió en la defensa de la legalidad. Finalmente, afirmó que también en ese caso sería contrario a la pena capital. 

    El «misil» de Shaw alcanzó en plena línea de flotación de Dukakis. A lo largo de toda la campaña, los republicanos habían insistido en crear una imagen de Dukakis muy despersonalizada, blanda, carente de sentimientos patrióticos y con ina moral más del lado del delincuente que del resto de la sociedad. La frialdad de la respuesta de Dukakis ante la brutalidad y contundencia de la pregunta fue un contraste excesivo. Los norteamericanos no estaban dispuestos a admitir tener un presente que diera la sensación de «no tener sangre en sus venas», tal y como afirmó un periódico al día siguiente. 

    Lo cierto es que en el ejemplo norteamericano la celebración de los debates televisados se ha convertido en un elemento más del sistema político de la misma manera que lo son los caucus o la introducción de los votos en la urna el día de la elección. A nadie se le ocurre pensar en su eliminación y mucho menos en dudar de su utilidad. 

    El caso europeo es bien distinto, como lo es, y posiblemente por ello, su sistema televisivo. La realización de debates electorales al máximo nivel frente a las cámaras es una experiencia reciente en los países donde se ha conseguido, como Francia o Gran Bretaña. En España, desde 1977, las peticiones para la celebración de encuentros públicos entre los principales líderes fueron siempre rechazadas por quien detentaba el poder en cada momento. Sólo en 1986 se consiguió celebrar algunos debates, en los que no participó ni un solo candidato a la presidencia del Gobierno. Nunca se había logrado hasta el año 1993.

    En esa fecha, el acuerdo alcanzado por el PSOE y el PP posibilitó la celebración de dos debates previos a la jornada electoral. Los dos debates tuvieron lugar en las dos cadenas privadas en abierto, en Antena 3 el primero y en Tele 5 el segundo. TVE hubo de quedarse al margen debido a la rígida legislación, basada en los principios de igualdad de oportunidades, que impedía dejar de lado en un debate televisado al resto de las fuerzas políticas parlamentarias sin su consentimiento. La experiencia que tuvo una gran trascendencia social abrió el camino a otros debates en contiendas autonómicas en Andalucía, Galicia o Madrid.

    Sin embargo, la experiencia negativa obtenida por el PP tras el enfrentamiento González-Aznar cerró el camino a nuevos encuentros hasta la fecha. Siempre se ha recurrido a todo tipo de artimañas y excusas para finalmente declinar la celebración de otros debates entre candidatos.

    Lewis A. Froman ha explicado que para quien ocupa el poder o para quien está en clara disponibilidad de obtenerlo, la fórmula del debate no es conveniente. Según su filosofía, «las discusiones con el oponente deben evitarse, no sólo porque le dan publicidad gratis, sino porque además puede ganar la discusión»8

    El «spot»: El uso de la televisión como soporte para la inserción de publicidad política contratada es un fenómeno desconocido también en la mayor parte de los países europeos. El habitual esquema de monopolio televisivo estatal que ha funcionado en nuestro entorno durante décadas prohibe taxativamente la inclusión de publicidad política, de la misma forma que se admite su existencia tanto en la prensa escrita como en la radio privada. El proceso de desregularización que vive Europa en materia televisiva hace inevitable que de una forma u otra, en un plazo de tiempo no muy lejano, la publicidad política llegue también a nuestros televisores. 

    Una vez más, a este respecto, Estados Unidos se presenta como un país singular. La inclusión de spots políticos es norma habitual y extendida ya tanto en las elecciones presidenciales como en otras de carácter local. La única condición que se exige a quien pretende insertar su mensaje es que tenga dinero para pagar las tarifas, que en el caso de un anuncio de un minuto en una de las tres network (ABC, CBS y NBC) superan los doce millones de pesetas. 

    La técnica del spot se basa en la sublimación del principio de concreción que domina el medio televisivo. Larry J. Sabato explicaba la narración de un especialista en spots políticos que para convencer a un grupo de asesores de las posibilidades expresivas de un anuncio en televisión les incitaba a pensar en la cantidad de cosas que pueden decirse en treinta segundos: «Te quiero, te odio. ¿Te quieres casar conmigo?, ¡Le declaro a usted la guerra!»9

    Edwin Diamond y Stephen Bates publicaron en 1984 un extenso trabajo con el título de The spot en el que realizaban un completo estudio sobre el uso de la sofisticada publicidad política en la televisión norteamericana (en 1988 apareció una segunda edición actualizada). En el libro narran cómo la serie de tres docenas de anuncios para televisión filmados para la campaña de Eisenhower en 1948 en el Radio City Music Hall de Nueva York bajo el epígrafe de «Eisenhower Answer America» («Eisenhower responde a América») es la primera experiencia de anuncios políticos para televisión o polispots, como ellos los denominan10

    En el caso norteamericano, la publicidad en televisión constituye la principal fuente de gastos de campaña para cualquier candidato. En la campaña de 1980, se calcula que tanto Reagan como Carter gastaron más de mil quinientos millones de pesetas en este concepto. 

    Los polispots se han convertido en el centro de la batalla en cualquier elección que se celebre en Estados Unidos. Teniendo en cuenta, además, que la legislación publicitaria en aquel país apenas impone reglas de conducta, la corriente más moderna de diseño de anuncios consiste en realizar contrapropaganda. Este sistema, prohibido en la legislación publicitaria española, permite citar, atacar e insultar a los competidores. No resulta exagerado decir que en la actualidad casi se gasta más en este tipo de publicidad de «guerra» que en la de pura promoción de la opción propia. Según datos de 1984, publicados por el Washington Post, en la campaña de ese año el 50 por 100 de los spots era de carácter negativo11

    Curtis Gans, director del Comité para el Estudio del Electorado Americano, ha calificado esta invasión de publicidad política negativa como una auténtica «polución en el aire»12. El proceso parece irreversible, puesto que las liberales normativas norteamericanas difícilmente marcarán cortapisa alguna a la publicidad. Para muchos especialistas en la materia, el principal valor del polispot es su eficacia. Es pura televisión difundida a través de televisión. ¿Qué más puede decirse? Carroll Newton, que trabajó en campañas para Eisenhower y Nixon, manifestaba que «tenía calculado que en una intervención televisada de un discurso político se perdía la tercera parte de la audiencia habitual. En uno de quince minutos, la cuarta parte. En uno de cinco minutos, se perdía entre el cinco, y el diez por ciento. En un spot de treinta o sesenta segundos, no se perdía nada»13

    En Europa, la generalizada prohibición de publicidad política en televisión no impide la introducción de las más avanzadas técnicas en este campo. La mayor parte de los países tienen regulado el acceso de los partidos políticos a la televisión pública a través de un sistema de cesión de espacios gratuitos. Pues bien, estos espacios tienen en la estética publicitaria uno de sus apoyos formales más importantes. 

    Los partidos eluden cada vez más la técnica del discurso en busto parlante y buscan fórmulas más atractivas, el uso de músicas de acompañamiento...,  que no son más que recursos extraídos de la técnica de la publicidad. 

    El discurso: El género del discurso televisivo parece haber entrado con el paso de los años en vías de extinción, salvo en contadas y medidas excepciones. Casi ningún líder se arriesga a esta «suerte fatal» de difícil ejecución en un medio que ha acostumbrado a su audiencia a la velocidad en el paso de las imágenes, a la brevedad de los contenidos y a la variedad de las formas que se le presentan.

    La tradicional linealidad y monotonía del discurso político convencional constituyen por esencia la concreta representación de lo antitelevisivo. Puede afirmarse que, durante siglos, el discurso político había sido el principal elemento de comunicación entre el líder y el pueblo. La capacidad dialéctica era el arma total que podía marcar las diferencias entre los distintos candidatos. Los grandes políticos de la historia se caracterizaban por su brillantez discursiva, fenómeno que se acentuó con la instauración de los regímenes parlamentarios en los que la batalla política se desarrollaba en el rico terreno del lenguaje oral. 

    El desarrollo de los medios de comunicación en nuestro siglo ha desvirtuado este simple esquema. La televisión ha sido especialmente cruel en este aspecto, dejando fuera de juego a todos aquellos que no han querido admitir la imposición de un nuevo lenguaje. Quienes han intentado trasladar la oratoria como único bagaje a las pantallas, han sufrido fuertes «descargas» que han acabado con ellos. 

    Quizá uno de los casos más paradigmáticos que se conozcan en la reciente historia del mundo en la falta de adecuación a los medios electrónicos sea el del líder cubano Fidel Castro. En enero de 1981, lanzó un discurso en radio y televisión de doce horas y media de duración. 

    El discurso político se ha transformado en su paso a la televisión y con ello ha perdido buena parte de su sustancia. De hecho, como ha señalado McGinnis, «el político de televisión no puede pronunciar un discurso: debe enfrascarse en una conversación íntima. No ha de presionar jamás. Debe sugerir, no afirmar; debe implorar, no exigir. Displicencia es la palabra clave. Una displicencia cuidadosamente estudiada. Entusiasmo y franqueza son convenientes, pero han de manejarse con gran discreción. Sin filtrar, pueden ser fatales»14

    Cabe afirmar que el discurso tal y como se ha conocido tradicionalmente es contradictorio con el medio de televisión. Aunque el fin buscado por ambos sea el mismo, convencer, sus mecanismos son contrapuestos y su interrelación, por tanto, imposible. Uno de los dos debía verse relegado; los tiempos mandan, y la televisión no sólo ha impedido la entrada en su seno del discurso tradicional, sino que prácticamente lo ha hecho desaparecer. 

    El habitual uso del autocue en televisión, que permite leer un texto sin apartar la mirada del objetivo de la cámara, ha convertido en defecto la costumbre de leer textos previamente escritos. Los oyentes ya no admiten encontrarse ante alguien que les habla sin mirarles, desviando su atención hacia un papel. Cuando en 1982 Ronald Reagan visitó diversos países de Europa, entre ellos España, trajo con él un nuevo invento. Los norteamericanos lo llamaban «la máquina de la sinceridad». Se trataba de un autocue para utilizar en actos públicos que reflejaba el texto del discurso de Reagan sobre dos pantallas transparentes situadas en dos atriles frente al presidente. Podía leer sin desviar su rostro de los asistentes e incluso podía llegar a mirar de un lado a otro del auditorio sin detener la lectura. 

    Al año siguiente, en la campaña electoral de 1983 en Gran Bretaña, Margaret Thatcher importó la «máquina de la sinceridad» para sus comparecencias públicas. Según los observadores políticos, la «Dama de hierro» consiguió mejorar notablemente sus apariciones en público, que ganaron en contacto con los asistentes, llegando sus mensajes con mayor claridad y viveza al auditorio. 

    Hoy en día, las habituales apariciones públicas de los principales líderes durante las campañas electorales se suelen acompañar de un importante despliegue técnico. No sólo es importante la instalación de un buen sistema de megafonía que garantice la perfecta audición en todo el recinto. También se suelen utilizar pantallas de vídeo gigantes que difunden la «imagen electrónica» del líder. 

    Es evidente que con este sistema se pretende mejorar la visibilidad desde puntos lejanos del escenario, pero no es menos cierto que con este procedimiento se consigue acercar al elector no sólo el líder, sino también algo que le es mucho más familiar, su representación electrónica. En el fondo, gracias a este método, se intenta fortalecer esa representación mediante la prueba de la autenticidad en la que, como si de un circo se tratase, se demuestra a los ojos del pueblo que esa imagen que reconocen con facilidad a través del monitor existe en carne y hueso. 

    La creación de la imagen del candidato 

    ¿Cómo puede adaptarse un político convencional a esa «nueva personalidad» que exige la democracia electrónica? El primer interrogante que surge respecto al estudio de los diferentes trabajos dedicados a la cuestión parte del propio origen de esa personalidad. ¿En qué medida la imagen pública de un candidato tiene que diferir de su auténtica personalidad? 

    Hay dos corrientes, separadas radicalmente. La primera de ellas, surgida en buena medida de los sectores más especializados en mercadotecnia y publicidad, considera por separado la realidad del individuo y su imagen externa. 

    El publicitario catalán Izquierdo Navarro ha escrito que «un político no es un hombre. Es sólo una simple imagen. Y una imagen sometida a cambios constantes de un día a otro. Porque si no es capaz de cambiar de chaqueta exterior con la misma velocidad del camaleón, si no es capaz de presentar de un día para otro una imagen distinta de la que presentó hasta la fecha, esa persona quizá sea un buen hombre, un buen esposo, un buen ciudadano y un buen padre. Pero jamás será un buen político»15

    Un símil parecido, aunque con un signo contrario por completo, encontramos en la opinión de Larry J. Sabato: «Los múltiples temas y los cambios rápidos de énfasis e imagen pueden ser peligrosos cuando un asesor maneja a un candidato vivo, ya que los cambios hacen a menudo que el candidato parezca ser un camaleón político sin principio alguno»16

    Todo proceso de creación de la imagen del candidato ha de empezar por su denominación. El nombre es un elemento que puede tener un efecto decisivo en el desarrollo de la campaña. Cuando el candidato de la Operación Reformista Miquel Roca y Junyent intentó en 1986, en España, crear un gran partido de ámbito estatal, su nombre le negaba votos de extendidos sectores contrarios al nacionalismo catalán. Sus asesores intentaron apaciguar el efecto denominándole «Roca» en toda la publicidad que realizaban. Pero el remedio resultaba casi peor que la enfermedad. Ese era también el nombre de una conocida marca de equipamiento de cuartos de baño que, en mitad del proceso electoral, desarrolló además una importante campaña de promoción. Los responsables de la información política de Televisión Española tampoco ayudaron en exceso a la campaña de Roca. Todas sus apariciones diarias en los telediarios iban acompañadas de un larguísimo rótulo, lleno de aviesas intenciones. Decía así:

     

    MIQUEL ROCA Y JUNYENT 

    Secretario General por Delegación 

    de Convergencia Democrática de Catalunya 

    La contradicción que suponía la sucesión de dos denominaciones tan significativamente opuestas no hizo ningún bien al líder reformista, que además debió ver con evidente sufrimiento cómo Televisión Española recogía siempre sus intervenciones públicas en catalán con subtítulos en castellano. 

    Así pues, la identificación del nombre es uno de los primeros huecos a cubrir por la mayoría de los líderes, en especial en unas elecciones en las que abunden los candidatos y el elector deba recordar los nombres de cada uno de ellos. En 1978, se presentó a las elecciones para el Senado por Massachusetts un candidato semidesconocido llamado Paul Hongas. Al poco de comenzar la campaña su popularidad era enorme, muy por encima del resto de los candidatos, gracias a un spot en el que un niño pronunciaba con especial gracia su nombre. La peculiar pronunciación se hizo tan popular que, de la noche a la mañana, el candidato pasó de ser un desconocido a ocupar un lugar privilegiado en la mente de sus votantes. 

    Junto al nombre, siempre hay que contar con el «apellido electoral», es decir, el eslogan que le acompañará durante semanas. Olivier Reboul, en su libro El poder del slogan, disecciona y valora el uso de este elemento indisociable del mundo publicitario. Según sus conclusiones, su elaboración debe llevarse a cabo teniendo en cuenta diversos factores. Para Reboul, «el eslogan ejerce una presión sobre sus destinatarios, presión tanto más fuerte en cuanto es menos sentida»17.

    Quizá por ello se explica el hecho de que «es particularmente difícil reflexionar sobre el eslogan, puesto que lo propio de todo eslogan es impedir la reflexión». Todo eslogan se basa, de manera fundamental, en la concisión. Esa necesaria brevedad que garantiza su eficacia se convierte en doblemente importante tanto por lo que refleja, como, y así lo ha señalado Reboul, «por lo que no dice»18

    Una vez nominado, el líder debe iniciar su camino. El principal problema para el candidato en esta fase será el de hacer ver a la población su capacidad de liderazgo, la de mostrar a sus posibles electores su valía como cabeza visible del grupo al que representa. Como metafóricamente decía Vigny, «Andar delante de la caravana es la gloria. Andar con ella es la vida. Andar tras ella es la muerte».

     

    Una vez que el candidato ha sido designado como tal y que la campaña se ha iniciado, deberá asumir un nuevo reto: conseguir la confianza del electorado para de esa manera poder arrastrar su voto con posterioridad. Para despertar la confianza del electorado pueden existir diversos caminos. 

    Benesch y Schmandt19 consideraban tres etapas sucesivas en todo proceso de acercamiento entre dos personas, cuando una de ellas busca una reacción determinada en la otra. En su estudio, las aplicaron a los sistemas de venta directa y, en cierta medida, sus criterios pueden ser trasladables a la vida política. La primera de las fases era la de afirmación. Según este principio, a la gente no le gusta el abatimiento, el lamento o la tristeza. Prefiere la alegría de vivir, la certeza del éxito y el buen humor. Aplicado al ejemplo político, podemos establecer que el electorado espera de sus líderes optimismo y voluntad para resolver los problemas. Escuchar a un líder plantear que algún problema no tiene solución, no deja de ser un contrasentido respecto a su función, que consiste, precisamente, en buscar soluciones para los problemas de la mayoría. 

    Benesch y Schmandt aludían también al humor como un elemento de contacto muy efectivo. También lo hacía William Gavin, quien escribió que «el humor adquiere en la comunicación política una importancia vital; penetra a través de los velos de la lógica y revela una faceta humana. Es atrayente, democrático, comunicativo, en el sentido de unir a dos en una experiencia compartida»20. En 1956, Eisenhower reunió en su granja a casi quinientos dirigentes republicanos con el fin de preparar la estrategia de cara a los comicios próximos. El célebre «Ike» insistió de manera especial en la importancia del buen humor y el optimismo y les aconsejó: «Nunca desprecien el valor de una sonrisa». 

    EI segundo estadio en el proceso de ganar la confianza, según Benesch y Schmandt, es la dedicación. Mediante la preocupación por el campo de intereses de la otra persona puede despertarse su simpatía. Para ello, es habitual entre los políticos aludir a ejemplos sacados de la realidad cotidiana para justificar sus planes. Cuando alguien se siente aludido, inevitablemente percibirá una cierta cercanía en el discurso, que puede derivar en una sensación de mutuo entendimiento. 

    Otro especialista en relaciones públicas, Dale Carnegie, aportaba seis maneras de hacerse simpático ante un auditorio21: La primera es llegar a interesarse de forma genuina por otras gentes. La segunda, sonreír. La tercera, recordar que para una persona su nombre es el sonido más agradable e importante en cualquier lenguaje. La cuarta, ser buen oyente, alentar a los demás a que hablen de sí mismos. La quinta, hablar desde la perspectiva de los intereses de la otra persona. La sexta, y última, hacer que la otra persona se sienta importante y hacerlo con sinceridad. 

    Finalmente, el último estadio sería el de la apertura. Si los dos objetivos anteriores se han cumplido, podrá abordarse éste. La otra persona quedará en disposición de ceder y abrir sus fronteras psicológicas. En este momento, puede decirse que el político estará en las mejores condiciones para trasladar su mensaje a un elector «confiado». 

    La lucha política implica ineludiblemente controversia. Es el principio del sistema democrático. Este debate, en el caso de la competencia electoral, y a la vista de lo analizado hasta el momento, obliga al candidato y a su equipo a un dominio detallado de un lenguaje diferente al tradicional. No hay espacio para el silencio. Kindre y Callahan, dos relaciones públicas, afirmaban en un artículo que «hay pruebas evidentes de que el silencio contumaz frente a la controversia implica culpabilidad... el silencio prolongado hace que un número creciente de personas estén cada vez más convencidos de esa culpabilidad»22. Herb Schmertz, máximo responsable de las relaciones públicas de la multinacional petrolífera Mobil Oil, en su libro The Low Profile (traducido en España precisamente con el título de El silencio no es rentable) expone que «confrontación significa hacer frente o afrontar cara a cara. Con ello entiendo que la confrontación no necesita ser áspera, ruda o desagradable, y que bien puede ser cortés y predominar en ella el buen humor. Pero nadie puede ganar sus batallas rehuyéndolas»23

    Una vez asumida la necesidad de exponer las ideas propias, no hay que olvidar que, como dice David Bernstein, «el gran enemigo de un lenguaje claro es la falta de sinceridad. Cuando existe una brecha entre nuestros objetivos reales y declarados, recurrimos de manera instintiva a palabras grandilocuentes y a locuciones huecas, como calamares arrojando tinta»24

    El lenguaje político a través de los medios audiovisuales tiene una doble limitación. Una, ya mencionada, impuesta por las características técnicas y por los formatos de programas existentes en televisión. Pero es que, además, el discurso político tiene también sus peculiaridades y sus limitaciones al tener como base algo tan etéreo e intangible como la ideología. 

    Las apariciones en televisión de los políticos norteamericanos están medidas hasta el último segundo. Una de las técnicas habitualmente más empleadas en los últimos tiempos es la de los testing de las emisiones que se van a difundir. Antes de cada discurso televisado, el vídeo se pasa a cuatro grupos de unas ochenta personas cada uno, hombres y mujeres, por un lado, y mayores y menores de cincuenta años, por otro. Durante el pase, cada uno de los asistentes tiene en su butaca un dispositivo con dos botones, uno que se presiona cuando lo que se escucha parece interesante y otro con el que se muestra disconformidad. 

    Al final de cada discurso se obtienen cuatro curvas que reflejan, segundo a segundo, la sensación que puede causar en los telespectadores. Tras esta experiencia se suele perfilar el discurso adaptándolo según las conclusiones extraídas de la fase de testing. A través de este tipo de trabajos se han podido comprobar los efectos que puede provocar el uso de determinadas palabras-clave que llaman especialmente la atención del oyente. Los testing han comenzado ya a exportarse a otros países del mundo y son una técnica que sin duda acabará por extenderse aún más. 

    Olivier Reboul ha escrito que «el lenguaje de la ideología ha de ser necesariamente sumario, lo que no significa que mienta siempre. Pero se refiere a menudo a realidades que escapan a todo control. Se resiste, por tanto, al análisis y a la verificación»25. La vaguedad de los principios en los que se mueve a veces la ideología y la fragilidad del medio televisivo coinciden en forzar a la concisión y, con ello, a la pérdida de matices y circunloquios. 

    En el manual Comunicación y Organizaciones Empresariales, realizado por Jesús Monroy y José Antonio Llorente, destinado al uso de líderes empresariales, se especifican, en el apartado de «Hablar en radio y televisión», algunos consejos prácticos sobre cómo utilizar el medio26. Entre otras figuran, referidas a las apariciones en televisión, recomendaciones como las que siguen: Brevedad (en el tiempo), concisión (en los conceptos) y claridad (en las ideas), ir directamente al hecho y nunca a la apreciación del mismo, no abusar de los adjetivos ni de los adverbios y evitar la insistencia de latiguillos y frases hechas. 

    Como puede observarse, la reiteración en la claridad y concisión resulta casi obsesiva. Esta peculiaridad, pese a la presencia en este caso de la televisión, goza de tradición en el propio discurso político. Según se cuenta en el anecdotario del parlamentarismo británico, cuando el joven Harold McMillan terminó de hablar en la Cámara de los Comunes, el viejo Lloyd George se acercó a felicitarlo, pero, al mismo tiempo, le reprochó que en su intervención hubiera intentado abordar hasta veinte puntos distintos: «Para un miembro, especialmente un miembro novato, un punto es el máximo. Un ministro, posiblemente, puede referirse a dos y, naturalmente, un primer ministro puede tocar incluso tres». 

    Nunca hay que olvidar que la televisión es, por encima de todo, imagen. Cada día más. La comunicación política televisada tampoco escapa a este fenómeno. En cualquier país es fácilmente apreciable cómo con el paso de los años la diferencia más notable que se observa de campaña a campaña es la mejora de los elementos estéticos que, en ocasiones, llegan casi a sustituir a los contenidos políticos en sentido estricto. 

    La imagen juega con metáforas y busca sensaciones. Los conceptos icónicos son a veces tan etéreos o intangibles como o eran los ideológicos a los que antes nos referíamos. No es de extrañar, por tanto, que el lenguaje ideológico y el de las imágenes se consideren mutuamente un idóneo complemento. 

    Mediante este acuerdo, el lenguaje icónico pone a disposición de los realizadores de programas políticos todo su poder expresivo. Son conocidas desde las diferentes sensaciones derivadas de la elección de la toma de cámara (el tipo de plano), hasta la importancia en la estética final de una mayor o menor velocidad en el montaje. Pero no todo queda ahí. Las posibilidades, en este campo concreto, resultan casi ilimitadas. He aquí algunos ejemplos: Según diversos test realizados en el campo de la publicidad, se ha comprobado el diferente impacto visual del tratamiento de las imágenes 27. Tal es el caso de las formas con contornos geométricos precisos que parecen particularmente aptas para atraer la mirada. De la misma manera, una imagen en colores es más capaz de llamar la atención que una imagen en blanco y negro. Ciertos colores llamados «agresivos» (sobre todo el rojo y el amarillo) impresionan más que otros. Asimismo, la representación de objetos en movimiento despierta más interés que la de objetos inmóviles. Finalmente, por citar sólo algunas posibilidades, ciertos trucajes cinematográficos (fondos difuminados, manipulación de la escala dimensional o volumétrica de los objetos, etc.) permiten, en el mismo seno de la imagen, llamar la atención sobre tal o cual objeto. Por otro lado, diferentes conductas sociales pueden simbolizarse mediante «estímulos-llave», como los han llamado Benesch y Schmandt 28. Tal es el caso de la imagen de una mano tendida que anima a quien la observa a establecer el contacto y que es casi una constante de la publicidad política. 

    En cuanto al aspecto físico de los candidatos, qué duda cabe de que la presencia de jóvenes como protagonistas de los espacios políticos ayuda a mejorar la imagen, ya que como ha explicado Pignotti, «en una sociedad de masas en la que todos los valores del ocio asumen una importancia cada vez mayor, la felicidad y la juventud son las metas que hay que alcanzar y conservar»29. La propia vestimenta de los asistentes a un programa de televisión se ve influida por las características cromáticas del procedimiento técnico de captación de la señal. De esta manera, se ha podido determinar que los colores más adecuados para la televisión son el azul, en sus distintas gamas; el gris y los marrones. 

    La iluminación ofrece por sí sola todo un abanico de posibilidades, en especial en el tratamiento de los retratos y en la creación de ambientes determinados. En buen número de carteles electorales en los que aparece en primer plano el rostro del candidato suele utilizarse la técnica del denominado «retrato americano», consistente en dejar en sombra una parte del rostro, con el fin de dar mayor intensidad a la mirada. Por último, cabe resaltar también la importancia de la escenografía. El decorado introduce toda una serie de mensajes laterales que influyen directamente en la imagen del protagonista de la acción. La utilización de exteriores o de interiores naturales, encuadrará con unas connotaciones específicas la narración. En la campaña de 1968 de Nixon, el realizador de los espacios televisivos, Mike Stanislavsky, introdujo en el decorado, instalado en el escenario de un teatro, una ventana. Gracias a ese detalle, el ambiente parecía, según sus propias palabras, «impartir agilidad; no una agilidad física, sino psicológica»30

    EI estudio del electorado 

    En el diseño de cualquier campaña electoral hay que tener en cuenta, de manera primordial, cuál es la situación en la que se encuentra el receptor de todos los mensajes, el electorado. A través de diversos sistemas puede intuirse en qué situación coyuntural se halla de cara a elaborar las previsiones de trabajo por parte de los diferentes candidatos. 

    F. H. Allport hablaba en su Social Psychology de lo que denominaba «Ilusión de universalidad», ya citada, y que no es sino la creencia de que todo el mundo de un colectivo piensa o actúa de una manera determinada. Es habitual comprobar, tras un somero análisis de las declaraciones de los líderes en campaña, que en sus manifestaciones caen una y otra vez en este vicio, que suele conducir, irremediablemente, a la desconexión entre el candidato y su electorado y, también de manera inevitable, a su posterior derrota en las urnas. 

    Frente a la «ilusión de universalidad», la ciencia estadística ha convertido los sondeos y encuestas en un asidero vital para el funcionamiento de la maquinaria electoral, en especial durante la campaña. Nadie ha podido determinar todavía con claridad la validez de algunos de esos sondeos y, sobre todo, la influencia que pueda derivarse de su conocimiento público. Desde la perspectiva de la validez de los estudios, es habitual la difusión interesada de sondeos realizados sin un mínimo rigor científico, pero hechos públicos con el fin de buscar una respuesta determinada en los receptores de la información. La legislación actual en los países que se han planteado esta cuestión obliga a los medios de comunicación que se hacen eco de estos estudios a publicar la ficha técnica del trabajo. La pretendida solución no es tal, puesto que habría que plantearse a continuación cuántas personas prestan atención o saben interpretar esos datos que certifican la seriedad de la encuesta. 

    Otro problema se plantea en la misma fase de captación de datos. Vance Packard 31 afirmaba que tras diversas experiencias se habían obtenido algunas conclusiones sobre los estudios de mercado: No se debe partir de que la gente sabe realmente lo que quiere. No debe prejuzgarse que la gente diga la verdad sobre sus preferencias y aversiones aun en el caso de conocerlas. Es más probable que se obtengan respuestas que protejan a los informantes en su resuelto empeño por aparecer ante el mundo como seres verdaderamente sensatos, inteligentes y racionales. Es arriesgado suponer que la gente se comporta de manera racional. 

    No deja de ser sospechoso que, de forma habitual, los resultados de una encuesta suelen favorecer a quien hace público el estudio, siempre que sea parte interesada. Cabe, a este respecto, una doble interpretación. Por un lado, que los datos sean falsos o, por otro, que estén tergiversadas sus conclusiones. La clásica frase de que «los datos son sagrados, pero las interpretaciones libres», no parece explicación suficiente para justificar esta realidad. 

    Cualquier especialista en estudios de opinión sabe cómo se pueden utilizar técnicas que, pese a una indiscutible limpieza en la obtención de los resultados definitivos, implican, desde su origen, serias irregularidades. Herbert Schiller 32 ha puesto de manifiesto que «las preguntas que encierran juicios de valor o perspectivas tendenciosas crean un marco de comportamiento en el que el interrogado se siente presionado por su misma participación en el proceso. Lo que es más importante aún, el impacto trasciende con creces al encuestado. Cuando se publican o transmiten los resultados de la encuesta, la influencia recae sobre todo el país». 

    A veces influyen en los sondeos toda una larga serie de condicionantes exteriores que afectan la conducta de los individuos. En España, desde la reinstauración del sistema democrático, se ha podido observar un repetido error de apreciación entre los datos de muchos sondeos electorales y los resultados de las urnas respecto a algunos grupos políticos. Este dato es particularmente apreciable en el caso de la derecha, que parece contar con un significativo número de «votantes vergonzantes», que pese a apoyar sin duda su opción política, no desean revelar el sentido de su voto en los sondeos. Esto ha provocado que, en diversas ocasiones, se haya repetido el hecho de que los datos de los sondeos realizados el mismo día de la votación difieran sensiblemente de los obtenidos tras el recuento de los votos. En España son los partidos cada vez más precavidos a la hora de hacer sus valoraciones en las horas inmediatamente posteriores al cierre de los colegios electorales, ya que en los últimos comicios se han sucedido diversos cambios de tendencia hasta conocer los resultados oficiales. 

    Derivado de todo lo anterior y ante la no demostrada, pero sí generalizada creencia en el influjo social de las encuestas electorales, la mayor parte de los gobiernos occidentales han creado leyes restrictivas a su realización y, en especial, a su difusión. Con ello, e intentan controlar posibles efectos realmente no verificados. 

    En términos generales, los estudios realizados sobre la cuestión tienden a considerar dos reacciones diferentes en los votantes, tras el conocimiento de datos sobre lo que va a ocurrir en la votación futura: 

    El efecto Jump on the bandwagon. Con esta expresión se define en el mundo anglosajón el fenómeno de «seguir la moda», tan extendido en la sociedad actual. Este «efecto bandwagon» intenta recoger la convicción de que amplios sectores de la sociedad son especialmente proclives a dejarse Ilevar por la corriente triunfadora. Esto parece garantizarles poder subirse al «tren de los triunfadores», que, mediante este procedimiento, recogen en el vagón de cola a esas personas deseosas de estar con la mayoría, de que su voto esté con el ganador. El triunfo del vencedor será con ello su propio triunfo. Este tipo de electores suele caracterizarse por la falta de seguridad en sus propias convicciones. Sobre la base de este efecto, tras la publicación del sondeo se beneficiarían aquellas opciones mayoritarias que aglutinen un número más elevado de votos posibles. Este dato suele ser utilizado por los partidos para incrementar su presencia publicitaria, rodeada de elementos optimistas y triunfalistas. También se considera que, en líneas generales, el «efecto bandwagon» apoya la tesis del voto útil, según la cual el apoyo a las opciones mayoritarias es la mejor manera de rentabilizar el voto individual. 

    El efecto underdog. Esta palabra puede traducirse al castellano como desvalido o desprotegido. Se basa en la sensibilidad de la sociedad en general para con quien se presenta como alguien maltratado por circunstancias diversas. La historia de la literatura, y en particular la del cine, está repleta de héroes que rompieron con la idea convencional del triunfador. La idea del loser (perderdor) ha sido explotada hasta la saciedad por la industria cinematográfica, comprobándose su efecto de apoyo afectivo por parte del espectador. Algo parecido puede ocurrir en el terreno electoral con la publicación de sondeos.

    Cuando un candidato observa que su opción se precipita hacia la derrota, puede recurrir a la fórmula de solicitar con mayor humildad el apoyo, sabedor de que la línea afectiva es una importante vía de decisiones en muchas personas. En otros momentos, algunos candidatos también podrán utilizar como implemento de este mismo «efecto underdog», la técnica del voto del miedo, por la cual, desde la posición de derrotado, se proclaman los peligros que se avecinan con la posible victoria, si el elector no lo impide, del candidato favorecido por las encuestas. 

    La utilización intencionada de uno u otro efecto se ve condicionada en buena lógica por el desarrollo de la campaña electoral y por la imagen social que se haya transmitido hasta la fecha de publicación del sondeo. Alguien que haya insistido en la seguridad de su victoria, pierde gran parte de esa representación cuando una encuesta le hace aparecer públicamente como derrotado. 

    A la inversa puede ocurrir algo similar. Un candidato que ha apostado por ofrecer una imagen de preocupación y de temor ante la victoria previsible de sus rivales, queda obligatoriamente en entredicho cuando semanas antes de la votación figura como claro favorito. En ambos casos se descubre una vez más la falsedad, y eso es algo que el electorado no perdona en aquellas personas a las que ha de otorgar la responsabilidad de dirigir los destinos de su país, de su región o de su localidad. 

    Independientemente de las posibles interpretaciones que puedan darse al resultado de una encuesta, es evidente que algunas conclusiones son irrebatibles. Quizá la más importante, y así lo ha señalado Herbert Schiller33, sea que «las encuestas legitiman a determinados candidatos y determinados temas, excluyen y por consiguiente ilegitiman a otros candidatos y temas y, lo que es quizá más importante, definen el contexto del proceso político en función de sus propios criterios generalmente no especificados». 

    Técnicas de trabajo 

    Las técnicas de diseño de campañas electorales están obligadas a una continua revisión que ha introducido un endiablado ritmo creativo a cargo de l6s especialistas en la materia. La era de la información ha traído como una de sus consecuencias primordiales, y así lo han destacado multitud de estudios y trabajos, un aceleramiento en los cambios generacionales desconocido en anteriores etapas de la humanidad. 

    El continuo intercambio de conocimientos, la sencilla puesta al día a través de los mass media y el afán consumista generado por la publicidad forman los tres vértices de este proceso del que ni se conoce ni es fácil suponer su punto límite. 

    En el caso de la comunicación política, cualquier idea que demuestra su valía es exportada de inmediato a medio mundo, y su eficacia, basada en la sorpresa, es por tanto limitada. No suele resultar aconsejable la repetición de las mismas fórmulas de trabajo, frente al riesgo de facilitar a los rivales una contrapropaganda que apague las ventajas de la técnica. 

    Larry J. Sabato ha explicado que «cuando la empresa de un asesor político se hace famosa es fácil reconocer su manera de abordar los problemas y, por tanto, algunas de sus estrategias»34. Hay ocasiones en que las pugnas entre candidatos no encubren más que viejos litigios entre empresas de asesoría que enfrentan sus diferentes «maneras de hacer» utilizando a los líderes como simples soportes. 

    Tras estas consideraciones, resulta evidente afirmar que no se puede establecer tipología alguna sobre técnicas electorales. Podemos, eso sí, establecer algunos principios generales, a partir de los cuales se suelen crear las diferentes estrategias. El acientifismo de los recursos que se utilizan suele partir de unos criterios generales más o menos respetados. 

    La diferencia fundamental entre unos sistemas y otros radica en la vía que se utilice para llegar siempre al mismo objetivo: mejorar la imagen ante el electorado y frente a la competencia. Hay, por tanto, en todos ellos algunos paralelismos como su idéntico fin, o los derivados de la utilización de principios de estrategia publicitaria. Tal es el caso de la «USP», es decir, la «Unique Selling Proposition».

    Este principio básico derivado del mundo de la publicidad exige la necesidad de articular cuantas actividades o ideas se pongan en marcha siguiendo una «única propuesta de venta». Ya hemos señalado que uno de los peligros mayores que tiene el diseño de una campaña electoral es la coordinación general de todos los elementos que la componen, para evitar contradicciones apreciables por el electorado, que puedan provocar una sensación de falsedad. Basta que exista un elemento de desconexión para que se desmonte toda la estructura. Así pues, antes de elegir la vía de trabajo es necesario trazar la «USP» que será la columna vertebral que permita articular después los distintos componentes. 

    A partir del conocimiento y posterior análisis de los rivales puede llegar a constituirse una oferta que cumpla una doble función. Por un lado, desmontar los principales argumentos en los que se basan los competidores y, por otro, desarrollar una serie de alternativas originales a las que nadie pueda ofrecer resistencia alguna. 

    Robert Wirthlin, responsable de la campaña de Ronald Reagan en 1984, considerada como modelo de estrategia de marketing político unida al máximo aprovechamiento de los avances tecnológicos, puso en marcha en aquella ocasión la que denominó «Investigación sobre la oposición». La técnica consiste en la minuciosa elaboración de informes relativos a todos los aspectos relacionados con la vida privada, la actividad profesional y las ideas de los candidatos rivales. Todo este material memorizado en un ordenador puede ser revisado de manera casi instantánea para intentar encontrar alguna fisura en el rival, después de que haya caído en alguna contradicción entre lo dicho y la realidad. El candidato, con ese bagaje, podrá contraatacar y sorprender a buen seguro a su oponente, debido a la rapidez de la respuesta y a la fidelidad de la documentación. 

    El caso más reciente y sin duda el más significativo de trabajo de «Investigación sobre la oposición» lo llevó a cabo el Partido Republicano en la campaña de Bush contra Dukakis en 1988. Los republicanos gastaron 1.400.000 dólares (alrededor de ciento cincuenta millones de pesetas) en elaborar un libro en el que se recogía el resultado del «buceo» en los últimos veinticinco años de la vida de Dukakis, a través, sobre todo, de lo aparecido en los periódicos. Gracias a esos datos, se pudieron extraer las ideas más contradictorias de Dukakis y lanzarlas en su contra a lo largo de la campaña. 

    El libro se tituló The Hazards of Duke (Los riesgos del duque), en el que se realizaba un doble juego de palabras con Dukakis-Duke y con el nombre de una vieja telecomedia titulada The Dukes of Hazzard en la que se narraban las barbaridades de una familia (los Duke) que habitaban en la localidad de Hazzard, aficionados a la velocidad y a la diversión, y empeñados en hacerles la vida imposible a los políticos de la zona, caracterizados por su ineptitud y torpeza. 

    Finalmente, el libro se distribuyó entre todos los periodistas y analistas políticos del país y se realizó incluso una versión reducida de cinco folios que se repartió entre más de 25.000 personas. En su interior se hallaban las silver bullets («balas de plata») que Bush iba a utilizar en su duelo con Dukakis, desde las declaraciones del líder demócrata contra la jura de la bandera por parte de los profesores, hasta su toma de posición en favor de los permisos para los presos comunes. 

    Otra técnica basada en la observación de los candidatos rivales es la que desarrolló por vez primera en 1968 John Maddox para la campaña de Richard Nixon. La denominó «Diferencial Semántico». Mediante este sistema se podía diseñar la curva del «presidente ideal», conociendo los principales valores y defectos de sus oponentes, y pudiendo con ello determinar qué factores de la personalidad del candidato es conveniente reforzar. 

    La idea de Maddox era la de buscar siete parejas de adjetivos completamente contrapuestos que reflejaran aspectos físicos, morales e ideológicos de los políticos en cuestión. Después se realizaba un sondeo de opinión seleccionado en el que se pedía a los encuestados que dieran una puntuación de 1 a 7 sobre cada pareja de calificativos. El 1 signifícaba el valor negativo y el 7 la máxima escala de positivo. EI 4 se convertía en el punto de equilibrio entre ambos adjetivos. 

    Una vez obtenida una muestra representativa se podía dibujar la «Curva del candidato» y compararla con las de los rivales. En las curvas, por arriba y por abajo del valor 4, podían observarse los diferentes desfases de personalidad de cada caso y, por tanto, obrar en consecuencia. 

    El conocimiento exacto del electorado es una de las bazas fundamentales que puede manejar un candidato de cara a unas elecciones. Los pollsters (encargados de diseñar e interpretar las encuestas) se han convertido en los elementos cruciales en el desarrollo de las campañas electorales. Nombres como los del republicano Richard Wirthlin o del demócrata Patt Caddell han pasado a la historia de la política norteamericana casi con el mismo prestigio que lo han hecho líderes significativos. Hoy  en día, las encuestas son un material irreemplazable en una campaña. En Estados Unidos las encuestas comienzan a hacerse antes incluso de que se designen los candidatos de cada partido. Según la situación y las opiniones de cada grupo social, los partidos suelen designar el nombre más apropiado para garantizar el éxito. 

    Posteriormente, las encuestas sirven también para establecer los temas en los que se va a basar argumentalmente la campaña. Esta fase se considera absolutamente decisiva, ya que de la adecuada o no selección de las cuestiones va a depender en gran medida el grado de seguimiento del líder por parte de la población. 

    Quizá la experiencia más avanzada que se conoce en el campo de las encuestas sean los tracking-polls. Se trata de sondeos que comienzan a realizarse cuatro o seis semanas antes de la votación final. La encuesta se realiza sobre muy pocas preguntas. En general se interroga al electorado sobre el sentido de su voto, lo que saben los candidatos y la impresión que tienen del desarrollo de la campaña. Cada noche, a través del teléfono, se realizan ciento cincuenta entrevistas. Los resultados se suman a los de las jornadas anteriores para poder tener idea de las tendencias entre las que se mueven los electores. De esta forma se puede llegar a tener una información constante y actualizada de gran valor estratégico. 

    Desde la llegada de «los investigadores motivacionales», los publicitarios descubrieron la importancia de los estudios de mercado para sacar la máxima rentabilidad a la venta de cada producto. Así llegaron a acuñar la expresión Nose-counting, para calificar esa búsqueda por el conocimiento de la situación del mercado. La traducción literal al castellano que podemos dar a esa técnica sería la de «Contando narices» y alude a la fragmentación de la población según sus peculiares características. Mediante el método Nose-counting se puede, por citar un ejemplo, determinar el porcentaje de chicas jóvenes, entre dieciocho y veinticinco años, de una determinada zona del país, que afirman tener una determinada opinión sobre una cuestión concreta. 

    Esta misma técnica, como es fácil imaginar, resulta especialmente útil en el mundo de la estrategia política. Algunas de las innovaciones tecnológicas más importantes aplicadas a la lucha electoral, como el PINS, que veremos más adelante, se fundamentan en este sencillo método que posibilita la máxima rentabilidad en los mensajes, ya que evita lanzar dardos a ciegas. Cada persona a la que se va a dirigir una comunicación puede ser estudiada a priori para garantizar que el mensaje va a surtir efecto; o al menos se tienen más posibilidades de que llegue en las mejores condiciones posibles. 

    Por un procedimiento similar, aunque a la inversa, se ha desarrollado una técnica que se ha convertido en una de las modas más recientes en el mundo de los medios de comunicación en la última década. Es el enfoque de Usos y Gratificaciones. Según esta idea, los medios de comunicación pueden articular sus mensajes dirigiéndolos explícitamente a satisfacer las necesidades y preferencias informativas, educativas u ociosas de los receptores. Mediante completos estudios de mercado pueden conocerse las actitudes, las costumbres, los hábitos y las preferencias de una población. Una vez analizado todo ese caudal de datos, esa misma población podrá encontrarse con medios hechos específicamente a su medida. 

    La técnica de Usos y Gratificaciones ha tenido resultados comerciales sorprendentes pese al elevado coste de su mantenimiento, que obliga a realizar chequeos continuos sobre las posibles desviaciones de la audiencia con el fin de incluir las consiguientes correcciones en los mensajes. 

    La estrategia electoral ha adoptado casi desde su establecimiento este enfoque como una vía directa para conectar con la población. Políticamente tiene el inconveniente de que los principios ideológicos pasan a segundo plano, frente a los intereses electorales. La mayoría describe a través de los sondeos qué medidas políticas desea que se tomen, y los partidos que siguen la técnica no tienen más que incluirlas en su programa. 

    Junto al citado enfoque de Usos y Gratificaciones, posiblemente la corriente de análisis de los medios de comunicación más desarrollada en los últimos años sea la de Fijación de Agendas. Esta concepción parte de la hipótesis de estudiar los elementos de conocimiento y discusión que circulan dentro del entramado social a partir de la investigación de la oferta temática que incluyen los medios de comunicación que ¡impregnan ese colectivo social. 

    Ya en 1963, B. C. Cohen escribía en unos textos de la universidad norteamericana de Princeton35 que «puede que la prensa no siempre tenga éxito en decirle a la gente lo que ésta debe pensar, pero sí lo tiene en indicarle sobre qué debe pensar». 

    Según la concepción de los medios como creadores de agendas, ya no tiene mucho sentido la tradicional consideración de los mismos como condicionadores y conformadores de opinión en aquellas personas sometidas a su efecto. El desarrollo cultural de buena parte de la civilización occidental y el gran cúmulo informativo en circulación ha hecho variar el sentido y la función social de los medios. 

    Esta filosofía ha tenido un especial reconocimiento con el impacto generalizado de la televisión. Este medio se ha llegado á constituir como el principal fijador de agendas de intereses de buena parte de la población mundial. La pobreza ideológica del medio, frente a su poder formal, unida a la brevedad y variedad que ha impuesto la estética televisiva, se adapta a la perfección a un modelo en el que lo importante no es lo que se dice, sino de qué se habla. 

    La estrategia política hace cada vez más uso de esta técnica, pues ha descubierto su rentabilidad de inmediato. Antes, cuando alguien ejercía el poder sobre un medio de comunicación, dedicaba sus esfuerzos a que ese medio reprodujera sus ideas por encima de todo. Ahora, la filosofía ha variado. Basta con hacer que el medio se dedique a escoger las cuestiones que la audiencia debe preocuparse y opinar. Seleccionará las que le interese y eluda las que no. Jamás nadie tendrá mala opinión, ni tampoco buena, de aquello cuya existencia no conoce. 

    Otra de las técnicas más en boga es la de colaborar abiertamente con los medios, convirtiéndose en fuente informativa de primera mano. Los partidos en períodos electorales se convierten en un torrente informativo abundante y continuo. A las redacciones de los periódicos llegan informes de todo tipo listos para su publicación, así como abundante material fotográfico. A las emisoras de radio llegan incluso grabaciones realizadas por los propios partidos en los mítines y discursos de sus candidatos. Igual ocurre en el caso de la televisión donde todo son facilidades. Los decorados y la luz se acomodan a sus necesidades y el servicio a sus redactores es de lo más completo. 

    De esta manera, por la vía del servicio, los partidos consiguen ejercer un férreo control sobre la información que, relativa a ellos, difunden los medios. Las emisoras de radio que carecen de medios para seguir la campaña de un candidato, disponen de su voz grabada pocos minutos después de haberse celebrado un mitin. En la cinta, facilitada por el correspondiente servicio de prensa, se ofrece el fragmento más interesante para aquel que lo ha seleccionado, es decir, el propio partido. 

    En 1980, dos asesores de Reagan, Beal y Achui, fueron encargados de realizar un estudio acerca del impacto que en la población tenían los debates electorales en televisión. Después de analizar y estudiar cuantas investigaciones se habían llevado a cabo concluyeron que no era tan importante el debate en sí como convencer a los medios de que Reagan había ganado el «combate electrónico». 

    Sobre la base de esta teoría, el equipo asesor decidió montar una operación consistente en simular la realización de un sondeo de opinión mientras se emitía el debate. Nada más acabar, los datos se computaban y se transmitían a los medios. Al acabar el debate, los periodistas podían conocer ya «la noticia». Ésta no era el desarrollo del debate, sino el resultado del estudio partidista: «Según la audiencia, había ganado Reagan». 

    Notas bibliográficas 

    1 Herbert Schiller, Los manipuladores de cerebros, Gedisa, Barcelona (1987), pág. 205. 

    2 Alex Grijelmo, «Los candidatos ajusían sus campañas...», en El País, Madrid (21 de mayo de 1987), pág. 15. 

    3 Joe McGinnis, Cómo se vende un presidente, Península, Barcelona (1972), pág. 27. 

    4 James Halloran, Los efectos de la televisión, Editora Nacional, Madrid (1974), pág. 125. 

    5 George Hills, Los informativos en Radiotelevisión, IORTV, Madrid (1983), pág. 33. 

    6 James HaUoran (1974), pág. 171. 

    7 Anthony Smith, La polííica de la información, Foado de Cultura Económica, México (1984), pág. 166. 

    8 Jay G. Blumler & Denis McQuaiI, Television in Politics, Faber and Faber, Londres (1968), pág. 301. 

    9 Larry J. Sabato, The rise ofpolitical consultans, Basic Book/Harper (1981), pág. 125. 

    10 Edwin Diamond & Stephen Bates, The spot, Massachusetts Institute of Technology, Cambridge (USA) (1984), pág. xi. 

    11 Paul Taylor, «Negatives ads becoming powerful political force», en The Washington Post (5 de octubre de 19¿6), pág. A7. 

    12 Ck. Paul Taylor (5 de octubre de 1986), pág. Al. 

    13 Diamond & Bates (1984), pág. 382. 

    14 Joe McGinnis (1972), pág. 30. 

    15 Francisco Izquierdo Navarro, La publicidad política, Oikos-Tau, Barcelona (1975), pág. 33. 

    16 Larry J. Sabato (1981), pág. 135. 

    17 Olivier Reboul, El poder del slogan (1978), Fernando Torres (ed.), Valencia (1978), pág. 249. 

    18 Olivier Reboul (1978), pág. 164. 

    19 Benesch y Schmandt, Manual de autodefensa comunicativa, Gustavo Gili, Barcelona (1982), pág. 52. 

    20 Joe McGinnis (1972), pág. 246. 

    21 Dale Carnegie, Cómo huhlar hk'n en ¡lúblico. Grijalbo, Barcclona (1986). 

    22 David Bernstein, La imagen de la empresa y la realidad, Plaza y Janés, Barcelona (1986), pág. 21. 

    23 Herb Schmertz, El silencio no es rentable, Planeta, Barcelona (1987), pág. 15. 

    24 David Bernstein (1986), pág. 277. 

    25 Olivier Reboul (1978), pág. 209. 

    26 Jesús Monroy y José Antonio LIorente, Comunicación y Organizaciones Empresariales, OIT-CEOE, Madrid (1984), pág. 76. 

    27 David Victoroff, La publicidad y la imagen, Gustavo Gili, Barcelona (1980), pág. 37. 

    28 Véanse Benesch y Schmandt (1982), pág. 151. 

    29 Lamberto Pignotti, La Supernada, Fernando Torres (ed.), Valencia (1976), ^ág. 136. 

    30 Joe McGinnis (1972), pág. 7.

    31 Vance Packard (1959), pág. 20. 

    32 Herbert Schiller (1987), pág. 208. 

    33 Herbert Schiller (1987), pág. 147. 

    34 Larry J. Sabato (1981), pág. 139. 

    35 Maxwell E. McCombs, en Moragas (1979), pág. 464. 

    6. Intenciones y efectos 

    El boom tecnológico 

    Si partimos de la evidencia, ya constatada, de que la irrupción y el posterior desarrollo de los medios audiovisuales, y en particular de la televisión, ha arrastrado importantes cambios y adaptaciones en la vida política, cabe plantearse hacia dónde va a derivar el proceso político con la anunciada implantación de las nuevas tecnologías de comunicaciones. 

    En su Manual de los Nuevos Medios, Dietrich Ratzke1 explica que «el conjunto completo de los nuevos medios ha tenido un desarrollo técnico tan rápido que tantos nuevos árboles no nos permiten ver el bosque, de tal manera que ahora la mayoría de los ciudadanos, incluso muchos miembros de gremios y comisiones, así como muchos políticos y empresarios, contemplan estos desarrollos sólo de manera secuencial. Sin embargo, es inevitable incurrir en decisiones erróneas si una amplia visión de conjunto carece de una información de base extensa y permanentemente actualizada». 

    Si difícil resulta, aún hoy, establecer con claridad el nuevo entorno electrónico que la tecnología va a poner a nuestra disposición de manera inmediata, más arduo resulta aun determinar las consecuencias sociales y políticas que se derivan de su implantación. Ahora bien, algunas líneas de futuro están ya esbozadas. 

    Para Harry Pross, «si partimos de la consideración de los mass media como portadores de símbolos, el papel clave corresponde a su desarrollo técnico»2. En efecto, la tecnología va a determinar y a condicionar las nuevas «reglas del juego» de la representación del mundo real que ofrecen los medios. En el caso del uso de estos nuevos medios en apoyo de la propaganda política, la relación está establecida desde hace casi tres décadas. 

    La extensión en el uso de modernos equipos para el control y diseño de las campañas electorales ha sido norma habitual a partir de entonces en los países desarrollados. En algunos, y volvemos una vez más al ejemplo norteamericano. estos métodos se planifican con una gran previsión respecto a la fecha de los comicios. Siguiendo este modelo, Roland Perry3, en su libro Elecciones por ordenador aporta los siguientes datos: 

    «En 1980, Ronald Reagan se convirtió en el primer político programado para ganar. Y este fenómeno tecnológico se repitió en 1984. Un equipo de técnicos políticos dirigidos por Richard Wirthlin, el estratega de la campaña de Reagan, utilizó un programa denominado PINS (Political Information System) que aumentó infinitamente las opciones del candidato utilizando sus tácticas para alcanzar la victoria y el más alto trofeo político: la presidencia. La función básica del PINS era simular las elecciones en un ordenador varios, meses, semanas, días y horas antes del tradicional primer martes de noviembre, día de las elecciones en 1980 y 1984 (...). El proceso completo de la fórmula PINS era circular y se basaba en datos del ordenador que se traducían en acciones sobre la opinión pública, cuyos resultados a su vez eran introducidos en el ordenador en un circuito de manipulación de expansión continua». 

    Las posibilidades del sistema parecen ilimitadas. Gracias a su aplicación, el error de estrategia puede quedar eliminado. Antes de realizar cualquier acción, con unas horas de antelación, se puede Ilevar a cabo un pilotaje previo que indique si en caso de tomarse esa decisión, su puesta en marcha sería bien o mal recibida. De la misma manera, se puede conocer en cada instante la eficacia general de la campaña y adaptar las diferentes actividades en busca de una mejora de los resultados previsibles, que, de esta forma, pueden controlarse casi al milímetro. 

    Con vistas al futuro, Perry afirma que «no importa con qué problema se tenga que enfrentar una campaña, el sistema del ordenador será capaz de afrontarlo y, por lo menos, de presentar una táctica y una estrategia para solucionarlo. El tiempo nos dirá si el estratega del futuro será capaz de hacer los cálculos adecuados cuando se presente un obstáculo aparentemente  insuperable»4

    En el terreno televisivo, la llegada de las nuevas tecnologías supone una auténtica revolución en su desarrollo, que había alcanzado ya casi una cota máxima de extensión, al menos en los países avanzados. A través del monitor empezarán a llegar al hogar tal cantidad de vías de comunicación que pueden superar con gran diferencia la capacidad receptiva del usuario: sistemas de difusión por cable y satélite, desarrollo del videodisco y de formatos reducidos de videocasete, extensión de redes videográfícas a través del videotexto y del teletexto y, como la más abierta de todas las expectativas, la convergencia de Internet y los contenidos televisivos. 

    Este nuevo abanico de posibilidades de recepción, al que se ha bautizado como Televisión Opcional, obliga al espectador a una exposición selectiva, debido a su abundancia y variedad. El usuario se verá condicionado a optar y es en ese punto donde se producirá un nuevo cambio. Esa selección tenderá lógicamente a dirigirse hacia aquellos contenidos por los que cada telespectador se sienta individualmente más interesado. A esa individualización del seguimiento de la televisión ayudará, por otro lado, la extensión y abaratamiento de pequeños equipos de recepción, al igual que ocurriera hace un par de décadas con la radio.  La selección individualizada de los contenidos lleva en línea recta hacia una fragmentación de la audiencia en multitud de públicos diferentes. Este proceso ya se ha empezado a producir en aquellos lugares en los que la avalancha de medios ha comenzado a actuar. 

    En 1976, en Estados Unidos, las tres grandes cadenas de televisión que cubrían todo el país (networks), es decir, la ABC, CBS y NBC, se repartían el total de la audiencia, dejando para las pequeñas emisoras independientes un porcentaje mínimo. En 1984, las networks habían reducido su implantación al 78 por 100. En 1988, su cuota de mercado era ya del 60 por 100. En 2000 su porcentaje de control era inferior ya al 50 por 100. ¿Dónde está el resto de telespectadores? Fundamentalmente, en los nuevos canales temáticos y las pequeñas emisoras locales de mayor especialización. 

    La tecnología del cable se ha extendido como la espuma. En cualquier ciudad norteamericana y a muy bajo costo pueden adquirirse los servicios de dos o tres decenas de canales distintos, en su inmensa mayoría especializados en áreas de interés concreto. Por si esto fuera poco, el cable permite el establecimiento de una vía de retorno que comunique directamente al emisor y al receptor. La llegada del fenómeno de Internet abre un nuevo camino aún por delimitar. La fusión de la tecnología de la televisión con todo el mundo de los ordenadores abre una expectativa difícil de atisbar en sus horizontes más lejanos.

    William Meyers 5 ha afirmado que «algún día no muy lejano los ciudadanos de Estados Unidos podrán estar en condiciones de participar, por sí mismos, en programas transmitidos por cable relacionados con asuntos propios de su comunidad, invirtiendo su receptor, hablando desde su aparato para expresar sus opiniones, actitudes y creencias desde la comodidad de sus salas de estar». 

    La técnica ya lo contempla. Sólo resta un breve lapso de tiempo y la voluntad política de llevarlo a cabo. La democracia directa e instantánea será viable en un corto espacio de tiempo. Los ciudadanos podrán, desde su casa, participar directamente en la vida política y social y ser consultados sobre cualquier cuestión sin prácticamente costo alguno. La democracia se abarataría, aumentaría la fiabilidad de los resultados electorales y las consultas podrían extenderse a cuantas cuestiones se deseara. 

    Varias preguntas surgen a partir de esta afirmación. El futuro de las instituciones parlamentarias y de los órganos ejecutivos se vería afectado, y algunos de ellos deberían modificar sus funciones so pena de verse obligados a desaparecer. ¿Habrá voluntad política de asumirlo? 

    Este aparente triunfo de la tecnología, unido a los fenómenos analizados que se refieren a las posibilidades de manipulación de los mensajes transmitidos a través de los medios, nos lleva a reflexionar sobre la cuestión clave. Anteriormente recordábamos la publicación, hace casi treinta años, del libro Los persuasores ocultos de Vance Packard. En la obra, Packard analizaba los peligros derivados de la entrada en el mundo de la comunicación de especialistas en el uso de técnicas motivacionales publicitarias, lo que abría una nueva etapa en la relación entre los creadores de mensajes manipuladores y los ciudadanos ajenos a las intenciones de esos «persuasores ocultos».  En el texto, Packard muy lejos aún de conocer el hoy llamado boom tecnologico, ya vislumbraba los posibles peligros del desarrollo futuro de estas técnicas unidas a los avances científicos que parecían adivinarse. Sus palabras, treinta años después, tienen especial significado: 

    «Los aviones, los proyectiles y las herramientas mecánicas ya son guiadas por cerebros electrónicos, y el cerebro humano (que es en esencia una máquina de calcular) también puede serlo. Ya los hombres de ciencia han cambiado el sentido del equilibrio humano mediante el biocontrol y han conseguido que animales con el estómago lleno sientan hambre y tengan miedo cuando no hay nada que temer (...). Estoy seguro de que los psicoterapeutas de hoy se espantarán ante la perspectiva de que se cometan indignidades con el hombre. Ellos, en su mayoría, son gente decente y simpática, producto de nuestra época, despiadadamente progresista. La mayoría quiere influirnos sólo un poquito, para vendernos un producto que puede parecernos útil o difundir entre nosotros ideas que pueden ser totalmente valiosas. Pero cuando uno se pone a manipular, ¿cuándo se detiene? ¿Quién determinará el punto en el que la manipulación se hace socialmente indeseable?» 

    El tradicional debate entre investigación científica y ética llega, ahora, al campo de la comunicación, donde hasta este momento las discusiones deontológicas profesionales apenas habían avanzado más allá de la clarificación del concepto de «objetividad informativa». En buena medida, los tecnólogos tienen la palabra, pues de ellos, o mejor dicho de las empresas y países controladores de la nueva tecnología, va a ser de quienes dependa la toma de las decisiones más importantes. 

    Por los ejemplos citados a lo largo de este trabajo, hemos podido comprobar la fascinación que ejerce la utilización de sofisticadas técnicas persuasivas entre la clase política. Su responsabilidad será controlar ahora aquello que han fomentado y que en algunos aspectos ha hecho variar hasta los fundamentos de la ciencia política, alejando los valores ideológicos en beneficio de los mecanismos de promoción pública. 

    De la información al espectáculo 

    Entre las anécdotas que mejor pueden describir qué es, cómo funciona y hacia dónde se dirige la información televisiva en el mundo actual hay una en Gran Bretaña especialmente clarificadora. Se refiere al supuesto de qué ocurriría hoy en caso de producirse una noticia de interés generalizado, como pudiera ser la presentación a la prensa de «Los Diez Mandamientos» una vez que Moisés bajara del Monte Sinaí. 

    Según el relato7, qué duda cabe de que todas las televisiones del mundo estarían allí para recoger las primeras impresiones. Al llegar Moisés, todo un ejército de agresivos periodistas intentaría sonsacarle los detalles más intrincados. Moisés mostraría las tablas y explicaría su contenido. 

    Visto y no visto, los equipos móviles abandonarían el lugar y, a toda velocidad, recorrerían las carreteras hasta llegar al centro del montaje y transmisión. Con toda la celeridad posible realizarían una apresurada edición en la sala de magnetoscopios. 

    Con total seguridad, los espacios informativos de media tarde del mundo entero incluirían la noticia. En un lugar cualquiera, el locutor de turno iniciaría el programa: «Buenas tardes. Hoy, Moisés ha regresado de su ascensión al Monte Sinaí. Con él ha traído unas tablas que recogen lo que llama Los Diez Mandamientos. ¡Éstos son los tres más importantes!» 

    Es difícil determinar qué respeta hoy en día la televisión. Su poder es tal que ha renunciado hace mucho tiempo a adaptarse a las realidades. Éstas serán las que tendrán que modificarse si quieren tener cabida en la pantalla. Evidentemente, no habría sido culpa de la televisión el que Moisés bajara con diez Mandamientos y no con algo más breve. De haberse producido estos hechos en la actualidad, Moisés hubiera tenido que negociar con el Señor la reducción de las tablas para satisfacer al poderoso «dios electrónico». 

    Furio Colombo, en su obra La realidad como espectáculo, mantiene la idea de que «la televisión, más que crear divos (como le parece a primera vista al ojo crítico educado por los otros medios de comunicación de masas, y especialmente por el cine), propone como verdadera diva, sobre todo, a sí misma. Lo demuestra (también) la duración brevísima, efímera, del personaje televisivo (el nombre, el rostro, el recuerdo popular) en comparación con el divo del cine». 

    El propio Colombo en otro de sus libros, Rabia y Televisión 9, justificaba la permanencia de la mitificación del medio con la idea de que «la televisión es un instrumento que se autogarantiza. Todo lo que se emite aparece magnificado, da la impresión de que lo que cuenta es el suceso, el universo, el centro». Es de prever que todo este proceso se vea además incrementado con el desarrollo tecnológico que, precisamente, ha escogido al televisor como el centro nodal de toda una serie de nuevos servicios. Es más que probable que la curva ascendente desde la aparición del medio de su dominio informativo no sólo no se detenga, sino que aumente considerablemente con el crecimiento de Ia oferta audiovisual. 

    Esto quiere decir que la información, la actualidad, va a tener que adaptarse aún en mayor medida a los imperativos electrónicos para poder alcanzar la categoría de noticia televisiva. «No tener una idea y poder expresarla: eso hace al periodista», escribía Karl Kraus a comienzos de este siglo 10. Esta es la misma filosofía en la que se basa la televisión. El triunfo de la forma sobre el fondo es su sello distintivo. La Comuna de París, en plena Revolución francesa, se refería en su edicto de proclamación al papel de los que denominaba «envenenadores de la opinión pública». Cabría pensar qué calificativo plantearía un movimiento revolucionario semejante a la hora de valorar la ideología electrónica en la que se basa la televisión en la sociedad actual. 

    Según hemos visto con anterioridad, el poder expresivo de la televisión parte de una serie de principios ineludibles, derivados de la supremacía de la imagen sobre el texto, de la forma sobre el fondo. Su escasa capacidad para la transmisión de ideas o conceptos dificulta a menudo la inclusión de un determinado tipo de informaciones. 

    Los criterios de valoración de las noticias en un informativo de televisión son sensiblemente diferentes a los que puede emplear la prensa e, incluso, la radio. Para que un hecho sea considerado noticia en televisión debe tener imagen, de lo contrario, la información quedará apagada pese al posible interés del texto. Esta preocupación por buscar imágenes a toda costa ha hecho variar los criterios lógicos de valoración, convirtiendo en más importante un hecho en la medida en que las imágenes que lo apoyen sean más o menos atractivas. 

    Cada día se producen en el mundo infinidad de acontecimientos luctuosos. La televisión los mira con especial atención, siempre y cuando una cámara haya captado el hecho trágico. Si no lo ha conseguido, esa misma atención se transforma en un humillante desprecio por las situaciones más dolorosas. 

    El proceso lógico no puede derivar más que en una consecuencia. Los telediarios de medio mundo buscan afanosamente imágenes espectaculares que aumenten el interés de su show, pues de eso se trata. La información deja paso al espectáculo y por tanto los acontecimientos sólo son noticiables si poseen un cierto impacto icónico. 

    Bajo este punto de vista, la validez del mensaje televisivo informativo queda de nuevo en entredicho. Furio Colombo 11 planteaba esta misma cuestión y afirmaba que «el televisor hace las veces de testigo, de notario, de autentificación, de prueba final de aquello que está sucediendo. Utilizar el registro a plena pantalla cuando una bomba hace saltar por los aires incluso al propio reportero, es el expediente más extraordinario de declaración sobre la realidad. Jamás la cita de la verdad ha estado tan cerca de convertirse en repetición y reedición del hecho. La tensión se hace enorme, la compasión profunda, y la participación casi total. Casi. Porque, al añadir pantalla a pantalla y hacer la televisión frente a sí misma, se le da al espectáculo noticia una notable plenitud, pero también una falsa rotundidad. El impresionante documental es un hermético recipiente de sí mismo». 

    La búsqueda de lo espectacular ha creado además un nuevo problema. José María Valle ha señalado que «lo espectacular ha llegado a ser un valor primordial en la atención selectiva del espectador de televisión. Espectacular significa extraordinario, algo que no está en la esfera de lo común y de alguna manera choca con nuestras pautas habituales de conducta» 12. Ahora bien, la selección de lo extraordinario plantea un problema de límites. Para que algo impacte tiene que superar a lo anterior. En el caso de la violencia, por citar sólo un ejemplo, parece difícil saber cuál es el límite de sensibilidad que supere lo que ya se ha visto. 

    Valle ha bautizado con el nombre de «imágenes-tatuaje» a esas filmaciones que por su fuerza expresiva consiguen superar el umbral de lo ya conocido: «En estas condiciones, y de forma extraordinaria, algunas imágenes pueden tener tal impacto en la sensibilidad del espectador que se imprimen en su memoria como una especie de tatuaje emocional de persistencia variable. En algunos casos estas imágenes y sonidos nos impresionan hasta tal punto que pueden acompañarnos durante el resto de nuestra vida». 

    A estos elementos hay que añadir el hábito adquirido de recurrir siempre a lugares comunes. Cuando un hecho o una serie de acontecimientos «funcionan» en televisión, ésta no olvida, y suele insistir una y otra vez en ellos con la seguridad de que va a encontrar un material que cumple las condiciones exigidas. Así se produce el efecto, padecido por todos, de tener la sensación de haber visto las mismas noticias y a las mismas personas multitud de veces. La «creación de agendas» influye no sólo en el espectador que ha de soportar que siempre se le hable de lo mismo, sino también en el medio que reitera una y otra vez lo ya conocido. 

    Todas estas consideraciones son aplicables de manera especial al caso de la política, más aún en período de elecciones. Los partidos se han reconvertido sin resquemor alguno ante el impulso de los medios audiovisuales, deslumbrados por su capacidad de convocatoria y su manipulable verosimilitud. 

    El uso de los medios de comunicación es hoy en día una de las preocupaciones primordiales de los gobiernos de todo el mundo. EI responsable de su control se sienta ahora en igualdad de condiciones con los ministros que tienen a su cargo los departamentos tradicionalmente más significativos. 

    En el proceso revolucionario que acabó con la dictadura de Ceaucescu en Rumanía, en 1989, los estudios de la televisión estatal se convirtieron en centro primordial de la batalla. El nuevo gobierno se instaló en un plató y, desde allí, en directo, informaba a la población de la marcha de los acontecimientos e, incluso, no dudó en solicitar la ayuda popular cuando sus componentes se sintieron amenazados por un posible ataque de las fuerzas leales al dictador. 

    La transformación en «espectáculo televisivo» hacia la que parece avanzar la democracia electrónica ha arrastrado serias rémoras en el desenvolvimiento de la vida política. Roland Cayrol, en su trabajo La Televisión y las Elecciones13 ha fijado el que quizá sea el factor más preocupante, al señalar que «no sólo el discurso político tradicional de la derecha y de la izquierda han tenido que adaptarse al dominio de la televisión, sino que, al adaptarse, los discursos políticos han tenido también que transformarse (...). El objetivo de los candidatos y de los partidos que salen en televisión consistirá, evidentemente, en conseguir que sus votantes habituales les reconozcan, pero también consistirá en recuperar unos electores moderados, esos ciudadanos dubitativos que podrían muy bien inclinarse a su favor si los otros candidatos parecen menos seductores. Ahora bien, seducir a los moderados quiere decir, desde luego, adoptar todo el arsenal del espectáculo empleado en la seducción, aunque también equivale al mismo tiempo a suavizar, edulcorar los aspectos más controvertidos de las posiciones políticas del candidato que desea llevarse los votos fluctuantes». 

    La influencia de la televisión en el resultado de las elecciones 

    Un conocido comentarista político norteamericano, Mark Shields, ha narrado una curiosa historia acaecida, según su versión, en el estado de lowa 14. Un fin de semana previo a las elecciones, uno de los clásicos «pelmazos» que suelen merodear por las sedes de los partidos en épocas electorales, se dirigió a la oficina demócrata de una pequeña localidad rural. 

    Allí se encaró con el representante demócrata, muy ocupado en ese instante. Exigió hablar con él, y éste le atendió por fin. El pelmazo le mostró su indignación porque afirmaba que se había dado cuenta de que en el pueblo la gente ni siquiera sabía que había elecciones. Como solución proponía recorrer las calles con un camión que llevara música, altavoces y banderas. 

    En la oficina demócrata le intentaron convencer de que el método no resultaría muy eficaz por sí solo, y que a ellos les constaba que la gente sí tenía información suficiente sobre los comicios. La testarudez del apasionado voluntario no se veía superada por ningún razonamiento. El camión era la solución. 

    En plena desesperación, un miembro del comité le dijo: «Mira, sólo disponemos de cien dólares. Vete a ver a tu cuñado, el del garaje, y si él te alquila un camión por ese dinero haz lo que te dé la gana». De tal forma que durante todo el fin de semana un camión recorrió sin parar toda la localidad pidiendo el voto al Partido Demócrata. 

    Las elecciones se celebraron. Los demócratas obtendrían ese año sus mejores resultados de varias décadas. Ganaron en los sitios claves por una clara ventaja sobre los republicanos, incluso en lowa. Al día siguiente, el pelmazo visitó de nuevo la oficina demócrata. Al ver al miembro del comité, se acercó a él luciendo una sonrisa de oreja a oreja, le dio una buena palmada en la espalda y le dijo: «¿Has visto cómo yo llevaba razón? ¡Ha sido gracias al camión!» 

    Lo interesante de la anécdota no es ya el empecinamiento del amigo demócrata, sino la imposibilidad de sacarle de su cabezonería. Nadie puede, después de unas elecciones, cuantificar y fijar los motivos exactos por los que una colectividad, uno a uno y de manera secreta, ha tomado una decisión determinada. Todos los análisis políticos y sociológicos, todas las valoraciones y todas las encuestas no son más que meras aproximaciones, más o menos voluntariosas, a una realidad que por compleja resulta inescrutable. 

    Si es difícil determinar, globalmente, las justificaciones de un resultado electoral, más arduo resulta aún aislar la posible influencia de un factor determinado, en nuestro caso los medios de comunicación y, sobre todos ellos, la televisión. La explicación inicial a esta impotencia científica es evidente. Como ha indicado Christian Doelker 15, «probablemente nunca será posible que la ciencia obtenga unos resultados definitivos acerca de la problemática de los efectos producidos por los medios, por la sencilla razón de que los distintos factores no pueden ser aislados». 

    Teniendo en cuenta la difusión de elaborados mensajes subliminales, resulta imposible determinar cuándo aflorarán de nuestro subconsciente. Ni siquiera una encuesta realizada con el máximo rigor y con la garantía de que una a una las personas sondeadas dijeran toda la verdad podría marcar con claridad la eficacia propagandística. Muchos de los mecanismos de persuasión llegan y se manifiestan en nosotros eludiendo la vía de la razón. 

    En el caso de la comunicación política el fenómeno es aún más complejo. Cuando un producto comercial sale a la calle, la eficacia publicitaria se puede sospechar sobre la base de la mayor o menor venta del producto. En el caso, por citar un ejemplo, de la emisión televisada de un espacio de propaganda electoral no sería suficiente medir su influencia en la simple comparación entre los resultados previstos y los obtenidos en las urnas. James Halloran16 plantea este problema con claridad al afirmar que «es un error el confundir la ausencia de cambios, en el sentido de que la gente no pase de una posición favorable a una contraria después de ver un programa, con la falta de influencia de dicho programa. El programa puede confirmar o reforzar las posiciones de actitudes previas o, por el contrario, la actitud puede ser modificada en intensidad». 

    Otro problema añadido es el del origen de las influencias. Estas parten de ciudadanos que buscan una reacción determinada en un grupo social concreto. Ahora bien, estos ciudadanos no son ajenos a los posibles efectos de otras campañas de persuasión. ¿Quién o qué influye a los influyentes?, se preguntaban Katz y Lazarsfeld17. Responder a esta pregunta nos haría recorrer un camino que volvería de forma ineludible al mismo punto del que partíamos. Una sociedad intercomunicada crea unos vínculos de relación y de influencia que imposibilitan su estudio en laboratorio como si de una fuerza de un solo signo y con una intensidad mesurable se tratara. 

    A la vista de lo peligrosas que son las disquisiciones inacabables, Anthony Smith, una autoridad en la materia, decidió armonizar ambas convicciones, la de que algún tipo de efecto debe producirse en los procesos de persuasión social a través de los medios de comunicación y la dificultad para determinar su eficacia. Para ello se basó en la Segunda Ley de la Termodinámica y concluyó 18 que «podemos conocer la posición de cualquier cosa en cualquier momento, pero no la dirección que lleva; o podemos detectar su dirección, pero sin que podamos saber dónde está el objeto». 

    «La evidencia sugiere que los medios de comunicación de masas no tienen efecto directo en las actitudes políticas», opinaba en 1964 el profesor británico A. H. Birch 19. Y a su vez Gerald Geenberg, uno de los managers del político norteamericano George Bush, padre 20, afirma que «La propaganda en televisión decide en un sesenta por ciento el resultado de la competición electoral». 

    Entre estas dos valoraciones, cabría toda una serie de declaraciones que se alinean en uno u otro campo. Ello no corrobora más que la comprobación de que, por un lado, ningún método científico ha podido demostrar la influencia o no de los mass media en las elecciones y, en segundo lugar, que casi nadie se resiste a opinar sobre la cuestión. Ahora bien, si no podemos dar una clara respuesta al interrogante principal, sí que podemos detenernos en el estudio de algunos aspectos, los cuales una vez reunidos nos pueden dar una tendencia nítida de la situación del fenómeno. 

    Un primer dato: la participación. En la mayor parte de los países occidentales la «edad dorada de la televisión» no ha influido en el aumento o descenso de la participación electoral. Las cifras de abstencionismo no han sufrido aparentemente influencia alguna. Dowse y Hughes han observado cómo «en los últimos años de la década de 1920 y en los años treinta, el gran incremento de los temas tratados por la radio permitió a las personas de inferior nivel educativo disponer de más información política, y la radio consiguió aumentar la participación popular en las elecciones. Pero la televisión no ha tenido el mismo impacto. En la década de los cincuenta la gama de temas tratados aumentó enormemente, pero ni la participación ni el interés aumentaron»21

    Sin embargo, en algún aspecto ha tenido que incidir ese aumento considerable cuantitativo y cualitativo de la oferta informativa que se ha vivido en las últimas décadas. Efectivamente, puede que no haya hecho aumentar la participación en las urnas, pero quizá sí ha alterado otras situaciones. 

    Varias manifestaciones avalan esta posibilidad. Un caso claro puede ser el de España, donde los cambios abismales vividos en el mapa político de nuestro país demuestran que la mayor parte de la población no tiene unas afinidades partidistas claramente marcadas. En cada convocatoria, las subidas y bajadas de votos favorecen la idea de esa falta de convicciones entregadas a una causa concreta. Falta, eso sí, un detalle. La dictadura impidió, aparte de otras actividades mucho más importantes, que pudiéramos hacer algún tipo de análisis comparativo con respecto a las últimas décadas. 

    Es indiscutible, y cualquier estudio de hábitos de seguimiento de los medios así lo corrobora, que la actitud selectiva ante la oferta informativa es muy variable, en beneficio siempre de las clases cultural y económicamente más desarrolladas. Parece lógico pensar, como afirman Benesch y Schmandt 22, que «quien está mal informado es más susceptible de ser manipulado. Se le puede contar cualquier cosa, es la condición previa para la acción manipulativa». 

    A partir de esta doble aseveración cabría, sin embargo, extraer un razonamiento que Jay G. Blumler consideraba como una posibilidad de impermeabilidad ante los mensajes manipuladores por parte de las personas más desprotegidas. Blumler23 planteaba que «los votantes flotantes deberían estar abiertos a influencias externas. Pero a causa de que la mayoría de ellos tienen tan sólo un ligero interés en la política, suelen prestar una atención marginal a los asuntos políticos a través de los medios de información. En consecuencia están protegidos de la influencia de éstos por su apatía e indiferencia. Pero, ¿qué pasaba con el resto del electorado? Se infirió que cuando estaban siguiendo una campaña buscaban principalmente los mensajes que emanaban de sus propios candidatos y partidos. Así pues, también estaban a salvo de la influencia de los medios. Incluso si se diera la casualidad de que recibieran propaganda de alguna fuente política extraña la interpretarían normalmente a la luz de sus opiniones y lealtades». 

    La segunda parte del planteamiento de Blumler abre un nuevo campo de exploración. En efecto, las personas con formación política suelen partir de unas convicciones que le dirigirán o alejarán de unas y otras opciones. Por otro lado, como función de refuerzo de esas tesis ya asumidas estaría otra comprobación que es la de que las personas comparten en alto grado sus opiniones con aquellas otras que les rodean. 

    Surge, pese a todo, una nueva cuestión: ¿En qué medida esas convicciones políticas son invariables? La pregunta, una vez más, no tiene una contestación única. Dowse y Hughes 24, por ejemplo, han observado que «la gente parece de hecho estar más dispuesta a cambiar sus opiniones por las de su partido que a cambiar de partido. Por tanto, concluimos que la opinión privada es sólo uno de los factores subyacentes a una preferencia electoral, de modo que no podemos afirmar que la gente se sirva de las elecciones para transmitir sus opiniones o preferencias políticas, puesto que un número sustancial de personas no tiene ninguna». 

    Pero no termina ahí la cuestión. Porque, mientras tanto, estamos olvidando que la clase política también evoluciona y desarrolla sus tácticas de captación de nuevos votantes. Si partiéramos de la inocente creencia de que la mayoría de las personas tiene claras sus ideas y éstas son inalterables, no tendría sentido m siquiera la celebración regular de elecciones, ya que los resultados serían siempre los mismos. 

    Los partidos preparan sus maniobras, y una de las más significativas de las últimas décadas es la de indefinir su ideario político. Con este planteamiento, el votante, aunque quiera ser fiel a sus ideas, tendrá serios conflictos para distinguir unas ofertas de otras. Roland Cayrol 25 ha explicado con acierto que «el objetivo esencial de una campaña de televisión se convierte, por tanto, en el hacerse valer por sí mismo, diferenciándose con respecto al otro o a los otros candidatos. Es necesario conseguir no dar una imagen completamente antagónica en los temas más controvertidos, pues en ese caso el elector más moderado se asusta y huye; vale más desmarcarse en cada tema, para que quede claro que existen dos partes en una contienda electoral». 

    No seria menos inocente pensar que los mecanismos de persuasión no parten de un conocimiento exhaustivo de la psicología humana. Aquel que diseña una estrategia de manipulación sabe que puede encontrar una reacción contraria en el individuo al que se pretende persuadir, sobre todo si advierte la aviesa intención. Por lo general, cuanto más libre se siente el individuo, estará en mejor disposición para ser manipulado. Kathleen K. Reardon 26 ha explicado el motivo, cuando ha señalado que «el nivel de autonomía del yo del persuadido ejerce influencia en el éxito de las apelaciones a Ja coherencia, a la pertinencia o a la eficacia. S¡ un individuo percibe que no tiene opción, las apelaciones a la coherencia están condenadas al fracaso. Este individuo no se considera a sí mismo responsable de su conducta incoherente si el contexto no le permite una conducta autónoma». 

    Una campaña electoral, según la legislación existente en cada país, viene a durar varias semanas. Una legislatura, en los países occidentales, entre cuatro y seis años, por término medio. ¿En qué momento exacto decide el elector cuál es su postura política? Según el tipo de convocatoria, en España el número de votantes indecisos al comienzo de una campaña electoral suele oscilar entre el 20 y el 30 por 100. Esto quiere decir que la inmensa mayoría de los votantes tienen decidido qué papeleta introducirán en la urna el día de las elecciones, antes incluso de que comience la campana electoral. Lazarsfeld 27 ha escrito que «en cierto modo, las modernas campañas presidenciales concluyen antes de empezar». 

    Pero incluso ese porcentaje de indecisos está, en buena parte, dirigido hacia unas opciones determinadas sobre las que duda. Existe un porcentaje mínimo, casi insignificante, de personas que no tienen idea ni siquiera aproximada de qué van a votar semanas antes del día señalado para la elección. Así pues, como ha señalado el propio Lazarsfeld en un sugestivo símil, «la campaña electoral es como el baño químico que revela las fotografías. La influencia química es necesaria para que surjan las imágenes, pero sólo pueden aparecer aquellas imágenes ya latentes en la placa»28

    Kurt y Gladys Engel Lang han ido aún más allá. Desde su punto de vista, «el período de campaña parecería ser menos un período de cambio potencial que uno de atrincheramiento político, un período en el que se reafirman anteriores actitudes (...). Los cambios en la opinión pública y en el clima político general pueden ser menos característicos en los días de excitación (campaña) que en los períodos de calma entre dos campañas»29

    Según esta concepción, generalizada entre la mayor parte de los investigadores del fenómeno, la campaña electoral, es decir, la propaganda que llevan a cabo los partidos a través de los diferentes medios, así como la información que estos mismos medios elaboran, no ejerce su influencia primordial en la modificación de las actitudes de voto, sino, por el contrario, tiende a potenciar las pretensiones ya existentes en los votantes. Los medios de comunicación durante la campaña refuerzan, más que convierten. 

    Este impulso de refuerzo puede además verse incrementado si coinciden otros factores. Tras su investigación sobre las elecciones en Alemania Occidental en 1976, EIisabeth NoelleNeumann 30 apreció que «cuando es posible contar con medios de comunicación de masas que fuerzan los impulsos cuando existe una elevada consonancia en la información y en los comentarios de los medios de comunicación, es decir, cuando en los medios de comunicación predomina una concepción determinada respecto a un acontecimiento, una persona o punto de vista controvertido, hay que suponer un efecto más intenso sobre el público, puesto que la percepción selectiva es mayor». 

    ¿Qué importancia entonces puede tener la televisión durante la campaña? Hay varias respuestas a este interrogante. En primer lugar, durante el periodo electoral la mayor actividad política, con la polémica que ello arrastra, se centra, como ya hemos tenido oportunidad de comprobar, en la televisión. Eso también atrae audiencia. A esta consideración se une un factor no menos importante. Lazarsfeld, en su ya clásica investigación llevaba a cabo en 1940 en Erie County, en Ohio, comprobó que «cuanto menos interesada está la persona, más tarde establece su decisión»31. En concreto, calculó que un 20 por 100 de los electores titubearon el tiempo suficiente como para ser considerados, al menos teóricamente, susceptibles a las influencias propagandísticas». 

    El propio Lazarsfeld, junto a Berelson y McPhee, repitió la investigación en posteriores eventos electorales. Tras las elecciones de 1948 establecieron una serie de conclusiones relativas a la relación entre exposición ante los mass media y la posibilidad de persuasión propagandística. Estas fueron algunas de sus observaciones fínales32: La exposición a materiales políticos en los mass media es más elevada en personas que prestan mayor atención general a los medios; por tanto, parece haber dos clases de exposición a la campaña; una minoría es atraída por interés activo, y la mayoría se ve expuesta por mera accesibilidad. Existe una cierta tendencia a leer y escuchar al propio bando. Cuanto mayor es la exposición a la campaña en los mass media, más interesados llegan a mostrarse los votantes y más vigorosos son sus sentimientos con respecto a su candidato. 

    Cuanto mayor es la exposición a la campaña en los mass media, menos votantes cambian de postura y más perseveran el día de las elecciones.  Cuanto mayor es la exposición a la campaña en los mass media, más correcta es la información que poseen los votantes respecto a la campaña y más correcta su percepción de la postura de los candidatos en las diversas cuestiones. 

    Reuniendo todo el material existente a lo largo de los años, Denis McQuail 33 ha Ilegado a tipificar las condiciones necesarias para que se produzcan cambios significativos de opinión o actitud, a través de los medios de comunicación, en campanas electorales: 

    - En la audiencia: Que se alcance una gran audiencia y llegue a los miembros apropiados de la audiencia. No debe haber antipatía o resistencia en esa audiencia. EI éxito es mayor si una corriente de comunicación interpersonal actúa en la misma dirección que la campaña. Que la audiencia vea el mensaje como pretendido por sus creadores y no selectivamente distorsionado. 

    - En el mensaje: Que no sea ambiguo y que resulte importante para la audiencia. El mensaje informativo es más efectivo que la campaña pro-cambio de actitudes u opiniones. Los temas más nuevos o distantes son los mejores para inculcar una opinión sobre ellos, cuando la gente no la tiene aún. Resultan mejor las campañas que piden una respuesta inmediata e invitan a la acción. La repetición del mensaje puede contribuir al efecto. Aunque no está suficientemente demostrado. 

    - En la fuente: Existencia de un monopolio o que todos los canales difundan un mensaje similar, aunque si es muy fuerte, esta situación puede crear desconfianza generalizada. Utilidad del principio del prestigio o credibilidad de la fuente. Condiciones variables de efecto de un medio a una fuente. 

    La clase política occidental ha asumido, en mayor o menor medida, la necesidad de actualizarse en el uso de la comunicación electrónica para abordar la contienda electoral en igualdad de condiciones. Esta asunción ha provocado serios cambios que han derivado en una auténtica mutación, hasta el punto de situarnos en la actualidad en un sistema político bien distinto, el de la «política televisada». 

    Diamond y Bates 34 a la hora de abordar las consecuencias de la influencia concreta de la televisión en los períodos electorales observaban ocho vías de transformación, aplicadas al caso norteamericano, pero, en su mayoría, ampliables al resto de los países occidentales. 

    - Alto costo económico de la campaña: Hacer televisión no es barato y ese gasto adicional cada vez se lleva más porcentaje de los costos de la campaña. Aquí sí hay una diferencia notable entre Estados Unidos y Europa, debido a la admisión de publicidad contratada por parte de las cadenas privadas, lo que dispara los gastos de promoción. 

    - La muerte de los partidos: La era de la televisión tiende a sustituir lo que fue el principal elemento de sustento de las estructuras de los partidos, el contacto directo con el pueblo. Cada vez esta relación se realiza en mayor medida a través de los medios y cada vez el candidato necesita menos apoyarse en la estructura del partido y más en organizaciones ajenas al mismo. 

    - El auge de los «pistoleros»: Con esta expresión, Diamond y Bates se refieren a la ola de asesores profesionales que recorren el país trabajando para aquel que quiera contratarles y que les pague, independientemente de cuál sea su ideología. 

    - La llegada de los «forasteros»: Aluden a la incorporación cada vez mayor al liderazgo de los partidos de hombres y mujeres provenientes de otras profesiones diferentes a la política. Hombres de negocios, ejecutivos de empresas, personajes de la cultura, estrellas del cine y de la televisión, deportistas, periodistas, astronautas..., han accedido a las elecciones en medio mundo saltándose a los profesionales de la política. «Un candidato puede llegar a abrumar al electorado sólo con su nombre y su cara», afirman Diamond y Bates. 

    - Reducción de la participación política: En el caso americano ya se ha empezado a evaluar un sensible descenso en la participación política que se avecina superior en los próximos años. En Europa se puede producir un caso similar, aunque aquí, el retraso vivido en el impacto televisivo puede dilatar un poco el comienzo del proceso. Lo cierto es que en todo el mundo occidental, los jóvenes, nacidos bajo el reinado de la televisión, tienden a participar políticamente en menor medida que los adultos. Esto va a provocar con los años un envejecimiento de la masa de electores y una reducción de la participación global, si se mantiene la tendencia. 

    - La degradación de los argumentos políticos: La televisión ha impuesto su propio lenguaje basado en la sencillez, la claridad y la concisión. Por contra debe huir de profundizar, de la transmisión de conceptos y de la crítica radical. El argumento político, tal y como hasta ahora se entendía, tiende a desaparecer. 

    - Políticos como espectáculo. Espectáculo como políticos: Sería la consecuencia final. La televisión es especialmente efectiva divirtiendo, más que intelectualizando. Para hacer las apariciones en televisión interesantes para el público, los partidos tienden cada vez más a divertir a la audiencia, produciéndose esa duplicación de la figura de los candidatos entre el desempeño de la política y del show

    Hemos alcanzado, por tanto, un período de desvirtuación del sistema de relación entre las ideas políticas, representadas tradicionalmente a través de los diferentes partidos políticos, y la población que ha de optar por que se la gobierne de acuerdo a un sistema ideológico u otro. 

    Puede contraponerse la idea de que muchos de los fenómenos apuntados se refieren de manera exclusiva a una realidad lejana de la nuestra, como es la norteamericana. Sin embargo, una de las conclusiones más evidentes que trascienden de todos los estudios sobre el próximo impacto social de los new media es el de la estandarización y unificación de las formas y comportamientos entre países que van a tener unos mismos referentes de formación e información. En esta situación, la realidad norteamericana, difundida extraordinaria y primordialmente a través de la cultura electrónica de imágenes y sonidos, se anticipa como el más claro referente de futuro. 

    Las consecuencias, al menos en el ámbito político, son evidentes. Tras un somero análisis de lo observado, se puede interpretar, como lo ha hecho Ignacio Ramonet35, que «los comicios electorales norteamericanos dependen hoy, más que de las ideas políticas propiamente dichas, de las grandes empresas publicitarias especializadas en los spots políticos de los candidatos a la Casa Blanca. Dada su presencia en la constelación de las cadenas locales, emisoras por cable y circuitos cerrados de vídeo, los candidatos se enfrentan ahora a golpes de spot en el terreno de los media. Y lo que los electores-espectadores eligen es el mejor spot, sin tener en cuenta lo demás, es decir, lo esencial: el programa político del candidato». 

    Notas bibliográficas 

    1 Dietrich Ratzke, Manual de los Nuevos Medios, Gustavo Gili, Barcelona (1986), pág. 11. 

    2 Harry Pross, Estructura Simbólica del Poder, Gustavo Gili, Barcelona (1980), pág. 124. 

    3 Roland Perry, Elecciones por ordenador, Tecnos (1986), pág. 15. 

    4 Roland Perry (1986), pág. 19. 

    5 WiIIiam Meyers, Los creadores de imagen, Planeta, Barcelona (1986), página245. 

    6 Vance Packard, Lasformas ocultas de propaganda, Editorial Sudamericana, Buenos Aü-es (1959), pág. 258. 

    7 Michael Bland, Executíve guide ío radio and TV appearances, Van Nostrand Reinhold, Nueva York (1979), pág. 77. 

    8 Furio Colombo, La realidad como espectáculo, Gustavo Gili, Barcelona (1976), pág. 100. 

    9 Furio Colombo, Rabiay Televisión, Gustavo Gili, Barcelona (1983), pág. 51. 

    10 Karl Kraus, Contra los periodistas, Taurus, Madrid (1981), pág. 40. 

    11 Furio Colombo (1976), pág. 15. 

    12 José María Valle Torralbo, «Imágenes-Tatuaje», en Mensaje y Medios, núm. 4, Madrid üulio de 1978), pág. 49. 

    13 Roland Cayrol, «La Televisión y las Elecdones», en Miquel de Moragas, Sociologia de comunicación de masas, Gustavo Gili, Barcelona (1981), pág. 529. 

    14 Véase Diamond & Bates, The spot, MIT Press, Cambridge, Massachusetts (1984), págs. 349-350. 

    15 Christian Doelker, La realidad manípulada. Gustavo Gili, Barcelona (1982), pág. 164. 

    16 James Halloran, Los efectos de la televisión, Editora Nacional, Madrid (1974), pág. 77. 

    17 E. Katz y P. F. Lazarsfeld, La influencia personal, Hispano-Europea, Barcelona (1979), pág. 34. 

    18 Anthony Smith, La politica de la información, Fondo de Cultura Económica, México (1984). 

    19 Jay G. BIumler & Denis McQuaiI, Television in politics, Faber and Faber, Londres (1978), pág. 5. 

    20 Ignacio Ramonet, La golosina visual, Gustavo Gili, Barcelona (1983), página 68. 

    21 Robert E. Dowse y John A. Hughes, Sociologia Política, Alianza, Madrid (1985), págs. 340-341. 

    22 H. Benesch y W. Schmandt, Manual de autodefensa comunicativa, Gustavo Gili, Barcelona (1982), pág. 43. 

    23 Jay G. Blumler, «Los efectos políticos de la televisión», en James Halloran (1974), pág. 132. 

    24 Dowse y Hughes (1985). pág. 404. 

    25 Roland Cayrol, en Miquel de Moragas (1979), pág. 531. 

    26 Kathleen K. Reardon, La persuasión en la comunicación, Paidos, Barcelona (1983), pág. 264. 

    27 Paul Félix Lazarsfeld, «La campaña electoral ha terminado», en Miquel de Moragas (1979), pág. 394. 

    28 P. F. Lazarsfeld (1979), pág. 408. 

    29 Kurt y Gladys Engel Lang, «Los mass media y las elecciones», en Miquel de Moragas (1979), pág. 434. 

    30 Elisabeth Noelle-Neumann, «La influencia de la televisir.i en una campaña electoral», en REIS, núm. 4, págs. 65-82, Madrid (diciembre 1978), pág. 71. 

    31 P. F. Lazarsfeld, en Miquel de Moragas (1970), pág. 405. 

    32 Berelson, Lazarsfeld y McPhee, en Mique? de Moragas (1979), pág. 428. 

    33 Denis McQuail, «Influencia y efectos de los medios masivos», en Curran, Gurevitch y Woollacot, Sociedady comunicación de masas, Fondo de Cultura Económica, México (1981). 

    34 Edwin Diamond & Stephen Bates, The spot, MIT Press, Cambridge, Massachusetts (1984), págs. 373-385. 

    35 Ignacio Ramonet (1983), pág. 68. 

    ANEXO 1:

    CONSEJOS PRÁCTICOS

    PARA AFRONTAR

    UN DEBATE TELEVISIVO

    • Lo lógico en un debate bien preparado es que el oponente intente mantener una línea continua de actuación. Representará un papel previamente decidido y lo mantendrá de principio a fin. La mejor técnica para contrarrestar esta estrategia es la descubrir ese papel y desvelarlo públicamente. El espectador pasará a ver al oponente como alguien artificioso y falso.

    • La técnica básica que empleará el adversario será la de insistir una y otra vez en su principal línea de ataque. Posiblemente, la aborde desde diferentes ángulos, pero siempre intentará debilitar más aún nuestros flancos menos fuertes. Puede que esa idea vaya expresada en forma de frase elaborada o de slogan. La mejor manera de restar eficacia a esa estrategia es la de intentar ridiculizar la frase o recibirla con humor o ironía, para restarle potencia. Cada vez que el oponente la utilice puede que se vuelva en su contra al recordar el espectador el tratamiento ridiculizador que se haya podido dar.

    • Un debate lo gana aquel que consigue llevar a su oponente a su terreno de juego. Su rival luchará desde el principio por controlar la dirección de la conversación. Si se le sigue, se acabará donde él desea. A veces resulta aparentemente difícil eludir la presión del contrario, pero es fundamental cambiar el terreno de juego para controlar la iniciativa. Un fórmula habitual es el empleo de preguntas al contrario para forzarle a seguir nuestra senda. A la inversa, siempre hay que tener cuidado con las preguntas que nos formulen. Casi siempre esconden una trampa.

    • En debate televisivo tan importante o más es la aptitud que se aparente, como la actitud que se muestre. Es posible que se viva en el plató una sensación de tensión, que puede verse acentuado por gesticulaciones o muecas de los rivales. Nunca se debe olvidar que en televisión sólo se ve y se oye lo que recogen las cámaras y los micrófonos. Siempre hay que recordar cuál es la cámara que está pinchada en cada momento y mantener control sobre el tono de voz. De poco sirve subir el tono, ya que los técnicos tenderán a bajar su potenciómetro. Lo mejor es hablar tranquilo y cerca del micrófono, de la misma manera que lo haríamos si estuviéramos en el salón de estar de cualquier hogar.

    • Jamás hay que olvidar que en los debates no sólo son dos las partes en conflicto. El moderador o los panelistas, si los hay, y sobre todo el público si lo hay son decisivos de cara a la percepción del telespectador. Jamás debe discutirse con el moderador. Por el contrario hay que hacer los esfuerzos que sean necesarios para ganar su confianza. Él es el representante de los espectadores en el estudio. Los moderadores y los espectadores adoran la amabilidad, la buena educación, la simpatía y el sentido del humor. Si hay público en el plató será un condicionante decisivo. Ellos serán quienes decidan con sus aplausos y sus intervenciones el ganador del debate. Nunca hay que enfrentarse al público. Hay que descubrir y preocuparse por sus opiniones e intereses y apoyarlos desde el principio.

    • No hay que menospreciar el tremendo valor de la sonrisa. El medio televisivo agradece como ningún otro el buen humor, especialmente en los momentos más trascendentes y enconados. El público en su casa detesta la gravedad y se siente aliviado con las posiciones más sosegadas ante los problemas. La tranquilidad siempre desprende más confianza que la tensión. Es probable que los contendientes compitan en el uso de frases ingeniosas, anécdotas ejemplificadoras y juegos de lenguaje divertidos. Es necesario llevar preparado material que pueda ser más brillante que el de nuestros oponentes. Su uso es especialmente efectivo cuando surge como réplica, como contestación inmediata a uno de los lanzados por nuestro rival.

    • La televisión es el terreno predilecto de la sencillez en formas y contenidos. Nada rechina más que el engolamiento y la pedantería. No estamos en un aula académica y en el uso de la oratoria parlamentaria. El rigor no hay que confundirlo con la presunción y el cultismo. Por el contrario, si el rival utiliza una de estas formas desaconsejadas, puede ser eficaz contrarrestarlo para remarcarlo y buscar el acercamiento a la audiencia.

    • En algunos momentos, buscado o no, el debate puede subir imprevisiblemente de tono. Si así sucede, casi seguro que se convertirán en los instantes más trascendentes y significativos del debate, de cara a al opinión pública. La mejor solución siempre es evitarlos desde el principio. Una vez desencadenada una fuerte polémica nadie sabe dónde puede ir a parar. La mejor salida, una vez más, es recuperar el sosiego y un cierto buen humor, para contrastar con el tono de nuestro rival. El combate cuerpo a cuerpo suele ser una lotería difícil de controlar. Cuanto más desfavorecida sea la posición de nuestro rival es más probable que recurra a este tipo de técnicas, que alguien ha denominado “manotazos de ahogado”. En caso de provocación en esta línea es fundamental no caer en la incitación y mantener el tono sosegado y aprovechar para remarcar la divergencia en el estilo.

    • Otra técnica habitual de quién se encuentra en situación más difícil es la de recurrir a ataques directos, en ocasiones repletos de demagogias, cuando no de falsedad. Puede que se intente provocar una pérdida de control. Hay que ser consciente de este tipo de situaciones para eludirlas de inmediato. En caso de acusaciones graves, resulta fundamental, con serenidad, sencillez, sosiego y hasta buen humor, si es pertinente, aclarar de forma contundente la cuestión.

    • Lo mejor que puede decirse al acabar un debate televisivo es que no se ha cometido un error de bulto, Todos los aciertos acumulados durante meses pueden quedar superados por un simple error de gravedad. Hay que mantener un total y absoluto control sobre cada una de las intervenciones y cada una de las palabras que se pronuncien. Una salida de tono, un gesto improcedente, una imprecisión lingüística o un simple lapsus pueden ser letales. Por el contrario, no hay que dudar en que la victoria está conseguida si es el rival el que comete el error. Si este se produce, no hay que dudar en insistir y reiterar su existencia para garantizar que no pase desapercibido.

    • El objetivo del debate televisivo no es convencer al rival. La “obligación” del rival es la de oponerse y contradecir nuestras posiciones, sea cual sea nuestro juicio. Dar la razón puntualmente adquiere especial valor si se escoge alguna cuestión poco diferencial. Sin embargo, no se puede abusar de esta estrategia. Lo usual es la confrontación. Por ello, la técnica más eficaz es la de reconducir el debate no hacia lo discutible, sino precisamente hacia lo indiscutible. En el terreno de lo evidente la posición del rival resulta incómoda y compleja. Si se opone a lo evidente, perderá la sensatez ante la audiencia. Si apoya nuestros argumentos nos cederá la iniciativa y realzará nuestras posiciones.

    • El ganador de un debate es siempre el que despierte mayor grado de confianza en los telespectadores. A la confianza se llega por el camino de la seguridad y el optimismo. Las visiones catastrofistas y pesimistas valen como crítica puntual pero no como alternativa de gobierno. Los televidentes ven los programas políticos para encontrar soluciones a los problemas, no para recordar sus padecimientos.

    • El debate no termina al finalizar la emisión televisiva. La mayor parte del público no habrá visto el debate. Además, buena parte de los que lo hayan visto carecen de un juicio claro sobre el resultado de la contienda. La opinión de los medios que se refieran al debate es vital. Es necesario contactar con ellos para cimentar el trabajo hecho en el debate. Se pueden resaltar los momentos más favorables a nuestro contendiente y escenificar la evidente satisfacción que provoca una victoria política.

    • El resultado normal en un debate es el empate. La victoria clara es muy difícil de obtener a no ser que el rival cometa un error garrafal o que el combate sea muy descompensado. Cuando los dos oponentes han preparado adecuadamente sus intervenciones y aplicado con corrección su estrategia, lo lógico es que la audiencia se limite a reforzar las posiciones preconcebidas. Esto explica por qué de forma habitual quién va delante en la carrera electoral renuncie a participar en un debate, con el fin de no correr riesgos innecesarios.

    REGLAS PARA LA ELABORACIÓN

    DE UN PLAN

    DE COMUNICACIÓN POLÍTICA

    1. EL IDIOMA DE LA TELEVISIÓN

    • La clase política tradicional suele tener resquemores sobre la televisión al considerar que es un medio que tiende a frivolizar los contenidos ideológicos más profundos.

    • En realidad el problema es mucho más simple. La televisión es sólo un lenguaje, un idioma.

    • La televisión no implica en sí mismo alteración alguna de principios éticos o ideológicos.

    • La televisión impone su propio lenguaje.

    • Cuando un líder va a hacer campaña a un lugar necesita hablar el idioma de quienes le escuchan. Un traductor implica distanciamiento y falta de conexión directa.

    • Sin embargo, aprender un idioma no significa pérdida del fondo de los discursos. Sólo de la forma externa.

    • Hablar en otro idioma no conlleva pérdida de valores. Se puede ser un mentiroso en inglés, francés, alemán o español. Y honrado en cada uno de ellos.

    • La televisión es sólo un idioma. Y no es poco. Parece que es el mismo idioma que el mundo real y no es verdad. De ahí la confusión.

    • Cuando un político quiere utilizar el idioma de la calle, de la Universidad o del Parlamento a la televisión fracasa. No se le entiende. O se le entiende algo distinto de lo que quiere decir.

    • El lenguaje de la televisión impone sus propias reglas:

    • Limita.

    • Deforma.

    • Simplifica.

    • Es necesario un aprendizaje. No es una pérdida de valores, sino un enriquecimiento cultural, indispensable para el desempeño de su función.

    • Los ciudadanos, a través de la televisión, se convierten en telespectadores y modifican su forma de ser y actuar. Igual que no hablamos, vestimos o nos comportamos de la misma manera en una noche de fiesta con amigos en la playa o en una recepción diplomática.

    2. EL LENGUAJE DE LA TELEVISIÓN

    • Siguiendo la triple evolución del lenguaje convencional (Limitación, deformación y simplificación) es necesario adaptarse a estos condicionantes.

    • Básicamente, en lo que a discurso se refiere, este triple proceso puede traducirse en tres consejos prácticos:

    • Brevedad. Ya que la trascripción televisiva va a ser necesariamente reducida, debemos acercarnos a la reproducción final.

    • Hay que utilizar un lenguaje directo que no pueda verse alterado por el proceso de intermediación técnica.

    • Debe emplearse un lenguaje lo más claro posible que permita la comunicación con el mayor número posible de personas.

    • La tradición política ha dado de forma histórica un valor especial a la erudición o a todo aquello que revista de cultismo al político en cuestión. De hecho, la tradición política mundial está repleta de especialistas de derecho, en ciencia política, procedentes de ámbitos universitarios donde la oratoria brillante y efectista era especialmente admirada.

    • Hoy en día, por el impacto de los medios, hemos conocido todo lo contrario. Líderes mundiales como Ronald Reagan o George Bush no hubieran sido posibles hace sólo unas décadas. Incluso líderes de gran fondo político como Blair o Bill Clinton han basado buena parte de su éxito en su capacidad para conectar a través de la televisión.

    • Hay un principio básico que nunca debemos olvidar. El objetivo fundamental de todo proceso de comunicación es la capacidad de conexión con el auditorio. En la vieja política, entre políticos, se hablaba lenguaje para políticos. Hoy en día a través de la televisión, hay que hablar para todos.

    • Si hablamos como un vetusto catedrático nos entenderán muy pocos, aunque seguramente con una gran complacencia. Sin embargo, si hablamos para que nos entienda un ciudadano sin estudios, no sólo nos entenderán los individuos que compartan su situación, sino además todos aquellos que sobrepasan su nivel cultural. Si hablamos para todos el listón deberá situarse en el umbral más bajo necesario.

    • En la sociedad actual, especialmente la transmitida a través de los medios, la erudición ha dejado de ser un valor que se asimila a la pedantería. Por el contrario, lo que más se aprecia de una persona culta es su capacidad para divulgar y compartir con otros sus conocimientos.

    3. LA FORMACIÓN

    • Todo este complejo mundo de la comunicación política necesita un aprendizaje arduo y complejo. Se trata de una formación teórico-práctica, ya que necesita combinar conocimientos de fondo con la indispensable aplicación pragmática de esos principios.

    • Hoy en día no hay un solo líder político o empresarial que no se haya sometido a cursos de formación más o menos formales.

    • La CEOE fue pionera en España hace más de 20 años, cuando puso en marcha los “Cursos de Formación de Líderes”. En apenas una jornada de trabajo un reducido grupo de empresarios recibían un curso acelerado de cómo comparecer en radio y televisión. Las sesiones se componían de algunas clases teóricas y una serie de ejercicios prácticos en los que se simulaban entrevistas que eran realizadas por conocidos profesionales que daban verosimilitud a la situación.

    • Los partidos políticos, poco a poco, han ido aceptando esta necesaria adaptación a la realidad.

    • El PP es el que cuenta con una estructura más sólida y profesionalizada. Incluso, dentro de su estructura organizativa cuenta con el denominado “Departamento de Telegenia”, por el que han pasado todos los miembros de su cúpula ejecutiva.

    • Los partidos de la izquierda han tardado mucho más tiempo en aceptar esta corriente que históricamente han rechazado por prejuicios atávicos.

    • Hoy en día, resulta fundamental considerar la capacidad de comunicación de un político para entender su papel dentro de la organización de los partidos. Poseer esa capacidad tiene mucho que ver con el moderno concepto del “carisma”, muy difícil de definir estrictamente pero fácilmente comprensible para todos en la clave de “presencia” en los medios audiovisuales de un líder.

    • Un auténtico plan de formación puede llevar varios meses o incluso años en poder completarse, aunque las herramientas básicas no son excesivas. El elemento fundamental y no siempre presente en los líderes actuales es el de su predisposición al aprendizaje. Es necesario un fuerte ejercicio de humildad sólo al alcance de los más inteligentes y capaces. En ocasiones la altivez o el engreimiento propio de quien se ve instalado en posiciones de poder real son el peor obstáculo para asimilar un proceso educativo de esta magnitud.

    4. LA PREPARACIÓN

    • La presencia en los medios de comunicación se ha convertido en una actividad más de la tarea política, cuando no una de las más importantes. No olvidemos que es más que habitual la existencia incluso de Ministros Portavoces de Gobierno, cuya función primordial es trasladar a los ciudadanos las tareas de la Administración a través de los medios.

    • No hay político que no dedique la primera actividad laboral a conocer las referencias que aparecen en los medios de prensa, radio y televisión. Todas las organizaciones políticas cuentan con amplios departamentos cuya única función es la de hacer “seguimiento de medios” que marcan sin duda las líneas de actuación política cada día.

    • De todas formas, llama la atención cómo se produce por norma general un gran contrasentido. Pese a que todos los políticos otorgan una gran importancia a su exposición ante los medios, muy pocos se plantean preparar cotidianamente sus intervenciones.

    • No hay nadie que se permita comparecer ante una comisión parlamentaria sin haberla preparado. Tampoco hay quien no se prepare bien personalmente, bien a través de su equipo, un texto para pronunciar una conferencia en cualquier foro. Incluso, se dedica un tiempo significativo para una reunión ante una agrupación local del partido. Sin embargo, en la mayor parte de los casos, rara vez se estudia, analiza y prepara una intervención ante los micrófonos y libretas de los periodistas a la salida de cualquiera de esos actos.

    • En realidad, lo que ocurre en el interior de estos lugares apenas llegará a algunas decenas de personas. Sin embargo, una simple frase en las escaleras de salida del edificio pueden ser conocidas por millones de ciudadanos. ¿Cabe alguna duda de cuál de ambas exposiciones tiene más importancia?

    • Una norma básica e insalvable para cualquier político sería la de controlar al máximo sus apariciones en los medios.

    • Lo primero es determinar si se desea o no hablar ante los medios. Sólo deben realizarse declaraciones, si realmente se tiene y desea algo que decir. No es obligatorio detenerse ante los periodistas siempre que ellos lo requieren.

    • Los periodistas necesitan cubrir su trabajo con declaraciones y noticias pero es su problema, no del político. A veces, la educación, el respeto, la rutina o el ansia de notoriedad llevan a muchos a aceptar un juego de declaraciones no preparadas que luego acarrean todo tipo de problemas.

    • Otro complejo que arrastran los políticos es que deben hablar de cualquier tema (“Hoy no toca”, decía Jordi Pujol) del que no siempre tienen una posición clara.

    • Un esquema básico de trabajo sería el siguiente:

    • Decidir si se tiene algo que decir.

    • Intentar determinar y preparar qué es exactamente lo que se quiere decir.

    • No hablar con la prensa más allá de lo que se tenía pensado decir.

    • Analizar lo que los medios recogen posteriormente.

    • Hacer balance del trabajo realizado desde la perspectiva de si lo que originalmente de quería transmitir es realmente lo que los medios han recogido y lo que ha llegado a la ciudadanía.

    5. EL CONTROL DE LA INICIATIVA

    • La vida política implica necesariamente competencia.

    • A diferencia de otros sectores sólo suele interesar la victoria, el Gobierno.

    • Normalmente, a priori, cada partido cuenta con temas en los cuales marca ventajas significativas sobre los rivales políticos.

    • La vida política se transforma en realidad en una lucha por controlar la agenda social, a través de los medios de comunicación.

    • Los partidos intentan luchar cada día ante los medios por imponer la Agenda. Si tienen problemas contraatacan. Cada legislatura, los partidos intentan imponer su calendario de iniciativas: marcar los tiempos.

    • Uno de los elementos básicos del control sobre los medios es precisamente la imposición de unos contenidos sobre otros. Que se hable de algo o no.

    • Marcar la iniciativa da la idea de actividad y casi siempre coloca a los rivales en actitud defensiva. El electorado exige a sus líderes capacidad de hacer cosas, más que de defenderse.

    • Las posiciones defensivas casi siempre implican cierta sensación de culpabilidad, mientras que el que propone siempre tiene un plus positivo.

    6. DISCUTIR LO INDISCUTIBLE

    • La vida política es controversia, discusión, polémica y confrontación.

    • Cuando las ofertas se parecen demasiado se provoca confusión y el modelo se resquebraja.

    • La vida política se fundamenta en un permanente ataque-repliegue-defensa-ataque-…

    • El problema es que la lucha sin cuartel sólo tiene un momento de decisión permanente cada 4 años: las elecciones. Sólo en ese momento se determina quién tiene la “razón” democrática.

    • Sin embargo, en el día a día la discusión permanente suele acabar en un callejón sin salida que bloquea el auténtico intercambio de ideas. Cada vez que alguien propone algo, la oposición se enfrenta con críticas o alternativas ¿Quién lleva razón?

    • La reacción de los ciudadanos es evidente. Los seguidores de cada partido tienden a defender las propuestas de sus líderes sin, por lo general, lleguen a asimilar realmente los argumentos.

    • Muy a menudo se cae en una cierta “futbolización de la vida política”, en la que nos pasamos a convertir en ultras seguidores de un equipo. Todo menos dar la razón a un contrario.

    • Jamás en la historia de la vida democrática, se ha visto un solo caso en el que un político en el fragor de un debate reconozca que la razón la tiene el rival y asuma su derrota. Ni él, ni su partido, ni sus seguidores se lo permitirían.

    • Esta rutina futbolística plantea un serio problema para el grupo electoralmente decisivo: los indecisos. Es curioso que quienes menos inquietud, formación y coherencia política tienen suelen ser los elementos decisivos de los procesos electorales.

    • En mitad del fragor de la pelea futbolera suelen abstenerse e inhibirse e incluso critican la vida política con el simple pero contundente argumento de que no hay quien se aclare porque siempre están peleando.

    • Hay una técnica para salir de este laberinto. Los políticos aburren a todos discutiendo de lo discutible y eso no conduce, bajo las reglas de la futbolización a nada.

    • La clave está en manejar el debate político y llevar al rival al terreno de juego más propicio a nuestros intereses. Debemos discutir no de lo discutible, sino de lo indiscutible. El rival sólo tendrá entonces dos opciones: o apoyarnos o defender lo indefendible. Jaque Mate.

    7. USP

    • Si hay un principio básico absolutamente extendido en el mundo de la publicidad es el del la USP: “Unique Selling Proposition”, es decir la “Propuesta de venta única”.

    • El fundamento es bien sencillo. Dentro de la gran variedad de información que recibe un ciudadano medio resulta muy complejo llamar su atención. Cuánto más claro y directo sea el mensaje, más posibilidades tendremos para conectar con él.

    • Cuando se establece esa relación entre vendedor y potencial comprador es trascendental centrar todos los esfuerzos en una única propuesta de venta. De esa manera siempre mantendremos una línea de continuidad en la relación. Cada nuevo mensaje se verá reforzado por los anteriores y éstos continuados por los nuevos.

    • La imagen global de marca será siempre coherente con una personalidad prediseñada que servirá de enganche con el público potencial.

    • En el mundo comercial, todas las grandes marcas trabajan sobre la base de una USP incluso durante años. Cada cambio de esta seña de identidad se considera una auténtica revolución.

    • La USP aglutina un todo: la marca, la imagen corporativa, los slogans, la estética de los spots, la elección de los prescriptores,…

    • En política los ciclos más claros vienen marcados por los períodos electorales y las consiguientes campañas. Cada cuatro años, cada partido adapta su USP principal a la coyuntura del momento, pero por lo general intentan mantener ciertas dosis de continuidad. En otros casos, el cambio de USP es la mejor manera de asumir públicamente un cambio en la estrategia política.

    8. MARTILLAZOS EN EL MISMO CLAVO

    • Para clavar un clavo en una pared es necesario siempre aplicar varios golpes sobre su cabeza hasta conseguir introducirlo por completo. De la resistencia de la pared dependerá el número de impactos necesario. Con esta imagen metafórica muy habitualmente se compara el proceso de transmisión de mensajes a través de los medios de comunicación.

    • Es absolutamente inusual que simplemente a través de la difusión de un mensaje, la mayor parte del público lo asimile de forma completa. Las limitaciones que impone la comunicación mediática dificulta ostensiblemente esta tarea. Este proceso es particularmente más complejo en el caso de la televisión (Ver apartado “El lenguaje electrónico”).

    • La publicidad entiende perfectamente este proceso y a través de las campañas difunde una y otra vez su mensaje hasta garantizar su total difusión. Al aplicar con continuidad la USP, la publicidad reitera el mismo slogan y el mismo concepto de manera intensiva durante unas semanas a través de todos los soportes de comunicación: televisión, radio (en ocasiones simplemente se limita a transmitir la banda sonora de la campaña televisiva), periódicos, revistas, vallas,…

    • La comunicación política tiene algunas serias dificultades para repetir este proceso, ya que en España está prohibida la emisión de spots, con lo que la fórmula típicamente publicitaria no se puede aplicar.

    • La comunicación política suele provocar un efecto refractario en la audiencia si se identifica como mensaje puramente electoralista. Por ello, el centro de la actividad de los partidos se centra en generar material informativo que sea recogido y extendido por los medios.

    • Bajo esta concepción resulta complejo en apariencia aplicar la técnica de “varios martillazos en el mismo clavo”, por dos factores fundamentales:

    • En primer lugar, los medios no suelen hacerse eco del mismo titular en más de una ocasión. Un mensaje ya difundido suele ser eludido por los periodistas para no caer en repeticiones. Sólo lo nuevo es noticia.

    • En segundo lugar, los propios políticos suelen rehuir la repetición de sus propios argumentos por considerarlos gastados una vez utilizados. Cuesta esfuerzo decir con convicción exactamente lo mismo en repetidas oportunidades. Además se tiene miedo a dar la sensación de carecer de discurso y aparecer como falto de ideas e iniciativas.

    • La solución de este dilema provocado por la búsqueda de la necesaria reiteración y la adaptación a las exigencias de los medios y de la propia condición intelectual de los líderes tiene algunas soluciones:

    • Es indispensable el mantenimiento de un mensaje para llegar al público.

    • Hay que aprovechar la presencia ante diferentes auditorios para, sin problema alguno, “colocar el mismo mensaje”.

    • Se hace indispensable realizar un seguimiento de medios exhaustivo que analice dónde y cuándo se ha difundido ya un contenido concreto.

    • Para evitar la repetición expresa es fundamental recurrir a la tautología, que significa decir exactamente lo mismo con expresiones diferentes. De esta manera, se puede solventar el problema fundamental: reforzar la comunicación de un mensaje sin caer en la agobiante repetición.

    9. LA REDUCCIÓN A TITULARES

    • Los estudios estadísticos indican que a medida que el tiempo pasa los informativos televisivos reducen los tiempos dedicados a apariciones de líderes políticos

    • Las noticias de los telediarios también devalúan el discurso. La manera en la cual recibimos las noticias en televisión significa que escuchamos "tijeretazos" en lugar de discursos. El Media Analysis Project de la Universidad George Washington encontró, por ejemplo, que la media del tiempo que un candidato a Presidente aparecía hablando en las noticias de una gran cadena en 1984 era de 14.79 segundos. Según explica Kathleen Hall Jamieson.

    • JAY G. BLUMLER: La duración media de las palabras de los políticos transmitidas durante las campañas electorales americanas pasó de 43,1 segundos en 1968 a 18,6 segundos en 1976 y 7,2 segundos en las primarias de 1996. (extraído de Daniel C. Hallin, «Sound Bite News: Television Coverage of Elections, 1968-1988», Journal of communication, 42 (2), 1992.

    • La mayor parte de los lectores de prensa sólo leen los titulares o los ladillos de las noticias. Sólo las frases redondas llegan a las primeras páginas.

    • Tip O'Neal: “Un discurso inolvidable es aquel que contiene una frase memorable. Quién puede olvidar la de Jack kennedy: “No preguntes qué es lo que el país puede hacer por ti, sino qué es lo que tú puedes hacer por tu país". Y la de Francis Delano Roosvelt: "No tenemos nada que temer, excepto al miedo". O la de Lincoln: "Con rencor hacia ningún sitio, con benevolencia a cualquier parte". El Presidente Clinton hizo su buena contribución con: "No hay nada mal hecho en América que América no pueda solucionar".

    • Un titular memorable es una victoria de antemano. Pero resultan muy difíciles de construir. Deben: ser breves, concisos, claros, inteligentes, coyunturales y contundentes.

    • Normalmente, son indiscutibles. Aunque no aparezca una luz que indique que ese es el titular cualquier periodista lo debe identificar. Para ello es importante colocarlo en el momento oportuno o bien reiterarlo (“Déjenos en paz” o “Márchese Sr. González”).

    • Otra posibilidad es llamar la atención sobre el titular, introduciéndolo o dramatizando su llegada (Bush sr. Con “Read my lips: No more taxes).

    • La clave es el ingenio y la oportunidad.

    • «En este país, necesitamos un gobierno tan bueno como su gente» fue el eslogan utilizado por Jimmy Carter en 1976 tras el escándalo Watergate.

    • Reagan: Fue una frase que la gente comentó igual que ocurrió con la famosa coletilla que usó la casa Wendy desde 1984 (Where's the beef?).

    • En España, Aznar es el político que más a menudo recurre a la búsqueda de frases de impacto que refuercen sus argumentos. Una de sus técnicas más habituales es la recuperación de frases populares trasladadas al campo político (“Cero, patatero” o “La oposición está en pelota”).

    • La búsqueda del titular tiene el peligro de no llegar o pasarse. Es necesario medir bien la potencia y la justeza de la frase.

    • Sin corte no hay presencia adecuada en los medios. O lo que es peor deja a la elección de posibles manipulaciones la inclusión del corte. Todo lo que se dice puede salir.

    10. LA FOTO

    • En el lenguaje de los medios, nada tiene más fuerza de transmisión que las imágenes de impacto. Una buena imagen tiene la garantía casi absoluta en ser portada en todos los periódicos, aparecer en todos los informativos y programas de televisión y estar en boca de numerosas tertulias tanto profesionales como cotidianas.

    • Consciente de este fenómeno, la comunicación política extrema al máximo este tipo de situaciones. Antes que dejar que los profesionales busquen la imagen deseada, resulta más eficaz elegir de antemano esa foto que todos van a obtener de una forma u otra.

    • Cada vez es más habitual encontrar situaciones que favorezcan su inclusión en los espacios de información. Las campañas electorales se preparan en buena medida en el ánimo de facilitar la captación de imágenes novedosas que aporten valor a la imagen del candidato.

    • Permanentemente, vemos a los líderes de todo el mundo realizar apariciones públicas destinadas a mostrar aspectos positivos de su personalidad:

    • Imágenes familiares: Son escenas que reflejan el entorno privado agradable en el que viven los políticos, casi siempre alejados en la vida real de este entorno. Hay multitud de ejemplos clásicos autorizados como las fotos de familia de Kennedy con niños y perro en el Despacho Oval o las habituales publicadas en revistas como Hola o El Mundo dentro del Palacio de la Moncloa con Aznar y Botella. También hay ejemplos de fotos no preparadas pero con una gran difusión como la” foto de la tortilla” del PSOE o la imagen de Cheri Blair abriendo en camisón la puerta del nº 10 de Downing Street.

    • Buen estado físico: Las similitudes entre el éxito deportivo y el político suelen ser muy del agrado de los asesores de imagen. Piensan que dar muestras del buen estado físico de un político transmite sensación de seguridad, de capacidad y de fuerza. Además aporta un cierto aire de cercanía ante el electorado. En España hemos visto a Aznar jugar paddle, iniciarse en el golf, bañarse en el mar...

    • Contacto con los ciudadanos: Frente a la imagen de aislamiento de los políticos, se busca con reiteración trasladar a través de los medios el permanente contacto con el mundo real. Presencias en fiestas populares, contactos con niños y ancianos, visitas a recintos industriales, ayudas a tareas sociales, en baños de multitudes… ocupan parte de la actividad diaria de los líderes, casi siempre con la presencia de medios de captación de imágenes.

    • Junto a líderes extranjeros: Se busca de esta manera reforzar la importancia de los líderes locales al colocarlos junto a prestigiosos mandatarios mundiales. Buena parte de los viajes oficiales tienen pocos objetivos más que el de realizar al consabida fotografía. Hay ejemplos especialmente llamativos como la foto de Aznar con los pies en la mesa, junto a Bush y fumando un puro.

    11. GOLPES ESCÉNICOS

    • En múltiples oportunidades, la obtención de una imagen de actualidad tiene un valor añadido que se plasma en situaciones no siempre premeditadas cargadas de fondo político que pueden implicar gran trascendencia política.

    • Este tipo de situaciones suelen ser en su mayor parte imprevistas y ahí radica su gran fuerza. Gozan de total credibilidad para el espectador y pueden llegar a marcar períodos políticos determinados.

    • En todo el proceso previo a la Guerra de Iraq, dos situaciones se convierten en golpes escénicos contra la imagen de Aznar provocados, curiosamente, por él mismo. En primer lugar su desliz en la rueda de prensa en el rancho de Texas de George Bush en la que Aznar inicia su intervención con un marcado acento espanglish. Apenas unos días después, en la reunión de las Azores junto a Bush, Blair y el presidente portugués, Aznar se da cuenta que para la foto está situado al lado del presidente portugués, por lo que abandona esa posición y se coloca junto a Bush, que le recoge con un amable gesto de superioridad con un brazo por encima de su hombro. En ambos casos, aparte de la comicidad de las imágenes, éstas son noticia por el valor simbólico-político que trasmiten.

    • También es muy habitual que cualquier incidente o tropiezo alcance enseguida repercusión informativa. Cada vez que a un líder le lanzan huevos, una tarta o se cae en una escalera sufre el doble castigo de la incesante repetición mediática que amplifica siempre la importancia real del hecho.

    • Lo más habitual hoy en día es que dada la importancia del fenómeno, casi todos los golpes escénicos sean preparados de antemano. Se buscan lugares donde se sabe que las cámaras van a estar delante y se escenifica una representación que busca transmitir un mensaje a través de puro lenguaje electrónico.

    • Este tipo de golpes escénicos pueden tener todo tipo de circunstancias, entornos y protagonistas:

    • El público demócrata en la calle a la salida del debate de Kennedy con Nixon.

    • Las apariciones en situaciones curiosas: Clinton tocando el saxo en un late-night o algunas presencias de políticos en Fuentes y Cía.

    • A veces se plantean como recursos ante problemas. Por ejemplo la curiosa situación, de ver a Aznar correr frente a algunos adolescentes, días después de unos desafortunados comentarios públicos en los que presume de haberle dicho a Bush que corre mucho más rápido que él y que al utilizar una terminología confusa da a entender que corre más rápido que las gacelas. La puesta en escena de unas carreras frente a adolescentes a los que gana reiteradamente pretende reafirmar su buena forma física, más allá de sus supuestas presunciones.

    • La aparición sorpresa de Zapatero en el debate de presupuestos de 2003.

    • Quizá uno de los mayores peligros sea el de que se produzca un “efecto boomerang” que convierta en noticia negativa un golpe escénico mal diseñado.

    • La conclusión final tendría que ser la de asumir la importancia de este tipo de efectos, de gran fuerza mediática (son puro lenguaje electrónico). El peligro es que salgan mal. Toda la potencia del fenómeno se vuelve en contra, de forma normalmente ridícula o patética.

    12. EL PELIGRO DE LOS ERRORES

    • Si uno de los tópicos más conocidos respecto a la comunicación audiovisual es el que “una imagen vale más que mil palabras”, en relación a la comunicación política podemos afirmar que un solo error vale más que mil aciertos.

    • Es condición humana. Lo negativo siempre es más llamativo que lo positivo. Los medios de información ocupan la mayor parte de sus espacios en describir situaciones negativas. Con la política ocurre lo mismo.

    • Posiblemente la mejor de las estrategias de comunicación política que pueda plantearse es sencillamente la de “no cometer errores”. Con sólo conseguir esto, podemos casi afirmar que será un gran éxito.

    • Sobre un político se centran cada día gran cantidad de personas en busca de un desliz, de una metedura de pata o de un fallo significativo.

    • En primer lugar, siempre estarán los partidos de oposición que analizarán todas nuestras actuaciones a la búsqueda de encontrar material para sus ataques consiguientes.

    • También estarán pendientes todos los profesionales de la información, desde los periodistas a los cámaras de televisión o los fotógrafos de prensa.

    • Finalmente, también el público disfrutará de ver a un “vendedor de éxitos”, como es un político, caer a los pies de los caballos.

    • No podemos olvidar que la profesión de político es una de las que menos consideración social tiene, curiosamente al igual que los periodistas. La gente tiende a considerarlos como falsos, interesados, vagos, cuando no corruptos y encubridores. Todo un papelón.

    • La historia de la comunicación política está repleta de informaciones negativas que han marcado momentos decisivos en mitad de conflictos o que han acabado por condicionar la imagen de algunas personalidades. Los medios de comunicación no políticos son a su vez ávidos difusores de este tipo de contenidos, llevando en ocasiones la narración de los hechos hasta la hipérbole más extrema.

    • Debate de Enrique Múgica con Martín Villa: “Yo no me contradizco”.

    • Expectación con debate de Borrell en el Debate del Estado de la Nación. El líder del PSOE se extiende en un detalle presupuestario (crédito de Hacienda) que apaga toda su intervención.

    • Con micrófonos encendidos en una rueda de prensa de Arenas, el jefe local del partido le explica lo que tiene que decir. La grabación sale a la luz.

    • Los descamisados de Guerra en un exceso de euforia dialéctica.

    • La frase del diputado socialista sobre que podían hundir otro Prestige para ganar las elecciones.

    • Los tres diputados del PP y los vídeos pornos en la Asamblea de la CAM.

    • La frase de Trillo sobre los bombarderos que repostaron combustible en el espacio aéreo español. “Puede que sí o puede que no”.

    • Suárez Illana y el concejal asesinado por ETA: “Lo peor es que no podrá comer más cebollas rellenas”.

    • Los famosos deslices de Esperanza Aguirre como Ministra de Cultura.

    13. RECONOCER LOS ERRORES

    • El interés de la clase política en mostrar siempre su lado positivo condiciona toda su actividad.

    • El sentido de la profesión de político es la capacidad para resolver problemas de gran dificultad. Para ello, la necesidad de preservar su prestigio y cualificación resulta fundamental. Un error de gran peso político puede acabar con una carrera o como mínimo condicionarla de manera decisiva.

    • El fenómeno de competencia es el otro factor que marca su quehacer diario. Es necesario no sólo aparecer como capaces de resolver cualquier problema, sino que además con nivel superior a sus rivales electorales.

    • El objetivo principal, como hemos dicho antes, es el de no cometer jamás error alguno. Ahora bien, como hablamos de condición humana, al final resultan inevitables. En caso de que este resulte especialmente llamativo, la reacción inmediata suele ser la de reducir en lo posible su impacto.

    • Lo más usual es el desmentido directo. En caso de no ser posible, se recurre a menudo a estrategias de distracción que ayuden a desviar la atención de los medios hacia otras noticias.

    • Pese a todo, puede darse el caso de que todo al final resulte inevitable y haya que abordar el problema. En estos casos, no siempre asumir la responsabilidad es un demérito, antes al contrario.

    • Que un político asuma haberse equivocado, pida las necesarias disculpas por ello e intente remediar el fallo puede llegar a ser un gran acierto. Evidentemente, el riesgo de medir el efecto negativo o positivo que se corre al asumir tal papel lleva en casi todos los casos a que casi nadie quiera recorrer este camino, a no ser que no tenga otra opción.

    • En ocasiones, la dimisión puede ayudar a limpiar la imagen política (Ministro del Interior, Antoni Asunción, tras fuga de Roldán), aunque los partidos suelen eludir esa fórmula a no ser que conlleve alguna responsabilidad penal, ya que de inmediato la oposición celebrará la baja como una victoria política.

    • Además, la dimisión no siempre se rentabiliza en términos de limpieza (caso Demetrio Madrid en Castilla-León).

    • Pese a todo, una honrada y abierta disculpa puede tener un enorme efecto balsámico frente a la opinión pública y la ciudadanía y, en ocasiones, puede convertirse en el mejor contraataque frente a la oposición que pasa a convertirse del día a la noche de víctima a verdugo implacable.

    • La historia muestra algunos ejemplos de significativas disculpas en situaciones muy comprometidas. Clinton con el caso Lewinsky consiguió reflotar su imagen tras asumir sus falsedades vertidas con anterioridad. Nadie, sin embargo, perdonó a Nixon el que tardara años en reconocer con su dimisión la relación con el caso Watergate.

    • En España, la corta historia democrática tiene pocos ejemplos de este tipo de situaciones. Quizá el caso más claro fue el de la campaña del PSOE de 1993, en la que pese a que las encuestas antes de su inicio le daban como perdedor, consiguió remontar en pocas semanas. El ejercicio de humildad de Felipe González de asumir y pedir disculpas por los abusos cometidos por funcionarios en diferentes casos de corrupción convenció a muchos ciudadanos. Cuando FG ganó lo dejó claro: “He entendido el mensaje”. La clara referencia a que la advertencia del pueblo quedaba clara.

    • Quizá la única advertencia añadida es que este tipo de situaciones límite son una última oportunidad. Nadie acepta la repetición de esta situación. Pedir perdón puede ser muy rentable, pero sólo se puede hacer una vez.

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    Enviado por:Kylie
    Idioma: castellano
    País: España

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