Literatura


Mahabhárata


EL MAHABARATA

Algunos autores opinan que el Mahabarata no es propiamente un poema, sino toda una literatura, que semeja, más bien, un muestrario de la poesía bárdica; y que, no es obra de un solo poeta a pesar de que se atribuye a Viasa.

Existen datos que nos dan la posibilidad de enmarcar los hechos dentro de un determinado cuadro cronológico y geográfico.

Si comparamos las dos grandes epopeyas hindúes veremos que en el Mahabarata, los personajes que intervienen son más humanos. La sociedad que presenta el poema es, por supuesto, de tipo patriarcal, y la poligamia es la regla, aunque los incidentes fundamentales giran alrededor de un caso de poliandria.

TEXTOS DEL “MAHABARATA”

Arjuna, había ido a ver a Sankara, dios de los dioses. Llevaba el arco de Gandara y su propia espada de puño de oro. Se dirigió hacia el Himalaya y llegó a un bosque sombrío. Cuando hubo atravesado aquel lugar terrible, Arjuna llegó a la cima. Aquel guerrero de gran corazón se sintió atraído por tan deliciosa selva, y resolvió someter allí su energía indomable a una penitencia.

El venerable Hara Siva, señor de los dioses, que lleva en la mano el arco de Pinaka, se vistió un disfraz de cazador; y armado con arco y con flechas parecidas a serpientes, descendió a la tierra. Llegado vio, a un hijo de Danú, llamado Muka, el cual había tomado la forma de un jabalí e intentaba matar a Arjuna, disparando contra él su arco. Pero Sankara le arrojó una flecha semejante al rayo y parecida a la llama, al mismo tiempo que Arjuna le disparaba un dardo. Las dos flechas hirieron a la vez al jabalí, cuyo cadáver cayó a la tierra. Entonces Arjuna sintió un furor indescriptible y disparó sus dardos con todas sus fuerzas contra Sankara. Éste recibió los tiros tranquilamente. Arjuna redobló entonces su lluvia de flechas. Aquellos dos héroes irritados, que tenían una fiereza de reyes, se atacaron mutuamente muchas veces con sus dardos en forma de serpientes. Ese duelo que hacía erizarse el pelo a los contendientes duró más de una hora. Por último, el dios aprisionó a su rival entre los brazos y lo arrojó lejos de si. Arjuna cayó a tierra y perdió el conocimiento. Cuando se repuso, reconoció en su rival a aquel dios. Cayó humillado a sus pies, Bhava, satisfecho, le dijo con una voz tan profunda como el ruido de las nubes: « ¡Bien, Arjuna, bien! Estoy contento de tu proeza. ¡En lo sucesivo vencerás a todos tus enemigos en batalla, aunque sean dioses!» Arjuna, confundido, imploró su perdón y le adoró.

En otra ocasión, Indra le presta su carroza para que ascienda a los cielos.

Temblando de gozo, Arjuna salta al carro celeste, que al instante se lanza al cielo. Cuando hubo llegado a las regiones inaccesibles a los mortales, vio pasar en todas direcciones carros centellantes. El héroe, desprendido de todo aquello que podía atarle a la Tierra, contemplaba aquel maravilloso espectáculo embellecido de armonías sublimes. Aquel imperio está vedado a los que no van en peregrinación a los santos lugares, a los que no hacen limosnas, a los que han profanado objetos sagrados, a los que se entregan a los excesos de la alimentación o de la bebida, y a los que son adúlteros. Arjuna, al penetrar en la ciudad celeste, fue saludado por sus divinos habitantes. Después, rodeado de todos los genios del cielo, de todos los reyes y de todos los brahmanes, llegó a los pies del mismo Indra.

Así pues, tras numerosas aventuras, los Pandavas pudieron ir a habitar en la corte de un reyezuelo a quien, en cierto momento, defendieron de los Koravas, mientras que ese rey a su vez, ayudó a los héroes a reconquistar su reino mediante la batalla de Kurukshetra.

Por todas partes estalló un tumulto espantoso. Todas las tropas de Kurú y de Pandú reunidas se habían levantado a los primeros albores del día. Los dardos, las corazas, las flechas, las lanzas resplandecían, ofuscando la vista. Aquellos dos inmensos ejércitos parecían dos mares que confundían sus torbellinos repletos de monstruos furiosos. Había amanecido. Todas las regiones del cielo anunciaron acontecimientos terribles. Entonces, a la vista de los antepasados y de los dioses, se desarrolló un terrible combate.

Tras el combate.

El suelo estaba todo cubierto de arcos dorados y de ricos adornos, caídos de las manos yertas de todos aquellos guerreros que ahora yacían sin vida sobre su propia sangre. Con tantos tesoros sembrados en la tierra, ésta parecía adornada como una mujer.

Las mujeres salen a buscar a sus hombres en el campo de la lucha para evitar que los animales salvajes devoren sus despojos.

Llorosas, corriendo sin concierto para volver al mismo punto, con el alma atravesada de dolor, no sabían que hacer. Algunas se golpeaban la cabeza con sus delicadas manos. Sus rostros pegados unos a otros, sus cabelleras enredadas y sus cuerpos juntos y enlazados, presentaban un conjunto agitado por el más triste dolor. Y los aullidos de las fieras se confunden con los sollozos de las mujeres.

Por fin, los Pandavas exterminaron a los Koravas, en tanto que Dritarashtra se marchó al bosque para morir. Los Pandavas, hartos de guerras y sufrimientos, enfilaron hacia la Gran Montaña Cósmica, el monte Merú, centro mitológico donde mueren todos ellos, menos Yudistira, a quien acompaña su perro. Los dioses le abren el Suarga, pero Yudistira se rehúsa a entrar, a menos que lo acompañe su fiel can. Indra, conmovido, accede finalmente. Así pues, penetra en el cielo, pero allí se entera de que sus hermanos y Dropadi están en los Avernos y abandona el Suarga de los dioses para ir a hacer compañía a sus parientes y su amada, hasta que los dioses los devuelven a todos a su verdadero estado original, que es el de semidioses.

Bajada espantosa. En medio de horrorosas tinieblas, infestadas del olor de carne y sangre; en sitios llenos de cadáveres, de huesos y cabelleras, donde hormiguean innumerables insectos, el héroe siente erizársele de horror los cabellos. Después que Yudistira hubo descansado algún tiempo en la región de los castigos, Indra, Yama y los otros dioses descendieron al abismo del horror. Un soplo dulce y embalsamado se extiende al paso de los dioses, y el infierno apareció iluminado con la radiante luz del cielo.

EL MAR.

Las hermanas Vinata y Kadrú, hacia la mañana, al salir el Sol, corrieron por la ribera. Allí vieron el mar, inmenso receptáculo de las olas; el mar de aguas profundas; el mar con su gran ruido. Ese mar cuyo fondo no pudo encontrar durante cien años el Brahmarsi Atri, y que se apoya para siempre en la bóveda del cielo; se mostró a las dos hermanas como inconmensurable y como rey de las riberas.

El fragmento siguiente se refiere a la treta de que se vale un rey, cuyas tierras están secas, para atraer a un joven anacoreta que, se supone, puede hacer llover. El rey le envía una cortesana, quien deberá engañar al ermitaño y atraerlo hasta las tierras del monarca.

Después que la cortesana hubo empleado durante algún tiempo todos los recursos que podían impresionar los sentidos de aquel joven, se marchó con el pretexto de que debía atender al mandamiento del fuego perpetuo; pero al partir le dirigió miradas lánguidas.

Desde que la joven hubo desaparecido, Rishyasringra, embriagado de amor, quedó como si hubiera perdido la razón. Un momento después, apareció su padre Vibandaka. Se aproximó a su hijo, a quien le dijo: «No eres ahora quien antes eras: tus pensamientos están lejos de aquí, tu alma te ha abandonado ¿Qué te ha sucedido? ¿Quién ha estado aquí?» Rishyasringra le respondió: «Ha venido una joven Brahmán, muy inteligente. Sus ojos negros tienen una extremada ternura; su olor es dulce y exquisito. Partió, y mi alma le ha seguido. Su presencia ha quemado mi cuerpo y su imagen revolotea constantemente a mi alrededor.»

EPISODIO DE NALA Y DAMAYANTI

Hubo entre los Nishadenos un rey vigoroso, Nala. Era gallardo, un héroe piadoso, era verídico, fuerte, y mandaba un numeroso ejército, era simpático para los hombres y para las mujeres, era generoso, pero era aficionado al juego de dados.

En la misma época, Bima, rey de Vidharba, tuvo tres hijos, jóvenes príncipes generosos hasta el exceso, y una hija, Damayanti, de talle gentil. Damayanti brillaba en medio de sus compañeras, colocadas por centenares en grado inferior al de aquélla. Ésta joven llenaba de amor el alma y era bella aún para los dioses. Se complacían en elogiar a Nala delante de ella, y en ensalzar a Damayanti en presencia de Nala. Esas continuas alabanzas de las cualidades de uno y de otra, despertaron el amor entre los dos.

Entonces el padre de Damayanti pensó en casarla. Todos los príncipes y los reyes acudieron. Los más poderosos inmortales se entusiasmaron; entonces todos, con sus carros y con sus séquitos fueron. En el camino divisaron a Nala, y quedaron sorprendidos y admirados de tan perfecta belleza; y propusieron al Nishadeno que hiciese alianza con ellos y fuese su mensajero ante Bima, padre de Damayanti.

Aceptó pero al contemplar a aquella princesa de seductora sonrisa aumentó su amor, sin embargo contuvo su pasión.

« ¿Quién eres tú, le dijo Damayanti, tú que pareces un Dios?»

-«Soy Nala, y vengo aquí como enviado de los dioses que desean obtener tu mano, elige, mujer encantadora.» Damayanti respondió: «Príncipe, por tu causa he hecho convocar a los reyes.» Nala respondió: « ¿Cómo deseas tu un hombre siendo tan deseada por los dioses?» Aquel lenguaje hizo brotar lágrimas de los bellos ojos de la Vidharbana, y ésta dijo a Nala: «Comienzo por dirigir mi adoración a todos los dioses, y en seguida te escojo por marido.» Entonces los dioses, muy gozosos, concedieron ocho gracias a Damayanti, y se marcharon como habían venido.

En cierto momento, Nala pierde a los dados todo lo que posee y se marcha a la selva. Damayanti lo sigue, pero Nala la abandona con la esperanza de que, la joven retorne a la casa de su padre y se evite penurias.

La hija de Bima, sollozando, corrió de un lado para otro, como una loca, cayendo, levantándose, lanzando gritos y repitiendo entre gemidos: «¡Ay de mi!»

Ulteriormente, ambos esposos vuelven a reunirse.

Al cuarto año de separación, el rey Nala se reunió con su esposa, y cumplidos todos sus deseos, disfrutó una dicha suprema. La misma Damayanti saboreó el placer de su reunión con su esposo.

Por último, haremos alusión al episodio de Savitri y Satiava. Savitri se fijó en Satiava, hijo de un rey ciego, pero se enteró de que, según un oráculo, el joven debía morir un año después de que contrajera matrimonio, llegó el día funesto y Satiava, portando un hacha, marchó a la selva, mientras su esposa lo seguía y cuidaba a cierta distancia.

Satiava decía a su compañera: «Admira la belleza de todo lo que nos rodea.» Pero Savitri no podía apartar los ojos de la fisonomía de su esposo, porque su corazón ardía, considerando que lo iba a perder para siempre.

Satiava se sintió presa de una pesada laxitud y se tendió en tierra como para dormir. El instante horrible se aproximaba y Savitri lo esperaba con terror, vertiendo lágrimas silenciosas. De pronto apareció ante sus ojos un enorme gigante.

Se trataba, nada menos, que del dios Yama, deidad de la muerte.

Savitri sintió que el frío de la muerte penetraba en sus miembros. Un sudor abundante y frío cubrió todo su cuerpo. Entonces, para retrasar el instante en que había de separarse de Satiava; pidió al dios: «Puesto que habrás de quedar satisfecho con la muerte de Satiava, devuelve a los padres de mi esposo el uso de sus ojos.» El dios respondió: «Les concedo la facultad de ver.» Y se bajó para coger a Satiava con un lazo. Pero Savitri separó el nudo fatal. «Concédeme todavía una cosa: el padre de Satiava ha perdido su reino; va a perder a su hijo; haz que el virtuoso anciano recupere su poder y sus riquezas y que tenga cien hijos más.» El dios Yama concedió esta otra gracia. Después se inclinó nuevamente hacia Satiava. Pero Savitri le rechazó otra vez. «Oh dios poderoso, espera aún; concédeme, te suplico, oh Yama, que igualas en poder a Indra, concédeme cien hijos en quienes vuelva a encontrar las virtudes de su padre.» El dios concedió también aquella merced. Entonces Savitri le dijo: «Oh dios, he recibido tu palabra de dios; tendré numerosos hijos; el padre por lo tanto, no me puede ser arrebatado. Puesto que sin él no puedo tener descendencia, no puedes llevar contigo a Satiava a tu tenebrosa mansión.» El dios se sintió dominado por un gran acceso de cólera, porque de ningún modo podía borrar la promesa que había hecho a la fiel Savitri. Se vio, pues, precisado a volverse, sin llevar consigo a Satiava.

La historia termina de manera feliz en todos sus puntos, ya que a su regreso de la floresta, Satiava se encuentra con que su padre ya recobró la vista y sus riquezas, y el joven matrimonio vive largos años y tiene cien hermosos hijos.

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Enviado por:Berenice Sánchez
Idioma: castellano
País: México

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